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Dedicado a los dos faros que suponen toda

mi referencia en la vida, Jorge e Iban

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Los árboles del bosque se alzaban sobre ella, dejando ltrar la luz de laluna que le abría camino entre la maleza. Sus pies desnudos mostraban lamezcla de sangre y líquido amniótico que también cubría su vestido blanco.

La mujer se sujetaba con fuerza la parte baja del vientre. No dejaba de

mirar hacia atrás y de apoyarse en cualquier tronco o roca cada vez que lesobrevenía una contracción. A duras penas, llegó a un lugar del bosque enel que se sintió segura y donde no pudo soportar la última sacudida de sucuerpo. Se sentía débil como nunca se había sentido en su vida; el dolor nisiquiera le permitía percibir el frío cortante que le aguijoneaba las entrañasesa noche. Se remangó el vestido y dejó al descubierto su sexo: dilatadohasta los límites. De él manaba una sustancia nauseabunda, la misma queproduce el olor a muerte.

El padecimiento y el cansancio casi le hacían desvanecerse. Se colocó en

cuclillas y sintió unas enormes ganas de dar de vientre. Mordió el vestido,al que se asió con fuerza mientras gritaba y empujaba. No lo consiguió a laprimera ni a la segunda vez, pero cuando ya pensó que no tendría la fuerzanecesaria para hacer salir de sus entrañas a la criatura que llevaba dentro,hizo un tercer intento en la sacudida más fuerte y dolorosa que estremeció sucuerpo. Cuando se tocó su sexo, notó que la cabeza salía. Siguió empujandoy poco a poco fue extrayendo el resto de la criatura, que cayó al suelo comouna vaina blanquecina que envolviera a un extraño y enorme insecto. Lacriatura casi empezó a reptar, apoyando sus diminutos dedos sobre la

sustancia pegajosa y las heces que expulsó su madre. La tierra engulló pocoa poco la mezcla maligna.La mujer cayó desplomada, sin prestar apenas atención a lo que había

salido de ella.El llanto de la criatura la hizo reaccionar instintivamente e incorporarse

para recogerla del frío suelo. Se quitó el vestido y le limpió la carita y elcuerpo. A continuación, le extrajo con la lengua la placenta que teníaenvuelta en su cabeza, al igual que en los oricios de la nariz y la boca.Rasgó un pedazo del vestido y lo anudó alrededor del cordón umbilical,

para poder cortarlo con los dientes. Lamió la poca sangre que manó espesade aquella unión, antes de que la tripa se deshiciera como un pedazo depapel dentro de una llama.

Lo miró con ternura y vio apenada que era un niño. Otro niño. El séptimo.¡El maldito! Lo envolvió y lo apretó contra su pecho para hacerle entrar encalor. La mujer, aunque extenuada, permaneció con los ojos abiertos. Estos sehabían convertido de repente en dos pozos; tan terribles como dos agujerosnegros y hundidos en un óvalo fantasmal. La mueca de una amenaza sedibujó en los labios rojos entreabiertos de la que ahora era una bestia. Los

caninos crecieron de manera asombrosa.Dos strigoi se mostraban al mundo esa gélida noche.

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I

 Rumanía, 1720

En la cocina, Rafaella removía el guiso de liebre y hortalizas que preparaba

para la comida del siguiente día. Se levantaba desde el alba para ir al campo,pues preparaba la siembra de la próxima primavera y debía dejar todo listopara el mediodía. Sus manos, ásperas y agrietadas, le recordaron los añosde duro trabajo en aquellos gélidos campos. Tomó una de las alforjas de ladespensa y extrajo de ella un poco de grasa de cerdo que extendió por lasmanos, para aliviárselas. Se acercó a la puerta de la entrada de la casa y miródurante un buen rato la espantosa noche, esperando a alguien. El frío le hizocerrar la puerta y entrar, buscando el calor que desprendía la lumbre dondecocinaba. Pronto sintió el confort de las llamas cerca de su piel, aunque la

preocupación que crecía con intensidad en su interior no sería aplacadani con la lava más ardiente que brotara de las profundidades de la tierra.Apagó el candil de aceite que portaba encendido en la mano y se dirigióa la habitación. Su marido estaba ya dormido cuando ella se metió en lacama, con intención de despertarlo. Hizo esfuerzos por no hacerlo, por noperturbar el descanso merecido de Nicolae, pero estaba tan preocupada queno pudo evitar llamarlo con cuidado. El hombre estaba sumergido en unprofundo sueño y apenas hizo un ruido con la boca cuando ella lo reclamaba.

—¡Nicolae! ¡Nicolae! —lo llamó susurrando.

—¿Qué pasa? —respondió con los ojos cerrados y sin apenas vocalizar.—No ha venido por aquí esta noche.—¿Quién, mujer?—Marietta. Estoy preocupada. Hoy hay cambio de luna y le dije que

podía quedarse aquí esta noche —respondió Rafaella.El hombre se incorporó y encendió la lamparilla del cajón.—¿Quieres que pase por la casa? —preguntó él ya con los ojos abiertos.—Sé que estás cansado, pero la criatura está a punto de venir al mundo

y padre no está preparado para esto.

—Iré por allí. Pero ya verás que no ha pasado nada, mujer. Estarán todosdurmiendo.—Me quedaré tranquila si vas. Coge el abrigo y unas botas. La noche

está fría.Nicolae se levantó de la cama, se puso los calzones y se calzó las botas.

Rafaella le colocó el abrigo. Se dirigió con la lumbre en la mano hasta lasalida, acompañándolo, y la apagó después de cerrar la puerta.

La nieve cubría tramos de tierra. La luz de la luna despejaba el camino

en dirección a la casa que se encontraba a dos millas de la suya. Cuandollegó, vio que no había luz, pero sí salía humo de la chimenea. Abrió laverja de la entrada y de inmediato los perros empezaron a ladrar y a gruñir.La puerta de la casa se abrió y apareció Leonardo envuelto en una manta,alarmado por los ladridos.

—Soy yo. Nicolae —dijo en alto porque sabía que su suegro acostumbrabaúltimamente a salir con un viejo arcabuz español y disparar si hacía falta.

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—¿Ha parido ya? —preguntó sin saludar a Nicolae.—No lo sé, señor. He venido para saber si Marietta estaba con usted.

Leonardo era un hombre obeso de ojos azules. Las sienes plateadas y lapiel curtida eran las huellas que había cosechado en aquel clima inhóspito.

Toda su vida la había dedicado al campo, aunque también trabajó enrestauraciones de la catedral de Nápoles y como vendedor en los puestos deverduras y frutas de la Piazza Dante, antes de trasladarse a Brasov con susdos hijas. Todo lo que ahorró lo invirtió en unas tierras fértiles para la uva ylas ciruelas que él y Antonella, su mujer, cultivaban por entonces. Ahora, loúnico que le quedaba era Marietta, y resultaba inevitable que el pobre viejose estremeciera con solo oír su nombre.

—No está conmigo —contestó Leonardo—. Se dirigía a vuestra casacuando se puso el sol. No se encontraba bien. Pero… pasa. No te quedes ahí

afuera.Nicolae pasó al interior de la vivienda mientras Leonardo terminaba decalmar a los perros, que seguían alborotados. Se sentaron cerca de la mesitaque había en la habitación y Leonardo le ofreció un poco de vino caliente.

—¿Sabe si se dirigió antes a algún otro sitio? —insistió Nicolae mientrasbebía. El calor del alcohol bajó como un torrente cálido por su garganta.

—No. Me dijo que se iba con Rafaella. Que pasaría estos días en vuestracasa para preparar el parto. No quiso que la acompañase —respondióLeonardo con preocupación—. Me dijo que cuidara de los chicos.

—Daré una vuelta por el bosque. Quizá se haya detenido a buscar hierbaspara los dolores y tal vez se quedara descansando un poco —dijo tratandode tranquilizarlo—. Sabe usted que ella conoce perfectamente la zona. No sepreocupe, no creo que le ocurra nada.

—Iré contigo —respondió rápidamente Leonardo.—Irá conmigo hasta la casa, pero se quedará con Rafaella —le ordenó

suavemente. El viejo ya tenía bastante con aquella espantosa artrosis quedeformaba sus articulaciones para encima tener que soportar el frío y lahumedad que azotaba con ereza desde hacía unos meses—. Yo iré solo a

buscar a Marietta. ¿Los chicos están dormidos?—Sí. Pero Iván cuidará de los pequeños. ¿No le habrá pasado nada a miMarietta? Esos hijos de mala madre no han parado de merodear por aquíestos últimos meses —se lamentó el viejo, a punto de llorar.

Su hija Marietta seguía viviendo con él después de que la muerte learrancara a su mujer por culpa del tifus. Rafaella se casó pronto y ya habíaabandonado la casa antes del fatal desenlace. Las dos hijas eran los ojos de supadre. Pero Marietta le recordaba especialmente a Antonella. Aquella mujeritaliana que le hizo enloquecer de amor nada más verla. Tenía sus mismos

ojos y el descarado desparpajo que le había enamorado. Marietta era aúnmás indomable, pero Leonardo la aceptaba como era, independientementede las opiniones de los vecinos del pueblo que la tachaban de libertina yde rara, siempre a espaldas de él, ya que no se atrevían a hacerlo en supresencia. Más de una vez le rompió un hueso al que hizo algún comentariofuera de lugar sobre ella.

Los dos hombres se dirigieron a la casa para que Leonardo se quedaracon Rafaella hasta que Nicolae regresara. El viejo insistía en acompañarlo,

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pero su hija también lo convenció para que no fuese. Nicolae se adentró enel bosque con una antorcha y con Dogo, un perro mestizo que tenía buenolfato y que más de una vez le había sacado de un apuro cuando salía decacería y se acercaba algún animal peligroso. Dentro de la espesura y la

frialdad de aquel bosque repleto de sauces y pinos de alturas interminables,Nicolae gritó el nombre de Marietta varias veces. Pensó que quizás podríahaber sufrido alguna caída o que estaría descansando en algún sitio seguro,esperando a que viniesen a buscarla después de haberse quedado tanvulnerable tras el parto. Dogo empezó a inquietarse. No dejaba de tirar de lasoga que tenía atada al cuello. Nicolae lo soltó.

—¡Busca, Dogo! —ordenó al perro, que salió corriendo en cuanto se sintióliberado.

El animal se dirigió hacia el riachuelo que atravesaba el bosque. Allí

se quedó moviéndose en círculos y ladrando, esperando por Nicolae.Cuando se acercó, acarició al animal y se agachó a mirar si había algúnrastro en la orilla. Pensó que no podría haberla cruzado. Marietta conocíaperfectamente todos los escondrijos y era incapaz de estar cerca del aguapor mucho tiempo; eso formaba parte de su nueva naturaleza. Pero Nicolaecambió de idea al ver restos de sangre en la tierra. Cruzó el riachuelo nosin antes haber cogido una rama robusta que había caído de un árbol, parautilizarla si hiciese falta. No tardó en encontrar trozos de tela prendidos enlas ramas situadas al otro lado de la orilla. Nicolae empezó a preocuparse y,

cuanto más avanzaba, Dogo gemía de excitación como si estuviese a puntode encontrar algo. Nicolae hizo callar al perro, aguzó el oído y escuchóalgo parecido al maullido de un gato. Se dirigió hacia el lugar de dondeprovenían los sonidos y allí encontró a Marietta.

Se quitó el abrigo y la tapó al verla desnuda. Su piel blanca y húmedabrillaba como una estrella en medio de un cielo negro. La criatura estabaentre sus brazos y lloraba. Nicolae reanimó a Marietta con sus manos,dándole golpecitos en las mejillas; las tenía frías, pero pudo ver que ellaabrió los ojos. Unos ojos que se habían vuelto negros como el azabache.

—No dejes que se lo lleven —pidió Marietta, exhausta.—No te canses hablando —respondió Nicolae, quebrándosele la voz, sinapartar la mirada de aquellos demoníacos iris. Pero en ellos encontró algode Marietta que lo tranquilizó, también las palabras que se había encargadosiempre Leonardo de recordarles a todos ellos: «No le temáis, no os hará daño.Sigue siendo Marietta»—. Tápate con mi abrigo hasta que lleve al niño a casa.Vendré a buscarte enseguida, Dogo se quedará aquí contigo.

—Cuídale, no dejes que le pase nada —le rogó ahora con los ojos cerradospor el cansancio.

Cruzó el bosque lo más rápido que pudo con el niño en brazos. En lacasa, Rafaella y su padre estaban ansiosos por saber algo. Al oír abrir lapuerta y ver a Nicolae, gritaron de emoción y alivio. Regresaba con un bultoque no paraba de llorar.

—Ha parido ella sola. En el bosque —dijo intentando aparentar felicidadnada más entrar. Por supuesto, omitió la horrible sensación que invadiósu cuerpo cuando observó el cambio que transformó los dulces rasgos deMarietta.

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—¿Dónde está? —preguntó preocupada Rafaella, cogiendo al niño.—Vuelvo a buscarla. Estaba un poco cansada para venir conmigo a pie,

por eso traje al niño. Dogo se quedó allí con ella. Estará acompañada hastaque vuelva.

—Gracias… —agradeció Leonardo con lágrimas en los ojos mientrasveía a su nieto—. Tráeme a mi hija. No le temas, no te hará daño.

Nicolae tomó un vestido de Rafaella, una manta y un bote para el agua.Rafaella le besó antes de partir, no sin advertirle que tuviese cuidado.Nicolae podía engañar a su padre, pero no a ella.

El hombre se volvió a adentrar en el bosque y llegó hasta donde habíadejado a Marietta. Al llegar al lugar, Marietta no estaba allí. El corazón ledio un sobresalto. Había dejado el abrigo tirado en el lugar y un reguero de

sangre en dirección al riachuelo. Nicolae deseó pensar que quizá necesitarasalir huyendo para protegerse de aquellos seres que la perseguían. Dogo tampoco estaba allí ni ladraba. Lamentó la suerte del pobre perro.

Se dirigió hacia el este del riachuelo, siguiendo las señales de sangre. Vioun movimiento rápido de una silueta oscura, alejándose sin apenas hacerruido. Un escalofrío que nada tenía que ver con la gélida noche recorrió sunuca. Aunque sintió verdadero pánico, Nicolae se puso más alerta y aguzóla vista y el oído. Si había algo que le caracterizaba, era el valor que podíaconseguir cuando la adrenalina o el terror recorrían sin piedad su robusto

cuerpo. Oyó al perro. Se acercó a donde provenían los ruidos y lo queencontró fue a Dogo gimiendo en el suelo. Le habían destrozado el estómago.Nicolae sintió tanta rabia y dolor al ver al perro en aquel estado que cogióuna piedra y le dio en la cabeza fuertemente para acabar con su agonía. Serepuso como pudo, y entonces fue cuando vio a Marietta yaciendo en laorilla. El horror se materializó en los ojos de Nicolae cuando le dio la vueltapara saber si continuaba con vida.

Estaba muerta. Horriblemente muerta.

  Los días posteriores a la muerte de Marietta se hicieron insufribles.Rafaella apenas podía con la pena y la angustia de ver el estado de supadre, y lo que sería de sus huérfanos hijos. La enterraron dos días mástarde en un lugar lejos del cementerio. Allí se encontraban Leonardo e Ivánderrumbados por el dolor, acompañados de Rafaella con Mihai, el hijo deMarietta, al que llevaba en brazos. Nicolae sujetaba la mano de Carlota, lahija de ambos.

El joven Iván y Nicolae cavaron la fosa juntos durante la mañana,

mientras Rafaella la amortajaba para enterrarla. Los dos hombres bajaron lacaja de madera. Rafaella fue la primera en tirar sobre ella las palas de tierra.Luego su padre arrojó ores llenas de lágrimas junto con una tosca bolsa decuero con algo en su interior.

Ningún párroco asistió al entierro. Todos los de los pueblos colindantesse habían negado. Marietta no gozaba de buena reputación debido a sudescarada forma de ser; la Iglesia la había intentado tachar incluso debruja, el Padre Dimitrie se había encargado de esparcir las semillas del odio

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y la calumnia en cualquier recoveco adonde alcanzaban sus tentáculos.Las costumbres del pueblo rumano no se distinguían precisamente por lanegación de la superstición, y poco crédito dieron a un desesperado Dimitrieque defendía con vehemencia sus sospechas. Optó por otro camino que le

pareció el atajo perfecto: había sido madre soltera en seis ocasiones sin unmarido a su lado. Haber muerto de aquella forma fue la convicción, paralos hombres de hábitos, de que pesaba una maldición de Dios por todos lospecados de Marietta. Leonardo ni lo pidió ni lo suplicó. Él creía en el poderdivino, pero no en todos aquellos hombres terrenales que se veían con laautoridad de poder redimir a un semejante de unos pecados espantososque ellos mismos, bajo el manto de una crueldad inexplicable y protegidadurante siglos, habían cometido.

Sus hábitos están más sucios que el alma y la conciencia de mi hija.

Fue Rafaella, a escondidas de su padre, la que rogó al Padre Dimitrie queeximiera de todos los pecados a su hermana. La respuesta del párroco fuetajante. Él no sería quien lo hiciera, otra cosa distinta sería que Marietta sehubiese arrepentido de sus terribles pecados estando aún con vida.

 

II

El horizonte se tornó color cobalto. Los últimos rayos de sol se dejabanperder entre las escasas nubes que se aproximaban amenazando agua. Latierra removida por las palas se amontonaba en forma de molde sobre lasupercie que había sido escasa hierba y piedras.

A dos metros bajo tierra descansaba el cuerpo de Marietta. Un viejo cedrodejaba caer la última sombra del día sobre la tumba, y una piedra talladacon su nombre daba testimonio de la despedida de sus seres queridos. Laoscuridad se hizo y el viento empezó a rugir con más fuerza. La últimanieve caída dejaba restos de manchas blancas, en contraste con los verdes y

marrones del paraje desolado.Vasiliev llegó a galope en un corcel negro que exhalaba agitadamenteel aire cálido por el hocico. El caballo obedeció la orden de parar, y con loscascos hizo señales en la tierra a decenas de metros de la tumba de Marietta.Tanto el caballo como el jinete se negaban a traspasar el límite que lespermitiría llegar hasta ella.

Se oyeron ruidos de más cascos. Otro caballo llegaba a escasos minutosdel primero. El que montaba hizo parar al animal junto al de Vasiliev, y esteasintió con la cabeza a modo de aprobación. Luego, avanzó espoleando al

caballo, hasta llegar al roble donde ató las riendas. De la montura desatóuna pala. Él sería quien excavaría hasta llegar a la caja de madera que seencontraba a dos metros debajo del montículo que tenía delante, bajo suspies. La tierra estaba blanda, ese mismo día Marietta había sido enterrada yla falta de lluvia le facilitaría el trabajo para llegar hasta el lecho de la muerta.Palada tras palada, el hombre fue extrayendo toda la tierra. Fueron variashoras de esfuerzo para ver su propio cuerpo dentro de aquel rectangularhueco.

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Su fortaleza no era la de entonces, cuando podía labrar el campo ydesplazar grandes piedras. Una última palada hizo el tac que necesitabaoír para saber que ya había llegado a la caja. Con su áspera mano se secóel sudor, y cuidadosamente sacó de la cinturilla del pantalón un hacha

pequeña. Poco a poco, fue dando golpes a la frágil madera que se astillabacon cada toque. La bolsa de cuero y las ores marchitas reposaban allí.Lo primero que vio fue el rostro vendado de Marietta. Dolor y alegría se

mezclaron en su alma. Era un ángel descansando al que le habían intentadoarrebatar desde que se quedó preñada de su último hijo.

Con cuidado extrajo la bolsa y la lanzó fuera del agujero. Ya poco podríahacer él más que salir de allí y esperar. Una vez fuera, miró a lo lejos: Vasilievseguía inmóvil esperando, apeado del caballo. Desde lejos sus ojos brillabancomo dos estrellas siniestras.

Algo estremeció al viejo cuando escuchó el ruido de la maderadesquebrajándose, y que provenía de aquella tumba que había excavado.Primero pudo ver la blanca mano de Marietta con restos de la tierraadheridos a la piel, aferrándose con las uñas que se retorcían como garras.Después la vio emerger como una niebla densa, mientras el vestido blancose mecía ciñéndose a un talle que parecía no haber albergado jamás a unacriatura.

Temió que Marietta no le reconociera. Solamente podía oler, oír y sentir.Pero no podría verlo. Ella se tocó la cara buscando la venda que le tapaba

los ojos. Se la quitó, y palpó las cuencas de sus ojos vacías, tan vacías comola tumba que había abandonado. Se acarició el vientre y sonrió.El hombre, abatido de cansancio, se retiró a su pesar a muchos metros de

Vasiliev y Marietta. Oyó cómo Vasiliev la llamaba y cómo ella se dirigía a élcomo si estuviese observándolo con unos ojos que ya no tenía. Marietta girósu cuerpo antes de acudir a la llamada del strigoi y se orientó al lugar dondese había apartado su liberador. Una ráfaga de viento gélido sacudió en esemomento el estremecedor escenario, el largo cabello negro se agitó como sila gravedad se hubiera invertido hacia el cielo.

—Gracias, padre.Los dos montaron a caballo y se alejaron al galope. Leonardo, su liberador,se acercó de nuevo al hueco vacío y se apresuró a cubrirlo de tierra. A unosmetros de allí, y agazapado entre las piedras y la maleza para ocultarse,Iván le observaba sin él darse cuenta. De los ojos le brotaban lágrimas. Suabuelo había desenterrado a una madre que él creía haber visto muerta, aligual que todos. «¿Por qué madre nos abandonó?», se preguntó. Y ahoraque había vuelto, ¿por qué no pudo siquiera mover ni un músculo de sucuerpo para acercarse a ella y abrazarla?

Iván regresó a casa antes que Leonardo. Los otros hermanos estaban aúndormidos. Su obligación era cuidar de ellos mientras su abuelo se ausentabapara ver la tumba de su querida hija, pues no dejó que le acompañase. Encuanto los chiquillos se quedaron dormidos, Iván aprovechó para salirdetrás de Leonardo, que fue a caballo en dirección contraria a la que debíahaber tomado. Eso le permitió a Iván ganar tiempo y llegar a verle dar lasúltimas paladas y el resucitar de su madre.

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El caballo de Leonardo se oyó llegar desde la casa. Los ecos de los ladridosde los perros en medio de la noche resonaron, como siempre, cuando alguiense acercaba, le conociesen o no. Para eso estaban allí. Desde que su madrese quedó embarazada, el abuelo y ella vigilaban constantemente. Marietta

no dormía apenas y se había vuelto muy fuerte. Iván empezó a admirar esoen ella. No conocer jamás a su progenitor ni al de ninguno de sus hermanosle hizo ver en su madre la protección y fuerza que cualquier padre hubiesepodido darles.

Se metió en un pequeño catre junto al de los otros niños y se tapó conuna manta de lana. Desde la habitación oyó llorar a Leonardo. Casi estuvoa punto de levantarse para hablar con él y consolarle. Pero no lo hizo. Sequedó mirando por la pequeña ventana que había en la habitación, con elrostro humedecido por sus propias lágrimas. El olor a paja limpia recién

esparcida por el suelo de tierra y la relajada respiración de los chiquilloscalmó su agitado corazón, que no entendía muchos de los interrogantes ydudas que acumulaba en la cabeza. «Iré al inerno si no coneso lo que vi»,se dijo sin saber siquiera el signicado de esas palabras. Pero había oído esamisma frase por parte de la fanática y acusadora chusma proriéndosela aalgún desgraciado. Leonardo y Marietta jamás le inculcaron la religión, porlo que si hubieran sabido que en los días que iba al pueblo a aprender a leery escribir estuvo a punto de tener contacto con el padre Dimitrie, el abuelo ysu madre no le hubiesen permitido volver. Lo menos importante para Iván

era aprender. Tenía quince años y le empezaban a gustar mucho las chicas.Concretamente, una.Cerca de la plaza siempre observaba a la de pelo rojo que habitualmente

portaba frutas, acompañada de su madre. El color de pelo y las caderasanchas de aquella descarada pero irresistible muchacha le hicieron sentircosas nuevas en su cuerpo adolescente. La observaba a través de un hueco enla pared de madera de aquel granero que don Facundo había improvisadocomo aula para los chiquillos del pueblo, que querían aprender algo que nofuese sólo trabajar deslomándose.

Cuando vio por primera vez a aquella chica de pelo rojo, algo en suinterior le dijo que podría cortejarla y pedirle permiso para hablar con ella.El padre Dimitrie también la conocía. Eso provocó el que Iván nunca osaraacercarse a ella cuando tuvo ocasión de hacerlo. Si él se enterase, le contaríaque era hijo del pecado y que era un pecador por no haber acudido nuncaa la iglesia. Por ello, Iván no encontró mejor oportunidad para atreversea hablar con el padre Dimitrie e intentar confesarle lo que pudiese. No leatormentaba ir al inerno, lo que le atormentaba era no poder acercarse aaquella joven ni a ninguna otra. Y el padre Dimitrie tenía mucha inuencia

en la opinión de todo el pueblo. Se lo contaría y tal vez aquel hombre seablandaría. También aplacaría su propia rabia al ver cómo su madre losabandonó a él y a sus hermanos por traer al mundo a Mihai.

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