López. La entropía (Relatos)
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Transcript of López. La entropía (Relatos)
A Josep Vicente, fiel adversario de entropías
Ilustración de portada: Carretera de la fruta. Fotografía de Cristian Felipe Muñoz Cabezas. Licencia Creative Commons Attribution 2.0 generic, según consta en https://commons.wikimedia.org/wiki/File:2010_Chile_earthquake_-_Carretera_de_la_fruta.jpg El texto contenido en este documento es propiedad de José Antonio López López, tal como figura en el Registro de la Propiedad Intelectual de Barcelona (España), diciembre de 2015. Para contactar con el autor: [email protected]
LA ENTROPÍA El fin de la lluvia ................................................................................................................. 1 El lienzo vulnerado ............................................................................................................. 5 Balada de cuando fui reina .................................................................................................. 8 Apariciones ....................................................................................................................... 13 Desde las sombras ............................................................................................................. 18
El desertor ......................................................................................................................... 21 El otro lado ........................................................................................................................ 25
Hundimiento de un puente ................................................................................................ 29 El secreto del marqués ...................................................................................................... 34 El silencio y la ausencia .................................................................................................... 37 La partida .......................................................................................................................... 42
Filosofía inquebrantable .................................................................................................... 49 El último conjuro ............................................................................................................... 51 La agreste orilla ................................................................................................................. 57
Pobre doctor ...................................................................................................................... 60 El testigo ............................................................................................................................ 65
El último metro ................................................................................................................. 68
La niebla ............................................................................................................................ 72
Mutis de un perdedor ........................................................................................................ 75 El tren que no te lleva ........................................................................................................ 79
El veredicto ....................................................................................................................... 89 La víctima .......................................................................................................................... 93 Tres cuentos de nada ......................................................................................................... 96
La entropía ........................................................................................................................ 99 Contraluz ......................................................................................................................... 102
La hojarasca .................................................................................................................... 104
1
El fin de la lluvia
En el campanario sonaron los tres cuartos y esa era la señal. Maquinalmente
recogió los papeles dispersos sobre el escritorio, los ordenó en pilas heterogéneas y
abandonó el despacho sin coger el paraguas.
Bajó en el ascensor y, a la salida, se cruzó con el mismo vecino de cada
día. Reparó en el reguero de gotas sobre la pulcritud de la moqueta y le parecía
reconocer la escena de un sueño antiguo.
—Hoy llueve también —afirmó, más que preguntarle.
—Siempre llueve —respondió el otro, sin alzar los ojos.
—Esta lluvia maldita no va a terminar nunca.
El vecino se volvió y no dejó de mirarle mientras él salía a la calle.
El asfalto brillaba bajo una pátina de verdín, hollada por los transeúntes.
Los pies resbalaban en los barrizales. El suelo se veía por todas partes moteado de
manchas grises, rociadas de reflejos amarillentos por la monótona llovizna. El
cielo bajo pesaba sobre los gestos.
Por el camino se tropezó con la señora del cesto. Notó sin resistencia el
impacto de las varillas del paraguas. Rodaron las acostumbradas dos manzanas
por la acera. Pero esta vez no se detuvo a recogerlas.
Se dejaba mojar indiferente. No esquivó los charcos al cruzar las calles. El
autobús de siempre le salpicó al pasar, calando sus pantalones. Lo maldijo
sacudiéndose, y entonces cayó en la cuenta de que ese detalle era diferente.
“Quizá esta vez algo esté cambiando”, pensó, dejando que le traspasara una
centella de esperanza.
2
En el portal del viejo se guarecía la muchacha del vestido rojo. Como
siempre, se hizo a un lado para dejarle pasar. Pero él se detuvo y la miró a la cara,
y descubrió que sonreía. También aquello era nuevo.
—Si quiere puede entrar y secarse —se escuchó a sí mismo sugerirle por
primera vez.
La muchacha lo miró azorada, como si estuviera planteándole un dilema
irresoluble. El espacio era pequeño, y sus cuerpos casi se tocaban.
—Vivo aquí cerca. Esperaré que amaine un poco.
—Usted sabe que no va a amainar.
Ella meditó unos instantes. Pudo convencerle el frío de la ropa mojada.
Dejó que la tomara de la mano y la condujera por la penumbra sucia de la
escalera.
El viejo pareció asustarse cuando abrió la puerta. Por unos momentos
cruzó con ellos una mirada desconcertada, que al instante se convirtió en
expresión de ira.
—¿Es que no vas a dejarnos pasar?
El viejo titubeó.
—¿Quién es ella?
—Le he invitado yo. Nos hará compañía.
—Nunca nos ha hecho falta compañía.
Pero se apartó. Él condujo a la chica por el largo pasillo amarillento, la
llevó hasta el baño y le dio una toalla seca.
—Cuando termines ven al salón. Te sentará bien un café caliente.
—Me iré enseguida. Tengo prisa.
—Será un momento.
En el salón le esperaba el viejo ante el tablero. Le lanzó una mirada de
reproche.
—¿Cómo te has atrevido a traerla?
Él le devolvió una sonrisa cínica. Era un placer desconocido verlo sufrir.
—Hoy voy a ganarte la partida.
3
En el campanario sonaron las ocho. Era la hora. Tomó asiento frente al
viejo y movió el primer peón. Se oía el golpeteo de la lluvia en un tejado próximo.
Supo que la muchacha había salido porque el viejo desvió la mirada del
tablero.
—Dile que se vaya —le rogó, y él notó con deleite el poder inesperado.
—No. Se quedará un rato. Ven, siéntate. Sírvete el café a tu gusto.
La chica obedeció en silencio. Su melena negra y húmeda estaba
desordenada. El vestido mojado se le pegaba al cuerpo como una segunda piel,
roja y procaz, que acentuaba la lividez de su rostro.
Los jugadores se concentraron en la partida. Al principio movían las piezas
con premura mecánica. Saltaron los primeros peones, luego algún alfil, alguna
torre. Él parecía en desventaja, pero nunca se había sentido tan seguro. De vez en
cuando dedicaba una mirada a la muchacha, que se mostraba más relajada y tan
absorbida por el juego como ellos. Le brillaban los ojos y ya no parecía tener prisa.
Iba a levantar la reina del tablero cuando notó que la mano de ella se lo
impedía.
—Usa el caballo —decretó.
Entonces se dio cuenta del error que iba a cometer. El viejo lo escrutaba
con ojos encendidos. Él comprendió la estrategia que le proponía la muchacha, y
se sucedieron varias jugadas rápidas. Finalmente, movió la reina y estalló,
triunfante:
—Jaque.
El viejo se estremeció. Vaciló unos momentos. Luego los miró a ambos,
alternativamente, y rompió en carcajadas.
—¡Imbécil! —chilló enseñando sus dientes de rata—. Ni siquiera traerla a
ella te ha servido.
Con un movimiento comió la reina y concluyó:
—¡Jaque mate!
Él se sintió tan clavado a la silla que temió no poder volver a levantarse.
Por unos instantes había vislumbrado la victoria anhelada, y desde el infinito le
abrumó el recuento de incontables duelos fallidos. La lluvia continuaría y al día
siguiente tendría que volver. Al rato se incorporó, resignado, y tomó a la
muchacha de la mano sin atreverse a mirarle a la cara.
4
—Vámonos —murmuró—. Hemos perdido.
Oyeron el correr de cerrojos mientras bajaban las escaleras. En el portal se
detuvieron y él le dedicó una mirada sombría.
—Perdóname. Pensaba que hoy sería diferente.
La chica le abrazó mientras él continuaba:
—Mañana, sabiendo que hemos estado tan cerca, repetirlo todo será más
doloroso. ¿De qué te ríes?
Reía, y él pensó que estaba loca.
—¿No lo ves? —dijo ella—. Sí que ha cambiado algo. Ya no llueve.
En el campanario sonaron las diez.
5
El lienzo vulnerado
La mano del pintor temblaba ante el milagro. Largas jornadas, interminables
noches a la luz del candil le separaban de la primera pincelada. Aunque era joven,
se sabía ante la obra de su vida: solo aquel cuadro podía darle sentido. Perseguía
ansiosamente concluirlo. Tendió la mano y acercó el pincel. La estancia olía a
sudor y trementina. Tembló sólo un instante, pero fue suficiente. Se deslizó una
gota sobre el lienzo, y el rostro se borró.
“¿Qué es lo que diferencia a un triunfador de un perdedor?”, le había
espetado Alfieri, con su habitual sonrisa cínica. Él se encogió de hombros, sin
apartar la mirada de la copa de ajenjo. “La voluntad, querido Romani. Una mera
inflexión de voluntad.” “Hay cosas que no dependen de la voluntad", se limitó a
replicarle, “a veces el que manda es el misterio.” Alfieri se rió estrepitosamente.
“Esa es una respuesta de perdedor, Romani. Nunca aprenderá.”
Le bastaron unos pocos intentos para comprobar que jamás podría rehacer
aquel rostro sin la presencia de la modelo. Conseguiría localizar a cualquiera de
las modelos que habían posado para él, pero no a esa. Solo la había visto una vez:
la única ocasión en que se le había aparecido en sueños aquella mujer de rasgos
perdidos para siempre.
“Lo que me cuenta de su sueño no tiene nada de misterioso”, afirmó
Alfieri. “Se tratará sin duda de alguien que usted ha visto sin darse cuenta. Se le
quedó grabada en el inconsciente, y ahora ha rebrotado.” “No, Alfieri”, insistió él.
“Le juro que no la había visto en mi vida. Esa mujer era una aparición. Procedía
de otro mundo. Y venía a traerme un mensaje, pero no lo comprendí, o se me ha
olvidado.” “Y usted se enamoró de ella... De una fantasía. Amigo mío, pasa usted
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demasiado tiempo solo.”
Se esforzó por evocar los rasgos, inútilmente. Las líneas se le resistían, y
cada trazo le alejaba de la presencia auténtica, de la palpitación de vida que su
torpe pincel había malogrado. Solo recordaba escenas inconexas de un largo
sueño. Él era viejo y estaba sentado en el sillón de orejas del comedor,
escudriñando una mancha en la pared. Entonces adivinaba de pronto una
presencia en la escalera. Lentamente se dirigía a la puerta, ponía la mano en el
pomo y la abría. Y allí estaba ella. Llevaba un ancho vestido blanco, de
miriñaque. Largos guantes cubrían sus manos y sus brazos. Tal vez le había dicho
algo, pero no estaba seguro. Su única certeza era el impacto vivísimo que le había
producido la expresión de aquella cara, la oleada de serenidad y ternura. En
cuanto despertó perfiló un rápido boceto del rostro. Los rasgos, sin embargo, no
eran perfectos. Tampoco lo fueron sobre el lienzo. Le llevó meses de intentos
acercarse a aquel rostro huidizo, rescatar algo de su perfume y su veracidad del
creciente olvido. No podría conseguirlo por segunda vez.
“Alfieri”, susurró, alzando la mirada del ajenjo, “¿ha oído hablar de los
sueños premonitorios?” Su interlocutor le clavó los ojos con la mezcla de
impaciencia y compasión con que se mira a un loco. “Me insulta usted, Romani.
Yo soy un científico de la escuela del maestro Freud. Los sueños premonitorios
pertenecen a las paparruchas del esoterismo. El futuro no existe.” Él no se dio por
vencido. “Tampoco existe el pasado, y sin embargo ustedes curan con él. ¿Y si no
fuera el pasado el que nos ha hecho lo que somos? ¿Y si fuésemos efectos de
sucesos que nos arrastran desde el porvenir?” El otro soltó un suspiro de
verdadera impaciencia. Ya no sonreía. “Muy bien”, dijo finalmente, “si está usted
tan convencido de que su sueño era premonitorio, no tiene más que esperar a
envejecer. Es una espera larga, pero razonablemente segura.”
Confió. Desde que tomó esa decisión dejó de pintar. El cuadro quedó
guardado en un baúl y se esforzó por olvidarlo.
Su vida no fue más singular que muchas otras. Se dedicó al diseño de
cenefas para libros de lujo. Pero ganó más dinero como intérprete de sueños, arte
que estudió por su cuenta y que le reportó una fama considerable. Algunos de sus
clientes habían acudido antes al doctor Alfieri: en su consulta habían aprendido la
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importancia de descifrar los sueños. Alfieri tomó aquello como una competencia
desleal, tildó a Romani de loco y charlatán y se rompió la amistad. No le
sorprendió, porque lo había soñado varios meses antes.
Ningún sueño, sin embargo, le avisó de que se casaría y tendría dos hijos.
Pero acabó por escapar clandestinamente a América, porque en el fondo su
corazón ya no sabía pertenecer a nadie, herido por aquella fugaz aparición que le
había visitado una vez y de la que se había prendado para siempre. Fue el único
sueño en el que nunca supo ver más allá, porque le parecía un recuerdo.
Cuando cumplió setenta años abrió el baúl y desempolvó el cuadro.
Contempló aquel lienzo vulnerado con los mismos ojos de su juventud, y recordó
la promesa de no morirse sin terminarlo. No había prisa: si había esperado toda la
vida, bien podría aguardar unos años más. Había aprendido a ser paciente.
Un día dieron tres golpes a la puerta. Sintió un escalofrío de emoción y
miedo: tal vez la espera había tocado a su fin. Lentamente se dirigió a la puerta,
puso la mano en el pomo y la abrió. De fuera entró un resplandor muy intenso
que inundó la sala.
—Por fin has llegado —susurró con voz temblorosa—. Te has hecho
esperar, pero ha valido la pena.
La dama sonrió, y contestó tan solo: “Ven”.
Comprendió que no le daría tiempo de terminar el cuadro. Pero ya no le
importó. Ahora sabía que, en realidad, lo que había estado aguardando era otra
cosa.
Entonces despertó. Se encontró en la casa de su juventud. Tomó a toda
prisa el papel de estraza que usaba para los bocetos y empezó a dibujar el rostro
más bello y enigmático que había visto en su vida. “Se lo contaré a Alfieri”,
pensó. “Ahora le demostraré que los sueños premonitorios sí existen.”
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Balada de cuando fui reina
Contaba las mentiras más hermosas. Mentía incluso en el silencio, mientras
fantaseaba y yo podía escuchar el eco de sus espejismos. Y ni una sola de sus
falsedades dejó de fascinarme. Yo estaba prisionera de esas invenciones, y acabé
por rendirme. Me enamoré de él al décimo sol, cuando habíamos alcanzado las
puertas de la ciudad perdida.
Entonces le pregunté, una vez más:
—¿Por qué me raptaste?
Él sonrió desde sus ojos tristes.
—Te rapté porque necesitaba convertirte en poema.
—Pero no tuviste en cuenta que yo alentaba mis propios sueños —
repliqué, simulando resentimiento. A él le encantaban estos juegos y siempre
respondía.
—Ahora —dijo—, los tuyos y los míos son los mismos.
Yo no cejé todavía.
—¿Y qué valor tiene ganar un poema por la fuerza?
—No existe otro modo.
Yo callé unos instantes, simulando repasar profundas inquietudes. Pero las
sentí de verdad, y acabé reclamándole angustiada:
—No vas a liberarme, ¿verdad?
Él me tomó la mano y me dio miedo la serenidad que emanaba de sus
ojos.
—Ya ha partido el que va en mi busca. Le esperaremos aquí. Cuando
llegue me matará, y quedarás libre.
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Yo me dormí odiándole con todo mi amor, presagiando la triste verdad de
sus palabras.
Durante las siguientes jornadas llegaron muchos otros. Venían por sus
propios medios, cada cual a través de su desierto. Fueron instalándose a las
puertas de la ciudad, entregándose sin prisas a una espera que podía ser larga.
Yo los veía aparecer a lo lejos y siempre me estremecía el temor de que
alguno fuese el que esperábamos.
Las puertas de la ciudad habían sido cerradas, y la guardia redoblada.
Podíamos distinguir a los lanceros haciendo su ronda sobre los muros, vigilando
preocupados la multitud creciente. Sabían que el tiempo estaba de nuestra parte.
—¿A qué hemos venido? —le dije a mi poeta.
—A querer entrar.
—Y toda esa gente, ¿ha venido a lo mismo?
—Siempre hay alguien esperando ante los muros.
Yo solté una risa nerviosa y le abracé. Él me abrazó también.
—El día del ataque, yo estaré a tu lado —prometí—. Me acercaré mucho
para que ninguna flecha pueda traspasar solo a uno de los dos.
Noté su complacencia y su tristeza. Señaló a lo lejos, a las interminables
dunas amarillas.
—El ataque que nos concierne vendrá de allá, y soy yo el proscrito.
Yo apreté la cabeza contra su pecho.
—¿Para qué me has metido en tus sueños si no me dejas implicarme? —
sollocé.
Él me acarició con ternura, pero no contestó.
De la ciudad llegó la canción de las cornetas que anunciaban el final del
día.
No sé quién dio la señal. La multitud, embravecida, se lanzó en turba
contra las puertas colosales. De las almenas llovían puñados de mortíferas flechas,
y muchos cayeron al primer embate.
En la colina, mi raptor contemplaba la masacre sin decir una palabra.
—¿No vamos a ayudarles? —rogué, desesperada.
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—Tienen sus propios sueños —replicó él, indiferente.
—¿Y los muertos?
—Han dejado de creer en sus mentiras.
—Entonces, ¿no haremos nada?
—Aún no, muchacha. Aún no.
Pero no faltaba mucho.
Estaba amaneciendo cuando me despertaron las sacudidas rudas de un
brazo fuerte.
—Vamos, joven —tronó una voz desconocida—. Has de volver conmigo.
He venido para rescatarte.
Me sentía aterrada. Miré hacia arriba y vi una figura inmensa cubierta con
un gris hábito de monje. La cara estaba oculta bajo la capucha. Atisbé alrededor
pero el poeta había desaparecido. Lo maldije entre dientes por haberme
abandonado. A lo lejos se oía el alboroto de un nuevo asedio a la ciudad.
De pronto, una daga se apretó bruscamente contra la garganta del
encapuchado, pero no llegó a clavarse. El desconocido permaneció como una
estatua, sin aparentar miedo. Parecía saber quién había a su espalda.
—Estúpido —bramó—. Sabes que de nada te servirá matarme. Vendrán
otros.
El poeta espetó entre dientes:
—Los mataré a todos.
Me estremecí ante la carcajada del espectro.
—Esa ha sido tu mentira más ridícula. —Pero luego adoptó un tono
conciliador—. Vamos, déjame llevármela. Ya encontrarás a otras.
—Ahora eres tú quien miente. Estás perdiendo facultades. Jamás me
dejaréis en paz. Siempre vendréis a quitármelas. Además, yo quiero a esta.
El encapuchado suspiró con una especie de resignación impaciente.
—Sea, entonces. Tú lo has elegido.
Y mientras en la distancia retumbaba el embate de los arietes contra las
puertas maltrechas, y se sembraba la arena de sangre y de cadáveres, y negreaba el
aire del humo de las hogueras, dos hombres, dos visiones, dos sombras se batían
por mí, espada contra espada, sin que yo comprendiera por qué, y sin que pudiera
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hacer nada.
—¿Ves lo que pasa si se te deja solo? —chilló el encapuchado, haciendo un
gesto hacia la ciudad, mientras lanzaba una estocada que el poeta paró
milagrosamente—. ¡Cunde el ejemplo como la mala hierba!
—¡No me reproches lo que no es mío! —contestó mi raptor, arremetiendo
por su parte—. ¡Yo no tengo la culpa de los sueños de los otros!
Chocaban los aceros con furiosas acometidas.
—Sabes que no puedes ganar. ¡Estás a tiempo de renunciar al delirio!
¡Ríndete de una vez a la verdad!
—¿La verdad? La verdad siempre acaba en algún muro infranqueable. En
cambio, la mentira... ¡no tiene límites!
El duelo abarcó largas horas. Yo podía distinguir el sudor cayendo de las
sienes, la cara encendida del poeta, mi amado enemigo. En cambio, su oponente
parecía incólume bajo el hábito gris, retrocediendo y avanzando sin esfuerzo,
como en una espantosa y paciente danza, como si el resultado de la contienda
resultase irrevocable y se limitara a aguardarlo.
—¿Cómo puedo ayudarte? —chillé desesperada a mi poeta.
—¡No puedes!
Yo lloraba como una niña.
—¡Maldito mentiroso! —sollocé—. ¡Te quiero!
En un instante el mundo pareció venirse abajo. Resonó el estruendo de las
puertas de la ciudad desmoronándose, y el clamor de la multitud que se
abalanzaba al interior. Al mismo tiempo, yo bramaba al ver cómo por un costado
del poeta sobresalía una roja punta de acero. Él se estremeció en varias
convulsiones, y luego cayó al suelo. Yo me precipité junto a él, y, arrodillada a su
lado, rodeé sus hombros con mi brazo y le besé entre lágrimas el sucio rostro
sudoroso.
—¡Tú lo sabías! ¡No tenías derecho a traerme hasta aquí para morirte!
Él temblaba de dolor y a la vez sonreía con los vidriosos ojos satisfechos.
—Descuida... Son ellos los que han perdido... —fueron sus últimas
palabras.
Entonces descubrí que nos estaba rodeando una nutrida muchedumbre.
Supuse que nos matarían, pero ya nada me importaba. Empezaron por echarse
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sobre el encapuchado, quien, por mucho que blandió su espada, acabó
sucumbiendo a tantas garras como lo apresaban. Cerraron en torno a él un círculo
mortífero. Solo después, culminada su tarea, vinieron hacia mí. Pensé en empuñar
la espada del poeta, que yacía sobre la arena, pero renuncié en seguida. Uno de
ellos proclamó, inclinando la cabeza:
—¡Viva nuestra reina!
Para mi estupor, todos corearon un "¡Viva!" unánime. Me alzaron en
andas y me condujeron hasta la ciudad. Al otro lado de las desmembradas
puertas, una multitud inabarcable me aclamaba.
Reiné en paz durante muchos años sobre aquella mentira tan hermosa.
13
Apariciones
Le bastó ver las esquirlas del primer plato estrellado contra el suelo, imprimiendo
su marca irresoluble en el parqué, para comprender que el siguiente apuntaría
directo a su cabeza. Supo entonces que había llegado la hora de tomar decisiones.
Había ido posponiéndolas a lo largo de nueve meses de disputas irredentas,
confiando ilusamente en la gracia de la espera. Ahora no quedaba nada que
esperar: los nueve meses habían parido un plato amenazante que sobrevolaba su
cráneo, y un temor de ese calibre siempre nos hace valientes.
Pasó aquella noche en la primera pensión donde encontró sitio, platicando
con paredes y armarios bajo la tiranía del insomnio. Desafió al dolor de los
buenos recuerdos, aquella parte de su historia que la memoria reconstruía feliz, y
se desesperó ante la pregunta sin respuesta de qué era lo que había fallado. En el
fragor del duermevela tuvo tiempo incluso de arrepentirse y pensar en volver, pero
en ese momento se había visto deslumbrado por la irrupción de un angelote que
parecía escapado de un cuadro de Murillo, y que le dijo desde la altura de su
cuartucho de pensión: “Debes irte antes de que suceda algo irremediable.” A
pesar del temor y el desconcierto aún se atrevió a preguntarle si no se habría
vuelto loco, pero el angelote se desvaneció y le dejó la dura tarea de reiterarse,
temblando, que todo había sido una traición de las emociones y la fatiga. Al día
siguiente trabajó con movimientos de sonámbulo, agraviado por un dolor de
cabeza parecido a la resaca y procurando no pensar en el angelote ni en la tarea
que le esperaba por la tarde.
Cuando abrió la puerta se encontró con ella de cara, como si hubiera
estado esperándolo de guardia. “Vengo a buscar mis cosas —anunció a media
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voz—. Lo más grande lo dejaré para el fin de semana.” Ella se alejó sin contestar
por el pasillo, pero desde la cocina replicó secamente: “Usa la maleta vieja, la otra
me la quedo yo. Y llévate también la ropa sucia.”
Necesitó otros dos días para encontrar un apartamento de alquiler con
suficiente sitio para meter la maleta, la ropa sucia y toda la amargura. Entretanto
se habían repetido las noches de insomnio, y mientras veía amanecer a través de
los visillos y escuchaba toser al inquilino contiguo, le abrumó como nunca la
extrañeza de sentirse un vagabundo. En esas noches interminables de la pensión
tuvo oportunidad de repasar su larga ruta a través del equívoco, pero no despidió
a los fantasmas y estos le siguieron como perros insidiosos a su nuevo refugio.
Al principio solo notó el alivio de un aire que ella no respiraba, y se
sorprendió comprobando hasta qué punto su desencuentro persistente había
llegado a oprimirle. La primera noche en el apartamento, hundido en un colchón
sobre el suelo, cayó en un sueño diáfano que le pareció señal de libertad y
reconciliación con el mundo. Entonces vino la etapa febril de comprar muebles,
pintar paredes, hacer arreglos, y se entregó fascinado al entretenimiento de
organizar su nueva vida. Para recoger las últimas cosas contrató una furgoneta de
mudanzas, y consideró una suerte que ella se hubiera ausentado durante todo el
día. Agradeció que en aquella guerra los de la mudanza fuesen aliados
incondicionales, e insistió en celebrarlo invitándoles a una merienda de café con
pastas. En el momento de despedirse el mayor de los dos hombres se le acercó con
expresión sombría, le puso la mano en el hombro y le dijo: “Yo he pasado por
esto. Sea fuerte, llene su vida de cosas, lo peor viene ahora.”
Durante un tiempo aún se sintió pletórico con tanta novedad. Era como si
de pronto el mundo se le hubiera ensanchado, como si el futuro volviera a
perfilarse. Frecuentó bares nocturnos en los que se extraviaba en un entusiasmo
etílico que le llevó a recalar en arrebatadas amistades de un día y camas
desaforadas. Se encaprichó con locura de una muchacha que le hacía sentirse
repatriado a la primera juventud, pero la chica desapareció y esa zozobra le
restituyó la conciencia de su verdadera condición de náufrago.
Fue por entonces cuando inauguró sus largos paseos a la deriva, meras
coartadas para hacer tiempo antes de regresar al páramo sombrío del
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apartamento. Se confundía con la multitud y ni siquiera así lograba zafarse de su
memoria aciaga, pues le parecía reconocerla en mujeres fugaces que entraban en
un portal o se perdían por las escaleras del metro. Se sorprendió a sí mismo
persiguiendo sombras y eso le hacía llegar a casa extenuado, percibiendo con más
rotundidad el frío y la cruda dimensión de las paredes.
Las noches volvieron a dilatarse y se poblaron de pesadillas, en las que se
entregaba a nuevas persecuciones o regresaba al viejo hogar de la discordia en
pijama para reanudar las discusiones angustiosas, siempre concluidas en un
violento volar de platos. Se despertaba de esas contiendas sudoroso y asustado,
con el nombre de ella a flor de labios y pareciéndole notar su presencia agazapada
tras las puertas. Necesitaba encender la lámpara y dar un par de vueltas para
calmarse, como le había sucedido con los monstruos infantiles, y aun así volvía a
la cama temblando y se demoraba en apagar la luz.
No regresó a los bares nocturnos desde que una vez creyó verla de
espaldas, con un escote ofensivo y besuqueándose con un maromo de dos metros
y tatuajes en los brazos. Sustituyó las juergas nocturnas por un encierro de
mustios rituales y copas solitarias que coronaba invariablemente embriagado de
ella. Luego, ya en la cama, entre los vapores del licor, la percibía a su lado: el
calor, el olor, la voz de ella sentenciando su nombre.
Una noche se despertó bruscamente y la vio descendiendo del techo con
aspecto de angelote de Murillo. Cuando llegó a la altura de su cama adelantó la
mano derecha con un gesto de bendición, y le dijo con voz reverberante: “Te
perdono”. La aparición se repitió varias veces, en los mismos términos salvo el
mensaje, que en lugar de redención alternaba los lamentos con los reproches.
Cuando distinguía sus luces y sus humos dorados insinuándose en el techo, él se
aferraba a la almohada y murmuraba: “Ya está aquí.” Pero nunca le pidió que se
marchara. En lugar de eso, temeroso de que acabara por lanzarle platos, acudió a
un psiquiatra, que le dictaminó síndrome de shock sentimental y le atiborró de
pastillas. Los medicamentos le sumían en un sueño que era como caer entre
penumbras vaporosas en un pozo infinito, y la caída sólo se interrumpía con el
campaneo pedregoso del despertador. Luego se arrastraba por los entresijos del
día y llegó un punto en que la fatiga era tan grande que no la notaba. Para cuando
empezó a sentirse observado y seguido por la calle, se insinuaba ya en su mente la
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sospecha firme de la locura.
El día que ella se presentó en su puerta temió encontrarse ante una nueva
aparición, a pesar de que esta vez no mostraba cuerpo de angelote sino toda su
figura magnífica. “Ahora vienes también de día”, dijo resignado. Ella replicó sin
hacerle caso: “¿Me dejas entrar?” Sin esperar la respuesta se deslizó hasta el sofá,
y una vez allí trazó una mirada circular alrededor mientras él cerraba la puerta y
no podía creer que sonriera. “Siempre has tenido mejor gusto que yo en la
decoración”, dijo con sarcasmo, refiriéndose al apartamento sucio y desordenado.
Él continuaba a la defensiva, y aun así le acometió como una marejada toda la
ternura de los primeros tiempos. “Pero faltas tú”, dijo. Ella extendió la mano y le
invitó con un gesto a que se sentara a su lado, y él la encontró más bella que
nunca al escuchar su voz quebrada: “Te echo de menos...”
Hicieron el amor allí mismo, desnudándose a empellones y traspasándose
a arañazos. Se adentraron el uno en el otro con ansiedad de bárbaros,
transpirando un calor que dominaba sus voluntades y los convertía en puro
arrebato. Confundidos en un marasmo esplendoroso, se ausentaron del tiempo y
del espacio hasta el punto de que dejaron de existir los agravios, las casas
devastadas y las noches de insomnio. Tras el furor definitivo se derrumbaron en
una rendición sin preguntas, y él cedió a un sueño sosegado al comprobar que esta
vez la presencia a su lado era real.
Sin embargo, a la mañana siguiente ya no estaba, y le sobresaltó la
sospecha de que su delirio estuviese avanzando. Se encontró más enfermo y
confundido que nunca, abrasado por una fiebre que le impidió acudir al trabajo.
Pasó el día mirando al infinito, esforzándose por sopesar el calibre de tanta
sinrazón, sintiéndose sucio y condenado. “No tiene derecho a presentarse así —se
dijo—, para dejarme luego otra vez al principio de la soledad.”
Pero ella irrumpió de nuevo a media tarde, y cuando se echó sobre él
parecía presa de una fiebre más fuerte que la suya. Cumplida la escaramuza
furiosa, mientras uno al lado del otro recuperaban el resuello, él llegó a la
conclusión de que no soportaría seguir viviendo en medio de tanta demencia, y le
exigió que no volviera. Ella imploró sin una lágrima: “No me digas eso. ¿Es que
no lo ves? ¡Todo es ya diferente!” Y al otro día volvió y las cosas parecían
17
imparables.
Pero esa tercera vez a él le venció la desesperación de tantas noches en
blanco, tantas apariciones de angelotes y temor de platos, y al rato de haberse
poseído tuvo que saltar de la cama, arrastrado por un impulso ciego en el que se
mezclaban confusamente el miedo, el rencor y el arrepentimiento. Se vio a sí
mismo precipitarse a la cocina, abrir un cajón, empuñar un objeto que brilló bajo
la claridad de las farolas de la calle. Sin detenerse regresó a la cama, al lugar que
había dejado vacío, tan cerca de ella, y se encontró con su grito y sus ojos
desencajados atravesándole desde la penumbra. “¿Qué haces?”, fue lo único que
articuló sin mover un músculo. Él le tomó la mano y puso en ella el cuchillo.
“Acabemos con esto”, sentenció.
Apareció muerto sobre las sábanas acartonadas de sangre. En el juicio se
demostró que su mujer llevaba pasando varias noches en otra compañía, y en el
cuchillo y en toda la casa solo se identificaron huellas de él.
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Desde las sombras
Juró que toda su vida lo había perseguido un caballo salvaje para vengarse de él.
Nunca dio cuenta precisa de qué culpa podría justificar una saña tan implacable.
Yo se lo pregunté alguna vez, por decir algo, en las largas noches de insomnio que
compartimos en la mugrienta celda, y solo contestaba con evasivas. “Fue que
quise cazarlo”, decía. Yo me removía en la litera, incómodo por ese delirio
obsesivo, por el sueño que no venía, por las estrellas al otro lado de las rejas. “No
te creo, Azael. Los caballos han sido hechos para que los cacen los hombres.” Y él
replicaba con voz temblorosa: “Ese no.” Y se sumía en un silencio del que ya no
lograba sacarlo, hasta que, agotado, lo abandonaba quedándome dormido,
convencido de que mi compañero estaba loco. Hoy me estremezco al pensar lo
solo que debía quedarse con sus pensamientos, y sobre todo con el miedo a que lo
venciera el sueño.
Cuando salí del penal visité a su mujer. Lo hice sin ganas, únicamente
porque él me había obligado a prometérselo. “Vas y le cuentas mi muerte. Así me
creerá por fin.” A mí me había fastidiado esa petición, otra de sus locuras
insufribles. “Preferiría no esperar a que te mueras para salir de aquí.” Pero él
debía presentir algo, porque desde entonces pareció más receloso.
Tras la puerta entornada, me encontré con una mujer marchita que en su
juventud debía haber sido hermosa. “Azael está muerto —gruñó secamente a
través de la verja—, no puede venir de parte suya.” Yo atisbaba con envidia el
jardín y la casa. La viuda parecía haber prosperado. “Lo siento, señora, no he
podido venir antes —dije sin inmutarme—. Tenía ciertas obligaciones que
cumplir.” No me rió la ironía.
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A pesar de que había jurado no volver a pensar en eso, invoqué la amistad,
o más bien la compasión, y me obligué a contarle lo que había visto. Salté por
encima de las turbias confidencias en la penumbra, los monólogos delirantes, las
amenazas para que me dejara en paz, y me centré en la última noche.
Azael sufría a menudo de pesadillas, y por eso aquella vez sus gritos no me
llamaron la atención. Eran solo una nueva noche de fastidio en la que me costaría
volver a dormirme. Iba a bajar de la litera para despertarle a sacudidas, pero lo
descubrí agazapado en el suelo, como una fiera a punto de saltar. El resplandor de
la luna, rasgado por los barrotes, destacaba el aspecto fantasmal de su figura
encogida. Azael se encaraba con alguna cosa oculta entre las sombras. “Sabía que
acabarías por encontrarme”, bramó con una ronquera de ultratumba que me dejó
clavado y sin sangre. “Hoy te enviaré al infierno para siempre, o me iré yo
contigo.”
Quise decirle: “Hermano, déjalo ya, total ya estamos en el infierno”, pero
permanecí helado sobre la cama, sin atreverme a abrir la boca. Azael aulló, dio un
salto y resonó el estrépito de su golpe contra la mesa y las sillas. Irónicamente, me
alivió pensar que el vigilante acudiría en cualquier momento. Vi que Azael
agarraba una silla y la levantaba en vilo, y luego la lanzó contra algún punto del
aire. Debió trastabillar del propio impulso, aunque realmente —que caiga muerto
si miento— pareció que algo grande y fuerte le hubiera embestido desde lo
invisible.
Esta vez había llegado demasiado lejos, y quise decirle: “Maldita sea tu
estirpe de locos que parieron al más chiflado de todos, y maldito el día que te
trajeron preso y me hiciste preso a mí de tu locura, para de una vez o seré yo el
que te muela a palos”, o algo así, porque estaba desesperado y harto, pero también
preocupado, porque no sabía lo que podía pasar. Me decidí a ayudarle, pero él ya
se había incorporado, abalanzándose furiosamente contra la nada. Sus manos
crispadas arañaban las sombras como zarpas. De su garganta brotaban roncos
alaridos. De pronto, salió disparado hacia atrás, no puede haber mortal que se
mueva a sí mismo de ese modo, como si lo arrollara un camión. Dio contra la
pared violentamente y cayó como fulminado, retorcido de espasmos. En la celda
se hizo un silencio tan cerrado que parecía que algo se había marchado.
“A pesar del alboroto no vino nadie”, le aseguré a la viuda. “Le costará
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creerlo, pero seguí un rato sin moverme, llorando como un niño. Solo más tarde,
cuando cobré fuerzas, me tambaleé hasta la reja y llamé al vigilante. Le parecerá
prodigio, pero el médico se puso blanco en cuanto examinó su cuerpo. Aseguró
que tenía quebrados los huesos y reventadas las entrañas.” Aún estoy viéndole
concluyendo: “El golpe fatal le ha partido el cráneo.” Los vigilantes se volvieron
hacia mí, que seguía como me habían puesto, esposado a la litera. Pero el médico
negó incorporándose: “Solo un gigante podría haberlo destrozado de ese modo.”
No sé por qué me dio por preguntarle: “¿Y si le hubiera coceado una bestia, lo
habría dejado así?” El médico me ignoró, y los guardias me dijeron que me
callara. Hicieron bien. Por suerte, nadie insistió en los días sucesivos. Se olvida
deprisa lo que no se entiende.
La viuda no parecía muy impresionada. “Azael estaba mal de la cabeza —
murmuró como para sí misma—. Hizo que le metieran en la cárcel para sentirse a
salvo del caballo.” Por un momento, creí que me daba pie a dialogar, y no pude
evitar preguntarle: “¿Entonces usted cree que le persiguió hasta allí?” Pero ella me
miró y pareció verme por primera vez. En sus ojos desencajados creí distinguir el
terror. “Váyase. Váyase y no vuelva nunca.”
Me marché sin mirar atrás. Uno no debería entrometerse en la locura de
los otros, cada cual tiene bastante con la suya. Pero aquella escena de espanto
sigue atormentándome todas las noches, justo antes de quedarme dormido, y a
veces hablo solo o con Azael para preguntarle si en el más allá nos salva el olvido.
Pero aún me tortura más la expresión de la mujer mientras me echaba con cajas
destempladas, y sobre todo el relincho que tronó a sus espaldas antes de que
cerrara la puerta.
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El desertor
No te extrañe que aprovechara la noche para mi salida. Lo más hermoso de la
noche es que parece más fácil perderse en ella. Uno se siente arropado por las
sombras que todo lo borran, y ni siquiera nos vemos al pasar delante de un espejo.
No había luna ni hogueras a lo lejos. No había más que la sustancia de un sueño
infinito.
Yo tenía frío y miedo, pero no de la noche. Temía que me faltaran fuerzas
y acabara por desertar de mi destino. Estuve a punto de derrumbarme por dos
veces. La primera fue al salir de casa, cuando me giré para cerrar la puerta y dudé
unos instantes; había dejado a propósito la llave en la mesa, para asegurarme de
que no volvería atrás, y eso precisamente era lo que ahora me paralizaba como un
vértigo: sentir que aquel primer paso ya no tendría retorno. La segunda vez fue
peor, pero te la contaré más adelante.
Necesité no del valor, sino de toda la ceguera del mundo para no
quedarme clavado a los recuerdos. En esto, también, la noche me ayudó. Fueron
unos instantes en los que desfiló por mi cabeza la retahíla violenta de mi vida
entera, y, sobre todo, de mi vida contigo. Era como una cabalgata desenfrenada, y
desde cada carroza me saludaban todos los seres que me han amado y me
escupían los que me han odiado. Me miraban fijamente, como con estupor, pero
sonreían, con la sonrisa gélida y sin esperanza que debe tocar el rostro de los
espectros. Y entretanto, de fondo, se escuchaba un clamor de voces incontables
que al principio no discriminé y luego se fundieron en una sola: la tuya, tu voz
articulando el amor y el reproche, la indiferencia y el resentimiento. Debe ser
cierto lo que cuentan de que la vida entera se proyecta en la hora de la muerte,
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porque yo era realmente un condenado y así me sucedió.
Dudo que fuese mi voluntad la que movió la mano y empujó la puerta. Eso
me hace pensar algo que te he dicho otras veces: nuestros actos obedecen, en
realidad, a designios superiores que desconocemos, y, cuando creemos elegir, no
hacemos más que ejecutar. Somos las piezas prescindibles de un plan mucho más
grande que nuestra irrisoria individualidad. Esto, que no nos exime de nada, es sin
embargo un alivio, casi tan grande como el que sentí al comprobar que la puerta
estaba cerrada y el torbellino de los fantasmas había cesado. Quedaba la noche
inmensa, quieta como un lago, para perderse en ella.
El campo estaba tan oscuro que me pareció que era libre. Todo permanecía
callado, y en el silencio hay siempre algo de perdón. Caminé lentamente. Sin
mirar atrás entendí que no me perseguirías. Ya hacía tiempo que preparabas mi
ausencia. Sabes que no habría soportado tu mirada culpabilizadora, y habría
bastado una lágrima tuya para que me viese obligado a quedarme.
Llevaba una maleta, una sola maleta en la que, un poco al azar y sin
criterio, había metido algo de ropa. Pensaba que ninguna deserción está completa
sin algo de equipaje. Pero aquella maleta aún conservaba olor a ti, y por eso me
pesaba como la vida a tu lado. No iba a necesitarla, así que la tiré a la acequia. El
agua lamió con suavidad los entresijos de mi pasado, y sentí cómo se dispersaban
mansamente por la eternidad. Entonces caí en la cuenta de que por fin me había
quedado solo. Naturalmente, no por eso me sentí perdonado. Sólo entendí que la
condena ya carecía de importancia, porque todo iba a cumplirse.
Sentí la satisfacción de librarme de aquellos últimos pedazos de lo que
había sido nuestra vida. Nuestra mísera vida. No te hablo, ya sabes, de dinero: a ti
nunca te faltó, y todo lo que yo aportaba significaba una minucia frente a tus
propiedades y tus herencias. Sin embargo, encontraba algo de magnificencia
fantástica en el gesto absurdo de dejártelo todo: de pronto, parecía que lo mío
ganaba en valor. Era un valor, me hago cargo, más bien endeble, y desde luego
ruin, porque no obedecía a la generosidad, sino al despecho. Pero a mí me servía
para afirmarme, para sentirme algo mejor ante los remordimientos.
Dejé que los pasos me encaminaran por sí mismos, los pasos que eran
libres por primera vez en muchos años. Al fin y al cabo, no había prisa. Era un
gozo andar en cualquier dirección, ahora que ninguna regresaría a ti. Paseaba con
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una ligereza que me recordaba la de la juventud, cuando no nos importan los
caminos porque nos parece que todos conducen a la felicidad. Los campos, vastos
e inescrutables, se parecían a ella.
No hubiera debido permitirme pensar en todo eso. Cedí a la debilidad de
ponerme nostálgico, de remitirme al tiempo en que ambos creíamos aún y éramos
buenos y bellos. Así aconteció mi segundo naufragio.
La noche se abrió de parte a parte, y por la inmensa grieta se precipitaron
todas las otras noches contigo. Los labios de la oscuridad, encarados, eran como
dos espejos reflejándose el uno en el otro hasta el infinito, y en ese infinito cabían
las múltiples imágenes de nuestro amor quebrado. La memoria era de pronto un
cristal donde tu recuerdo, partido en mil pedazos, se convertía en un monstruo
multiforme y se cernía sobre la candidez de mi infamia. Comprendí que mi gesto
era vano y que perdería todo el poder ante la certidumbre de que te había amado.
Puesto que te había amado, la noche nunca más podría ser inocente. En
ella siempre quedarían ecos de nuestros suspiros, y el vacío que habían dejado
nuestros cuerpos al desgarrarse. En ella, mientras viviera uno de los dos,
reverberaría la tentación del recuerdo: de la turbación sincera ante la primera
desnudez del otro, de las copas entrechocadas desafiando al tiempo, del calor
reciente en las arrugas de nuestro lecho. Las estrellas eran las mismas, y ellas
habían envuelto nuestros abrazos en forma de promesa; que la promesa no se
hubiese cumplido no era su culpa, pero jamás podrían dejar de parecer cómplices.
Al comparar las noches que se aparecían ante mis ojos, cedí a la tentación
de la piedad: sentí compasión de ti, de mí mismo, de la infinitud del tiempo en el
que ya no estaríamos. Y me derrumbé, porque entendí que no podría librarme
nunca del peso de los sueños.
Por unos instantes me quedé sin valor para cumplir mi propósito. Había
creído que la suerte estaba echada, y era cierto, solo que se trataba de una suerte
distinta a la que había concebido.
Tal vez me habría quedado allí, echado sobre la tierra, hasta que la
escarcha del alba me robara el aliento. O tal vez me habría incorporado
lentamente, como un sonámbulo, para emprender derrotado el camino de vuelta.
Entonces tú habrías tenido que levantarte, sobresaltada por mis golpes en la
puerta, y tu mayor suplicio habría sido, no sospechar, sino verte obligada a
24
preguntarme. Pero no fue necesario, porque la sombra se cerró de pronto, y
desperté.
Creo que fue una estrella fugaz. Un resplandor, un disparo. Pudo también
ser un relámpago, porque no tardó mucho en empezar a llover. Por un instante se
interrumpió el torbellino, y eso bastó para reavivar mi corazón entumecido.
Cuando cobré conciencia de mis ojos, la oscuridad permanecía allí, pero era ya
sustancia quieta, solo una noche fría y lluviosa de enero. Estaba empapado y
aterido, y a cada escalofrío me quitaba de encima un fragmento más de mis
alucinaciones. No recuperé las ganas de vivir, pero dejé de preferir la muerte.
Entonces me levanté y recorrí con rapidez, tiritando, el camino de grava
que conducía a la carretera. Por primera vez distinguí en la lejanía, veladas por la
neblina, las luces del pueblo, y aquella señal de presencia humana me bastó para
comprender que ya no regresaría a tu vida, y que aún no iba a morir.
Llegué a la carretera como quien alcanza costas extrañas después de un
naufragio: con el miedo del extraño y la reverencia del superviviente. Entonces
quedé deslumbrado por segunda vez, pero ahora eran los faros de un coche, y
supe que estaba en la tierra de los hombres.
El automóvil se detuvo a mi lado suavemente, y parecía que una barca se
hubiera deslizado sobre la arena de una isla desierta. La puerta se abrió y alguien
lanzó una pasarela. Pero yo permanecí reticente todavía.
—Mala noche para pasear —escuché que me decían.
No me giré a mirar, ni siquiera cuando ya estaba a bordo y la barca soltó
amarras y se adentró en el mar, alejándose de tu reino atroz, siempre hacia
adelante.
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El otro lado
Languidecieron las luces con tránsito suave. Lo último que se perdió de vista fue
el pálido mural de la pantalla. La sala quedó a oscuras.
Los espectadores se sumieron en un vértigo de silencio. Eran cien
respiraciones absortas. Una vez más, sucedería el milagro, la brusca luminosidad
rectangular, sombras y colores componiendo la vida. Repetirían el rito de
asomarse a ese espejo, de encontrarse a sí mismos observando.
—¿A quién veremos hoy?
—Da lo mismo.
—Cada vez son distintos.
—Mejor. Así no dejarán de parecernos extraños.
La sala estaba a oscuras. Era la hora. En la cabina de proyectores, una
mano desconocida accionaría el interruptor. Se encendería la lámpara. Una rueda
dentada tiraría del celuloide. Pasaría ante la lente el primer fotograma. Todo a sus
espaldas. Y gracias a esos pormenores que desconocían, ante ellos quedarían
abiertas las ventanas del mundo.
La oscuridad, sin embargo, se demoraba. Hubo susurros de impaciencia.
De la cabina, siempre anónima, llegó un chirrido. Restallaron engranajes. Silbó
un motor forzado. Luego un silencio negro como una sima.
—¿Qué ha sido eso? ¿Por qué no se ilumina la pantalla?
—No te preocupes. Habrán tenido algún problema. Estarán arreglándolo.
Pasaron los instantes de incertidumbre. Cundió el temor y alguien
exclamó:
—¡Se ha roto!
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Los que aún no lo habían pensado notaron el ascenso eléctrico del miedo.
Se desató un rumor nervioso. Nadie había visto nunca el proyector, pero intuían
la máquina secreta detrás de todas las cosas. Nunca se les había ocurrido que
pudiera fallar.
—¿Qué ha dicho?
—Que debe haberse estropeado la máquina.
—No puede ser. Esto no tiene precedentes.
No tenía precedentes. La proyección daba comienzo cada día,
puntualmente, con rigor cósmico. Esa era la promesa. Esa era la costumbre. Y ni
una sola vez habían faltado.
—Tendrán que hacer algo. No pueden dejarnos así.
—Además, ¿y los otros? También estarán esperando.
—Habrá que pedir explicaciones.
—¿A quién?
—No sé. Al de arriba.
—¿Alguien le conoce?
Nadie le conocía. Ni siquiera los que, movidos por una curiosidad
ocasional, habían mirado atrás alguna vez, a la ventana por donde surgían los
rayos rectilíneos, el haz condensado de imágenes. Tras el sucio cristal, apenas
habían vislumbrado una silueta en penumbra, inmóvil, como agazapada. Tenían
que haber sido más curiosos, más osados, cuando aún estaban a tiempo. No haber
dado nada por sentado. Solo se precisa descifrar la normalidad cuando se pierde.
Ahora sucedía lo inverosímil, y todo seguía oscuro.
—¿Quién anda ahí?
—Soy yo. Dame la mano.
—Prefiero seguir sola.
—No digas eso. ¿Y si la luz ya no volviera nunca?
—Imposible. ¿Qué sería de ellos?
—¿Qué sería de nosotros?
Muchos empezaban a preguntárselo. La única certeza que habían
aprendido —el suave consumirse de las luces, la pantalla creciendo fluorescente—
había fallado. Todo era ya posible. Se insinuaron los primeros sollozos.
—Tranquila, mujer. Espera un poco. Lo estarán arreglando.
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—¿Y si no tiene arreglo? No volveremos a verlos nunca.
—Nos haremos a la oscuridad. ¿Quién te dice que no va a ser mejor?
Estarse muy quieto, ponerse cómodo y dejar que acabe el tiempo. Tampoco es tan
distinto de lo que hacíamos.
—Pero, ¿no lo entiendes? ¡Será como no existir!
—¿Y cómo sabes que existimos?
—Lo sabía por la luz, por esa gente mirando. Mientras está oscuro no sé
nada.
Como una ola se extendían los peores presentimientos. Cundía la sospecha
de que todo podía estar desmoronándose. Podía no quedar nada más allá de la
sesión interrumpida. Algunos se levantaron, deambularon a ciegas por la sala.
Pero la oscuridad parecía haberse llevado los espacios.
—Ayúdeme. Parece que aquí hay una puerta.
—No. Aquí estaba la pantalla, lo recuerdo muy bien.
—Entonces, grite al menos conmigo. Que nos oiga el de arriba. Que nos
oigan los otros.
Alguien gritó, y fue la señal que desató el pánico. Hubo cuerpos corriendo,
tropezando, cayendo en los pasillos unos sobre otros. Imprecaciones, quejidos de
los que eran pisoteados. Una voz se elevó pidiendo calma, y quedó confundida
entre otras voces. Hubo también abrazos desesperados en medio del tumulto.
Eran los que empezaban a comprender.
—Nos han dejado solos.
—Abrázame. Quiero saber si aún estoy aquí.
—¿Qué harán ahora toda esa gente de la pantalla?
—Es igual.
—¿Tú crees que nos olvidarán?
—Ya nos han olvidado.
Los que alcanzaron las paredes palpaban, golpeaban inútilmente.
Arrastraban las manos por el muro y no notaban más que la frialdad rugosa del
granito. Algunos se acurrucaron resignados en las esquinas.
Los puntapiés más fuertes abollaron la pantalla. Poco a poco se extinguió
el tumulto y no hubo más golpes. Y la oscuridad se colmó de sí misma.
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—¿Qué pasa? —chilló alguien, con tono de fastidio.
—¿Por qué no empieza la película?
—¡Menuda tomadura de pelo!
—¡Acomodador!
—¡Que enciendan las luces!
Se encendieron las luces lentamente, apareció el patio de butacas, la gente
removiéndose en los asientos, mirándose entre sí y murmurando. Alguien reía,
otro bostezaba, todos se giraron hacia la cabina. Una voz resonó desde el
micrófono:
—Rogamos nos disculpen. Por graves problemas técnicos, la sesión de hoy
ha de quedar suspendida. En taquilla se les devolverá el importe de la entrada. Por
favor, salgan en orden.
—¿No podemos canjear la entrada de mañana? —preguntó una mujer al
acomodador.
El acomodador se encogió de hombros.
—¿Mañana? —replicó—. Nadie sabe si habrá sesión mañana.
Fueron saliendo en procesión por los pasillos. Una niña, sin dejar de mirar
atrás, lloriqueaba.
—¡No podemos abandonarlos, mamá! —se resistía—. ¡Se quedan tan
solos!
—Tranquila, vida. Ahí no vive nadie. Lo que vemos en las películas son
solo sombras de colores.
Las puertas se cerraron. Se apagaron las luces. Tras la fosforescencia pálida
de la pantalla, en medio del silencio, no quedó nadie para percibir aquel rumor
lejano, aquel amortiguado estrépito que parecía llegar del otro lado.
29
Hundimiento de un puente
...en realidad, el milagro ha ocurrido ahora.
Julio Cortázar
1
Nemesio Domínguez Conrado, peatón natural de Soria pero criado en nuestra
ciudad, pasaba ayer por la carretera que une los barrios de Fuentecilla y
Canalejas, cuando el cielo se le vino encima en forma de toneladas de cascotes.
Cerca de las dos de la madrugada, los vecinos de inmuebles colindantes al
puente del León vieron interrumpido su descanso por lo que califican de
“estruendo espantoso”. “Creía que se venía abajo el edificio, y mire que hace poco
que reparamos la fachada, nos costó un dineral y hay quien aún no ha pagado”,
afirma muy excitada Nieves, de 54 años. "Parecía una película de esas de
catástrofes", bromea riendo otro vecino.
En ese momento, Nemesio cruzaba por debajo del puente. Según explica,
le sobresaltó una serie de rápidos crujidos. Se quedó inmóvil intentando descifrar
el origen de aquellos extraños restallamientos, pero no tuvo tiempo de pensar.
Hubo un estampido ensordecedor. El impacto de un cascote le hizo caer al suelo,
en medio de una avalancha de polvo y hormigón armado.
Confiesa haber sentido el terror más grande de su vida. “Me pareció ver
una sombra a mi lado, justo antes de que todo se viniera abajo”, declara
visiblemente horrorizado al recordar aquellos instantes. “A lo mejor era mi ángel
de la guarda. O un demonio que escapaba.” “Pero, hombre de Dios —le pregunta
un periodista—, ¿qué hacía usted vagando a esas horas por la ciudad?” Y
Nemesio, pálido aún, sonríe como un niño pillado en una travesura: “Aliviaba mi
soledad, señor, que es muy dura.”
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Sea por suerte o por azar, Nemesio permaneció bajo la única viga del
puente que quedó intacta. Unos centímetros más en cualquier dirección habrían
significado su muerte instantánea.
Domínguez fue trasladado inmediatamente al hospital de la Buena Nueva,
donde permaneció unas horas en observación y acabó saliendo por su propio pie,
tan atónito como había entrado. Vino a buscarle su vecino, a quien se había
avisado por falta de familiares próximos. El vecino se negó de muy malas maneras
a hacer ninguna declaración, y sus únicas palabras, dirigidas a Nemesio, fueron:
“Con todo lo que me debes, ¿y te atreves a sacarme de la cama a estas horas? ¡No
seas tan tacaño y págate un taxi, c…!”
Las causas del siniestro aún no han sido aclaradas por las autoridades. Se
habían realizado las inspecciones reglamentarias sin encontrar señales previas que
hicieran sospechar una debilidad en la estructura. La policía asegura que no existe
denuncia alguna acerca de mal estado, grietas o filtraciones.
Los observatorios sismológicos más próximos confirman la absoluta
ausencia de temblores en la zona.
El puente de San Esteban es conocido popularmente como “puente del
León” desde que unos desconocidos pintaran en sus paredes un ejemplar del
mencionado felino, en actitud desafiante, junto al confuso grafiti: “Muerde (o
“muerte”) a los cabrones (sic, o “ladrones”)”.
2
Hoy se cumple un año del misterioso derrumbamiento del puente del León.
Los ingenieros encargados de esclarecer el siniestro no han podido aún
emitir un veredicto definitivo. Se califica unánimemente el evento de
desconcertante y contrario a la capacidad de estructura y materiales. La obra era
de construcción reciente y factura impecable. “Ni siquiera cayéndole una bomba
encima se habría quebrado de cuajo como lo hizo”, declaró a esta revista el
presidente de la comisión investigadora.
Pero no acaban ahí los enigmas que plantea el hundimiento del puente del
León. Lo más extraño es la milagrosa supervivencia de la única víctima, un
31
paseante que caminaba bajo el puente y que resultó escandalosamente ileso. Esta
revista ha investigado por todos los medios la historia de ese señor, y lo que
hemos descubierto será sin duda del interés de nuestros lectores.
Según hemos podido saber, el sujeto en cuestión, Nemesio Domínguez
Conrado, trabajaba de camarero en un restaurante de menús baratos. El dueño del
restaurante afirma que jamás rompió un plato. “Daba gusto verle cargado de
bandejas sin que ninguna se le moviera un milímetro”. Cumplía con diligencia sus
deberes y nunca se quejaba de nada. No se le recuerda una gripe.
Sin embargo, el siniestro cambió la vida de Nemesio. Quedó tan
fuertemente impactado por lo sucedido que tuvo que abandonar el trabajo y
someterse a tratamiento psiquiátrico. No conseguía perdonarse una suerte tan
insultante. Continuaba viendo sombras de reojo, y no podía dar un paso sin temer
que se estremeciese la tierra y se derrumbaran puentes, diques, túneles o edificios.
“Miraba a su alrededor —nos cuenta su psiquiatra, que prefiere permanecer en el
anonimato—, como si todo estuviera hecho de cristal. Cayó en una considerable
paranoia. Respondió discretamente a los psicofármacos, pero abandonó la terapia
al poco tiempo. En mi opinión, estaba como una cabra.”
Abrumado por una vida que le parecía prestada, sin esperanza de
redención, perdida incluso la única amistad de su vecino, Nemesio se encerró en
casa. Su soltería le impidió disfrutar el calor reparador de una compañía
comprensiva. “Sí que había venido con alguna chica”, nos cuenta una vecina,
“muy guapas por cierto, pero a mí me parece que tenía muchas manías y las
novias se cansaban en seguida de él. Era muy raro. Figúrese...” Ahorramos a los
lectores la larga digresión de esta señora, demasiado subjetiva para aportar
detalles significativos al tema que nos ocupa.
En los meses siguientes, Domínguez Conrado sólo mantuvo el hábito de
jugar a la petanca en el campeonato del barrio. “Lo hacía muy bien”, afirman sus
compañeros de liguilla, “pero desde lo del puente no volvió a ser el mismo. Había
perdido mucho. Tiraba con miedo, y cuando chocaban las bolas daba un respingo
y miraba a todas partes con los ojos salidos.” “A una señora”, nos cuenta otro
compañero, “le cayó un día una maceta en la cabeza. Nemesio, a gritos, se
empeñó en acompañarla al hospital, donde dicen que acabó peleándose con el
marido.” “¿Y la señora?”, le preguntamos. “Ah, bueno, sí, creo que la pobre
32
mujer no la ha contado.”
Desesperado, Nemesio Domínguez buscó alivio espiritual en la parroquia
del barrio. Se volvió muy religioso. El cura le invitó a que asistiera a misa, pero él
se negaba porque temía provocar el derrumbe de la iglesia. “Basta con que Dios se
despiste un momento”, aseguraba, con tanta convicción que el mismo sacerdote
empezó a tener miedo, y le prohibió que se acercase siquiera.
En tal situación de desamparo, y con la popularidad que iba ganando en el
barrio, Nemesio fue pasto fácil de personajes sin escrúpulos. Una secta lo captó
entre sus adeptos, y con él los ahorrillos que el pobre hombre debía poseer —
según afirma la vecina antedicha—. Nemesio abandonó el piso de alquiler y se
desprendió de sus escasas pertenencias. Nadie preguntó por él, y no se le conocen
familiares. El último que lo vio fue el vecino de rellano, al que regaló su loro en
compensación por lo que le debía. El vecino asegura que no sabe cómo quitárselo
de encima, que el animal chilla continuamente: “Que te caes, que te caes”.
Después de eso, solo sabemos que todos los integrantes de la secta en que
ingresó Nemesio se suicidaron en el solsticio de invierno. Algunos cadáveres
quedaron sin identificar, por lo que desconocemos si nuestro hombre se hallaba
entre los fallecidos.
Sorprende la coincidencia de que la secta tuviera por logotipo un león. Se
ha llegado a sospechar que Nemesio trabajara ya para ellos por aquel entonces, y
que todo formara parte de una conspiración en cadena que acabó resultando
fallida. Pero la policía insiste en que no hay señales que justifiquen pensar en un
atentado.
Cierto vidente afirma, convencido, que Nemesio era un gafe muy
poderoso. “Eso no significa que no pudiera ser útil a la sociedad”, añade.
“Imagine usted un ejército de Nemesios infiltrados en las filas enemigas. No
podría haber arma más barata y a la vez más efectiva.” Saque cada cual sus
propias conclusiones. Uno de los técnicos de la comisión investigadora aseguró:
“Es un cúmulo de incongruencias. Al puente no le correspondía hundirse, y a ese
hombre no le correspondía sobrevivir. Es como si una cosa compensara la otra.”
El técnico concluye, medio en broma medio en serio, con una hipótesis fantástica:
“Tal vez los milagros obedezcan a las mismas leyes que el mundo físico. Si así
fuera, podríamos enunciar con Einstein: el milagro ni se crea ni se destruye, solo
33
cambia de formas”.
34
El secreto del marqués
La cena era exquisita. Se estremecían en la pared las sombras proyectadas por los
candelabros. Los criados se afanaban en servir viandas y retirar las bandejas
vacías. El rumor de los comensales era interrumpido por la carcajada ocasional de
alguna mujer. Todo transcurría con plácido protocolo. De repente se hizo un
silencio tenso y riguroso, cuando el marqués se levantó y estampó unos golpes
apremiantes en su copa con una cucharilla.
Había llegado el momento de todos esperado y contuvimos la respiración.
El marqués había prometido revelar su mayor secreto en el curso de una cena. Y
aquella era la cena. Flanqueado por sus incontables amantes, el marqués se había
revelado extrañamente sombrío, con el gesto encogido de quienes arrastran un
peso insoportable. Apenas había comido, y sus ojos de zorro parecían velados por
una niebla sombría.
El marqués, como buen conspirador, guardaba incontables secretos que
utilizaba para confundirnos. Era un artista de las verdades a medias y de las
mentiras hermosas, con las que nos extraviaba en marañas sin salida en las que
perecíamos de desconcierto. Se complacía en hacer correr bulos que luego él
mismo rebatía. Pero, en nuestro círculo cerrado, todos mentíamos, y la mentira
era considerada, en cierto modo, signo de distinción. Nadie podría reprocharle, en
aquella corte corrompida, que él fuera más hábil.
Ahora había prometido descubrir su secreto más grande. Lo había
declarado con tanta gravedad que había conseguido infundirnos un
presentimiento de amenaza. En su boca, una revelación importante podía ser un
arma peligrosa. El secreto del marqués nos había hecho pasar revista a nuestros
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propios secretos, los que ni siquiera nos atrevíamos a confesarnos a nosotros
mismos. Aquella noche, alguien saldría malparado después de cenar.
Y por fin sonaba su copa. Así sonarán, tal vez, las trompetas del Juicio
Final. Se desvaneció el último tintineo y nos quedamos clavados al asiento,
congelados en su circunspecta expresión, en la lividez de su rostro. Empezó a
decir el marqués:
—Amigos míos: sabéis que esta no es una ocasión cualquiera. Os he
convocado para que seáis testigos de mi confesión dolorosa. Ya habéis esperado
suficiente, así que la haré sin rodeos: llevo años sospechando que entre nosotros se
oculta un traidor. No me refiero a esas triviales zancadillas que todos nos hemos
puesto alguna vez. Hablo de un verdadero enemigo.
Por unos instantes, un silencio compacto flotó suspendido en la sala. Nos
miramos unos a otros, rastreando señales de sospecha.
—No conozco a nadie aquí que no sea mi enemigo —repuso un cínico.
Nadie le rió la gracia.
—¿Enemigo de quién? —preguntó una dama de dudoso prestigio.
—De todos. De la alegría, del futuro, de la misma vida… —sentenció el
marqués, como si le pesara ya demasiado el secreto.
Cundieron expresiones de contrariedad. A más de uno se nos debió pasar
por la cabeza el presentimiento de que el marqués hubiera perdido el juicio. Sin
embargo, algo en sus palabras provocaba escalofríos.
—Señor… —intervino un viejo barón, de aire circunspecto, que todos
teníamos por el mejor amigo del marqués—, os ruego que no vayáis mas allá.
Callad mientras podamos olvidar vuestras palabras…
La más reciente amante de nuestro anfitrión, una dama más atractiva que
bella, y a la que yo no conocía personalmente, le salió al paso, sonriendo burlona:
—De ninguna manera. Ahora queremos saber. Dejadlo terminar.
El marqués y la dama intercambiaron una mirada que me pareció gélida.
Luego asintió como resignado, se detuvo a tomar aire, y nunca nos pareció tan
envejecido.
—Un hecho fortuito e insignificante me hizo descubrir quién es —
prosiguió—. Sólo el terror me ha impedido hablar todo este tiempo; el miedo y
una extraña curiosidad morbosa. Pero lo que sé ya es demasiado. Ya no me
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importa morir.
A pesar del respeto y de la expectación, los comensales murmuraron entre
exclamaciones, organizando tal algarabía que el propio marqués hubo de llamar a
la calma. Mientras tanto, la amante que acababa de intervenir recorrió la sala con
la mirada hasta posar sus ojos sobre mí, atravesándome con ellos con una
expresión felina que me dejó muy perturbado. Aunque apenas tuve tiempo de
cobrar conciencia de ello, porque de pronto me miró con semblante desencajado e
interrumpió a la concurrencia con un aullido histérico:
—¡Es él! ¡Él es el impostor!
En medio del tumulto, no tuve tiempo de reflexionar sobre el rostro
trastornado del marqués, su temblor, sus gestos de desesperada asfixia al
derrumbarse sobre la silla de terciopelo. No reaccioné al dedo acusador con que la
mujer me señalaba. Los criados habían saltado sobre mí y ya me habían
inmovilizado por la espalda, cerrando sus manos como argollas en mis brazos.
Tampoco pude detenerme en los candelabros caídos rompiendo estrepitosamente
la lujosa vajilla, incendiando las ricas mantelerías. No tuve margen siquiera para
preguntarme cuál de mis culpas era la que me condenaba.
Sin embargo, mientras me arrastraban a empellones hacia la puerta, se me
quedó grabado el asombro de los desorbitados ojos con que el marqués,
agonizante, traspasaba a la amante desconocida. También yo la miré, y caí en la
cuenta de que me resultaba vagamente familiar. Ella se volvió hacia mí y zozobré
en la sobrecogedora perversidad de su frío rictus. Pero lo que acabó para siempre
con mi razón fue descubrir, asomando bajo su inmenso miriñaque de seda, una
negra, peluda, larga cola.
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El silencio y la ausencia
Humeaba la hierba entre las ruinas de la ciudad quemada. Escombros infames
cubrían hasta donde alcanzaba la vista el torso quebrado de la tierra, trazando un
relieve de esquirlas de roca gris y maltrecha. Una luminosidad fría, fosforescente,
escamoteaba todas las sombras. Los edificios deshabitados alzaban su osamenta
bajo la suciedad de un cielo de metal. Sus mellados restos, como despojos de
gigantes boca arriba con los vientres abiertos, soportaban la humillación del fatal
abandono. Fantasmales ventanas descubrían otros muros tullidos, copiados hasta
el infinito. Y, en medio de las paredes sin sentido, sobre las repugnantes escamas
de aquel reptil a medias descompuesto, se amontonaban incontables cadáveres
cuyo nombre ya nadie recordaba.
Yo yacía rendido con la cabeza reposada en un cascote. Miraba el mundo
con los ojos velados de dolor, y agradecía que sus punzadas me entumecieran la
conciencia y la libraran casi de toda lucidez. Habría sido insoportable recordar
mejor, tener pleno conocimiento de mi ciudad asolada, de todo lo mío que se
había perdido, de la precaria vida que me quedaba por perder. Ni siquiera
lamentaba la lentitud de la muerte que se abría paso a borbotones por la herida en
mi costado. Cerré los ojos y, por un instante, pude mecerme en la calma de una
resignación casi absoluta.
Y aún me resistí a abrirlos cuando un brazo vigoroso me agitó por los
hombros y estremeció mi cuerpo con enérgicas sacudidas. ¿Era posible que
quedara algún superviviente? ¿O estaba el delirio del dolor jugándome una mala
pasada? Alcé la mirada con los párpados entrecerrados, y hubiera querido
disponer de fuerzas para pedir que me dejaran morir en paz.
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—¡Eh, vamos! —tronó un vozarrón grave y pedregoso—. ¡Levántate!
¡Tienes que ayudarme!
Me pareció distinguir entre brumas la figura fornida de un hombre. Su
cara, próxima a la mía, mostraba una hosca expresión tras el enorme bigote
oscuro.
—¡Maldita sea! —gruñó, contra mi silencio—. ¡Mueve de una vez ese saco
de huesos! ¡No vas a tenerme esperándote todo el día!
Ignoro de dónde saqué aliento suficiente para murmurar:
—Pero, ¿es que no lo ves? ¡Estamos todos muertos!
El sujeto se retorció el bigote y lanzó un par de roncas carcajadas. Me
sorprendió distinguirle con creciente claridad, como si poco a poco fuera
levantándose la niebla que lo desdibujaba.
—¡Eh, eh, gañán, no tan aprisa! Por cierto que he oído excusas mejores.
Deja de desvariar. Aún no ha llegado tu hora, ni vas a librarte con facilidad de los
trabajos que te esperan. ¡Venga, dame la mano!
Agarró con lo que me pareció una férrea tenaza mi mano ensangrentada y
dio un tirón. Y en un momento, para mi estupor, me vi de pie y sosteniéndome
por mí mismo, notando la firmeza del suelo bajo los pies. Aún no tenía apenas
fuerzas para moverme, pero el mero no caer me parecía un milagro tan
improbable que no le daba crédito. Instintivamente me palpé los costados y noté
una piel lisa donde poco antes se abrían tajos mortales. El hombretón se
complacía con una sonrisa ante mi expresión desconcertada.
—Pero, ¿qué magia diabólica es ésta? —exclamé trastornado—. Lo
recuerdo bien: la explosión que me ensordeció, el aluvión de metralla, el súbito
mordisco reventándome, la caída brusca sobre las piedras... ¡No es posible que
esto sea verdad!
El desconocido suspiró con impaciencia.
—Mal momento escoges para entrar en dilemas filosóficos... ¿A quién le
importa ahora la verdad? En plena guerra no hay verdad que valga. Si de algo te
sirve, aquí tienes la verdad del filo de mi espada.
Hizo ademán de llevarse la mano al cinto, con evidente aire amenazador, y
fue entonces cuando le miré con detalle por primera vez. Vestía de modo
estrafalario, al estilo de los soldados de varios siglos atrás, con una camisa ajada
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bajo el coleto de cuero, jubón y calzones, altas botas y una espada de cazoleta que
me pareció muy verdadera. Cruzaban su rostro ceñudo ostentosas cicatrices.
—¿Quién sois? —me sorprendí preguntándole con un trato de "vos" que
jamás había usado.
El desconocido oteó la infinita llanura descuartizada y pareció
ensimismarse unos instantes en abismos interiores.
—Eso, muchacho —suspiró—, te aseguro que no importa ahora. Hay un
alto capitán a quien nos debemos con urgencia. Ven conmigo, rápido.
Comprendí que sus órdenes no admitían réplica, así que le acompañé por
colinas de escombros hasta que fuimos a dar a una vereda, y la vereda nos
condujo a la playa.
Estaba la arena sucia y salpicada de cuerpos caídos. Algunos de ellos eran
revolcados por las encrespadas olas, sobre las cuales un extraño barco se
bamboleaba con violentos bandazos. El bajel me recordaba las embarcaciones
vikingas, por su forma, su tamaño y sus velas, pero sobre todo por la cabeza de
dragón que remataba la punta de su proa. Nada tenía sentido en aquel escenario
dantesco, pero yo ya había renunciado a pretenderlo.
Nos detuvimos frente a un yacente cubierto con raídas telas manchadas de
sangre. Mantenía cerrados los ojos y me impresionó el pliegue digno y altivo de
sus labios. Contaba también con un poblado bigote, y la abundante cabellera
mojada se desparramaba en numerosas hebras rubias que podían confundirse con
la arena. El soldado señaló el cuerpo y afirmó:
—Es él. Ayúdame a subirlo al barco.
—¿Tampoco vais a decirme quién es? —tuve la osadía de preguntar.
—Alguien cuya muerte merece ser honrada.
—¿Muerto? —insistí—. No parece un muerto.
Pero el otro empezaba ya a mover el cadáver, sin hacerme caso. Yo me
encogí de hombros, renunciando definitivamente a entender nada, aunque algo
molesto por su indiferencia.
Me ordenó que lo cogiera por los pies, mientras él se aplicaba a levantarlo
por el torso. Con mucho esfuerzo logramos arrastrarlo hasta el agua.
—Habrá que nadar —decretó el espadachín, deshaciéndose de su cinto y
de sus botas.
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—¿Cómo voy a nadar con las manos sosteniendo este peso? —clamé.
—Te las arreglarás.
Afortunadamente, el barco se hallaba muy próximo, y no hube de tragar
demasiada agua antes que lo alcanzáramos. Mientras yo sostenía sobre mí el
cadáver, el soldado trepó sobre cubierta, y una vez allí, inclinado en la borda,
aferró por los sobacos al vikingo y lo elevó él solo hasta que le hizo caer en el
interior de la galera.
Resollaba el desconocido, y noté en su semblante una serenidad
inesperada.
—Puedes subir si quieres —gritó sin mirarme—. O márchate ya, si lo
prefieres. A partir de aquí puedo arreglármelas solo.
Tiritando me abalancé en el interior de la embarcación, que continuaba
cabeceando a merced del bravío oleaje. Comprobé que su madera parecía
infinitamente antigua pero sólida, y tuve la extraña impresión de que había
llegado hasta allí no de otros mares, sino desde otro tiempo.
Ya sin pedirme ayuda, el caballero arrastró el muerto hasta una grada
hecha de troncos atravesados unos con otros, donde lo dejó echado boca arriba.
Colgaban las guedejas húmedas a ambos lados de la tarima, como pequeñas
cascadas amarillas, y la grave serenidad en el rostro del difunto permanecía
intacta. Se arrodilló el soldado, y yo, a pesar del frío y la fatiga, no pude resistirme
a imitarle.
—¡Oh, tú que con tus actos —entonó el caballero, y parecía hablar en una
lengua distinta, más ruda y más antigua— escribiste el mayor himno heroico
jamás concebido! ¡Oh tú cuyos brazos fueron de hierro blandiendo la espada y de
espliego acariciando un cuerpo de mujer! ¡Oh tú que no mereces mi alabanza
porque yo sólo soy un mortal y tú perteneces ya a las esferas divinas! ¡Halla la paz
y la libertad supremas que merece tu gloria, y asciende a las alturas para
admiración eterna de los otros dioses!
Eran tales la belleza y el sentimiento de la oración que una inmensa
congoja me invadió y no logré contener las lágrimas. Miré a mi compañero de
reojo y lo vi también postrado y abatido, pero sin perder la compostura. Tras
instantes de un silencio sólo quebrado por el rumor de las olas, el caballero se
levantó y apoyó la mano en mi hombro.
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—Acompáñame. Nuestra presencia en este barco ya no es apropiada.
Ahora es morada de dioses.
Salté el primero al agua y regresamos nadando a la playa. El caballero, sin
embargo, iba rezagado y tardó algo más que yo en alcanzarla. Cuando me levanté
sobre la arena, una leve columna de humo se alzaba de la embarcación, que
encaraba hacia nosotros sus estremecedoras facciones de dragón.
Prendieron las velas tan aprisa como si fueran de seda. El soldado se sentó
a mi lado, desplomándose con súbita fatiga. No osé decirle nada por no perturbar
su silencio fervoroso. Pero advertí en sus ojos resplandores de fuego mientras unas
llamas cada vez más embravecidas se elevaban del barco vikingo.
Permanecimos así, mudos y extasiados, contemplando el incendio de
aquella inmensa pira funeraria. Las ropas estaban empapadas, las fuerzas
consumidas, el ánimo sombrío. Miré a mi compañero y comprobé que observaba
impávido, absorbido en el punto donde la mar engullía el extremo de un mástil
abrasado. Anochecía. Un pesado tapiz oscuro se fue descolgando sobre mis ojos al
tiempo que se consumían las últimas llamas y se hundía el bajel en el océano.
Luego fueron el silencio y la ausencia.
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La partida
Os contaré esta historia como si fuera posible olvidarla. Sé que hay cosas que
conviene que conozcan pocos, y otras de las que nadie debería tener noticia. Pero
ya no me quedan fuerzas para seguir callando. En cambio, abrigo la esperanza de
que no me creáis y me toméis por loco.
Tenían muchas cosas en común. Ambos eran mis amigos. Ambos
guardaban, también, un secreto, y parecían luchar por olvidarlo. Los dos jugaban
endiabladamente bien al ajedrez.
La primera vez que vi a Gabriel estaba reclinado en la oficina del puerto.
Su figura espigada se recortaba en el contraluz de los cristales empañados.
Fumaba nerviosamente. Distinguí a través del humo unas facciones enjutas: las
mejillas hundidas, los pómulos salientes, la mirada traspasada de brumas remotas.
Me conmovió su grave semblante, y eso me predispuso a ponerme de su parte.
Ignoraba que necesitaba más protección de la que yo o cualquiera hubiese podido
darle.
Aquel mismo día conseguimos trabajo en el mismo barco, un pequeño
atunero que partiría a los pocos días. Me preguntó si conocía alguna pensión en la
ciudad, y yo le invité a acompañarme a la mía. Caminábamos por las calles
brillantes de humedad, y él parecía inquieto. Miraba continuamente a su espalda,
como si temiera que alguien estuviese siguiéndole. Intenté tranquilizarle:
“Conozco el barco donde vamos a trabajar. El patrón tiene fama de ogro, pero es
buena persona. Se trabaja duro, pero paga bien.” Él pareció ignorarme. No tengo
por costumbre entrometerme en la vida de nadie, pero insistí: “¿De dónde
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vienes?” Se limitó a replicar: “De lejos.” Comprendí que no quería preguntas.
Nos encontramos con Abel al subir al barco. Estaba acodado en el
pasamanos y nos recibió con una sonrisa inusual en los marinos. Esa sonrisa se
diría lastrada por un disimulado sesgo de cinismo. Sin embargo, pronto comprobé
que era una persona amable y educada. Hablaba con un marcado acento francés y
parecía muy culto. Eso me hizo pensar que tal vez podría hablar con alguien de
mi secreta pasión por los libros. Más tarde, a medida que fuimos conociéndonos,
abandoné la prevención que me había inspirado en aquel primer encuentro. Nos
tendió la mano y yo se la estreché, pero Gabriel lo ignoró y se adentró en el barco.
Me he acostumbrado a no juzgar las excentricidades de la gente, pero no me sentó
bien aquella transgresión de la camaradería marinera. Abel, en cambio, seguía
sonriendo como si ni siquiera hubiese reparado en aquella ofensa.
Partimos con buena mar al día siguiente. Había que recorrer una larga ruta
por el océano hasta llegar a los caladeros del Índico. Esos son los mejores
momentos en la vida de un atunero: el viaje de ida, cuando uno dispone de largos
ratos para contemplar melancólicamente el horizonte. Todavía no han empezado
las jornadas interminables sin un momento de respiro, los esfuerzos que no
permiten intercambiar más que gruñidos con los compañeros y cuando todo el
mundo está de mal humor. Creo que solo por esas primeras horas serenas, en las
que uno se siente libre y tiene la impresión de estar yendo a alguna parte, he
entregado mi vida a este ingrato oficio del atún. Por eso y por otras cosas que me
callo porque esta no es mi historia.
Hicimos amistad. La amistad ruda, como indiferente, y sin embargo firme
de los hombres del mar. El mar une porque no se sabe cuándo vas a necesitar que
te salven, y porque el mundo se hace diminuto en la cubierta de un barco. Gabriel
insistía al principio en su actitud distante, y rara vez se sumaba a las juergas que
organizaba el propio patrón, repartiendo generosamente licores y tabaco. Todas
las parrandas eran iguales: bebíamos y reíamos escandalosamente; luego llegaban
las primeras melancolías y cada cual contaba su historia. Algunos acababan por
llorar. Abel, de costumbre risueño, se sumía en espesos silencios cuando los otros
añoraban la novia o la familia, o relataban oscuras historias de estirpes malditas.
Escuchaba atentamente, pero sin demostrar ninguna emoción. Su silencio
suscitaba tanta inquietud como la pertinaz ausencia de Gabriel. Una vez, alguien
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se atrevió a interrogar al francés. Mi amigo le atravesó con una mirada tal que
nadie osó volver a decirle nada. Desde aquel día solo dialogó conmigo y,
esporádicamente, con Gabriel, cuando emergía de sus habituales ausencias. Yo
pensaba que debía unirnos el hecho de ser nuevos en la tripulación. Pronto supe
que había otras razones, espantosas razones que no habría podido sospechar.
El personaje más llamativo del barco era el cocinero, un viejo loco y
gruñón al que apodaban reverendo. El reverendo aparecía y desaparecía como un
fantasma, y se diría que lo era realmente, pues solo eso —y una antigua amistad
con el capitán— habría explicado su presencia en un atunero. Estaba obsesionado
con el libro del Apocalipsis, que conocía de memoria, y vaticinaba a cada
momento el fin del mundo y la inminencia del juicio final. Hacíamos broma a su
costa, entre carcajadas: “¡Eh, reverendo, mientras no llega el fin del mundo, fríe
bien las patatas!” Furioso, replicaba siempre con la misma maldición: “¡Reíd,
reíd, que está cerca el día en que lloraréis todas vuestras faltas, y la primera de
ellas mofarse de un viejo indefenso!” Había momentos en que el reverendo
parecía entrar en trance, y nos sobresaltaba gritando con los ojos abrasados:
“¡Arrepentíos! ¡Arrepentíos, que el final está próximo!” Y nadie lograba hacerle
razonar, hasta que se calmaba por sí solo y regresaba a su cocina. Cierta vez que
Gabriel andaba cerca, me sorprendió verle reaccionar acaloradamente contra el
anciano: “¡Cállate, viejo! ¡No sabes de lo que hablas!” Intenté calmarle: “Déjalo,
hombre, ¡es un pobre loco!” El reverendo se acercó puño en alto, pero se detuvo
en el último momento. La expresión de terror en sus ojos se me quedó grabada
para siempre: “¡Dios santo!”, bramó, “¡tú estás maldito!” Y salió corriendo sin
dejar de repetir: “¡Está maldito! ¡Todos estamos malditos!” Aquella vez no hubo
risas.
Quedaban cuatro días para llegar a la zona de caladeros. Aún ignorábamos
que jamás alcanzaríamos los bancos de atunes.
No recuerdo cómo coincidimos los tres aquella tarde, ni de dónde salió el
tablero. Gabriel se quedó mirándolo como solo se mira a una mujer o a un vaso
de vino: con una mezcla de estupor y ansiedad. Ese detalle no debió pasarle
inadvertido a Abel, que mostró su blanca sonrisa y dijo: “¿Hace una partida?” Por
primera vez, Gabriel le miró a los ojos. Por primera vez, sonrió. Pero era una
45
sonrisa amarga y reticente.
Dedicaron al ajedrez casi todos los ratos libres. Yo, que tengo poca traza
con ese juego, les acompañaba como mero espectador, en medio de un silencio
espeso vulnerado solo por el ronquido monótono de los motores. Lo que
realmente me fascinaba era la pasión con que ambos estudiaban cada situación de
las piezas, la solemnidad tensa con que las cambiaban de casilla (casilla blanca,
casilla negra), avanzando, retrocediendo, aplacando. A pesar de mi ignorancia, yo
sabía distinguir las estrategias, las escaramuzas, los repliegues, la satisfacción de
confundir, la mal disimulada cólera ante el error. Jamás he visto jugar a nadie con
tanto ardor: podía notar cada segundo aquel paseo tirante por la sutil frontera que
separa la victoria de la derrota. Dicen que una partida de ajedrez imita el
movimiento de las tropas en un campo de batalla. Yo me preguntaba, inclinado
sobre el océano, cuál sería la guerra entre aquellas dos almas extrañas. La mar
estaba quieta, como agazapada, y nunca respondió ni con un murmullo. Habría
preferido no averiguarlo.
Los compañeros miraban ya a aquellos dos seres con prevención. Apenas
intercambiaban palabras con ellos. Ellos, por su parte, estaban hechos a sostener
el silencio. A veces, alguien me acompañaba como espectador. Pero la mayoría se
cansaba al poco rato, más por el tenso ambiente, supongo, que por aburrimiento.
Corría la voz de que en el barco había otros locos además del reverendo. En una
ocasión escuché murmurar al patrón, después de mirar a los dos silenciosos
rivales: “¡Menuda suerte la mía! Los del puerto me la han jugado bien. A la vuelta
se enterarán.” Jamás habría tal vuelta, ni el patrón tendría oportunidad de
protestar.
No he dicho que nunca terminaban las partidas. Ambos jugaban
demasiado bien, y daba la hora de trabajar, de comer o de dormir antes que
ninguno se acercara al jaque. Parecía que repitieran una y otra vez la misma
partida interminable, y al final, en efecto, así fue. Las piezas se quedaron quietas,
bamboleadas sólo por el cabeceo del barco, esperando al día siguiente. Desde
aquel momento no volvieron a recogerlas.
Entretanto, el barco jugaba su propia partida con el mar. Habíamos
alcanzado ya la zona de caladeros. Pero el mar tenía preparada una escaramuza
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inesperada, y a los diez días de viaje el tiempo se ensañó con nosotros.
Estábamos acostumbrados a las tormentas: forman parte del oficio. Nadie
se extrañó, nadie se lamentó cuando nos acometió la tromba y las olas se
levantaron como garras de gigantes, zarandeando nuestro triste balandro. Sin
embargo, bien sabíamos que en toda tempestad la muerte asoma su sayo bajo la
puerta. El reverendo parecía empeñado en recordárnoslo con sus alaridos
exasperados, repitiendo sin cesar “¡Arrepentíos! ¡La hora está cerca!” Se hicieron
las faenas necesarias y todo el mundo se refugió bajo cubierta, soportando como
podía aquel vaivén brutal que arrancaba chasquidos de las planchas y la armazón.
El patrón se retiró a su camarote. Nos dispusimos a pasar varias horas de
ansiedad contenida, hacinados en la escueta cámara. Mis amigos, indiferentes al
mundo, se apostaron en sus sillas y continuaron la partida. Hubo quien gruñó al
verles, pero nadie dijo nada. “Tú mueves”, murmuró Abel con su sonrisa de
felino. Gabriel fijaba los ojos hundidos en el tablero. Luego movió.
Afuera resollaban el mar y el viento. El reverendo se había encogido en un
rincón, pasando una tras otra las cuentas de su rosario. “Se acerca el fin del
mundo”, sentenció sobresaltándonos. “Nos vamos a hundir. Yo lo sé, no hace
falta que nadie me lo diga. Lo sé como si ya hubiera sucedido.” “Calla —replicó
alguien—, ave de mal agüero. El barco es sólido, y la tormenta tampoco es para
tanto.” El viejo miró más allá del techo. “No es la tormenta... Yo sé de lo que
hablo. El diablo anda suelto entre nosotros.”
Los ojos de Gabriel brillaron. Alzó la mirada del tablero, en dirección al
reverendo. “Habla, viejo — gruñó con voz rasgada—. ¿Qué sabes tú del diablo?”
Todos nos volvimos hacia el pobre reverendo, que miraba al techo y seguía
pasando las cuentas del rosario. De pronto, con expresión desencajada, puso los
ojos en Gabriel y declaró: “Sí, os hablaré. Diré lo que tengo que decir, ahora que
ya no importa.” Todos contuvimos la respiración.
“He conocido a muchos hombres perseguidos por la tiniebla. Los he visto
reírse mientras descendían uno a uno los escalones del mal. Asistí al tormento que
les llevó a perder la razón o a colgar de una cuerda. Y he visto la sombra del
diablo mezclarse con mi sombra, eligiéndome para engrosar sus legiones. Sentí la
llamada, y sucumbí. Me entregué a los vicios, abandoné a mi familia. Apuré mi
condena asesinando. Entonces vi al demonio cara a cara: sus ojos de fuego, su
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sonrisa burlona. Estaba esperando impaciente a que le entregara el alma.
“No sé cómo llegué a una iglesia. No esperaba redención, sabía que era
cuestión de poco tiempo y ni siquiera pretendía resistirme. Aún recuerdo los
cirios, el olor del incienso. Empecé a despedirme de todo. Oía latir mi corazón, y
también oía los golpes del espíritu del mal en la puerta. Pero entonces me
desmayé, y tuve una visión...”
Un compañero dio un golpe en la mesa y saltó hacia el reverendo,
amenazante. “¡Maldito viejo!”, gritó, “¡ya me estás hartando con tus
alucinaciones!” Gabriel se interpuso, blandiendo una navaja. El otro se detuvo
pálido, no menos de lo que debimos quedarnos los demás. “¡Quietos todos!”,
sentenció, señalándonos. “Al que se mueva lo mato.” Luego se dirigió al
reverendo: “Acaba, viejo.”
El pobre hombre suspiró. “Sí, acabaré. Todos acabaremos muy pronto. En
mi visión se me mostró la verdad. Contemplé la otra vida como si ya hubiera
muerto. Visité los infiernos y los cielos. Mi alma relampagueaba en medio del
universo. Y, al final, una mano se tendió hacia mí. Sentí en un instante la
vergüenza de la humanidad entera, y, tocado por aquella corriente de bondad, me
arrepentí de todos mis pecados. Quedé dispuesto para el fin, pero el fin no llegó.
El diablo ya no estaba en la puerta. Me ha dejado en paz... hasta hoy. Hoy lo he
visto otra vez. Lo he reconocido en medio de la tormenta, a la luz de un
relámpago. Los mismos ojos, la misma sonrisa. Y, ahora, sentado entre nosotros.
¡Arrepentíos, porque el fin está cerca!”
Gabriel continuaba de pie, entre el viejo y nosotros, con la navaja
temblándole en la mano. Su cara sudorosa miraba en torno, aterrorizada. De
pronto, una carcajada resonó en medio del tropel de la tormenta. Una carcajada
que nos pareció inhumana, y que bramó: "¡Jaque Mate!" Entonces Gabriel soltó
un alarido y, con una furia espantosa, hincó la navaja en el costado de Abel. Este
no tuvo tiempo de reaccionar, y recibió una estocada tras otra con apagados
gemidos. Nadie se movió: asistimos a la escena con la impotencia y el terror
clavándonos a las sillas. Luego, Abel quedó tendido en el suelo, balanceándose en
medio de un charco de sangre, con los ojos desencajados. Resonó un chasquido, y
un nuevo grito nos sacó del pasmo.
“¡Vía de agua!”, aulló alguien. Alguna plancha había saltado, y el mar
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irrumpía ferozmente por el casco herido de muerte. No había tiempo para hacer
nada. Había que abandonar el barco rápidamente. Todo el mundo se precipitó por
la escalerilla, a empellones y manotazos, con el alma saturada de horror. No fue
fácil salvarse en medio del temporal, y muy pocos lo conseguimos. Gabriel
desapareció entre la espuma y debe andar purgando su crimen en los mismos
abismos marinos en que acabó Abel, con el barco por féretro. No he vuelto a ver a
los otros, pero estoy convencido de que aún se preguntan, como yo, si aquella
noche la verdadera suerte no habría sido morir.
Porque, a pesar de la precipitación por salir del camarote, todos pudimos
escuchar de nuevo la inhumana carcajada, que parecía proceder de varias voces
simultáneas. Jamás olvidaré lo que para mi mal entreví mientras corría hacia la
escalerilla: el reverendo permanecía en su rincón, pero su expresión había virado a
una sonrisa maligna, y le escuché decir con una voz profunda y pedregosa y un
marcado acento francés:
“Imbécil, ¡te gané la partida!”
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Filosofía inquebrantable
Dictaminó que el azar no existe. Utilizó parábolas y símiles para ilustrar que el
destino es solo el difuso resultado de decisiones encadenadas. Un público
variopinto lo escuchaba sin respirar. Insistió en que la suerte la labran nuestra
tenacidad o nuestra desidia. “Construid vuestro destino”, dijo. Afirmó,
argumentó, discutió, y cuando declamaba más acaloradamente le hizo callar un
pelotazo en el cogote.
Era un balón de cuero, de los duros. El niño lo miró desde lejos, titubeó
unos instantes y luego echó a correr. Lo llamó en vano. Maldiciendo con
expresiones muy poco filosóficas, se disculpó ante la concurrencia y salió tras él.
En el atolondramiento dio un codazo a una señora y las excusas no le
libraron de una estocada de paraguas. Pero eso no le detuvo. El semáforo por
donde había cruzado el niño ya parpadeaba, y, a pesar de la molestia del paraguas
incrustado en el brazo, saltó a la calzada.
Comprendió que era un paso a destiempo porque distinguió el destello rojo
conminándolo a detenerse, justo antes de que un vehículo lo arrollara. Notó el
crujido de algún hueso mientras daba un aparatoso vuelco sobre el capó. Alguien
acudió, lo tomó del paraguas y le preguntó si estaba consciente, pero él no
contestó. Aprovechó el tráfico detenido para cojear hasta la acera. Tenía los ojos
puestos en el niño, que había desaparecido por un callejón. Sonrió con la mitad
intacta de la cara, pensando: “Ya te tengo.”
Renqueaba muy resuelto, blandiendo el paraguas incrustado con un
acelerado vaivén de alambres sueltos y telas arrugadas. El ensimismamiento le
hizo ajeno a la piedra con la que repentinamente tropezó. Dio de bruces sobre el
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cemento, levantando una discreta polvareda. Un zapato precipitado pisó las gotas
de sangre que había despedido su nariz, y quedó un rastro de manchitas impresas
pie sí pie no.
Ni siquiera entonces se distrajo de su objetivo. No tenía tiempo para pensar
en la nariz rota. Se levantó entre un grupo de curiosos que empezaban a rodearlo,
y que se apartaron respetuosamente cuando él pidió paso. Lo último que vieron
cuando dobló la esquina fueron las agitadas varillas del paraguas.
Distinguió al niño al fondo del callejón, encaramado en un contenedor de
basuras e intentando inútilmente saltar el muro que cegaba la salida. Frunció sus
labios macilentos ante la proximidad del éxito, pero entonces una sombra se
interpuso.
Otras la siguieron. Tres mastodontes le cerraban el paso blandiendo
amenazadores instrumentos contundentes. No les habría negado lo que pedían si
no hubiera tenido tanta prisa. Entonces, a través de los dolores que le roían por
todo el cuerpo, notó el vacío de su estómago violentamente hundido. Un nuevo
golpe le dislocó el hombro, y el siguiente le desencajó la mandíbula. La vista se le
nubló por unos instantes y cuando abrió los ojos estaba solo y tendido boca abajo
entre basuras.
Su primera mirada borrosa se dirigió al muro. Sorprendentemente, el niño
continuaba allí, petrificado como una estatua a unos pasos de la pared de ladrillos
mal remozados. Se arrastró hacia él ayudándose con los codos, ya que las piernas
no le respondían.
Lo alcanzó con una mueca triunfal, y no dio un grito porque no le
quedaban fuerzas. Levantó la cabeza y vislumbró en los ojos del chiquillo una
mezcla de temor y asombro. Había vencido, y solo entonces dio el pelotazo por
saldado. “No lo olvides —musitó con dificultad—. Uno construye piedra a piedra
su victoria.” El niño asintió y se apartó un poco.
El muro se desplomó estrepitosamente sobre el filósofo, rubricando la
última lección que impartió su silencio perfecto.
51
El último conjuro
Empezaba a prepararse para una muerte inapelable y sin gloria, frugal alimento
que ni siquiera saciaría la voracidad de los inquisidores. No significaría para ellos
la agonía de un hombre, una conciencia sufriente cercenada por su hachazo
brutal: apenas otra marca que añadir a la irredenta lista de condenados a la
hoguera. Toda su pugna de libertad y sabiduría quedaría reducida a una brisa con
olor a chamusquina que ni ensancharía un imperio ni coronaría una venganza.
Pero incluso el tiempo de esas consideraciones se había agotado. No por
los zarpazos con que ensangrentaran sus piernas los espinos, ni por el aire que le
apuñalaba el pecho a cada bocanada, ni por las uñas partidas de agarrarse al filo
de los peñascos. La fatiga que lo había detenido era la del espíritu tentado de
rendirse al certero destino. Sin embargo, la cercanía de ladridos y jadeos de los
perros, los relinchos de los caballos, el vocerío de los guardias, espolearon su
desesperación y le impulsaron de nuevo a la carrera furiosa. No le movía la estima
de su propia vida, que daba por perdida ya, sino el recuerdo de sus maestros, el
orgullo de su intento, la dignidad poética, inabarcable, de la Obra.
Remontó dando traspiés un nuevo trecho. Notó rasgarle la carne nuevas
marañas de zarzales, que apartó con gesto decidido y menosprecio de un dolor
que ya no podría ser más grande. Resbaló en los matojos, perdió el equilibrio en
las pedrizas, pero la voluntad, milagrosamente, tiraba de él aún. Los ladridos
sonaban más cerca y no dudaba de que pronto le alcanzarían.
Fue a dar de bruces contra una roca, y vio las gotas de sangre que
salpicaron en ella sus dientes rotos. Quiso levantarse y comprobó que no podía: ya
no llegaba respuesta de sus músculos. “Esto es el fin”, creyó decirse. Y antes de
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darse cuenta se descubrió invocando a los dioses más cercanos. Echó mano de
palabras prohibidas que jamás había osado pronunciar. Alzó la mirada a un
mundo enturbiado por la sangre que le nublaba los ojos, y tal vez vio acercarse
una sombra antes de sumirse en la oscuridad, bendiciendo a la muerte si era ella.
Despertó entre sobresaltos sobre un catre mugriento y desvencijado, en lo
que al principio creyó serían las mazmorras del Oficio. Pero sobraba luz para
tratarse de un sótano tenebroso. Echó un vistazo a la estancia: una mesa, una
silla, unos anaqueles escasamente ocupados; en las paredes de madera tosca se
abrían dos ventanucos y se perfilaba una puerta. Por ella irrumpió,
deslumbrándole, un viejo ataviado con hábito raído cuyo aspecto de monje no le
tranquilizó.
—Así que has despertado —murmuró el viejo sin mirarle, ocupado en el
acarreo de un balde—. Poco ha durado tu sueño.
Le costaba mantener abiertos los pesados párpados, y le atormentaban el
cuerpo todo género de dolores. Se le escapó un gemido involuntario, y entonces el
viejo le dirigió la mirada. Pudo distinguir sus ojos negros, incendiados por una
mezcla de compasión y fastidio, y se serenó arguyendo que aquel hombre no
podía ser su verdugo.
—No des por sentado que vas a vivir —gruñó el viejo—. Demasiadas
heridas, y demasiado profundas. Ni siquiera yo puedo curarlo todo.
Él se revolvió en el camastro, hizo acopio de fuerzas y preguntó dónde
estaba.
—Donde no deberías —rezongó el otro sin dejar de atravesarlo con su
mirada—. Muchacho, nadie entra aquí por su propio pie. Debe haber sido elevado
tu conjuro.
Ni su voto ni su seguridad le permitían arriesgarse a responder. Pero aquel
anciano empezaba a inspirarle una inexplicable confianza, y, lo que era peor, un
irresistible deseo de confesar. El viejo cerró los ojos y suspiró.
—Noto tu resistencia y tu miedo. Eres muy fuerte, muchacho: tú y el poder
que te sostiene. Pero la determinación no te libra del tormento, ni de tu condición
de fugitivo.
El muchacho se estremeció, pero mantuvo silencio. El viejo se inclinó de
53
nuevo sobre el balde.
—No me interesa tu lucha. Sólo espero que te marches cuanto antes.
—No tengo adónde ir —se decidió a gemir el joven.
El viejo suspiró una vez más y dejó el cubo en el suelo. Murmuró sin
mirarle:
—Ya lo sé. Vi a tus perseguidores. Tu ofensa debe ser grande. Pero a mí no
me concierne.
El muchacho sintió que se le quebraba la entereza. Las palabras se le
escapaban de la boca, y acabó rindiéndose a un llanto estertóreo.
—Ya que me has salvado la vida, bien podrías aligerar el peso de mi alma
dejándome que defienda mi inocencia.
—Nadie es inocente —susurró el viejo, como hablando para sí—, y mucho
menos un alquimista. ¿Acaso no has aprendido ni siquiera eso?
El muchacho se vio atravesado por un pavor repentino. Dios o el diablo le
habían traicionado. Estaba al descubierto. ¿Cuál sería el próximo paso? ¿Cuáles
las intenciones de aquel viejo aparentemente inofensivo que, sin embargo, conocía
los secretos de su vida? ¿De qué nuevas perversiones sería víctima?
Como habiendo escuchado una vez más el hilo de sus más recónditos
pensamientos, el viejo declaró con tono a un tiempo tranquilizador y huraño:
—Aquieta tu corazón, muchacho. Ya te he dicho que yo no soy tu
enemigo. Por ahora estás a salvo, pero no por mucho tiempo. Ando desentrenado,
y tus perseguidores son hábiles y poderosos. No sé por cuánto podré seguir
confundiéndolos.
—¿Quién eres? ¿Y cómo sabes quién soy yo?
El viejo continuó hablando como si no le hubiera escuchado, como si
aquellas preguntas fueran frivolidades de niños en comparación con lo realmente
importante.
—Has escogido el más duro de los caminos, muchacho. Elegiste la verdad,
y la verdad es oscura y subterránea. Elegiste la transmutación, y la transmutación
es ardua y dolorosa. Elegiste el poder, y el poder es peligroso e indomable. Pocos
han atravesado esa selva del conocimiento esotérico sin caer en la locura, y
ninguno sin despertar la confabulación del mal en su contra. Casi todos han
sucumbido a la fuerza desatada de la Obra. ¿Por qué habías de ser tú distinto?
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—¿Y qué sabes tú de ese camino? —replicó irritado el chico.
Esa fue la única vez en que pudo ver un esbozo de sonrisa en la expresión
del viejo.
—Lo sé todo... Porque yo mismo lo recorrí.
Sucedió de repente, como si un brusco embate del viento hubiese
desquiciado la puerta y entraran en el mundo el fragor y el ímpetu de la ventisca.
Fue como si se hubiera resquebrajado de cuajo un muro de silencio, y el clamor
más recelado hubiese irrumpido súbitamente. El muchacho, abriendo los ojos, dio
un salto en el camastro, y encontró al viejo plantado delante, como el primer día.
Lo interrogó con la mirada pavorosa, y el viejo asintió.
—Sí, muchacho, son ellos. No puedo mantenernos invisibles por más
tiempo. Los viejos poderes se retiran. Llegarán aquí en cualquier momento. Si nos
encuentran, nos perderemos los dos. Tienes que marcharte.
El muchacho comprendió que hablaba en serio, pero eso no redujo su
estupor.
—¿De verdad, maestro, vais a abandonarme ahora? ¿También vos me
traicionaréis?
El viejo suspiró, sin mostrar el más mínimo cambio en el semblante.
—Ha llegado el momento de la entereza. La oportunidad suprema en que
tendrás que demostrar que tu aprendizaje no fue en vano. La muerte viene en
busca de quien le pertenece. Siempre ha sido así. Venga, date prisa. El tiempo se
acaba.
Aquellas palabras sacudieron el alma del reo. El joven recordó las
lecciones de los maestros, el coraje y el desprecio de la muerte que conllevaba su
voto sagrado. Dejó de rebelarse y aceptó su destino, y desde ese momento le
inundó una fuerza que hasta entonces desconocía. Y aprovechó ese vértigo para
saltar del lecho y precipitarse al umbral. Afuera soplaba un viento frío, mezclado
con helados goterones y polvo de los caminos, y enredado en él se distinguía con
claridad el estrépito de los perseguidores: los ladridos, los relinchos, los golpes y
los gritos. Todo ese estruendo, sin embargo, no impidió que escuchara las voces
con que lo despedía el viejo.
—En el momento de la muerte conocerás una última verdad que ahora
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ignoras. Ella te ayudará a dar en paz ese paso supremo.
Se giró para lanzar reproches al viejo, pero no pudo verlo. Había
desaparecido, y con él la tosca cabaña. En su lugar se oteaba una extensa pradera
en cuyo linde inferior pudo distinguir la aterradora mesnada de sus enemigos.
Se sentó a aguardarlos.
Y vinieron las jornadas de la oscuridad y el horror, de la espantosa tortura
y los gritos que a fuerza de resonar en los calabozos acabaron por parecerle de
otro. Vinieron los largos interrogatorios que no perseguían más confesión que la
establecida de antemano para los reos de brujería. Tuvo oportunidad de conocer
la profunda miseria de la carne descuartizada, la innata debilidad del cuerpo, el
límite para la tolerancia del dolor. Una y otra vez, los inquisidores le volvían a
martirizar con las mismas preguntas, respondiendo a su silencio con la misma
paciencia perversa, y la condena a una nueva eternidad de suplicios. Y alcanzó
como todos el punto en el que capitula definitivamente la esperanza, en que se
pierde toda dignidad y se renuncia al recuerdo, ese desmoronamiento donde no
queda más que el daño y el asco más inmensos, y uno no aspira a otra cosa que a
una muerte que alivie el padecimiento.
Su ejecución tuvo lugar de madrugada, en la Plaza Mayor. Apenas notó el
trasiego de su cuerpo sobre el carro, el vocerío de la multitud agolpada alrededor
del patíbulo, los empujones con que lo hincaron al madero, la opresión de las
cuerdas. Tampoco percibió con nitidez el olor a orines y vómitos de su hábito, la
espuma que caía de su boca babeante, el crucifijo que le acercaron y que
probablemente no besó. Sin embargo, en medio de aquel océano de dolor
indistinto, algunas sensaciones y algunas ideas cobraban forma. Le acometió entre
convulsiones un presagio. Se había dado en él una metamorfosis. Y recordó.
Volvieron a su mente el largo aprendizaje, las citas clandestinas, las
infatigables pruebas en subterráneos mohosos, los conciliábulos, los conjuros, las
noches sin luna. Regresaron la devoción a los maestros, los libros secretos
quemados después de memorizarlos, las primeras fruslerías que sólo la ignorancia
llamaría magia. Rememoró los poderes convocados, el terror y el vértigo, la
investidura, el orgullo. Luego, cuando perdió a sus maestros, la soledad y el
destierro.
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Pasaron por su mente violentas escenas, cargadas de temor y de ira, largos
años de un mundo sin paisaje, y al cabo el juramento sin vuelta por el que renegó
de su condición y se desentendió para siempre del destino de los hombres. Y
recordó más: el peregrinaje irredento, el retiro a un indómito paraje, la
invisibilidad forzada y, por fin, la compasión y el último conjuro. Entonces cobró
conciencia de quién era y lanzó una carcajada que hizo estremecer a todos los que
contemplaban la entrega de su alma entre las llamas.
—¡Soy yo, sí, ahora soy yo! ¡Conseguí el trueque de las almas! ¡Logré
salvarte, muchacho!
En la cabaña invisible, el viejo se estremeció también, como si hubiera
muerto o como si hubiera renacido.
57
La agreste orilla
Llegaron las muchachas más hermosas. Bajaron una a una, con elegante paso de
princesas. Sabían que cada mirada las había anhelado largos meses. Tras ellas
descendieron los mercaderes, y luego la tripulación, un puñado de marinos
harapientos en los que nadie se fijó. El último fue el viejo capitán, renqueante
como siempre por la pasarela, pero con la sonrisa de triunfo que se le dibujaba al
cumplir cada viaje.
Había gran revuelo en el puerto. Los mercaderes trajinaban sus tesoros,
nuestros hombres se apiñaban en torno a las recién llegadas. Se intercambiaron las
primeras bromas, y las muchachas respondieron con risas nerviosas. Sus peplos
ondeaban al viento y se enredaban en los brazos extendidos de los hombres. El
capitán contempló la escena como una matrona satisfecha ante su prole. Pude ver
cómo nos guiñaba un ojo.
Pasamos la jornada descargando y cargando mercancías. Por la noche se
organizó el tradicional banquete de bienvenida. No se escatimó ni la mejor caza ni
el precioso vino recién llegado de Esmirna. Incluso la guardia se interrumpió,
despreciando el peligro de ser atacados por los indígenas. Poco a poco se fueron
relajando las tensiones del principio. Se insinuaron las primeras familiaridades. Se
susurraron algunas propuestas tempranas, demasiado audaces. El capitán refirió
malas noticias de la Hélade: las recientes guerras, la escasez, el hambre. Lo
lamentamos por ellos, y dimos gracias por estar tan lejos y por poder beneficiarnos
de la miseria de nuestra vieja tierra para robarle sus mujeres.
Los salvajes son muy celosos con sus hembras. Se avienen a intercambiar
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cualquier cosa, pero no a ellas. Cuando llegamos nos recibieron con esa
hospitalidad al acecho que ya he visto en los indígenas de otras colonias. Son
pueblos primitivos, brutales, sin civilización. Quieren aprender de nosotros, pero
nunca dejan de temer nuestra superioridad. No hacía mucho, algunos de los
nuestros se habían permitido ciertas osadías. Lo pagaron con su sangre, y el resto
de nosotros con el aislamiento. Costó mucho convencerles de que no volvería a
suceder, y se restableció una paz tensa cargada de presagios. Desde entonces,
escuchábamos a menudo sus tambores rasgando el silencio de los bosques, como
amenazas que no sabíamos descifrar. La mitad de nuestro esfuerzo consistía en
comerciar con los indígenas; la otra mitad, en vigilarlos. Se lo conté al capitán y se
rió. Al día siguiente, él estaría en alta mar, de regreso a Atenas. En cambio,
nosotros permaneceríamos en esta agreste orilla del mundo.
Pero esta vez sería diferente. Tendríamos mujeres, amor, familia.
Encararíamos con más ánimo la lucha por el futuro. Un futuro que empezaba a
tejerse al amparo de las flautas y los tambores y las danzas arrebatadas con que
todos celebrábamos la vida. Aprovechando el bullicio, el capitán hizo una señal y
todos los miembros de su tripulación se levantaron de un salto, como un solo
hombre. Se retiraron discretamente, en dirección a la playa, confundidos en las
tinieblas. Habían hecho buen negocio, y no regresarían en muchos meses. Vi al
capitán alejarse cojeando, y me estremeció la ocurrencia de que no volvería a
verlo nunca.
Entretanto, el festejo fue subiendo de tono. No cesaban las flautas, las liras,
los tambores, resonando en la noche con ritmo cada vez más vertiginoso. Los
danzantes, inspirados por Dionisos, se entregaban a un arrebato cada vez más
frenético. Llegó un instante en que nadie conocía a nadie, se entrelazaban los
cuerpos, se rasgaban las telas, se confundían los alientos. El mundo entero daba
vueltas alrededor de aquel puñado de hombres y mujeres rendidos sin voluntad
ante la pasión desenfrenada. El capitán y sus hombres debían estar contando
monedas en cubierta, a la luz de las antorchas, pero ya ninguno de nosotros
pensaba en ellos.
Para cuando se vació la última ánfora de vino de Esmirna, todos habíamos
perdido la noción de la realidad. Los músicos eran ya solo música, una percusión
sin pausa que resonaba en los más hondos rincones de nuestras médulas. Los
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danzantes eran pura danza, una vorágine de carne hechizada. Yacíamos
confundidos en medio de una masa voluptuosa. Y, por fin, se despertaron
nuestros instintos más recónditos, nuestras pasiones más rudas, pura fruición que
no atendía más que al goce de sí misma.
Lo descubrimos al día siguiente, en el mismo momento en que debía estar
zarpando el barco. Acaso fuera el eco de una carcajada del capitán lo que sacudió
a los primeros hombres, que se levantaron aturdidos y se enfrentaron con las
señales del espanto. Entre chillidos y llantos nos despertaron a los demás, y pronto
nos precipitábamos todos medio ciegos, tropezando unos con otros, tirándonos de
los cabellos, arañándonos las tristes carnes ante los restos del horror que nos
revelaba la madrugada.
No había sobrevivido una sola muchacha. Ni una sola mujer para consolar
nuestras noches de invierno. De nada serviría ahora recordar su delicado descenso
por la pasarela, sus risas candorosas, su inocente entrega. Todo ello se mezclaba
en nuestras mentes trastornadas con el vago recuerdo, que ahora empezábamos a
recuperar, de los gritos de pánico, las súplicas de clemencia, los ojos desencajados
al comprender que nada ni nadie podría salvarlas de la brutalidad que nos había
poseído. Lo sabíamos bien. Habíamos contemplado despavoridos el espectáculo
de los ritos indígenas, bajo la luna, cuando los prisioneros de otras tribus eran
ferozmente sacrificados, los desmanes de sangre que culminaban con la pesadilla
de la carne humana devorada. ¿Cómo podíamos habernos comportado igual que
aquellas bestias salvajes?
Demasiado tiempo en esta orilla agreste. Comprendimos que nosotros ya
no éramos nosotros. Éramos otra cosa monstruosa que se había gestado en el
vientre de una tierra desconocida. El eco de un tambor resonó por los bosques
desolados, y, resignados ya y deshechos, abrimos lentamente las puertas de la
muralla. Era hora de entregarse.
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Pobre doctor
La sala de espera consistía en un inmenso recinto sin una sola ventana al exterior.
En ella se distribuían incontables filas de asientos encarados. Los asientos eran de
plástico negro, y estaban todos ocupados. Los gruesos abrigos de la gente invadían
el espacio entre los asientos, y apretujaban a los pacientes unos contra otros. La
calefacción no debía funcionar del todo bien. Grupos de niños correteaban por los
pasillos, y su alboroto resonaba en la bóveda de hormigón. Se abrió una puerta y
la enfermera chilló con voz nasal un nombre de mujer.
—Parece un ganso —rió un joven, mirando a la muchacha sentada a su
lado, que no le contestó. Enfrente, una anciana se levantó penosamente, ayudada
por un hombre que podía ser su marido. Ambos avanzaron en silencio hasta la
puerta.
Dentro les recibió una figura blanca y corpulenta. El médico aparentaba
mediana edad, lo pregonaban las entradas en el cráneo y las bolsas bajo los ojos,
flanqueados por algunas suaves arrugas. El viejo, como otras veces, admiró sus
zapatos impecables, de los que alguna vez había dicho que parecían siempre
recién comprados. Su mujer, en cambio, se fijó en la sonrisa, ancha y de dientes
blanquísimos, y en las limpias manos que les tendía, aunque no se le escapó cierto
aire melancólico agazapado tras los ojos.
—¿Cómo está, señora Téllez? ¿Qué me cuentan de nuevo? —rebosaba
simpatía, y a la mujer le pareció que sus dolores se aliviaban.
Entró la enfermera y se dirigió directamente a un ángulo de la reducida
estancia, donde había una mesa de despacho cubierta de recetas y una silla
giratoria, la única silla de la habitación. Los señores Téllez permanecieron de pie.
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—Ay, doctor —se lamentó la anciana, sacándose el abrigo con ayuda de su
marido—. Esta asma no me deja vivir. Y por si fuera poco, ahora me ataca la
artritis. El que tiene salud no sabe lo que tiene.
El médico se ajustó el estetoscopio y señaló la camilla.
—Bueno, vamos a ver. Siéntese y levántese el jersey.
La mujer respiró pesadamente y el estetoscopio transmitió un hervor
pedregoso, desacompasado, de peces y caracolas.
La enfermera llamó al siguiente mientras salían los viejos. La mujer se
había girado a desear al médico felices fiestas, y el marido se detuvo sin dejar de
mirar al suelo.
—Tenemos suerte con ese médico —murmuró ella al salir a la calle—. Se
nota que se preocupa. Es un hombre bueno.
—¿Te has abrigado bien? —contestó el viejo.
—Lo que pasa es que tiene demasiada gente. Por eso ha de darse tanta
prisa.
Ambos vestían de negro. Se perdieron con paso lento y en silencio por las
calles mojadas.
La enfermera colgó la bata en la percha y recogió el abrigo. Mientras se lo
ponía, dijo:
—¿Queda algo por hacer, doctor?
El médico respondió sin girarse, mientras ordenaba el instrumental sobre
una enorme bandeja de aluminio.
—No, puede marcharse. Ya termino yo.
La enfermera dudó unos instantes, mirando las anchas espaldas del doctor.
Hizo ademán de decir algo, pero renunció a ello. Se dio la vuelta, cogió el bolso y
salió.
El bedel vio salir a la enfermera y se acercó a la sala de consulta.
—Doctor, ¿nos vamos ya? No queda nadie más.
El médico le dirigió una sonrisa conciliadora.
—Perdone. Siempre me paso de hora. Salgo en seguida.
El bedel se arrepintió un poco del tono áspero que había empleado. Hizo
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una mueca de compasión que el doctor no vio.
—No, si tampoco es que haya tanta prisa. Yo lo digo sobre todo por usted.
Tendrá ya ganas de irse a descansar.
El médico lanzó un suspiro.
—No, Pedro, no se trata de ganas, ya lo sabe usted. Se trata de
obligaciones.
Pedro se encogió de hombros.
—También hay que poner límite a las obligaciones. —Y sonrió al añadir:
Seguro que su mujer opina como yo.
El médico, por unos instantes, pareció asomarse a un abismo de
melancolía.
—Mi mujer... —dijo, pero no acabó.
Su última conversación conocida fue con el bedel del ambulatorio. Este
hombrecillo se ha mostrado muy dispuesto a colaborar. Parecía visiblemente
afectado y no paraba de repetir: “Pobre doctor, pobre doctor...” Explicó que el
médico trabajaba demasiado, que todos los días llegaba el primero y salía el
último. “Era el que tenía más pacientes —afirmó—. Le habían ofrecido repartir
algunos con otros médicos y él no había aceptado. La gente le quería mucho.
Pobre doctor...” Le pregunté de qué hablaron aquella tarde del siete de diciembre.
“El doctor era de pocas palabras. Le dije que había que cerrar, que no se
entretuviera. Él, como siempre, se disculpó muy educado, y dijo que acabaría en
seguida. Me pareció que se ponía triste cuando le menté a su mujer.” “¿Usted le
había notado antes esa tristeza?” El bedel puso expresión de reflexionar
profundamente. “Ahora que lo dice, puede ser. Desde hacía algún tiempo se le
veía más distraído. Tenía ojeras, y parecía más cansado que de costumbre. Pero
nunca dejó de sonreír...”
Todo el mundo, excepto su mujer, me ha hablado de esa sonrisa que le
caracterizaba. Personalmente, desconfío de la gente que sonríe demasiado. Se
suele sonreír para que le dejen a uno en paz. En el caso del doctor, formaba parte
de una empalagosa aura de bondad que todos le atribuyen y que roza lo
mesiánico. Cuando tanta gente se pone incondicionalmente en manos de alguien,
debe ser difícil sentirse tan insignificante como cualquiera. “Era un hombre
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bueno”, aseguró una de sus pacientes, una anciana que me miraba con lágrimas
en los ojos. ¿Se puede morir de bueno?
Jugué a fondo la baza de la enfermera, intentando sonsacarle, bajo
promesa de estricta confidencialidad, algún desliz en la conducta modélica del
doctor. “Sólo pensaba en su trabajo”, declaró con una amargura que me pareció
sincera. “Yo intenté muchas veces darle conversación, y siempre me esquivaba.”
Tuve la impresión de que era ella la que estaba esquivándome a mí. “Pero algo le
contaría de su vida, algún comentario al vuelo, pequeñas confidencias, detalles
que se escapan entre palabras convencionales...” La enfermera hizo memoria.
“Sólo me habló una vez de su mujer. Dijo que era la única mujer que conocía que
se ponía más guapa con los años.” Concluyó secamente, como apartando sus
cavilaciones: “Estaría muy enamorado de ella.” El comentario me dio pie a
acorralarla. “¿Cuáles eran sus sentimientos hacia el doctor?” Ella, curiosamente,
no se ofendió, pareció quitarse un peso de encima al admitir: “¿Yo? Le quería
mucho.” Pero luego, más a la defensiva, añadió: “Era imposible no quererle,
pregunte a cualquiera de sus pacientes.” Entonces comprendí que no sacaría nada
más de la enfermera. Le di las gracias y fui a ver a la esposa por segunda vez.
Por el camino me dije que aquel doctor era un personaje particularmente
escurridizo. Se había parapetado durante años tras ese aire bondadoso, esa sonrisa
aséptica con la que lo higienizaba todo a su alrededor. Un solo instante de
falsedad, sin embargo, había bastado para revelar el doble fondo, los torbellinos
que debían remover la profundidad de aquel estanque aparentemente cristalino. El
doctor se parecía a las calles adornadas en Navidad: luminosas y festivas por
fuera, pero con alcantarillas por debajo. ¿Qué es lo que impulsa a un hombre a
ocultar escrupulosamente su verdadera vida, condenándose a la permanente
traición a sí mismo? ¿Qué detritos corrían por aquel sumidero secreto del doctor?
“No, no era un hombre fuerte”, afirmó su mujer. Impresionaban los ojos
hundidos, y cierto fuego que desprendían y que yo interpreté como despecho.
“Tampoco era especialmente bueno, si es eso lo que me pregunta. Pero se
esforzaba por aparentarlo. En realidad, tenía un concepto simple de la vida y de
su profesión. Creía que con hacer siempre lo que se esperaba de él, todos seríamos
felices. Yo misma, al principio, estaba encantada de su disposición. Se adelantaba
a todos mis deseos, nunca me llevaba la contraria. Pero con el tiempo me invadió
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la sensación de que por debajo de tanta complacencia no había nada, o había una
pobreza infinita. No se puede creer en el amor de alguien que nunca se enfada.”
Yo aticé un poco más el fuego. Al fin y al cabo, es mi profesión: “¿Usted cree que
su marido le ocultaba algo, que podía llevar... digamos... una doble vida?”
Parecieron brillarle los ojos. Respondió: “Eso al menos habría sido interesante.”
Aquellas palabras me dieron en la cara como una bofetada, y me sentí incapaz de
continuar hurgando en el odio. “Muchas gracias —concluí—, ha sido de gran
ayuda”. Me acompañó hasta la puerta. En un último impulso, me giré hacia ella:
“¿Por qué no tuvieron hijos? Todo el mundo tiene hijos cuando se aburre.” Ella
sonrió con sarcasmo. “Inspector, nosotros no estábamos aburridos. Estábamos
muertos.”
Pero el único muerto innegable de esta historia era Zaldívar. Carlos
Zaldívar, doctor en medicina general y aparato digestivo, descubierto ya cadáver
en una pensión mugrienta del Barrio Chino por la misma prostituta que le había
prestado sus servicios horas antes. El resultado de la autopsia reveló una dosis
letal de amoníaco, que se comprobó sustraída del hospital donde el doctor
prestaba sus servicios a la Seguridad Social. Con unas cuentas saneadas, un
expediente tan impecable como su sonrisa y el fervor incondicional de cuantas
almas lo habían tratado —salvo su mujer—, cabe descartar definitivamente la
posibilidad de un asesinato. Todos los caminos acaban en una casa de putas.
En mi opinión, el doctor Zaldívar abandonó voluntariamente el mundo la
noche del siete de diciembre, hastiado de una vida hueca donde la escrupulosa
limpieza había reemplazado a todas las pasiones. Es imposible sostener por
mucho tiempo tanta pureza, al menos en este mundo. Tras la aparente figura
bondadosa del doctor se perfila, a mi parecer, un hombre acomplejado, temeroso,
impotente, que no era capaz de satisfacer a su mujer ni de hablar del tiempo con el
quiosquero de la esquina. Se ausentó de la vida parapetándose tras una máscara
con olor a etanol. Eligió para acabar el lugar donde, con algo de paciencia y de
mala leche, podía haber empezado de nuevo: un hostal de dudosa reputación en
los barrios bajos de la ciudad, cerca del mar, donde desaguan todas las cloacas.
65
El testigo
Cerraré con estas líneas ese círculo ingrato que tú, mi escurridizo amigo, no te
atreves a completar. Yo, que no puedo dejar de ser tú, jugaré a ser otro y me
ocuparé de la memoria, haré de testigo inoportuno de los pasos perdidos. Has
colmado en torno tuyo un estanque de olvido: me deslizaré en tus noches en
blanco, y organizaré una algarabía obstinada que no deje lugar donde ocultarte.
“No tienes derecho —me dirás— a entrometerte en esta herida inmóvil. Rehúyes
deliberadamente el sufrimiento y el esfuerzo. Déjame en paz —me dirás— con mi
derrota.” Pero exageras. No estás tan derrotado como pretendes, y, por otra parte,
sé demasiado para callar. He venido a contarte tu propia historia, a reescribirla
por ti, para que no te escapes.
“Pretendes fingir que eres mi conciencia”, me dirás con una sonrisa
amarga. Y también te equivocas en esto. Creo, más que tú, que juzgar no sirve
para nada, ni siquiera cuando hay que proclamar la inocencia. Seguro que eres
inocente, y a la vez tan culpable como todo el mundo. Podría condenarte por
haber matado a un niño, por haber arruinado la vida de una mujer, y tú entonces
protestarías con tino: “Fue ella quien lo mató”. También acertarías si, al
absolverte afirmando que todo fue una jugarreta del destino, tú replicaras: “Pero
ambos elegimos.” No hay justicia definitiva, ni manera de esquivar el dolor.
Pero hay que mirarse a la cara. Desde que abandonaste a Leonor has
evitado todos los espejos. En realidad empezaste a eludirlos antes, cuando lo del
camionero. Los espejos son inquietantes porque hay en ellos algo recóndito que se
parece a la verdad, y a ti la verdad se te asomaba por todos los rincones como el
diablo que creía ver la abuela. Pero el diablo lo llevamos dentro, incluso cuando se
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aparece en forma de camionero en una carretera desierta. “Eso es fácil de afirmar
ahora —me dirás—, cuando ya ha sucedido todo.” Amigo mío, las cosas se saben
siempre, siempre pueden verse muy nítidas en los espejos: el problema es que
pasamos de largo y no nos atrevemos a mirarlas.
Dejas de defenderte: podré encarar la historia más deprisa. No, esa mujer
que pasa no es Leonor. Últimamente ves a Leonor en todas las mujeres preñadas,
y eso demuestra que no has logrado conquistar un olvido completo. Las mujeres
preñadas son espejos deformes que se pasean por el mundo para que tú recuerdes:
Leonor, su vientre ya algo hinchado, su hijo perdido en un momento.
Tal vez ella te habría perdonado incluso esto. Se encontraba
suficientemente sola y atormentada por su propio dolor para aferrarse a ti de
nuevo. Nunca sabremos si fue entonces, y no antes, cuando más esperaba de ti.
Tu verdadera traición fue abandonarla en ese punto de espanto en el que todo
había pasado y quedaba la vida entera para recordarlo. “Yo ya no era para ella —
me dirás— más que un molesto testigo de lo que necesitaba olvidar.” Es posible,
nunca lo sabremos: no esperaste ni un poco a averiguarlo. En cuanto te
recuperaste del accidente hiciste la maleta y saliste corriendo del hospital, como si,
dejándola a ella allí sin despedirte, pudieras deshacerte, además, de todos los
fantasmas.
Y ya ves, los fantasmas también salimos de los hospitales. Conmigo —y
con tantos otros que callan porque no es su momento—, han venido a verte el
camionero y el niño. Y la parte de Leonor que el sufrimiento convirtió en
espectro, y que no tendrá paz hasta que la mires cara a cara en el espejo. Dejemos
ese último hachazo de tu huida, aunque quizá sea el único que te juzgaría
culpable: ya te he dicho que a los fantasmas no nos competen las
responsabilidades, sino los recuerdos.
No maldigas a aquel camionero. Él sólo cumplió su crimen, y en los
criminales, como en los locos, hay cierta simpleza que predispone a perdonarlos.
Faltaría saber por qué vosotros tuvisteis que subir a ese camión, por qué no
esperasteis a que llegara la grúa. Ya os lo habían dicho a través del móvil: no
tardarían más de media hora. “Hacía mucho calor —me dirás—, Leonor estaba
asustada en aquel desierto, y se estaba haciendo tarde.” Entonces se detuvo un
camión en el arcén. ¿Quién podría reprocharos que subierais?
67
Tampoco maldigas a la sombra que debió cruzarse en otra carretera, meses
más tarde, y que provocó el volantazo de Leonor. “Ella insistió —me dirás— en
conducir el coche.” Sí, y ella fue la que excedió la velocidad mientras discutíais, y
ella la que estaba embarazada. Pero, después de lo del camionero, tenías que
haber sospechado de los vehículos. Al destino le encanta repetir estribillos.
Vosotros corristeis hacia el destino a ciento cincuenta por hora, huyendo tal vez
de la amargura de aquel niño que no era tuyo pero sí de Leonor, sí del camionero
que la violó en una carretera parecida cuatro meses antes.
Callas: yo acabaré de hablar por ti. Tirado junto al camión, habías
escuchado los gritos de Leonor como muy lejos, a través del dolor y de la sangre
con que manchaste los pedregales. En esos casos, el dolor nunca es bastante para
redimirnos, y la sangre solo nos pregunta por qué no entregamos más. Luego, por
amor, propusiste renunciar al aborto, pero a Leonor el niño le arañaba en las
entrañas como a ti en el alma. Era más valiente o sufría más, ¿cuál es la
diferencia? Se las arregló para perderlo entre cristales rotos y vueltas de campana,
pero calculó mal —seguramente por amor— y ambos sobrevivisteis.
Y tuviste que irte, amigo mío, porque ningún amor habría podido
sobrellevar esa tortura de continuar siendo testigo. Te encerraste en una soledad
acorazada confiando en que el autismo te aseguraría el olvido. Has querido
olvidar y has fracasado. Traspasadas al fin las sombras de la memoria, yo
pregunto, en nombre de todos los fantasmas: ¿no ha sido suficiente?
68
El último metro
Sangre en los pasillos del metro. Un rodal de sangre seca por los suelos, desvaída
como un vómito. Sangre prescindible en la que el polvo ha borrado todo eco de
herida, y que unos zapatos pisan sin reticencia, sin diálogo.
Veo pasar a la muchacha, su mirada de lago dormido, su gesto resuelto a
pesar de los hombros encogidos. Ojos traspasados por sombras al vuelo que
revuelven los míos, y ambos nos ponemos esquivos y circunstanciales. Nos
cruzamos y ya nos hemos perdido. Yo me detengo aún en sus piernas estrechas,
su dorso torneado, y la veo atravesar la mancha de sangre, sobrenadarla
ágilmente, llevarse una parte de restos prendida en los zapatos. La veo bajar las
escaleras y me pregunto cuánto de muerto arrastramos ya los vivos sin habernos
dado cuenta.
En el andén, sucio, maloliente, cunde el desamparo de los regresos. Hay
más gente de la habitual a esta hora, el metro se ha retrasado. Quisiera interrogar
sobre ello al ser humano que tengo más cerca, pero su mirada suspicaz me
desanima y el gesto se me queda congelado. Más allá, un hombre lee el diario,
una pareja cuchichea. Los olvido porque ya ruge el retraso del metro en el túnel,
horadándolo con barrenas amarillas.
Me acerco más al borde del andén y distingo la carrera de una rata por las
vías. Más allá se insinúa un cuerpo tendido en la penumbra, obscenamente
ofrecido al horror próximo, el charco de sangre que allá abajo parecerá negra.
Pero no muevo un dedo, ni salto, ni grito señalando, porque reconozco el rostro y
es el mío, y sus ojos pavorosos me miran como los de la muchacha, farfullando un
asco que no se entiende y que ya no pide nada.
69
Es probable que haya perecido, arrollado por el tren. Eso me permite
precisar la hora de mi muerte, porque al abrirse las puertas alguien dice que son
las once y cuarto. El dato es tan irrelevante como la sangre polvorienta en el
pasillo, la muchacha pisándola, mi hipotético cadáver destrozado en los raíles. El
metro parte y no me despido para siempre de mí mismo.
Como los muertos ya no tienen lugar adonde regresar, bajo en una estación
cualquiera, una estación oscura en la que apenas baja nadie, sombras esquivas que
se pierden con premura por los pasillos pálidos de neón. Es probable que ni
siquiera tenga salida, he oído hablar de estaciones ciegas que esperan a los que no
van a ninguna parte.
Para certificar mi nueva condición de muerto, recojo del suelo un cristal
roto y me abro un pequeño corte en el brazo. Compruebo decepcionado que brota
sangre, un hilillo que me corre por el antebrazo hasta gotear indeciso. Me quedo
unos instantes intentando descifrarlo. Para un vivo, sería la hora de volver a casa,
pero el metro del que he bajado era el último. Aún resuenan sus chasquidos por la
bóveda en penumbra. Miro al techo y me pregunto si las luces del metro se apagan
alguna vez.
Avanzo por pasillos de un blanco mugriento, y desearía estar sordo para no
escuchar el eco de mis pasos. La herida del brazo gotea una sangre lenta, regular,
que imprime en el suelo un rastro uniforme. Tal vez mañana alguien la verá seca,
mezclada con el polvo, y se hará preguntas inútiles como yo al ver hoy la de otro.
Tal vez mañana alguien la pisará y se la llevará pegada en los zapatos, una
muchacha deslumbrante con una parte de mí en las suelas, no parece tan malo.
Un alarido perfora de repente el hueco de los túneles sombríos,
arrancándome de mis disquisiciones. Noto cómo se me erizan los cabellos de la
nuca. La tranquilidad de los vivos tiene estas cosas, es tremendamente inestable.
Cuando menos se espera sucede algo imprevisto, interrumpiendo el equilibrio del
dolor para demostrarnos que lo peor siempre puede estar por venir.
El pánico me impulsa a huir, esa es la naturaleza de quien tiene sangre
corriendo por las venas, sangre que sigue goteando sobre las baldosas rancias. Sin
embargo, antes de pensarlo, me sorprendo corriendo en dirección al grito, que
ahora se repite pero atenuado, más próximo a la resignación. ¿Por qué me lanzo
hacia donde no debo? Porque estoy vivo, y estar vivo es correr casi siempre en la
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dirección equivocada. Pero el pánico me ha conferido el don de olvidarlo todo, y
mientras corro no pienso, no oigo, apenas veo. Sólo respiro agitadamente, sigo
corriendo, elijo el pasillo probable en las bifurcaciones, sigo corriendo, y los
pasillos se alargan en un entramado laberíntico como jamás había visto en una
estación de metro, puede que sean eso las estaciones ciegas, laberintos de pasillos
que no conducen a ninguna parte, y en medio de los cuales acecha agazapado un
monstruo.
Silencio. Ha vuelto a cerrarse un silencio sucio y redondo. Pero distingo
perfectamente unos pasos que parecen precipitarse hacia mí. Entiendo, demasiado
tarde, que deben haber oído los míos, tan poco precavidos. Recurro
desesperadamente a las paredes, y las baldosas me responden con su indiferencia
de porcelana. Algo aparece y cae sobre mí, una sombra enarbolando un cuchillo
en la mano, y yo clavado en el suelo.
Mi brazo herido se levanta por su cuenta para protegerme, noto el impacto
de un filo que lo atraviesa. En mis ojos se hunde el espanto incandescente de unos
ojos desaforados. Por un instante mínimo siento pena, porque el miedo del otro es
sin duda más grande, y esa relación me da ventaja. Al fin y al cabo, yo ya he
estado muerto. Mi brazo ileso empuja en un arco ascendente, y compruebo que en
la mano sigue aún el cristal verde. Es tarde para elegir, como casi siempre: mi
cristal se ha hincado ya en el blanco, ha vuelto a hurgar los cursos de la sangre,
sólo que esta vez es la de otro, la única que tiene y que se le va a escapar.
Cae la navaja, estridente en el enlosado. Cae con ella un bolso, blando y
opaco, y luego un cuerpo y un quejido. La mirada del otro, punzante aún de
temor, ha perdido no sé qué brillo, no sé qué profundidad temblorosa, la mirada
no cuenta ya en esta batalla, sólo cuenta la sangre empapando una camiseta con
violencia mortal. Quisiera quedarme aquí a compadecer la mala suerte de este
hombre, su ilusión contrariada, sus espasmos, pero el brazo me duele y yo venía
buscando otra cosa, ahora me doy cuenta, no sé muy bien qué pero está más allá,
pasillo adentro. Ignoro el goteo apremiante de la herida, tengo demasiada prisa.
Corro otra vez, he pasado de un miedo a otro, de un golpe a una sospecha.
Me acomete de nuevo la ansiedad ridícula de que apaguen la luz antes de que
llegue hasta ese algo que ahora sé que me espera, ese algo que ahora comprendo
imprescindible, yo que creía estar muerto y aún me queda angustia. Avanzo,
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doblo una esquina, no es aquí, el dédalo de pasillos parece inacabable, retrocedo,
doblo otra esquina y casi tropiezo.
Yace en el suelo, una figura informe, perfectamente quieta. Camino hacia
ella con paso inseguro, ascético. Distingo otro charco de sangre, hoy la sangre
quiere inundar el mundo subterráneo, mezclándose con el polvo, tal vez
buscándolo como si hubiera sido hecha para mezclarse con él. Y aunque esté
fuera de lugar, me acuerdo de la muchacha, de sus suelas que perdieron para
siempre la inocencia, de su figura escaleras abajo, y descubro que los recuerdos
son a menudo premoniciones, porque son esas suelas, es esa figura, retorcida
sobre sí misma, es ella, reconozco su belleza ahora atroz sobre otro charco, su
sangre sobre la que mi sangre gotea, su sangre en la que me arrodillo, y, sin saber
por qué, la estrecho entre mis brazos y no me importa el dolor, y se me nubla la
vista y me sale a borbotones un llanto compulsivo, un estertor que resuena por los
túneles bajo la ciudad, y allí, con su cuerpo aún mojado y caliente apretado al
mío, el mundo se desploma y cae una tiniebla voraz que se lo lleva todo.
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La niebla
La niebla adherida sobre el mundo, presionando la tierra como una corteza tosca
y tupida. La niebla deformando los perfiles, atenuando las luces, confundiendo las
formas. La niebla como una espesa enredadera, que repta y se ramifica hasta
cubrirlo todo, y fuera de la cual no hay nada.
“Estoy cansado, llevamos muchas horas caminando.” “Sentémonos un
momento, en esta piedra, o ahí, en ese tronco.” “Todo está húmedo.” “Lo mismo
da, ya estamos empapados.”
La niebla: como una aventura fallida, como un perfume viejo impregnado
en la ropa, como una pared que se desconcha al tocarla. La niebla como un aire
enrarecido que hay que respirar dos veces.
“A veces, mientras caminamos, me pregunto qué debe haber detrás.” “Yo
también me lo pregunto, pero lo hago por pura distracción, sin esperanza. Y me
entrego a fantasías absurdas que no cuento por vergüenza.” “Sin embargo, algo
sabemos. Sabemos que hay un precipicio.” “Creo que sí, pero no puedo estar
seguro de que no sea otra fantasía.” “Dímelo otra vez, ¿adónde vamos?” “Adonde
no haya niebla, sea donde sea.” “Pero tú sabes que la niebla no se acaba nunca.
¿Acaso has visto otra cosa alguna vez?” “Sí. Creo que fue en la infancia o en
sueños, pero recuerdo un mundo ancho y transparente, repleto de luz, donde no
se podía abarcar la lejanía. Entonces yo salía corriendo, me aliviaba en la cara el
aire fresco, porque hacía calor...” “Solo un sueño. No es suficiente.” “Tiene que
serlo.” “Estoy cansado.”
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Silencio. La niebla es un silencio voraz que engulle incluso el pensamiento.
No se puede pensar con claridad en medio de la niebla. Al final de cualquier idea
está la niebla, arremolinándolo todo. A veces, sin embargo, se quiebra una rama,
rueda una piedra en la pendiente, o acaso...
“Yo hace tiempo que no recuerdo los sueños. Me despierto sobresaltado,
lleno de presagios, pero no me acuerdo...” “¡Calla! ¿Lo has oído? Es esa voz que
llama...” “¿Qué voz? Yo no he oído nada.” “Calla... Atiende. Escucha. ¿No oyes?
Otra vez, en algún sitio...” “No hay ningún sitio. No hay ninguna voz. Te estás
volviendo loco.” “Ojalá me volviera loco, si me sirviera para encontrar algo.”
“Yo, en cambio, me conformaría con quedarme quieto, muy quieto, en cualquier
zanja.” “¿Quieto? Nunca quieto. Eso sería estar muerto.” “Bastaría con no tener
que seguir adelante, por esta tierra turbia y sin formas, tanteando, arañándome en
las ramas, dándome de bruces contra los cantos. Yo me conformaría con no
alargar el próximo paso.” “Ya verás, mañana recordarás tus sueños.” “Mañana ya
me habré olvidado de quién soy, y los sueños me darán lo mismo.” “Vamos, te
ayudo a levantarte.”
Dar otro paso más, a través de la niebla, aunque uno no crea, aunque uno
no espere. Tripular el viaje inmenso de un solo paso más, alzar el mundo entero
en ese paso: confiar en que después habrá otro, y en que uno tras otro llevarán a
algún sitio, aunque uno no sepa adónde. Sentir la fatiga al final de la jornada, y
bendecirla como si fuera una señal.
“Detente, no sigas. Estamos acercándonos al precipicio.” “No, está hacia
el otro lado.” “Te digo que está ahí delante, muy cerca. Huelo la proximidad del
vacío, el espacio vastísimo, la sima sin fondo. Está tan cerca que podríamos caer
en él ahora mismo, con un solo gesto.” “¿Has oído? Otra vez esa llamada... Y
venía justamente de ahí.” “Te digo que ahí no hay nada, ni siquiera una voz. Yo
no sigo hacia allá.” “Puedo obligarte, sabes que soy más fuerte.” “Pero yo soy
más rápido. Me adentraré en la niebla y estarás perdido.” “De nuevo esa voz...”
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Salvarse del precipicio, escapar a sus fauces de bestia hambrienta, a su
perseverante espera: esquivar por esta vez la caída, la ingravidez que nos dejaría
sin las últimas medidas, que nos destrozaría en un momento. Y, no obstante, no
poder elegir ni siquiera un final, pues ignoramos por dónde se termina, dónde está
el borde de este mundo de niebla sinuosa.
“Tengo miedo.” “Siempre dices lo mismo cuando se acerca la noche.” “Sí:
entonces tengo miedo de que el mundo se detenga para siempre.” “Pero lo dices
también cuando viene el alba.” “Sí. Entonces lo que temo es que el mundo no se
haya detenido.” “Pero hay que elegir, también sería elegir no tomar ninguna
decisión.” “¿De verdad crees que hay alguien por ahí?” “No lo sé, pero hace
tiempo que oigo voces.” “¿No serán nuestros ecos, que devuelve el barranco?”
“En la niebla no hay ecos.”
Acurrucarse para pasar la noche entre dos troncos. Trasnochar en
duermevela, despertando continuamente con la seguridad de que en esta ocasión
la voz se oyó más cerca. Aguardar impaciente el alba que parece tardar más que
ayer, estremecerse ante la posibilidad de que no llegue, o de que llegue y nada
haya cambiado…
“¿Sabes? Te he mentido.” “Yo también. Miento muy a menudo.” “En
realidad, sí recuerdo un sueño, uno solo.” “Y yo te oculté el final del mío.” “En
mi sueño me veía durmiendo, y alguien intentaba despertarme, y no podía.” “En
el mío, salía corriendo por las llanuras sin fin, hasta que encontraba a alguien que
dormía sobre la hierba, y quería despertarle y no podía.” “Ahora sí la he
escuchado. Parece que grita un nombre.” “¿Qué?” “La voz. Tenías razón. Grita
angustiosamente un nombre, y tal vez sea el nuestro.”
... Aguardar con la esperanza de que el amanecer sea como abrir los ojos, y
cuando se disipe la oscuridad nos haya dejado al fin un mundo limpio y
transparente. Pero no: la niebla sigue estando siempre, como el vacío, como las
voces o ecos, como nosotros que volvemos a preguntarnos, una vez más, si valdrá
la pena dar el próximo paso...
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Mutis de un perdedor
Ya sé que tú, querida, has sido siempre partidaria de las historias cortas. Te ha
gustado vivir la vida vertiginosamente, sin detenerte demasiado en ninguna parte.
Tú lo llamabas vehemencia, y a mí, en cambio, me recordaba a una huida. Ni
siquiera en eso coincidíamos. Para mí, extenderme en detalles era como otra
ofrenda de amor: al acapararte el tiempo y la atención creía estar más cerca de ti.
Ahora comprendo lo absurdo de esa ilusión mía, como sucedía con tantas otras
que hoy me hacen sentir súbitamente ridículo. Ahora caigo en la cuenta de que
sencillamente te aburría.
Ten paciencia: esta es la última vez que te hablo. Puedes imaginar que lo
hago sin esperanza. Preferiría callar, quizá sería más digno, pero confieso que no
puedo. El destino se nos ha enredado como una maraña de disparates. Hablarte
no servirá para aclarar nada, pero al menos me permitirá reafirmarme. Me queda
ese consuelo.
Además, está lo del millón. Imagínate qué ironía: tú que nunca me
perdonaste mi pobreza, tú, la señorita peripuesta que jamás se resignó al amor
precario de un pobretón descastado, tenías por fin la oportunidad de conseguir de
mí mucho más de lo que habías soñado. Ni siquiera el otro hubiera podido darte
tanto. Lo pensé en seguida: te vi sonriendo satisfecha cargada de joyas, bajando
lentamente del deportivo más lujoso, enseñando tus piernas bajo la falda negra,
dando tiempo a que todos te admiraran. Esa fue mi última ingenuidad: creí que, al
no quedarte nada que reprocharme, no tendrías más remedio que quererme.
Como si alguna vez pudiera quererse por defecto. De todos modos, tú te habías
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vuelto a adelantar: tenías tus propios planes, no podías esperarte.
No sé qué me impulsó a meterme en aquel casino. Siempre he abominado
del juego, como me ha repugnado el dinero. Al menos vuestro dinero, el que tú y
los tuyos ensalzáis en forma de ídolo. Creo que entré en la sala, repleta de
enfermos y criminales, movido por el propio asco, por un absurdo impulso de
venganza. Recordaba aquella noche, cuando nos encontramos con el otro,
borracho pero embutido en un chaqué impecable, echando las fichas como se
tiran piedrecitas a un estanque, y a ti te brillaron los ojos al mirarle. Te quedaste
fascinada ante su miseria deslumbrante, y aplaudiste su carcajada al perderlo
todo. Hay quien gana al perder: basta con que lo que pierde no le haya costado
nada. Y a ti siempre te han encantado las cosas fáciles y sin demasiado valor.
En el casino yo buscaba la ruina, ahora me doy cuenta. Pero no se me
escapaba que mi ruina jamás sería comparable a la suya, la del otro. Yo me
arruinaría como un perdedor. Llevaba en el bolsillo lo poco que tenía: acariciaba
la idea de jugarlo todo de una vez a la ruleta y malograrlo. Agotaría así mis
últimos resquicios de ilusión, regresaría a tu lado con las manos vacías y podría
sentenciar por fin que te marcharas. No esperaba dejar de desearte: sólo darte pie
a que cumplieras tu destino de abandonarme, de volar a tu mundo de pececillos
brillantes y baratijas multicolores. Un mundo en el que me colé por la puerta
trasera y tú pronto te encargaste de recordármelo.
Puse sobre la mesa todas las fichas como un sonámbulo, ni siquiera me fijé
en el número, ni siquiera invoqué a la suerte: mi capitulación era perfecta. No
perdí de vista el repentino giro de la rueda, los saltos injuriosos de la bola. Mis
ojos debían ser los de un hechizado, y si permanecía atento era solo para agotar
hasta el último matiz de la violencia con que había de consagrarse mi miseria. Y
cuando el crupier entonó el número ganador temí derrumbarme: no de felicidad,
sino por el espanto que nos provoca la suerte desmesurada, que siempre presagia
la próxima desdicha.
Abandoné la sala tambaleándome por el peso insufrible de aquel cheque.
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La cantidad escrita en él superaba mi capacidad de imaginación, estaba por
encima del umbral de mis más desmesuradas quimeras. Un millón. Para ti. Te lo
acarreaba sin alegría, con una especie de resignación que de algún modo se
adelantaba a los acontecimientos. Algo en mí sabía que ni siquiera aquel precio
sería suficiente. Pero yo me complacía viéndote sonriendo entre las joyas, bajando
del deportivo con la parsimonia de quien está seguro de que solo despierta
envidia, enseñando tus piernas divinas bajo una falda demasiado levantada,
aparentemente por descuido...
Llegué a casa deseando echar sobre ti todo ese cofre de fantasmas. Pero tú,
una vez más, te me habías adelantado. En tu lugar me esperaba ya la respuesta
dentro de un sobre distinto, el verdadero y ominoso premio, el reverso tal vez del
que yo jamás llegaría a entregarte. Te habías marchado con el otro.
Yo me quedé largo rato sin poder apartar la vista de aquel escueto papel en
el que ni siquiera tenías la decencia de pedirme perdón. Con la otra mano
mantenía apretado en el bolsillo el otro papelito, el que pesaba un millón hecho
para caer sobre ti. Y me juré que esta vez no perdería, aunque fuera a costa de un
desastre aún más grande.
Cuando esta carta llegue a tus manos, querida, mi trampa ya se habrá
cerrado sobre ti para siempre, y no podrás hallar el medio de salir de ella. Siempre
he sido un perdedor, ya lo sabes: esta vez, sin embargo, mi derrota es mi victoria,
y me voy con la satisfacción de haberte marcado sin remedio. A ti y a ese otro, del
que me queda al menos la sospecha de que no tardes en cansarte, tú que tan
pronto te cansas de todo. Cuando esta carta alcance tus manos, queridísima,
también te habrá llegado el cheque de una tonelada que quedará colgado a tu
cuello mientras te hundes en la bahía de tu mezquindad. La sociedad a la que
perteneces podría perdonarte algún día la infidelidad o hasta el divorcio, sobre
todo teniendo en cuenta que habías hecho pasar a un advenedizo por uno de los
vuestros. Pero a partir de ahora cada céntimo que gastes despertará recelos, cada
lujo resultará sospechoso. Cuando esta carta llegue a tus manos, amada mía, yo
estaré muerto y todos los periódicos hablarán del multimillonario que se suicidó al
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ser abandonado por su mujer la misma noche en que ganó para ella un millón en
la ruleta. Y aunque yo no esté ya para verlo, la carcajada me pertenece ahora,
mientras pienso en tu expresión de desconcierto y en el odio al que, por una vez,
me he adelantado.
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El tren que no te lleva
Ida
En esta mañana de hoyos y metales, aledaños de mayo, me he puesto en el
camino. He tomado las rutas interiores, las que escapan del mar. No me arrastra
más que la melancolía: me persigue o la añoro. Dicen que allá lejos queda aire
para respirar y anchura para la tristeza. Yo planeaba tenderla como un cable de
seda en medio del camino de los trenes. He querido así unir no sé qué mundos.
Todo se queda atrás. "Dime qué ves", me hubieras dicho, a media voz,
tomándome la mano. Veo largas llanuras secas celosas de sus pozos,
interminables estepas que rezuman su desolación en el silencio. Veo un día que se
ciega lentamente, nube a nube, resignado al lento imperio de la nostalgia. Veo un
escenario quieto que se mueve como si me moviera yo. “Y qué hay más allá”, me
hubieras dicho, cerrando más los ojos, apretando mi mano entre las tuyas:
reclinada en el antepecho de mi voz. Más allá hay apenas una bruma muy leve
que ensucia los límites del mundo. De cuando en cuando se perfila algún árbol
asombroso. No puedo asegurarte que sea casa aquel muro color tierra. Y rayando
el tapiz de los eriales, largos dedos caídos, los caminos.
“Y no ves a nadie”, dirías sin duda, acongojada. No, aquí no hay nadie,
amiga mía, apenas tú en el recuerdo, tus susurros a la orilla del alma, más alejados
cada vez y desvaídos. ¡Qué soledad más grande!
No logro prescindir de la belleza. Si faltara su fresca bocanada, me podría
la ronda de las pesadumbres. Me anego en belleza y es como orar o elevarme. Su
algodón acaricia mi desolada textura. Sé que eso me convierte en vulnerable, pero
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hace tiempo que renuncié a la impunidad. La belleza levanta mi corazón
tembloroso por las mañanas y calma su angustia de niño abandonado cuando
regresa a casa por la noche. La belleza es el guiño de la vida cuando temo haberla
perdido para siempre. La belleza, en fin, me condujo a tu puerta y un poco más
allá, me convirtió en loco enamorado. “Vas a volver a eso”, me dirías. Perdona
que no quiera evitarlo.
Me conmovió tu cuerpo en flor bajando la escalera. Yo regresaba a salvo
del trabajo, el mundo en la derrota, por calles de ciudades. Me retiraba a mi
estancia polvorienta. No llevaba conmigo alegría alguna, no se anunciaba nada al
día siguiente, el futuro era una bruma sin promesas; pero me sobraba esperanza, y
por eso sufría. Escuché tus pasos bajando. Aún no te había visto, tampoco
presentí tu inminencia indescifrable.
Me ladeé en el rellano para dejarte pasar. Tú no me miraste. Yo te
vislumbré solo un poco, pero fue suficiente. Por segundos, hubo un cuerpo
espigado y terso, unos pantalones ceñidos, un pecho de lana moldeada. Recuerdo
el vaivén gracioso en la corta melena de color castaño: una nuca, una frente, unos
labios blandos. Te vi tan cristalina, tan hermana del aire, tan resignada a tu
materia de luz, que el alma no se me pudo quedar quieta. Ya habías pasado y yo
seguía plantado en el rellano. “Qué milagro esperabas”, me dirías. El que
aguardan todos los náufragos.
Tuviste que aparecer otra vez al día siguiente. Era la misma hora, y
comprendí que ya no habría casualidades. Entonces se desencadenó la poesía, y
ya no pude dominarla. Los solitarios y los sentimentales fundamos patrias en el
aire. Desde antiguo, sin poder evitarlo.
Engalanabas cada tarde la escalera, lujo del mundo derramándose en el
escaparate del indigente. Al principio te presentía, luego no pude prescindir de tu
aliciente. Cuando no coincidíamos, bajaba una vez más hasta la calle, y hacía
tiempo vagando entre la gente, sin perder de vista la puerta. Nunca tardabas
mucho, y yo te seguía con la mirada hasta que te perdías por una esquina.
Fuiste filtrándote en mi nostalgia hasta hacerte presente a todas horas.
Hace un año de esto y era también primavera. Los días más largos, la vida corta y
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expectante, condensaban su sal en los latidos. Dioses antiguos reclamando tributo:
yo te entregué a ti en ofrenda, a tu perfil portentoso, a tu rostro radiante, a tu
expresión levemente melancólica. Consentí en tu ilusión, que remontó
enredándose por el muro del alma.
Rescaté la lejana juventud, donde quedaron los únicos amores puros. Se
me vino de una pieza, como una mensajera del afán, como una fundadora de
ciudades perdidas que me guiaba a todo lo que en ti perdía de antemano. Fue
hermoso y patético revivir el sueño, el entusiasmo, la llama desaforada a todas
horas, el delirio de acariciar lo prohibido... Me instalé en un cosmos inaccesible y
bello, una tensión entre la vida y el deseo que agotó mi entereza. Pronto te
convertiste en obsesión, y no quedó momento de sosiego.
No vivía para nada que no fuesen las seis de la tarde, cuando tú salías al
mundo y yo lo abandonaba. Las horas se hacían largas como insomnios, sobre
todo las interminables tardes que pasaba en el balcón, lamentando el tiempo que
faltaba para volver a verte.
En la fantasía planeaba maneras patéticas de dirigirme a ti. Tanteaba
futuros a tu lado que me dolían en la conciencia sabedora de que jamás llegarían.
Me preguntaba por tu voz, tu afición, tu aburrimiento: todo lo tuyo, que hubiera
querido para mí.
Una tarde, después de muchas otras, me atreví a romper el silencio para
saludarte. Tú me respondiste mirándome a la cara, y parecía que me vieras por
primera vez. Darme de bruces con tu indiferencia me avergonzó. Estos saludos
bisílabos que cruzamos desde entonces fueron las únicas palabras que hemos
intercambiado. Con ellos y la mirada tan dulce, tan exenta, que te escamoteaba de
cuando en cuando, tuve alimento para varios meses más, y sobreviví otros tantos
después, cuando dejé de verte.
Me dejabas tan ahíto de visiones que tardé en preguntarme por tu
circunstancia verdadera. Comentarios casuales de vecinos, inesperadas
oportunidades, disiparon algunas partes de tu enigma. Me dijeron que venías a
cuidar a tu tío enfermo, un hombre silencioso y aislado en el que apenas me había
fijado hasta entonces, y al que no volví a ver porque se nos murió a los dos en
pleno agosto.
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Tu ausencia repentina me sobrevino en la ladera de tus piernas, a la orilla
de tus hombros morenos y desnudos. Me rebelé contra el viento que te apartó para
siempre al lado adonde yo no llegaría. Me odié por las oportunidades perdidas,
como si no hubiese renunciado a ellas de antemano. Y, sobre todo, me hundí,
amargo y rendido, en la desesperanza, tirado de los pies por el lastre de la
desolación.
Recurrí a todo con tal de sobrevivirte, con tal de aligerar el desgarro que
había partido en dos mis sueños. Olvidarte, que hubiera sido lo mejor, era
también lo imposible. Así que te traje más acá de la conciencia, te conferí aún más
forma en mi corazón y te traté como si existieras. Te preparé acomodo en mi casa,
para que te quedaras cuando cerraba la puerta. Me acostumbré a la plática con los
huecos de tus pasos, tus imposibles voces resonando en los acantilados de mi
naufragio. Dialogaba contigo en nombre de mí mismo.
Pero mi exaltación te fue gastando, dejándote traslúcida como una
recurrente melodía. Te quedaste pequeña frente a mi curtida angustia de gigante
extranjero. Maduró la fatiga en tu monotonía de tierra sin relieve.
Así hemos llegado, amiga mía, a este lugar lejano y a este viaje inesperado.
El tren que no te lleva va dejándote atrás, y la batalla de la lucidez ha puesto cerco
a tu absurdo paraíso. Hoy creo que te tengo más nostalgia que deseo. Flotas en un
aire lleno de bondades y ternuras. Por fin te miro y te sonrío. Voy rodeado de
gente que no te conoce. Me dirijo a un lugar al cual puede que tú no viajes nunca.
“Y qué ganas con eso”, me dirías. Me complace la extraña libertad que te
escatimo.
El tren se desparrama hacia otro mundo. Entre el paisaje y yo hay una
complicidad extraña, quizá por ser lo primero que veo desde que me cerraste los
ojos. Afortunadamente lo dejo un poco más atrás a cada instante, va ganando
terreno la anchura del olvido.
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Vuelta
Ya hace que regresé, y nada ha variado en mis lugares. ¿De qué me sirve haberte
despedido si tengo ahora que devanar otra añoranza? Yo pensaba que cuando tú
te fueras me quedaría la paz para perderme en ella. Pero no te has marchado: sólo
has cambiado de aspecto. Estás clavada en mí, formas parte de mí, y me faltan
ganas de vivir para desalojarte. Permanezco postrado en la quimera. “Lo haces
para llenar el vacío”, me dirías. “Tienes miedo de dejar el corazón en blanco.”
Iba yo al horizonte, queriendo recordarte y olvidarte, destilando la
amargura quieta de tu pérdida, contemplando en la ventana los campos que
cosían una distancia que ansiaba redentora. Me había acomodado en el abrazo de
una penumbra quieta. Alguien prendió el candil a mi espalda, y encendido lo
encontré al girarme.
Su cabello era corto como el tuyo, pero pelirrojo; su belleza sencilla. Una
mujer madura y recia, sin la gracia de tus gestos juveniles, pero con el donaire que
prodigan unos puñados de años. No me llamó la atención al ocupar el asiento
frente a mí. Cambié de postura para hacerle sitio. Puede que un niño, a mi lado,
dijera cualquier cosa.
Nos transformó la complicidad de los viajeros. Di con sus ojos en la
ventanilla, al trasluz de los valles. Me impresionó esa resonante cercanía y cierta
luz abierta en la mirada. Entonces, otra vez, regresé al vértigo de preguntarme, de
concebir sucesos y quererlos.
Entramos en la conversación muy quedamente, nos sorprendimos en ella
como si la hubieran empezado otros. Siempre se empieza hablando por hablar:
adónde vas, de dónde vienes, hace frío todavía. Hablamos de soslayo, tomando al
vuelo episodios de la intrascendencia. Hablábamos en voz baja, cuidando de
evitar los sobresaltos. Así pudimos mantenernos en un ámbito a media luz que se
fundía con el paisaje sin sol.
Pude tener miedo y no lo tuve. Me sorprendí recostándome en su verbo sin
urgencia. Descubrí que ya la conocía, o podía haberla conocido.
Ella era parca en el hablar, y mi convalecencia agradeció esa delicadeza.
Pero cuando eché unas palabras a su lado, no las esquivó, ni las dejó suspensas sin
respuesta. Hacía mucho bien al alma ese ritmo quedo de diálogos que no
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comprometían. Permanecí atento a los ecos de las lejanías, como si fuera posible
rastrear un pasado común que ambos habíamos olvidado. Refrescaba el rocío de
su terciopelo cauto, acogedor.
Transitamos, desatando minutos, verdes sonatas en el cristal. Distancias de
sierras onduladas bajo la llovizna. Me infundió la sensación certera de que yo
estaba y ella estaba. El tren trazó quilómetros de discreta, sosegada presencia.
La ciudad cayó sobre nosotros con toda su estación. Fue forzoso separarse.
Si la amistad era posible, nos confundimos de momento. Ninguno de los dos
desató la osadía, ninguno ganó méritos a la oportunidad. La vi marcharse bajo
una gabardina blanca, y su bolsa gris se confundió con el día.
Se vistió de pasión en la memoria. Vanamente transgredí una vez más la
cortina del tiempo. “No te bastó conmigo —me dirías— para dejar en paz lo
inalcanzable.” No debes reprochármelo: tampoco la cordura trae consuelo. Me
puede la llamada y es la misma, idéntico el clamor que me arrebata. Y en cada
ocasión suena, con todo, como si fuera nueva. ¿De qué nos vale la experiencia?
¿En qué nos ayuda la sabiduría? Todavía el desamparo ante el anhelo nos retiene
con herrumbrosas cadenas.
Cinco minutos, unos ojos, una sonrisa, unas palabras, y toda la aparente
quietud costosamente elaborada, ganada palmo a palmo a la demencia, se
desmorona como la arena al envite de la ola, y uno amanece de nuevo en medio
del mismo viejo crudo mar inmenso.
Quiero. De pronto anhelo, ansío. No me basta con vivir: paso cuentas,
reclamo. ¡Dolorosas urgencias que ocupan desbordantes el ánimo completo!
Prisionero soy, lo vuelvo a ser. Un cautivo errante del exilio.
Necesito contarte. “¿Para qué —me dirías—, si no me incumbe?” Sí que te
incumbe: así ahondaré en tu despedida. Así, pensando en ella, me convenceré aún
más de que iba en un tren que no te llevaba. “Pero acabarás más triste, porque
también la perderás un poco más a ella”. Tengo que hacerlo, amiga mía. Tengo
que deshacerme de una vez de este tráfico de trenes mustios y deshabitados.
Subió al tren en una ciudad mojada. Se sentó frente a mí. Yo miraba el
paisaje verde intenso, el correr de nubes grises, por la ventana.
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Aún no la ha desdibujado la lenta marea de la memoria. Llevaba el cabello
corto y rojo. Los tallados rasgos no entorpecían en su rostro blanco cierto perfume
de dulzura, noche al revés donde se constelaban pecosas estrellas. La sonrisa, ora
franca, ora blanda y tímida como un llover de plumas. ¡Su mirada! Un rasgado
enigma, pero acogedor, nítido; un secreto estremeciéndose cristalino, sin surco
alguno.
Yo miraba por la ventanilla. Ella al principio hojeaba una revista. Luego
suspira y mira también hacia fuera. En algún punto del cristal, nuestras miradas se
cruzan y se reconocen.
Ella dice: “¿Aquello es nieve?” ¿Qué familiaridad nos une que no me
sobresalta su pregunta ni se me despierta el pudor en la respuesta? Yo respondo:
“Sí”, aunque no esté seguro, como hablaría el tibio amor de la costumbre.
Habla en un susurro. Yo, conmovido como por un hombro o una mano,
ablando el tono, lo toco de dulzura, lo amaso con el amor del hornero. Quiero
rozarla con palabras. Le pregunto si pasaremos por cierta ciudad. Ella dice: “No
lo recuerdo. He mirado el recorrido en la estación, pero se me ha olvidado.” Y ríe.
Corren quilómetros. Yo digo: “Mira, parece que aclara. No lloverá cuando
lleguemos”. Ella dice: “Podría caer una nevada que nos dejara incomunicados.
Que no hubiera más remedio que quedarse. No tocará esa suerte”. Una nevada
con los dos en medio. Cuando lo repite, me sonríe a los ojos: “No tocará esa
suerte.”
El niño salpica con su espuma los largos silencios. Su madre lo calma de
vez en cuando pasándole la mano por el pelo. No comprendo aún qué lugar
ocupaba este niño entre nosotros. Mi compañera y yo, entretanto, intercambiamos
miradas, y extraños ecos de una complicidad primitiva, más allá del tiempo,
parecen remitirnos a una edad común inescrutable.
Se ocupa en resolver crucigramas. Yo tomo mi periódico. Le pido un
bolígrafo, como si no tuviera. El niño echa una ojeada a mi escritura ausente, y lee
en voz alta, despacito, las palabras que encajo en la cuadrícula. Yo no lo miro
para no darle pie a conversar, pero al final me atrapa. “Sa-sá-ni-das. ¿Qué es eso?”
La madre me escruta con ojos muy abiertos. “Una cosa muy rara y muy difícil.”
Al cabo de un rato, el niño, movido de una súbita inquietud, le pregunta a mi
mujer pelirroja: "¿Hoy es dieciséis o diecisiete?" Ella le dedica unos instantes de
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ternura. "Dieciséis." Todo alimenta el corazón, y me reclino en la dulzura del
momento, sin pensar otra cosa.
Los dos bajamos en la misma estación. “Eso era una señal”, me dirías.
“Tenías que haber estado más atento.” No, amiga mía. Tenía que haber sido más
valiente. Ella sale al pasillo detrás de mí. Me muero de ganas y de miedo, y al
final miro hacia atrás: “Buen viaje.” Con tantas cosas que decir, solo me sale eso.
Ella me mira y responde: “Igualmente.” “¿Nada más?”, me dirías. Ya lo sabes:
nada más. Pero espera.
Una tensión se instala en los brevísimos segundos en los que ponderamos
el próximo paso. Nos tambaleamos al borde de un abismo, amarrados tan sólo a
la mirada del otro. Pero la voz nos falta en la garganta, y nos quema el trasiego del
instante. La vida, como los trenes, tiene prisa por seguir. No sabemos echarnos al
camino, y por eso nos quedamos congelados. Un polvo de oro escapa entre los
dedos. No volverá. “Ve tras ella”, me habrías implorado. “No puedes
traicionarla.” Pero ya el suelo se ha bebido mi sombra pasmada.
La pierdo en la ciudad pequeña, la villa en medio de los páramos, y
comprendo que este viaje no me traerá la paz que yo buscaba. Fui a abrevar la
pesadumbre que me habías dejado por herencia, y la vida me trajo un nuevo
espejo para el desasosiego de las ilusiones imposibles.
No podremos contemplar juntos aquellas lejanías del norte, verde y
húmeda la hierba, aceradas las nubes huidizas. “El tren ha dado mucha vuelta,
pero ha valido la pena el paisaje, ¿verdad?”, había dicho yo. No habrá otro tren
que nos lleve juntos a aquella ciudad, al mundo entero, tan próximos el uno frente
al otro en los estrechos asientos de un vagón moderno. “¿Tú eres de por aquí?”
“Llevo muchos años viviendo.” Tu gabardina blanca, tu paraguas, tu bolsa de
viaje en el pasillo porque viene atestado el maletero. Tu figura en la estación,
donde nadie te esperaba, y luego adelantándote por la misma calle que yo, que me
rezagaba a propósito. “Podías haberla acompañado”, me dirías. “Tampoco a ti te
esperaba nadie.” Sí. Quizás habríamos paseado junto al río, el día no era muy
bueno pero había parado de llover. “Podías haberla invitado a comer, haberle
dado tu teléfono.” Sí. Quizás habría venido a verme en vacaciones, cuando el tren
desanduviera aquella ruta.
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Pero no habrá más trenes para llevarla dentro. Estiraba las piernas entre las
mías. A veces nuestras rodillas se rozaban, y yo las dejaba quietas por robar ese
tacto. Me prestó un bolígrafo azul, muy nuevo. Con él escribí “sasánidas”, “izad”
y “lato” en el periódico. “Yo tengo una hermana que vivía donde tú, y fui a
visitarla.” No pregunté el barrio, ni la calle, ni si había de volver. “Tal vez en el
fondo no quisieras”, podrías decirme, encogiéndote de hombros. “Era más fácil
no volver a verla. Los sueños no nos obligan a ser felices.”
Pasó por mi lado como una onda en el remanso antes de desparramarse
por el mundo. Gota a la inmensidad de gotas, precipitándose corriente abajo. Y
yo con mis torpes manos chapoteando sin decidirme a recogerla: no conseguí más
que remover el agua y enturbiarla. “Qué mensajes te trajo”, me dirías. Vino a
decirme que me engañaba contigo, y que por obstinación ahora iba a seguir
engañándome con ella, iba a olvidar que no hay país sin frontera y que lo humano
es un tren que siempre llega y siempre parte. “Y qué más”. Vino a decirme que
pongo el sueño de coartada entre la vida y el miedo. “Y qué más.” Vino a decirme
que lo único que nos queda siempre es el tiempo, toda la inmensa ausencia.
“Pero el tiempo es esperanza”, me dirías. Sí, y no sé si alegrarme. La
esperanza me deja hipnotizado y desvalido. La esperanza me mantiene a expensas
de la próxima estación. El tren se detiene, abre sus puertas y se agolpa una
multitud anónima que lo aborda. Por el pasillo avanza una muchacha pelirroja
con gabardina blanca. Lleva un billete en la mano. Comprueba su número de
asiento y se acomoda frente a uno. ¿Quién es? ¿De dónde viene? ¿Adónde va?
Queda un trayecto largo, y uno puede ir dejándose hablar muy lentamente. Queda
un trayecto largo, y quién sabe, quién sabe adónde puede llevarnos ese tren...
Y aun hoy, cuando el viaje encontró su medida y su retorno, cuando
vuelvo a ser la sombra monótona y recupero la vía muerta de mis ocupaciones
cotidianas, no logro creer en lo que vivo más de lo que creí en aquella dama
pasajera; no acabo de encontrarme por completo, porque algo en mí se empeña
todavía en andar evadido en otra vida. Y esta nostalgia loca ocupa casi todo mi
sentido.
Sé que no puedo hacer sino llevarla encima. Este tiempo, con sus truenos y
sus fragores, se consume en sí mismo. “Te carcome lo que quedó pendiente entre
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vosotros”, me dirías. Por eso ahora voy a intentar dormir. Olvidar, olvidar
urgentemente. Mañana todo recuperará su lugar, y llegarán tiempos y viajes.
Mañana es viernes, y eso ya es algo. Que acabe la semana, que se termine el mes,
que concluya el año, que la vida vaya poniéndose en su sitio.
¿Dónde estarás ahora? Me quedó por conocer el argumento de tus días, la
estrella de tu rumbo. Esos datos irrelevantes que apuntan los corazones
agazapados cuando quieren mostrarse. Ese es un vacío que te me deja más sola,
inacabada en el recuerdo. El tiempo ahora me servirá para el arrepentimiento, y
para que se aligere el peso de lo incompleto.
¿Dónde estarás ahora? Me casaría contigo esta primavera, como dice la
canción. Se desvanecerían todos los sueños equívocos, quizás tendríamos hijos y
una casita en el campo, en una ciudad interior, por ejemplo, o en ese pueblecito
que tú ibas a visitar. Plantaríamos un huerto y yo te llevaría una flor cada
mañana, antes de ir al trabajo. Pasearíamos largamente, plácidamente, en los
atardeceres. Yo te leería algún poema loco y tú me apretarías la mano
tiernamente. Te diría que te quiero con la verdad precipitada y candorosa de los
adolescentes. Y dormiríamos juntos, abrazados, un sueño dulce y sin pesadillas.
“Llegó la hora de marcharme”, me dices. “Ahora tienes otra nostalgia.”
Sí. Incluso en mí tiene el delirio sus límites, y también en mí se apagarán estas
hogueras, estas estrellas fugaces. Una sabiduría ancestral que no me pertenece,
que me llega de la mano de mis antepasados, desvanecerá el embeleso que me
aprisiona como se diluye, al despertar, la sustancia de los sueños. “Ojalá —me
dices— te hagas fuerte en los olvidos.”
Estoy aquí, solo y exento: esa es mi verdad. ¿Negará alguien que amé? “Y
adónde irás ahora”, me dirías. Voy a otras rutas y otros trenes. Alguno habrá que
no deje la felicidad en el andén.
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El veredicto
Para el juez Mauricio Gálvez, fue solo un proceso de rutina. Para el guardia
jurado Rosendo Fuentes, significó la consagración de una mala estrella que, sin él
saberlo, parecía haberle esperado toda la vida para apoderarse de ese momento.
Rosendo asistió mudo a aquel juicio sin dejar de considerarse un intruso,
ya que se sentaba donde debía haberlo hecho otro. Se dejó acusar sin inmutarse,
con la misma parsimonia con que se dejó defender por el abogado de oficio,
transido de una especie de estupor que unos tomaron por aceptación implícita de
culpabilidad, y otros por pura simpleza. La retahíla de pruebas que se esgrimieron
contra él componía un rosario irrebatible, tan absurdo como coherente, hasta el
punto de tentarle a dudar, a él mismo, de su rigurosa inocencia en la que ya nadie
creía. No pudo negar nada: las huellas, los actos sospechosos, las omisiones
significativas, las irregularidades precisas. Un aluvión de circunstancias había
conspirado para que él fuera el criminal más creíble, y resistirse a ese destino le
fatigaba con el peso de lo inútil.
Escuchó el martillo con que el juez Gálvez declaró su sentencia como un
leve zarandeo en medio de su aturdimiento de marioneta. Tropezó cuando fue
conducido al furgón por corredores en los que resonaban pasos y voces ajenos.
Contempló, a través de las ventanillas mugrientas, las calles de una ciudad a la
que ya no pertenecía. Y cuando se cerró la puerta de su celda, se le impuso una
desconcertante impresión de alivio que le sumió en un sueño profundo.
El mundo se le hizo reducido y extraño como las paredes entre las que,
desde entonces, discurrieron todas sus horas de hormigón. Extraños le parecieron
sus familiares cuando le miraban con ojos suspicaces desde el otro lado de la sucia
mampara de cristal. No le sorprendió que esas visitas se espaciaran con el paso de
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los meses, y para cuando dejó de recibirlas cayó en la cuenta de que ya hacía
tiempo que no las echaba en falta. Fue entonces cuando recibió la visita que
nunca habría esperado.
Al principio no reconoció a aquel hombre canoso, contrahecho, de mirada
cansada, y pensó que tal vez se habría equivocado. Solo cuando escuchó su
presentación advirtió que se trataba nada menos que del propio juez Gálvez, el
hombre cuyo error le había confinado en un destino que no le pertenecía. Para su
sorpresa, no encontró en sí mismo sombra de reproche: aquel hombre que estaba
ante él era un insignificante esbirro, el brazo ejecutor de un torpe azar. Le
preguntó qué quería con la misma indiferencia con que lo habría hecho un
funcionario, y escuchó sin inmutarse: “He venido a verle porque no me podía
quitar de la cabeza su mirada resignada en el banquillo. Jamás he visto a nadie
más rendido a la impotencia. He venido a verle —concluyó— porque no me deja
en paz la sospecha de que me equivoqué, porque aquella mirada me reprocha
cada día haber condenado a un inocente.”
Por primera vez desde su prendimiento, Rosendo Fuentes escuchó unas
palabras que le sonaron reales, y eso le rescató del sopor. “No se preocupe —se
vio impelido a replicar sin desprecio—. No fue usted el que se equivocó, sino el
destino.” El juez lo miró con una tristeza profunda, pero más serena. “Le admiro
—repuso— por su evidente incapacidad para el rencor. No sé si eso me
tranquiliza o me perturba aún más. Sin embargo, aún tengo que pedirle que me
perdone.” Rosendo se encogió de hombros. "Entonces le perdono", aseguró.
Aquel día no se dijeron nada más. Pero la silueta de espectro del viejo juez
apareció repetidas veces en la sala de visitas, humilde y sigilosa al otro lado de la
sucia mampara taladrada. Y a través de ella fueron intercambiándose, poco a
poco, quedas palabras, cansadas o inquietas al principio, y, para sorpresa de
Rosendo, afables y confiadas más tarde. Juez y reo se entregaron a filosofar sobre
la vida y sus desdenes, sobre la felicidad improbable y el desconcierto persistente,
sobre el vacío que socava el margen de nuestra aparente libertad. Y una
solidaridad tan intensa como disparatada fue estableciéndose entre ambos con el
paso del tiempo, al hilo de una amistad que tampoco les correspondía y que, no
obstante, tal vez, ambos necesitaban, oficiada en el rito de la visita semanal que el
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juez Gálvez cumplía puntualmente. Departieron sobre sus pasados respectivos,
sobre los sueños extraviados, sobre las mujeres amadas en vano, sobre las
incontables decepciones. “Jamás entenderé que no se defendiera”, dijo más de
una vez Gálvez. “No valía la pena. Las pruebas eran más obcecadas que la
verdad.”
Al cabo de los meses, a Rosendo Fuentes se le permitió recibir visitas sin
mampara, y desde entonces el juez se presentó siempre con un tablero de ajedrez
bajo el brazo. Pasaban las horas jugando y debatiendo sobre los dilemas más
peregrinos. Ninguno de los dos sonrió nunca, tal vez por un acuerdo tácito de
gravedad, o tal vez porque ni siquiera la amistad les pareció razón suficiente para
expandirse entre aquellos muros ofensivos. Seguramente, prefirieron no olvidar
que ninguno hubiera debido estar allí, y que solo uno de los dos, en realidad, tenía
la culpa.
El día antes de que a Rosendo Fuentes se le concediera la provisional, cuyo
pago asumió sin pestañear el juez Gálvez, se le permitió a este que entrara un
botellín de coñac para celebrarlo. Gálvez dispuso el tablero, como de costumbre, y
entre copa y copa discurrió una partida animosa que acabó ganando el preso. “A
partir de mañana no volverá a verme”, afirmó Gálvez con su voz hecha a las
sentencias. Rosendo asintió, con su habitual expresión desprovista de emociones.
El juez añadió, algo aturdido por el licor: “Es todo tan extraño... En lugar de
saldar mi deuda, creo que durante estos años no he hecho más que aumentarla...”
“Déjelo, juez. Hoy tiene que ser el día del olvido.” Gálvez insistió, como
alarmado: “A veces me pregunto quién eres en realidad...” Luego susurró, con
voz temblorosa: “No completaré mi penitencia si no te confieso algo.” “Déjelo,
juez. Seguro que ya no importa. Vamos a por la última partida.” Rosendo Fuentes
empezó a disponer las fichas sobre el tablero. “No —terció Gálvez—. Antes debes
escucharme.” El juez sorbió un largo trago de coñac y declaró: “Yo fui quien robó
aquella noche la caja fuerte. Pero tú te cruzaste en el camino, y todo resultaba
demasiado fácil...” Gálvez contuvo la respiración a la espera de un efecto que no
llegó. “¿Ni siquiera ahora vas a odiarme?”
Rosendo Fuentes se detuvo unos momentos en la ficha que acababa de
alzar, suspiró y luego la movió resuelto sobre el tablero y miró a Gálvez a los ojos.
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“Juez, le toca mover ficha. Yo lo he hecho mientras usted hablaba.” Pero el juez,
derrumbado sobre su asiento, le pareció, de repente, un preso, y se alegró de que
solo le faltara una partida de ajedrez para dejarlo atrás.
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La víctima
Emergió entre los resecos matojos del descampado, calándose el sombrero de
copa impecable y sacudiéndose el polvo del chaqué. Irrumpió en la calle con paso
solemne, sorprendido de que no le doliera nada. Esperó paso ante el semáforo
aunque no había coches a la vista.
Se cruzó con dos ancianas y las saludó levantando el sombrero y haciendo
un leve movimiento de cabeza. Las señoras se detuvieron alarmadas, y
exclamaron:
—¿Has visto? ¡Es una víctima!
—¡Qué desvergonzado, saludarnos así! ¡Una víctima!
Una de ellas se agachó con esfuerzo para coger una piedra. Luego la lanzó
torpemente. Ninguna de las dos consiguió acertarle. Él, ajeno a esos empeños,
levantó otra vez el deslumbrante sombrero de copa y se secó el sudor con un
pañuelo de satén que encontró en el bolsillo.
Miraba dentro y atrás, desgranando el estupor del accidente. Se había
alejado sin mirar el tren despanzurrado, con los hierros retorcidos al sol, cuando
aún no había vuelto a caer todo el polvo sobre las vías deshechas. Los equipos de
salvamento no le vieron levantarse como un aparecido de entre los otros viajeros
moribundos. Había caminado por los rieles tambaleándose, más aturdido por el
milagro de su cuerpo ileso que por el sobresalto del descarrilamiento, sin dejar de
palpar el sombrero intacto, como si se tratara de una prueba de que seguía
incomprensiblemente vivo.
No recordaba que aquel atuendo estrafalario fuera suyo. Jamás había
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usado chaqué, y en la vida se había calado más sombrero que uno de fieltro para
protegerse del sol de agosto en el campo. Esforzó la memoria y no consiguió
rescatar los instantes previos al siniestro, cuando su vagón debió brincar con una
sacudida antes de dispararse dando vueltas de campana y dejar el mundo oscuro,
estrepitoso y ajado de dolor. Era inconcebible que, aun sonámbulo por los
traumatismos, se hubiese apropiado de las prendas esparcidas de algún infeliz
viajero. Aún le extrañaba más comprobar que no hubiera una sola arruga en el
sombrero, ni un desgarrón en la tela, ni un rasguño en la piel. Pero lo realmente
desconcertante era que no le quedara rastro de sus perpetuos dolores de cabeza.
Ensimismado aún, no advirtió los frenéticos gritos de las viejas, que
clamaban ayuda y provocaban un tumulto cada vez más enardecido entre los
transeúntes:
—¡Dios mío! ¡Es una verdadera víctima!
Entonces notó el dolor agudo de la primera piedra impactando en el
hombro, y fue cuando reparó en la multitud. Ignoró las exclamaciones, las
expresiones desencajadas, y, sin saber por qué, se limitó a saludar con su
sombrero. Luciendo un sombrero como aquel, no saludar habría sido una
imperdonable falta de tacto. Pero llovieron más piedras y tuvo que salir a la
carrera sin pensar si era o no lo correcto.
Corrió por las calles, acosado por la jauría de transeúntes exaltados. Quiso
volverse un momento, apaciguar el mundo a fuerza de etiqueta y cortesía. Quiso
una oportunidad para defender la legitimidad de su supervivencia. Pero a él
mismo le resultaba sospechosa tanta suerte. Así que se impuso detenerse para
declarar que lamentaba la ofensa de estar vivo, falta del destino que él estaba
dispuesto a asumir como propia. Necesitaba una prórroga, al menos hasta que le
dejaran hablar.
Sin embargo, sus perseguidores no le daban tregua, no le permitían decir
palabra, y se vio obligado a avanzar, con la esperanza de encontrar un refugio
desde el cual explicarse. En cada esquina se unían nuevos verdugos vociferantes, y
faltaban objetos en las calles para tantas manos que ansiaban lanzarlos. Un señor
abrió su cesto para proveer de manzanas a sus acompañantes. Él procuraba
agacharse para que los proyectiles no abollaran el sombrero nuevo. De vez en
cuando, se cobijaba resollando en los portales. Pero el asedio de la turba lo
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obligada a seguir. Nadie se resistía al reclamo impetuoso:
—¡A la víctima! ¡Que no escape la víctima!
El peligro no procedía ya solo de las piedras. De los balcones se cernía
sobre él una andanada de tiestos, que sembraban las aceras de geranios
maltrechos. Los niños abrían las carteras para lanzarle un revoloteo de libros y de
lápices. Saltó sobre un carro de compra perversamente atravesado en su camino, y
del que se derramó un rodar de naranjas tristes. Una botella estalló junto a su pie,
manchando los zapatos de charol, y alguna esquirla se le hincó a través del
pantalón. Varios coches colisionaron al intentar abalanzarse sobre él desde
sentidos opuestos. Y en medio del estropicio se alzaba el unánime clamor:
—¡Atrapadlo!
—¡Es una víctima!
El cerco se estrechó y no tardó en comprender que no le quedaba
escapatoria. Cuando se detuvo, pegado a la pared y doblado por el fuego en los
pulmones, la horda titubeó unos instantes. A pesar de la asfixia y el corazón
desbocado, hizo ademán de levantar el sombrero. Varios peatones lo abordaron,
le molieron a golpes, lo zarandearon hasta reducir a harapos el chaqué. Entonces,
un hombre se abrió paso y avanzó hacia él. Cuando estuvo más cerca reconoció
en sus pupilas un odio inapelable.
Solo le dolió la primera cuchillada. Por el chaqué desgarrado sobresalía un
codo. El sombrero de copa, finalmente deforme, rodó por el bordillo.
Alguien se inclinó lo suficiente para ver en su cara una tenue sonrisa y
escuchar:
—Lo lamento… Sé que habría tenido que morir con los otros… Gracias
por hacer justicia… ¿Alguien podría acercarme el sombrero?
—¿Qué sombrero?
De haber quedado tiempo, tal vez habrían podido explicarle que hay
destinos rigurosamente establecidos.
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Tres cuentos de nada
El prisionero
Había olvidado toda su vida anterior, se preguntaba incluso si alguna vez había
existido. Estaba tan acostumbrado a las paredes de su celda, que el día que
encontró la puerta abierta no supo sentir más que miedo. Ni siquiera se atrevió a
asomar la cabeza. Permaneció sentado en el jergón, muy quieto, interrogando a la
penumbra exterior con su mirada muda.
Afuera parecían deslizarse sombras indefinidas. Sombras de pájaros o de
hombres, de manos agitadas, de perfiles difusos. Creía distinguir murmullos o
suspiros, lejano trajinar de puertas o de muebles. Tal vez fueran ecos rezagados de
una actividad que había cesado hacía mucho tiempo.
¿Quién habría abierto? Se incorporó de un salto, movido por un terrible
presentimiento. Apoyado en la puerta, notó el sudor frío empapando todo su
cuerpo. Tendió la mano hacia afuera pero se detuvo en el último momento. Pensó
en los guardias, en el alcaide, en los otros presos, y de pronto comprendió que
todos se habían marchado, que se había quedado solo y que ahora empezaba su
verdadera condena.
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Soledad pura
“Tu imagen me tiembla como si tuviera lágrimas en los ojos”, se quejó a su mujer,
“y sin embargo no lloro”. “Será el cansancio”, le contestó ella. “Vete a dormir.
Verás cómo mañana se te ha pasado.” Pero a la mañana siguiente ella había
desaparecido, y solo encontró las mantas apartadas y el hueco en el colchón.
Fue a trabajar con la esperanza de que así se restableciera la normalidad.
En lugar de la oficina habitual, vio un grumo de sombras temblorosas. Cerró los
ojos y cuando los abrió se halló en un solar, una especie de barrizal en medio de
los edificios. El inmueble se había esfumado.
Regresó a su casa haciendo acopio de entereza. Por el camino notó cómo
empezaban a temblar las aceras, los transeúntes, los vehículos. Le invadió una
náusea tan intensa que tuvo que apoyarse unos instantes. Al volver a mirar, solo
quedaba el muro que lo sostenía. El resto no era sino un barrizal sin límites,
extendido a todos los horizontes.
Pronto el barrizal mismo se puso tembloroso, y al siguiente parpadeo no
quedó mundo a su alrededor. Estaba flotando en medio del espacio, una rotunda
negrura salpicada por el resplandor blanquecino de las estrellas. Cuando vio
temblar el universo, preparó el alma para enfrentarse cara a cara con Dios. Pero
no fue así. Al abrir los ojos, la nada los hirió implacablemente, y si entonces
sucedió algo más ya no pudo comprenderlo.
El amor a destiempo
Me enamoré a destiempo de una mujer hermosa. La más hermosa, la que había
ansiado toda la vida. Ambos nos habíamos buscado por el mundo, siguiendo
incansablemente los indicios del otro, guiados por los sueños y los augurios. Pero
llegábamos siempre a destiempo, a veces por un instante, con el margen justo para
notar aún en el aire el calor del cuerpo que lo había habitado, los restos del
perfume inconfundible que empezaba ya a disiparse. Acercábamos la mano a ese
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vacío desconcertante, resistiéndonos a aceptar nuestro esquivo destino. Una vez
más, habíamos llegado tarde.
Así discurrió nuestra vida, entre viajes vertiginosos y carreras atropelladas.
Empeñándonos en no renunciar a la esperanza de encontrarnos. Pero nuestros
relojes andaban desacompasados, sólo por unos segundos, y sin embargo lo
suficiente para que existiéramos por separado en universos de imposible
confluencia.
Por fin, me venció el cansancio. Fue en una isla del Pacífico, adonde me
llevó el último rastro. Me eché desde un avión en paracaídas y al tocar el suelo
noté cómo chasqueaban mis huesos. No podía moverme. Abrumado de dolor,
maldije la pasión absurda que me había reducido a la miseria. Entonces, como por
un sortilegio, algo se rasgó en el aire y apareció ella. Apenas tuve tiempo de verla
antes de perder el sentido. Me miró con lágrimas en los ojos y solo dijo:
“Estuvimos tan cerca...”
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La entropía
Debían habernos prevenido las primeras señales: los crujidos repentinos rasgando
como estocadas en la noche, las disparatadas grietas, el leve pero constante
estremecimiento que se percibía al apoyar el oído sobre el hormigón. Por encima
de todo, debería haber sido suficiente aquel gorgoteo continuo, como de un motor
pedregoso en el centro de la tierra, que intoxicaba el silencio pero en el que nadie
reparó.
—Espera, Silvia, calla un momento. Escucha.
Silvia obedece, sobresaltada, a la espera de una extrañeza que no distingue.
Concede unos instantes y luego estalla en un suspiro de fastidio.
—Vuelves a tus manías. Es imposible hablar en serio contigo. Pero yo sé
que lo haces por interrumpirme. Simulas escuchar a lo lejos para no escucharme a
mí.
—De veras, ¿no lo oyes? Es como si estuvieran removiendo grava en los
cimientos.
Silvia examina aburrida la expresión de su marido: la alarma húmeda de
sus ojos tan abiertos, el brillo de la saliva en el ribete de los labios. Se siente
tremendamente fatigada. Sopesa la locura verosímil y resuelve abandonar. Sin
advertirlo, ha empezado a darse por vencida, y la perspectiva de prolongar la
discusión sólo le inspira cansancio y aburrimiento.
—Es inútil —acaba lamentando mientras se levanta—. No sé si juegas
conmigo o estás desquiciado de verdad.
El hombre no se inmuta, aguzando el oído en dirección al silencio, después
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de la violencia estridente del portazo.
—No —confirma—, eso ya no es silencio. Es otra cosa.
Para cuando se movilizaron los primeros técnicos ya era tarde. Bastaron
unas cuantas pruebas para confirmar el caos batiente, la disgregación íntima de
todos los materiales. La madera se astillaba en los umbrales, el cemento soltaba
regueros de un polvillo gris que ensuciaba las calles. En el acero se detectaron
vetas alargadas como tajos. Los plásticos más duros se retorcían amorfamente
como la goma al sol. No quedaba en la ciudad un solo vidrio transparente. Y
aquel hervor sin fin seguía llegando desde el corazón del universo.
—Entiendo, Silvia, entiendo lo que dices. Pero no sé qué puedo hacer.
En el auricular, Silvia calla con rítmicos sollozos.
—Es verdad, querida, es verdad. Antes siempre tenía una solución para
todo. Ahora me encuentro como pasmado. Creo que han sucedido demasiadas
cosas. Pero me dan más miedo las que no conozco. Como ese ruido... ¿De verdad
no lo oyes?
En el teléfono cuelga lánguido un pitido intermitente. Sin embargo, el
hombre sigue hablando como si no se hubiera quedado solo.
—Algo trabaja en secreto... Hay una demolición que no descansa.
Se desmoronaron primero los edificios más viejos, en el barrio antiguo de
la ciudad. Los bomberos no daban abasto rescatando gente entre los cascotes, y
mientras removían en una manzana contemplaban descorazonados el
hundimiento de la de enfrente. Pronto ya nadie pudo acudir en socorro de los
heridos, porque no quedaba un solo vehículo que funcionara. Pero el pánico
general no cundió hasta que empezaron a crujir los rascacielos. Pocas veces dio
tiempo a evacuar a nadie: la mayoría de las víctimas murió sin comprender. Se
extendió un terror a los techos que impulsó a mucha gente a abandonar su casa.
Los parques se llenaron de tiendas de campaña, donde los refugiados perecían
aplastados por un árbol o engullidos por un pozo durante el sueño. En pocos días,
la ciudad quedó reducida a escombros, y los supervivientes se diseminaron sin
rumbo por el páramo, donde las grietas se hacían más y más profundas, atrapando
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en su telaraña los últimos suburbios. Aquel latido sordo no cesaba.
—No, Silvia, no. Tienes razón, querida. Nadie nos obliga. Nada nos ata.
Será como tú quieras. Será como tú digas. Pero no me abandones, te necesito más
que nunca. ¿Silvia? ¡Silvia!
El auricular cae a pedazos de la mano del hombre, y siembra las baldosas
resquebrajadas de un grumo sin forma. El hombre ni siquiera se limpia las manos,
solo permanece contemplándolas con un asombro estúpido. Entonces una línea
quebrada asciende por el brazo, alcanza la palma de la mano, se abre en abanico.
Algo quiere ceder bajo la carne.
—Todo está ya perdido —dice o cree decir.
Un chasquido feroz parte en dos el mundo que se viene abajo.
Ninguno de nosotros ha sabido dar cuenta de lo que pasó. En el lugar de la
ciudad ha quedado un gigantesco cráter de insondable negrura. Emanan de él un
vaho inmundo y el eco redoblado del ruido que no cesa. Los que logramos huir
nos reunimos en grupos silenciosos a contemplar la lejanía. Cada uno está solo
con sus desoladoras nostalgias. Nadie propone una explicación, ni siquiera por
tranquilizar a los demás. No debe reprochársenos. Somos tan pocos... ¡y las
grietas avanzan tan deprisa!
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Contraluz
Tres mujeres: Mara, Tara y Lara. Deambulando por mis cuartos, mis salas, mis
pasillos: puedo oírlas. A veces incluso puedo verlas: vestidas de blanco, como
diosas griegas, yendo y viniendo, cuchicheando cosas que no consigo
comprender.
—Mara, eres tú...
—Sí.
—¿Podrías tocar..?
Mara se sienta a contraluz, toca el violonchelo para mí como lo hacía
entonces. Las notas manan y se esparcen, y nunca hubo una melodía más serena.
El violonchelo parece el centro del mundo vibrando entre sus piernas formidables,
que asoman por la tela blanca, oprimiendo la madera sonora. Igual que cuando
me apresaban a mí. Súbitamente, Mara deja el arco en suspenso.
—Dime, ¿llegaste a quedarte en un sitio alguna vez?
—Ahora estoy quieto, escuchándote.
Se ríe, como entonces. Me enamoré de ella porque se reía cuando estaba
triste.
—Sigues siendo un cínico.
Hace a un lado el contrabajo, lo apoya en la pared y se me acerca. Se
inclina sobre mí. Entreveo sus senos bajo la tela, pero no consigo acariciarlos. En
cambio, tengo su beso lánguido, su olor silvestre, su calor. Al retirarse ya es Tara.
—No esperaba que vinieras. Prometiste olvidarme.
—Te mentí.
—Quiero verte danzar.
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Tara baila unos compases de silencio. Es un cuerpo puro que se cimbrea,
se tensa, se abandona. No lo cubre la ropa: lo revela. Un viento interior hace
ondear su larga melena. Yo paso revista a cada uno de los enclaves en que se
posaron mis manos. Aquellas noches febriles bailaba desnuda, aún más poderosa.
Tara: su cuerpo, al contraluz.
—Nunca me dijiste cuántas amantes has tenido...
—Ninguna danzaba como tú.
Pero Tara no se ríe. Tara nunca se ríe. Me enamoré de ella porque en su
expresión la vida se refleja trágica y profunda, como en un lago oscuro.
Cuando Tara se aproxima, ya es Lara. La habitación se ha llenado de luz,
la vista se me nubla.
—Tú también has venido, pequeña.
Lara se sienta a mi lado, me acaricia la frente.
—Claro.
—¿Recuerdas mi canción..?
Cuando Lara canta, uno cree haber descifrado el secreto de las fuentes. Por
eso me enamoré de ella. Su voz me arrastra de viaje a todos aquellos caminos que
recorrimos juntos: el viejo bohemio de la coleta, la jovencita en flor. Yo disfrutaba
humillando a tantos envidiosos. Rendí a Lara mis últimas noches de gloria,
aquellas noches de cosecha temprana, abrumado de tanta frescura. Le susurro:
—Aún no me he curado de ti.
—Mentiroso. ¿Por qué te has ido, entonces?
Me vulnera esa lágrima corriendo su mejilla. Pero no puedo enjugarla. Me
dice:
—Sabes por qué estamos aquí, ¿verdad?
—Sí, pequeña. Pero tú no estés triste. Ya ves, incluso muerto sigo soñando
contigo.
Tres mujeres: el contraluz se apaga lentamente.
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La hojarasca
Una mañana abrió los ojos y creyó volver de un arduo sueño. Contempló el
cuarto como desde una atalaya de desconcierto: los pantalones caídos, las sábanas
revueltas, el perfil indescifrable de su mujer. Al trasluz borroso de la persiana,
adivinó un mundo inconsistente. Proclamó ante el espejo el fraude de una vida
que no le concernía. Dejó sobre la mesa todas las llaves y todas las cartillas, y una
nota que decía: “No volveré. Recuerda que este mes toca llevar al perro al
veterinario.”
Alquiló un apartamento ínfimo donde fundó una soledad sin esperanzas.
Se rodeó de plantas y de libros. Dialogó con todos los fantasmas. Al amparo de
las tardes quietas, del encuentro sin sobresaltos con sus amigos más antiguos, dejó
caer la lenta lluvia de los meses, pero la verdad seguía quedando en otra parte.
Una vez recordó su costumbre adolescente de escribir un diario, y resolvió
entregarse a una nueva cartografía de la memoria. Las primeras líneas fueron:
“No sé quién soy. Sólo aspiro a la lucidez y a una paz triste.”
Se impuso la redacción de una página al día. Registraba, mezclados, los
fútiles sucesos cotidianos, las evocaciones remotas, meditaciones sin profundidad.
Estampando recuerdos le parecía desplegar el olvido. Pronto no le bastó con una
página. Hizo acopio de más horas y de más silencio. Se sucedían los cuadernos
desaforados, que jamás releyó. “Me fascina —escribió— comprobar hasta qué
punto los acontecimientos carecen de importancia. Lo que cuenta es consumar la
pérdida.”
El apartamento acabó reducido a un otoño de plantas marchitas y
cuadernos apilados. Para hacer sitio a los diarios empezó a vaciar de libros los
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estantes. “Me complace deshacerme de la hojarasca de los otros —escribió—,
tanta palabra maravillosa que se parece tan poco a la vida. Pronto empezaré a
hacer lo mismo con las mías.”
Sin embargo, ensimismado en el recuento minucioso e implacable, olvidó
incluso ese plan. Ni siquiera indicaba la fecha en las cubiertas indistintas: sólo
importaba la página siguiente. Abandonó el trabajo, cortó el vínculo con las
últimas personas. Sólo escribía. “Ya he hecho bastante —apuntó—. Ahora quiero
limitarme a borrar.”
Sólo escribía. Evocó pormenores hasta confundir lo acaecido con lo ima-
ginado. Así fue destilando el elixir de la memoria, completando el vacío. Un día le
pareció que lo había registrado todo. Se sintió ligero y exento como una página en
blanco. Sus últimas palabras fueron: “He escrito que escribía. La libertad es
perfecta.”