Autonomia universitaria 1976.83

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III Congreso Nacional II Encuentro Internacional de Estudios Comparados en Educación “Reformas educativas contemporáneas: ¿continuidad o cambio?” Autonomía universitaria: El devenir de una idea fundante. Un estudio comparado de la universidad (1973 – 1983) Autoras: DONO RUBIO, Sofía – Lic. En Ciencias de la Educación- Jefe de Trabajos Prácticos - Historia General de la Educación – Investigadora tesista –IICE- FF y L - U.B.A [email protected] / 54 011 4867-3906 LÁZZARI, Mariana – Lic. En Ciencias de la Educación - Auxiliar docente de primera categoría - Historia General de la Educación – Investigadora tesista –IICE- FF y L - U.B.A [email protected] / 54 011 4943-3018 Palabras claves Estado – Universidad - Autonomía universitaria – Educación Comparada Resumen La universidad representa un espacio público potencialmente crítico dentro de la amplia y heterogénea esfera pública estatal. Esta posición condiciona la relación que entabla con el Estado, inscribiéndola en una arena de tensión permanente. Los procesos políticos inaugurados en 1973 y 1976, conciben a la universidad como uno de los elementos claves para alcanzar los fines de sus gestiones. Mientras el gobierno peronista busca, en sus inicios, subordinar la universidad a su proyecto de emancipación nacional; la dictadura del ‘76 organiza un plan centralizado y racional destinado a depurarla de sus “componentes subversivos”. En ambos períodos la autonomía universitaria se ve afectada.

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III Congreso Nacional

II Encuentro Internacional de Estudios Comparados en Educación

“Reformas educativas contemporáneas: ¿continuidad o cambio?”

Autonomía universitaria: El devenir de una idea fundante. Un estudio comparado de la

universidad (1973 – 1983)

Autoras:

DONO RUBIO, Sofía – Lic. En Ciencias de la Educación- Jefe de Trabajos Prácticos - Historia General de la Educación – Investigadora tesista –IICE- FF y L - [email protected] / 54 011 4867-3906LÁZZARI, Mariana – Lic. En Ciencias de la Educación - Auxiliar docente de primera categoría - Historia General de la Educación – Investigadora tesista –IICE- FF y L - [email protected] / 54 011 4943-3018

Palabras claves

Estado – Universidad - Autonomía universitaria – Educación Comparada

Resumen

La universidad representa un espacio público potencialmente crítico dentro de la amplia y heterogénea

esfera pública estatal. Esta posición condiciona la relación que entabla con el Estado, inscribiéndola

en una arena de tensión permanente.

Los procesos políticos inaugurados en 1973 y 1976, conciben a la universidad como uno de los

elementos claves para alcanzar los fines de sus gestiones. Mientras el gobierno peronista busca, en sus

inicios, subordinar la universidad a su proyecto de emancipación nacional; la dictadura del ‘76

organiza un plan centralizado y racional destinado a depurarla de sus “componentes subversivos”. En

ambos períodos la autonomía universitaria se ve afectada.

El presente trabajo selecciona estas dos trayectorias históricas nacionales como unidades de

comparación, atendiendo a la relación Estado – Universidad de Buenos Aires y focalizando en los

diferentes significados que asume la autonomía universitaria en documentación oficial.

Desde el marco teórico metodológico de la Educación Comparada y a la luz de categorías

conceptuales de I. Kant, P. Bourdieu y M. Foucault, se indagan diversas fuentes - discursos, leyes y

documentos institucionales-. Se concibe a la Educación Comparada como un campo interdisciplinar

que brinda herramientas para un abordaje crítico y posibilita visualizar e interpretar continuidades y

rupturas, consensos y conflictos, inscribiendo estas transformaciones en el entramado socio cultural

donde se expresan.

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Autonomía universitaria: Génesis de una idea fundante

La universidad, tal como la entendemos hoy, es una de las creaciones más originales y fecundas de la

civilización del occidente medieval, que adquiere corpus institucional por primera vez entre los siglos

XII y XIII. Si bien se debaten diversas hipótesis acerca de las causas y orígenes de su creación i, lo

cierto es que no es resultado de la acción espontánea de maestros y estudiantes. A este accionar

imprescindible y personal estuvo asociado la voluntad política real o papal, según el caso, que

permitió vencer la resistencia de los poderes locales y conferirle a la corporación legitimidad y status

jurídico (J. Verger, 1999).

Estos poderes superiores esperaban que, a cambio de su apoyo, las universidades contribuyeran al

desarrollo de las disciplinas útiles a la legitimación de su poder y a la formación de hombres capaces

de ponerse al servicio y consolidar ese poder.

El studium generale se constituyó así como una corporación de individuos responsables de la

educación superior cuyos miembros gozaban de un cierto número de derechos.

Estas licencias convertían a las instituciones universitarias en órganos autónomos, lo que significaba

tener reconocimiento de las autoridades públicas -laicas o religiosas -, contar con los fueros necesarios

para la contratación de maestros, el dictado de sus propios estatutos y códigos disciplinares colectivos,

y la libertad para el quehacer estrictamente universitario, es decir, libertad de enseñanza. Esta última

posibilitaba a la universidad definir los planes de estudio, determinar la duración de las carreras, los

tipos de exámenes y otorgar las licencias que avalaban el buen resultado en dichos exámenes.

Estos derechos concernían colectiva e individualmente a profesores y alumnos colocados bajo la

salvaguardia de la autoridad suprema. La universidad constituida como una institución autónoma;

paradójicamente debía responder a un principio heterónomo: el poder político, que intervenía

asegurando su existencia pero intentando también determinar su función pública.

En el contexto alemán del siglo XVIII, I. Kant refirió a esta contingencia como una de las paradojas

de la institución universitaria, que conformada a partir de un principio racional, fundamento de su

autonomía, “... sobre los doctos en cuanto tales no pueden juzgar sino ellos mismos”, debía responder

a un principio heterónomo: el poder estatal que intervenía poniendo límites a su utilización pública.

Asimismo, debía afrontar conflictos internos en los que estos poderes se hacían presentes.

El mismo filósofo concibió a la universidad como una “buena idea”, postulando que

… no anduvo falto de inspiración aquel a quien se le ocurrió por primera vez la idea de tratar

fabrilmente todo el conjunto del saber, proponiendo poner en práctica dicho proyecto mediante la

división del trabajo entre tantos profesores o docentes públicos como disciplinas hubiese, los cuales,

en tanto que depositarios de las distintas materias, vinieran a constituir una suerte de comunidad

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científica, llamada Universidad (o Escuela Superior), con cierta autonomía (dado que sobre los

doctos en cuanto tales no pueden juzgar sino ellos mismos). (Kant, I., 2003, p. 61- resaltado propio).

En el pensamiento kantinano, esta idea es entendida como parte de un sistema, de una unidad, de un

esquema bosquejado “…después de una idea, es decir, después de un fin capital de la razón. La razón

suministra a priori los fines y no los espera empíricamente (…)” Esto aparta a la universidad de las

contingencias, de los fines exteriores y arbitrarios “(…) en razón de la afinidad de las partes y de su

derivación de un único fin supremo e interno (...)” (I. Kant, 1950,p. 561)

O. Iazzetta (2007) analiza que a través de su obra, Kant hace un llamado general a la edificación de

una esfera pública abierta, capaz de erradicar el secreto al que se aferran los gobernantes para

controlar el poder. En este sentido, la idea de lo público implica no sólo un espacio público crítico,

diferenciado de lo público estatal sino también, la imposición al Estado de la publicidad de sus actos.

Para la constitución de la crítica pública se requiere del uso público de la razón, “aquel que

cualquiera puede hacer, como alguien docto, ante todo ese público que configura el universo de los

lectores…” (Ibid, p.20) El uso de la razón es libre y público cuando se razona sólo para hacer uso de

la razón y en tanto ser racional sin restricciones particulares, es decir, en libertad.

La crítica pública, la universalización de la publicidad y el papel asignado a los ‘doctos’ - depositarios

del uso público de la razón- en esta empresa, se configura como el escenario propicio para la

producción del saber libre de restricciones que le concierne a la universidad.

Recuperando este análisis de Kant, Naishtat, F. García Raggio, M. Villavicencio, S. (2001) concluyen

que la universidad es la institución que se regula por el libre uso de la razón, institución autónoma que

se resiste al poder desde el poder del pensamiento.

La concepción filosófica kantiana entiende a la universidad como corolario de una idea de la razón, lo

que permite pensarla como una construcción moderna y delinear los principios constitutivos que le

otorgan forma institucional en diferentes coyunturas históricas.

Peculiarmente, la universidad representa una esfera pública crítica dentro de la amplia y heterogénea

esfera pública estatal. Como parte de la esfera pública, la universidad se presenta con un rasgo

diferencial, constituye un espacio de reflexión crítica que la distingue del resto de las instituciones.

Este rasgo diferencial y constitutivo de la universidad vuelve imprescindible la autonomía , entendida

como la constitución de libertad para la crítica fundada en la razón, “una autonomía científica

organizada estatalmente que la ponga a resguardo de las intervenciones políticas y los imperativos

sociales” (Izzaetta, O. 2007, p. 114)

La universidad obtiene la autonomía del Estado, del cual a su vez forma parte; esta condición lleva a

ambos, - Estado y universidad- a convivir en una arena de tensión permanente. El Estado protege a la

universidad frente a la intromisión de otros actores, pero en el marco de esa misma protección,

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muchas veces, interviene en la vida interna de la universidad anulando la posibilidad de reflexión

crítica y debilitando su componente público en pos del estatal.

Como síntesis de la reconstrucción histórica del concepto, M. Mollis (1996) sostiene que la autonomía

no significa la independencia absoluta de todo poder, sino que implica una relación de búsqueda de

legitimidad entre sujetos, actores con determinada “vocación” de saber – maestros o estudiantes – y un

poder público.

La autonomía es así, una categoría relacional que delimita un espacio frente a otros actores, es una

categoría dinámica, pues su extensión y contenido se dirime en un campo de disputa en el que

intervienen dichos actores. En este sentido, la autonomía es siempre una conquista frente a los poderes

que pugnan por regular la producción de saber para imponer su propia legitimidad o autoridad.

Desde una dimensión sociológica, el análisis de campo de P. Bourdieu asocia autonomía y

conocimiento mediante el concepto de doxaii, y permite pensar la idea de autonomía como constitutiva

de los campos y a la vez como objeto de permanente conquista. Si bien la doxa es la base que

posibilita la existencia de un campo, ésta no agota su posibilidad de existencia ni los motivos de lucha.

Los capitalesiii constituyen otra dimensión de los campos que se relaciona con la autonomía, ya que,

“…un capital o una especie de capital es el factor eficiente en un campo dado como arma y como

apuesta, permite a su poseedor ejercer un poder, una influencia por tanto existir en un determinado

campo” ( Bourdieu, P. y Wacquant, L., 1995, p. 65)

El capital específico del campo universitario es el capital académico. A partir de la producción y el

aumento de este capital se conquista y amplía la autonomía.

Esta conquista se juega en dos frentes, externo e interno. La universidad puede pensarse como un

campo en cuyo interior se generan tensiones por la definición de su identidad institucional, a la vez

que entabla una disputa contra los poderes externos cuando éstos buscan direccionarla o coaptarla. El

trabajo que se presenta focalizará el análisis en la relación de la universidad con los poderes externos a

ella.

En este vínculo se generan conflictos que se plasman en el plano discursivo. Este accionar, desde los

aportes de Foucault, puede ser considerado como una práctica de poder que se ejerce “... sobre la vida

cotidiana inmediata, que clasifica a los individuos en categorías, los designa por su individualidad

propia, los liga a su identidad, les impone una ley de verdad que se ven obligados a reconocer y que

los otros tienen que reconocerse en ellos” (Foucault, M. 1989, p.17).

En ocasiones, las acciones en el plano discursivo se expresan mediante operaciones semióticas que

despegan las palabras de su referente empírico inmediato. El concepto de autonomía universitaria es

objeto de este tipo de operaciones, que toman cuerpo en diversos enunciados – leyes, discursos,

estatutos, proyectos y documentos institucionales, ensayos, etc.-

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Desde este marco filosófico y sociológico se aborda la autonomía como una categoría conceptual

relacional y multidimensional. Como tal, se propone analizarla contemplando dos dimensiones:

- Autonomía política: Supone las formas y composición del gobierno universitario, su injerencia

en el manejo de diversos asuntos y la determinación de sus prioridades. Refiere a la selección de

los miembros del gobierno. Remite a las relaciones interinstitucionales, especialmente entre la

universidad y el gobierno central.

Implica también la presencia activa de la universidad en materia de análisis de la realidad nacional

con el fin de generar posibles soluciones a problemas sociales.

- Autonomía pedagógica: Refiere a la libertad académica para desarrollar la ciencia, impartir

docencia, estudiar y difundir la cultura. Incluye algunos aspectos básicos como libertad de

enseñanza, capacidad para definir los planes de estudios de grado y posgrado, sistemas de

acreditación y titulación, políticas de investigación y servicios de extensión.

Educación comparada como teoría y metodología.

La potencialidad del enfoque comparado radica, entre otras, en la posibilidad de ofrecer un

conocimiento más profundo de la propia educación y de la sociedad al situarlas y cotejarlas con otros

escenarios. Aporta una perspectiva más amplia, discerniendo fortalezas y debilidades, continuidades y

rupturas del objeto de comparación al poder establecer relaciones con el par comparado. Se constituye

así como un campo interdisciplinar vital particularmente en el análisis, debate y significados que

asumen los procesos de reforma. Otorga una mirada que sortea abordajes reduccionistas,

funcionalistas y ahistóricos que segmentan la realidad, distorsionan las apreciaciones y desvirtúan las

definiciones en el ámbito de la política educativa. En palabras de Márquez, pionero de la renovación

de la Educación Comparada en Argentina:

“La educación comparada debe estar puesta al servicio del cambio… El comparatista debe tener

siempre presente que todo cambio que se opere en el sistema, aún en el aspecto más particular, no

puede desvincularse del cambio de la estructura económica, social y política y de la superestructura

constituída por lo cultural – en su sentido antropológico, ideológico y psicosocial- sin olvidar como

Vasconi, que la educación constituye con todo su aparato institucional, un fenómeno de

superestructura” (Márquez, en Fernández, Mollis y Dono Rubio, 2005, p. 170).

La investigación comparada, ya sea que produzca estudios descriptivos, analíticos o explicativos

realizados desde una lógica cuanti o cualitativa, puede resultar valiosa cuidando los usos que de ella se

hagan. Realizando un balance actual de la disciplina, Fernández, Mollis y Dono Rubio (Ibid.) alertan

sobre la necesidad de generar conocimientos superadores de los universalismos homogeneizantes

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producto de los mandatos globales y de atender las necesidades democráticas de las sociedades

nacionales respondiendo a sus características particulares y multiculturales.

Desde la perspectiva teórico- metodológica de la Educación Comparada, se seleccionaron dos

trayectorias históricas nacionales como unidades de comparación, el período 1973- 1976 y 1976 -

1983. En estos segmentos temporales los cambios en el escenario político afectaron profundamente a

la universidad. Contemplando la articulación del contexto histórico - social, político e institucional y

atendiendo a la relación Estado – Universidad de Buenos Aires; el presente trabajo compara los

diferentes significados que asume la autonomía universitaria, explorando las posibles relaciones entre

ese significado en el marco de la reforma que se produce en la universidad y los cambios en el campo

político.

Desde este marco teórico metodológico, se realizaron:

1- Análisis del contenido de:

-Leyes, documentos gubernamentales e institucionales, información de prensa, que refieren a los

procesos de reformas en cuestión;

-Opiniones, percepciones y/o representaciones de informantes clave (académicos/expertos, profesores,

estudiantes del ámbito institucional que aborda la investigación, y en los períodos analizados)

recogidas a través de entrevistas realizadas.

2- Perspectiva diacrónica del objeto de estudio

Reconstrucción socio-histórica de los procesos abordados. Se realiza a partir del estudio de los

procesos de transformación (continuidades y rupturas), vinculando los contenidos analizados con su

contexto de producción más amplio (social, económico y político) dador de sentido. Se consultan

fuentes secundarias, teóricas y empíricas.

3- Perspectiva sincrónica: metodología comparada

Este enfoque comparado propone un abordaje multidisciplinar, fundamentalmente crítico, y

cuestionador del a–historicismo, del funcionalismo y del reduccionismo.

Por otra parte, la perspectiva comparada enriquece el análisis al inscribir los procesos de reforma

universitaria en el entramado socio histórico en el que se producen. Las herramientas que nos brinda

este abordaje crítico y multidisciplinar posibilitan además vislumbrar e interpretar continuidades y

rupturas, fortalezas y debilidades, consensos y conflictos propios del proceso de cambio.

En esta dirección, cabe aclarar esquemáticamente las características que asumimos como propias de la

comparación (Mollis, 1996)

La comparación es considerada una acción de pensar relacionado. Adquiere relevancia social cuando,

superando un nivel anecdótico se la aplica al análisis del objeto de estudio, considerando a éste en

relación con valores macro que le otorgan sentido e identidad. Se asume que cuando se compara se

parte de una mirada propia, la visión subjetiva del investigador que va a reconstruir, a recrear la

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mirada del otro comparado desde su “propia lente”. Esto obliga al comparatista a explicitar los

criterios de los que parte, y en base a los cuales construye y relaciona las variables para abordaje del

objeto de estudio.

La comparación supone una concepción a priori de la diferencia, y rechaza abordajes desde la

perspectiva de la mismidad, lo que implica el abandono del etnocentrismo cultural. Este carácter torna

fundamental el conocimiento de la realidad social y cultural que es condicionante y a su vez

condiciona al objeto de la comparación.

La comparación requiere el reconocimiento de la especificidad de los procesos históricos en los que se

originan y/o desarrollan los sistemas de educación. Al tener en cuenta la génesis de los sistemas

educativos y sus niveles, se torna necesaria la interacción entre la perspectiva histórica y la

sociológica que posibilita, más allá de la descripción, la comprensión del fenómeno estudiado.

En función de los propósitos y el contexto del estudio, la comparación puede consistir en reconocer el

significado de una determinada cualidad de la estructura que se analiza. Puede aplicarse también a

modificaciones de una misma estructura (social, política, económica, cultural, educativa), teniendo en

cuenta, generalmente, las variables espacio y tiempo, aplicables en la comparación. Supone, de este

modo proximidad geográfica o histórica.

Por último, la comparación busca desde esta complejidad teórica y metodológica descubrir y

establecer semejanzas, diferencias y relaciones del objeto de comparación.

La autonomía universitaria en la Universidad Nacional y Popular de Buenos Aires (1973 -1974)

En 1973, con el acceso del peronismo al poder, se configuró una coyuntura histórica, efímera y

particular que se propuso la reconstrucción de la Nación a partir de la liberación popular. En este

escenario se visualizó la imperiosa necesidad de una universidad que respondiera a los objetivos del

proyecto político del peronismo.

En palabras de Juan D. Perón,

“Hemos establecido entre nuestros objetivos, que tanto la cultura como la ciencia son elementos al

servicio del pueblo y esgrimidos por las manos del pueblo; queremos una cultura popular; queremos

que cada uno de nuestros hombres disfrute y haga ejercicio de ella, porque entonces tendremos un

pueblo culto y tendremos una ciencia argentina al servicio del pueblo argentino, que es lo único que

justifica la cultura y justifica la ciencia.” (J. D. Perón. en U.N.P.B.A, 1973b, p.65 – resaltado propio)

El presidente electo, Héctor Cámpora, en un mensaje en la Asamblea Legislativa del 25 de mayo de

1973, afirmaba que la Universidad se encontraba en una oportunidad histórica para integrarse al

proyecto político de “… la ideología nacional (…) y de realizarse en forma definitiva como

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institución superior en la formación de una inteligencia argentina al servicio real del país”

(Cámpora, UNPBA, 1973a, p.15)

El nuevo gobierno designó como ministro de Educación al Dr. Jorge Taiana, quien provenía del

tronco del peronismo tradicional, a la vez que mantenía una fluida relación con sectores combativos

de la Juventud Peronista.

El 29 de mayo de 1973 el Dr. Jorge Taiana, refrendó el decreto Nº 35 por el cual se intervenía a las

universidades nacionales. Esta medida contó con el apoyo del oficialismo y los partidos opositores. En

este marco, se nombró como rector interventor de la UBA al Dr. Rodolfo Puiggrós, intelectual de

procedencia de izquierda, volcado al peronismo desde los inicios del movimiento, con estrechas

relaciones con la Juventud Universitaria Peronista y con Montoneros.

Estas acciones gubernamentales vinculan el fin supremo de la universidad moderna, -la búsqueda del

saber en términos de Kant- con las necesidades de un proyecto político nacional. Es así que las ideas,

sustento de los principios constitutivos que le dan forma institucional a la universidad, son redefinidas.

A partir del nuevo imaginario donde lo nacional y lo popular se fusionan, la Universidad de Buenos

Aires se convirtió en la Universidad Nacional y Popular de Buenos Aires y se exhortó a sus miembros

a integrarse al proyecto del peronismo.

Comenzó así un período de profundos cambios, en el que se resignificó el rol de la universidad, sus

tradiciones y conceptos fundantes, enmarcándola en el destino de la nación y de los argentinos. La

universidad tendría que transformarse para responder a las necesidades nacionales de desarrollo

económico, social y cultural.

En el decreto de la intervención a las Universidades Nacionales, se expresó, “... la Liberación

Nacional exige poner definitivamente las Universidades Nacionales al servicio del pueblo, siendo por

lo tanto necesaria la reformulación de los objetivos, contenidos y métodos de enseñanza de todos los

sectores vinculados a la vida universitaria” (M.C. y E., 1973)

Con el objetivo de formar a “...los cuadros intelectuales docentes, científicos y técnicos con

conciencia nacional necesarios en el actual proceso de liberación” en el informe de la gestión de

Puiggrós se estableció como prioritario “... en el proceso de la reconstrucción de la función docente

(...) superar las consecuencias de la mala formación derivada de la Universidad del Régimen”, para

esto, se propuso “la eliminación de todos los elementos al servicio del continuismo encarnado en

sectores profesorales ligados a los intereses antinacionales” (UNPBA, 1973c, p.19). Las acciones en

esta dirección abarcaron desde la renovación de los concursos, la reincorporación de docentes

cesanteados desde el año 1955, la declaración de incompatibilidad entre el ejercicio de la docencia

universitaria y los cargos en empresas multinacionales, como así también con el ejercicio pasado en

organizaciones relacionadas con gobiernos golpistas. Estas innovaciones de dirigían a lograr que “...

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los docentes se conviertan en protagonistas del proceso de cambio junto al pueblo, estudiantes y no

docentes” (UNPBA, 1973c, 19)

Otras transformaciones fueron la eliminación de los exámenes de ingreso, la ampliación de los

horarios de cursada y la creación de becas estudiantiles. Se elaboraron nuevos planes de estudio a

través de diversos mecanismos de debate y discusión colectiva. (cfr. Dono Rubio y Lázzari, 2009)

Irrumpieron nuevas propuestas académicas relacionadas con la realidad nacional y el tercer mundo,

comunes para todas las carreras.

Con respecto a la investigación, en oposición a la denominada dependencia cultural, se abrieron

nuevas líneas de acción, orientadas por las necesidades e intereses de la nación. Se atribuyó a la

universidad liberal, tras un aparente postura neutral, el haber orientado la producción del conocimiento

científico hacia intereses ajenos a los del pueblo. “Debemos recordar que el `apoliticismo´ de la

ciencia ha sido férreamente defendido por la Universidad liberal-burguesa en cuyo seno los

representantes de la oligarquía se oponen, con los más sutiles argumentos, a la orientación del

conocimiento que pueda poner en peligro la base de sustentación de sus posiciones” (UNPBA,

1973c, p.66). Bajo este argumento se suspendieron vinculaciones entre las actividades de

investigación de la universidad con empresas multinacionales, como era el caso de la Fundación Ford,

bajo la presunción de la naturaleza neocolonial de los objetivos de investigación como resultado de la

política de financiación extranjera. Extensivamente se prohibió a los investigadores y docentes ser

beneficiarios de subsidios o becas de entidades privadas.

Estas intervenciones fueron legitimadas discursivamente planteando una relación antagónica entre la

denominada universidad isla y la universidad nacional y popular. Se identificaron los principios de la

Reforma del 18 como parte de un esquema demoliberal, que atentaba expresamente con los nuevos

objetivos de la enseñanza superior, ahora direccionada a dar respuestas a las necesidades de una

democracia de masas.

Para avalar estas transformaciones se le incriminaron a la universidad reformista los yerros del pasado

“…no queremos repetir los errores, ni caer en el verbalismo de la Reforma del 18. (…) tenemos

inconvenientes en repetir una reforma, apoyada y en gran parte inspirada por Hipólito Yrigoyen,

cuyo efecto 12 años después fue que los propios estudiantes derrocaran a Hipólito Yrigoyen, no

comprendieran luego al peronismo y estuvieran por su caída”. (Puiggrós, R. en UNPBA, 1973c,

p.15). Se configuró así un escenario en el cual representantes del reformismo y sus organismos

perdieron legitimidad y espacios de poder.

En esta definición antagónica de universidad isla – universidad nacional y popular, los actores

políticos de la universidad del 73 se posicionaron a partir de una nueva resignificación del reformismo

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y, especialmente de uno de sus pilares: la autonomía universitaria, percibida como rémora de un estilo

de universidad liberal.

El sesgo amenazante que representaba la autonomía para el proyecto nacional parecería resolverse con

la gestación de una nueva universidad, representante genuina de los intereses del pueblo. La

autonomía dejaba de ser intimidante en tanto fuera ejercida por la Universidad del Pueblo.

Sin embargo a medida que la izquierda peronista perdía espacios de poder en el gobierno y los

proyectos políticos se direccionaban hacia la derecha, los sectores que dirigían la universidad

percibieron que el mantener su oposición a la universidad reformista los ponía bajo la injerencia de un

gobierno que ya no los representaba y con el cual antagonizaban. En este escenario los universitarios,

“…aunque pronunciándose contra la autonomía (…) se encontraron objetivamente en una situación

de defensa de la autonomía” (Puiggrós, A., 1991, p. 178). La resolución de esta contradicción quedó

postergada frente rapidez e intensidad de los cambios políticos que se avecinaron.

En julio de 1974 ante la muerte del presidente J. D. Perón, asumió el gobierno la vicepresidente María

E. Martínez de Perón, situación que aprovechó el sector más retrógrado del peronismo para terminar

de consolidarse en el poder. La Triple A, grupos paramilitares y parapoliciales comenzaron a

desarrollar actos de violencia, premonitorios del terrorismo estatal que se instauraría a partir de 1976.

En educación, figuras como Ivanissevich en el Ministerio de Educación y Ottalagano como

interventor de la Universidad de Buenos Aires, resultaron paradigmáticas para las políticas que se

implementarían durante la dictadura.

La autonomía universitaria en la Universidad de la Reorganización Nacional (1976 -1983)

El 24 de marzo de 1976 las FFAA interrumpieron nuevamente el orden democrático constitucional en

Argentina. En un contexto político caracterizado por la conflictividad social e inestabilidad política,

asumieron la misión de transformar profundamente a la sociedad. Para legitimar esta tarea

refundacional se congregaron, bajo una particular configuración, el pensamiento militar con

principios confesionales de corte conservador, preceptos de la derecha liberal tradicional y del

liberalismo tecnocrático. Esta amalgama, concurrencia posibilitada por el visceral antipopulismo de

sus protagonistas y la percepción de la amenaza “subversiva”, funcionó como el fundamento

filosófico y político del programa de gobierno. (Canelo, 2004; Heredia, 2004).

La dictadura estableció como prioritarias dos grandes líneas de acción. La primera, señaló como

objetivo del proceso la “normalización” de la economía, que implicaba el diseño e implementación de

diversas medidas tendientes a desarticular al modelo de industrialización sustitutiva, concebido como

la base de sustentación económica del populismo. La segunda, se direccionó a reimplantar el “orden”,

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y se plasmó en acciones radicales vehiculizadas en el terrorismo de estado. (Acuña y Smulovitz,

1993; Quiroga, 1990; Novaro y Palermo, 2006).

En pos del objetivo de sanear y reorganizar a la sociedad, el gobierno identificó con absoluta claridad

los espacios en los que la subversión atacaba y disolvía la esencia nacional. En esta dirección se

nombraron funcionarios pertenecientes a las FFAA en todas las posiciones jerárquicas de organismos

claves de la sociedad, entre ellos, los educativos.

De este modo, el programa de Reorganización Nacional de la Dictadura Militar, afectó a las

universidades como instituciones educativas y a los sujetos de sus prácticas.

Las primeras medidas fueron tomadas en nombre del reestablecimiento de un orden que permitiese

mejorar la calidad de la enseñanza y normalizar la actividad académica. Se cerraron facultades y

carreras; se cambiaron planes de estudio. Numerosas reformas de la gestión anterior fueron

invalidadas, como por ejemplo, la ampliación de los horarios, la creación de becas estudiantiles, la

cuatrimestralización y materias optativas, así como la organización por áreas y tramos de los planes de

estudio. (cfr. Dono Rubio y Lázzari, 2009)

Se derogó parcialmente la Ley Orgánica de Normalización 20.654 de 1974 y se sancionó la Ley

21.276/76. De este modo quedaron intervenidas las instituciones universitarias y sus políticas fueron

sujetas al Estatuto de Reorganización Nacional.

La ley de 1976 resultó transitoria, ya que en su cuerpo emplazaba la sanción de una ley definitiva. En

1980, se promulgó como marco regulatorio para las universidades nacionales la ley 22.207. En la nota

al Poder Ejecutivo que acompañaba el proyecto de ley, firmada por el ministro de Economía, José

Martínez de Hoz, y el de Educación, Juan R. Llerena Amadeo, se describieron a las universidades

como “uno de los sectores de la vida del país en donde con mayor intensidad actuó la subversión

apátrida” y se descalificó a la derogada ley de 1974 “bajo cuya vigencia se desnaturalizó el

funcionamiento de las universidades” (Anales de Legislación Argentina, 1980, p.998) En la

conferencia de prensa en la que el ministro de educación presentó el proyecto de la citada ley,

argumentó que la normativa derogada desnaturalizaba el funcionamiento de las universidades al

atender más a la forma de gobierno que a los fines de su actividad, convirtiendo así los medios en

fines.

Se fundamentó la necesidad de la nueva ley universitaria para “reordenar jurídicamente el

funcionamiento de las Universidades Nacionales y dar un encuadre legal fundamental a todas las

Universidades, dentro del Proceso de Reorganización Nacional y apuntando, en última instancia a

sus propósitos de restituir los valores esenciales que sirven de fundamento a la conducción integral

i Cfr. Dono Rubio, S. y Lázzari, M. (2005)ii “La doxa está constituida por todo aquello que estando fuera de discusión es admitido de hecho (…) todo lo indiscutido y lo que tácitamente se halla fuera de los limites de la lucha es textual” (Bourdieu, P. y Wacquant, L., 1995, p. 65) iii P. Bourdieu distingue distintos tipos de capitales: económico, social, cultural y simbólico y asocia un capital especifico o dominante a los distintos campos

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del Estado y reconstituir el contenido y la imagen de la Nación”. Con esta ley se pretendía la

consolidación de los logros obtenidos por el gobierno hasta el momento, tales como la mejora de la

formación de la juventud argentina y la erradicación del régimen universitario de la subversión.

Es así que los valores espirituales direccionados hacia el bien común y el esencialismo trascendente

que tiñó el discurso pedagógico de la dictadura militar, quedaron evidenciados en la intencionalidad

de la ley, que se proponía,

“… la formación plena del hombre a través de la universalidad del saber, el desarrollo armonioso de

su personalidad y la transmisión de valores, conocimientos y métodos de investigación; la búsqueda

desinteresada de la verdad y el acrecentamiento del saber; la preservación, difusión y transmisión de

la cultura y en especial del patrimonio común de valores espirituales de la Nación” (MCyE, 1980, p.

4)

Dado que las universidades quedaron bajo la injerencia del MCyE, las concepciones de los ministros

de educación del proceso jugaron un papel importante en la reorganización de la realidad universitaria,

instaurada a través de la legislación.

El primer Ministro de Educación del Proceso, el Dr. Ricardo Bruera, articuló de manera novedosa

elementos de la pedagogía personalista- anclada en valores tales como la libertad y la participación de

la persona humana en la comunidad cristiana– con un sesgo autoritario. La tensión entre ambas se

resolvió a través de una redefinición del concepto de libertad, cuya condición previa era el logro del

orden y la disciplina. La libertad dejó de ser un fin para convertirse en un medio que se cualifica por el

objetivo perseguido. Al respecto, dijo el ministro en una entrevista al diario Clarín: “La libertad que

proclamamos, como forma y estilo de vida, tiene un precio previo, necesario e inexcusable: el de la

disciplina” (Bruera, R. cit. en Tedesco, J. C. 1983, p.29).

Esta ambigüedad se reflejó en el ámbito universitario, particularmente en lo referido a los alcances de

la autonomía universitaria, definidos en ley sancionada en 1976. Al respecto, el ministro, se enfrentó

con el rector de la UBA, Ing. Constantini – designado por el Poder Ejecutivo- quien no estaba de

acuerdo con poner bajo dependencia directa del ministerio a las universidades. Esta disputa concluyó

con la sanción de la ley 21.276/76 y la renuncia del rector y los decanos

Durante los mandatos de los ministros de educación que le sucedieron (a mediados del 77 le sucede

Catalán y posteriormente Llerena Amadeo), la tensión entre la educación personalista y la represión se

dirime a favor de la última. El orden y la disciplina ya no fueron condición previa para el logro de la

libertad, sino que se transformaron en fin último. El gabinete de Llerena Amadeo orientado por un

catolicismo ortodoxo, se definió a partir de tres principios: el combate a la secularización, la

desconfianza hacia el papel del Estado como agente educador y la postulación de los fines educativos

en términos éticos y políticos de naturaleza esencialista y trascendental. Estos principios, matriz del

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diseño de las políticas universitarias del período, son también asumidos por el último ministro de la

dictadura, Cayetano Licciardo.

Nuevamente la universidad fue percibida por el poder político como esfera pública critica,

componente que la teñía de un alto grado de peligrosidad. Sin embargo, no dejaba de ser parte de la

esfera pública estatal y por lo tanto, instrumento para el logro de objetivos gubernamentales. Desde

esta percepción dual, el Estado intervino en el ámbito universitario en pos de anular su capacidad de

reflexión crítica, a la vez que fortaleció su componente estatal, al estimular el desarrollo de aquellos

agentes y agencias que le resultaban eficaces en la gesta emprendida.

Esta vez, las intervenciones fueron legitimadas discursivamente a partir de la creación y difusión de

un imaginario, en el que se delineaba a una sociedad a punto de ser disgregada por fuerzas foráneas y

a unas FFAA como única salvaguarda de los valores del ser argentino.

Uno de los instrumentos a partir de los cuales se concretan estas acciones, es la legislación producida

por los poderes políticos de ambos períodos.

Legislar para nacionalizar – Legislar para reorganizar

La lectura crítica de las leyes pone en evidencia la presencia de acciones semióticas que pueden ser

interpretadas como intentos de redefinir el capital específico de la universidad y de orientarlo hacia la

búsqueda valores y saberes. En el ‘73, estas acciones se direccionaron hacia la nacionalización de una

enseñanza universitaria popular; en el ‘76 este mismo proceso de resignificaciones se orientó en pos

de la reconstrucción del ser nacional. En ambos casos se fortaleció el componente estatal en

detrimento del crítico.

En estos movimientos el concepto de autonomía fue objeto de operaciones semánticas que formaron

parte de una particular construcción discursiva, cuyo objetivo fue transformar la enseñanza

universitaria.

Se abordan estas redefiniciones desde la perspectiva foucaultiana como prácticas discursivas que

inauguraron y/o reorganizaron una realidad, objetivándola. Todo discurso se perfila articulando

inclusiones y exclusiones, vetando y permitiendo. Es esta característica la que lo enlaza con el poder.

En la ley de 1974 la autonomía universitaria fue garantizada por el artículo 3º,

“Las universidades son personas de derecho público, organizadas dentro del régimen de autonomía

académica y docente y de autarquía administrativa, económica y financiera” (art. 3º).

Llama la atención que en la ley para las universidades nacionales de 1976, este artículo fue preservado

y que en la ley de 1980 el principio de autonomía universitario fue enunciado en su artículo 5º.

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Sin embargo, al analizar comparativamente el contenido de las leyes en torno a las dimensiones que

constituyen la autonomía universitaria, es posible desentrañar las tergiversaciones que sufrió el

concepto originario de autonomía.

En la ley de 1974 se observa que la dimensión política de la autonomía quedó formalmente

salvaguardada en cuanto que ratificó como órgano supremo de gobierno a la Asamblea Universitaria,

conformada por el Rector, los miembros de los Consejos Superiores y de los Consejos Directivos de

cada facultad.

Como parte de esta misma dimensión se analizan los procesos de selección de las autoridades de los

mencionados órganos de gobierno universitario. Alrededor de esta cuestión, se generaron en el año

1974 arduos debates centrados en los mecanismos para la designación de los rectores, vicerrectores y

decanos. Existió una postura estatista representada por el peronismo que, manteniendo el espíritu de

las leyes de la primera y segunda presidencia de J.D. Perón, postuló la designación de rectores y

vicerrectores por el Poder Ejecutivo, mientras que la elección de los decanos recaería en el rector. La

oposición, representada principalmente por el radicalismo, defendió, desde la tradición reformista a la

elección de las autoridades a través de la Asamblea Universitaria. El conflicto fue dirimido por el

mismo presidente de la República, quien dispuso que el nombramiento de sus miembros sea definido

por los estatutos de las universidades (art. 23 y 29). No obstante, se reservó para el Poder Ejecutivo la

aprobación de los mismos, previa elevación de una propuesta por parte de la Asamblea Universitaria.

(art. 22).

Para la designación de profesores y auxiliares docentes se previó la realización de concursos públicos

de antecedentes y oposición; al respecto cada universidad nacional debía elaborar su propio

reglamento de acuerdo a la normativa de sus estatuto. ( art. 9)

La injerencia de la universidad en el diseño de estrategias y acciones para la resolución de los

problemas nacionales es otro de los aspectos vinculados a la dimensión política de la autonomía. Es

una capacidad avalada por la misma naturaleza de la institución universitaria en tanto productora de

saberes específicos, y por su condición de constituir una esfera pública critica dentro de la esfera

pública estatal.

La ley de 1974 expresaba ya en su primer artículo la voluntad de vincular estrechamente la educación

universitaria con el proyecto político del gobierno,

“Las universidades nacionales son comunidades de trabajo que integran el sistema nacional de

educación en el nivel superior con el fin de impartir enseñanza, realizar investigación, promover la

cultura nacional, producir bienes y prestar servicios con proyección social, haciendo aportes

necesarios y útiles al proceso de liberación nacional, contribuir a la solución de los grandes

problemas argentinos” (art. 1º)

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Definía como funciones de las universidades “el capacitar profesionales y técnicos con conciencia

argentina” y según los “requerimientos nacionales y regionales”, formados para actuar “orientados

hacia la felicidad del pueblo y a la grandeza de la Nación”. Otra de las funciones sería estimular “los

estudios sobre la realidad de la Argentina”, con el objetivo de establecer “la independencia

tecnológica y económica” (art. 2º).

Los términos en los que esta normativa definía la calidad de intervención en los problemas nacionales,

denotaba la enérgica impronta que el proyecto político del peronismo (1973-74) tuvo sobre la

universidad.

La ley de 1976, como ya se anticipó, conservó de su antecesora el artículo referido a la autonomía

universitaria, preservándola formalmente. No obstante, en el artículo 3 negaba su dimensión política al

señalar que, “El gobierno y la administración de las Universidades serán ejercidos por el Ministerio

de Cultura y Educación. (...) El ministro ejercerá las atribuciones que las normas legales vigentes

otorgan a las asambleas universitarias...” En la misma dirección, puede leerse la supresión de la

Asamblea Universitaria a través de la eliminación de los artículos 20 y 21 de la Ley Taiana.

La ley de 1980, en su artículo 5, definió a las Universidades Nacionales como “personas jurídicas de

carácter público que gozan de autonomía académica y autarquía administrativa, económica y

financiera”. Sin embargo, en el mismo artículo se observaba que el carácter autónomo de las

universidades no debe ser “obstáculo para el ejercicio de las atribuciones y deberes que competen a

otras autoridades nacionales y locales”. ( art. 5)

Por otra parte, recuperaba la figura de la Asamblea Universitaria, otorgándole capacidad para el

dictado y reforma del estatuto universitario; la propuesta para la creación, fusión y cierre de

facultades; la actuación en casos de suspensión o separación del rector, vicerrector o decano. En la

misma dirección de lo operado en el artículo 5, el poder de la Asamblea fue limitado ya que en todos

los casos sus decisiones debían ser refrendadas por el Poder Ejecutivo, quien era el que en última

instancia definía y aprobaba las decisiones.

En la ley del año 1976 también se suprimió el artículo referido al gobierno universitario. Sin embargo,

se mencionaba al Consejo Superior y los Consejos Directivos sin definir su composición, al mismo

tiempo que se recortaban sus funciones, sin una lógica clara. Las contradicciones se resolvieron al

asignarle al MCE la atribución de designar a rectores y decanos y transferirle el gobierno y

administración de las Universidades Públicas,“El gobierno y la administración de las Universidades

serán ejercidos por el Ministerio de Cultura y Educación y los rectores y presidentes o decanos y

directores serán designados por dicho ministro” (art. 3)

En la legislación de 1980 las atribuciones del Consejo Superior, seguían supeditadas, en gran parte, al

Poder Ejecutivo. Aparece la figura del Consejo Académico que homologaría la figura del tradicional

Consejo Directivo de las unidades académicas. Esta nueva nominación ya señalaba una restricción a

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sus funciones. Además, en su composición se excluía la representación estudiantil y de los no

docentes, sancionada por la Ley Taiana.

Con respecto a la selección de docentes, la ley de 1976 no explicitaba ningún mecanismo, pero

imponía “…como únicos requisitos, para el desempeño de la docencia universitaria, la idoneidad

docente y científica, la integridad moral y la observancia de las leyes fundamentales de la Nación”

(art. 6). La normativa de 1980 dispuso en su artículo 23 la convocatoria de “concursos públicos de

títulos, antecedentes y oposición (…) en tanto no se oponga a lo normado por la presente ley” (art.

23). Es decir, si bien se previó para la designación de docentes mecanismos democráticos como los

concursos públicos, esta condición democrática se veía afectada por las limitaciones que la misma ley

imponía para acceder al cargo.

Con respecto a la proyección de acciones de la universidad hacia la sociedad, la misma ley postulaba

como una de las funciones de la universidad el diseño de contribuciones a la solución de los

problemas nacionales,

“Estudiar [las Universidades] los problemas de la comunidad a que pertenecen y proponer

soluciones, como asimismo atender a los requerimientos que sobre el particular le formulen los

organismos correspondientes del gobierno nacional, provincial o comunal” (art. 3, inciso g). Esta

función sólo puede comprenderse en el marco de la nota al Poder Ejecutivo que acompañaba al

proyecto de ley 22.207, del año 1980. En la misma, se enfatizaba la necesidad -ya expresada en el

Acta del 24 de marzo de 1976 – de “dar un encuadre legal fundamental a todas las Universidades

Argentinas, dentro del Proceso de Reorganización Nacional y apuntando en última instancia a sus

propósitos de restituir los valores esenciales que sirven de fundamento a la conducción integral del

Estado y reconstituir el contenido y la imagen de la Nación”. (Anales de Legislación Argentina, 1980,

p.998).

Así, por un lado, se postulaba formalmente la injerencia universitaria en los problemas de la

comunidad a la que pertenecía, pero paralelamente se encuadraban a estas acciones dentro del

proyecto político de ordenamiento de la sociedad.

En suma, se puede afirmar que en ambos contextos políticos analizados, la dimensión política de la

autonomía fue objeto de manipulaciones que le otorgaron nuevas significaciones; la intencionalidad

de estas acciones era convertir a la universidad en instrumento del proyecto de gobierno.

Las leyes de ambos períodos regularon también aspectos vinculados a la dimensión pedagógica de la

autonomía.

La ley de 1974 garantizaba la libertad de cátedra, pero también la restringía al autorizar a los Consejos

Directivos a tomar medidas contra toda acción que comprometiera “el decoro y la seriedad de los

estudios, o cuando exista desviación de los fines específicos de la Universidad, o se ponga en riesgo

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el prestigio de la misma.” ( art. 37, resaltado propio). Esta direccionalidad ponía en tensión al

ejercicio pleno de la autonomía académica.

La dimensión académica de la autonomía también se vio limitada por el artículo 5 que prohibía “en el

ámbito universitario el proselitismo político partidario o de ideas contrarias al sistema democrático

que es propio de nuestra organización nacional”. A su vez, el artículo 11 declaraba la

incompatibilidad entre las funciones docentes o académicas y el desempeño laboral en empresas

multinacionales o extranjeras, como así también la pertenencia a organismos cuyos objetivos fueran

contrarios a los intereses de la Nación.

Consustanciado con el lugar que el proyecto nacional le otorgaba a los docentes universitarios, el

ministro de la cartera de educación afirmaba,

“Aprovechemos toda la “materia gris”, incorporémosla con astucia patriótica al desarrollo de

nuestro proyecto de Nación, subordinémosla a nuestros grandes objetivos compartidos por la

inmensa mayoría de los argentinos” (Discurso del Ministro Taiana, presentación Plan Trienal 1974-

1977, Educación, 1974, p. 14)

Por su parte, la ley de 1976, si bien no anuló el artículo que enunciaba la libertad de cátedra de la ley

Taiana, sí la puso en cuestión. Por ejemplo, al describir como “incompatible con el ejercicio de la

docencia universitaria (...) todas aquellas actividades que se aparten del propósito u objetivos básicos

fijados para el proceso de reorganización nacional” (art.12).

En la ley de 1980, se sumaron a los fines de la universidad, “La búsqueda desinteresada de la verdad

y el acrecentamiento del saber, en un marco de libertad académica” ( inc b, art. 2) y “La

preservación, difusión y transmisión de la cultura y en especial del patrimonio de valores espirituales

y de los principios democráticos y republicanos que animan a la Nación” ( inc c, art. 2)

Al igual que sucedió con la ley de emergencia del año ’76, la declamación de estos principios volvió a

encontrar sus límites en distintos artículos de la ley que los relativizaron y hasta los negaron. Por

ejemplo, mientras el artículo 22 afirmaba que, “los docentes gozarán de plena libertad para enseñar e

investigar según los propios criterios científicos y pedagógicos, sin otras limitaciones que las

establecidas en la presente ley”, y el artículo 19 mencionaba como necesaria “…la identificación [de

los docentes] con los valores de la Nación y con los principios fundamentales consagrados en la

Constitución Nacional que hacen al sistema republicano”; se condicionaba la pertenencia al cuerpo

docente universitario a quienes demostraran “… integridad moral”. Este concepto quedaba

explicitado en el artículo 21, que exigía a los docentes el cumplimiento de los siguientes deberes “…

cuidar el decoro de su función, la seriedad de los estudios (…) y no difundir ni adherir a

concepciones políticas totalitarias o subversivas” (art 21).

La preservación en las leyes de los artículos que definían a las universidades como instituciones

autónomas, la presencia de conceptos como principios democráticos y republicanos, o la mención de

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la libertad de enseñanza –entre otros-; invitan a pensar que si bien el empleo de la fuerza fue el factor

central de la imposición, existió también la necesidad de acompañar las acciones armadas con otras

acciones de legitimación, más sutiles e imperceptibles, pero con alto grado de eficacia. La búsqueda

de legitimidad impulsaba a nombrar, el peligro que representaba el nombre incitaba una operación

dialéctica que lo negara.

No obstante, más allá de estos enunciados, resulta insoslayable tener en cuenta que del total de las

personas desaparecidas durante la dictadura, un 31,9 % eran docentes y estudiantes. (Cfr. Informe

CONADEP, 1984). Así el mundo intelectual, científico y educativo vivió bajo las normas de una

“libertad vigilada”.

Conclusiones. Autonomía universitaria: la contingencia de una idea fundante

El recorrido realizado evidencia el carácter histórico y contingente de la autonomía universitaria. El

abordaje diacrónico del concepto posibilita visualizarlo como una categoría dinámica cuya extensión y

contenido se resuelve en un inestable campo de disputa. La autonomía es una conquista permanente de

la universidad frente a los poderes que pugnan por imponer su propia autoridad y regular la

producción de su capital específico. Es una dimensión compleja y esencial para el desarrollo de la

universidad como proyecto racional.

El análisis de los diferentes enunciados aporta indicios de un proceso de redefinición del concepto de

autonomía, que se concretó en cada período a través de diversas operaciones semánticas.

Para tomar distancia de los principios reformistas que configuraron la idea de autonomía, la

universidad del ‘73 impuso una nueva ley de verdad que despegó el concepto de su histórico referente

empírico. En esta dirección, desde una lectura nacionalista y popular se identificó la autonomía

universitaria del ´18 con dependencia y colonialismo. Paralelamente se estableció un nuevo enlace que

asoció la idea de autonomía con otro significante: la universidad al servicio del pueblo. Fue

exclusivamente desde este enlace que se la legisló y defendió.

De la misma manera las autoridades del autodenominado PRN se apropiaron del poder de enunciación

de las palabras. La resignificación de la identidad universitaria que se planteó desde este gobierno,

expresó las intenciones de controlar una institución percibida como una esfera pública abierta, capaz

de erradicar el secreto al que se aferran los gobernantes para mantener el poder. La universidad

resultaba una institución amenazante al constituir una esfera pública crítica. El Estado, entonces,

intervino la universidad limitándola en el uso libre de la razón, rasgo distintivo desde el cual esta

institución conquista su autonomía y se resiste al poder.

En los períodos analizados, la autonomía se tergiversó para integrarla tanto al proyecto de Liberación

Nacional, como a la Reorganización Nacional. Recuperando el análisis kantiano, en cada nuevo

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encuadre, la universidad se apartó del criterio que la define -la razón ilimitada-, al tiempo que el

Estado buscó convertirla en ‘funcionaria’ de sus políticas. La autonomía, entendida como la

constitución de libertad para la crítica fundada en la razón, se vio afectada.

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