Planeta de Libros - LA DESLUMBRANTE NOVELA SOBRE ......bamos caligrafía o recitábamos la lista de...

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CHANEL LAS HERMANAS JUDITHE LITTLE La fascinante novela sobre dos mujeres indomables que cambiaron el mundo de la moda para siempre

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Diseño de la cubierta: Planeta Arte & Diseño

Fotografía de la cubierta: © Condé Nast Ltd - John Deakin /

Trunk Archive y © Getty Images

Fotografía de la autora: © Tracy Ling

34 mm

C H AN E LL A S H E R M A N A S

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La fascinante novela sobre dos mujeres

indomables que cambiaron el mundo

de la moda para siempre

LA DESLUMBRANTE NOVELA SOBRE

LOS ORÍGENES SILENCIADOS DE

COCO CHANEL, LA DISEÑADORA

DE MODA MÁS ICÓNICA DEL SIGLO XX

Huérfanas desde pequeñas y educadas en la rigidez de un convento,

Antoinette y Gabrielle Coco Chanel sueñan con un futuro mejor mientras

leen novelas románticas y ojean revistas de moda a escondidas. La valiente e inconformista Coco se

niega a aceptar un destino de pobreza y servidumbre y, con una ambición

inquebrantable, irá conquistando su libertad de la mano de su hermana,

que la apoya incondicionalmente en su camino para convertirse en

diseñadora de moda.

En París pronto se hablará con admiración de las «hermanas Chanel», aunque no será hasta llegar a la cima del éxito cuando comprenderán que el dinero y la independencia no son un sustituto de aquello que, en el fondo,

más anhelan: el amor.

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Las hermanas Chanel

Judithe Little

Traducción de Juanjo Estrella

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Título original: The Chanel Sisters

© Judithe Little, 2020Publicado por acuerdo con Harlequin Books S.A.

© por la traducción, Juanjo Estrella, 2021© Editorial Planeta, S. A., 2021Avda. Diagonal, 662-664, 08034 Barcelona (España)

Por esta edición:Espasa Libros, S. L. U., 2021Avda. Diagonal, 662-664, 08034 Barcelona (España)www .espasa .com www .planetadelibros .com

Ésta es una obra de ficción. Los nombres, personajes, lugares y sucesos que aparecen son producto de la imaginación del autor o bien se usan en el mar-co de la ficción. Cualquier parecido con personas reales (vivas o muertas), empresas, acontecimientos o lugares es pura coincidencia.

Primera edición: enero de 2021ISBN: 978-84-670-6141-3Depósito legal: B. 20.937-2020Composición: Realización PlanetaImpresión y encuadernación: Gráficas Estella, S. L.Printed in Spain - Impreso en España

El papel utilizado para la impresión de este libro está calificado como papel ecológico y procede de bosques gestionados de manera sostenible.

No se permite la reproducción total o parcial de este libro, ni su incorporacióna un sistema informático, ni su transmisión en cualquier forma o por cualquier medio,sea éste electrónico, mecánico, por fotocopia, por grabación u otros métodos, sin elpermiso previo y por escrito del editor. La infracción de los derechos mencionadospuede ser constitutiva de delito contra la propiedad intelectual (Art. 270 y siguientesdel Código Penal).Diríjase a CEDRO (Centro Español de Derechos Reprográficos) si necesita fotocopiaro escanear algún fragmento de esta obra. Puede contactar con CEDRO a través de laweb www .conlicencia .com o por teléfono en el 91 702 19 70 / 93 272 04 47.

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Uno

Años más tarde, mi recuerdo regresaría a aquel frío día de marzo de 1897, al convento de Aubazine, al

orfanato.Nosotras, las huerfanitas, permanecíamos sentadas

en círculo, practicando las puntadas. El silencio de la sala no se veía interrumpido más que por los comenta-rios despreocupados que yo, de vez en cuando, dirigía a las niñas que tenía más cerca. Al notar que la mirada de la hermana Javiera se posaba sobre mí, me callé y cla-vé la vista en la labor, como si estuviera profundamente concentrada en ella. Temía que me regañara, como solía hacer: «Controle esa lengua, mademoiselle Chanel». Pero lo que hizo fue acercarse al lugar donde me encon-traba, cerca de la estufa, avanzando como si flotara, como hacían todas las monjas. El olor a incienso y a viejo emanaba de los pliegues de su hábito negro de lana. Su cofia almidonada planeaba hacia el cielo, rígida, como si de un momento a otro la hermana fuera a emprender el vuelo. Yo rezaba por que así fuera, por que un rayo de luz se colara a través del tejado puntiagudo y la elevara hasta las nubes, inmersa en un haz radiante de salvación sagrada.

Pero esos milagros sólo ocurrían en aquellas pinturas de ángeles y santos. Ella se detuvo detrás de mí, oscura,

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acechante como una nube de tormenta sobre las laderas boscosas del Macizo Central que se divisaba desde los ventanales. Carraspeó y, como si fuera el emperador del Sacro Imperio Romano en persona, dictó su lúgubre sen-tencia:

—Tú, Antoinette Chanel, hablas demasiado. Coses con descuido. Te pasas el día soñando despierta. Si no prestas más atención, me temo que acabarás igual que tu madre.

A mí se me formó un nudo en el estómago. Tuve que morderme la mejilla por dentro para no replicarle. Miré a mi hermana Gabrielle, que estaba sentada en el otro extremo de la sala con las niñas mayores, y puse los ojos en blanco.

—No hagas caso de las monjas, Ninette —me dijo ésta en cuanto nos dejaron salir al recreo.

Estábamos sentadas en un banco, rodeadas de árbo-les desnudos que parecían tan helados como nosotras. ¿Por qué perdían las hojas cuando más las necesitaban? A nuestro lado, la mayor de las tres, Julia-Berthe, se sa-caba unas migas de pan de un bolsillo y se las echaba a una bandada de cuervos que graznaban y se peleaban por conseguir el mejor puesto.

Yo tenía las manos metidas en las mangas, en un in-tento por calentármelas.

—Yo no voy a ser como nuestra madre. No voy a ser nada de lo que las monjas dicen que voy a ser. Ni siquie-ra voy a ser lo que dicen que no puedo ser.

Las tres nos reímos con aquella ocurrencia mía. Una risa amarga. En tanto que custodias temporales de nues-tra alma, las monjas pensaban constantemente en el día en que estaríamos listas para salir del convento para vi-vir en el mundo. ¿Qué sería de nosotras? ¿Cuál sería nues-tro lugar?

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Llevábamos dos años en el convento y ya estábamos acostumbradas a aquellas sentencias de las monjas, que llegaban en plena práctica del coro o mientras estudiá-bamos caligrafía o recitábamos la lista de los reyes de Francia.

«Tú, Ondine, escribes tan mal que jamás serás la es-posa de un comerciante.»

«Tú, Pierrette, con esas manos tan torpes, jamás en-contrarás trabajo de granjera.»

«Tú, Hélène, tan remilgada con la comida, no serás nunca la esposa de un carnicero.»

«Tú, Gabrielle, debes tener fe en que podrás ganarte la vida como costurera.»

«Tú, Julia-Berthe, reza por tener vocación y recibir la llamada. Las jóvenes con una figura como la tuya debe-rían quedarse en un convento.»

A mí me decían que, con suerte, lograría convencer a algún labrador para que se casara conmigo.

Me saqué las manos de las mangas y soplé en ellas.—Yo no pienso casarme con ningún labrador —solté.—Y yo no pienso ser modista —dijo Gabrielle—. De-

testo coser.—¿Entonces...? ¿Qué vais a ser? —Julia-Berthe nos

miró con sus ojos grandes, interrogativos. La gente la consideraba «lenta», decían que estaba «tocada». Para ella todo era simple, blanco o negro, como los hábitos y los velos de las monjas. Si las monjas decían que sería-mos algo, teníamos que serlo.

—Algo mejor —respondí yo.—¿Y qué es algo mejor? —quiso saber Julia-Berthe.—Es... es... —contestó Gabrielle, pero no terminó la

frase.Gabrielle no tenía ni idea de qué era ese «algo mejor»,

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y yo tampoco; pero estaba convencida de que ella lo sen-tía igual que lo sentía yo, de que lo percibía en una espe-cie de cosquilleo en los huesos. La inquietud nos hervía en la sangre.

Las monjas decían que debíamos conformarnos con la suerte que nos había tocado en la vida, que eso com-placía a Dios. Pero nosotras jamás nos conformaríamos con el lugar en el que estábamos, con lo que teníamos. Veníamos de una larga saga de vendedores ambulantes, de soñadores que recorrían caminos serpenteantes, se-guros de que, más allá, les esperaba «algo mejor».

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Dos

Antes de que las monjas nos acogieran, casi siempre teníamos hambre e íbamos con la ropa arrugada y

sucia. Hablábamos sólo en patois, no en francés. Apenas sabíamos leer ni escribir, porque nunca habíamos ido a la escuela mucho tiempo seguido. Según las monjas, éramos unas salvajes.

Nuestra madre, Jane, trabajaba mucho para mante-nernos, para que no nos faltara un techo. Estaba con no-sotras sin estar; con los años, sus ojos habían perdido brillo y parecía que nos miraba pero no nos veía. Aun-que siempre buscaba a Albert. Nuestro padre se pasaba los días por los caminos, dedicado a la venta ambulante de corsés, cinturones y medias. Era incapaz de permane-cer mucho tiempo en un mismo lugar, y nuestra madre, loca de amor, siempre iba a buscarlo cuando no volvía en la fecha prometida, y nos arrastraba consigo de pue-blo en pueblo, ya fuera invierno o verano.

Pasaban juntos el tiempo justo para que mi madre es-tuviera constantemente encinta, y luego Albert nos deja-ba meses y meses, y teníamos que apañarnos solas, sin dinero. Ella trabajaba de lavandera, de criada, de lo que encontrara, y así hasta que falleció a los treinta y un años de tisis, exhausta y con el corazón roto.

Tras su muerte, ningún familiar quiso hacerse cargo

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de nosotros, y nuestro padre menos. Eso era algo que no debería haber sorprendido a nadie. ¿Cómo iba a ir de mercado en mercado (y de cama en cama) con todos no-sotros a cuestas? Aun así, ¿no se suponía que los padres se ocupaban de sus hijos?

Éramos tres niñas y dos niños. Julia-Berthe era la ma-yor. Después venía Gabrielle, después Alphonse, des-pués yo, después Lucien. Alphonse tenía diez años y Lu-cien, seis; eran apenas unos ovillos de lana cuando nuestro padre logró que los declararan «niños del hospi-cio». No perdió el tiempo y enseguida se los entregó a una familia de campesinos como mano de obra gratuita. Y a nosotras, las niñas, nos llevó a las monjas. Desde que estábamos en el convento, hacía ya tres años, no sabía-mos nada de nuestros hermanos.

Entretanto, nuestro padre iba por ahí y vivía libre-mente, como había hecho siempre, ocupándose sólo de sí mismo.

—Volveré —nos había dicho a nuestras hermanas y a mí con aquella sonrisa dorada de comerciante cuando nos dejó en la puerta del convento, antes de darle unas palmaditas a Gabrielle en la cabeza, que mantenía muy erguida, y desaparecer en la distancia montado en su ca-rreta de dos ruedas.

Julia-Berthe, que detestaba los cambios, se mostraba inconsolable y no entendía adónde había ido nuestra madre.

Gabrielle estaba demasiado indignada para llorar.—¿Cómo ha podido dejarme? —no dejaba de repe-

tir—. Yo soy su hija favorita. Además, podemos cuidar de nosotras mismas —añadió—. Llevamos años hacién-dolo. No necesitamos que estas viejas nos digan qué te-nemos que hacer. Es que nosotras no somos huérfanas,

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este sitio no es para nosotras. Ha dicho que va a volver, y eso significa que va a volver.

Yo, que tenía ocho años, lloraba desconcertada. No es-taba acostumbrada a las rarezas de las monjas, al frufrú de sus hábitos, al golpeteo de sus rosarios, que llevaban a los costados, a las nubes de incienso que se elevaban como fantasmas, al olor penetrante de la lejía.

El convento era todo lo contrario a lo que nosotras conocíamos. Allí nos decían cuándo debíamos levantar-nos, cuándo teníamos que comer y que rezar. El día se dividía en tareas: estudio, catecismo, costura, labores del hogar. El paso del tiempo lo marcaban el ángelus y todas las oraciones estipuladas en el oficio divino. «Las manos ociosas —no dejaban de repetirnos las monjas— son las aliadas del diablo.»

Incluso los días de la semana, las semanas del mes y los meses del año se dividían en lo que, según las monjas, eran las estaciones de la liturgia. En lugar del 15 de ene-ro, del 21 de marzo o del 19 de diciembre, aquellos días eran el día duodécimo del Tiempo Ordinario, o el lunes de la primera semana de Cuaresma, o el miércoles de la tercera semana de Adviento. La vida eterna estaba divi-dida entre el infierno, el purgatorio y el cielo. Estaban los doce frutos del Espíritu Santo, los diez mandamientos, los siete pecados capitales, los seis días sagrados de obli-gación, las cuatro virtudes cardinales.

Nos enseñaban cosas acerca de Saint Étienne, un monje jorobado cuyo sepulcro se encontraba en el san-tuario. Sobre la tumba reposaba su efigie yaciente es-culpida y por encima de aquella especie de dosel de piedra figuraban también los relieves de otros monjes. Durante las misas yo seguía con los ojos los patrones de las vidrieras, los círculos superpuestos que parecían le-

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tras C, de Chanel; mis hermanas y yo entrelazadas para siempre. Yo no quería ni pensar en el contenido de aquella tumba: los huesos viejísimos, el hábito de arpi-llera vacío.

—Aquí hay fantasmas —me susurraba Julia-Berthe con los ojos muy abiertos.

Había fantasmas sagrados, fantasmas que no eran sa-grados, fantasmas de todo tipo que hacían vibrar las lla-mas de los cirios votivos, que se ocultaban en rincones y en pasillos estrechos, que proyectaban sus sombras en los muros. Los fantasmas de nuestra madre, de nuestro padre, de nuestro pasado.

A veces, por las mañanas mientras nos bañábamos, o por las noches cuando teníamos que rezar en silencio, Julia-Berthe me agarraba del brazo y me lo apretaba con fuerza.

—Por las noches sueño, tengo unas pesadillas terri-bles.

Pero no me contaba nada más. Y yo no sabía si soña-ría lo mismo que soñaba yo algunas veces, que nuestra madre estaba en una cama, sin colcha, con un pañuelo ensangrentado en una mano, mientras un frío glacial se colaba a través de las finas paredes. Tenía los ojos cerra-dos, y su cuerpo, muy flaco, no se movía.

Había aprendido a despertarme cuando soñaba esas cosas, para ahuyentar aquella imagen, y entonces me su-bía a la cama de Gabrielle. Ella dejaba que me acurruca-ra a su lado, como hacíamos cuando éramos pequeñas (hasta que llegamos a Aubazine nunca habíamos tenido camas para nosotras solas), y me tranquilizaba notar el calor de su cuerpo, el ritmo acompasado de su respira-ción, hasta que volvía a quedarme dormida.

Y entonces, muy temprano, demasiado temprano,

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cuando el sol todavía no había salido, sonaban las cam-panas. La hermana Javiera irrumpía en el dormitorio dando palmadas y anunciando en voz muy alta:

—¡Despierta, gloria mía! ¡Despertad, arpa y lira!Y acto seguido empezaban las regañinas.—¡Más deprisa, Ondine! ¡Vendrá el día del Juicio Fi-

nal y te pillará sin zapatos!—¡Hélène! Tienes mucho por lo que rezar, así que

apresúrate.—¡Antoinette! ¡Deja de hablar con Pierrette y vuelve

a hacerte la cama! ¡Está arrugada!Las monjas de Aubazine nos acogían. Nos alimenta-

ban. Intentaban salvar nuestras almas, civilizarnos lle-nando nuestros días de orden y rutina. Pero no conse-guían llenar los espacios vacíos de nuestros corazones.

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