Perros detectores cadaveres

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«Este libro se merece un lugar en tanto entre los libros más vendidos y en la lista de lectura de todos los amantes de los perros. Warren imparte clases de periodismo científico en la Universidad de Carolina del Norte y tiene excelentes aptitudes para la investigación y para narrar historias, lo que hace que el libro sea todavía más cautivador e interesante. Para nosotros un libro altamente recomendable.» Revista Bark Cat Warren es profesora universitaria y antaño periodista con una afición ciertamente rara: ella y su pastor alemán se han pasado los últimos siete años buscando muertos. Solo es un perro detector de cadáveres. Lo que comenzó tan solo como un modo de canalizar la incotrolable energía y entusiasmo de Solo muy pronto se convirtió en una llamada que la introdujo en el oculto y fascinante universo de los perros de trabajo, sus guías y adiestradores. El adiestramiento y la búsqueda con Solo fue el comienzo de la odisea de Warren para introducirse en el mundo de los perros de

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Perros detectores de cadáveres. Trabajo y adiestramiento

CAT WARREN

Perros detectores de cadáveres. Trabajo y adiestramiento

CAT WARREN

Traducción: Mónica Rubio Fernández

ed

Historia de la publicación:

Título original: What the Dog Knows. The Science and Wonder of Working Dogs primera edición en inglés: Octubre 2013 Touchstone (Simon & Schuster, Inc.)

© 2013, Cat Warren

© 2014, Kns ediciones SC de la edición en castellano

Kns ediciones SCPedrouso 4215883 Cacheiras-TeoA Coruñawww.knsediciones.com

Traducción: Mónica Rubio Fernández

Ilustración de portada y diseño de cubierta: Alberto Mosquera Lorenzo

Maquetación: Ana Loureiro Iglesias

Corrección de pruebas: Mensi Cortizas Bouza

ISBN 978-84-941852-7-4

Depósito Legal C 1698-2014

Impreso en España

Todos los derechos reservados. Queda prohibida la reproducción total o parcial de este libro en cualquier forma o medio sea electrónico o mecánico, incluidas la fotocopia, grabación o cualquier sistema de almacenamiento, sin permiso escrito de la editorial. (Diríjase al Centro Español de Derechos Reprográficos, www.cedro.org, si necesita fotocopiar o escanear algún fragmento de esta obra)

Para David, el único para mí

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Índice

Introducción .................................................................... 13 1. El pequeño príncipe de las tinieblas ............................... 19 2. La muerte y el perro ........................................................ 33 3. Sabiduría olfativa ............................................................. 45 4. Nacimiento del perro detector ........................................ 65 5. El juego del trile ............................................................... 87 6. Destilaciones .................................................................... 101 7. Una costilla ...................................................................... 117 8. Consuélame con mordiscos ............................................ 127 9. En el pantano ................................................................... 14910. Inteligencia y credulidad ................................................. 16111. El mundo entero es un escenario ................................... 17712. El dolor de los demás ...................................................... 19113. Los soldados desaparecidos ............................................ 20514. Correr en el agua ............................................................. 21715. La herramienta perfecta .................................................. 23316. Trabajo en la tumba ......................................................... 24717. Una segunda oportunidad .............................................. 26518. Menear la cola .................................................................. 281 Agradecimientos .............................................................. 297 Créditos fotográficos ....................................................... 307 Notas ................................................................................ 311

Crucé un páramo con nombre propioÚtil sin duda para el mundoMas de él solo destaca un palmoEntre las vacías millas que lo rodean:

Pues en él recogí del brezoY en él acogí en mi senoUna pluma caída, una pluma de águila...Bien, olvido el resto.

Robert Browning, Memorabilia, 1855

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Introducción

Me he acostumbrado a trabajar con los muertos. En realidad, con frag-mentos de muertos. Unos cuantos dientes, una vértebra, un trozo de alfombra que estuvo debajo de un cadáver. Uno de los materiales básicos de adiestra-miento de mi pastor alemán es tierra recogida en lugares donde descansaban cuerpos en descomposición. Si abro un frasco lleno de esa tierra, me llega el aroma de los bosques de Carolina del Norte, almizclada oscuridad con una pizca de hojas mohosas de aliso. Solo olfatea a los que se han ido.

Solo es un perro detector de cadáveres. De vez en cuando, me llaman so-licitando nuestros servicios cuando alguien ha desaparecido y es probable que haya muerto. La gente me pregunta si Solo se deprime cuando encuentra muerto a alguien. No. El trabajo de Solo –y su diversión– empieza cuando acaba el de los demás. Nada lo hace más feliz que una carrerita en un pantano en busca de alguien que lleve un tiempo desaparecido. Para él, la muerte hu-mana es un gran juego. Para ganar, lo único que tiene que hacer es olfatearla, acercarse a ella todo lo que pueda, contármelo y después recibir su premio: jugar a tira y afloja con un juguete de cuerda.

Nunca pensé que la muerte pudiera tener un lado positivo. Desde luego, jamás imaginé que fuera a ser un perro quien me lo descubriera. Solo, desde que empecé a adiestrarlo y a trabajar con él hace ocho años, me ha abierto los ojos a un nuevo mundo. Un mundo oscuro, sin duda, pero a través de él se filtran tantos rayos de luz que me he dado cuenta de que iluminan otros espacios de mi vida.

Solo y yo trabajamos en esto por diferentes razones. Lo que parece moti-varlo a él no es solamente la recompensa del juguete al final (aunque es una cosa que le encanta), sino también el trabajo en sí mismo, mientras barre el terreno como una pulidora de hielo automática hiperactiva, siguiendo tra-zas de olor hasta su origen. Lo que me motiva a mí es observar a Solo, un pastor negro y fuego de enormes fauces y una gran cola peluda. Atrapa el mundo escondido que su hocico conoce y traduce esa sabiduría arcana para

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que nosotros, los seres humanos, podamos comprenderla. Como dijo uno de los sargentos de la unidad canina (K9), admirando el comprensible len-guaje corporal de Solo: «Se puede leer a ese perro como si fuera un libro». Felizmente fue un libro fácil para una principiante en el trabajo con perros como yo. Más parecido a Teo en la escuela que a Finnegans Wake, de James Joyce. Es una suerte que el enfoque de Solo sea más parecido al de Teo, por-que el amplio panorama de las personas desaparecidas y muertas a menudo me hace permanecer despierta por las noches, repasando los mínimos deta-lles, tratando de comprender una trama desconocida. Como dijo un famoso adiestrador de perros detectores: «La búsqueda es el misterio clásico».

Mi afición produce asombro. Aunque mis amigos cercanos y algunos de mis colegas de la universidad se mostraron encantados con la idea, otros se estremecieron. Sé que es mejor ni mencionarlo con algunos colegas. La mayoría no sabe nada, y no hay razón alguna para que lo sepan. Un admi-nistrador, sorprendido cuando le conté que tendría que perderme una re-unión de la facultad para llevar a Solo a participar en una investigación por homicidio de última hora, volvió a verme al día siguiente. Quizá, sugirió con optimismo, podría incluir en mi currículum el trabajo con perros detectores de cadáveres como un plus, ¿no? Yo no estoy muy segura de que esta tarea en particular aporte mayor brillo a mis credenciales académicas. De todos mo-dos, me gustó que estuviera dispuesto a tenerlo en cuenta. Sé que los perros detectores de cadáveres son una rama esotérica del árbol de los perros de trabajo, así como una afición que se adquiere. Si alguien pone cara de horror, cambio de tema y me pongo a hablar de política.

Naturalmente, no solo los académicos pueden juzgarte. Durante un mo-mento de tranquilidad durante una investigación, a veces el ayudante del sheriff o un oficial de policía me pregunta lo que hago para ganarme la vida. Cuando les digo que doy clases en una universidad, algunos también se estre-mecen y me observan buscando señales de ineficacia... y de debilidad. Luego, durante un rato al menos, olvidamos nuestras diferencias y continuamos la investigación, donde nos encontramos en un terreno común.

Solo no tiene ni idea de que llevo una doble vida, ni de que él es en parte culpable. ¿Por qué iba a saberlo? Es un perro. No es consciente de que la muerte humana y la descomposición puedan provocar rechazo o ambiva-lencia. Para él, la muerte es un juguete del que tirar. Para mí, Solo es el inter-

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mediario perfecto entre la muerte y yo. Cuando investigamos –pero incluso en ejercicios de adiestramiento–, él se convierte en el centro de mi mundo y circunscribe mi visión a la zona que estamos investigando. Mi labor consiste en guiarlo cuando es necesario, pero dejo que haga su trabajo independien-temente de mí; en asegurarme de que tiene agua suficiente y de que no está demasiado cerca del tráfico o de un rottweiler en un patio trasero; y en ob-servarlo de cerca todo el tiempo, mientras él olfatea las corrientes de aire y reacciona ante ellas.

Buscar un cadáver es una curiosa manera de caminar por el bosque. Si me tropiezo con una tortuga mordedora o veo un arrendajo brillando entre los árboles, o si el bosque invernal se abre para descubrirnos un almacén de ta-baco abandonado, rodeado de hayas doradas, la experiencia sigue siendo pla-centera aunque las razones para estar allí sean un tanto sombrías. Y ahí fuera no todo es belleza: las verjas escondidas de alambre de espino, las smilax (S. rotundifolia) y la hiedra venenosa, las trampas, las zanjas y los basureros que ensucian el bosque exigen mi atención y yo se la doy. Aunque a Solo no le gusta meterse por entre las zarzas, aparte de eso, incluso en descampados o en granjas abandonadas, disfruta metiendo el hocico en los huecos oscuros y los espacios creados por montones de chatarra y viejos cimientos. Me pre-ocupan más las serpientes cabeza de cobre, los bordes metálicos y el cristal roto que los peligros que pueden suponer las personas, incluso en casos en los que hay un homicidio. Sé ahora más que antes acerca del tráfico de drogas en Carolina del Norte, y evito determinadas paradas de camiones a lo largo de la carretera I-40, aunque el indicador de combustible esté casi al mínimo.

En general, el mundo da menos miedo con un perro grande a tu lado, y más aún cuando uno se enfrenta a la muerte. Durante miles de años, y en numerosas religiones, desde el hinduismo en la India a las religiones mayas en Centroamérica, los muertos han dependido de la continua colaboración de los cánidos para guiarlos allá hacia donde se dirigían. Los zoroastrianos querían que hubiera un perro presente en los funerales, aunque no un perro cualquiera. Preferiblemente, un perro de «cuatro ojos», con una mancha de color más oscuro sobre cada ojo. Imagino una versión antigua de Solo co-rriendo alegremente entre los deudos.

La tragedia, la incompetencia ocasional y la inevitable crueldad son parte del trabajo, un elemento fijo. No olvido esas facetas, que son relevantes pero

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no fundamentales, y no únicamente porque Solo está presente. Sagaces poli-cías e investigadores de la oficina del sheriff, experimentados guías, gente del lugar que conoce cada sendero y arroyo del condado, y familias y comuni-dades interesadas por lo que ocurre –la mayoría lo hace– acaban ocupando gran parte del espacio de mi memoria selectiva.

Trabajar con este entusiasta pastor alemán y su buen olfato fue el princi-pio de una odisea que ha hecho que converjan varios mundos que me habían gustado por separado desde hacía muchos años: la naturaleza, la investiga-ción y la escritura sobre biología y ciencia aplicada, y el trabajo y el juego con animales, sobre todo perros. El olfato de los perros me ha permitido acercarme a biólogos medioambientales, antropólogos forenses, psicólogos cognitivos, médicos forenses e investigadores militares. He podido entrevis-tar, conocer y recibir enseñanzas de expertos adiestradores de perros, gente que me ha acabado gustando tanto como me gustan los perros. He aprendido junto a adiestradores caninos que trabajan con perros detectores de drogas y bombas, y con perros de trabajo. En ese mundo de la policía, los perros no solo son buenos amigos, sino extensiones irreemplazables que prestan sus narices y sus oídos, y a veces sus cuerpos y dientes a sus compañeros huma-nos, oliendo y oyendo cosas que sus adiestradores humanos no advierten, acudiendo hasta lugares a los que la mayoría de la gente no querría ir.

Lo que he descubierto no es que los perros de trabajo sean milagrosos –por sí mismos, no lo son–, sino lo estrechamente unidos que están sus lo-gros a la calidad de sus adiestradores, y a los adiestradores que enseñan a los adiestradores. El éxito de los perros de trabajo no es una cuestión fácil: requiere imaginación, un profundo conocimiento, y un trabajo constante de adiestramiento y manejo de los perros que trabajan con su olfato para ganar-se la vida. Esas son las personas amantes de los perros cuyas vidas y carreras están tan entretejidas con las de los perros de trabajo que puede resultar di-fícil ver dónde acaba la persona y dónde empieza el perro; se complementan el uno al otro. No porque el trabajo que hacen sean sencillo o fácil. Más bien al contrario. A menudo trabajan en entornos peligrosos, o en medio de la desolación, ya sea por un crimen, una guerra, el cambio climático, los terre-motos o un accidente de aviación. La rara perfección de esa sociedad entre ser humano y perro en nuestro mundo extraño, complejo y mecanizado es lo que evita que el trabajo de los perros quede obsoleto. Los perros de trabajo son un recuerdo de tiempos pasados más simples. A veces se consideran algo

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nostálgico e innecesario. No todos los equipos de perro y guía son efectivos. Pero cuando son buenos, son muy, muy buenos. Pueden distinguir olores, cubrir un territorio y llevar a cabo tareas que ninguna máquina es capaz de hacer. Hay nuevas necesidades para el viejo trabajo de los perros.

Hago otras cosas aparte de adiestrar y entrenar perros. Probablemente nunca seré nada más que una buena aficionada. A pesar de las pesadillas que tengo cuando cometo errores, repito una y otra vez. Estoy enganchada. A medida que mejoro combinando las exigencias de la universidad y las del adiestramiento, y mientras aprendo a aceptar la inevitable tristeza que con-lleva, lo que permanece es el intenso desafío físico y mental de reducir una investigación a sus elementos esenciales, para que el perro pueda hacer su trabajo lo mejor posible. Cuando camino con Solo por el bosque, cuando los olores empiezan a surgir al calor de la mañana, puedo concentrarme tan intensamente en lo que nos rodea que el tiempo se ralentiza y se distorsiona. O sencillamente puedo disfrutar de una noche de adiestramiento, cuando las mariposas nocturnas salen y Solo bailotea entre ellas resolviendo un comple-jo problema de olores, como una figura danzante en la oscuridad.

Es un perro que sabe vivir y expresarse cuando sus ojos castaños se abren de placer e impaciencia y se acerca saltando por un prado para conducirme a lo que ha descubierto a cien metros más allá.

Eh, ven aquí, ¿quieres? Rápido. El muerto está por allí. Deja que te lo enseñe.

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1. El pequeño príncipe de las tinieblas

Ser hijo único es de por sí una enfermedad.

G. Stanley Hall, Of Peculiar and Exceptional Children, 1896

Hubo que sacar al cachorro de pastor alemán de la abertura del vientre de su madre anestesiada. Fue el único de la camada, como un pesado bultito.

Joan, la criadora de Ohio, me dijo por correo electrónico que tenía una cabeza preciosa y mucha fuerza para ser un recién nacido. Era lógico que tuviera tanta fuerza, ya que tenía para él solo toda la alimentación que su madre podía proporcionar. Contemplé las primeras fotos suyas tras la cesá-rea: cómodamente acurrucado entre las manos de Joan en una de las fotos; agarrado a uno de los ocho pezones de su madre en otra. Podía escoger de

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dónde sacar la leche. Parecía blandito y bizqueaba. Tenía la cabeza como la de un topo y no era nada guapo, aunque a Joan le gustaba. Aquel cachorro único era la vigesimoquinta camada de pastores alemanes que tenía entre manos. Vita no tendría más cachorros.

El cachorro tenía algo, aparte de su aspecto, su fuerza y una sangre fría notable para un recién nacido. Joan escribió que también tenía buen olfato. «Ayer, a las pocas horas de llegar a casa, se despertó cuando entré en la habi-tación y ¡ya estaba olfateando!». No presté mucha atención a ese comentario irrelevante. Sabía más o menos lo que significaba «olfatear», pero no me in-teresaba. Había enseñado a mis dos pastores alemanes anteriores a mantener sus grandes hocicos alejados de la entrepierna de las visitas. «No olfatees» era una orden habitual en nuestra casa.

La noticia más importante, la principal, se escondía unas cuantas frases más adelante en el mensaje de Joan: «Podéis decidir si os quedáis con el prin-cipito a medida que veamos cómo se va desarrollando». Me aseguró que, si nos preocupaba que fuera hijo único, podíamos hablarlo y que ella –y su manada de pastores alemanes adultos– podría ayudar al cachorro a superar cualquier problema que tuviera.

¿Preocupaciones? ¿Problemas? A David y a mí acababa de tocarnos la lotería de un macho sano y bonito. Teníamos un cachorro. Yo llevaba vigi-lando el buzón de entrada de mi correo electrónico desde hacía una semana esperando que me anunciaran el nacimiento. Hacía casi un año que se había muerto Zev, nuestro querido y dulce pastor y por fin íbamos a volver a tener un pastor alemán. Corrí al encuentro de David, que estaba trabajando en su estudio, con sus cursos de lógica. Di vueltas por el cuarto de estar y aterricé ante el ordenador para leerle en voz alta el mensaje entero. David se levantó con paciencia y escuchó mientras yo daba forma a las palabras. Esperé a que se me pasara la euforia antes de contestar a Joan, para que el tono fuera maduro y equilibrado. Tanta planificación, trabajo, coste e implicación emo-cional para que naciera un solo cachorro, en vez de toda una camada. Otras personas de la lista de espera se decepcionarían al conocer la noticia. Eso ya lo sabía, así que me relajé y me dejé llevar por la alegría.

Hacía ya diez meses que me había enamorado del pedigrí de pastores de aquella criadora de Ohio y de la idea de tener aquel cachorro. Joan Andrea-sen-Webb criaba pastores alemanes de la línea de pastores de Alemania Oc-

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cidental. Alimentaba a los cachorros con leche de cabra y una dieta de carne cruda, y los dejaba campar a sus anchas desde muy pronto. Sus perros adul-tos eran capaces de permanecer tumbados en la acera bajo mesas de terrazas; asistían a la hora de lectura de los niños en la biblioteca; cuidaban ovejas y aparecían en un acontecimiento deportivo llamado Schutzhund del que yo sabía muy poco, excepto que, cuando se les daba una orden, mordían. Dos de sus cachorros incluso se habían convertido en perros de la unidad canina de la policía. Muchos años antes, como periodista, había asistido a una acción de una unidad canina de la policía y me había quedado impresionada y un tanto espantada al ver la fuerza de los perros y la profundidad de su ladrido. Yo no quería un pastor alemán así. Este cachorro iba a tener dos tareas: estar tranquilamente tumbado debajo de mi escritorio mientras trabajaba, y luego levantarse y lucirse en la pista de obediencia, una afición que yo había aban-donado cuando Zev se hizo demasiado mayor para competir.

Finalmente dejé de soñar despierta y busqué la palabra «singleton», o hijo único, en la red. En matemáticas, un singleton es una serie de un solo elemen-to. Entre seres humanos, es la manera más normal que tenemos de nacer, de uno en uno. En el mundo canino, un «singleton» significa exactamente lo mismo, aunque se asocia con historias de terror. Y es que la red es así. Puedes buscar los síntomas del catarro común y cuando lees los síntomas, parece que estás leyendo sobre la peste.

En una camada normal, los cachorros se mandan entre sí y reciben cada día miles de señales unos de otros cuando tropiezan, se lamen y se muerden, gimen de dolor, orinan y se lamen para pedir disculpas, y después aflojan el mordisco. El revoltijo que supone una camada prepara al cachorro para lo que se va a encontrar en el parque, para sus encuentros con el chihuahua mordedor de la casa de al lado y para los encuentros casuales con gente rara o con niños. Pero un cachorro único vive en un universo de afirmación. Tiende a carecer de «inhibición del mordisco». Tiene «sensibilidad táctil». Es «incapaz de salir de situaciones complicadas con calma y tranquilidad» (aunque yo no fui hija única, me pasaba esto último). No pueden «manejar la frustración» (eso también me pasaba). Joan me habló de las posibles ventajas y yo seguí leyendo artículos sobre el tema, más aliviada. Los perros únicos pueden ser compañeros extraordinarios a medida que van sintiendo apego hacia las personas. A veces.

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Aquella noche, David y yo evitamos seguir pensando en los «¿y si...?». Habíamos puesto nombre al cachorro antes incluso que Vita estuviera en celo: Coda, literalmente «cola» en italiano, el movimiento musical que termi-na una composición. Una mirada hacia atrás, una reflexión, un resumen. El cachorro iba a complementar nuestra vida social y académica, no a ponerla patas arriba. Hacía poco que había conseguido un puesto fijo en una buena universidad y estaba abriéndome paso a través de la vida académica como una pequeña locomotora, investigando y cumpliendo con mis obligaciones administrativas, como una intrépida y animada docente que llevaba elegan-tes trajes negros y podía decirle las verdades a la cara a los jefes sin poner en juego mis principios. Nada iba a detener mi determinación. Puede que no fuera una superestrella académica, pero lo que hacía se me daba muy bien. Un cachorro era un simple regalo, la recompensa a un trabajo bien hecho y una distracción muy bienvenida ante lo que me parecía un compromiso creciente con la universidad.

Éramos realistas, o al menos eso nos dijimos a nosotros mismos. Esperá-bamos que el cachorro, con su ascendencia alemana occidental, fuera más enérgico y fuerte que Zev, a quien le gustaba sobre todo estar tumbado en la hierba y oler las flores. Ya teníamos un perro que ocupaba parte de nuestro tiempo y nuestra energía: una hermosa hembra de setter irlandés que había sido de mi padre y habíamos adoptado hacía unos años para ayudarle a adap-tarse a su nueva vida con una encantadora mujer que no estaba acostum-brada a perros grandes y medio incontrolables. Nos ofrecimos a quedarnos con Megan para aligerar su carga perruna. Mentí a David y le dije que sería divertido, una auténtica aventura, no un simple deber filial, adoptar a una setter irlandesa de un año, en celo.

Aunque Megan ya tenía cuatro años y había superado esos momentos en que llegamos a pensar en dejarla en alguna granja agradable en el campo, mis sentimientos hacia los setter irlandeses no habían cambiado mucho desde la infancia. Habían llenado nuestra casita de Oregón con su alegría, su indi-ferencia a las órdenes y su habilidad pasmosa para escaparse. Desaparecían en la oscura niebla del valle de Willamette, viajando campo a través hacia ninguna parte, y acababan perdidos a kilómetros de nuestra casita de la co-lina. Siempre de noche. Sus otros defectos no eran tan importantes: saltaban sobre las visitas, robaban tubos de rollos de papel higiénico vacíos para ju-

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gar con ellos y a veces se subían a las camas y a los sillones cuando nadie se daba cuenta. A mi padre le encantaban sus pequeñas rebeldías y acariciar sus sedosas cabezas. Lo distraían de su estricto horario: una carrera de investi-gador muy exigente; una esposa que, al estar paralizada, necesitaba cuidados constantes; y tres niños ocasionalmente salvajes a los que había que educar. Los setter y sus escapadas eran su única distracción.

Pero al revés que mi padre, yo no quería perros como distracción; quería perros que se comprometieran totalmente conmigo y viceversa. Cuando te-nía veintipocos años, decidí que los pastores alemanes eran mi raza favorita, en parte porque me gustaban su inteligencia y dignidad así como su parecido físico con los lobos, y en parte porque eran la antítesis de un setter. David me conoció cuando mi segundo pastor alemán era aún muy joven y se enamoró de él. Zev era un embajador estupendo de su raza.

David y yo nos dimos cuenta de que el topo blandito necesitaba un nom-bre que le fuese mejor que Coda. Su llegada al mundo, más que un apéndice final parecía más bien una improvisación. Así que David, aficionado al jazz, lo llamó Solo.

Patricia McConnell, escritora y experta en comportamiento animal, que ha dedicado gran parte de su carrera e investigaciones a los perros con pro-blemas de comportamiento, tiene un capítulo en uno de sus libros sobre adiestramiento que trata del manejo de la ira en perros. Escribió acerca de su propia reacción cuando su border collie favorita tuvo un solo cachorro: «Yo debo ayudar a la gente, no provocar los problemas que trato de solucionar, así que cuando el veterinario confirmó que la camada era de un solo cacho-rro, me puse hecha una fiera. Se puede pensar que no es para tanto, pero a mí me lo pareció». McConnell pensó durante un instante en sacrificar al cachorro, pero cuando tuvo a la bolita de pelo en brazos, se le quitó la idea de la cabeza. «A lo largo de los años he visto que un número aparentemente desproporcionado de cachorros únicos tiene graves problemas de conducta». Era la especialista que sabía demasiado. De todos modos, decidió hacer un experimento, por el bien de sus investigaciones y quizá el de futuros clientes que acudirían desesperados a ella a causa de sus cachorros únicos.

Cuando el perrito tenía solo cinco semanas, McConnell escribió que el border collie le gruñía ferozmente, enseñando los dientecillos de leche. «Lo único que había hecho era tocarlo».