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Tomás Moro

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Colección Clásicos del Pensamiento UniversalCarrascalejo de la Jara

© Primera edición, abril de 2015, El Cid Editor

16699 Collins Ave , #1002Miami - Florida - 33160U.S.A.PH : 1-305-466-0155

ISBN  versión digital 978-1-4492-1859-1

ISBN  versión impresa 978-1-4135-1668-5 

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CARTA DE TOMÁS MORO APEDRO EGIDIO

Carísimo Pedro Egidio, estoy casi avergon-zado de remitirte después de más de un año estelibrito sobre la república de Utopía, cuando sin lamenor duda tú lo estabas esperando en el plazo

de un mes y medio, pues me sabías libre de todotrabajo de invención y de estudio, fuere la quefuese su disposición, puesto que no tenía ningúntrabajo más que narrar lo que estando contigo leoí a Rafael. Tampoco había por qué esforzarseen expresarlo con elocuencia, toda vez que suspalabras no podían ser más acertadas, ya que

eran espontáneas, sin pensarlas, además de queprocedían de un hombre que, como tú sabes, eramás versado en el griego que en el latín. Mi na-rración, cuanto más se aproxime a su descuidadasencillez, más se acercará a la verdad, lo cual de-be constituir, y constituye, mi única preocupa-ción. 

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Convengo, amigo Pedro, en que, aligerado demucho trabajo por esas razones casi no quedaba

ya nada para mí. La invención y la disposición delasunto podían haber atraído el tiempo y la dedi-cación de un ingenio inteligente e ilustre, pero sise exigiera que la materia debía expresarse conelocuencia, y no sólo con veracidad, no hubierapodido prestarle tiempo ni cuidado alguno. Peroahora, libre de esos trabajos, que me habrían

costado tantos sudores, quedaba tan poco que nohabía dificultad alguna en exponer con sobriedadlo que oí. Pero igualmente, al querer resolver tanpequeño asunto, mis demás ocupaciones no medejaban tiempo libre, pues mientras repetidamen-te defiendo causas forenses, o las oigo, o inter- vengo como árbitro, o las resuelvo como juez;

mientras recibo a éste debido a mi cargo, a aquélpor los negocios; mientras casi todo el tiempoestoy fuera de casa, el que me queda lo dedico alos míos, con lo que no me quedan horas paramí, es decir para las letras. Al volver a mi casatengo que hablar con mi esposa, atender a loshijos, instruir a los criados, porque creo que todoesto forma parte de mis ocupaciones, puesto quelo considero necesario y, además, estoy obligadoa ello (si no quieres ser extraño en tu propio ho-gar), para hacerte tan agradable como sea posiblea aquellos que la naturaleza, el azar o la propiaelección han hecho compañeros tuyos, sin que

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los corrompas con demasiada familiaridad y conblanduras conviertas en amos a los criados. 

En lo que acabo de contarte se escurren losdías, los meses y los años. ¿Cuándo podré escri-bir? Pues no hablé ni del sueño, ni de las comi-das, las cuales consumen tanto tiempo como elmismo sueño y ocupan la mitad de la vida. Res-pecto a mí, únicamente dispongo del tiempo que

les hurto al sueño y a la mesa, y ese tiempo, aun-que poco, me ha permitido escribir Utopía ymandártela a ti, Pedro, para que la leas, y paraque, si algo se me ha pasado por alto, tengas labondad de decírmelo. Porque aunque en esto notemo haberme equivocado, mucho me agradaríaposeer tanta ciencia y agudeza como memoria, y

no confío tanto en mí que creo que me puedasuceder. 

Como sea que mi paje Juan Clemente estaba,como tú sabes, con nosotros, y me resulta dolo-roso que no asista a toda conversación de la quepueda sacar alguna enseñanza, porque de estaplanta que empieza a verdear en las letras griegas

y latinas espero algún día óptima cosecha, perome ha ocasionado graves dudas. Mientras yo,según creo recordar, pienso que Hytlodeo nosnarró que el puente de Amaurota que atraviesa elrío Anhidro contaba quinientos pasos de largo,mi Juan opina que debo restarle doscientos,puesto que allí la anchura del río no es de más de

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trescientos. Te suplico, entonces, que ejercites lamemoria, puesto que si eres de su misma opinión

pensaré como vosotros que me he equivocado.Pero si no te acuerdas, contaré las cosas tal comome vienen a la memoria, pues pondré el mayorcuidado para que no haya errores en mi libro, deforma que si algo tuviese de quedar confuso, melimitaré a repetir un embuste, mas no inventarlo,pues antes que ingenioso prefiero ser honrado. 

Sin embargo, sería fácil remediar esa deficien-cia, en el caso de que pudieras tener noticias aho-ra de boca del propio Rafael, si se halla todavíacon vosotros, o bien por carta; lo que es necesa-rio que hagas también respecto a otro escrúpuloque tengo, no sé si por culpa tuya, mía o de Ra-

fael, pues no recuerdo, ni sé si él lo dijo, en quéparte de aquel Nuevo Mundo se halla situadaUtopía. Y para que no se nos hubiera pasado poralto, daría mi modesta fortuna, tanto por lo queme avergüenza no saber en qué mar se halla unaisla sobre la cual he expuesto tantas cosas, comoporque hay entre nosotros varias personas, y

sobre todo una, preclaro varón y teólogo de pro-fesión, que tiene un gran deseo de ir a Utopía, yno por vano y curioso afán de novedades, sinopara que nuestra religión, allí dichosamente esta-blecida, crezca y aumente. Y para mejor cumpliry llevar a cabo este buen propósito, se ha pro-puesto del Pontífice que le envíe allí como obis-

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po de Utopía, y no tiene dudas de que le seráconcedido el obispado, pues considera su peti-

ción como santo y no le mueven ansias de gloriani de riqueza, sino un celo piadoso. 

 Te suplico, pues, amigo Pedro, si puedes per-sonalmente, o si está ausente, por carta, que ha-bles con Hytlodeo, para que no aparezca en milibro ninguna falsedad ni falte nada de lo verda-

dero. Y todavía quisiera que se lo enseñases,porque si me dejé algo por explicar o erré enalgún dato, nadie como él podrá corregirlo, y nopodrá hacerlo si no tiene a mano el libro. Ade-más, tratar de saber si le complace o le disgustaque yo haya escrito esta obra, pues si él desea dara luz sus propios trabajos, quizá no quisiera, ni

yo tampoco, que al divulgar mi Estado de Uto-pía, privara a su historia de gracia y de novedad. 

Sin embargo, no estoy todavía decidido a editarel libro, pues son tan diferentes los paladares delos mortales, tan torpes las inteligencias de algu-nos, tan ingratos los ánimos, tan absurdos losjuicios, que les son más simpáticos los que se

conceden una vida alegre y suelta que los que semolestan con preocupaciones y con el estudio dealgo que pueda servir de provecho y placer paralos ingratos y los maledicentes. La mayor parteno conoce las letras, y muchos las rechazan. Elbárbaro repele lo que no es perfectamente bárba-ro. Doctorcillos hay que rechazan por vulgar

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todo lo que no esté plagado de palabras arcaicas. Algunos solamente se recrean en las cosas anti-

guas, y gran parte en las suyas propias. Éste estan poco simpático que no admite bromas; aquéles tan soso que no sufre las sátiras; los hay tantontos que huyen de todas las gracias como elperro rabioso escapa del agua; otros son tan alo-cados que dicen una cosa de pie y otra sentados;éstos se sientan en las tabernas y satirizan entre

jarro y jarro el ingenio de los escritores y conde-nan con gran autoridad según les place, y mien-tras toman el pelo a los demás, quedan ellos co-mo se suele decir exw belsz (fuera de tiro), sanosy salvos, porque no poseen ningún pelo de hom-bre honrado por donde se les pueda coger. Hayotros tan ingratos que, aunque se hayan compla-

cido con la obra, no quieren más al autor; sonparecidos a los desagradecidos invitados quedespués de un suculento banquete se van de lacasa sin darle las gracias al anfitrión. Gasta, pues,tus afanes en hombres de tan delicado paladar,tan variados gustos y de tan agradecido ánimo. 

Pero aun así, amigo Pedro, procede conHytlodeo como te he indicado y consúltale denuevo. Si su voluntad es que se publique el resto(a pesar de que estoy cansado de tanto escribir;demasiado tarde he reparado en ello), seguiré elconsejo de los amigos y especialmente el tuyo.Salud, mi muy querido Pedro Egidio, y a tu gentil

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esposa, y quiéreme como siempre, pues yo te es-timo todavía más que antes. 

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LIBRO PRIMERO

No estando de acuerdo sobre ciertos asuntosmuy importantes, el invicto rey de InglaterraEnrique, octavo de su nombre, ilustre príncipedotado de todas las virtudes, con el excelentepríncipe de Castilla, Carlos, me mandó en emba-

jada a Flandes, para hablar de la polémica y con-ciliarla, en compañía del famoso Cuthbert Tuns-tall, a quien el rey hacía poco le había nombradoGuardián de los Rollos, con la aprobación detodos. No debo trazar aquí su alabanza, y no pormiedo de que mi amistad hacia él haga dudar dela veracidad de mi testimonio, sino porque su

 valor y su sabiduría son demasiado grandes paraque yo me atreva a ensalzarlas, y sus méritos sontan famosos y relevantes que si lo hiciese parece-ría que yo quisiera, como afirma el refrán, «mos-trar el sol con una linterna». 

Nos hallamos en Brujas, tal como habíamos

acordado en aquella ocasión, con los represen- 

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tantes del príncipe, todos ellos hombres magnífi-cos. El jefe y cabeza de la delegación era el go-

bernador de Brujas, persona excelente, y Jorge Temsicio, preboste de Cassel, era como el cora-zón y la boca del grupo; su facilidad de palabra sedebía no sólo al arte, sino también a la naturale-za. También era muy experto en leyes y se ocu-paba de los negocios con gran habilidad y pericia. 

Nos entrevistamos una o dos veces, y comono quedamos totalmente conformes, ellos sedespidieron de nosotros al cabo de pocos días yse fueron a Bruselas, para obtener órdenes de supríncipe. Aprovechando la ocasión, yo me fui a Amberes. 

En el tiempo que permanecí allí recibí varias

 visitas, pero ninguna más agradable que las queme hizo Pedro Egidio, ciudadano de Amberes,hombre honradísimo, muy estimado entre lossuyos y merecedor de mayor reputación. Pues nosé si considerar a este personaje más inteligenteque honrado, porque es muy virtuoso y sabio yda pruebas de una tan gran delicadeza con todos

y es de una amabilidad, de una fidelidad, de unafecto tan sincero hacia sus amigos, que creo quecasi sería imposible encontrar a otras personascon quienes comparar sus dotes de perfecto ami-go. Es modesto, nadie como él desprecia tanto lafalsedad, y en nadie es tan prudente la humildad. Además, su conversación es tan amena e inge-

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niosa, y sobre todo tan exenta de malicia, quehizo que su agradable trato y su charla suavizaran

la tristeza que me invadía al encontrarme lejos demi patria, de mi casa y de mis hijos, y sosegaran,en parte, el ardiente anhelo de volver a hallarlosque tenía, después de llevar cuatro meses separa-do de ellos. 

 Al salir un día de la iglesia de la Virgen María,

célebre tanto por su arquitectura como por suconcurrencia, adonde había asistido a los divinosoficios, y cuando estaba dispuesto a volver denuevo a mi alojamiento, vi por casualidad a miamigo Pedro Egidio, que hablaba muy animada-mente con un desconocido, de edad madura,rostro quemado por el sol, larga barba y con una

capa que le caía descuidadamente del hombro;por su semblante y su indumentaria pensé queera marino. 

 Al verme, Pedro se me acercó y me saludó.Cuando yo le iba a contestar, se me llevó aparte yme dijo, señalándome al hombre con quien esta-ba hablando: 

 —¿Veis ese hombre? Pues tenía la intenciónde mandarlo a vuestro alojamiento. 

 —Habría sido muy bien atendido en consi-deración a vos —le contesté. 

 —Si le conocierais lo haríais por sus propios

méritos, pues no hay entre los vivientes quien os19

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pueda informar mejor que él, lo mismo sobretierras que sobre hombres desconocidos, por

cuyos problemas sé que tenéis gran curiosidad.  —No me he equivocado mucho —le contes-

té—, porque al verlo he pensado que era marino. 

 —Pues os equivocasteis, y mucho —me res-pondió—. Verdaderamente ha navegado mucho,pero no como Palinuro, sino como Ulises, y co-

mo Platón. Llamado Rafael y de apellidoHytlodeo, sabe la lengua latina y es doctísimo enla griega. Cultivó más el griego que el latín, yaque se dedicó al estudio de la filosofía, en la cuallos latinos no han producido nada digno de seralabado, a excepción de algunos escritos de Sé-neca y de Cicerón. 

»Dejó a sus hermanos las posesiones que te-nía en su país, pues es de Portugal, y, deseandoconocer mundo, se unió a Américo Vespucio, yfue su acompañante en tres de los cuatro últimos viajes, cuya relación se lee ya por todas partes.Pero en su último viaje no regresó con él. Su

intención era obtener de Américo, y lo consiguiódespués de mucho esfuerzo, formar parte de los veinticuatro hombres que en las postrimerías delúltimo viaje se quedaron en un castillo. Allí per-maneció, pues, para serenar su ánimo, más aten-to a las aventuras que a la muerte. Sus labiossiempre expresan estas máximas: “El Cielo cubri-

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rá a quien carezca de sepultura” y “Todos loscaminos conducen hacia los dioses”. Esta forma

de opinar le hubiera podido costar la vida, si unbondadoso dios no le hubiera protegido conti-nuamente. Una vez se fue Américo, Hytlodeorecorrió muchas regiones, con cinco de los com-pañeros del castillo. Con una suerte prodigiosadesembarcó en Trapobana, y de allí se dirigióhacia Calicut, donde casualmente encontró naves

portuguesas, las cuales lo llevaron a su patria. Una vez Pedro me hubo relatado todo esto,

después de agradecerle la atención que habíatenido conmigo al proporcionarme un coloquioque suponía me satisfacería y del que había degozar por tantos conceptos, me dirigí a Rafael.

Nos saludamos mutuamente y manifestamosaquellas cosas corrientes que se acostumbran adecir al ser presentados. Seguidamente nos diri-gimos a mi alojamiento, y allí, en el jardín, nossentamos en un banco cubierto de césped y co-menzamos a hablar. 

Rafael nos relató cómo, una vez se fue Vespu-

cio, él y los compañeros que quedaron en el cas-tillo consiguieron paulatinamente, con agradablesy delicadas palabras, ganarse la amistad de loshabitantes y convivir con ellos no sólo sin aver-sión, sino con familiaridad, y hasta llegar a sermuy estimado y considerado por cierto príncipecuyo nombre y nación no recuerdo, el cual era

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tan generoso que les proporcionó a él y a suscinco compañeros todos los medios de transpor-

te y lo preciso para proseguir el viaje, que poragua realizaban en balsas y por tierra en carros. También les cedió un guía muy fiel, quien losdirigió a otros príncipes para los cuales llevabancordiales recomendaciones. De esta forma, des-pués de viajar muchos días, encontraron suntuo-sas ciudades y poderosas y bien regidas repúbli-

cas. Bajo el Ecuador, y a los dos lados del mismo,

en casi todo el espacio que comprende la órbitadel Sol, se encuentran extensas tierras quemadaspor un constante calor. Allí todo parece triste,desolado y sobre todo muy desagradable; están

habitadas por animales feroces, serpientes y al-gunos hombres no menos fieros y salvajes quelos mismos animales. Pero, al apartarse del ecua-dor, poco a poco todo se va suavizando. El climaes menos riguroso, el suelo está cubierto de unacapa de verdor, los animales son menos feroces. Y se encuentran de nuevo pueblos y ciudades,

donde es constante el comercio tanto por marcomo por tierra, no sólo con las comarcas cerca-nas, sino con regiones lejanas. 

 Allí pudo visitar muchas tierras de ambos la-dos de la línea, pues todas las naves dispuestas ahacerse a la vela admitían a Hytlodeo y a suscompañeros. Las naves que vieron en las prime-

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ras tierras que recorrieron tenían la carena plana,la vela era de papiros cosidos o de mimbres, y

algunas de cuero. Después encontraron otras conla quilla terminada en filo y con velas de cáñamo,y aun otras iguales a las nuestras. Los marineroseran muy expertos y conocían perfectamentetodo lo referente al mar y al cielo. 

Rafael dijo que se hizo muy amigo de ellos al

enseñarles el uso de la aguja magnética, que igno-raban hasta entonces, por lo que le tenían ungran miedo al mar, en el que sólo osaban navegardurante el verano. Pero ahora tienen tanta segu-ridad con el imán, que no temen ya el invierno yse aventuran más de lo conveniente, y es proba-ble que lo que les pareció un bien, se convierta,

debido a su imprudencia, en el origen de grandesperjuicios. 

Sería demasiado extenso contar todas las cosasque Rafael nos narró acerca de lo que observó encada uno de los países que recorrió y tampoco esésta la finalidad de la presente obra. Tal vez enotro libro lo relataremos con todo detalle y ex-

pondremos lo que es necesario saber, como sonlas leyes y las ordenanzas rectamente dictadas yobservadas por aquellos pueblos para vivir deforma más perfecta. Efectivamente, le pregunta-mos ávidamente sobre tales cosas, y él, con todaamabilidad, satisfizo nuestra curiosidad. No pen-samos en ningún instante en los monstruos, los

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cuales ya son muy sabidos. Pues las rapaces Esci-las y Celenos, los lestrigones antropófagos, y los

otros grandiosos portentos de igual especie, sehallan casi en todas partes, y, en cambio, ciuda-danos inteligentemente regidos es muy difícilhallarlos. 

 Aunque Rafael observó en aquellas tierras úl-timamente descubiertas muchas instituciones

poco razonables, encontró otras muchas de lasque puede tomarse ejemplo para enmendar losabusos que se realizan en nuestras ciudades, na-ciones, pueblos y reinos, de cuyas instituciones,como ya he anunciado, hablaré en otro momen-to. Ahora quiero exponer solamente lo que nosnarró acerca de las costumbres e instituciones de

los utópicos, después de contar por qué caminollegamos a informarnos de aquel país. 

Rafael reparaba con gran agudeza los erroresque había podido observar aquí y allí; estudiabalo mejor que entre nosotros y entre ellos habíaobservado, y demostraba poseer un conocimien-to tan profundo de las leyes y las costumbres de

cada uno de los distintos países, que parecía quehubiera permanecido toda la vida en cada uno deellos. Admirado Pedro ante semejante hombre,dijo: 

 —Realmente, amigo Rafael, no comprendocómo no habéis entrado al servicio de algún rey,

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pues estoy convencido de que no hay ninguno alque no le fuerais de su agrado, porque sois idó-

neo para serle grato con vuestra experiencia yconocimiento de los hombres y de los países,para prestarle ayuda con vuestras advertencias einstruirlo con muchos ejemplos. Y con ello con-seguiríais una vida prestigiosa y a la vez podríaisproporcionar a los vuestros más bienestar. 

 —Referente a los míos —contestó—, no es-toy muy ocupado, ya que creo que no me portémal con ellos, pues los bienes a los que los demáshombres no renuncian hasta llegar a la vejez oestando enfermos, y aun así solamente lo hacencuando ya no pueden aprovecharse de ellos, yo,siendo aún joven y estando sano, los repartí entre

mis familiares y mis amigos, y creo que estaráncontentos de mi generosidad y no confiarán nipretenderán que después me entregue en su ob-sequio en esclavitud a un rey. 

 —Hermosas palabras son éstas —repusoPedro—. Pero mi intención no es que sirváis aun rey, sino que le proporcionéis una vida pláci-

da. 

 —Apenas existe diferencia —contestó Rafael. 

 —Opino —prosiguió Pedro— que cualquierdenominación que deis a este oficio, es la másapropiada para ocupar vuestro tiempo de formaque realicéis algo provechoso para los hombres y

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para la sociedad, a la vez que mejoréis vuestrasituación. 

 —¿Más satisfecho yo —replicó Rafael— va-liéndome de un medio contrario a mi manera deser? Ahora hago lo que quiero, de forma queestoy segurísimo de que muy pocos purpuradosconsiguen semejante libertad. Pues ya es bastantea estas horas el número de los aspirantes a la

simpatía y afecto de los opulentos. Creo, pues,que no será muy lastimoso que entre ellos noestemos ni yo, ni algún otro de genio similar almío. 

Entonces yo dije: 

 —Amigo Rafael, por lo que habéis manifesta-

do, no deseáis ni bienes ni poder, y yo no consi-dero ni aprecio menos a un hombre como vosque a los que disponen de las máximas facultadesde la Tierra. Pero opino que procederíais con-forme con vuestra manera de ser espléndida, ytambién sería resolución digna de un filósofoque, sacrificando vuestra comodidad personal,

dedicaseis vuestro ingenio y vuestra actividad alos negocios públicos, cosa que podríais realizarcon gran provecho, entrando a formar parte delconsejo de algún príncipe, donde creo que vues-tros razonamientos serían siempre justos y hon-rados. Pues ya sabéis que el poderío de un prín-cipe es semejante a una fuente, de donde manan

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constantemente sobre el pueblo todos los bene-ficios y todos los perjuicios. Verdaderamente vos

poseéis una ciencia tan perfecta, aunque carezcade experiencia, y una experiencia sin ciencia tangrande, que podríais ser un magnífico consejerode cualquier rey. 

 —Os habéis confundido dos veces, amigoMoro —me contestó—, por lo que atañe a mí y

a este asunto. Carezco de las virtudes que meotorgáis, y en el caso de poseerlas y de desistir demi bienestar, no servirían para asuntos de Esta-do. Primeramente, porque los príncipes se incli-nan más por los asuntos militares, de los cualesno sé nada ni deseo saber, que a las artes bienhe-choras de la paz, y se preocupan más de conquis-

tar, por buenas o malas artes, nuevos reinos quede regir adecuadamente los que ya poseen. Ade-más, los consejeros de los monarcas, o poseentanto saber que no es necesario que sigan lasopiniones ajenas, o piensan poseer tanto saberque no las admiten, excepto las tonterías quemencionan los privados del monarca, a las cuales

dan su consentimiento, alabándoles y creyendoobtener su afecto. Y es que la naturaleza propor-cionó a todos los hombres el aprecio de sus pro-pias obras. De forma que su polluelo sonríe alcuervo y a la mona le agrada su pequeñuelo. 

»En similar compañía, donde unos rechazanlas opiniones ajenas y los demás sólo conceden

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mérito a las suyas, si alguien presenta comoejemplo lo que leyó, que se verificó en tiempos

pasados o lo que observó en tierras lejanas, losque le escuchan actúan como si hubieran de per-der su fama de sabios, e incluso como si hubie-ran de ser considerados por necios, a menos dehallar algún fallo en la opinión ajena. Si les fraca-san todos sus recursos, entonces suelen exclamarcomo última defensa: “A nuestros padres — 

dicen— les agradaba obrar de esta forma. ¿Osaremos nosotros conseguir sus mismos co-nocimientos?” Y manifestando esto, que creenun razonamiento de peso, vuelven a tomar asien-to. Como si fuera un grave error que en algunacuestión un hombre poseyera mayores conoci-

mientos que sus antecesores. Lo que ellos legisla-ron con acierto, creemos que es convenienteseguirlo, pero si en torno a algún problema sehallara mejor solución, la preferimos con todonuestro ánimo. Innumerables ocasiones me heencontrado con parecidos juicios soberbios, sinsentido y absurdos en diversos países, e incluso

una vez en la propia Inglaterra.  —¿Nos visitasteis, pues, anteriormente? —le pre-gunté. 

 —Desde luego —me contestó—, y durante varios meses; algún tiempo después de aquellasublevación en que los ingleses del oeste hicieron

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estallar una guerra civil contra el monarca, guerraque acabó con el ajusticiamiento de los revolto-

sos. En aquella época debí favores al reverendí-simo padre John Morton, cardenal arzobispo deCanterbury y en aquellos días lord canciller deInglaterra, hombre, maese Pedro (porque Moroconoce bien lo que voy a deciros), no menosrespetado por su autoridad que por su virtud y suentendimiento. 

»Era de estatura media y, aunque cargado deaños, todavía se le veía erguido. Su semblanteinspiraba más respeto que temor. De trato agra-dable, se mantenía serio y grave. Tendía a probara los solicitantes con vocablos un poco ásperos,pero sin juicios ofensivos; de esta forma deducía

su discreción y su carácter; los que testificabansin descaro, con cualidades similares a las suyas,le complacían y les ayudaba, considerándolosadecuados para ocupar los cargos públicos. Susdiscursos eran brillantes y persuasivos, y su saberjurídico profundo, y su impar ingenio estaba do-tado de una memoria prodigiosa. La práctica y el

estudio condujeron a la perfección sus innatascualidades. 

»Durante mi estancia allí, el monarca parecíaque seguía sus consejos con gran atención, sien-do considerado como uno de los mejores pilaresdel Estado. Efectivamente, muy joven fue lleva-do a la corte; recién salido del colegio y durante

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toda su vida estuvo mezclado en los negociosmás importantes; castigado por la veleidosa suer-

te, había alcanzado con tan importantes peligrosaquella experiencia de las cosas que cuando seposee cuesta mucho perder. 

»El azar quiso que un día, todavía sentado a lamesa, estuviese presente cierto seglar que cono-cía perfectamente las leyes de vuestro país. Y no

recuerdo en qué circunstancia empezó a ensalzarcon gran placer los rigores de la justicia que se lesaplicaba a los ladrones. Aseguró que había vistoalguna vez colgar hasta veinte en una misma hor-ca, y, además, decía que estaba muy admiradoporque siendo tan pocos los que se podían librardel suplicio, no comprendía cuál sería la causa

que impulsaba a tan considerable número deindividuos a infringir las leyes. Entonces yo, quepodía hablar libremente ante el cardenal, le con-testé: 

»—No me sorprende. La pena de muertecomo castigo del hurto no solamente es exagera-da sino opuesta al provecho público. Es excesi-

 vamente dura para castigar el hurto, y no es efi-caz para evitarlo. El simple hurto no es una faltatan grave que deba ser castigada con la muerte, yningún castigo será suficientemente duro paraevitar que roben los que no poseen otro recursopara vivir. En esto opináis, y gran parte del mun-do os imita en ello, como los ineptos maestros

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que prefieren pegar a sus alumnos en vez de en-señarles. Los ladrones están condenados a una

terrible y despiadada pena; sería más humanoproporcionar a cada uno los medios necesariospara vivir, sin que nadie, llevado de la necesidad,primero tuviese que robar para que después se leajusticiase. 

»—Se ha previsto eso —me contestó—.

Existen las artes mecánicas, la agricultura, y sicareciesen de esta inclinación innata al mal, lesproporcionaría todo lo preciso para subsistir. 

»—No os libraréis con esto —repliqué yo—.No hablemos de los soldados que regresan muti-lados a sus casas a causa de una guerra en el ex-tranjero, o civil, como los que recientemente han

perdido un miembro al servicio del rey o de lapatria, en la guerra de Cornualles, y no muchoantes en la de Francia. Las dolencias que sufrenles imposibilitan para realizar de nuevo el antiguooficio y la edad para aprender uno nuevo. Vuelvoa repetir que ahora no hablaremos de ellos, yaque las guerras sólo acontecen irregularmente.

Observemos, por el contrario, lo que acontecetodos los días. Son tantos los nobles que no seconforman viviendo cómodamente, beneficián-dose del trabajo de los demás, sino que empo-brecen a sus colonos para aumentar la renta desus tierras, porque desconocen otra administra-ción y, además, son derrochadores hasta el ex-

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tremo de arriesgarse a quedar reducidos a la mi-seria. Están rodeados de gran número de ociosos

que carecen de oficio para ganarse la vida. Aéstos, al fallecer su dueño o cuando enferman, seles echa de la casa, porque les satisface más man-tener vagos que enfermos. También ocurre algu-nas veces que el heredero del fallecido no se vecon ánimo de mantener la servidumbre que te-mía su padre. Estas personas tienen que robar

forzosamente, porque si no lo hicieran, ¿quéharían? Mientras estuvieron animosos y sanosgastaban su salud y los vestidos. Pero cuandocaen enfermos y la ropa se les ha convertido enharapos, los nobles no quieren proporcionarlestrabajo y los rústicos no se atreven, pues sabenque quien vivió en la abundancia y en la ociosi-

dad, y que sólo está habituado a ceñir la espada ya llevar el broquel, a observar altaneramente a sualrededor y a menospreciar a todos, nunca serácapaz de manejar la azada y no pondrá interés enel trabajo, no obteniendo más recompensa queun sueldo y una comida escasos. 

»A esto contestó mi interlocutor: »—Estos hombres deben ser especialmente

favorecidos. Pues en ellos, más valerosos y exce-lentes que los campesinos y los artesanos, radicaprecisamente la energía y el poder del ejército siestalla una guerra. 

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»—Evidentemente —le contesté—. Podríaisdecir con igual fundamento que con miras a la

guerra habría que favorecer a los ladrones, puesmientras existan ésos de quienes habláis, tenedpor seguro que habrá muchos ladrones, y es queni estos son malos combatientes ni los soldadoslos más tímidos ladrones, porque hay un vínculoentre las dos profesiones. Aunque esta falta estémuy difundida en vuestra patria, no es propio de

ella, sino que es frecuente en la mayor parte delas naciones. Francia todavía sufre una desgraciapeor: todo el país está lleno de soldados y comobloqueado por ellos, incluso en tiempo de paz, sipodemos denominar paz al semejante estado, loscuales se justifican con el mismo pretexto que osaconseja soportar a unos servidores perezosos.

Los sabelotodo opinan que la tranquilidad delpaís sólo puede asegurarse con la presencia deuna tropa potente, permaneciendo constante-mente en pie de guerra y constituida por grannúmero de veteranos, ya que no tienen confianzaen los novatos, y hasta parece que buscan pretex-tos para que haya la guerra, y de este modo evitarque los soldados se vuelvan ineptos y olvidencomo es el arte de matar, pues, según una irónicafrase de Salustio, las manos y el ánimo se puedenentorpecer en la inactividad. Lo peligroso queresulta sostener semejante clase de individuos,Francia lo experimenta en sus adversidades, y los

romanos, los cartagineses, los sirios y los innu-  33

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merables ejemplos de muchas naciones lo con-firman. 

»”Porque no solamente el imperio, sino loscampos y las mismas ciudades han sido devasta-dos y arruinados por los ejércitos permanentesmuchas veces. Se puede comprender perfecta-mente lo innecesarios que son estos ejércitospermanentes al comprobar que los franceses,

adiestrados e instruidos desde muy jóvenes en elmanejo de las armas, al combatir con los ingleses,no pueden alabarse de haberlos vencido reitera-damente, y no insistiré en ello para que los pre-sentes no crean que soy un adulador. Ni losobreros de vuestras ciudades, ni los toscos y ás-peros hombres del campo deben tener miedo de

aquellos ociosos criados de los nobles, a excep-ción de que su flaqueza física los haga impoten-tes o que la pobreza haya destruido todas susfuerzas morales. De modo que no deben temernada mientras éstos posean el cuerpo sano yfuerte —porque los nobles, para corromperla,solamente buscan gente escogida—, aunque en

lugar de aprender un oficio provechoso en la vida y de practicar trabajos propios del hombre,pasan el tiempo ociosamente, se debilitan enocupaciones femeninas y se vuelven cobardes.Evidentemente, de cualquier forma que se exa-minen las cosas, no creo que pueda aprovechar ala sociedad el sostener una gran cantidad de indi-

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 viduos de esta clase, que destruye la paz, sola-mente por la posibilidad de una guerra que no

tendréis si no la deseáis. La paz exige que le con-cedamos tanta atención como a la guerra. 

»”Pero todo esto no es únicamente el motivopor el cual existen tantos ladrones. Hay tambiénotro, y más importante, según creo, particular-mente en vuestro país. 

»—¿Cuál es? —quiso saber el cardenal. »—Las ovejas —le contesté—. Vuestras ovejas,

que tan dulces suelen ser y que tan poco exigenpara su alimentación, ahora, según oí decir, semuestran tan feroces y tragonas que hasta engu-llen hombres, y destruyen, despueblan y devoran

campos, casas y ciudades. Verdaderamente, entodos los lugares del país donde se obtiene lamejor calidad de lana, los señores, los caballerosy hasta los santos varones de los abades no seconforman con las rentas y beneficios que susantepasados solían obtener de sus posesiones, yno estando satisfechos de poder vivir ociosamen-

te, sin ser de ningún modo útiles a la sociedad,antes bien perjudiciales, no dejan ninguna parceladedicada al cultivo, sino que por el contrario sereserva toda para los pastos, destruyendo casas ypueblos, y si las iglesias son respetadas, segura-mente es porque les valen para establos. Y comosi no se perdiese bastante tierra en dehesas y co-

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tos, esos dignos varones convierten aquellas an-teriormente fértiles tierras en desiertos. De modo

que, para que un devorador insaciable, desgraciay ruina de su patria, pueda poseer gran abundan-cia de pastos, muchos labriegos se ven desposeí-dos de sus bienes, los unos estafados, otros ex-pulsados violentamente, o bien, colmada ya supaciencia después de sufrir tantas humillaciones,se han visto obligados a vender lo que tenían. De

todas formas, esos desventurados hombres ymujeres, maridos y esposas, huérfanos y viudas,emigran llevando los padres a sus pequeños yestas familias son más numerosas que ricas, yaque la tierra necesita muchos brazos, y se ventodos obligados a marchar. Dejan sus casas y susamigos y no saben dónde refugiarse. Sus ajuares,

por los que no podrían obtener mucho, supo-niendo que encuentren quien se los compre, se ven obligados a venderlos por un precio vil queno les vale para sostenerse mucho tiempo. En-tonces no les queda otro recurso que hurtar, pordonde llegarán a la cárcel, o se resignan a vivir delimosnas. Pero también en este caso los detienenpor ser mendigos que no trabajan, ya que nadiequiere sus servicios, aunque ellos se ofrezcan conla mayor voluntad, porque su oficio es trabajar latierra; pero donde no se ha sembrado nada, tam-poco hay necesidad de brazos, y un zagal y unrabadán se bastan para guardar las ovejas en una

tierra que reclamaba muchos brazos cuando se la36

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cultivaba. Y por este mismo motivo la comida esmuy cara en muchos sitios. Como ha subido el

precio de la lana, los pequeños artesanos no pue-den comprarla, viéndose obligados a dejar el ofi-cio. Después de aquel aumento de los rebaños, laglosopeda se ha cebado en las ovejas, como siDios, ante la avaricia de los propietarios, les hu-biera enviado esta plaga, aunque habría sido másjusto que los hubiera castigado a ellos y no al

ganado. »”Aunque el número de las ovejas se incre-

mente muchísimo, su coste no bajará, ya que la venta de las lanas, aunque no esté monopolizada,o sea en poder de uno solo, está por lo menos‘oligopolizada’. Realmente, está en poder de muy

pocas personas ricas, que no tienen ninguna ne-cesidad de vender antes del momento que elloseligen, y que naturalmente es cuando les interesael precio. Por la misma causa todas las demásclases de ganado han subido de precio, inclusomucho más, porque, destruidas las granjas y laagricultura, nadie se dedica ya a su cría. Y a los

ricos les interesan más sus ovejas que la repro-ducción del ganado bovino, el cual lo compranlejos por un precio muy elevado. Pero opino quetodavía no se han sufrido los inconvenientes deeste sistema. Hasta ahora, la escasez solamente seha notado en los lugares donde se realizaban las ventas. Aunque cuando hayan sacado de todas

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partes más ganado del que puede nacer, se llegaráa una reducción en el número de los animales, y

el país padecerá una extremada escasez. De mo-do que, por la avaricia irracional de unos cuantos,lo que parecía una gran prosperidad de vuestraisla degenerará en su ruina. 

»”El aumento del coste de la vida trae consigoel que la mayoría de los hacendados despidan a

gran parte de sus servidores, y éstos, ¿qué otrasolución tienen sino pedir limosna o bien robar,cosa que admiten buenamente muchos nobles? Ya esa lamentable escasez y a esa necesidad, agré-guese el lujo innecesario, pues los criados quesirven a los nobles, los artesanos y hasta losmismos campesinos, todas las clases sociales,

tienden al despilfarro, tanto en el vestir como enel comer. Además, los bodegones, los burdeles ylos innobles juegos de azar, las cartas, los dados,la pelota y los bolos ¿no vacían con gran rapidezla bolsa de sus aficionados y les impulsan al ro-bo? 

»”Alejad estas desgracias tan perjudiciales, y

ordenad que quien haya destruido pueblos ygranjas las construya de nuevo, o por lo menosautorizad para que lo haga quien lo desee. Que seponga coto a los manejos de los nobles y seprohíba que lo monopolicen todo; que se salga alpaso de esa caterva de vagos tan obstinados…Proteger la agricultura, crear manufacturas de

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lana para facilitar una actividad honesta, en la quetendría un sitio esa legión de haraganes, lo mis-

mo aquellos a quienes la miseria ha impulsado alrobo como los vagabundos y siervos sin oficio,los cuales no han de tardar en convertirse enladrones. 

»”Si no corregís esos daños alabaréis inútil-mente esa justicia tan experta en reprimir el robo,

pues es más aparente que benéfica y justa. Permi-tís que se eduque tan deficientemente a los niñosy que sus costumbres se corrompan desde pe-queños, pero después los condenáis, al llegar ahombres, por faltas que en su niñez ya eran pre- visibles. ¿Qué otra cosa es esto más que hacerlesladrones y condenarlos después? 

»Cuando yo expresaba estas cosas, aquel ju-risconsulto preparaba su contestación, siguiendoel sistema tradicional de repetir en lugar de res-ponder y que la fama que obtiene la debe en granparte a su memoria. 

»—Os habéis expresado muy bien —me dijo—

para ser extranjero, que más bien puede juzgarlos acontecimientos por lo que le han dicho quepor su propio criterio, lo cual os lo demostraré.Pero, en primer lugar, ordenaré brevemente vuestras afirmaciones, haciendo observar segui-damente en qué manifestaciones habéis demos-trado ignorar nuestras cosas; después trituraré

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 vuestros argumentos. En principio, diré que creoque habéis especificado cuatro partes… 

»—Callaos —le dijo el cardenal—, pues esecomienzo no augura una contestación escueta. Osea, que de momento os perdonamos la respues-ta y lo dejamos para vuestra inminente entrevista,que me agradaría que fuese mañana, si ningúnasunto os lo imposibilita a vos y a Rafael. Mien-

tras, amigo Rafael, desearía escuchar por qué,según afirmáis, el hurto no debe ser castigadocon el máximo suplicio, y qué otra pena másconveniente al interés público debería imponersea tal falta, ya que con seguridad no pensaréis quetenga que tolerarse. Si actualmente observamosque no dudan en robar, aun sabiendo que se ex-

ponen a la muerte, cuando sepan que su vida noestá en peligro, ¿qué fuerza, qué miedo podríadetener y frenar a los delincuentes, quienes opi-narían que la disminución del castigo es comouna atracción a infringir la ley? 

»—Estoy completamente seguro, padre benig-nísimo —le contesté—, de que es desproporcio-

nada la pena de privar la vida por haber robadodinero. Opino que todas las riquezas de estemundo no se pueden igualar con la vida delhombre. Y quien me afirme que el castigo proce-de de la ley infringida y no del dinero perdido, lecontestaré que por qué motivo se considera de-recho supremo al que origina la injusticia supre-

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ma. Puesto que nada apoya a la justicia la durezade los decretos legislados por el dictador romano

Manlio, que saca la espada por cualquier cosa sinimportancia, ni se trata de seguir los principiosde los estoicos, que, situando todos los errores aun mismo nivel, creen que nada distingue al ase-sinato del robo, a pesar de que (si la justicia po-see algún valor) carecen de toda similitud y rela-ción. Dios ha condenado el asesinato, ¿y debe-

mos asesinar tan fácilmente por el hurto de unainsignificante cantidad de dinero? Si alguien con-sidera esta prohibición divina del asesinato comoimposible de aplicar en los casos en que la leydictada por la sociedad humana prevé la penacapital, ¿qué dificultará a los hombres justificarigualmente la violación, el adulterio y el perjurio?

Dios se opone no solamente a que privemos dela vida a nuestro prójimo, sino incluso que dis-pongamos de la nuestra, y si dictásemos una leyque ordenara nuestra mutua decapitación, tal leycontravendría los mandamientos divinos; si losesbirros están exentos de culpabilidad y ordenanla matanza de todos los condenados por un ve-redicto humano, resultaría que la justicia de Diossolamente se administraría en lo que consentiríala justicia humana, y serían los hombres los queen cada caso determinarían en qué proporciónsería conveniente seguir los mandamientos de laley de Dios. Incluso en la ley de Moisés, despia-

dada y rígida —se aplicó solamente a los escla-  41

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 vos, y aun esclavos recalcitrantes—, se condena-ba el hurto solamente con una multa y no con la

máxima pena. No queremos pensar que Dios, ensu nueva ley de misericordia, como de padre queguía a sus hijos, nos proporciona mayor libertadpara eliminarnos los unos a los otros. Este es elmotivo por el cual estoy convencido de queaquello no está permitido. Además, no creo quenadie ignore cuán disparatada, y también peligro-

sa para el bien común, es la igualdad entre lacondena del ladrón y la del asesino. Cuando elladrón sabe que el peligro a que está expuesto esel mismo tanto si sólo hurta como si hurta y ase-sina, le estimula a suprimir a aquel que, en otrocaso, tan sólo sería robado, puesto que en el casode que lo detengan, la amenaza de ser condenado

a muerte es la misma, mientras que el asesinatopromete mayor garantía: puede hacerle confiaren que el asesinato y el robo quedarán en lasombra al eliminar el posible testigo. Y de estemodo, en lugar de atemorizar a los ladrones losimpulsamos al crimen de las personas inocentes.Si me interrogáis sobre la pena más apropiada,contestaré que según mi parecer es más fácil dehallar que la peor. ¿Por qué dudar de la eficienciadel sistema de castigo de las infracciones de la leyseguido durante mucho tiempo por los romanos? A los mayores criminales se les condena a traba-jar en las canteras y en las minas durante toda la

 vida. Respecto a esto, no he visto en ningún42

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pueblo nada que, según mi parecer, pueda igua-larse a lo que he observado, durante mis viajes

por Persia, entre los denominados generalmentepolileritas, cuya población no es reducida ni estámal regida; se gobiernan por sus propias leyes,con la única excepción de que abonan un tributoanual al rey de los persas. Su territorio, muy lejosdel mar, está casi rodeado de montañas y se con-forman con los productos que la tierra les ofrece,

que es de buena calidad, por lo que ni salen de suterritorio ni los demás se entremeten en el suyo.Fieles a las tradiciones de su país, piensan enensanchar sus límites, y sus montañas, tanto co-mo el impuesto que abonan al extranjero, lesponen a salvo de todo ataque; dispensados detodo servicio militar, viven en medio de una apa-

cible felicidad, sin envidiar esplendores y gozan-do de la vida más que nobles insignes. En esepueblo, los hombres acusados de robo se lesexige la devolución a su dueño, y no al príncipe,como se acostumbra en otros países, de la cosasustraída, pues entienden que el príncipe no po-see más derecho que el mismo ladrón sobre elobjeto robado, y si ese objeto se extravía, se cal-cula su precio y se saca de los bienes del culpa-ble, y lo que queda es para su esposa y sus hijos,siendo él condenado a trabajos públicos. Y mien-tras al robo no se le añadan algunos motivos quelo agraven, los ladrones no son encarcelados ni

cargados de cadenas, y libres y sueltos se les em-  43

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plea en trabajos de utilidad común. Los que seniegan a trabajar, o bien lo hacen con haragane-

ría, son obligados a ello no solamente encade-nándolos, sino incluso pegándoles; en cambio,los que se demuestran voluntariosos en el traba-jo, son muy bien tratados, y únicamente se lesencierra de noche en sus celdas después de com-probar que no falte ninguno. O sea que no hande sobrellevar otra carga que el trabajo ordinario

y se les proporciona el suficiente alimento. No seles trata peor que a las restantes personas quetrabajan para el Estado, y son sostenidos a costadel público, de varias formas. Por ejemplo, elbeneficio de las limosnas se destina algunas vecesa tales fines y, aunque este producto parezca muyinsignificante, no existe otro más generoso, por

ser el pueblo muy clemente. En otros sitios sedestina para tal finalidad una renta especial quese recauda mediante un tributo obligatorio. Enalgunos lugares los condenados no realizan nin-gún trabajo público, sino que cualquier señor quecarezca de jornaleros los contrata por el tiempoque los necesite, retribuyéndoles con un salarioun poco más reducido que el de los jornalerosque gozan de libertad, y posee, además, el dere-cho de pegar a los perezosos. De este modo, alos penados nunca les falta trabajo y consiguen lonecesario para subsistir; lo que sobra ingresa enel erario público. Todos van vestidos de un color

especial y no se les corta el pelo, exceptuando en44

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la parte de la cabeza que está sobre las orejas, unade las cuales ha sido ligeramente recortada. Se les

permite recibir regalos de sus amigos, como ali-mentos, bebidas, vestidos del color fijado; peroobsequiar dinero conduce a la muerte tanto alque lo da como al que lo acepta; no menos delic-tivo es que el hombre que goza de libertad porcualquier circunstancia tome dinero de cualquieresclavo (que así denominan a los penados) y al

esclavo que toque con sus manos armas. Cadaregión señala a los condenados con un signodiferente, y si uno se la borra es condenado amuerte, y la misma pena si sale fuera de los lími-tes del distrito o si conversa con otro penado dedistrito distinto. El propósito de fugarse no esmenos arriesgado que la misma fuga, pues quien

se hace cómplice de tal intención pierde la vida sies esclavo, y la libertad si goza de ella. Está de-terminado que las acusaciones se premien: alhombre libre con dinero, al esclavo concediéndo-le la libertad, y a los dos se otorga amnistía yperdón para que nadie tenga ocasión de pensarque posee más garantía perseverando en el delitoque arrepintiéndose. 

»”Estos son los preceptos y reglas de ese pue-blo al que me refiero, donde abiertamente sepuede observar cuánta idea de humanidad y deconvivencia pública posee. Si la ley es dura paraeliminar el vicio, se trata a los condenados de

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modo que vuelvan a ser forzosamente honradosy enmienden durante el resto de su vida todos los

daños que hicieron anteriormente. No pareceque vuelvan de nuevo a sus antiguos hábitos. Seles tiene mucha confianza, hasta el extremo deque los viajeros que emprenden algún viaje tie-nen la seguridad de que los guías de mayor con-fianza son esos esclavos, cambiando de guías alllegar a los límites de cada provincia. Nada im-

pulsa al penado a robar, pues se sabe indefenso ycomprende que el dinero acusaría rápidamente sufalta; si le atrapan, le espera el castigo, y carece detoda esperanza de fugarse. ¿Pues cómo podríaesconderse y encubrir su huida con un vestidoque lo distingue de los demás, si no es que huyadesnudo? Y aun en este caso, la oreja le acusaría.

 Tampoco se teme que atenten contra el ordeninstituido, pues hay el peligro de que un proyectode tanto volumen no puedan realizarlo solamentelos vecinos, sin sobornar e invitar previamente alos de otras muchas regiones que están tan impo-sibilitados de atentar contra el orden, como queno pueden reunirse ni se les autoriza hablar entresí, ni saludarse, ni osarían exponer un proyectoparecido a sus amigos, ya que saben a lo que seexponen al guardar este secreto y lo beneficiosoque es denunciarlo; a nadie se le quita la confian-za de conseguir de nuevo la libertad, demostran-do ser obediente, sumiso y dando pruebas de una

 vida recta en el futuro, porque, efectivamente, no46

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hay año que no se otorgue la libertad a algunosesclavos en recompensa a su docilidad. 

»Finalicé esta plática añadiendo que no meexplicaba cómo dicho sistema no podría aplicarseen Inglaterra, obteniendo superiores resultadosque aquella justicia tan elogiada por el perito enleyes, cuando éste me respondió: 

»—Nunca podría ponerse en práctica en In-

glaterra parecido sistema sin motivar una granalteración al Estado. 

»Y al asegurar esto, movió la cabeza y torciólos labios. Luego calló. Todos los oyentes estu- vieron de acuerdo con sus palabras. 

»—Sería muy difícil —repuso el cardenal—

adivinar si sería adecuado y seguro ese métodoantes de comprobarlo. Sin embargo, si el prínci-pe, una vez hubiera ordenado la última pena,retardase la ejecución, podría probarlo a condi-ción de prohibir los privilegios de los lugares deasilo, y si diese resultados satisfactorios, podríaser conveniente introducirlo; de lo contrario, no

quedaría otro remedio que el de llevar a los pre- viamente penados al suplicio. Ello no sería másperjudicial para el interés común, ni menos igua-latorio, que el cumplimiento inmediato de la sen-tencia, y en el intermedio el procedimiento noofrecería ningún riesgo. También opino que po-dría emplearse sin ningún temor con los vaga-

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bundos, contra los cuales hemos ordenado hastaahora tantas leyes sin que hayamos logrado nada

positivo. »Una vez el cardenal terminó de manifestar

esos pareceres, todos los presentes los ensalza-ron, aunque poco antes los detestaron al propo-nerlos yo, y todavía más los referentes a los va-gabundos, por haberlos agregado el cardenal. No

sé si sería más apropiado no relatar lo que siguió,porque fue muy grotesco, pero lo contaré tam-bién, pues no fue cosa mala y se relaciona con eltema que tratamos en algunos aspectos. 

»Se encontraba allí un parásito que deseabacopiar a un bufón y lo conseguía con tanto fer- vor que resultaba más propio que un auténtico

bufón. Con sus gracias provocaba la risa y co-múnmente se reían más de él que de sus ocu-rrencias. Sin embargo, de vez en cuando exponíaalgunas cosas que no eran del todo necias, comopara dar razón al refrán que dice: “Quien disparamucho, acaba por dar en el blanco”. Uno de losinvitados declaró en aquel momento que ya que

mi plática se había referido a problemas sobre losladrones y el cardenal había tratado sobre los vagabundos, solamente faltaba una solución queprotegiese a aquellos a quienes la enfermedad y lamadurez les conducían a la pobreza. Sin posibili-dad de ganarse su sustento trabajando. 

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»Y a esto respondió el bufón: 

»—Permitidme que repase esta cuestión. Mimayor anhelo es apartar de mi vista el espectácu-lo de las personas que, frecuentemente, me hanperturbado con sus lamentos y sus lágrimas parasacarme dinero, sin que hasta el momento pre-sente hayan podido enorgullecerse de haber ob-tenido de mí ni un ochavo. Siempre me ocurre

una de estas dos cosas: o no quiero darles dineroo no puedo dárselo porque no lo tengo. Peroahora comienzan a conocerme, y, para no perdertiempo, ya no me molestan, pues saben que demí no pueden esperar nada. De modo que or-deno que todos los mendigos sean repartidos enlos conventos de benedictinos, para transformar-

los en lo que los frailes llaman legos, y decretoque las mujeres sean todas monjas. 

»El cardenal se rio y lo consideró como unabroma, pero los demás lo tomaron en serio. 

»Un religioso teólogo a quien lo que se dijosobre los frailes y los curas le había gustado, co-

menzó igualmente a bromear sobre el tema, apesar de que era un hombre serio hasta la acri-tud. 

»—No os liberaréis de mendigos — manifestó— si no pensáis primeramente ennuestro bienestar, el de los frailes. 

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»—¡Si el problema —contestó el parásito—está ya solucionado! El cardenal se refirió a voso-

tros aconsejando el encierro y las ocupacionesduras para los haraganes. Y vosotros sois los más vagos del universo. 

»Al acabar de decir el bufón estas palabras,todos dirigieron la mirada al cardenal, viendo quenada decía en defensa propia y la de los religio-

sos, y se echaron a reír de buena gana, menos elfraile, que, muy mortificado, y con razón, por loque dijo el parásito, se puso serio y se enojó detal forma que no pudo contener las invectivas,llamándole tuno, murmurador, escandaloso ehijo de perdición, recurriendo a las más fuertesimprecaciones sacadas de las Sagradas Escrituras. 

»El parásito empezó seguidamente a referirgracias, campo éste que, por ser el suyo, le erafavorable. 

»—No os enojéis, hermano —replicó—. Es-crito está: in patientia vestra possidebitis animas vestras. 

»Y el fraile le contestó, y cito sus palabras tex-tualmente: 

»No estoy enojado, carne de horca, o por lomenos no falto, pues el salmista ya dijo: Irasci-mini et nolite peccare. 

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»Entonces el cardenal reprendió ligeramenteal fraile para que contuviese sus impulsos. 

»—Pero, monseñor —arguyó él—, hablo deeste modo porque el celo me domina, como esde ley. Los mismos santos han sentido muchas veces está inquietud, por lo que se dice: Zelusdomus tuae comedit me, y en las iglesias se canta:Irrisores Helizei, dum conscendit domum dei…,

como sin duda lo sentirá este burlador, bufón,bellaco. 

»—Vuestro propósito es tal vez digno de seralabado— le dijo el cardenal—, pero opino quesería una actitud no sé si más santa, pero sí másjuiciosa y moderada, no colocarse al mismo nivelde un insensato y no disputar grotescamente con

un grotesco. »—No, monseñor —contestó el fraile—; no

creo que fuese más juicioso actuar como decís,pues el mismo inteligentísimo rey Salomón dijo:Responde stulto secundum stultiam eius, y yo lohe hecho ahora, informando a este insensato deen qué abismo se sumergerá si no toma precau-ciones. Y si los que se rieron de Eliseo, porqueera solamente un hombre calvo, sufrieron la có-lera del calvo, ¿cómo no ha de sufrirla mayor eseque se ríe de los frailes, entre los cuales abundanlos calvos? Y, además, hay una bula papal segúnla cual los que se ríen de nosotros quedan exco-

mulgados. 51

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»El cardenal, viendo que la cosa no parecíaque fuese a terminar, despidió con un gesto al

parásito y dirigió hacia un campo más sosegadola conversación. Poco después se levantó de lamesa y nos despidió para conceder audiencia asus allegados. 

»Ya veis, amigo Moro, cuán largamente os hefatigado con mis palabras; me avergonzaría de

haber hablado tanto tiempo si no fuera porque lohacía para complacer vuestros ruegos y porquehe notado que me escuchabais con mucha aten-ción. Tal vez hubiera podido ser más sobrio,pero he creído que sería más conveniente narrartoda la historia, para exponer los pareceres de losinvitados que habían empezado por menospre-

ciar mis palabras, pero comenzaron a ensalzarlascuando vieron que el cardenal no las encontrabadisparatadas, y fueron tan grandes aduladoresque aceptaron los dichos de un bufón, conside-rándolos en serio, mientras su propio amo sólolos aprobaba por broma. Y de ahí podréis com-probar en cuán gran aprecio me tendrían a mí y

mis consejos los cortesanos.  —Amigo Rafael —le contesté—, el oíros me

proporcionó mucho gozo, y vuestras palabrasson muy delicadas y discretas. Casi creí volver nosolamente a mi país, sino también a la infanciapor virtud del feliz recuerdo de aquel cardenal,en cuyo palacio fui instruido en mi niñez. No

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podéis suponer cuánto más os aprecio ahora, alrecordarme aquel hombre a quien con tanto fer-

 vor alabáis, a pesar de serme ya tan agradableanteriormente. Pero no cambia mi criterio de quesi hacéis algún esfuerzo para no detestar las cor-tes de los príncipes, vuestros consejos podríanser de gran provecho para el bien común. Nin-gún deber os obliga tanto como ese de ser unbuen ciudadano, según el parecer de vuestro Pla-

tón, para quien sólo serán dichosos los pueblosdel futuro cuando los filósofos se transformen enreyes y los reyes en filósofos. ¡Cuán lejos estátodavía semejante felicidad si los filósofos noquieren aconsejar a los reyes! 

 —Los filósofos —contestó él— no son tan

egoístas que gustosamente no consientan en ha-cerlo, y muchos lo han realizado ya en sus libros,pero algunas veces los que gobiernan no quierenprestar atención a sus consejos. Platón ya antici-pó discretamente que los reyes, excepto los queeran filósofos, no seguirán los consejos de lossabios, porque sus almas están ya impregnadas y

empapadas de malignas ideas desde la niñez, locual el mismo Platón pudo comprobar al lado deDionisio. Si yo ofreciera juiciosas y modeladasproposiciones en la corte de cualquier rey; si in-tentase desarraigar de su país los orígenes deserios perjuicios, ¿no creéis que me echarían o seburlarían todos de mí? 

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»Imaginad que estuviese al lado del rey deFrancia y que fuese miembro de su íntimo conse-

jo, donde el monarca dirige el círculo de sus polí-ticos más ingeniosos y que tratan de asuntos muyimportantes. Con qué maniobras y maquinacio-nes se podrá conservar Milán, cómo podrá guar-dar aquel reino de Nápoles que siempre huye, odestruir la república de Venecia, de qué modo sedominará completamente Italia; por último, có-

mo se apoderará de Flandes, de Brabante y detoda la Borgoña, sin contar otros Estados quehan sido ocupados ya en proyecto. Uno proponehacer un trato con los venecianos, que durarátanto tiempo como sea preciso, y exponerles elpropósito de darles parte del botín, que será re-cuperado una vez la intriga haya finalizado según

sus designios. Otro opina que se deben reclutaralemanes; un tercero que se debe seducir a lossuizos. 

El parecer de éste es ganarse la voluntad de lamajestad imperial mediante un sacrificio de oro;el de aquél es negociar con el rey de Aragón,

entregándole como muestra de buena voluntad elreino de Navarra, que pertenece a un tercero,mientras otro cree que es necesario captarse alpríncipe de Castilla con la confianza de un pacto,ganándose anteriormente a algunos señores de lacorte, que serán sobornados mediante dinero. 

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»Seguidamente surge el máximo nudo de lacuestión: Inglaterra. Se acuerda tratar la paz y

unir con los lazos más fuertes una alianza siem-pre endeble. Se le dará el nombre de amiga, perose la temerá como si fuese enemiga. Se tendrásiempre prevenidos y dispuestos a los escoceses,los cuales deberán permanecer atentos comocentinelas, y al observar el menor movimiento delos ingleses, podrán ser lanzados contra ellos. Se

mantendrá en secreta reserva, ya que los pactosse oponen a hacerlo claramente, a algún noblepersonaje que aspire al trono, con lo que se ten-drá atado al monarca del que se sospecha. Y sientre tantos importantes asuntos, ante tal canti-dad de ingeniosos hombres que conjeturan a cuálmás las soluciones bélicas, surgiese yo, un insig-

nificante hombre, para exigirles que mudaran deruta y aconsejase evacuar Italia y permanecer encasa, ya que Francia es tan extensa que casi esimposible que la gobierne juiciosamente un solohombre, y el soberano no debe pensar en agre-garle nuevos territorios. Y si, por ejemplo, pudie-se, impondría la determinación que adoptaronlos acorianos, un pueblo situado frente a la islade Utopía, hacia el Euronotos, los cuales lucha-ron en otra época porque su soberano, en virtudde un pacto, aspiraba al trono de un reino ve-cino. Una vez sometido, comprobaron que eratan agotador retenerlo como conquistarlo, pues

aumentaron las revueltas y las intervenciones en55

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beneficio o perjuicio de los nuevos súbditos;jamás fue posible licenciar el ejército; todos los

ingresos que se obtenían en el país se iban alexterior; se derramaba la sangre propia para lagloria ajena, y en ninguna parte se disfrutaba unapaz firme; la guerra había depravado las costum-bres y estimulado la afición al saqueo, dando valor para asesinar; las leyes no eran respetadas,porque el monarca, que debía cuidar de dos

reinos a un mismo tiempo, no podía dedicarseexclusivamente a uno solo. Cuando los acorianosse dieron cuenta de que tales desgracias no finali-zarían nunca, se reunieron en asamblea y conmucho delicadeza colocaron al monarca en eldilema de elegir entre los dos reinos el que másdeseara, exponiéndole que no podía ejercer dos

potestades, porque eran demasiado numerosospara poder ser regidos por medio soberano, co-mo nadie aceptaría compartir con otro los servi-cios de un mismo mozo de mulas. De este modopresionado, el buen monarca no tuvo otra solu-ción que conformarse con su antiguo reino yceder el nuevo a uno de sus amigos, quien, porotra parte, pronto fue desterrado. 

»¿Y si, además, yo sostuviese que todas esasguerras, al alterar tantas naciones, debilitan loserarios, arruinan a los pueblos y, terminen comoterminen, siempre resultan inútiles, y que, por elcontrario, lo más adecuado sería conservar el

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reino de sus antepasados, haciéndolo próspero?Si intercediese para que apreciase a sus súbditos y

se hiciese querer por éstos, que habitase entreellos y les gobernase juiciosamente y no molesta-se a los otros reinos cuando se tiene suficientecon el que se posee y todavía sobra, con un dis-curso parecido, ¿con qué oídos suponéis quesería escuchado, amigo Moro? 

 —No muy agradablemente —le contesté.  —Prosigamos, pues —siguió diciendo Ra-

fael—. Cuando el monarca y sus consejeros dis-cuten y buscan el medio de aumentar el tesoro,uno sugiere elevar el valor nominal de la monedacuando se trata de abonar, y de disminuirlo pordebajo de lo justo cuando se trata de cobrar; así

resultará que se hacen grandes gastos con muypoco numerario y se obtiene mucho dinerocuando debería percibirse poco. Otro proponeaparentar una guerra apremiante y, cuando sehaya cobrado un tributo instituido con ese moti- vo, el rey hará celebrar la paz con grandes cere-monias religiosas, cuya ostentación y esplendorasombrará al bajo pueblo, y conseguirá que se leaclame como un soberano devoto que salvó las vidas de sus súbditos. Un tercero aconseja que vuelvan a ponerse en vigor ciertas leyes ya anti-cuadas por el prolongado desuso, y como nadielas recuerda y todos las transgreden, se impon-drán multas y más multas. Ese es un negocio

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muy honrado, porque se encubre con la máscarade la justicia y aporta mucho dinero. Seguida-

mente otro cree que sería conveniente obstaculi-zar mediante una serie de prohibiciones, castiga-das con elevadas multas, una serie de cosas, prin-cipalmente las que no son provechosas para elpueblo. Aquellos cuyos intereses fueran lesiona-dos por dichas prohibiciones, serían dispensadosde ellas mediante el abono de una cantidad de

dinero; con ello el rey sería apreciado por supueblo y lograría doble ganancia; por una parte,el dinero de los codiciosos que hubieran trans-gredido, y por otra el de las dispensas. Cuantomás alto fuera el coste de semejantes privilegios,tanto más considerado sería el monarca que noaprobase que se perjudicara a sus súbditos, a

excepción de abonar por ello una importantecantidad de dinero. Otro sugiere sobornar a losjueces para que en todas las circunstancias de-fiendan los derechos de la corona, y serán llama-dos a palacio, invitándoles a considerar de acuer-do con el monarca los procesos referentes a losmencionados intereses, y de esta forma no habrácausa tan ignominiosa que alguien, por espíritude contradicción, o por no repetir lo que otro yadijo, o por complacer al rey, no encuentre el mo-do de hallar alguna solución mediante algunaartimaña. Mientras los jueces poseen criteriosmuy distintos sobre la cuestión más clara la ver-

dad es así puesta en duda, se da pie al soberano58

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para interpretar la ley en beneficio suyo; la timi-dez o el temor deciden a los demás, y, por últi-

mo, será dictada la sentencia en los tribunales.No faltan razones para alzarse en favor del rey,pues le basta con tener a su favor la indiferencia,la letra de una ley, o un texto complicado, o algoque en último término sobresalga de todas lasleyes ante el espíritu de unos jueces minuciosos,el principio incontestable de la potestad real.

Esos consejeros admiten la máxima de Craso yaprueban que el soberano que mantiene un ejér-cito no dispone nunca de bastante dinero; queaunque lo pretendiere, no podría realizar ningunainjusticia; que es dueño absoluto de todos losbienes e incluso de sus súbditos, y que éstos loposeen todo mientras la bondad real no se lo

quita; que cuantos menos bienes tengan los súb-ditos, tanto mejor será para el monarca, cuyafirmeza consiste en que su pueblo no disfrute demuchas riquezas ni de libertad, porque tales co-sas hacen a las personas menos aptas para aguan-tar severas e injustas órdenes, y, por el contrario,la pobreza y el infortunio ablandan los ánimos ylos hacen resignados, frenando en los dominadostodo espíritu de insubordinación y altivez. 

»Imaginad que en este instante yo me pongo enpie para protestar y declaro: “Considero desas-trosos y despreciables todos los consejos queacabáis de dar al monarca, para quien lo honorí-

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fico y austero reside en enriquecer a su pueblomás que a sí mismo. Los hombres instituyeron

los soberanos para provecho suyo, no para elprovecho de ellos; para poder vivir apaciblemen-te de su trabajo y de sus aspiraciones y estarexentos de percances. De modo que el deberfundamental del rey es procurar más por el bie-nestar de sus súbditos que por la felicidad perso-nal, como el pastor, que debe cuidar de su reba-

ño y no de sí mismo, pues para eso es pastor.Los que piensan que la pobreza del pueblo esuna seguridad de paz para el Estado, están com-pletamente equivocados, porque ¿dónde abun-dan más las riñas si no entre los pobres? ¿Quiéndesea más cambiar el orden social si no aquel queno está conforme con su presente condición? ¿Y

no es el más astuto de los rebeldes el que confíaganar algo porque ya no le queda nada que per-der? Un monarca que es despreciado y odiado yque sólo se sostiene a fuerza de ultrajes, y despo-jando y empobreciendo a su pueblo, obraría me-jor dejando rápidamente el poder que valiéndosede esos medios para retenerlo, con los cuales,aunque conserve el título, pierde sin ningunaduda la dignidad. Gobernar unos súbditos em-pobrecidos no es propio de la majestad de unrey, quien debe imponer su autoridad a los ricosy a los negociantes. Fabricio, aquel gran hombre,lo sabía muy bien al asegurar que preferiría mejor

regir a los ricos que serlo él. Y verdaderamente,60

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cuando uno sólo goza de riquezas y de toda clasede deleites, mientras a su alrededor todo son

lamentos y tristezas, solamente se preocupa deuna cárcel y no de un reino. Por último, de igualmodo que un médico es inexperto si no sabecurar una enfermedad sin originar otra, quien nosabe regir a su pueblo sino despojándole de todaslas comodidades de la existencia, no tiene ningúnderecho a gobernar hombres libres, y es conve-

niente que se retire dada su ineptitud, pues todaincapacidad conduce al odio y al desprecio delpueblo. Viva honestamente con lo que posee,adapte sus lujos a sus ganancias, ataque los crí-menes y los frene por medio de leyes prudentesen lugar de dejarlos sueltos para castigarlos des-pués, y no vuelva, sin motivo justificado, a poner

en práctica las leyes abandonadas por la costum-bre, y en particular aquellas que, arrinconadasdesde hace tiempo, no tienen ninguna utilidad, ynunca pida por delito alguno cierta cantidad queun juez, en los pleitos privados, consideraría abu-siva, si tuviera que abonarse a un particular.” 

»Enseñaría entonces a los miembros delConsejo la ley de los macarienses, que viven cer-ca de Utopía, cuyo soberano, el día de su corona-ción, luego de ofrecer grandes sacrificios, prestajuramento de no poseer nunca en su tesoro par-ticular más de mil libras de oro o su equivalenteen plata. Los macarienses aseguran que esa ley

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fue dictada por un soberano muy excelente, que vivió más preocupado por los intereses de su

pueblo que por sus riquezas, como si quisieraponer freno a la acumulación de un tesoro tangrande que trajese como consecuencia la pobrezade sus súbditos. Pensaba que aquella suma seríabastante para detener cualquier rebelión o cual-quier invasión de los enemigos, a la vez que noprovocaría la codicia de los invasores, lo cual fue

la causa principal que le impulsó a ordenar dichaley. Pero la más directa causa fue el deseo de queno faltase dinero para el comercio diario de lossúbditos. Como al soberano le es necesario dis-tribuir dinero, pensaba que repartiendo todo elque pasase del nivel del tesoro marcado por laley, no habría lugar para ninguna injusticia. Di-

cho soberano, sería respetado y temido por losmalos y querido por los buenos. 

»Si dijera estas cosas, y otras razones parecidasa los encarnizados defensores de sistemas total-mente contrarios, ¿no sería como predicar a lossordos? 

 —Sería, desde luego, predicar a los muy sor-dos —le contesté—, pero no me extraña, pues,ciertamente, es en vano discutir tales asuntos yaconsejar de esta manera cuando se está segurode que no te harán caso. ¿Cómo podría ser útil einfluyente un lenguaje tan poco corriente sobrealmas poco preparadas y llenas de doctrinas con-

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trarias? Entre amigos que conversan en íntimareunión no sobra la filosofía escolástica, pero los

consejeros de los soberanos, donde se discutencon tanta autoridad problemas de gran trascen-dencia, no son el lugar adecuado para tales cosas. 

 —Por esto —dijo Rafael— es por lo quecreo que no hay sitio para los filósofos en la cor-te. 

 —Sin duda —le contesté—; verdaderamentela filosofía escolástica, que se cree apta para po-der ordenarlo todo, no puede utilizarse en todaspartes, pero hay otra filosofía más sociable, queconoce exactamente el teatro del mundo y sabeacomodarse perfectamente a él, representandoconvenientemente y con agrado el papel que le

ha sido repartido en la obra. Esta es la filosofíaque debéis prohijar. 

»Si vos, en la representación de una comediade Plauto, cuando los siervos se burlan salieseisal proscenio con traje de filósofo y empezaseis arecitar aquel pasaje de la Octavia en que Séneca

disputa con Nerón, ¿no sería más convenientetener en la obra un papel mudo, en vez de trans-formarla en tragicomedia al recitar versos noapropiados al caso? Malograríais la representa-ción al introducir un elemento tan distinto, aun-que lo que agregaseis fuera de mayor calidad. Seacual fuere la obra representada, encarnad vuestro

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personaje lo mejor posible, y no alteréis el con-junto cuando recordéis algún trozo más inspira-

do de otra. »En los asuntos referentes al Estado y en los

consejos de los soberanos, ocurre igualmente. Aunque os veáis impotentes para desterrar lasperversas opiniones y enmendar las faltas acos-tumbradas, no por ello debéis eximiros del Esta-

do y dejar la nave en medio de la tempestad por-que os es imposible dominar los vientos. Y tam-poco mantener una doctrina extraña ante perso-nas que opinen distintamente y a las que es casiimposible convencer; es preciso que sigáis uncamino oblicuo y que procuréis solucionar lascosas con vuestras propias fuerzas, y, si no po-

déis realizar todo el bien, procurad por lo menosdisminuir el mal, pues no es probable que todaslas cosas vayan perfectamente, a no ser que loshombres sean todos buenos, lo que no creo queocurra hasta dentro de mucho tiempo. 

 —De esta forma —objetó Rafael— solamentepuede suceder que al consagrarme a cuidar la

locura de los demás me vuelva loco como ellos.Cuando deseo exponer verdades se me hace im-posible retenerlas. No sé si el contar mentiras espropio de un filósofo, pero verdaderamente nolo es de mí. Tal vez mis palabras parecerán pesa-das e insoportables, pero no veo que tengan queparecer asombrosas hasta lo absurdo. Imaginad

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que les demostrase lo que finge Platón en suRepública, o lo que está en vigor entre los utópi-

cos, lo cual, aunque fuese, como lo es, mejor quelo nuestro, ellos lo considerarían impropio, co-mo, por ejemplo, que aquí impere el régimen dela propiedad privada, y que en cambio allí todaslas cosas sean comunes. Desde luego, mis decla-raciones no pueden ser del agrado de aquellosque se han propuesto defender con apasiona-

miento el camino contrario, ya que muestran losriesgos de éste; no obstante, ¿qué contienen queno sea conveniente y apropiado afirmar en cual-quier lugar? Si debemos ocultar, como si se trata-se de cosas extrañas y absurdas, todo lo que lasdepravadas costumbres de los hombres hacenconsiderar impropio, es necesario también que

ocultemos a los ojos de los cristianos la mayorparte de lo que enseñó y prohibió Jesucristo,todo lo que Él manifestó a los suyos, ordenándo-les que lo predicasen. La mayor parte es muydiferente de la manera de vivir actual, como yaindiqué anteriormente. Cierto que parece que lospredicadores, gente perspicaz, practicaron vues-tros consejos; viendo que los hombres no seamoldaban tan fácilmente a las normas institui-das por Cristo, las han adaptado a las costum-bres, como si fuesen una regla de plomo, parapoder armonizarlas de alguna forma. 

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  No creo que con ello se haya progresado, a noser que se pueda obrar mal con mayor tranquili-

dad; tampoco yo sería útil en los consejos de lospríncipes, porque si opinase de distinta formaque la mayoría sería como si no opinase, y sicoincidiese, sería favorecedor de su doctrina,como afirma el Mición terenciano. No compren-do la finalidad de vuestro camino oblicuo segúnel cual hay que procurar, a falta de poder realizar

el bien, evitar el mal por todos los medios anuestro alcance. 

»Pero no es aquél lugar de disimulos, ni esposible cerrar los ojos. Precisa aprobar las peoresdecisiones y las medidas más execrables. Hacerun mitigado elogio de estas medidas es pasar por

espía, casi por traidor. »Así pues, no es posible llevar a cabo ningu-

na acción benéfica, ya que es más probable que elmejor de los hombres se corrompa en semejan-tes asambleas que no que corrija a sus compañe-ros. El trato de éstos, o bien le deprava, o bien leobliga a cubrir con su integridad y su inocencia la

maldad y la necesidad ajenas. Por lo tanto, noshallamos lejos de conseguir un resultado satisfac-torio con nuestro camino oblicuo. 

»Por ello, Platón, con una hermosísima com-paración, explica por qué los sabios se abstienende los negocios públicos. Cuando observan la

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inutilidad que se extiende por las calles bajo unchaparrón, y ven que no logran convencerla de

que debe ponerse bajo tejado, advierten que esinútil salir y mojarse como los demás. Así pues,se quedan en casa, satisfechos de encontrarse acubierto, dado que no les es posible curar la ne-cesidad ajena. 

»No me parece menos cierto, amigo Moro — 

puesto que quiero deciros lo que guarda mi espí-ritu— que doquiera que exista la propiedad pri- vada, donde todo se mida por el dinero, no sepodrá alcanzar que en el Estado reinen la justiciay la prosperidad, a menos de considerar justo unEstado en el que lo mejor pertenece a los peores,y próspero un país en que un grupo de indivi-

duos se reparten todos los bienes, gozando de lasmayores comodidades, mientras la mayoría vivenen una gran miseria. 

»O sea que considero muy moderadas yapropiadas las instituciones de los utópicos,quienes con tan pocas leyes tienen suficientespara afirmar tan magnífico gobierno, de forma

que el mérito recibe su recompensa y la reparti-ción en partes iguales permite que todos disfru-ten de la exuberancia de todas las cosas. Cuandoequiparo estas costumbres y las de nuestros paí-ses, donde continuamente se están aprobandoleyes para estar bien gobernados, y a pesar de ellonunca lo están bastante; en donde cada uno de-

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nomina y considera propio lo que posee, y todaslas leyes dictadas no son suficientes para adquirir

ni para asegurar los bienes, ni para distinguirlosde los otros, que también aducen su derecho depropiedad privada, muestra de ello es la grancantidad de pleitos que frecuentemente se origi-nan y que jamás finalizarán; cuando observo to-do esto, digo que doy la razón a Platón y com-prendo sin apenas asombrarme que se negara

hacer leyes para quienes no estaban conformes yno aprobaban la distribución justa de los bienesentre todos. Aquel hombre tan prudente vatici-naba con claridad que el único medio de salvar aun pueblo es la equivalencia de bienes, cosa quedesconozco cómo puede conseguirse mientrashaya propiedad privada. 

»Efectivamente, desde que cualquiera puedebasarse en títulos positivos para apoderarse detodos los bienes que le es posible, un reducidonúmero de personas se los distribuyen por mu-chos que sean, y a los otros solamente les dejanla miseria, y acontece casi siempre que los pobres

son más merecedores de las riquezas que losacaudalados, pues éstos son codiciosos, injustos eindignos y negligentes, y, por el contrario, aqué-llos son humildes y honrados y su trabajo diarioes más beneficioso para el Estado que para ellosmismos. 

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»Por esto estoy convencido de que es muy jus-to repartir equitativamente los bienes y que no se

obtiene el bienestar de los hombres sin la anula-ción de la propiedad privada. Mientras persista, lamayor parte de los hombres, y entre ellos los másnotables, se darán cuenta de la miseria que haycon todos sus males, cosa que, aunque puederemediarse en cierta medida, no puede serlo deforma absoluta. Si se legislara, sin embargo, que

nadie fuera dueño de tal extensión de tierra ocantidad de dinero que se fijase legalmente; queni el príncipe tuviera gran poder ni sus súbditosdemasiadas pretensiones; que los funcionarios nolograran los cargos mediante la adulación corte-sana, y se les prohibiera recorrer a sobornos y adesembolsos, pues con ello se tienta a procurarse

dinero mediante el fraude y el robo encubiertos,y que no se designase entre los que poseen ma-yor riqueza en vez de hacerlo entre los mejores ymás capacitados… Tales leyes, parecidas a lasmedicinas con que se intenta sanar un cuerpogravemente enfermo, podrían actuar como cal-mantes de los males del cuerpo social, aunque noexista ninguna confianza de sanarlo en tanto quecontinúe la propiedad privada. Mientras hagáis loposible por sanar un miembro, enfermaréis otro.De esta forma, nada se puede dar sin quitárselo aotro. 

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 —Yo —le contesté— pienso, por el contra-rio, que no podría gozar de felicidad donde todo

fuera común, porque ¿cómo aumentarán las ri-quezas si todos se niegan a trabajar? Si no hay elestímulo de la ganancia descansando sobre eltrabajo ajeno, y cuando todos se vean angustia-dos por la pobreza, en la imposibilidad de con-servar el bien adquirido, ¿no traerá consigo fa-talmente numerosos crímenes y revueltas?

Igualmente no concibo cual sería el puesto quetendrían los magistrados entre hombres que noadmitieran ninguna diferencia, privándolos de suautoridad y del respeto, que les es debido. 

 —No me sorprende vuestra opinión — contestó— pues bien se ve que no sabéis conce-

bir un Estado como éste, o que sólo poseéisconcepciones erróneas; más si hubierais visitadoUtopía conmigo, si hubierais observado sus cos-tumbres e instituciones como hice yo, pasandoallí más de cinco años (de donde no me habríamarchado si no hubiera tenido el deseo de in-formar al mundo de la existencia de aquel país),

os daríais cuenta de que no se halla en ningunaparte un pueblo tan bien gobernado como aquél. 

Pedro Egidio le dijo: 

 —No me convenceréis fácilmente de que hay enaquellas nuevas tierras una nación que se gobiernamejor que las que nosotros conocemos, donde no

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hay sabios inferiores a los de allí, y pienso quenuestros países, que son más antiguos, poseen,

gracias a la experiencia, muchas cosas que hacengrata la vida, sin contar con los descubrimientosdebidos a la muerte y que ningún sabio sería capazde crear. 

 —Por lo que respecta a la antigüedad de lospaíses —dijo Rafael— podríais inclinaros conmás exactitud cuándo estudiaseis las crónicas deaquel mundo, y si las admitieseis sabríais que allíhubo ciudades antes que entre nosotros hubierehombres. 

»Las creaciones del ingenio y de la suertepueden ocurrir tanto aquí como allí. Por otraparte, aseguro, aunque pienso que nos hallamos

mejor dispuestos que ellos en ingenio, que enactividad e industria nos superan muchísimo. 

»Según sus crónicas, no supieron nunca queexistiera nuestro mundo, al que denominan ul-traequinoccial, antes de nuestro desembarco,pero cierto navío hace más de mil doscientosaños naufragó cerca de las playas de Utopía,arrastrado hasta allí por la tempestad. Así algunosegipcios y romanos llegaron como náufragos alas costas de aquella isla. 

»Observad los beneficios que sacó de dichoacontecimiento el esfuerzo de los utópicos. Nohubo arte ni oficio de los seguidos por el imperio

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romano que les fuera de utilidad que no loaprendiesen, o que no los estudiasen luego, des-

pués de recibir sus enseñanzas. ¡Tan provechosales resultó aquella única vista de los forasteros!Si, por parecida suerte, alguno de los suyos llegóhasta nosotros, se ha perdido su memoria de lamisma manera que probablemente los actualesdescendientes de los utópicos no sabrán nuncaque yo fui su huésped. 

»Al poco tiempo de relacionarnos con ellos,habían adoptado nuestras mejores invenciones,pero pienso que deberá transcurrir mucho tiem-po antes de que nosotros adoptemos lo que hayen sus intenciones muy por encima de las nues-tras. Y éste es el motivo principal de que su país,

aunque no estemos en inferioridad de condicio-nes en cuanto a inteligencia y riquezas, se hallecon mejor organización que los nuestros y flo-rezca con mayor bienestar. 

 —Así pues, amigo Rafael —le supliqué—, ospido que nos hagáis una descripción de la isla.No tengáis miedo a ser extenso; describidnos

campos, ríos, ciudades, hombres, hábitos, insti-tuciones, leyes y todo lo que opinéis que puedasernos de interés, pues pensad que nos interesamucho lo que ignoramos. 

 —Nada haré con tanta satisfacción — contestó—, pero el asunto requiere tiempo. 

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 —Vamos antes a comer —repuse—, y des-pués dedicaremos el tiempo que nos sea preciso. 

 —De acuerdo —contestó. 

Fuimos a comer, y luego volvimos al mismo si-tio nos sentamos en el mismo banco, y después deordenar a los criados que no nos molestaran, Pe-dro Egidio y yo le pedimos a Rafael que cumplierasu promesa. Y como nos viera con mucha aten-ción y con deseos muy grandes de escucharle, trasun momento de silencio y meditación, comenzósu historia de esta forma.

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LIBRO SEGUNDO

Capítulo I

Descripción de la Isla

La isla de Utopía se extiende por su partemedia, que es la más amplia, hasta alcanzar unasdoscientas millas y solamente se estrecha en losdos extremos, en los que gradualmente se reduce.Su perímetro, de quinientas millas, se diría queestá trazado a compás, presentando en su totali-

dad el aspecto de nuestro satélite en la fase decuarto creciente. 

Un estrecho de casi once millas separa loscabos, y el gran golfo interior resguardado de los vientos por las montañas, constituyendo en reali-dad un tranquilo lago más que un agitado mar,

forma un auténtico puerto, y sus moradores ne- 

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gocian con las embarcaciones que recorren la islade punta a punta. 

Las entradas, con sus arrecifes y sus bancosde arena, son peligrosas. Casi en la mitad delestrecho emerge un peñasco que no presentaninguna dificultad para la navegación, pues estáprotegido por una torre con cierto número desoldados. Las demás rocas están bajo el agua y

son muy peligrosas. Solamente los naturales de laisla conocen los canales; por esta causa los foras-teros se valen de un guía del país para entrar en elgolfo; incluso los mismos isleños se atreveríanpor lo peligrosos que son esos pasos si no fuerapor ciertas señales que hay en la ribera y que in-dican el camino. Solamente cambiándolas de sitio

se provocaría el desastre de cualquier escuadraenemiga, por poderosa que fuese. 

En la parte contraria de la isla los puertos noson escasos, pero siempre el desembarco se en-cuentra bien defendido por medios naturales oartificiales, pues con escasas tropas haría fracasarcualquier incursión adversaria. 

 Además, según se afirma, y lo demuestra elaspecto de la isla, aquella tierra no estuvo enotros tiempos rodeada de mar por todas partes.Utopo, de quien a causa de haberlo sometidotomó el nombre el país, pues anteriormente eradenominado Abraxa, fue el que inculcó en aque-

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llos rústicos y ásperos pueblos la cultura y la civi-lización, hasta transformarles en una nación que

actualmente supera a casi todas las demás; orde-nó cortar rápidamente, después de su triunfaldesembarco y de su conquista, el istmo de quincemillas que unía la isla al continente, y de estemodo el mar rodeó la tierra por todas partes.Para realizar esto, no solamente exigió a los natu-rales del país su esfuerzo, sino que, para que el

trabajo no les pareciese humillante, unió a ellostodo su ejército. El trabajo distribuido entre tan-tos hombres fue realizado rápidamente, y estetriunfo asombró y asustó a los pueblos vecinos,que al comienzo se mofaban de aquella empresa,que consideraban vana. 

La isla cuenta con cincuenta y cuatro ciuda-des excelentes y grandes, idénticas las lenguas, lascostumbres, la organización y las leyes, y tambiénla distribución y su aspecto en cuanto lo permitela superficie. La mínima distancia entre estasciudades es de veinticuatro millas, pero ningunaestá tan lejos que no se pueda llegar a otra ciudad

andando todo un día.  Tres hombres maduros y con mucha expe-

riencia de cada ciudad se reúnen todos los añosen Amaurota para tratar de los asuntos comunesa toda la isla. Aquella ciudad, que está situada enel centro del país, es la más adecuada para los

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diputados de todas las regiones, y por ello seconsidera la más importante. 

Las tierras han sido muy bien repartidas a lasciudades, cuyo territorio nunca es inferior a vein-te millas, y algunas veces es superior en aquellaszonas en que las ciudades están más alejadas. Jamás ninguna ambiciona poseer más tierras,porque los utópicos se consideran propiamente

cultivadores y no dueños de sus tierras. Las casas de campo están bien distribuidas y

dotadas de toda clase de material agrícola. Enellas viven isleños que las ocupan por turno. Unafamilia campesina consta de menos de cuarentahombres y mujeres, a los que se agregan dos es-clavos, y es gobernada por un padre y una madre

serios y experimentados. Cada treinta familiasestán guiadas por un prefecto. Regresan anual-mente a la ciudad veinte miembros de cada fami-lia de los que han permanecido dos años en elcampo y son reemplazados por igual número derecién llegados de la ciudad, que son adiestradosen los trabajos agrícolas, durante el año siguiente,

por los más expertos en las labores. Del mismomodo, los recién llegados amaestrarán a los quellegaran el próximo año, y de esta forma se evitaque todos sean al mismo tiempo principiantes enagricultura y que la cosecha se malogre debido asu inexperiencia. Aunque ese reemplazo de agri-cultores se realiza anualmente, para que nadie

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esté obligado a soportar durante más tiempocontra su voluntad una vida muy áspera, a algu-

nos les gustan tanto las labores del campo quesolicitan que se les permita seguir allí durantealgún tiempo más. 

Los agricultores cultivan la tierra, crían ani-males, cortan leña y llevan la cosecha a la ciudad,por tierra o por mar, según les sea más ventajoso.

Crían un gran número de pollos mediante unsistema estupendo, pues los huevos no son incu-bados por las gallinas, sino por medio de un calorsostenido a una temperatura constante. Los po-lluelos, al salir del cascarón, siguen a sus cuidado-res como si fueran sus madres. 

Los utópicos poseen un reducido número de

caballos, y éstos muy briosos, pero sólo los em-plean para los ejercicios ecuestres de los jóvenes,ya que se sirven de los bueyes para las laboresagrícolas y de transporte, pues consideran queaunque el buey no sea tan fogoso como el caba-llo, es más paciente y menos propenso a enfer-mar, y su mantenimiento no es tan costoso ni

delicado, y, además, cuando ya no sirve para tra-bajar, se aprovecha su carne como alimento. 

Solamente siembran grano para tener pan. Be-ben vino de uvas o sidra de manzanas, o de peras,y también agua con miel y regaliz, artículos de losque disponen en gran cantidad. Aunque conocen

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perfectamente por experiencia las necesidades decada ciudad y su término, siembran una cantidad

de trigo mucho más elevada, haciendo lo mismocon el ganado que crían, repartiendo el sobranteentre los vecinos. Todo lo que se necesita en elcampo y ellos no tienen, lo solicitan a la ciudad, ylas autoridades hacen su entrega sin complicacio-nes y gratuitamente. Todos los meses se congre-

gan para festejar un día. Antes de las cosechas, losprefectos agrícolas informan a las autoridades dela ciudad el número de trabajadores que necesitan;en la fecha indicada llegan los cosechadores y sehace la recolección de una sola jornada si el tiem-po es propicio.

Capítulo II

De las ciudades de Utopía y en particular de Amaurota 

Quien conoce una ciudad utópica conoce lasrestantes, tan semejantes son a otras, según lopermite la naturaleza de cada lugar. Por este mo-tivo, da lo mismo explicar ésta que aquélla, pero¿cuál más apropiada que Amaurota? Es la más

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merecedora de ello, ya que es, por deferencia delas otras, la sede de la Asamblea, y, además, es de

la que puedo hablar con más conocimiento porhaber residido en ella durante cinco años. 

 Amaurota está situada en la suave ladera deuna colina y su forma es casi cuadrada, pues suanchura empieza casi debajo de la cúspide de éstay se extiende en dos millas hasta el río Anhidro,

cuya margen continúa en la dirección de la longi-tud, hasta cierta distancia algo mayor. 

El Anhidro nace ochenta millas más arriba de Amaurota, de una humilde fuente, pero engran-decido su caudal por otros ríos, dos de los cualesson de distinta varia importancia; a la entrada dela ciudad tiene quinientos pasos de ancho y luego

se ensancha más, y desembocando en el océanodespués de recorrer otras sesenta millas. En todoel espacio comprendido entre la ciudad y el mar,y hasta algunas millas más arriba, la pleamar, quedura seis horas, y la bajamar originan alternati- vamente en el río una corriente impetuosa. Conla pleamar, las olas mezclan su sal con las aguas

del Anhidro hasta treinta millas de su desembo-cadura. Después el agua del río pierde poco apoco su sabor salino, y cuando llega a la ciudadha recobrado ya su primitiva pureza; en cambio,con la bajamar el agua del río llega al estuarioperfectamente pura y sin mezcla. 

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La ciudad está unida a la orilla opuesta porun puente, no de pilares o estacas, sino de mag-

níficos arcos de piedra, y está en el punto másapartado del mar, para que las embarcacionespuedan avanzar sin dificultad a lo largo de laciudad. Aún tienen otro río, poco caudaloso,suave y tranquilo. Nace en un flanco de la colinasobre la que se levanta Amaurota, cruza la ciudady desemboca en el Anhidro. Los habitantes de

 Amaurota han enlazado mediante fortificacioneslas murallas de la ciudad y el manantial, el cualestá cerca de la urbe, para que, ante la posibilidadde un asedio enemigo, no se pueda cortar ni des- viar su cauce. De allí salen unos cangilones debarro que distribuyen el agua en distintas direc-ciones, hacia la parte baja de la urbe, y cuando el

terreno dificulta ese sistema se valen de grandescisternas hacia las que desvían el agua de las llu- vias. 

La ciudad se halla fortificada por un muro al-to y sólido, con torres y bastiones. Un foso seco,ancho y profundo sigue la muralla por tres partes

y está plagado de zarzas y matorrales. El mismorío sirve de foso en la cuarta parte. 

Las plazas de la urbe se han trazado de talforma que facilitan la fluidez del tránsito y sehallan protegidas de los vientos. 

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Las edificaciones no son deslucidas y se le- vantan en dos líneas de casas a lo largo de la ca-

lle, unas frente a las otras. Las calles tienen veintepies de ancho y detrás de cada casa, a lo largo dela calle, se extienden amplios jardines, cercadospor todos lados por las casas que se adosan aellos. No hay ninguna casa cuya puerta principalno dé a la calle y no tenga un aljibe en el jardín.Las dos hojas de cada puerta se pueden abrir con

una simple presión y se cierran solas; puede en-trar quien lo desee, puesto que no existe la pro-piedad privada, y cada diez años, previo sorteo,suelen cambiar de vivienda. 

Los utópicos cuidan mucho sus jardines, enlos que cultivan la vid, árboles frutales, plantas y

flores muy bellas, y cuidado todo con tanto es-mero que sus frutos se consideran los mejores yde más positivo rendimiento. Su interés por esoscultivos no proviene sólo de su propia satisfac-ción, sino de los concursos de las calles para des-tacar qué jardín es el mejor cultivado. En toda laciudad sería difícil hallar alguna cosa que mejor

respondiera a las necesidades de todos, de talforma que parece que el fundador del Estado sepreocupó particularmente de la creación de losjardines, pues se dice que el plano originario de laciudad fue trazado anteriormente por el propioUtopo. Pero el trabajo de adorno y vigilancia lo

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transmitió a sus sucesores, considerando que una vida humana hubiera sido corta para ello. 

 Todo esto se encuentra en sus anales, quecomprenden un período de mil setecientos se-senta años desde la conquista, anales que guardanescrupulosamente, demostrando que en los pri-meros heroicos tiempos las viviendas fueronconstruidas con los materiales más primitivos:

paredes de caña, techos en punta y haces de pajaprotegiéndolos. Actualmente todas las casas tie-nen tres plantas de techo plano, las paredes exte-riores son de piedra, de ladrillo o bien de yeso.Los techos planos se han recubierto de un pro-ducto no costoso que los hace resistentes almismo fuego y más enemigos de las inclemencias

de la intemperie que el mismo plomo. Los utópi-cos protegen con cristales las ventanas para li-brarse del viento. Igualmente a veces utilizan untejido muy tenue, empapado de aceite incoloro ode ámbar, un procedimiento que tiene la doble ventaja de permitir más luz y defenderse mejordel viento. 

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Capítulo III

De los magistrados

Cada grupo de treinta familias escoge todoslos años uno de sus miembros y le nombra ma-gistrado, denominado sifogrante en el idioma

antiguo y filarca en el moderno. Al frente de diezsifograntes y de sus respectivas familias va el queanteriormente se denominaba traniboro y ahoraprotofilarca. 

 Todos los sifograntes, que son doscientos,después de prestar juramento de que escogerán alhombre que creen más apropiado, eligen, me-diante voto secreto, a un príncipe, escogiéndoloentre cuatro aspirantes presentados por el pue-blo, pues cada cuarta parte de la ciudad nombraun aspirante y lo propone al Senado. El príncipees un magistrado vitalicio, expuesto, sin embar-go, a que se le destituya cuando se sospeche que

tiende a convertirse en tirano. Los traniboros sonescogidos todos los años, pero no los reemplazansi no aparecen causas graves. A los demás magis-trados los cambian anualmente. 

Cada tres días, o más a menudo si lo recla-man las cuestiones, los traniboros se reúnen enconsejo con el príncipe y tratan de los negocios

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públicos y resuelven discretamente las discrepan-cias entre particulares, cuando las hay, lo que no

es frecuente. Dos sifograntes asisten siempre alas sesiones del Senado, aunque los reemplazandiariamente, y vigilan que no se determine nadareferente a los negocios públicos que no hayasido anteriormente tratado en el Senado con tresdías de antelación. Deliberar sobre los asuntos deEstado fuera del Senado o de los comicios públi-

cos se condena con la máxima pena. Estas leyesprocuran evitar que el príncipe pueda sin ningunadificultad tiranizar al pueblo y cambiar el régi-men, de acuerdo con los traniboros, de formaque todo asunto que se considere importante esremitido a la Asamblea de los sifograntes; éstos,una vez han tomado consejo de sus familias,

deliberan entre sí y exponen su parecer al Sena-do. Algunas veces el problema se remite al Con-sejo general de la isla. El Senado nunca trata unaproposición el mismo día en que se le presenta,sino que la aplaza hasta la próxima sesión paraque nadie manifieste confusa y desordenadamen-te lo que primero se le ocurra y tenga despuésque buscar razones para su defensa no muyapropiadas al interés público, impulsado por una vergüenza perversa y fuera de tono, que le lleve ahalagar antes su amor propio que el interés de lanación, no dando a entender que no pensara condetenimiento, cuando, si lo hubiera advertido al

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empezar, habría hablado con más conocimientode causa. 

Capítulo IV

De los oficios

Los utópicos, tanto hombres como mujeres,se dedican a la agricultura, teniendo todos ungran conocimiento respecto a sus labores. Todosson preparados para el campo desde pequeños,por medio de instrucción dada en la escuela ypor prácticas realizadas a manera de juegos en loshuertos cercanos a la ciudad, donde los niños nosolamente observan, sino que se ejercitan en lostrabajos corporales, lo cual les obliga a adiestrarsus músculos. 

 Además de la agricultura, que, como manifes-té, es ocupación común a todos, se instruyen en

un oficio concreto: tejer lana y lino, albañilería,herrería o carpintería. No existen otras tareasdignas de mención entre los utópicos. El modode vestir es igual en toda la isla, sin variación ysin cambios para todas las edades; exceptuandolas diferencias de sexo y la que media entre lossolteros y los casados. Estos vestidos son muy

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prácticos y cómodos, protegiendo al cuerpo tan-to del frío como del calor, y cada familia confec-

ciona los que necesita. Tanto los hombres comolas mujeres aprenden alguno de los demás ofi-cios, pero por ser ellas más débiles, se dedican atareas menos pesadas, trabajando generalmenteel lino y la lana y dejando los oficios más durospara los hombres. 

Casi todos comienzan aprendiendo los ofi-cios de sus padres, siguiendo la tendencia natural,pero si alguno demuestra interés por otro oficiodistinto, pasa por adopción a alguna de las fami-lias que lo ejercen y su progenitor y los magistra-dos se preocupan de que tenga como maestro aun serio y honrado padre de familia. Igualmente

tiene la misma posibilidad el que aún, teniendoya un oficio, desee aprender otro, pudiendo des-pués escoger entre los dos oficios, a menos quela ciudad carezca de artesanos de uno de ellos ylo necesite para el otro determinado oficio. 

La ocupación fundamental y casi exclusiva delos sifograntes consiste en evitar que nadie se en-tregue al ocio, sino que todos se consagren aten-tamente a su oficio, aunque no se fatiguen tantocomo animales de carga trabajando desde la ma-ñana hasta la noche. Esto sería peor que la esclavi-tud; sin embargo, en casi todas partes la vida delos trabajadores es así, menos en Utopía, donde la

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jornada se divide en veinticuatro horas iguales,incluyendo en ella el día y la noche, y se designan

seis para el trabajo: tres por la mañana, después delas cuales se come; una vez terminada la comidadescansan dos horas y seguidamente reemprendenel trabajo otras tres horas, hasta el momento deretirarse para ir a cenar. Las horas las cuentan apartir del mediodía, y se acuestan a las ocho, dur-

miendo ocho horas. En los intervalos de comer, cenar y dormir,

cada uno dedica el tiempo sobrante a su gusto,pero no lo desperdicia en la ociosidad ni en la voluptuosidad, sino en alguna dedicación distintade su oficio y elegida según su voluntad. Granparte de ellos dedican los ratos de ocio al cultivode las letras. No obstante, aunque acude grannúmero de hombres y mujeres a escuchar esaslecciones, los que no quieren asistir y prefierendedicar el tiempo a su propio oficio, cosa quesucede a muchos, pues no todos tienen capaci-dad para entender ciertas enseñanzas, no se les

obliga, e incluso son ensalzados porque tambiénle son provechosos al Estado. 

Después de cenar, se distraen una hora en verano en los jardines y en invierno en los come-dores comunes, donde se ejercitan en la música ose complacen hablando. Los dados y demás va-nos y peligrosos juegos de azar no son conoci-

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dos. Sin embargo, practican los juegos que seasemejan al ajedrez; uno de ellos es un combate

de números, el otro es una verdadera formaciónde batalla en la que se enfrentan vicios y virtudes,y que demuestra el desacuerdo y las divergenciasque hay entre los vicios y su alianza contra las virtudes; cual es el vicio opuesto a cada virtud;qué energías emplean para luchar declaradamen-te; de qué artimañas se valen para embestir por el

flanco; de qué medios disponen las virtudes paraluchar y vencer los ataques del vicio, y, por últi-mo, de qué modo uno u otro bando consiguenganar la contienda. 

Pero llegó la hora de estudiar con más dete-nimiento un asunto, para evitar que os equivo-

quéis. Tal vez opinaréis que una jornada de seishoras originará forzosamente alguna insuficienciaen las cosas precisas, pero no es así, pues tal jor-nada no solamente es suficiente para proporcio-nar lo necesario para el bienestar y otras necesi-dades indispensables, sino que las supera, lo cualcomprenderéis si pensáis en la cantidad de ocio-

sos que pululan en los demás países. En primerlugar, casi todas las mujeres, que constituyen lamitad de la población, y, donde ellas trabajan,casi siempre los hombres huelgan en vez de lasmujeres y, asimismo, los sacerdotes y religiosos. Además, todas las personas adineradas, princi-palmente los propietarios de grandes extensiones

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de terreno, que corrientemente se denominannobles, y sus numerosos criados, muchas veces

de baja condición, y por último los pobres quepiden limosna, fuertes y sanos, pero fingen cual-quier enfermedad para disimular su pereza.Comprobaréis que la parte de trabajadores cuyaocupación consiste en satisfacer las necesidadesde la criatura humana es mucho más reducida delo que creéis, y pensad que tan sólo un pequeño

número de ellos se dedica a una ocupación indis-pensable. Como entre nosotros todo se mide pordinero, se precisa gran cantidad de profesionesinútiles y vanas, que solamente conducen al lujoy a la voluptuosidad. 

Si esa multitud de trabajadores se repartiese

entre los pocos oficios que son necesarios a la vida natural, la abundancia de las materias deprimera necesidad sería forzosamente tan grandeque los precios estarían por debajo del presu-puesto alimenticio de los artesanos. Pero si todoslos hombres que actualmente se emplean en ofi-cios vanos, si todas las clases ociosas que vegetan

en la pereza y el abandono, cada uno de cuyosmiembros gasta una parte de lo obtenido por eltrabajo del prójimo igual a la de los que produ-cen, fueran obligados a trabajar en algo de utili-dad e interés común, fácilmente salta a la vista elpoco tiempo que sería necesario para obtenertodo lo preciso para las necesidades o para llevar

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una existencia confortable, así como para el lícitobienestar, y todavía sobraría. 

Lo que acontece en Utopía demuestra abier-tamente esta verdad. Apenas se encuentran entoda la ciudad y en el territorio vecino quinientaspersonas, entre hombres y mujeres, que estandoen condiciones de trabajar estén eximidas dehacerlo. Entre éstas los sifograntes, que, aunque

la ley los dispense del trabajo, no intentan rehuir-lo, para estimular a los demás con su ejemplo. También son dispensados aquellos a quienes elpueblo, a petición de los sacerdotes y medianteuna primera votación secreta de los sifograntes,ha concedido el privilegio perpetuo de poderdedicarse enteramente al estudio. Los que frus-

tran las esperanzas puestas en ellos, vuelven denuevo a ser artesanos, y, por el contrario, muchas veces ocurre que algún artesano, después de ha-ber dedicado tan asiduamente sus horas de des-canso al estudio, adquiere tal cultura que es exi-mido de practicar su oficio y se le incluye entrelos letrados. 

Entre los estudiosos son seleccionados lossacerdotes, los traniboros y el mismo príncipe, elbarzanes, como se le denomina en la lengua anti-gua, o el ademos como se le llama en la moderna.Como la parte restante del pueblo no se halla sintrabajo, ni tiene por ocupación oficios sin valor,es fácil hacer un cálculo que nos indique las po-

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cas horas que se necesitan para cumplir una co-piosa tarea. 

Los utópicos tienen todavía otra ventajaademás de las ya señaladas, en relación con losoficios necesarios, para trabajar menos que otrospaíses. La edificación exige en cualquier país elcuidado constante de mucho personal, pues loque edificó el padre, el heredero, al no tener cui-

dado, no le importó que se destruyese lentamen-te, y lo que se habría podido conservar con pocodesembolso, se ve obligado su sucesor a cons-truirlo de nuevo, exigiéndole enormes gastos. Alguna vez la casa cuya construcción ha signifi-cado la inversión de un capital, va a parar a ma-nos de un espíritu que gusta del placer, no intere-

sándose por ella; abandonada, se desmoronarápronto y se necesitará una cantidad de dinerosemejante para construir una casa nueva en otrositio. 

En Utopía, todo se halla reglamentado y elinterés público robustecido, siendo difícil quehaya que buscar sitio para las casas de nueva

construcción, y no sólo porque se subsanan confacilidad las averías que se producen en ellas,sino porque todos los peligros están prevenidos.De este modo, con poco esfuerzo las casas duranmucho tiempo, y los trabajadores dedicados a laconstrucción apenas tienen que hacer, aunquesiempre están encargados de desbastar maderas y

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de tallar piedras para que cuando llegue el mo-mento se puedan hacer las reparaciones con la

mayor rapidez. Comprobad ahora cuán poco gastan en ves-

tirse. En primer lugar, cuando trabajan llevan vestidos de cuero o de pieles, que duran sieteaños; cuando aparecen en público, se ponen unaclámide que cubre su ruda vestimenta. El color,

que es el natural de la tela, es idéntico en todo elpaís. De esta forma no solamente tienen suficien-te con menos palmos de lana que en cualquierotro país, sino que, además, resultan más eco-nómicos y la tela de lino exige menos trabajo y seutiliza más que en otras partes. En ella sólo setiene en cuenta su blancura y en los paños su

higiene, no concediendo ningún valor a la finurade la tela. En otros países cada hombre poseecuatro o cinco vestidos de paño, de distintoscolores, y algunos de seda, y los hay que no seconforman ni con diez, pero en Utopía todos secontentan con uno solo, que les dura general-mente dos años, pues no existe ningún motivo

para que quieran más, ya que no se sentirían másprotegidos contra el frío ni más elegantes. 

Como todos se ocupan solamente en oficiosprovechosos y tienen bastante con pocas horasde trabajo, ocurre que cuando poseen suficientecantidad de materias necesarias, se convoca una

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gran multitud de habitantes para que reparen lascarreteras. 

 A veces, cuando no es necesario reparar nireconstruir, se ordena la disminución de las horasde labor. Los magistrados, efectivamente, noquieren imponer a los ciudadanos contra su vo-luntad una tarea innecesaria, pues las institucio-nes de la república se inclinan con prioridad a

libertar a todos los ciudadanos del esfuerzo delos trabajos corporales, en cuanto lo consientanlas necesidades de la comunidad, dando un im-pulso a la libertad y al cultivo de la inteligencia,en lo cual creen que se fundamenta la felicidad. 

Capítulo V

De las relaciones mutuas

 Juzgo razonable exponeros ahora de qué ma-nera se regulan en Utopía las relaciones entre los

ciudadanos y la repartición de los bienes. La ciu-dad está constituida por familias, compuestas degrupos unidos por lazos de parentesco. Al con-traer matrimonio las mujeres se trasladan a la vivienda del esposo; los hijos y los nietos varonesquedan en la familia y deben respetar y acatar almás anciano de los familiares, salvo que la madu-

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rez haya mermado su inteligencia, en cuyo casoes suplido por el que le sigue en edad. 

Para que la población no se reduzca ni au-mente en exceso, se hace lo posible para quecada familia, de las que hay unas seis mil en cadaciudad, exceptuando las que viven en el campo,no tenga menos de diez hijos púberes ni rebaselos dieciséis. El número de los impúberes no es

restringido. Esto se logra enviando a las familiasreducidas el sobrante de las más numerosas.Cuando la población total de una ciudad es exa-geradamente copiosa, se procura compensar laescasez de otras. Y si en total es demasiado nu-merosa, se escogen en cualquier ciudad algunosciudadanos para ir al próximo continente, en el

cual los indígenas tienen más tierras de las queprecisan y no las cultivan, estableciendo allí unacolonia gobernada por sus mismas leyes, invitan-do a agregárseles a los naturales del país si acce-den a convivir con los colonos, y, gracias a unirsecon quienes así lo quieren, se mezclan fácilmenteen instituciones y costumbres para beneficio de

todos. Debido a sus sistemas, los utópicos logranfertilizar aquellas tierras que los indígenas creíanpobres o yermas. Los que no quieren acatar lasleyes, son desterrados y sus posesiones son adju-dicadas a otros nativos; los colonos luchan con-tra quienes oponen resistencia, porque conside-ran justo motivo de guerra el que un pueblo ten-

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ga árido, infructuoso y deshabitado su suelo yniegue su utilización y posesión a los que, por ley

natural, deben encontrar en él su sustento. Sidecreciese el número de habitantes de algunasciudades de Utopía, hasta el extremo de que losdemás lugares de la isla no pudiesen llenar el vacío manteniendo su número de habitantes,cosa que, según parece, ha ocurrido dos vecesdurante su historia a causa de la peste, llamarían a

los vecinos de una colonia para cubrir el vacío, yaque a los utópicos les interesa más conservar laimportancia de cualquier ciudad, no importándo-les en este caso la pérdida de sus colonias. 

Pero volveré al régimen en que viven los ciu-dadanos. Como expuse anteriormente, el más

anciano gobierna la familia, las mujeres atiendena sus esposos, los hijos a sus padres, y, común-mente, los jóvenes sirven a los mayores. 

La ciudad está distribuida en cuatro partesiguales; en medio de cada una de las cuales hayun mercado donde se encuentra toda clase demercancías. Cada familia entrega los productos

de su trabajo a unos almacenes especiales, loscuales se preocupan de seleccionarlos y repartir-los según su especie en diferentes almacenes.Cada padre de familia va a buscar allí lo que pre-cisan él y sus familiares, y recoge lo que quiere,sin dar dinero ni otra cosa a cambio. ¿Por qué nohabrían de entregárselo? Poseyendo tanta abun-

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dancia de todo, ¿qué temor hay de que nadiesolicite más de lo preciso? ¿Pues a quién se le

ocurrirá desear cosas vanas si está seguro de queno ha de faltarle nada? El miedo a las privacioneses el motivo que hace egoístas y avaros a todoslos seres vivientes, y en el hombre el orgullo,pues le hace jactarse de la exhibición de cosas vanas para distinguirse de los demás, vicio quelas instituciones de Utopía no toleran en modo

alguno.  Anexos a los almacenes a que me he referido

hay mercados de comestibles, a los que no sola-mente se llevan los frutos, legumbres y pan, sinola carne de cuadrúpedos y aves, toda clase depescados, que lejos de la ciudad, en el río, lim-

pian de impurezas y suciedades. De allí traenmuertas las reses y completamente limpias, locual han hecho los siervos, pues los utópicos noconsienten que sus conciudadanos se habitúen amatar seres vivientes por creer que es una acciónque poco a poco va eliminando el sentimiento depiedad, indispensable al hombre, y tampoco

permiten que entren en la ciudad suciedades einmundicias cuya corrupción podría emponzoñarel aire y contagiar diversas enfermedades. 

 Además, en cada barrio se hallan grandes edi-ficios construidos a distancias iguales, teniendocada uno su propio nombre. En esos edificios sealojan los sifograntes, a cada uno de los cuales

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están adscritas treinta familias, quince en cadauno de los dos lados, y comen allí. Los abastece-

dores de cada edificio acuden al mercado a horafija y piden alimentos según el número de perso-nas que viven en él. 

Los utópicos tienen una especial considera-ción por sus enfermos, a los que cuidan en hos-pitales públicos, de los que hay cuatro en cada

ciudad, situados un poco más allá de las murallas,tan grandes y acondicionados que se podríanconsiderar unas pequeñas ciudades, por lo quelos enfermos, aunque sean muchos, nunca tienenque sufrir escaseces ni privaciones. Esto tambiénpermite apartar de los demás a los que por causade su dolencia podrían contagiarles. Dichos cen-

tros están dotados de todo lo preciso para losenfermos; los cuidados se realizan con presteza ycon delicada atención; los médicos más acredita-dos están permanentemente en ellos y, como nose obliga a nadie a ir forzadamente, no hay nadieen toda la ciudad que al enfermar no prefiera másser atendido en el hospital que en su propio ho-

gar. Cuando el abastecedor de los enfermos se ha

provisto de la alimentación señalada por los doc-tores, se distribuye la comida seleccionada deforma proporcional al número de comensalesentre los abastecedores de los edificios de la ciu-dad, no sin demostrar una especial deferencia al

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príncipe, al pontífice y a los traniboros, lo mismoque a los embajadores y a los extranjeros, si hay

algunos, ya que generalmente son pocos, pero losque acuden hallan casas dotadas de todo lo nece-sario. 

 Toda la sifograntía se rige según un horariodeterminado y a toque de trompeta, para comero cenar, sin otra excepción que la de los ciudada-

nos que permanecen en su casa o en los hospita-les. 

Está permitido aprovisionarse en los merca-dos cuando los comedores poseen ya todo lonecesario, pero saben que nadie obrará de talforma sin motivo; todos tienen el privilegio decomer en su propia casa, pero nadie lo hace por

placer, pues considerarían necio dedicarse a pre-parar una comida trivial cuando en el comedorpúblico tienen a su disposición una suculentacomida. 

Las tareas fatigosas y sucias del comedor es-tán a cargo de los esclavos. De la preparación y

cocción de los alimentos y de la disposición de lamesa se encargan las mujeres, las cuales van tur-nándose por familias. Se disponen tres o másmesas, según el número de personas que acudena comer. Los hombres se colocan junto a lasparedes, y las mujeres enfrente, de forma que siestán embarazadas y se sienten indispuestas pue-

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dan ir al cuarto de las nodrizas y no molestar alos demás comensales al levantarse. 

Éstas se sientan en un comedor particulardonde hay siempre fuego y está provisto de agualimpia y tiene cunas para poder acostar a los críoso dejarles que se entretengan cerca del fuegodespués de quitarles la faja. Cada mujer cría a suhijo, excepto que se lo impida alguna enferme-

dad. Si ocurre esto, las esposas de los sifograntesencuentran muy fácilmente una nodriza, puesabundan las que se ofrecen para este servicio, yestán muy bien consideradas, aparte de que elniño mira a la nodriza como si fuera su madre. 

 Todos los niños menores de cinco años vi- ven en la sala de las nodrizas. Los jóvenes, tanto

de uno como de otro sexo, sirven la mesa, y si laedad todavía se lo impide, permanecen en silen-cio y de pie mientras comen los mayores. Se ali-mentan de lo que éstos les dan, sin que se lespermita quejarse. En lugar preferente situado enel centro de la primera mesa y dominando a lasrestantes, se asientan el sifogrante y su esposa,

junto con los dos ancianos de más edad. Segui-damente se sientan los demás en grupos de cua-tro, y si en la sifograntía existiera un templo, jun-to con el sifogrante tomarían asiento el sacerdotey su esposa. En las mesas de ambos lados sesientan los más jóvenes, continuando después los viejos y así se juntan en toda la casa los iguales a

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la vez que se mezclan los de distintas edades.Esto lo hacen así para que la gravedad y reveren-

cia de los ancianos evite el libre lenguaje o losincorrectos gestos de los jóvenes, puesto que deesta forma lo que acontezca o se diga en la mesaes observado y oído por los demás. 

La repartición de la comida no se hace empe-zando por la primera mesa, sino presentando los

mejores platos a los ancianos que están sentadosen los sitios de honor; seguidamente se hacenpartes iguales para los demás. Los más viejosdistribuyen a su gusto con sus vecinos más pró-ximos los presentes que les ofrecen, pues no loshay suficientes para todos los de la casa. De estaforma se honra a los ancianos debidamente, y la

 ventaja beneficia a los demás.  Todas las comidas y cenas empiezan con una

lectura moral, si bien breve, para no fatigar. Se-guidamente los más ancianos dan comienzo aconversaciones honestas, pero no tristes ni abu-rridas. No alargan la charla durante toda la comi-da, sino que al mismo tiempo están atentos a lo

que dicen los jóvenes, y provocan voluntaria-mente sus reflexiones, para conocer el talento yla manera de ser de cada uno, expresados al favorde la libertad de la comida. Los almuerzos sonbreves; en cambio, las cenas son más prolonga-das, porque después del almuerzo espera el traba-

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jo y luego de la cena el descanso, lo que se creemás conveniente para una buena digestión. 

La cena siempre se ameniza con música ynunca falta el postre; queman esencias, derramanperfumes y hacen todo aquello que pueda com-placer a los presentes, pues entienden que todoslos deleites, mientras no causen mal alguno, de-ben tolerarse. 

En las ciudades viven de esta forma, y en loscampos, donde están más apartados, comen ensu propia casa. A ninguna de las familias campe-sinas le falta nada, pues de ellas provienen todoslos alimentos de los ciudadanos.

Capítulo VI

De los viajes de los utópicos

Si algún ciudadano quiere visitar a un amigoque vive en otra ciudad, o sencillamente ver ésta,alcanza con facilidad la autorización del sifogran-te y del traniboro, si no hay algún motivo que lodificulte. Los viajeros marchan en grupos, conuna carta del príncipe en la cual consta el consen-

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timiento del viaje y se determina la fecha de re-greso. 

Se les proporciona un vehículo y un esclavopúblico que conduce y cuida de los bueyes. Aun-que generalmente, si no llevan a su familia, los viajeros prefieren ir solos, ya que consideran queel esclavo es un estorbo. Parten sin ninguna pro- visión, pero no les falta nada en todo el trayecto,

porque en todas partes están como en su propiacasa. Si se queda más de una jornada en algúnsitio, trabajan en su oficio y son muy bien acogi-dos por los artesanos del lugar. Si algún utópicosale sin darse cuenta fuera de los límites de suterritorio y es apresado sin poder presentar unaautorización del príncipe, es duramente repren-

dido. Si vuelve a incurrir en lo mismo, es reduci-do a la esclavitud. 

Si un utópico quiere pasearse por los alrede-dores de la ciudad, puede hacerlo con la autori-zación del padre y el permiso del cónyuge, perono le darán comida en ningún caserío si no loabona con trabajo, que generalmente se hace en

una mañana o en una tarde. Acatando esta nor-ma puede atravesar el límite del territorio de suciudad, y no proporcionará menos beneficio aésta que si se hubiese quedado en ella. 

Como podéis comprobar, no existe ningúnmotivo de ociosidad ni excusa de holganza, nin-

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guna taberna, ni cervecería, ni ocasiones de co-rrupción, ni lugares ocultos, ni reuniones, secre-

tas ni burdeles, sino que estando observados porlos demás, se ven forzados a trabajar y a descan-sar, distrayéndose con honestas diversiones. 

De estas costumbres se obtiene como conse-cuencia la gran abundancia de todos los bienes, ycomo éstos están repartidos con justicia entre

todos, no hay quien sea pobre ni quien mendi-gue. 

En el Senado de Amaurota, donde, como yahe indicado, son convocados cada año tres pres-tigiosos ciudadanos de cada urbe, se discute enprimer lugar de las cosas que hay abundancia yde las que hay escasez, de forma que los lugares

donde estén sobrados de ciertas materias suplana los que carecen de ellas, y gratuitamente, puesestá prohibido recibir nada. A los que les faltaalguna materia no dan nada a cambio, salvocuando en otra circunstancia sucede a la inversa.De esta forma, toda la isla es como una granfamilia. 

Cuando poseen el alimento preciso, cosa queno se realiza hasta almacenar víveres para dosaños, para prevenirse contra lo que pudiera ocu-rrir el próximo año, exportan a otros países losobrante: grandes cantidades de trigo, de miel, delanas y lino, cereales, maderas, conchas, pieles,

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cera, sebo, cuero y diversas especies de animales.Dan un séptimo de todo a los pobres de cada

país y lo restante lo venden barato. Por medio deeste comercio, importan no solamente las mate-rias de las que tienen escasez (en especial el hie-rro), sino oro y plata. 

Su mucha experiencia comercial les permiteacumular increíbles riquezas, y de este modo

igual les importa vender al contado que a plazos,con la particularidad de que vigilan mucho lospagarés, que no aceptan nunca de los particula-res, sino que exigen mediante documentos que logaranticen el aval de una ciudad. La ciudad,cuando se acerca la fecha del vencimiento, re-clama el pago de los documentos a los particula-

res depositando lo cobrado en sus casas de cam-bio, hasta que los habitantes de Utopía lo recla-man, beneficiándose, mientras tanto, de su inte-rés. 

Por lo general, éstos no retiran dichas canti-dades, pues piensan que no sería lícito obtener loque ellos no usan de manos de quien consigue

con ello algún beneficio. Sin embargo, si las cir-cunstancias lo aconsejan, reclaman el pago; porejemplo: cuando quieren prestar a otro país partede la cantidad o cuando tienen necesidad de ellapara hacer la guerra. Únicamente con dicha fina-lidad guardan en la isla todo el tesoro que po-seen, con el fin de prevenirse contra los graves e

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imprevistos peligros. Mediante ese dinero pagangrandes cantidades a los mercenarios de países

extraños, a quienes mandan a la guerra antes quea sus conciudadanos, pues saben que a losenemigos se les puede comprar con el oro y has-ta lograr que se destruyan entre sí por medio dela traición o en lucha abierta. Por todo ello con-servan dicho gran tesoro, y, sin embargo, no lotienen como tal, sino que lo consideran de unas

características que me cuesta decirlo, porquetemo que no se me creerá, como yo no lo habríacreído si no lo hubiese presenciado. Es naturalque lo que es extraño a las costumbres de unoparezca contrario a la verdad. Sin embargo, quienlo presenciara, no se asombraría al darse cuentade la gran diferencia que hay entre las institucio-

nes de Utopía y las nuestras; es natural, pues, queellos usen del oro y de la plata muy distintamenteque nosotros. 

No intercambian entre sí ningún tipo de mo-neda, sino que la almacenan en previsión de loque pudiera acontecer. El oro y la plata, materia-

les con los que se fabrica la moneda, no poseenallí mayor valor que el que les dio la naturaleza.¿Y quién no observa la diferencia de valor con elhierro? ¡Por Hércules!, los mortales no puedendespreciar el hierro ni el fuego ni el agua, mien-tras que el oro y la plata no tienen ninguna utili-dad práctica. Únicamente la insensatez de los

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los edificios públicos sino en los hogares, con elfin de construir recipientes para los usos huma-

nos más innobles. También las cadenas y losgrillos con que se sujetan a los esclavos son deoro y plata, y los condenados por los mayorescrímenes llevan obligatoriamente pendientes,anillos, collares y diademas de oro finísimo. 

De esta forma logran que el oro y la plata

sean despreciados, y en caso de necesidad pue-dan desprenderse de estos metales sin pena algu-na, mientras que para los demás mortales su pér-dida es tan dolorosa. 

 A lo largo de sus costas cogen, además deperlas, diamantes y otras piedras preciosas queencuentran entre las rocas; no las buscan expre-

samente, pero al encontrarlas por casualidad, laspulimentan y adornan a sus hijos pequeños, queles gusta durante los primeros años, pero cuandoson mayores las desprecian, avergonzados por-que esos adornos sólo los llevan los niños, y en-tonces se los quitan, del mismo modo que nues-tros hijos al llegar cierta edad rechazan sus jugue-

tes y sus muñecas. No entendí nunca con clari-dad la gran cantidad de cualidades espiritualesque estas costumbres traen consigo, siendo tandiferentes de las demás naciones, como despuésde presenciar lo que ocurrió con la llegada de losembajadores anemolianos. 

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 Vinieron a Amaurota cuando yo me hospe-daba allí, y como su presencia tenía por finalidad

discutir importantes negocios, eligieron a tresdestacados vecinos de cada ciudad para recibir-les. Todos los embajadores que visitaron antesUtopía procedentes de los países fronterizosconocían las costumbres de los utópicos, y sa-biendo que entre ellos no era ningún honor los vestidos lujosos, que despreciaban la seda y con-

sideraban infamante el oro, visitaban siempre elpaís aparentando la mayor modestia. Pero losanemolianos venían de lejos, apenas les habíantratado y, como les hubieran contado que todosse vestían con ropas bastas, pensando que lohacían porque no podían vestirse de otra manera,emplearon la soberbia más que la prudencia,

decidiendo presentarse con gran ostentación, conel fin de maravillar a los que ellos creían unosmiserables. 

De esta forma los tres embajadores se hicie-ron acompañar de un séquito de cien personajesque iban con brillantes vestidos, casi todos de

seda. Los embajadores, que pertenecían a la altanobleza de su país, llegaron con vestidos borda-dos en oro, grandes collares, pendientes, anillos yotros adornos de oro, plata, perlas y piedras pre-ciosas; en fin, que se presentaron con lo que enUtopía es propio de la infancia, o símbolo deinfamia o de esclavitud. 

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Fue muy curioso ver la altivez de los embaja-dores al caminar entre la multitud de utópicos

que habían acudido a recibirles, y aún fue másdivertido ver como el éxito que pretendieron seles trocó en desgracia. Excepto los contadosutópicos que habrían tenido ocasión de visitarotras tierras, la multitud consideró vergonzosoaquel esplendor, y hubo quien saludó con granreverencia a los sirvientes, pensando que eran los

amos, y despreció a los embajadores, increpán-doles, creyendo que eran esclavos al ver susadornos de oro. Os habría gustado oír a los mu-chachos diciendo a sus madres al fijarse en losembajadores: 

«Mira, madre, deben ser anormales porque llevan

los juguetes que nosotros teníamos cuando éra-mos pequeños.» Y la madre les contestaba muyseriamente: «Cállate, hijo mío, pues ése debe serun bufón de la embajada». Las burlas contraaquellas cadenas de oro se sucedían, pues pensa-ban que, siendo tan delgadas, el esclavo podíaromperlas y huir así que quisiera. 

Cuando los embajadores, después de dos otres días, vieron que los utópicos tenían muchí-simo más oro que ellos, pero que lo despreciabanmucho más de lo que ellos lo apreciaban y que ledaban un uso infamante, dejaron de enorgulle-cerse y se lo quitaron avergonzados, principal-mente después de comprender las ideas y las

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costumbres de Utopía y de intimar más cordial-mente con ellos. 

Los utópicos se maravillan de que haya hom-bres a quienes atraiga el dudoso resplandor decualquier brillante o piedra preciosa, cuando losresplandores del sol o de las estrellas se nos ofre-cen gratuitamente, y de la insensatez de los mor-tales complaciéndose en llevar un vestido de seda

o de lana, puesto que la lana con que se confec-cionó, por fina que fuera, la llevó antes una ove-ja, sin que por ello dejara de ser oveja. 

Se asombran igualmente de que el oro, pornaturaleza, tan inútil, sea en el mundo tan apre-ciado; de que el hombre que le atribuyó semejan-te valor para su provecho sea menos apreciado

que el mismo oro, hasta el extremo de que hayquien, con menos inteligencia que un tronco oque un necio, tiene en esclavitud a un gran nú-mero de hombres de bien e inteligentes, única-mente porque dispone de mayor cantidad de oro,y si la fortuna le cambiara su condición, o cual-quier ley, que igual que la fortuna puede variar la

condición de las cosas, y le trasladara del estadode amo al de siervo más despreciable de la casa,no causaría sorpresa si se le viese sirviendo a suantiguo criado, como apéndice y añadido de sudinero. 

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 Y todavía más se maravillan, y lo despreciancomo locura, de los honores casi divinos que los

hombres, sin deberles nada y sin obligación algu-na, rinden a los opulentos, únicamente por serricos, aunque conocen su avaricia y su tacañería,sabiendo que mientras estén vivos no recibiránde ellos ni un ochavo. 

 Todas estas opiniones se las deben en parte a

la educación que reciben en el país, cuyas institu-ciones les hacen despreciar semejantes insensate-ces; también se lo deben a sus estudios en cien-cias y letras. Pues aunque sean en escaso númerolos que únicamente se dedican al estudio, hallán-dose exentos de otro tipo de trabajos por haberdado pruebas desde la niñez de unas facultades

no comunes de singular inteligencia y de consu-mada facilidad para aprender las bellas letras,todos los muchachos reciben educación, y unagran parte de hombres y de mujeres dedican sushoras libres al estudio. Aprenden todas las mate-rias en su propia lengua, rica en léxico y extraor-dinariamente fiel a la expresión del pensamiento,

utilizada en casi toda aquella parte del mundo,con la salvedad de que en los otros lugares estámás adulterada. 

 Todos esos sabios cuyos nombres son famo-sos en nuestro mundo, no los conocían antes deque yo llegara, y sin embargo, en música y endialéctica, en aritmética y geometría, han logrado

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tantos avances como nuestros antecesores. Perosi bien se hallan a la par con los antiguos en casi

todas estas cosas, no han llegado a igualar, nimucho menos, los nuevos inventos de nuestrosdialécticos, pues no han podido inventar aquellasreglas agudas de las restricciones, las amplifica-ciones y las suposiciones que enseñan a nuestrosalumnos en las clases de lógica. Se hallan igual-mente lejos de haber encontrado las «segundas

intenciones», ni tampoco vieron lo que llamamosel «hombre en común», aun cuando sea colosal ymayor que un gigante y nosotros podamos casiseñalarlo con el dedo. Saben perfectamente elcurso de los astros y el movimiento del universo.Han inventado igualmente raros instrumentos dediversas clases con los que calculan con exactitud

los movimientos del Sol y de la Luna y los de losdemás astros. En cuanto a la astrología y a laadivinación por medio de los astros nunca hantenido la menor idea. 

Predicen el tiempo por medio de diversossistemas transmitidos por la experiencia, y así

adivinan con bastante exactitud, la lluvia, los vientos y los cambios atmosféricos. Pero acercadel origen de todas estas cosas, de las mareas, dela sal de los mares, del origen de los astros y delmundo no se ponen de acuerdo entre las escuelastradicionales y las modernas teorías, igual queacontece en nuestros países. 

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Por lo que respecta a la moral, tienen lasmismas polémicas sobre idénticos problemas que

los nuestros. Estudian las cualidades del alma ydel cuerpo así como de los bienes exteriores, y siel concepto «bien» puede aplicarse a todos ellos oreservarse únicamente a las dotes del alma. Enta-blan polémicas sobre la virtud y el placer, pero suprincipal problema es saber en qué consiste lafelicidad del hombre y si reside en una o en va-

rias cosas. En este aspecto parece que se inclinan más

de lo justo hacia el placer, en el cual ven, si no latotalidad, la mayor parte de la felicidad del hom-bre. Y lo más curioso es que se refugian en sureligión, que es dura y severa, incluso triste y

rígida, para justificar su inclinación tan voluptuo-sa. No polemizan jamás sobre la felicidad sinsacar a colación alguna de sus principios religio-sos, que equiparan con la filosofía racional, sinlos cuales consideran incompleto y endeble elanálisis de la felicidad verdadera. 

Estos principios son como siguen: El alma es

inmortal y originada por bondad de Dios para labienaventuranza, y al término de esta vida habráuna recompensa para nuestras virtudes y un cas-tigo para nuestros vicios. Aunque tales funda-mentos procedan de la religión, afirman los utó-picos que la razón debe inducir a concederlescrédito, y declaran con firmeza que suprimiéndo-

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los nadie sería tan insensato que no se desviviesepor encontrar el placer por todos los medios

lícitos o perversos, como no fuese porque unplacer menor privara de otro mayor, o porque suobtención trajese consigo algún sufrimiento,pues consideran una insensatez practicar virtudesduras y difíciles, renunciar a los placeres de la vida, soportar voluntariamente el dolor sin espe-rar recompensa alguna. ¿Y qué otra recompensa

pueden esperar si no es un premio en el otromundo, después de una vida de dolor y mortifi-cación? 

Piensan que la felicidad no se halla en cual-quier placer sino en los buenos y honestos.Nuestra naturaleza se inclina hacia esa felicidad

como hacia el bien supremo a causa de la misma virtud a la cual una doctrina contraria considerala verdadera dicha. 

La definición de la virtud es ésta: vivir con-forme la naturaleza a la cual estamos como guia-dos por Dios. Quien obedece a la razón en susgustos y repugnancias sigue los mandatos de la

naturaleza. La razón inculca primero a todos loshombres el amor y la adoración hacia la DivinaMajestad a la que debemos nuestra existencia y laposibilidad de obtener la felicidad, y luego nosinclina a vivir con la máxima alegría y la menorangustia, dando ejemplo a los demás para queobren igualmente en bien de la sociedad natural.

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No existió ningún defensor de la virtud y enemi-go del placer que os diera el consejo de afrontar

pruebas y mortificaciones y os excitase para ali- viar la miseria y desgracias del prójimo con todas vuestras fuerzas, y exaltase en nombre de la hu-manidad a quien se dedica a socorrer y a dar con-suelo a los demás. Si es muy humano, ya que nohay otra virtud más privativa del hombre, atenuarlos males del prójimo y, suprimiendo los dolores,

alegrar la vida, esto es, procurar un placer ¿a cau-sa de qué la naturaleza no habría de inclinarse aobrar igual con él mismo? Pues la vida de place-res es mala, en cuyo caso no sólo deberíamosdejar de proporcionársela a los demás, sino apar-tarlos de ella como de una cosa perversa, o encaso contrario es buena y podemos y tenemos la

obligación de procurarla a los demás. Y si esto esasí, ¿por qué razón no se debe empezar por unomismo? ¿A causa de qué no debe sernos propiciolo que es tan necesario para los demás? La natu-raleza no nos ordena ser benéficos con el próji-mo y que, por el contrario, seamos perversos yduros con nosotros mismos. 

Los utópicos creen de esta forma que la natu-raleza ordena una vida feliz, o sea de placer, co-mo fin de nuestras obras, y definen la virtud co-mo vivir según sus ordenanzas. Si la naturalezaaconseja a los hombres una vida más fácil ayu-dándose, cosa que se realiza con buenos motivos,

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pues nadie está tan por encima de la suerte de lahumanidad que la naturaleza únicamente deba

ocuparse de él, ya que siente igual afecto portodos los seres de idéntica especie y los fortaleceen una misma comunión, claro está que te avisaconstantemente que no debes buscar tu felicidada costa del infortunio de los demás. 

Por ello opinan que deben ser observados no

sólo los pactos que se establecen entre particula-res, sino las leyes públicas, tanto si fueran orde-nadas por un buen gobernante como si el pueblolas hubiera aprobado de común acuerdo, sin pe-sar sobre él cualquier asomo de tiranía o engaño,y que tratan del reparto de los dones de la vida,que quiere decir de lo que es objeto de placer. 

Desear el propio interés sin infringir las leyes,es razonable; querer, además, el bienestar generales humano; pero arruinar la felicidad del prójimopara alcanzar la de uno mismo, es una accióninmoral, y, en cambio, despojarse de algo muyprovechoso para beneficiar a otros es una accióncaritativa. Verdaderamente, este acto es tal que

jamás priva de tanto bien como complace, puesla conciencia de obrar con generosidad, el agra-decimiento de los que la reciben satisface más alespíritu que el goce que obtendría el cuerpo si seabstuviera. Para terminar, es fácilmente com-prensible para cualquiera que crea en alguna reli-gión que Dios recompensa con una alegría in-

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mensa el sacrificio de un placer corporal y breve. Así, pues, de todo ello los utópicos infieren que

debemos considerar nuestras acciones y las vir-tudes como encaminadas al placer y a la felicidad. 

Definen el placer como todo movimiento oestado anímico o corporal en que nos compla-cemos obedeciendo a la naturaleza. Añaden, y no vanamente, los apetitos naturales, y no sólo el

cuerpo, sino la razón, que quiere todo lo que seaagradable por naturaleza, sin cometer injusticia,ni privarse de mayor felicidad, ni causar daño. 

De esta forma, aquellas cosas no naturalesque los mortales, vanamente, tienen como place-res, como si pudieran cambiar las realidades deforma tan fácil como las palabras, los utópicos

creen que, lejos de contribuir a la felicidad, nopermiten a aquellos que se dejan arrebatar poruna apariencia falsa el disfrutar de la verdadera ypura alegría. Existen muchas de ellas, que pornaturaleza no contienen ninguna dulzura, y símucha amargura, y que los humanos, inclinadosa las malas pasiones, las consideran no sólo co-

mo la suprema felicidad, sino como la causaesencial de la vida. 

Los utópicos colocan entre estos placeresadulterados la vanidad de aquellos que ya indi-qué, que se enorgullecen creyendo que son mejo-res que los demás porque llevan ropas más lujo-

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sas, por lo que se equivocan dos veces, pues noes más pequeño su error dando a su vestido más

 valor que a su persona. Si se atiende a la utilidad,¿es mejor el vestido de lana fina que el de gruesotejido? Van orgullosos con la cabeza levantadacomo si se diferenciaran de los demás por sunaturaleza, y no porque la locura y el valor de supersona hubiera crecido más con ello, y creenque su elegancia es digna de honores a los que no

aspirarían con un vestido más sencillo, y se irri-tan si no se les concede mayor importancia. 

Igualmente es otra insensatez la pasión porinútiles signos de nobleza, porque ¿qué placernatural y verdadero podrán ocasionarnos la vistade una cabeza descubierta o de una genuflexión? 

¿Desaparecerán con esta acción el reuma denuestra rodilla y nuestro dolor de cabeza? 

Es de notar, hablando de este concepto de lafalsa felicidad, cómo desvarían aquellos que sepavonean al pensar que la fortuna los hizo des-cender de ricos hacendados, pues actualmente la

nobleza equivale a la riqueza, aunque no pensa-rían que fueran menos nobles si sus antecesoresno les hubieran legado nada y si ellos no hubie-ran derrochado su herencia. 

Los utópicos, como ya manifesté, aconsejana los que almacenan tesoros y piedras preciosas yse comparan a los dioses cuando obtienen alguna

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piedra de incalculable valor, en especial si es de la variedad más apreciada en su época, pues no en

todas partes ni en todos los tiempos poseen elmismo valor. Compran las piedras sin tallar, sinel oro de su montura, y no sin el juramento y lagarantía del vendedor sobre su autenticidad, puestemen equivocarse en si una piedra es falsa o verdadera. No ven, pues, la razón los utópicos deque se disfrute menos contemplando una piedra

artificial cuando se exigen tantas garantías poruna auténtica, siendo tan difícil que el ojo hu-mano distinga la una de la otra. ¡Por Hércules!,tanto debería valer una y otra ante vuestros ojoscomo ante un ciego. Y los que acumulan bienesen cantidades excesivas sin mayor utilidad que elplacer de contemplar su riqueza ¿se engañan con

un placer real o se apasionan por uno imagina-rio? 

Existen otros que caen en el vicio contrario,escondiendo el tesoro, sustrayéndolo a cualquierutilidad, incluso a sus miradas, y tanto temen quese les pierda que en la realidad ya está perdido

para ellos, pues devolviéndolo a la tierra es sus-traerlo a la utilidad de uno mismo y a la de todoslos mortales. Al enterrar el tesoro, se tranquilizael corazón falsamente volviendo la alegría a tuespíritu, pero se cae en una absurda equivoca-ción, porque si te roban el tesoro que tienes es-condido y no te enteras y falleces diez años más

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tarde sin saberlo, ¿qué te importa que durante losdiez años que viviste de más después que te ro-

baran el tesoro faltase o estuviera intacto? Enambos casos el tesoro no te sirvió para nada. 

Los utópicos añaden a estos necios placeres alos jugadores, cuya locura sólo conocen por loque les han contado, y también incluyen a loscazadores y halconeros. Consideran insensato

echar los dados en una mesa de juego con tantafrecuencia, que aunque ello produjera un placer,causa monotonía. En cuanto a la caza, los aulli-dos y ladridos de los perros creen que no produ-cen ninguna diversión, sino más bien fastidio. ¿Yqué es mayor placer para los sentidos si contem-plar un perro corriendo tras una liebre o corrien-

do un perro tras otro perro? Si es la carrera loque os produce placer, en los dos casos la carreraes idéntica, pero si es la esperanza de tener antelos ojos la muerte y la carnicería lo que os com-place, más tendría que despertar vuestra piedad ver un animal indefenso destrozado por un can,el débil vencido por el poderoso, el fugitivo por

el feroz, el inocente víctima de un animal cruel. De esta forma los utópicos tienen el ejercicio

de la caza como una actividad impropia de hom-bres libres y la relegan a los matarifes, un oficioque, como ya indiqué, lo ejercen los esclavoscomo la parte más ruin de ese oficio, que porotra parte no deja de ser útil, produciendo bue-

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nas ganancias, pues el matarife sacrifica a losanimales sólo por necesidad, mientras el cazador

se satisface con la muerte violenta de un indefen-so animalito. Creen que complacerse con el es-pectáculo de la muerte es propio de bestias, y sise vicia en semejante placer, la tendencia a lacrueldad se apoderará del cazador. 

Comúnmente los mortales tienen todas estas

diversiones u otras parecidas como placeres. Losutópicos afirman que no teniendo en su natura-leza nada que sea grato, no guardan la menorrelación con los verdaderos placeres. Aunque lagente vulgar complazca sus sentidos con muchascosas como el placer carnal, no por ello los utó-picos cambian de opinión. No es la naturaleza de

estas cosas, sino la propia perversión del hombrelo que hace parecer dulce lo amargo. De igualmanera que el juicio corrompido de la enferme-dad o de las costumbres insanas no podrá corre-gir la naturaleza del placer de las cosas. 

Clasifican los placeres verdaderos según di- versas especies, referiéndose al alma o el cuerpo.

Los del alma son la inteligencia y el placer quenace al contemplar la verdad. Debe añadirse aesto el dulce recuerdo de un pasado bien vivido yla segura esperanza del bien futuro. Los placeresdel cuerpo los dividen en dos clases, la primerade las cuales engloba los que producen sobre lossentidos un placer manifiesto, como por ejemplo

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cuando se restablecen órganos agotados por elcalor interno, así el comer y el beber, o cuando el

cuerpo desprende sus materias innecesarias, co-mo el vaciar los intestinos o el engendrar hijos, ocuando uno se rasca algún miembro calmando suescozor. A veces el placer procede de algunafuerza oculta, cuyo efecto manifiesto es excitarnuestros sentidos, cautivándolos y atrayéndoloshacia él, como, por ejemplo, escuchar una dulce

melodía. Según los utópicos, otra especie de placer

corporal consiste en la salud sin ningún asomode malestar. Al no tener ningún dolor se llega aun bienestar interior, aunque no se manifiesteningún placer externo. Este placer no es tan per-

ceptible a la vista o para los demás sentidos, ac-tuando menos sobre ellos que el deleitoso gustode la comida y de la bebida, y, sin embargo, mu-chos de ellos lo tienen por el supremo placer, ycasi todos los utópicos lo consideran como labase y fundamento de toda felicidad, como quela salud sea lo único que hace apacible la vida e

impulse a vivir. A la ausencia de dolor si se care-ce de salud le llaman insensibilidad y no placer. 

Hace mucho tiempo que entre los utópicosfue condenado la doctrina que sustentaba queuna salud fuerte no debe ser considerada comoplacer, ya que no es posible tener conciencia dela salud sin el auxilio de alguna sensación externa.

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 Tras largas discusiones, hoy casi todo el mundocoincide en la sentencia de que la salud es uno de

los mayores placeres. En efecto, señalan que puesto que la enfer-

medad trae consigo el dolor, que es enemigoirreconciliable del placer, igual que la enfermedaddestruye la salud, ¿por qué no habría de producirplacer una salud perfecta? 

Repiten, pues, que de nada sirve discutir si laenfermedad debe ser clasificada como un dolor oel dolor debe ser tenido como enfermedad, toda vez que se trata de los mismos. Que la salud seaun placer en sí, o que lo origine, como el calor esoriginado por el fuego, carece de importancia, yquienes gozan de una salud perfecta no carecerán

nunca de placer. Ellos dicen: cuando comemos, ¿qué otra cosa

hacemos sino que nuestra salud, que empezaba aresentirse, lucha contra el hambre y recurre a losalimentos, con lo cual se restablecen las fuerzasprovocando una sensación de placer? Si a la salud

le complace esta lucha, ¿cómo se debe de alegrarpor haber logrado la victoria? Y una vez ha recu-perado sus primitivas fuerzas, que era su únicaaspiración cuando principió la lucha, ¿se quedaráperpleja y no disfrutará de su felicidad? 

Los que sostienen que la salud no puede sen-tirse creen que están en un error, pues preguntan:

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¿Quién, estando despierto, no comprenderá sitiene salud, a no ser que carezca de ella? ¿Y quién

no reconocerá en la salud un agradable placer, ano ser que no esté aletargado? 

Los utópicos ponen en primer lugar los pla-ceres del espíritu, que creen que son los principa-les entre todos, la mayor parte de los cuales pro-ceden del ejercicio de las virtudes y de la con-

ciencia que tienen de una buena vida. Entre los placeres que proporciona el cuerpo

tienen en primer lugar a la salud, pues piensanque debe buscarse el placer de comer y beber y lafelicidad que se obtiene con ellos, pero sólo porlo que respecta a la salud, y que esa felicidad noes grata en sí misma, sino en la medida que nos

defiende de los inesperados ataques de las en-fermedades. Y así como la prudencia dice que vale más prevenir que curar, evitar los doloresque recurrir a los remedios, para ellos es mejorno necesitar placeres de esta clase que tener quecalmarlos. Si alguien entiende que la felicidadradica en semejantes placeres, ¿se podrá decir

que logra su felicidad quien teniendo hambre,sed y una continua picazón, se pasa la vida co-miendo, bebiendo y rascándose? ¿Quién no veque una existencia así sería en realidad no sóloinnoble, sino miserable? De todos los placeres,ésos son los más bajos y los menores, y nunca sedisfrutarán sin que vayan acompañados de los

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dolores contrarios. A los placeres de la comida seasocia el hambre, y de forma inicua, porque el

sufrimiento es más intenso y se prolonga más,toda vez que nace antes que el placer y única-mente se extingue con él. 

Opinan que no hay que querer esa clase deplaceres sino en la medida que los impone lanecesidad. Sin embargo, disfrutan de ellos y

agradecen la generosidad de la madre naturaleza,que invita constantemente a sus hijos a las fun-ciones necesarias para la vida, con amante ternu-ra. ¡Cuán fatigoso sería vivir si se tuviese queluchar continuamente y vencer, por medio dedrogas amargas y bebedizos, las enfermedadesdel hambre y de la sed, como nos defendemos de

las otras que nos acometen de cuando en cuan-do! 

Conceden especial atención a la belleza, fuer-za y agilidad, y las conservan como dones precio-sos de la naturaleza. Desean también los placeresde la vista, el oído y el olfato que la naturalezahizo propios y característicos del hombre, pues

ninguna otra especie animal se recrea contem-plando el aspecto y la hermosura del universo yaspirando sus perfumes, como no sea para reco-nocer los alimentos, ni distingue las consonanciasy disonancias de los sonidos, juzgándolo todocomo un agradable aderezo de la vida. 

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Generalmente, refiriéndose a los placeres delos sentidos, tienen por norma que un placer

nunca debe ser impedimento para otro mayor, nidebe causar ningún sufrimiento, a lo cual es ne-cesario atenerse si se trata de placeres deshones-tos. 

Creen que es una insensatez despreciar lahermosura del cuerpo, no concediéndole valor,

como tampoco a las fuerzas físicas, dejando quela agilidad se transforme en pesadez, debili-tando el cuerpo con ayunos, perjudicar la pro-pia salud y despreciar los demás dones de lanaturaleza, salvo que, rechazando los interesespropios, se intente conseguir el bien del prójimoo el público, con la confianza de que Dios re-

compensará tales esfuerzos con un bienestarsuperior, y consideran virtud inútil el sacrificarsesin que beneficie a nadie, o acostumbrarse a re-sistir unos sufrimientos que tal vez no se pro-ducirán nunca; creen que ello es una gran nece-dad, propia de almas desagradecidas y muy durasconsigo mismo y para con la naturaleza, como si

no se quisiera aceptar sus gracias y se negara eldeberle nada. 

Estas son sus teorías respecto al placer y a la virtud. Y opinan que la razón humana no puedeconcebir algo mejor, excepto que Dios ilumine alos hombres con una doctrina más perfecta pormedio de su religión. Si sus creencias sobre tales

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asuntos son o no acertadas, carecemos de tiempopara indagarlo, ni tampoco es preciso, pues aquí

intento exponer sus instituciones, pero no hacerla apología de las mismas. Por lo demás, estoycompletamente seguro de que gracias a ellas noexiste en otro lugar del mundo un pueblo másexcelente que aquél ni república más próspera. 

Los utópicos son muy ágiles y vigorosos, más

de lo que promete su estatura, aunque no sonpequeños. Como la tierra no es fértil por igual entoda la isla, ni su clima tampoco es muy salubre,se protegen de las intemperies a base de sobrie-dad, y ordenan con tal habilidad la tierra que enninguna parte hay más abundancia de ganado yde cosechas, ni mayor fortaleza en los hombres,

los cuales enferman menos que nosotros. De esta forma, no solamente se cuidan es-

crupulosamente de las tareas ordinarias de loscampesinos, sino que superan las malas condi-ciones de la tierra con destreza y tesón, y podríais ver cómo se arranca todo un bosque a fuerza debrazos para trasplantarlo a sitios más cerca del

mar, de los ríos y de la ciudad, concediendo másimportancia a esto que a la riqueza, pues es másdifícil transportar las maderas por vía terrestre aun lugar apartado que no las cosechas. 

Los utópicos son muy agradables, hábiles yactivos, les agrada distraerse, pero cuando hay

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que laborar son muy resistentes. Aun cuando enlos demás casos no les guste tanto trabajar, en lo

que son incansables es en el estudio. Cuando lesenseñamos algunas nociones de las letras y lasciencias griegas (pues no parecían muy atraídospor las obras maestras de los latinos, salvo las delos historiadores y los poetas), fue cosa digna dealabar el anhelo con que quisieron profundizarcon la ayuda de nuestras aclaraciones. 

Comenzamos, pues, a darles algunas explica-ciones, más para que vieran que no rehuíamos eltrabajo, que por la esperanza de que obtendríanalgún fruto, pero al cabo de poco tiempo vimos,gracias a su afán, que nuestro trabajo no seríainútil. Se pusieron a copiar la escritura con tanta

afición, a pronunciar con tanta facilidad las pala-bras, a recordarlas con tanta seguridad, a tradu-cirlas con tal perfección, que nos parecía imposi-ble, si no hubiese sido que gran parte de nuestrosalumnos no solamente anhelaban vivamenteaprender aquellas disciplinas, sino que el Senadoles había ordenado vencerlas, y los habían elegi-

do entre los mejores literatos, y eran ancianos.De esta forma en menos de tres años dominarontotalmente la lengua griega y leyeron sin ningunadificultad los buenos autores, aparte los defectosque hubiese de impresión. 

Según mi parecer, esa lengua que aprendie-ron con tanta facilidad no les era del todo extra-

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ña. Creo que esta raza procede de los griegos, ysu lenguaje, aunque casi enteramente persa, con-

serva vestigios de griego en los nombres de lasciudades y en los títulos de los magistrados. 

Como en mi cuarto viaje llevaba un reducidocargamento de libros en vez de mercaderías, yaque antes no tenía intención de regresar nunca,pronto les hice conocer en su mayor parte la

obra de Platón, también la de Aristóteles y el Tratado de las plantas de Teofastro, aunque estápor azar incompleto, porque al descuidármelodurante la travesía, lo encontró un mono que sedivirtió con él, destrozando varias páginas. Delos gramáticos solamente conocen a Lascaris, yyo no tenía conmigo mi Teodoro, ni otros dic-

cionarios que los de Hesiquio y Dioscórides. Lesgustan mucho los libros de Plutarco y les entu-siasma la gracia de Luciano. De los poetas cono-cen a Aristófanes, Homero y Eurípides, y a Sófo-cles en la edición de Aldo Manucio, en caracterespequeños. De los historiadores conocen a Tucí-dides y a Herodoto, también a Herodiano. Uno

de mis compañeros, Tricio Apinato, temía algu-nas obras de Hipócrates y de Galeno la Micro-tecné, que a los utópicos les entusiasma. Aunquenecesiten de la ciencia médica menos que casitodo el mundo, es la más bella y útil parte de lafilosofía, y con su ayuda bucean en los secretosde la naturaleza, y no solamente disfrutan con

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ella, sino que saborean la máxima ingeniosidadde su autor y artesano, del que creen que, lo

mismo que los de la tierra, expuso la máquina deluniverso a la mirada del hombre (a quien hizo elúnico ser capaz de estimarla), prefiriendo elhombre que estudia con interés esa gran obra y laadmira al que, escaso de inteligencia como elanimal, desprecia con manifiesta estupidez tanmaravilloso espectáculo. 

De esta forma el talento de los utópicos,educado por los estudios, se aplica de forma ma-ravillosa a las invenciones técnicas que contribu-yen a aumentar la comodidad de la vida. Sin em-bargo, nos deben dos inventos: la imprenta y lafabricación del papel, pero no lo deben única-

mente a nosotros, sino también en buena parte asu genio creador. Nosotros les mostramos librosde papel, impresos en caracteres de Aldo Ma-nucio y les enseñamos algo más de la materia deque se hace el papel y del procedimiento de im-primir, aunque ninguno de nosotros se lo enseñócon profundidad, puesto que no éramos peritos

en ello, pero comprendiendo su técnica, despuésde haber escrito sobre cuero y cortezas de papi-ro, se afanaron en fabricar papel e imprimir le-tras, aunque sus primeras tentativas no fueronsatisfactorias, si bien, a fuerza de mucha dedica-ción, lo hicieron tan bien que si conservaran co-pias de todos los autores griegos, nunca les falta-

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rían esos libros. Actualmente no tienen otros quelos que ya indiqué, pero han editado millares de

ejemplares de ellos. Cualquiera que visite ese país, si sabe hacerse

querer por sus dones de inteligencia o por la ex-periencia conseguida en los viajes por diversastierras, pues por esto fueron tan hospitalarioscon nosotros, es acogido en gran complacencia,

porque les entusiasma enterarse de lo que ocurreen el mundo. Pocos mercaderes van allí paranegociar, pues, a excepción del hierro, ¿qué pue-den proporcionarles? Ni oro ni plata, que po-drían llevárselo de allí. En cuanto a sus exporta-ciones, prefieren realizarlas ellos directamenteque no encargarlas a otros, pues quieren conocer

los países extranjeros y al mismo tiempo practi-car las actividades marítimas para no perder supericia. 

Capítulo VII

De los esclavos

Los utópicos no hacen esclavos ni a los cau-tivos de guerra, salvo que haya sido de agresión;ni a los hijos de los esclavos, ni generalmente aninguno de los que en otros países son vendidos

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como tales, sino a aquellos cuyo delito mereceese castigo y a los sentenciados a la pena de

muerte por algún crimen reconocido en algunaciudad extranjera; éste es el caso más corriente ydel que hay mayor número. Importan mucho deéstos, comprados por un misero precio, y a vecesno les cobran nada. 

Los esclavos están obligados a trabajar conti-

nuamente, y llevan cadenas. Los naturales delpaís son tratados más duramente, pues los utópi-cos entienden que son más culpables y que me-recen un castigo que sirva de ejemplo, porquehabiendo sido tan bien encaminados hacia la virtud no han sido capaces de rehuir el delito. 

Existe otra clase de siervos constituida por

los jornaleros de otros países, pobres y trabajado-res, que voluntariamente prefieren servir en Uto-pía. Son tratados benévolamente, como a lospropios ciudadanos, sin imponerles más de unamayor cantidad de trabajo, pues ya están acos-tumbrados a ello. Cuando quieren irse, lo quesucede pocas veces, no se les obliga a quedarse ni

dejan que se vayan con la bolsa vacía. 

Como dije antes, se preocupan con el mayorcariño de los enfermos, y no se ahorra nada de loque pueda ser bueno para lograr su curación,sean alimentos o medicinas. A los que sufrenalguna dolencia incurable nunca los dejan solos y

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tratan de hallar lo que les consuele un poco, y lesdan todo lo que precisen para aliviar su dolencia.

Si, además, el mal es incurable y muy doloroso,los sacerdotes y magistrados influyen en el en-fermo, puesto que no puede rendir ningún pro- vecho y es una carga para los demás y para símismo, para que acepte la muerte con resigna-ción y evite la propagación de la infección y lapeste, librándose de los suplicios que soporta.

Con la muerte pondrá fin a su tormento. Esto esel consejo que dan los sacerdotes que interpretanla voluntad del Creador; seguirlo será una buenay piadosa obra. Los convencidos se dejan morir voluntariamente, no comiendo, o, sin que seaperciban, se les priva de la vida mientras duer-men. Esta conducta no se impone a nadie, y a los

que rehúsan seguirla se les prestan los mayorescuidados, pero se honra a los que por esa razónrenuncian vivir. Si alguien se priva de la vida sinjustificación, o sin el visto bueno de los sacerdo-tes o del Senado, es considerado indigno, y no loentierran, sino que arrojan el cadáver a un pan-tano. 

Las mujeres no contraen matrimonio antesde los dieciocho años y los varones hasta despuésde los veintidós. Si antes del matrimonio un jo- ven y una muchacha tienen trato carnal ilícito,son castigados con severidad y se les prohíbecasarse, excepto si el príncipe les indulta; los pa-

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dres se consideran infamados por no haberlos vigilado. Esta acción la castigan tan duramente

porque entienden que en lo futuro no se uniránpor verdadero amor conyugal, ni soportarán todala vida las inconveniencias que trae consigo tenersiempre al lado una misma persona si no estuvie-ron antes del casamiento apartados de todo actoimpuro. 

Los utópicos son muy severos en la eleccióndel cónyuge. Os relataré una costumbre que mepareció ridícula: la mujer, sea doncella o viuda, esexpuesta ante su futuro esposo desnuda, por unagrave y honesta mujer ya entrada en años, y lomismo se hace con el varón. Y como nosotrosnos reímos de ese hábito, diciendo lo que nos

extrañaba, se maravillaron de la insensatez de losotros países, donde al comprar un caballo, aun-que valga poco dinero, son tan precavidos que,aunque esté casi desnudo, no lo compran si no lequitan los arneses, por miedo a que escondanalguna llaga o imperfección, y en la elección decónyuge, que puede llenar de placer o de pesar el

resto de nuestra vida, son tan descuidados quejuzgan el valor de una mujer con sólo haber vistoun palmo de ella (ya que sólo descubre el rostro,pues el resto del cuerpo está tapado par los ves-tidos), y se casan sin prever el peligro de no con-geniar si luego se encuentran con algún desagra-dable descubrimiento. 

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No todos los hombres son tan inteligentesque aprecien únicamente las cualidades morales,

y aun cuando contraigan matrimonio con muje-res inteligentes, la buena disposición física leañade un nuevo valor a las cualidades espiritua-les. Puede suceder que bajo aquellos vestidos seesconda una deformidad tan repugnante queenfurezca al marido cuando ya no hay remedio.Si esta deformidad se revela después de casados,

el marido debe soportar su suerte. Es natural,pues, que se busque una ley que evite tales sor-presas antes de que sean irreparables, y el proce-dimiento lo han encontrado en Utopía, donde elmatrimonio es monógamo e indisoluble, menosen los casos de adulterio o de inmoralidad mani-fiestos, pues entonces el Senado permite que el

cónyuge burlado pueda casarse otra vez, y el cul-pable pase el resto de su vida despreciado y con-denado al celibato. 

No se tolera que nadie se separe de su esposainocente y sin su consentimiento empleando elpretexto de que padece alguna enfermedad, pues

se entiende que no solamente es inhumanoabandonar a alguien cuando necesita más aten-ciones, sino que trae consigo inseguridad ydesamparo en la madurez, tan propensa a enfer-medades, considerando la senectud como otraenfermedad. 

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Sin embargo, a veces ocurre que los caracte-res de los cónyuges son incompatibles, por lo

que si encuentran otro prójimo con quien con-fían en vivir con mejor armonía, se separan decomún acuerdo y contraen nuevo matrimonio,pero debe ser con la anuencia del Senado, el cualno concede el divorcio sin haber examinado pre- viamente el caso de cada cónyuge. O sea quedivorciarse es muy difícil, pues saben cuán poco

conveniente es para fortalecer el amor conyugalla fácil confianza de contraer matrimonio denuevo. 

 A los profanadores del matrimonio los casti-gan con la más dura esclavitud; si ninguno de losculpables es soltero, los esposos ultrajados, des-

pués de repudiar al cónyuge adúltero, puedencontraer matrimonio entre sí o con quien prefie-ran. Sin embargo, si cualquiera de los que hansido ofendidos persiste amando a quien tan pocolo merece, la ley no prohibe que pueda seguirleen su suerte; a veces el arrepentimiento del uno ylos constantes ruegos del otro conmueven al

príncipe y el condenado recobra su libertad. Perosi se reincide en el adulterio el castigo es la últimapena. 

La ley no establece ninguna pena determina-da para los restantes delitos, sino que el Senadola impone en cada caso según su gravedad. Losmaridos castigan a las esposas y los padres a los

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niños, menos cuando el delito es tan grave queexige un castigo público. Los mayores crímenes

son castigados generalmente con la esclavitud,pues opinan que ese castigo no es menos duropara el criminal, y ventajoso a su vez para el Es-tado, que la ejecución inmediata del culpable y sueliminación, porque su trabajo es más provecho-so que su muerte, y sirve de ejemplo para alejardurante mucho tiempo a otros del mismo delito. 

Si los condenados se rebelan, se les extermi-na como animales salvajes a quienes ni la cárcelni las cadenas pueden domarles. A los resignadosno se les priva toda esperanza, pues si, domadospor el largo sufrimiento, dan pruebas de un arre-pentimiento sincero y demuestran que el pecado

les resulta más abominable que el castigo, elpríncipe, por prerrogativa o por el voto del pue-blo, puede concederles una reducción de la pena,o indultarles de la esclavitud. 

La incitación a cometer acciones deshonestascon menores es tan castigada como la mismaacción, ya que la tentativa cierta y probada de

delito es asimilada al hecho, porque opinan queel fallar en la ejecución del crimen no debe serconsiderado como un atenuante para el criminal,quien no pretendió que fracasase su perversaintención. 

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Los utópicos son muy amigos de los bufo-nes, y si alguien les hace daño lo conceptúan

como un sujeto despreciable, pues pretende di- vertirse con la locura, y, en interés de los propiosbufones, los confían al que sea tan austero y res-petuoso que no se ría de sus ocurrencias, portemor a que los demás no los traten con la debi-da indulgencia y se valgan de su inferioridad paradivertirse con ellos. 

Si alguno se ríe de un deforme o un lisiado,se considera deforme y lisiado al que se burla, yse le reprocha su acción, puesto que el infeliz noes culpable de su deformidad. 

Los utópicos tienen por desidia y pereza des-cuidar la belleza corporal y el protegerla con afei-

tes, entendiéndolo como una vergüenza. Sabenpor experiencia que los maridos aprecian más lafidelidad y las prendas morales de una esposa quela belleza del cuerpo, y si muchos hombres seenamoran sólo por su hermosura, la virtud y laabnegación es lo que más y mejor los retiene allado de ella. 

En Utopía no se contentan desterrando elcrimen con las penas, sino que incitan a la virtudcon promesas de honores. 

Colocan en las plazas públicas estatuas de los varones insignes y de grata memoria para la re-pública, infundiendo de esta manera, no sólo

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temor al crimen con castigos, sino alentándoles alas buenas acciones mediante el recuerdo del

noble comportamiento de los antepasados, quie-nes son un ejemplo para la posteridad. 

Quien desea alcanzar una magistratura pierdetoda esperanza de conseguirla. 

Los utópicos conviven con los magistradosamablemente, sin que ninguno de ellos se encole-

rice. Les llaman padres con todo merecimiento.Los que lo desean les tributan los honores debi-dos a su rango, pero a nadie se le fuerza a ello sino lo desea. El príncipe no se distingue de losdemás ciudadanos por sus mejores vestidos opor su corona, sino solamente por un manojo deespigas que unos criados llevan delante de él y la

insignia del sumo sacerdote es una antorcha en-cendida que sigue sus pasos. Los utópicos tienenpocas leyes; un país así regido se basta con muypocas. Lo que primeramente censuran de losdemás países es el gran número de leyes y deinterpretaciones, pues aunque sean muchas,siempre son insuficientes. Creen que es una gran

injusticia encadenar a los hombres con tantasleyes, muchas más de lo que es posible leer y,además, muy difíciles de comprender. Así hansuprimido a todos los abogados que defiendenastutamente las causas y discuten sagazmentesobre las leyes. La experiencia les ha demostradoque es más conveniente que cada cual sea defen-

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sor de su propia causa y exponga al juez lo que lehabría declarado a su abogado defensor. De este

modo se evitan muchas dificultades y es más fácilaveriguar la verdad. Mientras habla el denuncian-te sin las argucias que enseñan los defensores, eljuez examina los argumentos y ayuda a los hom-bres humildes contra las calumnias de los acusa-dores. 

Resultaría difícil la aplicación de tales leyes enotros Estados donde hay tal multiplicación deleyes y cuyo cumplimiento resulta tan difícil. Porel contrario, en Utopía todos son peritos en le-yes, pues, según dije ya, las leyes son escasas, ycuanto más sencilla es su aplicación más equitati- vas se las considera. 

Las leyes, dicen ellos, son instituidas para quetodos sepan cual debe ser su comportamiento; lainterpretación más sutil sólo convendrá a unreducido número de personas, pues serán pocaslas que las comprendan, mientras que cuantomás sencillo y natural sea el significado de unaley, más comprensible será para todos. 

Referente al pueblo, que es mayoría y es elque más necesita una norma, ¿qué más da que nose promulguen leyes si las establecidas no sepueden comprender?, a no ser que se disfrute deuna inteligencia privilegiada y se discuta larga-mente, pero el vulgo no alcanza a examinarlas ni

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tiene tiempo suficiente en toda la vida, pues yatiene bastante con dedicar su tiempo a ganarse el

pan. Los países cercanos a Utopía admiran las vir-

tudes de sus habitantes, y ocurre que aquellosque gozan de libertad, muchos de los cuales fue-ron liberados de la tiranía en épocas pasadas porlos utópicos, les solicitan magistrados, unos para

un año, otros para cinco, y una vez finalizado sumandato, les despiden con grandes agasajos, a la vez que les piden otros para que los sustituyan. 

Los pueblos que proceden así han escogidola más perfecta y mejor forma de gobierno, puessu crecimiento o su destrucción sobreviene se-gún las costumbres de los magistrados, los cuales

no pueden elegirse con más prudencia que cuan-do no se dejan desviar del buen camino bajoningún concepto, lo que no ocurre en el caso delos utópicos, puesto que tienen la obligación deregresar pronto a Utopía, y, siendo extraños a losciudadanos, no pueden ceder a ningún afán delucro o a una solicitación perversa. Cuando estos

dos males, la parcialidad y la avaricia, se apoderandel sillón de los jueces, la justicia brilla por suausencia y la república queda sin su pedestal másfirme. A esos pueblos que les piden a los utópi-cos magistrados les llaman aliados, y a los demás,a quienes otorgan privilegios, amigos. Nuncafirman esos pactos que todos los demás países

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redactan y renuevan tan fácilmente, pues ellospreguntan: 

«¿Qué objeto tienen los tratados, como si loshombres no estuviesen ya lo bastante unidos pornaturaleza? Los que desprecian este lazo, ¿creéisque mantendrán sus palabras?» Profesan contanta mayor firmeza esta opinión cuanto que enesas partes de la tierra los tratados entre los Es-

tados no se acostumbran respetar. En Europa, ypreferentemente en las tierras donde profesan elcristianismo, los pactos y los acuerdos son sagra-dos, en parte por la misma bondad y justicia delos gobernantes y en parte también por el miedoy el respeto que infunden los Sumos Pontífices,

quienes no se comprometen a nada que no pue-dan observar escrupulosamente, y ordenan a losgobernantes que respeten íntegramente sus trata-dos, y censuran severamente a los que los burlan.Con razón entienden que sería una necedad verinfieles a sus promesas a los que se denominanfieles por antonomasia. 

Pero en aquel nuevo mundo, que el círculodel ecuador separa menos del nuestro en lo que alas diferencias de vida y costumbres se refiere, lostratados no son merecedores de la más mínimaconfianza, y se rompen antes cuanto con mayo-res y más sagradas ceremonias fueron decretados,

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pues se encuentran con facilidad equívocas inter-pretaciones en cláusulas que se formularon con

gran sagacidad para no ligar a nadie con lazos tanfuertes que no puedan romperse con cualquierpretexto y pueda eludir los tratados y la palabraempeñada. Si se descubriera mentira o fraude enun pacto privado, los mismos que se enorgulle-cen por dar sus opiniones en los consejos de lospríncipes, dirían con indignación que es un sacri-

legio, y, por tanto, merecedor del patíbulo. Según esto, se podría creer que la justicia es

una virtud propia únicamente del pueblo bajo,que se practica muy por debajo de las pompasreales, o aún mejor, que hay dos justicias: la queconviene al pueblo, que vive sin levantar la cabe-

za, y que cargada de cadenas no puede saltar elcerco en el que está prisionera, y otra, la de lospríncipes, que tiene tanto de más noble que la delos plebeyos, como mayor libertad en sus movi-mientos, para la cual no hay deseo que no sealícito. 

Esta conducta de los príncipes a quienes merefiero, estos tratados que tan mal observan, sonel motivo por el que los utópicos se niegan a fir-mar ningún pacto; es probable que no opinasenasí si vivieran con nosotros. 

Igualmente opinan que si dichos tratadosfuesen observados con escrupulosidad, sería al-

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tamente perjudicial extender su uso, pues acos-tumbra al ser humano a considerar enemigos de

siempre (como si no hubiera una alianza pornaturaleza entre dos países separados únicamentepor una colina o riachuelo) a los pueblos vecinos,y a pensar que si no fuera por los tratados sededicarían a la mutua destrucción y exterminio.Pero una vez firmadas las alianzas, no solamenteno se estrechan los lazos de amistad, sino que,

por el contrario, está en pie el derecho a devastarlas tierras de los otros cuando el descuido delredactor del tratado se ha olvidado de que loprohíba una inteligente precaución de los trata-dos. 

Los utópicos suponen que no hay posible enemi-

go en quien no les haga ningún mal. El vínculoque creó la naturaleza sustituye para ellos el trata-do, toda vez que los hombres están ligados conmayor fuerza por la buena voluntad que por lospactos, y más por los sentimientos que por las vanas palabras. 

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Capítulo VIII

Del arte de la guerra

Los utópicos detestan la guerra como cosa deanimales, aunque sea menos frecuente entre lasfieras que entre los seres humanos, y, en contra-posición a la mayoría de los países, opinan que

no hay nada más deleznable que la gloria con-quistada por ese medio. 

 A pesar de esas opiniones, se preparan asi-duamente en la disciplina castrense, tanto loshombres como las mujeres, con el fin de hallarsedispuestos para cualquier circunstancia que acon-sejara el uso de las armas. 

No entran en conflicto por fútiles razones, sinopara defender sus fronteras, sin más motivo que elde expulsar a los invasores de un país aliado, opara librar a un pueblo que haya caído en el tiráni-co yugo o en la esclavitud. 

Frecuentemente los utópicos auxilian a susamigos no sólo defendiéndolos, sino cuando seles humilla, y acuden para vengarlos y castigar laafrenta, y únicamente proceden así si, después deestudiar la causa que hace al caso, aquellos aquienes se ha reclamado no den satisfacción yson considerados causantes de la ruptura. Y no

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sólo actúan en ese sentido ante las incursionesque terminan en saqueos, sino también, y con

más ímpetu, cuando los comerciantes amigossufren una injusticia con apariencias de justicia,acusándola en una ley sincera o en la interpreta-ción tendenciosa de una buena disposición. 

Esta fue la causa del conflicto de los nefelo-getas contra los alaopolitas que suscitaron los

utópicos poco antes de nuestra época. Unosmercaderes nefelogetas sufrieron serios agraviosde los alaopolitas, con un pretexto que ellos su-pusieron de derecho pero que en realidad era unainjusticia. Tuvieran o no razón, la ofensa fue vengada con una contienda tan terrible que, jun-tándose a las fuerzas de los demás contendientes

las de los pueblos vecinos, que entraron en com-bate llevados de sus amistades y de sus odios,naciones muy poderosas quedaron destrozadas, ytal cantidad de desgracia trajo consigo la rendi-ción de los alaopolitas y su servidumbre a losnefelogetas (los utópicos no combatían por suinterés), a pesar de que durante el florecimiento

de los alaopolitas su poderío estaba muy porencima del de los nefelogetas. 

Los utópicos vengan las injurias infligidas asus amigos, aun cuando se trate de cuestionesmonetarias, con mayor pasión que las suyas, puessi se ven privados fraudulentamente de sus ga-nancias, mientras no sufran perjuicio las perso-

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nas, únicamente se vengan del pueblo que les hacausado el daño no comerciando con él mientras

no den una explicación satisfactoria. No es quese preocupen menos de sus compatriotas que desus amigos, sino que se revuelven si éstos salenagredidos en sus intereses, porque cuando loscomerciantes amigos sufren algún daño en suhacienda, sus pérdidas a veces son graves, mien-tras que si les ocurre a los utópicos sus perjucios

son ínfimos, ni pierde la riqueza pública, puesellos únicamente exportan productos que abun-dan en el país, lo que no harían si escaseasen. Porser, pues, pérdidas tan insignificantes, nadie seconsidera perjudicado, y de ahí que se estimeexcesivo y cruel vengarse causando la muerte demuchos hombres por un daño que no afecta ni a

la vida ni a la manutención de sus conciudada-nos. 

Sin embargo, si alguno de éstos es herido omuerto injustamente, tanto si el suceso se haproducido por una razón oficial como particular,los utópicos investigan el caso, y para ello man-

dan embajadores, y si no se les satisface entre-gándoles los culpables, declaran la guerra. Encambio, si los culpables les son entregados, lesimponen la pena de muerte o la esclavitud. Una victoria sangrienta les anonada y la entiendencomo una afrenta, pues piensan que es una locu-ra pagar tan caro un éxito por valioso que sea,

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pero cuando vencen a sus enemigos merced a su valor y a su astucia, celebran la victoria con triun-

fos públicos, concediendo trofeos como si hu-bieran logrado las hazañas más heroicas. Seenorgullecen por haber procedido aguerridamen-te y haber demostrado sus cualidades bélicas,porque entienden que ningún animal, fuera delhombre, puede vencer sin otra fuerza que la inte-ligencia, puesto que osos, leones, jabalíes, lobos,

perros y otras bestias se valen sólo de su fuerzafísica, y aunque muchos son más fuertes y fero-ces que nosotros, a todos se les vence con elingenio y la razón. 

Los utópicos sólo quieren al hacer la guerraque se les restituya aquello que de no habérseles

arrebatado no se habrían visto obligados a lu-char. Pero si no lo consiguen, se vengan despia-dadamente de sus adversarios, para que sirva deescarmiento a los que en el futuro quisieran pro-ceder como ellos. Todo esto lo estudia, lo consi-deran y lo sopesan, pues su mayor deseo es evitarpreviamente el peligro antes que lanzarse a una

aventura sangrienta. De esta forma, ya iniciada la guerra, hacen

colocar ocultamente en los sitios más importan-tes del país enemigo unos carteles, avalados conel sello del Estado utópico, que promete grandesrecompensas para quien elimine al príncipe ad- versario; otras recompensas, aunque menores,

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son para los que reduzcan a los que siguen alpríncipe enemigo en categoría y a quienes consi-

deran responsables de la guerra. Si esos enemigosson entregados vivos, entonces la recompensa esdoble y a los enemigos rendidos se les incita aque traicionen a sus compatriotas, ofreciéndolesla misma recompensa y la impunidad. 

Con esa táctica consiguen muy pronto que

sus enemigos no se fíen unos de otros, recelandoentre sí, por lo que su propio temor los hacemenos peligrosos, pues ha ocurrido muchas ve-ces que el príncipe y sus consejeros han sidoentregados a los utópicos por sus propios com-patriotas, debido a lo fácil que es promover eldelito mediante dinero, y los utópicos no lo rega-

tean, pues no ignoran a qué se exponen los quecometen esa acción, y así, además de la cantidadconvenida, les conceden la perpetua propiedadde las mejores tierras de un gran país amigo, sinque dejen nunca de cumplir lo prometido. 

Se enorgullecen de su costumbre de comprary poner precio a la cabeza de los enemigos, lo

cual es muy mal visto en otras partes y se tienepor obra de espíritus degenerados, pero ellos, encambio, se tienen por prudentes al resolver así lamás aventuradas rencillas, sin batirse, y aún alar-dean de humanitarios y clementes, puesto quecon el sacrificio de unos pocos culpables salvan amuchos inocentes, lo mismo suyos que enemi-

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gos, los cuales podrían quedar en los campos debatalla, y se apiadan de los soldados enemigos

tanto como de los propios, pues saben que noguerrean por un individual impulso, sino por larencorosa imposición de sus príncipes. 

Si este proceder fracasa, siembran y esparcenel virus de la discordia, despertando en el her-mano del rey o en otro alto personaje la esperan-

za de conquistar la corona. Cuando se debilitanlas facciones internas, azuzan a las naciones fron-terizas contra sus enemigos y las impulsan a par-ticipar en la guerra mediante algún viejo tratadoque siempre tienen los reyes, prometiéndoles quesi entran en la lucha les pagarán espléndidamen-te, pero no con soldados, porque quieren tanto a

sus súbditos que no cambiarían uno solo de ellospor un rey enemigo, y, por el contrario, el oro yla plata, metales que no les producen ningúnbeneficio, lo ceden sin la menor resistencia por-que saben que continuarán felizmente su vidaaunque se queden sin ninguna riqueza. 

Según ya he dicho, además de las riquezas

que guardan en su país, los utópicos tienen en elexterior el inmenso tesoro que les deben muchosEstados, con el que pueden enviar a la guerramercenarios de todos los países, y en especialzapoletas. Estos, que viven a unas quinientasmillas de Utopía, hacia Oriente, son temibles,salvajes y feroces, prefieren las selvas y las agres-

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tes montañas que les vieron nacer; son genteendurecida, resistente al frío y a los trabajos más

pesados; huérfanos de placeres, ineptos para laagricultura y tan indolentes en las artes de laconstrucción como en el vestir; se ocupan sola-mente de sus ganados, viviendo en especial de lacaza y el robo. Inclinados a la guerra, cuya oca-sión buscan afanosamente, y cuando la hallan laaprovechan con avidez, dejan sus tierras gran

cantidad de hombres y por poco precio se alistancomo soldados allá donde los soliciten. El únicosistema que conocen para ganarse el sustento esaquel en que arriesgan la vida; se baten valerosa-mente y son fieles a quien les paga. Es verdadque no se enrolan jamás por un período de tiem-po determinado, pues imponen la condición de

que podrán alistarse en otra parte, incluso entrelos enemigos, si se les ofrece mayor paga, y sealistan de nuevo con el primero que les ofrecemejor soldada, aunque sea poco importante. 

Casi siempre, cuando estalla una guerra, mu-chos de los combatientes pasan de uno a otro

ejército, y así ocurre frecuentemente que hom-bres unidos por lazos familiares o por una granamistad mientras serían la misma causa, se batenpoco después con gran ardor cuando el azar losha encuadrado en las filas de ejércitos enemigos,y, olvidando los vínculos familiares y la amistad,se matan entre ellos, sin que los mueva a cometer

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semejantes crímenes más que la pequeña pagaofrecida por los opuestos príncipes. Dan tanto

 valor al dinero, que una pequeña moneda añadi-da a su remuneración les incita con facilidad acambiar de bando. Pero aunque tanto les seduzcala avaricia, no les sirve para mucho, porque loque ganan con riesgo de su vida lo gastan inme-diatamente en los vicios más bochornosos. Esepueblo se bate por sueldo de los utópicos contra

cualquiera, porque ningún país les ofrece unapaga tan elevada. Tanto como estiman a las bue-nas personas de quienes se valen, igual abusan deesta gente de baja condición, y si la ocasión loaconseja, no vacilan en impulsarles con grandespromesas a los más graves peligros, en sitios dedonde la mayor parte no puede volver para co-

brar lo estipulado. Los que sobreviven recibenjustamente lo prometido, como acicate para quedemuestren una vez más idéntica temeridad. 

Poco les importa a los utópicos que esta clasede hombres vaya desapareciendo, pues creen queobtendrán el agradecimiento del género humano

si libran al mundo de gente tan ruin y repugnan-te. 

Utilizan las tropas de los pueblos que hanayudado en la guerra del mismo modo que lastropas auxiliares que les proporcionan los demásaliados, y como último recurso se sirven de suspropios ciudadanos, entre los cuales designan un

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hombre de valor sin igual, al que ponen al frentede todo el ejército. Nombran a otros dos como

sustitutos suyos, pero sin ninguna autoridadmientras el jefe viva, y si la suerte de las armashace que caiga prisionero o muera en el campode batalla, uno de ellos lo sustituye automática-mente, como por herencia, y, si llega a ser nece-sario, a éste le sustituye el tercero, por lo que seacual fuere la marcha de la guerra, no se perturba

su desarrollo por la desaparición del jefe. Unhombre escogido por cada ciudad instruye a los voluntarios, y nadie es inscrito en el ejército for-zosamente para expediciones exteriores, porquecreen que un soldado miedoso por naturaleza, nosólo no se distinguirá por su valentía, sino quecontagiará el temor a sus compañeros. Sin em-

bargo, en caso de conflicto interno, estos cobar-des se utilizan, si son robustos, en las embarca-ciones, mezclados con los mejores, o los repartenpor las fortalezas, de donde es imposible quehuyan. De esta forma, el deshonor, la proximidaddel enemigo y la carencia de toda esperanza defuga arrinconan el miedo y el más extremadopeligro se transforma a menudo en valor. 

Los utópicos no obligan a nadie contra su voluntad a guerrear fuera de sus fronteras, y lasmujeres, si lo desean, tienen permiso para acom-pañar a sus maridos en el ejército, con objeto deestimularlos con sus caricias y sus elogios; siguen

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a sus esposos y forman con ellos, junto con sushijos, parientes y amigos, para que se ayuden

entre sí todos aquellos a quienes la naturalezaunió con vínculos familiares. Se ve como unagran vergüenza al marido que vuelve sin su espo-sa y al hijo sin su padre. De esta forma, cuando elenemigo presenta resistencia, luchan con granencarecimiento y ardor hasta perder la vida. Tra-tan por todos los medios posibles de no tener

necesidad de combatir por sí mismos si pueden valerse de los auxiliares que tienen, pero cuandoes inevitable el combate, se comportan con tantaintrepidez como demostraron prudencia pararehuirlo mientras pudieron. No se enardecen alprimer impulso, sino que con los obstáculos y eldesarrollo de la contienda se embravece poco a

poco, pero entonces darían la vida antes queretroceder. Como saben que en su país hay todolo que se necesita para vivir, no sufren la menorangustia por la futura suerte de su familia, unaangustia que frena en todas partes al corazónmás valiente, y se vuelven valerosos, desprecian-do la derrota. Contribuye a esto la confianza queles da su gran habilidad en el arte militar, y losbuenos principios que se les inculcan desde lainfancia en las escuelas y en las instituciones de larepública aumentan su valor, según el cual la vidano es cosa tan despreciable para que haya queprodigarla sin causa, ni tan innoblemente querida

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que deba conservarse con avaricia cuando el ho-nor exige su renuncia. 

En lo más encarnizado de la batalla un grupoescogido de jóvenes valientes y juramentados selanza a la captura del caudillo enemigo, atacándo-le en campo abierto o preparándole una celada,cerca o lejos, batiéndose sin dar tregua al adver-sario y sin variar su composición, sabiendo que

cuando la fatiga haga presa en ellos serán reem-plazados por los refuerzos que esperan en la re-taguardia. Generalmente, si el general enemigono puede huir, es muerto o cae prisionero. 

Si logran el triunfo, los utópicos no se ensa-ñan matando a los vencidos, pues prefieren hacerprisioneros a los fugitivos, en vez de matarlos,

pero nunca se lanzan a perseguirlos sin reservarun cuerpo en orden de batalla junto a las insig-nias y estandartes, de forma que, al estar preve-nidos los demás cuerpos, puedan decidir la luchagracias a sus tropas de refresco, y en ese casoprefieren que huyan sus enemigos, pues si deci-dieran perseguirlos, sus tropas podrían romper la

formación y desbandarse. Tienen la experienciade lo que les aconteció más de una vez, cuandohabiendo los enemigos derrotado y puesto enfuga al grueso del ejército utópico, y mientras seensañaban en su persecución, ebrios con los lau-reles del triunfo que creían tan cercano, unospocos utópicos que se hallaban ocultos con el fin

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de aprovechar cualquier descuido, atacaron deimproviso a los perseguidores, cambiando así de

signo el aspecto del combate y arrancando de susmanos la victoria que parecía tan segura, de suer-te que terminaron venciendo los que se creíanderrotados. 

Es muy difícil precisar si los utópicos sonmás sagaces en el arte de preparar emboscadas

que en el de evitarlas. Cuando parece que se dis-ponen a huir, ni siquiera piensan en ello. Por elcontrario, si adoptan esa decisión, no es posiblepreverlo, pues si creen que se hallan en desventa-ja debido a la posición o al número, sigilosamen-te abandonan el campamento por la noche, o seescabullen ayudándose de algún ardid, o se reti-

ran cautamente durante el día, pero con tantadisciplina que es tan peligroso atacarlos en laretirada como cuando se les ve más fuertes. 

Los campamentos los rodean cuidadosamen-te de fosos anchos y profundos, y la tierra quesacan la echan en el interior de la fortificación.Para estos trabajos no necesitan auxiliares, ha-

ciéndolos los propios soldados. Todo el ejércitotrabaja, menos los centinelas que hay en las em-palizadas ojo avizor. Con tantos trabajadores,pues, terminan rápidamente y con seguridad laspotentes fortificaciones que rodean una granextensión de terreno. 

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Los utópicos se valen de armaduras sólidaspara resistir los golpes contrarios, pero sin que

les estorben para hacer cualquier movimiento, ypuedan incluso nadar con ellas. Nadar armadoses una de las bases de su instrucción militar. Enel combate a distancia arrojan saetas con granfuerza y precisión, tanto los de a caballo comolos infantes, y en la lucha cuerpo a cuerpo noutilizan espadas, sino unas hachas que, dado su

peso y su filo, causan mortales heridas, lo mismosi cortan que si golpean. 

Inventan muy ingeniosas máquinas bélicas, ylas ocultan con precaución, pues si el enemigollegase a conocerlas antes de que la necesidadobligue a su función, en vez de traer provecho

serían objeto de burlas. Al construirlas, se preo-cupan ante todo de la posibilidad de transportar-las y manejarlas con facilidad. 

Observan las treguas pactadas con losenemigos con toda escrupulosidad, por lo que nolas rompen ni aun en el caso de provocación; nosaquean tampoco las tierras del enemigo, ni in-

cendian los campos sembrados; por el contrario,evitan en lo posible que no las pisen los hombresni los caballos, porque saben que lo que haysembrado crece en provecho propio. 

No se ensañan nunca con un hombre inde-fenso, salvo si se trata de un espía. Amparan a las

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ciudades que se les rinden, y no entregan al pilla-je las que toman por asalto, pero condenan a la

última pena a los que se rebelan contra la rendi-ción y reducen a la esclavitud a los demás defen-sores. No castigan a la multitud de los que notomaron parte en la guerra, y si demuestran quealgunos propusieron la entrega, les concedenparte de los bienes de los condenados. Lo restan-te lo reparten entre las tropas auxiliares y no de-

jan nada para su disfrute.  Al finalizar la guerra no obligan a pagar a los

enemigos los gastos que ha exigido, a pesar dehaberla provocado, sino a los vencidos pudien-tes, exigiéndoles por un lado la entrega de sutesoro, que conservan como garantía por si se

promoviese otra guerra, y las mejores tierras, queretienen en perpetua posesión. 

De tal modo, poseen ahora en distintas tie-rras rentas de esta clase, procedentes de causasmuy diversas, cuya suma pasa de setecientos milducados anuales. A estas tierras envían algunosde sus conciudadanos, que denominan cuestores,

para que vivan en ellas espléndidamente comomagnates. La mayor parte de las rentas de dichastierras engrosa la cuenta del tesoro público, si noprefieren entregarla como préstamo al país enque se encuentran dichas tierras, cosa que hacencon frecuencia, en espera de precisarlo para sí,siendo raro que pidan su total reembolso. Parte

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de lo que obtienen de dichas tierras lo destinan aaquellos que por su consejo pasaron los riesgos

que indiqué antes. Si algún príncipe se prepara para la guerra y lainvasión, salen de sus fronteras y se dirigen a suencuentro con grandes fuerzas, pues ellos no lu-chan en su territorio más que por razones muygraves, y aunque lo necesitaran en grado sumo,

nunca permitirían auxilios extraños en su isla.

Capítulo IX

De las religiones de los utópicos

En cada ciudad de la isla y en distintos luga-res hay diferentes creencias. Unos tienen comodioses al Sol, otros a la Luna, o cualquier otroplaneta; los hay que adoran por dios supremo aalgún héroe que en épocas pasadas se hizo famo-

so por sus virtudes o por sus hazañas, pero lamayoría de los más prudentes no adora ningunade esas deidades y venera un solo Dios. Desco-nocido, eterno, inmenso, inexplicable, que estámuy por encima del alcance de la inteligenciahumana y que se difunde por el universo, no enextensión, sino en poder, y le conocen con el

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nombre de Padre. Le atribuyen el origen, desa-rrollo, cambio y progreso de todas las cosas, y

únicamente a él le rinden honores divinos. Incluso los utópicos restantes, a pesar de

profesar las más diversas creencias, coincidencon ellos en la existencia de un Dios supremo,creador y providencia del universo, al que deno-minan comúnmente como Mitra en el idioma del

país, pero su concepto varía de unos a otros.Sean cuales fueran sus opiniones, reconocen laidentidad de la naturaleza con su poder y su ma-jestad, a la que todos los pueblos de comúnacuerdo atribuyen la suma de todas las cosas. Porotra parte, todos van paulatinamente dejandoesta diversidad de creencias, con el fin de agru-

parse en una sola religión, que la razón vislumbracomo superior a las otras. Sin lugar a dudas lasdemás se habrían abandonado hace tiempo, sidesgracias imprevistas no hubieran dificultado laconversión de gran número de habitantes de laisla, que consideraban supersticiosamente ciertosacontecimientos fortuitos como signos de la có-

lera celeste, y creen que la deidad a cuyo cultoquerían renunciar, se venga de su impío propósi-to. 

Después que les enseñamos el nombre, ladoctrina, la vida y los milagros de Cristo, y la nomenos digna de admiración de tantos varones yhembras, cuyo martirio voluntario iluminó con

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los rayos de la fe a tantas gentes, hasta los máslejanos confines, no podéis pensar los sentimien-

tos de afecto con que se adhirieron a ella, bienpor llamada del propio Dios o porque les pare-ciera próxima a la creencia que predomina en elpaís. Por otra parte, lo que creo de más ayuda fueque supieran que Cristo comía con sus discípu-los, costumbre que perdura en las más purasreuniones cristianas. Sea como fuere, lo cierto es

que muchos adoptaron el cristianismo y fueronbautizados. 

Sin embargo, de nosotros cuatro, únicos su-pervivientes tras la muerte de dos compañeros,ninguno era sacerdote, y esto me entristeció,pues los utópicos, aunque iniciados en nuestras

creencias, no poseen los sacramentos que entrenosotros sólo pueden conferir los ordenados conel sacerdocio, y dándose cuenta de su valor, losdesean ardientemente, hasta el punto de disputarentre ellos sobre si alguno que fuera elegido po-dría obtener ese carácter sacerdotal sin permisopontificio. Estaban dispuestos a elegir a un sa-

cerdote, pero cuando yo me marché todavía nohabían elegido ninguno. 

Los que no se convierten al cristianismo noobligan a salirse de él a nadie, ni persiguen a loscreyentes, salvo una ocasión en que uno de losnuestros fue encarcelado estando yo presente.Bautizado hacía poco, predicaba en público, con-

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tra mi opinión y con más fe que prudencia, ladoctrina de Cristo, y se apasionó tanto con su

misión que no sólo antepuso nuestra fe a todaslas demás, sino que a esas otras las condenó, y vociferó insultándolas, diciendo que eran unaprofanación y sus discípulos impíos y sacrílegos,dignos del fuego eterno. Le detuvieron despuésque hubo disertado largamente sobre el asunto, yse le acusó, no de ultrajar la religión, sino de exci-

tar a la rebeldía popular, y por ello se le condenóa ser desterrado, pues una de las leyes más anti-guas de Utopía decreta que nadie debe ser moles-tado a causa de su religión. 

Desde el principio Utopo supo que antes desu llegada el país se hallaba sometido a continuas

guerras por cuestiones religiosas, y comprendióque estas diferentes creencias, incapaces de unaacción conjunta, luchaban aisladamente en de-fensa de su país y existía el peligro de que todosfueran sometidos. Una vez obtenido el triunfo,Utopo proclamó la libertad de cultos y creencias,y aunque indicó que era lícito hacer prosélitos

para la religión propia, debía hacerse suave ymoderadamente, aportando razones y no atacan-do violentamente las demás religiones. Si la per-suasión no surte efecto, está terminantementeprohibido valerse de la violencia ni de la injuria. Al que discute agraviando se le penaliza con eldestierro, si no con la esclavitud. 

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 Al dictar esas leyes, Utopo no polarizó úni-camente su atención en mantener la paz, rota en

épocas pasadas por incesantes guerras y terribles venganzas, sino que lo creyó conveniente para lamisma religión, sobre la que nunca se atrevió atomar a la ligera ninguna decisión, por no sabersi fue Dios quien, deseando cultos diferentes y variados, inspiró uno a cada pueblo. 

Le pareció monstruoso y absurdo usar lafuerza y la coacción para que todos aceptaran loque se cree debe ser la verdad; pensaba que siuna religión era la verdadera y falsas las demás,fácilmente conseguiría el triunfo sobre éstas,superándolas en todos los terrenos mientras seobrara con moderación y raciocinio; contraria-

mente, si la pugna había que decidirse por mediode la lucha y la revolución, los más perversos,que son los mejores guerreros, asfixiarían a lamejor y más santa religión con sus insensatassupersticiones, como el trigo entre los abrojos ylos zarzales. 

De esta forma dejó el problema intacto, y to-

dos pudieron creer que lo que pensaran era lomás adecuado. Sin embargo, prohibió, religiosa yseveramente, que nadie descendiera de la digidadde hombre hasta el extremo de opinar que elalma muere con el cuerpo, o que el curso seguidopor el universo es producto de la casualidad, sinintervención de la Divina Providencia. Los utó-

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picos creen que después de esta vida existen cas-tigos para los vicios y premios para las virtudes, y

rechazan a los que admiten lo contrario, tenién-dolos por infrahumanos, puesto que reducen lasublime naturaleza de su alma al vil cuerpo deuna bestia; no engloban a éstos en el número delos ciudadanos, toda vez que, si el temor no se loimpidiera, podrían destruir las costumbres y lasinstituciones de un país. Esos hombres obedecen

sólo a sus instintos, saltando por encima de lasleyes humanas. No tendrían miedo a nada y bur-larían con astucia las leyes de la patria, pues susanhelos quedarían reducidos a la pura materia. 

 A los que sienten así no se les distingue conningún honor, ni les confían ninguna magistratu-

ra ni cargo público, siendo despreciados comogente sin vida ni actividad. Por otro lado, no seles imponen represalias, pues opinan que no estáen la mano del hombre el creer en esto o ser lootro. Tampoco se les obliga a que disimulen,porque rechazan la hipocresía, que odian tantocomo el fraude. 

Naturalmente, prohiben que defiendan susopiniones ante el vulgo, pero no sólo les permi-ten, sino que les recomiendan que las discutancon los sacerdotes y sabios varones, esperandoque sus extravíos serán vencidos por la razón.Hay otros y no pocos, que pueden exponer susideas ya que sus doctrinas no dejan de ser racio-

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nales e inofensivas. Sostienen, cayendo en el vi-cio contrario, que el alma de los animales tam-

bién es inmortal, no comparables a la dignidadhumana, porque no les está destinada idénticafelicidad. 

La mayoría de los utópicos están convenci-dos de la suprema ventura que aguarda a loshombres más allá de esta vida. Ellos se duelen de

las enfermedades de su prójimo, pero jamás de lamuerte de nadie, excepto cuando le ven queabandona con desconsuelo este mundo. Esto lotienen como de pésimo presagio, como si paralas malas conciencias hubiese algún augurio se-creto de un cercano castigo que hiciese temiblesu tránsito. Opinan que a Dios no puede serle

grato acoger a aquel que al sentirse llamado noacude con alegría, sino con repugnancia y a lafuerza. Cuando se enteran de muertes de estaclase, se quedan horrorizados, y callados y do-lientes se llevan el cadáver, pero no lo entierranhasta después de pedirle a Dios que perdone consu misericordia las debilidades del extinto. 

En cambio, nadie se lamenta de los que mue-ren con la alegría reflejada en el rostro y esperan-zados, sino que les acompañan con cantos en susfunerales, recomendando su alma al Creador congran ternura, incineran su cuerpo con veneracióny sin tristeza, y en el mismo lugar levantan unacolumna en la que graban los títulos del muerto.

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 Al regresar, los acompañantes recuerdan su viday sus costumbres, y en especial su plácida muerte. 

Ese homenaje a la virtud lo consideran comoun eficaz estímulo a la virtud de los vivos y comoun inefable culto a los difuntos, a quienes creenpresentes cuando exaltan sus actos, aunque seaninvisibles para los mortales debido a la debilidadde sus ojos, pero piensan que los bienaventura-

dos pueden vagar según su voluntad, y que seríauna ingratitud que no sintieran el deseo de visitara los amigos con quienes en vida estuvieron ata-dos por vínculos de mutuo afecto, y piensantambién que el júbilo de los buenos aumentadespués de la muerte en lugar de disminuir. En-tonces, creen que los muertos siguen entre los

 vivos y presencian sus actividades, y su confianzaen esos defensores les da mayor valor al empezarsus tareas, del mismo modo que la creencia en lapresencia de sus deudos les impide pecar en se-creto. Se ríen y rechazan los presagios y otrasinsensatas prácticas de adivinación que se produ-cen sin el concurso de la naturaleza, como crea-

ción de la divinidad y testimonio de ella. Afirmanque se repiten con frecuencia en Utopía, y en losmomentos de tribulación los piden y consiguenorando en público con extraordinaria devoción. 

Entienden que es un culto grato a Dios lacontemplación de la naturaleza y la alabanza quese desprende de ella. Naturalmente que también

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hay, y en gran número, los que impulsados porsu religiosidad tienen las ciencias en desprecio y

no se inquietan por aprender nada; no se conce-den descanso y andan constantemente ocupados,prometiéndose la felicidad eterna merced a estostrabajos benéficos. Unos atienden a los enfer-mos, otros abren caminos, limpian fosos, reparanpuentes, cavan para extirpar la hierba parásita,acarrean arena o piedras, y podan y talan árboles,

llevan a la ciudad frutos y maderas, y tanto enpúblico como en privado se portan no comoobreros, sino como esclavos, pues cualquier tra-bajo pesado, duro y miserable, del que se zafanlos demás por miedo a la fatiga, al hastío o a ladesesperación que traen, ellos lo emprenden conalegría y denuedo; procuran el descanso al próji-

mo y ellos persisten en su quehacer, sin quejarseni criticar el trabajo de los demás, ni envanecersepor el suyo. Cuanto más se humillan al nivel delos siervos, más les honran sus conciudadanos. 

De ellos existen dos clases: una compuestade célibes, que se apartan totalmente de todo

contacto sexual, de comer carne, y renuncian alos deleites de la vida presente por entenderlospecaminosos, pues aspiran a la felicidad futuramediante vigilias y sudores, y la esperanza delograrla pronto espolea su alegría y su vivacidad. 

Los de la otra clase, a quienes les sigue gus-tando el trabajo, se inclinan por el matrimonio y

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no desprecian el bienestar que encuentran en él,pues creen que se debe a las leyes de la naturaleza

y que han de procrear hijos para la patria. Norechazan ningún placer, a condición de que sutrabajo no se atrase. Comen carne, pues entien-den que ese alimento aumenta sus fuerzas para eltrabajo. 

Los utópicos consideran a éstos más pruden-

tes y más santos que aquéllos. Se burlarían de losque anteponen el celibato al matrimonio y la vidadura a la agraciable, si lo justifican con razones,pero cuando afirman que lo hacen impulsadospor la religión, los miran con estimación y losreverencian. En nada son tan escrupulosos comoal juzgar en materia de religión. De esta opinión

son los que en su lenguaje llaman butrescos, yque en el nuestro podríamos traducir por religio-sos. 

Los sacerdotes bordean la santidad, por loque no son muchos: únicamente trece en cadaciudad, que corresponden a igual número detemplos, exceptuando cuando van a la guerra,

pues entonces siete de ellos marchan con lossoldados, y con el fin de sustituirlos eligen igualnúmero en la ciudad, pero al regresar los ausen-tes cada uno recupera su puesto, y los que sobranlos reemplazan a medida que aquéllos fallecen, ymientras tanto son auxiliares del pontífice, ya que

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uno de los sacerdotes tiene autoridad sobre losdemás. 

Son elegidos mediante votación secreta por elpueblo, igual que los demás magistrados, con elobjeto de evitar intrigas, y una vez elegidos sonconsagrados en el colegio. Presiden las ceremo-nias religiosas, tienen a su cargo la religión y le-gislan en materia de costumbres, y se clasifica

como un deshonor el tener que comparecer anteellos para responder de una conducta poco ho-nesta. 

 Tienen la responsabilidad de aconsejar y re-prender, pero sólo es prerrogativa del príncipe yde las demás autoridades someter a prisión ycorregir a los criminales, pues los sacerdotes úni-

camente pueden excomulgar a los que son rema-tadamente perversos, y casi ningún castigo tementanto los utópicos como éste, sintiéndolo comola mayor vergüenza, y les atormenta un ocultotemor religioso, angustiados por el peligro quecorre su cuerpo, pues saben que si no se retrac-tan ante los sacerdotes, el Senado les impone los

castigos reservados a los impíos. 

Los sacerdotes tienen a su cuidado la educa-ción de la infancia y la juventud, dedicando espe-cial cuidado en encauzar sus costumbres y sucarácter, desvelándose más que en la misma ins-trucción. Ponen su mayor afán en inculcar ideas

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buenas y útiles para el provecho de la patria enlas almas tiernas y dóciles de los niños, las cuales,

una vez las han asimilado, les guían durante su vida y contribuyen en gran manera a la conserva-ción del Estado, cuya ruina es causada siemprepor las erróneas doctrinas que engendran losmayores vicios. 

Los sacerdotes, entre los cuales hay algunas

mujeres, pues su sexo no es obstáculo, aunquesólo las eligen en contadas ocasiones, y siempreson viudas entradas en años, escogen sus consor-tes entre lo más florido de la población. No hayentre los utópicos magistratura más prestigiosaque la sacerdotal, hasta el extremo de que si al-gún sacerdote lleva una conducta deshonrosa, no

lo someten a juicio público, sino que se le aban-dona a Dios y a su conciencia. Piensan que losmortales no tienen ningún derecho sobre los quefueron consagrados solemnemente a Dios yofrecidos a Él, por culpables que sean. La buenaconducta es de muy fácil observación, porque lossacerdotes son escasos y se les escoge con el

mayor cuidado. Ciertamente es raro que unhombre elevado a tan ilustre dignidad por su virtud se entregue al vicio y a la corrupción, y siocurre alguna vez, pues la naturaleza humana escambiable, no son de temer graves males para elEstado, dado el escaso número de sacerdotes yporque disfrutan de honores, pero no de poder. 

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Si los utópicos cuentan con tan pocos sacer-dotes es con el fin de no desprestigiar, si se admi-

tiese a muchos, la fama de una institución que setiene en gran aprecio, singularmente porque es-timan difícil hallar a muchas personas que seantodas virtuosas y que merezcan investirse de unadignidad a la que no se puede aspirar cuando las virtudes no pasan de medianas. 

No son menos apreciados entre las gentesforasteras que entre las del país, y entiendo confacilidad a qué obedece. Mientras las tropas lu-chan, los sacerdotes se arrodillan cerca del cam-po de batalla, revestidos de sus sagrados orna-mentos, y levantan al cielo las manos, rogando enprimer lugar por la paz y luego por la victoria de

su ejército, y pidiendo que se derrame la menorsangre posible, lo mismo la propia que la adver-saria. Si salen triunfantes sus tropas, corren allugar de la lucha impidiendo la matanza; el queles vea y les llame salva su vida, y el que puedeasirse a sus flotantes vestiduras salva sus bienesde todo posible daño de la guerra. De todo esto

se deriva la gran veneración y el carácter de au-téntica majestad que inspiran a todos los pueblos,gracias al cual obtienen con mucha frecuencia delenemigo la vida de sus compatriotas, igual quehabían conseguido de éstos la de los enemigos.Se sabe, además, que en cierta ocasión en que fuederrotado el ejército utópico y huyó exasperado,

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cuando los enemigos iban a lanzarse a la matanzay al saqueo, los sacerdotes se interpusieron evi-

tando la destrucción y las muertes, separando alos contendientes y consiguiendo que se concer-tara la paz en condiciones justas. No se sabe deningún pueblo, por bárbaro y cruel que sea, queno tenga por inviolable y venerada esta legiónsacerdotal. 

Los días primero y último de cada mes y añoson festivos para los utópicos; su año se divideen meses según el curso de la Luna, calculando elaño por el recorrido en torno al Sol. Designan ensu idioma cinemernos a los primeros días delmes y trapemernos a los últimos, vocablos que sepueden traducir como primeras fiestas y últimas

fiestas. En Utopía hay templos magníficos, no sólo

por su suntuosidad sino por su capacidad, a to-das luces necesaria, puesto que son pocos paraacoger a tanta multitud. Todos ellos se hallaninmersos en una tenue penumbra interior, no pormediocridad de los arquitectos, sino por designio

de los sacerdotes, quienes entienden que una luzexcesiva altera la meditación y el recogimiento,mientras que una luz tenue invita al alma a lacontemplación interior y a la piedad. 

 Aunque todos los conciudadanos no profe-san idénticas creencias, puesto que existen varias

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padres, confiesan sus pecados, las omisiones y lasfaltas en que han incurrido, y ruegan que se les

perdonen sus errores. De esta forma cualquiersíntoma de tirantez doméstica que pudiera susci-tarse se disipa mediante esta satisfacción, por loque todos pueden asistir a las ceremonias sagra-das con la conciencia tranquila, ya que temenconcurrir a ellas con el corazón algo sucio, y poresto quienes saben que internamente guardan

odio o ira contra alguien, no toman parte en lasceremonias antes que sus almas se hallen tranqui-las y purificadas, temiendo extraordinariamenteel castigo de tal delito. 

En el templo, los hombres se colocan en laparte derecha y las mujeres en la izquierda, y se

sitúan de forma que los hijos varones de cadafamilia se sientan delante del padre, mientras quela madre preside el grupo de las mujeres de suhogar. De esta forma el jefe de cada familia pue-de vigilar los movimientos de todos aquellos aquienes gobierna con su autoridad y disciplina.Poner un singular cuidado en que los pequeños

se junten con los mayores, evitando de este mo-do que los niños, mezclados con otros niños,pierdan en entretenimientos pueriles el tiempoque deberían llenar concibiendo un religiosotemor a lo alto, que es la mayor y casi la únicallamada a la virtud. 

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No ofrecen como sacrificio ningún animal, nicreen que el derramamiento de sangre pueda

complacer a la divina misericordia que les conce-dió la existencia. Se limitan, pues, a quemar in-cienso y otros perfumes, y los devotos llevanmuchas velas, no porque ignoren que la naturale-za divina no necesita esas ofrendas y se conformacon las oraciones de los hombres, sino porquedisfrutan con el carácter inofensivo de aquel cul-

to, y en aquellos olores y luces, y en los demásoficios divinos, el hombre, sin saber cómo, sienteigual que si el alma se le elevase, entregándosecon más intensidad al culto divino. 

El pueblo asiste al templo con vestidurasblancas, y el sacerdote lleva vestidos de todos los

colores, de una singular belleza y factura, aunqueno son de materiales preciosos, pues en estasprendas no hay tejidos de oro, ni incrustacionesde piedras preciosas; se han confeccionado conplumas de aves diversas y distribuidas con tal artey primor que el valor del trabajo supera cualquiercostoso material. Por otro lado, la disposición en

un determinado orden con que se presentan lasalas y las plumas de las vestiduras sacerdotalesdicen que poseen un sentido oculto, cuya inter-pretación, expuesto por los sacerdotes, recuerdalos beneficios de Dios, la gratitud que se le debey los recíprocos deberes de los hombres. 

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 Al entrar en el templo el sacerdote, revestidode los ornamentos indicados, se arrodilla con

todos los fieles devotamente en medio de unsilencio tan intenso que la contemplación de laescena atemoriza el ánimo más templado, comosi acabara de presentarse de repente alguna divi-nidad. 

Después que todos han permanecido recogi-

dos, se alzan todos a una señal del sacerdote,entonando ardientes alabanzas al Señor, mez-clando sus voces con las de los instrumentos, queson en general de otra construcción que los que vemos en nuestro mundo, y aunque la mayoríatiene un sonido tan dulce como los nuestros,algunos de éstos no pueden ni siquiera compa-

rárseles. En este aspecto los utópicos están por enci-

ma de nosotros, porque su música, lo mismo lade los instrumentos que la que modulan con la voz, imita y expresa los efectos naturales con lamayor perfección, adaptando los sonidos al tema,sea oración suplicante, sea alegre, tranquila, tur-

bada, dolorosa o airada, y el ritmo de la melodíacorresponde tanto al sentido de lo que expresa,que el ánimo del auditorio se siente conmovidoen extremo, penetrado e inflamado por ella. 

Hacia el final de la ceremonia, el sacerdote,junto con los fieles, reza solemnes oraciones

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compuestas con tales frases que cada uno de losque las rezan puede repetirse a sí mismo lo que

recitan en comunidad. En ellas cada uno se dirigea Dios reconociéndolo como autor de la creacióny providencia de todos los bienes del mundo,dándole gracias por disfrutar de tantos benefi-cios, y en especial por haberle concedido el privi-legio de nacer en la más feliz de las repúblicas ydentro de una religión que, según él cree, es la

 verdadera. Por si se equivocara o hubiese otramejor y más agradable al Señor, le ruega que ensu bondad se digne permitirle conocerla, pues sesiente preparado para seguir el camino por el quequiera conducirle; mas si tal forma de gobiernoes la perfecta y su religión la verdadera, pide quele conceda perseverancia y que atraiga a todos los

hombres para que adopten las mismas institucio-nes y la misma fe, si no se trata de que en susinescrutables designios Dios se complace en quehaya variedad de religiones. 

Finalmente pide a Dios que le dé una dulceagonía y le acoja lo antes posible, pero no se

atreve a pedir que le prolongue ni le acorte la vida, aunque sí expone, salvando el respeto quele debe a su príncipe, que desea llegar a su pre-sencia tras una muerte dolorosa antes que privar-se de su contemplación por el transcurso de una vida feliz. Al finalizar esta oración se arrodilla denuevo, y se levanta la ceremonia poco después

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con el fin de ir a comer, terminando la jornadacon juegos y ejercicios de tipo militar. 

Os he expuesto tan fielmente como me hansido posible las instituciones de la que creo quees no sólo la mejor de las repúblicas, sino la úni-ca que puede concederse por derecho propio elsobrenombre de república. 

Cuando en algún otro país se refieren al interés

público, se preocupan solamente de los interesesprivados. Allí, como no hay nada que se conside-re privado, se ocupan seriamente en los negociospúblicos, y tienen sus motivos justificados paraello, pues en los otros países, ¿quién ignora que sino se ocupa de sus propios intereses, aunque larepública sea poderosa, correrá el peligro de mo-

rirse de hambre? Todos, pues, se ven obligados aocuparse más de sí mismos que del pueblo, o seade los demás. Por el contrario, en Utopía, dondetodo es común, nadie siente el temor de quepueda faltarle en adelante nada personal, con talque ayude a que estén colmados los silos públi-cos. La distribución de los bienes no se hace con

mala intención, y no hay pobres ni mendigos, yaunque nadie tenga nada, todos tienen de todo.¿Pero quién puede ser más rico que el que tienela conciencia limpia, libre de preocupaciones? Nodebe temer que le falte el sustento, ni las recla-maciones de la esposa, ni la indigencia de su hijo;ni tiene por qué desear una dote para la hija, y

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tener que asegurar el futuro para todos los suyos,desde la esposa a los hijos y los hijos de los hijos,

hasta la más lejana descendencia, porque tal espe-ra de su generosidad. Y todavía más cuando di-chas ventajas no sólo revierten sobre los quetrabajan, sino sobre aquellos que anteriormentetrabajaron y hoy se hallan inválidos o gozando deuna tranquila vejez. 

Desearía que alguno se atreviera a compararcon esta equidad la justicia de otros lugares, don-de yo no conseguiría hallar el menor rastro dejusticia y de equidad, porque ¿qué clase de justi-cia es la que consiente que cualquier noble, ban-quero, prestamista, u otro de esos parásitos quenada hacen o lo que realizan no tiene gran valor

para la república, lleve una vida de lujo y placer,sin ocupación de ninguna clase o entreteniéndoseen trabajos superfluos, mientras que el obrero, elcarretero, el artesano y el campesino han de tra-bajar tanto y tan duramente, como si fuesen bes-tias, a pesar de que su trabajo sea tan necesarioque sin él ningún Estado duraría más de un año,

llevando una vida tan mísera que hasta la de lasbestias resulta mejor, pues descansan mucho másy su comida no es mucho peor, toda vez que elanimal la encuentra a su gusto y no debe temer elfuturo? 

Pero a aquéllos les angustia la necesidad deun trabajo sin beneficio y les mata el recuerdo de

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una sociedad mísera, porque el jornal diario estan exiguo que no es suficiente para el día, y les

es imposible ahorrar algo cada día para lograruna vejez segura y tranquila. ¿No es injusto elpaís que a los nobles, que así llaman a los ban-queros y demás gente parásita, o aduladora, lesconcede placeres frívolos y sin necesidad, mien-tras contempla sin pestañear a los labradores,carboneros, peones, carreteros y artesanos, sin

los cuales no habría ninguna república? Despuésde beneficiarse de su trabajo mientras se hallanen la flor de la vitalidad, cuando llega la vejez ouna enfermedad les condena a una mísera invali-dez, el Estado, olvidándose de los sudores sacri-ficados en su provecho, les recompensa con in-gratitud, abandonándolos a la más desconsolado-

ra de las muertes. 

¿Qué añadiré de los ricos que recortan cada díaun poco más el salario de los pobres, no sólofraudulentamente, sino amparados por las leyes?De esta forma, la injusticia que originaba el re-compensar tan mal a los que eran más merecedo-

res de la sociedad, se convierte, por obra de estosperversos, en justicia al ser refrendada por unaley. 

De esta forma, cuando contemplo estas na-ciones que actualmente florecen por doquier, no veo en ellas, y Dios me salve, otra cosa que lasmalas artes de los ricos, que realizan sus negocios

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bajo pretexto y en nombre de la comunidad.Imaginan e inventan todas las trampas posibles,

tanto para almacenar —sin temor a perderla—,la mayor riqueza adquirida ilícitamente, comopara obtener al menor precio posible las obras acosta de los sudores de los pobres, haciéndolostrabajar como bestias. Y estas perversas inten-ciones las dictan los ricos como ley en nombrede la sociedad, y de los mismos pobres por lo

tanto. Sin embargo, esos perversos seres, aun des-

pués de repartirse con insaciable avaricia lo quesería suficiente para las necesidades de todos,están muy lejos de la felicidad que se disfruta enla república de Utopía. Allí, eliminado el uso del

dinero y con él la codicia, ¡cuántos males no seevitan y cuántos crímenes son extirpados! ¿Quiénno sabe que fraudes, robos, rapiñas, riñas, tumul-tos, sediciones, asesinatos, traiciones, envenena-mientos, castigados pero no evitados con tor-mentos, desaparecían si desapareciese el dinero? Y de esta forma el miedo, los temores, las angus-

tias, los cuidados, las vigilias desaparecerían almismo tiempo que el dinero, y la misma pobreza,única que parece que necesite el dinero, si fueraeliminado éste, también disminuiría. 

Para que esto quede mejor explicado, pense-mos en algún año en que, perdida la cosecha,muchos millares de hombres murieron de ham-

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bre. Creo que si hubieran podido abrir los grane-ros de los ricos al término de la época de escasez,

se habría encontrado en ellos tanto grano que sise hubiese repartido entre los que murieron dehambre, nadie habría sufrido las inclemencias deltiempo. Tan fácil como sería alimentar a todo sino fuera por el bendito dinero, creado paraabrirnos el camino de la abundancia, pero que enrealidad nos lo cierra. 

Indudablemente, hasta los ricos están deacuerdo con esto, pues no ignoran que mejorsituación es no carecer de nada que no sea preci-so que poseer en abundancia cosas innecesarias,y que es preferible evitar muchos males que sen-tirse ahogado por abundantes riquezas. No dudo

tampoco de que, bien por interés de cada uno, opor obediencia a los mandatos de Cristo, que ensu infinita sabiduría no pudo olvidar qué es lomejor, y en su bondad sólo pudo aconsejarles loque fuera mejor, todo el mundo habría aceptadocon facilidad las leyes de aquel Estado, si no lodetuviera esta perversa bestia, reina y madre de

todas las plagas, que es la soberbia, la cual nomide su prosperidad por el bienestar particular,sino por la desgracia del prójimo. Ésta no podríatransformarse en diosa de no quedar miserables aquienes poder esclavizar y humillar, cuya pobrezarealzara su felicidad, y si la demostración de suopulencia no enfureciese a la pobreza. Esta dia-

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bólica serpiente, al arrastrarse en el interior de losmortales, les detiene como una cadena, impi-

diéndoles hallar el camino de una vida mejor. Porotra parte, está tan aferrada al corazón humano,que es difícil extirparla. 

Me alegro de que la forma de Estado que yodeseo para todo el mundo la hayan hallado losutópicos, quienes, gracias a las instituciones que

han creado, han construido no sólo la más prós-pera de las repúblicas, sino también la más dura-dera, en cuanto pueden predecir las humanasconjeturas. Arrancados junto con los demás vi-cios todos los gérmenes de ambición y rivalidad,no hay peligro de que las guerras civiles que hancausado la ruina de tan poderosas ciudades

aniden allí. Asegura la concordia interior y lafirmeza de sus instituciones, impidiendo que laenvidia de los príncipes vecinos, ya muchas veceshumillada, turbe y termine con su imperio. 

Cuando Rafael terminó de hablar, recordémuchas cosas que me habían parecido absurdasde las leyes y los hábitos de aquel país, no sólo en

su forma de guerrear, su culto y sus ideas religio-sas y las demás instituciones, sino también y enespecial el fundamento capital de todas ellas: la vida y la alimentación en común, la no existenciade moneda, lo cual destruye toda la nobleza, bri-llantez, esplendor y majestad que, según la opi-nión general, son el honor y el adorno de las

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repúblicas. Pero como advertí que estaba cansa-do de hablar y no sabía si aceptaría con facilidad

que se le discutiese, pues no olvidaba que noshabía reprendido a todos cuando lo hicimos,replicando que temíamos pasar por torpes o porinsensatos si no teníamos argumentos que opo-ner a las ideas ajenas, le cogí del brazo y me lollevé a cenar, elogiando las instituciones de losutópicos y su narración, y diciéndome que en

otra oportunidad habría tiempo para meditar másprofundamente sobre aquellos problemas, discu-tiéndolos juntos con más detalle, lo cual deseoque sea muy pronto. 

Mientras tanto, y aunque yo no pueda asentir atodo lo que expuso, aunque él sea hombre de una

extraordinaria erudición, y gran conocedor de lanaturaleza humana, confesaré con sinceridad queen la república de Utopía hay muchas cosas quedeseo, más que confío, ver en nuestras ciudades. 

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Utopíase compuso con el tipo Garamond 12/15,en el mes de abril de 2015, y se distribuirá

bajo IaP (impresión a pedido),([email protected]). 

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