Visor 30-Oct-2011

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David Toscana Los falsificadores de clásicos página 2 Juan Manuel Roca Poesía página 3 Armando González Torres víctimas y sufrientes página 3 José María Espinasa Cuarenta años de Plural página 6 Heriberto Yépez Miss Bala desenmascarada página 8 Milenio domingo 30 de Octubre de 2011 435 La muerte soñada Página 4-5 esPecial Jorge F. Hernández · Sandra Lorenzano · Andrés de Luna · Jennifer Clement Ana Clavel · Martin Amis · Richard Ford

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Suplemento Visor publicado el 30 de Octubre del 2011en Milenio Diario Jalisco

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Page 1: Visor 30-Oct-2011

David Toscana Los falsificadores de clásicos página 2 Juan Manuel Roca Poesía página 3 Armando González Torres víctimas y sufrientes página 3 José María Espinasa Cuarenta años de Plural página 6 Heriberto Yépez Miss Bala desenmascarada página 8

Milenio domingo 30 deOctubre de 2011 435

La muerte soñada

Página 4-5

esPecial

Jorge F. Hernández · Sandra Lorenzano · Andrés de Luna · Jennifer Clement Ana Clavel · Martin Amis · Richard Ford

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02 antesala

Buena parte de los clásicos de la literatura son obras del dominio público.

Por eso algunos editores sin alma se han dado a la tarea de tijeretearlos, modificarlos y resumirlos para poder dar a los lectores gato por liebre, sin que en ninguna parte del libro aclare que se trata de una versión mocha. De una vil falsificación.

El trabajo que hacen es de tal pillería, que nada sobrevi-ve del alma del autor. Las ideas están mal dichas, o se borran por completo para favorecer a la acción.

Podemos encontrar Los mi-serables con la mitad o un tercio de páginas. Lo mismo pasa con Los hermanos Karamazov. De Guerra y paz, mejor ni hablar. A veces del pollo entero nos dan una pata.

Hay versiones del Cantar de Mio Cid más breves que un Pedro Páramo; Condes de Montecristo de doscientas páginas.

Y la lista de falsificaciones es larga. A veces son publicaciones de editoriales patito; a veces son de transnacionales con cara de seriedad.

A El país de nieve, de Yasunari Kawabata, le mondaron casi todas las referencias a una cultura que el editor no acabó de entender, le trozaron un capítulo entero y, encima, la traducción se hizo desde el inglés.

Tengo en mis manos un Cri-men y castigo digno de echarse en la basura. Cada vez que Ras-kólnikov quiere expresar una idea, desaparecen las líneas. Además se cambia el sentido de algunas frases.

En la mera entrada, lo que a Dostoievski le toma una página, el editorzuelo lo resume en este torpe párrafo:

“Tuvo la suerte, al bajar la es-

Toscanadas

Los falsificadores de clásicos

calera, de no encontrarse a su patrona, que habitaba en el piso cuarto, y su cocina, cuya puerta estaba casi constantemente sin cerrar, daba a la escalera”.

¿Se puede ser más torpe? En una misma frase mete dos ideas independientes. Ya no sabemos si había de toparse con la cocina, si ésta es de él o de la patrona, y lo que en una versión correcta es “casi siempre abierta” aquí dice “casi constantemente sin cerrar”. Una aberración. De este modo el editor se va encargando de desbaratar lo que con tanto esmero y pasión Dostoievski se dedicó a componer.

Tendría que existir una socie-dad protectora de los clásicos.

A los maestros hay que pe-dirles que al solicitar libros no lo hagan por mero título, sino que precisen alguna de las ediciones fieles al original.

A los libreros hay que exigir-les que destierren esos libracos de sus estantes. Esto va incluso de acuerdo con sus intereses de vender, pues a la larga los clá-sicos mochos sólo alejan a los lectores.

Si un joven lee esa pésima edición de Crimen y castigo, acabará por decir: “Yo no sé qué tiene Dostoievski de grandioso”, y ninguna gana le quedará de volver a la librería por otra de sus obras.

A los lectores avezados les pido que denuncien estos li-bros. Los lleven al vendedor y le expliquen que comerciar con esa basura equivale a cometer fraude.

Las autoridades de cultura habrían de vigilar la existencia de estas versiones adulteradas; obligar a que incluyan un aviso en portada: “Ojo: este libro es una porquería”.

Si el autor, por los años de muerto, perdió ya su derecho de autor, hay que hacer valer el derecho de lector.

Hay libros que sí merecen la hoguera. nv

De culto

Steve Marriott

Una voz incendiaria

Cuando se habla de voces agudas en el rock masculino, de gargantas capaces de alcan-zar notas altísimas y de romper cristales

con su brutal potencia, los primeros nombres que nos asaltan son casi siempre los de Robert Plant, Roger Daltrey y Ian Gillan. Pero los vocalistas de Led Zeppelin, The Who y Deep Purple difícilmente pueden compararse con un contemporáneo suyo que, si bien no tuvo los reflectores a su disposición y no llegó a figurar de manera plena como una superestrella del género, sí consiguió una auten-ticidad que le permitió mantener una especie de pureza esencial en su canto y un fuego que, para-dójicamente, fue consumido por otro fuego.

Como líder de Small Faces, pero sobre todo de esa banda legendaria que fue Humble Pie, Steve Marriott legó a la posteridad un estilo que, aparte de su fuerza vocal y su chillante timbre, poseía una expresividad capaz de despertar los más variados sentimientos.

Nacido en Essex, cerca de Londres, en 1947, Ma-rriott estuvo ligado con la música y el canto desde muy chico y a pesar de provenir de una familia de la clase trabajadora, su talento y una beca le per-mitieron participar incluso en el teatro musical. Pero su amor por el blues fue su principal motor y con sus amigos de adolescencia Ronnie Lane y Kenney Jones, a quienes se sumaría más tarde Ian McLagan, fundó una de las más subvaloradas bandas de la llamada Ola Inglesa de la segunda mitad de los años sesenta: Small Faces (los locutores de la radio

Hugo García Michel [email protected]

Ex libris • Catalina de Medicis

Bitácora psicotrópica Xavier Velasco

Nos empata el deseo, nos desempata el miedo.

mexicana los anunciaban como “Los Caritas”), con quienes en 1968 grabó un buen álbum de corte psicodélico, Ogdens’ Nut Gone Flake.

El cantante y guitarrista se separó de sus com-pañeros en 1969, para unirse a su gran amigo Peter Frampton y conformar a uno de los gru-pos de rock duro más explosivos de la historia, el enorme Humble Pie. Fue con este proyecto que Steve Marriott pudo dar rienda suelta a su pasión por el blues. El sonido del Pay humilde era potente, duro, básico, íntimamente ligado a la música negra estadunidense, con el extra de la fabulosa guitarra de Frampton y la ululante y arrasadora voz de Marriott. Sus presentaciones eran espectaculares y de ellas hay un registro extraordinario en el álbum doble Performance, Rocking the Fillmore (1971), sobre todo con su inmortal versión a “I Don’t Need No Doctor” de Ray Charles.

Desgraciadamente, el éxito vino aparejado con la adicción a las drogas y Marriott no sólo se volvió alcohólico y cocainómano, sino que su carácter se tornó agresivo y tan insoportable que destrozó a un tiempo su matrimonio y su relación con la banda, la cual se disolvió en 1975.

Nada volvió a ser igual y Steve se hundió en una pendiente, a pesar de sus frustrados intentos por recomponer su carrera.

La madrugada del 20 de abril de 1991, ebrio y agotado por el cansancio de un largo viaje, Marriott se quedó dormido con un cigarro encendido en los labios. Al caer éste sobre las sábanas, provocó un incendió que atrapó al músico entre la cama y la pared, donde lo encontraron los bomberos al apagar el siniestro que acabó con la casa. El cantante más incendiario de la historia había muerto, calcinado por el fuego más real y des-piadado con que se topó en la vida. nv

David [email protected]

Eko

domingo 30 deOctubre de 2011

EspECiaL

EspECiaL

Visor

Milenio Diario Visor Dirección José Luis Martínez S. Edición Alicia Quiñones asistente Erick Baena arte y diseño Alejandra Saavedra

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03antesala

poesía

Ciudadano de la nocheLos espejos, que carecen de memoria, y la presencia de la muerte, adivina infalible, alientan aquí la melancolía y el desasosiego

Víctimas y sufrientes

Juan Manuel Roca

Después de una persecución encarnizada, los perseguidores divisan

al viejo tirano tratando de esconderse en una alcantarilla, rodean su último refugio y el perseguido sale y suplica que no disparen. Algo ocurre al tener a la mano a la elusiva presa, no se sabe si es producto de un arrebato o de una ira ancestral, todo sucede de manera confusa: lo arrastran, lo golpean, lo desnudan y alguien introduce un tubo en el recto del anciano odiado que sangra y chilla como un animal en matadero, mientras sus verdugos dejan escapar, con aullidos, un júbilo salvaje. Alguien más, impaciente o piadoso, acorta el martirio con una bala en la cabeza del tirano. Después, exhibirán el despojo en un refrigerador barato para solaz de la muchedumbre. El carácter brutal y degradante del castigo desconcierta. El legendario y excéntrico victimario parecería ahora transfigurado en víctima. Con todo, como dice Reyes Mate en La ética ante las víctimas (Antrophos, 2003), es imprescindible distinguir a las verdaderas víctimas, que son inocentes a quienes se les infligió un daño deliberado e injustificado, de otro tipo de sufrientes. De hecho, un criminal puede sufrir (y suele ser frecuente), pero no es inocente. Y aunque la distinción entre víctima y sufriente no implica negar la facultad de compadecerse e identificarse con el sufrimiento del prójimo, quien quiera que sea, sí conlleva una distinción moral y jurídica esencial.

Por lo demás, el asesinato y la tortura no se justifican, aun

Escolios

Armando González [email protected]

domingo 30 deOctubre de 2011

cuando el afectado sea un criminal, pues la justicia, que busca evaluar el daño, repararlo e impedir que se repita mediante la acción pedagógica de la ley, no puede identificarse con la venganza, que busca replicar el daño. Desgraciadamente, mientras la justicia resulta indirecta, tortuosa, fría y anafrodisiaca; la venganza otorga esa sensación directa, cálida, casi carnal de retribución y reparación. La aspiración espontánea de la víctima es que, como él mismo, el verdugo reconozca la magnitud del agravio y aspire a que aquello nunca hubiera ocurrido y acaso sólo en una situación similar de sufrimiento pueda pensarse en esa simetría. (Jean Améry confiesa que sólo al ver al torturador nazi rumbo al patíbulo “dejó de ser enemigo para convertirse de nuevo en prójimo”). Sin embargo, sobra decirlo, la venganza restituye el circuito de la afrenta y perpetúa el círculo vicioso de la violencia. Cierto, hay actos imprescriptibles para los que el castigo convencional parece poco, actos que ponen en peligro un patrimonio legal y moral de siglos: leyes y derechos, fórmulas de urbanidad, convenciones piadosas y otras formas legales y consuetudinarias que limitan la barbarie y la injusticia son puestas en jaque por la maldad de ciertos seres. Pero, sin duda, inclusive estos actos imprescriptibles se deben castigar de acuerdo a un derecho y sólo esa irradiación justiciera puede ser ejemplar, pues se procesa en el lenguaje, la inteligencia y el alma. nv

Fabrico espejos:Al horror agrego más horror,Más belleza a la belleza.Llevo por la calle la luna de azogue:El cielo se refleja en el espejoY los tejados bailanComo un cuadro de Chagall.Cuando el espejo entre en otra casaBorrará los rostros conocidos,Pues los espejos no narran su pasado,No delatan antiguos moradores.Algunos construyen cárceles,Barrotes para jaulas.Yo fabrico espejos:Al horror agrego más horror,Más belleza a la belleza.

EspECiaL

poeta, narrador, ensayista y periodista, Juan Manuel Roca (Medellín, 1946), autor de la novela Esa maldita costumbre de morir (2003) y de una amplia obra poética que incluye títulos como Memoria del agua

(1973), Luna de ciegos (1975) y Biblia de pobres (2009), reunió dos de sus libros más celebrados: Ciudadano de la noche (1989) y La farmacia del ángel (1995) en un volumen coeditado por posdata Ediciones con la Universidad autónoma de Nuevo León, del que hemos tomado los poemas que aparecen en esta página.

Canción del que fabrica los espejos

Monólogo de la gitana

Leí mis propias manosY vi la muerte paseandoEntre dos senderos imprevistos.Desde entoncesMe enseñé a cruzar los dedosA cada cruce de caminos.A un hombre taciturnoLe adiviné la suerte en el cementerio.El encendido color de mi blusaParecía un pájaro en llamasSobre lajas y ángeles de yeso.Vana ironía, adivinar el porvenirJunto a una tumba.Aunque lo intente,No soy mejor adivina que la muerte.

DEViaNaRT.CoM

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Hubo una época larga en la que soñaba que la muerte ideal sería a consecuencia de una cornada en la femoral, en pleno centro del ruedo de la Monumental Plaza de Toros México y como colofón a una de las más bellas faenas en la historia de la tauromaquia. Luego, al paso de las canas y la llegada de las lonjas, la muerte idealizada se volvió nefasto anhelo de gloria literaria: morir con la Mont Blanc congelada en la mano —en un rigor mortis que complicaría mucho la labor de quien quisiera zafarla de mis dedos fríos— y allí sobre el último pliego una postrera frase ya inmortalizada en medio de un charco de tinta morada.

En realidad, el garlito de una muerte ideal se filtra en el ego con una engañosa saliva de querer trascender y no irse del todo, pero no deja de ser un engaño más de la vanidad engreída. En realidad, llega la muerte y no da tiempo de considerar todas las circunstancias ideales —prepa-rar debidamente su mis èn scène— para que el desahucio resulte perfecto. Lo digo porque me consta.

Sucede que hace poco más de una década, un cáncer amenazó con aliviar al mundo de mis necedades y su posible idealización se redujo a la profunda y convencida deso-lación al ver que mis hijos eran demasiado

pequeños y aún nos quedaban muchos libros por leer... y hace poco más de cuatro meses sobreviví a un infarto mayúsculo que estuvo a punto de dar conmigo el punto final. Me salvé de milagro y escribo estas líneas en la perfecta soledad a la que he vuelto con la callada resignación de que a nadie preocupa ya si estuve tan cerca de irme, y a solas... pero el cornadón al miocardio sirvió para dejar de fumar de una vez por todas (y al parecer, esas tres cajetillas de tabaco ya no me hacen falta para mi insomnio) y se supone que he de bajar de peso para siempre. En realidad, por encima de todo, el infartazo me permitió leer en vida mi obituario, ver en vivo los verdaderos afectos y amistades que me son incondicionales y vivo hoy cada minuto de cada día con la convencida intención de estar a la altura de tanto amor y tanta vida que se me concede con cada abrazo y buen deseo de los demás; vivo también con la convicción que he de superarme y quizás incluso, escribir mejor, aunque lo más seguro es poder volverme mejor lector... y así, entonces: la muerte ideal es esta vida que vivo hoy. Ya veremos cuán-to dura la eternidad feliz de esta nueva oportunidad... ¡algo que en realidad no había ni soñado!

Muerte en viloJorge F. Hernández

“No saldrás con vida de esta vida”, me decía mi padre y a veces alargaba la frase de este otro modo: “No saldrás con vida de esta vida, mi vida”.

Desde niña pensé que nunca nos de-cimos con cariño “mi muerte”.

Como narradora, tengo que pensar en las muertes de mis personajes den-tro de las novelas que escribo. A veces estas muertes las invento, pero pueden también ser reales. En mi libro El veneno que fascina, en el coro que cierra cada capitulo, retraté asesinas verdaderas, reales. Ahí describí cómo Lizzie Borden mató a su familia con un machete; cómo Delfina y María de Jesús González (Las Poquianchis) enterraron a sus víctimas en el patio de su casa; o cómo Dhanu mató a Rajiv Gandhi cuando dejó esta-llar un cinturón de explosivos amarrado alrededor de su cintura. En esta misma novela, llena de muertes históricas, escribí la muerte inventada de una huérfana que pierde su vida por las quemaduras que sufre en la explosión en una refi-nería de Pemex. El hogar de esta niña estaba muy cerca del incendio. Para mí, como escritora, la muerte siempre está dentro del lápiz.

Me gusta ir a los panteones y caminar

entre las sepulturas y leer los nombres en las piedras. A lo largo de los años he escrito sobre tumbas que me cautivan, por ejemplo sobre la tumba del periodista Víctor Noir en el Pere Lachaise de París. La sepultura de Noir es una escultura de bronce, de tamaño natural. En ella, los labios brillan porque muchos de los visitantes, fascinados por su belleza, los han besado. En el Panteón del Tepeyac me asombra siempre ver que Xavier Vi-llaurrutia está enterrado a unos cuantos pasos de Antonio López de Santa Anna. La muerte produce unos raros compañeros de sueños y de cama.

También he escrito sobre la tumba de Isabel I de Inglaterra y María Tudor, que comparten sepulcro. En la base del mausoleo dice: “Compañeras en trono y en tumba, aquí dormimos, Isabel y María, hermanas, en la esperanza de la resurrección”. La tumba de la familia Brönte me conmueve también, porque Emily y Charlotte comparten la misma tierra. Me gusta pensar que los huesos y el polvo se confunden.¿Cómo imagino mi muerte?Me imagino que en la muerte le llamaré al Dios de mi infancia, el que conocí de niña, cuando creía en Dios.

El dios de mi infanciaJennifer Clement

La muerte “Es más fácil soportar la muerte sin pensar en ella”, escribió el filósofo francés Blas Pascal. Contraviniendo esta máxima, hemos invitado a cinco escritores a que imaginen, o intenten representar, su propia muerte. Acompañamos estos textos con las opiniones de Richard Ford y Martin Amissoñada

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domingo 30 deOctubre de 2011 de portada

“Moriré en París con aguacero, un día del cual tengo ya el recuerdo”, escribió César Vallejo. Y así fue.

Las palabras tienen el extraño poder de convocar realidades. Hace poco más de cinco años comencé a escribir una nove-la que sé que nunca terminaré. La escena inicial mostraba a una mujer de alrededor de cincuenta años tomándole la mano a su madre enferma, y recordando la vida de ambas, en la última noche que podrían compartir. Algunos meses después de que escribiera ese inicio de relato, a mi madre le descubrieron una enfermedad terminal y murió sin darnos tiempo suficiente para despedirnos con el cuidado y la prolijidad con que sí lo hacía la protagonista que no existió.

No nací en México, y aunque siento que me he “mexicanizado” en muchas, muchísimas cosas, aún me resulta imposible burlarme de la muerte. Así que mi primer intento de responder a esta invitación con un relato juguetón acorde a las fechas, murió —per-mítanme decirlo así— ante mi azotada y omnipresente relación con la parca.

¿Puedo, entonces, de verdad escribir algo sobre mi propia muerte? Me gustaría ima-ginar una muerte que no fuera el final de nada, sino un simple cambio de “estado”, por

decirlo de alguna manera. Como personaje de Rulfo, claro, o de Edgar Lee Masters, en la maravillosa Antología de Spoon River. Pero tengo demasiadas dudas sobre la existencia de un más allá como para confiar en ese futuro tan incierto.

Lo que sí sé es que difícilmente muera en París, con o sin lluvia, ni en Comala, ni en Illinois. Aunque ¿quién sabe? El azar tiene caminos que la razón (incluso la más cercana para mí: la razón poética) desconoce.

¿Cómo te gustaría que fuera tu propia muerte?, me preguntan. Aquí entre nos: no me gustaría que fuera. De ninguna manera. Yo paso, quisiera responderles. No juego. Pero dado que la vida no nos deja otra opción (bueno, aunque aparentemente hay otras opciones, cercanas a la ciencia ficción, evadirla, lo que se dice evadirla, no lo lograremos nunca. Recuerdo la fas-cinación que nos causaba a mi hermano Pablo y a mí, el relato que nos hacía mi padre del cuerpo congelado de Walt Dis-ney), aquí me tienen intentando imaginar lo inimaginable: mi propio fin.

¿La imagen ideal? En la cama, tomada de la mano de mi gente querida. Como en esa novela que ya nunca podré escribir. Y eso sí: muy, muy vieja.

No moriré en ParísSandra Lorenzano

La muerte es compañera fiel. Asoma su huesa en algunos momentos de la existencia, en tanto en otros mantiene una actitud desinteresada. Pensar en un final posible es elección interesan-te. ¿Cómo se acabará la vida?, ¿cómo concluirá este tránsito necesario e irremediable a la vez? El cuerpo, al paso de los años, queda a merced de un Cronos iracundo que devasta todo, que hace estragos en los organismos y los confina a la decadencia. Por esa razón, en mi caso personal, nunca pensaría en terminar mis días en una cama en plena cópula, en un acto erótico que podría parecer adecuado, pero que en realidad y en la práctica sería horrible, sobre todo porque a nadie le gustaría tener en su lecho a un muerto con gesto babeante y rictus de aparente placer, que estaría confinado a la máscara grotesca. ¡Nada de eso! Una muerte semejante sólo es posible con la pres-tancia de la juventud o de una madurez temprana al estilo del actor y director cinematográfico Max Linder, quien se suicidó en su cama al lado de su esposa después de un encuentro sexual. Para mí una muerte soñada estaría ligada a una audición musical, la escucha de unas composiciones de música predilecta a lo largo de los años. Algo de Bach, una obra coral de las muchas que escribió, o algo del Clavecín bien temperado, aunque también podría ser el segundo quinteto de Fauré o algo de Don Gio-vanni de Mozart. Esto constituiría un momento grato que me conduciría con euforia por los caminos misteriosos de la Parca. Esto supone terminar sentado

en un sillón y que, de pronto y sin más, irrumpiera un infarto al miocardio. Esa sería la muerte soñada, pero la que se convertiría en franca pesadilla es la de una enfermedad que me convirtiera en un estorbo, en un ser dependiente que se viera imposibilitado para realizar las funciones indispensables sin la ayuda de los otros. Entonces, creo, la obligación sería quitarse la vida con una sobredosis de algún medicamento; sin que esto fuera una tortura, más bien algo sere-no y exento de complicaciones como para sobrevivir ante dicha experiencia. Debo decir que el suicidio está fuera de mis preferencias, sólo acudiría a él en un momento extremo, como una caída al abismo.

Uno navega en la esperanza, siempre absurda, de que la muerte llegará con toda la dignidad posible y nos condu-cirá por sendas afelpadas. También hay quienes hablan de ese final mientras se duerme; yo preferiría que viniera la muerte cuando estoy despierto, que llegara con su rayo fulminante. Alguna vez soñé que la muerte era un despren-dimiento, veía que mi cuerpo flotaba; el espíritu, o lo que sea, se elevaba cual si se tratara de un globo de gas. La sensa-ción tuvo algo de beatífica y la percibí con esa realidad que abruma. Luego de esto nunca volví a percibir ese estado. Fue tan real la experiencia que durante años pensé que de esa forma se llevaría a cabo el paso de la vida a la muerte. Ahora, más que nunca, creo que esto fue un error craso. Por lo pronto me quedo con Bach, Mozart o Fauré. Lo demás vendrá a su debido tiempo.

Ante la inminenciaAndrés de Luna

Cada cual contenía su muerte,como el fruto su semilla.

Rilke

Se me olvidaba decirte que, a pesar de todas mis muertes, todavía te sueño. Claro, en un mensaje de tan pocas líneas donde imaginaba mi nueva muerte, es difícil dar cabida a las turbulencias que aún provoca tu imagen. Pero cuando te sueño no te pareces. En cada sueño eres alguien diferente. No sé cómo es que a la postre termino por entender que siempre se trata de ti.

Por ejemplo, el sueño donde te creí mi padre que consigna exactamente una de las maneras en que todavía me gustaría morir. Íbamos por el sendero de arena que conducía al arroyo. Las hormigas se me subían a las chinelas que él me había regalado en otra muerte cuando era niña. Me retrasaba el cosquilleo y papá regresaba su mirada paciente a mis pasos. Entonces me subía en sus hombros y mi cuerpo era una sonrisa que florecía en cada milímetro de la piel. Llegábamos por fin a la orilla. Mis chinelas eran barquitos de seda china que me hacían flotar en el agua. Papá me las quitaba para que me hundiera mejor. Abajo del agua, su rostro ya no era el que yo conocía. Ahora era un rey tritón con sus barbas cuajadas de perlas y corales. Me daba un peine de ámbar para que le desenredara cada hilo. Al hacerlo una música desconocida se des-prendía de sus barbas. Y cada acorde era una vibración que se acomodaba en mi costado haciéndome cosquillas. “Detente, papá”, le decía adolorida por tanto goce. En respuesta, papá se transformaba en

un pez de escamas azules que nadaba a mi alrededor con suaves coletazos. Me decía en una voz de ecos abisales que no sé cómo conseguía yo entender: “Súbete a mi grupa”. Al obedecerlo y sentir la piel jabonosa entre mis flancos, me daba cuenta de que no se trataba ya de mi padre. Boca sin labios, ojos membranosos e hipnóticos, cabalgadura a prueba de princesas… entonces me percataba de que en realidad eras tú.

O la vez que te confundí con la ven-dedora de flores, con mi prima Teresa que acababa de dar a luz, con el gato del vecino francés que nunca aprendió a hablar bien español aunque llevaba treinta años de vivir en México, con el joven terrateniente de una película que muere en un torbellino de éxtasis y delirio en un bosque de abedules —y que es otra de las formas en que me gustaría morir…

Pero este dilatado post scriptum no es sino el recuento de mi reincidencia. Ahora que el día comienza a hendir espadas de fuego, sé que dejaré para después este mensaje perenne dirigido, en el sentido más literal, al hombre de mis sueños —que es, por supuesto, otra manera para referirme al hombre de mi vida, que es, ¿necesito insistir?, el hombre de mi muerte—. Siempre deseé morir y que mi muerte no fuera sino un río desbocado hacia tu reencuentro. El epitafio perfecto sería ese que escri-bí alguna vez en una novela, uno que dijera de mi muerte rilkeana, única y personal: “Su cuerpo no la contiene”. Así, incontenible, voy a despertar para encontrarte. ¿Cuál será ahora tu nuevo rostro en fuga? nv

Post scriptumAna Clavel

Una parte de la vida*

RichaRd FoRd

Claro que he pensado en la muerte... Tengo 67 años y no quiero que me sorprenda. No la veo con miedo, sino como algo interesante a lo que no hay que temer.

Muchas personas están aterrorizadas ante la idea de la muerte; no se sienten capaces de aceptarla cuando llegue el momento. Pero otras la miran como una parte de la vida. Para mí es eso: una parte de la vida. No tengo hijos ni padres, pero sí una esposa con la que llevo una vida intensa. Hemos estado juntos por casi cincuenta años, la conocí cuando ella tenía 17 y yo 19. Cuando vives con una persona durante tanto tiempo, te preocupas por ella, temes que le pase algo y te quedes completamente solo si ella se va. Salvo por eso, no le temo a la muerte.

MaRtin aMis

¿Me preguntas si he pensado en la muerte? Sí, por supuesto. Tengo 62 años.Mi forma ideal de morir es mien-tras duermo. Recuerdo que una vez estaba haciendo un cocktail, uno fuerte, y mi esposa me pre-guntó “¿Qué estás haciendo?”, porque yo no bebo. Le dije que era una ocasión especial, y ella contestó: “El día de tu muerte será una ocasión especial”.¿Ha imaginado su funeral?—No me interesa, que hagan lo que quieran. Cuando estaba a punto de morir, mi padre decía: “Métanme en el ataúd más barato que encuentren, entiérrenme y no digan nada”.

*Entrevistas realizadas por Alicia

Quiñones durante el Hay Festival

Xalapa 2011

Una ocasión especial*

La muerte “Es más fácil soportar la muerte sin pensar en ella”, escribió el filósofo francés Blas Pascal. Contraviniendo esta máxima, hemos invitado a cinco escritores a que imaginen, o intenten representar, su propia muerte. Acompañamos estos textos con las opiniones de Richard Ford y Martin Amis

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Cuarenta años de PluralEn octubre de 1971 apareció el primer número de una de las revistas culturales más influyentes en la órbita hispánica de la segunda mitad del siglo pasado. Este paseo por sus poco menos de cinco años de vida bajo la dirección de Octavio Paz arroja un balance sobre el lugar que ocupa en nuestros días

José María Espinasa

Al empezar la década de los años setenta, en la cultura mexicana había un panorama más bien desolador, muy dis-tinto del que imperó diez años antes. De las publicaciones notables que había en los años

sesenta, muchas habían desaparecido y otras agonizaban. La represión del 68 fue un golpe muy duro para el país, y de manera subrayada para el arte y la literatura. Sin embargo, en ese aparente páramo, en octubre de 1971 aparecería el primer número de la revista Plural, dirigida por Octavio Paz, cuya figura intelectual y calidad literaria crecían cada vez más.

Plural, se vio desde el principio, estaba llamada a ser una de las publicaciones más importantes de la lengua española. Revisarla a cuarenta años de su aparición no deja de ser significativo. Lejos de la parafernalia del diseño al que hoy nos tiene acostumbrados la nueva tecnología, la revista, fi-nanciada por el periódico Excélsior, se nos muestra al inicio sin alardes en su producción, que incluso podríamos calificar de modesta —papel apenas mejor que el de los periódicos, formato oficio, 40 páginas sin grapa, incluido un suplemento, se permitía como único lujo el uso de dos tintas y viñetas de José Luis Cuevas—. El cabezal: un su-cinto Plural. Crítica y literatura. Y el directorio, en la página 16, además de indicar la dirección de las oficinas —Paseo de la Reforma 12, 505—, el director

del periódico, Julio Scherer, y su gerente general, Hero Rodríguez Toro, así como los antecesores en dichos cargos, sólo exhibía un escueto “Director: Octavio Paz”. Precio: 5 pesos. Periodicidad: mensual.

Su índice no tenía desperdicio, atento a lo que sucedía en el pensamiento y la creación en México (colaboraciones de Elena Poniatowska y Gastón García Cantú) y en otras partes del mundo (un texto de Henri Michaux sobre los ideogramas en China, el extenso encarte Kenko: el libro del ocio, un ensayo del antropólo-go Claude Lévi-Strauss sobre la América precolombina, uno de Harold Rosenberg sobre el arte actual en Latinoamérica, otro de Xirau sobre Lezama Lima y poemas de Roberto Juarroz).

Entre los textos llama la atención, porque marca una actitud de la revista, la transcripción de una mesa redonda, llevada a cabo en El Colegio Nacional, en la que participaron Carlos Fuentes, Juan García Ponce, Marco Antonio Montes de Oca, Gustavo Sainz y Octavio Paz, sobre las ideas que este último había expuesto en una serie de conferencias. El título: “¿Es moderna la literatura latinoamericana?” Esa modalidad —mesa redonda destinada a ser conversación pública— era más bien rara en las revistas mexicanas.

En ese primer número participan tam-bién el poeta Tomás Segovia, quien traduce el texto de Henri Michaux; el pintor Kazuya Sakai, que traduce —del japonés— Kenko: el libro del ocio y Héctor Manjarrez a Harold Rosenberg. La costumbre de incorporar suplementos —cuyo objetivo era publicar textos extensos— tenía ya antecedentes

muy afortunados: es el caso de S.nob, la revista de Salvador Elizondo a principios de los años sesenta. Pero Plural los lleva-rá a un grado sorprendente de calidad, ofreciendo una variedad fascinante de temas y autores.

El segundo número mostraba modifi-caciones formales importantes: el diseño —de Vicente Rojo y Kazuya Sakai— era mucho más llamativo, con un cabezal que haría historia, con portada en color y —muy importante— anuncios, uno de la UNAM y otro de la Lotería Nacional, de una plana, más otro en la página final, del periódico Excélsior, con una boleta de suscripción. Además, 48 páginas, ocho más que el primer número. Eran signos suficientes para suponer que la revista había sido bien recibida no sólo por el diario y su director, sino por la comunidad de escritores, por la cultura y el público en general. Pero lo más importante: junto a la figura del director se anunciaba la del secretario de redacción, Tomás Segovia, y las de los diseñadores.

Su estructura era prácticamente igual a la del primer número, con textos de es-critores mexicanos, latinoamericanos y de otras lenguas, así como ensayos sobre artes plásticas y política (extraordinario el de Daniel Cosío Villegas). Abre con un cuento de Cortázar —“Verano”— e inclu-ye colaboraciones de Guillermo Sucre y José Bianco entre los latinoamericanos. Bianco, como sabemos, fue en buena me-dida el artífice de Sur en su mejor época, una revista que Paz admiró y en la que colaboró. Llama también la atención la entrega de Félix Grande, poeta español

FOtOgraFías: rOgEliO cuéllar

De izquierda a derecha: Tomás Segovia, Gabriel Zaid, con el rostro difuminado, Kazuya Sakai, Alejandro Rossi, José de la Colina, Octavio Paz; abajo, Salvador Elizondo y Juan García Ponce

hoy injustamente poco leído. Se incluye también un ensayo de Roger Munier, poeta francés, traductor de Paz que, al terminar la primera década del siglo XXI, es un completo desconocido en Francia y en México. El suplemento ofrecía La caza del Snark de Lewis Carrol, en traducción de Ulalume González de León.

Por los mismos implicados sabemos de las dificultades que tuvo la revista —todos ellos insisten en la ejemplar actitud de Julio Scherer García al de-fenderlos y apoyarlos sin pedir nada a cambio y sin meterse en la línea edi-torial— y de la conformación de un grupo alrededor de Octavio Paz. En 2001, ya muerto el poeta, el FCE publicó un folleto testimonial de homenaje por los 30 años de Plural. En él destaca lo señalado por Juan García Ponce, To-más Segovia y Gabriel Zaid: había un clima irrepetible para que esa revista se hiciera posible. Los jóvenes que la frecuentábamos entonces la leíamos como lo que creo que era: una revista de izquierda, que defendía la libertad de pensamiento y la creación.

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Además del ambiente que privaba en ella, otra cosa esencial para el éxito de Plural fue la lenta maduración de los propósitos de Paz, uno de cuyos puntales era la independencia; otro, la necesidad de alcanzar un público más numero-so del que tenían tradicionalmente las revistas literarias.

Paz sabía que la independencia y

Ensayo

Visor

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literatura 07domingo 30 deOctubre de 2011

la pluralidad implicaban riesgos en una sociedad tan vertical, ma-nipulable y manipulada como la mexicana. Y sabía también que había que defenderlas ejerciéndolas. Plural fue necesaria para el país —por sí sola elevó la calidad de la cultura mexicana varios grados en esos primeros años setenta—. Qué sería de nuestra cultura sin los textos que tradujo, sin los autores que dio a conocer, sin las nuevas maneras de ver la literatura, sin el tejido que propuso entre distintas geografías de la lengua.

A partir de su número tres, la revista empieza a publicar la sección “Letras, letrillas, letrones”, de comentarios breves y noticias, sin firma, con cierto humor, sobre la vida cultural. En números subsecuentes incorpora a autores más jóvenes, como Gustavo Sainz, y establece una cierta articulación con el suplemento cultural del diario que la cobija, Diorama de la Cultura, dirigido por Ignacio Solares. Al ter-minar el primer año el balance es espectacular.

Otra cosa que llama la atención en los primeros números de Plural es que participan pocas mujeres —salvo Elena Poniatowska, no hay colaboradoras frecuentes— y aunque luego se incorpora-rán Ulalume González de León, Esther Seligson y Julieta Campos, su condición siempre será minoritaria. No había ocurrido la gran explosión de escritoras y artistas que hubo más tarde, pero no deja de extrañar que Josefina Vicens, Guadalupe Dueñas, Rosario Caste-llanos, Amparo Dávila, María Luisa Mendoza e Inés Arredondo no estuvieran más presentes.

Una de las tareas de una revista es, sin duda, conformar un con-texto en el que la obra de los autores pueda leerse adecuadamente. No es raro que las brillantes colaboraciones de Levi-Strauss com-plementaran la tarea de exégesis que Paz hacía por aquella época del pensador francés o que apareciera un extenso y hoy ya clásico ensayo de Roman Jakobson sobre Pessoa. En pocos casos, como en el de Octavio Paz, puede decirse que la obra editorial forme parte de la obra creativa.

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Para el segundo año la revista consolida su visión con colaborado-res como Tomás Segovia, Emir Rodríguez Monegal, Damián Bayón, el propio Paz —con la sección “Corriente alterna”— y la continua labor de traducción.

Puede decirse que revistas como Plural tienen una influencia muy visible e inmediata en la cultura de un país, pero que también tienen otra más secreta, en cierta forma subterránea, que resulta igual de importante. Por ejemplo, frente a la celebrada, abundante e interna-cionalizada figura de José Emilio Pacheco, “la fama subterránea” de un poeta minoritario como Gerardo Deniz es un factor de contrapeso y equilibrio, que en buena medida debemos a Plural. Igual pasó con la narrativa. En un momento en que todo era boom y realismo mágico, dio espacio a relatos de muy distinta intención y factura.

Otro elemento importante: el factor hispanoamericano. Plural fue una de las últimas revistas que intentó con éxito la circulación de nuevas propuestas entre los países de habla española (véase, por ejemplo, el número 24, dedicado a la literatura española). Paz había manifestado en varias ocasiones la necesidad de reconstruir la lengua como patria y reconectar a España con Latinoamérica, contacto interrumpido casi en su totalidad después de la guerra civil de 1936 y la dictadura de Franco.

En el número 20 se incluye un dossier sobre la nueva literatura mexicana, que va de José Agustín, cuyo debut literario había ocu-rrido diez años antes, hasta el muy joven José Joaquín Blanco. Vale la pena detenerse en el número. La selección es más que afortuna-da. Incluye a Carlos Montemayor, Esther Seligson, Carlos Isla, Raúl Garduño, Alejandro Aura, Ulises Carrión y Joaquín Xirau Icaza, y, salvo los dos últimos —muertos muy jóvenes—, con abundante obra pero diferente destino editorial. Los dos primeros, por ejemplo, bien publicados por el FCE. De Carlos Isla, en cambio, no hay una poesía reunida.

El número incluye a varios narradores de la Onda o cercanos a ella —Juan Tovar, Gustavo Sainz, Ignacio Solares, Roberto Páramo— y a otros de clara línea arreolana, como Hugo Hiriart o Jorge Arturo Ojeda. La mayoría de ellos fueron publicados en Mester. La imagen retrospectiva del número, más allá de los avatares posteriores de cada quien, es muy representativa de la época. Digno de elogio es que además muchos de ellos no representaban la estética impe-rante en la revista.

Importa señalar que a partir del primer número del segundo año —el 13— Tomás Segovia ya no aparece como jefe de redacción sino Kasuya Sakai, apoyado por Ignacio Solares, que funge como redactor. Segovia seguirá colaborando abundantemente como autor y traductor. Y para el 24, número del segundo aniversario, la revista cuenta ya con casi el doble de páginas respecto a su primer número (68, contando anuncios). En una entrevista aparecida en Excélsior un par de meses antes, Paz señalaba que la revista estaba abierta a los jóvenes. Sin embargo, el núcleo duro se había conformado en la práctica. Además de Segovia y Sakai, lo formaban Elizondo, José de la Colina, que también había asumido la jefatura de redacción,

García Ponce, Alejandro Rossi y Gabriel Zaid. Fueron los que lo constituyeron for-malmente cuando apareció el consejo de redacción en el número 42.

Lamentablemente, Plural no tuvo verdaderos interlocutores: éstos, más que discutir sus propuestas, buscaban ningu-nearlas —una estrategia que Paz ya había descrito—. Hubo poca polémica y muchas descalificaciones. Es sabido que tras el golpe a Excélsior en 1976, que originó la salida de Julio Scherer y buena parte de su equipo, la revista fue utilizada para descalificar a Paz. No existían publicaciones con las cuales dialogara —el Diorama de la cultura o la revista Diálogos estaban demasiado cerca— y las consecuencias del 68 (y del jueves de Corpus en 1971) hicieron que la izquierda tradicional se dogmatizara y simplificara aún más sus argumentos. Esto tuvo graves consecuencias. Sólo el suplemento La cultura en México de la revista Siempre! mantuvo una posición polémica.

Hasta entonces, en general, las revistas literarias o culturales mexicanas habían servido para difundir, entre unos pocos, la obra de quienes las hacían. El sentido era crear una comunidad, y esa fue la virtud de Contemporáneos, Taller, El hijo pródigo e incluso la Revista Mexicana de Litera-tura. Si conseguían llegar más allá de esa “inmensa minoría”, para usar la expresión de Juan Ramón Jiménez, dependía más de los tiempos que de la calidad misma. Dicho de otra manera: Contemporáneos era tan buena en 1930 como en 1980, pero en esos cincuenta años había pasado de ser una curiosidad a ser un clásico. Plural, en cambio, nació como un clásico; se dirigía no a una comunidad sino a un público, aspiraba no sólo a crear obras duraderas sino a influir en su entorno inmediato (Diálogos lo planteó un poco antes; por eso pienso que la revista de Ramón Xirau fue la primera publicación moderna del siglo XX). Este proceso es natural y hasta deseable en la evolución de una sociedad. No está, sin embargo, exento de peligros. Contemporáneos quería dar a conocer una literatura, una idea de la creación y sus resultados concretos, y nada más. Plural, en ese mismo intento, descubrió al monstruo: hacer una buena revista daba adicionalmente poder. Primero desconocía al príncipe (se ignoraban mutuamente), después se daba a conocer ante sus ojos y en una tercera etapa se ponía a su lado. No creo que esto pudiera evitarse. Los mura-listas y los novelistas de la Revolución ya lo habían hecho años antes.

El descubrimiento de ese poder fue paulatino y se concretó justamente con la desaparición de la revista que, mientras tanto, hizo todo lo posible para que ese peligro no devorara lo mejor de sí misma. Pongo un ejemplo. Frente a los textos de

historiadores, sociólogos y especialistas en política —como Cosío Villegas o Rafael Segovia— se incluían también textos de unos muy jóvenes Carlos Salinas de Gortari y Manuel Camacho Solís. Ya conocemos el destino político de ambos. Los inde-pendientes eran los viejos; los jóvenes, más que el futuro, eran el presente del PRI. Paz, no hay duda, tenía buen ojo. Evidentemente, Plural respondía al 68: lo personal (la creación) es político, lo político es personal.

La literatura más específicamente “literaria” (perdón por el pleonasmo) tuvo menos presencia pública. Muchos de los poetas que allí aparecieron nunca fueron editados en libro, o debieron es-perar para más tarde. Fue una lástima y es algo que no acabo de entender, incluso si se esgrimen las razones de una ofer- ta y demanda cultural que se autorregula, y que da por un hecho que quien quiera leer a escritores casi secretos tendrá que aprender el idioma en que escriben, pues no es rentable traducirlos y editarlos.

En ese camino vuelvo a insistir en los extraordinarios suplementos incluidos en la revista, y, a partir del número 29, por partida doble: uno de artes plásticas y otro de literatura. Estos últimos son un verdadero tesoro para el lector; lástima que nadie se haya animado a agruparlos en forma de libros. Cito algunos de mis preferidos: los de Cummings, Ramón Gó-mez de la Serna, Rene Char, Lewis Carroll, Picasso, Mallarmé. Ojalá que para celebrar los 40 años de la aparición de Plural se hiciera una edición digital de la revista, pues muchos de los actuales lectores no la conocieron y ni en las librerías de viejo más exigentes ni a la venta en la red se consiguen ejemplares.

Lo normal es que con la aparición de Plural hubiera otras revistas, ya existentes o nuevas, que elevaran la calidad promedio. Eso no ocurrió. Las razones hay que buscarlas por debajo de la superficie, en la dolorosa inercia que provocó el 68 y en la desconfianza reinante en que eso que se hacía en Plu-ral no fuera un espejismo o, peor aún, un señuelo. El gesto creador de Paz y su grupo, no sólo en lo personal sino en lo colectivo, social y civil, defendió un espacio de reflexión que, a pesar de su condición de David ante el Estado Goliat, supo imponerse incluso ante las tentaciones radicales de los jóvenes y el vacío lenguaje de izquierda de los licenciados en el poder. Ya se sabe que la cólera de los regímenes autoritarios la puede provocar más una revista con apenas algunos miles de lectores que un canal de televisión con millones de audiencia. Es lógico: al segundo le cortan la luz o lo bombardean; a la primera, no saben qué decirle, no la entienden. nv

Revistas como la de Octavio Paz tienen una influencia

muy visible e inmediataen la cultura de un país

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08 varia domingo 30 deOctubre de 2011

aceshowbiz.com

Aciertos, defectos y, al final, el gran secreto de Miss Bala.

Miss Bala —dirigida por

Gerardo Naranjo, producida por Canana— narra la historia de Laura Guerrero, una concursante de Miss Baja California, que, por accidente, se ve involucrada con el narco. Cada vez que ella parece escapar, cae más hondo.

Su gran acierto: esta película intranquiliza. Mantiene la atención de principio a fin. Es una obra de gran calidad dramática. El cine mexicano sigue creciendo.

Su defecto es que si desea el realismo urbano, su narración del narco resulta, a tramos, inverosímil. Las acciones del capo Lino ignoran la logística y jerarquía del narco real. Y es inevitable que para alguien de Tijuana —donde la historia sucede—, los números de teléfono, calles, tono, paisajes y otros detalles no correspondan a la frontera.

Como ficción, sin embargo, funciona. Es una película intensa.

¿Su secreto? Miss Bala es la historia de una chica guapa y jodida que contra su voluntad es usada por el narco. Así lo declaran director, protagonista y comentaristas.

Pero esa es sólo su pantalla. Esta película tiene un doble fondo.

Como su nombre lo dice, Laura Guerrero es El Aura del Guerrero. Su bella careta oculta.

Lino y Laura son uno. Él la parte que asume su ser, y ella la parte que lo rechaza.

Ella juega a ser cordero. A pesar de que la propia trama

muestra que ella elige, en momentos clave, participar del narco.

Y apenas elige, se hace la tonta, encarna el papel de mujer-que-no-decide, arrastrada por las circunstancias.

Ella es la cara bonita de Lino. Nótese que ella hace el trabajo sucio de él y, sin embargo, nunca la responsabilizamos. Laura es un desdoblamiento de Lino. Su doble sexy que siempre sale libre, ilesa, lista para lo que sigue.

Ella finge haber caído accidentalmente en el narco. Llora, obedece, simula ser mero objeto sin decisiones propias cuando, en realidad, sus ambiciones y falta de escrúpulos es la historia subterránea de Miss Bala.

El nombre delata: Miss Bala, es decir, Miss Munición y Miss Balido.

Lino es el narco y asesino al que todo le vale; y Laura, el lobo que bala para hacerse pasar por oveja.

Su trama inconsciente la vuelve doblemente interesante.

Si sus comentaristas la creen un retrato de México como mártir de una narcoguerra injusta, “inexplicable”, donde los buenos mexicanos —oh, pobres ovejas— son sólo las bajas, Miss Bala, sin embargo, es un perfecto retrato porque proyecta la versión popular (el descontento) y clandestinamente muestra que el balido de la oveja es la violencia pasiva —la coartada— que hace que la atención caiga sobre el diablo abiertamente rapaz.

Vean Miss Bala de nuevo. Compruébenlo: ella no es inocente. Laura / Guerrero decide, paso a paso, vivir del narco. Y luego finge ser víctima.

Laura / Guerrero es México. nv

Heriberto Yépezhyepez.blogspot.com

archivo hache casta diva

miss bala desenmascarada

martha Pacheco, delirio y cadáver

La turbación que despierta la obra de Pacheco es una forma de admiración. Este corpus se bifurca entre

la soledad de la demencia y la soledad del cuerpo despojado de vida y nos enfrenta a la belleza de los extremos de la condición humana. A los cadáveres y a los dementes les negamos la mirada, volteamos a otro lado, cerramos los ojos. Pacheco no es así, ella los abre, se detiene en una contemplación piadosa, estética, analiza la mirada del alienado, la rigidez del asesinado, la sangre seca, el pelo sucio. No tiene pudor, carece del prejuicio religioso y cobarde de la mayoría. Me dice: “De qué se asustan si para allá vamos todos”. Con el arte vacío que tenemos hoy cómo no van a asustarse con la obra de Pacheco, con la belleza de sus pinturas en las que estudia las heridas de la tortura, aplica decenas de capas de color hasta conseguir las tonalidades moradas y negras de los golpes que mataron a un hombre de unos treinta años, sin nombre, que no tiene familia, que yace en el limbo de una morgue. Estas pinturas no hablan de la muerte —que es un instante, un black out—; hablan de la descomposición del cuerpo inerte, martirizado.

En un escorzo en el que el forense ha serruchado la cabeza de un hombre y sacado el cerebro, las texturas son nítidas, la policromía del plástico azul de los guantes, los órganos expuestos, el metal de la plancha, la piel sin

Avelina Lésper [email protected]

calor. “Los cadáveres son amarillos” revela Pacheco. Inició esta pintura, cayó en crisis psicótica, se internó en un sanatorio y la retomó a su salida. La imagen es un viaje por su dolor y el abandono del cuerpo de un ser humano. Llegó a la solución de la composición en un momento de lucidez: el rostro del hombre está cubierto por su propio cuero cabelludo, la mano enguantada del forense entra con un cuchillo y hace un corte. El cuerpo estático es un objeto que se manipula para penetrar en sus misterios.

En los dibujos al carbón los pordioseros dementes están acompañados de un perro callejero; primero nos abandona la razón que un perro. Pacheco dibuja con detalle a este lazarillo que recorre la penumbra de la locura: cada pelo, la musculatura relajada, la presencia coherente, leal. Un colgado, los pies suspendidos y abajo, paciente, una hembra con las tetas flácidas cuida el cuerpo. Ella no lo dejará, ella sabe que la calle es cruel para los locos y los perros. En el piso duermen el pordiosero y el perro. Descansan, el papel está cubierto con un fondo negro carbón. El perro en primer plano, el hombre se fuga en perspectiva, las dos cabezas juntas, y la paz del sueño.

Pacheco se autorretrata en un dibujo que contiene su drama y su búsqueda. Desnuda, está a punto de lanzarse por una ventana. Un testigo desquiciado grita algo, ella mira al vacío, el cabello le cuelga, la vida la lanza, y el arte la detiene. La existencia luminosa, placentera, plena de Pacheco está en

De la serie “Exiliados”

la creación. Perturba ver virtuosismo y perfección en imágenes atroces. Esta inmersión es exhaustiva y sobrecogedora, hay una sabiduría enorme en el cuidado de la representación, en la fuerza de la composición, una humildad que la obra exuda y que nos llena de preguntas. Tenemos idealizada y sobrevalorada a la existencia, negamos la fatalidad de que eso que les pasó a otros nos puede pasar a nosotros porque estamos hechos de la misma materia; somos carne, tejidos, órganos que se pudren sin vida; somos inteligencia susceptible de degradarse hasta extinguirse y habitar en la no vida de la demencia. Lo que Pacheco delata en estos dos episodios de su obra es el dolor incontenible, el del cuerpo destrozado, el final violento, y el de la espantosa habitación de la locura. Pacheco desmitifica nuestra presencia, nuestro sentido, es la cruda y apabullante verdad de una parte de nuestro ser.

Yo acusoA la exposición antológica de Martha Pacheco le negaron todos los museos de la UNAM y de Bellas Artes; sus directivos lo hicieron personalmente. Si ellos y sus curadores son tan cobardes, mojigatos e ignorantes para negarse a exponer esta obra en los museos, por favor lárguense de ahí. Ya basta de su dictadura y su arbitrariedad. Los museos no son suyos. Que no hagan un uso corrupto e irresponsable de las instituciones. nv

Escena de Miss Bala

martha Pacheco

Martha Pacheco, exposición antológica

Museo de Arte de Zapopan,

JaliscoHasta diciembre

de 2011

De la serie “Los muertos” Autorretrato

Visor