LA CONDICIÓN DEL HOMBRE CONTEMPORÁNEO

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carlos kohn w. LA CONDICIÓN DEL HOMBRE LA CONDICIÓN DEL HOMBRE LA CONDICIÓN DEL HOMBRE LA CONDICIÓN DEL HOMBRE LA CONDICIÓN DEL HOMBRE CONTEMPORÁNEO CONTEMPORÁNEO CONTEMPORÁNEO CONTEMPORÁNEO CONTEMPORÁNEO LA ÉTICA DE LA LIBERTAD EN LA ANTROPOLOGÍA FILOSÓFICA DE HANNAH ARENDT La teoría de Arendt de la acción y el concepto de “mundo” proveen un criterio que podría servir como un fundamento práctico para hacer juicios políticos. Concebir y explorar la teoría de Arendt de esta manera provee una forma de pensar más clara y útil acerca de los problemas teoréticos y prácticos asociados con la política democrática y el juicio político en un mundo postmoderno o post- Nietzscheano caracterizado por la ausencia de estándares o fundamentos universales. Lawrence Biskowski 1 Introducción En una entrevista que le hiciera un canal de la televisión alemana en 1964, Hannah Arendt sostuvo que ella no per-

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LA CONDICIÓN DEL HOMBRE CONTEMPORÁNEO LA ÉTICA DE LA LIBERTAD EN LA ANTROPOLOGÍA FILOSÓFICA DE HANNAH ARENDT

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carlos kohn w.

LA CONDICIÓN DEL HOMBRELA CONDICIÓN DEL HOMBRELA CONDICIÓN DEL HOMBRELA CONDICIÓN DEL HOMBRELA CONDICIÓN DEL HOMBRECONTEMPORÁNEOCONTEMPORÁNEOCONTEMPORÁNEOCONTEMPORÁNEOCONTEMPORÁNEO

LA ÉTICA DE LA LIBERTAD

EN LA ANTROPOLOGÍA FILOSÓFICA

DE HANNAH ARENDT

La teoría de Arendt de la acción y el conceptode “mundo” proveen un criterio que podríaservir como un fundamento práctico para

hacer juicios políticos. Concebir y explorar lateoría de Arendt de esta manera provee una

forma de pensar más clara y útil acerca de losproblemas teoréticos y prácticos asociados con

la política democrática y el juicio político en unmundo postmoderno o post- Nietzscheano

caracterizado por la ausencia de estándares ofundamentos universales.Lawrence Biskowski 1

Introducción

En una entrevista que le hiciera un

canal de la televisión alemana en 1964,

Hannah Arendt sostuvo que ella no per-

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tenecía a ninguna comunidad o escuela filosófica. “(...)

Mi profesión, si es que en realidad se puede decir así,

es la teoría política. No me siento como una filósofa, ni

creo que haya sido aceptada como tal en el círculo de

los filósofos”, [afirmó; añadiendo,] (...) Hace mucho

tiempo que le he dicho adiós a la filosofía (...) Podría

hablar del 27 de febrero de 1933 [día en que los Nazis

incendiaron el Reichstag, y ante la falta de reacción de

los factores políticos y sociales en defensa de la demo-

cracia, no encontraron obstáculos para consolidar su

poder] (...) Fue para mí un shock inmediato, y a partir de

ese momento me sentí responsable. Es decir, ya no sus-

tentaba la opinión de que es posible continuar siendo

mero espectador”.2

Es por ello que la reflexión acerca de la realidad

del mundo y de la Vita Activa del hombre –más que la

búsqueda de la verdad o la especulación acerca de la

estructura ontológica del Ser– emerge como el objeti-

vo central del pensamiento de Hannah Arendt. Este

élan refleja su preocupación por lo tenue que es nues-

tro control de la realidad, y, por supuesto, por la des-

trucción radical de la libertad y la pérdida del sentido

de comunidad, que ella atribuyó al totalitarismo y a la

banalidad del mal. Pero esta percepción no fue capta-

da por ella meramente como una idea o intuición, sur-

gió de su intento de pensar la condición del hombre

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contemporáneo a través de su propia experiencia como

“pasajera del barco del siglo XX, testigo y víctima de sus

violentas sacudidas”;3 una travesía que le fuera im-

puesta y no iniciada voluntariamente por ella. Y fue, en

buena parte, por el hecho de haber vivenciado la condi-

ción de paria, tanto real como intelectual, que Arendt

arribó a una comprensión sui generis de qué significa

vivir en y con el mundo.

Sin lugar a dudas, esta experiencia trágica –como

víctima del Nazismo y como exilada política en los paí-

ses que le tocó vivir– signó una transposición radical

en su vida académica y sugiere cómo fue que la discí-

pula de Heidegger y de Jaspers, habiendo estado parti-

cularmente interesada, durante sus estudios universi-

tarios, en los problemas de la Metafísica, y cuya tesis

doctoral, publicada tan solo cuatro años antes del shock,

versaba sobre El concepto de amor en San Agustín,4

haya abandonado sus intereses filosóficos [sic] para

“ejercer el oficio de teórico de la política”, con el obje-

to de indagar y reflexionar sobre todo lo concerniente

a las condiciones de posibilidad de un sensus commu-

nis para la acción política y para la formación de una

conciencia ciudadana.5

Y, consecuentemente, a partir de esta elección

–asumida en 1933– de actuar en el “reino de lo públi-

co” como intelectual comprometido, Hannah Arendt

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va a desdeñar los patrones de la investigación acadé-

mica propiamente dicha, prefiriendo dictar conferen-

cias o participando en debates, ante auditorios amplios,

convencida de que el pensamiento confinado al aula o

al cónclave profesional se anquilosaba; y escribir en-

sayos críticos sobre temas de actualidad, para revistas

–no especializadas– de difusión política o cultural, siem-

pre bajo la premisa de que la reflexión juiciosa ayuda

a los seres humanos a encarar con lucidez el mundo

que los rodea y a comprender y superar sus problemas;

bajo la premisa de que esta actividad de reflexión crí-

tica no debía ser patrimonio exclusivo de los filósofos.

Pero, incluso cuando sus cursos universitarios lo de-

mandaban, Arendt no tuvo empacho en involucrarse

apasionadamente en la interpretación del tema o pro-

blema elegido, ante el horror de sus colegas que hipó-

critamente, todavía hoy, continúan reclamando la ne-

cesidad de una neutralidad axiológica en toda investiga-

ción. De allí, en parte, la descalificación que le hicieran

muchos de sus críticos, al denegarle el ingreso al ‘Olim-

po’ de ‘los científicos’ de la política o de la historia.

Sin embargo, a casi 30 años de su muerte (falleció

el 4 de diciembre de 1975, en Nueva York), podemos

afirmar, sin temor a equivocarnos, que su situación de

paria de la filosofía ha cambiado. Hannah Arendt es

ahora una figura plenamente aceptada en los círculos

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académicos, como uno de los más connotados filóso-

fos políticos de nuestro tiempo (aunque todavía la filo-

sofía analítica y la politología funcionalista siguen re-

nuente a darle su beneplácito). Entonces, ¿cómo expli-

car este giro en la apreciación sobre su obra?

Ciertamente, en vida, Arendt fue más conocida

como un crítico cultural, alguien cuyo trabajo pudo al-

canzar una receptividad sorprendentemente grande, a

pesar del carácter complejo y exigente de sus análisis.

Sus principales obras, The Origins of Totalitarianism,

The Human Condition, On Revolution, Between Past and

Future y The Life of the Mind (una edición póstuma, en

dos volúmenes, de sus últimos cursos universitarios)

son textos intrincados, salpicados de ironías, armados

con argumentos densos y alusiones eruditas. Muy pro-

bablemente, fue por esta peculiaridad de su prosa, que

muchos profesionales de la disciplina, le niegan su con-

dición de filósofa y alegan que su obra ha de figurar, si

acaso, como una contribución a la explicación –muy

personal de ella– de acontecimientos históricos y po-

líticos y siempre dentro de un enfoque más bien ‘lite-

rario’. Además, el hecho de estar escribiendo en plena

Guerra Fría añadía un carácter polémico a sus escritos,

y favorecía la polarización de las posiciones. Tal vez

por esta percepción y, a pesar de lo tortuoso de su es-

tilo, las obras de Arendt han tenido y siguen teniendo

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muchos lectores dentro y fuera de la academia. Baste

recordar que el primer volumen del texto filosófico

más profundo de nuestra autora: The Life of the Mind,

que versa sobre El Pensar, apareció inicialmente en la

revista The New Yorker, en 1976, algo casi impensable

en nuestros días.

Por otra parte, alguien pudiera argumentar que

su influencia se ha incrementado considerablemente

en nuestros días, pues un número cada vez mayor de

eruditos y estudiantes de todo el mundo exploran y

analizan su obra, en busca de la naturaleza de la polí-

tica democrática y su relación con la dinámica del mal

político;6 una problemática en la que difícilmente al-

gún otro pensador del siglo XX se le parangona, pero

que ha interesado poco a los filósofos de nuestro tiem-

po. En todo caso, lo que es asombroso en cuanto al cre-

ciente interés por estrujar el pensamiento de Hannah

Arendt es que ella nunca perteneció, ni quiso pertene-

cer a algún grupo intelectual o tradición filosófica com-

parable, por ejemplo, al de la Escuela de Frankfurt, ni

adquirió una imagen popular dentro de algún movi-

miento o partido político. Ella misma lo ha reiterado en

numerosas oportunidades con frases como la siguien-

te: “No tengo tradiciones, no tengo partidos, no tengo

ninguna causa, salvo aquella de la libertad y de la dig-

nidad humana”.7 Además, su vida y su obra siempre

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desafiaron cualquier intento de categorización, al me-

nos en términos de las dicotomías usuales de izquier-

da / derecha o de liberal / conservador.

Así, a pesar de que Arendt fue, ciertamente, una

crítica acérrima del comunismo y una defensora de los

valores liberales, cuestionó la política de desestímulo

de la participación ciudadana emprendida tácitamen-

te por las democracias occidentales y el doble discur-

so que, con mucha frecuencia, adoptan estos regíme-

nes a la hora de pronunciarse sobre casos de flagrante

violación de los derechos humanos; y criticó vehemen-

temente los argumentos que generalmente utilizan, a

la hora de justificar la generación de conflictos, en su-

puesta defensa de la democracia, cuando en realidad

se trataba del beneficio del interés propio. En este sen-

tido, Hannah Arendt fue, sin duda, una de las prime-

ras intelectuales en señalar el peligro de la interioriza-

ción de la estructura totalitaria del poder en los dife-

rentes sistemas políticos, incluyendo, las democracias

liberales. De manera que, lo que a primera vista pudie-

ra parecer una cierta ambigüedad en la posición de

Arendt, tiene ciertamente más que ver con la difumi-

nación de las líneas ideológicas claras de los regíme-

nes políticos actuales, o, para decirlo de manera más

abarcante, con la incertidumbre generalizada que

produjo la así llamada “crisis de los valores”, la cual, a

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su vez, ha logrado ‘posesionarse’ de nuestro Zeitgeist

como si fuera una suerte de Dibuk postmoderno.

En efecto, la ‘era del fin de las ideologías’ llevó al

traste a las supuestamente sólidas verdades políticas y,

por eso, tantos nuevos exegetas han girado su interés

hacia la filosofía de Hannah Arendt, como una referen-

cia imprescindible para repensar la política en el siglo

XXI, como bien sostuvo Miguel Ron Pedrique, uno de

los pioneros del estudio de su obra en Venezuela, en el

Prólogo a su libro, La nostalgia de la política: El proble-

ma del sujeto en la filosofía política de Hannah Arendt:

“El avance de lo social obliteró la idea misma de la éti-

ca como un componente de la filosofía política y so-

cial. Arendt logra reinstalar la filosofía política como

centro mismo de la preocupación intelectual cuando

el paradigma hegeliano-marxista y la hegemonía so-

ciológica estructural-funcionalista entran en una cri-

sis irresoluble. (...) Éstos excluían al hombre ético, res-

ponsable de sus actos y crítico vigilante de su propio

devenir. (...) El valor de la teorización de Arendt con-

siste en colocar la idea del hombre, y de las relaciones

entre ellos, al margen de lo determinante de la econo-

mía, la historia y aun de la idea freudiana de ‘natura-

leza humana’ centrada en la biología. La responsabili-

dad de los seres humanos por su propio devenir histó-

rico es la novedad fundamental de la dimensión polí-

tica”.8

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Sugiero, en conclusión, que en el ámbito de la filo-

sofía política y social contemporánea Hannah Arendt

ha sido una de los más influyentes y destacados expo-

nentes de un pensamiento crítico –no conformista– y

ha abierto la posibilidad de búsqueda de alternativas

para algunos de los más agobiantes problemas de nues-

tro presente. La obra de Arendt intenta responder, cier-

tamente, a la pregunta acerca de la factibilidad de una

convivencia moral y política de los hombres, a partir

del diagnóstico que ella efectúa de la modernidad. Por

ejemplo, fenómenos de crisis de identidad individual

y colectiva, tales como la atomización social, el desa-

rraigo, el conformismo, etc., y algunas de las más gra-

ves patologías institucionales estructurales como la

crisis de la educación, son interpretados por ella como

el resultado de la penetración de la “banalidad del

mal” en los estamentos políticos y sociales del mundo

de la vida. También, y, en este caso, de un modo simi-

lar a Marx y a Hegel, Arendt alerta sobre el dominio ab-

soluto que, en las sociedades modernas, ha obtenido

la esfera de lo económico (el reino de lo privado, lo lla-

ma ella) en las decisiones políticas; y sobre las formas

específicas de gestión pública que ha asumido la insti-

tucionalización de las libertades negativas. De esta

postura se deriva su crítica tanto al modelo totalitario

de poder (de cualquier signo) como a la democracia

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representativa liberal. Así, si bien, al igual que Rawls,

y otros neo-contractualistas, nuestra filósofa busca

vincular la igualdad política y social de una comunidad

de ciudadanos al ejercicio de los derechos individua-

les; a diferencia del autor de Teoría de la Justicia, ella

desarrolla un amplio concepto de democracia cons-

truido a partir de una base real (valores sustantivos), y

no desde una hipotética “posición original”; es decir,

promocionando la experiencia de conformación de

redes comunicativas en el “reino de lo público”.

II.

Ciertamente fue el Amor Mundi, el anhelo de re-

conciliarse con la condición humana, después de haber

sobrevivido la barbarie nazi, lo que impulsó a Hannah

Arendt a ‘destilar’ los conceptos y valores de la ética y de

la política con el fin de franquear la brecha entre el pa-

sado y el futuro. Un primer resultado sistemático de esta

búsqueda fue su segunda gran obra de fundamentación

política, a saber, The Human Condition, publicada en

1958. Es en este texto donde ella expone y articula las

nociones medulares de su antropología filosófica.

Este libro –nos dice la propia autora– no se propo-

ne otra cosa que: “pensar lo que hacemos”, (C.H. p. 18)

es decir, establecer criterios para juzgar nuestro modo

de vivir como miembros de la especie humana o, más

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exactamente, explicitar las capacidades de la “vida ac-

tiva” en oposición a la pasividad de la “vida contempla-

tiva”. En realidad, lo que Arendt está afirmando es que

ella no se ocupará de investigar científicamente la na-

turaleza humana, con el fin de concebir una nueva teo-

ría antropológica, universalmente válida, sino de re-

flexionar sobre las actividades humanas, en términos

de la experiencia resultante de éstas, es decir, “de lo que

hacemos o dejamos de hacer”. Baste recordar, en el con-

texto de su enfoque metodológico, sus palabras en el

Prefacio a Entre pasado y futuro: “El pensamiento mis-

mo nace de los acontecimientos de la experiencia viva

y debe mantenerse vinculado a ellos como los únicos

indicadores para poder orientarse” (B.P.F, en la traduc-

ción de la edit. Península, p. 20, en M. CRUZ, p. 87).

Para Hannah Arendt, la actividad del pensar es,

ciertamente, un modo intrínseco del ejercicio de la li-

bertad porque capacita a los hombres para ejercer sus

derechos y deberes como ciudadanos de una civitas y

para desarrollar su capacidad de juicio. Por ello, su re-

publicanismo cívico y sus apreciaciones en torno a las

consecuencias de la modernidad y del “auge del pro-

blema social”, en detrimento del “reino de lo político”,

están estrechamente relacionados con su concepción

de la facultad humana de juzgar y de la facticidad de

la ética en el ámbito público.

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Así, la filósofa judía –muy en consonancia con la

interpretación rabínica de la Biblia, en mi opinión–

parte de la convicción de que el Hombre es el único ser

que goza de la facultad de ser libre. Por libertad no de-

be entenderse la capacidad de elección –que los anima-

les también poseen– sino la posibilidad de trascender

lo que es dado y de crear algo nuevo (naasé ve nishmá).

A diferencia de otras especies –y también, como

veremos más adelante, de la condición humana de ani-

mal laborans– que por sus características biológicas es-

tán obligadas a seguir sus impulsos, el homo sapiens

está dotado de libre albedrío; es decir, posee la capa-

cidad de negar una realidad que le ha sido impuesta,

de rebelarse frente a ella. Esta condición es, precisa-

mente, la que se anula en una sociedad totalitaria. Ya

que justamente el totalitarismo, insiste Arendt, es el con-

texto que impide que los individuos utilicen su capa-

cidad de pensar y de actuar; elimina el poder de la pa-

labra y les priva de la oportunidad de vivir una vida ple-

namente humana; y concluye: que el objetivo de los

movimientos totalitarios no es otro que “imponer la

más absoluta identidad, reduciendo la singularidad a la

mera pertenencia de la especie humana”.9 (O.T. p. 569).

Por consiguiente, a la pareja: acción pública / plurali-

dad, la condición totalitaria opone la dupla: ciclo na-

tural / identidad. Sólo a través de la lucha contra esta

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dominación, o, lo que es lo mismo, de la afirmación de

la libertad a través de la acción política, se podría em-

prender el proceso de recuperación de la propia digni-

dad, y de reconstitución del sentido de la existencia,

sobre la base de la comunicación y de la participación.

De modo que, la idea de libertad –que conduce al

hombre a re-crearse constantemente, a dar sentido y

a reestructurar permanentemente el mundo que le ro-

dea– y la exigencia radical de que el hombre actúe con

sus semejantes en la construcción de un espacio cívi-

co común, en el que sea posible el desarrollo de una ciu-

dadanía compuesta por individuos diferenciados en

todos los ámbitos pero unidos por el respeto mutuo y

la responsabilidad de ayudarse entre sí, conforman la

base de la antropología filosófica de Hannah Arendt. Y

–como veremos más adelante– los pares categoriales:

libertad / acción (pública) y totalitarismo / banalidad

del mal, entendiendo el primer compuesto como la afir-

mación y el segundo como la anulación de la esencia

propia del hombre, constituyen las nociones claves

para intentar comprender la argamasa teórica de lo

que para Arendt es la condición humana.

Es más, de cierta guisa, toda la obra de Arendt pue-

de leerse a la luz de las siguientes dicotomías: Esfera

privada / Esfera pública; Identidad / Pluralidad; Ruti-

nidad / Natalidad; Permanencia / Ruptura; Fuerza / Po-

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der, en su volición por pensar la libertad como eclosión,

como novedad y como acción, teniendo como horizonte

un sentido de vida, cuya perdurabilidad brinda, a la

participación política, el soporte a partir del cual pue-

de enrumbarse la creatividad humana, la natalidad.

Dos maneras de abordar este hilo conductor –que

configura la base de la reflexión arendtiana sobre la

libertad– me interesan a propósito de su propuesta fe-

nomenológica: A grandes trazos, puede decirse que,

mientras en The Human Condition, la libertad es pen-

sada, a través de la relación entre las esferas de la vida

activa del hombre; a saber: la labor, la fabricación y la

acción; en cambio, en Between Past and Future, la re-

flexión sobre la libertad está signada por la pérdida de

las formas en que la tradición aseguraba la continui-

dad del mundo, “la inmortalidad”. Así, si la moderni-

dad se erigió como consecuencia de la ruptura de la

tradición, de aquella ‘trinidad’: “origen mítico-religión-

autoridad”, que había garantizado por varios siglos la

prolongación de un mundo compartido por sucesivas

generaciones y desembocó en una ‘trinidad’ similar:

“ideología-banalidad del mal-terror” (justamente el

caso de la experiencia totalitaria), dejando poco espa-

cio para la construcción de nuevos espacios de apari-

ción (el fracaso del advenimiento de regímenes genui-

namente socialistas). Arendt se pregunta, entonces,

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¿Qué otra cosa surgiría que no sea el conformismo, el

desarraigo, y, por ende, también, nuestro desdén a ejer-

cer nuestra libertad?. Tal es la esencia del mal radical;

es decir, “el volver superfluos a los hombres en tanto

hombres. No se trata siquiera de usarlos como medios,

lo que dejaría intacto su ser hombres, dañando sólo su

dignidad humana, sino en tornarlos innecesarios co-

mo tales”.10 Para impedir la consolidación de esa con-

dición totalitaria del mundo, es necesario, entonces,

que los hombres ejerzan su libertad con el fin de crear

una nueva natalidad.

Bien, comencemos por el análisis que hace Arendt

de la condición libre del hombre en la primera de es-

tas dos obras, es decir, en La condición humana y lue-

go haremos unas breves referencias a su postura en la

segunda, en Entre pasado y futuro.

En The Human Condition, publicada en 1958, Arendt

se propone jerarquizar la acción, su carácter plural y pú-

blico, frente a la milenaria hegemonía filosófica de la

contemplación. Su élan es claro: abordar los proble-

mas del mundo desde el mundo mismo, desde un pen-

samiento de la acción, dirigido a restituir a la libertad

en aquella esfera que Arendt considera que es la pro-

pia para la acción conjunta de los hombres, es decir, en

el public realm, el ámbito de lo político. Indudable-

mente, la mencionada obra es a la vez una fenomeno-

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logía de la vita activa y un diagnóstico de la moderni-

dad. Así, en la distinción entre las esferas de la activi-

dad humana –la labor (faena) como mera reproduc-

ción vital de la especie, el trabajo (la fabricación) en

tanto producción de objetos perdurables en el mundo

y la acción como capacidad de crear algo nuevo, como

irrupción en el mundo dinámico y a la vez fluido de los

hombres– irá apoyando su interpretación de los avata-

res de la escena política contemporánea. La libertad es

comienzo, brecha temporal: irrumpe entre los hom-

bres como fuerza iluminadora, precondiciona una ac-

ción pública que no es reductible a sus causas o a sus

efectos y, por ello, posee un carácter efímero, agonís-

tico; mientras, en el reino de la necesidad, de la bana-

lidad del mal, sigue predominando la lógica implaca-

ble de la fabricación, del consumo, de la razón medios-

fines, la ausencia de juicio de un funcionario sin ima-

ginación, que Arendt tipifica con tanta lucidez en sus

repotajes sobre el juicio de Eichmann en Jerusalén.

Pero, vayamos paso por paso y comencemos a

desglosar los 3 tipos de actividades inherentes a la vida

humana (C.H. pp. 21-30).

• “La condición humana de la labor es (la necesi-

dad de manutención de) la vida misma”.

• “La condición humana del trabajo (el obrar) es

la mundanidad”, (la necesidad de producir obje-

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tos perdurables, de crear un entorno adecuado pa-

ra poder ejercer la acción).

• “La condición humana de la acción corresponde a

la pluralidad”, (la puesta en práctica de la libertad).

Del mismo modo, cada actividad tiene un ámbi-

to, un lugar que le es propio: la labor y el trabajo se de-

sarrollan en el Oikos (en la esfera privada) y la acción

en la Polis (en la esfera pública). Sin embargo, debe

quedar muy claro –para evitar cualquier crítica ten-

denciosa– que, para Arendt, las tres actividades están

indisolublemente ligadas entre sí y se insertan en las

condiciones más generales de la existencia humana,

definidas por la propia Arendt como la natalidad y la

mortalidad. (C.H. pp. 22-23.)

La Labor

En la estratificación de las tres actividades, la la-

bor ocupa la escala más baja (pero no por ello es des-

deñable y mucho menos, prescindible), ya que el hom-

bre es, primariamente, un ser vivo, pertenece al mun-

do de la naturaleza, y como tal, está sometido a las ne-

cesidades de la subsistencia biológica. (C.H. pp.109-113)

La Labor, tal como la define Hannah Arendt: “es una

actividad que corresponde a los procesos biológicos

del cuerpo.” (C.H. p. 21) Por medio de dicha faena, los

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hombres producen lo vitalmente necesario que debe

nutrir el proceso de la vida, del cuerpo humano, tal co-

mo es el comer, el beber, el respirar, el vestirse, el dor-

mir, entre otros. De allí que, la actividad propia de la

labor no es otra que: la de mantener el ciclo de la vida

(i.e. nacer, crecer, reproducir y morir). De modo que,

al igual que en el resto de los seres vivos la labor no

conduce a ningún otro fin que no sea ella misma como

medio. Mientras dure la vida, esta actividad es peren-

nemente repetitiva.

Arendt ubica la actividad de la labor en la esfera

de lo privado, porque los productos elaborados por el

hombre en esta dimensión no son frutos de su libre de-

cisión sino son determinados por la necesidad. Por

más sofisticados que puedan ser, están dirigidos a ser

consumidos de inmediato por parte de cada uno de los

individuos de la especie. Preso en el círculo de lo ite-

rativo, sin comienzo y sin fin, en un eterno movimien-

to cíclico de necesidades y satisfacciones, el animal

laborans no crea nada nuevo. Lo que el hombre elabo-

ra –en cuanto es Zoê– es esencialmente perecedero, ya

que está destinado a ser procesado y destruido por el

metabolismo vital de su cuerpo.

En esta dimensión, la labor es la más antipolítica

de las actividades humanas porque no requiere la pre-

sencia –deliberativa, se entiende– de los otros hom-

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bres. Es un proceso durante el cual, la identidad huma-

na que se desarrolla se confunde con la uniformidad.

Ciertamente, la potenciación de esta condición de ato-

mización en el hombre, en tanto sólo siente la necesi-

dad de cubrir sus propias necesidades, incluso a ex-

pensas de los que lo rodean y en detrimento de las otras

dos actividades, conduce inevitablemente al conformis-

mo, a la banalidad del mal. Ya, anteriormente, en Los

orígenes del totalitarismo, Arendt señalaba que los go-

biernos tiránicos buscan conseguir el aislamiento pro-

pio del animal laborans como forma de dominación.

La Fabricación

A diferencia de la rutinaria actividad de la labor,

donde esfuerzo y consumo son dos etapas de un idén-

tico proceso, la fabricación, y el uso de bienes durables,

son dos procesos absolutamente distintos: El tener un

comienzo definido y un fin determinado son rasgos pro-

pios de esta actividad, que también algunos animales

son capaces de realizar, la abeja, el castor, por ejemplo.

Las actividades que se encuadran en esta catego-

ría son amplias, ya que incluyen la producción de todo

tipo de objetos de uso durable (mercancías, tecnología,

etc.,) dirigidos a satisfacer los propósitos más variados

(éstos pueden ser incluso, instrumentos para satisfa-

cer intereses culturales, religiosos, etc). Los productos

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de este tipo de actividad, por ende, están destinados no

tanto a ser consumidos como a ser usados. A través del

trabajo, arguye Arendt, el homo faber, “(...) fabrica la

interminable variedad de cosas cuya suma total cons-

tituye el artificio humano”. (C.H. p.157) Mientras la la-

bor ata al hombre a la Tierra, lo mantiene sometido y

ocupado en la repetición cíclica de la vida, la fabrica-

ción de objetos, que son el resultado de la modificación

de la materia prima, ha convertido al animal laborans

en un hombre que se distancia de la naturaleza, dome-

ñándola. En todo trabajo, insiste Hannah Arendt –en

una vena que anticipa una filosofía ecologista– hay

siempre un elemento de violencia. La condición huma-

na que impera en el homo faber es la de un “utilitaris-

mo antropocéntrico”, (C.H. pp.174 y sig.) en la medida

que sólo piensa en términos de medios y fines, estable-

ciendo la utilidad como modelo para la vida humana.

En el ámbito de la fabricación, las cosas las usa-

mos, como el caso de un par de zapatos, los cuales no

se estropean si no los llevo puestos, son objetos y, por

consiguiente, poseen por sí mismos cierta indepen-

dencia objetiva con relación al sujeto, pues usados o

sin usar permanecerán en el tiempo a menos que sean

destruidos accidentalmente. El hombre los produce y

organiza, proporcionando un artificial mundo de co-

sas, con el afán de que dicho mundo perdure en el

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tiempo, para lo cual permanentemente aplica nuevas

tecnologías. Es así como “aquel par de zapatos, por ser

un bien de uso, posee dos características: durabilidad

y objetividad, resultados del proceso de fabricación,”

(C.H. p. 53) donde el hombre, el fabricante, el artífice

de su propio mundo es dueño y señor, no sólo porque

se ha impuesto como el amo de toda la naturaleza al

violentarla, al matar el animal y así obtener de éste su

piel para fabricar el par de zapatos, sino porque es due-

ño de sí mismo y de sus actos. (Mientras la labor es di-

ferente, porque en ella el sujeto permanece atado a sus

necesidades vitales).

Pero, como ciertamente la durabilidad del mundo

de las cosas no es absoluta, la necesidad justifica la vio-

lencia ejercida sobre la naturaleza para obtener la ma-

teria prima de los productos, que él considera benefi-

cioso para fabricar. Es una cadena de medios-fines que

no se agota con el producto perdurable. Al contrario,

por lo que la escasez de los mismos pudiera justificarse

también la violencia entre los hombres. En el ámbito

de esta actividad predomina, en suma, aquel eslogan

del argot popular que reza: “el fin justifica los medios”.

Otro tipo de fabricación, de naturaleza distinta a

la de “hacer zapatos”, es la obra de arte, la cual también

es resultado de la modificación de objetos primarios,

llámese escribir una poesía, pintar una imagen, com-

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poner una pieza de música. Es hacer del pensamiento

una realidad, y para producir dichos objetos del pen-

samiento, se requiere de un instrumento, el mismo que

hizo los zapatos, “las manos”, ayudado, por supuesto,

de la maquinaria, también fabricada para tal fin. De

manera, que también un artista puede crear objetos de

arte sin el concurso de la deliberación de los demás

hombres y, por lo tanto, al menos mientras sea de su

propio uso y conocimiento, pertenece en tanto activi-

dad, a la esfera privada y no a la esfera pública.

En todo caso, a través del trabajo, el homo faber

comienza ya a ser más propiamente humano, produ-

ce un mundo de cosas, sin el cual, la acción –la activi-

dad más excelsa del hombre– no tendría un marco de

sustentación.11 (C.H. pp. 222-234). La mundanidad, la

pertenencia al mundo, es así uno de los aspectos ca-

racterísticos de la condición humana. El mundo es en

este sentido para Arendt, el producto del quehacer hu-

mano, que, apoyándose en o enfrentándose a la natu-

raleza, pero siempre trascendiéndola, produce todo el

artificio humano cultural, dentro del cual nos desarro-

llamos.12 (C.H. p. 21) Por lo tanto, el mundo de lo fabri-

cado o mundanidad, como Arendt lo denomina, es, pa-

ra ella, sinónimo de civilización: Su característica ra-

dica en proporcionar una estabilidad y durabilidad

más allá de la vida individual.

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Por otra parte, aunque el trabajo debe distinguir-

se fenomenológicamente de la labor, del mismo modo

en que deben distinguirse el mundo y la naturaleza, la

experiencia y el ciclo vital, la razón instrumental que

sustenta a la fabricación le impide, paradójicamente,

lograr la perpetuidad dentro de ese mundo construido.

El homo faber sólo se preocupa por crear los medios

requeridos por los fines propuestos, y una vez alcan-

zados éstos, convertidos en objetos, se transforman, a

su vez, en medios para otros fines. Prisionera de esta

forma de la cadena infinita de los medios y de los fines,

se vuelve totalmente ciega a la distinción entre lo útil,

a corto plazo, y lo verdaderamente significativo. Es de-

cir, si la actividad del hombre se restringe, además de

la labor, sólo a la fabricación, dejando de lado la otra

esfera, a saber, la de la acción, los hombres no estarían

practicando su libertad sino sometiéndose a su Yeser

Ha Rá. En palabras de Arendt: “Si se permite que los

modelos de homo faber rijan, necesariamente, el acce-

so a la existencia de este mundo, entonces el homo fa-

ber terminará sirviéndose de todo y considerando todo

como simple medio para él”. (C.H., pp. 176-177).

Ahora bien, que haya un mundo o, lo que es lo mis-

mo, que haya un horizonte de sentido para la vida, en-

tre el nacimiento y la muerte, sería lo que se requiere pa-

ra que la condición humana no sucumba nuevamente

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en el ciclo del Zoê, ya sea de manera inmediata, como

consecuencia de la escasez, ya sea de manera mediata,

sustituyendo la rutina de la labor por otro automatismo,

igualmente ajeno al pensar y al actuar, como lo es, el de

una técnica desenfrenada y devoradora. Para impedir

que el mundo se convierta en unidimensional, debemos

evitar que los medios se conviertan en fines y los fines

en medios. Sólo el amor mundi puede transformar al

homo faber en un verdadero homo sapiens. En suma,

para Arendt, ambas actividades [la labor y la fabrica-

ción] permanecen, siempre, confinadas al ámbito de lo

privado, marcadas por la sumisión a la necesidad, que

impele mientras no se satisface; y el problema es que

las necesidades siempre reaparecen y coartan. La au-

téntica libertad humana sólo se da para Arendt en el

ámbito de la vida pública, en la gratuidad del gesto de

la acción y de la palabra, doble vertiente de este últi-

mo aspecto de la llamada vita activa”.13

La Acción

En efecto, la acción es la actividad más sublime

de la condición humana. Frente a la procesualidad de

la labor y a la proyectabilidad de la obra, la acción se

distingue por su constitutiva libertad, por su vincula-

ción con el juicio reflexivo, siempre cambiante y ade-

cuándose a la realidad.

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A pesar de tener un comienzo definido, la acción

nunca tiene un fin predecible; esto se debe a que su te-

los es trascender la simple funcionalidad de los bienes

de consumo y la utilidad instrumental de los objetos de

uso. Actuar es inaugurar, hacer aparecer por primera vez

algo o alguien en público, añadir algo propio al mun-

do. Esta manifestación pública de la acción implica la

relación con un otro –prójimo pero obviamente distin-

to– del sujeto que actúa, tomado en su singularidad y

ya no en tanto representante de la especie (animal la-

borans), ni en tanto artífice individual o serial de obras

(homo faber). La doble actividad de la praxis y de la

lexis se ejerce entonces entre actores, en interacción

manifiesta y entre hablantes, en interlocución abierta.

Por ello Arendt insiste en que: gracias a la acción y a la

palabra el mundo se revela como un espacio habitable

compartido.

Con la acción nos insertamos en un mundo don-

de ya están presentes los otros. Un mundo que es, a la

vez, más viejo que nosotros y que con nuestra apari-

ción es modificado por nosotros, es decir, que es trans-

formado por nuestros actos y nuestras palabras. De ahí

que Arendt recurra a la categoría de natalidad para dar

cuenta de esta dimensión. Frente a la obra acabada

que es fruto de la techné y la poiesis propias de la acti-

vidad de la fabricación, la acción como natalidad

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apunta exclusivamente al hecho del inicio. “De todo

recién nacido se espera lo inesperado: Nacer es entrar

a formar parte de un mundo que ya existía antes, na-

cer es aparecer, hacerse visible, por primera vez, ante

los otros; entrar a formar parte de un mundo común”

(Vida del espíritu, p. 35). La acción humana es inicio de

una cadena de acontecimientos y los humanos tene-

mos el extraño poder de interrumpir los procesos na-

turales, sociales e históricos, puesto que la acción hace

aparecer lo inédito. La natalidad es, pues, matriz de

todas las acciones, acto de ruptura con el pasado me-

diante la introducción de algo nuevo en el continuum

temporal de la naturaleza.

En este punto cobra sentido la afirmación arend-

tiana, señalada más arriba, de que toda acción tiene un

comienzo definido pero un final impredecible. El na-

cimiento, el espacio de aparición, cae en una red de re-

ferencias y relaciones ya existentes, de modo que sus

consecuencias siempre sobrepasan las metas que el

sujeto podía prever. La innovación, la iniciativa, la no-

vedad se encuentran siempre intrínsecamente amena-

zadas de hybris, de desmesura, de incertidumbre en

cuanto a sus límites. Y porque la hybris es la tentación

política por excelencia, la moderación es una virtud de

primer orden; y para ello, es necesario, por lógica, el

concurso de otros, es decir, de la racionalidad comuni-

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cativa. La acción no puede tener lugar, pues, en el ais-

lamiento, ya que quien empieza algo sólo puede aca-

barlo cuando consigue que otros le ayuden.

Ahora bien, como hemos visto, en la esfera do-

méstica los hombres viven juntos para satisfacer sus

necesidades vitales, el hombre proporciona el alimen-

to y la mujer procrea. Por lo tanto, los integrantes de la

esfera familiar están sujetos a la necesidad, que con-

lleva, la más de las veces, a que surja la violencia, en

virtud del sometimiento de la esposa por el esposo, del

amo sobre el esclavo, del soberano sobre el súbdito,

etc. En consecuencia, los ciudadanos (hombres y mu-

jeres), que asumen su libertad, traspasan el reino de la

necesidad, es decir, trascienden la esfera privada, a tra-

vés de su acción conjunta para reclamar derechos y

deberes, en la esfera pública; en la que se es libre de la

desigualdad presente en la esfera del oikos, pues se tra-

ta de un espacio en el que no existen gobernantes ni

gobernados absolutos, sino que todos pueden concer-

tar entre iguales.

Entonces, si es necesaria la presencia de otros

para la acción concertada, ¿Qué papel cumple el indi-

viduo dentro de dicha esfera pública?: El individuo se

descubre a sí mismo, se revela por el discurso y por su

acción, pasando del plano de la pura inmediatez hu-

mana, cuando las personas sólo departen con otras, ni

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a favor ni en contra, es decir, espontáneamente, a un

plano real en que la acción asume un carácter especí-

fico hacia la transformación de una situación concre-

ta. (De allí, el rol que Arendt descubrió en el papel de

los salones de la burguesía en el siglo XIX). Es por ello

que la acción, sin una identidad, sin un objetivo, tal vez

sea estéril, pero si se le agrega el factor: del por qué,

puede que adquiera algún significado. El discurso y la

acción son, por lo tanto, los modos en que los seres

humanos se presentan unos a otros como hombres

participando en la esfera pública, en el espacio de la

polis. Se trata de la trama de las relaciones humanas

que existen donde quiera que los hombres vivan jun-

tos. Alguien produjo un nuevo acontecimiento –que

luego la historia decidirá si fue significativo– y ese al-

guien se convierte en su protagonista, en el doble sen-

tido de la palabra, o sea, su actor y su espectador.

Esta dimensión teleológica de la acción y el ca-

rácter del sujeto como agente responsable de sus ac-

tos (imputable y no autónomo) son cuestiones aborda-

das desde una perspectiva que se opone a las éticas

procedimentales de cuño kantiano, y a favor de las éti-

cas del bien, sobre todo de la aristotélica. Pero Arendt,

a diferencia de algunos connotados comunitaristas,14

no manifestó su interés en proceder a una recupera-

ción de las críticas románticas a Kant –especialmente

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la de Hegel– con el fin de atacar la supuesta vaciedad

de una ética centrada exclusivamente en los aspectos

deontológicos y formales de la moral, sino en exami-

nar las condiciones de posibilidad (política) de la ac-

ción humana como mejor género de vida.

El objetivo de la acción es, en suma, la creación

de un mundo mejor, que le dé sentido y espesor a nues-

tra existencia y en el que podamos desarrollar plena-

mente nuestra libertad. Ello no significa, sin embargo,

que se pueda hablar, sin más, de un mero retorno de

Arendt a la ética aristotélica, tal como pretenden nu-

merosos autores.15 Para Arendt, la verdadera acción, la

acción libre es aquélla que va acompañada de la pala-

bra, que es resultado del diálogo entre los hombres. Y

ello, porque en la medida que siempre percibimos el

mundo desde las distintas posiciones que ocupamos

en él, sólo podemos experimentarlo como mundo co-

mún a través de la razón comunicativa. Sólo hablando

es posible comprender, desde una gran pluralidad de

perspectivas, cómo es realmente nuestro mundo. El

mundo es pues lo que está entre nosotros, lo que nos

separa y nos une. La acción, en suma, es la única acti-

vidad que se da entre hombres sin la mediación de co-

sas o materia; y corresponde a la condición humana de

la pluralidad, es decir, vivir como ser distinto y único

entre iguales. Esto se fundamenta en el hecho de que

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‘los hombres’ –no ‘el individuo’– viven en la tierra y

habitan en un mundo compartido (C.H. pp. 22-23).

Por ello, Arendt sostiene que “Acción y discurso

están estrechamente relacionados debido a que el acto

primordial y específicamente humano debe contener

al mismo tiempo la respuesta a la pregunta planteada

a todo recién llegado: ¿Quién eres tú?. Este descubri-

miento de quién es alguien está implícito tanto en sus

palabras como en sus actos (...) En todo caso, sin el

acompañamiento del discurso, la acción no sólo per-

dería su carácter revelador, sino también su sujeto,

como si dijéramos; si en lugar de hombres de acción

hubiera robots…y, aunque el acto [de éstos] pueda

captarse en su cruda apariencia física sin acompaña-

miento verbal, sólo se hace pertinente a través de la

palabra hablada en la que se identifica [quién es el]

actor, al anunciar [éste] lo que hace, lo que ha hecho y

lo que intenta hacer” (C.H. p. 202).

Este proficuo pasaje sobre la relación íntima en-

tre la ética discursiva y la praxis trae un buen número

de consecuencias. La más importante es que la plura-

lidad humana es la condición básica tanto de la acción

como del discurso; sin esta disposición al respeto no

podría haber ninguna acción comunicativa. No obs-

tante, esta exigencia a aceptar el pluralismo no signi-

fica, meramente, arguye Arendt, que existe otredad,

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que hay algo que frustra los deseos, las ambiciones, las

pasiones o las metas que cualquiera de nosotros pu-

diese tener y, por lo tanto, que el agente, predominan-

temente necesario, para regular la sociedad civil deba

ser el de la libertad negativa. Se trata, más bien, de que

existe una distinción singular acerca de todos y cada

uno de los individuos humanos y que todos tienen

iguales derechos al reconocimiento y a la solidaridad

respecto de sus necesidades e intereses particulares.

Y, es en este contexto donde aparecen las dos ca-

tegorías fundamentales de la filosofía política de

Hannah Arendt; a saber, la libertad y la pluralidad, las

cuales según ella han sido olvidadas por la tradición

filosófica y la teoría social.

Así, ya en las primeras páginas de La condición

humana, Arendt destaca que “la pluralidad es la con-

dición de la acción humana debido a que todos somos

lo mismo, es decir, humanos, y por tanto nadie es igual

a otro que haya vivido, viva o vivirá” (C.H. p. 22). Para

ella, en efecto, la vida política misma no es posible si

no es como resultado de las múltiples, y bien diferen-

ciadas, acciones de los hombres. Y, en este sentido, co-

mo habíamos dicho antes, la acción presenta una di-

ferencia fundamental con respecto a la labor y a la fa-

bricación, ya que mientras éstas últimas se pueden

ejercer en solitario, la acción requiere de la presencia

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de los otros, es decir, de un espacio público. En este

sentido, la pluralidad implica publicitación, y es –en

palabras de Arendt– “la condición básica tanto de la ac-

ción como del discurso”, y sus dos componentes esen-

ciales son: la igualdad y la distinción. “Si los hombres

no fueran iguales, no podrían entenderse ni planear y

prever para el futuro las necesidades de los que llega-

rían después. Si los hombres no fueran distintos, es de-

cir, cada ser humano diferenciado de cualquier otro que

exista, haya existido o existirá, no necesitarían el dis-

curso ni la acción para entenderse. Signos y sonidos

bastarían para comunicar las necesidades inmediatas

e idénticas” (C.H., p. 200).

De modo que, en Arendt, la igualdad no presupo-

ne negar la distinción entre los individuos, como po-

dría ser el caso de una interpretación dogmática, al in-

terno de la teoría marxista. Para la filósofa judía, no

hay contradicción entre isonomía y pluralismo. Empe-

ro, la articulación de estas dos nociones, aparentemen-

te antagónicas, no supone, sin embargo, una síntesis

de ambas. La pluralidad para Arendt implica una dis-

tintividad entre únicos, pero que tienen iguales dere-

chos y deberes a opinar y a actuar.

La permanente insistencia de nuestra autora a

preservar la diferencia en el curso de la acción, tiene

estrecha relación con su contundente rechazo al esta-

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blecimiento de identidades colectivas, ya sea que es-

tén basadas en la raza, la religión o en alguna ideolo-

gía. Pienso que es justamente esta noción radical de

pluralidad la que, en última instancia, la aleja de ma-

nera tajante de toda idea de consenso racional univer-

salmente válido. Sólo mediante la deliberación pública

–entre ciudadanos, en igualdad de derechos– se puede

lograr acuerdos, y éstos siempre serán transitorios. El

bien que intenta alcanzar una comunidad es siempre

un bien plural, es decir, un bien que refleja las diferen-

cias entre personas: sus distintos intereses y opiniones

y, al mismo tiempo, la comunalidad que los une como

ciudadanos, esto es, la solidaridad y reciprocidad que

ellos cultivan como iguales políticos.16

En cuanto a la libertad, la autora de la Condición

Humana entiende algo muy distinto a la facultad de

autonomía del sujeto moral de raigambre kantiana. La

acción libre, según Arendt, “nunca está bajo la guía del

intelecto ni bajo el dictado de la voluntad”; es “libre de

motivo por un lado, y de meta intencional como efec-

to predecible, por el otro”. (B.P.F. pp. 151-152). O, para

decirlo en términos más coloquiales: La libertad no im-

plica sólo la capacidad propia de pensar y tampoco

puede ser mera expresión de una motivación interna

del yo. (Éstas serían las condiciones de la libertad exi-

gidas por Kant.)17 Para Arendt, la finalidad de la acción

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varía en función de las circunstancias del momento y

sobre todo de la acción de otros que la realizan conjun-

tamente conmigo; por lo que anticipar la finalidad no

es cuestión de libertad sino de juicio acertado o erró-

neo. La voluntad sigue al juicio y ordena ejecutar la ac-

ción; pero mientras ésta sea resultado de un impulso

vital, no realiza una acción libre, sino que muestra un

signo de debilidad o de fuerza. (Ésta sería la diferencia

entre satisfacer los impulsos de los instintos o actuar

por libre albedrío.) Por tanto, una acción es libre en la

medida en que no está bajo la guía y el mandato de la

motivación sea ésta pasional o moral, si bien necesita

cumplir con ambas instancias para lograr su finalidad

(B.P.F. pp. 163-164).

Sin embargo, por si no quedó claro, de ninguna

manera nuestra filósofa estaría sugiriendo que el inte-

lecto o la voluntad no son necesarias para el éxito de

cualquier acción, ni está afirmando que los motivos o

las metas tengan una función insignificante en las de-

liberaciones de un sujeto. Más bien, ella declara que la

libertad de acción no reside en una sola de estas cate-

gorías, o que una de ellas sea el factor “determinante”,

sino que todas ellas confluyen en la experiencia de la

libertad. Ergo, la libertad aparece allí donde se desarro-

lla una deliberación y una praxis compartida y desapa-

rece cuando el uso de la palabra y la acción política han

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sido coartadas y la comunidad de la polis se disuelve.

Cito a Arendt, “La aparición de la libertad (...) coinci-

de con el acto de realización (...) Los hombres son li-

bres tan pronto como actúan, ni antes ni después; (...)

ser libre y actuar es lo mismo” (“What is Freedom” en

B.P.F., pp. 152-153).

Por otro lado, no es de extrañar que Arendt no

conciba a la libertad como formando parte de la es-

tructura natural del hombre y, por el contrario, sosten-

ga que su contenido varía en el tiempo. El hombre, en

su estado natural no es libre ya que está sometido a las

leyes de la supervivencia, las que rigen la especie; no

elige cuándo, dónde y de quién nace; ni su lengua, re-

ligión o cultura, si bien éstas pueden cambiar después.

Se puede decir, entonces, que la libertad es un atribu-

to artificial de la condición humana. Es impensable

para el mundo inanimado y no califica para los seres

vivos en general. Es un atributo del hombre en tanto

ciudadano perteneciente a una determinada sociedad

que ha alcanzado, en su devenir histórico, un grado

distintivo de libertad. No hay libertad total, ni ésta es

alcanzable en un remoto “fin de la historia”, pero tam-

poco hay ausencia absoluta de libertad, siempre que-

da algún reducto para elegir y para actuar en confor-

midad. Por lo tanto, la libertad está sujeta, paradójica-

mente, a los límites que le impone el modo de vida del

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momento. Es nuestra relación con los otros, no con

nosotros mismos, lo que nos hace conscientes de la li-

bertad o de su ausencia18 (B.P.F. pp. 157-161).

Así, lo relevante en la acción es el compromiso

que la persona adquiere de vivir siempre de acuerdo

consigo misma y en solidaridad con los demás, a par-

tir de su natalidad. Pero, ¿qué significa la categoría

“natalidad”, en la acción? Significa poder de iniciativa,

crear, ser nuevo en la medida que renueva el mundo.

Posteriormente, en Sobre la revolución proporcionará

el contenido de la libertad –definida como la capaci-

dad y decisión de participar activamente en los asun-

tos públicos– y como totalmente deslindada del con-

cepto –para algunos análogo– de liberación (de hecho,

según nuestra autora, la liberación puede traer, even-

tualmente, mayor opresión). El desarrollo político de

la libertad requiere de un espacio público común, ci-

vilmente organizado, en el que el hombre desarrolla la

acción. Sólo a través de la creación de espacios públi-

cos de deliberación se puede ser libre.

En efecto, para Arendt, –y ahora, en su obra En-

tre pasado y futuro– la libertad se realiza de dos mane-

ras: 1) Como consecuencia de “un acto de nacimiento”;

es decir, al introducir algún cambio significativo en el

mundo; y 2) Cuando se establece finalmente una co-

munidad política, “un compromiso” entre los hombres

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para ejercer la acción compartida en pro de su libertad.

Tales momentos fundacionales son esenciales para la

política y para la libertad; porque la libertad –aunque

inagotable desde el punto de vista de la creatividad hu-

mana–, tan pronto aparece en la esfera pública, que-

da limitada por la carencia de espacio material para su

puesta en práctica. (B.P.F, p.149). Como resultado, la li-

bertad siempre está amenazada por la pérdida o por el

olvido. La importancia de la acción de fundar el reino

político yace, precisamente, en la necesidad de hacer

posible la continuidad de aquello sobre lo cual nunca se

puede estar absolutamente seguro; a saber, la apari-

ción y el desarrollo de la más transitoria y frágil de las

experiencias humanas: la libertad.

Por esta razón, la libertad necesita el sostén de

los fundamentos políticos para llegar a ser algo más

que un suceso efímero o marginal. Así, ante el acertijo:

¿Cómo puede una entidad política ser creada y preser-

vada de manera que encuentre una nueva identidad e

historia, sin contradecir la naturaleza arbitraria y con-

tingente de tal comienzo? Arendt responde, “el poder

se genera cuando los hombres se reúnen y ‘actúan de

común acuerdo’ y desaparece en el momento en que se

aíslan. Es la fuerza de la promesa mutua o contrato lo

que los mantiene juntos”.19 Una vez que reconocen que

ni la necesidad de construir el futuro, ni la pluralidad

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esencial para ejercer la acción, pueden ser eliminadas,

sino sólo conducidas políticamente, los hombres gene-

ran un poder que “los mantiene unidos”, fundándose

así una comunidad política.

El contrato y las promesas a los que se refiere la

filósofa judía, no son, obviamente, aquellos que impli-

can que todos y cada uno de los involucrados ceden

algo en aras de un convenio mínimamente aceptable

(el cual, en realidad, deja siempre algún resabio de in-

satisfacción), sino los que habrán de conformar un ti-

po especial de consenso que implica que cada uno de

los afectados, por las normas que rigen el acuerdo, se

siente invitado a dar su consentimiento a las mismas,

porque le han convencido realmente las razones adu-

cidas, en el sentido de que, ciertamente, las normas sa-

tisfacen intereses generalizables. Esta convicción co-

mún significa la aceptación tácita de obligaciones mu-

tuas y, por ende, que el acuerdo es políticamente legíti-

mo y no una usurpación de la voluntad libre de los in-

dividuos. Nace así un nuevo factum político, o como di-

ría Arendt: “irrumpe un nuevo espacio de aparición”.20

En la promesa se inscriben los límites de la sobe-

ranía posible; los contornos del control que los hom-

bres, en su acción plural, pueden ejercer sobre los efec-

tos de sus actos. La política, por ende, tiene la forma de

la promesa, que Arendt, sin retórica alguna, define co-

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mo la “memoria de la voluntad”; y, en las dificultades

para su implementación, podemos apreciar los avata-

res de la democracia moderna. A diferencia de los prin-

cipios que, generalmente, guían la acción de los hom-

bres en los discursos del pasado –honor, virtud, temor–,

los principios de perdón y de promesa que están en jue-

go aquí están asociados directamente con la preserva-

ción de la vida política como tal (C.H. pp. 255-258).

En efecto, el perdón es una práctica de la libertad

que busca un recomenzar, donde no se olvida que hay

heridas, huellas pero aun así no hay venganza, es una

acción que hace posible el renacimiento del sentido de

la comunidad, en el interior de los individuos, de los

grupos. Es la vuelta hacia el propio interior para des-

cubrir la relación profunda que me une al otro y el im-

pulso para que reconozca en sí mismo el valor de su

propia humanidad, busca hacer que el otro se libere de

ser dominado por los actos del pasado y asuma lo in-

cierto e inseguro del futuro mediante las promesas, cu-

yo carácter de obligatoriedad hace que se mantengan

las identidades sin ser condenados a vagar solitarias y

atrapadas en contradicciones y equívocos. Para tal si-

tuación, la única salida es concertar en presencia de

aquel otro (el profeta Samuel, p.ej.) quien confirma di-

cho pacto entre el que promete y el que cumple y esto

sólo se logra en la esfera pública.

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Es así como las dos facultades, el perdonar y el

cumplir la promesa, dependen del vivir como ser dis-

tinto y único entre iguales, o sea en la pluralidad de la

presencia y la actuación de los otros, ya que el indivi-

duo solo y aislado carece de realidad, pues nadie pue-

de perdonarse ni prometerse a sí mismo, sin la apro-

bación de los demás. Cabe señalar, también, que de

vivir encerrados en nosotros mismos, nunca podría-

mos perdonarnos, pues justamente el perdón es la ca-

pacidad permanente de rectificar el camino hacia la

realización de toda persona y de buscar el reencuentro

y la reconciliación con la verdad de la realidad huma-

na, por más que esta haya podido ser negada o preten-

dida por muchos de nuestros congéneres.

Ahora bien, se pide perdón porque se ha hecho

daño y este hecho hace parte de la cotidianidad, del

diario vivir, el cual se radica en la trama de las relacio-

nes humanas, las cuales necesitan del perdón, del acto

de la reconciliación, para que la vida continúe. Se tra-

ta de una cadena de pecar y perdonar, y donde la ac-

ción es la fuerza vital del perdón. El surgimiento de

esta cadena de pecar y perdonar, significa que el per-

dón no es de nuevo la misma acción sino que actúa de

forma diferente e inesperada, no está condicionado por

el acto que la provocó. En este sentido podemos decir

que es más libre quien perdona que quien es perdona-

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do. Este perdón y la relación que establece siempre son

un asunto personal en lo que lo hecho se perdona por

amor a quién lo hizo. Es así como ese perdón se abre

hacia una significación futura, hacia un acto de nata-

lidad por el que se reconstituye el sentido originario

sobre la destrucción causada por el mal. No se trata de

ignorar el pasado o de restituirlo, sino de darle opor-

tunidad a un camino nuevo, a inéditas acciones por

donde pueda fluir “el amor por el mundo”.

El compromiso y el perdón significan, para Arendt,

la acción libre hacia una forma pública de vida que

implica que un ciudadano que se preocupa por el mun-

do, se complace en debatir, acordar y actuar conjunta-

mente con sus iguales, antepone el bien comunitario

al suyo propio, considera que se ha violado su dignidad

cuando las decisiones que le afectan se toman sin su

participación y se arma de valentía para intervenir

cuando es necesario, etc. Esa facultad de cumplir las

promesas y de perdonar es, a su vez, la condición que

hace posible la creación y preservación de una comu-

nidad viable, en ello radica la fuente del poder.21 No

hay autoridad, no hay precepto, fuera de la voluntad

misma de asegurar la permanencia de la libertad en la

escena pública que proporcione espesor a este espacio

de aparición. La fundamentación de esta condición de

la libertad se halla en concebir a la acción humana

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como poder infinito, absoluto y originario que se con-

densa y contrae en cada uno de los individuos de nues-

tra especie, siempre que esa acción sea libre y solidaria.

Hacer este planteamiento equivale, para la filóso-

fa judía, a invitar a cada individuo a asumir la plena

responsabilidad de su propia existencia, a sacudir toda

pasividad y todo conformismo con el estado de cosas

actual que impele al hombre a adaptarse al imperio de

fuerzas que le son extrínsecas; que lo lleva a someterse

al mundo, en lugar de iniciar un auténtico proceso de

autoafirmación frente a la realidad. Dicho de otra ma-

nera, para Arendt, la libertad es la ‘causa primera’ de las

acciones políticas, que son aquéllas que están dirigidas

a mejorar la condición humana.

Ciertamente, hay una prioridad clara de la liber-

tad sobre la “constitución formal” en esta definición de

comunidad política. Pero esa prioridad de la libertad,

no obstante, deja a la política peligrosamente ‘poten-

cial’; el reino de lo público podría ser sometido a pér-

didas repetidas, a ser olvidado tan pronto como los

hombres abandonen su actividad política. Para evitar

que esta naturaleza ‘potencial’ de la actitud de desidia

o sometimiento del hombre se generalice y se convier-

ta en un mal banal, Arendt considera necesario que la

asociación libre entre los hombres esté dotada de po-

der, ya que éste es lo que preserva la vida en el reino de

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lo público, el espacio potencial de aparición entre hom-

bres que se relacionan entre sí a través del discurso y

de la acción. Lo que primero socava y después destru-

ye las comunidades políticas, es la perdida de poder”.

Empero, el poder también está sujeto al mismo proble-

ma que atormenta a la libertad, a saber, no puede ser

acumulado ni mantenido en reserva para emergencias,

como los instrumentos de la violencia, sino que existe

sólo en su permanente actualización.

De esta manera, el poder es siempre, para esta

original pensadora, un poder potencial y no una enti-

dad inmutable, mensurable y segura como la fuerza o

la violencia. Es dependiente del inseguro y transitorio

acuerdo de muchas voluntades e intenciones. No es la

capacidad de poder lo que ha malogrado la política, si-

no la coerción. Esta última es la que despoja a los hom-

bres de su poder. El poder es la acción que tiende a

desarrollar estas potencialidades del ser humano –y en

ese caso está condicionado por la libertad–. El domi-

nio de la fuerza, por el contrario, está dirigido a repri-

mir esta condición, a obtener la apatía e inamovilidad

de los hombres hacia la gestión pública. Este es el mun-

do en el que reina la banalidad del mal, la condición

totalitaria par excellence.

En este sentido, el poder es un fin en sí mismo

que no puede utilizarse para otra acción que no sea la

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formación de una voluntad común a través de un pro-

ceso comunicativo siempre guiado por el afán de al-

canzar el entendimiento. La única manera de que el

poder político no degenere en una estrategia caracte-

rizada por la coerción o violencia es que se aplique

solamente para mantener la praxis de la que ha surgi-

do, o sea, un espacio público político no deformado por

ningún tipo de acción meramente instrumental (i.e.

ideológica).22

Arendt, por lo tanto, sostiene que si aprehende-

mos la política en su justa dimensión, en el sentido de

práctica de la responsabilidad cívica, entonces, la per-

suasión, el diálogo, y no la violencia desgarradora, se-

rían las que enmarcarían las relaciones políticas de los

ciudadanos con el ordenamiento institucional del Es-

tado. De allí que, para poder construir una sociedad

democrática, es necesario asumir, en un debate plural,

una racionalidad y un lenguaje políticos que coordinen

la noción y la práctica de la ciudadanía a partir de la

comprensión y la defensa de los ideales de la democra-

cia, a través del aprendizaje cívico de los contenidos de

la igualdad, la libertad y la solidaridad.

La propuesta se bosqueja, claramente, sobre el

ámbito de la reforma democrática del Estado y apun-

ta sobre todo al fortalecimiento de la participación ciu-

dadana en la decisión y la gestión de los asuntos colec-

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tivos. Frente a la alternativa entre la ‘mercantilización’

de todas las relaciones sociales y el protagonismo ex-

clusivo de una figura estatal que ha agotado sus posi-

bilidades, el espacio público, ha de ser pensado como

una esfera autónoma, escenario de la deliberación y de

la participación social. Constituiría así el entramado

de automediación de la sociedad civil con un Estado en

el que las distintas alternativas –generadas como resul-

tado de los acuerdos alcanzados entre hombres reuni-

dos en condiciones de libertad y de igualdad– puedan

ponerse en práctica. El poder agonal; es decir, el com-

promiso de los hombres a ejercer su libertad, se confor-

maría así como el lugar de expresión de la sociedad

civil plural; el escenario de lucha por sus aspiraciones,

valores y propuestas.

En suma, este modelo de comunidad política –en

que vendría a concretarse, en términos teóricos, la tra-

dición de la democracia ciudadana– nos ha aportado

a nuestro presente su fuerza crítica y normativa; la

obligación de desarrollar la verdadera condición del

hombre: su libertad.

Grosso modo este es el legado de la filosofía polí-

tica de Hannah Arendt.

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NOTAS

1. BISKOWSKI, L. “Practical Foundations for Political Judgment:

Arendt on Action and World”, en The Journal of Politics, Vol. 55,

Nº 4, 1993, p. 867.

2. Entrevista en televisión realizada por el periodista alemán

Günther Gaus el 28 de octubre de 1964, transcrita y traducida

al inglés en ARENDT, H. Essays in Understanding 1930-1954, (edi-

tado por Jerome Kohn), New York, Harcourt Brace & Company,

1994, pp. 1 y ss.)

3. JONAS, H. “Actuar, conocer, pensar. La obra filosófica de Han-

nah Arendt” en BIRULÉS, F. (Comp.): Hannah Arendt: El orgullo

de pensar. Barcelona-España, edit Gedisa, 2000, p. 23.

4. Véase, ARENDT, H. Der Liebesbegrief bei Augustin, Berlin, edit.

Springer, 1929.

5. Véase, Entrevista ... cit., p. 2.

6. En una carta dirigida a su maestro Karl Jaspers, fechada el 4 de

marzo de 1951, Arendt caracterizaba al Mal radical como la con-

dición de “(...) volver superfluos a los hombres en tanto hom-

bres, no el usarlo como medios, que deja intacto su ser hombres

y sólo daña su dignidad humana, sino en prescindir de ellos en

tanto hombres” (ARENDT/JASPERS, Briefwechsel 1928-1969, Mu-

nich, Piper, 1985, p. 202.) Más tarde, cuando acuña el concepto

de “la banalidad del mal”, Arendt agrega a su definición: “la ate-

rradora ausencia de juicio”; “la manifiesta superficialidad del acu-

sado (Se refería a Eichman) que hacía imposible vincular la in-

cuestionable maldad de sus actos a ningún nivel más profundo

de enraizamiento o motivación” (ARENDT, H. La Vida del espíritu,

Madrid, Centro de Estudios Constitucionales, 1984, pp. 13-14).

7. BPF.

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8. RON PEDRIQUE, M. La nostalgia de la política: El problema del

sujeto en la filosofía política de Hannah Arendt. Caracas, edit.

Tropykos, 1997, p.15.

9. ARENDT, H. Los Orígenes del Totalitarismo, Madrid, edit. Alian-

za, 1981, p. 569.

10. ARENDT, H. / JASPERS, K. Briefwechesel 1928-1969, Munchen,

Piper, 1985, p. 202.

11. En efecto, la libertad no puede realizarse si no están satisfechas

las necesidades. Véase, Ibid., pp. 222-234.

12. “El trabajo proporciona un ‘artificial’ mundo de cosas, clara-

mente distintas de todas las circunstancias naturales. Dentro de

sus límites [los que se enmarcan en la actividad de la fabrica-

ción] se alberga cada una de las vidas individuales, mientras

este mundo sobrevive y trasciende a todas ellas”. Ibid., p. 21.

13. COMESAÑA, G. “El Trabajo como productor del ‘artificio huma-

no’ en Hannah Arendt”, en Anales del Seminario de Historia de

la Filosofía, Nº 14, 1998, p.100.

14. Véase, MACINTYRE, A. Tras la virtud, Barcelona, edit. Crítica,

1988; SANDEL, M. (ed.), Liberalism and Its Critics, Oxford, Basil

Blackwell, 1984; RASMUSSEN, D.(ed.), Universalism vs. Commu-

nitarianism. Contemporary Debates in Ethics, Boston, MIT

Press, 1990, entre otros.

15. Véase, O’SULLIVAN, N. “Hellenic Nostalgia and Industrial So-

ciety” en CRESPIGNY, A. y MINOGUE, K. (ed.) Contemporary Po-

litical Philosophers, Londres, Methuen & Co., 1976, pp. 228-251.

16. PASERIN D’ENTREVÉS, 1989.

17. Arendt no está negando que el intelecto o la voluntad sean ne-

cesarios para el éxito de cualquier acción, ni está afirmando

que los motivos y las metas tengan una función insignificante

en las deliberaciones de un agente. Más bien, ella declara que

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la acción libre “nunca está bajo la guía del intelecto ni bajo el

dictado de la voluntad”. La libertad de acción se manifiesta en

la realización en sí misma y en el principio que la inspira. (Véa-

se, ARENDT, H. Between Past and Future, New York, the Viking

Press, 1976, pp. 151-152.)

18. ARENDT, H. ¿Qué es la política?, p. 113.

19. ARENDT, H. La condición humana ..., Op. cit., pp. 263-265.

20. Este punto lo he desarrollado con mayor profundidad en un

artículo titulado: “Ética de la liberación y poder comunicativo:

La práxis de la libertad en la filosofía política de Hannah Arendt”,

en Cuadernos de Filosofía Política, Ética y Pensamiento Filosó-

fico Latinoamericano, Año 1, Vol. 2, 1999, pp. 121-152.

21. Es cierto que ARENDT en Sobre la Revolución, Buenos Aires,

Alianza ed., 1992, señala que “ni el pacto ni la promesa sobre la

que aquél se funda son suficientes para asegurar la perpetuidad,

es decir, para conferir a los asuntos humanos; esa estabilidad sin

la cual el hombre sería incapaz de construir un mundo para su

posteridad” (p. 188). Lo que intento mostrar es que, a pesar de

este señalamiento, la lectura de Arendt conduce a considerar

no sólo al poder sino también a la autoridad bajo la forma de

la promesa en su doble carácter performativo y constatativo.

Lo que significa a su vez que no sólo el poder, en tanto remite

a la fundamentación, sino también la propia autoridad de los

fundamentos remite a los avatares de la promesa.

22. Sobre la relación entre Libertad, Poder y Democracia en Arendt,

puede consultarse mi libro, Las paradojas de la democracia li-

beral: La ausencia del hombre en el ‘Fin de la historia’, Caracas,

2000, esp. pp. 87-110.