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INVASION DEL AMBITO CIVIL POR LAS NORMAS MERCANTILES CONFERENCIA PRONUNCIADA EN LA ACADEMIA M atritense del N otariado EL DÍA 24 DE ABRIL DE 1986 POR D. LUIS FIGA FAURA Notario de Barcelona

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INVASION DEL AMBITO CIVIL POR LAS NORMAS MERCANTILES

CONFERENCIA

PRONUNCIADA EN LA ACADEMIAM a t r i t e n s e d e l N o t a r ia d o EL DÍA 24 DE ABRIL DE 1986

POR

D. LUIS FIGA FAURANotario de Barcelona

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El tema propuesto — Invasión del ámbito civil por las normas mer­cantiles—- contiene la palabra invasión, que se define como acción rea­lizada por los habitantes de un territorio al entrar en otro, con intención de ocuparlo, contra la voluntad de los habitantes de éste. Presupone, por tanto, dos territorios y una frontera que los separa. Aplicada esta definición, como metáfora, al mundo jurídico lo que la palabra «inva­sión» presupone es la existencia de dos ámbitos y dos ordenamientos; el ámbito y el ordenamiento civiles y el ámbito y el ordenamiento mer­cantiles separados, como cosas perfectamente diferenciables por una n í­tida frontera ; también presupone que hay dos ordenamientos distintos, cada uno de los cuales puede invadir al otro por cuanto, por lo menos en parte, regula de modo diferente unas mismas relaciones o situacio­nes jurídicas. Presupone, por último, que la existencia de dos ordena­mientos que, por lo menos en parte, regulan de manera distinta unas mismas relaciones o situaciones jurídicas se debe al hecho de que obe­decen a necesidades, a pretensiones y a principios distintos, cuando no opuestos. Es evidente que no es posible «invasión» alguna si se trata de ordenamientos complementarios o, por lo menos, compatibles.

Si nos preguntamos por la posibilidad de invasión del Derecho ci­vil por el Derecho mercantil en nuestro ordenamiento, recibiremos no sólo de los mercantilistas, sino de los propios civilistas, una respuesta negativa.

Don R ic a r d o C h e c a afirmó que «el Derecho mercantil contenido en los Códigos de Comercio es el Derecho privado moderno y el Dere­cho civil contenido en los Códigos de este nombre es el Derecho antiguo estacionario y petrificado».

Más recientemente, D í e z -P ic a z o escribió: «Nuestro Derecho civil es el Derecho de la vieja economía agraria, de la antigua familia, de los contratos tradicionales; el Derecho mercantil, el Derecho nuevo, de las nuevas necesidades del tráfico.

Por su parte, H e r n á n d e z G i l no ve diferencia alguna entre ambos Derechos. «En el conjunto — dice— de relaciones que integran el total contenido del Derecho privado, al Derecho mercantil le corresponde la particularizada regulación de algunas, dentro de los Principios Gene­

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rales representados por el Derecho civil. El Derecho mercantil entraña sólo el ordenamiento más concreto de tales principios; extenderlos a situaciones nuevas no equivale a derogarlos, sino, precisamente, a con­firmarlos.»

Particularmente creo que calificar de «moderna» una normativa cu­yas principales instituciones habían cristalizado antes de que fueran edificadas las naves góticas de las Lonjas de Valencia, Palma de Ma­llorca o Barcelona, o a figuras jurídicas que habían alcanzado el grado de complejidad visible en las ferias de Champagne, Medina del Campo o Lión, resulta ligeramente discutible. Ignoro qué sentido puede tener una afirmación de la que resulta que la letra de cambio es más moderna que la hipoteca mobiliaria, el fletamento, el seguro o la sociedad en comandita más modernas que la propiedad horizontal o el Registro Mercantil más moderno que el Registro de la Propiedad.

En cuanto a la identidad de los principios generales en que ambas legislaciones se inspiran, se trata de una afirmación que, por lo menos, hay que probar comparando ambos ordenamientos, y muy particular­mente las actividades, hechos y actos que respectivamente regulan. Lo cual, desgraciadamente, está por hacer: porque si los mercantilistas sí han intentado -—con éxito variable— la caracterización del Derecho en el que son especialistas, los civilistas, en cambio, han tenido bastante con la intuición personal de lo que sea la vida civil y su derecho, defi­niendo a éste en términos tan vagos y generales que poca luz arrojan ni nada dicen acerca de los caracteres de la vida civil y de su legisla­ción. Pero lo cierto es que, si se intenta comparar el Derecho civil con el Derecho mercantil no es lícito -—ni posible— oponer un concepto discursivo a una intuición inefable. La conceptualización del Derecho civil se presenta como condición previa y punto de partida imprescin­dible para quien se proponga compararlo con el Derecho mercantil.

Y puestos a ello, basta prestar atención al hecho de que el Derecho civil regula aquellos hechos que se presentan como absolutamente uni­dos ,a la condición humana — en el sentido de que ni un solo ser hu­mano puede escapar a ellos: el hombre nace, el hombre subsiste, el hombre muere. El ser humano nace indefenso de la unión de la pareja y es necesario proveer a sus necesidades mientras no esté en condicio­nes de satisfacerlas por sí mismo, y aun después ; es el Derecho de familia. El hombre necesita para subsistir adquirir, consumir, usar y disfrutar directamente de las cosas y servicios necesarios, útiles o con­venientes para la existencia ; la regulación de éstos y de su adquisición, consumo, uso y disfrute directos constituye el Derecho patrimonial en

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sus dos vertientes de Derechos reales y Derecho de obligaciones. El hom­bre muere y es necesario proveer al destino ulterior de sus relaciones juríd icas; es el Derecho de sucesiones. El carácter ineludible de los hechos que regula el Derecho civil es absoluto y no se da en ninguna otra rama del Derecho. El Derecho civil aparece como la normativa que regula, protege, disciplina y ampara los hechos y necesidades in- escapables a la condición humana.

Si atendemos sólo al segundo aspecto, que se conoce con el nombre de Derecho patrimonial, creo que podemos caracterizarlo del siguiente modo :

Primero. El Derecho patrimonial participa de los principios que rigen la totalidad del Derecho civil: en primer lugar, la atribución de personalidad y capacidad jurídica a todos los seres humanos sin excep­ción; en segundo lugar, el reconocimiento del poder autónomo de la voluntad humana como fuerza configuradora de las relaciones jurídicas y de su propia normativa; en tercer lugar, la protección de la parte contractual débil como elemento equilibrador de desigualdades perso­nales inevitables en una actividad jurídica que se presenta como for­zosa, necesaria e inseparable por la condición humana.

Segundo. Se constituye por entero al servicio de la necesidad de subsistir y, por tanto, tiene como último objetivo la utilización directa de las cosas por el hombre, la aplicación directa de las cosas a la satis­facción de sus necesidades. La posesión no es un cuerpo extraño, sino la piedra fundamental del Derecho patrimonial civil, todo él montado para proporcionar, mantener y defender la posesión.

Tercero. Es gloriosamente estático dado que se propone proteger situaciones posesorias permanentes al servicio de no menos permanen­tes necesidades ; la adquisición y transmisión de las cosas son fenóme­nos excepcionales; el campo, libro, vehículo, piso son poseídos para ser cultivados, leídos, utilizados o vividos; no para ser vendidos. Las cosas sirven al hombre por razón de los múltiples valores que pueden encerrar, menos el valor en venta.

Cuarto. Si el tráfico civil está al servicio del disfrute directo de las cosas, su esquema es para el hombre civil.

Cosa (o servicio) -» dinero —> cosas o bienes.Los bienes constituyen el término final del Derecho patrimonial. El

dinero es un instrumento para la adquisición de bienes.12

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Quinto. Nadie se constituye en deudor por puro capricho, sino por necesitarlo para la adquisición de bienes. En Derecho civil una si­tuación de deuda supone un estado de necesidad, y, por tanto, una si­tuación de inferioridad del deudor frente al acreedor. El Derecho civil patrimonial intenta por todos los medios posibles neutralizar esta si­tuación por medio de normas inspiradas en un claro favor debitoris.

Sexto. Si la protección de la continuidad y seguridad de la utili­zación directa de las cosas es objetivo único del Derecho patrimonial civil, nadie podrá ser privado de ellas sin su consentimiento : toda ad­quisición por un tercero debe ser a domino.

Séptimo. El hombre civil no es, por lo dicho anteriormente, un contratante habitual; carece, por tanto, de experiencia y de conoci­mientos en la materia ; debe ser asesorado, y este asesoramiento es un elemento más que contribuye a mitigar las desigualdades y situaciones de inferioridad.

Octavo. De lo dicho hasta ahora se deduce una consecuencia in­evitable: si la adquisición debe ser a domino la investigaci5n y seguri­dad acerca de la titularidad de un transmitente exige tiempo. Por otra parte, defendiendo la utilidad de las cosas de múltiples valores — eco­nómicos, utilitarios, afectivos, estéticos, etc.— el cálculo marginal es difícil, no cuantificable y por su propia naturaleza eminentemente in­seguro y dubitativo ; el asesoramiento exige tiempo. La contratación civil, en consecuencia, es necesariamente lenta : el vendedor o el com­prador civiles no pueden tener prisa. Forzarlos al apresuramiento equi­vale a ponerlos en situación de inferioridad. Y, en consecuencia, las formas contractuales exigidas legalmente son formas de solemnización.

La actividad mercantil y su derecho son otra cosa ; hace veinticinco siglos A r i s t ó t e l e s las caracterizó diciendo:

«Hay una doble manera de utilizar las cosas; ambas se refie­ren a la misma cosa, pero no se refieren a ella de la misma mane­ra ; un uso es peculiar de la cosa y el otro no. Tomemos, por ejem­plo, un zapato: existe su uso como zapato y existe su uso como objeto de intercambio.»

Si caracterizábamos el tráfico civil diciendo que con cosas o servi­cios se obtenía dinero, el cual servía para obtener otras cosas o ser­vicios — es decir, bienes— , de modo que el dinero tenía finalidad mera­mente instrumental, el tráfico mercantil se caracteriza por el hecho de

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que con dinero se adquieren cosas con las cuales obtener más dinero ; son las cosas, por tanto, las que intervienen con finalidad meramente instrumental: son mercaderías. En el campo civil, el término final de tráfico es la posesión de una cosa ; en el campo mercantil, el término final es la obtención del dinero — pero no de cualquier cantidad de dinero, sino de más dinero que el empleado en la operación— , la obten­ción de una ganancia. Lo que caracteriza el comerciante, sin embargo, no es esta obtención de una ganancia, sino su empleo inmediato en otra operación igual, cuya ganancia será empleada en otra operación, y así sucesivamente. De todo ello resultan las siguientes consecuencias :

Primero. No se nace comerciante. Se es comerciante por decisión propia, con la cual se aceptan las ventajas y los riesgos de la profesión y la normativa jurídica que la regula. Y dado el carácter repetitivo y recurrente de la contratación mercantil, el comerciante es un contra­tante habitual y, como tal, experimentado. Tiene los conocimientos su­ficientes y sabe cuándo éstos no lo son y dónde puede encontrar el necesario asesoramiento. Consecuencia de todo ello es que el Derecho mercantil no tiene por qué atender — ni atiende— a posibles inferio­ridades negocíales. Mercatores semper praesumitur diligentes et pro­vidi. La protección de la parte contractual débil, tan esencial en el cam­po civil, carece aquí de justificación.

Segundo. Si las cosas en el campo mercantil no se adquieren para satisfacer directamente necesidades vitales, sino como mero instrumento para la obtención de ganancias a obtener con su enajenación, la pose­sión de ellas carecerá de justificación ; lo cual lleva a dos consecuen­cias: la prim era es que tales cosas o mercaderías pueden ser sustitui­das por cualquier cosa más fácilmente transportable — por ejemplo, un resguardo de depósito en almacenes generales'— que la represente y sobre la cual se opera su transmisión. La segunda es que carece de objeto cualquier favor posessionis que queda sustituido por un favor negotiationis, dado que las cosas no se adquieren ad posidendum, sino ad negotiandum.

Tercero. El carácter repetitivo de la actividad mercantil rechaza todo límite, y según Santo Tomás, deservit cupiditate lucri quae ter­minum nercit sed ad infinitum tendit. En consecuencia es explicable el deseo del estamento mercantil de aumentar el número de transacciones posibles, dado que es de este aumento del que depende el de las ga­nancias.

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Cuarto. En este aumento del posible número de operaciones influ­ye decisivamente tanto el aumento de mercancías en circulación como el del número de personas capaces de ser parte contractual como con­sumidores.

En cuanto a lo primero — aumento del número de mercancías— puede tener lugar tanto para su multiplicación física como para su mul­tiplicación jurídica. Respecto de la multiplicación física, no son nece­sarias muchas explicaciones: desde las exploraciones geográficas del siglo XV hasta las actuales industrias de producción masiva de bienes, ha sido objetivo buscado afanosamente por el estamento mercantil, mul­tiplicación física que ha llegado a superar las necesidades naturales del consumidor y ha conducido a la utilización de todos los medios posibles dirigidos a aumentarlos de modo forzoso y artificial.

Más interés tiene para nosotros la multiplicación jurídica de las mercancías. Por tradición secular, por razones éticas o por motivos es­trictamente jurídicos, durante largo tiempo han sido muchos los bienes cuya utilización como mercancías no era posible o era fuertemente obstaculizada: los bienes inmuebles, las drogas, las armas, la porno­grafía, los productos peligrosos para la salud pública, los derechos de crédito, etc., estuvieron hasta hace poco tiempo y de forma más o menos absoluta «fuera del comercio». La presión del estamento mer­cantil se ha dirigido hacia estos sectores preconizando su transforma­ción en mercancía.

Y los poderes públicos han cedido a esta presión ; prescindiendo de los derechos de crédito — de los que hablaré seguidamente— en cuanto a los productos peligrosos o nocivos para la salud pública, moral y material, es constante el empeño en su «liberalización» — es decir, en el reconocimiento de su aptitud jurídica para ser tratados como mer­cancías de libre negociación. Tras el slogan de «sociedad permisiva» o de «sociedad no represiva» está el deseo de que todo puede ser com­prado y todo puede ser vendido.

En cuanto a los inmuebles -—cuya tradicional exclusión de la cate­goría de «mercancía» fue consagrada por todos los Códigos ochocen­tistas— ya se verá más tarde el camino que desde las leyes desamorti- zadoras lleva a la situación actual.

Por último, en relación con la tendencia que se dirige a conseguir el aumento del número de personas capaces de ser parte contractual como consumidores, baste tener en cuenta la constante reducción de la edad necesaria para alcanzar la plena capacidad de obrar — reducción que no sólo aumenta el número de transacciones posibles, sino que lo

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consigue incorporando sectores tanto más económicamente explotables cuanto más psicológicamente inmaduros. Ignoro si también llegará a te­ner cobertura legal el empeño en ampliar todavía más este aspecto— , empeño visible en la masiva publicidad dirigida al público infantil.

Quinto. Tanto o más importante que los factores hasta ahora vis­tos lo constituye la tendencia protegida ampliamente por la normativa mercantil, a aumentar el número de operaciones posibles por unidad de tiempo, lo que equivale al aumento de la velocidad de contratación. El comerciante tiene prisa, dado que si aumenta el número de transaccio­nes por unidad de tiempo, aumentan sus ganancias: Time is money. Este aumento de velocidad puede conseguirse de muchas maneras, de las cuales dos tienen especial importancia.

La primera es la negociabilidad de los créditos ; sabido es — y la fábula del rey Midas lo confirma dramáticamente— que el dinero carece de utilidad directa, dado que directamente no satisface ninguna necesidad ; sin embargo, la posibilidad adquisitiva del dinero hace que su posesión equivalga a una titularidad universal potencial. Pero se da la circunstancia de que el derecho a percibir, ni que sea después de un término, una cantidad de dinero, equivale a aquel dinero y es una ti­tularidad universal potencial de segundo grado.

Si tenemos en cuenta la actividad recurrente de la actividad mer­cantil que hace que una ganancia ya obtenida se aplica a una nueva transacción, es evidente que se podrá aumentar el número de operacio­nes por unidad de tiempo si, en vez de esperar la liquidación de la ope­ración anterior para iniciar la siguiente, podemos aplicar a éste no la ganancia ya obtenida, sino el derecho a obtenerla procedente de la operación anterior, es decir, si podemos utilizar crédito en vez de dine­ro; para ello solamente hace falta que los créditos mercantiles puedan ser puros, es decir, libres de todo posible defecto o peligro procedente de la relación causal. Y esto es, precisamente, lo que admite, consagra y regula la normativa de la letra de cambio: con ella un crédito puede ser cedido a tercero, con lo que se convierte en abstracto, de modo que el tenedor no podrá oponer ninguna excepción al cesionario del crédito, el cual podrá reclamarlo ejecutivamente, dando lugar al mecanismo co­nocido por solve et repete. Con este sistema, el derecho a una cantidad de dinero futura vale como cantidad de dinero actual; el primer acuer­do no necesitará terminar o liquidar una transacción para iniciar la si­guiente. El sistema es radicalmente opuesto al que rige las relaciones civiles en las cuales no es posible prescindir del nexo causal y desembo­

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ca en un total favor creditoris. La protección del crédito se exige en pieza fundamental del Derecho mercantil.

La segunda está constituida por la protección a la apariencia ju rí­dica. La investigación de las titularidades cuando no se admiten las adquisiciones a non domino; la de la legitimación de quienes actúen en nombre de otro ; la de la condición de comerciante o no de quien contrata ; la del sentido de las cláusulas de un contrato o de los artícu­los de una ley lleva tiempo, este precioso tiempo que el comerciante no está dispuesto a perder. Todo esto lleva a una regulación legal que sacrifica la realidad a la apariencia ; quien aparece como dueño, quien aparece como factor, quien aparece como comerciante son, para el Derecho mercantil, dueño, factor y comerciante. Y los contratos — y con ellos las leyes— deben ser interpretados, dice el artículo 57 del Código de Comercio, según los términos en que se presenten hechos y redactados sin tergiversar con interpretaciones arbitrarias el sentido recto propio y usual de las palabras dichas o escritas ni restringir los efectos que naturalmente se tienen de ellas, es decir, según aparecen a primera vista.

Por último, ya puede suponerse que, dado este prurito de máxima velocidad, es totalmente ajena al mundo mercantil cualquier forma ju ­rídica de solemnización. Las formas contractuales legalmente exigidas son, normalmente, de mera identificación.

Resumen de lo dicho es lo siguiente:Por parte del Derecho civil encontramos su condición de inevitable,

la protección de la parte débil, el favor possessionis, el favor debitori, la imposibilidad de transmisiones que no sean a domino, la no admi­sión del principio ni de la cláusula solve et repete, la naturaleza censal de toda obligación, la seguridad jurídica, el carácter excepcional y sin­gular de los actos de disposición o de adquisición, el mantenimiento del statu quo mientras no se justifique la pretensión del demandante y, como consecuencia del sistema, una inevitable lentitud jurídica tanto negocial como procesal que caracteriza una regulación construida con el fin prim ordial de amparar, proteger y facilitar el uso y disfrute di­rectos de las cosas por el hombre.

En la normativa reclamada por el tráfico mercantil rigen los prin­cipios opuestos: carácter voluntario de su sumisión a ella, neutralidad legal respecto a una actividad en la que se presume la igualdad de las partes contractuales, favor negotiationis, favor creditoris, aceptación de las adquisiciones a non domino, y con ella, construcción de una teoría general de la circulación, vigencia del principio solve et repete, posibi-

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lidad de obligaciones abstractas, seguridad del tráfico, contratación ha­bitual y, como consecuencia de todo ello, rapidez máxima, tanto ne- gocial como procesal.

Después de lo dicho, me parece evidente que:La existencia de dos sistemas jurídicos no aparece como una anoma­

lía que hay que corregir; tampoco la coexistencia — inmemorial— de dos ordenamientos jurídicos no oculta la «modernización» del Derecho civil por el Derecho mercantil ni el ((desarrollo» de los principios que básicamente informan al primero: se trata de dos ordenamientos ver­daderos que, en parte, regulan las mismas cuestiones de manera incom­patible, por la sencilla razón de que atienden a intereses también incom­patibles históricamente y a principios no menos opuestos.

Inicialmente, el doble sistema funcionó a la perfección: fundamen­talmente cada ordenamiento regulaba las relaciones jurídicas nacidas o existentes en el interior de su propio ámbito: el Derecho mercantil regulaba *—y resolvía por medio de los Tribunales de Comercio— las relaciones entre comerciantes; el Derecho civil regulaba — y resolvía por medio de los Tribunales Civiles— las relaciones entre personas no comerciantes.

Los cónsules — dice B e n v e n u t t o S t r a c c a — dicen el derecho y conocen de las causas entre comerciantes en aquello que se refiere al oficio y negocio de mercadería. (Consules in his quae ad officium mer­catorum negotiationes que pertinent, ius inter mercatores dicent, causas- que cognoscent.) Sin embargo, hay que tener en cuenta que el mundo civil y el mundo del comercio no son compartimientos estancos ; por el contrario, el destino final de todas las operaciones mercantiles es la satisfacción de necesidades del consumidor, del hombre civil o que actúa en el ámbito civil. Como consecuencia, debe existir algo que ponga en contacto, sin violencias, dos mundos que aparecen presididos por prin­cipios y por finalidades opuestas. Durante mucho tiempo este contacto entre mundo civil y mundo del comercio fue facilitado y servido, no por una regulación legal detallada, sino por un estamento: el de los comerciantes detallistas o al por menor. Una clase de estatuto jurídico híbrido dado que, si, por una parte, sus miembros no eran considerados comerciantes en sentido propio — S t r a c c a — , les niega esta convicción al definir el comercio como oficio dirigido a obtener lícitamente una ganancia comprando y vendiendo mercaderías frecuentemente — illis quoque non mutata per se forma nec minutatim— ; por otra parte, era tenido por tal en sus relaciones con los comerciantes «verdaderos», pero no en sus relaciones con los no comerciantes. Un estamento que media­

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ba entre comerciantes y no comerciantes sirviendo como cordón sani­tario que defendió a éstos del dinamismo o agresividad de aquéllos. El comerciante detallista — el tenedor— si por una parte trata con los comerciantes mayoristas y tiene que someterse a sus reglas de juego, por otra atiende a una clientela más o menos fija que pretende conser­var y aumentar, debiendo, por tanto, someterse también a sus reglas de juego presididas por la parsimonia y la lentitud.

Durante siglos el comerciante detallista — el tendero— desempeñó la importante función de separar dos mundos antagónicos, impidiendo la invasión del mundo civil por el estamento mercantil al mismo tiempo que los comunicaba, permitiendo y facilitando las corrientes de bienes hacia el consumidor. Las únicas normas existentes protegían esta situa­ción al dejar nítidamente perfiladas las competencias respectivas de los Tribunales de comercio y de los Tribunales civiles.

Con el siglo xix empezaron a cambiar las cosas: la Revolución Francesa había desembocado en el tiempo de la burguesía mercantil y la derrota o eliminación de los estamentos que hasta entonces habían dominado la sociedad. Era fácil prever el peligro que las posibilidades abiertas al libre despliegue y desarrollo del estamento mercantil y de sus actividades suponía para el mundo no comerciante. Sin embargo, el Código de Comercio napoleónico se limitó a determinar las cosas en que un litigio era de competencia exclusiva de los Tribunales de co­mercio: las relaciones entre comerciantes y no comerciantes fueron silenciadas, quizá porque en aquel momento el comerciante detallista era suficiente a evitar choques violentos. Esta situación dejó el tema en manos de la jurisprudencia y creó el problema mal resuelto de lo que, desde entonces, se viene llamando negocios jurídicos mixtos.

No fue éste el camino seguido por nuestros legisladores. Por inspi­ración y obra de S a i n z d e A n d i n o el Código de Comercio español de 1829 se planteó y resolvió el problema de las relaciones entre co­merciantes y no comerciantes con el único medio con que cabe resolver lo que en el fondo no es más que una colisión de ordenamientos: mediante normas de colisión o de conflicto: los artículos 254, 354, 360, 386, 387, 404, 412, 417, 434, 558 y 572 establecían cuándo los contratos de sociedad, cuentas en participación, compraventa, permuta, préstamo, depósito, fianza, seguro, letra de cambio, libranza, vale y pagaré y cartas órdenes de crédito son mercantiles, es decir, cuándo están sometidos a las normas civiles y cuándo a las mercantiles y cuán­do deben entender de ellos los Tribunales civiles y cuándo los de co­mercio. Y tales normas desarrollan un principio que parece ser común

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a todas ellas: en un contrato entre comerciante y no comerciante hay que aplicar la normativa — civil o mercantil— que sea más favorable al no comerciante, aplicando con ello el criterio de que la especial ética mercantil y los especiales modos mercantiles son admitidos en cuanto, y solamente en cuanto, son beneficiosos para el mundo civil.

El mecanismo era poco menos que perfecto — y así lo proclamó la crítica más solvente de la época— . Marcaba claramente las distancias entre mundo mercantil y mundo civil y colocaba entre ellos una barrera legal que impedía la invasión del segundo por el primero. Sin embargo, pasó en nuestro país sin pena ni gloria y, todo lo más, fue acusado de insuficiente y de no regular materias que ya eran de práctica común. La razón de esta indiferencia es fácil de descubrir: en 1829 a nuestro país no habían llegado todavía los modos capitalistas y el estamento intermedio — el de los tenderos— continuaba siendo suficiente a evitar desmanes, dado que era esporádicas las ocasiones de contacto directo entre comerciante y no comerciante, fuera de las compras al por menor dirigidas a satisfacer necesidades elementales.

Con el tiempo, la situación fue cambiando y la tendencia del esta­mento mercantil a ampliar su zona de acción se hizo sentir, cada vez con más fuerza. Donde se vio el resultado de esta tensión por primera vez fue en el terreno inmobiliario. Con múltiples pretextos y justifica­ciones, siempre altamente patrióticos, se produjo el movimiento des- amortizador al mismo tiempo que se encontraba un sistema de Registro Inmobiliario sobre principios germánicos y obedeciendo a la consigna de «movilización de la propiedad inmueble» ; es decir, configuración de los inmuebles, no como bienes de uso o de disfrute, sino como mer­caderías.

Llegados a este punto me veo obligado a hacer una pequeña digre­sión acerca de la terminología que corrientemente y con notoria in­exactitud empleamos. Me refiero concretamente a la palabra capitalis­mo. Hay que dejar bien sentado de una vez por todas que, si llamamos capitalista al poseedor de capital empleado en bienes de producción para obtener rendimientos, siempre ha habido capitalistas, y no es cosa del siglo XX, sino que los encontramos en el Imperio Romano y en la Europa Medieval. Cosa muy distinta es el capitalismo. Capitalismo es un sistema social. Hay capitalismo cuando una sociedad está organizada jurídicamente de tal manera que los modos del capitalista sean recono­cidos, protegidos, regulados y admitidos para toda la sociedad a la que, en cierto modo, se la obliga a ser capitalista ; lo que equivale a decir, ser comerciante. ¿Cuáles son los indicadores de este tipo de sociedad?

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Se han hecho numerosos intentos en su búsqueda. Creo que el más acer­tado es el de P o l a n y , quien afirm a: en una sociedad queda estableci­do el capitalismo cuando legalmente se otorga la condición de merca­dería no sólo a los bienes muebles, sino al trabajo humano y a los bie­nes inmuebles. Si esto es así, la Ley Hipotecaria de 1861, bajo la pre­sión de los compradores de bienes desamortizados y de las compañías de ferrocarriles recientemente instaladas en España inauguraba, artifi­cialmente, una época en que el capitalismo podía desarrollar todas sus posibilidades. Lo cual se produjo con una exasperante lentitud. Cuando en 1886 se promulgó el actual Código de Comercio, cuyo centenario conmemoramos, las circunstancias sociales del país no habían todavía cambiado sustancialmente en relación con los de 1829. No puede, por tanto, extrañar que su mecanismo tampoco cambiara respecto del mon­tado en el Código de S a i n z d e A n d i n o . Pero si ya con anterioridad se habían suprimido los Tribunales de comercio, el nuevo Código contenía, en relación con el tema de esta conferencia, una modificación impor­tante. Porque si el Código de 1829 decía en su artículo 434 que

«No siendo comerciantes los libradores o aceptantes de las le­tras de cambio se considerarán éstas en cuanto a las que no tengan aquella cualidad simples pagarés, sobre cuyos efectos serán juzga­dos por las leyes comunes en los Tribunales de su fuero respectivo, sin perjuicio del derecho de los tenedores a exigir el importe de estas letras conforme a las reglas de la jurisprudencia mercantil de cualquier comerciante que haya intervenido en ellas.»

De acuerdo con las exigencias del artículo 558 respecto de los pa­garés *—las mismas contenidas en el artículo 532, hoy derogado, del Código de 1886— , seguía:

«Pero si dichas personas no comerciantes hubieren librado o aceptado las letras por consecuencia de una operación mercantil, probando el tenedor esta circunstancia, quedarán sujetas a la res­ponsabilidad contraída en ellas a las leyes y jurisdicción del co­mercio.»

Por el contrario, el artículo 443 del Código de 1886 establecía que

«La letra de cambio se reputará acto mercantil y todos los de­rechos y acciones que de ella se originen, sin distinción de perso­nas, se regirán por las disposiciones de este Código.»

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Movilización de los inmuebles y generalización de la letra de cam­bio fueron las primeras victorias del estamento mercantil. Victorias que, en gran manera, fueron inicialmente sólo formales: abrían un ancho campo de explotación, pero el pulso del país continuaba siendo tradi­cional: los inmuebles continuaban disfrutando de su secular inmovi­lidad y la letra de cambio era utilizada sólo por los comerciantes y solamente en las grandes ocasiones y por sumas elevadas.

Por los años 1930, los estudiantes de comercio aprendían a escri­birlas con letra redondilla.

Lo cual pone de relieve que nuestra legislación mercantil se ade­lantaba a los tiempos: quiero decir que nuestros legisladores más o menos inconscientemente preparaban un terreno de actuación que sólo mucho más tarde, y con el concurso de circunstancias excepcionales, llegaría a ser ocupado.

Porque hasta muy adelantado nuestro siglo — digamos que apro­ximadamente hasta 1940— mundo mercantil y mundo civil vivieron separados, y puestos en contacto, solamente, por el estamento interme­dio de los comerciantes detallistas a que antes he hecho referencia. Los comerciantes contratan entre sí bajo el imperio del Código de Comercio y los no comerciantes hacen lo propio entre ellos bajo el imperio del Código Civil. Las normas de conflicto que el Código de 1885 había copiado, completándolas, del de 1829, no constreñían la actividad de los sujetos a él, los cuales vivían cómodamente sus apreturas, en el espacio rígidamente acotado por aquellas normas que les había sido concedido. Incluso las formas a que estaban sujetos los negocios ju rí­dicos concluidos por unos y por otros eran aceptados como «naturales», aun siendo totalmente contrapuestos: para los comerciantes las formas de identificación; para los no comerciantes, las de solemnización.

Llamo formas de identificación aquellas exigidas por el ordena­miento jurídico para el documento en el cual se plasma el negocio, que persiguen la rápida conclusión del mismo y la posibilidad de identifi­cación no menos rápida del contrato concluido. Se trata de un tipo de formas que está al servicio de la rapidez que el tráfico mercantil exige y de personas que, por ser contratantes habituales, están perfectamente enteradas del alcance jurídico de los contratos o negocios que concier­tan. No puede extrañar, por tanto, que tales formas adopten tipos este­reotipados y que no pocas veces se presenten como impresos que sólo hay que rellenar. Al servicio de esta necesidad, el Estado proporciona una red de profesionales —los Corredores de Comercio y Agentes de Cambio y Bolsa— que, aparte de su función mediadora, intervienen los

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documentos en que se incorporan, dándoles fecha cierta y fuerza eje­cutiva.

Llamo formas de solemnización aquellas exigidas o reguladas por el ordenamiento jurídico, no para el documento, sino para el proceso que lleva a la conclusión del negocio que persiguen lo contrario que las formas de identificación. El no comerciante no es experto en leyes ni contratante habitual ; de ahí la necesidad de formas que si, por un lado, proporcionan el asesoramiento jurídico que necesitan sus protagonistas, se proponen, por otro lado, aumentar la viscosidad, es decir, la lenti­tud del proceso, con el fin de que los contratantes no actúen precipi­tadamente o sin suficiente reflexión. Para ello, el Estado cubre el es­pacio nacional con una tupida red de profesionales del Derecho, alta­mente capacitados *—los Notarios— que tienen la obligación de aseso­ras imparcialmente a las partes contractuales y de redactar, leer y auto­rizar las escrituras en que los negocios concluyen. Y es de advertir — aunque sólo sea de paso— que el contrato o negocio que con mayor frecuencia aparece ante el Notario, no es un contrato o negocio cerrado, sino un contrato in fieri y que el proceso a que da lugar no es el de un acto reproductivo ni el de un negocio de fijación jurídica, sino el de un contrato concluido con un tácito ius poenitendi a ejercitar cuando las modificaciones que debe sufrir a consecuencia del asesoramiento notarial son importantes.

Para comprender la evolución posterior a 1940, hay que tener en cuenta que si, como F r e d H i r s c h pone de relieve, A d a m S m i t h , al sentar las bases del liberalismo económico, olvidó que el sistema sólo podía funcionar apoyado en una sólida moral puritana de cuya existen- ciacia y fuerza no se daba cuenta, lo mismo ocurría con nuestra legis­lación decimonónica: tanto el Código Civil, al admitir, por ejemplo, en sus artículos 1.278 al 1.280 el documento privado como forma con­tractual, o como el Código de Comercio, al admitir, por ejemplo, la validez de la letra de cambio entre toda clase de personas, presuponían, sin darse cuenta de ello, la vigencia de una ética muy exigente que ca­lificaba ciertas conductas —y, por ellas, a ciertas personas— de decen­tes o de no decentes, lo cual hasta 1940 tenía, esencialmente, mucha importancia.

Y si me preguntan cuál era ésta ética, les diré que no es fácil de caracterizar, puesto que no obedece a ninguno de los tipos puros co­nocidos. En realidad, la ética española, hasta muy entrada el siglo XX, era tanto una ética del honor (tan característica de nuestro Siglo de

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Oro) como una ética del deber, aunque ésta modalizada en sentido re­ligioso, lo que daba lugar al sentimiento del pecado.

Pero a partir de 1940 las cosas cambiaron: nuestra Guerra Civil trajo como consecuencias el desbarajuste económico, con el mercado negro como secuela inevitable. El resultado fue un descenso vertical del nivel ético del país, que se dirigió rápidamente a la negación del pecado económico y peligrosamente a hacer coincidir el honor con el éxito en los negocios.

El boom económico de los años sesenta hizo el resto al crearse nue­vas necesidades y al idearse nuevas actividades que ponían al no co­merciante en contacto directo con el comerciante sin la pantalla protec­tora del detallista. Todo ello puso de relieve lo que, desde 1829, existía, pero que hasta aquel momento no había supuesto molestias apreciaples: los límites que las normas de conflicto del Código de Comercio ponían al dinamismo y a la avidez del estamento mercantil.

Y es, precisamente, a partir de 1940 cuando se hace todo lo posible para destruir el sistema. Desde las defensas perfectamente documenta­das del carácter mercantil de la reventa al consumidor hasta los inten­tos, parcialmente coronados por el éxito de vaciar al Código de Comer­cio de todo contenido por medio del simple procedimiento de la pro­mulgación de leyes especiales, con la consiguiente derogación de nor­mas codificadas, pasando por la campaña de desprestigio del Código, al que distinguidos juristas califican de híbrido e incoherente o de vie­jo, decimonónico y atrasado, todo sirve en el empeño de cruzar la mu­ralla que impide al estamento mercantil invadir el ámbito civil e im­ponerle las reglas de juego. A esto se unió — y se une actualmente—- el paulatino aflojamiento de aquellas normas éticas que reforzaban la red legal, la cual, sin este refuerzo, es de malla demasiado ancha, a tra­vés de la cual es posible pasar fácilmente, dando lugar a abusos, tanto más eficaces cuanto que aparecen como permitidos por la normativa legal.

El documento privado, que en la mente de nuestro legislador de 1889 está pensado para cuestiones de poca monta, se utiliza para fijar defi­nitivamente y de forma irrevocable contratos importantes por unas par­tes contratantes totalmente desiguales: una de ellas, la del comerciante debidamente asesorado, que impone un texto contractual con arreglo a sus intereses y con la prisa que su negocio exige; la otra, la del no comerciante, no pocas veces ignorante y casi nunca con el debido ase- soramiento que firma el contrato sin tener ni la más leve noción de su alcance; con esta firma puede disfrutar de un automóvil o de un piso,

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pero no pocas veces en condiciones que no pueden calificarse más que de leoninas. Por ello, la elevación a escritura pública — la solemniza­ción— acaba siendo lo que ya una sentencia del Tribunal Supremo de 1928 calificaba de mera formalidad rituaria; y su firma, una burla y un juego de prestidigitación con el que se escamotea lo más impor­tante de las formas de solemnización, el asesoramiento imparcial y la decisión meditada. Esto, sin contar con los casos en que el documento privado no ha sido elevado a escritura pública y que, por circunstancias posteriores, no lo podrá llegar a ser nunca.

Son hechos que todos conocemos, que presenciamos impávidos y de los cuales no pocas veces nos vemos obligados a ser cómplices. Y son hechos que no se han dado ni se dan solamente en nuestro país. Con la diferencia de que, en otras latitudes, se ha salido al paso a tamaños desafueros y se ha promulgado una legislación que intentando remediar en lo posible el daño causado, permite lo que era tácitamente admitido en la contratación hace un siglo: un ius poenitendi concedido al com­prador para pensarlo dos veces, y volverse atrás, dentro del plazo de un mes a contar del momento en que el contrato firmado tiene fecha fehaciente.

Como puede suponerse, el documento privado — y, como consecuen­cia, la escritura que le da fecha fehaciente, fuerza ejecutiva y permite la inscripción en el Registro de la Propiedad— es un recipiente de cláusulas y pactos que son otras tantas invasiones de los intereses del comerciante en perjuicio de quien no lo es. El precio aplazado viene representado normalmente por letras de cambio cuyo pago se garantiza con condición resolutoria.

En cuanto a lo primero, se trata de un simple y claro fraude de ley por dos motivos: el primero, por cuanto al librarse tales letras a la orden del mismo librador — , lo que es normal, dejando en blanco la cláusula a la orden ( ¿qué sabe el comprador de cómo hay que rellenar el impreso de la letra de cambio?)— no se documenta contrato de cam­bio alguno, lo que en realidad se hace es firm ar un pagaré a la orden sin cumplir con las exigencias del hoy derogado artículo 532 del Có­digo de Comercio. El segundo, por cuanto con ello se transforma ile­galmente un crédito civil cuya cesión o tercero no extingue, según el artículo 1.529 del Código Civil, las excepciones que el deudor podía oponer al primer acreedor, en un crédito mercantil abstracto que, de ser endosado, está sujeto al principio, tan caro a los comerciantes, de solve et repete, repetición que, para economías débiles, resulta una po­sibilidad inalcanzable.

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Tampoco éstos son hechos que se den solamente en nuestro país. Con la diferencia de que, en otras latitudes, se promulgan leyes que prohíben el libramiento y aceptación de letras en las compras del consumidor con precio aplazado, tratándolas de nulidad con el añadido de graves penas pecuniarias para el vendedor que infrinja tal prohibición.

¿Qué decir de la condición resolutoria, no pocas veces acompaña­da de la cláusula penal que impone la pérdida para el comprador de lo satisfecho? Que se trata simplemente de la aplicación de una norma reglamentaria, el artículo 59 del Reglamento Hipotecario que, inten­tando derogar una norma de superior rango — el art. 1.504 del Código Civil— establece un procedimiento expeditivo de justicia privada fren­te al cual el deudor carece de toda defensa preventiva y se asemeja a la renuncia a la facultad de oponer exceciones consagradas, en Italia, en el artículo 1.341 de un Código que, con fina ironía, el legislador sigue llamando Civil.

Son éstas, solamente, unas cuantas muestras ; todos ustedes podrían citar muchas más, de supuestos en que ciertos sectores mercantiles, cuan­do pueden entrar en contacto directo con quienes habitan el territorio civil, cambian su natural y beneficioso dinamismo por una inmiseri- corde agresividad, a ciencia y paciencia y, no pocas veces, con la com­plicidad de quienes, estando obligados a am parar a todos los ciudada­nos y particularmente a los más material e intelectualmente indefensos, parecen actuar bajo la consigna de lo que es bueno para los más fuer­tes, es bueno para todos.

Es posible que todo lo dicho sea calificado de simple jeremiada de quien, hacia el término de su vida profesional, cae en la tentación co­mún de añorar tiempos pasados en una inútil protesta contra el sentido de la historia. Es posible. Pero yo me pregunto — y les pregunto a us­tedes— quién sigue más fielmente el sentido de la historia, si el legis­lador que concede un ius poenitendi al firmante de un documento p ri­vado o el que en la Ley de Viviendas de Protección Oficial da plenos efectos administrativos al documento privado. Si el gobernante francés conservador que en 1978 promulga una ley que tacha de nulidad las letras de cambio representativas del precio aplazado, con multa, en caso de controversia por el vendedor, que puede llegar a los doscientos mil francos, o el legislador español socialista que en la reciente Ley Cam­biaria nos dice que tal Ley «no impide que tras los oportunos estudios y cuando las circunstancias económicas y sociales lo requieran, pueda abordarse la elaboración de un texto legal complementario y específico que establezca las normas que hayan de regir para las letras emitidas

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en operaciones realizadas por los consumidores y usuarios» — lo cual es una clara referencia a las calendas giegas—, y aprovecha la oca­sión, en su capítulo XIV, para suprimir las exigencias — y la norma de conflicto-— que para el pagaré establecía el artículo 532 del Código de Comercio, permitiendo que el consumidor pueda ya verse obligado a firm ar un pagaré, sin fraude de ley de ninguna clase.

En nuestro país continúa la labor de destrucción del mecanismo bá­sico de un Código que molesta, de un Código que pone límites a la explotación de la necesidad, de la ignorancia o de la inexperiencia. El Código de Comercio, cuyo centenario conmemoramos, debe ser des­truido porque éste es el sentido de la historia.

Pero no creo en el sentido de la historia, creo en la presión que a algunos les gustaría fuera irresistible, de ciertos grupos o estamentos. Pero la historia no está escrita, o, mejor dicho, la historia no está escrita más que para aquellos que adoptan una actitud pasiva porque creen, o porque tienen interés en creer, que la historia ya está escrita.