Gaston Fernandez - Relatos aparentes (more ferarum 9/10)

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Lima: Signo lotófago, 2002. Gastón Fernández es el más experimental y secreto de los narradores peruanos. En este volumen, que correspondió al último número de la revista "more ferarum" se reúnen todos sus relatos, de una densa abstracción, inusuales en el canon narrativo peruano.

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r e l a t o s a p a r e n t e s

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more ferarum 9/10

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gastón fernández carrera

edición dejosé ignacio padilla

r e l a t o s a p a r e n t e s

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— gastón fernández —

Gastón Fernández Carrera¿1964/65? y 1986

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l i m i n a r

n a t u r a l y c o e x i s t e n t e

Para Gastón Fernández Carrera,en su oráculo

Ese tránsito, ¿lo caminaste? ¿Y estuviste un rato en abstracción cual piezaimaginaria entre sus manos todavía tenues, tenues los brazos en lasobria jurisdicción abstracta del primer fulgor? ¿Y hubo aspaviento?Quiero decir, si lo hubo de tu parte, no era tu costumbre. ¿Seguistemanso? ¿Lo auscultas y revistes? ¿Sabes ahora de qué? Y si es así,¿necesitó por cierto explicación? Estos materiales, instrumentacionesde ausencia, con perfección de forma incompuesta, ¿se explican? ¿Y seexplica la ausencia de plurales? ¿Sabes; ya sabes? ¿Y por haz dictasiluminado a algo que escucha? ¿Y es algo alguien? ¿Y escucha queescucho? ¿Escuchas que te escucho? ¿Se sobreentiende, todo, a partirde ahora? Aguas, el amigo. Imponderables desasimientos. Su últimasonrisa, ¿materia deleznable? Ya se acabó la imposibilidad: entró.Candela, la materia. Está primero ataviada de aguas de insustancialidad.Luego es el aire: y luego luz parece, pero lo que ahí aparece es coronade estaño: Salve. De ahí revierte la cabellera, brota oruga la lombriz,redecilla de luz glorifica y retiene, sus cabellos. ¿Nuevos? ¿Primeros?¿Es eso alcanfor, escapulario? Soberbia bestia lo mató. Lo matóintrínseco. Ah, era innecesario, todo tiene sus límites. ¿Y eso está tanlejos? ¿Verstas, leguas, palabras: algún nudo? ¿La quechua marcareaparece? ¿Y los corredores del Inca son de veras luz, luz instantánea?¿Qué cosas del primer idioma tiene el fuego, y luego la candela? Qué

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sobremesa la suya al convertirse en ascua callada, floral rescoldo dehojarascas. ¿Hablarás? Sé bien que es por sueños, trámites, decisivasincorporaciones en mansedumbre de los sueños, ¿pero hablarás? ¿Oestás incorporado? ¿Y no hay voz, clemátides, algún impulso? ¿Y haypor cierto hondura? ¿Es, como dicen, amplio? Otra cosa seríainsoportable, pero ¿a qué viene hablar yo? Engolando, impostando. Unmentiroso, por definición. ¿Qué, qué sabes? ¿Te caminaron? ¿Y fue enabstracción? ¿El tósigo, caía? ¿Duele? ¿Cayeron huestes y sureordenamiento? Por seguro que no pregunto, estallo: yo aún número,estallo. Y no hay resplandor. ¿Sólo yeguas, sólo jarcias, sólo estanques,sólo el Incunable perecedero, innumerables omisiones de aspectoulterior, manumitido? Vaya. El cáliz y el sacerdote (púrpuras)desflorados. La aurora el mohín de una abeja. Y tras la abeja, mundo;mucha materia la flauta, aquí, de aquí, biga muerta, cabestro muerto,muerto jaez. La parihuela, el cabrilleo, muertos: y en verdad es ciertoque el Juez y la Balanza se llaman Josafat, cabriola de un meteoro quecayó, florescencia (un aspaviento) y a la cuarta señal de la manoerigimos y horadan.

José Kozer

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a p a r i e n c i a

sobre el fantasma de gastón fernández. cómo escribir sobre un fantasma.qué decir. cómo explorar su ausencia —la presencia de la ausencia. fantasmaen vida, infinitamente fantasmático en la muerte. quién es gastón fernández.hito ausente. signo borrado de la historia de la cultura peruana. huella que noes huella. huella sin profundidad y profundidad sin huella. que no hoya. ni seoye. reflejo de huella. reflexión de huella. refracción de huella. difuminación.borradura. apariencia. ausencia.

sobre gastón fernández carrera. qué sabemos de gastón fernández carrera(lima, 1940 - bruselas, 1997). diversidad de estudios y ocupaciones en lima.alrededor de los 27 años abandonó el perú. viajó a europa. viajó. se instalóhasta su muerte en bélgica. viajó. conoció y amó la india. historiador delarte, catedrático universitario y guía de museo. durante los años 70 y 80escribió relatos y ensayos. también poesía —que abandonó pronto. un puñadode sus relatos —siempre rechazados— fue publicado. es probable que haciala segunda mitad de los 80 dejara de escribirlos. se concentró en susensayos, que corrieron mejor suerte: surgen así densos e importantes libros—arte, historia del arte, el fin del arte, el fin de la historia del arte— publicadosentre el 86 y el 98 (póstumamente), todos en francés.

sobre la indiferencia. ni sombra de esos ensayos llega hasta aquí. sólo lasombra de sus relatos llega al perú. ¿la sombra de sus relatos llega al perú?

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qué decir de la vespertina, eterna mezquindad limeña. en su ignorancia ehipocresía, lima no es ni siquiera capaz del vituperio. niega censurar aquello—tanto— que no comprende y lo abandona al olvido. ajeno a la tribu, gastónfernández fue lanzado al limbo de la ciudad virreinal, bajo capas y capas decortesana indiferencia.

sobre gastón fernández. qué, quién gastón fernaández. quién es gastónfernández

sobre los relatos. sus relatos —que no lo son— son relatos aparentes. tienentodos el mismo título: el mismo no-título: no tienen título. y se extiendencomonegras, inacabadas superficies, de una homogeneidad aparente, de unresplandor denso, opaco, oscuro, tras el que pareciera encontrarse el vacío, ola nada informe, impenetrable.

sobre la superficie. relatos en los que pasan una y mil cosas, pero nada pasa.se suceden sexo, accidentes, obsesiones, muertes, niñas, diálogos infinitos:pero nada pasa. y sin embargo...y sin embargo esa superficie no esconde nada. no hay nada detrás ni delante.esa superficie es en verdad un pliegue que se agita, un nudo negro volviendosobre sí mismo. agujero o estrella negra, que nos atrae, ciega y estremece. laaparente frialdad de su superficie es un volumen hondo que palpita, que seagita en intensidades extremas.

sobre autopistas. en rigor no podríamos hablar de superficies. pero no haymejor palabra. los relatos aparentes, cada uno y todos, son esa extensióncontinua, impenetrable, homogénea. si tuviera que fijar ello en una imagenescogería la de la autopista gastón fernández: una carretera recta e infinitaa través del desierto de la costa del perú. el paisaje aparecería siempreidéntico: homogéneo y abstracto, siempre el mismo cielo, siempre el mismomar, siempre la misma arena. en medio, uno, convertido en línea, hechovelocidad, detenido, inmovilizado en la máxima velocidad.esa recurrencia de nuestra carretera, ese silencio, esa borradura; la soledad,la vacuidad, son aparentes: basta abrir los ojos y aparecen cien mil tonos en lasarenas, accidentes, muertos, un mar siempre renovado y un cielo azul ocruel. la ambigüedad del movimiento, aparente, es la misma ambigüedad delos relatos de gastón fernández.

sobre el diseño. por todo ello hemos escogido diseñar este volumen así:como una negra y homogénea superficie. fría. indistinguible. son sábanas ysábanas de texto que quieren recorrer los paisajes infinitos de gastón fernández.éste es el peor laberinto inventado por el hombre: el de la línea recta. sólo sepuede salir del laberinto para caer en el laberinto: el laberinto cruel de la

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naturaleza. / imposible manchar esta superficie con viñetas o adornos quehagan descansada la lectura. cada uno tiene la clase de laberinto que desea,y la clave para salir de él. los hitos aparentes abandonados en las esquinasno nos ayudarían a mejor encontrar el camino. abandónate lector a estapresencia inquietante: la de la ausencia.

sobre el realismo, la representación. ¿y debo insistir, lector, en la caducidadde la vieja hipótesis del carácter realista de la narrativa peruana? la pretensióndel realismo ingenuo sólo puede ser anacrónica. es otra la forma en la que aquíse representa. ¿y qué se representa? lo que se examina en el espejo es elespejo: el espejo reflejado en el espejo, en un laberinto sin tiempo, diáfano,puro. su opacidad es otra: la de la transparencia radical, cuyo brillo nos atrapa,impidiéndonos ver aquello que transparenta.

sobre un falso recuerdo. la primera vez que oí el nombre de gastón fernándezél tenía pocos meses de morir. ni siquiera eso supe. y ahora puedo preguntarmequién es gastón fernández, ese fantasma que nadie conoce. y entonces, una tíamía, sangre de mi sangre, lo recuerda, y recuerda haber bailado con él en unagran fiesta hace 40 años. gastón fernández bailando... frivolidad que en lamadurezdesuvidanosepermitiría. y aunmimadre recuerdaagastón fernández—aunque su rostro se le escape— y a su hermano álvaro, la adolescencia.curiosa paradoja: ¿imaginaría gastón fernández, remotamente, en esa juventudy esa fiesta, que, 40 años más tarde, alguien, viniendo de quien entonces teníaen frente, lo buscaría? imposible. gastón fernández ni siquiera escribía, todavía.y el gastón fernández que yo busco es otro, y se esconde en su negro laberintode tinta. pero no dejan de sorprenderme esos encuentros fugaces, finalmenterecordados, ahora imposibles, entre él y mi sangre.

sobre la ausencia. los muy escasos textos publicados —escasísimamenteconocidos— delatan todos una única y larga ausencia: son las marcas de laausencia. paradoja aparente: marcas, signos, rastros, huellas de la ausencia:presencia de la ausencia. bajo el silencio que cayó siempre sobre gastónfernández laten sus textos. pulsan. expulsan. agujero negro. o relieve delhoyo. o hueco en el hueco. oscuridad que enceguece. porque deslumbra.

j.i. padilla

— j.i. padilla: apariencia —

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sobre la edición. quien crea que un texto está acabado antes de su edición esingenuo. aunque el texto «verbal» (por llamarlo de algún modo) de la versiónmanuscrita y la versión editada sea el mismo, esa mediación ineludibleintroduce modificaciones de sentido: el texto se ve envuelto en una nuevaforma, de una manera que me resulta difícil explicar, pero que es definitiva,casi material y que involucra desde la tipografía y la elección de márgenes, eluso de tabulaciones y sangrías, los interlineados y el espacio entre párrafoshasta la forma de los diálogos, los espacios entre cada texto, el tipo de papel,el tamaño de la hoja, etc. etc. etc.: es decir, todas las características formalesy materiales de ese objeto que ahora nos toca: el texto informado, encarnado.

sobre los diálogos. gastón fernández no acoge ninguna de las convenciones«editoriales» usadas para los diálogos. muchas veces utiliza las comillas,lo que le da a sus textos compacticidad y cierta continuidad (o fluidez) queel uso de los guiones largos les habría quitado. en algunas de las ocasionesen que usa los guiones largos parece querer que las voces de los personajesse sucedan rápidamente. no siempre es el caso. y cuando desea diferenciarlas palabras del narrador de las de los personajes —y aun la voz delnarrador-personaje en función de narrador o de personaje— utiliza algunascomillas. por ejemplo:

—No importa...» Me miró sonriendo. Su sonrisa no parecíapertenecerle. Tuve la impresión de no comprender bien, pero latela de su lienzo era gruesa y olía a yute, y a transpiración. Era bellay fresca como un alga.

* * *

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pero también:

—No les haga caso, me dijo Ana, sonriéndome. Ella se mezcló un segundoal grupo y se detuvo. Las niñas se quedaron en silencio. Ana pareciódudar, y volteó hacia los pajes, luego partió lentamente. Me sentí de súbitocomo vació y miré a las niñas. Ana ya no estaba. La menor retiró su cuerpodel impermeable y dio un paso atrás. «Además ya es tarde», dije.

—¿Por qué decidió venir? me preguntó. Cruzamos la luz roja. Elprimer hombre que encontramos lanzó un escupitajo que cayó acentímetros de nuestros pies. «Sé que lo decidió en algún momento; nofue de inmediato.»

en el primer ejemplo se abre el diálogo con un guión y se cierra comillaspara «volver» a la narración. en el segundo y el tercero, una coma bastapara volver a la voz del narrador que refiere el diálogo. un punto seguidoregresa a la narración y finalmente se utilizan las comillas para marcar una nuevaintervención del personaje. también encontramos casos como el siguiente:

—¿Y por qué tiene que irse?, preguntó la mayor, y añadió: ¿De verdad nosabe bailar?

donde las marcas del diálogo se reducen al guión largo, la coma y los dospuntos.

he preferido no normalizar los diálogos. convertir todas las marcas de cambiode voz en guiones habría acabado con la compacticidad y continuidad quemenciono. además (y el mismo problema aparece con las comillas): nosiempre está claro en qué punto se cambia de voz, como en el siguientediálogo:

—No, no fue de inmediato. En efecto dudé, y quería saber por qué. ¿Porqué?—Prefiero la duda, dijo. Sé que todo pasa. Sé que sonrío. Pero siemprepreferí que hubiera un instante de reflexión. La fe, o lo contrario, debiera serasí. Sonrío, tú te preguntas qué pasa, te detienes, luego el resto. ¡Oh, no!nadie antes me ha seguido. Pasó, está bien.» E hizo un amplio gesto con lamano y me sonrió. «Hoy es mi aniversario.»

¿quién dice «En efecto dudé y quería saber por qué»? y en la respuesta delinterlocutor: ¿dónde se abren esas comillas que sólo se cierran? hay casosdonde la lecturaesevidenteysencilla; peroenotrospermaneceunaambigüedadinsalvable que me hace pensar que ésa es la voluntad del autor. es imposible quefernández no conociera las convenciones del caso y he elegido respetar este usoarbitrario, irregular (en el sentido de que no parece decidirse nunca por un solo

— sobre la edición —

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— gastón fernández —

patrón), estas imperfeccionesoasperezasporel extrañamientoy la ambigüedad,por todos los desplazamientos de afecto y de sentido que pueden producir en ellector.

con todo, los textos son siempre legibles y la sorpresa inicial se supera unavez que se avanza en la lectura. aún así he recurrido a algunas convencioneseditoriales, en los casos en que estaba seguro de que el sentido no se veríaalterado. así:

«A los siete años, continué, yo hacía las mismas cochinadas queahora, pero era rubio y no hablaba.»

pasa a ser:«A los siete años», continué, «yo hacía las mismas cochinadas queahora, pero era rubio y no hablaba.»

y:

¿Se escuchaba música a las cinco, indefinida, tibia?...

¡Vania!... ¡Vania!...

«En el suelo»...

«Oh, perdón». «No es nada, puede tomar los dos».

se convierten en:

¿Se escuchaba música a las cinco, indefinida, tibia...?

¡Vania...! ¡Vania...!

«En el suelo...»

«Oh, perdón.» «No es nada, puede tomar los dos.»

sobre las tabulaciones, las sangrías. son irregulares. las reproduzco talescomo aparecen en los originales. irregulares. no he sangrado los diálogos.prefiero mantener la compacticidad, a pesar del malestar (sábanas detexto) que podría causar en algunos lectores.

sobre !? hay casos en que se cierran interrogaciones y exclamaciones quenunca se abrieron. algunos casos parecen omisiones involuntarias (inclusodeberíamos considerar la posibilidad de que, ocasionalmente, los signos faltaranen las máquinas de escribir usadas por fernández); otros parecen omisiones

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deliberadas. cuando ha sido posible y el sentido no se veía alterado he insertadolos signos faltantes (haciendo la anotación del caso). la mayoría de veces hepreferido mantener la ausencia.

sobre las comillas, los paréntesis. así como hay comillas que sólo se abreno sólo se cierran... hay muchos paréntesis que sólo se abren (cf. xiv). ¿dóndecerrarlos? ¿para qué cerrarlos? los he dejado así, salvo ocasionalesexcepciones que he anotado.

sobre los espacios en blanco. también se encontrarán espacios en blanco amitad de algunas líneas. son pequeñas zonas inacabadas que he dejadoinalteradas. finalmente: muchas veces se encuentran dos espacios en blancoentre una palabra y otra (cf. XIII). frecuentemente es evidente que sólo setrata de una irregularidad de la máquina. pero en otras ocasiones esaduplicación del espacio parece ser una cesura, indicar una pausa, como sehace a veces en poesía. ¿cómo hacer una discriminación al respecto?

sobre las fechas. los relatos están fechados pero no hay manera de saberde qué fecha son las versiones finales que manejamos. todos los textosestán mecanografiados en un formato uniforme y fueron enviados afamiliares y amigos en lima durante la primera mitad de la década del 90.es decir, gastón fernández puso en orden sus relatos, dejándolos casi listospara una edición. algunas de las pocas versiones anteriores que hemospodido ver no llevaban título.

sobre las citas. fernández menciona en algunos relatos, al vuelo, las referenciasa algunas citas que ha hecho. incorpora, fagocita textos. después saluda. enrigor, no cita. posmo.

sobre los puntos. en ocasiones no hay puntos. en ocasiones, a un puntosigue una minúscula. salvo indicación, han quedado así.

sobre las notas. todas las notas —salvo indicación contraria— son deleditor.

sobre las correcciones. no corrijo afuera/fuera, adentro/dentro, adelante/delante, abajo/debajo, atrás/detrás..., salvo en los casos demasiado evidentesy que creo no producen modificaciones de sentido (no pongo notas). cuandohe creído que mi corrección suponía alguna pequeña diferencia he anotado;en otros casos prefiero respetar un cierto matiz... (ej. «adentro» da másprofundidad). / se han corregido algunos queísmos. una constante: en losmanuscritos parecen haber sido borrados los «de» de «de que» (queísmo):se ha corregido sin nota al pie.

— sobre la edición —

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— gastón fernández —

sobre la edición. por ahora sólo he podido apoyarme en la intuición. quedenestas notas como aclaración: los espacios duplicados, los paréntesis y comillasque no se cierran o no se abren, los signos de interrogación y exclamaciónausentes y todas esas pequeñas y aparentes imperfecciones que el lectorencontrará en esta edición son sólo un gesto de fidelidad y respeto a estostextos hermosos e incompletos. las erratas evidentes han sido corregidas.ante la ausencia de fernández restan todas estas pequeñas opacidades. quecríticos y lectores negocien en el futuro las versiones finales de los textos.algunas ambigüedades y otras correcciones tentativas son anotadas. en loposible he evitado intervenir en los textos. como mucho, he rozado susenvolturas. prefiero dejar casi intacta su extraña belleza.

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relatosaparentes

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hay palmitos en el comedor del hotel de Río. Mediodía, él acaba dellegar. Tres en cada lado ancho de la mesa, uno de ellos él, uno en cadaextremo. Somos ocho. No me gustan los palmitos.

¿Te gusta la música?..................................A veces, a menudo, tengo la sensación de que no ha pasado nada. Los

ojos cerrados, se siente como si se flotara, o se hubiera flotado ya en lapenumbra y estar seguro de haber conocido cavernas en el aire. Hay unamáquina fotográfica en la cama del colombiano, es un chiquillo dicen, ¿vamosa verlo...? conocido cavernas oscuras en el aire.1 Está esperando a Hugoque está de espaldas, tiene una camisa ligera, blanca, y una chompa oscuracon botones y sus ojos son grandes, negros, y tristes muy rápido, no le hedado importancia. Me parece ver en Río una última imagen, una máquinafotográfica encima de la cama, recordando el castillo de madera de Pragaque invadiremos al final del año o las fotos veladas que tomaré en Brujas (seme cayó muchas veces y él reía). ¿Te gusta la música?.................................Nos parecía una casa de tres pisos en Place Ladeuze, yo matabazancudos, donde habitábamos él arriba después de todas esas escalerasy después yo más lejos pero regresaba todas las mañanas a verlo y nosveíamos y conversábamos y estrechábamos la mano negra de Christophe.Está el Cristo de brazos extendidos arriba. Arriba. Hay un silencio eterno,mutuo, escrutador y grave en el camino de bajada y nos sentamos aalmorzar a las cuatro de la tarde spaghetti en salsa de tomate, él nocome, dice que no come eso me dice, y me mira comer. Hugo. Hay tres

relatoaparente (i)

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manos que son la tierra y la savia de tres flores rosadas en un bus conzapatos de barro e iniciales en un panel. Entrábamos al Musée d’Art ysalíamos riendo con Henriette, no Charlotte, y seguíamos riendo frentea un pequeño cuadro lateral de Manolo muerto, risas muy fuertes, luegonada. Estamos en el vientre de la ballena blanca; está Inodoro el de lospies ligeros, Manolo muerto, Betty Boops, nos parece que escuchamosmúsica a las cinco y que cruzamos el África leyendo boletines informativos,luego nada, nada. Estamos en el vientre de la ballena blanca y subíamosa una casa de tres pisos para estrechar la mano negra de Christophe.Está allí el Cristo de brazos extendidos, arriba, y hay tres manos que sonla tierra y la savia de tres flores rosadas en un bus… Place Ladeuze,estamos en una casa de tres pisos. Jean Kott, le Figaro Littéraire. EstáChristophe. El radio portátil de Hugo y sus granos en la cara, les inscriptions.

Luego comenzamos a vivir profundamente.

«Escoge el negro, te va mejor y es más sobrio.» Me di cuenta de queme escuchaba. Él no sabía que yo lo escuchaba a él. Todos los días, elrozar rítmico y pausado de la tela negra de su brazo con la tela negra desu cadera me decía que ya llegaba, tres golpes suaves, espaciados, undía no quise abrir pero abrí, fue poco antes del regreso y después dePraga y él había visto mi luz por debajo de la puerta. Mirábamos a lachica sin dientes de la pâtisserie, de vez en cuando dirigíamos nuestrosojos y nuestros pasos hacia la caverna pobre detrás de sus labios cerrados.Creo que nos amaba en silencio y sin preguntarse por qué, y saludábamosa Blanca, la de la boca sucia. Un día, al comenzar el gris plomo de latarde y el canto suave de los vientos, cayeron hojas tostadas por detrásde los ventanales y formaron lechos. Luego cayeron aguas y formaroncharcos; y corrieron vientos y formaron cabellos fugitivos. Comíamos ybebíamos de ellos en silencio. También comíamos carnes y bebíamosleches de colores en silencio. Creo que cada uno amaba sin saber dónde.Él me leía a veces, como los padres para hacer dormir a sus niños ycontarles historias encantadas y yo escuchaba, como de lejos, «detrásde mí está el Río».2 Lo siento correr sobre mis riñones y cómo los ciñecon su fluyente y yerta cadena de plomo, invitándome al lento viaje de lamuerte, como a vosotros… seres… Una noche, mientras dormíamos,cayeron sin ruido nieves y formaron césped blanco por primera vez.El sábado 12 de febrero amaneció a las cinco. No nevaba desde el domingoen Ottignies. Él no supo qué hice aquel domingo, luego del sábado declases (a las ocho de la mañana había nevado ligeramente toda la nochepor primera vez.) Ge Efe en los techos de todos los automóviles dormidos,en todos los vidrios y ventanas dormidas, recuerdos de una infanciahabida a pedacitos. Acontecimientos importantes: ni un alma en Ottignies;espera del encuentro con alguna doncella en peligro; marcha silenciosa

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y lenta; algo semejante a un bosque o propiedad privada, un castillo entrelos árboles, un silencio agudo, un grito, un fusil, un disparo, sangre en miespalda, luego nada; en la Gare, espera del tren, lectura abstraída, súbitoy subconsciente recuerdo de la hora, el tren frente a mí, papel y lápiz.Todo en cuatro horas con nieve ligera por primera vez. Él dormiría a esahora, blanco sobre sábana blanca y bajo sábana blanca, una ruana parda a suspies. Y libros volados, Kandinsky a la izquierda, Brueghel a la derecha,sábanas limpias por veinticinco francos. El sábado 12 de febrero amanecióa las cinco. No nevaba desde el domingo en Ottignies. El sábado 12 defebrero amaneció a las cinco te digo. No nevaba desde el domingo enOttignies. El sábado 12 de febrero amaneció a las cinco. No nevaba desdeel domingo en Ottignies. Nevó mucho. Y caía sobre nuestros hombrosblancos y lloraba, mientras ella escribía su primera carta en sobre gruesoblanco (tu sais, vraiment je t’aime). Nevó mucho.

Me pregunto si eso se desarrollaba en la superficie, pues me parecíaque nos habían dejado caer sin ruido en una profundidad interminable, oscura,lenta, como un barco en la noche que se desplaza suavemente y sin hablar.Caíamos con nuestros cuerpos ingrávidos. Esa noche, en las mesas seapagaron las luces y dos palmadas egipcias de uniformes blancos hicieronaparecer a seis esclavos portando fuentes de oro iluminadas que ingresaronpor puertas laterales para dar de comer al hambriento, dar de beber alsediento, vestir al desnudo. Interminable, oscura, lenta ¿se escuchaba músicaa las cinco, indefinida, tibia...?

Cayendo en la profundidad interminable y sin memoria, oscura, lenta,me parece que en algún momento la velocidad y el viento de la noche lehumedecieron los ojos. Se escuchaba música a las cinco, imperceptible,vaga, etérea, de frases largas que se repetían y terminaban haciendo unaalianza extraña y misteriosa con la densidad de nuestras sienes y el rumorsilencioso del aire. Él fumaba. Se escuchaba música a las cinco, de fantasía.Creo que la habíamos escuchado antes en algún lugar. No recuerdo dónde.Quizás en mi casa, dos años después. Era la misma sensación de calma, dehora neutra, de ingravidez (nos vestíamos de corto por el calor, con esosshorts que creímos calzón de baño, medias y zapatillas blancas, nosaburríamos enormemente. Uno dormía bajo sus gafas negras. Se tomabanotas). El ambiente era pesado, y había un corredor estrecho que se terminabaen el comedor chico y al lado una puerta que daba al comedor grande;primero nos dijeron con corbata pero íbamos sin corbata, tocaban campanillasde oro verticales cuyos sonidos continuaban un poco en el aire y luegodesaparecían, entonces nos levantábamos despacio y comíamos, nuncaentrábamos al bar, y cuando lo hice, estaba sentado con Marie-Ange, que meenseñaba a dibujar perros sin cola. Luego vino su madre y desapareció

— relato aparente (i) —

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— gastón fernández —

con ella. Recuerdo que fue la primera vez que pude conversar con alguienseriamente. Era muy hermosa. Creo que una vez me llamó por mi nombrey otra vez el viento de la noche humedeció mis ojos. Después ya no.Debe haber cumplido seis años.

También pensamos escribir un libro. La Antología del Olor. Se expandíalentamente en las calles y en las axilas, en los comedores lentamente y enlos cines, se colaba a través de ventanas, ojos, quicios, invadía los salones ylas almas, los trenes, y se elevaba en holocausto al cielo, allá donde duermenlas aves. Pasaba a nuestro lado y vivía con nosotros. Nunca creímos quenuestra risa moriría tan cruelmente cortada por la nieve. Luego visitábamosexposiciones chinas vacías donde nos esperaba Kang-Mei hija de Ho, que noterminó de enseñarnos cómo desenmascarar a los hombres. Luegoconversábamos. Conversábamos. Conversábamos. Y escuchábamos caer yrodar lejos las campanas aburridas de la Biblioteca, y tomábamos tintos enla tarde y en la noche, y no hacíamos otra cosa que comenzar, todos los días,a vivir profundamente. Viajé. Viajé con un paraguas negro. Conversaba conél. Conocí los idiomas de Babel, las torres y los arcos; las plazas, los campos,cuatro vikingos, los templos y los mares, la noche en el día y mujeresfumando pipa; también hice la amistad de un inglés y de un perro en un tren,que lamía heridas imaginarias de mi mano izquierda, la más bella que tengo.Sentado en un sofá incoloro, un cabello rubio rozaba con pudor y audacia mimuslo, y bebíamos silencio y vino caliente con especias en la penumbra.Conocí a Noël en París y más lejos tumbas bajo césped blanco, vi a Brueghely a Bach de niño, y hablé con ella largamente atravesando el parque, deprisa, recordando fiestas que no queríamos de ningún modo recordar, cuandoella brillaba del resplandor de sus ojos y yo era santo. ¿Te acuerdas de mí?Me llamo Somnus, hijo de la angustia y del recuerdo, nieto de la vida. Esonos dijo a Christiane y a mí el anciano que nos invitó a su mesa solitaria enPraga, poco después, la noche del nuevo año. Tenía un lechón rosado en susbrazos, que había que tocar para vivir. No dijo más pues nos dejó solosaunque no se movió de su sitio. Christiane se mordía las uñas y vestía dechompa rosada, y moría un poco todos los días. No hablaba, y el día quemurió más fue aquella noche del tren que nos trajo de Praga, todos de pie,muy juntos en el corredor estrecho, todos sentados sobre nuestras valijascansadas, muy juntos en el corredor estrecho, todos de pie, muy juntos.Nadie hablaba. Él no hablaba. No había compartimentos libres, Guy ya noservía para nuestras bromas, quizás estábamos sentados o parados encimade él sin darnos cuenta. Nicole. Conforme amanecía, encontrábamoscompartimentos libres, sus ocupantes desaparecían cual gnomos invisiblesen el frío de la noche. Hugo fue elegido Rey. Cuando descendimos en Leuven,había sol de otoño en enero, y llevábamos a Modigliani bajo un paraguasnegro.

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(Siempre creo recordar que caminábamos en la claridad amarilla yfantasmagórica de las calles en las noches, y que nuestros rostros setornaban pálidos (como máscaras de teatro, como palidez de muertepróxima) y que frecuentábamos el Vita. Creo que una noche me parecióquedarme atrás mientras él y ella conversaban, era el mes de enero, mepareció terminar la noche en la cumbre de unas rocas blancas en el parquey escuchar silbidos abajo, en el camino. Velados por las aguas, mis ojosparecen escuchar que siempre tenemos cero en conducta y que pasamossiglos enteros en Marienbad. Después regresamos a la tierra, que nosrechaza, y sufrimos mucho sin saber dónde. Nos dice, desde lejos, «Vousêtes, comme une ombre, et vous attendez, que je m’approche…») Fuesólo después que fallecimos.

Lima, octubre 1968

A Eduardo López Jaramillo

1 ‘Hay una máquina fotográfica en la cama del colombiano, es un chiquillo dicen, vamosa verlo?... conocido cavernas oscuras en el aire.’2 Sin ‘»’.

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«Tienes las orejas bien colocadas al lado de las sienes…1 yo no, las míasson un poco abiertas… es feo, ¿no es verdad...?» Notre Dame (Lafatiga, en el centro justo de su frente y en los límites de la lasitud, poseela fuerza que sólo conocen los enfermos de nostalgia o .) Mientras mehabla, recorre suavemente su dedo índice a lo largo de la línea recta de mi nariz,luego arregla mis cabellos largos. Lentitud infinita y libre, sin tiempo.

Como aquella vez en la ciudadela, cuando la luz se hizo por segunda vezdelante de mis pasos para saludarme, o aquélla, a pocos instantes de unMemling inasible, cuando las nubes de invierno alejaron humildemente susfealdades de mis ojos, o aquélla, en Nihilia, cuando amaneció a las cinco y unmanto de nieve vino a llorar mi pérdida, apenas llegado hoy, mañana y mañanatodavía en París, se detuvieron los vientos y se apaciguaron los mares, huyeronaterrorizadas las lluvias, y el sol calentó las verduras y los alrededores denuestros cuerpos. Todo aquello sobrevino y se llevó a efecto con la precisiónterrible del azar, su mirada húmeda mirando un solo centro: nuestro conjuntovertical, ofreciéndose, una y otra vez, en un movimiento regularmenterepetido, sus manos silenciosas. He reproducido en mi memoria, hasta laangustia interior, imágenes rescatadas de un mundo inexorable. Cuando vigilabatu sueño en la noche de los pendientes de perla. Cuando, mientras me hablabas,recorrías suavemente tu índice a lo largo de la línea recta de mi nariz. Cuandonosotros furtivos y extasiados interrumpimos el sol lácteo a través del vitral—nuestra caja de colores… Después partí. Y entonces el velo de la tierra se

relatoaparente (ii)

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rasgó, y grandes desolaciones infestaron los rincones de los hombres PontSt.Louis Lejos ahora, excesivamente lejos, tanto cuanto lo permite lamutua inexistencia de nuestros ojos, vivo biológicamente, alimentándomede excitantes o sueño, vehículos inanimados e indecentes de nuestrasvoluntades en cada víspera de muerte. «…y ellos son chicos; pero lo que tienende bien es el color…» Yo los observaba, ojos de almendra, fruta tibia. Mientrasya todo aquello había discurrido, poco después de la fallida multiplicaciónde los peces. Mientras me hablabas y recorrías tu índice a lo largo de lalínea recta de mi nariz y luego arreglabas mis cabellos largos bajo elimpulso de la exclusiva libertad de tus ojos (no he vuelto a sentir esadesconcertante sensación de esterilidad mental frente a aquel que decide,en un instante determinado de su voluntad de poder, sumergir su mirada entu frente como si procediera a crearte) del color de Egipto Quai d’Orléans.

Como si alguien —un niño tal vez— hubiera lanzado hacia arriba unpuñado de arena; como respondiendo al invisible celebrante que hubieraencendido segundos antes la mecha del rito luminoso, una bandada deaves diminutas emergió de las profundidades de la tierra, delante delautomóvil, y se dispersó en las cuatro direcciones simétricas, en unaerupción de bienaventuranza. Por momentos y a todo lo largo de la rutaencima de mí, protegiéndome de alguna fuerza maléfica, las cimasinclinadas de los árboles de ambos lados, dedos entrelazados de un diosque reza, venia oriental. Delante de mí, lateral, suspendido, descendente,perfectamente circular, como inmediato a depositarse en las sienes dealgún misterioso elegido, el sol amarillo, como el ojo espía del crepúsculo. Yotra vez sentí la bruma pegarse a mis entrañas y trepar, esa feroz enredaderade vidas pasadas. Me veía otra vez desde hacía muchísimos años sumidoen esa eterna lucha de mi cerebro por dirigir sus esfuerzos hacia la capturade todas aquellas actitudes que nunca me fueron conscientes. Escribía(tratando de revivirlas o inventarlas para establecerme en ellas yrestaurarlas o crearles una realidad) «he reencontrado figurines de papelrepresentando animales y plantas, mesas verdes para sentarme y globosde éter, jirafas de cartón». O «en mis momentos de lucidez he visitado laciudad de las hormigas viajeras, ante la estupefacción de los transeúntes».O «he visto otra vez aquel castillo que pronto iremos a visitar tú y yo. No,no aquel de la fuente de las bellas aguas. El mío (mi padre2 me ha regaladola llave) tiene en sus arroyos y muros exteriores algas azules, castañas,uvayemas sangrientas y aves de alas de violeta. Antes del regalo de mipadre3 (la llave la tengo en casa, roída por el tiempo), una vez entré en él,crucé su puente levadizo (uno verdadero) y me enseñaron las escaleras,las armaduras y los salones. Pasé cerca de un siglo adentro. Al salir, elmartilleo que ya había comenzado a sentir en el interior parecía estar apunto de descargar sus golpes más furiosos, sin duda alguna insatisfacción.

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Es en ese momento que me apercibí, con una tristeza indecible, de que nome habían mostrado los subterráneos, las cámaras de tortura, los pasadizossecretos y la gran biblioteca de los libros gigantes…» (La fatiga, ese estadomelancólico del cuerpo, tan propicio a la coyuntura de todos los mitos.) Através del cuadro inaccesible de mi infancia, contemplaba esa presenciaaugusta de los niños en cada uno de esos trabajos manuales, en cada cubode letras de color, en cada mesa verde desnuda. Mi contemplación sepodía desarrollar tanto más fácilmente cuanto que todos estaban ausentes,de ellos sólo se escuchaba sus pequeñas risas, sus labios limpios y suspiernas magulladas por la recreación, que me llegaban de más allá de esesalón de clase… Un fuerte resplandor de dos haces de luz me transplantóal presente y me di de cara con un dolor estático, a la angustia de estarverdadera y definitivamente fuera de todo aquello. El crepúsculo se habíaextinguido, ningún dios rezaba por mi salvación eterna. Si sólo hubiesesabido que en ese momento, mientras el automóvil se lanzaba velozmentea tu encuentro en la noche, tú me esperabas (sentada «sagement» tusmanos en tu regazo?), adornada con pendientes de perla… Llegué muytarde, Pigalle hervía de gente ajuntada, de animación, de ansiedadcontenida en cada paseante. El único saludo que pude esgrimir, cercano ala medianoche, fue vigilar tu sueño Quai de Béthune.

(El cuarto que me ofreciste como hospedaje. El perfume de la vainilla.La fotografía que tomé, con la africana a su lado, y que decidimos enviar ala Unicef con nuestros votos de paz y fraternidad en el mundo. El paladardel sétimo pescado traspasado por un anzuelo al revés. El agua del hotelLambert que nunca debimos desperdiciar. La dama del automóvil que secreyó admirada por nosotros, cuando nuestros ojos se dirigían en realidada su perro. El cielo espléndido, la tibieza espléndida de un día hechosolamente porque llegué. El óvalo de tu rostro, detrás de los tallos góticosdel césped del castillo. La curiosa belleza del óvalo perfecto de tu rostro,de la cual siempre he creído que nunca te habías percatado. El castillo dela fuente de las bellas aguas. El recorrido infinito de tu índice a lo largo dela línea recta de mi nariz, la caricia infinita del arreglo de la espesura demis cabellos largos. El óvalo de tu rostro, que he vuelto a encontrar enuna desconocida y antigua pintura flamenca. La terrible lucidez de tusojos. En la noche, poco antes del recorrido infinito, canciones populares ydanzas incorpóreas a cargo de Olvido de un detalle: el agua de limón;no sé a quién reprochárselo) Quai de Bourbon.

El hombre sacó otro pescado del río y vimos otra boca abierta petrificadade horror caer en la canasta. Siete. Si yo hubiera sido el hombre los hubiera

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multiplicado; pero tu pregunta fue muy rápida: «esa sangre, que tiene,¿es normal...?» No fue sino horas después, mientras conducía de regreso,que vine a pensar seriamente en la pregunta. ¡Cuántas veces cometemosesas pequeñas inmoralidades por la cuales no vamos al infierno! Considerar,seriamente, la pregunta, horas después, muchísimo tiempo después,cuando ya el óvalo de tu rostro había sufrido mil transformaciones, sobretodo cuando la mejor de ellas, la del instante exacto de tu pregunta (cuandola terrible lucidez de tus ojos) no hacía sino concordarse consigo misma,en un instante irrepetible, dándole a tu pregunta la seriedad inconteniblede un niño. Muchísimo tiempo después; y la suficiente sonrisa con la queel recuerdo había matizado bellamente mi rostro, se transformó en unasola bofetada sin nombre. Cuando tus ojos me expresaban el color, lascostumbres y el alimento de tu país ilimitado (los sentí llegar hasta misojos, atravesar suavemente sus envolturas, recorrer todo el dominio demi cerebro y depositarse en mi nuca, bajo la espesura de mis cabelloslargos. Mientras me mirabas y recorrías lentamente tu índice a lo largode la línea recta de mi nariz y luego ). No pude explicarte el por qué desu espesura, secreto enterrado para siempre en ella misma. (La fatiga,en los límites de la lasitud, sensual aparición del espíritu en el momentoen que se sale de su cuerpo.) Quai d’Anjou.

Hay un sol cálido detrás de mi ventana, sé que es el último del año.Algunas aves, de esas que nunca pueden escoger el exilio, cometen elcruel error de creer que es primavera. Su falsa exultación me es dolorosa.Ahora que rememoro este pasado, pienso que tú y yo hemos crecido.Justine decía —y lo escribo en francés pues es en francés que se lo escuchéhace dos días: «Je suppose que nous sommes tous en quête du secret dela croissance.» En estas estúpidas circunstancias en que la tierra sigueinsistiendo en su redondez, temo por aquel «bon vieux temps» —quizástodo esto no sea en el fondo sino un esfuerzo desesperado de defensapropia ante un crecimiento al revés, ante la espantosa conciencia de quelos hombres ya no saben encontrar sus pasadizos secretos Pont SaintLouis Notre Dame.

Lovaina, 1969

A María del Pilar Irarrázabal.

1 Existen dos versiones de este relato. La final tiene pocas variantes, que anoto,entre ellas la supresión del epígrafe «El asombro es el principio de la sabiduría».2 ‘madre’ en la primera versión.3 ‘madre’, igualmente.

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relatoaparente (iii)

la calle de los cartujos, una vía admirable, torcida justo lo necesario paradistinguir dos recodos uno después del otro. Caminaba rápido, y quizátrataba de configurar la forma de los adoquines de la vereda mirándolosuno tras otro. Una idea fija me daba vueltas, y poco antes había mandado ala mierda a un conocido que me había preguntado si iba bien. Antes dellegar al primer recodo y al levantar de nuevo la vista una religiosa veníaen sentido contrario y me sonreía. El día era un otoño espléndido. Noscruzamos rápidamente sin darme cuenta realmente de lo que acababa depasar, tenía la impresión de que me había sonreído de un modo inexplicable.Quise voltear y la seguí con los ojos, deseando fijar su sonrisa de algunamanera. Quizás una sonrisa original. O primaria. U otra noción que no ladefiniera. De todos modos me había parecido una sonrisa de una ligerezatal que era imposible asirla. Era como de nada, y no podía asimilarla aninguna alegría ni a ningún humor. Quise seguirla. Recordé que alcruzarnos me había sonreído y que me pareció muy hermosa. Blanca, casiflaca y vestía un largo vestido azul. Ni vestido ni hábito, una larga telahasta el suelo. No había visto sus pies y por eso su paso parecía extraño,tanto más cuanto que, sonriendo, todo pareció suspenderse y tomar formaen su rostro, tan indeterminado como su cuerpo. El viento soplaba, ydistinguía su lienzo azul barriendo el asfalto. La alcancé cuando la calle delos cartujos terminaba. El viento cruzó delante de nosotros, detenidos enel semáforo. La toqué suavemente en el hombro. «Soy yo...» le pregunté.«¿Por qué me sonrió?»—No importa...» Me miró sonriendo. Su sonrisa no parecía pertenecerle.Tuve la impresión de no comprender bien, pero la tela de su lienzo era gruesay olía a yute, y a transpiración. Era bella y fresca como un alga.

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—¿Por qué no le sonreiría? No tenía buena cara, es todo. Voy a Santa Gúdula,¿vamos juntos?» Acepté sin pensar mucho y partimos.—¿Por qué decidió venir? me preguntó. Cruzamos la luz roja. El primerhombre que encontramos lanzó un escupitajo que cayó a centímetros denuestros pies. «Sé que lo decidió en algún momento; no fue de inmediato.»—No tiene importancia, dije imitándola. «No lo hubiera hecho otro día. Notenía buena cara, es todo. Y antes no hacía nada que valiera la pena.¡Buscaba rectángulos en los adoquines!» Sonrió otra vez. Su rostro seiluminó mostrándome una dentadura perfecta. Estaba casi atónito. Alcaminar, su lienzo producía un ruido contra el asfalto, llegando en algunosmomentos a frotar mi pantalón. Era azul y gris, y recién pensé en mirarsus cabellos, muy negros, cortos hasta la nuca.—No, no fue de inmediato. En efecto dudé, y quería saber por qué. ¿Por qué?—Prefiero la duda, dijo. Sé que todo pasa. Sé que sonrío. Pero siemprepreferí que hubiera un instante de reflexión. La fe, o lo contrario, debieraser así. Sonrío, tú te preguntas qué pasa, te detienes, luego el resto. ¡Oh,no! nadie antes me ha seguido. Pasó, está bien.» E hizo un amplio gestocon la mano y me sonrió. «Hoy es mi aniversario.»—Vaya, el mío también, mentí.—¿Hoy? Casi me gritó en su entusiasmo. «Pero... ¿qué edad tiene?»1

—Treinta y dos.—Yo veinticinco. ¡Qué espléndido! ¿Por qué siento un temblor, como unaalegría profunda? «Con seguridad porque yo era festejado cuando ella nació»,pensé en contestarle. «Me ofrecían una fiesta en el mismo instante en queusted sacaba la cabeza de toda esa tierra sucia»2 («No, no diga, eso», meinterrumpió). «Es extraño, sin duda», dije. El viento removió su lienzo conun gesto increíble. «Sobre todo: yo sé ahora que me celebraban el mismodía y hoy nos encontramos. Reconozca que hay pocos nacidos el mismo díay que se encuentran de ese modo.» Levantó la cabeza hacia mí sin decirnada. Parecía seria. «A los siete años», continué, «yo hacía las mismascochinadas que ahora, pero era rubio y no hablaba.» Nos detuvimos en la luzroja, a cien metros de la catedral. «El hecho sería banal si no hubiese habidola celebración», conté. «Estaba parado en el gran sofá de la sala con amigossentados de un lado y de otro. Todos celebraban a gritos mi nacimiento,incluso los que hasta entonces lo ignoraban, pensaba un poco en ello cuandonos cruzamos.» El viento pasó con un ritmo que le conocía. «La celebraciónme ha parecido siempre un artificio, o alguna compensación siniestra. Ydurante la fiesta, he aquí que tú te pones a flotar... Como el viento de hoy»,añadí. «Hoy es otoño, y el viento que pasa es el del invierno del año pasado.»Me miró sorprendida. «Yo sé, le dije. Así celebro el aniversario del invierno.»

La fachada y las dos torres de Santa Gúdula se distinguían apenas entre losedificios de la ciudad. Su presencia, de un gótico insólito, llamaba a gritos su

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próxima demolición. Ella caminaba ligera y me miraba de tiempo en tiempo.Su sonrisa estaba allí cada vez que la miraba, y la aventura de mi asombrosiempre que la encontraba no me originaba ninguna reacción sino la mudez.La abstención era casi exaltante. Sus manos eran blancas y cada vez salían desus mangas anchas como dos formas nuevas. Atravesamos el pórtico sur. Sutorre daba casi las cinco y un fuerte olor a humedad se mezcló con el del sudorde su lienzo. El duque de Montefeltro era el baño para hombres, una religiosadel siglo diecinueve el otro. Un alma para salvar o el jardín de delicias. Lasparedes de ladrillo del bar y la niña que se mueve imperceptiblemente sobrela mano del otro son parte de mi cultura. «Ven», me dijo. Se arrodilló delantede mí, al lado de un pilastre, y me señaló un reclinatorio alto, donde me senté.Veía su espalda y su nuca, y toda la caída de su lienzo hasta sus sandalias. Entrealgunas velas encendidas sentía pasar su sudor, bajando por sus piernas hastami cara. El frío salía de la piedra. Pasaron quince minutos durante los cualesella permaneció inmóvil; sólo una vez llevó las manos a sus cabellos. Depronto se levantó y se dirigió al transepto, al lado de lo que parecía unacapilla. Abrió la reja y me llamó. Un viejo retablo de alabastro sucio ylustroso en la semioscuridad. «Vengo dos veces por semana», me dijomirándolo. «No brilla sino así.» Afuera el viento parecía levantarse conmás fuerza. Llovería a medianoche. «Paso horas enteras delante de él sinsaber exactamente por qué. En mis paseos por el parque es distinto. Allíconozco el lugar de cada cedro, reconozco las agujas del pino...» Hizo unlargo silencio. «Te sonreí. No sonrío a todo el mundo. ¿En qué pensabas,en la calle?» La pregunta me sorprendió. Recordé la foto de mi aniversario.«No importa mucho»3 , le dije. ¿Quiénes caminan con la cabeza gacha? meamonestaba mi madre. Yo respondía: los ociosos. ¿Quiénes meten las manosen los bolsillos? Los ociosos, madre. Entonces erguía la cabeza. Sin objetivofijo. Y tampoco ocupaba especialmente las manos... «Pensaba en lamuerte»4 , añadí. Ella sonrió. «Parece divertirte», le lancé. «¡Oh no! Esque aquello está tan cerca. En casa no hablamos con frecuencia de lamuerte, a pesar mío... Yo sé que ronda entre los jacintos del jardín, lasmanos, y todo nuestro orden, como una estación. Mi habitación se ilumina»,dijo mirándome. «Finalmente, después de cualquier libro, o cuando salgo,es lo único que puede ponerme realmente de buen humor. Ni siquiera elmármol del altar.»—Alabastro, corregí. Le expliqué cómo se hacían los retablos de alabastro,y de dónde venían. Ella me escuchaba, recostada sobre la reja que se veíaapenas. La suciedad y el lustre del retablo, como el sudor que sentía salir desu cuerpo, eran una cosa oscura en el silencio. Conocía el retablo de SantaGúdula en alguna reproducción y no era la única obra que había pasado sinmostrarme algo. Prometí enseñarle los de madera en el Museo. «De todosmodos», le dije, «lo que es inquietante no es la crucifixión, ni el alabastro.Tócalo, y trata de sentir algo. Pasa tus dedos por los pliegues de esas túnicas,

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el árbol del paraíso con tu mano, despacio, el alabastro viejo es delicioso altacto. Trata de sentir algo. No sentirás nada. Es el tiempo que sabemos queestá allí, aquel que no existe en mí, el que se ha producido sin ninguna dudafuera de nosotros pues él está allí, pero fuera de mí. ¿Existe? Aquí no haynada que hacer, salvo hablar.» Había levantado ligeramente la voz. Ella serecostaba sobre la reja y me miraba con alguna seriedad. La misma imagenque su sonrisa, flotando en algo ideal y que no era tampoco definible. Ni lainocencia estúpida de los niños ni la simple ignorancia de cualquier otro. Lepedí salir. El aire estaba despejado. El castaño del ábside lanzó violentamenteuna ráfaga de hojas muertas contra el basamento de la iglesia.5

Quedamos en vernos algunos días después al lado del mismo pilastre.Preferí esperarla en lo alto de la escalera, a pesar de que perdía una a unasus gradas. La última acababa en ese instante de partirse en dos. Estavez su marcha era lenta, pero el mismo lienzo balanceado por el viento.Me saludó desde lejos con un gesto de la mano. De chico salía humo delos domingos y no me preguntaba si era casual. Al entrar por la puerta surle pregunté si creía en la casualidad. «Yo creo en Dios, me respondió.Mañana me sentaré en una banca del parque, y un joven o alguien escogerála misma para ponerse a comer, qué puedo hacer», me dijo.—Todo es posible, le dije preguntándole. El inicio y el fin del mundo.—Quizás. Me ha pasado ya varias veces. Hay un instituto de algo, cerca de aquí.Se sientan en el extremo opuesto de la banca, luego abren sus bolsas ycomen. Después estiran las piernas o eructan. Yo estoy allí y veo todo.—Es arbitrario.—Es atroz. Me siento convertida en todo lo que veo. A veces la banca sellena de amigos del primero y debo irme. La banca se queda investida poralgo que no existía cinco minutos antes. Me voy mirándola horrorizada.Pareciera una conspiración.—¿Dios conspirador? Reí un poco. «Es casual.»—Quizás es lo mismo. Yo puedo escoger...» Hizo un largo silencio. Luegomiró hacia la gran puerta que daba ingreso a la nave sur. Me hizo signo deentrar. «Cuando hay uno solo, continuó en voz baja, no puedo partir, nidejar de mirarlo. Todo es tan desmesurado e inocente; e irremediable. Ysin embargo siempre me pregunto quiénes son, quién es.—¿Como en el alabastro?—Oh no. Frente a él no puedo preguntar. Pero siento que no me pertenecesino a mí. Hay días en que lo he tocado y casi me he puesto a llorar. He sentidola piedra y no recordaba si era fría o si afuera había alguna estación. Entre laapertura de la reja y el retablo todo parece no depender sino de mí. Entoncesestiro la mano y reconozco el cielo y la tierra. No siento el tiempo al mirarlo,pero siento mi cuerpo. ¡Me siento tan cierta de salir y que de mí depende elpróximo otoño! La muerte entonces me parece algo inhóspito; sólo entonces.»

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Me miró. «No me preocupa más. Creo que cualquier tiempo es bueno paramorir, pero no suficiente.»

Había mucha gente en las cercanías del retablo, cerca del coro y en eltransepto. «¿Qué es?» me preguntó. Yo no sabía. Una veintena de jóvenes,algunos llevaban unas enormes marionetas, desplazándose de un lado aotro, desde la tribuna del órgano hasta el transepto, atravesando en procesiónla nave central. Había hombres y mujeres. Por la puerta norte entrabanmúsicos. Nos sentamos atrás, al lado de un pilastre. «Quedémosnos», mepidió. «No escucho mucha música, ¿y tú?». Asentí con la cabeza, recordandoque representaban una obra de Berlioz en alguna iglesia de Bruselas.Quise saber y me levanté. «La infancia de Cristo», le dije, volviéndome asentar.—¿Con marionetas?—No sé. Sentí un ahogo y quise gritar. La iglesia enmudeció y se veló conun eco gigantesco que se expandió hasta las criptas, disminuyendoprogresivamente en la bóveda del ábside. Le hablé de Berlioz, que queríadejar huellas de su existencia sobre la tierra. En las piezas de teatro serepresentaban las últimas pasiones de la Edad media. Quizás él manteníael deseo despierto aun en la muerte, prohibiéndose incluso el mirarlo, demodo que no se apaciguara. Con él las caminatas son sensibles, estadosmediocres, climas como cuando nada pasa, ni el azar, o cuando todo pareceestallar de hastío. Caminar. Caminar. Ni montañas ni mar determinadas,sino una vasta peregrinación, y el deseo de cualquier avalancha, peroalgo (tú no comprendes Shakespeare, y Moore no te transporta. Quizás esmejor. Lo que sí es seguro es que te esfuerzas en decirte a ti mismo queeres feliz y no lo eres. En tanto que yo me digo sin esfuerzo que soy undefecto de vaciado, y lo soy). Mas un horizonte negro hinchado de lluviabasta para transformar su rostro. Memorias... Su cuerpo al menos sabíaque sentía toda esa aventura. Algo así como tú... Delante de todo el estragoy el ruido del viento, frente al cataclismo del agua: ¡qué inútil un ave, uotro hombre, todos esos elementos exteriores! Si pudiera dormir... El deseopasa delante de mi casa, construida con tierra amasada, viejo cenotafio dela ciudad, viejo cenotafio de la ciudad,6 cómo llueve en mi memoria,míranos, sentada a mi lado. El aire se llena de poblados, fieles a esa antiguacreencia, grávida como una bandada de abejorros y arañas en los árboles, alalcance del hombre. La infancia de Cristo... ¿qué ha conocido? Esa trilogía sacracomienza como una queja de Monteverdi. Sórdida melopea arábiga.—¿Cómo se llama ese instrumento?—Corno inglés, respondí. Vendrá alguien que convertirá la crispación enbelleza, si ya no la es. Hay sol, seamos tristes. Espléndido. Él ya era,hermoso cual una medida. Y la infancia y la alegría convirtiéndose eneuforia de muerte. Mahler.

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—¿Mahler?—Gustav Mahler. Allá todavía se recibía y se escuchaba al extranjero:Ariel es el nombre del espíritu del aire sometido a los decretos de Prósperoen La tempestad7 de Shakespeare. Caminar. Caminar. Tengo frío. Subopenosamente a la colina de la ciudad, veo una inmensa llanura sin agua,aspiro a divisar el mar, y regreso. Luego pienso en la reflexión en la noche,una sinfonía fantástica planea sobre su cabeza como una carcajada.8 Cadaviaje era una espera, una pasión, o lo mismo... Ya no. ¡Caigan golpes sobretodos los recién nacidos! Ofelia, Julieta, ¿quién es el puro espíritu de laluz? Vean ese hermoso tapiz de hierba, extendido para él en el desierto.Felizmente llueve, y el movimiento perpetuo me oculta a ellos. ¡Ah, unaavalancha, de nieve, un cataclismo...! El cortejo, pasando por la nave, sedetenía con frecuencia al lado de nosotros. Las palabras llegaban clarashasta los últimos pilastres. Las cabezas de las marionetas, inmensas sobresus enormes cuerpos de cartón, se balanceaban a la altura de los arcos.De rato en rato volteaba a mirarla para descubrirla con un ligero tembloren sus rodillas juntas. Tenía la atención fija en el aire. Sonreí, cuando otramelopea y un ritmo bajo rajaron la nave desde el estrado de la orquesta.Yo me removí en el reclinatorio, y me pareció que ella volteaba paramirarme. Me dijo algo que no comprendí. La veía serena, pero absorta.Sentados y mirando la mayor parte del tiempo hacia arriba, con los ojosabiertos, ella no parecía salir de su seriedad. Cuando me escuchaba hablarpodía reconocer sus ojos mirándome con asombro en la penumbra. Berlioz.Pero la música no dice estrictamente nada. Es como el ruido que sigue ala crucifixión. Un grito, y la tierra se hiende hasta las tumbas. Berlioz meremueve las entrañas todos los días. Mahler, y los otros. Me preguntaba sino los escucho o los amo por piedad. Demasiado ruido para tanta precariedad.Si al menos supieran que resucitarán al tercer día. Sentía su forma inmóvily silenciosa a mi lado, bajo una bóveda incomprensible. Entre ella ynosotros, solos al lado de un pilastre, el grupo de Berlioz representabauna trilogía sacra. Sentí una profunda nostalgia de desvanecer. El sol relucíasobre los adoquines y cada parte del hombre lo convertía en un sucio pretextopara continuar de pie. «Estoy contenta», me dijo. «No pienso en nada más.¿Siempre sabes la música?» Recordé la respuesta invisible de un antiguocompañero de mesa en una ciudad desconocida. Quise acompañarla hastala línea de Woluwe, cerca del parque. «Me llamo Florencia», me dijo depronto al despedirse. Creía reconocer su sonrisa. Otro ágape apareció entre lossauces, como la misma visión de Ofelia, Julieta corriendo como loca entre losmontes.

Hacía un frío inesperado al día siguiente. Tomé el tranvía hasta el parquede Woluwe. Florencia hacía largas caminatas en el parque, dos veces por

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semana. Estaba sentada y leía al lado de un álamo cuando subí la pequeñacolina que ella me había señalado el día anterior. El frío parecía secar latierra. Tenía un lienzo gris-azul nuevo y esta vez no llevaba sandalias sinozapatos negros y gruesas medias de un azul profundo. Caminamos mucho,hasta cerca del mediodía. El parque de Woluwe tenía la particularidad deno ser un parque a pesar de una cantidad infinita de senderos y de árboles.Estábamos lejos de la ciudad, y el frío se acentuaba. Dejando uno de lossenderos, penetramos en un camino ancho que llevaba a una zona despejadaacabada de talarse. El suelo estaba enrojecido de hojas secas hasta nuestrostobillos. Removido por el frío y cuando callábamos, su crujido resonabaencima de las copas. Florencia hablaba y recogía una tras otra las hojasque deseaba mostrarme. Multitud de ramas y de troncos pasaron por mismanos. En una ocasión ella se dirigió hacia un montón de madera empiladae inclinándose pegó su nariz a la corteza. «Huele», me dijo. «Es un pino.»Su tronco todavía dejaba ver su resina ocre y pegajosa. Olía salvajemente.«Es terrible.» Florencia olió otra vez. Luego yo aspiré profundamente,una, dos veces. Me limpié la resina de los dedos en el tronco. Sentía unaextraña sensación de fervor. Florencia parecía fatigada. Le hice la preguntacuando me enseñaba que el álamo es el árbol que mejor le producía lasensación de viento en las hojas. «El clima es innoble», me dijo. «Sabíaque sería así cuando anoche comenzó a llover. Amo el frío, pero no hoy, nohoy. No soy como tú, es todo. El viento ya no sopla, todas las hojas caen yel color del otoño es el único que exijo en este momento. Cálido, intenso.Sin embargo hace frío y no hay ningún ruido; todo indicaría que va a nevar.¡Oh! no desearía otra cosa, mucha nieve, y un frío intenso, intenso, perono es el tiempo, no es el tiempo. ¡Casi rabiaba al salir! ¿Qué aniversariocelebrar? como dices.» Sonrió. «Estuve a punto de no venir; pero cómo...9

Quizá tengas razón, al fin y al cabo.» Me subí el cuello del abrigo. El cieloera efectivamente blanco, silencioso, suspendido de algo que hubiera podidotocarse si no hubiese estado alto. Ningún canto de pájaro. El aire estabahelado. Y sin embargo las hojas caían en bandadas de muerte, con esaingenuidad lastimosa e imperturbable de vírgenes en derrota. Florenciarecogió un castaño, lustroso, medio escondido en las hojas. «Siempre recogícastaños. Es curioso cómo son los mismos.» Lo frotó suavemente contrasu mejilla. «Es como un sueño», dijo. Quise acariciarlo y mis dedos tocaronsu mejilla. Yo esperaba una mirada pero Florencia no se movió. Mantuvetodavía unos segundos mis dedos sobre su rostro, rocé el castaño y losdejé caer, acariciando insensiblemente su mentón. «En Santa Gúdula,durante la obra...», dijo, sin terminar. Hizo un silencio. Luego comenzó acaminar, sentándose contra una pila de leña cortada, sobre las hojas. «Deniña me escondía debajo. Había muchas más que ahora.» Sentada como estaba,replegó sus piernas, pegó los muslos al pecho y hundió la frente sobre susrodillas. Sus manos jugaban con viejas hojas de castaño. «Venía con el abuelo...

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pero, ¿cuándo...?» Su cabeza algo inclinada hacia abajo por la posición medejó ver su nuca blanca. Volteó y me miró. La belleza de Florencia residía enel aire. Alrededor de ella, siguiendo todos sus contornos, como si en todoslos lugares de la tierra, en los últimos rincones de la tierra, existiera lamujer, la niña más hermosa de la tierra. La ampliación increíble de un detalle.Un ligero viento removió mis cabellos y desapareció detrás. Florencia mehablaba del parque, diciéndome algo y mirando fijamente hacia delante.«Había viento. Miraba largamente las hayas rojas y los castaños del fondo.Sobre todo la rampa y la ondulación exacta de la línea del horizonte delcésped. Un paisaje banal, pero me parecía turbador; no: perturbante. Losamaría tan naturalmente como amaría cualquier cosa, quien fuere, una forma,flor, automóvil, otra mujer si la totalidad de su belleza me atrae. No sé cómoescuchas la música. En Santa Gúdula, durante la obra, y luego todo lo quedecías. Hubo un momento en que sentí un rumor en el vientre, como unvértigo... Se ponía a llover, y el abuelo corría, pero yo no deseaba buscarrefugio. Caminaba, y aspiraba profundamente tratando de identificar a latierra y separarla de todo lo de casa, ella me parecía tan redonda. El mejordon de Dios, a pesar de ese pequeño intersticio de la muerte. ¿Por qué tepreocupa como una alharaca?» Hizo un silencio. «Caminaba al lado de lashuellas de la lluvia, afiladas como el acero. Podía escuchar, sabía que escuchabael carillón que se desplazaba de un lado a otro de acuerdo al viento. Muchosen el parque ya habían huido de la lluvia. Aspiraba profundamente, perofaltaba el olor. Hacia arriba, auscultaba el viento, deshojaba el papel de unabedul, me dejaba finalmente caer de rodillas, cansada.» Comencé a acariciarlos cabellos de su nuca. «Recuerdo, de niña, iba, mucho a la casa del abuelo.La semana pasada reconocí el olor de su pipa, fue muy extraño. Siempreestaba sentado en el mismo sofá y teníamos que escucharle contar la mismahistoria, leía continuamente el mismo libro. Mi hermana siempre había sidomás razonable. Todos decían que ella es sabia, ordenada, subía las escalerassin ningún ruido y no hacía sino leer, pero más que yo. El abuelo nos contabasiempre la historia del mismo libro y yo no comprendía nada, ahora la heolvidado. Sólo recuerdo que me paseaba por el campo detrás de la casa,recogiendo todo lo que encontraba en el suelo, sobre todo las hojas de encina,las pequeñas hojas de encina. Leo, me dejaban tranquila si callaba, no hablabamucho tampoco, recuerdo que no podía dejar de mirar largamente el olor dela pipa del abuelo. Es extraño, encontré de nuevo el olor al doblar una esquinala semana pasada. En la escuela tenía amigas que no he vuelto a ver, sinembargo quisiera encontrarlas, por qué no sé, es tonto porque no las necesito.Una de ellas me había mostrado un día el abedul y me ha dicho que era ruso.Era el abedul de la escuela y yo era la única en saber que era bueno arrancarledespacio la piel, como papel, con suavidad, así dejaba manchas en el troncoy recuerdo que yo me decía que la lluvia vendría a lavarlas. Sin embargo...No sé por qué le cuento todo esto, lo recuerdo todo, era pequeña, todo

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pasó allá. Salía con frecuencia a pasearme sin alejarme, no pensaba en nada.Sí. En la noche hacíamos fuego y tenía miedo, después ya no, y entonces meperdía dentro de él con un placer extraño, todo eso lo sé ahora, pero ya pasó.Al año siguiente el abuelo murió, no recuerdo qué edad tenía, pero erapequeña. No lloré. Teníamos ciruelos, cerezos y un manzano. Recuerdo quecorría rápido a casa del abuelo el primer domingo después de que las floresdel manzano iluminaban casi completamente la casa, estaba loca de alegría.La casa era hermosa, hermosa, la quería tanto, casi nunca el menor ruido, yme fascinaba cerrar los postigos de madera, sobre todo cuando hacía viento,pegaba la oreja para escuchar incluso si tenía miedo, pero no tenía miedo,yo sé. Los postigos eran marrones y la casa blanca, el abuelo vivía a unkilómetro e íbamos a pie. Papá me decía que él prefería mirar mi boca y miscomisuras, raramente las mejillas, mejor que mirar mis ojos. Decía que cuandoyo me molestaba yo me molestaba allí, en las comisuras, en los labios, quemi boca cambiaba de manera, me decía una palabra que nunca había escuchadoantes, imperceptible. Y que cuando yo sonreía mis mejillas cerca de la bocay la boca eran muy hermosas. Todo está allí, me decía.» Irguió un poco lacabeza y dejó caer las manos. Su nuca era tibia y blanca. Toqué sus rodillassobre el lienzo. «Recuerdo que un día se dejó crecer la barba, crecía, crecíacada día. He tenido una idea tonta porque pensé que hubiera sido cómicocambiar de cara, así, pero no sólo de cara. Le había preguntado si un hombreque se dejaba crecer la barba podía esconderse detrás de ella todo el tiempoque la barba duraba. No me respondió. Nunca me ha respondido. Perosobre todo me gustaban las vacaciones, ciertos días de la semana, jueves,miércoles, entonces las vacaciones se pasaban en el medio. No sé, habíatodavía algo más después más lejos, tenía la certidumbre de que la semanase detenía allí de pronto y que adquiría una lasitud extraña, después volvíaa comenzar y era domingo, diferente. He creído encontrar esa imagen a launa o las dos de la tarde, cuando hay un sol tibio en las calles principales,después de que toda la gente se ha ido a almorzar, y antes de que las invadaotra vez hasta la noche, como en una fiesta, una luz. Jueves, o miércoles.Entonces me parecía que las calles eran para mí sola y que no había sinoellas y yo, y las recorría en todo su vacío, en toda su alma, lentamente, conese sol tibio en todo, descorriendo una desnudez que nadie sospechaba antesni sospecharía después... El domingo era el abuelo. Las hojas del libro olíanbien, un día me lo dio. Las hojas olían fuerte y estaban casi completamentecomidas por los gusanos. Me puse a reír. Era un olor seco, el abuelo medecía que era denso, ésa era la palabra, y que hacía bien. Yo lo miraba, recuerdoque sus ojos eran casi negros, como los míos. Pero para papá era la boca, semueve, decía. Es extraño, nunca me di cuenta, no sé por qué le cuento todoesto...» Hizo un largo silencio y sentí mi mano sobre su muslo, duro bajo ellienzo. La retiré y pasé mis dedos por su frente y sus sienes, y otra vezacaricié su cuello atrás, y su nuca. Luego me levanté.

— relato aparente (iii) —

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Me pidió regresar otro día a Santa Gúdula y escuchar Berlioz. En lo alto,desde el segundo vestíbulo espero que el nuevo crepúsculo signifique lainocencia, o simplemente su redondez. No puede ser de otra manera si soyconsciente de que son mis ojos los que miran y que siento el vértigo adentro.A través del vitral del vestíbulo alto, el granero incendia los tragaluces. Es talvez la oscuridad misma de la ventana, modificando la luz del sol sobre lostechos, y movimientos en el interior. Florencia. Un grito insondable, y latierra se hiende hasta las tumbas. Sólo que nada se hiende. Queda la idea rarade haberse salido pero la tierra es de goma. Berlioz, los otros, me erantodavía como el ruido que sigue a la crucifixión. «Podemos irnos.» Una viejahaya vaciló delante de nosotros y comenzó a caer, recostándose sobre suvecina. Era la media tarde. Algunas como sombras chinescas, con seguridad.

El día era espléndido. Sentía el sudor y Florencia mi cuerpo en sus manos.«Nuestra soledad me pesa como la tierra encima.» «Está bien», dice, yme mira sonriendo. No creo que el placer en su rostro recobraba algunaforma de libertad sino una significación; pienso que me lo dijo. Hizo depronto como un espasmo y giró su cadera, encerrando bruscamente todosu monte duro en mi mano. Sentí un calor intenso y apreté esa junglasólida, hóspita y húmeda como una legumbre. El resto fue banal.

Lovaina, invierno 1972

Con textos de Héctor Berlioz.

1 Sin ‘¿’ ni ‘»’.2 Sin ‘»’.3 Sin ‘»’.4 Sin ‘«’ ni ‘»’.5 En el original no queda claro si éste es un punto seguido o un punto aparte.6 Duplicado en el original.7 Sin cursivas en el original.8 En el original no queda claro si se trata de un punto seguido o un punto aparte.9 El original no es claro: ¿’como’, ‘cómo’?

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regreso a pie por la ruta de Bertem, tengo el tiempo necesario antes deque termine la tarde. Algo se mueve a una centena de metros delantede mí. Todos los campos están recogidos y vueltos a labrar, y el vientovuelve a soplar con la fuerza de ayer. Un pequeño automóvil azul estáretorcido en el centro de la pista. Hay un enorme camión oblicuo a algunosmetros. Alrededor del automóvil, un círculo de gente contempla sinmoverse, como un cinturón desaflojado. Me acerco hasta el pequeñoautomóvil por entre la gente y los vidrios destrozados. Lo que parece unponcho se escapa por la portezuela abierta, hasta rozar el asfalto,confundiendo sus franjas de colores con los cabellos de alguien. Unamujer está enteramente cubierta con él. Sólo sus rodillas en el interiordel coche, y sus cabellos desparramándose son visibles. Su última posiciónes extraña. Su cuerpo, desplazado por el impacto, sale del centro delasiento delantero, mas sus rodillas están naturalmente juntas,suavemente juntas, pareciera sentada. Pero, de pronto, el resto del cuerpose tuerce como una mueca hacia abajo, hasta el hueco dejado por laportezuela abierta, opuesta al volante, dejando la cabeza colgada acentímetros del suelo. Sólo un poco de la frente y los cabellos aparecen,frotando el asfalto rojo. Levanto la cabeza. Hace frío. Al lado del grancamión algunos hombres miran vagamente en torno, recostados sobreél, sin parecer comprender qué hacen allí. Deben de ser los ocupantesdel camión, o parte del accidente. El tráfico es intenso. Se escucha pocascosas, sin embargo. Y lo que hay en el aire no es totalmente el silencio.Me dirijo hacia un grupo. ¿Por qué ocurrió? Una niña, casi adolescente,

relatoaparente (iv)

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me responde en flamenco, mascando un chicle. ¿Ni una palabra enfrancés? (...) ¿Y en la escuela tampoco?, le sonrío. Ja...! Ella asiente conuna sonrisa robusta, la sonrisa de la gente del norte. Dos hombresuniformados se acercan hasta la portezuela abierta y manipulan en elinterior, tratando de liberar de los fierros el cuerpo de la joven, haciendoesfuerzos para no tocarlo. La gente observa en silencio estirando loscuellos. Alguien en el grupo parece inquietarse y hace un gesto impetuosocon la mano buscando enseguida con la cabeza en todas direcciones. Unode los hombres arrodillado en la portezuela ha tocado a la joven y semancha los dedos con sangre. Hace el gesto de limpiarse en el pantalónpero se detiene, luego se los limpia en el poncho. El hombre que buscabase sobresalta de pronto y empieza a dirigirse a sus vecinos diciéndolesalgo, y los de su lado asienten, algunos imitan con sus manos y los gestosparecen multiplicarse. Dos mujeres se saludan de un lado a otro de lapista con sus bocas abiertas y con una risa casi convulsiva; una de ellasse tapa la boca pero no puede reprimirse y estalla en una especie dequejido. Por varios segundos los saludos han cruzado en los dos sentidosel coche de la joven antes de confundirse con el silencio que el círculono retiene más: la gente se agita y el del gesto da un grito que se escuchanítidamente. ¡Hay que hacer algo! Es una muerta, pronunció alguien. Laniña a quien pregunté dejó escapar una risita y una mujer a su lado le dioun codazo que la hizo vacilar. La niña fijó sus ojos en la muerta y deimproviso explotó en sollozos. Un hombre al frente la siguió y sus hombrosse sacudieron. ¡Hay que hacer algo!, dijo el otro. ¡No podemos hacernada antes de que vengan los gendarmes! ¡Movamos el coche, ella estáadentro!, insistieron varios. La muchedumbre inició un movimientodesordenado hacia el coche pero sólo cinco personas lograron acercarsea él con sus caras como descompuestas, y tropezaron entre ellas, unotrastabilló, todo el grupo prorrumpió en un estallido de voces y de gritosincoherentes entre los que logré distinguir una querella que proveníadel otro lado. Por lo menos una decena de personas discutían, y variosde los que habían hablado antes se unieron a ellas con calor. El quetrastabilló gritaba con fuerza tratando de hacerse paso y volteandorepetidas veces la cabeza hacia el coche y el resto de gente; en una desus vueltas se dirigió hacia mí pero un hombre saltó por detrás de mícorriendo hacia él. Un llanto atroz salió de mi espalda pero no tuve tiempode voltear. El alboroto me desconcertaba. Una ambulancia llegó con granruido y partió vacía después de dos minutos. Su silueta desapareció antesde que el escándalo de su sirena se ahogara alrededor de nosotros. Latarde comenzó a irse, los automóviles que pasaban alumbraban sus faros,haciendo brillar y apagarse, aquí y allá, sobre el asfalto y cerca de loscabellos de la joven, miles de luces. Cuando frenaban al pasar no podíandetenerse completamente y seguían de largo, sin ver lo que buscaban.

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El único signo en la joven es el viento en sus cabellos, que remueve losmíos. Un murmullo se levanta de la gente. Me levanto el cuello y meacerco a la joven, saliendo un poco del círculo. El asiento de atrás estáocupado por dos cajas de frutas. Una pera está a medio comer. Sus rodillasestán extrañamente juntas, como si fuera a cruzar las piernas de unmomento a otro. Es tal vez extraño, aun si sé que reconozco las sombrasen la noche. Sea como fuere, los cabellos, las rodillas de la joven no meson totalmente desconocidos; casi diría que son las rodillas de Dominique.Pero no es su coche. Además... El viento continúa moviendo los cabellosde su frente. El frío se acentúa. Se escucha otra sirena a lo lejos, laGendarmería. Tres agentes descienden apresurados con una serie deinstrumentos en las manos, deshacen el círculo con brusquedad, gritandoalgo. ¡Retírense! Retrocedo dos pasos, el círculo se ensancha con unmovimiento común. La gente estaba tranquila. El coche fue investidocon una luz de peligro sobre la maletera, visible a cien metros a la redonda;ninguna luz va sobre el capote, destrozado en migajas. Los cuatro ladosdel coche en el asfalto son marcados con tiza. Otro gendarme, tambiénde azul oscuro, delimitó la nueva ruta del tráfico con varios conosamarillos, la joven seguía inmóvil. La tierra helaba; seguramente seesperaba al médico legista para constatar la muerte. La niña a quienpregunté por qué ocurrió está en el otro extremo y la sorprendomirándome. Recuerdo sin querer un proverbio de Dominique. Paradafrente a mí, adivino el trasero de la niña dentro de tres años, movedizocomo un viejo álamo. Sonrío por adentro. La niña me sonríe despacio.Otro gendarme pasa delante de mí con un carnet de identidad y se dirigehacia su camioneta hurgando entre las páginas, la cara de la joven sinduda. Quizás una estudiante. Sus rodillas son gruesas, y no hay rodillasasí sin un buen par de muslos. ¿Veinte años?, el viento descubre algousado en sus cabellos. Hay muchas estudiantes con ponchos de colores.Alguien atrás me empuja levemente, quiere ver mejor pero los gendarmesgritan, el círculo entero se pone en movimiento hacia la joven. ¡Atrás!¡Atrás digo! ¡No es un circo...! circo... El grupo parece escabullirse enun silencio, pero varios se atreven a protestar y en un instante toda lagente los apoya, reanudando el intento de acercarse al coche. ¡Atrás!gritó el gendarme y vi en un relámpago su mano tomar la cartuchera ensu cintura. La gente volvió a calmarse, salvo una mujer que atinó a dejarcaer ¡Es una muerta! antes de que todo quedara en silencio. Un hombrese puso inesperadamente a orinar a mi derecha, su orín chorreaba fuertesacando vapor del suelo. Llegó enseguida un automóvil negro desmesurado,con tres puertas a cada lado. Alguien de edad bajó con un maletín y sedirigió a uno de los gendarmes, después me miró. La pista se ilumina encada costado. Un murmullo se alza otra vez por encima de mi cabeza, yel círculo se mueve imperceptiblemente. Un golpe de viento levanta

— relato aparente (iv) —

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ligeramente el poncho y en un segundo descubre la gran masa de cabellosrubios, bellísimos. El hombre del maletín se arrodilla, los separa delponcho con un movimiento brusco y deja el rostro blanco al descubierto,me siento empujado otra vez violentamente y avanzo dos pasos mirandoa la joven. Reconozco a Dominique. El hombre se limpia la mano en elponcho y se incorpora quitándose los anteojos, luego desaparece.Reconozco a Dominique. Hoy también. Miro a la niña flamenca, que estáahora a mi derecha con su chicle tratando de ver, estirando el cuello.Una pera cae del coche hasta sus pies y ella la toma con un ademáncorto, echándola rápido al borde de la pista. Ya no hay nada que mirar,algunos se van. Un murmullo unánime sale del círculo mientras me alejo.Al voltear para ver, los hombres han conseguido torcer los fierros y lacabeza de Dominique golpea contra el asfalto, dejando al poncho enlibertad.

La ruta está libre más adelante y el tráfico es menor. La reunión es paralas seis, pero el viento frío que cruza arriba me hace escoger otro camino,más despejado. Dejo la pista y las casas y atravieso los campos muertosde cebada. La tierra huele al estiércol que conozco, con su olor a nochepróxima. No cortaré camino mas no habrá nadie antes de las seis y pasarépor la granja de Juan. La noche ya está allí, y un fuerte olor me llega delos establos cuando franqueo el foso y el portón, y luego la puerta de lacasa. Juan está en el piano del salón tocando su viejo Satie.—Dominique acaba de irse, me dice volteando un poco.—Está tirada en la pista, le contesté.—¿Tirada?—En Bertem, detrás.» Y señalé los campos de cebada. «Está muerta.»—¡Cómo así? ¿Muerta? ¿Qué ha pasado? ¿Y por qué, muerta!—No sé, dije, sentándome en el sofá de Dominique. El perfume que éldesprendía me trajo una presencia vertiginosa. Tuve náuseas. «¿Vienesal Ojo?» Juan es del grupo desde los comienzos del bar, y cojea de unmodo particular, lanzando bruscamente su cuerpo hacia un lado desdeque su pie derecho se pone en marcha. «Venía a buscarte cuando vi a ungrupo de gente en la pista. No tengo idea ni del coche ni del poncho. Enrealidad no he visto nada. Me pareció extraño no verte en los parajes.»—Cómo podía imaginar... ¿Dónde está?—Supuse que el ruido se escucharía hasta aquí. El estiércol tiene elmismo olor de siempre. Y los establos... El coche está lleno de peras.¿Eran para el Ojo...?» Dominique había comenzado con nosotros (comoella decía: a amar, en los establos de Juan. Los últimos techos viejos dela región cubren su cojera y las cuatro alas del patio alrededor del estiércoldiario. Dominique había escogido a Juan por sus manos, nada de especial

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en él. Nada en mí, tampoco; ella se lo había hecho saber una tarde deinvierno en pleno sol. En cuanto a Laurent, había sido lo que Dominiquedecía ser el acuerdo perfecto entre su nombre, su sonoridad, y lapresencia de Laurent como un surgimiento involuntario de una serie deatributos. Uno y otro (Laurent, las manos increíbles de Juan o mi súbitaaparición doblando una esquina) nos habíamos detenido estupefactos enla ciudad sin nombre de Dominique, a menudo los dos, o los cuatro,exaltábamos todas sus calles con un silencio fasto. Larga danza por entrelos meandros de esa tierra: ella se convertía bajo nuestra misma orientaciónen lo que, al menos yo, había creído que era al reconocerme como uncuerpo. Laurent, asombrado, parecía envejecer y él no deseaba sinosaberlo. Dominique y Juan estudiaban melodías inéditas de Satie. En lastardes eran la granja y los establos. Luego de recorrer los camposterminábamos con los parroquianos descifrando entre risas el amor delos hombres en las paredes sucias de alguna taberna. Sólo hace algunosmeses que Dominique ha decidido cerrar sus puertas en una decisiónque no comprendemos totalmente. Juan parece conocer algo pero no nosaclara nada a pesar de su sonrisa. Ahora se pone a tocar las Gnosiennesy las Danzas góticas1 . La conversación se había llevado a cabo allí mismo,a la entrada del campo de cebada, en medio de un silencio profundo. Elúnico gesto que yo me había atrevido a hacer en un momento fue el dellevar con mi mano izquierda, hacia su espalda, la mitad de sus cabellosque cubrían su blusa. Mirando la ligereza de Dominique, la curva de suscabellos poseía la rareza de no pertenecerle. Se lo dije una vez. Tomándolosde una u otra manera yo no quería sino exaltar su rostro. «Tan sólo vienesde él», me respondió, «tú no eres del país que dices. Por mi parte yo nohe querido sino amar tus gestos.» Juan dejó un instante a Satie y empezóa avivar el fuego de la chimenea.—¿Vamos a verla?—No, no. Hay mucha gente. Iremos al Ojo enseguida. ¿Dónde estáLaurent?—Hay que hacer algo.—Hay mucha gente te digo. No hay sino eso, además. ¿Dónde estáLaurent?—No sé. Salieron juntos. Morirá en el estiércol, no en la pista, añadióJuan pensativo. «Qué va a hacer Laurent, sólo eso, para comenzar. Meimagino el problema con los padres. ¿Qué viento es?»2

—El del Norte, dije. Dominique había trazado une serie de proyectos enlos últimos meses. «En mi propia ciudad», todo el verano y todo el otoño,durante los cuales estuvo largas semanas ausente. No le hemos hechopreguntas. Caminamos los cuatro por Bertem y por los alrededores de lagranja, hasta la caída de la tarde. Fatigados contra el viejo portón deacceso al patio, sentíamos cómo la cebada infestaba la región de olor a

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tierra. Laurent estaba aturdido. Juan no era locuaz. Dominique, con unpañuelo ajustado en la cabeza, tenía el rostro bellísimo del viejo farolalumbrándonos encima del portón. El pórtico estaba reforzado con piedra,y las fisuras de los muros se abrían hasta las láminas de pizarra de lostechos dominando los arados y el henil hasta el hangar del límite, antesde las dos hileras de álamos de Italia que cortaban el viento: el foso estádesecado. Los muros de cintura mantienen ese ardor blanquecino deladrillos de otro siglo, y el estiércol del patio (una u otra noche hemostrasladado el piano encima de él ahuyentando a los gallos) respira eseolor humeante que vuelve a caer entonces sobre los adoquines como unamancha. «Una prueba tangible de mi presencia», continuó Dominique.«El poema de la primavera había sido, una, en verdad, pero temo que sequedó en símbolo. Entonces tenía que partir, porque no podía ser de otramanera. Un año, dos, o más, con todos los ruidos y cultivos. ¿La velocidaddel tiempo? Si quieren. He estado con gente arriba, dormí poco y heamado, no he cesado de amar. Pero más adelante, bajando, los cultivos mehan parecido lastimosos, quizá desesperados. ¿O eran la desesperación?He visto entonces mi cuerpo como algo inevitable. Creo que los campesinosno parecían darse cuenta...» Su cuerpo sentado no era solamente losnuestros esa noche, ni el silencio de los campos de cebada. La granja deJuan estaba sobrepasando el símbolo a través de una ligera verticalidaddurante el año, para convertirse dentro del nuevo ruido en la Granja deJuan. «Una simple granja», repitió Dominique.—Reconocí sus rodillas, dije a Juan.—¿Cómo está? ¡Oh mierda, Satie me jode, por último!—Está bien...» Pero no tenía por qué calmarlo. Algo había sin embargoen la nueva belleza de Dominique que desconocíamos. «La vi cuandoalguien me empujó, una niña, creo.» Cuando salimos al Ojo el aire habíaeliminado todo olor y casi no nos dimos cuenta de que cruzábamos elcampo de cebada. La cojera de Juan me obligaba de tiempo en tiempo asepararme de él para evitarlo, y no me gustaba ir a su izquierda. Elviento que se dirigía de costado hacia la ciudad pasaba cada vez máslento. Aminoramos el paso.—¿De quién es un coche azul?, le pregunté.—¿Por qué?—Está dentro de un coche azul, uno chico.» Juan levantó los hombros.«Era una coincidencia», había dicho Dominique. «Nada me molestabaespecialmente. Estaba como un vaso lleno hasta el borde. En la tarde mepuse la chompa y la bufanda de Laurent. Fue la tarde en que el vientorompió la criba contra el hangar. Yo estaba a la entrada del campo. No seescuchaba ningún ruido. De pronto ha habido el ladrido de un perro en lacebada, que coincide exactamente con el ruido que podía ser el de unmartillazo. Ocho, nueve veces, cada ladrido coincide exactamente con

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cada martillazo. He sentido entonces como una confusión horrible, y unapresión en el pecho. Ignoraba si el perro ladraba porque escuchaba unmartillazo que lo molestaba o si éste era, no un martillazo, sino el eco casiinstantáneo del ladrido. La angustia en el pecho duró algunos segundoshasta el momento en que el ladrido siguiente, que vino ligeramenteadelantado, se separó del martillazo. Y el martilleo persistió cuando elperro ya no ladraba. Una coincidencia.»

Casi todos están en el Ojo, salvo tres o cuatro y Laurent. Los trescorredores en zig-zag que llevan a la pequeña puerta de entrada al barestán cubiertos de afiches y de olor a vino, a cerveza y a orín, en unaamalgama familiar. Juan se queda en el umbral. Adentro el tufo es fausto,pero el cuerpo se hace a él de una manera grotesca. Dominique nosoportaba esa falta de rebelión.—Qué pasa, Juan...—Dominique está muerta en la pista de Bertem, dice en voz alta,lentamente. ¿Si alguien buscara a Laurent? Después nos entenderemoscon sus padres.—¿Se la puede ver?, sale una voz del fondo.—No sé, dice Juan mirándome.—Cuando llegué comenzaba a oscurecer, añado. Había mucha gentealrededor. Ahora debe ser tarde, pero hay que ir antes de que llegue elJuez.3

Afuera la noche es total. A la izquierda de la ruta al fondo, distinguimosel farol de la granja de Juan, un único punto luminoso como un velo,balanceándose con el poco viento húmedo que queda. Dominique sigueallí, inmóvil, como si la hubiese dejado mucho tiempo antes. Sin embargola sensación era también la que yo tenía cuando alguien a quien amabapartía por algún tiempo y luego regresaba. Nada. Como si entre la partiday el retorno no hubiesen transcurrido más de cinco minutos. Dominiquede otro lado no soportaba presencias o despedidas. El acuerdo perfectode Laurent tenía algo que ver con la estricta soledad que Dominiqueexigía de un viaje. Sonreí. Juan había sabido amar esa voluptuosidad. «Elcuerpo y la muerte, me dice Juan mirándola, y nada en el medio.» Hayalgunas siluetas curiosas detrás de varias ventanas a oscuras. La niña aquien pregunté está allí cerca del coche y me sonríe cuando llegamos.Dominique está descubierta y su cuerpo reposa sobre el respaldo conlos cabellos cayendo derechos detrás de él. Sus rodillas están juntas.Atrás las peras y el poncho han desaparecido. Tiene el hombro izquierdodesgajado y todo su cuerpo humedecido por dos horas de viento. La

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llevamos hasta la granja cruzando la cebada. Juan me dice: «El estiércol,y trae el piano. Tanto peor para Laurent.» El viento comienza a alzarse denuevo con ráfagas intermitentes. Debe de ser uno de los últimosprovenientes del Norte cuando ayudado por los otros traslado el pianohasta el centro del patio. Otro olor familiar en la noche; yo sé lo quequiere Juan. Un leve crujido, como de hojas secas bajo nuestras antiguascaminatas. Una nueva ráfaga alimenta las primeras llamas y el patio seexalta de pronto en un nuevo silencio. Dominique parece tardar, una desus piernas vacila durante un instante. Miro a Juan, de pie, algo retiradohacia el henil. La noche es clara. Quiero hacer un movimiento y paso pordetrás de Juan, quedándome cerca del portón. El tiempo pasa muy rápidoen el invierno. Recuerdo el último proverbio de Dominique, luego de suregreso: las llamas de esa noche nueva no se extravían en los meandrosde un culo excelso. Juan me hace señas de atizar el fuego.

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1 ‘Gnosiennes’ y ‘Danzas góticas’ sin cursivas, en el original.2 Sin ‘»’.3 Este punto coincide con el fin de la página. Es difícil saber si corresponde a unadivisión de secuencia o no. ¿Sí?

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y le importan poco los volúmenes de Uccello.1 Un ligero viento golpeaafuera, luego de tanto tiempo. Los goznes de la ventana vacilan pero leparece que, en efecto, una gota ha caído sobre el vidrio. Corre para ver,por la undécima vez desde el inicio de la tarde. Afuera algunos despliegansus paraguas, sin prisa. Gira sobre sí mismo y decide salir. Un pájaroroza peligrosamente la cornisa vecina en su intento de aminorar el vuelo.En el ascensor repasa uno tras otro los minutos precedentes, primerocomo un ligero recuerdo, venido quizá de la Vengerstraat, o de laOudebaan, hasta parecer remover suavemente la ventana, el primerodel año, luego de tanta alegría en las calles. Enseguida fue el vidrio de laventana, con un ruido animal que hizo temblar la sala…Toma laNaamsestraat en dirección del mercado, pero la gente está en mangas decamisa y ríe. Y el cielo es azul, con esa intensidad peculiar del crepúsculoy unos como miembros nuevos en las veredas, como viejos soportes oviejos tobillos aligerados cruzan al nivel de la escalinata de San Miguel,nublándole un poco la vista. No es que le importen poco en verdad, peroen buena cuenta, piensa, no es importante: el British Museum conservala verga y las inquietudes de Aquiles en un ánfora como el testimonio dela contribución de Exekias a la historia de Se detiene y girasobre sí mismo, dando espaldas al mercado. Los paisajes que deja atrás,paradójicamente, le parecen diferentes al voltearse a mirarlos. LaNaamsestraat termina donde el piñón barroco de San Miguel se recortacomo una sensación. sación.2 Luego desaparece. Toma la derechahasta la plaza de la Hogeschool. Cansado, se sienta al frente del sacro

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colegio cardenalicio. Un injerto de tilo y de plátano lo mantiene inmóvilun instante, cuando levanta la vista hacia el frontón sucio del edificio.«Si estuviera…» comienza a decir en voz alta pero se interrumpe.Reflexiona un momento. Siente un malestar al pararse, y al sentarse, unpoco también a la altura del esternón. Abre El Castillo de Cena3 sin leerlo.«O si se nublara la vista...» Un joven pasa mirándolo de reojo pero unagran detonación hincha el aire encima de la plaza, dejando los alrededorescomo antes. Levanta la vista hacia lo que parece una torcaz que cruzadelante del frontón para refugiarse en uno de los tilos, en el momento enque una gota cae sobre el libro, recostando la nuca sobre el respaldo.Exponiendo el rostro de ese modo, su piel reacciona cual una lenguaversátil, escrutando también por qué el mismo bullicio incesante provienede las calles, por qué nada se ha detenido con estupor si los recintos sehan removido. «Quizá no han temblado», piensa. «¿Pero esa como unatorcaz?» Sonríe lentamente y deja el banco, dirigiéndose hacia el mercado.Gira sobre sí mismo y toma la Krakenstraat donde los toldos se alzandesde la madrugada. El mismo viento produce un rumor similar al quetiempo atrás había escuchado cuando le decían: «el viento sopla». Perorechaza la idea. Sale de abajo, dando una vuelta completa y cayendosobre la plaza sacudiendo los toldos y moviéndolos, luego sacudiéndolosotra vez. Una nueva detonación obliga a la gente a crispar la voz y aagruparse en círculos precisos, ceñidos, comprando así para protegersede la lluvia. Levanta la cabeza, y ese olor húmedo no es suficiente parainundar definitivamente la plaza del mercado bajo cada toldo y desfigurar,por la caída, los volúmenes de las casas y de los adoquines. Escribeentonces: «Si se nublara la vista» y «Señor». Encogidos, algunos entrecompra y compra lo miran parado solo bajo lo que viene convirtiéndoseya en una lluvia torrencial cómo, doblando la esquina de la Krakenstraat,una pierna y un muslo altos se pierden sin ninguna razón aparente. Girasobre sí mismo. Una leve presión bajo el vientre lo hace mirarnuevamente por encima de los toldos y hacia arriba porque el mismobullicio de antes al frente del sacro colegio se asienta, se dispone en elmercado como una gran materia inmunda. Arriba el espacio, cubierto yatotalmente por la lluvia, es esa estepa negra o roja, o un recuerdo próximodesmoronándose por los peldaños de los piñones, y que cae pegándoseun segundo a una multitud de cráneos antes de escurrirse sin ruido. Lees extraño, es una de las cosas que no puede entender, como cuando unamosca se posa sobre un barrote de la ventana y pasan treinta minutossin que se mueva, cómo la ciudad es la misma luego de tanto tiempo.Cómo todos siguen viviendo, la tía Rosa, el hermano Plácido, EdoardoGuenía, piensa, entre otros. El gringo Fiarona. La Olavide. Paol Guenía,Gilles Murginier. La ciudad misma, a través del mar. Debe de ser unailusión óptica, pero no lo es, y se desilusiona. La undécima vez que corre

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hacia la ventana para ver, un ligero golpe remueve el cielo raso y losgoznes de la ventana de la sala, y sus padres siguen escribiéndole: «poracá, como siempre, todo bien». Es quizá de ese modo o por ello que lashembras se engrasan, que los niños crecen, que la hierba no fluctúa entreel viento y el verde opaco y que la cabras roen las cortezas de los árboles,como para otra verdad absoluta. Gira entonces sobre sí mismo, pero llevasu mano a al altura del esternón, hasta tomar la esquina de laKrakenstraat. Otra detonación, como un ruido, y allí siente acercarselentamente esos incensarios impasibles que inundarán sin duda todo enpocos minutos, unos como vahos se rajan en el aire hasta su garganta ypor debajo de su vientre, dentro de una caverna silenciosa y que él sabesin finalidad mediata, la única plegaria intermediaria, y su impotenciaoriginal para hinchar con ellos el espacio le es suficiente, quizá, piensa,esa voluptuosidad protectora de la soledad, esa furia ordenadora quecae desde lo alto sin nombre, viento, una zanja, una cuña espléndida conla pelambre de un animal de oro rozando con sus manos la primerasuperficie de las puertas de la ciudad hasta las vértebras de dios que éllocaliza en sus sienes y hasta su garganta y por debajo de su vientre,dentro de una caverna silenciosa y sin finalidad mediata la única plegariaintermediaria en la tarde ¡Vania...! ¡Vania...!

Gira sobre sí mismo: siente dentro del cráneo algo como una succiónimpalpable hacia fuera y al mismo tiempo, en un segundo preciso, en unpunto determinado del espacio que puede ubicar, y en su tiempo propio,una nota marcando un meridiano cual un grito inaudible, que sale delcráneo mismo. Por un mínimo infinitesimal, incalculable, cree que pierdela razón pero, cosa extraña, se percata de ello. Un segundo después, duranteun segundo de desaparición, el grito se engancha a una sensación demuerte como a otra personificación de máscaras, a otro vómito lírico enel vientre del rey David, a otra ausencia liberadora en el orgasmo deAquiles, en el orgasmo álgido de otro centauro reproductor fomentandopetardos en la concha convulsa de CanánHay un silencio, al levantar la vista y dejar la Vaartvest. En la Tiensesteenweg,luego de la última muralla de la ciudad, el agua cae a torrentes, alcanzaun nuevo pasaje a nivel, a la altura de un paseante. Se siente súbitamentecansado, y escribe «Protegerse? ¿De qué?» pero enseguida borra. Unaimagen lo obliga a voltear logrando distinguir al paseante que corre pararefugiarse, y cuya figura ya no tiene objeto: se ve sujetado a una antiguacarta familiar para recordar que poder hablar con alguien es tan irreal,próximo, y tan opresivo, tan próximo; como mirar por primera vez a una

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mujer de tetas chicas o conversar frente a frente, sin pestañear, con unacoja a quien se ama tal vez por gustola lluvia es implacable sobre el Mosa, sobre el domo de Maastricht. «Laestatura del azar (piensa, perpendicular al vuelo de una migración) que lalibertad no podrá verosímilmente enterrar.» Otra detonación, debilitada,parece provenir de las murallas. Se detiene, confundiéndose en el clamordel agua con el último chillido de las alondras, ajustando en su axila ElCastillo de Cena.4 Alza la cabeza. Le parece que al fin de la tarde elcrepúsculo también debe haber sido medido con esa misma revelacióndiurna y reconfortante del agua sobre la materia, desgajándose sin piedadsobre ahora un reflejo: atónito, ve encenderse uno tras otros los interioresde las casas; y siente que cada conmutador detrás de las ventanas, cadabrazo contactando automáticamente la luz detrás de los visillos estátambién oculto a los ojos del caminante. Le es fatal y por ello incomprensible,a menos que decida impedir el curso mismo de la luz; pero también ladecisión es fruto de su reflexión —de niño, el rostro fijo del centaurofrente a él acusa tanto sus rasgos que se convierte por un instante enuna ilusión, o en un escándalo. Una luz después de otra se clava en susretinas. Y es el cielo transformándose bruscamente en una explosiónidéntica, como una catástrofe original.

Maastricht. El diluvio no se abate sobre la tierra; gravita, y toma posesiónde un bien. Gira sobre sí mismo (recuerda que sólo un momento, en lanoche fomentándose por entre las luces de la ciudad, el agua parecióuniformizarse a tal punto que creyó en el silencio, pero no). Por quéAquiles, piensa. Por qué un cruce o una eventualidad para darle sentido,o sentido inmediato. Escribe: «Por qué una dirección del ojo desde quecomienza la madrugada.» Todavía recuerda que ayer el ruido incesantede la lluvia es ceñido, ni aun por sus manos abiertas —por la idea dealgo: la tierra, piensa, sujetada horriblemente en sus extremos por algo…No es ni siquiera el arte (un cigarrillo, el ojo en una cabellera arregladarápido con la mano, la nueva conciencia de lamer su ombligo para evitarla lucidez) ni su sola expresión, que le es lo que el arte a la materia. Unsucedáneo miserable… Gira sobre sí mismo. Tiene frío. ¿Cuándo es queha oído hablar del frío por primera vez? Una larga ráfaga de viento loenvuelve al atravesar un poyo de frontera, su paso se ahoga en el furordel agua. No lo sabe. En el horizonte frente a él, la lluvia se intensificaen una zona determinada. El cielo oscurece los cultivos de un lado a

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otro, que se atrofian sin ruido, apenas si logra ver un movimiento blancoque desaparece en el aire contra una acacia: una paloma, y no sabe si esella o el viento que la impulsa. Tiene frío. Se pregunta por dónde secuela, por qué conductos llega hasta su cuerpo y qué huellas deja dentrode dos manos desnudas, y en las sienes, cuando uno piensa que caminaren silencio es una creencia imperativa. La estepa está lejos. Altenharquizás, o Bayreuth. Pero por qué, pensó, si todo aquello era indiferente así mismo como el sol al crepúsculo.

Lovaina, verano 1973

1 Este relato se publicó en el número 10 de la revista Sionna (Bruselas, 1978). Nohemos podido hacer el cotejo con esa versión. Reproducimos el texto del originalmecanografiado, que comienza con minúscula.2 Así, en el original.3 Sin cursivas en el original.4 Sin cursivas.

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relatoaparente (vi)

(Clara había ocupado el departamento vecino, un estudio individual, sinque nos apercibiéramos. La viuda Treno —de cuya sabiduría, yo meapropiaba de tiempo en tiempo, en general al encontrarnos en lasmañanas— me lo había hecho saber. Era durante el invierno. La estacióncoincidió con la nueva dentadura de la viuda, quien me anunció la llegadade Clara como un pretexto para, otra vez, hacerla relucir jugando consus mandíbulas y cerrando los dientes — la viuda, en verdad, adquiríavalor por sus ritmos. Sus conversaciones no parecían importar sino en elmomento en que su cuerpo, generalmente a un metro de distancia alcomienzo, luego a tres, finalmente a uno antes del último giro de partida,se encontraba de pronto dando dos saltos consecutivos hacia los lados,un pie después del otro. A ellos se había añadido, en ese invierno, elclac-clac de su dentadura postiza, que desapareció en la primavera. Elviento de esa mañana era particularmente helado cuando la viudaintercaló, entre dos clac-clac rapidísimos y un elogio de La Traviata:1

«No me gusta mucho la rubia del segundo.»)

Las costumbres y un cierto azar no permitieron a ninguno de losocho inquilinos del edificio conocer a Clara antes del segundo año; paramí, salvo de vez en cuando, a través de un leve ruido de vajilla por elmuro de nuestra cocina o de los cinco pasos con los que ella alcanzaba supuerta desde el ascensor. Sin ninguna razón, yo la había imaginado de untipo relativamente neutro, sin interés inmediato. La vajilla a través delmuro y los cinco pasos hasta su puerta, lo mismo que los maullidos cortos

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de un gato me la revelaban sin ninguna añadidura; hasta semanas después,cuando aparecieron el cliqueteo de una máquina de escribir y un ruiditopeculiar, uniforme, que se asemejaba al de una impresora. Charles habíallegado, lo que me confirmarían (una noche, yo saliendo apenas delascensor) unas como articulaciones extrañas, ritmadas intermitentementepor otra articulación, larga, y más sostenida, como una queja, o unainterrogación sin palabras. «Es Clara», me había dicho, sin percatarmede que nunca había escuchado su voz. De pronto la había reconocido,como había decidido de su belleza al imaginarla neutra y sin interésinmediato. Ese tipo de forma (una cara conocida) que surge atrayendopor un segundo la mirada, que vuelve a abstraerse en su ocupaciónanterior antes de alzarse bruscamente para mirar de nuevo, para «darsecuenta». Duraba entonces, la toma de conciencia. En un parque público,esa forma ya se hubiese perdido en el próximo recodo, o hubiese sidosubrayada con una reflexión sin objeto, o con una mueca estúpida deaprobación. Pasaron quizá cinco minutos, o uno, mientras escuchaba conclaridad una resaca después de otra salir de la boca de Clara, atravesar elestudio e inmovilizar el aire en el corredor, cubriéndome con una amalgamahecha de olor, de música, o de cemento, como cuando sentado al bordedel barranco desde lo alto en la noche, con las rodillas recogidas, medaba cuenta de que mirándola fijamente, la espuma de cada ola no era enverdad blanca sino verdusca. En un momento hubo un silencio, queaproveché para decidir abrir mi puerta y partir. Lo que acababa extrañamentede identificar con una plegaria de Clara fue ahogado en el momento enque, cerrando mi puerta, un gemido alto reanudó con un ritmo que pareciótransformarse en una sola órbita, apagada, sin peso, cual una letaníarecién hecha, un barullo sin ruido. No me fue demasiado extraño. Habíaasumido el riesgo de la audición con la misma irresponsabilidad cavernosaque utilizaba para decir a mi mejor amigo: «me has decepcionado» o «tequiero», sin pensarlo.

Dos o tres meses después, el pedido de una firma a cada uno de losinquilinos del segundo para contrarrestar el bullicio de arriba, me pusofrente a la puerta de Clara. La luz automática del corredor, apagada comosiempre, dio a la aparición de Clara un rostro normal, en el sentido deque lo esperaba. Pero la claridad que venía de su espalda nos habíaenvuelto completamente en la oscuridad. En ese último tiempo habíavisto a Clara dos veces. Al inicio del otoño, partiendo a mi clase, cuando,por el cruce de un camión, no pude tener de ella sino el gesto rápido deuna cintura desnuda y una idea de sombra. La más reciente días atrás,como perdida en el centro de la ciudad, soberbiamente protegida por un

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abrigo afgano. Quizá por la falta de luz en el corredor la bata que vestíame pareció incolora. La puerta estaba sólo medio abierta, retenida arribapor su mano izquierda. La derecha temblaba un poco a la altura del pechoy yo había creído escuchar «Perdón.»—Soy su vecino, dije. La luz no funciona y—Entre, por favor, me interrumpió. No supe si sonrió o si hizo unmovimiento con la cabeza, pero avancé. Entré con dificultad, con micuerpo de tres cuartos y me rasgué la camisa con el cerrojo. La puertano se abría más, bloqueada contra el muro por una cesta de urdimbre.—Es Salomón, dijo Clara, mostrándome un siamés escuálido. Antesdormía bajo la bañera pero ahora la he clausurado.

La claridad vista desde el corredor me había hecho pensar en unagran zona luminosa en el interior pero, partiendo de la única pieza delestudio, mi ímpetu, o el deseo de ir más allá, se detuvo como si el techose hubiese achicado. Los muros estaban totalmente cubiertos de afichesy de imágenes de madera, africanas, a primera vista, y el suelodesaparecía bajo una multitud de objetos, una cama baja al fondo, unapequeña biblioteca a mi izquierda y un sofá cuadrado a mi derecha. Elrecinto era estrechísimo. Los tres muebles estaban llenos de objetos yrevistas. Al fondo se abrían dos vanos estrechos, la cocina y el baño,como dos salientes sobre el vacío. Di dos pasos y miré el sofá, donde nopodía sentarme. La pieza era cuadrada, salvo las dos salientes de laizquierda, que semejaban el noroeste de Francia.—Perdóneme todo esto, dijo ella con un gesto. ¿Qué se ha hecho en lacamisa?» La cama estaba deshecha y ocupada por un muñeco militar.—No es nada, dije, sentándome finalmente en el suelo. «De todos modosno vengo2 por mucho tiempo.» En el muro de la cama había un afiche deJames Dean, echado en un campo mirando crecer un tallo. Miré a Clara.Frente a las dos salientes yo estaba sentado en el macizo central delestudio. Mi mano derecha tocó un collar de madera, reconocí sus perlasy lo miré, pero lo dejé. El ambiente era algo sofocante. En una de lassalientes se veía una tina blanca y ropas encima. Como la nuestra, estabarevestida con láminas de madera. Destornillándolas aparecía un espaciomás o menos grande que podía servir como depósito de algo. Salomónhabía entonces dormido allí.—Sí, comencé; pero no pensé bien. «Quiero decir que el edificio es muyruidoso y los nuevos esos, los tres que han llegado al tercero, no sé siusted se siente molestada o algo (Clara, estaba muy cerca de mí, perono podía ser de otra manera. Se había sentado también en el suelo yfumaba nerviosamente. Nuestros pies casi chocaban. Detrás de ella seabría el vano de la cocina. Vi que había tomado un encendedor de labiblioteca, que estaba dividida con ladrillos. De uno de ellos colgaba una

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muñeca curiosa, rubia, vestida de largo y adornada. Tenía un gran collarenrollado en el cuello).—¿Molestada?—Sí. Quiero decir, menos que nosotros, de todos modos, Mi mujer y yoestamos justamente abajo. Cuando se juntan es insoportable. Primero,no saben hablar, seguramente vienen del campo, de sus haciendas, nosé, entonces creen que hablar es abrir grande la boca.» Al fondo se abríauna ventana. La luz entraba por allí sacudiendo violentamente una cortinagris. De ella venía la luz que había oscurecido el corredor cuando toqué.La abertura no era muy grande, y al lado de la estrechez del estudio ellame había parecido al principio una ilusión. La cortina fue lanzada haciadentro por un golpe de viento que rebotó en el baño e infló, de regreso,el afiche de James Dean, desapareciendo llevándose de encuentro lacortina. «Ya he ido dos veces con el vecino, Mario, el de al lado, pero esinútil. Me importa poco lo que hagan, pero yo no quiero ser testigo. Quierodecir, no impunemente. De todas maneras, dije, de la pena en cuestiónme encargo yo, quiero decir que eso depende de mí. Hay ruidos y hayruidos, por último.» Me detuve un rato. Vi a Salomón inmóvil, peroconfirmé: «No soporto los ruidos innecesarios.» Comencé a jugar con elcollar. «Si usted desea firmar una carta a los propietarios...» No tieneque hacerlo, le aseguré. «Sólo decirme sí o no.»—No... Clara me respondió de inmediato, pero, cosa extraña, no mesorprendió. En el fondo deseaba que no la firmara. Ella estaba en buenacuenta lejos del radio de acción del bullicio, aunque en el mismo piso. Nosabía por qué deseaba liberarla de ese peso. Me sentí más tranquilo.«Podría hacerlo, continuó, pero no servirá de nada. Una de ellas vinoayer diciéndome de bajar el volumen de la radio, sin necesidad. Yo lasescucho poco, en verdad. Además tomarán represalias contra usted. Yoya sé lo que es eso. La policía me visitó el año pasado.»3

—(...)—Los niños del frente, ¿los conoce?, el tuertito y su hermana. Charles yyo no teníamos cortinas. El tuertito y su hermana estaban pegados a laventana de su cuarto. El padre vino, que cómo era posible, luego la policía.La Universidad no se enteró, por suerte.—¿Y ellos que dijeron?—¿La policía? Que debía poner cortinas.» Clara sonrió un poco. «Laciencia no se encuentra sino en la Universidad.» Luego se levantó. «¿Leinvito un café? ¿O un cigarrillo?»4 insistió al ver mi gesto negativo.—No, no... así está bien.—Perdóneme lo de la carta.—(...)—No quiero tener problemas con mi casa. Saben que estoy aquí y queellos me interesan poco, pero no lo quieren saber. Entonces prefiero

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evitar riesgos. Lo siento por usted. Lo de la policía fue el colmo, ahora nosé qué pensar de la solidaridad.» Clara dio una fumada y echó la cenizaen el suelo, inclinándose inmediatamente a recogerla, lo que logró conalguna dificultad. Sus manos eran blancas y temblaban algo. Hizo unatorsión hacia atrás buscando un cenicero. Yo no había comprendido lasúltimas palabras.—Debería firmar esa carta, dijo.—¡No, no! No tiene que hacerlo, yo—Solidarizarme con usted, siguió diciendo y mirando por encima de misojos. Por solidaridad o por venganza. Por usted o contra el resto, pero nofirmo para evitar riesgos. Sin embargo amo a todo el mundo. Charles nome preocupa, a él le da lo mismo, además a ese respecto no tengo nadaque ver con él, pero no voy a firmar, no puedo, ¿ve usted...? Deberíadesembarazarme de mis padres, dijo, después de una pausa, y dio unafumada honda, y botó el humo entre las piernas. Después me miró fijo enlos ojos pero sólo un momento. Dio otra fumada y sonrió, igual que antes,con sus labios que hacían un ligero espasmo para despegarse y luegootro que era entonces la sonrisa, sin ancharse más. Además Clara bajabalos ojos. De nuevo me sentí como al llegar y quise irme. Lo hice casi sinpedírselo a Clara, que no se movió de su sitio. Solamente me señaló lapuerta con un gesto de la cabeza que me sorprendió, de una finezabellísima. Me dio la impresión de que sus cabellos seguían mirándome através de su puerta, y sin embargo no había pasado ningún viento enesos últimos minutos.

Semanas después, tal vez un mes más tarde, un papel en la puertade Clara llamó mi atención. «Profesor: le ruego excusarme; no podrérecibirlo como convenido, encontrándome enferma. Le ruego venir pasadomañana, a la misma hora. Clara D.» Tuve la reacción inmediata de tocary preguntar, pero no me pareció conveniente. Pegué la oreja a la puertay sólo escuché un ulular lejano, proveniente sin duda de la ciudad.Reflexioné, pensé en el profesor, tomé el ascensor y bajé, pero abajoapreté el botón del segundo: le pondría una nota. «Clara, no he podidodejar de leer el papel de su puerta. Si puedo hacer algo por usted, nodude en tocar», y firmé, deslizando el mensaje con un ruido que mecrispó. Luego pasó un mes. El bullicio había cesado, después de dos díasde lluvia incesante. Hubo varias tardes de una calidad rara, durante lascuales me pregunté por qué no había tenido respuesta a mi papel. Estabainquieto, sobre todo porque nadie en el edificio, salvo la viuda Treno, seenteraba de nada, y porque Clara estaba allí. Escuchaba la vajilla por el

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muro, y el paso del agua por la tubería; y los tres pasos largos comozancadas eran los de Charles. Pero Salomón maullaba corto y los cincopasos del ascensor hasta la puerta eran los de ella. Más que inquietoestaba triste, casi molesto, porque sabía que casi siempre la cortesía noera sino el resultado de un acto inteligente. El último día se lo habíarepetido a mi mujer, que desconfiaba de Clara, y que me respondió: «¡Quéingenuo eres. Por Dios qué ingenuo eres!»

Durante ese tiempo, todos los signos parecieron reducirse en expresión.Continuaban allí, por lo general hasta las once de la noche, o quizásinertes. Los olores5 de los cuerpos, por el contrario, incrustados en elcorredor, se materializaron, los de Mario y Ana, el de la viudaespecialmente. O acababa de salir cuando yo llegaba, o hacía diez minutosque ella había cerrado su puerta cuando yo atravesaba el corredor. Podíareconocerlo pegado al zócalo, sobrecogido entre los barrotes de la escalerade servicio y diluyéndose anónimamente como cualquier paseante. Anaenrojecía ligeramente cuando le decía por ejemplo que los había sentidopasar. Lo que me permitió recordar que en alguna ocasión ya había rasgadomáscaras, o detenido gestos, como con una mirada fulgurante. En aquelmismo tiempo me sorprendí preguntándome cuánto significaba un mínimomovimiento cuando, detrás del cuerpo o del cuerpo cubierto de cualquiermujer en la calle, ella me mostraba sin saberlo el talón de su pie, desnudocomo un faro; o qué se disponía detrás de una sonrisa, la de Ana porejemplo, en aquella foto de su matrimonio.

Ante mi sorpresa, Clara tocó la tarde siguiente. Llevaba en sus manosun collar que me ofreció.—He pensado en dárselo a su mujer, dijo mirándome fijamente. No hepodido venir antes, perdóneme.» Creo que la invité a entrar, pero elladecía: «Es la primera vez en dos años que alguien hace un gesto parecido.Créame que lo he apreciado mucho, pero no he podido venir antes. Créameque lo he apreciado mucho. He traído este collar para su mujer. Es tanraro cruzar ahora una palabra con alguien. ¿Cree usted que le gustará?»6

—Sí, sí, pero..., dije, deseando preguntar. Clara jugaba nerviosamentecon las piezas, quince o veinte piedras de ámbar, separadas por unosconos de cobre y otros tantos circulitos de madera azul.—¿Cree usted realmente? Mi hermano se interesa mucho por los objetosafricanos, del Camerún sobre todo, dijo tomando bruscamente el collarsin quitármelo, sobando y volteando agitadamente las piedras. «Laspiedras de ámbar vienen del Camerún ¿ve usted?, las más grandes, laspequeñas son bellísimas, he pensado que le gustaría a su mujer.» Clarasoltó finalmente el collar, un hermoso collar de piedras de ámbar, algunasde ellas, las del centro del cuello, grandes como la mitad de un puño. «Sidesea puedo cambiarle la cadena, continuó, y me lo tomó otra vez. Sí,

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creo que la cambiaré por una de cobre, yo sé hacerlo.» La luz del corredorse apagó al cuarto minuto y la volví a encender. Dije a Clara que la cadenano valía la pena. «Sí, sí, yo sé hacerla, es mejor, ¿no cree? Puedo hacerlafácilmente yo misma, para mañana, ¿por qué no viene a buscarla mañana?Por favor acéptelo»,7 me dijo.

No recuerdo si ella se quedó con él esa misma tarde o si yo se lo di aldía siguiente luego de mostrárselo a mi mujer. Pienso que sólo le habléde él, y ella se mostró extrañada, en un principio no quiso aceptarlo. Yono veía por qué no. Quizá le exageré la belleza del collar o el tamaño delas piedras más grandes, y ella me respondió que no había proporciónentre mi gesto y el collar, que Clara debía de estar loca.

En la tarde del viernes (fue un viernes porque Clara se aprestaba aregresar por el fin de semana, y había un sol casi rojo) entré a su estudio.—Está listo, me dijo mostrándomelo, y se lo puso. «Es mucho mejor si elcuello está libre, como el mío. Quiero decir desnudo, ¿comprende?»,8 continuó,bajando la cabeza para abrocharlo atrás. «También le he cambiado el broche.»Luego se lo quitó mirándome por encima de los ojos. Estábamos paradosjuntos el uno del otro sobre el único espacio libre en el suelo cubierto delibros y de collares. Clara olía a oporto. Me dijo de sentarme y ocupéautomáticamente el mismo lugar que la primera vez. Ella me imitó yantes de que yo pudiera hablar sus manos fueron de un lado a otro enmedio de los objetos del suelo. Olía a oporto y estaba visiblementenerviosa. Me entregó el collar. «Este otro, mire», sacando otro más omenos igual. «Me encanta. Aún no lo he terminado pero espero otraspiedras. Mi hermano tiene una casa de arte africano no lejos de aquí.»Con un movimiento Clara había estirado todo su cuerpo para alcanzarotro collar, el que estaba enrollado en el cuello de la muñeca rubia. Elesfuerzo que hizo no fue suficientemente calculado porque su mano noalcanzó el collar al primer intento. Ello la obligó, durante dos segundoshorrorosos, a mantenerse en una posición tal que todo su cuerpo tembló.Puesta bruscamente de rodillas y estirada hacia delante, Clara se apoyabasobre su mano derecha mientras la izquierda trataba de alcanzar el collar.Su chompa se ajustó en su cuerpo de manera perfecta y recorrió todo supecho, el flanco y la cintura, que se desnudó hasta el comienzo delpantalón blanco. De perfil como yo la veía, el desorden total del estudioy el aire medio oscuro, ahogado por los objetos, se ocultarondefinitivamente detrás de una especie de sol, o de luna, enceguecedora,semicircular y pulida, coronando el cuarto de juego con una figura deproa. «¿Usted cree que son obras de arte?», me preguntó de pronto,sentándose de nuevo y haciendo resonar las piedras. «Yo no.»—No sé, respondí.

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—Yo no creo. Mi hermano dice que sí y a veces dice que son geniales.Pero eso viene de él, últimamente, y de aquellos con quienes se junta,no del collar.» Hizo de nuevo otro movimiento arrodillándose brutalmentey con las manos revolvió debajo de la biblioteca, extrayendo un fetichede veinte o treinta centímetros de largo. «Yo no los miro como obra dearte», afirmó. Sus dedos blancos repasaron la superficie del fetiche,retardándose un poco en las incisiones, que ella profundizaba con lasuñas. «¿No cree usted? Yo estoy segura de que es un acto consciente demagia, pero sólo colectivo, ¿comprende?»—Más o menos, respondí. Clara me ponía intranquilo.—¿Usted estudia?—Este año termino Historia.—Tuve un amigo historiador. ¿Lo conoció? Un colombiano. No, qué digo,filósofo. Pero no debe haberlo conocido, hace ya tiempo de eso. ¿Ustedtiene tiempo aquí?—Dos años.—No, fue antes. Sé que ha regresado, pero es un tipo extraño, muyfuerte.—¿Fuerte?» Clara movió sus dedos e hizo resonar las piedras y se paró.Yo hice lo mismo y me recosté sobre una cornisa que daba a la cocina.Ella tomó una taza con el asa rota y me invitó café, señalándome loscubos de azúcar en una lechera de porcelana.—¿El colombiano? Era fuerte porque me miraba como si sus ojos salierande la nuca. Yo los sentía hasta mi nuca, y eso no me gusta, es desagradable,es, cómo decir, es como si me mirara a mí, yo, Clara, y no es verdad,¿entiende? Sentía sus ojos plantarse en mi nuca sin ir más lejos y esome irritaba. Y siempre tratándome de tú, desde el primer día. Pareceque es una costumbre en ustedes. Yo sé que usted es colombiano, poreso le hablo de él.—Soy de Lima, le dije. Lima es la capital del Perú.—¿El Perú es al Norte o al Sur?—Difícil decir. Al Sur del Ecuador, y el Ecuador al Sur de Colombia. ¿Porqué ustedes no saben eso? le pregunté, incomodado.—No sé. ¿Usted sabe dónde está el Camerún?—No, no exactamente.—El Perú me interesa. Debe ser de una sordidez terrible. No entiendasordidez como sordidez. Es como la ficción. ¡Si le contara! Una noche laviuda Treno me detuvo media hora con sus saltos, y yo la escuchaba conseriedad hasta que se me ocurrió que toda ella iba perfecta en una novela.Allí me puse a reír. Por lo que, la realidad está mejor en la ficción. Apartir de la realidad por supuesto, por eso la ficción no me interesa.»Clara se había acercado a la muñeca rubia y la manoseaba con nerviosismo.«Perdóneme mis adjetivos», me dijo. «En verdad... El colombiano, Aquiles,

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me quiso llevar a su país al primer día, era un tipo terrible. No me gustabasu mirada, y el ‘tú’. Nunca he podido tratar a la gente de tú. Me hacesentirlos demasiado cerca, es como si les diera la mano y las tuvieransudadas.» Clara descolgó la muñeca del ladrillo, con la mano izquierda latomó del cuello y con la derecha comenzó rápido a explicarme cómo lahabía vestido, desde niña. Sus dedos corrían ágiles desde los cabelloshasta la cintura, siguiendo los pliegues de la falda que le caía hasta lostobillos. «No me gusta dar la mano, por otro lado, me dijo, mirándomefijamente y sonriendo. No le extrañe que a Sofía la trate de otra manera.Su cercanía es ideal. Creo que es por eso que la adorno.»—Clara... interrumpí.—¿Sí?—No es que me intrigue, pero, ¿qué hace aquí?—¿Aquí? Enseño.—¿Y Charles?—¿Charles? Nada. Él me necesita. Creo que me quedaré hasta que él sevaya. Aquiles me lo presentó hace dos días.—Hace dos años...—Hace dos años, sí. Es lo mismo.—¿Y de niña? le pregunté mirándola (no quise darle muestras de miintranquilidad. Pero su boca era de una serenidad asombrosa. Inclusocuando hablaba velozmente su movilidad parecía estacionada en lascomisuras. Mas distraje mis ojos cuando Salomón entró misteriosamentepor la ventana y se dirigió de un salto hacia la bañera).—¿Qué, de niña?—Oh, no sé, todo eso.» Pero no me fue posible continuar.—Tome otro café», me dijo. «Le puedo prestar quizás algunos libros, melos devolverá cuando los haya terminado. Tengo muchos. Mi niñez notiene absolutamente ninguna importancia, me lanzó con la misma sonrisa.En alguna concavidad de mi padre, haciendo juego con una que otravirtud de mi madre, debe encontrarse el origen de Sofía y de Salomón. Yel de usted, por qué no.» Quise mirarla otra vez tratando de sostenermeen sus ojos, pero no pude evitar irme hasta sus pies. Clara había escogidounas alpargatas que dejaban sus dedos al descubierto, blancos, como susmanos. Descubrí que no se maquillaba, y entonces miré su cuello y susbrazos, y su chompa, y entonces su frente y alrededor de sus ojos, y denuevo sus pies pero alcé otra vez la vista hasta sus ojos y miré su cinturadesnuda. Vi la sombra de Salomón dirigirse de un salto a la ventana ydesaparecer. Me sentí medio mal.—Debo irme, dije.—Tome otro café... Por favor...» Me volví a sentar. El estudio, dentro delcual era ya casi imposible moverse sin dificultad, pareció hincharse desdeabajo en el piso, suspendiéndose entre la lechera para el azúcar y la

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ventana por la que había huido Salomón. Por los otros dos extremos, sesujetó al afiche de James Dean y a la bata de Clara, distendiéndose comouna cuerda floja. La bata pendía inmóvil de un clavo, azul turquesa sobreel marrón oscuro de la pared. Miré a Clara, que estaba de espaldassirviéndome el café. Estábamos en un recinto que no medía más de diezmetros cuadrados y que no iba más allá de la cocina y del baño, un metromás lejos. Apenas más alta que yo, con una cabellera que le cubría lasorejas y los hombros, encerrada en su pantalón y en su chompa blancos,ancha como una puerta abierta, Clara estaba allí como la imagen mismadel humo. Amarla hubiera sido lo mismo. Tuve un escalofrío, Clara mepasó la taza rota. «Porcelana de Sajonia», añadió. La taza temblabaimperceptiblemente en sus manos. «Voy aprendiendo a no tropezarmecon la definición. Mis alumnos no entienden. Son los padres, supongo,que me malogran todo. ¿Tiene niños?»9

—No...—Está bien, dijo quedamente. Pero levantó la voz. «No tengo nada encontra de ellos. Al contrario. Créame que son una abstracción ideal. Perosu inexistencia es... no, es el único, apocalipsis. Tenga, me dijo de prontoestirando la mano hacia el vano de la cocina. He hecho este potaje perono calculé bien.» Y me alargó una cacerola.—¿Un potaje? ¿Pero por qué?—¿Y por qué no?—Sí, pero... De acuerdo, dije tomándola con cuidado, pero seguíapareciéndome insólito. «No sé», comencé a decir. Mi negativa no tenía sentido.«De acuerdo», y añadí cualquier cosa: «Se la devolveré inmediatamente.»—Eso no importa. Saboréelo y no piense en la carta, ¿bien? No piense enmí, mejor dicho.—Bien.—No olvide el collar.

Así me fue difícil abrir la puerta de mi departamento con el collar, unlibro de Lewis y el potaje frío de Clara. Para ayudarme (la luz del corredorno era accesible sino con la mano derecha) me vi obligado a apretar elbotón con el hueso de la muñeca. Mi mujer estaba en casa.—¿Qué es eso?—Un potaje. Clara te ha arreglado la cadena.—Todo eso no me convence.» Mi mujer olió la cacerola. «Está frío, dijo,y tiene un olor raro, ¿has visto? No había nada. Olía a puerro y a tomate.—Calentándolo será quizá diferente, sugerí.—¿Por qué lo has aceptado? Dar potajes a alguien ya es increíble. Peroaceptarlo... No te comprendo.—Pero el collar te gusta.—¡Bah!

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—¿Ah?—Me pone inquieta. Es demasiado bello. Muy grande. ¿Del Camerún, dices?—Ella dijo del Camerún.—El centro del Africa. Debe de ser un fetiche. Esa mujer debe de estarloca, te digo. ¡Y un potaje! Yo no lo tomo.

Lo olí de nuevo. Sentí súbitamente una aprensión y mis sienesvacilaron un segundo bajo el golpe. Era ridículo sin duda alguna. Pero elespacio de la cocina donde hablábamos se estrechó apretándome los ladosde la frente y localicé una punzada en la vejiga. La cortina de Claravolvió a hincharse hacia dentro descolgando el afiche de James Dean,que entonces ya no miró crecer el tallo. El viento pasó sobre Salomón,que se removió un poco, luego detrás de mí, y se arremolinó en el cuellode la muñeca, haciendo sonar el collar. Clara se movió, el pie derecho, alhacer otra torsión hacia atrás, y sus dedos se despegaron del suelo,como si dependiesen de ese movimiento brusco. La pose era grotescapero me daba cuenta ahora. Sola en el medio, entre su mano alargadabuscando atrás un cenicero o algo, y su pie levantado y sus dedos, suchompa blanca se eclipsaba detrás de una cosa redonda, húmeda y lejanaque parecía fundirse justo en el ombligo, perdido en una concavidad. Yotrataba en vano de representarme la idea para no tener que nombrarla.Pero el tiempo estaba allí. Vi el potaje, el corredor a oscuras, el sol en unestudio caótico destruyendo la tierra de una vez por todas con unadeflagración en plena órbita.—Es una loca, te digo. De repente el potaje es una droga. Y tienes rotala camisa.—La puerta no se abre más.» La droga me apretaba las sienes. «Chocacontra Salomón...» «El gato, aclaré, oliendo el potaje. Yo no he dicho casinada. Es una nerviosa.»—Qué pena.—A ti te da lo mismo.—Qué pena porque es muy bella.—No tiene nada que hacer una cosa con otra, repliqué.—Tampoco lo que le pusiste con el collar y un potaje. No debiste ponerlenada. Eres un incauto.—Yo no puedo vivir en un desierto.—La has visto después de dos años. Tres hubiera sido igual, cinco, diezaños hubiera sido exactamente igual. Qué tienes que meterte con la gente.—Clara estaba contenta.—Sólo entusiasta.—(...)—Su contento no es sino un entusiasmo. Después le pasa. Luego leviene otro y un día querrá estar sola y estará igualmente contenta,

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después le pasará, hasta que se muera. No veo dónde puedes caber túen todo eso. Te apuesto que cuando se vaya no te escribirá ningunacarta. Ni tú a ella cuando te vayas, y toda esta historia no habrá servidopara nada.—Pero es imposible, dije. Tendría que escribirle a todo el mundo.—Entonces no hables de desierto.—Déjame al menos escoger.—¿Y por qué a Clara justamente? Vamos, piensa un poco.—Si pienso no escojo a nadie.—Estás condenado a pensar. Yo no tomo esa sopa. No huele sino a puerroy a tomate, al fin y al cabo.—Es limpísima, dije, después de un rato en que miré las manos largasde mi mujer. «No se maquilla. Su pelo no es rubio, tan blanco que es.Tiene un tipo nórdico perfecto... Un ideal de nórdico.»—No hay nórdicos así.—Tenía un pantalón y una chompa blancos.—No me extraña. Vestirse de blanco es ya un signo de anormalidad.Toma el potaje y devuélvele la cacerola, o haz otra cosa, pero terminaesto. No es normal.

El edificio estaba mal concebido y tan mal hecho que era fácil escuchary oler. Los tres pasos de Charles se sentían con menos frecuencia en lasúltimas semanas. Los pasos de Clara también, en realidad. Mas por unasuerte de asociación yo había identificado los maullidos de Salomón con lapresencia de Clara en el estudio cuando en verdad debía ser lo contrario.En todo caso el ruido del agua por las tuberías se pegaba a nuestro muro.Sabía ahora que detrás de él estaba la bata azul, cambiando el color delnuestro. Pero de pronto no era eso lo que me preocupaba. Clara estabaallí. Haberla visto antes era ya casi remoto. Pero ahora conocía a Clara, ytenía en mis manos un potaje y un collar para el cuello de mi mujer. Elhecho adquiría forma tan precisa que haberla visto antes se convertía enalgo inexistente, su figura me era exactamente su amplificación (—«¿Nole interesa? —Sí, pero no tengo un segundo libre para leerlo; preferiríapedírselo otro día. —Puede quedarse con él, pero ¿por qué ha venido tantemprano?»). A menos que me redujera a localizar el tiempo, pensaba,como cuando uno se aprieta los testículos. Olí el potaje (—«¿Por qué?No lo sé. Ayer pensaba que hubiese sido bueno asegurarse del pasado.Pero, ve usted, nunca antes la había visto. Y usted mañana ya se fue.Esa distancia me jode. Me hace sentirme exactamente en medio de nada.Es querer aprehender la angustia, palpar el azar... No sé, quizá fue unpresentimiento.»). Esa distancia hacía la diferencia. Clara no existiríamañana, simplemente, y me daba cuenta de que no había existido, quesólo persistía su idea. Apretar la bata y llevármela a la cara para olerla,

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y reconocerla a través del olor. Identificarla con los ojos cerrados... Iríatemprano a verla. Lo pasado se me presentaba de pronto, peor que unailusión, como una farsa haciendo de alguien en un parque público unpobre diablo sentado mirando pasar a otro: un culo o un niño en elrecuerdo, sin ninguna relación con ese pobre cojudo sentado peloteadoentre una casualidad y un suspiro. Si había algún desastre, o una trampa,era que podía precisar todo aquello con un simple movimiento de cabeza,tan incongruente como un vecino de mesa.

Algo me retuvo, que no me permitió devolver lo «ajeno». No más deuna semana, de todos modos. Aislada en la cocina, la cacerola vacía sebalanceaba ligeramente con el viento, en ciertos momentos del día, yhabía dejado el libro al lado de otros que no abriría nunca. Sabía que no loleería, o que probablemente no lo leería; esa latencia de las bibliotecasera fascinante. No escogí ningún día, comenzando a saber por qué no lodeseaba propicio a algo que buscaba ahora conscientemente: palpar elazar. Di, sí, un paso, al ir temprano. La luz funcionaba. Clara estaba en bata,completamente ebria. «¿Qué ha pasado?», me preguntó.—No, nada... Aquí están sus cosas. El libro. He tardado...» Clara seladeaba ostensiblemente. Su mano izquierda retenía arriba, como laprimera vez, la puerta abierta. Su manga resbaló, deslizándose hasta elcodo. Un pequeño lunar en su brazo se me apareció, agigantándoseinopinadamente.—No he podido leerlo, dije. Prefiero dejarlo y pedírselo otro día.—Mañana ya no estaré aquí, respondió Clara sin moverse.—(...)—El propietario... Ha pensado que ya no debemos seguir aquí. Entonces...—Pero, no puede irse así.—No. Ha dicho mañana. No sé qué hacer.—¿Y Charles?—¿Charles...? Clara se arregló el pelo, ladeándose. «Charles...»10 dijo,mirando vagamente el suelo. Luego me miró. Estaba descalza.—(...)—(...)—¿Qué puedo hacer? insinué.—Nada. ¿Qué puede hacer? repitió. Su cuerpo avanzó hacia mí peroretrocedió en el acto. La luz se interrumpió.—La luz..., dijo Clara.—Sí...» Alumbré. Todavía tenía las cosas en la mano. Metí el libro bajo elbrazo.—Démelo. ¿No le gustó?» Clara había alargado la mano derecha. Todosu cuerpo se adelantó, para retroceder en oblicua. La bata se abrió en elcuello, dejando ver otra tela fina que la cubría en verdad hasta la mitadde las piernas. La bata descendía todavía unos centímetros más. Miré

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rápido los dedos de sus pies, vi los tendones que se estiraban despacio,como soportando un peso bruto. Mire a Clara, que de pronto sonrió peroyo esgrimí una mueca.—Lo siento, dije, y le entregué las cosas.—No tiene importancia.—¿Adónde va a ir?—Charles va a buscar algo. Yo no quiero regresar. ¿Qué importa? ¿Dígame?Charles cree que yo importo. Mis alumnos no me quitan los ojos.¿Recuerda al tuertito?, me preguntó, ladeándose hacia la derecha. Unacorriente de aire pasó por el corredor iluminado, la luz se apagó, seguroalguien que había dejado abierta la puerta de entrada. Alumbré. Hubo unsilencio, y miré un poco. «¿Dónde está?»—¿Quién?—Salomón.—Se fue. No sé por qué viene siempre magullado. Detrás de una hembra.Es el tiempo.—Él es feliz.—Él no lo sabe. A veces me he preguntado cómo me hubiera, mirado,Salomón, con un ojo. A cuatro patas con un ojo, ¿se da cuenta?» Clara serió. Clara se reía por la primera vez, y vi sus pechos temblotear. Su risafue corta pero llenó el corredor, y también vi que su brazo izquierdo yano retenía la puerta, que después vi cerrada. La cerró después de unrato, algo nos habíamos dicho entretanto, pero al día siguiente la puertaestaba sin cerrojo golpeándose.

Lovaina, verano 1973

1 Sin cursivas, en el original.2 ‘tengo’.3 Sin ‘»’.4 Sin ‘»’.5 ‘El olor’.6 Sin ‘»’.7 Sin ‘»’.8 Sin ‘»’.9 Sin ‘»’.10 Sin ‘»’.

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relatoaparente (vii)

me desperté de nuevo1 sintiendo la mirada de Julie violentándome enmedio de la conversación (despertarse sólo porque el cuerpo se terminay encontrarse clavado al borde de la cama teniendo al frente la fatalidaddel día, es horroroso y exaltante.2 Al punto que me pregunto, angustiado,si la felicidad que tanto buscan los hombres no es sino la conciencia,incluso de la desgracia). Sé que había ido a ver a Gerald, como casi todoslos días en la noche. Lo amo. Él quería partir a Grecia por un año, ycuando llegué estaban en plena discusión: qué hacer por los niños. Yo lohe entusiasmado a partir: Julie y los niños pueden quedarse solos yarreglárselas amándolo. En mi tranquilidad frente a su decisión le contestolo del otoño. Luego le he escrito dos cartas sin respuesta, hace días. Mibarba sigue creciendo, y me molesta arreglarla. Dejarla crecer hasta elpecho es de todas maneras inconveniente porque notorio. Pero sí toda lacara, al punto de que ella la cubre totalmente. Poco a poco la gente no mereconoce, y está bien. Camino con más soltura, nadie me ve y puedopensar mejor. Respondo rápido. Antes encontraba las buenas respuestasdemasiado tarde, casi al día siguiente, todos me creían algo lento. AGerald le gustaba, él dijo que me veía mejor y sabía que yo sonreíaentonces. Por otro lado he adelgazado, soy más esbelto, más alto,sobrepasé a Gerald y a Julie, sobre todo los niños: se reían a saltos y nolo podían creer. Hasta ese momento las alusiones que Julie ha hecho a mibufanda o a mi excelente alemán (yo vestía una larga bufanda blancahasta los tobillos sobre una chompa azul marino: «No entiendo por quétienes que adornarte así», «Es increíble cómo hubieras podido nacer en

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mi barrio») me han parecido naturales pero en la discusión, y con unainsistencia que parecía salir de entre sus piernas, los ojos de Julie mehan entrado hasta el estómago mientras Gerald me explicaba el tema delas cien páginas que escribirá para el verano próximo. Espero que paseel día como una respuesta que dar. Mi confianza en Dios me conquistapor suerte como yo aspiro día tras día a esa serenidad. Mas toda estaaparición, ¡Señor!3 Despertarse sólo porque el cuerpo se reanima yencontrarse clavado al borde de la cama desnudo como una condenación,teniendo al frente el horror y la muerte, y hacer, no el esfuerzo de lafelicidad, sino el grito de cólera… Y luego sonreír, de todos modos… Miindiferencia a las palabras de Julie no tiene nada de fundamental (y, paraemplear un término horroroso, nada de «meritorio») hasta hace poco,cuando he visto el ojo entre sus piernas: la fidelidad de Julie me haparecido depender ineluctablemente de mi fidelidad a Gerald.4 Me hedespertado al palo, con un asco en la boca. Pero me tranquilizo. Todoproviene por añadidura, sigo leyendo, y es verdad porque el cuerpodepende de la fidelidad. Afuera la feria se ha instalado con los gritos deManuel, el manipulador de la sillas voladoras. Para ir a lo del cura Rosensdebo cruzar sus quioscos, oliendo a aserrín, a petróleo y a la mierdacaliente de los ponies, que hierve desde temprano. La feria me angustia.El cura Rosens exulta a la vista de esos conglomerados populares convencidode que es uno de los símbolos de la fraternidad, él dice «del humanismo».Como de costumbre, su impuntualidad refleja su falta de caridad. Meagrede. Él me dirá que eso no tiene importancia frente a la eternidad,evitando decirme que no se levantó a la hora, me responderá: «No esusted humilde hoy día.» «La humildad no es una virtud cristiana, padre,si es eso lo que me quiere decir. No es ni siquiera una virtud, sino unareflexión inteligente.» «¿Qué quiere usted decir?» «Que uno puedereconocer su error, o para evitar que yo lo tilde de imbécil.» Con la sonrisahúmeda me toma el brazo como le gusta y me soba la axila: «Tiene ustedlos ojos tristes», pero se retira5 inmediatamente hacia atrás con unasonrisa: «Oh, olvídelo, ¡soy un deshonesto!»6 «Qué ocurrencia, padre.»Pero siempre tarde, hubiera debido decirle qué ocurrencia padre y añadirque estoy acostumbrado. «¿Puedo saber qué es lo que usted deseainsinuar?» con mucha atención: la cortesía como el cigarrillo que fumaforma parte en él de la agresividad. «Que estoy acostumbrado a ladeshonestidad.» Volteo cuando su puerta cochera se abre pero tampocoes él. Yo no soy especialmente atractivo, en realidad. Julie menos aún.Sin embargo su frente redondeada y un mentón muy chico son los de unaadolescente, casi una niña, pero su cara se malogra cuando se contraepara sonreír, con una mueca en la boca. Gerald sí, hijo de polonesa. Unalemán extraño. Hubiera deseado conocer a su madre, con el cuello y lasmanos de Gerald, que se mueven como acechando continuamente una

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nostalgia. Julie sabe atraparlos en el instante mismo en que Gerald seinterrumpe a veces con un silencio brusco, Julie lo atraviesa con los ojosperdiéndose los dos en una complicidad trastornante. Volteo otra vez.La puerta cochera7 de la casa de Rosens es como un resoplido en mivientre. Sentado esperándolo, se cierra encajándose suavemente en lacerraja, produciendo dos ruiditos de metal, absolutamente lúbricos. Sentíel deseo de suspenderme un momento de ese lapso muerto en que micuerpo los aislaba en el espacio, como la única manera de perder elconocimiento. Allí estaba el viento, entonces. Me levanté para abrirla8

otra vez y darle un leve empujón hacia fuera, y me apresuré a9 sentarme.En diez segundos el primer ruidito de la cerraja se produciría de nuevo,con una pequeña pausa, luego el otro, haciendo jugar el aceite con unavoluptuosidad horrible. La puerta se abrió otra vez, y me trajo por elmomento un abrigo veloz que desapareció en el corredor de al lado,entreabriéndose. Me pregunté por qué justamente entreabriéndose ycuando yo estaba allí, sino con el único objeto de poder entrever. Decidílevantarme y salir. De la casa del cura al parque no hay sino una centenade pasos, justo el tiempo para una o dos reflexiones antes de llegar.Pasaría por el café de Manuel. La feria tenía al fin y al cabo sus ventajas.La gente se agolpaba alrededor como bestias, entre la mierda de losponies y el olor a10 caramelo, esperando Dios sabe qué, sin duda algunarevelación. Manuel por lo menos había encontrado la felicidad manipulandolas sillas voladoras, al casarse con una niña de quien había contempladola concha durante las cuarenticinco vueltas del asunto. Al parque llegabacomo ronquidos el ruido de la gente, amortiguado por el gorgor de laspalomas. O Julie me lanza una advertencia muda que no puede alcanzarme.Escuché un ruidito en la banca vecina. Dos palomas se detuvieron allado de un abedul, la hembra adelante del macho. Los seguí con la miraday un tercero, otro macho, se unió a ellos. De pronto ella alzó el vuelo y elprimer macho al mismo tiempo, deteniéndose unos metros más lejos. Elotro los imitó tres segundos después. Escuché otro ruidito en la bancavecina. Una pareja se besaba con intermitencias, haciendo tsss, sttt oalgo que me esforcé en descubrir, como varias consonantes aspiradas.La niña miraba hacia delante sin pestañear, y el joven había hecho unatorsión de perfil para agarrarla por los hombros, con las piernas cruzadas.El joven tenía la boca pegada al cuello de la niña. Volteé cuando unapaloma cruzó por delante. Las madres acostumbraban a solazarse consus bebes en ese sector del parque dándoles de comer. Los dos machosy la hembra aterrizaron de nuevo en medio. Dos niñas pasaron lamiendoun helado. El macho tomó impulso agachando el cuello hinchado y bajandoel alerón en abanico. Atacó por el flanco, pero ella hizo una finta. El machose detuvo y miró alrededor, hacia arriba, luego dio media vuelta y sedesinteresó, adelgazándose. La hembra se sentó. Él reinició una serie

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de vueltas, a veces dando uno o dos saltos de un lado a otro. A cadaataque por el flanco el macho soltaba un ronquido largo sin decidirse asaltar. La hembra no tenía sino que detenerse para evitarle al machotodo ese alarde. Escuché otro sttt y volteé rápido porque era más grueso.El joven la besaba en el cuello, ella respondía en la mejilla, a veces erandos sttt al revés, seguidos de dos risas, y a cada sttt el pie derecho deljoven se iba para adelante. Un zapato de la niña se había salido del talón,colgando de los dedos. Ella se distinguía de él, completamente, me parecióque se distinguía perfectamente de los árboles, de él, del aire, incluso vique cada uno era diferente hasta de la primavera o del verano, sin saberpor qué. El macho se detuvo a mitad de camino, picó una miga de pan, serascó el ala frenéticamente y cagó. La hembra aprovechó para irse. Geraldadoraba las estaciones. Había aprendido perfectamente cómo la primaveraduraba solamente tres o cinco días. Se ponía de acuerdo con Julie parano moverse de casa en todo ese proceso durante el cual la primavera,saliendo de abajo con una violencia de locura, se exponía en el aire conesa dulzura que terminaba postrándolos. Gerald y Julie se movían sólo lonecesario, y lentamente, pasando horas en el jardín de afuera, apretándoseen un ritmo y en un calor «geniales», que no tenían continuación: pasadosesos días, la primavera se agotaba en ella misma, dando paso a labanalidad. Gerald decía que la única razón de ser del invierno eran esostres o cinco días en que la tierra se desintegraba en el cuerpo de Julie. Allíse callaba bruscamente, para después añadir que todo era deseable cuantomás crudo era el invierno. Sentí como un latido en la verga, pero lejos.El lenguaje que veía en las chupadas de mis vecinos pugnaba inútilmentepor sobrepasar mi entendimiento, que se detenía, incrédulo, en elespasmo del pie del joven que se tiraba para adelante a cada sttt y en elzapato colgando de los dedos. Mi amor por Gerald, con frecuencia, meextenúa en un dominio inasequible, él hace referencias seguidas a una«gracia» que mi moral acoge de inmediato. Me doy cuenta. La sonrisaplácida que Julie me expone en esas circunstancias, y que me ha turbadouna que otra vez, pretendería disimular cualquier ímpetu demasiadoaparente. Aunque yo creía comprender que en medio de todo su cuerpoentre Gerald y yo, ella hacía esfuerzos por no contenerse. Es paradójico.Esa noche Julie, inmóvil como una virgen, no hacía ninguno de estos gestosmientras Gerald explicaba pero vi11 sus ojos centrarse violentamente, comosi los hubiese podido tocar desde mi asiento, y clavarse en los míos, conuna calma que me los bajó hasta su vientre en un reflejo que me remeció.Yo miré a Gerald, que estaba ausente, y Julie se levantó. Gerald meofreció licor. El licor de Gerald (pero no sé si Julie se ha percatado) meune a su casa como el olor a cada cuerpo. Julie huele a pasta de papel.Cuando Gerald me pregunta si insisto en otra copa, el olor de su licor seaúna automáticamente a esos silencios en que sus manos se laxan, y

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en12 que la gracia de mi amor también se inmoviliza, y se distiende. Lapareja se levantó finalmente cuando yo los observaba y él dio un rápidomanazo a su pantalón, mirándome de reojo al pasar adelante. Tuvo, unsegundo, esa actitud tan sorprendente y original de hacer como si no setratara de nada, prestando mucha atención a lo que la niña no le decía enese momento, pero yo ya no los seguía. Miré todavía un poco buscando alas palomas pero todas eran iguales y me levanté. Tomaría un trago enel café de Manuel, al frente de la feria. Estaba otra vez al palo Señor; quétiene que hacer la voluntad con mi cuerpo. La pregunta me asalta comouna fatalidad. Las hojas de los cedros se movían en las ramas de loscedros chocando, supuse, entre ellas, y provocando la escucha del viento.El viento pasaba sin ser visto como la gente se aglutinaba en la feriarespondiendo a qué impulso irremediable, que me abate. Almorcé en elcafé de Manuel. Imaginé el punto exacto en que algunas copas de vino oalgunos sorbos de café me situarían justo en el límite de la locura y de laprudencia. De esa manera podría engañar a todos, nadie sabría en verdadcómo o adónde. Pero no era necesario. Gerald me escribiría cualquiercosa reconfortante dibujándome los guijarros encontrados en Tirinto: «laforma que te envío cubre casi todas las formas, que no son sino substitutivas.Poseerla, como un objeto en la casa, por ejemplo, puede ser un culto querecubre también la esperanza. No creo en Dios, pero creo en el alma, yen la fraternidad. El recuerdo solo —o la esperanza— cimienta el amor.»Sonreí. Una pareja se sentó frente a mi mesa. Veía fácilmente. Ante misorpresa, todas las parejas del café, salvo una, estaban sentadas como laque acababa de entrar: ella se había sentado primero y el hombre, no alfrente sino a su lado, dándose los codos. Recibí como un latigazo los ojosde Julie y comprendí cómo me miraba de frente sin hacer el más levegesto. Lo cómico, lo excelso y lo grotesco podían converger como unanota, entre dos mirándose frente a frente. La pareja no cesaba de torcerlas cabezas para mirarse, acortando el espacio entre los ojos, y él se veíaobligado a regresar a su posición de frente y no mirarla, cuando ella yano lo miraba. A menos que él hubiera decidido meterle el muslo. Defrente, el contacto se habría13 limitado a las rodillas, y era reducido. Elhombre ya había liberado su mano izquierda que iba con calma desde laraya entre los muslos de la mujer hasta la espina dorsal, y cuando ladescansaba, entre plato y plato, terminaba poniéndola por encima de suhombro, hasta su teta. Mas de frente… Miré a Julie. De frente, detenidosen los ojos, hasta el bostezo y la carcajada adquirían en su asquerosidadel atractivo de la caverna, e incluso el espacio hueco durante el cual sólola mirada se sumergía en la otra ganaba en asombro lo que perdía entacto. Me doy cuenta de que no tengo de Julie, en verdad, sino una imagen:frontal, y que me plazco, súbitamente, en descubrir que es en su distancia yen su inmovilidad que ella me violenta. La feria de Manuel me

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descompone con su griterío. Gerald abomina los regocijos populares, enlos que no ve sino nuestra miseria. Debo de haber14 sonreído, o mirado ala pareja, porque la mujer15 me mira de reojo con interés. Podría pedirleun cigarrillo si siento tantos deseos de fumar. Ella saca dos y una caesobre la mesa. «Oh, perdón.» «No es nada, puede tomar los dos.» «Sóloquiero uno.» «Guárdelo entonces para más tarde.» El otro no diría palabra,extrañado ante una conversación tan inesperada. Fumaríamos los mismoscigarrillos, después la mirada de la mujer16 se dirige en oblicua hacia mimesa, sobre todo a cada fumada, quizás ella se apercibe de que a cadachupada mía ella es absorbida hasta la médula. A veces la veo mirándomede reojo, otras francamente de frente. Qué diferencia. Tal vez pedirleotro cigarrillo al irme, la absorción sería completa, como cuando se vealgo por segunda vez —sentí mi verga adentro. Mi reflexión me sacudió,pagué y salí. Gerald observa todo con la precisión del copista: «Sírvetede lo más inútil para tu próxima obra. Una cojudez en el inicio de la obrade arte; y luego quieren que el pueblo se pasme delante de un cuadro.Cojones. El arte no es sino tener cojones y acelerar» (esto último me lohabía añadido Julie de hecho, esa noche. Me cuesta pensar que tantasconversaciones con Julie y Gerald, en medio de la complicidad amorosade sus miradas, hayan sido envueltas por Julie, con una serenidadprodigiosa, en17 tanta articulación). El aire se carga de una sensualidadoprimente. La belleza del cuerpo de Gerald acentuaba incluso mi amorpor él desde que el rostro poco atractivo de Julie hacía desaparecer lassutilezas de lo que llaman «afinidades». Y porque mi poco atractivo, porsu parte, no añadía ni sustraía nada, neutro en un grupo perfecto, que yodeseaba convertir, no en el reflejo de un reencuentro luego de la muerte,sino justamente en su fuente. Gerald también creía en ello. Entré a lapeluquería. Julie prefiere siempre mis cabellos largos. Francisco me hacesentar con un mohín de contento. Francisco es un aprendiz, un arquetipodel que aprende, tanto más perfecto cuanto que él refleja al18 arquetipodel patrón. Cuando llego Francisco es sacado de su alegría por la voz delotro. «¡Francisco, los pelos!» «¿Señor?» «En el suelo...» Ya no hago caso.La opresión me oprime sin aplastarme, y de pronto me canso, deresponderle con mi rebelión. El aire entero es déspota19 como si estuvierarepleto de una materia pastosa, y no veo cómo puede ser diferente. Alpunto de que20 me aseguro por un segundo que penetrar profundamenteen ella y no pensar sino lo necesario para penetrarla, es igual al dolor, ya la redención. Tuve náuseas, y vi a Julie ofreciéndome el licor de Gerald.Francisco me apretó suavemente la nuca con los dedos. Su homosexualidadagredía el fondo de mis convicciones pero admiraba su moderación y suinteligencia, y no podía de ningún modo impedir, a menos de un orgulloridículo, que la media hora en que Francisco recorría mi cabeza fuera paraél, silenciosamente, la proximidad del placer. Al lado, el patrón trabajaba

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con otro. El local olía a espuma, a argamasa de lociones y a vapor. Franciscono hablaba, y me dejó un momento para responder el teléfono. Miré la cabezadel otro cliente, que me miró a su vez velozmente; yo lo evité. No osabamirarlo con naturalidad. A veces de reojo, cuando Francisco regresó yme disimuló, por el espejo. Me molestaba tener que evitarlo para que nome sorprendiera, pero el temor mismo de mirarlo conociendo el riesgoaumentaba el malestar, que se transformaba en peligro. Francisco sepermitía sólo por momentos dejar21 sus dedos tibios en mi cuello sindejarse nunca ir, me daba la impresión de que jugaba con él mismo. Eratúrbido. Me excité levemente. Otra vez inicié la lucha con el cliente deal lado, que me miraba en el preciso instante en que lo busqué por elespejo obligándolo a desviar la vista. Nuestra conturbación me proyectóvertiginosamente al baño de la casa de Gerald, donde la misma experienciase había producido meses atrás, con Julie (no22 sé por qué fatalidad elbaño del jardín de Gerald era doble, tenía dos servicios separados poruna pared), yo no sabía quién se ocupaba a mi lado, pero cada uno denosotros sabía perfectamente que éramos dos. No pude cagar tranquilo,y para evitar los ruidos y la pujadas, que me hacían enrojecer, dosificabadolorosamente los trozos de cagada haciéndolos en lo posible caer sobrela superficie donde no había agua. Reconocí a Julie cuando ella emitióuna ligera tos en el momento mismo en que escuché su cagada caer. Yodecidí esperar que ella se fuera, y limpiarme sin temor. Ella pensó quizálo mismo porque hubo un gran silencio. Pero fue más audaz que yo, sentíuna calentura en la cara cuando oí su papel pasar tres, cuatro pasadas ycuando desaguó.23 Aproveché del ruido para limpiarme sin pensar queello me obligaría a salir junto con ella, pero me desconcertó comprobarque yo era el único animal que no podía cagar tranquilo al lado de otro. Amenos que no me aislara… Francisco me calentó horriblemente el cuellocon sus dedos. El silencio de la peluquería y el olor, por un efecto queatribuí a mi confusión, atenuaron los ruiditos de los instrumentos, y sentínuestros cuatro cuerpos penetrar en ellos, instalarse en el aire del localcomo un vientre cálido, y mutuo. La sensación me tapó los oídos y meencontré hundido en el asiento con una posición ideal, irremplazable,pero me apoyé inconscientemente contra el respaldo estirando las dosmanos para acomodar mi palo con una presión voluntaria mas débil: laverga pugnaba por proyectarse y en el esfuerzo más grande el aire serarificó de golpe en una pasta espesa, de la que la voz de Francisco mesacó de un tirón. Tenía mis manos aprisionando los brazos del asiento,Francisco me hacía una de sus muecas por el espejo, mostrándome minuca con un espejito que la reproducía. «Así está bien, así está bien.» Elotro se había ido. Afuera respiré hondo un aire sucio, y rechacé furiosamente,con un anhelo mortal, el que circundaba el camino que llevaba a la casade Julie y de Gerald, estrecho como una hendidura. La tarde se traslucía

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sobre la ciudad, álgida desde la lejanía de Gerald. Julie me había propuestollegar al atardecer, para una caminata «lenta y fatigante» por los alrededores.La claridad del propósito me había sido imperturbable desde la mañana,cubriéndose ante mis ojos con una progresión insaciable. En una luz, a laentrada del camino, próxima al taller que Gerald había hecho construir paralos amigos, Julie me preguntaba sin abrir la boca qué teníamos entonces loshombres que ver con nosotros mismos. «Nada», dijo. El placer en el queme ahogué como en un desastre,24 con la plena conciencia del gozo y dela soledad en mi cuerpo, iluminó mi amor por Gerald en una catástrofe enque la fraternidad, la corteza de la tierra y la muerte lo recuperaban cualuna obra de arte antigua perdida en el recuerdo. A cada gemido25 nuestromás bien, como un eco de amor delante de una imagen piadosa.

Lovaina, invierno 1973-74

1 Este relato se publicó en Humboldt, Nº 57 (Munich, 1975); pp. 66-68, con el títuloAmistades. Sigo aquí la versión mecanografiada (final) del texto y no la publicada. Lasdiferencias más evidentes son la modificación del título y la división del relato enpárrafos. Me inclino a pensar que por esos años Gastón Fernández aún no habíaescogido el título «Relato aparente» y que los editores exigieron o pusieron títulos asus relatos, que no los llevaban, además de introducir las divisiones de párrafomencionadas. En cualquier caso, el lector dispondrá ahora de ambos textos.A continuación anoto las variantes encontradas. Se trata de correcciones de Fernández,posteriores a la publicación del relato. Todos los manuscritos que he utilizadocorresponden a las versiones definitivas de los textos, enviadas a familiares y amigosen Lima durante la primera mitad de la década del 90.2 ‘...teniendo al frente la fatalidad del día, tiene del horror y es exaltante’ (Humboldt).3 Sin ‘¡’.4 ‘Mi indiferencia a las palabras de Julie no tenía nada de fundamental hasta hacepoco, cuando he visto el ojo entre sus piernas (y, para emplear un término horroroso,

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nada de «meritorio»): la fidelidad de Julie me ha parecido depender ineluctablementede mi fidelidad a Gerald’ (Humboldt).5 ‘tira’ (Humboldt).6 Sin ‘¡’.7 ‘El portal’ (Humboldt).8 ‘abrirlo’ (Humboldt).9 ‘en’ (Humboldt).10 ‘de’ (Humboldt).11 ‘ví’ (Humboldt).12 ¿Debería corregir ‘...en que sus manos se laxan, y en que la gracia de mi amortambién se inmoviliza, y se distiende’?13 ‘hubiera’ (Humboldt).14 ‘Debo haber’ (Humboldt).15 ‘porque ella’ (Humboldt).16 ‘niña’ (Humboldt).17 ‘de’ (Humboldt).18 ‘el’ (Humboldt).19 ‘oprimente’ (Humboldt).20 ‘al punto que’ (Humboldt).21 ‘aplicar’ (Humboldt).22 ‘No’ (Humboldt).23 ‘jaló’ (Humboldt).24 ‘como un desastre’ (Humboldt).25 ‘aullido’ (Humboldt).

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acababa de llegar, pero no sentí dolor. En verdad, había llegado perfectamenteconsciente como para percatarme rápidamente de lo que era el lugar,creo que delante de esa dificultad debí de asustarme un tanto pero podía,al menos, convertir en realidad un estado primero amorfo, vago,contorneado, luego preciso. Antes de que el contento fuera una forma, élse instaló en mi cuerpo. Pude contemplarme colocándome a una distanciaprudencial (quizá no me era extraña la idea de pasar mis manos por loscabellos y arreglar ese desorden, o equilibrar mi peso al caminar, peroseguía aturdido. Viajar era finalmente una cosa frecuente, pero yo amabaespecialmente la desorientación. Mi cuerpo encontraba en ella la únicagarantía válida de su existencia, más allá del relieve y de la profundidaddel lugar, que me parecieron sin ningún interés al lado de su propiacercanía. Hacía mucho frío. Cien metros más adelante, como una presión,él se arremolinó en mis sienes y en mi frente. Quizá mi contento sedebió a él. El frío me penetraba por la punta de los dedos y recorría sinduda todo mi cuerpo pero se concentraba particularmente en las manosy en las sienes (curvaba los hombros al caminar, mas ello no producíaadentro la sensación que sentí en la frente, cual una latencia. Y en esenuevo lugar, por un mimetismo extraño, el frío y mi aturdimiento meparecieron menos una confusión que un placer. El viaje era tal vez larealización del extravío en el que yo confiaba como en una condición delibertad. Antes o más allá de la soledad, mi cuerpo reaccionó otra vezcomo en mis últimos paseos por las campiñas de Aarhus, durante loscuales me era imposible disociar la avena, el viento o la suciedad del

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camino, y el deseo de abrazar a alguien. Y si había alguna insatisfacción(como cuando caminaba solo) ella era análoga a aquella que sentía cuandono comprendía por qué todos los tallos de las avenas eran por ejemploexactamente iguales). El aire se oscurecía, y tuve una punzada en lafrente. Me abrigué el cuello, mas no pude dejar de sonreír. La latenciaque bullía en mi frente como un fuego fue tan evidente que pensé en unailusión de los hombres: sus deseos eran gritos de muerte siempre ycuando quedaran garantizados por un despertar o una lasitud: en uno uotro caso privaba la vida. Morir de frío o bajo una avalancha, ese desenlaceapoteósico, sin embargo... En mi cuerpo, tiempo más tarde, sólo elinventario escueto de un arqueólogo descubriría para ellos su verdaderasignificación, en un lugar que ahora no conocía, en verdad: de pronto,aun previendo esa impresión, ella me fue extraña, y me fue inútil lucharcontra lo que incluso había leído en los libros. El frío se acentuó, y curvénuevamente los hombros hacia delante, contrayendo el vientre, perohubo otra punzada. Me llevé las manos a las sienes, haciendo una ligerapresión circular con los dedos, como ciertos adultos. Sé, sí, que di mediavuelta al escuchar el arrancar de un motor que confundiría con el pedaldel órgano de Sergio, cerrando los ojos con fuerza y tocándome la frente,un ruido seco que no logré captar en toda su intensidad. Acaso perdí elconocimiento por unos instantes, la gente alrededor, cuando lasorprendía, cambiaba de dirección y miraba de otro modo. Una de lasniñas me miró, con sus ojos flotando en esa zona inquietante entre laestupefacción y la ignorancia. Me incorporé y le1 sonreí, pero la niña nopudo continuar porque un fuerte llamado de su padre la sacó de sucontemplación, cambiando bruscamente de expresión. De lejos volteóuna y otra vez buscándome, luego se perdió en la muchedumbre. Elesfuerzo que hice fue leve. Me pasé los dedos por los cabellos ordenándoloshasta la nuca; estaban ásperos. ¿Katrine? En ese silencio, el único ruidoque me advirtió mi presencia fue otra vez, largo como un crujido dehojas, el placer transparente del frío: el parque municipal de Aarhusestaba totalmente cubierto de nieve. Sergio fumaba todo el tiempo conlas piernas cruzadas. Antes de que oscureciera desalojamos la nieve delumbral de la puerta de entrada. Sergio se asombró de mi actividad, alpunto de interrogarme, pero yo le respondí que nunca había visto nieve.«Entra.»—Libsen no tardará en llegar.—Lo sé, dije. Va a abrir violentamente la puerta. Y añadí: ¿Ha cambiado?—¿Ella te espera?Respondí: «Vagamente. En todo caso sabe que debía venir», y sonreí.Sergio se rió. Ella también cruzó las piernas, con esos zapatos de cuerochatos que parecían zapatillas de ballet, pegándose a sus pies, así dejabanver sólo el inicio de los dedos, como había visto también en mi primer

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viaje. Donde se juntaban, los dedos estaban unidos por la sombra de unrelieve minúsculo.—¿No haces fuego?—Vamos a tomar vino caliente. Más tarde encenderemos velas, es unacostumbre danesa. En Aarhus no hay nada que ver y a las cuatro todo esnegro. Cuando Libsen llega antes, recuesta su cabeza y vemos el parquepor el vidrio. Nos quedamos sentados.—La nieve.—La nieve cubre todo. Por el vidrio vemos el parque, que se deformaprogresivamente. Esperamos que oscurezca sin movernos hasta querealmente no podemos ver nada.» Dio dos golpes y vació su pipa.—El barrio es tranquilo, observé.—Estamos en las afueras. Desde las cuatro el barrio es anónimo. Laidea de la oscuridad fue de Libsen. Por eso esperamos. ¿Quieres ver tucuarto?

Nos sentamos frente al vidrio. Sergio era alto y estiró las piernassobre el taburete, y fumó mirando largamente hacia delante. Los coposde nieve seguían cayendo sobre el parque. No habló, y quizá fue mejorporque hablaba mascando su pipa e incrustando violentamente sus ojosen los míos. Minutos después la luz comenzó a deshacerse, entrandopor la ventana y expandiéndose en el salón como una repetición, en laque todo empezó a desintegrarse, sin un solo ruido, sólo de vez en cuandoun copo estrellándose afuera y desprendiéndose del vidrio, cual un sólidoabsurdo. Dio todavía dos golpes con su pipa, la llenó, la encendió otravez sin dejar de mirar la nieve cuando bruscamente un tumulto sacudiólos alrededores pareciendo enloquecer el aire sobre todo en las ramasde los árboles, la luz se agitó imperceptiblemente como resorbiéndose,después todo se hundió definitivamente en una feroz progresión hacia laoscuridad, y en el silencio del vidrio. La visión se me presentó casi degolpe. Estábamos allí, como dos gigantes prestos a hacer el menormovimiento y convertir la penumbra y el tiempo en una presenciaabsurda. Tuve miedo de respirar, y mire a Sergio. Todos los objetos delsalón se adelgazaron paulatinamente en una claridad medio azul, luegopálida. Ella me había escrito verdaderamente que había visto el azul(¿maravilloso?2 ) del alba, cuando se sintió despertada por las aves.«Estábamos nerviosos. Excitada decidí que no podía ser sino el alba, eseen medio donde sólo chillábamos nosotros...» Esperé todavía algún rato.Sergio tampoco estaba ya cerca y tuve que fijar la vista para discernirsus contornos. Cuando miré hacia el parque, sólo los troncos de los árbolesfueron de pronto más oscuros, luego se fundieron en el vidrio. Libsenabrió violentamente la puerta y pronunció mi nombre con un grito,atravesando el parque, de prisa, conmemorando fiestas que no queríamos

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de ningún modo recordar, cuando ella brillaba del resplandor de sus ojosy yo era santo. «Es extraño cómo podemos desaparecer así.» La nievese mira cuando introduzco lo más posible la vista en su fuente, o al nivelde la mirada del hombre. En ambos casos es distinto. Creo que ladiferencia se encuentra en la velocidad, y en los silencios que ella adquiereal caer sobre materias diferentes. En su deposición. La forma que mantienees la forma de su deposición. Miré a Libsen tratando de seguir mirándolasin despegar la vista del borde de una rama para contemplar la caída deun copo. La nieve no era blanca. Haciendo retroceder un copo cualquierahasta de donde él procedía, hasta su fuente, desde donde parecía caer,la cantidad innumerable de nieve suspendiéndose en el aire estaba prestaa desplomarse, desembarazándose al mismo tiempo de una comoenvoltura lechosa por todas partes, casi blanca. Y mis ojos, inundadospor el resplandor, no podían deshacerse de él, a pesar del descenso. Deotro lado no era un silencio, como me habían dicho. La rama no se movía,esperando que todo eso pasara, y vi que si el silencio era en efecto así, loera porque yo esperaba que la caída se produjera con ruido. Todo existíaentonces por la posibilidad de su contrario. Un copo cayó, y esperé todavíaun rato. Empezamos a caminar.—Diríase que todo ha pasado, dije. Me reí. «Por ejemplo el frío. Tuve unvahído al llegar. Me siento bien así, me siento bien. Veo que todo esinmenso, incomprensible, y en un segundo sé todo. Creo que comprendía Sergio cuando me dijo que la nieve cubría todo. Lo que es inmenso,creo, es que me hago una pregunta: ‘¿Hace frío?’. Pero ya no veo a nadie.Los otros, c’est fini. ¿Sabes? ¿Lo que significaría morir de frío, por ejemplo?Morir de algo que no puedes tocar. En casa nos abrigábamos los pies conuna franela y un imperdible, en invierno. ¡Qué era el invierno, en suma,una franela abrigándonos los pies! Y hasta lo identificábamos con un nom-bre. ‘Es el invierno’, decíamos. Qué estupidez. No teníamos ningún temor,ningún asombro, todo marchaba sobre ruedas. Hubiera podido inclusorozarte en casa de Joan, sin darme cuenta. Ahora amo el frío. No puedotocarlo, no sé qué es. Pero ya tengo la posibilidad de preguntarme, porúltimo, si hace frío. No me interesan las respuestas ¿verdad?, pero esonunca lo supe.»

Libsen no decía palabra, tal vez yo hablaba demasiado pensando enlos inviernos estrafalarios de mi ciudad. Estaba al fin y al cabo en otra.Libsen llevó durante todo el invierno una casaca de cuero usada, queella dejaba tirada en un rincón del bar de Joan, cuando la representaciónde los poemas de Cátulo3 llegaba a su fin. No hacía frío, pero el agasajose hundió tranquilamente en la neblina. Yo estaba vivo en medio de esemurmullo, bello y dormido, como un páramo. Ella tardó en regresar,ritmando su nuca y sus manos, que era lo único que yo podía mirar sin

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que ella lo sintiera. Libsen cruzó las piernas, enrollando una en lapantorrilla y en el tobillo de la otra. Un arabesco de lana se pulió en surodilla, redondeando también su muslo, que se veló en mis ojos como uncuerpo de vértigo, abierto hasta el abismo. Olor a óleo y a musgo, y a unacabellera que se movió como el pulso del bien (Era lo contrarío. Pero nosreímos mucho entonando a gritos los poemas de Cátulo, Joan detuvo enseco la risa de Libsen diciéndome que esoera una risa nórdica. Nos quedamostodos en silencio mas ella se rió de nuevo con su voz y me miró callándose,pero yo fumé y me reí con Joan. Vi a Libsen regresar, abrir la puerta,vacilando, y detenerse un instante en el umbral, cual si me buscara. Losotros no teníamos sino la noción de la fiesta y de la danza —del cuerpo—como un riesgo necesario pero inofensivo de la moral. De todos modosDios salvaría al que se mantenía puro. Joan volteó la cara hacia la puertae hizo una seña pero fue inmediatamente absorbida por el baile. Libsenavanzó deslizándose por el bar bajo la penumbra del corredor, hasta elestudio. Dejé a Joan e hice un movimiento. La luz de la calle, a través dela neblina, amortiguó bruscamente la del corredor cuando Libsen sedetuvo en el umbral antes de cruzar y la puerta se abrió, ciñéndome unasilueta blanca. Los ojos de Libsen me miraban. Y el resto quedó purificadopara siempre estúpidamente en mi terno nuevo como si el agua hubiesearado por gusto en el desierto.

Ignoro por qué no identifiqué a amor, ese ronroneo insondable. Ignoropor qué necesidad regresando en la madrugada por la neblina no sentíanada, me sentía bien, luego todo se oscureció hasta el día siguiente. Unramo de magnolias decoró la cornisa del patio de mi casa. Me arregléotra vez los cabellos pero la realidad se hinchó de virtud sin cambiar derumbo. La magnolia era un símbolo. Cuando me detengo a mirarla detrásde la reja pienso que es discordante como los inviernos estrafalarios demi ciudad. Intocable y rígida como un cáliz. Su forma es perfecta, comomi verticalidad. Lo extraño de todo eso es que fue mi propia verticalidadsentada lo que me estremece en el salón. Intuía que las hojas de losárboles temblaban cuando empezaban a nacer y que tiemblan aún máscuando alguien las roza con los dedos. Se pegan a ellos de puro amor. Tiempodespués vi aquel pecho. Fue en una iglesia. Parado frente al umbralreluciente de Libsen, esperando el milagro prometido en los libros, habíabastado el instante de algunos segundos después de mi gesto para quesupiera que algo se iba con él y que tenía que ver con ella, o con miestatura. No tanto ella, ni yo, sino mi vientre allí en ese templo, después,delante de una joven apretado contra una indecisión antigua que se cagabade risa. Dios inhóspito. Una estatua de piedra respirando en medio deuna muchedumbre devota tomó de pronto cuerpo en dos pechos de carnedelante de mí sin más, mostrando la palpitación sin ningún milagro. Antes

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ninguna reflexión sobre mi presencia en la tierra me había parecidoproceder directamente de mí, quiero decir que nunca una reflexión mehizo tomar conciencia de mi existencia. Allí era lo mismo. Solo delantede dos tetas fijaba atónito la forma movediza y tangible de esos pechosnuevos, inalcanzables, toda esa palpitación de sal: la conciencia súbitade que estaba parado para siempre delante de ellos sin poderme remediar,todo, detrás del cuerpo. Me pasé los dedos por la frente y me miré en esainfancia colectiva, estúpida y anónima de la nochebuena, descolgándosecomo una tormenta, la primera del año. El ramo de aquel patio no habíaentonces nacido esa misma noche como dijeron caminantes —sino allíahora cuando verdaderamente los copos y el aire se me hacían visibles.Cual algo dentro de mí como si lo descolgara del aire, empinándome, orespondiendo a una especie de inmolación, las tetas de la joven seirguieron igual que un abismo sin cláusula, hubo una gran luz luego ungran ruido, y una inmensa caída de agua.

Dejé mis huellas en la nieve.

Hubo una respuesta a mi escándalo: allí se sentía el aire de un sueñopasado; era allí sin embargo. Pero había otra pregunta: no sientes eldeseo de realizar lo que el aire, o el olor, te dicen que hagas. Parece quesí: se abría entonces las ventanas, se salía a pasear, el aire era ése, seiba a recoger yemas de algo. Deseaba lo mismo. No sabía exactamente.Quizá deseaba que el frío o un golpe de viento en enero me obligaran abuscar a alguien que ya no me necesitaba, salir de casa y partir, que elaire de un viento pasado me decidiera a emprender un viaje que ya hice.Que un olor de cebada o de país en agosto me impulsaran a una santidado a un mal antiguos; y que ella o él fueran los de otro. La nieve, cayendo,silenciaba todas las formas recogiéndolas en una en la que el parqueentero se perdía en sí mismo (podía recrear mis ojos móviles en lacontemplación, atravesar la espesura del frío por ejemplo, como unestallido de trompeta) la rapidez con la que caminábamos también erailusoria porque nada se movía. Los árboles estaban repletos y cuandodetrás de nosotros, de improviso, se producía un ruidito, yo tenía tiempode voltear y ver arriba la rama de un pino balanceándose. Un puñado denieve se dividió en dos y se desprendió despacio inmovilizándose en elsuelo con un estruendo espantoso, que me sobrecogió. Volteé. Alcancé aLibsen pero la vi observándome como sorprendida. Su caída fue tan lentaque hubiera podido depender de mí.—¿Por qué ahora», la escuché decir, «donde todo se entibia y toma formade nuevo?» No habría pasado nada si al momento de abrirse la ventana

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como si ella me descubriera la muerte, yo hubiese muerto, con esebienestar frenético e indefinido hasta la pérdida de la razón.—No me asusta, respondí, pienso poco en los muertos, en realidad nopienso en ellos. Pienso en los vivos. En el error. Es grave.—Nada es grave. Pero qué estás diciendo.—Si no fuera grave no estaría aquí, dije rápido.—¿Aquí?—En tu casa. ¿Es la iglesia de Sergio allá?—Sí. Es el nuevo órgano de la — Eres el mismo...

Yo me reí. Comencé a reírme. Libsen me miró. Me di cuenta de quemi risa había sido, cosa extraña, casi grosera. La reprimí, pero la reconocíen las profundidades del parque.—No, no. Sólo que la nieve juega ahora con mi placer. ¡Que el frío caigasobre mis sienes, y que yo vea...! La espero pacientemente ahora quesólo la deseo, el poeta decía eso en boca de una diosa. Es muy curioso,porque él dijo lo mismo.» Hice una pausa muy larga y después: «Lanieve modifica todo el paisaje, ¿verdad?»—Es porque no hay viento, respondió Libsen, pero cuando los coposestán más alto son un remolino por todas partes. Katrine se diviertesiguiendo a un copo desde que lo divisa hasta que se aplasta en el suelo.Si quieres podemos ir todos a la colina.—¿Quién es Katrine?—Mi hija.—Sergio no me dijo nada. ¿Tiene cinco años?—Seis.

Katrine me condujo al café, o yo la llevé a ella, el matiz no esseguramente capital. Los dos hacíamos una pareja curiosa. No estabaprohibido llevar niños al café, menos niñas, el caso era que la gente nosmiraba, sin duda hacíamos algo más que una pareja, no recuerdo bien. Lanieve era tan blanca (caía en tal cantidad que el café hasta el sótanodonde estábamos se estremecía, lo que mortificaba un tanto a Katrine,debido a mi impaciencia) que lloré. Qué decirle a una niña que mira sinchistar a in hombre que se estremece sobre todo si ella no le saca losojos de encima lúcida, clásica como una mujer esperando cualquier cosa.No hablábamos la misma lengua. Katrine miró dos veces al vecino, unmuchachón que nos observaba sin mayor interés pero que la atrajo no sépor qué. Libsen me lo explicó después en la colina. Katrine me miróvarias veces a todo lo ancho. Fue peor así, yo hubiera deseado que lohiciera profundamente y asir de ese modo su mirada, fina como varillas,insignificante como los inviernos asquerosos de mi ciudad pero ella me

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miraba de otro modo. Creí que a todo lo ancho mi presencia tropezabacon algo duro, arrugado además que mi dos brazos estirados eran incapacesde medir, pero si se hubiese tratado sólo de medir, por suerte había lanieve y dos o tres explicaciones que le hice en pleno barullo en ese caférepugnante. Quiero decir que allí hablé, entre otras cosas, explicarleque las estaciones no existían, que el ciclo famoso no existía, que laprimavera en los países nórdicos podía sentirse en febrero si uno podíay que el otoño se presentaba a veces en plena primavera por la mismarazón, que eso lo sabía yo mejor que ella viniendo como venía de laserenidad y de la maestría lujuriosas de mi ciudad. Katrine no me quitabalos ojos, es más, en varias oportunidades observé que me miraba sinmoverse, con una ternura indecible. Tenía sus manos abajo en el regazoy se mantenía derecha, como si no hubiera tenido cuerpo y como si nohubiera habido nadie en el café. Yo estaba triste. Katrine pidió dos veceslo mismo, yo también, y no era solamente una imitación. Me hicepreguntas sin número, en una de las cuales me vi penetrando furiosamenteen esa mirada impenetrable de Katrine que traté de acorralar. Acorralaru otra cosa, no sé por qué el nivel de nuestras cabezas era el mismo, enel café había la misma gente, el muchachón, el conocimiento que yo teníade que la nieve afuera era inminente (en la pregunta entré también enlos ojos azules de Katrine que me sonrió de repente y me paró. No mesentía un inútil, pero el sollozo precedente no había sido tampoco cualquiercosa (quise irme y me arrepentí, yo hablaba desde hacía una hora dándomecuenta de todo, yo no tenía tiempo de darme el lujo de pensar en él.Cuando pienso en ello me parece que si daba un paso más hubieracelebrado el advenimiento de dos seres asquerosos en un café, pero eramás que eso. La mirada superficial de Katrine me rayó, ella no lo supo,no hablábamos igual. El café era bellísimo. La madera olía a la idea quehasta entonces yo no tenía de un bosque de pinos, la cosa olía a ropanueva, a ropa interior, a lavandería llevada por negras, a arrecife allímismo, a relación. Katrine era una niña. Yo me tenía bien (si ella sehubiese puesto a correr, su cuerpo hubiera sido simplemente como elcuerpo lenifiante4 de una negra) y a pesar de que en el café el alborotono nos hacía mella, mi reacción fue delgadísima —yo la creí robusta,como creí que hice bien cuando pedí lo mismo que ella pero todo aquelloera insano, me equivoqué de principio a fin, Katrine no se movía, fue allíque lloré. La noche transcurrió como los relámpagos diversos en verano.Vinos menguados, serenidad intempestiva en el único dominio que dé alfuturo la posibilidad de cagar sin pensar, de viajar o mirar sin hacersepreguntas. El cuerpo de Katrine, pelado, consternante, me escrutó desdeuna entidad inquietante. La nieve estaba a mis espaldas, delante habíael rostro conocido de una niña en mi poder puesto que estábamos juntosy porque bebíamos lo mismo con una complicidad sin contrición. Detrás

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de Katrine, el café en su mayor parte, salvo el muchachón y una decenade clientes rojizos, granulentos, hasta que me pregunté tontamente si lanieve continuaría cayendo. Todo eso era exaltante, casi exactamenteigual al amor tenebroso que mi madre me consagraba entre dos paredes,o como si hubiese visto a una niña hermosa por primera vez —o a unamujer, era casi, lo mismo (No lo era. En el café todo era blanco. Todo erablanco. Y la madera que me ahogaba me metió para siempre en la cabezaque Aarhus olía a bar, que los países olían, y que yo tenía en mi activo unsentido ignorado (dos o tres veces me levanté y fui hasta el fondoúnicamente para ver a Katrine de espaldas esperándome. A la terceraella no tenía nada de su madre. Hubiera podido dejar la mesa con másfrecuencia, para verme llegar hasta Katrine de todas maneras y concluirque estaba verdaderamente con una niña en un café, verla a distanciasin ser necesariamente observado por la gente pero ésta observaba,cambié de idea, la idea me hizo reír como un desaforado. Katrine sepuso a reír conmigo y todo el café tuvo que soportar, entre la complacenciay el malestar de unos y otros una risa absoluta y otra como erizada deuna pareja riendo a carcajadas mirándose fijamente en un café. Me sacudí,me limpié, Katrine me dio un beso, pagué, hice todo lo necesario, lanieve caía a borbotones en la calle, a toneladas, con una limpieza, unsilencio y una inmovilidad tan manifiestas que vi veloz, nocturna, vacilantey sin nada donde apoyarme la mortalidad erguirse sobre la muerte. Lamuerte. La nieve. Libsen me lo había dicho. Yo, creí, pero lo habíaregistrado aun antes de haber descubierto que cualquier olor errando enel aire encima de nuestras cabezas podía estar allí sólo para que unofuera — no dije nada de todo eso ni a Katrine ni a Libsen, Sergio noestaba, no quise hablarles de la nieve. Lo cierto es que pasó delante demí cuando me abrigaba el cuello y miraba hacia arriba, fue como si yomismo pasara delante de mí. Cuando Libsen abrió la puerta de la tiendadonde se vendía pianos, los pianos, los clavecines, las piernas negras deLibsen, la pipa de Sergio, las trenzas de Katrine, los pianos y las paredesarregladas con estuco se colocaron adentro. Libsen cantó. Sergio chapaleóun órgano minúsculo del siglo quince, Libsen me cantó tres o cuatrolieder de Wolf. Eso me intranquilizó porque no entendía nada y porqueKatrine me apretaba la mano. Yo quería hablar. Me dije que si Katrineme había escuchado perorar en el café fue que yo hablaba, y que si Libsencantaba al lado de Sergio era que yo estaba parado con Katrine en unrincón. La cosa era justa. Katrine me dijo varias cosas en el café,arreglando como si nada su plato con dos manos de fieltro. La realidadque me ofreció allí se rarificó, yo no hice nada, tal vez yo hablé y Katrineno hizo nada (cuando salimos del café hacía frío, y debí sin duda algunasoltar alguna risa muy fuerte porque Katrine me tocó y me tiró del brazovarias veces. De nuevo qué decirle a una niña. Hacía frío, lo que era

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maldito. Tuve la maldición desamparante de saber que delante de mípasaba una cosa sin nada, sin terreno y que yo lo sentí después adentrosin asegurarme. Sentía frío, y yo no podía saber. En mi confusión miréhacia todos lados y cuando me di abruptamente con la presencia intrigadade Katrine que me tiraba por la manga la calmé diciéndole que no eranada, que yo creía que ella se había escondido para jugar) cayendo en lacuenta para siempre, contra las opiniones oficiales, que de sólo abrigarmeel cuello y levantar la cabeza para ver de dónde venía el frío yo podíainterpelar a cualquiera en las calles y ponerme a interrogar como unpordiosero, a inquirir, a asegurar —a desafiar, que el frío era invisible.Libsen no cesaba de cantar, mi propósito no había sido aquél, yo estabaparado sin remedio en una tienda que vendía pianos escuchando variascosas: había una niña increíble en mi mano con los pies juntos mirando asu madre. Libsen cantando con la boca abierta, hospitalaria con una manoencima del piano de Sergio que hacía todo, creí, por no estar allí. Un olora barniz. Una impresión de algo cotidiano que yo hubiera podidodesentrañar si no hubiese sido por el estuco que había allí y porque estabaempapado de sudor cuando Libsen dio un grito. Katrine no se movió, lapipa de Sergio todavía estaba allí, yo tampoco respiré, ignoro por quérazón la boca abierta de Libsen se colocó en medio y arriba de sus piernaslarguísimas de lana negra hasta la mitad de sus muslos. Eso era una voznórdica, sí señor, sí señor, y comencé a irritarme en el momento en queKatrine retiró su mano de la mía, Libsen hizo una pausa y continuó sinparar. Yo estaba inerte. Lo que me mantenía de pie era la boca queescudriñaba delante de mí en un local que no existía parado pues estabaallí de pie escuchando a Libsen terminar de probar el piano de Sergio quede repente quería irse, no sé, creo que hasta los lieder del Wolf eran malazosy yo rebuzné en silencio cagándome de la risa porque qué mierda, si olíaa todo en una tienda de pianos viejos con dos mujeres diferentes en elmismo sitio y dos hombres distintos en un local anticuado o dos mujeresiguales en el mismo lugar y dos hombres extraños en un local para qué,si para colmo sudaba como un enfermo en un frío echado. Si sólo mehubiese dado cuenta. Me dije que si el Wolf sabía a verbena, a jauría deratas o a algún relicario era que Libsen y yo, Libsen únicamente repetíafrases interminables (yo sudé como un tarado, quise irme cuando me vi—estúpido, infeliz, hartándome súbitamente de verme parado en un local,de verme retirada la mano de Katrine, de verme mirar el huecohospitalario de una boca, abierta, el humo infecto de una pipa muda yviendo sobre todo las trenzas de Katrine dejar dos cosas de oro en supecho y no comprender— ser testigo de repetir sin hartarme todos losgestos cotidianos)

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Katrine no entendía. Es más, mis labios se partían y éramos los únicosen utilizar en la tarde una zona poco frecuentada. Cuando Katrine arreglómejor el sendero que nos servía de tobogán y que descendía hasta elabrevadero, y me dio la mano gritándome Zurück!5 para rehacer la carreraen subida, incluso nuestros abrigos de piel, su bonete rojo y nuestrosguantes, hasta nuestros resoplidos todo lo que nos ahogaba repercutíasin sonar, en un silencio inaudito. Katrine era bellísima. Yo me paraba devez en cuando mirándola y miraba alrededor, Katrine me decía Komm!6

dándome un tirón. Su espalda se cubría con dos trenzas rubias inverosímiles,Sergio y Libsen se quedaban atrás. Arriba nos quedamos los dos sentadosdominando todo el valle, que se cubrió de bruma y Katrine hablódescansando su brazo derecho en mi rodilla. De la punta de sus botas sedesprendieron algunos pedazos de hielo y yo me reí, mirando sus mejillasy sus labios. «Es porque no hay viento», pensé en decirle, pero Katrineno hablaba como yo, y mezclaba el danés y el alemán, hasta que la nieveamenguó donde esperábamos que los otros llegaran, transformándoseen multitud de escarchas minúsculas. Poco después se convirtieron engranizo pero sólo un minuto: la cosa recrudeció violentamente y al fondodel valle la bruma confundió la nieve con los últimos pinos visibles, quepersistieron todavía un rato como las manchas que yo hacía una y otravez en los manteles de la casa, después todo se envolvió en una blancuraimpresionante. Un paisaje banal se embellecía, o era bellísimo porquebanal, y no pude comprender, o quizá comprendí demasiado. Sentí depronto la angustia del paisaje, en el que nada, salvo la nieve, sucedió, enuna revelación fugaz, pero espantosa, cual una nostalgia de ella misma,y en la que el hombre sobró.

Como si hubiese recogido todos mis aprendizajes me vi ocupandouna realidad en la que yo no cabía y que me aspiró del suelo. Creí quetuve un éxtasis, estado del alma caracterizado interiormente por ciertaunión mística con Dios y exteriormente por una inmovilidad casi completa.Tuve una risita histérica pero no fue nada. Katrine se estaba levantandoy miró la bruma aplaudiendo, o calentándose las manos, estábamostotalmente cubiertos de nieve. «No hay nada», le dije. Ella se rió, y empezóa saltar, gritándole a su madre, Katrine estaba admirando estúpidamenteun paisaje bellísimo que yo reflexionaba con todo el peso de mi conciencia,que encontraba en ella la única garantía válida de su existencia, más alláde la mirada y de la profundidad, que me parecieron sin ningún interésal lado de su propia cercanía, cual una presencia de muerte. (Sergiosoltó una carcajada horrible diciéndome que eso no le preocupaba. «Elarte, la religión y la muerte, ésas son jugarretas de Dios, más importanteque la muerte es para mí desvestir a una mujer.» Libsen me miró.Escondiéndome en las palabras dije casi con violencia que su respuesta

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no me sorprendía, pero ignoro por qué, añadí: «Es fácil, si tienes esemuslo al alcance de la mano.» «No creo», dijo él con su pipa. Yo quisesaber si él hubiera persistido en su idea si el muslo de Libsen se hubieseopuesto. Sergio me miró un momento, pero me aseguro que sí.) Lainconciencia de Katrine delante de la bruma me pareció horrorosa. Undespilfarro. Y tanto más escandalosa cuanto que ella era expuesta sindefensa a un simple paisaje como yo a su mano, como una plegaria a lailusión. Recibí de golpe la antigua nostalgia de la niñez cual esa cagadadivina en la cara y empecé a reírme, aplaudiendo. «¡Ven, le grité, Zurück!»Pensé que me dejaría fatalmente hacer cuando las cornejas que había vistoarriba despejaran el cielo y vinieran a picotearme los labios —la brumaera espesa— y también que la pérdida de Katrine no me causaríamayormente ningún escrúpulo desde que, a pesar mío y sabiendo pensaren todo, sólo constataba un hecho, como cuando constaté, la cabeza repletade todo y de nada, que cuando mi hermano mayor murió inopinadamentenadie me molestaría ya en las noches comiéndose las uñas. Yo erademasiado sincero para todo eso. Y la gente no diría al fin y al cabo sino«qué tragedia» no más de tres o cuatro días con esa ternura indecible, latierra continuaría su danza indemne alrededor del sol.

Lovaina, invierno 1973primavera 1976

1 ‘la’.2 ‘¿maravillo?’3 ‘Cátulo’ —por Catulo— se repite. Por tanto, prefiero dejarlo así.4 ¿Debería corregir: ‘lenitivo’, ‘lenificante’?5 ‘¡Regresa!’6 ‘¡Ven!’

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relatoaparente (ix)

una risa múltiple me llegó desde la derecha, envuelta sensiblementecon algo más. El paisaje, por así decir, que tuve frente a mí, estabacompuesto esencialmente de tres elementos: el gran rectángulo delarzobispado al fondo, adelante un vasto jardín que era casi un bosque deacacias, y un grupo de tres o cuatro niñas jugando, a la derecha, vestidasde largo. Yo estaba detenido a varios metros de la entrada de ese dominiodel cual veía especialmente el pórtico: una entrada en arco de piedracoronada por una fecha, pero que permitía ver perfectamente todo eltronco de una acacia admirable: cinco o diez pasos más adelante, cruzandoapenas el pórtico, el árbol se elevaba con una rapidez inaudita. Minutosdespués yo había regresado una veintena de metros para rehacer elcamino, antes de acercarme al arco y mirarlo: la fecha era vieja. Antesde llegar al pórtico, el tronco del árbol llenaba una quinta parte de suespacio dándole una calidad que, evidentemente, no poseía solo.Respingué al percatarme de esa dualidad, que me era curiosa inclusoluego de un análisis. Poco antes, sólo mi imaginación había establecidouna relación entre la hilera de castaños que bordeaba el río vecino, y elaire. La relación había sido completamente arbitraria y aun así ella nodependía sino de una sensación física, o del cuerpo: las yemas del castañopertenecían al único árbol que erigía imágenes en sueños más o menosreales. Rehaciendo el camino, el pórtico, decorado con anillos barrocos,se alargaba hacia los lados por la aparición súbita del tronco de una acaciapara desaparecer una vez que, cruzándolo, ella optaba violentamentehacia arriba. El proceso que yo rehacía con un placer sin equívocos, como

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una huella, me parecía no obstante natural, pero la altura del pórtico eradiferente, y el grosor del tronco cobraba para mis ojos la alucinación deuna novedad. Miré de nuevo hacia atrás, pero sólo para escuchar la risaestridente de un grupo de niñas y recuperar mi posición. En fila india,las tres o cuatro que seguían a la primera trataban de mantenerse enequilibrio sobre un muro bajo y ahora contorneaban la acacia, perdiéndosemás adelante, una después de la otra. Sonreí otra vez. Nunca como enese momento la aparición de un grupo de niñas, aun débil, me habíaparecido reflejar tan fielmente una humareda. En la segunda vuelta elgrupo pasó estirando los brazos hacia los lados tratando de no caer perola tercera niña pegó un grito. Todas estallaron en una carcajada. El grupose mantuvo de pie sin embargo, con la risa que se apaciguó entre losárboles. Creí que dos de ellas, con una velocidad exacta, habían miradohacia el pórtico en plena risa. No podía ser yo, pensé, porque mi presenciaentre el pórtico y la acacia, al paso del grupo, era casual; y dos de ellaseran rubias, como Ingeborg… En una ligera depresión, a la izquierda,una joven pasó corriendo detrás de dos niños de azul, deslizándose entrevarios árboles. Los niños gritaban contentos. Vi el pantalón rojo de lajoven apretarse entre dos acacias. Las niñas se acercaban de nuevocuando decidí irme, aunque pensaba que en los grupos siempre había unoo dos diferentes. Además quería saber cómo era la belleza de cualquiera deellas, las que me habían mirado, por ejemplo. Decidí esperar un poco. Labelleza no existía por ella misma pero nada sabía yo de lo que pensaríade la risa de las niñas, y tampoco había dicho palabra. Me esforcé ensaludarlas cuando pasaron. El grupo se detuvo y descendió del muro de unsalto. Una de ellas dio otro hacia mí y se me plantó adelante con unentusiasmo manifiesto.—¿Porqué está allí parado?, preguntó. Las otras rieron. La mayor parecíaexhibir sin ganas una figura extraña.—Por el árbol.—¿El árbol?» La niña, la menor, miró de un lado a otro. «Hay miles aquí»,dijo.—Miraba la acacia allí, dije enseñándosela. Las niñas estaban vestidasde azul. «¿Viven todas aquí?»—No, estamos en una boda.» Miré a la más alta, con los cabellos rubios.Las niñas se rieron en voz baja. En seguida miré la acacia y pensé enexplicar. Pero ¿qué explicar de un árbol, me dije, y de un pórtico que loencuadra? La más alta, la que había respondido, y que parecía teneronce o doce años, se trajinó el centro del pecho con alguna incomodidad.Yo la miré, ella bajó inmediatamente la mano y me miró a su vez,impasible. La mano se balanceó dudando, buscando un sitio, luego seestrelló contra el hombro de su amiga.—Y es por eso que están todas de largo, y de azul…

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—Somos las damas de la boda.—No me extraña que estén contentas.—Bah, no tanto.» Las niñas volvieron a reír.—(…)—Nuestros pajes son unos sonsos. Mírelos allá, a esos dos. Apenas laboda se terminó ya estaban afuera con los otros. Dicen que no soportanlos besuqueos de los grandes.—(…)—¡Oh! Se rió y lanzó una mirada a las otras, soltando una risa. «A nosotrasnos es igual. No, no nos es igual, pero no es lo mismo.» Hablaba la menor.Yo la escruté. También era rubia y aparentaba diez años. La mayor soltóotra risa, que yo reconocí en parte, descubriendo una calidez inesperada,creí identificarla con lo que había escuchado al pasar delante del pórtico.«No comprendo», dije.—Son muy chicos también. Son más chicos que nosotras. Nosotras nisiquiera los hemos escogido. Pero en el baile vamos a cambiar, ¿verdad,di?» La pregunta se dirigió a una de ellas, pero no hubo respuesta. Unade las niñas partió, alejándose hacia el grupo de pajes. La joven de rojoregresaba también hacia ellos.—¿Tú tienes nombre?, preguntó la mayor. Yo me moví.—Dos. Varios si quieres…» Quise volver a la explicación del pórtico.(—¿Tú no sabes cómo se llama, ninguna de ustedes sabe cómo se llama?—No me interesa... —A mí tampoco. —¿Un pino? —Es un árbol, ¿no?)Quería convencerme de que no era solamente un árbol, o una acacia.Reconocerla, ir incluso más allá y darle su nombre me había sido no unanecesidad sino un placer. Pero faltaba algo, o algo sobraba que no eranecesario. La tarde era, de otro lado, calurosa. Yo estaba seguro de queera justo esa hora donde la luz se estira en un gesto sublime y grotescoantes de declinar: la brusca salud de un moribundo como la últimadescarga de un lapicero fuente, el verano era magnífico porque el verdede la acacia se pegaba con violencia en el cielo, contra un azul inmóvil.Miré el paisaje con mayor atención y traté de repetir mis movimientosdesde la llegada al pórtico. Cómo era posible que en aquel instante sellevara a cabo una boda y que ella acabara de terminar dando lugar a la rondade esas niñas. Eso podía pasar por fantástico mas era extraordinario queal dejar el borde del río yo haya visto erigirse un pórtico impresionante,en cuyo centro palpitaba —casi— una acacia; y que diez pasos másadelante, cruzándolo apenas, el árbol haya optado hacia arriba abriéndosecon una tranquilidad sorprendente. La niña más alta volvió a dejar caersu mano desde el pecho y una de ellas la miró. ¿Un signo? Mi ojo fue deuna niña a otra y se detuvo en la mayor, inquieto. La mano de la niñaterminó desapareciendo suavemente en un bolsillo. Temblé otra vez.Las niñas formaban delante de mí casi un semicírculo azul totalmente

— relato aparente (ix) —

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homogéneo, y visible, en el cual las estaturas diferentes no se producíanya sino como accidente. La mayor me miraba con atención algo burlona,pero yo descubría uno o dos repliegues en su cara, capaces de convertirla burla en interés, y hasta en deseo, de algo. Incluso sentí que ella losabía, todas en verdad. La joven de rojo cruzó mi campo de visióncaminando descalza a algunos metros detrás del grupo, su pantalónajustándose sin ninguna pretensión a una forma preconcebida, como sisu trasero hubiese sido necesariamente preliminar. La niña más alta,que ahora miré de más cerca, hizo un movimiento y todo su cuerpo semovió con ella, removiendo la parte baja de su vestido de un lado a otro.La podía ver entera, y vi que comprendía mejor que si hubiese visto losmismos miembros de su cuerpo por partes. Detrás de ella, las acacias serepartían en el aire, pero ¿era realmente que ellas sólo formaban partedel paisaje? Los pies de las niñas, debajo de sus vestidos, me parecieronmenos desagradables que si los hubiese visto aislados, por ejemplo, comocuando los estantes de una biblioteca más o menos colmada de libros mepermitían ver, por trozos, a los que pasaban detrás. Un vientre hinchadoentre dos volúmenes de cuadernos de Galileo, una mano velludarascándose el ojo o cuatro dedos pintados de un pie agitándose en unzapato. El espacio que ellos llenaban no era para mí sólo su conciencia,sino algo de lo cual yo no era posesor. La segunda niña se fue, dandosaltos.—¡Yo tengo el mío!, lanzó bruscamente la menor.—¿Qué?—Mi paje es el que está allí, ¿quiere que lo llame?» Pero en seguida seafligió: «es mi hermano… Yo hubiera preferido que sea usted.» Yo mereí. «Ella es mi hermana, además», dijo señalándome a la joven, «¿quiereque la llame? ¡Sí, sí, Ana!» Saqué un papel, sin prever realmente unareflexión y empecé a anotar. «¡Ana...!»—¡Usted dibuja! ¡Usted dibuja!, gritaron las niñas. La joven de rojo y losniños voltearon.—Es bella, ¿no es cierto?, dijo una.—No sé… Sí… Yo no dibujo.—¿Entonces, para qué escribe?—No es nada, no es nada, dije rápidamente. No sé dibujar.—Qué tonto es, me lanzó la menor. «Allí viene. Yo dibujo cualquier cosa.Cuéntenos dónde vive.»—¿Está casado?, preguntó la otra.—Dos veces.—¿Vive con las dos?—¿Por qué se ha abrochado el impermeable? Déjeme ver… Usted esjoven.—¿Vive con las dos?, insistió la mayor.

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—¿Por qué se mueve? No nos ha dicho dónde vive.» La menor habíadado un paso hacia mí y desabrochó diestramente un botón tras otro delimpermeable, con una lentitud aplicada. Olí todo su pelo pero me dejéhacer. La joven de rojo estaba a un metro mirándome.—Ninguna de las dos hubiera querido, respondí. Ella me espera.—¿Por qué? ¿Acaso ellas no lo quieren?—Sí… Ustedes se molestarían si las quisiera a todas.—¡Qué cojudez!, soltó la menor,1 pero un grito de la mayor la hizo enrojecer.«¡Estás loca!»—¿Dónde ha aprendido eso?, pregunté.—No sé… Los niños dicen eso a cada rato cuando se molestan. Pero quéimporta, si ellos pueden decirlo,2 yo también. Yo que ellas lo hubiesequerido igual, además.—¡No sabes nada, cállate!, gritó la mayor.—Sí, yo sé, tú no sabes nada. Se besan y todo eso, además tú lo hacescon mis hermanos y no pasa nada, al contrario.» La niña me miró peroalzó los hombros. «Yo podría besarlo a usted si quisiera, y no importa sino nos ha dicho su nombre. ¡Ana!»—No les haga caso, me dijo Ana, sonriéndome. Ella se mezcló un segundoal grupo y se detuvo. Las niñas se quedaron en silencio. Ana pareciódudar, y volteó hacia los pajes, luego partió lentamente. Me sentí desúbito como vació y miré a las niñas. Ana ya no estaba. La menor retirósu cuerpo del impermeable y dio un paso atrás. «Además ya es tarde»,dije.—Así está mejor. Parece desarreglado, pero tiene aire de joven importante.No se lo abroche, ¿prometido? Yo sé bailar. En el baile voy a bailar comouna loca. Usted no sabe bailar.—No…—¿Ve? Usted es un tonto.—¿Y por qué tiene que irse?, preguntó la mayor, y añadió: ¿De verdadno sabe bailar?—De todos modos yo no soy de aquí. Hace mucho calor.—En el salón no.—¡Oh, váyase si quiere!, gritó la menor. Yo enrojecí. «No le haga caso»,atajó la más alta, «ella tampoco sabe. Pero Ana vendrá.» El sol parecióestacionarse sobre el jardín. Temblé ante la idea de ver a las niñas crecerdelante de mí como una planta. Las dos, vestidas igualmente de azul,eran diferentes, y yo había visto, en un instante y con una intensidadinexplicable, los cabellos de la menor pegados a mi nariz crecer. La másalta había quizá movido la mano sin querer pero yo había comprendidofinalmente que ella se acomodaba dos veces su primer sostén, y la menorse había molestado, como hacía tiempo un niño se enfadaba conmigoporque no supe hacerle un avión de papel y otra vez un sacerdote en una

— relato aparente (ix) —

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iglesia porque me decía «¡Cante, cante!» y yo no sabía; e Ingeborg, aquien acababa de conocer, porque no supe hacerle el amor. Las niñas meaterraron de pronto por lo que tenían de posibilidad y sin embargo en unmomento yo había pensado que ellas no tenían razón de estar allí sinopor mí. Los anillos barrocos del pórtico no eran, al fin y al cabo, ni siquieraun estilo, sino la locura de un decorador que tal vez murió antes deverlos y sin tener conciencia de lo que dibujaba. 1658, decía arriba. Latarde comenzó a caer, oscureciendo ligeramente los vestidos de las niñasy desarreglando sus cabellos pero, más lejos, la tierra sería simultáneaa otros vestidos largos, y a los mismos traseros. Sentí dolor en mi cuerpo,del esfuerzo. Debajo de las telas, y alrededor del mínimo signo de lamano de la más alta flotaba todo un cuerpo tembloteando en el aire. Porqué. ¿Y qué mecanismo se ponía en movimiento que me obligaba apresentir que alargando mi mano yo tocaría algo? El sol no era ahorasolamente ese fenómeno. Más simple que ello, era el calor cayendo sobremí en forma de luz, pero me parecía exactamente lo mismo consideraresa descomposición mental que sentir en mi cuerpo el roce tibio, y ajeno,de un tacto. Mi impermeable se había liberado al abrirse. Ana se recortóentre las acacias, a una veintena de metros. Faltaba un niño, y vi supantalón rojo ajustarse a su trasero, como una visión de roca; macizo, yal mismo tiempo suelto, el trasero de Ana no sobrepasaba sus propioslímites, perfecto como una bola. Con una rapidez que me extrañó, meenfrenté con una forma casi real, como una escultura, que el trasero deAna convirtió en una caída virtual, en una vertical de plomo. La menorabrió la boca.—Qué culo, ¿verdad?—¡Lydia! ¡Mierda, cállate por Dios!—¡Oh cállate tú, me fastidias por último! Tú no tienes vergüenza cuandohablamos de eso. Y el señor es simpático. No se molesta ¿verdad? Yovolteé.—¿Ah?» La menor me miró, alzando otra vez los hombros. «Oh, nada.»Y echó una mirada de odio a la otra mas yo estuve seguro de ver en susojos un signo de entendimiento. Me quedé perplejo. Había escuchado laquerella de las niñas con un estupor que quise fingir, pensando que noera mi sitio. Ana se acercaba de nuevo, a pasos lentos, haciendo zig-zagcirculares, y mirando con dejadez sus propios pies desnudos, que ellaapoyaba visiblemente sobre el césped. Sentí el deseo en la boca, como unpuñetazo. Detesté profundamente a esas niñas frente a mí, que parecíancomprenderse con un lenguaje propio y de una serenidad impecable. Mimano izquierda se adelantó y mis dedos tocaron los cabellos de la mayor,que me miró sin un gesto. La mecha rubia ensordeció todo mi cuerpo,calentándomelo con una sacudida, y se introdujo despacio entre el índicey el medio. Mi mano pasó de su cuello al hombro, los dedos soltaron la

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mecha y temblaron un poco en la tela. La mano regresó hacia mí. El cuellode la niña se contrajo. Pregunté rápidamente: «¿Conocen el prestigioantiguo?»—¿El qué?—El oro.—¡El oro!, chilló la menor. Usted nos hace reír. ¿Qué tiene que hacer eloro?—Los cabellos rubios son el símbolo de lo—¿Y por eso se los agarra?3

—No, no. No… Quiero decir… Los cabellos, ustedes deben saberlo. Loscabellos…» Quise terminar bromeando.—Bueno, está bien, se incomodó la menor. Pero ¿y Ana? Ella tiene loscabellos negros… Además no lo sabemos», se interrumpió. «Hasta ahoranadie nos había tocado los pelos así. Sólo usted puede hacerlo, ¿prometido?»Ana estaba ahora a tres metros mirando al grupo y a mí, alzando la vista,pero no buscaba nada. Las niñas voltearon cuando ella llegó, el día seguíaclaro, yo metí las manos en los bolsillos del impermeable, la mayor recibióa Ana con una sonrisa de una amabilidad tranquila, pero le miró los pies.«¿Cuándo te las pintaste?» Tuve ganas de orinar. Bajé la vista hasta lasuñas de Ana, que circunvolucionó4 con una elasticidad extraña porquesu cuerpo, como calculando la gravedad, se alejó de la acacia donde elgrupo conversaba, pasando por detrás de las niñas y deteniéndose en elpórtico. Las niñas voltearon cuando Ana llegó y se detuvo al lado deellas, atrayendo mis ojos hasta el césped y hasta sus uñas pintadas comosi dependiesen de pronto, entre su cuerpo y el de las niñas, de la miradainterrogativa de Ana, que terminó confundiéndose con el jardín. Reprimíun esfuerzo pero tuve tiempo de gritarle «¡Quédate!» con una voz quesalió apenas de mi garganta. Ana se detuvo. La mayor acababa de lanzarsu cabeza hacia atrás para arreglar sus cabellos, haciéndolos describiren el aire una curva lentísima; yo los vi claramente detenerse un instantecontra la masa barrosa de la acacia, y caer velozmente hacia atrás, enpleno sol. La niña estaba recogiéndolos con un lazo.—Podemos entrar por la puerta de servicio, dijo la mayor dirigiéndose amí, y en seguida a Ana: «Él va a venir, ¿crees que digan algo?»—Si entramos por atrás no creo.—Una vez que estemos dentro nadie puede decir nada, señaló la menor,además está mi hermano con su banda. Venga, me dijo, tomándome de lamano.—¡No sé bailar…!, grité casi. «Lo siento», dije a Ana. Ana alzó loshombros.—¿Nunca ha bailado con su mujer?» Miré a la menor y no pude reprimiruna sonrisa. Comenzaba a acostumbrarme a ese vocabulario. «El baile nome interesa», dije más tranquilo.

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—Ah...» Luego se calló: «Comprendo…»—¡Lydia!» La mayor enrojeció otra vez y yo busqué a Ana, pero éstahabía dado media vuelta alejándose por la acacia, que ella enlazó con unbrazo. La mayor no dejaba de mirarme, me percaté, en un segundopreciosísimo, de que la tela de su vestido y como que algo abajo se frotaba,lentamente, con un ritmo de los muslos. Me quedé atónito. «Yo voyadentro», dejó llegar Ana, moviendo su bola como una reina. La menorme miraba pero la mayor gritaba toda roja, «Ana, Ana, quédate!», y sedisparó corriendo hacia el rectángulo del arzobispado. Me quedé solocon la menor, a quien le pedí acompañarme hasta el pórtico. Allí meincliné a besarla, pensando que mi gesto traería las cosas a la tranquilidado a la risa del paisaje, cuando llegué. Pero Lydia se apretó rápido a miboca con una pequeña convulsión en sus labios, y se disparó a su vez.

Lovaina, invierno 1973-74

1 Sin ‘,’.2 Sin ‘,’.3 Sin ‘¿’.4 sic.

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relatoaparente (x)

la carta que espero esta mañana tampoco es.1 En un momento eso meparece curioso. Discuto un poco con Isabel sobre tonterías pero estoymuy impaciente y extrañado como para organizar mis ideas. No puedocreer que pase tanto tiempo sin que reciba esa respuesta. Isabel medice: «Te ha traído otras cartas», pero no comprendo por qué Julián notrae la que espero, habiendo venido todos los días durante meses. Y escurioso, porque debería ser ésa si hace seis meses que escribí. Recuerdoel álbum de discos que no podía abrir, a pesar del esfuerzo. Y sólo bastabamodificar la presión de dos milímetros hacia la izquierda. Una distanciaasí, una ley así, parece absurda, tan desconcertante como aquella queme hizo buscar, en vano, un tubo de goma que estaba seguro, sin embargo,que había caído debajo del escritorio. Y ahora la familia me escribía otravez. No comprendo las leyes físicas; creo que las detesto. No entiendosimplemente por qué recibo estas dos cartas y no la otra. ¿Para quéviene Julián, si viene todos los días con el mismo uniforme, a la mismahora, con el mismo saco al hombro hasta donde yo vivo y saca cien cartasiguales y todos reciben las suyas? Divago, me dice Isabel. Es posible.¿Qué familia? ¿Sus votos, si estoy esperando una respuesta desde hacemeses y la que recibo no es? Llego rápido al convencimiento de que noexisto. Isabel no entiende que es fundamental. Además no comprendopor qué no escribe. Algo debe de pasar que también depende de dosmilímetros, o de un falso movimiento. Y ni Julián ni esos dos milímetrostienen que ver conmigo. El día comienza mal, Isabel. Ella me responde:

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«¿Y si fueras al Correo?» Debo decirle que es lo que no debería hacer silo que quiero es recibirla.

En el descanso del piso bajo he encontrado nuevamente entreabiertala puerta de la bodega, que deja llegar una horrible corriente de airehasta el interior de los departamentos. La he abierto totalmente, conviolencia, pegándola contra la puerta del vecino esperando que, otra vez,alguien2 se dé de cara con ella y comprenda. No es quizás el imbécil3 deJones el culpable, me he dicho, pero deseo que la puerta sea cerrada porotro que comprenda que es mejor cerrarla para evitar el aire.4 Jones mesorprende en plena maniobra. «¡Es usted finalmente quien deja la puertaabierta contra la mía!» No he querido mentir. «Esta puerta siempre estáabierta, he dicho. Alguien, seguramente...», pero añado, luego de mirarla,una afirmación que me parece simple, y que irrita a Jones. «Si estuvieracerrada no estaría abierta...» Comencé a defenderme, pero mi cuerpopareció hundirse en el cansancio. «Para qué», pensé. «¿Qué dice...? ¿Es,o no, usted5 quien ha abierto la puerta?» «No.» «¡Entonces déjeme tranquilo!Es usted Birne, ¿verdad?» «Sí»,6 respondí. Recibí el portazo de Jonescomo una bofetada, y cerré suavemente la de la bodega, bajando. Mibicicleta no estaba allí.7 Hice con calma un esfuerzo y rehice el últimorecorrido con ella, hacía lo mismo cuando olvidaba el lugar donde habíaestacionado el carro, y en esas circunstancias, a pesar de Isabel, la ideade originar yo mismo un olvido estúpido me producía esa sensación deligereza. Yo lo calificaba de nostalgia, aun sin explicarlo,8 cuandoúltimamente había encontrado el carro dos días después.9 Pero la bicicletano era el mismo caso.10 En la calle abrí las cartas, pero11 la luz del día meencegueció. Alcé los ojos para ver: distinguí una bola roja por encima delas casas irguiéndose mansamente sobre las fachadas, que se aclararontambién con docilidad, Mi boca tembló involuntariamente con unacontracción del cuerpo. Pensé que era «como si el día comenzara». «¿Esposible?» El cerezo de la esquina hizo sombra sobre la vereda proyectandouna forma negra muy bella. Me detuve al verla y ya me agachaba a tocarlacuando me reincorpore, con un gesto de extrañeza.12 Miré hacia arriba,pero la bola del sol hería menos mi vista. Desdoblé una13 carta. Lorenzome escribía la enfermedad de mi padre. «Es una tragedia. No han queridoescribirte, hace ya un mes, y yo he insistido, todos pensaban en cómoiban a decírtelo,14 que ibas a sufrir mucho y todas esas incertidumbresde tu familia...» La familia... Vi, con una velocidad repentina, como unapantalla delante de mí en el segundo que siguió a la lectura de la carta, lamanija de la puerta de mi departamento abriendo la carta con un cortapapelpara leer cartas tranquilamente sentado y un café, tomando fuertementela manija de la puerta, para entrar en mis lugares diarios. Quise retenerla,recordarla. «Tengo que cerciorarme», me dije, deseando saber qué pasaba

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cuando, en un segundo cualquiera, algo sucedía que me vaciaba el estómagopara siempre.—¿Sabes? Tuve como un reflejo, en la calle. El cerezo proyectaba unasombra rarísima y me agaché a recortar el trozo de vereda, como unimbécil. ¡Recortar la vereda! Realmente creí que podía hacerlo. Ésosson trucos de artistas. Porque no es cierto, ¿verdad? Isabel.—Por supuesto que no.—No se recoge las sombras... Debería poderse. Papá esta grave.—¡Cómo!—(...)—¿Qué pasa?—Oh, poca cosa. Tuve un lío con Jones al salir. Me preguntó mi nombre...Miro tu boca y tu frente arrugada diciendo ¡Cómo! y tienen una formaque ya conozco. Yo te hubiera mirado sin decir nada, Isabel, y sólo mirartesin repetir lo mismo. Una carta por otra. Valía la pena... Esto es tan raro.En la calle tuve realmente la sensación de que era como si el díacomenzara, y era verdad.—(...)—Es lo de Julián, y lo de Jones. Porque incluso lo de la sombra del cerezofue antes de abrir la carta de Lorenzo. Es otro mundo. ¿Sabes que el solme cegó? Las casas se iluminaban, poco a poco, lentamente, como si seentendiesen15 perfectamente entre ellas, con la luz, con todo. Tuve undolor muy raro. Fue desorbitado, quizás es por eso16 que quise recortarla sombra?—Debes por lo menos ir a poner un cable. No puedes quedarte con losbrazos cruzados.—Le escribiré a Lorenzo. Me han robado la bicicleta anoche.

(Le he escrito que mi padre no me preocupa. Pero los otros, parados osentados en algún sitio mirando al vacío, una carta que debí haber leídohace un mes! Que no les diga nada. Rehuso hacer comentarios pero noquiero hacerles saber tampoco que todo eso es como si ellos entraran deahora en adelante en una administración, en la que todos aullarán. Quieroque sepan que sé, nada más; el resto me concierne sólo a mí, aunque enrealidad, desearía ahorrarles ese fastidio. Tú no sabes lo que es la muerte.Yo sé. Me intriga tanto como (justamente hoy) un reflejo estúpido quetuve en la calle apenas saliendo, un cerezo deshojado en la esquina, queproyectó en el suelo una sombra, y yo me agaché a recogerla! No meentiendes... Rehuso explicártelo (y aun así no ganaría nada, además notengo intenciones de «ganar». Estoy cansado. Tendrías que saber vivirpara aceptarlo) sólo quiero que sepan que estoy al corriente, y que sufro.¿Supongo que eso compensará mi ausencia? Puedes decirles inclusoque sufro horriblemente.17 )

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—Deploro que de niño haya sólo mirado a mi padre cuando nos anuncióque el tío Luis18 había muerto. Hubiera deseado saber por qué... Yo amabaal tío Luis, pero el amor...—Hubieras deseado también saber por qué.—Tal vez no haya comprendido el amor tampoco, es posible, dije, pero élno puede tener relación con la muerte.19

—Sí, si eres la imagen de tu padre, y si el amor—No. El hombre puede estar solo en la tierra impunemente.—Tú no quieres sino que la muerte, y el resto, sólo sean producto de tureflexión,20 exenta del cuerpo.—Exenta del alma. Quiero poder saber que es un árbol abatido, o uncometa, o una mujer que puedo mirar libremente. Me molestan todosesos atuendos exteriores.21 Son como los anteojos de Myriam.22 Peronunca he podido encontrar formas puras.

(Le he dicho que me había levantado temprano, sin ninguna intenciónespecial, esperando sinceramente que recibiría una respuesta, unatontería (una carta), pero que estaba seguro. Que llegó la suya, y no laotra, otra vez, y esa repetición me ha sobrecogido, no he entendido nada,en la calle no he entendido nada. Tengo miedo. Veo una cortinadescorriéndose, a alguien que pasa, a un obrero en la madrugada que sepone a trabajar fumando: no creo en nada de lo que veo. La calle es depronto tan desmesurada que todo puede al fin y al cabo ser cierto. Buenpunto de partida para la fe, tú que eres descreído!)23

Quise asegurarme del robo pero ninguna de las bicicletas de la bodegaera mía. Me precipité a la calle para identificar a la que pasaba, ademásera el ruido de mi cadena.24 No era fácil, en una ciudad con cinco milciclistas, a menos de detenerme en algunas playas de estacionamiento,o de recordar dos o tres signos distintivos. El asiento era en efecto ocrefuerte, se descolgaba, y la víspera yo había rozado un sardinel, marcandola llanta. Camino al Correo, las calles de la ciudad se habían uniformizadocon una luz que no era la de hacía dos horas. Pude recorrer sin esfuerzolas tejas de varios techos, y ver que sólo los de pizarra reflejaban una luzplateada. Varias veces, y casi inconscientemente, volteé escuchando aun ciclista acercarse, una no tenía el asiento amarillo, otra, inutilizadacontra una pared, me mostraba sus rayos retorcidos. La llanta adquiríauna forma extraña pero alcancé a pensar en el golpe que la habíaestropeado:25 una fuerza ajena, y que no existía. La escultura de la llantavalió menos a mis ojos que la de esa fuerza virtual y presente, fuera demi alcance. La carta de Lorenzo no la es menos. La releí. Yo no habíaabordado la muerte sino en cuatro o cinco velorios, y en los alegatosinquietantes de los curas, donde todo parecía resolverse de antemano

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con una rapidez, con una seguridad, y sin embargo, con un rechazo taninstantáneos, que el hecho no había dejado de sorprenderme. Como sitodos hubiesen comprendido todo. Y, positivamente, el incidente de lamañana, el de la sombra y el de la extraña carta de Lorenzo me llevabanahora a la certidumbre de que abajo de todo ello existía un recelo, o unaignorancia.26 En todo caso la muerte me era tan especial27 como la luzdel sol, una impresión de la mañana. Entreví la posibilidad de la muertede mi padre con la tibieza ansiosa de un cuerpo cualquiera frente a undesenlace, y me agradó tener de mi bicicleta el recuerdo de un ocremuy fuerte, como si buscarla hubiese sido apegarme a su representación.Esperé mi turno delante de la ventanilla, detrás de dos personas. Delantede mí, una joven alta ocultaba a un hombre más grueso, cuya cabeza sedistinguía por encima de la joven, terminando un trapecio hacia lo altode la ventanilla donde yo leía: «Retrasos». El que me recibiría era tambiénel mismo, el que Isabel decía parecerse a Caillois, manejando siempreunas pequeñas piezas de metal que se convertían milagrosamente encartas recibidas. Sólo un panel luminoso anunciando la lotería era nuevo,con una luz que se apagaba, oscureciendo intermitentemente la cabezade Caillois. El aire de ese local era repugnante. «No es porque pienseque a mí nunca me pasa nada, pero el robo me agrede. ¿Quién puedetener interés en una bicicleta vieja, y llevársela?» «Antiguamente secastigaba a los ladrones, había dicho Isabel, in situ, cortándoles los pies,en algunas dictaduras los fusilan.» «No tiene sentido.»28 Tuve un movimientode cólera al comprobar, frente a la inmovilidad respirable de ese local ya la igualdad del Caillois, el desequilibrio entre el tiempo y la lectura deuna carta. No supe impedir un espasmo, y ante el calor que sentí depronto en el cuerpo no pude distinguir si era la carta de Lorenzo o laignorancia que tenía del ladrón lo que me ocasionó el malestar. Queríaúnicamente verle la cara, o conocer su recorrido hasta la bodega; de otromodo el robo no tenía sentido. Lorenzo había robado varios libros en mipresencia, años atrás, escondiéndolos bajo su chaqueta, y yo lo habíasorprendido en el instante mismo.29 Todo mi cuerpo, paralizado delantede ese mal irremediable, había sido cubierto por un calor intenso que nose calmó ni en la huida frenética por el parque. El calor que, años atrás,yo había asimilado al mal, lo identificaba en el Correo con un mal mayorque no necesitaba ni historia ni prohibición. El mal iluminaba dócilmentelas fachadas de las casas, proyectaba sombras, oscurecía intermitentementeel local y la cabeza de Caillois. Yo la miré, y después la espalda de lajoven delante de mí: mis ojos fueron arrastrados por los relieves de suabrigo, que se movieron.30 La enorme mancha negruzca respondió otravez al movimiento de la espalda y reventó varios surcos del hombroderecho, desmembrando el resto, pero sólo para remover la columnavertebral. La axila izquierda también se retorció. Una hilacha apareció,

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a punto de desprenderse y caer. Dudé, atraído brutalmente por el abrigo,pero alcancé a tomar la hilacha antes de que desapareciera, los surcosse plegaron, menos uno, que se cabreó en el centro y se desinfló,dilatándose. La espalda se puso lisa donde mis ojos, abiertos ante esasuperficie sin mancha, gigantesca y elástica, se inmovilizaron, atravesaronel tejido al mismo tiempo que la espalda, avanzando hacia ellos,31 losveló antes de estallar con una luz que me hizo casi retroceder, sacándomede mi estupor.32 Observé rápidamente el local y me detuve en la luz delpanel, del que no comprendí el funcionamiento. Miré detenidamente aCaillois y me obligué a preguntarme en qué podía él estar concernido undía como aquél, y a aceptar sin embargo el hecho de reconocerme a mímismo un instante después, como si detrás de la espalda de la jovenestuviera mi turno. De nuevo contraje mi cuerpo ante otra imagen ysolté un sollozo violento, imperceptible. Nadie había oído nada.—¿Perdón?—Firme aquí, debajo del número.—¿Dónde...? El papel indicaba 455374200483873 000035049 41175¿Ése es mi nombre?—Es para la lectura óptica.»33 Miré a Caillois, después el papel, mas notuve fuerzas para reflexionar delante de esos números, y hasta preferíen un momento que mi nombre se redujera a una cifra ilegible, la mitadde mi firma resbaló hacia arriba con un rasguido de la pluma, manchandotorpemente el papel.—No es nada.—¿Puede leer?, pregunté.—¿Lorenzo Bi...? No importa. Es sólo una fórmula.—Birne, dije, recordando bruscamente las correcciones de mi padre.«Quisiera volver a firmar.»34

—Le aseguro que no tiene importancia, señaló amablemente Caillois,pero yo le tomé el papel. «¿Podría darme otro? Es preferible. Mi padreestá grave...»35 Me interrumpí ante el rostro impaciente de Caillois.—No veo en qué... Sin desear entrometerme, lo de su señor padre, dijoCaillois recuperando suavemente el papel, quiero decir que ello no tieneincidencia en lo de la firma, comprenderá, Caillois terminó insistiendo,las oficinas no son el lugar... Si prefiere...—¡Pero sólo deseo firmar un papel! grité, viendo crecer la curiosidad dela gente. «¡Oh, déjelo! Prefiero irme.»36

—¡Señor...!

Señor... Caillois no iba ciertamente a insistir en llamarme. Afuerallovía, y hubo esos vientos de antes del invierno que pasan por zonasbien precisas. Toda la doble hilera de plátanos era sacudida, y cuando

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volteé para seguirlos, el ruido se amortiguaba a lo lejos. Fuera de lahilera todo estaba quieto, sobre todo los sauces, y la hierba. No distinguíningún asiento como el mío. Por primera vez, caminando, observé en lasciclistas varios muslos húmedos pedaleando sin ninguna prisa, no veía,de repente, sino bicicletas de mujer. El ladrón la había disimulado bajootro color. El hecho era con seguridad frecuente, y ello me obligó amodificar mi táctica. No me sería difícil detenerme sólo ante aquellasque mostraran huellas de pintura reciente. Era ridículo. Me convencítambién de que adquiriría con el tiempo una cierta habilidad tratando deidentificarla, desde que muchas de ellas, que ya no me molestaba enmirar, tenían otro ruido de cadena. Por lo menos la gravedad de mi padre,me dije, era algo concreto en toda esa oscuridad, y, en el fondo qué, él noiba sino a morir. En un recodo vi desaparecer a alguien y creí reconocerla mía pero no logré alcanzarla. La impaciencia me asaltó cuando penséque había quizá perdido la oportunidad de darme con ella si hubieseseguido mi ruta habitual. En el gran bazar tomé la escalera mecánica,volteando para mirar en torno y haciéndome a un lado para dar paso auna niña que, subiendo a la carrera, me miraba con una sonrisa radiante.La duda, luego la decepción, me abatieron, no obstante, al seguiratentamente a la niña, verla sonreír a diestra y siniestra, subyugada enrealidad por el mecanismo de la escalera. Me entretuve aún unos minutosen la juguetería, rechazando una y otra vez de mi memoria la prohibiciónde mi padre de tocar las plantas de la casa, con esa costumbre que ibaadquiriendo de malograrlas al hurgar en la tierra. Agachándome, hundícuidadosamente las dos manos en la masa pastosa de las bolitas de vidrio,removiéndolas despacio hasta el fondo, hasta las vísceras, y extrayéndolasllenas de barro, de olor a hierba, a lluvia cuando ésta volvía a subir con elpolvo de abajo llenas de todo, y de materia, y me las froté37 en la cara.

Lovaina, verano 1974

1 Al igual que el relato VII, éste se publicó en Humboldt, Nº 57 (Munich, 1975); pp. 69-73, con el título La carta. Sigo aquí la versión del manuscrito original del texto y no lapublicada. Las diferencias más evidentes: la modificación del título y cambios en ladivisión en párrafos.A continuación anoto las variantes encontradas. Se trata de correcciones de Fernández,posteriores a la publicación del relato. Todos los manuscritos que he utilizadocorresponden a las versiones definitivas de los textos, enviadas a familiares y amigosen Lima durante la primera mitad de la década del 90.

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2 ‘el que salga’ (Humboldt).3 ‘bruto’ (Humboldt).4 Punto aparte (Humboldt).5 ‘Es o no usted’ (Humboldt).6 Sin comillas (Humboldt).7 Punto aparte (Humboldt).8 ‘Yo la calificaba de nostalgia, aun sin explicarla’ (Humboldt).9 Punto aparte (Humboldt).10 ‘No era el caso’ (Humboldt).11 ‘y’ (Humboldt).12 Punto aparte (Humboldt).13 ‘la’ (Humboldt).14 ‘decirlo’ (Humboldt).15 ‘entendieran’ (Humboldt).16 ‘ello’ (Humboldt).17 Sin ‘.’. Y sin el paréntesis mayor en Humboldt.18 ‘cuando nos dijo que tío Luis’ (Humboldt).19 ‘pero él-no-puede-tener-relación con la muerte’ (Humboldt).20 ‘que sea de tu reflexión’ (Humboldt).21 ‘Me molestaban esos atuendo exteriores’ (Humboldt).22 ‘Miriam’ (Humboldt).23 Sin el paréntesis mayor (Humboldt).24 ‘para identificarla. Además era el ruido de mi cadena’ (Humboldt).25 ‘inutilizado’ (Humboldt).26 Punto aparte (Humboldt).27 ‘la muerte era tan especial’ (Humboldt).28 Punto aparte (Humboldt).29 Punto aparte (Humboldt).30 Punto aparte (Humboldt).31 Sin ‘,’ (Humboldt).32 Punto aparte (Humboldt).33 Sin ‘»’ (Humboldt).34 Sin comillas (Humboldt).35 Sin ‘»’ (Humboldt).36 Sin ‘»’ en el original. Sin ‘»’ (Humboldt).37 ‘frotándomelas’ (Humboldt).

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relatoaparente (xi)

de allí que Vatera parezca no existir. Lucía ya era grande. Señalo unadistorsión, como un dolor, con la misma fidelidad que pongo en buscaresas conchas que son perfectas, al término de los tres días que pasé enel mar con ellos estando a punto de decirle, pero me retuve: «¿Sabes?Dios es como el capullo de las libélulas.» La familia de Alexis es quizádemasiado grande. A veces hablo con las niñas en francés. Es lo que nosha quedado de Amsterdam, de París, de cuatro caminatas memorablescon Lucía y de una veintena de cartas cambiadas con ella en los últimostres años. Debo aclarar que los he visto, nos hemos encontrado (casidiría que sólo nos hemos entrevisto) entre largos períodos de tiempo.Así he tenido el raro privilegio de observar. Observar casi me permitedirigir. Casi, porque tengo la impresión de que es Lucía quien me dirige.En todo caso, creo que yo dirijo a su padre, a pesar de ser él quien meobserva, y desde la primera noche cuando decidimos ubicar unaconstelación, en plena oscuridad, las ranas circundaron la casona.Estábamos sentados los cinco (el menor, Guido, tiene cuatro años), peroLucía había decidido escuchar a los grillos al frente del estanque. Lucíahabía soltado algo sorprendente: «Las ranas hacen un ruido en comúnque yo sé que Santiago no conoce. Y yo quiero escucharlo.» Hacía dosaños que no veía a las niñas. ¿Cómo sabía Lucía mi ignorancia de aquelruido? Me vino un recuerdo, durante la primera caminata hacía años,cuando Lucía tenía cinco. Antes de que su padre se lo sugiriera, ella yahabía compartido conmigo una parte de su pan, respondiéndole a Alexis:«Le he dado ya un pedazo parque el pan es mío.» Creo que ella había

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adivinado en mí la existencia de una difícil relación entre la posesión yla propiedad, y hasta la posibilidad de la justicia. Nada hubiera pasado siGuido se hubiese limitado a dar su opinión, si se hubiese puesto a llorar,pero me agarró de nuevo la mano y me la besó. Guido me indispuso. Sussilencios eran tales que podían determinar las situaciones por venir. Alsentirme dependiendo de sus labios vislumbré durante un instantetambién a sus hermanas. Laura no dijo nada, por ejemplo, y en el gransilencio que se hizo en la oscuridad sentí el cuerpo de Lucía adaptándosea mi lado cual una regla. No todas las ranas croaron en común. A unadecena de metros después de un griterío que algún movimiento denosotros callaría, una rana lanzó un gruñido solitario, luego otro. Luegootro, más cercano. Creí que Lucía me advertía y solté la mano de Guido,poniéndonos a escuchar. Yo veía apenas a Carla y a Laura, a quien sabíatratando de ubicar penosamente los alrededores del estanque, y yotambién me equivoqué: el gruñido venía de otro lado, pero se acercaría.Esperamos aún varios minutos hasta que Lucía dijo algo. Me viprecipitándome, y Guido a mi lado, hasta el borde del agua, observandocómo Lucía tanteaba con sus dos manos. «¡Aquí está!» «¡Deja ver!», dijoLaura. «¡Son dos!», contestó Lucía, respondiéndome luego, más bajo:«Son dos...» Ni Laura ni Carla, las menores, como tantos adultos,mostraban en sus estaturas o en el pelo, o en sus traseros, alguna señalque me impulsara a encontrar en ellas esa lejanía en la que me perderíaotra vez en los días siguientes, y que el cuerpo ya maduro de Lucía, conuna ligera agitación, me trasmitió en el acto. Quiero decir que el atributoestaba allí. Si la exaltación o lo que otros pueden llamar ternura tieneuna forma, no se hallaba por cierto en la estupidez de Laura y de Carla,una de las cuales, al igual que Guido, que no me soltaba la mano, preguntó«¿Qué hacen?» En cuclillas, llevé nerviosamente mi mano derecha hastael agua separándome del contacto del hombro de Lucía, quien continuabamirando a las ranas latir inmóviles en su palma. «Suéltalas», dijo Carla.Alexis nos llamó desde la casa. Escuché la voz de Carla y miré la palmade Lucía. Mi exaltación fue la de observar con horror cómo la indiferenciade la infancia iba de los silencios de Guido, que me apretaba la mano,hacia los ojos intensamente neutros de Laura y de Carla para convertirsefríamente en lo que yo veía a mi lado. Todo el cuerpo de Lucía pasó hastael mío de la complicidad a la pureza sin abandonar totalmente ni una niotra arrastrándome brutalmente hacia esa lejanía. El atributo estaba allí.Ese líquido espeso mezcla de inocencia y de realidad, que el cuerpo deLucía justamente no me permitía tocar sin arriesgarme a perder elsentido. Apenas me excité porque olvidé, pensando. (Las pocas vecesque tendría la inmanencia ante mis ojos ella no despertaría deseo en micuerpo, sino la emoción, o la rabia, de saberme limitado; aunque frente aMariano, el cura, sí; frente, de nuevo, a su idea. Fue como cuando me

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excitaba automáticamente al visitar los claustros. Mas quizá sea lo mismo.El claustro que Mariano representaba no era la mujer: por una de esascarambolas cojudas de la mente la soledad insólita de las columnatasllevaba mi sexo hasta él mismo, buscando tal vez qué soporte, o quérampa de lanzamiento. La inocencia que quedaba en el cuerpo de Lucíaen cambio, mezclada con su cuerpo, era de pronto la lucidez de minostalgia mirando una simple transparencia, tangible. Sentía horror deGuido, y de las menores. ¿Pero cómo disimular ese rechazo, me pregunto,si presentía que el atributo no estaba en la inocencia de la infancia sinoen la mujer que era inocente?1 ) Sonrío, ante ese placer, saber que lainocencia de Lucía me alejaba de los otros, o que el deseo de algo seconcentraba en mis ojos, que el atributo podía ser inhumano, mi cuerpoinstalado peligrosa e irresistiblemente entre el tacto y la pura contemplación,previo a lo sagrado. Las ranas se acoplaron todavía unos segundos en elagua, dejando unos hilillos, cinco o seis segundos, y se separaron dibujandolentamente una parábola, una danza. Sólo yo sé que esa danza erafrenética. Miré a Lucía que repetía: «C’est délicieux» y me indicabaluego un capullo.

No sabía qué pensar de Guido (es cierto que cada vez que miro a un niñome pierdo en la duda aberrante de tener que escoger entre la abstraccióny la aberración misma. Era tan abstracto, que Carla y Laura hablandoperfectamente el francés sin haberlo aprendido y no hablando sino esalengua, o hablando también español, eran para la gente objeto de estupor,mientras que yo, adulto, habiéndolo aprendido y hablándolo perfectamente,era sólo objeto de admiración) el amor de Guido al besarme la mano eratal que me sentía condicionado irremediablemente por la forma de loslabios de su padre. «Me gusta el lado salvaje que usted tiene» me habíadicho Alexis en el ascensor años atrás, apoyando el «salvaje» en eserecinto tan estrecho. Yo había comprendido y no añadí nada. En aqueltiempo era virgen, pero aún hoy detesto las imposiciones. Lo que esbueno, a pesar de todo, puesto que el hombre no sabe todavía reconocerel error, es que Alexis recibió otra de mis salvajadas con esa inteligenciaque amo en él, la noche en que su desesperación lo llevó casi a gritarme:«Tenemos que sacar adelante esta amistad.» Yo hubiera preferido quehablara en primera persona, sin incluirme en su verbo, así no le habríarespondido duramente que no había que forzar nada porque iba a echartodo a perder. Y Guido me determinaba, durante la cena en esa aristocráticamesa de familia, reducida al mínimo bajo un gigantesco retablo flamenco(«Está mutilado —la otra tabla se encuentra en la colección Thyssen»,había escupido el abuelo, un tipo a quien la historia había calificado ya,

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desde la antigüedad, de alguien con ascendencia. Yo estaba, como invitado,sentado a la derecha de la abuela, Lucía a mi derecha. La mujer deAlexis, a quien yo veía apenas a través de un enorme frutero de porcelana,a la derecha del abuelo, frente a mí; Alexis a la izquierda de la abuela,ésta justo al frente de su marido. Guido me miraba de reojo). En la nocheconversé con él. Me mostró hasta la fatiga los almanaques desarmablesque yo le había traído desde lejos como obsequio. (Yo leía a Mishimatratando de dormir: el primer examen que él había hecho de un hombreera aquel del que fue objeto el recolector de excrementos. Alexis mepediría entusiasmado el libro cuando le hablé de él, estaba además seguroque yo le subrayaba inconscientemente esos párrafos; él dormía bajo latorre de vigía. Subrayé suavemente el sustantivo heces, y hasta estuvede acuerdo. Fatigado, exhausto, o lúcido en mi cuerpo, sabía que mesesatrás el olor translúcido de mi propia mierda me había conducido a casade Florencia, sin «ánimo». Y había sido cual si hubiese salido alado de unforado. Y como Florencia me recibiría sin sorpresa, yo le había dicho tambiénque fue un presentimiento.) Paso por alto las continuas interrupciones deGuido, salvo una, que lo hizo estallar en llanto delante de mí, mirándomede frente como un parásito (me asombra la enormidad de lo inútil. Nosiempre; creo que sólo cuando el hombre se entromete. Ese sollozomirándome, los millares de conchas recogidas en la arena, la vitrina deuna librería exhibiendo libros especializados en armas de fuego u otras,la gaceta del mes, ediciones de lujo de libros sobre armas militares chicasdel siglo veinte, el vientre abierto de Mishima, las armas blancasapretándome el cerebro sin ruido, sin ruido. Lucía dormía con Carla, yhabían permitido a Guido dormir conmigo) y Mishima: ¿presentía élrealmente que existía en este mundo una clase de deseo punzante comoel dolor? Subrayé también que Juana de Arco no era un hombre y laprimera venganza de la realidad, pero yo entreveía sobre Mishima laventaja de saber, como el olor de mi mierda, que el verdadero dolor nopodía llegar al hombre gradualmente — Los grillos también habíancesado. Guido me despertó. No subrayé que, para la inteligencia de Alexis(mas a veces dudo de ella), el nudo del hombre no eran los libros sino elpresentimiento, pero ¿debía darme a él si hacerlo era que su amor meposeyera? Recuerdo que tuve un gesto de violencia que creíimperceptible pero Guido lo captó y no respondí de inmediato al ver susalmanaques deshechos en el suelo. Le dije, algo irritado: «Por qué noduermes.»—Todos están durmiendo, me respondió.—(...)—Por qué estás molesto, dijo.—Yo no he dicho que estoy molesto.» Guido se retiró hasta los pies demi cama, y me acarició los pies. «¿Por qué dijiste que estás molesto?»

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—No mientas, aseguré con rapidez. Yo no he dicho que estoy molesto.—Entonces por que te has despertado.» Guido me haría creer por unsegundo que no lo había hecho y estoy seguro de haberle repetido que élmentía, lo que hasta cierto punto era cierto. Allí me miró y sollozó sinmoverse. Le repetí: «No he dicho nada, Guido.»—De acuerdo.

Me desperté preguntándome qué era la fascinación del llanto, si la concienciaplena de la posesión, o del rechazo. Lucía y Guido me esperaban comoen una broma, y Lucía me había prometido para esa mañana una caminatahasta los eucaliptos de la loma. Lo había olvidado. La visión que tengo deellos dos y de la belleza opaca de Lucía no es mi ansiedad súbita ni lapresencia silenciosa y persistente de Guido, sino mi cuerpo erguido entoda su esbeltez, sereno, amplio como una bocanada de sangre, unaintranquilidad. Alexis me miraba en el comedor y durante el café en lapérgola, los otros (el abuelo, Lucía y su madre) preferían conmigo elagua de naranja. Subimos los tres muy despacio, durante casi tres horas.Investir un lugar es verdaderamente despojarse de la realidad, acercarsetanto al movimiento de la loma, sentirse de improviso arrastrado hastala conversión del cuerpo en mera figura, desprovista de nombre, que latoma de conciencia es el árbol mismo, la sacudida violenta de los eucaliptosbajo una ráfaga, o bajo el sol. Y el calor de esa muerte desaparececoncentrándose en toda la piel, que desgarra el espacio sin ningúntrámite, para transformarlo de lejanía en espacio, de espacio en tierraprometida, de tierra prometida en materia sin cuerpo, capaz de sacar acualquier ser de la bruma, detenido ante una hierba. Y la operación sehace, quemando como una explosión inmóvil hasta que una voz, o unsimple recuerdo, recuerda la indiferencia del espacio delante de aquellosinstantes muertos durante los cuales uno creía escaparse. El sentido deproducción del abuelo de Lucía, en quien recaía bajo el retablo incluso lajerarquía de la palabra, propondría la construcción de un restauranteentre los eucaliptos. La cuestión era durar, y el abuelo se había convertidofatalmente en un erudito. Una avalancha, pensé, haría mejor las cosas...Guido me llamó. El crimen del hombre era el de haberse aseguradoantes de morir que el paisaje estaba de su lado, cual esos tediosos poemaselegíacos, la tierra gigante sonríe etc., y un colmenero divino... Lacaminata fue un desastre. Creo que Alexis se hacía una idea de él mismosólo a medias, creyendo que la tierra sonreía, en efecto, o que las islasdel Egeo promulgaban para siempre el imperio del hombre, cuando eselugar era completamente ajeno a nuestros deseos, tan absurdo o tan«discordante» (Lucía había subrayado eso hablando de otra cosa) como la

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ascensión misma, que yo veo ahora como una larguísima serie dedetenciones, y una fascinación. En verdad creo que ni nos movimos deuna tela de araña humedecida y de un sicómoro. Ya había visto a Lucíasepararse dos veces de mí, yo pensaba en algo que faltaba cuando conocía Lucía o que sobraba cuando Alexis me hizo tantas preguntas doce añosatrás. ¿Me reí? En mi ofuscación pienso que uno de los dos (porque Lucíalloraba) debía desaparecer: un culo impresionante y un cuello nuevorecostados en un sicómoro, o yo sabiendo esa inocencia inalcanzablepuesto que Lucía ya no se ignoraba. No sé si me atrae, si me oprime.Una como pesadez en los eucaliptos aprisionándome en toda la loma, enese lugar en medio del cual Lucía era capaz de adivinar mi apego a suinocencia y aceptar, por ejemplo, que mi cuerpo no era sino un sicómoroa la espera de cualquier gesto. Abracé a Lucía, creo. Creo que tomé doshombros duros, y que olía a mostaza. Sus pelos me sobaron hasta el nervio.Siento esa cosa que también eran sus pelos en mi cara sin serlo y queme neutralizó el sexo, o me lo hizo sentir; los eucaliptos ni siquiera dieronsombra cuando me arrastraron a ver tan lejos disponiéndome a esablancura total. (Si hubiese podido reducir la redondez de la tierra alespacio, era como la estrechez increíble del comedor, enjaezado,ordenado, móvil —puntual como un carrusel. Cualquier ademán que yome atrevía a hacer bajo la sonrisa de Lucía parecía necesariamente tenerque pasar por ese patriarca debajo del retablo, a tres metros de mi sitio,hasta llegar a mis manos, en orden. Los alimentos allí cobran súbitamenteuna importancia... Supongo también —a mediodía, porque el sol los hacemás visibles— supongo también que si Laura y Carla, que sirven, evitantímidamente rozar los muebles Luis dieciséis al contornear la mesa, esque un silencio de vez en cuando es de rigor ——Tengo esos aciertos... Algo me dice que ese cura es más bien unpequeño hipócrita.—Quizá debiera usted matizar, don Guido, quizá, dice Alexis.—¡Matizar, Alexis, cuando ese cura entierra a nuestra casta en unabarriada! Es un enfermo.—Mariano ha cambiado. Hasta cierto punto tiene derecho de—¡Pero si es el mundo entero que está al revés, mi viejo! Es absurdo,mire usted, la mujer de Chung Hee asesinada. Eso no tiene perdón de Dios.—Cómo conociste a mi padre, me pregunta Lucía.—Él me conoció a mí...—Ah...

Desde la pérgola, de una mirada satisfecha de don Guido alrededor, yhacia donde el sol brilla sobre el mar, el sol y el perdón de Dios son

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decretados por la casta. Hasta el ruidito arrugado de un diario, que laabuela despliega, tranquiliza, afirma el porvenir. Tomamos café al airelibre. Yo observo como sin querer, apretado entre Alexis y Lucía sobreuna banca de mármol. Está rota, y proviene de dónde, el abuelo lo ignorariéndose, lo que se presenta a mis ojos, rememorando las grietas de esemármol roto, como algo soberanamente digno, justo, equitativo y saludablehasta que el cataclismo pudra de una vez por todas tanto aire que seagita en el aire. Al descender las callejuelas que llevaban a la playa,Laura y Carla se disputaban mi mano libre, Lucía me había dado su brazoizquierdo mas yo escogí, para ese trayecto al menos, la mano tibia queGuido me ofrecía. Laura y Carla se nos adelantaron. Más adelante Guido,sobre mis hombros, me permitía pasar mi mano libre por el cuello deAlexis, al pasar por la casa en la que vi, no sé por qué, un puente levadizo,donde detuve la marcha. Es muy raro. Diría que Lucía apretó su brazocontra mis costillas mientras me explicaba sus lecturas recientes, bajandohacia el mar. La interrumpiría, porque me había parado en seco y lacontemplé asombrado, tratando de descifrar el significado de su rostro;no sé obedeciendo a qué impulso de destrucción por qué no dejé demirarla. Ni siquiera luchaba ya por repartir mi cuerpo entre los que habíandecidido que amarme era la mejor forma de acercarse a mi existencia,que penetraba en un puente levadizo con una seguridad implacable, conuna emoción, o una sonrisa sórdidas; tan perfectamente consciente demi inutilidad... «¿Qué tienes?», me dijo Lucía metiendo su mano bajo lospelos de mi nuca. Sé que no estaba vivo, en suma. ¿Lo sabía ella?, si elazar más grande —el malentendido de la existencia— era aquel por elcual el azar siempre tenía lugar, aunque no existía... la misa de la tardeterminó de hundirme en la conciencia. Por suerte los otros ignoraban—pude esconderme en ellos durante todo ese clamor. «Qué tienes» conla bocanada atragantada pugnando por salir de esas bóvedas bajo lascuales nos sentamos perpendiculares al altar, en el transepto de la familia.Yo estaba perpendicular a la nave central y a los pobladores de la isla,decenas de niños y niñas en harapos, y una madre superiora. Mi fatigalogró apercibir una asfixia. No es eso: mi conciencia lograba apercibircomo una noción. Es notable cómo el hombre puede reducirse a un objetorepresentativo, al absoluto —a la obra de arte: un monaguillo achatadopor el peso de su propio cuerpo hecho atril; una hermana de la caridadoliendo a ajo y Guido (todos de pie) besándome la palma de la mano, untufo de melaza y de humo, un aire violentamente enrarecido pugnandopor escaparse a través de las ventanas altas de un recinto que no erasino su fotografía para estrellarse con estruendo sobre los evangelios ysobre el monaguillo, luchando por liberarse hasta por los ojos incrédulosde la asistencia, sin éxito. El libro que el monaguillo sostenía penosamentesobre su cabeza nos aportó una respuesta. Una imitación, seguramente,

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en la pastosidad oratoria del nuncio. Yo he venido a echar fuego en latierra. ¡Y cuál no es mi angustia hasta que no se encienda! ¿Pensáisacaso que he venido a traer la paz en la tierra? ¡Os digo que no, sino ladiscordia! porque en adelante estarán en una casa divididos, tres contrados, dos contra tres, padre contra hijo, e hija contra madre — en esosparques públicos que no son ni lugares de solaz para los paseantes nizoológicos para el aprendizaje del animal, pero que poseen el muestrarioreducido del reino, pretendiendo al mismo tiempo ser parque y zoológico,los jóvenes que transitan imitan jocosamente los graznidos de la oca. Yla imitación no es perfecta. O demasiado perfecta; demasiado humanizada.«Sólo me gustaría que me explique», digo a Lucía, apretado contra ella,contra Guido, y ese olor infecto. «Sabes que desearía violentamente,realmente, que me explique» mi voz se aboga sin obtener respuesta,solamente, hacia el final, entumecido por una descomposición de mímismo (me sentí dividido en dos y yo veía al otro al frente que me seguíacon los ojos, rebotando sucesivamente contra el ojo del abuelo mirándomedesde el otro extremo de la banca, contra todas las niñas de la navemirando los pelos rubios de Laura y contra una mancha asquerosa en elpiso de madera, que mi pie eludió), una respuesta augusta: La paz seacon vosotros.—Qué calor.—Han visto ese sermón. Qué tranquilidad, Alexis.—El mar está calmo, don Guido.—Qué unidad. Entiéndame: qué unidad en medio de tanta diversidad.El mar, la arquitectura (oh, pobre, yo sé) pero la gran familia cristiana, elaniversario patrio. Alexis, inculque a mis nietos que el don de Dios resideen el orden de las cosas.—Qué entendió del Evangelio, don Guido. No fue muy claro. (De todaslas luces del sol la única que ha logrado hacerme sonreír es la delcrepúsculo, y como en aquellas asociaciones que uno entiende, lainmovilidad de un barco en el puerto con todas sus luces encendidas erala idea misma de la partida. No tiene ninguna importancia que se quede.Desde el atrio, en la colina, donde el nuncio me estrecha la mano, zambullomi mirada hasta el fondo, hasta donde el barco anclado tiene todas lasluces encendidas. Lucía me apretó la mano, mirando a Alexis. Esperé.Pero estaba jodido. Todo lo que yo podía hacer para apropiarme el paisajeera reflexionar, reflexionar. No podía hundirme en él. Establecer unadistancia, compararlo (para avivar la inteligencia) con una localidad delhemisferio norte o con el muslo de otra mujer, o con el ágata del nunciopara que la inteligencia respirara con serenidad y justificar así suexistencia soberana, liberada del peso del crepúsculo, por ejemplo, esacosa impalpable.)—Eso depende... ¿Van siempre a Las Conchas, Santiago?

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—Las niñas habían pensado ir, don Guido. ¿Qué dices Alexis?—Quisiera de veras mostrarte las anémonas de mar. Hay unas—¡Actinias!—Pólipos coraliarios, Laura mi hija, pólipos coraliarios.» El patriarcacorrigió. La anémona se contrajo en efecto apenas el índice blanco deAlexis la rozó. Fue instantáneo, rotundo, levísimo, como el agua. Alexisse rió, incitándome con una mirada a tocar también con mis dedos, unamateria blanda, húmeda, y que se contrajo también como la otra. Laanémona desapareció por su boca, y escuché la voz de Alexis que meagarró el muslo para apoyarse. Lucía y Guido me llamaron echados consus orejas pegadas a la arena. Lucía se acercó a mí. Con su mano izquierdaen mi muslo, Alexis introdujo la derecha en el agua y llevó sus dedoshasta la valva del molusco, que se cerró. Una ola pequeña cubrió la manode Alexis hasta el codo y me incorporé de pronto para mirar a Guido.Lucía y Laura estaban con él pegando sus orejas contra la arena. Lavalva del molusco se cerró como una flor, dejando en los dedos blancosde Alexis como una yema viscosa, blanquecina, un monte pequeñísimoincrustado en la roca. Alexis sacó el brazo. «¡Lucía!» Alexis se apoyónuevamente en mi muslo. En cuclillas, yo llevé mi mano hasta el aguatratando de no entorpecer mi muslo para que Alexis pudiera mantenersu posición a mi lado. Una ola casi nos alcanzó pero Alexis no se movió,y me miró sonriendo. Al lado de la flor había otro pólipo abierto cual unaboca. «El orificio es extremadamente sencillo en el centro. Es la boca,en realidad. ¿Sabias?», me preguntó. «¿Qué pasa?» Alexis introdujonuevamente su mano derecha en el agua. La flor no tuvo tiempo decontraerse como antes y los dedos blancos se hundieron, mi muslo seendureció bajo la fuerza de la mano y de todo el cuerpo de Alexis, queme hicieron trastabillar, Alexis hurgó violentamente en la valva de laanémona en un esfuerzo por dominarla. La flor no se debatió. Incrustadaen la roca, inmóvil, temblando apenas en el ardor de un movimientoligerísimo del agua, recibió impotente los dedos furiosos de Alexisremoviéndose en el interior cual si los dedos pegados a esa blandurafueran a su vez incapaces de liberarse, pero Alexis insistió. Vi toda sumano entrar brutalmente hasta ese molusco, agilísima, diestra2 parasondear esa pulpa con dos dedos resbalando un segundo hacia fuera apunto de soltar la presa pero reponerse, y penetrar con fuerza hastaabrirlo y mutilarlo totalmente bajo una transparencia increíble en la queel agua misma se hizo, al retirarse y al inundar su brazo con una nuevaola. Mis muslos estaban mojados. La mano de Alexis se sujetaba todavíaa uno de ellos, dando una sacudida que me obligó a hacer un movimientopara erguirme junto a Guido, que se rió señalándome una nube.—Qué bueno que estás aquí. Qué bueno... Hace diez años que piensoque invitarte a Vatera tenía que acercarnos. ¿Pensaste algún día en venir?

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—No. Sí, creo que sí, sólo que no tenía de ella ninguna idea. Me sorprendeencontrar tantos árboles. Y un aire tan puro. El cielo es azul. ¿Guido teha hablado de mí?—Sí.—Su sensibilidad me asusta.—Es un niño.—No sé.—(...)—Cuatro años ya es mucho. Pero tiene tu sentido del humor», dije. Sinmuchas ganas. Lo extraordinario me fascina. ¿Para qué quereridentificarlo? como algo desconocido que ya es suficiente si en algocoincide con una determinada fidelidad a sí mismo, como a una ciertaindiferencia. Me explico: otra especie de carrusel, de «correspondencias».No sé si Alexis había encendido la radio del auto. Esa estrechez delcarro se alargó de golpe y se abrió, pero hacia dentro, al sentir la manode Alexis, con uno de esos gestos sin transición pero calculado almilímetro, caer sobre mi muslo con suavidad. No hice nada. Sería que latransparencia del aire estacionados a pocos metros al frente de la playafue tan espesa (pero no veíamos sino la espuma estrellándose ydesaparecer) que me abotagué, no hice nada; que saqué mi billetera paradisimular; que la estrechez del auto se estiró y en un segundo se contrajocomo un nudo, o se chupó absorbiéndome, igual que un guante de cauchoque se pega a una mano húmeda sin poder salir, obligándose al mismotiempo a penetrar viendo la mano blanca de Alexis descender hacia mipierna, demorándose desde su brazo, eludir la palanca de cambios,sobreelevarse, y atravesar un peso, cayendo en mi muslo, caliente. Unamateria sin aire se apretujó en toda la parte delantera del auto y quepodía amasarse de cualquier manera, hablando mucho o en silencio. Peromi paz era extraña. Alexis no comprendería la posición de mi cuerpodurante el escaso diálogo que siguió y que se terminó muy tarde, bastantecorriente para él, lejos de la carambola, de lo que yo comenzaba a vercomo un alambique casi grotesco puesto que sólo yo veía el crepúsculo ysabía: Alexis continuaba tan igual a sí mismo que mi presencia,concentrada, para él, en el pasado y en mi pierna, se reducía finalmentea mi reflexión sobre él y a una paz como sin objeto, que a su vez propiciabami silencio, y acrecentaba en Alexis el calor de su mano: su ignorancia,su seguridad, y la de toda la tierra. Don Guido podía seguir siendo eruditoimpunemente, Guido podía aún besarme la mano sin que yo me moviera,el crepúsculo podía también ocultarse, la bruma de la caminataconvertirse no en un atributo sino en una mujer, Guido fijarme con unsollozo estúpido al lado del armario portugués incrustado con nácar en elsiglo dieciocho. En buena cuenta: el silencio como resultado de unaencuesta, y el hombre cual un juego de billas. La mano de Alexis subió

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ligeramente hasta mi ingle con el meñique estirado rozándome elmiembro.—La espuma es blanca.—Alexis, ¿qué piensas de Lucía?—¿No crees que lee demasiado?—A su edad yo había leído el doble sin ningún efecto. La inteligencia esuna coladera pero la de Lucía no me parece serla, justamente. Cuandome explicaba su libro estuve a punto de llorar. Creo que es una vaina.—¿Sabes que me confesó, hace años, que sentía ganas de matar... Lasorprendí con un cigarrillo de bruces contra un insecto hasta que le acercóla punta encendida, y el bicho reventó.—(...)—¿Tú subrayaste esos párrafos?—Mishima tenía la obsesión de la sangre. la obsesión de la blancura. Enotro libro él dice: de la necesidad. Casi lloré, pero—Mishima es sólo un libro, San.—Él se suicidó abriéndose el vientre, Alexis... Es cierto, de otro lado,que es sólo un libro, dije riéndome. Alexis me tomó la mano entrelazándolaa la suya con mucha suavidad, y diciendo sin mirar que a la entrada de lapropiedad de don Guido aparecía la isla doblando la saliente del cementerio,pasado el cual yo descubría la playa, la iglesia y una torre de vigíasobresaliendo entre los eucaliptos y unas callejuelas desmoronándose enun vértigo hacia el mar. Pensando en Lucía mi sexo se hinchó débilmentehaciéndome abrir los ojos, y miré a Alexis, pero alcancé a recoger mibilletera y protegerme con algún disimulo. El disimulo no era necesarioporque mi libertad era paradójicamente mi propio silencio, en el que yomantenía, con el sol violeta oscureciéndose, no sólo la humillación deAlexis, sino toda su tranquilidad, dándole como un volumen a su belleza.En el recinto estrecho del automóvil e incapaz de hacer un gesto, puedohasta decir que yo construía mi casa. Una propiedad sin límites, absoluta,sin falla, sin nombre. Todas las casonas de Vatera afichaban los suyos ensus entradas para hacer durar la propiedad y el sustantivo, el trailer mismo,en el patio, los aferraba a ellos mismos incluso durante sus brevesdesplazamientos por la montaña. Mariano pasó por detrás. Alexis medijo «Mira?»—Mira a Mariano», me dijo Lucía. Bello como un áspid. Alto, erguidocomo un sable, suave como un césped: frágil hasta su transparencia.Contemplé aturdido sus manos tomando casi inmóviles un pan, una taza,dos líneas en sus labios, una sonrisa de fuego, sin poderlo creer, buscandoafanosamente en sus cabellos y en el perfil de su nuca y en sus ojosblancos lo que ellos respondían al abuelo más allá del retablo, más allá dela casta, de la casona, más allá de su reciente prisión política y de unpulmón podrido apestando en ese comedor augusto.

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—Incluso si no tuviera ningún Dios, me decía ese amigo, tendría suenfermedad y la de aquellos que creen en alguna religión: la de los otros;y la del sentido profundo de la vida, don Guido.—¡Ha! Mariano, mi viejo, es que su amigo dudaba. Me recuerda a nuestrovecino, mire, un pobre diablo que me decía que su vivencia había sido lade desembarazarse de la civilización judeo-cristiana y de seiscientosmil años de homo sapiens: «Me saqué eso del hombro pero, carajo, mesalió una hernia.» Perdóneme la grosería. Mi vecino ya no se interrogapero el pobre tiene una hernia. Yo nunca me he hecho preguntas. Miresolamente alrededor. El mar. Mi salud moral es de fierro. La he forjadocon mis manos, ¿eh Alexis? Pero lo veo debilitado últimamente, Mariano.»Lucía enrojecía a mi derecha, o me advertía, usando de nuestro conveniocon un ágil movimiento de sus dedos sobre la mesa, que el enfrentamientoy las palabras estarían pronto a mi alcance. Y que yo sentiría lejos deella, como la convulsión inmediata que Lucía no podía apercibir en todomi bajo vientre, que la respuesta sería una mirada en la nada.—En su duda mi amigo no cesaba de gritarme: «Dios existe, pero nocreo en él.» A veces terminaba extendiéndose en el centro justo delcrucero de la iglesia hasta que un rayo caliente, por el vitral, caía en sucara.—Un fanático.—«Soy una escultura», continuó diciendo Mariano, y comenzaba su cursode historia diciéndonos: «La obra de arte es tan bella.» Don Guido, nodude, o hágalo, porque no importa. Mi amigo había convertido a Dios enuna cualidad exclusiva de su cuerpo, algo así como si vuestras obras dearte, perdóneme la ocurrencia, fuesen mi pulmón. Quiero decir la cárcel.¡Oh, poca cosa! Una expresión, o lo que mi amigo llamaba: «Dios existepero...» En realidad yo tampoco dudo, y es lo que me diferencia de usted...Hablamos de genealogías y de colecciones privadas, y vuestro retablose reduce a mi barriada, don Guido, como el cuerpo de mi amigo bajo elvitral... La luz era su desaparición. ¿Sabe que la sevicia, sobre todo laexaltación de los que la sufrimos, es para ustedes una idea, como vuestroseucaliptos? Casi nada. Una agitación.

Mariano dijo: «Es como comer», bajando la voz como una luz, hasta unasonrisa y un movimiento febril del cuello, plasmado entre su boca y laspalmas de sus manos sobre la mesa, y una algarabía de pronto afueraentre los dedos de Alexis y el cuello de Lucía en el sol. Trato de rehacerla hermosura extraña de Mariano en ese cuerpo próximo al mío y saberpor qué yo no retenía en mi vientre la palpitación progresiva y tibia, demi sexo. Lucía levantada haciéndome un signo rápido se quedaba por uninstante en lo demasiado próximo, o en un tiempo remoto, o por venir,pero de todos modos vano, allí, al lado del signo que Mariano representaba

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envuelto con una simple túnica de lana negra, igual a una ráfaga lejos,mezcla de serenidad y de lucidez, entibiándose y humedeciendoirresistiblemente mis ojos a medida de la contemplación y de su estatura,de su inmovilidad, exacta (fue una visión) al rumor atroz de un cuerpoen su deseo de afirmar la identidad. La misa, la suya, que la abueladeploraba, gesticulando, por haber sido oficiada con un sermón inexistentecomparado a la sabiduría oratoria del nuncio, no termino quizá de hundirmeen la conciencia sino en el silencio impuesto por Mariano a sus fieles,que esperaban la resurrección de la carne rodeados por el ejército. «Quétienes...» Que nos cuenten su vientre, esa facilidad de su humanidadechando fuego sobre la tierra convencido de ser el mejor hombre de latierra tres días antes de ser Dios... Un aborto del uno y del otro, unacalidad infinita. Mi cadera rozaba el cuerpo fresco de Lucía,con la bocanada atragantada pugnando por escapar de esas bóvedas bajolas cuales Guido se aferraba a mi mano, mirándome, solo, desesperadode amor. Una familia perfecta, absoluta, sin falla, en la que la curiosidaddel hombre podía tan fácilmente encontrar el arquetipo de lo que crece,de lo que germina, de lo que se hace a la imagen del orden, sin nombre,cual una substancia, «una quietud doméstica fecunda y creadora.» Lafamilia de Alexis. Era exactamente como si mi conciencia, o mi extremadafatiga, perpendicular porque mi cuerpo estaba de pie, alcanzara adistinguir, tocando a Lucía en medio de ese olor infecto y de un vahosalido de todas las bocas, aquel clamor incapaz de remover y agrietar lasparedes del templo. Apenas me excité, adquiriendo sin embargo comoaquellas flores de mar la entereza de aquel que sabe que su salud esincólume, aun estando débil. Echado sobre esa arena que habían formadomillares de conchas y de piedrecillas, escuchaba asombrado cómo elagua corría abajo, con mi oreja pegada al lado de Lucía y de Guido.Recuerdo que dije que quería quedarme allí. Eso cobraba valor de símbolo:oía el agua sin verla, inalcanzable a diez centímetros, pugnando por convertirel símbolo en lo que era: el agua a mi alcance, un monte pequeñísimoincrustado en la roca. ¡Lucía!—Qué curioso es el cuerpo, le dije.—Por qué.—A veces uno está tan lejos de él...Pero investir un lugar es despojarse de la realidad, y la realidad esincólume. Había visto el sol relucir sobre los eucaliptos, elucidando si elhombre era capaz de dominar la angustia y el dolor por medio de ellosmismos, o si el llanto era una cualidad de Guido esperando mi respuestacuando el hombre no hacía sino elevar el dolor hasta la tragedia sólo paraque el dolor no rampara. Y uno se creía a salvo reflexionando. Y cada unade las reflexiones, ligera, evanescente (pero no eran sino uno o dossobresaltos de las tripas) me reconcilia con algo que no existe, el paisaje

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se caga en el orden de nuestros pasos, en mis ojos clavados en un atributoinalcanzable, en su misma égloga: porque la reflexión más extravagantedel hombre en busca de su salvación iría hasta clasificar el paisaje, unaespecie de molino restaurado, un balcón rústico de donde ver unarroyuelo, un sauce llorón y el serpenteo clásico del agua, al fondo laondulación de una loma. La égloga, la miniatura medieval, el sitioconvertido en «sitio». El olor cálido que queda de Lucía y de mí, al ladouno del otro, no es nuestra fatiga sino el desastre, y la euforia, dos cuerposerguidos, la espalda de sus rodillas y de su vientre. «¿Sabes que la tierraentera no me ofrece albergue, en ti?» (En el fondo, señalaba el tembloteode una anémona de mar bajo un techo que yo desconocía o los dedos deun personaje indiferente, por último, pensando que eran mis dedos ensu flor. El pecho blanco de Lucía tembló levantándose contra mi cara ymi boca resbaló, soplando la hierba, una fascinación en la hierba) el pechode Lucía no eran sus senos, que yo toqué bajo sus ojos abiertos con todaesa inocencia rarísima apretados entre mis manos musitando sobre ellosen un orgasmo previo a la tierra. Antes de humedecer mi tierra en susojos sabía que sus senos abiertos a mi alcance no eran su pecho en elaire, hecho él de escultura, de aire libre. Visión apenas de un atributoacercándose de lejos entre ramas de eucalipto y acomodándose para míhasta que mis manos hurgaran, aspirando a desaparecer en las lomas.

Lovaina, otoño 1974

1 Sin ‘¿’.2 ‘agilísimos, diestros’.

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relatoaparente (xii)

mariví. Un cuarto que hubiera podido ser a la Mansart, si yo hubiesevisto el diccionario a tiempo, o si Mariví, al hablar...

Mariví: en mi cuarto no hay sino la mesa en la que Mariví puso susmanos, leyó mi carta y preguntó a Dulcinea: «quién es». Creyendo sinduda que al hablar Dulcinea respondería, etc. cuando Dulcinea ni siquierasabía que yo llegaría, tomaría también un café, y como en esas preguntasy respuestas, yo le preguntaría quién es Mariví, y pondría un huevo,como las gallinas. «Qué carajo», dijo Dulcinea, y yo escribí: «Lima esesa ciudad maravillosa, aunque Mansart se hubiese cagado de risa.» Mimadre desde su concha acústica planea sobre ella en plena navidad contodas sus piernas desplegadas y lo maravilloso sucede, tiene lugar. Estoysolo. Como si ese ojo húmedo, histérico y peludo al estremecerse sobrela mesa y escrutarla hasta el huevo sacara a la luz, una pregunta sublime.

Tengo allí ese vacío.Me doy cuenta de que hasta el día de hoy vivo la realidad de lejos. Delcuarto tengo una visión. Miro la mesa profundamente. Mariví no existe—o si ella estuvo allí parada, con las manos encima, y ligeramenteinclinada sobre ella es porque tal vez; y eso se transforma ahora queDulcinea no puede sino estallar delante de mí en una carcajada amorosay pensar por mí que Mariví estuvo allí pensando una milésima de segundopara mover su cuerpo en una pregunta con ese ladeo preciso que tiene,

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— gastón fernández —

quedarse perdida un momento como en algún sitio y zambullir su ojo,estremeciéndose como una madre. Hasta que el orgasmo se produjo.

Esa maravilla increíble, si no me hubiera ensuciado la cara mordiendo lacarnosidad de un fruto, o saborear ese café, yo flotaría más, o quizá mejor,en la visión. Quiero decir: cada vez que mi razón hurga en la realidadcotidiana ésta se aleja, absorbida por un pompeo maligno, por una especiede impotencia. Y lo maravilloso sucede, Lima existe, bajo el alto patrociniode su majestad mi madre. Macha combustible, serenidad fastuosa pianopreparado, todos sus pelos alusivos, y la ciudad tiene ese grajo que yopuedo ver, que se incrusta en mi columna como cuando el invierno oscureceel mediodía en otros países.

(La vanidad de esta reflexión no tiene nada de extraordinario. Limaexiste. Mi madre se empala en ella diciendo en un vagido: es delicioso,y me doy cuenta de que la realidad me es tanto más una vivencia cuantoque ella tiene lugar aquí, en una arista que se afila de pronto en mi cerebro.El invierno me agudiza. Me funde en él mismo, o me hace creer que latierra es redonda desde mi mesa y que en mi entusiasmo todas lasciudades se asemejan. Lima, Mantua, Malagar. Mi campo de visiónproyecta la universalidad bellísima de la ciudad hacia un astro pacífico,climatizado, arborescente, que suspenda mi existencia en un área sinidentidad, sin ancestros, sin substituto. Sin metáfora. Pero el ladeo espreciso, puntual, mi madre me dice imposible retirar las manos de esemarasmo abierto como un arca, y el ojo se desorbita. Y Lima eructa.)

Mariví.

Trato de no racionalizar ese fenómeno y la conciencia me arrastra. Lamesa de mi cuarto es impertérrita en la penumbra, imaginaba a mismanos tocando algo, una miniatura, el agua, la totalidad, y eso, un astrovelludo, luego de su realidad, adquiere el realismo de la visión. Por últimono estoy aquí, o hubiese podido estar en otro sitio. Concluyo que Marivíno existe, o que existo por trozos. ¿Puede hacerse que el sitio sea unaimagen? ¿Una arquitectura fuera de la ciudad, un tacto fuera del cuerpo?La alucinación, mortal, de alguien haciendo su aparición cuando esperasa alguien y lo que surge es sólo su revestimiento. Igual que una inversión,que el rebote irresistible de una gota. Un trastorno: algo es habitualmentetranquilizante, doméstico, maternal, una disposición a la continuidad: uncuello delicioso desnudado por el emblema alto de un moño, y lo queemerge a la misma hora, pero bajo otra estación, no es la claridad del

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mediodía, es la medusa: todos los reflejos condicionados que nosmanipulan adormeciéndose sólo porque el invierno oscurece la tardeantes de tiempo. Me pregunto si conocían tu cuerpo. Sí, claro; no digo tucuerpo, quiero decir esa sombra finísima e impalpable entre los muslos,simplemente la idea de tenerla allí sin que el aire tuviera que moversepor ello. El reflejo detrás del vidrio. La inmovilidad. Qué carajo, enverdad. Leo Mansfield, Mansart, Mantegna, Manosque, Manolete, veotodo ordenado en una sola página, previsto. Sintetizado. En ciertosmomentos (en el aroma del café, aquí), volteo instantáneamente la cabezapara ver cómo esos cabellos y esas sombras pueden-no-ser el ser que elsitio coloca en esos cabellos inexistentes. De qué modo ese cuerno en elculo de mi madre, esa caída del mentón, esa blancura pueden no ser laidea que tengo encarnada en lo que se desvanece desde el momento enque lo toco, y por qué orificio. Sobre todo si ella está allí. Entonces fumo,o miro mi cuarto. Y el diccionario se organiza, se ordena en cuadrados yen rectángulos, hasta en textos para la información. Piensa, ma belle:esa ciudad increíble proyecta un vuelo de pájaros en el aire a la vista detoda la redondez de la tierra y es como si nada, Lima caga su propiasubstancia en la rama más alta de la ciudad dando a la realidad del vuelola maravilla de su inexistencia. Grajo genial. Ovulo sublime, y heme aquíleyendo: «Mansfield», «Mansart», «Mantegna», «Manosque», «Manolete»cual si hiciera mi entrada al mundo por el ojo minúsculo de un detalle.Minúsculo majestad, culo menor, puerta estrecha como no hay dos, uno delos cobijos de la grandeza, fenomenología pura en la que el descubrimientodel mundo es más que una palabra usada más que una cueva demasiadofrecuentada no es verdad

Siento ese ritmo doloroso en las piernas y en los brazos, como si creciera.Katherine Mansfield está intacta, mi vida, esos dedos ágiles sobre elclavicordio. Habitualmente distraída, y preocupada por los pliegues desus cejas, particularmente en la víspera de la menstruación, deseosa deun párvulo y de un sol tibio en su ventana, de esas pequeñas pelotas devello amarillo cada vez que ve a un pollito en la mañana, mi amor. Esmás: esperando dar a luz a un genio —soñando con la multiplicidad de launidad desparramada en el aire y en todos los huecos posibles— elladistribuye el día y la noche entre su marido y su diario íntimo poblado delombrices y de recuerdos. Un abejorro inquieto en el culo. La remembranzade los dedos de su marido arreglando cuidadosamente un pequeñopliegue entre sus cejas. Un cuadro encantador. La genialidad de mi madresalpica. Los diálogos venenosos que susurra con Frederick Goodyear y conesa remembranza digital se enrollan en nuestras habitaciones familiarescon la sonoridad de la muselina que recubre su cuerpo.

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— gastón fernández —

Prolongación.

Tarde o temprano estaré muerta verdad, dice, escucho esos soplos llegardesde el salón. La tierra está húmeda se diría que el invierno nos deja,es sorprendente ¿verdad?, mi vida, ver con qué violencia oscila unagruesa rama en el árbol cuando un miserable pájaro la quita. Imaginofácilmente que el miserable lo sabe y que siente adentro esa arroganciade la muerte...

Arúspice protector. Trayecto imperturbable hasta mi cuarto. El asombrode la muerte es esa transparencia táctil que deja una huella de liquen enmis labios: la realidad vital de su aparición, los pasos lancinantes de suespejo dirigiéndose hacia donde me encuentro con el deseo de que sucuerpo se diluya a mi lado, la lujuria de mi calma, la dulzura de loinevitable, la alucinación de la decisión en todo el esplendor de miconciencia apretando hábilmente mis manos en el cuello delicioso de mimadre. Sin pensarlo. Hasta con amor. Casi diría como un cambio deestación. Mi súbita trayectoria de muerte llega hasta su vientre. Marivíse exhala con toda su concha retorcida contemplando la satisfacciónvidriosa de su ojo que desencaja el vagido como si fuera la inmortalidad.Y lo maravilloso sucede: el recuerdo: el proceso del abejorro: la ligazón,la cola del cometa, el tránsito hacia la perennidad. «Pero no es casi nada»,escribo. La perennidad de la generación no se suspende por gusto, nochetras noche, entre un culo que arde y la inscripción del alma sobre unahoja de vidrio. Piensa, ma belle, que Lima sudaba noche tras noche a laespera de esa epifanía cumbre. Mandrágora incapaz. Manta en permanencia.Maternidad ordenada por la certidumbre siniestra e infatigable del frote,transmitida por esa mujer extraordinaria, con todo su amor, al cuellodelicioso que llevo por las calles cual una génesis delicuescente.

Sensación de ligereza, de vapor. La trayectoria en ida y vuelta. Una verdadmajestuosa escurriéndose por entre mis piernas: Katherine-Mansfield-ya-no-es. Katherine Mansfield desvanecida para siempre entre lascochinadas sin mancha del universo, Katherine Mansfield llorada por lossuyos, su marido etc., y la hombría de bien. El pensamiento natural de sudeceso. Obito orgiástico: sensación de ligereza, de vapor. Naturalmente,Mariví no piensa un solo instante por qué, si yo. Por qué la esfera únicaque ella forma al ladearse y sentirse empalada por el sol con esa génesisa la vista, es una esfera perfecta, intocable, que nada puede desarreglar

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puesto que el amor es la medida de todas las cosas. Mamá. Qué prestancia.reafirmando su propio axioma en el hecho fenomenal de la vida. Quécarajo ¿verdad? Qué infatigable felicidad. La inocencia esférica de mimadre no nos permite establecer diferencias. Su ingenuidad es como lasutileza de mi visión, la ósmosis, la encarnación en lo absoluto, en la palabra,el cuerno del minotauro hasta su boca, el vagido hasta que el matador loconsuma, Manolete Mariví, la esperanza hecha sol en la histeria, el burladorde Sevilla, la cronología, la literatura y el entendimiento negados, de unplumazo en una orgía vespertina con Frederick. Oh, no, una orgía sinimportancia, porque no era Frederick, era Manolete, el cacho habíallegado intacto hasta el ojo, a través de la femoral, de la ingle, de laverga donde se detuvo una milésima de segundo para reanudar su trajínde muerte por esa vieja tábula anatómica cuya ordenación se convirtióen centella, en vómito, en prodigio. El cacho seccionó la fauna del vientre,cortando un proyecto de eructo en dos —estertor final liberado de lasamarras de la espiritualidad, palpitación atronadora, hurgo soberano, ysonoridad solitaria a lo ancho de un meandro sin fin, hasta que el pompeopropagándose por la violencia del choque se licúa por el ojo esperanzadode mi madre en un éxtasis que se descalabra, que se irradia en infinidadde lucecitas, y repercute en el arca memorable de su culo ¡mi vida...!

Soy yo. La plaza de Acho hecha mierda, incapaz de acoger tantadelectación. La curiosidad del minotauro tratando de esclarecer ellaberinto, loado sea Dios. Estupor unánime de la muchedumbre en lostendidos. Desparrame.

Irradiación.

— relato aparente (xii) —

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— gastón fernández —

Encuentro mi cuerpo caminandosin ningún esfuerzo cerebral. La muerte de Manolete cunde en todos losámbitos de Lima cuando mi madre vaciada por el dolor me besamaternalmente el párpado izquierdo en plena calle. Funerales anales.Multitud. Hubiérase dicho que su lengua en mi ojo succionabadesesperadamente el vacío líquido de un hueco, con un estrépito casivulgar. Sueño, liquidez, o qué mierda en esa ansia de removerme lacórnea. Sobre todo el rincón astral con el que soñaba y entre otras cosasbalbuceándome desde el onomástico de su delirio si los ojos del espírituserán capaces mi vida, de reorganizar mi vidrio... Qué carajo. Esa ciudadindisoluble abriendo su conciencia a la realidad, a su esencia infinita,bellísima, en la que el aire podrido vivifica sin remedio incluso la flor.Arcano mirífico. Katherine naufraga pálida entre el deseo insoluble delculo y la descarga, el delirio de inculcar la indiferencia, cómo solidificarla mierda que se me propulsa desde abajo, mi amor, esa abundancia asuntahasta la boca, cómo voluminizar el vaho, diferenciar el amor. Mariví delira.Yo comprendo tarde sin duda. Cada vez que camino, o que llego, la gentevoltea para ver, atraída por el mínimo ruido que produzco, miles de añosdespués de la civilización. La champa de mierda que encontré en latumba del astro en el cementerio de Córdoba, en forma de flor en honoral peregrinaje póstumo de mi madre. No sé dónde detener mi reflexión.En una carta de amor exangüe a Frederick, su remembranza parecióreconciliarse al final con una calma aparente, reflejada extrañamente ensus dedos áscuos, rascuñando la existencia. Madrigal, espasmos cadavez más cortos, diciendo: El sol echa una magia sobre toda cosa. En elgran montón de arena al borde del río los niños han cavado túneles ycavernas, sentados adentro, sus cabellos resplandecían con el sol. Aquíy allá un hombre yacía boca abajo con la cabeza sobre su brazo mi amor, elrío plagado de estrellas de plata, repitiendo: soy una parte del sol.

El crisantemo crece en las noches cortas del invierno, es esa champa enla tarde, cuando llego. La deliberación es corta, el túmulo visible. Elcuerno está achatado, y se enrolla a todo lo largo desde su incisión máso menos profunda en la piedra, recorriendo sin ninguna prisa, sin ningúnerror, el trazado del dedo. El vagido obsesionante de mi madre taladrami conciencia desde el cráneo hasta el ano, con esa envergadura delamor, un ladrido; la realidad, una flor de plástico marrón depositada sobre

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la tumba imitando piadosamente un montoncito fresco, un montículo detierra, ninguna otra imagen delante de mi promesa más próxima a lacagada de un cuadrúpedo. Mi estupor no es un adormecimiento, o unainestabilidad del cuerpo sometido a la gravedad, como cuando dosreflexiones sobre la natividad hacen del hombre un parecido, unespejismo. Quiero decir: atónito delante de esa flor, sosteniendo mi cuerpocon lo que mis ojos no logran encontrar alrededor, incapaz de retirar lavista de esa mancha, el crisantemo se enracima en la lápida, hinchándose,con un latido viscoso, hacia arriba, una burbuja, chorreando la erupciónhacia delante, aglutinando sobre la tumba una ligera secreción defilamentos, de luz. Me pregunto qué gesto, qué armonía, qué manoamputada de la muerte irisando la palpitación de un ciclamor. Katherinehabía esgrimido, en un arrepentimiento, esa intuición, la de la cosa atrás,un eje girando sin ser visto, obligando al invierno a depositarse sobre lasombra de una rama, al cuerpo a preguntarse si es él, al culo si el ritmoes en verdad la rapidez, a mi ojo si el universo no es un esputo sobre unvidrio. Debo imaginar, nada más. Respirar profundamente ese canto regiosobre la tierra, parado con un calor infecto en el cuerpo para que mi ojoprogrese entre la cojudez, un retrato desconocido de Mantegna y micuerpo consciente de la mierda en la cabellera extravagante de Antígona.Mis ojos logran apenas diferenciar en ella la humanidad de la exhalación,la carcajada del apego, la aspiración maloliente del hombre hacia lapalpitación, la intensidad, la vivencia etc., la transfiguración, todo eserecoveco secular. Mariví preguntándose: «quién es», en un recinto en elque la naturaleza no tiene tiempo de asombrarse. La chorreada del crisantemomojó lo poco de verdura que observé bajo mis pies, descolgandopeligrosamente el retrato. Alguien hablaba con su perro, lamiéndole lanariz con su cara, fulgurante de vitalidad, en la que el perro ahogósilenciosamente un quejido. El otro insistió, y el espectáculo del hombrese produjo a mi lado durante un largo minuto en el que el porvenir de larazón, el lenguaje y la tembladera amorosa del perro se disolvieron enuna acumulación de horror. Un ancho deseo gástrico de morir engendrandola continuidad nefasta del aire. Al cerrar la reja y partir, el único paisajetranquilizante en medio de toda esa barbarie: el olor de un filamento enla hierba. ¿Certidumbre

Mirador. Museo Poldi-Pozzoli, Milán. El borde está roto. Atino a decidirque el retrato se le parece, pero es bien claro, jugando sobre todo consegmentos de círculo. Es curioso. A la derecha está ella, y su contornose dispara hacia arriba en una pirueta linear, simplísima, ovalada, tanligera que su inmovilidad se desplaza en un fluido desde los pies delniño sentado en el muslo hasta la cabeza de la Virgen, que se retuerce

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— gastón fernández —

cuando el óvalo cambia de peso. Supongo que algo pasa, en el recorrido,porque a la izquierda es otra cosa, el óvalo se descompone hacia abajopegándose contra el cráneo del niño, y empieza a rebotar en semicírculos,la línea del cráneo se curva y el rebote se aprieta contra la cara del otro,recae sobre otra curva, y un intersticio, luego el arco exasperado de unjeme, y el semiculo del niño adherido a la esfera de la rodilla. Sigo losintersticios con mi cabeza porque entre cada rebote hay una raja, cualhacer un movimiento para adaptar mi cuerpo y eludir el resto, o adaptarlo,al aire. Quiero decir que mirando los intersticios me muevo, el retratoes como que pasa, de otro lado Katherine me decía: mira, mi amor,Mantegna era sólo por error, por último, y ninguna fuente podía indicarcon seguridad un origen oscuro o al revés. Como si él hubiera tenido queparar por una puerta giratoria sin dificultad cuando una puerta, su razónde ser era precisamente la de causar problemas. Mi madre me dice:causar ansiedad, volteándolo, quizás. Ningún color y la oscuridad casiresplandeciente del fondo, que se moviliza como una amiba radiante. Elesfuerzo de mi espalda es inútil, atracada entre la saliente del culo delniño y el arabesco de la composición, que se termina abruptamente enplena raja mayor, sin que ninguna protuberancia de la Virgen me distraiga,a pesar de todo, pero mi ojo resbala, buscando cómo tomar ese feto móvilpor su contorno. Me pregunto, en un descanso, si para la preocupaciónde mi ojo o si es Mantegna, evacuándose en la historia sin darse cuentadel óvalo, que se chorrea de un trazo soberano, remojado en la salsaardiente de la antigüedad —aleteo, búsqueda desenfrenada de losmenores fragmentos útiles para la reconstrucción de la imagen del mundo,mi amor, sólo que Mantegna en Lima, el Renacimiento no hubiera sido.Vasta simplificación de un genio enardecido por un coágulo en el cerebro,cagando la solemnidad del amor en la imposibilidad del brochazo decorregir el azar sino por adelantado. Apetito milagroso, preguntándole ami mamá si esa ciudad es posible. Mariví se violenta aferrándose a lamesa con otro ladeo, para entrar, o reteniendo sin éxito un resoplido quetermina esparciéndose sin embargo en mi cuarto, con un olor poco común.Qué carajo, me repitió Dulcinea, Mariví va a abortar. Su carcajada esesbelta, con toda la envoltura que ella sabe darle al acto creador en uncafé. Yo no respondo. El amor que tengo por la incandescencia comosentirse atolondrado por una nochebuena impecable, caminar por unacalle en bajada con el viento atrás, nada que hacer no es verdad, con elascensor que tomo para bajar, pero me equivoco de piso creyendo que esallí, cuando es más abajo. Una insuficiencia del aire, el vientre se merevuelve durante una milésima de segundo en el preciso momento enque creo que, y el ascensor continúa. Dulcinea me mira mirar. Yo le escriboa Frederick, cuya interrogación perdura como las aves del campo. Medigo: qué mierda. El despliegue aéreo de mi madre, que no oye nada, es

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hermosísimo, espectacular, efervescente refrescante etc., ni ella mismaen su planeo cree en su propia mierda que se desprende del culo apesar de que el aire se solidifica por el frío.

Lovaina, invierno 1974

Gaston BachelardKatherine MansfieldOtros

— relato aparente (xii) —

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— gastón fernández —

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relatoaparente (xiii)

«El impacto fue tal que el rebote voló. Nerón miro detenidamente,disminuyendo apenas el ruido para oír. El carro permaneció en el airedurante todo el instante en que Nerón aminoró la velocidad, sacó el pieldel acelerador y paró. El carro se suspendió donde la insatisfacción,como una transparencia, ordenándose justo al alcance de su mano eldeseo colgando arriba con el peso implacable, como acomodándose en ellímite exacto delante de él, todo el lapso en que Nerón se acordó de lacara del otro, jodida por el sol. En un momento el rebote del carro parecióinmovilizarse en el aire, con una proeza, ladeándose en direccióncontraria y detenerse, y comenzar a caer, dejando suspendida una cabezapeluda, que fue a estrellarse en seco contra un árbol evaporándose enmedio del polvo como si fuera una gota. El carro volvió a estrellarseviolentamente contra el suelo y el rebote voló, en añicos, con una fintasin embargo al final, que lo diseminó en el aire cual una angustiaresplandeciente. El espectáculo fue fascinante. El falo de Nerón pateó.Nerón aminoró la velocidad, el polvo del estrépito lo cegó, una náusea seendureció inexplicablemente en su garganta llegando hasta que la bocase ahogó obligándolo a hablar. El vómito se propulsó súbitamente contrael parabrisas con un grito que salió de Leonor. Nerón buitreó, logrando apesar de todo retenerlo e incrustó la mano en el freno. El carro del otroterminó.»

(En: «Nerón, episodios de la vida de un artista»)

nerón entró en la propiedad del agua como quien entra en la diferencia.Allí lo ordinario no se asemejaba y la resultante fue un paso más allá, queNerón dio. Sin ningún porvenir, sostuvo que a los treinta años se es un

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— gastón fernández —

hombre funcional porque los fenómenos naturales están lejos de losprocesos reflexivos. Ejemplo, se dijo. En el fenómeno del cielo no lograbahacer partir el rosado del azul cuando me detenía a pensar y mirando deun lado a otro el movimiento decide. No importa adónde ello conduce,pues el conocimiento no tiene límite, ni el cuerpo. ¿De qué depende, yque los tilos sean los últimos árboles en oler?

Hay que decir que su estatura no lo favorece como él quisiera. El olordel cuerpo de su padre frecuenta todavía su memoria olfativa y él seencuadra en la fuga plácida del muerto, que había expirado abriendo laboca y adhiriendo en las paredes del cuarto en un recurso último unpedo relámpago precisamente cuando el pequeño Nerón hacía su entradaen lo que no es para nadie, sólo para él, el arquetipo del gesto. Desde elcontacto con la lluvia sonríe, e incrusta su mano en la idea, pronunciandovarias cosan que presiente desde su cuerpo: «La idea me toma literalmente,en ciertos pasajes del mirlo, en la proyección de la autopista. Tengo laimpresión de estar muerto. La procreación no necesita de la música. Laidea no tiene ninguna exterioridad. Ninguna exterioridad.» Nerón serecostó sobre el parapeto sin inclinarse demasiado de modo que su cuerpose inclinó para observar y contó, citando cifras, el rompimiento del aguahasta que ésta pasó aclarando la autopista y mirando de lejos suconformación, al mismo tiempo que su vecina sacaba medio cuerpo afuerade la lámina que los separaba. Dos senos se recortaron. Nerón hizo ungesto con la mano derecha y se aseguró mirando con atención de que elespacio alrededor obedecía. Torció el timón, miró bien la hilera de lostilos, se perdió un rato en la contemplación, habló varios minutos con sumujer.—¿Qué miras?, escuchó.—Tienes arrugas en la frente. Es la solana. Cinco años más y otra, quésé yo.—No seas estúpido.

No seas estúpido Nerón, que no te la hagan. Nerón miró hacia delante,casi alucinado. Si los tilos se recuestan a lo largo de la autopista es porquepuedo ver, y porque mi cuerpo cubre ese olor extraordinario del árboldispuesto a la contemplación al emblema, o a la exigencia del amor ——Soy perfectamente consciente de lo que hago, en la realidad como en laficción de mis actos. No siempre porque a veces son crímenes automáticos,como la escritura. Leonor, no hay sino el tacto en el mundo.

Nerón repitió lo mismo. Desde hace varios años presentía una sombraal lado, pero hoy adivinándola me doy cuenta de que sólo es la síntesisdel universo. Eso es una cosa, la otra es que soy tal vez demasiado lúcido.

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Mi inconciencia roza con un placer despiadado la superficie de miconciencia. Lo único que no conozco todavía bien es alguna cosa en elcuerpo pero la adivino: yo-ya-he-estado-allí. Nerón se atolondró, y tocóel muslo de Leonor. Un hombre desapareció detrás de un tilo, lejos,haciendo solemnemente el gesto de sembrar.—Todavía no he estremecido tu cuerpo como cuando la boca eructa.—¡Basta!

Carta de Nerón a su mujer. A lo largo de toda la ruta Nerón sospechóque comenzaba a sufrir una depresión nerviosa del cuento, pero lo másimportante no eran en verdad las arrugas en su frente, ni el sol queorigina todo ese desperdicio, irremediable. «En medio de tanta aparienciade realidad, pero no lo es, mujer, busco que mi cuerpo encuentre laposición perfecta del cuerpo. Nada más; y que se quede allí. La irrealidadque te jode tanto cuando me traslado de un sitio a otro es solamente laapariencia de mi cuerpo, porque-yo-sé. ¿Sabes, mujer?: porque nadiecesa de preguntarme quién soy. Haces la pregunta de todo el mundo.Cuando hago el amor o cuando me descubro chillando como una bestia enesa noción de tu cadera ella se mueve, y eso es suficiente para el resto,porque mi mano tiembla. ¡Pero la tierra se mueve...! Yo le hago unapausa... Amo en mí mismo esa distancia. ¿Tu imbécil se arruga?¡Escríbele!» Nerón se inclinó pensando en retirar la lámina y hacercualquier gesto que le permitiera ligar dos senos de mujer al reflejo delagua, pero la mujer se apartó. Nerón se retiró del parapeto. Nerón repitióal mirarla irse que la seducción era tomar el aire con las manos yaprisionarla como una libación húmeda, sentir el cuerpo erguirse, respirar.El suicidio que lo tomó apareció por detrás de sus hombros, a la altura dela nuca, describiendo por el cráneo una parábola que le veló la frente—la sombra de un gavilán cubriéndolo al deslizarse por su rostro. Sucuerpo pareció escaparse por el parapeto en la proyección suavísima dela lluvia, tranquilizándose abajo, sobre la ciudad. Nerón apretó elacelerador a fondo. Las bujías no fallaban. Tuvo un ligero acceso dedemencia. Dejó al automóvil que él trazara la distancia. Disminuyó lavelocidad, observó su pie despegándose del acelerador hasta que sedetuvo en una velocidad improbable, menos que neutra, su pie seinsensibilizó. El automóvil avanzó solo. Nerón acomodó su razonamientoen la noción del bloque. Era la única manera de retener de vez en cuandosu cuerpo en las calles delante de tanta vulgaridad. Disfrazarse, jugar ala mascarada en el circo. El bloque de la mujer, el bloque del adolescente,el bloque de la justicia — El bloque del paso, exponiendo sin ningunafisura la totalidad de su propia vertical transcurriendo sin descanso sobresus piernas. Cada uno de los elementos del cuerpo humano en perfecto

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— gastón fernández —

acuerdo con la personalidad. La santidad incapaz por sí misma dediferenciarse de las uñas de los pies. La torsión del cuello, respondiendoa cualquier llamado, incapaz de diferenciarse del color escogido para lavestimenta del día. Y no pasaba nada. El crujido de placer de mi Leonorconforme a su alma. De un golpe seco, disimulando su cólera bajo lamáscara, la mano izquierda de Nerón se abatió sobre un paseantedespidiéndolo contra el muro. Su mentón se agrietó feamente, pero sinmayor interés. Incluso el pánico del hombre es inaudible. Mierdas deratas. El suicidio se achicó. La ciudad no lo reconocía. El mismo Neróncreyó durante un lapso que era posible. Ninguna cabellera en todas esasmujeres y adolescentes, putas o vírgenes bajo la luna capaz de removersesin remover al mismo tiempo toda la ascendencia y la prole hasta en laforma misma de cagar! El bloque del cague. ¿Cómo cagas tú Nerón? Sucuerpo se deslizó por una taberna. Nerón se miró orinando, pasó sin servisto hasta el fondo. De entrada su cuerpo accedió a la pestilencia de lasletrinas fácilmente, estirando los brazos para medir su área. No seencontraba tan mal, respiraba al menos, advirtió, la claridad hirsuta delorín, que cumplió en un abrir y cerrar de ojos con su cometido al envolverel cuerpo de Nerón de arriba abajo. Nerón conocía el repertorio de lainmundicia. El objeto universal, la persuasión de mi inteligencia. Suscinco sentidos se alargaron dispersándose en esa atmósfera podrida. Sutacto se amortiguó, el resto se estrelló contra las paredes derretidas delbaño. Nerón se distendió, miró en torno, de una mirada alargó cada objetohasta sus límites, dio otro paso, y la pestilencia fue implacable su manoderecha entró en el orín estancado del urinario tratando de que el pétaloy las colillas que quedaron sobre ella trazaran cualquier cosa, una figura,la operación fue repetida con más calma. Su vejiga se abrió. Nerón dejóal orín asentarse en su mano jugando a abrirla y cerrarla sin que cayeranada hasta que la miró mejor, la hizo girar abriéndola y de un manazo lapresionó contra los agujeros del urinario, con todo el peso de su cuerpo.Nerón se esforzaba. Sus dedos no pudieron ensanchar los huecos y seatoraron, los sacó, sacudiéndolos contra la pared. El peso absoluto. Mipárrafo. Por tres veces, el falo bulboso que Nerón sujetaba con su índicese entornilló en su cabeza, desinflándose en la sangre, con un placer quelo entorpeció. Las hileras se estrellaron contra el parabrisas, su mujerdio un grito. «No es nada.» El automóvil siguió. Nerón alcanzó a ver alsembrador por el retrovisor y se sentó de otro modo. Sus nalgas sesujetaron bien de sus muslos, mas la rodilla golpeó el timón. Nerón sedefinió. Su cuerpo no entraba. El falo se agotó hinchándose con unapequeñísima inflexión y se detuvo desaguándose, cabeceó otra vez, seresorbió, se irguió nuevamente y se adelgazó, en una gota. Nerón la viocaer. Todos los cagaderos de la ciudad. Urinarios de fuente, urinarios depared, urinarios de taza Nerón, justo para los pies, cagaderos de mármol,

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de células fotoeléctricas, de mayólica verde. Qué algarabía. «¡Y ningunode estos mierdas que caminan rodeándome sabe tomar inteligentementela verga con la mano y cerciorarse de que los orificios del desagüetambién nos clavan los ojos! Y ésa es la cara de la ciudad, Leonor. Detestolo feo.»—Lo feo no existe, vamos.

Y cómo. Que no te la hagan. Y los mongoloides. Y la memoria.Kissinger fue el premio de la paz.

Andrés se acomodó en la hierba como una anguila, la mano izquierda deNerón se acercó involuntariamente a la lámina tratando de apoyarsemejor pero la mujer se apartó, sorprendida.

—Kissinger es un cojudo.—Es un pacifista

—Detesto a los mierdas.

Dos mirlos delimitaron la primavera acincuenta metros de distancia uno del otro,sobre la hierba y desde las mismas ramasdel tilo. El fuego destruyó el ruido de lahierba. Nerón empalideció, torpemente. Eltilo quedó, con la traza del aleteo de dospalomas, las llamas se despegaronhundiéndose bajo tierra. «Me aburro», dijoNerón. «Andrés es la idea misma del árbolfrutal, la semejanza de la sensualidad.»Nerón distinguió perfectamente la voz deLeonor.

—Hazme el amor.—¿Hazme el amor?—Hazme el amor, Nerón, insistió ella. Nerón repitió lo mismo. «La cara»,pensó. Tuvo un espasmo en la boca pero se rehizo. Los tilos regresaron.Nerón hizo un esfuerzo por desembarazarse de la vista, miró alrededor,el automóvil se aferró a la autopista. El cuerpo tenía después la mismalasitud. Triangulación longitud, anda Nerón, empújales un poco más esabarrena, tu siglo humanista, la expresión. Hazme el amor, Nerón. Elmismo facies. Nerón se abotagó. Trató de pronunciar su propio nombre,el de las ramas, en un gesto casi inmenso su mano reconoció la diferencia,la lluvia lo prolongó más allá de la lámina, del parapeto, del cuerpodesnudo de Andrés, su cuerpo se apaciguó, agarrotado, el vientredesesperado apoyado contra la corteza dura de un árbol. Nerón miró porencima del parabrisas tratando de alcanzar la misma idea pero elautomóvil se atravesó justo debajo de un anuncio. Hizo un último intento.La huella se resistió, su pie se desnudó en la hierba buscando el aire.

— relato aparente (xiii) —

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— gastón fernández —

Todo su cuerpo se aniquiló, exhausto. Nerón tomó su cuerpo de los ojosde Andrés. «Es el ser más pobre de la tierra, Leonor...»—Creo que si me extendiera en la hierba ella se transformaría, continuó.Figúrate además que ayer le hice el amor.» La cara de Leonor pasó poruna reverberación del retrovisor.

—Eres una mierda.

Nerón miró de un lado a otro, cagó con un estrépito incontenible, elaliento le salió al mismo tiempo por la boca. Miró otra vez a Leonor.«Puta madre. Me acuerdo de todo.»—Creeríase que estoy destinado a avanzar... Andrés, ¿qué relación hayentre la soledad y la ficción?» Andrés dejó caer los brazos, deseandooscuramente besarle la frente. «Nadie sabe que el deseo se cansa, Nerón.»

El aroma de los tilos penetró en el carro mucho antes de llegar a laciudad. Nerón no dijo nada, fue en el momento en que los árboles uno auno se aparecieron rompiéndose contra el anuncio publicitario que Nerónreleyó porque la ciudad se protegía de la velocidad. Nerón y Leonorleyeron. El anuncio era sólido, eficaz. Nerón tuvo otro acceso de humorque se ensombreció, el tórax le estiró enseguida los brazos contra eltimón y la espalda contra el asiento, para olvidarse un poco. El orín sesecó. Haga el clic con su correa de seguridad, y salve su vida. Conviértaseen ciudadano del perpetuo socorro. Nerón pasó la mano sucia sobre lahierba dejada por Andrés. Nerón se acercaba a la ciudad, pretendiendocasi poder reconocerla, o Leonor reaccionó sin embargo levemente, lehizo una pregunta, pero él se distrajo (la identificó al final, reconstituyendosin ganas las torres, los puentes, el ministerio de guerra, las letrinas.Nerón reflexionaba en el poder. No el poder. Una determinada relaciónturbia con el pasado o simplemente con el culo febril de su mujer queLeonor dejaba arrugando el cuero del asiento, inexplicable, sin ningunamancha, o con la idea más bien, del culo, Nerón pensó con rapidez, conuna cierta angustia, en el retrovisor. Pedrada, resolviéndose en el aguao se disuelve, alrededor de la cual todo se ordena «¿Qué dices?»)—¡Tengo la vista, no! Por falta de sitio he tomado la cara estúpida ydeliciosa del poder.—No eres todavía suficientemente mierda.—Todo pareciera sin embargo consistir sólo en saber...» Es así como elhombre ha llegado a descorrer verdades absolutas, uno, los sueños sonmás profundos al alba. Dos, esa especie de calentura, de resistencia,que lo encierra todo, y que me prensa, anda Nerón, encájales el poder

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en el culo tres, eso depende, en el culo o en el próximo discurso público,o haz el aforismo más penetrante oh là là, la sublime indiferencia delgato o el plebiscito popular, cuatro, el poder entrando por las capas vacíasy generosas de la tropósfera hasta por la raja del otro, y el intersticiopopular, solar, para cimentar el puño, el intersticio popular toda la algarabíadel olor, o trazarles la línea desde arriba, la cápita, la raja, la bota. «Lageneralidad.» El soplo amargo del populacho lamiendo desde el suelo elaliento de los otros mierdas sentados bien cagados en sus tronos. ¡Y laseguridad, Nerón, la verga máxima!—Bastaría que te contentes en el fondo con el deseo, con esa vieja bestiaal acecho. Qué sé yo... Tu sirviente, tu puta, tu mujer, incluso tu amante,a veces creo haberte parido sin resultado, dijo Leonor. Pero qué utilidad.O soy genial o quisiera saber quién eres.—Eres demasiado perfecta para todo eso, mujer. Y para decir verdad: eldeseo me agota. Me gustaría verlo un día colgando de algo, allá arriba,sólo para ver. ¿Qué otra cosa hacer entretanto sino convertirte en tupropio brujo! ¡Quién soy! Huevones. Los mierdas que me rodean admirarána todos los personajes con la condición de no encontrarlos en la calle, lasmujeres te miran desde sus automóviles, en la vereda es más difícil,¿verdad? Y con las palabras ídem, jodidas fuera del diccionario. Hay unamentira en esta mierda.» No sólo el poder, Nerón, sino el espacio todo.Entrar, y que el resto no sirva sino a tu propia causa. ¿La soledad personal—Al acecho de qué? Qué sé yo. ¡Y ahora te me presentas como un genio!Leonor. La inteligencia me cansa.

Nerón había alcanzado a comprender más o menos. Una leyenda sedifundía. Varios prodigios conmocionaron entretanto a la ciudad. Nerónse extendió con los brazos en cruz. La eyaculación se deshizo en la hierba.Andrés lloró, pidiéndole a Nerón que la luna se deshiciera. El agua de lalluvia limpió a Nerón de la obsesión del parabrisas, la ciudad decidió laerección de una estatua de Nerón en la ciudad. Leonor dejó de parir.Nerón volvió a encontrarse con el recuerdo de su mujer.

Los tilos estaban inmóviles. Un automóvil los sobrepasóa unavelocidadexcesiva sin poder evitar, cien metros más adelante, al automóvil contrario,que derrapó fuera de la pista luego de catapultar al que venía con unimpacto tal que el rebote voló. Nerón se apresuro a mirar detenidamentedisminuyendo apenas el ruido para oír. Por un momento el rebote del

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— gastón fernández —

carro se suspendió en el aire, con una proeza, ladeándose en direccióncontraria e inmovilizándose, y comenzar a caer, en mil pedazos, dejandoarriba una cabeza peluda que se estrelló contra un tilo y se desintegróen medio de las ramas como si fuera una lluvia el carro permaneció enel aire durante todo el tiempo en que Nerón lo miró, absorto, sacó el piedel acelerador y paró. Nerón creyó contemplar una diadema. El carro sesuspendió donde la insatisfacción, como una transparencia, ordenándosejusto al alcance de su manó la brillantez colgando delante de él con elaura implacable, cual acomodándose en el límite exacto, todo el lapso enque Nerón se acordó de la cara del otro, jodida por el sol. El carro volvióa caer violentamente contra el suelo y otro rebote voló, en añicos, conuna finta sin embargo al final que se despedazó en el aire en una eclosióninverosímil. El espectáculo fue fascinante. El falo de Nerón pateó. Nerónaminoró la velocidad, la polvareda del estrépito lo cegó, una náusea seendureció inexplicablemente en su garganta llegando hasta que la bocase ahogó obligándolo a hablar. El vómito se propulsó súbitamente contrael parabrisas con un grito que salió de Leonor, Nerón buitreó. El carrodel otro terminó.

Nerón bajó para ver. Convencido suficientemente de que se dirigíahacia una fórmula aprendida de memoria, quédate allí Leonor, ypresenciar de la mejor manera posible. La serenidad imperceptible delos tilos, se dijo. Mi proyección el emblema. Nerón se acercó a lo quequedaba del choque. El olor lo agarró. Un olor a mierda, a fierro humedecidoy a algo indefinido que emanaba de diez metros cuadrados de polvoapestando a esa especie de almíbar que dejan siempre los accidentes detránsito. Un charco. El nimbo benéfico reproduciendo en mate, quizá miposición no es buena, la gravedad al revés. El almíbar que Nerón nolograba definir y que se aproximaba al agua, calculó la distancia que lequedaba hasta la ciudad, el radio de acción, las isobáricas de julio, latemperatura, la dirección de la estrella polar, al otro le quedaba un pedazode pecho en el charco y un ojo flotando en la maletera, no había tenido nitiempo de echar una ojeada adelante para ver qué hacer resultado delmovimiento perpetuo some enchanted evening, o de la coordenadaintempestiva de la osa mayor. ¿El paraíso perdido? No mi viejo, Nerón,joder. La llama. El falo y el huevo. La mierda y el ojo. La paloma de lapaz. El sol salió. Nerón chapoteó con la mano derecha en el charco demierda o como de comida del muerto, luego se la miró para ver, pero nopasó nada.

—Huevón.

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Nerón reconstituyó la letrina, despojándose de la máscara, el deseofue más brutal en la asquerosidad hospitalaria, interrogativa, casiabsoluta, de un servicio público. Desde el momento en que lo abandono amí mismo el resto se estira imperceptiblemente, el esfuerzo es inútil,como el límite inexacto de cada objeto. Con la sonrisa del adolescenteque recoge cualquier cosa sabiéndolo, Andrés se agachó, y todo su cuerpose encabritó en sus ojos. Nerón interrogó. Se movió. Andrés le hizo unsigno. Desde el momento en que el ruido pareció tener lugar, la conversaciónse apagó cual una flecha, el cuerpo de Andrés se quebró a todo lo largodel culo abierto desenfrenado y de los hombros de Nerón, que se moviósin ritmo, sin tregua, recogiendo el peso del sol en su cerebro ysuspendiendo la hierba en las manos de Andrés. Andrés le hizo un gestocon la mano, hasta que quiso abandonar los cuerpos. Rehizo sin embargola misma toma, un ulular de la lechuza, se perdió un rato en la nucaahuecada o atenta de Nerón, luego dudaba, pero no terminaba sus frases.Movió la mano, imprimiéndola en el pecho de Nerón, en la idea, queNerón se hacía también de él. Nerón entraba en el juego diabólico deAndrés sin ninguna aventura. Ya había visto eso antes, fascinado por elfuego y tocando la cadera impresionante de Leonor. A ratos gemía,borrando todo rastro, como cuando lo encontraron luego de varios díasencaramado en un árbol esperando, en dos o tres horas de inmovilidad,sin quitarle los ojos de encima, que una hoja muerta cayera, respondiendoa los gritos de sus centinelas una vez que la hoja terminó su caída luegode una serie de peripecias. Diálogos como estos:

Amo los grandes decesos. Me dejan sin fuerzas (Andrés).¿Sabes lo que te hace daño?, el vino bebido al aire libre...¿Es por eso que los que beben vino duermen después en el heno? Miamor, mi pobre amor, trata solamente de entrar en la muerte, Nerón.Qué crees que hago todos los días, la muerte les va a los hombresmejor que un emplasto.No hablo de los días.

Y

Si la voluntad es lo que se ha dicho...El poder no tiene sentido si no empujas la lógica hasta el fondo, hastala voluntad, hasta la lógica.El cuerpo no es voluntario (Nerón). Luego: Cuando todo se muevepor ejemplo, cuando no pasa nada, algo te queda, algo se queda

— relato aparente (xiii) —

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— gastón fernández —

siempre. El deseo, Andrés. Como una costra colgando en tus narices,o como si la vida tomara forma.¿La perfección colgando delante de ti? Allí Andrés se reía pero éltambién se agarraba de la desesperación de Nerón esperandocualquier cosa, el sudor pegando en ellos cual desde un forado, laverga arbusta de Andrés se acomodó casi sin moverse justo entreun latido y el siguiente, con Nerón en medio, ido, pudiendo decidirque el resto se fuera, una satisfacción perfecta.Pero la perfección es una abstracción (Andrés). Y la abstracción esun equivoco. Y el equivoco siendo una palabra, o un acto fallido, loúnico que queda es la lógica.

La vejiga explotó. Nerón dejó correr la llamarada en el interior de Andrésperfectamente consciente de la extremidad a la que se puede llegar esedía en el acto, retorciéndose en el borde del urinario con un placer comovívido, que le chancó la cara adelante. Nerón se sujetó de los omoplatosde Andrés como pudo, tuvo tiempo de pensar que el chorro que se ibahasta las paredes de su compañero daba dos vueltas a la tierra en línearecta, y que tanta profundidad en Andrés era la sombra. Una tormentase levantó afuera, Nerón pasó para terminar la mano de un urinario aotro llevando a cabo una idea inquietante: cómo conciliar la suavidad y laredondez de sus bordes con la inmovilidad escultural del objeto, blanco,repugnante, asfixiante de placer. Nerón se desnudó. Ya había estado allícon el sol dándole, y toda la comunidad familiar conjeturando delante deél preguntándose o respondiéndose qué —sin que el pequeño Nerón atinaraa hacer nada. Su cuerpo hizo el resto, poniéndose a rampar dolorosamenteen las losetas, restregándose en los lugares en que el orín y las marcasde las pisadas dejaban la humedad al aire libre. El conocimiento, brutal,que Nerón tuvo de su gesto se acercó a su propia estupefacción, y a lavoluptuosidad, a ras de la cual los miembros de Nerón se hicieron, comoantes, a uno y a otro objeto del baño oscureciendo todo de golpe —unade las paredes ablandándose se abrió en dos dando a su derretida unavelocidad que en pocos segundos se invadió volteándose completamentehasta que chocó con todas sus fuerzas en la frente de Nerón que fue agolpearse contra el zócalo, y escalar la pared, que volvió a abrirse, suboca intentó pegarse al sexo de Leonor pero fue toda su cara, abriéndosepaso con ímpetu en un macizo impenetrable de fresas. Toda la medidainerte de Nerón se detuvo cual delante de una fosa trepando por susoídos, y que disolvió desde sus cabellos hasta sus pies una acuosidadazul pronto evaporada en unas como lenguas de fuego puro, glacial, vaciadode vidrio líquido en el montón elástico e ilimitado de un cuerpo en tierra.Nerón alcanzó a ver los orificios del desagüe, el final del doblado de supantorrilla sobre un reguero de óxido, interrumpido por el zócalo, y algunas

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gotas de lluvia caídas, separadamente sobre su brazo izquierdo, y lalámina, antes de percatarse de que su razón se dislocó. Su risa le saliódesde la columna pero se calló al escuchar dándose cuenta de laprogresión hacia lo que sucedía en la taberna donde no había nadie.«Quitarte lo que está de sobra.» El dolor le prensaba la yugular. El espaciode la taberna fue visiblemente incómodo, pequeño, universal, a roña, o apetróleo, Nerón se apercibió de ese estímulo al divisar a uno de los notablesdel burgo ensimismado en su vientre y al continuar pasando revista haciael fondo por encima de otra cabeza sin interés en esa muestra súbdita,fuera de un tuerto atrás que no parecía estar allí. Nadie se movía. Yafuera la tormenta hacía furor. La ciudad cuidaba bien sus puertas. Laguardia estaba alerta. La taberna arboraba su enseña. La risa de Nerónse acrecentó con el relámpago siguiente cuando el tuerto, completamenteperdido en su sitio, se levantó y se sentó. Nerón se acordaría de él, sinque nadie realizara el menor ruido, apenas el calor físico de cada uno, yotro cliente, que surgió abruptamente de algún lugar, y ocupó una silla allado de una anciana, que Nerón había confundido con una escultura. Laescena era casi irreal. Quizás el notable, piensa, se dijo, pero ningúncliente en la recta del tuerto y del otro (hasta la puerta) fue capaz dehacer algo a través del humo para adivinar que Nerón había cambiadocuando un estallido barrió el local de parte a parte y lo iluminó en unafracción de segundo, fijó la multitud de siluetas adelante; que Nerónhizo un desplazamiento y fue testigo de un clamor mascado, incoherente,inextricable, expulsado desde las profundidades de una caverna a dosmetros de él, los flippers en los dedos de un niño que rugía como unenfermo. El paseante también estaba allí. Andrés colocó los muslosflexionados en su propia vertical. Nerón echó una ojeada alrededor, todosucedió en un segundo. El mismo Nerón creyó por un momento que eraposible: fue una contraofensiva de la humanidad: la taberna no cambió desitio. El notable continuaba en su vientre, tal vez, Nerón lo miró bien en lapenumbra, porque la anciana acababa sorpresivamente de tirarse unacarcajada en la boca, que se cerró allí mismo. «Si entraras en ese bloqueNerón, ¿qué sería del bloque del notable? El techo no se transforma enLeonor bajándose al nivel del dintel de la puerta ni en el otro, o entoncesel fuego llamea por gusto delante de estos mierdas ausentes! inmóvilescomo una escultura que trata de ir más allá ¡pueblo de pensadores!» Unrelámpago iluminó el cuadro. Nerón, con un instinto providencial, arrimóel cuerpo contra un mueble del rincón y observó, calculadamente,rememorando las tomas de Leonor y la inocencia de Andrés, elparalelepípedo extraño de ese gente. Nerón deglutió la porquería. Lasdos hileras de los tilos se apretaron a su vez contra los flancos cargadosde Nerón, que dio inicio a una batalla desordenada para acomodarse ypor alargar la mano derecha por ejemplo, hacia Leonor, y asegurarse de

— relato aparente (xiii) —

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— gastón fernández —

que alcanzaba; por depurar la contemplación, y sacar a una muchedumbrede gente de su mirada, y contemplar. «La contemplación no tiene nadadetrás, nada delante,1 Nerón, nada, nada alrededor. Contemplas, y elcuerpo se te incrusta sin tiempo, fuera de. Fuera de sus contornos. Y seentra, en la mierda, o en la lluvia, o en la cosa que. La nada opalescente.»La fulguración de la ciudad desplegó toda la riqueza de los ojosmaravillados de Nerón detrás del parabrisas, un segundo antes de quela tormenta se levantara, un reflejo del sol la perturbó acaso porque Nerónregresó a su manejo, miró sonriendo para sí a ambos lados de la autopista,habló largo rato con su mujer. El griterío grosero de la taberna aumentaba,el niño del flipper se tropezó con Nerón distrayéndolo, dejando caer unamariposa bellísima. Nerón se apresuró a recogérsela, pero súbitamente,sin transición alguna entre su gesto y lo que sobrevino antes deincorporarse, la muchedumbre podrida de la taberna se fundió con otra,nueva (como si las dos se hubiesen absorbido. La redondez fue másredonda aún, la premonición de Nerón más noble, su risa, después, másancha, tal ese horrible apogeo del estruendo en el límite de la sorderacaptada en raros momentos del cuerpo consciente —tan álgida, queNerón, luego de meditar en el niño, calificaría de ideal). La mariposa lehabía tembloteado en las manos desequilibrándose bajo el peso de dosagujas plantadas en el abdomen, luego el niño estiraba la mano haciaNerón reclamándosela tanteándola también en la semioscuridad. Nerónlo miró. Preguntó: «¿Has visto ya a un niño corriendo detrás de unapaloma que emprende el vuelo?» Nerón arrojó la pregunta sin desear, ono, profundamente, abrir la boca y pronunciar. El niño respondió que no,más bien con un rictus triunfante babeando en la comisura. Despacio,buscando fijar la vista en cualquier parte punto o línea en el techo sinpoder (el tuerto bostezó con ruido), la sien del niño comenzó a ceder conun ruidito a la presión de la mano temblorosa de Nerón que la triturócontra un ángulo del mueble. El tuerto se levantó. Nerón recuperó sumáscara de la cara lívida del niño, y se la puso. Dijo algo en voz baja, lasílaba perdió peso, empezó a desmenuzarse en sus labios, Nerón saliódel local prácticamente sin ser visto.

La taberna siguió atrás. Nerón tomó el carro. Desde lo alto, elespectáculo por demás inesperado de su ciudad, envuelta en llamas, fueextraño. Leonor lo miró de reojo, fue allí que los prodigios se sucedieronenseguida uno detrás de otro. Nerón apretó el acelerador. Una antiguahija de Leonor se le pareció,2 el general en jefe de las fuerzas armadasreprimía una revuelta en la noche eliminando de un sopapo a treinta milmuertos de hambre en medio del júbilo popular. Ni Nerón que jugaba

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con Andrés ni Andrés la muerte prendida en los labios, la delimitaciónde la primavera vibró, se encajó perfectamente encima de los dosamantes modificando ligeramente el sitio de Nerón, Andrés quiso partir,insistió. El general en jefe ordenó la plaga (alguien dijo en la discusiónque después de todo al fin y al cabo la rebelión desapareciera bajo elfuego. ¡Por supuesto que no, respondió el general, que el significadomilitar, que sea ahora!). La tortura fue implacable, sin errores, llevada acabo por los ordenanzas. Los pocos muertos bajo presión no hablaron, elgeneral dijo a la prensa que fueron crisis de epilepsia (en la fiesta delprefecto de la ciudad, el general y sus amigos luego de liberarse un pocode la preocupación, revistieron sus cuerpos con pieles y se precipitarona una señal sobre las hembras que pasaban por el salón agarrando sexostetas y piernas con frenesí. Luego el general, preocupado realmente, sehizo tres largos en la piscina).

Nerón aceleró. Leonor insistió, ¿la autopista no se aleja demasiadode los tilos?3 «Estás nervioso» —otro relámpago no se produjo cuandola inquietud creciente de Nerón anheló intuirlo ferozmente, anheloindefinible, la ciudad en llamas al emerger rotunda, aborigen, elemental,perfecta delante de él entre los límites exactos del parabrisas. Neróntomó el sobresalto último de Andrés por la angustia de la hierba, el placerpor la necesidad de la muerte. La paloma del haz del fuego. La voluptuosidadsuperior (el prodigio del general aumentaba el tumulto de la ciudad:arrojo, se proclamó. Recogimiento, serenidad, esperanza). Nerón exigióel conocimiento de una verdad al alcance de su mano, exacerbado por lahierba, o se hunde en sus cinco sentidos acuñados por el temor de unasensación indescriptible: su cuerpo fue incesante, infatigable cuanto másnítido fue su cerebro reconociendo el deseo. La ilusión del suspensocayó. Nerón, trata solamente de entrar en la muerte. La cultura desvencijadadel gran amor. El emblema. Y entrar después con todo eso en lo quequeda —una especie de tabique atorado en la garganta: el deseo no sefue, la forma se equilibró nuevamente, trayéndole la idea de que estabaallí, o que Andrés estaba allí, y que la ciudad gozaba de los beneficios dela humanidad, o que un obrero imprudente, que se torció la boca contraun perno y de carambola se ahogó en el río, una especie de fractura en lanuez, pero Andrés, mi viejo, si lees los diarios y si de todos modos teolvidas de la información diez minutos después. o si juntaras todos losrecortes publicados desde. y los hicieras hervir, aquel mejunje ¿te daríala paz?

Una paz hervidaUna especie de glub general embelleciendo la cloaca máxima.

— relato aparente (xiii) —

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— gastón fernández —

Nerón no reconoció ningún ejemplo. La voluntad se negó. O bien: elcuerpo se dejó ir arrastrado sin remedio por un hilo impalpable más alládel mismo Nerón y de sus contrarios en un alarido repugnante contrauno de los muros del baño que apresuró sus patas de insecto frío sobre elcuerpo echado, el vuelo rampante, la orgía solitaria de la razón, de lasabiduría, para recuperar de una vez sus formas. Nerón habló, de algose acordó Leonor, con un calor insoportable, que excitó a su hombre deuna mirada, Nerón buscó con una fuerza desusada el sexo de Leonor,rompió el silencio varias veces. La conciencia que tuvo otra vez Neróndel suicidio fue débil. Decepcionante, como impuntual (en carta a Leonor:«intransferible. Desde la toma de un milagro hasta la fuga horrorizadade un mirlo. Y sin embargo Andrés se eliminó.»).4

El suicidio, Andrés, qué falta de curiosidad.Es el deseo, Nerón. Inminente. El falo más próximo. Lapostura interminable.

«Alto y corto. Bien ahorcado... Hoy la viga de su cuarto respira la inocencia,resplandeciente, iluminada por el sol de un fin de tarde como los otros.El aire es dulce, incierto de sí mismo, casi neutro. Envidio no sé por quéese momento, Leonor, el descubrimiento de un cuerpo colgado por élmismo y para él mismo (soy diabólico. ¿Sería acaso feliz?).»

Nerón se abandonó en las calles de la ciudad, apretando su máscarabajo el brazo. La máscara, reproduciendo fielmente sus propios rasgos,tenía la propiedad de diversificar, en la desorientación de la cual Nerónencontró la fórmula, el prodigio. Nerón entró en la tormenta como quienentra en un antro. Un spot lo iluminó. El cataclismo hecho representación,se dijo, poniéndose la máscara, ingresando a un museo, y quedándoseen la mirada de los mil rostros diformes, figuras medio seráficas, mediodemoniacas, arabescos-plumas de país, huevos alados de avestruz,ángeles caídos desde el hueco del sol que los expelía de una sola vertidaazul hasta el infierno, sexos de esquisto, ordenaciones fosforescentes oserpientes nauseabundas titubeando entre armaduras blancas con encajesde escama, en una materia increíble de palpitación, aglutinando víscerasde iguana y resoplidos furibundos de una trompeta empalada, cual trompade marfil, en una concha en reventazón con aquel olor áspero del vueloprecipitado y quieto del coleóptero que hurga en la extremidad de cadaverga, cuchillo traspasado de espinas, compuesta de faros, radar, detector

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de organillos y campanarios, todas violables, todas las vergas y mártiresviolables donde un rayo gigantesco salido de la izquierda atravesó el ojodel arcángel exterminador, en medio, y cuya túnica se infló a todo loancho del cuadro, proyectando a Nerón, ante su estupor, desde lascicládicas al irrealismo apacible, desierto y horripilante, de la pinacotecapopular (en medio de una como indecisión, deprimente, tristísima, sinque el tiempo haga de mí, se dijo, Nerón, la diferencia entre los dos? yexpandiendo ante sus ojos, cabalmente delimitados por el marco, ununiverso desmesurado de ostras abiertas, militares, caparazón, esquinas,militares y alimañas relucientes de metal). «Qué artista vástago de orate,Leonor, aire caliente fúlgido detrás de esa materialidad anhelante de lasubstancia misma.» Nerón se acomodó intranquilo, otra vez, delante delcuadro, volteó rápido hacia atrás, pero era el spot. Sólo alcanzó a ver caersus manos que no fueron más allá de ellas mismas, primicia de la tromba deagua, dijo, y creyendo casi en una carcajada donde uno se siente tanbien, tan uniforme, repitió, casi, sin forma humana.

Lovaina, primavera - verano, 1975

1 ‘nada atrás, nada adelante’.2 ¿Debería corregir: ‘apareció’?3 Sin ‘¿’.4 Sin ‘)’.

— relato aparente (xiii) —

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— gastón fernández —

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relatoaparente (xiv)

gigiel pintaba su cuarto cuando su cabeza fue a golpear atrás contra elarmario con una violencia cuadrada, sin ninguna posibilidad de evitarque el cuello de Gigiel como si se zafara, y mandara la nuca atrás. Eltaburete sobre el que estaba parado vaciló a pesar de que el armariopegado a su espalda lo retuvo, Gigiel seleccionó la pila de hechos decivilización, hizo una acrobacia mental a tiempo, sudando: ¿qué es, unacontecimiento ideal? ¿Una singularidad? ¿Un conjunto de singularidadespuntos singulares que caracterizan a una curva matemática o a un estadode cosas físico o a una persona psicológica, o moral? ¿punto de marchaatrás o de inflexión etcétera cuellos, nudos, focos, puntos de fusión,condensación, ebullición (Gigiel fascinándose por el sentido, entre otrascosas, luego sobre todo el amor. Y citar frases, cuando en plena trayectoriadel taburete sobre el que estaba parado y la trayectoria de la nuca atrás,el taburete vaciló. Un cabezazo contra el armario, y el hecho de que todala pintura se escurrió por la pared. Gigiel vio al taburete regresar a suposición inicial, clavó los ojos en su oscilación, el inicio se fue. Gigiel viootra vez que la ordenación del cuarto dependió de él. Un ápice deinteligencia, el único, pero que permitía a Gigiel amoroso pintar,desnudarse por el calor, oler el látex, establecer todas las diferenciascon el óleo, entrar en la esencia superficial de la pared y hacer que,periódicamente, en el último rincón de la casa, sus ojos trataran de rozarel origen de las cosas, asir definitivamente la «inmovilidad». Gigiel alver oscilar el taburete recordó en buena cuenta que estar parado desnudo,acuñado entre la pared adelante y un armario atrás —

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— gastón fernández —

El problema de Gigiel era el de pintar sin embargo adecuadamente lapared de su cuarto, cuando su cuerpo apenas entra entre ella y el armario,cuando en el instante del taburete el mismo ruido proveniente de lacalle se le quedó en el oído. No tuvo tiempo de moverse, las zancadas deafuera, (una veintena de jóvenes corriendo, se aseguró con inquietud)sacudieron con la violencia de su paso el cuarto, el pote de pintura, lapuerta al lado y el taburete de Gigiel, que se puso a oscilar de izquierdaa derecha, primero como si nada, luego otra vez. Gigiel prefirió no moversey mirar la punta de sus pies, cuando la pasada de los jóvenes removió denuevo violentamente la casa, todo osciló, y el taburete se vino abajo.Gigiel se puso de pie, haciendo una pausa, qué se va a hacer, recordó altipo en la calle tropezar, caer lentamente sobre su espalda y la nucachancarse contra el asfalto. El ruido no salió de su oído. Al contrario, dijoGigiel. La situación de Gigiel no era tanto el resultado final del taburete.Era, asimismo eventualmente la luz que venía detrás de él por detrásdel armario aclarando las fisuras de la pared y el ruido de las zancadasque él previó una milésima de segundo antes, cuando el pote de pinturase movió.

El ruido se le quedó en el oído, o adentro. No salió. Gigiel, parándosenuevamente, pensando tal vez que el síntoma era la calle allá lejos, lorecibió en plena cara, pero tomó la situación con calma. Pensó en la mujer.Gigiel pensó en la mujer. Todo lo que en adelante diría Gigiel amorosoen la mañana, se dijo, Gigiel se lo diría a sí mismo. Fue el ruido lo que lepermitió ver el desarrollo completo de la caída del tipo que la rapidez desu inteligencia hubiera podido evitar, si Gigiel se hubiese percatado desu propia reflexión, pero ya era tarde. Gigiel siguió de largo. La iluminaciónlo agarró por abajo, el deseo de ver otra vez tomó la forma debida, la queGigiel deseó imprimir también en la superficie rugosa de la pared. Eltipo cayó como en cámara lenta. Todos los esfuerzos de Gigiel por salvarlode la muerte de una caída estúpida: prever la caída, acortar la distanciade un saltó, gritar, fueron inútiles porque Gigiel no hizo nada. Una curiosasensación de poder, por el contrario, a la vista de ese resumen físico, sucuerpo vibró con un escalofrío intenso y una explosión de rarefacción enel cráneo, que Gigiel definió inmediatamente de cualquier maneratemiendo perder el hilo de todo y olvidar que se sentía bien. Fue la mismaextraña sensación de recibir la mirada diáfana y extranjera de una niñay sentirse despojado provisoriamente de la contingencia, de la movilidad.Desnudo, sudando, oliendo a pintura, expuesto por algunas horas a lasinclemencias del tiempo, el escalofrío pasó velozmente por su cinturahasta su sexo y los pies, Gigiel se limpió lentamente las axilas y la frente.El tipo había caído como en cámara lenta, mostrando todo. Gigiel hastaenumeró, sorprendiéndose ante la posibilidad de hacerlo sin equivocarse:

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cabeza tronco y extremidades, a la vista ahuevada e inmóvil de lostranseúntes, y de él mismo, sorprendiéndose ante el hecho de que elhombre fuera una unidad. Gigiel, reteniendo en su memoria lo que tuvoen ese momento de perspicacidad y de poder, anotó que su cuerpo habríapodido evitar — El ruido se atravesó sin embargo en sus oídos haciendoque Gigiel comenzara otra vez. La sensación fue horrible. La antigüedad,la repetición y la música se instalaron en el recuerdo de Gigiel cada unaen su sitio, Gigiel amoroso vio. Prácticamente: todas las jornadasluminosas y alegres de Gigiel.

Los hombres en general han hablado del amor con tanto énfasis y pasiónporque han recibido poco de él, dijo entonces, y porque no han podidonunca hartarse de él, de allí que hayan hecho del amor, del amor, unalimento de Dios. La rugosidad de la pared se desplegó como Gigieltuvo el acierto, la puntería, de pintar. El brochazo perfecto, vertical deGigiel, fue paralelo a su cuerpo, cuyas rodillas se plegaron y desplegaronsin moverse, y sin ruido. Una y otra vez. El calor era intenso, tal vezmás aún, pensó Gigiel entre un brochazo y otro, pero desnudo el cuerpoes hermético, todas las lucubraciones bien sopesadas de Gigiel — Gigielvolvió a observar su cuerpo con atención, parado sobre un taburete.Dieron las diez en el campanario vecino. Gigiel no contó. Gigiel supo (sinsaber, en verdad, sabiendo que si, en realidad, eran las diez, fue que lascampanadas se salieron del ritmo en un momento dado y haciéndose depronto interminables y sin principio, descalabrando todo, descalabrandoel cuarto, descalabrando completamente a Gigiel, que confundió el tiempocon su cerebro. Gigiel se apresuró a colocarse en el medio antes de quelas campanadas terminaran o se confundieran entre ellas y poder asícalcular, poco después de que le pareciera que la mitad acababa justo depasar, o más o menos, y desde allí se recogió entero, miró su caos desdearriba, el desastre de su desnudez en medió de todo aquello sin poderafirmar; afirmando de otro lado que la precisión de la hora era sin embargoinminente, o posible. Tuvo calor. Eran efectivamente las diez. Cuando elsilencio se rehizo Gigiel se sintió regresar por la superficie vacía delcuarto hasta su rincón, pintó media hora o una hora más, durante el lapso,sobre todo porque tenía tiempo, Gigiel reunió la meditación anterior, sucadera atrás rozaba la superficie del armario casi regularmente a cadaplegada. El sudor le dio también oportunidad de ver que estaba reducidomomentáneamente al rincón más apartado del cuarto, que éste estabavacío, que el recuerdo de haber rozado la silueta del armario fue la próximaplegada de sus rodillas y que, en fin, Gigiel jugaba perfectamente en elespacio donde estaba como el aceite en los engranajes, hasta que Gigielreflexionó, y se dio cuenta del juego. La preocupación de Gigiel se detuvo

— relato aparente (xiv) —

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— gastón fernández —

por último en la necesidad de ver qué pasaba después, una vez queGigiel se percató de que de repente él sabía todo, que no bastaba sinoregresar al hecho —al hecho de la pared, de la hendidura, del espacio,al hecho del cuarto— y remontar. Hacia atrás Gigiel observó la inmensidadde su memoria. El deseo de salir. Un concierto próximo en la noche; unaestupenda predilección por —

Exactamente cual si los acontecimientos por venir se le presentaran aGigiel en fila, la idea completamente estúpida de Gigiel mirándolos llegarsentado en una de las innumerables fisuras de la pared (reductos, lasllamó), antes de reírse de su propia ocurrencia. Nada más simple, dijo.

Sin embargo la pared permitía a Gigiel un sinnúmero de observaciones,antes o después de cada brochazo o en plena maniobra, cuando un hilillode látex con la punta cargada hasta parecer reventar era más veloz queel resto por ejemplo, y se escurrió. Fue en el momento en que una gotade sudor descendió del cuello hasta la tetilla que Gigiel como que emergiódel taburete hecho metal hirviendo, y su sexo que rozaba apenas la paredfue a tocarla de lleno y un zumbido lo sacudió antes de desaparecer ensu mano y en su boca abierta. Al verse estaba completo, aunque el mismocuerpo con el que pintaba esa mañana delante de una pared limpísimaestaría en la noche sentado irremisiblemente como la víspera detrás deun proscenio teniendo delante a una mujer cortada. El zumbido se le fuehasta la butaca. Lo sintió en todo el pecho. Sara movió las rodillas. No fuecarnal, ni siquiera, se dijo, asombrado, sensual, sino sensible. Se mirólos pies, y toda la raya corta hasta la cabeza, la verticalidad o la verticalidaddesnuda de su cuerpo situado solo en el taburete y pensando en Saracomo en una fuerza incógnita venida del olor hasta su tetilla. Había sidosin embargo el látex el origen, un olor fuerte obligándolo casi a retorcerseen sí mismo y en el recuerdo de la velada próxima, algo ya hecho, que loempujó a pensar en Sara tan rápidamente que Gigiel la deseó, como nose desea el pensar, sin tiempo verdaderamente, aplastado por el calor,en ningún sitio. El deseo de Gigiel lo encontró como entre dos aguas(Gigiel se dio con la imagen cuando se preparaba a estirar el cuello parano ensuciar el borde superior de la pared) el deseo lo maravilló, provinode la pared, provino de la parte baja del pecho, del deseo súbito deagacharse hasta los fundamentos de la pared y levantar en vilo todo supeso líquido y el cuerpo de Gigiel, nadando por entre las fisuras — lainteligencia de Gigiel era el resultado prolijo no de la reflexión sino delhecho irreversible de estar allí pintando —a veces eso le parecía mássimple, dijo, que él mismo, y sin embargo su cuerpo, desnudo allí, no erainconmensurable, o desmedido. Sus ancestros eran los mismos, susaspiraciones comunes, una diferencia lo aislaba tal vez, en medio de

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toda esa maraña que lo rodeaba, de la espera cotidiana de la noche: lamanía de la normalidad. Pintar, escuchar música son hechos menores,afirma, hacer proyectos, recordar, a veces Gigiel tenía la aberraciónluminosa y frágil de saber (mas el conocimiento se le esfumaba en elacto) que entre la primera campanada y aquella en la que las escuchó derepente, sabiendo que eran las diez aun sin saber dónde comenzar y sinidea del fin, no había nada. Sacó entonces conclusiones inverosímiles:viejas historias con el arca del tesoro o el cofre de las verdaderas riquezasde la salud y eterna felicidad al tiempo de pensar en el cuchicheo de suscamaradas y en la noche: cómo reunirse con Sara en algún sitio. Recordóplazas públicas. Nada mas excitante que sobarle el culo a una mujercuando su vientre está hinchado. O viceversa, dijo Gigiel. Y perderseen sensaciones inmemoriales.

Juntando el calor, el sudor que le reprodujo en la cintura un sobresaltoremoto y la desesperación de no poder agarrar la pared o triturarla, yreducirla a polvo, Gigiel no supo por qué la noche estaba cargada degritos, de labios de negra, de tufo de coral. Por qué, en última instancia,estaba desnudo justamente en la mañana. Nudo. Descenso. Situación.Gigiel citó en voz baja simplemente la fecundidad limítrofe de un olor, deuna cierta velocidad en el desplazamiento del viento y de una densidaddel aire en un determinado momento de su cuerpo allí; y las memoriasse le abalanzaron. Gigiel: cuál es la potencia mental desarrollada en unabiblioteca pública y si es lo mismo que encontrar la precisión en unacantera o encontrar su propio sitio en la plaza de la ciudad, cuando éstano responde a la idea de la plaza pública porque los límites están tandispersos, tan múltiples, que el cuerpo no se sitúa, y en la que Gigielcabía sin sitio. La frustración de la plaza estaba relativamente cerca enel tiempo. A pesar de todo, y a pesar de que la idea se desmoronó, Gigieldistinguió por entre los fanales de la plaza uña multitud de reflejos, comoel árbol cual una vieja cafetera de cobre en la mesa familiar, el látexexpandiéndose en la pared como una bendición, y detrás de las copas elhorizonte, cual una silla de mimbre. Qué era el deseo. ¿Las estaciones?¿Una traducción? ¿Caminar sobre el filo de una navaja de puntillas...?Descenso: la concha de una niña es más grande o más chica que la conchade Sara, pero en qué momento. ¿En qué momento? Gigiel se entristeció.El deseo le tembló en las comisuras y su memoria se detuvo en las gotasde pintura de una pared, en la alondra de su casa y en el tacto de unaespecie de columna en la que enroscarse le pareció, sin habérselopropuesto, regresar indefectiblemente hasta el fin. Gigiel se bajó deltaburete. Estaba violentamente cansado, hacía algún tiempo, cuandoviendo a un camión estacionarse peligrosamente a toda velocidad dando

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marcha atrás y detenerse justo a un milímetro de la pared la frenada —el peligro— lo hizo remecerse como un resorte. Gigiel creyó ver eluniverso. Durante cuatro o cinco segundos. su cabeza había perdido peso,y su cuerpo entero entró en la sensación horrible del camiónzarandeándose y próximo a estrellarse contra la pared, y empezar atemblar, a temblar, al punto de que Gigiel dio un grito. Todo aquello sucedióallí. En él. Hasta se preguntó quién era, qué, como si no hubiera sido élel testigo de todo, de otro lado no había casi nadie en los alrededores.Fue su garganta, y abajo. Gigiel amoroso vio su grito y el horror tembloteardelante de él como una torre y el origen del vértigo en la nuez, sinpodérselo explicar. Creyó en un ruido ajeno, en una realidad fictiva, noen él, tanto más cuanto que no pudo agarrar nada sintiendo por el contrariouna aspiración asfixiante adentro que le hizo ver el camión, la pared, lainminencia del choque, el vacío del tiempo y su propio grito al mismotiempo cual una línea estremeciéndose en medio de un milímetro dedesesperación. Minutos después Gigiel se tocó. Se había vaciado. Gigielse secó el sudor. El camionero estaba riéndose con otro, sin preocuparsede lo que su destreza acababa de producir fuera de él, recordó. Y añadió,casi en silencio: de producir no sólo en mi cuerpo, que conoció la angustia,y el sexo, sino en el camión mismo y en todo el aire alrededor incluso enla conmoción horrible de la pared, que terminó por no ser tocada, y en elaire. ¡Sara!

Gigiel lloró; y la parte trasera del camión, que acabó por su partedejando tan sólo un milímetro suficiente entre él y la pared como paraque todos pudiesen ver. Pero Gigiel ya no estaba allí. De allí a desearencontrar la precisión en el caos de una construcción pública, a evitar ono que las gotas de látex se chorrearan por la pared, a persistir en saberqué era lo que lo fascinaba en el deseo de — Repitió la escena anterior(el cuerpo de Gigiel se veía gris pálido en general. Al subir y bajar deltaburete, o al agacharse para recoger algo, o al alzar el brazo hasta elborde, infiltrándose por algunos espacios libres que el armario le dejaba,el sol teñía la desnudez de Gigiel con palideces diferentes. A veces, élsabía, era como si el sol diera a su piel, que se magullaba con facilidad,comportamientos diferentes: Gigiel hubiera querido que el sol fuera enrealidad la estrella más pequeña para que su citación concordara: lasestrellas másalejadas del sol son inimaginablemente más grandes que el sol sólo paraque uno se sintiera más triste) si al menos Sara pudiera decir de mí,dijo, que era curioso. Pero quién era Sara. A menos que entrara en lasgotas de pintura, Gigiel, abrir el muro en dos. Gigiel se bajó del taburetey estiró las piernas en el centro de la plaza, en dos, como si abriera elvientre de los que salían del concierto en la noche. Abrirlos en dos para

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ver, uno por uno sin que se dieran cuenta porque los abriría en masaGigiel. Como se abre y se traga un higo. Salir del laberinto, no había sinouna interrogación. Cómo comprender el mecanismo de la precisión deun terreno de construcción sin tener que desplegar un esfuerzo heroico,sin tener sobre todo que remontar a la antigüedad ni tener que entrarnecesariamente en la consideración de un caos sin materia, sin nada,cómo comprender sin comprometerse consigo mismo, cuando un hilillode látex con la punta también hinchada, hasta reventar, se descolgó porla pared hasta el piso, y Gigiel como que emergió del taburete hechometal hirviendo. Al verse estaba completo, aunque el mismo cuerpo conel que pintaba esa mañana delante de una pared limpísima estaría en lanoche sentado irremisiblemente, como la víspera, detrás de un proscenioteniendo delante a una mujer cortada. El zumbido se le fue hasta la butaca.Lo sintió en todo el cuerpo. Sara movió el brazo. Una respuesta hubierasido la de rasgar toda esa cosa en dos. La pared, todo ese velo. Gigiel seacordó de Purcell. ¿En algún lugar Sara, grita?

El calor concentrado fatalmente en el reducto que Gigiel ocupaba entrela pared y el armario cubría totalmente su cuerpo no con una sensaciónvelada, finísima, velada sino con la intuición de que algo había pasadohacía tiempo. Gigiel quiso mirarse. Si él hubiera sido otro, si él hubiesesido otro, la pared por ejemplo, si la pared hubiera sido —como un hombreabierto a la mirada del otro— una pared asequible, Gigiel sintió suscabellos mojados atrás por el sudor tocar su cuello. La axila (bajando elbrazo) cerrarse, y hacer que el antebrazo se pegara a sus costillas con elresquemor del sobado amarillento de la mesa familiar, una gota resbalar,y la barbilla de Gigiel rozar su pecho. La planta del pie derecho reprodujouna silueta de vapor en el taburete, una efigie que desapareció en elacto. De nuevo la axila. Debajo de sus nalgas, como si la raya de lasnalgas recogiera adrede una de las etapas del sudor, la humedad de losmuslos se escurrió hasta la pantorrilla derecha (fue cuando Gigiel levantóel pie) y otra gota al mismo tiempo desprendiéndose y recorrer todo elhueco poplíteo con una como agitación, sorprendente, y detenerse allí.Gigiel estiró los brazos hacia arriba para desperezarse, hizo torsionescon los brazos, sacudió enérgicamente la cabeza. Tocó el techo, retirandoa tiempo la extremidad de la brocha para no ensuciarlo pero con el impulsoenvió una perdigonada de gotas a la pared, en el borde superior. Gigiella repasó con cuidado, metiendo los pelos de la brocha en la hendiduradel borde y recomenzar. Hacia abajo, el brochazo las cubrió, mas sólo porencima, lo chato de las gotas se convirtió de una manera muy curiosa enmontículos insignificantes casi, cual si la brocha las hubiera vestido, Gigielal verlas no supo evitar una sonrisa, era tan curioso cómo una gota

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inflándose podía semejar rastreros, montefeltros o uñadas y aprovecharde un reflejo del sol para mirar los montes por abajo, en contraluz. Seagachó, hizo después con la brocha el camino inverso, de abajo haciaarriba esta vez, sin saber que su gesto quitaría todo de golpe, dejaríaademás todos los surcos de las pelos de la brocha allí. Fue entonces queborró todo, y empezó nuevamente de arriba abajo, en dos pasadas losmontículos se achataron, Gigiel pasó una vez más para rematarla, conuna dejada delicadísima de la mano hasta que la última punta de la brochaabandonó la superficie de la pared, el látex trepidó durante un segundo,sin caer. Gigiel respiró. Terminó todo. El sudor se acumuló también en lafrente con una especie de malabar, en las dos cejas. Gigiel las movió. Alagacharse con la brocha una oleada de látex y de sudor le llegó a la bocadesde abajo por los testículos que lo obligó a ponerse de pie con unacrecida de olor. La hediondez salió como de un cuerpo cavernoso (¿peroera realmente hediondo? ¿jugo de helechos? ¿abrojín?) Gigiel llevó la manoderecha hacia abajo, rascó rápidamente debajo de las bolsas para extraerel sudor de los pelos, y olió.

La vista de la araña hizo retroceder instintivamente a Gigiel contra elarmario quedándose paralizado unos segundos en los que vio todas laspatas del bicho caminar. En el instante siguiente temió por la pared alver el vientre abultado y las patas pegarse y despegarse sucesivamenteen el látex que levantó burbujas imperceptibles, helando la sangre deGigiel que sintió no obstante la brocha húmeda tocarle el muslo. Gigielse inmovilizó. La araña inició un recorrido oblicuo desde la izquierdaarriba, hacia el centro. Gigiel pensó inmediatamente en su pared, en lacría, en el ruidito increíble de las burbujas, sintió el miedo y sus talonesclavarse sin piedad en el armario, la pared desapareció de su vista yregresó, en el momento en que la araña se detuvo. Desnudo la araña eshorrible. Gigiel echó una ojeada penosa al sudor de su propio pecho, quejadeó, por algún motivo recordó que habría en la pared alguna grieta queterminaría con el animal sin ensuciarse, pero el nido del bicho y surecorrido fueron más fuertes. Clavado contra el armario, pensandoestúpidamente en sus pies húmedos, en una citación pasada, en el hechode encontrarse sin auxilio alguno y en el calor, Gigiel vio perfectamenteel nido de la araña abrirse en algún lugar desconocido de la pared yexpulsarde su vientre toda la posibilidad del peligro, Gigiel se vio pronunciandoalgo, mover la mano de la brocha hasta la cadera, murmurar peligro yver la pared estallar literalmente ante sus ojos, aventándolo brutalmentecontra el armario con una viscosidad en el cerebro, diferente, cual unaimagen obtenida a tiempo: la superficie inmaculada de la pared ensuciándose

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por las puras y cuando estaba por terminarla inflarse de cría, si la ahogaracon la brocha pero era lo mismo, la marca quedaría allí, y luego matarlasin nada en el cuerpo como estaba — Gigiel perdió la cabeza, casi mordiósu escalofrío con el pecho, se horrorizó delante de esa masa de patas ypelos en la pared salir como de él mismo al no hacer nada con una arañadescendiendo allí mismo a cinco centímetros del pubis húmedo, roto,obligándolo casi a musculizar, sin voluntad, la muerte.Gigiel gritó.

Su cuerpo planeó altísimo enrollándose en sí mismo, y los brazos de todaesa niña en la plaza, envolviéndose entre las piernas de un hombre, queGigiel siguió asombrado, con la trayectoria de ese cuerpito entre las piernastratando de agarrar qué con las manos, se preguntó. ¿Dos columnas? Elpeligro pasó, la niña se disparó por entre las piernas de su padre y dejósu risita en la boca asustada de Gigiel, que no pareció comprender. Dijoamor, citó rápido alguna iconografía y atrapar cualquier cosa en esa comoenredadera, hizo un gesto impotente, pero no era sólo aquello, se dijoGigiel amoroso, había algo más. De otro lado, qué era una araña, el miedobajó un poco, de pronto las burbujas nacieron de la pared como nacían lasplantas de la tierra emergiendo de ellas mismas hasta que morían — comoel chillido de una multitud de alondras en el jardín. Uno de sus camaradasse había atrevido la víspera a entablar conversación con la joven de lavereda opuesta y a seducirla dirigiéndose previamente o con cuidado asu perro. Gigiel no se preguntó tampoco por qué la araña continuabaahora su marcha oblicua, qué universo desconocido mostraba de prontosus patas en un muro limpio. Gigiel amoroso vio así la totalidad de lapared, la vio entera, tratando como la niña, pensó por un segundo, deagarrar algo en todo aquello puesto que la niña había logrado escaparsede la maraña riéndose. La memoria de Gigiel se hizo presente. Gigielcreyó un momento en la felicidad, la alondra le recordó su casa, su casale recordó la alondra del jardín, el chillido se concentró de un modo extrañoen el cerebro de Gigiel mirando de lleno el tobillo duro de Sara, la alondraen el laurel, el último libro de su cabecera, la idea suavísima de que laniña, si se escapaba riéndose era que se desprendía liberándose en élaire, fue allí que Gigiel amoroso vio. Toda la jornada precedente, lo queél se dijo, sabiamente: la elucidación. Viejas promesas. No era posibleque una araña. Todo un posible. Sara estaba viva. El más allá estaba allí.El muro es un emblema, mi cuerpo es una metáfora, la niña es unacanción, la alondra el deseo de ver, Gigiel planeó realmente como en laidea de sentirse alguien sabiendo algo más, y deshacerse de sí mismo,pintando era mejor entonces. Gigiel se descubrió brillante. Cayósucesivamente en la cuenta de la idea, del entusiasmo, de la imagen,

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del significado, la niña se le quedó en la garganta, emocionada como unastro, supo que remontar era el amor?

Sara movió ligeramente la pierna derecha. Hubo una serie de incidentesen el concierto. Gigiel asistía por la tercera o cuarta vez en su sitio, elmismo, desde el cual veía a pocos metros el proscenio ligeramenteelevado, una noche Gigiel creyó que sus ojos tenían que seguir una rampahacia arriba para llegar hasta lo que uno de los músicos mostraba entrelas patas de las sillas (la basta descosida de su pantalón — Gigiel estabaprácticamente acuñado por la gente), la primera noche vio el codo deuno. La rampa y el hecho de que las sillas y los atriles le tapaban todohicieron que Gigiel pensara que había alguna simulación. Pero Gigiel nosimulaba, sonrió y esperó; dijo simulacro, el codo estaba en última instanciaa cuatro o cinco metros. Era imposible no sentirse concernido por él. Erauna mujer. O se llamaba cómo, si todos los ruidos los movimientos, hasta larespiración, venían de ella. Gigiel se recordaba sentados en una mesa yse acordó hasta que no pudo aguantar y le dijo: estamos demasiado cercauno del otro para no hablarse, qué le parece. La reflexión había sido máspoderosa que el hecho mismo, Gigiel se dio cuenta también de que habíaque ponerse a pensar. El codo era de Sara. Gigiel deseó que el tiempo sedetuviera para que pasara más. En la mesa en la que pensaba, Gigielhabía experimentado el primer dolor real: cómo en un café alguien queviene a sentarse justo al frente de uno cuando hay mil sitios libres loobliga a uno a sentir que el otro está en él, que es imposible que susruidos no se escuchen, que hay que mirar, sobre todo que hay que mirarde otro modo y de frente. Ni siquiera mirar, ni siquiera eso, Gigiel se habíapuesto nervioso, pero todo pasó y el hecho había sido que delante delotro había que estar. Realmente saber. La llegada estúpida de unimprevisto, que ahora estaba delante de él, con sus dedos sucios tocandocasi el salero que Gigiel agarraba, saludándolo por educación, que Gigielno comprendía, Gigiel descubriendo al mismo tiempo que el otro no erael otro, sino la conciencia que Gigiel tuvo de que él respiraba de otramanera y que había que hablar. Después Gigiel se dijo que había ida yvuelta. El codo era el de la misma violinista de siempre, mas ahora Gigieltocó el de su vecina, señora con sombrero de plumas rojas, decorado deteatro, techo alto con una ridícula araña de cristal a punto de caerse enun descuido. Gigiel no veía la cara de la violinista sino su codo pasarvelozmente entre dos músicos (un recuerdo — no era extraño cómo nose veía sino una parte, la víspera había visto todo el brazo hasta el hombro,Gigiel estaba solo, la del sombrero al lado se extasiaba a veces y si nohubiese sido por la reflexión el codo habría seguido funcionando, peroGigiel no pudo más. El codo se detuvo. Sara, dijo. Sara). Gigiel se movió

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un poco. La música no le decía nada. Podría llamarse ¿Sara? Gigielamoroso se vio de pronto mirando un codo y algo lo distraería, porquemiró a la del sombrero que eructaba y al regresar una blancura lo hizoirse contra el pantalón descosido del músico y contra la pierna de Sara,que se movió. La pierna de Sara era un cirio. Los dedos de Gigiel estabansucios de pintura, los escondió bajo sus muslos y aprovechó para apoyarsecontra el asiento e incorporarse y desentumecerse sin que nadie sediera cuenta para no hacer ruido y escuchó, miró la cara descompuestadel director, la pierna de Sara se estremeció y se balanceó varios segundos,no se estremeció, la pierna no se estremeció, Gigiel se acomodó otra vezinquieto, y un movimiento terminó. Gigiel miró de un lado a otro. Lapierna aparecía a duras penas entera, entre las patas de una o dos sillaspero en verdad eran más contando la de adelante (Sara estaba atrás) ytambién la silla del músico del pantalón, que vista desde el sitio de Gigielpodía pasar por la de Sara, la prueba que cuando la pierna desaparecíaGigiel no sabía decir a qué silla pertenecían las patas, imbricadas unasen otras negras como el piso. La gente respondió con un movimientocomún. La pierna de Sara no se había movido pero una curiosidad legendariade Gigiel descubría su cara. No tenía ningún collar, estaba toda de negrocon un tul, que se detenía a la altura de las axilas. El codo era ése. Gigiello siguió. Sus evoluciones fueron lentas, tan lentas como la mirada y elfuerte calor que Gigiel sintió propagarse en su cuerpo y dirigirse desúbito a ese pedazo de carne blanca evolucionando de casualidad delantede él, sin movimiento alguno, como si hubiera podido tomarlo. Con lasmanos. El rostro de Sara se le apareció de golpe, un músico la tapó cuandoGigiel se irguió hacia su izquierda para verla, la pierna de Sara se quedóen su sitio. La música recomenzó. La pierna era la derecha. Las dos sejuntaron cuando la música sonó más fuerte y las sillas como que sesepararon haciendo flotar los sacos, Sara haría un esfuerzo porque Gigielsintió que sus pies tendrían taco alto a causa de la canilla y despuésarriba de la pierna, cuya rótula pareció responder a otro esfuerzo delresto porque se movió, realmente, Gigiel la vio de cerca esta vez y recibióbruscamente en sus ojos una incertidumbre, la sorpresa, la angustia, unaignorancia, el tacto alejado de un cuerpo de pierna un pulso ligeramenteun músculo transparente en la piel, envuelta cuidadosamente en algoque redondeando se hubiera por ejemplo podido tocar con suavidad hastaqué sitio, con la punta apenas de los dedos, si Gigiel hubiese seguido sucurso proponiéndose como deseó tocar esa pierna con la mano pero el calorera intenso y Gigiel estaba allí, y sentir si se desarrollaba igual, palpitandocomo pensaba, al punto de que su mano con un calor intolerable, los dedos,las yemas de sus dedos habían cobrado a su ojos, en él, la existencia.

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Gigiel citó. Una selva virgen creció. La flora fue tan abundante y variaque habían hecho de ella un libro. Las fieras vivieron tranquilas entre lasruinas, los gorriones de Adén, la tórtola y el mirlo, que se instalaron enellas como en su casa, llegando a veces en la tarde por el mar, en mi-graciones gigantes de pájaros que se abatieron de otro lado contra losmuros calcinados, un sitio raro en verdad, un sitio pesado, inquisidor.¿Por qué, se dijo Gigiel, finalmente, tanta pena? Fue durante esas horasen el concierto y al día siguiente en la mañana que Gigiel se descubrióuna pasión insólita, un placer: regar las macetas de su ventana, y ver elagua desaparecer en la tierra y ésta absorberla con la velocidad, con laansiedad, con la voracidad, con la velocidad desesperante del placer. Ladesaparición casi instantánea del agua, la modificación de la tierra casiinmóvil. Únicamente, había delante del cuerpo levemente inclinado deGigiel sobre cada maceta la sensación de que cada chupada de la tierraiba a ser inminente, una vez que Gigiel se acercara1 a regar. Entre laregada y la chupada, pero sobre todo en el hecho mismo de la desaparicióncasi instantánea del agua, Gigiel descubriendo de pronto atónito el placer.La debilidad por demás extraña de ser testigo, pensó, de un dolor cuyaintensidad lo obligaba a buscar en otro sitio, y reírse en el cuarto, pese aque en buena cuenta el agua bastaba. Incluso recordó el albaricoquero enflor: la eclosión rojísima del aire en la plaza justo cuando la niñadesenroscándose de las columnas de su padre terminaba de serpentearsu cuerpo en el momento mismo, en el momento mismo de Gigiel. Erafastuoso. Gigiel en la plaza disperso y sin referencias. Su cuerpo flotandoen agua clara. Remontando en busca de imágenes para saber, derecuerdos (oliendo a caracoles de mar, a referencias ignotas, a la ideaque se hizo súbitamente Gigiel de que su desnudez se reflejabamaravillosamente en el aire y que su cuerpo se desintegraba en elencuentro de un cuerpo extraño, sin peso) Gigiel agarró finalmente la ideade su hombre en su cuarto: Gigiel se vio como desde fuera. La poesía o algoasí, la sensación sublime de desligarse, de amar, la certidumbre de veren todo aquello —el agua, la serpiente, el cuerpo maravilloso de Sara, eldeseo de ver— un momento cumbre en el cuarto, en el que el cuerpo yla memoria de Gigiel se detenían delante de sí mismos: la idea del cuerpo.Terminando la pared, presa de algo, el cuerpo desnudo y entusiasta deGigiel planeando sobre la superficie reducida de una pared próximo adesencadenarse con el deseo prodigioso del rapaz).

(Un gavilán había divisado a su presa. La campiña estaba en silencio,espigas, y el resplandor cargado del sol en la frente —Gigiel habíalevantado la vista atraído fuertemente por un murmullo lejano perocompacto, parecido más bien a un ruido interior propagándose sin

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extenderse, como entrado en sí mismo, y llenando su propio espacio deuna cualidad cada vez más opaca y apremiante, o tensa, suficiente paraque Gigiel aguzara el oído con inquietud. Un ruido anterior. Un gavilán.El rapaz batía las alas a treinta metros arriba con las garras en trance.Gigiel adivinó con tal rapidez los designios del ave que sólo acertó en sunerviosismo a agazaparse, casi sin moverse, fascinado por la aparición,hasta alcanzar lo más posible el ras del suelo desde donde pudo presenciarel encuentro. Antes de ver realmente al gavilán Gigiel sorprendió susalas. Sorprendió su mirada en las alas. El murmullo previsto. Viéndoloen equilibrio y sin poder sacar los ojos de ese aleteo, Gigiel creyó que lafascinación del rapaz se quedaba en su propia mirada pero el gavilánperdió altura, volvió a remontar, recuperando su posición primera con elaleteo que cobró en el acto una intensidad tal que Gigiel lo vio a escasosmetros de su cara y no vio el aleteo frenético de un gavilán sino a unrapaz de plomo petrificar su deseo en el aire. El aleteo se enardeció. Elaire se endureció bruscamente alrededor. Con seguridad la presa no semovía, encendiendo en el gavilán el frenesí que Gigiel llegó a ver enuna porción del aire, en esa inmovilidad exasperante, en las alasenloquecidas del rapaz. Al punto de que Gigiel vio el aleteo del gaviláncomo un cuerpo aparte del cuerpo cual si la presa no hubiese existido,incluso separado del resto, pero la suavidad de la cabeza, y las garras,estaban allí, dirigiendo hacia abajo qué cosa, qué presencia. Qué situación.Los hombres en general — habiéndose dicho que el hombre no actuabasino para poseer, recordó, al menos era lo que le decían las lenguaspuesto que consideraban toda acción pasada como si ellas le aseguraranla posesión de algo. ¿Pasado? Pero Gigiel estaba allí. Qué le debían. Quérecuerdo. Qué presente. El hecho fue que Gigiel vio por primera vez elrecorrido del ojo trazar una línea de acero entre sus ojos y un aleteo sinfin que no segregó nada, anunciando sobre todo otra cosa. El aleteo seenardeció aún más, la línea estaba tensa, de ojo a cuerpo, engrapada aun hombre boquiabierto y a un gavilán en trance, el temor casi anhelanteque Gigiel había conservado durante los pocos segundos que duró laaparición del ave se relajó, el gavilán practicó un descenso, luego unapicada soberana mas sólo para remontar a mitad de camino y partir; elaire se descorrió con un aliento, la campiña recobró el silencio.) Gigielguardó en su boca entreabierta como un mito dejando el ruido de unreguero polvoriento. Gigiel estaba disimulado en las espigas. El calor,en ese reducto que Gigiel ocupaba entre la pared y el armario lo cubríade tal modo que él hubiera podido tocarlo, su desnudez sin embargoestaba intacta. Casi frágil. Pensó en la noche de ayer. Por una de esasresoluciones que no tenían nada que ver Gigiel tuvo miedo del díasiguiente. Reductos. Resolución. Gigiel estaba sentado en una de lasinnumerables fisuras de la pared, esperando la noche sentado sin saber

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que él no hacía sino recordar, como si bruscamente hubiese adquiridotoda su cultura la víspera. La pared mostraba imperturbable una blancurasin fallas, pintada con la perfección inmaculada del tiempo de Gigiel, quecontemplaba en silencio una obra hecha casi sin que él se hubiera dadocuenta. Qué podía mirar Sara en los hombres (la música estalló con unalarido de fierros horrible. El sudor del director salpicaba un poco a losde la primera fila, presa de algo) Gigiel consideró detenidamente la pared.Estaba ¿contento? La niña se desenroscó verdaderamente de las piernasde su padre. Una serpiente haciéndolo mejor. La cosa había recorrido lacolumna del otro mirando a Gigiel interpelándolo, sin que éste pudieradecirle nada y sin que el padre se diera por entendido, al extremo deque Gigiel sólo pudo sonreír. La niña se detuvo. Su cuerpo todavía estabapegado a esa columna con la cabeza y las dos manos bien agarradas sinningún temor, como si ella hubiese sabido. Gigiel los dejó. Gigiel abandonóla plaza. Gigiel citó (Gigiel se acomodó. Gigiel deseó fuertemente saber.Qué vigilia en la plaza, qué espía, qué simbolismo. En qué momento elcuerpo se forma y pasa — por ejemplo Sara, en qué momento la piernase forma y pasa del estado de, al estado de, cuando la mujer es la misma,la niña por ejemplo, si se pusiera a crecer. En qué momento el culo seforma). Sara movió la muñeca derecha que apareció abruptamente porencima del hombro de uno luego que hubo un revoltijo impresionante enel que los músicos como que oscilaron por todos lados y en la última notala muñeca de Sara se detuvo mostrando asimismo el dorso de la mano yel arco del violín. La mano se quedó allí largo rato reflejando luces, Gigielvio la muñeca blanca de Sara brillante cómo su vestido negro y la presenciade Gigiel a pocos metros podían agrandar la mirada y compulsar unamuñeca blanca allí, fulgente como una saeta. La del sombrero se movió,hizo sonar descaradamente un brazalete de perlas lo que sacó a Gigielde su reflexión, le hizo escuchar otros ruidos y percatarse de que lafrecuentación de la sala de conciertos lo había introducido en un universosingular. La del sombrero eructó, quedamente. Gigiel buscó la pierna deSara entre las patas de las sillas sin éxito, la muñeca estaba acaso detrás,a la altura del pecho del otro cuando alguien atrás se sonó, incluso condos repetidas, aspiró, Gigiel siguió nítidamente después la metida delpañuelo en los orificios y la calma volvió, cual un estado de inconsciencia.(Gigiel tenía una sola nota en la cabeza —una nota aguda, varias vecespensó que era la misma de antes, diciéndose que en el fondo las sinfoníaspara orquesta se parecerían y que era una debilidad sin duda del asunto,si una nota bastaba para angustiarlo en el vientre, y desear dormir: cómoreunirse un día en algún sitio, cerca de ser nada, polvo, átomo, grano a laderiva, grano de arena, pluma en el aire, voluta en el humo.) Citó, y unaformidable descarga de cobres tajó la sala en el instante en que Gigielamoroso percibió un leve movimiento en la del sombrero, de lejos se oyó

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un portazo, la sala no era muy grande, Gigiel miró al director. La delsombrero se tiró un pedo, tosiendo inmediatamente en su intento dedisimular, pero tarde. Una aguja sin dolor. Gigiel miró de reojo su falda yel brazalete de perlas. Qué sortilegio, o qué esfuerzo, qué fuerza, laimpulsaba a taparse el culo con la boca. El director llevó a cabo de perfil,con el rostro desvariado y las manos estrujando hacia delante algunademencia, una especie de subida de su cuerpo, incorporando con lasmismas manos alrededor de él y en casi todo el recinto del proscenio unhálito cerrado, con el ahínco en la cara de querer realizar algo allí,refaccionando la música tal vez, un ritmo que le acalambró también el vientrepensando que el terreno era propicio para que uno se desvaneciera, derepente y esperar que se desarticularan los muslos las piernas sobre elpodio y la vida colmada por un rapidísimo vértigo en la noche. La delsombrero sacudió enérgicamente el brazalete, Gigiel estaba realmenteallí sin atreverse a mirar por ejemplo arriba, bien atrás se arremolinóuna sucesión extraña e ininterrumpida de ruidos de hojarasca, de vidriomolido, de carcoma de musgo, de bisagras, de gárgara caliente, derechinada de bronce, de raspa verdusca, de almendruco y de desperdiciode liebre que terminaron por confundirse con el reflejo de la penumbraal frente de Gigiel, en la frente excitada y confusa del director. Gigielllevó los ojos al suelo. Los dorsos de todos los músicos se curvaron.«Pizzicato», murmuró el de atrás, casi gritando. Gigiel frunció el ceño.Los dorsos de todos los músicos se curvaron hacia arriba, la muñeca deSara se destacó por entre la espesura de mangas de atriles y de hombrosremoviéndose apenas manejada de lejos por los músculos de sus dedos.Gigiel se dio cuenta —tal vez durante un momento en que el tul negrode Sara se terminaba un poco antes— que la muñeca estaba engarzada,ante sus ojos, completamente blanca, un poco levantada hacia él, completa,dándole a Gigiel o dándose el tiempo, de evolucionar alrededor con unabrevedad indecible, sempiterna, en un tiempo inacabable, tomando pormomentos la forma luminosa de lo que se transforma paulatinamente encosa sin nombre, en deseo, en ignorancia, acaso — (fue casi cuando Gigiel,rememorando historias, miraba y descubría admirado la maravillasilenciosa de una cascada congelándose delante de él en cuánto tiempo;y en esa ignorancia desear cuestionar un hecho, una medida, una ley, unacontecimiento ideal, un molde. Una matriz). La muñeca de Sara hizouna ligera inflexión, una inflexión, en la que los ojos irritados de Gigielpasaron bajo la luz de un reflector sin que nadie absolutamente advirtieraque Gigiel comenzaba a hurgar desesperadamente en la planicie. Elrecuerdo fue instantáneo, secular. Ni Sara ni Gigiel se movieron cuandohubo un silencio patético en la orquesta. Gigiel movió solamente la piernapara dejar a la del sombrero recoger el programa, Sara titubeó, el cuerpode Gigiel estaba quieto en su sitio empezando a seguir las inflexiones

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pequeñísimas de la muñeca, luego la superficie tan lisa de esa parte delcuerpo de Sara sentada a cinco metros en un bosque esperando quealgún movimiento fortuito le mandara la pierna a un lado para ver. Lapierna salió, la rodilla de Sara se presentó a Gigiel gigantesca antes dedesaparecer detrás de la silla, reaparecer, empujar toda la pierna haciaatrás luego adelante, y dejarla abandonada estirada con un vacío abajoentre el suelo y ella, que Gigiel no pudo ver. La muñeca desapareció.Gigiel quiso ver a Sara, se irguió. La mano se mostró nuevamente peroGigiel se pegó insistentemente a la rodilla sin comprender exactamenteni la necesidad, ni el rumbo, ni el extraño semblante de esa cosa a cincometros de él blanquecina, amontonada, tenue, tan cerca de sus manosque Gigiel — pero entonces qué podía llevar una mujer en el cuerpo oen el pecho, y en el cuerpo, y sabiéndolo caminar, reírse, simplementearticular palabra y sin daño, sin que las fuerzas del techo se abatieran.Cómo podía Sara mirar. Con qué. O qué superficie se imponía en el deseo.Qué hacía Gigiel allí con el deseo que Gigiel sintió machacarle el pechoen la noche o atorarle la respiración y hundirlo en la nada del tiempo,que llevó a cabo con una línea de fuego su entrada progresiva en la rodillablanca de Sara atravesando el aire despacio con frío en una región, ypenetrar acogotado de amor en la región más transparente. ¿Un puntomuerto, inmemorial? ¿Un punto de partida cualquiera? Gigiel se acomodó.Una arrastrada de pies increíble e inmediatamente después un entrecruceametrallado de gargajo salido Gigiel no supo de dónde masacraron unruido majestuoso que Gigiel conectó instintivamente en su cabeza y ensus venas, cual cobres de esmeralda en el jardín. La del sombreroempezaba a roncar. Gigiel humedeció sus ojos de rabia, o de pavor. Lamúsica le entraba por el escozor de las venas por la primera extremidaddel sexo acalorándolo en la sien. De allí Gigiel no se movió hasta queterminó el concierto, erizado, desmenuzado, con calor, mientras el directorvolteaba para saludar y la del sombrero aplaudía de pie ensordeciendo a losotros (había habido una remembranza imponente de flores que suscitaroncomentarios sin número acerca de la significación y la autenticidad delos trombones, la del sombrero hizo una seña a Gigiel diciéndole algo sindejar de aplaudir, le sonrió tiernamente, abrió progresivamente la bocahasta redondearla y le expelió a dos centímetros de su cara que losrecursos de los artistas serían, ciertamente, incalculables. El ojo de Gigielchapó el trasero de Sara desapareciendo entre dos telones, casi de seguroque a los de allí no les agradaba el trasero, o los anversos. La ovaciónsalía de todos lados, y el zarandeo de placer de la gente pareció atolondraral director que se congestionaba con las manos en el pecho, la sala sevació en el acto. No hubo nada. Gigiel hubiese apostado que el eco y loque siguió se pondrían a escupir a su vez el infinito en su cara de unmomento a otro). Gigiel se vistió — donde una pavana de Purcell adquiría

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la misma carga de tristeza y de rebelión que la balada de Fourier (Gigieltratando denodadamente de rememorar la arqueología del conducto quelo había llevado a querer, como se deseaba uno muriendo al mundo.) Quéhabía pasado. Gigiel buscaba la alondra en el frescor. La espesura de la idea.Un oro perdido en cualquier sitio. Sólo pudo recordarse de niño con nosupo qué alumbrado publico alumbrándolo, haber deseado concretizar unespectáculo, encontrar en él o adentro la satisfacción o la suma informede su propia presencia — desear ser hermoso de cuerpo y una vez rociadoel bajo vientre con talco y loción y haberse quitado los granos de la cara,y masticar, la memoria se le plantó allí. Más allá no. Gigiel le cerró elbroche a las especias y al eco del concierto, a la transmutación, fue acasolo menos corriente cuando regresó y volvió a tomar su puesto en su cuartoporque la hermosura extravagante, prodigiosa y sobrenatural de la músicaen su cráneo le había roto la ansiedad en dos sin ser vista.

Lovaina, invierno, primavera 1976

Con textos de Deleuze, Freud, Nietzsche, Hanotaux, Cowper Powis.

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1 ‘acercaría’.

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—Jesucristo vive...—Jesucristo vive.—Jesucristo reina en mi alma...—Jesucristo reina en mi alma.—Y sobre mis sentidos...—Y sobre mis sentidos.—Mis ojos...—(...)—Mis ojos...—Mis ojos.—Que os han visto...—Que os han visto.—Os piden Señor...—Os piden Señor.—Que ningún objeto profano o criminal...—(...)—Martín, repite amor. Vamos. Después de mí.—No me acuerdo.—Lo sabes de memoria mi vida. Que ningún objeto profano o criminal...—Que ningún objeto profano o criminal.—Les cause deleite...—Les cause deleite.—Mi boca...—Mi boca.

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—Santificada por vuestro contacto...—Santificada por vuestro contacto.—Rechaza toda palabra...—Rechaza toda—Palabra...—Palabra.—Escandalosa a la religión...—Escandalosa a la religión.—E injuriosa a mi prójimo...—E injuriosa a mi prójimo.—Mi corazón...—(...)—Amor di, Mi corazón...—Mi corazón.—Que ha poseído vuestro corazón...—Que ha poseído vuestro corazón.—Os pide pensamientos y gustos...—Os pide pensamientos y gustos.—Conformes a los vuestros...—Conformes a los vuestros.—¿Qué podría dar yo al mundo que no os fuese sustraído...?—¿Qué podría dar yo al mundo que no os fuese sustraído.—Eso es mi amor, ¿ves? Mi amor.

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Partí al África en mil novecientos sesentiuno, me quedé allá cerca dedos años, al principio en el Congo, el Zaire. Lumumba acababa de serasesinado el diecisiete de enero. Masacres horribles, hambrunas,desolación. En menos de cuatro años el país perdió más de dos de suscatorce millones de habitantes. Los niños de los suburbios de Kinshasa,acostados de perfil, torturados por el hambre y que los residuos de losrestaurantes de lujo de Kalina hubieran bastado para alimentar se mequedarán grabados hasta el día de mi muerte. Los niños negros no podíanentrar en el dominio blanco, e incluso la mendicidad les estaba prohibida.Los he visto, rehusando morir, erigirse sobre sus piernas, frágiles, conun paso grotesco, cual arañas descomunales, parados o a cuatro patas,apoyados los unos sobre los otros. Los niños esqueléticos de los suburbiosavanzaban hacia los alambrados de púas de Kalina, los mayores cargandoo arrastrando a los más pequeños. Más allá de la barrera los Gurkhas,soldados indígenas pagados por la ONU, custodiaban el hotel Royal y elbarrio blanco. Un Gurkha alzó su ametralladora al cielo. Una salva partió.Los esqueletos continuaron avanzando. Llegados a la barrera, la mayoríase desplomó. Se quedaron echados de perfil con los ojos abiertos, en unaagonía que para algunos debía durar horas. Los otros se aventaron contrael alambrado de púas y se quedaron allí enganchados, algunos se dejarondeslizar hasta el suelo con los brazos abiertos y murieron. Sus ojosseguirán mirándome hasta que me muera. Dijo Sinclair. La voz se quedóun tiempo en el aire, pero ¿cuánto tiempo? (Grité: ¡Sinclair! ¡Sinclair!Como Baden, una ciudad rodeada completamente de pueblos, Windish,Brugg, Nussbaumen. Remingen, Würenlingen, Niederweningen,Oberehrendingen, Diesldorf, Otelfingen, Wettingen. Würenlos, Killwangen,Mellingen, Bin, Fislisbach, Birr, Wildegg, Dorf, Schirznach-bad, Gallenkirch.Cruzada además por una autopista, dos carreteras principales, un río y unafluente.) No he querido pensar. Me he dicho así y todo que las palabrasquedaban en el aire largo tiempo, así, y si no allá, al menos a la altura deltórax o de los hombros, si uno era ancho. Alzando la vista, levantando lacabeza, aligerándose el cuello buscando, haciendo aquellos gestos inci-pientes tan torpes, la voz de Sinclair se quedaba en el aire para siemprey de nada servía que yo deseara salir o que Blanca cambiara de sitio.Sinclair levantó los hombros. En los mapas que uno ve es igual, se arrugan.Y los pueblos se estiran adrede en la cabeza cuando uno piensa en losviajes y no es cierto, como si la facultad de pensar no fuera sino unacualidad. Ignoro por qué razón yo no sabía que Baden se estiraba, quierodecir que era lo mismo que se arrugara o no, sobre todo si una vez en lamano era como acercarla al cuerpo y escrutarla, y empezar, igual quecuando se empieza a arrugar un mapa con pueblos adentro sabiendo quede todos modos los pueblos quedarán — un deseo inacabado o inextinguiblede hacer que se desprendieran como pica-pica por ejemplo — Martín a

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caballo y pasando por un despoblado encuentra a un mendigo casidesnudo. Éste le pide humildemente limosna. Martín se despoja de sucapa y se la ofrece. El mendigo la acepta y se cubre con ella. Pero parecereflexionar. Le pide a Martín su espada y corta la capa por la mitad, dándoleuna a Martín. «¡Estás tarado!» La leyenda fue así interpretada y supimosque Martín regresó el día en que pronunció abiertamente la caridad deese modo, en todo caso el problema de la simplicidad nos fue resueltopara siempre.

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También había Blanca. «Tenía un sostén, tenía tetas y era fea», habíadicho Leticia. El sol le caía en la cara, a pesar de todo. La llamábamosBlanca. Blanca existía realmente. La suciona. Gilgamesh. Cuando seconocieron, luego de un rato, cuando hubo más confianza, Blanca lepreguntó a Bob si él podía decir Malte Laurids Brigge sin equivocarse yBob no pudo. (La vulgaridad de la boca de Blanca fue tal que cuando Bobregresó luego de un tiempo se dio de cara con ella, y Blanca no lo vio, yBob pudo observarla detenidamente porque Blanca no lo vio y estabainmóvil, erigida como un tótem gordo en la calle al lado de un postetelegráfico. La sorpresa fue tan violenta que Bob se dio de cara con elproblema del tiempo. El problema de Blanca fue menor. Lo que le hizocreer que él se entornillaba súbitamente en la tierra fue, no que Blancallevara la misma boca sucia, y que todas sus tetas se desplazaron, o queél al frente — ni siquiera que Blanca fuera importante. Fue que Bob sediera cuenta de pronto de que Blanca estaba allí cual una réplica que lohubiera encontrado sin proponérselo, y que el confrontamiento fueravisual. Blanca no como antes sino otra vez (ni siquiera de nuevo. Y quéera el tiempo, Sinclair y los otros, un viejo jugo de frutas en un bar servidosólo hasta la mitad de una botella minúscula para que el bebedor creyeraque el jugo no se acabaría tan pronto).

Blanca pasó. Digo que su permanencia fue perversa, revelación, memoriaaún por venir. De allí que Blanca se transformara, y que produjeranuevamente el efecto asqueroso de su gordura, y de sus piernas velludas,el de las hormigas en grupo. Efectos desenterrados, de defensa: lo feoestaba allí pero bajo forma de incertidumbre, o de doble, no se sabía bien,un golpe de varita mágica y Blanca hubiera podido convertirse enmaravilla. Bob esperó. Pensar en ella. Hacer una de dos, seguir de largoo detenerse y recordar. «Bob no hizo nada, fue tan rápido que pasó. Blancaestaba dos veces y en la calle todo había sido diferente, y ella era lamisma.» Blanca pasó. Bob regresó a la esquina, la volteó para ver peroya no había nada, el tiempo de regresar a la esquina y el tiempo eracomo los negros de quienes no se sabía nada; y él estaba allí solo conBlanca que había desaparecido. O quizá no era ella. Fue un souvenir. Elputa era igualito a Gilgamesh, había dicho Blanca con una palabrota. Martínmiró rápidamente a Bob, incapaz de reaccionar delante de este bultoperorando —tratando más bien calladamente de adivinar en Blanca cuálpodía ser precisamente el recorrido del arte, Gilgamesh, en esa caraque no lo había aprendido, como Walther, en los meandros de un bañodecorado completamente con calendarios y postales (memoria sin parar—y a cada pujada los ojos desencajados de Walther yéndose a incrustarcon locura en una imagen. «Chelimsky, la obra misma no es sino la huellade la batalla. Todo comienza por una serie de imágenes, de ideas plásticas,

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de sensaciones visuales pero que poco a poco llaman a otras másprofundas y que se convierten, gracias al constante poder de evocacióndel pintor, en inmediaciones rituales, duras, de un pensamiento que nose precisará sino en pleno camino» —y una piltrafa. «Los pescadores deperlas» de Allori forman parte de la decoración del gabinete de trabajode Francisco primero. Sensible en un comienzo a la influencia de MiguelÁngel, Allori va a acercarse progresivamente al Bronzino, de quien seencuentran algunos ecos en esta composición. Una gran poesía emanade ella, proveniente sobre todo de la tonalidad nacarada de los colores,de la increíble textura verde del agua y del horizonte azulado (inmaculado)del cielo» —y una piltrafa. «Belbello de Pavia. Miniatura del Libro deHoras de Filippo María Visconti, antes de mil cuatrocientos treinticuatro,Biblioteca Nacional, Florencia. El artista fue llamado a la corte de losVisconti entre mil cuatrocientos veinticinco y mil cuatrocientos treintapara continuar la obra interrumpida de los De Grassi con la consignaexpresa de...» No fue sólo el azar, sino una mirada capaz de salirse desus límites lo que permitió que Walther profiriera un día que el arte es laúnica mierda que salpica. Sinclair se movió. Martín añadió sin más: «Esun punto de vista.» Las palabras le serían sagradas, rehusables, necesarias,igual que desear agarrar la serenidad, pensó, y Blanca empezó a cantar:«Insisto en que si Bob no es capaz de...» — Martín también se impacientó.Arrugar el mapa tratando de evitar las aristas de los ríos y de lascarreteras, o tratar de distinguir lo mejor posible una que otra palabra enel aire, de esas que parecían quedarse allá, donde se depositaba lo quese oía, todo eso donde se depositaba lo que se oía. Sinclair alzó loshombros. La mayoría se desplomó. Por último Sinclair hubiera podidopasar por un trovador desesperado o por un camión repartidor con nombrepropio, se dijo mirándolo, dos conceptos que no lograban materializarsesino porque advierto el cuerpo caliente que me habita cuando escucho aSinclair discurrir, alzar los hombros, desear continuar toda una remembranzaen la tarde. Sinclair encogió los hombros, mirando a Bob, que no agarróbien el gesto. No lo agarró. Cómo decir. Gesto puro, tan breve y tanredondo que en un momento, mirando a Sinclair callarse y encoger tanperfectamente los hombros para después nada, me vi completamentesolo en el cuarto y percatándome de ello. Entre lo uno y lo otro, en elinstante mismo en que volteaba para observar a Sinclair el sol agrandó lasala, Martín tomó un objeto, Blanca se descalzó y la sala se hinchónuevamente con otra bocanada de sol que Martín quiso reconocer, sinmoverse, como otra espesura en la materia. Blanca entonó otra vez lomismo. Sentados como estábamos, en la sala, nuestra presencia hubieraparecido a cualquier observador el prototipo del grupo humano, hombresentre los hombres, mujeres vestidas de lino y elegías contadas,memoración. A Blanca le importaba poco. Que los negros murieran

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desencajados o flacos o que sus perfiles encajaran perfectamente en elnivel del suelo, eso era normal. «La muerte es gustativa, estaba diciendoBlanca, por que se la puede calificar.» Sinclair interrumpió, callándoseluego con todo el peso de su frase que se redujo a un sonido. Pero parecióañadir: «Eso no quiere decir de ningún modo que...», después comenzóa hundirse en el sofá: «La pupila, el turismo, la levantisca y el arrullo dela paloma me han mostrado mil veces el cadáver sempiterno del Cid, lascélulas nerviosas de Pinocho el marino y los sapos chancados en lascarreteras. ¿Qué vanidad? Pues eso lo deteriora a uno un poco.» Blancase descalzó.

Martín, con la voluntad debilitada por la ansiedad: «Toda la maciza posiciónde la ciudad afuera, existe. Posición de curso de agua, de celebración.»Uno de los pies desnudos de Blanca se implantó en el piso, se afianzó.Qué extraño, se dijo. Por una de esas anomalías del espíritu ninguno delos dedos de Blanca se montó sobre el otro y la planta de Blanca pareciósuave, o abajo de ella cundió una explanada, la sensación irresistible dedesear saber. Si ello hubiese sido introducir suavemente la mano y luegotoda la palma bajo esa planta, y que el pasaje hasta las yemas levantandoligeramente el pie no se sintiera casi, por el contacto... pero Martín selevantó. Blanca se volvió a calzar. Posición de constante horizontal queel ruido de la ciudad produce cuando viene de lejos. Posición del modode recostarse que tienen los árboles. La idea de tocar un pie desnudo deese modo no era posible a menos, pensó Martín, de contrariar los hechos.No hay cuerpos así. Es hasta lo contrario del pie. Martín se volvió asentar.

Bob que lo vio dijo algo sobre los blancos y otra sobre los negros a lo queBlanca respondió con un movimiento de cabeza y un balanceo repugnantede su cuerpo que Martín alcanzó a ver prolongándose en su pie entrandoen el zapato —penetrando con la lentitud irreversible y deprimente deuna puerta, antes de volver a aparecer por el orificio delantero cortadojusto a la altura de los dedos. Bob volvió a dirigirse a Sinclair luego aMartín, que lo miraba. Si el objeto que Martín tenía en las manos hubieraresbalado en un segundo imprevisto de debilidad, Bob no hubierareaccionado, diciéndose que eso estaba bien, que Martín estaba allí, a sulado, como siempre. Y que ello no era nada al lado de la fulgurantepersistencia, no de Blanca, ni de Sinclair, ni de Leticia, ni de Carmen,sino de lo que él pensaría de todo eso, ahora, o más allá. Una versiónduplicada de la sala; por qué razón, insondable; y hasta era probablepues incluso la pierna de Blanca se replegó bruscamente hacia atrás unavez que el zapato dejó aparecer los dedos del pie, al penetrar, y el sofá

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se movió unos milímetros y el cuerpo grasiento de Blanca se inmovilizóen el momento en que todo lo que Bob acababa de ver se disponía — como sila sala se hubiese cuadriculado, exactamente. Sinclair levantaba los hombrossin percatarse de que los dedos recortados de Blanca podían hacer reventarel cuadrilátero allí mismo y sin que el propio Martín tuviera tiempo determinar su frase. Blanca tampoco se movió, yo ahogué silenciosamenteel recuerdo con la mano luego la voz de Sinclair deambuló. Unos segundos;después se calló. Yo agarré en un solo instante toda la necesidad de esemomento en que la inmovilidad del grupo me permitió ver una ampliación,toda una pierna gruesa oscureciendo la sala, la alfombra bajo los pies deSinclair progresar, y un dedo calloso de Blanca ocultar al grupo, paralizara todo el mundo, hacer que yo en particular proyectara mi presencia a lade varios días después, cuando me acordara de ello. Era un curioso poder.En buena cuenta yo me acordaba del futuro, no me era necesario recordar.En un local estrecho, heterogéneo, inflado en determinados momentospor el gol, yo podía decirme que una vez salidos la imagen se apoderaría,como yo temía, de la realidad, la ilusión de la vista, el tiempo de la razón.Cómo decir: la imagen royendo su propia carnosidad. No fue necesarioque yo saliera, para eso, para cargar una memoria delincuente, y quepensara por ejemplo en Sinclair alzando los hombros —en su estampa,en el cuadrilátero perfectamente subdividido del salón, en la organizacióndemoníaca y tan simple de cada cosa en su sitio, y de cada objeto, en susitio, al punto de que hasta la memoria se desplazaba en todo aquello sinfalla, y para que la realidad se desintegrara como el alba: lo que Martínhabía calificado de alborear, de renacer. «Martín el ciego.» Afuera, unavisión súbitamente enardecida de cada objeto y de cada totalidad, inclusola vulgaridad atronadora de Blanca y la aparente apatía de Sinclair habíancarcomido sorpresivamente sus bordes a fin de instalarse en la memoriacon la mismísima veracidad del hecho: y el hecho no estaba allí. O estabamás fácil. Inofensivo. Bob se concentró. La imagen no se movió, Bob sesintió entrar en ella a pesar de una resistencia tenaz, los senos de Blancase compusieron con el razonamiento terco de Sinclair al lado, y el balanceode Blanca se asemejó nuevamente a uno de esos objetos en tres dimensionesexpuestos en los museos y al aire libre al alcance de todos los ojos de laciudad: relieves descomunales tan peligrosos a primera vista pero —delejos— transformados en casi nada por el truco de la visión. Sinclair seestiró contra el sofá y fumó, como en aquel tiempo los personajes de lavida cotidiana y los personajes de ficción llevaban a cabo gestos conformes,aventuras, como intelectuales que contaban ya no sus memorias sino elpredominio voluptuoso, voluminoso y significante del miedo de ser viejo.Autobiografías de pecho, como se sigue diciendo de los recién nacidos.Todos entraron en escena a tiempo. Blanca ya estaba allí, indeleble comoel poder. El resto se desarrolló a simple vista, dijo Bob. Martín aminoró

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el paso. Cuando hubo un gran silencio entre los dos Martín se puso aseguir las huellas del sol con la idea en la cabeza de no rozar las zonassombreadas con su cuerpo. El laberinto fue infernal pero terminó, alagotarse. Martín suspiró. Los dos caminaron todavía un rato, fue tan largoque se hubiera dicho que llegaron al tercer al cuarto día, Bob se detuvo enel momento en que el muro a su izquierda se separó bruscamente delángulo de la vereda cuando la sombra terminó, y el sol irrumpió delantede ellos con un estallido enloquecedor.

—Has visto, dijo Martín.

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Un despertar largo —y delante de uno el mundo que insiste en planearantes de volver a caer en ese orden estrecho, aquel en que la conciencia—la parte menos ostensible del hombre, la más alejada, que nos raptapero sin tocarnos, sin sombra, iba a decir: sin nada— no toca tierra todavía.Mirando pasar su conciencia delante del sol, el sol pareció pasar delantede Bob como las distancias enormes que hay que recorrer a veces pararegresar a un sitio que se acaba no obstante de dejar, sin que haya esarelación de dependencia que dependa del sitio mismo, quiero decir de ladistancia. Un sol con la identidad de mi presencia o la distancia entre losdos colgando de un punto de vista cual si la realidad hubiese sido leídapor alguien. (Y es allí que Bob vio el cuello de la mujer, una pareja, surgiry cruzar justo entre Martín y Bob, que tuvo en todo ese resplandor eltiempo de mirar: el óvalo de su rostro, su marcha, los ajustes del cuello,las piernas, el movimiento involuntario de la boca. Lo inverosímil fuecasi normal porque Bob se dio cuenta de que todo su cuerpo hubiesepodido pasar de largo si la aparición hubiese sido invisible, y lo habíasido, porque nadie miró. Y el sol prolongó su permanencia.) (Y si larealidad siguió, fue que la aparición resbaló verdaderamente delante deBob con una serenidad diabólica, el hombre que acompañaba a la mujertambién pasó de largo a su lado, y la mujer continuó sola dentro del sol.)En verdad Bob no comprendió. Fue allí que deseó mirar nuevamente aMartín que callaba, y su voluntad lo hizo detenerse, no ya en su indolenciao en el simple hecho de seguir huellas de sol, sino en la súbita animalidadde su presencia. «¿Y por qué, ver un resplandor en el aire o detener lavista en el nacimiento del cuello de esa mujer es; cual si de pronto todose pusiera, Martín, a figurar adelante? La vida es tenue como la marcha,insidiosa como el conocimiento que se tiene de ella y sin embargo el aireestá allí para que el peso se sienta si mis ojos, como dices, están pegadosadelante sabiendo que todo se encuentra al alcance y si mis ojos, eltacto, o la razón, pueden hacer del sentido una norma, del pasaje de unafigura la detención de mi cuerpo, una novedad imperturbable como laluz.»

Bob contempló una vez más las evoluciones de Martín en el suelo — Losfenómenos no se agarrarán jamás. ¿Martín? — Bob tenía a Martín a suizquierda junto a un muro; detrás, volteando la cara, a una mujer pasada;a Sinclair en la boca, y a Blanca erigida en estatua, en souvenir. Todasesas mujeres en la calle adquiridas por último en el aire y en algunasasambleas públicas o en algún lugar no para que los hombres las amaransino para tomar posesión —inmediata ineluctable— del bien. El diálogono se entabló. Martín lanzó una carcajada completamente infantil. Bobechó una nueva ojeada alrededor, recordó haber rajado a la mujer decabo a rabo al cruzarla, pensó en voltear y mirarla para ver realmente si

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la mujer que cruzó justo a su altura llevaba o no a Bob en sus ojos, o en sucuerpo. Y si toda la realidad era posible.

¿Martín?Sinclair alzó otra vez la voz, luego la perdió en alguna confusión.Bob miró a Martín jugando con un objeto desconocido en las manos, aBlanca cruzando los brazos, con el riesgo de dejarlo caer en cualquiermomento. La sala se anchó como una boca.—La verdad no es una agonía interminable, la muerte no es todo, hadicho Faulkner, la verdad de este mundo no es la muerte», dijo Blanca,«la verdad de este mundo consiste únicamente en saber con lucidez, siel ser humano individual existe. Porque no hay nada en la naturaleza,cabría decir, verdad, fuera de un simple conflicto entre dos fuerzas. Osea, admitir por adelantado que sólo sobrevive el más apto. ¡Los blancos,los negros! De todas maneras hay algo que queda, es el color.»Martín volteó para observar a Sinclair. Martín rompió el silencio sin decirgran cosa. Bob disimuló sus gestos para no despertar en Martínpreguntas, o algo, el muro al lado de Martín pareció alzarse brutalmente,Martín pasó la mano por el lomo, y dijo que el muro se hacía a la formasiempre la misma, de los muros, como si el muro — ¿Martín sería capaz,como le dijo Blanca, de llevar un cuerpo sospechoso? ¡El muro universal!(¿Tendrías acaso, como te dijo Blanca, y en el fondo quizá Blanca no estan bruta y tiene razón, tendrías acaso el cuerpo sospechoso?) Martínlanzó una carcajada completamente infantil. Bob echó una ojeada alrededor,recordó haber rajado a la mujer de cabo a rabo al cruzarla, deseando mirarotra vez para saber realmente si la mujer que cruzó justo a su altura lollevaba a él en sus ojos, o en su cuerpo. El muro de Martín pareciósobreelevarse a su lado por lo que Bob no pudo ver, la sequedad involuntariadel sol se endureció un segundo antes de abrirse nuevamente con violenciahacia los lados, desmidiendo la calle de parte a parte. El pecho de lamujer desapareció en la muchedumbre.

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(Bob, a Carmen: «Quizás fue una falta de peso en mi cuerpo, del quehubiere dependido la impresión, cual un estado de enfermedad latenteexplotando en un momento imprevisible al menor estímulo; al menorrefuerzo de la mente. La forma de mi cuerpo es perfecta, amor, es comosi viniera de lejos: verificar a una mujer, exacta a la sensación de entraren su propio pasaje, en la bruma, en la capacidad ardiente y momentáneadejada por la luz. La presencia inadecuada, o vaga, de mi cuerpotemblando de curiosidad ante una sombra. Ante un hecho. Pues sí: saberlofue como tener que soportar heroicamente lo que habría en adelantealrededor cual una presencia extraña, incluyendo a Martín. No habíasino yo en realidad, Bob, en una situación excepcional. Posición (la palabraes más justa) con relación al mundo. Ni ebrio, ni agarrado por la razón,en un momento que apenas da inicio a la tarde en un lugar indescifrable.Como si no hubiera sino yo, aquí, o la obra de arte, que puedan ser testigos;de allí que reivindique, amor, el hecho de escribiros esto cual otradeclaración de amor. Os amo en la eternidad angustiosa, viscosa, einsuperable de este segundo único de vida, de una lucidez en sus límites(y ahora que comprendo los límites del arte comienza lo ilimitado de susignificación. Después no habrá nada; apenas el recuerdo de la razón,del lugar, de la palabra que me será el instrumento necesario para — ¿paraqué? Un futuro ensuciado ya por su propia presencia, posibilidad. ¿Entoncessólo la vida conocida en la creencia, en la bruma? El conocimiento hareventado tantas veces ya sus formas que en su lugar ha aparecido otracosa, y no él mismo, en una erupción maravillosa. La irrupción inesperadadel dolor ha removido mis fibras, mi cerebro, y de golpe no he visto sinola luz, mientras que otra parte de mi cerebro localizaba el sol. Mi cuerpoperdió exactamente su gravedad y por abajo un calor lo levantó. La luz.Me parece que es la primera vez que la nitidez de las cosas me da en lacara y que el deseo del mundo se desflora, desprovisto de pasado. Pondría:«Os amo por la primera vez». Y la emoción está presente, indicativa;lejos, también. En buena cuenta, yo no debiera vivir sino para que elalba, el día, se convencieran de ello, o para que usted no sea sino ustedmisma.»)

Clavados uno frente al otro después de un impresionante momento desilencio, Carmen se ha levantado y se ha dirigido al baño. Bob va aesperarla nuevamente como se teme a la muerte, clavado en su silla, yhaciéndose preguntas sobre la precisión del café que le permite verprecisamente la escalera que desciende a ese baño y por la que Carmensubirá para atravesar la puerta y volver a sentarse frente a él. La mesaes redonda, el café es cuadrado, la línea de sus ojos al baño es recta,imprescindible, atroz, y por entre sus piernas sube un olor fresco desexo reciente, apestando a azahar o a mejunje de hierba, a queso tibio, a

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mantequilla de almendro. Bob no se movió. La oleada fue repentina,diluyéndose en el ruido seco del café, pero suficientemente densa, comopara ahogar la cara de Bob y el vino en sus labios, en una sacudidaimperceptible que sin embargo tampoco lo hizo mover. El olor a tierrahúmeda podría ser infecto si no fuera de curiosidad, de germen, de sexocaliente amor, o de alabanza. Bob había penetrado en él, y sin embargo elcuerpo de Carmen seguía allí sin huella visible del amor: si un tatuadopasa, su pasaje se erige en tatuaje, y el ruido del café lo recupera aunantes de que llegue a la barra, como una entidad cualquiera. El símbolodel sexo se disolvió a su vez en la misma materia del olor, desapareciendoen el recuerdo. Bob no pudo sino continuar, inmóvil, y seguir al tatuadocon la vista en primer lugar porque de algún lado del café se acrecentóun hablar anodino que no modificó en nada la atmósfera. El grupo al fondoen efecto se calló, uno de ellos se distinguió visiblemente en aquelmomento quedándose apenas algunos segundos con la boca abierta antesde echar precipitadamente al techo una mirada y detenerse al bajarla enlos ojos de Bob, que miró repentinamente sus manos. Si Carmen tardabaen regresar era que tal vez había muerto. Bob desvió ligeramente losojos hacia la escalera sin despegar los codos de la mesa, ni la copa desus labios, miró vagamente lo que parecía pasar detrás de la puerta devidrio que conducía al servicio, el tatuado la ocultó cuando se puso ahablar por teléfono, la pintura de su cuello y brazos se puso a funcionar conuna regularidad excepcional, toda la ferocidad de la piel se recortó sinpermiso, sin sitio preciso, sin finalidad, delante de un Bob insensiblemente,definitivamente paralizado por el miedo. Si Carmen estaba muerta, y siera cierto que todo aquello se podía contemplar, la sensación hasta esemomento casi pacífica de estar sentado con algunos restos de vino en lagarganta se detuvo por alguna razón en la única superficie capaz de darconsistencia a esa realidad, la piel resquebrajada, azul y casi irreal deltatuado en la que una visión tranquila, en el fondo, de la mirada de Bob,acrecentó el horror. Bob entrando en aquel mundo posible en que la muertede Carmen —la muerte— bastó para que el momento culminante de sureflexión, innecesaria y estúpida como el momento, se detuvieramaravillado en un tatuaje porque ningún efecto se produjo alrededor,como esas niñas bellísimas a quienes se puede acariciar la cabellera sinque ellas se aperciban — aventureros de mierda o santos en formaciónpor quienes han pasado con toda seguridad los excesos gratuitos de lavida y de la muerte con el objeto de — cuando el café en pleno lanzó ungrito desalterado. Blanca manifestó una repulsión visible, Bob miró eltatuaje como se mira de pronto la fascinación de algo muy viejo que laespecie había calificado de pueblo, de teleología, cuando en verdad eltatuado pasó como si nada, erigiendo el arte de su pasaje en tatuaje, enrepresentación, como quien viste para una recua de representantes la

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vestimenta simple, animal, de la inocencia. La soledad de esa piel fueevidente. Bob se puso a entrar en ella como quien entra en sí mismo, enuna ciudad, imagen visible de su propia imagen. («Carmen, un malestarmoral, cual si hubiese agarrado de casualidad un cuchillo afilado por lahoja. La política semejante a la hecatombe de la razón, y sin embargo...»)La muerte de Carmen no hubiera modificado en nada su cuerpo, quehubiera sido el mismo de hace una hora arreglándose el cabello u orinandodespués del amor, o preparándose a subir sin que el orín caliente deCarmen satisfaciéndose a chorros modificara después un ápice la maravillade su cuerpo, o su apariencia. Hasta la muerte hubiera continuado en elcafé, exhausta de pasar sin ser vista.

La introducción de todo su cuerpo en su cuerpo, la contemplación casibrillante, la locura de detenerse a veces en una rodilla cubierta con unalana negra, un pecho soberbio cubierto violentamente puesto de relievepor algún reflejo interior: Bob vio a Carmen contemplarlo desde dos ojostransparentes, el único sentido que con el de sus labios, en su rostro, leofreciera la garantía de saber a Carmen definitivamente presente porqueBob también estaba allí. Bob siguió mirándola sin salir de su posición—de hecho desde que Carmen bajó. El olor a almendro sucio subió otravez con una exhalación y una impresión al mismo tiempo, rigurosa, deplacer. El café se oscureció intempestivamente y desapareció, enseguidase aclaró. Bob tuvo que sacar literalmente a Carmen de su cabeza con elobjeto de ponerla delante de él. «Hacer que», a fin de que el amor seviera fecundando alrededor. Fue alguna nube que ocultó al sol. «Tengouna confianza inaudita», quiso decirle Bob, pero no era necesario, nadanuevo, quiso decir. «Hace un momento temí que el exceso de vida quehe sentido hace un rato aquí mismo (usted estaba abajo) se convirtieraen un concepto, en algo duro; cual si me hubiese vuelto impotente y mehubiese desesperado», dijo Bob, y miró alrededor.—El sexo es mucho más atroz pero es mucho más asequible; hasta elolor es mucho más repelente y más denso, es más vivaz. Amor, quizásea porque... Perdón. Martín dice: «en el sol todos somos inéditos».¿Verdad?—Puede ser. Pero ¿quién? Si usted llama sol a cualquier luz... «Era unaforma de decir», quiso decir Bob. «Por ejemplo, para confeccionarmaterialmente su presencia he tenido que salir de algún sitio y usted haestado abajo qué, ¿cinco minutos? Sin contar con que pude haber pensadoen dos días, en tres, diez, cien, cien.»—Era una forma de decir. Mi deseo está intacto, dijo Bob.—¿Qué ha pasado?—(...)—Es usted un loco.

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—Estoy pensando en un tatuaje, amor. Si le pidiera por ejemplo que sequede aquí unos minutos. Que haga como que yo bajo a orinar, a llamarpor teléfono, a desaparecer un momento, y que usted hace como que meespera. «Debo decir que por un instante la he creído muerta, por qué,y.» ¿Ha llegado ya usted a penetrar alguna vez por ejemplo, en la razónde sus pacientes?—Casi siempre, sí. Con Elisa, o Virginia.—Quiero decir otra cosa. Quiero decir el tatuaje de hace un rato, porejemplo, un tipo completamente nuevo, completamente inútil. Y por quéme era imprescindible.—No era el tipo entonces. Era el tatuaje.—Bueno. Entonces el tipo no existe. Y era resplandeciente. Resplandeciente.Por desgracia el café está lleno, dijo Bob. Sino, creo que esa impresiónse ha reducido a un malestar moral. Las cosas son tenues como todo.«Juegos de luz a todo lo largo y a lo ancho del café.» La moral del pasajede un aventurero cualquiera, ¿por qué no? «¿Sabe usted?» El cuerpo deCarmen, desnudo hasta adentro, se acomodó luego de una ligera finta yse quedó latiendo delante de Bob. Bob se aproximó, pasó los dedosligeramente y recorrió a todo lo largo la vena del muslo que se deteriorólevemente en la ingle, marcada casi por la súbita palpitación del sexo deCarmen. Carmen los miró otra vez. Los dedos de Bob salieron untadosde una hierba, de una sazón. «Siempre es así», repitió Carmen, inaudible,medio entre la pregunta, el letargo y la convicción imperecedera de quesiempre en efecto era así, el excedente de su deseo quedando como untragacanto en la superficie de la tierra. Después Carmen no se movió,Bob estaba a varios metros. La vida es seguramente más importante,que la obra de arte, mucho más, pero mucho menos voluptuosa, tal vezporque en la obra de arte se es voyeur, dijo Carmen.—Voyeur—Pues el que mira. Espía. Veedor, más bien. ¿Recuerda a Steiner? Laespecie llora al leer libros y al mirar cuadros pero no es capaz de lloraren la calle. Si la voluptuosidad fuera un patrón... Una medida, y si la calletuviera la forma y la armonía del arte para que — ¿por qué dijo por ejemplomalestar moral?—¿Moral?—(...)—He sentido un malestar moral. No puedo calificarlo de otro modo, comosi me hubiese cortado la mano. Pero si la voluptuosidad es esa moral...En América del Sur en la mañana hay en la selva un gran clamor demonos, se repitió Sinclair, sin que nadie lo oyera, y la leyenda dice que elSeñor les prometió hacerlos hombres al alba. Y esperan cada mañana ylloran en toda la selva, y lloran en toda la selva. El baile oficial que ofrecióPinocho el marino en homenaje de la latinoamericanidad tuvo comienzo

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con un movimiento de cintura pícaro. Pinocho el marino sacerdote.Pinocho navegante adalid apellidador.—No era el tipo.—No.

Carmen siguió el curso del cuerpo de Bob sin una palabra de sobra, conuna sola ansiedad, desesperanza, o euforia, la de seguir en su compañeroel mismo curso inminente y aledaño, tan próximo a la superficie de supropio cuerpo que Carmen identificó al final la presencia de Bob con unestruendo sin salida haciéndose casi desesperadamente deslizar, hastaque el todo se ubicó tal una sola pieza en las manos y en el rostro y entodo el espasmo de Bob. En la vista primera que su propio recuerdo y elrecuerdo del cuerpo devorado, laxo, de su hombre le dejaron ver alterminar, Carmen se sorprendió a ella misma mirando una amalgama decosas, entre ellas el fenómeno volátil, y amedrentado por sus gritos, deun alcatraz.

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Martín hizo como si hubiera dejado entrar a Leticia de casualidad ensu cuarto: café, cigarrillos, dos horas de un desconocimiento total de loque sucedió, fuera de una verborrea seguida de un silencio sepulcral.Martín salió a la calle, se quedó parado en el porche del edificio. Se llevóla mano a la frente en busca de hombres, de mujeres. Leticia entró. Todoesto no es real. Lo que me atrae en un burdel no es el cruce de la puertasino esperar. Esperar. No la espera amorfa como un inmóvil, como sentadoen un café aunque el escrutinio es el mismo, sino la búsqueda. La angustiaque lo agarra a uno constantemente, y lo aplasta o lo agrega a la humedaddel suelo, en la incertidumbre de encontrar justamente a la puta queespera precisamente algo indeterminado. No sólo en el burdel, de otrolado, pero por eso, por eso, si fuera mujer... Leticia no dijo nada. La haríaentrar porque vio que sentada en el porche acababa de tirarse los cabelloshacia atrás con un gesto estudiado, que acababa de estirar sin gran cuidadouna pierna, lentamente, para cambiar de posición. Leticia aceptó. Martínla invitó a pasar, la siguió desde dos o tres peldaños más abajo mirandosus tobillos como cuando uno sube una escalera detrás de una puta parallegar, sin que la memoria retenga nada allí mismo. Leticia es todo locontrario de esas sentadas en las carreteras bajo el sol con las manosabandonadas pesadamente y el aire perdido, la blusa desabrochada yparte de su pecho redondo extrañamente atractivo húmedo por el sudor,o suntuoso sin causa aparente esperando la llegada providencial deMartín, que tampoco se encuentran en los lenocinios sin saber por qué,mis preferencias yendo a los burdeles y al café, a todos los prostíbulosmas no a todos los cafés, hasta que encuentre el burdel tipo, el del interiorexacto a la imagen que conservo de la ventana iluminada de una casafamiliar. Leticia no dijo nada pero aceptó la broma algo sórdida de Martínrelativa a una cierta dejadez. Intermitencias incesantes de alumbrado yde oscuridad, sobre todo de movimientos interceptados, o aquellos queparecían cómplices de alguna ley de gravedad, una vieja alumna sentadaa la entrada de mi edificio, o sino, por analogía, la estupenda desconocidade ayer en un café: una increíble presencia de ánimo fue necesaria aMartín para detenerse, sentado a poca distancia, y de tres cuartos, alfrente de ella, sabiendo que todo su esplendor, completamente descubiertoa su mirada y a la de todos los clientes, le mostraba gratuitamente la torsiónoblicua de su cabeza. Después Martín se percató de que la mujer escuchabaa otra que le hablaba sin parar, la mujer de Martín inclinando una y otravez a la izquierda, a la derecha, el cuello y la nuca, conquistandoprogresivamente sin querer el resto de un cuerpo que continuó en unpantalón ajustado abajo de la mesa, y en un mocasín. (Mucho más quedeseando saber cómo se desenvolvería ella en un lenocinio —si sedesenvolvería alguna vez— conmovido a la vista de los dedos de las manosque la mujer entrecruzó y que se apresuró en apretar dentro del

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entremuslo cerrado al contacto brusco de la otra, y si las putas del burdelhacían lo mismo. Idea de museo ideal, si Bob, Señor, estuviera allí. Y aquién pertenecía esa mujer, frígida o ardiendo bellísima cual una hoja,únicamente a la vista de su mano izquierda cayendo lentamente sobre sumuslo con el único objeto de enseñarle a Martín una breve desnivelaciónen la superficie del pantalón y la dureza aparente de una caverna, o deun cerro. Más que saber con qué objetivo, era saber cómo había podido elmismo movimiento de su cabeza, el mismo, perdurar. No la dulzura, o laputidad, o la lentitud fresquísima de sus ojos al ponerse amorosamente aescuchar a la otra; más bien si la llegada de esa mujer hacia ella mismase había producido, desde el tiempo, igual. Igual. Su tránsito hasta que llegóallí. Eso fue no sólo como barajar todas las posibilidades ofrecidas por lascivilizaciones pasadas (mi viejo, eso hubiera sido fácil, sin contar conque ahora tenemos el mejor punto de vista posible) sino como sostenerel peso de dados de metal al rojo vivo, lanzados en dirección de la mujerpara ver si ocultando su rostro el fuego artificial la transformaría en llama,en transfiguración. La que hablaba se levantó y dejó ver a la mujer deMartín haciéndole un movimiento rápido con la cabeza a guisa de respuestaa un gesto grosero de las manos de la otra, seña común, de despedida,veloz, seña común, una vulgaridad que existía entonces también en el día yen la noche, ante la cual Martín, azorado, no pudo reaccionar.)

Si había algún fenómeno en suma, en Leticia, medida extraña que comenzóa servirle de mito y de presencia, desde que la encontró en el porche,esbelta, dispuesta a seguir a Martín hasta la esquina más recóndita desu departamento sin que tuviera que mirarlo profundamente. En verdadparecía enferma. «Tengo la impresión de que es algo idiota. Tengo miedode que se crea una puta como la imbécil de Blanca pero no lo es porquese ha puesto a hablar durante una hora y luego enmudeció. Yo no hepodido articular palabra.» «A decir verdad, miedo de que en cualquiermomento me enviara como un espejo su cara convertida en disfraz.» Porúltimo, si Martín había sido bestialmente atraído en el café por esa mujeren movimiento, cosa concreta en el acto, placer instintivo en el ombligode su cuerpo, desolación interior, rumor atracado en sus manos, fue queel deseo sobrevivió, y que Martín se descubrió permitiéndose cualquierilusión o realidad con la condición de poseer para siempre ese deseo,dijo, y renovable por sí mismo, digamos, en el terreno exclusivo de lavoluptuosidad, en el terreno de una voluptuosidad. De modo que suausencia o su satisfacción fuera de él constituyan el asesinato puro y simplede una mujer bellísima, o de un varón — para ser totalmente honestotendría que añadir que en el caso de que la muerte del deseo se produjera,habría que crear otro, incluso artificial, incluso artificial, ¿comprendes...? Laúnica cosa horrible de esa tortura es esa horrible permanencia.

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Bob no respondió. El departamento de Leticia era nuevo, oliendo a ropausada y a comida percudida de varios días saliendo de un lugar inciertocomo su nombre (Leticia. Dos semanas después, jugando con el fuego,Martín decidiría ingenuamente presentarse de madrugada a ese cuartohabiendo deseado comprobar en el rostro de Leticia si la ficción de supensamiento era la misma al sobar realmente su ropa interior y oliéndolasin cerrar los ojos e interrogando a Leticia sólo lo necesario para ver siesa ropa podía prefigurar, de un lado, el propio cuerpo de Leticia, de otrolas manos crispadas de Martín. — ¿Qué estás haciendo! dijo Leticia.Pero Martín no hizo nada. Cerró la puerta y partió.)

Leticia se le presentó en el porche con la desenvoltura de quien creehaber llegado a su término: quiero decir aventada por alguna decisión,con seguridad por la misma misteriosa energía que, en un ómnibus, obligóun día a Martín a invitar al de su lado a cambiar de sitio con el queocupaba Bob, para que éste viniera a sentarse junto a él. Un gesto con lamano, Bob. Una invitación. Un destino que habrá que reconocer comosoldado. Una prestidigitación. Un arabesco milagroso en el aire parasiempre decretando el sino del otro.—Por eso los negros no entraron en el dominio de los blancos, dijorápidamente Blanca.—Qué es lo que quieres decir.—¡Que los negros desearon como tú dices pobre incauto pero completamenteal revés, no crees, si se hubieran puesto a pensar como tú no se hubierantropezado con un alambrado de púas!, repitió Blanca despacio, articulandobien, ritmeando el conjunto de su frase de modo que se pusiera como aondular por encima de las cabezas de los otros, reprimiendo el tic de sulabio superior que parecía siempre ensombrecerle el rostro, haciéndolacallar. Para compensar el silencio Blanca dirigió una mirada interesadapero virulenta a las piernas flaquísimas de Martín, que las cruzó paramostrárselas mejor; tan flacas que los muslos de Martín se cruzaban a laaltura de la ingle, y el pie terminaba enrollándose en la pantorrillarealizando toda una composición, igual a aquellos elementos del cuerpoque son inclusive capaces de dejar presumir los demás: las manosmismas de Martín por ejemplo, o su tórax completamente achatado ysu rostro como sílex tallado, como puerta dividida en paneles, un cuerpodelante del cual Blanca hubiera podido soltar una carcajada si el cuerpoen cuestión no hubiese impuesto su presencia. Y así había sidodecretado el cuerpo casi transparente de Martín (cercano a su propiacarne, tal cual había dicho Walther, o a una posteridad eventual, cercanosobre todo en realidad a la invisibilidad: en caso de choque en efecto,contra él mismo, hubiera sido la nada, la muerte evaporándose en laclaridad).

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—La noche es más clara que eso, repitió Martín a Bob. La noche es másclara que un simple gesto de la mano.

En la sala hubo un silencio muy lejano. Carmen observó en un relámpagola debilidad de Martín. Leticia todavía no se había atrevido a abrir laboca. Yo sólo digo, dijo Martín, que la conciencia de la sensualidad es loúnico que puede evitar la soledad a la especie. El resto es una apariciónfugaz. Una aparición fugaz como cualquier cosa intrínseca, capaz dedesaparecer de la mente si uno se descuida un poco.—Leticia podría ser esa aparición. Intrínseca como su rostro, como eltobillo cuando subió. Supónte que alguien aparece y que su cuerpo resultade un gesto de la mano de otro. Estás jodido, Bob. Escribe eso con lápizpara que pueda borrarse y verás lo que quiero decir. Martín respondiócon serenidad a la mirada de Blanca, jugó todavía con el objeto que teníaen las manos, miró largamente, largamente a Bob, exactamente como sitodo lo que pasaba en la sala hubiese resbalado arañándose por su cuerpo.Blanca empezó a beber. Sinclair cruzó las piernas, puso una mano encimadel sofá como en aquel tiempo los movimientos acompasados, casimecánicos, hermosísimos a veces, de los hombres, mostraban la desnudezde un gesto cualquiera, y en aquel que miraba, la imbecilidad asombradade la mirada. Blanca se levantó, sirvió otra vez, dirigió a Bob una miradadesesperada de envidia que pareció salir de la parte más sorprendentede su cuerpo, el labio del tic, aplastado hacia abajo contra las comisurasy que le daba paradójicamente la única hermosura posible a su masa,como esas bocas perfectas de niña de las que no se comprende nada sino se detecta el labio superior, las comisuras aplastadas a un lado y otro,como en las pinturas, luego el tic desapareció.—Estuvimos juntos ayer, le dijo Leticia.—Sí, sí, respondió Martín. De acuerdo. Pero no sé. Tengo una vaga idea.»Sinclair puso una mano encima del sofá.—Si el ciego cree que desear es una condición, es su problema, dijoBlanca. No se pongan difíciles. Digamos: si el ciego se pone a decir: «lacarca es transparente» y si se refiere a la muerte, puede ser genial,pero la muerte no existe porque la carca es opaca. ¿De acuerdo? Tú hasdicho Sinclair que es peligroso dejar a una simple hipótesis depender deun espasmo de la boca.» Una tapoteada de la mano en el sofá. «La mayoríase desplomó, la mayoría se desplomó, ¡yo sé lo que eso quiere decir!»,gritó de repente Sinclair con la cadencia de un viejo, y con la seguridadde que, en el fondo, nadie podía ni ver ni verificar. Martín tuvo un vahído.Fue entonces que súbitamente olió a primavera en el salón, en plenocalor, cuando los puercos salieron al monte y los adolescentes de unsalto pudieron colgarse de la rama más alta de un árbol vomitando todassus energías en la manifestación colectiva y frenética de un cuerpo en

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libertad, cual el chillido de mil cuervos vírgenes. ¿La semejanza? (o ladiferencia): el número total, la forma de la cuculí, la pesadez particularde la arena del desierto, las piernas horribles de Blanca saltando lingoen un parque público, un desconocido tirado en la hierba con un transistoren la oreja para olvidar su cuerpo y la velocidad de cada cabellera, lapolicromía del próximo verano allende el — La atmósfera se enrareció.Nadie reaccionó. Y la pulpa de la primavera pudo modificar completamenteel aire de la sala como hacía dos años pero no era la primavera, sino laprimera vez que Martín la recibió. Era lo mismo. Las ventanas abiertasde un interior. «Mi cuerpo no ha cambiado.» La atmósfera se comprimiópara inmediatamente estallar, y aligerarse en una sensación inesperadade frescura, de fresco, de frescor, la sinfonía de Mahler explotó al finalen esa cabina verde agua, Martín pudo entonces hablar impunemente yafirmar (al fin y al cabo, proferir algo con la cabeza levantada para que losotros escucharan, decir cualquier cosa, era como una masturbaciónpremeditada. Masturbarse escondiéndose en el baño teniendo el miembrodelante cuando todo, en toda la casa, lo permitía: el tiempo de que sedispone, la velocidad, hasta el control del ritmo y la posibilidad decorrérsela con arena o aserrín, el cambio de opinión —la angustia devérselas con la voluntad a punto de desfallecer. La verga, y el hecho dearrodillarse por la sacudida con la saliva y el placer desencajados en laboca, no tenían importancia puesto que las cosas que todos ignoran y queno dejan huella no existen. La impresión obligó a Martín a levantar lacara hacia el grupo donde la escena era la misma. Una sucesión depersonajes, una disposición de lugar. Y nadie podía decir en qué consistíael placer ni que Martín tenía todavía el cuerpo vaciado por el dolor. (Flaco,no vio sino el tragaluz y el olor abierto del water dentro del cual toda sumano fue a dar al querer apoyarse en el borde. Cuando Martín regresóBob estaba acercándose a Carmen siendo el primero en ponerse de piey disponer en la sala un cuadro que empezó a funcionar como si todos sehubieran puesto a hablar o a ponerse de acuerdo y esperar, pero no era así.Sinclair también se puso de pie.) Su mano se apoyó en las ranuras del sofá.Carmen: un movimiento indeterminado que hizo vibrar momentáneamentesus pechos. Sinclair salió. Los gestos de cada uno fueron el objeto querealizaba con mayor precisión sus propias presencias y que confirmaba,si era necesario, la veracidad de cada gesto, fosilizado, presente, Martínlos examinó, Blanca fue la única que observaba a Martín fijando a toda laaudiencia, pero sin querer. Carmen se incorporó, Martín siguió surecorrido, cruzando delante de él llevando en su cuerpo el mismo pechoadmirable como se lleva en el cuerpo dos senos de mármol, de marfil,blancos como dos senos de mármol que llegarían sin duda hasta las manosde Bob porque Bob los tomaría por atrás desde abajo como se aprietandos cifras. Enseguida Martín miró a Leticia. Fue allí que se dio cuenta de

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que después de su masturbación no hubo nada. Ninguna reacción exterior.Ningún contratiempo, ninguna entonación especial, ninguna pereza,deseo de progresar, contracción muscular u otra, nadie dijo perezca eldía en que nací o la noche en que se dijo desaparezca el día de la noche,nada. Martín llevó su espuma a la cara. La esperma. La fecundación. Elcuerpo de la especie viviendo una vida tenue como la hojarasca de invierno(soñolienta, desastrosa y otras verdades, avidez sin la sangre que sedebiera si se tuviera por lo menos, en la mano, la esperma del otro). Bobestaba allí. El tiempo que pasa cuando la angustia que uno siente en lagarganta se estrangula es suficiente para volverse loco. Lahomosexualidad no era un requisito determinante. No era ni siquieraindispensable, ni siquiera un registro, una relación. Carmen soltó unarisa inesperada, Carmen y Bob señalaban ostensiblemente con el dedola cara de Blanca, Leticia, con los brazos nerviosos se desplazó haciaSinclair que se desplazó a su vez un poco a su derecha, pegándose contrael brazo del sofá. Nada pasó impunemente. Carmen se presentó allí encarne y hueso confirmándole a Martín la descripción alucinada de Bobsegún la cual dos tercios de su cuerpo eran los de una cosa rara y eltercio restante el de una mujer, lo que no significaba que el cuerpo deCarmen era perfecto sino que su hermosura había dado lugar en Bob a laidea malsana, inexpugnable, y apasionada de que Carmen estaba tansólo revestida de mujer. Capítulo quince del libro de los justos. Ya puedesgritar. Nadie va a decirte que detrás o delante de un cuerpo acabado demasturbarse por enésima vez y de la reflexión sobre el cuerpo, hay algo.La prueba le llegó a Martín bajo la forma de esa reflexión, veredictofinal, auscultando fríamente la presencia casi iba a decir inerte de losotros delante de él. Ninguna reacción exterior. Ninguna catástrofe natural,ningún axioma nuevo, ninguna perennidad. Quizá, sí, una cosa: algosesgado, adentro, como un residuo de remordimiento, oblicuo, y deconsistencia viscosa; un ligero malestar interior cual una suerte de pus,o de barniz, fertilizado también por la memoria. Nunca antes en todocaso un momento vivido intensamente en el presente había sido tanpoderoso y al mismo tiempo tan fugaz como para borrarse totalmente apunto de convertirse justamente en algo tan claro como la transparencia.Lo único cierto, aparte del barniz y de su propio cuerpo duro regresadoal mismo sitio anterior. ¿Quién de aquellos próximos iba a devolverle supropia imagen? Martín quiso decir: a quién podría yo amar siendo yomismo sin tener que decirle: no puedo entregarme a ti porque no puedodarte todo mi cuerpo si antes no me lo has devuelto. Bob — «Por eso,cuando se levantó, Gilgamesh contó su sueño, por qué vagabundear enel desierto, por qué capaz de modificar el curso mismo de las cosas.»Pero no era lo mismo (Quién de aquellos prójimos capaz de extendersesobre el hieródulo cual un esposo. Bob hubiera podido saberlo mejor.

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Walther hubiera podido decirlo. Pero Walther para comenzar no estabaallí. Walther hubiera podido decirlo, aunque no hacía sino caminar con lacabeza gacha, aplastado por los dibujos eróticos que paría día y nochesobre cualquier papel. De otro lado no eran eróticos. Sus dibujos tocabanapenas la superficie del papel, con esas gesticulaciones violentas, inmediatas,similares a aquellas hechas por quien espanta constantemente a una mosca.Dibujaba para borrar —como él había dicho— ¿la infancia?, ¿lo próximo?porque, había dicho, era lo único que le quedaba. Y para ese efecto Waltherhabía decidido no levantar nunca más los ojos del suelo. («¡Que venga elescándalo! ¡Que venga el escándalo! ¡La certidumbre!» no cesó de gritar;y el sueño se aniquiló borrado por la arrugada estrepitosa de un papelantes de desaparecer en el aire como el vapor, como las moscas, a travésdel aliento ahuecado de la puerta de un water. Una apariencia; o comodiría Walther, un reloj de arena.)—Negros o blancos Sinclair, los vivos o los muertos, no hay nada másinhóspito y deprimente que un obrero con gorra, sobre todo si va dentrode un microbús y si regresa a su hogar, sobre todo si son varios con gorraamontonados dentro, dijo Blanca, los negros y los blancos en buena cuentadeben de ser un poco como los obreros con gorra ¿no crees?, tú queconoces a los negros.—Deja tus groserías de una vez.—¿Y la obrera española de ayer, que hablaba desesperándose en un alemánde mierda con sus colegas alemanas?, siguió diciendo Blanca. Todastenían el mismo uniforme azul, lo que me hizo creer al comienzo quetodas eran iguales, pero supongo que comprenden que la cosa se uniformizócuando en verdad no había ninguna posibilidad real de uniforme en todaesa melcocha, mierda, no quiero pasar por una imbécil pero lo másextraordinario fue que en un momento todas esas obreras se pusieron areír juntas, como una sola mujer. Un negro Sinclair, lo esencial y loaccesorio, ¿y qué conclusión vas a sacar? ¿Vivir siempre en las imágenesy en los fantasmas? ¿No vivir sino para imaginar?Sinclair —¿Y?Blanca —Que hay quizá, negros que mueren de pie.Martín —¿Y entonces?Blanca —Nada.Blanca —La visión que he tenido de la obrera la metió hasta el fondoasqueroso de su condición como tus negros, pero es mi vista, que la sacóde allí, no otra cosa. La clase obrera no existe porque la revolución espor el momento una condición de tu hueco; de tu ojo. Tu globo ocular. Escomo la poesía, es como los dibujos de Walther, es... Leticia levantósorpresivamente la cara. Walther se desperezó1 y sacó punta a su lápiz.Martín estaba sentado en una banca del parque con las piernas estiradasy los pies cruzados los codos en el respaldo mirando sin perderlo de

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vista a un viejo que peinaba cuidadosamente a su perro al lado de unárbol. «Dibujo todo el tiempo si es lo que quiere usted saber, de hecho acada rato, llevo en realidad permanentemente un juego de carboncillosen cada bolsillo superior y a veces estoy tan desesperado y sin papel, lerespondió Walther al periodista, que la idea me viene en el momento porejemplo en que me limpio el culo, y como no tengo dónde dibujar dibujoen el papel en cuestión. Primero lo estiro, como las platinas cuando erachico, con la uña. ¿Le basta?»

Martín miró a Blanca otra vez. En la sala el sol pareció adjudicarse lamateria arbitrariamente y adquirió súbitamente sin que nadie se percatarala forma esférica, extraña, de ese mismo objeto.

Quiero ser serioQuiero estar serioQuiero serlo. Quería un guía, Bob. Un amigo. «No tengo tiempo.»

Sólo la mirada, la presencia. Saber que estabas allí. Tengo sed.

—¿Por qué no tuteas a Carmen?

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Cada salida cada día, es el recorrido de calles que pertenecen contoda seguridad a ciudades diferentes pero las conocencias2 pueden estarsiempre allí, dijo Bob, los sitios también, por desgracia, Oberehrendingen,Schirznach-bad, Nehoiasu —departamento, parque, teatro, etc. A decirverdad no busco necesariamente la esencia de nada pero a veces mesiento solamente como que camino... Habría que saber cómo se hacepara caminar hacia atrás sin retroceder. Martín no respondió.«En los libros ha habido una que otra historia como la nuestra», Martínpensó en decirle eso a Leticia adelantándole virtualmente la ironía quede todos modos terminaría por vencer puesto que Martín añadióinmediatamente: todas fracasadas. Eso en primer lugar. En segundo lugarel hecho de que la relación de maestro a discípulo no es fructuosa si nose desarrolla en el vacío que forman los dos alientos antes de tocarse. Amenos que Martín se diseminara, trocara su cuerpo atravesando el airey conociera, a Leticia, o a Walther, a través de sus cuerpos pero sólo através de lo que Martín pensaba que eran sus cuerpos lo que significabacaer exactamente en la misma desesperación del conocimiento parcialporque, de una u otra manera, Martín no podría evitar el estrellarseviolentamente contra la desnudez. Proporcionarles únicamente la materiade la seducción. Dicho de otro modo: de qué manera pervertir. Señor.Horror de la facilidad. Horror de la facilidad. Me joden las cosas todos losdías, pensó casi en voz alta. Mis alumnos, si se puede decir. Así puedoexpresarme sin ilusión, sin temor, sin decepción. Es un hecho que mejoden pero es la mejor manera que tiene el asombro de darse a ellos, silos amara sería más fácil. «De otro lado, dijo, el verdadero asombro estáhecho de memoria, y no de novedad. Ustedes me preguntarán qué dicenlos libros de todo eso? Váyanse ustedes a la mierda, ¿verdad? El métodomás fácil y más veloz de amar —iba a decir: de asombrarse— es el defijar siempre sobre el mismo objeto una mirada imperturbable, y en undeterminado momento nos parecerá que ese objeto —oh milagro— no lohemos visto nunca.» Yo hubiera podido añadir de allí por otra parte quetodas las necesidades no sean nada de eso, y qué dicen los libros de todoesto. Leticia, ¿qué dicen los libros...? Al fondo de la clase algo se moveríaporque el rostro de Walther se modificó por alguna razón, igual que lasombra que pasó a intervalos por la cara de una chiquilla hacía muchotiempo, a todo lo largo de la línea de sus cejas, salida del vuelo de unpájaro que pasó por delante de la ventana abierta, dándole al rostro deWalther el aire de un adolescente ruso, o de una estatua quimérica.—Yo no diría imperturbable, dijo Walther.

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Como el viejo del árbol como la lengua salivando de su perra comoel miembro de los patinadores artísticos como el divino marqués comolos desparrames inéditos de Lacordaire esforzándose en recuperar algúnobjeto perdido así como decía Virginia (la nueva paciente de Carmen,una vieja completamente loca de deseo por un joven tratando de explicar,con el simple gesto de comerse una madeja de lana, que la vida era mássimple que eso. Todo el hospital se emocionó).—Es increíble, dijo Carmen. Esa mujer tiene sesenticinco setenta añosy la vitalidad de un árbol. En los primeros cinco o diez minutos Virginiase puso a hacer su cama luego a mirarnos a Blas y a mí y dos minutosmás tarde no podíamos con ella ni a dos. Virginia se había parado fuerade la cama y agarrado a los barrotes pero de repente todo su cuerpo seendureció luego dijo déjenme. Déjenme. Déjenme.» Virginia se quedóvarios minutos en la misma posición, Blas y Carmen la habían dejadolibre parada fuera de la cama dándoles la espalda y el busto de Virginiaestaba inclinado con las manos hacia delante y las manos engrapadasferozmente en los barrotes que empezaron a moverse. Todo un rictus dela cara se volteó de pronto hacia donde estaban Blas y Carmen, a menosde un metro. Luego el rostro desapareció. El cuello de Virginia por atrásera de lija. Bob miró a Carmen. Quiso comenzar a hablar, dudó un instante,«cómo va Blas» dijo. Enseguida repitió la pregunta y en menos de unsegundo estaba desembobinando lo mismo.—Pongamos que pienso en él: pero cómo no hacerlo: quiero decir, hayalgo en lo que pensé ayer, hace varios días. Si Blas llega a apegarse austed como temo, en qué va a consistir su relación, su exigencia. Blassabe perfectamente que yo estoy aquí, quiero decir, dentro de usted,totalmente adentro. Qué va a exigir. Lo que me ha hecho llegar a laconclusión de que si se ha desesperado la última vez es que estádesesperado. No está desesperado de amor, quiero decir, sino de deseo,de —posesión. Fuera de eso... Desesperado de — ¿Cree usted que enel fondo, se puede tener algo por amor? Pero no me responda...—No se inquiete.—Todo esto para llegar a desear explicarle por qué mi cuerpo tiemblaliteralmente cuando pienso en Blas y en usted, y cuando pienso sobretodo que debo explicarme a mí mismo por qué todo mi cuerpo se contraede miedo, de posibilidad de inhumanidad. «El otro.» Mi claudicación,todo eso. No. Yo sé que Blas es lo que le pregunto, amor, y al mismotiempo todo lo que no sé... La brutalidad sería diferente si conociera aBlas, pero ella sólo sería diferente. Entonces — Sólo si pudiera verlopero eso tampoco me interesa, es apenas una formalidad. (Cómo es,cómo se viste, quién es.) Y sé que lo amo desde que él también esusted, lo que tal vez en el fondo deseo ignorar. Blas también os hace elamor.

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Sentados uno frente al otro después de un impresionante momento desilencio Carmen ha tomado con sus dos manos la mano derecha de Bob,la ha mirado, enseguida la ha llevado a su boca, Bob introdujo sus dedosen el orificio, en el paladar, pasó una y otra vez el índice y el medio porel tapiz de la boca, agarrando la lengua, la saliva, los dientes de Carmen,la membrana caliente de su boca, hasta que los ojos de Carmen dejaronde sonreír y el deseo los cambió en aprensión, en inmovilidad, en lapalabra fija de los ojos de Bob. Bob el niño, deseando entre otras cosasamar sin el retorno del amor.

—Blas no es sino una relación, dijo Carmen. Es evidente que me entien-do perfectamente con él. Es todo lo que tengo que darle. Ternura, amis-tad, afecto. ¿Deseo? Complicidad inmediata. Cuando lo deseo el deseose impregna en mi cuerpo. Y de allí pasa a ese Blas que me desea comousted dice, es verdad, desesperado de amor.» Carmen no dijo más perolo pensó hasta la saciedad, hasta la impaciencia, hasta el llanto de deseopuro, luego dijo: «pero no explota como un hecho curioso, irreparable, ydesmedido como cuando mi amor se descalabra en vuestro cuerpo, amor,y se me queda insaciable en las manos.» «A veces tengo la impresión deno haberle dado a usted nada, hasta otro orgasmo, hasta otro orgasmo»,Bob pensó por Carmen. Carmen hubiera sido capaz de terminar su fraseasí. Bob recordó haber pensado en amar a Carmen casi en el vacío dealgo cuando mantuvo los dedos húmedos, en la boca, y en Walthercaminando prácticamente todo el tiempo rehusando mirar. Los dientesde Carmen tocaron, luego mordieron progresivamente los dedos ágilesde Bob hasta el dolor, hasta que el silencio se hizo otra vez mucho másviolento, justo el tiempo de cobrar conciencia del dolor. Durante el lapsoBob no pudo aprehender completamente el rostro de Carmen a pesar detoda aquella afirmación. Carmen allí. Bob se miró en los ojos de Carmenadentro cómo Carmen deseó frenéticamente los dedos de Bob, la salivay la boca del dolor, comunicándose mutuamente algo que Carmen le hizosaber más adelante que era movimiento, simple lugar, a lo que Bob nopudo responder. La mano derecha de Bob salió lentamente de la boca deCarmen, rozó los labios, tocó plena y conscientemente el cuello blanco einmóvil de un objeto de amor, de ofrenda, de interrogante. Bob no supoqué pensar. Por qué tendría por ejemplo que protegerla, como todo elmundo. Que pasarle la mano por la espalda hasta el hombro, y caminar.Que ofrecer a los otros la visión de una pareja que dentro de un automóvilpor ejemplo — en suma, que eran dos. Y por qué simplemente recordarque ayer o hace tiempo le ofreció vino, mirada, su cuerpo, un souvenir,

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cuando Carmen decía: «tengo que dar», y cuando recordar no era sinorefugiarse también en la seguridad (protegerse del temor, recurrir alsímbolo de la posesión. Y fue eso en efecto, el lugar. La permanenciaperfecta del don). Bob se escuchó decir «tengo suficientes intuicionesen mi cuerpo para comprender» y ver en el silencio de Carmen quésignos en la mirada, o en su simple presencia: un deseo inextinguible dela presencia de Bob. Un amor ofrecido inevitablemente a su existenciadefinitiva. Una disponibilidad sin fin a su propia disponibilidad. Lacertidumbre de la entrega de Carmen por el simple hecho de la posibilidadcotidiana de Bob; y en la desposesión voluntaria de Carmen que Bobefectuaba, el hecho —visible— de la inhumanidad. Y Carmen erigida parasiempre en la muerte de Bob. En la amoralidad. «Suprima el pronombre,amor. El pronombre. Mi amor. Bien.») El cuerpo de Carmen entró en elcuerpo y en el alma de Bob por los intersticios, como la música, penetrandopor desplazamientos, por ósmosis, por mimetismo, en las ranurasdescubiertas, por los pasajes que el movimiento brutal y conciso, deBob, le sugirió, progresando en las rampas, en los brazos, en la extremidadde las piernas, en el límite preciso en que las axilas de Carmen se dejaronresbalar, con las parábolas completas dejando deslizar la capacidadcarnívora de su cuerpo en la misma piel de su piel, en la que Bobreconoció su longitud, su rostro, su respiración ingresando en el actopor pliegues, por sucesiones, por niveles diferentes, cayendo hasta laaltura de su cuerpo que luego se apaciguó, sin deteriorarse, cual lapartitura centrípeta de Bach inoculándose como el fuego que entró en elfuego con la perfección implacable de su propia substancia, propia, yajena a todo paisaje.

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Martín se paró, y se rió, al ver el sol correr rápidamente a lo largo dela ventana. Bob, en un plano inferior, sin quitar la vista, por su parte, deltrasero de dos mellizas delante de él, subió a pasos largos la colina delparque donde Martín descansaba mirando al mismo viejo del perro. Elúltimo recuerdo de Bob con respecto a la presencia de Carmen eran loslabios de Carmen partidos por el frío. El amor de nuestros dos cuerposse convierte en algo casi intocable. Amor, qué pasa; quiero decir, cómose manifiesta usted cuando desea en la calle a un hombre por ejemplo, aun hombre?3 Walther atravesó cabeza gacha, de prisa, por el otro extremode la ciudad. Su pasó no se sintió. Caminaba dibujando bajo la luna«irrompible» las tuberías y las acequias de acero, el cuarto menguantedeshidratado, los relieves resecos del lugar. Carmen retuvo la orinadurante toda la noche que pasó en blanco en el hospital, para acrecentary reconocer el placer. Bob: esperar cualquier cosa, todo el tiempo, paraver llegar la menstruación (olía a cera, a sudor de mano, a madera húmedaalrededor de Bob pero era que su cuerpo se abasteció de esos oloresdejados. Lo supo al descubrir un día que su cuerpo estaba todavíafuertemente impregnado de los oropeles dorados de una estatua de laVirgen —de sus enaguas de tafetán, y de la madera podrida humedecidadel anda en una iglesia, y del aluminio de un campo de aviación dondehicieron el amor, mezclado con el mismo olor penetrante de la desnudezde Carmen, entre el algodón agrio y el alcanfor. Martín agazapado dio unsalto hacia la banca al ver llegar a Bob, como para jugar, en el momentoen que pensó que Carmen era la única que lo saludaba con la mano.Blanca se enderezó, lo que se hace habitualmente cuando en un momentode silencio los cuerpos molestan, se mantuvo recta, sus senos siguieronhaciendo por un instante un movimiento independiente. Martín bajó lavista hasta el suelo. Sinclair volvió a ocupar su sitio al lado de Leticiapasando discretamente el brazo detrás de su espalda en el respaldo delsofá. Cuando Bob divisó a las mellizas a diez metros delante de él nopudo recordar nada. La constatación violenta de un hecho singular no ledio tiempo para situarse con relación a una imagen definida porqueinmediatamente la imagen se repitió. El mismo trasero, las dos. A lafavor de la marcha ascendente y del ritmo pausado, los culos delante deBob se pusieron a pasar de uno a otro como de un modelo a su doble,rehaciendo en las nalgas de las mellizas un movimiento similar, el mismocolor, la dimensión exacta en ambos culos de la saliente del culo, la mismamodalidad de expresión, el mismo tacto vecino, la dimensión exacta ydesconcertada de la mirada de Bob saliendo de un culo de mujer paraingresar en el mismo. Bob detuvo la marcha. La distancia entre él y lasmellizas se agrandó en una línea recta, la única posible, cabe decir, cuyaextremidad pudo jugar todavía conforme la distancia separaba a Bob delos traseros, con el espacio inmutable que quedó entre las caderas de las

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mellizas antes de que éstas «desaparecieran exactas al torcer —un soloculo quedando cortado como un queso de bola detrás de un arbusto. Martínsonrió con una delicadeza resplandeciente.—He ahí a un viejo extraño, le decía Martín. Viene todos los días, seacerca a ese árbol que está allí, saca sus peines y varias escobillas y sepone a rascar a su perro con una especie —de sentimiento, de ahogo, decuriosidad también. Yo creo que el perro debe de tener algo. No es queyo venga todos los días. Hasta ahora no he dicho nada. Además qué podríadecir, pero cada dos o tres minutos, en fin, cada cierto tiempo el viejo memira como un afiebrado y se pone un poco a sonreír igual que si mepreguntara qué le parece.» Bob hizo un movimiento y el escalofrío y elcalor que lo tomaron por sorpresa al recuerdo de las mellizas lo agarraronen el centro del pecho y en el fondo de los ojos, que se llenaron delágrimas. Bob no hizo ningún comentario. Leticia acarició con unasensualidad manifiesta las ranuras del sofá. Penetrar en el culo primerosin verse obligado, forzosamente, a penetrar en el segundo, pensó Bob,era simplemente inconcebible. La cosa consistía entonces (todo consistía)en saber atravesar el espacio entre los dos. En el pasaje. En el trasladode la mirada, en el vacío de. En la manera de ver. El hueco. La memoria.Saber recordar. El arte consiste entonces en saber caer en la tentaciónde la realidad del segundo culo luego de atravesar el vacío sin haberolvidado el primero, y convertir la realidad en su propia ilusión. Posiblesolamente hasta el agotamiento en sí mismo: sin otra posibilidad. Sinotra razón. Bob pudo hacer permanentemente el amor con el primer culosin que el amor se produjera, negado por su reaparición. El sexo, ycualquier deseo súbito sobre la tierra deseando conocer la tierra tomandoel culo de una de ellas y envolviéndolo con una mirada —cualquiercuriosidad, cualquier intento, cualquiera definición— no hubieran topadosino con la imposibilidad automática, la ausencia, la negación. La desazóninterior.

«De otro lado no existe ninguna amistad maciza, de masa, de tropa,de rebaño, de mierda amontonada dijo Blanca más fuerte, y alargó lacara otra vez, por eso me gusta el Walther, porque tú amas a uno, a dos,pongamos a cinco, de amor particular, y Blanca estiró todavía más lafrase hasta poner casi su boca en el centro de la sala, o sino entoncesamas a tu propia mierda como dice el Walther, si se quiere. O en rigor,porque menos montón. No se ingurgita otra cosa cuando se traga unaexperiencia particular, Blanca casi gritó.¿Que dijo Walther?Walther es un pesimistaEs un ángelNunca ha mirado el cielo

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Es una buena mierdaPero tiene talentoPorvenir«¡Qué pretender, ciego, si no ves!» aulló Blanca y un silencio de azufre,de herrumbre, de mesa puesta, de almácigo se presentó delante de Martín,escucha inofensiva que no comprendió completamente el desenfreno deBlanca. Bob miró por segunda vez a Martín, esta vez sin nadie allí perode lejos, antes de llegar a la banca. La cosa no era la misma. Al abrigo deuna suerte de penumbra Martín se presentaba mucho más vulnerableque de costumbre, aparentemente mucho más inteligente de otro lado,mucho más veloz —casi sin color por ejemplo, cual una afinidad rapidísimacon el sol, con la resonancia inaudible de una ciudad— irresponsable,abandonado a la horizontalidad de la banca como a su cuerpo y recibiendopor añadidura el sol con la misma incapacidad original con la que Martínmiraba algo en ese mismo momento allí sentado casi por gusto, por simplereacción exterior. ¿Error? ¿Predilección? Qué hace un ser tan delgadoen la tierra. Sin bozo, con uñas frágiles, prácticamente sin color, y conuna intensidad de gustación del mundo tal, que uno se pregunta sidirigirse hacia él, pensó Bob, o caminar hacia él, no es un desafío. He ahíen todo caso un ente de quien no se hubiera podido hablar como de alguienque se propone apoderarse del tiempo. Más bien de un derrame de sucuerpo, casi como una fulgurancia de la mente. (—A propósito, el arte nodescansa sobre nada. —Y por qué. —Porque un simple papirotazo de lamente puede hacerlo trastabillar, incluso aniquilarlo. Además porquehaciendo un análisis contrario el arte no descansa sobre nada puesto queel mismo simple entusiasmo, precisamente, puede hacerlo surgir decualquier hueco.)—¿Que dijo Walther?—(...)—Walther. ¿Qué es lo que dijo?—(...) Siempre que tengo ideas es que estoy en el baño o siempre queestoy en el baño pienso que. Entonces el acto más solitario del hombreno es dibujar ni masturbarse, es defecar. Y dirigir una mirada a esa mierdacon displicencia o con interés antes de desaguar. Eso para los buscadoresde representaciones inconmensurables y todos los escoliastas...—Y Walther no es el mejor. Por eso me preocupa. Por eso me preocupa.Porque Walther no es el mejor. Walther no es el mejor, dijo Martín conuna risa ahuecada que él cortó en seco y se quedó mirando al viejo que lehacía signos con los ojos como preguntándole quién era Bob, pero era, siuno lo observaba con detenimiento, el mismo ademán de la frente haciaarriba que Martín le había visto hacer de vez en cuando y que le arrugabatoda la cara que se paralizaba en una como sonrisa, y luego continuaba apeinar. Luego el viejo tomó al perro por la panza con las dos manos y lo

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levantó en vilo algunos centímetros. El perro pareció de piedra porqueno se movió, con las patas colgando, y se dejó cambiar de posición más omenos noventa grados hasta que el sol le cayó en las patas traseras y enla mitad posterior del lomo y en la mano y brazo derechos del viejo quese volvió a arrodillar pero de pronto se levantó cual si hubiera terminadoy se dirigió al árbol justo cuando Martín enrojeció, comenzando a decirlea Bob lo de la rama en el instante en que el viejo la comenzó a trabajar.La escena estaba delimitada por dos terraplenes de tulipanes.—Más bien es la rama. La rama que sale del tronco. La rama a la alturade la cara del viejo, allá a la derecha. Hasta ahora el viejo ha comenzado atrabajarla cuando termina con el perro, el otro día había acabado de rascartoda la corteza, es por eso que la rama tiene esas manchas verduzcas —¿Qué crees que puede ser? —No tengo ninguna idea. —¿No? —No; no veoademás qué importancia puede tener. —No tiene ninguna pero yo noveo por qué tendría que tener. —No comprendo lo que quieres decir. —No tiene importancia. —Deja de decir cojudeces. —Yo no he dicho nada.Estoy justamente tratando de decir algo sin decir nada especialmentepuesto que el viejo del perro no te despierta nada en especial. Si el arteno descansa sobre nada es que todo es posible, ¿de acuerdo? ¿Eso es loque dijiste? —¿Y bien? —Entonces por qué no se te ocurre nada. —Esono depende de mí. —Eso depende de mí. —Qué quieres decir. —Que elarte no descansa sobre nada, como dices. —Carajo mierda, explícate. —Notengo la menor idea Bob. ¡Corten!

—¿Qué decías?—No, nada.» Martín enrojeció. El viejo terminó de colocar al perro concara a la sombra y toda la parte delantera del perro y la mano y el brazoizquierdos del viejo desaparecieron en la sombra cuando el sol iluminófuertemente la parte trasera del animal, la mitad del lomo hasta el raboque se movió despacio, y la mitad derecha del viejo, que se levantó.Martín abrió finalmente la boca.—¿Has visto la rama?—¿La del tronco?—¿Qué crees que puede ser? El viejo comenzó a trabajar con un cortaplumasuna vez que el perro se acostó a sus pies, un poco más allá, mirándolocon los ojos a medio cerrar. Bob se quitó los anteojos. Blanca se puso aeructar una, dos, tres veces como si hubiera querido hacerlo paraasegurarse de estar con los demás, la sinfonía de Mahler ahogó durantevarios minutos la conversación luego la conversación ahogó la voz decada uno y el silencio se instaló otra vez. En la boca de Bob quedó ungesto de sorpresa. La mujer del hombre en la calle le dijo «mi amor», leacarició amorosamente, largamente la nuca, le dijo «mi amor», hinchadade tener una nuca entera al alcance de su mano y él hinchado de acariciar

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a su mujer como un padre delante de un grupo numeroso con los ojoscayéndole hasta las rodillas de celo, de calor, de propiedad horizontal, deamor. Los otros se darían cuenta, Blanca profirió una grosería que la sinfoníade Mahler con todo su volumen fue incapaz de ocultar, Martín prorrumpióen una carcajada y después todo quedó en silencio momentáneamente cualsi nada hubiera pasado, la sinfonía de Mahler fue corta. Terminó. La salaquedó en silencio. Sinclair le hizo una seña a Leticia, Blanca a Bob, Bobdescubrió por primera vez los ojos de Blanca mirándolo con una envidiaen la boca pero en realidad Blanca lo hizo notar apenas. Cuando Mahlerterminó, Blanca se sentó al lado de Leticia, que estiró la mano para tomarel vaso de Carmen y llenarlo, volver a sentarse sin ningún ruido al ladode Sinclair y mirar furtivamente a Blanca que la miraba desde hacíavarios minutos con el gaznate inflado pero Blanca hizo una mueca, mitadsonrisa, y la reprimió.

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«La sala ha evacuado los restos de Mahler» — Mahler se suspendióarrinconado en algún lugar, su resonancia pareció atropellarse por todoslados. Virginia abrió la ventana de par en par, Virginia se acurrucó en lacama, «sus encías se ven amenazadas, se irritan, se inflaman, sangransolas? ¿Y por qué arriba? le preguntó Virginia al doctor, en la noche, envoz baja, cuando el doctor llevaba a cabo la última visita de control, conuna vocecita increíble de dulzura y de gracia pero ligeramente teñida dechillido de murciélago, tan sorprendente que el doctor tuvo que encenderla lámpara para ver, arreglar la cama de Virginia y verla removersenerviosa, con las manos en los bolsillos del mandil, como los médicos.«Por qué arriba, no me pregunte por qué arriba qué, por favor, hiló Virginiacubierta hasta el cuello con las sábanas, cómo por qué arriba ¿es ustedimbécil o qué? (...) Por qué arriba todo pues, desde que mi madre es mimadre, y por qué no abajo. Tengo el culo mojado, dijo de pronto, y Virginiase incorporó, y empezó a debatir con las sábanas, tengo el culo mojadodoctor, ¿tendría la bondad de ayudarme un poco? ya decía yo, pues porqué arriba la mano derecha, por qué arriba el color blanco, por qué arribalo bueno y no abajo, por qué arriba la verdad, por qué arriba el más allá,por qué arriba lo que es mejor y no abajo, por qué levanten la cabeza todoel tiempo, levanten la cabeza, ánimo arriba los corazones, y arriba siemprearriba y arriba aquí, y arriba allá, y arriba aquí. ¿Qué dice? Acuéstemeboca abajo doctor como hace Carmencita, tengo el culo mojado ¿verdad?»El doctor deshizo la cama, extrajo a la vieja de esa calentura, la acostóboca abajo y se dispuso a desvestirla utilizando el único recurso que lequedó, sacarle la ropa con dos o tres movimientos sacudidos y un gestode asco más o menos apresurados que dejaron al descubierto el cuerpocomo un trapo sucio y ligeramente humedecido de Virginia, que comenzóa toser y a removerse y a acomodarse separando las piernas para dejarselimpiar, pero el doctor ya había llamado a una enfermera. «Creo que tengogusanos en el culo sabe usted doctor pero no le dé importancia, creo quetengo gusanos blancos como decía mi madre mi mamita, sabe, esosgusanillos que circulan, que circulan. ¿Usted tiene mamita? Pues bien,escúcheme bien, yo tengo una vieja de ciento diez años que no ha dejadode joderme desde que me dio de mamar. ¿Quién tiene gusanillos deseda en el culito? ¿Quién tiene gusanillos de seda en el culito? ¿Y dequién es el escarabajito que le sale del culito? Y agárrate de las ancas miamor, agárrame por las ancas mi amor como le azuzaba a mi padre deotro lado como si yo hubiera tenido escarabajos en el culo, puta de mierda,pues sí, figúrese usted, como otros dirían un coagulito en el cerebro,pues bien, es una conversación que escuché hace algún tiempo cuandoestaba perfectamente tranquila a Denis, a mi Denis que también tienegusanillos en el potito y a quien le ha dado por rascarse solo, cuando losmíos se acaban, ¡pero es a él que hubiéramos debido de lavar y a su

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putilla de madre o qué sé yo! pero aquí viene la conversación, dijo Virginiaque abrió y cerró las piernas para ‘ventilar’ ¿usted tiene su bella doctor?mas el doctor no estaba allí, pues suponga que usted y su bella estánmuertos como decía una de ellas, podridos, y que están además cortadosen pedacitos descuartizados, con los pedacitos en los cuatro extremosde un parque sólo que de repente ¿me escucha doctor?, sólo que derepente dos cagaditas, una de cada uno viven todavía en esa cochinada yque son ellas las únicas que siguen moviéndose un poco como respirando,como palpitando, ¿me sigue? en toda esa luz, y de repente las dos cagaditasse ponen a balancearse una hacia otra igual que dos bailarinas porque losgusanos dentro avanzan con sólo moverse y luego se acercan y se juntancomo dos culitos de libélula y toc, se acarician con las puntitas y serevuelcan y entonces y sudan, y el resto, pues bien, y era en un gransalón dix-huitième verdad, la puta que los parió, porque si yo los tengoen el culo ellos los tienen en la boca sin contar con que la historia de losgusanos se repitió en mi oficina cuando yo era joven sin contarle todoaquello, póngame derecha ahora, póngame derecha, si hubiera sabido, yquiero decir, si hubiera sabido que a los setenta iba a ponerme a rememorarpero vale la pena sabe usted, no se vaya, sólo tres cosas.» La enfermeraacomodó a Virginia, la acostó de espaldas y le humedeció la frente conun paño, luego Virginia continuó «porque fue en el mismo salón, todo doradode fauteuils, de velas, de tapices, de todo, la primera, que los gusanos blancostambién se trepan por las paredes de la cocina dijo la más bonita, sobretodo en un día de fuerte calor como fue el caso, la segunda y téngasebien, que sólo hubo que descuidarse un tantito para que los gusanosaparecieran como dijo en los quesos cuando uno los olvida en el calor yeso sucede en las mejores familias, no había sino que olvidar para vertodos los quesos de la cocina invadidos por gusanos y huevos de moscacomo se ve en los caballos con esas manchas amarillas de huevo, y la terceraen el mismo salón cuando intercambiaron regalos, miles de larvas en elfilete americano crudo, tártaro como dicen los franceses, olvidadotambién, pero cómo quiere, si agárrate de las ancas mi amor, si agárramepor las ancas mi amor, que no haya huevos de mosca en los caballos,verticalmente. ¿Tiene usted gingivitis? Yo tengo gingivitis. Lo ideal seríalimpiarse las encías imperativamente después de cada comida. Verticalmente,y durante tres minutos cada vez. ¿Pero quién lo hace! Nadie. No se hagailusiones mi niña, ilusiones.»

La enfermera le embutió literalmente a Virginia cuatro calmantes, dejóla luz encendida, salió, el cuarto de Virginia quedó en silencio, la sinfoníade Mahler empezó otra vez. Bob se quitó los anteojos. En última instanciala resonancia de Mahler fue a esparcirse afuera por la ventana cuandoCarmen se dirigió hacia ella para cambiar de sitio, Martín la siguió con la

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mirada pensando sin hacer el menor comentario: qué pasaría, si Carmenmirara el sonido sin que los sentidos se quiebren. Carmen dio mediavuelta, se recostó sobre el alféizar dando la espalda al sol y se quedódando cara a la reunión con una autoridad absoluta, relativa, trayectomayor con un giro, sin que nadie hubiese podido decir que la importanciade la persona de Carmen venía no de su autoridad sino del hecho de que laestupenda media vuelta que acababa de dar había pasado casi desapercibida.Martín pretendió sacarla de su blusa, de sus pechos, de la quietud de suspies en el suelo, de los codos en la ventana, cual si hubiese deseado arrancarde ella algún sitio, alguna comarca, alguna digresión (un viaje), cual si Carmenhubiera regresado de comarcas, de ancestros, de representación, Blancaechó las cenizas en el suelo, Bob las vio caer, Leticia bostezó. Su piernaderecha tocó la pierna izquierda de Sinclair, uno o dos movimientos deCarmen oscurecieron en parte el salón haciendo líneas paralelas porqueel sol desapareció cuando Carmen se movió con esas carráspides que amenudo el sol representa en los interiores cuando sigue el curso de unacadencia, de una mónada, de una visión cerebral, pura espuma en elverdor del bronce, en la brillantez de la luz: de todos modos, era curiosocómo después de tantos siglos el rostro no se había convertido aún enatributo de la mujer. Carmen se instituyó en un bloque totalmente imprevisto,la pierna de Leticia tocó la de Sinclair, Leticia bostezó. Blanca, echó lascenizas de su cigarrillo en el suelo y Bob se puso a mirarlas. Martín dejóel objeto con el que jugaba, se detuvo en las manos largas de Bob, que éldeseó una vez más en sus entrañas, hurgándole lo que él no hubiera podidohurgar sin romperse la columna, sin romperse el alma, y sin desesperación.La primavera, si se puede decir, es ese artista que se esfuerza en alcanzarla perfección constantemente impedido por algún accidente, un olor viejo,una intromisión, un pasaje obturado, una cicatriz, un cálculo físicoincomprensible, un gesto con la mano, alguien en medio de una ventanaa través de la cual un sonido se ha quebrado y ha desaparecido sin elmenor ruido, sin el menor quehacer, con la humildad esa que depende node la pequeñez sino del amor propio que tampoco mira atrás si Martínhubiese estado parado en la ventana con las manos apoyadas en el alféizary el cuerpo inclinado hacia delante en actitud de escucha, deextrospección, de tiempo en los ojos. ¿Qué dicen los libros? ¿Leticia, loslibros? Leticia aceptó. Martín vio el tobillo de Leticia subir, los pechos deCarmen en la sombra del sol cuando se sintió levantado por sus propiasfuerzas y dirigirse a la ventana para apoyarse sobre el alféizar. Martínse puso enseguida a retroceder hasta su silla sin mirar, y sin estirar losbrazos, para poder —se dijo— perder mejor el equilibrio, su payasadadesconcertó a todo el mundo pero Martín la malogró porque se puso areír echando una ojeada a Carmen, que lo tranquilizó con una sonrisa. Elvino se acabó. Martín examinó a los de la sala uno por uno. Leticia es

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todo lo contrario de las putas. Lo de Virginia la enfermera se lo dijo aBlas, Blas a Carmen, Carmen a Bob, Bob a Martín, Martín a Leticia y aWalther, Walther repitió la sentencia, muy semejante además, queWalther había apenas murmurado un día que estaba comiendo o trajinandosus lápices con esa voz acuchillada, apachurrada y enternecida al mismotiempo por su cabeza. Carmen lo modeló en su vientre cuando uno de lospasajes del sol, Bob estaba en realidad allí como un reclamo, presentehasta la rarefacción, hasta el solo placer de su forma, de la introducciónde la mano de Carmen a través de ese esófago caliente, hasta su garganta,hasta el centro giratorio de los ojos de Bob (Martín se había sentado.Blanca perennizada lastimosamente en los pliegues de sus piernasabiertas, sus manos agarrando fuertemente sus rodillas, sus tetas rellenaspugnando por4 decir otra cosa, la claridad de su inteligencia punzandoen la claridad, su tic, su deseo rojizo de atacar.) Leticia salió. El vino seterminó. «El vientre de la madre no es sino una caja de objetosabandonados, había sentenciado Walther, dejando pasar un tiempo duranteel cual el nombre de Virginia desapareció, objetos abandonados y todo loque el consumidor, el amante, el decorador, el anticuario, el vívido y losciegos pueden encontrar a niveles iguales y al por mayor: propiedad privada,derecho constitucional, reducto de cortauñas, disparates, peinetas deLagartera, guantes dorados de perfil, estratagemas calientes, porfiados,corontas de saropillo, trozos de mármol, actas de navegación, fanfarrias,afiches, pedazos de pulgar. Hay flores de yeso, cortapuros, incensarios,obituarios en morse, palcos, residuos de tambor, substitutos de presidente,pelos de lince y tuercas para catedral gótica, piscinas, iconostasiosabiertos, bíforas, fetos licuados, careos, restos de carapulcra, narices dealambique, contratos de trabajo, carátulas de colores. Hay dientes desierra. Ojos de buey, caca de viejo, neceser para viajes. Flechas, mutualismo,articulaciones de huevo, puntos de dominó y hasta verduguillo morado,contraseñas etruscas, huesos, transformadores de corriente, caca deboa, espejuelos de juguete, viruta por toneladas, micrófonos disimulados,esperma de alcalde, labios de pulpo, socrocios secos, monedas chilenas,carnada para pescador, flecos de seda y cortinas para burdel, valses,colonias enteras de aradores, violines, telescopios, cutis de seda, lechadade confesor, ojos de ahijado recién nacido, tratados de oratoria, hilillosde placenta de pájaro, segmentos mucosos de religión, bolas de nieve,tratados de autogestión, útiles de imprimería, vómitos de cura. El colmoMartín —pero, ¿puedo tutearlo?— es que también hay sobrevivientes.»

—La supervivencia del más apto no es la condición sine qua non delproceso de la vida, dijo Sinclair. La muerte no tiene nada que ver.—Yo veo muy bien a los negros poniéndose a morir, dijo Blanca avanzandoel cuello y cruzando con dificultad las piernas que se separaron del

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contacto de Leticia por lo que Blanca volvió a dejarlas como antes. «Yoveo muy bien a los negros poniéndose a morir. Imagínense por un momentoque no hubiesen hecho nada. Todo hubiera seguido igual. Todo hubierasido como siempre. Por qué tenían que ponerse a. A menos que los negrosdecidieran convertirse en los más aptos. Entonces sí, la muerte tienemucho que ver.» La risotada de Blanca pareció chapalear como un niñoen el agua. «Qué pena que toda la historia de la civilización no hayaservido sino para convertir a unos en otros, qué pena Sinclair. Pero tienesrazón. La muerte no tiene nada que ver.»

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Delante de la presencia milagrosa del cuerpo de Carmen recostadade espaldas al sol Martín advirtió la colisión brutal del sol en la espaldade Carmen, su concentración, y la diseminación lateral de la luz, y lacalidad particular con la que la colisión y el resplandor dejaron los pechos,el vientre y el rostro de Carmen en la penumbra. El cuerpo podíaexonerarse entonces, si había sol. Y en la sombra el cuerpo desaparecer.Martín aprovechó para penetrar en esa zona nueva de Carmen, desnudarsu parte anterior, rozar esa posibilidad, luego sintió la presencia de Boba su lado como una laja que empezó a fundirse contra su cadera, pararevelar de una vez por todas la palpitación o el simple movimiento de lospechos de Carmen o el desnivel vertical, redondo, hasta su vientre,donde la desnudez de Carmen hubiera podido presentársele como unavestimenta. Un saco. Mirada cómplice sin ninguna movilidad. Bob yMartín. Leticia se levantó salió y regresó sin nada en las manos. Martíncomenzó a vestirse con el cuerpo de Carmen, se puso sus pechos, elvientre, se los abrochó, dio media vuelta para enseguida poner la manocomo un signo, poniendo su mano derecha hacia arriba delante de loslabios. «La órbita del viento es completamente innecesaria si el vientopasa a través de dos grandes vidrios que pueden ser de un lado sinruido, de otro lado de transparencia neutra como para no ver», sentencióWalther, y dijo: «los pechos». Martín se puso el cuerpo y las caderasoscuras de Carmen, miró a Bob en uno y otro ojo, en uno y otro hombro,en una y otra mano, sin ninguna contemplación, cual una modelo quepasa y que es mirada sin que se sepa bien pero mirándola, porque lasiguiente está allí hasta que la primera vuelve a pasar cual si no sehubiese movido, mirándolo sin frío, sin calor, con una neutralidad que nofue ni abandono, ni afrenta, ni arrepentimiento, ni pudor, ni pena, niimpaciencia, ni triunfo. Sólo deseo. Serenidad. Blanca gritó «¡Esdecorativo, todo eso! No hay ninguna especialidad que seanecesariamente reivindicable (y apoyó la palabra), ni política, ni material,ni cultural porque si un negro se muere parado es porque no pudo morirsede rodillas lo mismo que si la obrera fue obrera es que no fue cantante,¿se, dan cuenta? Martín, estoy hablando. Dales a tus pupilos, dale aLeticia y a Walther que el hombre es soledad y que el hombre es lamuerte. La masa es la negación del hombre, no hay mejor silogismo. Tusnegros se murieron juntos, Sinclair, en última cuenta, qué cojudez.Ninguno se murió solo, qué tristeza. Todos se acostaron en aras de lanegritud sin tener tiempo de descubrir que cada uno de ellos murió.Además no se dieron cuenta. No seas cojudo. Todos se murieron juntoscomo ratas.—¡Todos rehusaron morir, esos negros que dices se erigieron cada unosobre sus piernas carajo, si no entiendes! ¡Ningún monstruo por másfascinante que sea y que tú eres incapaz de imaginar ha sido más

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irresistible —pero Sinclair empezó a bajar inopinadamente la voz y suvoz se apagó paulatinamente hasta que se escuchó apenas en la sala,reblandecida5 por una caída, por un tropezón, una sorpresa violenta, «másirresistible que, esas...arañas, su negritud—Es lo único que les acepto en el fondo, cortó Blanca, su negritud. Almenos murieron por la negritud no por la libertad.—Eres una mierda.—Soy una mierda. En todo caso aquellos mártires me recuerdan a esoscuerpos que dependen de mecanismos sin control. Un tic si quieren,pero hasta el absurdo. Eres normal pero el hombro te patea de vez encuando, la boca se te tuerce, el brazo se te va. Tus negros murieron detic porque la negritud se les fue. De otra manera hubieran corrido. Semurieron como ratas de un tic y los que los ametrallaron se equivocaronpues sólo se deshicieron de unos cuantos negros, los fusiles sólocambiarán luego de color. El tic se fue volando, y sigue en el aireesperando como esperan las chimeneas. Un tic Sinclair.» Leticia regresósin haber obtenido lo que buscó, Martín captó que el vino faltaba alrededory que Leticia era bella, expuesta de súbito como un pilón bellísimo, unadolescente leyendo en un tren con los pies juntos, la espalda derecha,y nada se había movido de repente cuando Martín lo vio resplandecer ofue un ángulo adecuado, sin saber si fue el ángulo, si fue Martín o si fueel adolescente o una actitud atenta hacia su libro, el pilón o su propiamirada que hizo que Martín se quedara6 en el tren mirándolo hasta que eladolescente bajó. Martín se puso cuidadosamente los pechos de Carmencon resolución, pero sin premura alguna, un poco cansado, la vista sinpoder extraviarse, el resto fue mentira. Sinclair, Elisa, Virginia, Carmen,Blanca, los otros. Bob — Bob hizo un esfuerzo para no mirar a Carmeninmediatamente en toda esa luminosidad en el momento justamente enque el cuerpo brillante de Carmen adquirió nuevamente los atributos delmiedo. Qué había entre una mujer y otra —entre Leticia allí, o Blanca, yCarmen. Nada, salvo lo que cada uno pensaba del otro con todas lascombinaciones posibles cuando se hizo un minuto de silencio. Martínenrojeció antes de que Blanca terminara de eructar.

—Un gesto únicamente con la mano, le dijo a Bob. Para poder fotografiarel mundo sin pérdida de tiempo y sin embargo no es sino eso, o es eso,únicamente un gesto, como el del pulgar y el medio que uno hace parallamar la atención, y detenerse completamente sin darse cuenta. Esoes. Luego, quizá, murmurar, o un signo de aprobación. O un gesto, y unafoto. Otro gesto, y otra foto, ¿comprendes? Una selección mejor, graciasa un juego de manos. Después una repercusión, el mismo gesto de unobjeto a otro, de una materia a otra en el radio de acción infinito delcuerpo. Sólo que no es sino un juego de manos.

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Leticia recogió las partes de su cuerpoque quedaban visibles en el espejo,en orden casi cronológico, las tetas,el ombligo, los huesos que eranangulosos de las piernas, y las colgóantes de dormir, con la observacióncalmada del interés que es satisfecho.Vamos Leticia, pensó Martín.

Martín echó el resto del vino en ellavadero, apenas un dedo, que dejóla mancha debida en la mayólica.Luego para jugar, para jugar, Martínpuso un dedo de agua en el vaso, laechó en el lavadero con el mismogesto, pero la mancha no fue lamisma. Martín se sobrecogió.

—¿Por qué no tuteas a Carmen?

Martín enrojeció en el instante en que Blanca terminó de hablar, en elinstante en que el olor a herramientas envenenó, dijo Martín, la sala, Bobsintió pasar el eructo como si éste hubiese entrado en su propia boca. Noera miedo, como antiguamente se hubiese dicho tener miedo de acercarsea mí. No. Era un temor reverencial. Cuerpo de trigo, de lumbre, dedardabasí; y la conciencia de que Bob, mirando a Carmen con la simplicidaddel conocimiento de sus cuerpos y almas no vio sino el cuerpo de Carmensumido en él mismo y en la lumbre de él mismo, ni más ni menos disponibleal amor que el vuelo al vuelo del dardabasí. Cuando hubo un gran silencioentre los dos Bob le dijo llorando, que el dardabasí, la curva de noventagrados del dardabasí era el más bello momento tal vez que había habido conesa inocencia, en el aire, y que el hombre lo había quizás igualado sin advertirloen alguna postura del amor. Bob vio a Carmen reflexionar. Sentados comoun relente, el miedo se apaciguó porque la presencia de Carmen fue deimproviso semejante a una precipitación, y porque la forma pluvial se revelócon la misma austeridad y emoción que en los orígenes, en los que Bob sevio a sí mismo desprovisto, y alto, y porque el desprendimiento de la lluviaera ese fenómeno que sólo fascina de lejos. Carmen mordió con más fuerzalos dedos humedecidos de Bob mas los untó con saliva al apercibirse, Bob lesecó los ojos besándola, después se pusieron a reír. Carmen ocupónuevamente su sitio al lado de Bob. Bob vio otra vez el cuerpo de Carmenen el de Blas. Martín coronó su propia cabeza, con una vuelta y media delas trenzas de Carmen.

Leticia recogió los vasos para lavarlos, Martín le dijo déjame hacer, y leaventó rápidamente su nombre al decirle vamos Leticia, adelantándoleun nombre que Martín no debió decir tan rápido y que Leticia nocomprendió, Martín pronunciando el nombre demasiado pronto, la primeravez aunque se percató del error en el instante en que «Leticia» le salióde la boca, muy tarde para repararlo. Leticia había entonces estado allí. Erapor lo menos curioso cómo la falta de luz, o la noche, pensó, funcionaba

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ensombreciendo todo sin transición, pasaje eminentemente sin vida, yla reflexión que él hizo no pudo calmarle el malestar de «Leticia» antesde tiempo, de Leticia fuera de lugar, de Leticia evaporándosedefinitivamente por una torpeza, y el malestar duró. Leticia tardó enarreglarse el busto, considerándolo por todos lados en su afán dearreglarlo o esconder la raya de sus tibias, en desear mirar con la mismafacilidad el culo, pensó Martín, la espalda y todo lo que en general podíaservir de punto de vista a los transeúntes al caminar y que era casi,como se decía de las experiencias sobre el vacío, una materiaimperceptible, inaudita, y conocida sin embargo por todos los sentidos.Bob entró en el café convenido, convenido por una suerte de placer mutuoy tácito, entre los dos. Bob se quitó los anteojos y esperó. Uno de aquelloscafés en los que se está tan bien. Ordenado, compuesto, discreto, protegidopor la inconsistencia del ruido o extremadamente burgués y en el queuno podía estar sin estar donde la voz de Bob, los pechos, la compostura,la mirada y las manos de Carmen fueron insólitos. Fue fácil en ese casovencer la repugnancia silenciosa del café, sentir pasar por el cuerpo laausencia del lugar y el placer cómplice, inédito siempre, de estar sinestar completamente, y sin decirlo, en un lugar céntrico. Blanca se descalzó.El viejo se despidió, con una venia ligerísima y que fue dirigida a Bob,con una gracia encantadora para quien era en buena cuenta el reciénllegado. Los dos miraron la rama, que fue una cosa extraña, en verdad,una vez que el viejo y el perro abandonaron el parque. Rama en el aire, dijoBob, pero que obtuvo su verdadera calidad cuando, en silencio, los dos lamiraron saliendo abruptamente del tronco del árbol y presentar por primeravez la forma hermosísima, rústica y enhiesta de un utensilio viejo que se hacomenzado a pulir.

—¿Qué creen que Walther pudo decir? La música rusa es amplia, generosay triste como un desierto habitado por un pájaro cojo, dijo Sinclair. Laserenidad es como un coágulo, una imposibilidad. En la Antigüedad,Artemisa y Gilgamesh tenían el cerebelo podrido, dijo Sinclair dirigiéndosea Blanca, lo que pasa es que todos han dicho otra cosa. Por eso es que laserenidad es una imposibilidad (los anteojos ahumados de Pinocho elmarino picoteados por un tordo en las afueras y toda la música rusamanteniendo a flote contra viento y marea los testículos verdes de Brejneven el desierto, y eso sobrevive, quiéranlo o no). Qué cojudez.» Y loscursos misteriosos de las acequias iluminadas por la luna, los pénduloscrecientes y las cuajerizas que dibujaba Walther. Sinclair recordóatentamente a Walther, luego regreso a su estadio anterior azuzadoligeramente por el último pasaje de Leticia que de pie en el centro delsalón se expuso a sus ojos cual si Sinclair hubiese gustado inopinadamente,y por sólo un segundo, vertiginoso, el sexo caliente de la Montespán, lo

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que no era posible porque la ciencia de Sinclair se encabritó durante eltiempo insignificante en que Leticia pasó, en que él dejó de hablar y enel que Leticia se volvió a sentar a su lado dejando donde había estadoparada, delante de Sinclair, todo el fajo del culo y de sus cabellos con lasprimicias de una hembra como si Leticia hubiese sido la misma perosobre todo nada de lo que hasta ese momento Sinclair veía tranquilamentealrededor de él salvo su ciencia poniéndose a trastabillar e imaginar loque nunca se podrá saber: si el sexo caliente de la Montespán era igualal de Leticia tirando en un coche con aquel ritmo en tresillos tan típicode Sara Bernhardt o el de las piernas de la reina madre en su antecámaradesaforando todo con el sexo a fondo como diez turbinas que le despertó,calladamente, las ganas de considerar a Leticia de otro modo. Sinclairsacó la mano del respaldo, se le escapó un temblor en los dedos, Blancainsistió en saber si Bob podía puesto que he decidido joderlo pronunciarnuevamente Malte Laurids sin equivocarse, Laurids Brigge, oliendo aherramienta, y con aquel tic, que Bob demoró en calificar: si Blanca serefería a él o si el tic en el labio, que Bob quiso evitar, fue que Blanca sepuso a querer sonreír. Sinclair se pasó el pañuelo por la frente. CuandoBob le metió los dedos en la boca y Carmen mordió fue para ver al mismotiempo a Bob y sentir a través de él, mirándolo, lo que pasaba cuando laboca estuvo llena. El deseo de Carmen clamó con la impertinencia delhambre, con la inquietud de no estar de pronto allí, un astro en los ojosde Bob, cualquier cosa allí mismo, un astro o la gruta más próxima, cualquiercosa, pero la manifestación de una materia viviente que rindiera cuenta en elacto del amor, del hombre, del peso que Carmen sintió entre dos resplandoresde lucidez trepar hasta su cráneo en forma de náusea y de abandono total aldeseo de Bob en su boca y a los cuatro ojos royéndose sin asco, y sin voz, sinnada, con la nada suspendida apenas de sus dos cuerpos sentados en un café,Carmen decidió parar para no despertar los resquicios de los señores yseñoras del café pero especialmente a fin de preservar el delirio, y comprobaruna vez más la suprema veracidad de su palabra y de la presencia de Bobcuando éste le dijo os amo verdaderamente; y el amor de Carmen, tantomás apegado a la substancia de Bob cuanto que se apegaba más, y más, a lasubstancia del mundo, aceptó nuevamente la fascinación, tenebrosa, de amarsin condición. Carmen tomó la verga de Bob, que se volvió a atemorizardelante de una mujer extranjera que lo miraba sin cesar, sin misterios, sinhábitos que justificar, desnuda hasta las lágrimas y hasta la claridad másintensa: la de preguntarse si verdaderamente el cuerpo de Bob estaba allísolo, cuando no había nada que temer puesto que los dos cuerpos eran losmismos. Los cuellos, los ajustes de las manos. Bob agarró los pechos deCarmen. Depositó el sexo en su boca, en las axilas, en la boca, las piernasde Carmen se movieron y describieron esa elipse reducida al mínimo espaciode las dos manos de Bob que se estiraron hasta el alma de Carmen, que

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se vio tomando su propio cuerpo con las manos y mirar sus pechos alpercibir el alboroto luego el estallido de vencejos que ella produjo en elcuello de Bob porque Carmen empezó a sollozar de presentimiento, y detemor, y Bob llevó los ojos de Carmen a los suyos y llegó cerca de lasmurallas del vientre para que el cuerpo de Carmen se adelantara yredondeara los contornos que Bob se vio obligado a empequeñecer y enel esfuerzo sus dedos tocaron la vulva, la boca y el ano de Carmen, quese abrió a la solicitud del ano, de su boca abierta, del río, de la potenciadel ano, y del llanto que Carmen aventó con todas sus fuerzas al cuellode Bob que recibió la boca y el borbotón de Carmen cual una alharaca sinruido (sin rostro, sin cuerpo, casi igual a la demostración de un teoremamayor en el que sólo los signos se mantuvieron de pie y con el rostrodesfigurado de Carmen bañando de lágrimas el vientre de Bob) luegouna, dos y tres metrallas de sol en la pared, y la uva negra, brillante queCarmen se hizo introducir locamente con la verga del hombre hasta elconfín solitario de su sexo.

Bob tomó a Carmen. Carmen tomó a Bob y lo depositó en el suelo, Carmense arremolinó poniéndose enseguida de pie pero todo su cuerpo le parecióa Bob distanciarse con una impresión que fue simplemente la del águilaempezando a caer cuando la cabeza de Bob resbaló tranquilamente contrael suelo. La uva haría un trayecto extraño, adentro, en esa arquitectura,pues cuando Carmen se puso de pie y sin que ella pudiese preverlo, ode resultas de una contracción, de una especie de respingo del útero, lauva rehizo el camino, y cayó. Carmen explotó en una risa, Bob la imitó.En el café había esa clase social, dos señoras con pulseras, un espejolimpísimo y sin calcomanías deportivas, dos señores bien sentados, unperro de aguas, un llavero de plástico y la cara de un militar quemanipulaba el llavero con impaciencia, todo de un solo golpe de vista,prodigiosa simplificación del espacio en el que Bob no pudo evitar a pesarde todo una emoción. Una piedad en los ojos: la indiferencia fundamentalpor el espacio ocupado por su cuerpo cuando hablaba con Carmen, peroal mismo tiempo una tranquilidad intraducible, pues estando sentadocon ella y con el alma sumida totalmente en la presencia de Carmen,Bob apreciaba la inconsistencia primaria, la inexistencia esplendorosa ydiscreta de un café burgués revestido con terciopelo, todo a media voz ydelicadezas mil y el placer visible, salubre y hondo, y contradictorio, deestar vivos en un lugar tan obsceno. Bob se acostumbró a descubrir elinterés en la menor repugnancia o desinterés, la sutileza en la confusión.Martín advirtió sólo después que desde hacía varios minutos había pasadodel uno al otro en el grupo con la jarra de agua y el mismo vaso, quetodos tomaron sin darse cuenta, mezclados en la conversación. Martín atinóa reemplazar el vino con lo primero que tuvo a su alcance, la vuelta al

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grupo tomó tan sólo algunos minutos. Leticia se removió en su sitio.Sinclair acarició la idea de abordar a una mesera al tiempo de ésta serllamada sin cesar de una mesa a otra y hacerle entonces el amor corriendo,justamente en los espacios entre mesa y mesa y sin dejar de correr.Sinclair se rió. Artemisa y Gilgamesh, repitió, y se dirigió nuevamente aBob que se aprestó a responder. Martín depositó la jarra de agua y elvaso sobre la mesa, en el centro del grupo, y esperó. No hizo nada.Encerró las manos entre los muslos y las rodillas, que él juntó. Fueentonces que advirtió que hubo el silencio y que acababa de llevar a caboalgo por demás extraño y que Bob le señaló después diciéndole queCarmen lo encontró delicado, completamente demente y frágil, y tierno,al extremo de que Carmen pudo sorprender la mirada que Martín dirigióa diestra y siniestra presa de nerviosismo y de, en realidad, una terriblesoledad. Martín había dado de beber a todo el mundo haciendo un circulocasi sin rastros, con una actitud tan desenvuelta y tan desapegada deella misma que pareció próxima a la indiferencia, o a la inocencia, no sé,dijo Martín, no había caído en la cuenta, Virginia dijo «deje la luz prendidaseñorita, para ver lo que digo», y Sinclair apuntó que Borges estuvo enParís pero Blanca volvió a la carga con los negros porque Virginia,precisamente, dijo, es fijo de aquellas que lavan a sus hijos con lejía paraevitar la tuberculosis que les viene del primer marido. Ven estrías enlas espaldas y las frotan como los blancos frotaban a los negros parasacarles el color, pobres huevones, hasta que la obsesión desaparececuando embarazan, es típico, lo de la vieja no me extraña. Carmen asintióporque salvo algunos detalles era verdad. Martín se quedó en silenciolargo rato y bruscamente miró a Bob directo en los ojos. No sé, no habíacaído en la cuenta, no sé, debo de estar desesperado, dijo, no sé, y Bobdejó que el sol pasara por el rostro de Martín, quiso decir «no hablé, nidije nada cuando lo vi pasar, le dijo Bob a Carmen, pero vi que el sol erarealmente la luz», y Carmen lo comprendió así.

Con olor a alcanfor, a fermentación. La proximidad de la hierba se redujo,y las dos manos de Bob se zambulleron en ella y embadurnaron de hierbalos pechos que Carmen le invitó a tocar. Pudieron ser fresas, barro conlluvia reciente, confitura de maní o jugo de ciruelas moradas pero lahierba húmeda rompió la cara de Carmen en pedazos antes de prorrumpirlos dos en esa risa conjunta que siempre coronó la selección desesperadadel placer. Acostados en un ataúd de la última guerra decorado conguirnaldas, hierba en las manos y en el pecho y en el cuerpo desparramadode Bob, que amó lo que quedó del cuerpo bellísimo de su mujer cuandoésta le solicitó comerla, como se come los jacintos y las lilas violetas delos terraplenes al inicio de mayo. Coma conmigo, le dijo, coma conmigo,coma conmigo, coma conmigo. Coma conmigo, amor. Y ambos consumieron

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la hierba en un abrir y cerrar de ojos (la hierba que sufrió también eldescalabro y la velocidad de la tiranía con la que ella se desplazó en doscuerpos completamente dejados a algo que les perteneció sólo porintermedio de una hierba humedecida por el tiempo. Hierba en los pechos,hierba en la verga, en los ojos, en las comisuras, en las fisuras del ataúd,en las entrepiernas, en la pilosidad de las nalgas, en los dedos, y en laboca, y en la verga feroz que la boca desmedida de Carmen pidió a gritos,al término, donde la saliva no pudo sino confundirse, cual un semen añejo,con un fuerte olor a quebrantajo, y a añacal).

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Cuando los pretextos que incitan a la alegría o a la tristeza se agotan,uno llega a vivir con éstas al estado puro, y es como los locos. «Hayseres que recorren la vida sin dejar huella», dijo Elisa. La regresión deVirginia no es la peor pero precisamente es la peor que la ciencia médicaconoce, dijo Carmen al grupo de Walther, Martín, Bob y Elisa, su pacientemás intima.7

—(...)—La regresión de Virginia no es la peor pero es precisamente la peorque la ciencia médica conoce porque es la regresión más pura o la que seencuentra al estado más puro. No hay otra razón. Si Virginia es pura esque la han encerrado, subrayó Elisa.—La regresión más pura es sin embargo la de la gente decente: dar decomer a los pájaros, acariciar a los niños, hablar con los perros. No hayotra razón. Si Virginia no lo hace es que no lo necesita.

Walther miraba a los otros desde abajo, y era difícil decir qué síntomainterior o qué monstruo, en las extremidades de lo que decía, se plegabaa las exigencias de sus dibujos, tan difícil como cuando a medida que unocaminaba mientras el sol se alejaba y hacía sitio a la sombra (en la calle)uno se preguntaba si era porque el sol se alejaba en todas partes osolamente allí. Walther miró a Elisa con cierto interés, delante de lapostura que Elisa adoptó desde el comienzo y que sólo modificó dos veces,la primera al manifestar su deseo de quedarse, la segunda cuando sepuso a explicar.

—La pureza de Virginia con relación a la ciencia médica es directamenteproporcional a la diferencia que existe entre La lechera de Vermeerpongamos por ejemplo, amarillento, y un relieve egipcio cortado por lamitad. No hay ninguna.» Bob recordó a Martín cuando estando juntosentraron sin advertirlo a un parque público lleno de estatuas una de lascuales Martín empezó a tocar cuando la imagen se presentó delante deél con sus formas completas, y Martín pasó largos minutos tocándolahasta que Bob le dijo «te están mirando» y Martín lo miró.—Sin duda mi lógica se apaga pero un médico que admira La lecheraamarillenta sin darse cuenta de que el original es blanco, y que noreacciona a la vista de un relieve egipcio sin extremidades, o sin nariz,es un loco, porque entonces realmente no sabe nada. Es tan puro comoVirginia, más la imbecilidad. De allí que la regresión de Virginia para laciencia (para la ciencia médica) sea la peor de las taras, y que la encierren.

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Dicho de otro modo, me dirán, qué hace la ciencia médica en la calle.—Si Virginia es pura es que la han encerrado.—Admirar un relieve egipcio sin miembros, y sin extrañarse, es unaesquizofrenia pura. Miren al público boquiabierto de placer y de admiracióndelante de una obra cortada sin que nadie lo acuse de loco.—La esquizofrenia sólo es aceptable en los objetos del pasado.—Virginia no tiene tiempo.—El público tampoco, pero es el tiempo que interesa, el tiempo. Admirarel relieve ahora, y amarlo, es una locura, porque entre otras cosas eloriginal era entero. Y entre otras, no hay perfección posible sin la totalidad,porque sin la totalidad hay sinrazón. El Renacimiento fue un arte totalpero se quebró enseguida. No podía ser posible.—El Renacimiento fue un arte total porque se quebró enseguida.—Eso es.—El Renacimiento fue la ilusión de la ilusión. Es una de las razones, porla que hubo artistas.—El Renacimiento llegó a ser la mierda más bella.—El Renacimiento es la muerte.—Porque el Renacimiento pudo ser, la mierda más bella. Si la esquizofreniase acepta solamente en los objetos del pasado es porque el pasado noofende.—Sí es, entonces, una cuestión de tiempo. El pasado no existe.—El pasado no existe.—Justamente, el pasado no ofende. Prohibido ser esquizofrénico ahora.Antes, sí. Si haces una obra de arte demente ahora, te encierran, simiras una de ayer no.—Virginia no tiene tiempo y la han encerrado.—Virginia no tiene tiempo porque Virginia no lo necesita. Virginia nonecesita hablar con los perros, dar de comer a los pájaros y parir, que eslo que hace la gente decente. Además Virginia detesta a su madre. AVirginia la han encerrado porque habla sola.—Para eso tiene todo el tiempo que quiere.—Justamente, tiene el tiempo que quiere, por eso no tiene tiempo. Y elpúblico sí, por eso es que el tiempo interesa. Admirar el relieve ahora yadmitirlo, es una locura porque el público tiene tiempo de hacerlo. Virginiano admira nada, detesta a su madre, no se pone a hablar con los perros,no pare y de esa manera no dura porque para ella el tiempo no existe.Por el contrario el público tiene todo el tiempo de regocijarse en laesquizofrenia, e impunemente.—Eso es.—El público es una esquizofrenia ambulante.—Por eso Virginia es pura.—Masturbarse también.

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—(...)—Masturbarse es un desdoblamiento. Mirarse es una locura.—(...)—Preguntarse y responder. Y por qué no.—(...)—Preguntarse y responder es una esquizofrenia. Hacerse preguntas esuna locura.—El hombre es una esquizofrenia ambulante.—Virginia además es lógica, precisa —casi iba a decir: cortante. Notiene memoria y no hace proyectos como muchos que tampoco piensanen el futuro pero ponen el despertador. Ella lo ha dicho.—Sin embargo se acuerda de su madre.—Virginia no se acuerda de su madre. Virginia es su madre.—Virginia no tiene tiempo. Por eso no quiere parir.—Eso es. El parto es fundamental.—El parto es fundamental. Parir es hacer tiempo. El ayuno es entoncesal cuerpo religioso (perdónenme la anomalía) lo que el amor filial al díade la madre, es decir nada. El cuerpo religioso es al ayuno lo que el amorfilial es al día de la madre. Automovilistas con madres, restaurantes conmadres, veredas con madres. Las ciudades son desde aquel entoncesuna infinidad.—Eso es.—La ciudad es como un parto sin dolor porque el público no se da cuenta

de nada. Cuando uno piensa en el Renacimiento el Renacimiento pasacomo una jabalina. El público mira impunemente, la locura hace piruetasy las calles se estrangulan y se ensanchan como si el parto se fuera. Seaspirara.—Virginia no tiene tiempo. Virginia es simplemente de las que hablan

con uno sin salir de una especie de estupefacción, los médicos dicen«estupidez». Virginia se orina en la cama y llama a su Denis y para ellaes lo mismo pero el deseo de Virginia es toda su cara cuando nos llama,no el deseo. Los médicos no tienen tiempo de ver, si de eso se trata.

(Gran sensación de aburrimiento cada mañana, al despertar. Eso durahasta las diez y media. Luego como cuando uno se duerme definitivamentedespués de un sopor, el ritmo y la confianza se instalan totalmente hastalas doce)—Hay que creer que para llegar a los genios hay un camino, cada familiatendría un genio en algún sitio, a lo largo de las generaciones, pongamos,de acuerdo, en el vientre, una transición después de otra, y luego elgenio, que se agota en el genio. Por eso no tienen hijos geniales. Elgenio les cae como un baldazo de agua fría, que se seca. Al secarse y

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pegarse en el cuerpo el mecanismo se pone a funcionar. En la mezcla delagua y la piel habría cruce. A Lawrence de Arabia le horripilaba que lotocaran, sólo así pudo escoger lo que él llamaba la materia espiritual.Walther es probablemente muy brillante pero no creo en los prodigiosporque se agotan en el acto, lo acabo de explicar, no queda nada, dijo Sinclair.—(...)—Hay que esperar mucho, después. Es deprimente. Qué idiotez. Lavida avanza con saltos de pulga.—Walther te quita las ganas de creer en él, dijo Blanca.—Efectivamente. Prefiero a la gente normal. El genio se aleja tanto dela inteligencia superior que se acerca a la inteligencia que sobresale enpocas cosas. Es una lógica invencible. Los genios son brutos.—(...)—(...)—Walther dijo que el Renacimiento es una mierda dijo Leticia y sesorprendió a sí misma utilizando bruscamente un lenguaje que la hizomoverse con mayor tranquilidad entre Sinclair y Blanca, pero luego miróa Carmen.—Eso prueba simplemente que Walther no necesita ser genial paraafirmar lo que les estoy diciendo desde hace una hora. El genio se alejatanto repito de la simple inteligencia superior que puede ser bruto. ElRenacimiento fue genial porque fue tan simple como la ignorancia. Fuelúcido. Fue —implacable. Es una de esas reacciones, como las reaccionesde ciertos cuerpos, los tics, si quieren, Sinclair no se sorprendió al hablar,continuó mirando sucesivamente a Leticia, a Carmen y a Martín, dijo:«es una de esas reacciones, que no puede comprender. No entiende nicualidades ni defectos, el genio es y se acaba, es natural, no es sujeto dediscusión ni de duda, es un agotamiento increíble, una desilusión. Yo nopuedo creer en Walther, Walther me es simplemente un obstáculo. Sólohago una salvedad. Y es que alguien normal puede ser genial a veces, yridículo hasta la estupidez porque solamente inteligente. Pero al menosno es inerte de monotonía. Walther me jode de otro lado, con su ombligodel arte. No sabe hacer nada salvo algunos dibujos de mierda. No sobresaleen nada, no sabe hacer nada especialmente, no canta, no sabe nadar, notiene dones de electricista, y no es deportista pero cuando se le pidehacer algo lo hace a la perfección, corrige las falsas notas y es alpinistadesde que se le incita a hacerlo, cómo quieren confiar en alguien así. ElRenacimiento fue genial porque no duró veinte años. Hágase la luz y laluz fue hecha. Pero luego se apagó. ¿Y eso les parece bien?—Sinclair prefiere la penumbra a la luz, o a la oscuridad.—Yo no necesito genios. Walther no es sinoMartín: Creo que la discusión es ociosa. Yo necesito a Walther para ver.Sinclair: Martín, yo no necesito ver.

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Carmen: Yo tampoco, pero debo decir que Walther tampoco. Que yo sepa,en realidad, Walther ha dibujado siempre para no ver.Elisa: Eso es.Carmen: Sinclair, no seas ridículo.Leticia, sonriendo: Además, Walther no es genial. Ni el mejor, añadióMartín. Walther no es el mejor, en efecto, Walther no es el mejor. Walthersólo tiene miedo de morir. Y yo me pregunto dónde encontraré a unWalther mejor. Blanca insistió: diles entonces que la muerte es un venenoque no mata, ¡dales a roer ese hueso a ver si encuentran carne! Martínexplotó. ¡Vamos, Leticia!

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Vi los ojos, en lugar de mirarle la boca, engañado por el cuerpo. Todala noche sin dormir. («Yo prefiero la danza clásica» (Leticia). Martín: «Ven,te dedico mi clase, te la ofrezco, la voy a dictar para ti.» Error lamentable,justo cuando Leticia empezaba a dar signos de perversidad. «No tepreocupes, sube. De todas maneras estás limitada a mi conocimiento, yal simple hecho de vivir.») En la tarde Martín vio al mismo maricón quedeambulaba diariamente. por los alrededores esperando, hasta que se leacercó. Hubo boche. Y tú qué hacías allí, le preguntó Bob. Yo esperaba aWalther... Tiene una cincuentena de años, está siempre allí pero estavez se me acercó. Martín se desplomó de llanto en su casa. Le arranquélos anteojos. Nunca le había pegado a nadie. Comencé con fuerza perome achiqué y el otro si apenas recibió el empujón. Leticia sintió el muslode Blanca pegarse al suyo. Martín dejó el objeto con el que jugaba y Bobse quedó mirando a Sinclair sin decirle nada. Bob no llegó a responder.—Artemisa no tanto, dijo Sinclair, y repitió: Artemisa no tanto, y despuésde una pausa volvió a insistir. Blanca sonrió. Sinclair prosiguió: «Gilgameshsí, porque Gilgamesh podría hablarnos de la guerra, de la amistad, delamor y de la resurrección mientras que Artemisa sólo podríaentretenernos de ella misma. Eventualmente de los libros, de dos o tresputerías y de alguna especie de ficción, sin más.»—Sin más, ¿estás seguro? (Blanca). Hablas de Artemisa como si ellaestuviera lejos. Si Artemisa es tu ficción, no es la ficción, menos aún unaficción. Por lo tanto acepta su existencia, no es porque la prostituciónexiste que Artemisa fue una puta. Y aun así, si la putería fuera esto oaquello eso no quiere decir que la prostitución es exactamente lo quequieres decir. No veo por consiguiente cómo Artemisa pudo ser puta.Luego no fue puta y la prostitución no existe, Sinclair, ni más ni menosque la ficción.» Leticia se arregló los cabellos antes de ir a clase, Leticiatenía los cabellos y la piel de Juliette Manyel, luego arregló sus libros ycuadernos, se miró las tetas y el perfil en el espejo, deshizo rápidamenteuna hilacha de su pantalón, Leticia sintió la pierna de Blanca pero noreaccionó porque no supo qué hacer. El espacio era estrecho. Martínestaba allí. Bob y Carmen formaban una pareja inquietante y Sinclair a suderecha parecía más bien olvidar estar presente con todos los silenciosque hacía. Blanca solamente —Sinclair se estiró y fumó, haciendo unmovimiento tradicional, casi hubiérase dicho convencional de no habersido porque Carmen, gracias a un reflejo espontáneo, modulómisteriosamente todo el escenario. Sinclair alcanzó subrepticiamente ono su objetivo, el de invitar a Leticia a tomar conciencia de que Sinclairestaba a su lado pensando sin ninguna. explicación aparente en unacampesina austríaca del siglo dieciocho. Sinclair sonrió, se acomodónuevamente, se estiró y fumó, como en aquel tiempo los personajes detodos los días, incluso aquellos que nadie conocía, lograban tocar sus

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sueños. Sinclair arreglaba quizá sus cuentas con alguien que ignorábamos.Walther era igual cuando decidía borrar la infancia, o lo próximo, Sinclairle metió la rodilla a Leticia con tal violencia que fue curioso cómo nadie sesobresaltó. Nadie miró. Nadie vio nada. Leticia enrojeció pero enseguidasu rostro se quedó igual. No había nadie entre los siete. Leticia creyóvivir una pesadilla agradable, Sinclair no pensó un solo segundo que loslazos que lo unieron a Leticia fueron tan peligrosos como su mirada, quelos delató, Sinclair con toda su ciencia no tuvo que hacer sino unmovimiento muscular con su pierna que en verdad fue visible en sufrente y en sus labios para demostrar que mentir (o sea, agarrar a Leticiapor las piernas y estrellarla contra la pared para lamer enseguida losrestos como un bandido) era lo mejor. Cuando en realidad mentir estabaconstituido efectivamente de migajas, mucho mejor abastecidas que losrestos que flotan en la superficie de la memoria. «La mierda es la mierda»,sentenció Walther, parafraseando a Sinclair, «Sinclair es otro que piensaen su madre. Pobre Leticia. Ya la veo desde aquí. El defecto de Sinclaires que ha escrito sus memorias y ahora nos las cuenta. Yo dibujo encambio para, borrar. Sinclair es un imbécil que escribe sus memoriaspara volver a ser niño.» Ni Bob ni Carmen respondieron. Blanca pidióvino. Walther: «Sinclair es incapaz de ser un niño ahora. Sinclair y elséquito de moscas que lo sigue son incapaces de considerar la niñez sinrecurrir al recuerdo, a la embriaguez, porque niño es aquel que no escribesus memorias cuando es viejo. Yo soy Walther, y no necesito levantar lacara para ver. No necesito mirar el paisaje para gozar de él. El paisajeexiste. ¡Qué imaginación! ¡Qué imaginación! vomita el periodista8 delantede mis dibujos, olvidando mis dibujos, que en definitiva son los de él. Loúnico que le queda a esa gente en la cabeza no son mis dibujos sino laimaginación. Qué imaginación. Cómo hace. ¿Trabaja todos los días? ¿Tomausted desayuno antes de empezar? Cuántos lápices usa. Qué piensausted de la Edad Media. Sus dibujos funcionan como los santos en laEdad Media, qué piensa de esa opinión. Me joden tanto los que se olvidancomo los que se sirven de la memoria. Los más tarados no son Virginia,yo amo a Virginia, sino los actores de teatro, en suma. Pasan los trescuartos de sus vidas a no ser ellos mismos y el cuarto restante a reflexionaren el hecho de no ser ellos mismos sino un personaje», la cara chancadahacia abajo por el peso de la cara, aplastada despiadadamente por su peso.Fue el día en que vi a Walther feliz por la segunda vez.

Leticia se levantó mirando rápidamente el sostén de Blanca debajo de lablusa, tomada por sorpresa. Era posible que Blanca tuviera sostén, eraincluso evidente, pero cómo era viable si el busto de Blanca era enorme,cuando el sostén sólo sirve para revelar un deseo. Leticia llenó el vasode Blanca sin quitarle los ojos de los labios cual si los senos gigantescos

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de Blanca se hubieran incrustado en sus palabras. El sostén, habíaaprendido Leticia, se dirige hacia los pechos por el cierre, por la espalda.El resto no es sino un desvío. «Los pechos no existen», había dichoWalther.

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Bastaba un mínimo detalle, un umbral, para que Carmen fuera unamujer elegante. Soberbia etc., elegante. Sin embargo —gracias a ello—Carmen alcanzó la elegancia sólo durante los momentos en que el deseo deBob propuso ficticiamente —furtivamente— que fuera así. La presenciaconstantemente virtual del cuerpo de Carmen era de un lado la garantíade la existencia de Carmen y de la seguridad de Bob pero del otro laseguridad de que el cuerpo de Bob dependía también de una suerte deapuesta. La semejanza entre la transparencia casi física de Martín y lacompacidad silenciosa, activa, dedicada, del cuerpo totalmenteperfeccionado de Carmen residió en el hecho de que Bob se sintióinterpelado por los dos. Martín lo llamaba por su nombre. Carmen nodecía nada. La apuesta fue saber9 si el cuerpo de Bob sería el mismoluego de verificar la existencia verdadera de Carmen y si esa virtualidadpermanente, y vertiginosa, de Carmen, dependía o no de Bob. En otraspalabras: su cuerpo mismo propuso el problema. Cada pregunta que Bobse hizo presa de amor, y de amor, a la vista de Carmen, correspondía a laaprensión misma, en verdad, previa a la pregunta: si el cuerpo —si elalma— de Carmen quedarían intactos. Su peso físico era paralelo a su angustia.La presencia de Carmen se involucró como un gancho en su garganta yla necesidad de interrogarse continuamente, cada vez, fue tan imperiosa,tan trascendente, como caminar. Bob se corrigió y dijo: «desplazarse».Incluso la palabra dependió de una virtualidad. Decirle desplazarse, o«por qué ha deshecho sus cabellos» fue llenar un vacío nuevo y darle asu cuerpo la posibilidad de manifestarse correctamente. Dicho de otromodo: hacerle saber que su elegancia era virtual. Bellísima, porquevirtual, y la angustia de Bob fue el dolor. Bob nunca vistió a Carmen dereina, Carmen no se atrevió jamás a vestirse de reina para Bob. El placerse limitó a situarse en el medio sin cruzar el umbral, cual si el cuerpo deCarmen se hubiese liberado desde el momento en que ella supo que suelegancia era eterna, inaccesible, capaz de convertirse en noción y enposibilidad por el solo hecho de no existir. Bob llegó a temer humildementeel concepto de Carmen, expuesto irreversiblemente al amor. El sexo siguió.Pensar en el proyecto. Pensar en el cuerpo y en la obra exultantes de sumujer fue desear violentamente comer el concepto latente, latente, deCarmen; respuesta casi sin pregunta, sin asombro. Erotema sin Dios.Sin embargo Bob se quedó paralizado de angustia, exhausto de sorpresa,de miedo, de nueva posibilidad, inexplicable en un parque apacible, eldía en que Carmen deshizo sus cabellos. «Por qué la inocencia es algoque no se puede tocar», le preguntó Bob a Martín cuando éste lo fijabacomo una fiera en celo. La pregunta no fue muy diferente de la que Bobarticuló apenas a Carmen: «Amor, por qué ha deshecho sus cabellos. Porqué», buscando no la respuesta en resumidas cuentas, sino la pregunta.La anterioridad del asombro. Y Carmen amó a Bob engalanada con unpelaje.

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El amor y el amor renovado de Carmen por Bob fueron la reverenciaprimaria de Bob delante de una obra. Y el alimento fue alimentado: Carmenadoró. Fue Carmen quien dijo lo del águila: Bob llegaba exactamente conla fragancia de las alas del rapaz cuando se repliegan, al terminar. Diálogocasi interminable, porque previo a la vida —cuerpo de lumbre, lumbrede águila, cuerpo de dardabasí, al punto de que cualquier claridad hubierapodido ser más oscura que la complejidad simplísima de dos inteligenciasen pleno amor. Martín insistió: «¿Por qué no tuteas a Carmen?» Bob leadelantó a Carmen que la única intimidad cierta, la única, era no la dedormir juntos sino la de orinar juntos.—No la tuteo para poder sentirme vivo, Martín, para evitar morir. Paraevitar matar. Para tocar con más confianza. Para preservar al mismo tiempoel placer y el dolor, para adorar, para dejar hacer. Para estar lejos, paraque ella sea ella misma, para no desaparecer.—Eres demasiado humilde.Bob no respondió. Martín alcanzó a esconder un espasmo —un sollozo.No pudo decir si fue esto o aquello, pateó un guijarro, que fue a dar abajode la sandalia de un hombre. Bob pensó en el oficio de Martín. Martín elciego, profesor. Practicar cosan agradables, propulsar. «No seas imbécil.Yo trabajo sin creer, la fe no me mueve. La fe es incapaz de mover. Es eloficio mismo. Soy yo. Y estoy indefenso Bob. Estoy indefenso. No necesitocoraza. Yo necesito a Walther, yo sí necesito genios pero no necesitocreer, ni creer ni tener confianza. Yo necesito violar.—(...)—Yo aventajo a Walther en el sentido de que cada vez que aprecio susdibujos eróticos, que él lo sepa o no, yo lo violo. Leticia y Walther me sontanto más atractivos cuanto que no les permito ninguna coraza. La luchahorrible entre ellos y yo es... La fe por más aberrante que sea tiene almenos, la cualidad de que es ciega pero la ceguera tiene el defecto deno confiar en sí misma. La lucha, horrible, entre ellos y yo es... «Habíaalgo extraño en las mellizas, algo extraño. Gato encerrado. Algún fetiche.»—Algún fetiche, amor.—No diga bobadas.—Le juro que sí.

Bob pensó en Walther mirando a Martín como si no lo creyera. El viejorecogió sus tijeras, sus peines y sus escobillas, la perra se sacudió, Martíny Bob se quedaron observándolo en silencio hasta que se alejó, buscandoalgo en sus bolsillos. La perra caminó a su lado con el mismo ritmo, cualun miembro más, Martín señaló el horizonte a través del parque, hizo unlargo silencio y dijo, cuando el viejo y la perra desaparecieron: «La perradel viejo es la perra del viejo, Bob.» Luego una pausa y después: «No sepuede decir lo mismo de los miembros de su cuerpo. ¿Tú crees que se

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puede decir lo mismo del árbol? Si fuéramos a ver.» Pero no había nada.Sólo una rama, acabada de rascar con un cortaplumas de la que colgabanvarios hilillos de corteza, uno de ellos se desprendió desde que Martínquiso tocarlo. Luego hubo un golpe de viento que envolvió completamenteel árbol, y que enseguida se distribuyó; después como que se desatinó,se detuvo, perdió toda consistencia, luego no hubo nada. Hubiérase dichoque no había habido nada, Martín tuvo miedo de que Leticia fuera unaputa al ver su tobillo subir las escaleras apoyándose sobre cada gradacon decisión. El talón de Leticia era el de una puta. Duro. De una putaporque no necesitaba pie. Porque subía independientemente, decidido asubir, a pisar, no solamente a pisar sino a hacer. Talón de hacer, Martíndijo «talón de hacer» mientras las gradas se sucedieron hasta que lostobillos gruesos de Leticia se detuvieron. Martín trajo varias botellas devino, Blanca decía «el aspecto humano nunca ha tenido interés aunqueallí habría que distinguir: ¿por qué el aspecto humano interesaría a ungobierno que considera la inhumanidad como algo perfectamente humano,o sea natural? En segundo lugar, ¿qué es el humanismo, sino algoperfectamente inadecuado para juzgar? Habría que encontrar otra cosa,afuera, otra cosa, para calificar a la humanidad de modo que ésta salgade la inhumanidad», cuando Sinclair le sirvió vino a Leticia, Blanca alargósu vaso tocando superficialmente pero suficientemente el pecho deLeticia con la muñeca, teniendo a Elisa a poca distancia, que cruzó envoz muy baja con esa voz dulcísima que tenía algunas palabras conCarmen, Bob y Martín. Blanca dejó la botella en la mesa con una actituddeterminada que clavó la botella en la mesa, dijo bebamos, a lo que todosrespondieron, Blanca manifestó brevemente un malestar pero el trastornofue leve, volvió a separar las piernas, dijo pongamos música. Martín,dirigiéndose a Elisa: «¿Los vidrios rotos? No sé; personalmente no sé.¿Alguna evasión?» «Virginia dice que Carmen es una almena para ver»,dijo Elisa, «los vidrios rotos, no sé cómo explicar pero cuando Virginianos habla a Carmen, o a mí, nos habla más bien del incendio roto, losvidrios rotos en las calles.» «No un incendio en verdad, interrumpióCarmen, el incendio para Virginia tiene lugar en los vidrios rotos de unacasa. Los dos fenómenos tienen lugar al mismo tiempo, son lo mismo aunquehay una idea de incendio previa, es cierto, pero no necesariamente previaa los vidrios.» «Sin embargo Virginia habla constantemente de impacto»,dijo Elisa. «No sé. Sea como fuere el incendio no tiene lugar sino en lascasas abandonadas, donde permanecen los vidrios largo tiempo.» «Loque habría que saber, dijo Bob, es si Virginia establece una relación entreel ‘impacto’ (y, probablemente, la eclosión del incendio) y la permanencia,la permanencia de esos vidrios puesto que se trata de casas abandonadas.Sobre todo que en esas casas, a causa tal vez, del silencio, un impactosería mayor.» «Tú misma has dicho incendio roto, señaló Carmen a Elisa,

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el incendio es la rotura, la llama, la comparación es poética, yo creo.»«Yo sólo he retenido la almena», dijo Martín. Carmen tuvo a Bob abocajarro, Carmen vio a Virginia tomando su piedra, una especie de fósildecía, una piedra ordinaria, un recuerdo que Virginia guardaba celosamenteen una cajita de música y fue en el preciso momento en que todas lasrugosidades de ese trozo insignificante de mineral fueron acariciadastiernamente, locamente por Virginia mirando a Carmen con una sonrisaenternecedora que Carmen vio a Bob a bocajarro en la piedra, en suorganismo perfecto de piedra sin interés, y que obligó a Carmen a salir,y a precipitarse para dominar su llanto, vomitar, considerar estúpidamentelas lágrimas y preguntarse, y preguntarle a Bob riendo como doscondenados a la risa si la diarrea, el vómito y la frialdad de las manos eransíntomas de amor. «Tengo las manos frías de angustia», dijo Carmen.Virginia acarició su piedra, «Carmen, empezó a decir Virginia conseriedad después de tomarle la mano, decirle lo que siento luego dehaber comido algo es quizá la única manera de explicar por qué no sécomer, por qué no sé tragar ¿comprende?, y Carmen recibió escuchandoatentamente a Virginia la piedra que Virginia le pasó: «porque lleno todami piel de —como si me hubiera comido a un niño.» Carmen le preguntó:«¿Fue hoy?» «¡Oh no!» «Cuénteme entonces, me gustaría guardar lapiedra algunos días, creo que podremos decirnos muchas cosas.» «Claromi vida, pero no es mucho lo que tengo que decir, continuó Virginia y lebesó la mano, no es mucho. Lleno mi piel así, y tengo la impresión deque el niño va a empezar a moverse persuadida de haber tragado la viday la muerte, pero de otra manera, ¿conoce usted el merengue?, cuandocomo un merengue no masco nada y la boca cerrada se llena de aire yparece como abierta y me ahogo, con una saliva roja. Si sólo pudieraescupir... Me creerá tonta pero tengo miedo de ensuciar las sábanas»,Virginia comenzó a reírse. «Mi madre me decía siempre ¡te has cagadoen la cama mi vida, te has cagado en la cama!, ¡dale mi vida! Dale mi vida ledecía el viejo a mi madre cuando mi madre le preguntaba te has agarradobien, te has agarrado bien, gritándome.»

Virginia se calló. «Mi boca está llena de saliva roja. Tengo miedo depedirle que venga a ver como si fuera una casa pero al mismo tiempo, almismo tiempo, ¿sabe usted?, al mismo tiempo quisiera que usted pudieravenir como quien entra a escondidas por la ventana para que nadie sepay así poder hablar juntas, sin que los médicos se enteren. Quisiera salirde aquí. ¿Sabe por qué? Porque aquí no me dejan hablar, me hacen dormirtodo el tiempo. Detesto a los médicos. Usted es la única que me quiere.Me gustan sus ojos. Yo en cambio tengo tres sueños entre mis ojos, unacatedral de colores, un banco de peces y un árbol muerto.» Carmen noacarició la cabeza de Virginia, ni le arregló la almohada para que su cabeza

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descansara mejor ni le dijo «Virginia»; sólo la miró con una sonrisa de laque Carmen sola era dueña y que Virginia recibió porque Carmen sepuso a reír verdaderamente como alguien que acaba de recibir un regalo.Las dos se pusieron a reír a rienda suelta. «Usted podría hacer que nosufran más»10 , le dijo Virginia con el tono de quien confía un secreto.«¿Quiénes?» «Mis sueños. Sólo que tiene que pasar por entre las llamas.¿Recuerda la ventana? Es por allá que debe pasar, como en los cuentos.¿Vendrá?» «No se mueva y vendré. Tengo todavía dos rondas por hacer.¿Bien?» Virginia dijo de acuerdo con la cabeza, miró a Carmen erguirsedesde el borde de la cama mientras abrió la boca para decirle algo haciendosí con la cabeza pero se puso a decir, sorpresivamente: «El ano no tienememoria, mi vida, puesto que se puede cerrar. Pero los oídos sí, tengo aesa vieja de madre en las orejas prendida cual dos aretes, mírelos, míreloscolgada como los huevos de mi Denis pero cada noche antes de dormiralcanzo a hacerla desaparecer de mi vista, dijo Virginia bajando la vozhasta hacerla inaudible, Carmen se acercó para escuchar «con el cerumenque me pongo en los oídos contra los ruidos. Es cierto mi vida. Cuandome limpio me acuerdo pero el ano no tiene memoria, hagamos como laFlagstad en la televisión que se limpia el culo con Suave, discreto yresistente a los ruidos, papel de suavidad nacional. Siéntase la manoideal, ¡Carmen! deme mi piedra. ¡Démela!»

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—El humanismo es un arco iris, se atrevió a decir Leticia.—Leticia está demasiado influenciada por Walther, le hizo llegar Blancaa Martín mirando casi al mismo tiempo a Leticia con unas ganas que sóloun violento golpazo de su tic disimuló. Elisa estaba mirando a Blanca

Elisa, Carmen y Bob, Carmen y Elisa en particular, Elisa llevabasiempre una pequeña flor en el ojal. Carmen la escuchó hablar de Virginiaotra vez, lo que era raro. Carmen la invitó. Elisa dijo que no quería salir.Ambas caminaron muchísimas veces en un radio de acción de apenasalgunas centenas de metros que Elisa misma delimitó. Se paraban delantede vitrinas que Elisa comentaba con timidez, Carmen la dejó hacer perofue Elisa quien le dijo que ella había estado en el mismo café de casualidad.Intimaron de inmediato con la misma exacta mirada, con la misma velocidadde dos seres que se configuran a fondo con sólo mirarse, mas el café, dijoElisa, fue la antecámara del hospital. Carmen y Elisa hablaron griego ylatín, pasaron horas sentadas hablando de Virginia, de ellas mismas, delhospital y de una revelación misteriosa que Elisa echó sobre la mesa comoun jocker, varios meses después. Luego Elisa salió del hospital, regresó ylo volvió a dejar. Ni Carmen ni Elisa se buscaron. Elisa se quedó apegadaa Carmen como esas bestiecitas que se pegan a uno sin gastarse con ladiferencia de que Elisa, con un silencio obstinado, y bien suyo, no manifestónunca el deseo de ver a Carmen y hablar. No era como las parejas que nose hablan. Elisa hasta le dijo: «Yo no pienso en ti.» Luego Elisa volvió aentrar al hospital. Estaba igual con la piel clarísima cuando se desvestíadelante de Carmen cual si se hubiera puesto a hablar y cual si aldesvestirse ella hubiera ignorado lo que significaba tener las caderaslimadas, la piel pálida y el cuerpo alargado, precioso, un hilo terso comolas esfinges de plástico haciendo gestos tan simples, tan simples, queCarmen le confesó que parecían inducidos. Una noche Virginia despertó aElisa y a Carmen diciéndole a Elisa que saliera de la cama, que se vio enel acto cubierta de margaritas, sobre las cuales Virginia se acostó. Despuésle pidió a Elisa que se acostara a su vez porque la cama era para elladiciéndole: «Ahora puedes echarte para que tu cuerpo se caliente.» Elisaparticipó hasta que Virginia le dijo desvístete a lo que Elisa se negó, huboenseguida un intercambio de palabras en voz queda y Elisa se fue. Virginiase quedó mirando tristemente a Carmen, que perdió segundos que leparecieron una eternidad antes de ver realmente a Virginia, comprender,y empezar a desnudarse lentamente, calculando el mínimo gesto delantede su paciente, durante los cuales creyó ver a Virginia —y la vio, a puntode estallar en lágrimas antes de terminar minutos después acostada contoda su cabellera y su cuerpo en las manos suntuosas y carcomidas deVirginia, que pasó el resto de la noche durmiendo al lado de una diosa, deun árbol, de centenares de margaritas en flor.

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estupefacta. «El humanismo es una especialidad de las Naciones Unidas,prosiguió Blanca con su labio y volteando la cara en dirección a Leticia,poniéndose muy cerca de su cara. Carmen puso suavemente su manoen el brazo de Elisa.—El humanismo hoy en día no interesa, continuó Blanca. Sinclair comenzóa replicar.—Estoy de acuerdo en que de todas maneras, sea como fuere, y aun enel caso de que los gobiernos de todos y de cada uno de los países...—El humanismo fue un problema en la antigüedad, cuando Gilgameshconvirtió la madera en cedros de Líbano, tomaba agua de río y comía elaliento de los otros para vivir, continuó Blanca interrumpiéndolo, elhumanismo ya no es un problema, dijo. El humanismo fue un problemaen la antigüedad.» Elisa sonrió visiblemente, miró con rapidez a Carmen.Martín empezó a hablar pero su voz se entrecortó en su garganta cuandoBob tomó la palabra, y añadió: «La cabra —la cara de la Virgen María y lade la cabra montés fueron humanas en un determinado momento, esverdad.»—Hay fechas, en efecto.—La cara de la cabra montés tuvo nariz humana y ojos ovalados en Iránen el siglo ocho antes de Cristo, prosiguió Bob dirigiéndose sucesivamentea Martín, a Carmen y a Sinclair, en quien se detuvo. Carmen puso unsegundo su mano en el muslo de Bob. Leticia lanzó una carcajada. Blancaestalló en una carcajada feroz que sacudió todo el cuarto y dentro de lacual se puso repentinamente a martillear «Gilgamesh fue un enfermoque se enamoró de un hombre, y si encima dices que los dos se armaronde una puta para ir a cortar madera...!» Martín vio a Blanca avanzarhacia donde él se encontraba hasta que la masa se retiró con el mismoimpulso; Martín se volvió a acomodar. Bob lo miró. Blanca le hizo a Martínun gesto vulgar con las piernas ligeramente abriéndose y cerrándoseque Blanca cerró donde todos vieron sólo una cruzada de piernas.—Es difícil decir, en suma, dijo. El humanismo no tiene cara, ven ustedes.Es un problema eminentemente histórico, e invisible.» Luego se recogió,y se calló, limpiándose la boca, y dijo: «Sea como fuere, cuando piensanque hay aquellos que son colgados de una viga por la verga y que muerencuando ésta se les desprende, los negros son unos privilegiados, ¿ehSinclair? Al menos los negros, murieron sin obnubilarse en el sexo.»Blanca bebió.—Nadie se interesa en los hombres, dijo Elisa con una dulzura horrible.—En efecto nadie, dijo Blanca. ¿Y por qué tendrían que interesarte miniña? Los hombres no existen. Sólo hay la sociedad. Nadie puede todavíallamarla de otro modo. Hay que decir que es irremplazable, pero si loshombres existieran, quién se interesaría en ellos. ¿La sociedad?Materialmente imposible. Por consiguiente deja a los hombres salvarse a

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ellos mismos, cuando puedan. Tú tienes tu sexo. Si un día ves entrar enél a una rata porque un malparido hijo de puta te puso en el hueco unproductillo para atraer, como de casualidad, a las ratas, el problema es larata, tu vaginilla y tú. Eventualmente la tortura, o el que te puso la cosa,siempre hay jerarquías; aunque al malparido no tienes tiempo de verlo.Y si no puedes salvarte estás jodida a menos que tengas la vagina dura,porque eso también sucede. Acaso puedas luego contar a un diario lo quete pasó. Muchos tienen la suerte de ser humanistas leyendo el diario.»La carcajada de Blanca explotó como una sarta de cohetes. Elisa se pegóa Carmen. Los otros estaban acostumbrados. Leticia no se movió, mirandoa Blanca de reojo. Sinclair estaba ensimismado en lo que parecía, ya unamodorra provisoria producida por el vino, ya una profunda meditaciónque se desvaneció porque Sinclair abrió los ojos e intervino en laconversación naturalmente sin moverse de otro lado lo más mínimo.—Lo que me parece verdaderamente repugnante, dijo Blanca, es quetantos digan que se sienten, no interpelados por la persecución, o porlos negros, sino solidarios. ¡Solidarios! Y hasta llegan a decir que lasolidaridad es más fuerte que la interpelación. Magníficos hijos de puta.Y quieren todavía que la sociedad sea mejor que los individuos que laforman.» Leticia estaba tiesa entre Sinclair y Blanca, solicitada al mismotiempo por el contacto prudente y cálido de Sinclair y por la cercanía nomenos prudente pero igualmente excitante, eléctrica, sebosa y hastafascinante de Blanca. Sinclair replegó la pierna que tenía estirada hastaponerla al lado de la de Leticia sin dejar de dirigirse permanentemente,y desde hacía algunos minutos, hacia Martín, como deseando observaren él una respuesta a su pregunta. De repente Sinclair pareció triste.Todo su cuerpo comenzó a deslizarse por el sofá hacia abajo, milímetropor milímetro, abandonado a alguna aspiración pero inmediatamente seenderezó. «Las planicies de Castilla la cueca las estepas del Asia centraly la pascua rusa me han en efecto rascado el alma. Pero qué mierdahacer.» Elisa estaba seria. Perdida de tiempo en tiempo en una comoactitud vaga de contemplación de la que su atención emergíaregularmente, prolongación de una misma presencia indefinida, discreta,pájaro raro en un grupo que no la observaba demasiado. «¿De quédepende?», había osado preguntar en un tumulto anterior.—Ése no es el problema, dijo Sinclair. Ninguna solución propuesta por lasociedad al hombre, moral, política o religiosa ha podido erradicar laangustia, la duda, la ignorancia, la decepción. Ni el comunismo, ni lapoesía, ni la religión. Pero la muerte no es todo, y si hay algo, eso seencuentra aquí. Porque aun en el caso de que los hombres alcancen lainmortalidad ellos crearán toda una civilización, y una civilización devalor, para tratar de explicarla. La lucidez. ¡La lucidez! Pero eso es todavíademasiado humano.

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—O no.—(...)—O no, repitió Carmen, dejando un silencio molesto que Elisa vino aapaciguar al preguntar «¿de qué depende?» con una vocecita que salióde ultratumba y que irritó a Sinclair.—El humanismo es una especialidad de las Naciones Unidas, dijo Blanca.—¿De qué depende qué?—La indiferencia, preguntó Elisa.—(...)—Si los gatos tienen nombre como dice ella, Virginia, es porque tienensentimientos. Y si es así, es que los hombres también los tienen. Yotambién preferiría que los hombres los tengan pero... En el hospital esun infierno.—¿Y con qué objeto mi niña, quieres sentimientos?, la interrogó Blanca.A decir verdad yo a veces me olvido. Deja los sentimientos en la puertay sobre todo no permitas que invadan tu alma, antes arráncatela yarrójala a los maricones muertos.» Elisa observó a Blanca con una gransuavidad. Sólo un cuerpecito hermoso, en la cumbre de sus cuatro lustros,recibió la bocaza de Blanca sin inmutarse. Debajo de la piel Elisa seperturbó. Pero Carmen la tocó. «Los Gurkhas fusilaron sin saber lo quehacían.»—¿De qué depende? Los que fusilan fusilan con certeza sin saber lo quehacen. Después se ponen a jugar cartas o a beber.—Pero los otros, los que mandan.—Los gobiernos están lejos y se puede decir que no existen. En cuantoa los que mandan, ellos obedecen las órdenes del gobierno. Yo no sé, dijoSinclair. La indiferencia debe de ser algo que no se pregunta. Yo no sé.La indiferencia es la indiferencia.» Sinclair hablaba como Walther, observóMartín. El sol había penetrado y penetró de tal modo que cuando se instalódurante los últimos diez quince minutos quemando tan visiblementelas paredes de la sala, los muebles y las caras de todos y de cada uno, Elisase convenció de que su instalación fue una penetración completamenteinsonora, sepulcral, la efracción, y la posesión, hasta risueñas, pero nopodía ser, la sonrisa fue la sonrisa fascinada de Elisa que respingó deplacer ante la idea de que el sol, por un exceso de calor, podía matar a lagente. Virginia podía morir en el hospital. Los viejos estaban másexpuestos. El sol mataba a las paredes de los cuartos, a los mueblesde las casas y si no mataba a las caras era porque éstas se ponían ahablar.—A mí el sol no me puede tocar. Yo no quiero que me toquen. Ayúdame,por favor. Tócame tú.—No tiene mucha importancia, Elisa.—Yo no quiero que me toquen. Carmen.

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Carmen le dijo a Bob que Elisa ignoraba todo de su relación con él. «Eli-sa no piensa un solo instante en la sexualidad. Ella desearía estar des-provista de cuerpo. O más bien, en realidad, poder reducirlo a una expre-sión, a una línea. Hubo una época, hace algunos meses, en que Elisa nocomía sino alimentos blancos, todo lo que era blanco. Si le hago saber quehago el amor con usted, sólo eso, la destruyo. La destruyo.» Bob es-cucha. No fue una embriaguez cuando percibió el estrato diverso, y homo-géneo, del calor. El aire. Carmen estaba allí. Y hablando, la imperturba-bilidad y la extremada pesadez, el letargo deslumbrante del aire cuandoéste se carga de una cantidad especifica de sol, todo el grumo del airepareció ponerse a hablar con tal opacidad que Carmen se vio envueltapor él, y en la toma las palabras de Carmen llegaron a Bob desde lamisma materia caliente de su boca. Luego aparecieron su cuello, su voz,y la presencia de Carmen, fulminante. Hubo una alharaca. Fue el ruidonormal del café. Bob miró a Carmen para seguir la conversación. Larealidad formidable le hizo ver. Bob vio a Carmen como en una ebriedad,con una impecable serenidad. El hospital es un infierno... Bob, ¿se hapuesto a pensar que para Elisa usted no existe? Ella conoce de míúnicamente un cuerpo que le habla latín y griego y que conversa de todoy de nada y que entra en ella como el agua en el agua... Si Elisa deseara,yo... Ella me ha hecho conocer algo sumamente importante y que yo nopuedo resumirle sino diciéndole que ella me traduce. Con ella mi realidades infinitamente mayor. Mi intuición se afirma. He llegado a tener conella una comunicación que no nos necesita, ¿comprende lo que quierodecir?—Perfectamente.—¿En qué piensa?—En la razón por la cual después de hacer el amor el cuerpo no cambia.Por qué no hay ningún rastro, nada. Nada. ¿Sabe usted acaso por quétodo vuelve al orden?—El amor es un símbolo.—Eso no me interesa. Los símbolos no me interesan.—Sin embargo el símbolo es el instinto de conservación. Por eso no hayhuellas. (Carmen, a Bob: «Si el sexo dejara huellas sería el crimen per-fecto. Yo, al menos, moriría. No me pregunte más. Duerma. Duerma,amor. Descanse. Hoy vi a una mujer espléndida. Yo estaba comprando, yen unos instantes la manera como llevaba su cuerpo, la salud de su boca,la sonrisa con la que me recibió y con la que me llenó, toda, la entrada deun tercero, alguien que la conoce y que vino a colmar con una simpatíatan brutal esa especie de sorpresa. que nos aprisionó a los tres, todocontribuyó a que me sintiera bruscamente presa en una red y sometidaa una terrible sensualidad sin objeto, sin fin. Con las justas pude sentircomo un aguijón viniendo del exterior: usted, usted en el medio, partícipe,

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compañero y el mismo. No pude salir de esa red y vi, en la borracherade ese momento tan redondo, tan perfecto, que mi violencia, y hasta eldeseo que sentí por esa mujer y por ese hombre, se tradujeroninmediatamente en algo que nunca antes había sentido por usted: unamor inaudito, un deseo volatilizado y sin embargo profundamentelocalizado de mi cabeza a mis pies y que fue a depositarse en esa mujer,antes de percatarme de que en verdad quería escogerla, para usted,para poder amaros hasta el fin. Ofrecérosla. Desesperadamente, y conuna alegría total.»)

—Virginia...—¿Sí?—Walther y Virginia son dos casos, es muy curioso, dijo Carmen. Entreel amor y hacer el amor hay la maternidad, ése es otro aspecto perofundamentalmente, es lo mismo. El niño vendría a ser no la huella delcrimen ni menos aún la del amor pero en ambos casos un símbolo.»Carmen sonrió. «Walther y Virginia juegan con la madre de maneradistinta pero es cierto que hay algo de «borrador» en todo aquello. Virginiala detesta, Walther se burla un poco... Ninguno de los dos está lejos dedecir que la maternidad, en efecto, borra. Entienda: las huellas. Si lamadre es un trapo, entonces... ¿Qué pasa?—Qué pasa.—No es nada, dijo Bob.—Diga, diga.—Nada. Deseo tomar.» Bob recordó cómo hicieron el amor en el barranco,en el tumulto del deseo sus pies habían levantado repetidas veces unagran polvareda. «El humanismo es un automovilista que recoge a unoque tira dedo, dijo Blanca. Pongamos un coreano, o un negro; siempre uninferior. Hasta que se termina el viaje y hasta que a los dos se les atracael cuello de emoción, vamos a escribirnos, grandes adioses, casi lloran.Luego nada. Como bien temíamos Sinclair, el humanismo es una expresiónque tiene lugar en las autopistas, lo que no sería de extrañar pues hastalos gatos tienen nombre. Y si lo que acaba de decir Bob sobre el arte, lode las fechas, es cierto, entonces el arte es un juego de niños.» Martínbuscó el desatorador. Nadie va a decirte, tenlo por seguro, que detrás odelante de un cuerpo acabado de masturbarse, y de la reflexión alrededorde todo eso, hay algo. No hay peligro. El cuerpo es inmune. El cuerpo nopiensa. El alma piensa por él. Bob se destacó por encima de toda esaasamblea gracias a una suerte de benevolencia o de apretada de manos,fue un relámpago, en el preciso instante en que Carmen terminó dehablar y luego de que su silencio, que fue el que se formó en el grupo,dejó a todos en la meditación. Martín tuvo un escrúpulo que sólo duró eltiempo de sentirlo pasar. Carmen era tan bella. Si yo fuera Carmen, ayer,

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hoy... Bob, mi amor. Martín se midió el pecho y se abandonó a la idea deBob tomándolo por atrás. Martín se agarró de la pared, la aplastó, cuandoel orgasmo. Bob le llegó hasta el cráneo. Con la mano izquierda Martíncomenzó a masturbarse arrodillado, la cara en el water, mientras quecon el dedo medio de la derecha hacía esfuerzos por introducirlo en elano, lo más adentro. Fue allí que buscó el mango del desatorador y eljabón, para aceitarlo, y que el gozo fue tan retardado por la curiosidad,por el olor del retrete lleno de mierda y por las ganas de hacer de Bobuna imagen verdadera, y visible, que la masturbación se convirtió alfinal en una carcajada espasmódica, dislocada a medias, por la difusióncavernosa del ruido en el retrete. Si Martín se arrepintió, minutos mástarde, con el cuerpo cargado todavía de esa sensación de delgadez, devacío sin remedio, fue que precisamente además de ese ligero malestarinterior que nadie podía observar, había otra vez perdido irremediablementela oportunidad de evitar la tentación de masturbarse completamente.Confiarse a Bob. He descubierto que soy una bestia. Cada poro de micuerpo es caliente y sólo su vista me satisface el vientre. Me gustaríaser el que soy, como Walther, pero entregarme a todos como un loco. Heamado una vez pero fue sólo la idea. Un aspecto. Con el tiempo... Hastaque enfrenté al amor con mi cuerpo, que se descubrió erigido cual unapirámide en sí mismo. Compréndeme. Desde entonces no amo a nadie yamo todo el tiempo. Todo pasa aquí. Remonto a. Luego remonto a. Remontoa mi muerte, y pongo algo en el medio. Es como masturbarse a medias.Interrumpir el placer. Sólo es una experiencia, la de no llegar. Es comopensar en la primavera pero pensando en que no es ella sino la primeravez que la sentí. Es lo mismo. Son las ventanas abiertas en un interior.Mi cuerpo no ha cambiado. Mi sentido del gusto no ha cambiado. Antes,chancado por el alma, me corría la paja con la mano llena de aserrín, porgusto. Ahora también, pero también me masturbo con toda la cara en mimierda, para saber. Buscar el peligro, arriesgarme y tratar de evitarlosin dejar de gozar para no gozar... o para gozar más. Tengo con mi cuerporelaciones más o menos asquerosas. Me encanta suspenderlo entre elsiniestro y la muerte. Bendito sea Dios... Bendito sea su santo nombre...Capítulo doce del libro de los justos. «Desde el día en que Gilgameshcomprendió que cada uno, cada quien, era una gota del mar, todo gesto,toda presencia, dijo Martín, se ha revelado tan necesario y tan incoherentecomo... ¿la simpatía? —Annus Dei, Leticia. —¿Qué? —Annus Dei. Leticiase descoyuntó de risa.

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Martín atrapó al vuelo varias palabras. Virginia. Delirio místico.Camino de cruz de rodillas. Al asilo. Su hijo murió, suicidio. El chico semató. Estudios banales, intelectualidad nula, y esa simplicidad, esa finezaque tienen con frecuencia los campesinos. Nada interesante. Carmen ledio de comer. Virginia le dijo: es usted como la Virgen. Carmen la tocó.Bob pudo apenas reprimir un llanto interior, rendido, desesperado depensar. Blas le saltó a la cara. Blas u otro. Blas, David. Blas porque era elmás próximo. Elisa le había dicho a Carmen que ella la dejaría morir siCarmen escogía el suicidio porque sería un placer ver a Carmen morirasí, y dejarla en libertad. «Por qué extrañarse. Estoy rodeada de muerteen el hospital. La primera conversación que tuve con Carmen trató de lamuerte. Si Carmen se suicida un día yo contemplaré la muerte como secontempla algo raro y que tú conoces. Yo la miraré. Yo no conozco lamuerte. Sólo conozco a Carmen. Hasta la ayudaré, Bob. Si Carmen muereconoceré la muerte pero estaré contenta porque Carmen habrá muerto.»Blas y Carmen estarían juntos al día siguiente. Bob miró a Carmen, sesentó de otra manera, se quitó los anteojos para leer lo que Martín lehizo ver. Bob sabía que Blas y Carmen harían el amor. Que la desnudezde Carmen sería ésa. Que la voz de Carmen sería la misma. Que Carmense desnudaría para Blas. «Cómo.» Que Blas sabía que para él Bob era unejemplar extraño que ni la misma Carmen podía medir con exactitud.Que Carmen gritaría de placer. Que el cuerpo de Blas sería el cuerpo deBob y que haría exactamente lo mismo que el suyo tal vez con la mismarelativa intensidad pero que el cuerpo haciendo ese amor no sería el deBob. Bob entró sorpresivamente en el centro de la presión en su esfuerzoinútil, y larguísimo, por verse en Blas o en la periferia más o menosconocida, de Blas, Bob escuchó a Sinclair replicar que todo eraefectivamente cierto pero recibió de Blanca un vaso lleno que él no quisoapurar de un trago, en otra tentativa por beber siempre saboreando elvino. Sentirlo caer. Bob contuvo una náusea interior. La mujer del hombrese acurrucó en el hombre como un animal doméstico, en la calle nadiereaccionó. Si hubiera caído una tormenta hubiese sido igual, nadie hubiesedejado de caminar si un trueno, de esos que decapitan el aire, se hubiesehecho oír, cuando todos en cambio voltean sorprendidos al paso ruidosode una ambulancia.—El individuo solo es incapaz, no es suficientemente activo, de otromodo mataría; y la masa es demasiado estúpida. Queda entonces elgénero, o la especie, pero eso es demasiado abstracto, dijo Blanca. Nohay solución.» Sí la hay, pensó Sinclair: es la extremada lucidez; pero nohabló. Sólo se limitó a repetir que ninguna solución había podido erradicarlo que se podía calificar de «mal», sin mutilar al hombre, salvo el asesinato,pero el asesinato no era una solución, aunque para muchos, se puso acorregir, la mutilación era incluso conveniente puesto que ella lograba

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con frecuencia cambiar al hombre en sí mismo tal que en sí mismo laeternidad lo cambia. Blanca objetó por qué el hombre sería inmutilable,Bob se sintió adquirir peso. La sala pareció reducirse a tal punto que ensus límites se distendió hacia los lados haciendo un vacío de plomo en elque Bob, que no quiso ver, no vio la inocencia de Carmen, a la que Bob nopudo acceder finalmente sin llevar a cabo un esfuerzo sobrehumano pordesembarazarse de lo único que le quedó lastimosamente en las manos:su propio cuerpo alienado en el de Blas. La náusea le anudó las entrañas.Bob no quiso levantarse de su sillón. El tiempo que pasó entre lanecesidad imperiosa de hacerlo y su decisión —irresistible— dequedarse inmóvil para beber el vino despacio y medirlo, fue el cuerpograsiento e impalpable de la soledad, en el que Bob se percató de queademás de pensar, él lo estaba haciendo; y que fue irreparable. El dolorfue agudo, gaseoso, casi insonoro, y en la cima de lo que fue una revelaciónincomprensible Bob no vio sino un espectáculo mate, limpísimo: el grupoen la sala y él casi, en el colmo de una irrealidad, como su propio motor.Bob oyó a Carmen sin escucharla, Carmen se desvaneció en el instantemismo en que Bob quiso hacer el amor hasta la fatiga, el letargo, ladesaparición. La ausencia de Carmen pasó delante de él con la precisióny la lentitud de un calor que se siente y que se hubiese puesto a adquirirlas propias formas de Bob transformado de improviso en cauce, lecho derío, el propio cuerpo de Carmen, o en el solo pasaje del amor; el cual éldebía preservar. Si la presencia real (de reina) de Carmen, era tal, eraque Carmen era, no que estaba allí. Si la maravilla oprimente o el amoreran tales era que Carmen era, no que Bob amó en particular. (De todo locual quedó una pasión desenfrenada y difusa en el aire, como esas víasde acceso a la eternidad que son tan puntuales que Bob hubiera podidomostrarla a los otros de haberla tenido —si los otros hubiesen poseídoun ápice de conocimiento. Bob la mantuvo en las manos creyendo en unamuleto, el sol cauterizó la sala con una incursión brutal. Bob se hizoviolencia para mirar a Carmen sin desear poseerla, para que Carmenpudiera reír. Carmen lo fascinó. Una ternura recóndita semejante al almadel sexo.) (Bob, a Carmen: «No comprendo la realidad. No es la envidia,ni la esperanza, ni el hambre. Es la realidad; y creo que con el objeto deapagar mi sed me hago creer a mí mismo que comprendo vuestro cuerpo,vuestra inocencia, vuestra infinita neutralidad. Si Walther pudieradibujarla... Hablo de la realidad. No la boca abierta sino la risa. No lasalivación sino el sexo, no el agua sino el agua en el agua. No el amorsino el intermediario del amor, no el reflejo sino el espejo. No a Elisasino a su sangre rusa, no a la pareja sino a los dos, es otra manera dedecirle que no quiero ser hombre, sólo sexo sin nombre, nombre sinnombre si es que usted debe mantenerse de pie. La verga es el corazónde la verga, amor, y en su recodo más imprevisto el sexo pasa. Y es en

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esa materia venosa que mi cuerpo se escapa, pero lo encuentro en lasafueras, en la periferia del mundo, en las palabras, en mis cartas, en micomunicación. Y es sólo mi periferia que toca la vuestra puesto que vossois intocable, y es en ese abismo que vivo. Fuera de, en la punta de lostentáculos de la realidad... ¿Sabe lo que me dijo Martín ayer? Que ustedes el cedro de Líbano; para luego decirme con sus ojos abiertos: «Haspensado que la afirmación: «la perra del viejo es la perra del viejo» puedeser la misma que «Carmen es el cedro de Líbano...» y mirarme, ponersecasi a temblar y proferir: «El amor no dependería entonces de nada sinosimplemente de ver...» Si la posesión de algo hasta la demencia estúpidade la propiedad es una meta —lo que Blanca tildará, para una pareja, defelicidad— entonces la sociedad es sabia cual esas segundas naturalezasque se hacen solas como el cretinismo, como la policía, como el deportepopular.»)

—Tengo miedo de Martín, además. Mejor dicho tengo miedo por él, québusca, qué hace. Ya me he preguntado varias veces qué es lo que tienede peligroso, si lo que dice, o lo que nos hace sentir. Tengo la impresión,por ejemplo, al estar con él, de que su presencia es completamentearbitraria, y deseada al mismo tiempo.» Carmen dijo «Salud», Bob sonrió,los dos bebieron haciendo jugar largo rato el vino en la boca sin dejar deobservarse antes de pasarlo, y reírse. Bob bebió otro sorbo y se lo pasó aCarmen que lo tragó masticándolo con un placer manifiesto. Comer habíallegado a sobrepasar el mero símbolo de la sexualidad para reconstituirseen acto de comer juntos, y en el placer de un cuerpo casto. Carmen le tomólas manos y se las llevó a su cabeza, a las trenzas, que Bob deshizo condificultad, y dejó caer por el pecho, hasta la cintura. «Dios, está, allí.»—Martín me dice eso con frecuencia, dijo Carmen. Diciendo trenzas,cintura... Para él como para mis pacientes yo pasaría por un cuadro...Martín no es peligroso. Es un santo.—Lo que es peligroso en él es lo que dice o todo lo que es capaz dehacer. Es lo que le decía hace un rato: qué busca. Martín es el típico arbitrario.Cuando nos dice: el hueso es la piel del sueño, ¿qué pasa? Nada. El mundoparece detenerse y nadie ha comprendido. Hay algo horrible, y es quepersonalmente yo no sé qué es peor, si lo arbitrario, o el azar, qué haceMartín aquí, por qué se pone a decir el hueso es la piel del sueño, a reírcon ese eco en el pecho; o el viejo. Para mí el viejo es un espectáculo.Para Martín también. Pues sí. Eso fue todo. Sí, cuándo iremos a velo.Cuándo vamos a verlo. El café está tan impregnado de sus propiascualidades que puede tomárselas y empezar a jugar solitario. Bob miró ala pareja que acababa de entrar. Había muy poca gente. La pareja parecíahaber pasado una noche en vela y con el frío, que parece fiebre, de lafatiga de la madrugada con los primeros ruidos de la ciudad, el cansancio

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y todo lo que se acaba de dejar pegado todavía en la nuca con las sonrisasde connivencia, Bob miró tranquilamente la foto de Carmen que Martínle pasó, al principio crédulo, tomado de improviso frente a un simpleretrato pero después inseguro, por último nervioso: Carmen estaba enel centro entre dos parejas de amigos, era la Universidad. A la izquierdaestán los dos primeros, separados apenas por el espacio entre sus brazos.A una distancia doble de la que separa a los dos primeros, Carmen, lasmanos en los bolsillos de su impermeable. A la derecha, la misma distanciaque separa a Carmen de los dos primeros la separa de los otros, que sepresentan, por su lado, separados apenas por el espacio entre sus brazos.La simetría es perfecta, y la foto no lo es. Carmen no está en el grupo, niparticipa de su presencia, alguien ha debido ponerla allí, ha debidoinvitarla, o inventarla y ponerla en un grupo, inscribirla en la Universidad.La simetría es perfecta. Los cuatro amigos sonríen, o están —y paraquien mira la foto, los cuatro saben que Carmen está allí con ellos formandoparte de un grupo de cinco amigos fotografiados en un parque, cuatro delos cuales —los hombre— muestran, gracias a un ínfimo matiz, a unanada, a un artificio, a algo que sería imposible, describir, ni menos señalar,cuatro de los cuales muestran que sus cuerpos están al lado de otromucho más grande, más ancho, distinto, mucho más importante, los cuatronerviosos, aparentemente calmos, y el cuerpo del medio, el de la mujer,igual a él mismo, cabalmente convencido de su inmovilidad, Carmenestá totalmente ausente. Física, y físicamente. Si Bob tocara la foto —elpapel— sus dedos podrían tocar la distancia física entre las parejas yCarmen, puesta en el medio por arte de magia. Si se pusiera a mirar sintocar, pensando únicamente en la foto al mirarla, la posición de Carmencon esa mirada ausente y las manos en los bolsillos del impermeable conlos cabellos descolgándose en una impresionante catarata hasta losflancos, el físico de esa mujer se transforma en la presencia misteriosade una mujer bellísima en un retrato mirando la nada, separadainfinitamente de los dos lados por obra de su sola presencia, inexplicable.Carmen besó a Bob. Martín le dijo a Bob: Carmen está verdaderamentelejos. Bob creyó asentir en silencio. Martín se sintió de pronto amar aBob, mirando a Carmen, como el picapedrero a quien no duele la manoque talla, como el que maneja con la mano derecha unan hoz, y es lamano que agarra la hierba, la que duele. Bob asintió sin decir nada. Loque le turbaba en la foto fue esa cosa alejada de sí misma, su inclemencia,su reposo, su despiadada serenidad. Hubo alguna ironía en Martín. Elrobo fue menos importante, el robo de la foto, que Bob quiso súbitamenteperpetrar, estúpido, consecuencia de un frenesí incontrolable, resultadoa su vez de un espejismo pasajero, que le permitió creer que acababa dever la vera efigie de Carmen. Fue un instante. No fue un espejismo. Tantenaz que Bob se creyó vivir en un recuerdo desconocido, tanto más

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insondable y angustioso cuanto que Carmen estaba delante de sus naricesy porque varias veces, varias veces, Bob vislumbró que la veracidad deaquella Carmen del retrato pareció eliminar de un golpe a la verdadera,es más, me gustan las adolescentes bien vestidas, si son elegantes mejor.Sobre todo si luego de verlas continuamente desde un mismo ángulo lasdescubres sorpresivamente de otro con un culo bajo, para poner unejemplo poético, debe ser en efecto jodido como decía el poeta ponerle aLeticia cara de niña, sandalias y medias blancas con el pelo cortado sólohasta las orejas, y cerquillo a la Juana de Arco antes de rebelarse yhacerla una hembra de la traspuerta, pensó Sinclair. Si el cándido deMartín lamentando solamente que el culo de Leticia fuera demasiadobajo. Sinclair arrimó su pierna modulándola suavemente, como ocurrió.Un suave toque de contacto inicial de improviso; retirar. Blanca acercósu pierna al muslo de Leticia. El ojo medio empachado de Leticia barrióa Martín antes de quedarse callado donde estaba. (Leticia se agachó,recogió el culo, se lo metió a Sinclair en la boca y se lo volvió a poner.Sinclair emergió hasta la superficie de la conversación reintegrándosemomentáneamente al grupo.) Bob salió poco a poco de su incredulidad,tuvo que hacer un esfuerzo para traer el amor que llevaba en sus manosa la realidad, sin atentar contra su propia integridad y sin dejar de respetaral mismo tiempo la de esa mujer delante de él, y que de la manera mássimple, como lava que avanza, no podía ocupar sitio. Salvo en el tumultopersonal de Bob, o en la afirmación perentoria de Carmen repitiendoinsaciable, como para llenar lo más rápido posible un vacío, que Bob erael único capaz de hacer ese vacío cada vez más hondo.

Sin embargo no era cierto. El fondo se encontró en la superficie de latierra, en la superficie de la piel. Cuando el deseo de Carmen la aventócontra el deseo de otro, cuando su interés se transformó en búsqueda,su deseo se convirtió en ansia y la presencia física en disponibilidad, enapertura sin conducto, en cueva negra. Bob miró con toda naturalidad lafoto de Carmen, luego se la devolvió. Se la mostró, aun si pensó dosveces antes de hacerle un comentario que fuera verdaderamente objetivoy sin fallas, o que dijera algo de la foto sin hablar de Carmen. Lanzar unabala sin peso. No tocar. En un momento el transcurso tomó la forma deun puñal en el aire, durante el cual un vahído cubrió a Bob hasta que loahogó. Carmen lo penetró, lo mordió. Su boca se quedó entreabierta, sinojos, sin tronco, parados ambos en algún lugar siniestro de la ciudaddonde Bob presenció silenciosamente el deseo inagotable de Carmenantes de hundirse de pronto en la decisión suicida de participar en élhasta saciarlo, amando en su mujer, al borde de su propia obsesión, todolo que puede saciarla sin tocarla, sin tocarla Bob, sin uso, sin alma, sindestinación. («Para encontrar qué mito, qué tribu, qué momento inicial.»

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«Mi decisión es que Carmen no exista.» «Habría mucho que decir de loque se ha quedado en llamar el cuerpo presente. Amor. Paradójicamenteno tengo nada que decir. Cuando mi cuerpo piensa el vuestro en el deseo,y en los dientes de otro, de los otros, mi cuerpo no tiene nada que ver. Yluego, qué hacer para soportar el cuerpo ajeno.») Bob se miró en el espejo.—Para qué.—En la medida en que no soy capaz, dijo Carmen, en la medida en queno soy de ningún modo capaz, amor, ve usted, de hacer con ellos —Yosé...» Carmen le dirigió una mirada dulcísima, de regocijo, cada que vezque hablaron así en que las palabras fueron necesarias, decir «nuestroamor es quirúrgico», me gusta hacer el amor; pero hacer el amor conaquellos de quien os hablo no sale en lo que me concierne del límite de losimplemente humano, Bob, «nuestro amor es quirúrgico, nuestro amor esquirúrgico Bob.»11 Y va a ser todavía más un escalpelo, hacer desaparecerla tensión, traer la ansiedad del miedo al nivel de las palabras, con Carmenen un café tomando vino tinto y mirándose fijamente en los ojos comodos enamorados, «batirse, literalmente, para permanecer a la altura deuna representación, y encima, al mismo tiempo, ¿consciente de larealidad?» (cuando, en verdad, Carmen guardaba en un pequeñísimolugar de su cerebro el átomo incrustado de Bob diciendo a éste pongamosque no hemos hecho nada todavía, que tenemos todo por aprender, y que elescalpelo es posible. Un átomo de inhumanidad protegido por fronterasnaturales de cualquier asalto exterior pero que Carmen destruyó de unapalabra diciéndole a Bob que un día todo se va a venir abajo, diciéndoselocalmadamente, para que no quede precisamente nada de nada —nisiquiera la inhumanidad).—Pero para qué, para destruir qué.» Carmen ni siquiera hizo un gestode interrogación, dijo: «Destruir.» «Cuando a Elisa se le pregunta porqué esto, por qué aquello, ella responde «porque sí». La necesidad. ¿Peropor qué? No lo sé; es como si usted recibiera un tingote sin dedos, yo osamo, Bob. Nuestro amor es quirúrgico. Crucifijo. Para mí también, que llevoa cuestas vuestra soledad.» Un átomo de inhumanidad a punto dedesaparecer y dar paso a qué, en las relaciones simplemente humanasde Carmen con los otros en las que el sexo de Blas para citar al máscercano no llegaba al borde del amor ni a ensuciar su cuerpo, la boca, y uncuerpo untado íntegramente con margarina de cocina que Bob encontrabacomo podía hasta que Carmen recogía todo lo que había de líquido y degrasa en ambos cuerpos para pasarlo por la cara hasta llorar, más el sexode Bob atorado en su sexo y tratando de terminar con el último rasgo devida en su cabeza tras los orgasmos repetidos de Carmen, muertos,resucitados, concluidos, en las contracciones cada vez más espaciadasde un útero loco que un día expulsó una uva y que ahora expulsaba unagoma increíble delante de Bob, que prorrumpió en un llanto incontenible.

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Su sexo y su vientre, y el sexo y el vientre de Carmen quedaronimpregnados de margarina, de sangre chorreando por el sexo de Carmencon la misma goma abriéndole los labios que en un segundo se pusierona erupcionar, Bob a un metro como aterrado e inmóvil cubierto por suslágrimas, y todo su cuerpo temblando fascinado frente al sexo abierto deCarmen, triturado, palpitando cual un pescado. Luego los párpados pesadosde Carmen, la mano de Bob que la mano de plomo de Carmen llevó hastael hueco empapado de su sexo, para creer. Carmen se acercó más, loabrazó, lo entendió a todo lo largo y se echó encima de él cubriéndolohasta acallarlo, hasta que el llanto cesó.

Sí señoras, y sí señor. Con este revólver western de precisión ustedserá en pocos meses un tirador escogido sueño convertido en realidadpues los ejercicios de tiro en casa serán la atracción de sus amigos yvisitas con balas de metal lanzadas a gran velocidad hacia los blancosque le permitirán aprender a tirar de distancias cada vez más grandes.Entre en posesión ahora mismo de esta arma americana sin permiso deninguna clase. ¿Por qué? Porque el fabricante ha suprimido su efectomortal, mas no la precisión del tiro. Muchos ya han pedido incluso dospara poder divertirse mejor ejercitándose en el noble arte del tiro sinpeligro. ¿El modelo? Tiene dos siglos. Copiado hasta el ínfimo detalle yreconocido por los mejores especialistas como el verdadero y únicorevólver de los westerns que usted puede ver tantas veces en laspelículas. No estamos seguros bien entendido de poder seguir vendiendoesta maravilla y gratis con veinticinco blancos de verdad tamaño naturaly cincuenta balas western cada una utilizable varias veces, compre...

(¿Qué engendro expectorado, qué gonococo siniestro expectorará, y porqué canal y hasta desembocar en qué albañal: qué sociedad, qué indecenciafundamental perennizándose en su propia imagen...?¿Cómo se produce el calor? preguntó Elisa con la voz encendida.)

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La voz de Elisa era para Carmen, para Virginia que la escuchaban,semejante a sus preguntas o a esas visiones espectaculares que teníade las ciudades que había conocido: desconcertante, precisa, como lasenvolturas y al mismo tiempo imposible de evitar («Carmen, en Borznahabía los pies leprosos de un músico ambulante que daba inicio a laiglesia»). Lávese los dientes con frecuencia. Haga de modo que su maridotenga ganas de besarla, de tocarla. Pimiente su matrimonio. Antes deque su marido regrese de la oficina báñese con espuma, o disfrácese. Opóngase algo que le sorprenda, que lo excite, que le haga perder la razón.Un deshabillé que haga frú-frú o tacos altos, por ejemplo, podrían hacerfuncionar el mecanismo deseado. Y en las mañanas, cuando él se vaya altrabajo, no olvide despedirse de él haciéndole adiós y esbozar, uno o dospasos de french-cancán.

Carmen. Carmen, en un río tú escuchas un solo ruido, pero ¿cuál es elruido que se escucha verdaderamente en un río que tiene cascadas portodos lados? El ruido que predomina, quiero decir. El ruido que decide,eso es, el que decide, el que es más... «En el río de Borzna cuando tecolocas en un determinado lugar tú ves al frente una casa que cierra laperspectiva pero allí mismo abre la posibilidad de otra, eso es lo quedecide la belleza de ese río. Pero cuál es el detalle, quiero decir lo quepredomina... Quiero decir, qué es lo que hace que en un alma religiosa,Dios sea eso; puesto que Dios no existe y en el río no hay sino un soloruido?»

El viejo se secó el sudor, miró a Martín y a Bob satisfecho, hizo un gestoinvisible a su perra que se alistó y un guiño amistoso a Martín y a Bob,un gesto de despedida. Martín descubrió un trozo de muro amarillentotocado por un pedazo de sol carcomido por el tiempo, con huellas dearañazos, de engrudos, de proyectiles, graffiti, desprendimientos de cal,como en las pinturas. Suzuki y una pareja besándose. Abajo: Suzuki lovers.Él con casco en la cabeza y ella gran cabellera rubia sin, lo lleva sólo enla mano, para que se vea bien que la mujer con casco no deja por eso deser artífice de la felicidad ni deja de ser comestible, por el contrario, porel contrario. Bob tomó la palabra. Fue consciente al ver a Martín en silenciode que Martín podía decir algo. El hecho fue o pareció mucho más velozque el mismo Bob, que se vio hablando, y mirando a la perra desaparecer.Martín seguía sin hablar. Bob sonrió. Carmen sonrió. «Cazarlas», subrayóWalther. «El calor es una contrariedad, las moscas entran hasta por losdedos de los pies si uno no presta atención, son ridículas. Hay moscastan estúpidas, aquellas que no salen de un territorio bien determinado,creyendo haberse instalado allí para siempre, con un vuelo tanestúpidamente regular, confiado y tan podrido de ínfulas, que me vienen

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ganas de hurgar, de hurgar. No en sus cerebros, por supuesto, sino enese territorio que ocupan. Debe ser apasionante, dificilísimo, ycompletamente inútil, pero no veo nada mejor, en lo que me concierne.Debo decir que detesto a las moscas.»—Debe de haber algo, Carmen.—No diga bobadas.» Carmen sonrió. Bob se quedó pensando convencidoque la palabra también podía darse. (Fue curioso cómo en el silencio deMartín, y en el descubrimiento de esta nueva posibilidad, Bob supo queMartín hacía allí otra cosa fuera de estar presente —el amor que Martínpodía sentir por él le cruzó como un sesgo. La perra desapareció.) Allevantarse, la cabeza de Bob pudo pasar por un tornillo robado, su cabezasufrió un vacío profundo.

—Walther debería12 tratar de separar su cuerpo de sus dibujos, dijoSinclair, si quiere adquirir realmente alguna libertad. Su pasión es irritante.Yo estoy eminentemente por la realidad. La pasión, ven ustedes, despuésde todo, distrae. No sé cómo Walther puede criticar a los actores deteatro, hundido como está en sus dibujos. Yo prefiero (es mucho másvívida) yo prefiero la infinita estupidez de la realidad. El socialismo, losnegros. Walther no es sino un fisgón.—Es probable, Sinclair, que Walther husmee. Sin querer ofenderte túhas pasado varios años husmeándoles el ala a los negros.—Tu tono Blanca es ejemplar, pero yo hablaba de pasión, y de realidad.Yo prefiero entonces eminentemente olerle el ala a los negros, que es loque efectivamente he hecho toda mi vida, que dibujar «los ojos de unjugador de cartas que cree que la vida es sueño y que para ese efecto sepone a pensar». Eso no tiene sentido. La axila de un negro que va amorir asesinado tiene más de uno, de eso estoy seguro.—Es posible. Pero sin desear ofenderte otra vez, dijo Blanca sin mirarlo,no es necesario olerle el ala a un negro para conocer la realidad. Si a olorolor y medio, da lo mismo olerle el ala a un blanco.—Cada uno husmea como puede, dijo Leticia sin ganas. Sinclair cortócon prudencia, insistió. Elisa estaba observándolo con curiosidad. Sinclairse sintió mejor. Blanca miró por encima a Leticia que estaba terminandode decir que Walther hubiera debido de estar allí, le dirigió a Sinclair:«El comunismo también huele antes de recostarse y querer terminarcon esas viejas anotaciones de un gesto, u otro similar, Blanca se volvióa inclinar hacia delante, miró a Sinclair a través de Leticia, todo su pesofue hablador. «No exageres, Sinclair. No te apasiones. La realidad másconcreta aquí, como dice alguien, es el olor, y todo huele igual, yo notengo ningún interés en verme reducida ni a un entusiasmo ni alhumanismo, tú mismo has dicho espasmo en la boca. Si tu vecino vomitasu comunismo contra la burguesía es que le trepida la lengua, le fermenta

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el alma. Pero pídele solamente la foto de su matrimonio, y lo verás en frac,busto recortado flotando entre nube, mirada enternecedora a su mujerburguesa sobre fondo de ciudad natal. Hasta el brillante en el dedo de sumujer es mucho más revolucionario que esa foto de mierda. A ideologíaideología y media. Dales la ley de la selva, ciudad natal y casa propia. Y él sedice progresista, comunista, y él es eso. Walther tiene razón de husmear enel fondo de ciudad natal y no en la revolución. Si quieres mi opinión.—Creo que es más simple que eso, dijo Martín. Yo creo que Walther esdemasiado optimista para detenerse en ese tipo...de matiz. En verdad...Yo creo simplemente que si husmea, como dicen ustedes, es que, puedodecir que él está sencillamente rodeado de imbéciles. Martín enrojeció.Dijo: «La certidumbre.» Bob trató de mirarlo en los ojos. El objeto queMartín trajinaba en las manos lo distrajo, cuando regresó Martín ya no ledaba la cara, Mahler irrumpió oportunamente en el grupo con uno deesos acordes intempestivos cual de rechino a la corso de primavera oguardia republicana, baja un poco el volumen dijo Sinclair, Elisa dijo «cómose hace». Sinclair no hizo ningún gesto complaciente. La seriedad quese impuso le duró hasta que Mahler se perdió un poco en lo que él decía«eso es música» o sea casi la ausencia de sonido.—Muramos, pero con seguridad, sentenció Martín a Bob, mostrándoleSuzuki. Un silencio inesperado permitió que prácticamente todos en elcafé escucharan lo que Martín comenzó a decir y que no pudo callarporque ya estaba dicho: «Me gustaría, mira, tener un reloj como ése»,percatándose de la imprudencia, de su ingenuidad y del gran silencioque siguió, con el peso caliente que lo invadió públicamente lo que fuecierto, se dijo, a pesar de todo, qué hubiera pasado si el vecino del reloj,al escucharlo, a dos metros de él, se hubiese despojado de su reloj,Sinclair le pareció demasiado concreto, Blanca igual, Leticia sin ningunaconsistencia, Bob aun excesivamente interrogante y silencioso, Elisa unespécimen raro y Carmen demasiado alejada de una relación normal conel mundo, Walther el más próximo a la certidumbre más cercana a lo queera, casi con toda seguridad, la muerte, el rincón más difícil parahusmear.—¡La certidumbre! ¡La certidumbre! gritaba Parménides. «La simplecertidumbre vacía», dijo Martín parafraseando a Walther que terminabade parodiar tristemente, a Parménides el viejo en su célebre boqueadade turno.—«No pasarán», dijo la voz. «Han pasado», respondió el eco», sentencióWalther. «La simple certidumbre vacía», repitió Martín representando aWalther como pudo. La certidumbre para Walther se encuentra en lugaresno específicos, es inútil buscar... creo que buscar... en fin creo que Blancatiene razón.—¡Carajo! ¡Los negros son de todas maneras una certidumbre!

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—No son una certidumbre mayor.—¡El crimen y la tortura no son una certidumbre mayor?—No.—(...)—Los negros, Sinclair, no son de todas maneras una certidumbre. Yjustamente, sí, el crimen y la tortura son una certidumbre mayor, puestoque hay el poder, el crimen y la tortura ejercidos por los negros.» Elisano cabía en sí —la tempestad estacionada en algún lugar encima sedesataba con la violencia que ella le hubiera dado si hubiese estado ensu poder. Mayor aún, tal vez, si Elisa hubiese visto a Virginia en el mismoexacto segundo devorando su madeja de lana en una crisis de bulimiaintolerable en un establecimiento como éste. ¡Y vigílenme a Elisa!

El horror de todo exceso es comparable a la angustia que se tiene de larealidad, sólo basta fotografiar a esta última, o prevenir la primera, parasentirse aliviado. En la antigüedad habían réplicas teatrales de carácterinternacional. Se decía: «La pirueta política tiene su prehistoria: el fútbol.»Las piruetas políticas tienen respuesta a todo. Las composiciones canónicastambién. El hombre también: cuando la picana y el submarino tieneninsomnio a causa del calor, el smash de Pinocho el marino, Presidente,hace progresos estimulantes. Ninguna certidumbre se hace esperar enun partido de tennis de primera calidad.

—Aun suponiendo que uno sea un pusilánime, culminó Martín suputandoel aburrimiento súbito de Walther, la respuesta mayor es que uno seacostumbra al zumbido de las moscas incluso en el campo. Pero tú no;por eso hurgas en esos territorios.» Para añadir sin interrupción eigualmente inquieto: «La respuesta mayor es que uno no se acostumbraal zumbido de las moscas. Y tú tampoco; por eso hurgas en esosterritorios. Allí debe ser.» Virginia miró a Carmen sin abandonar sumadeja como si la tempestad que empezó a desordenar todo el hospitalno hubiese existido, Elisa pasó corriendo, Carmen no hizo nada al ver entodo ese desbarajuste la sombra de Elisa dispararse por el corredor.«Carmencita quédese no les haga caso. Estoy segura de que es unconvento carmelita. Había millones. Le voy a contar todo. Madres pormillones, al final. Venga. Venga.» Virginia echaba saliva por los ojos. Elrelámpago y un trueno del cuento petrificaron el hospital. Por el corredorque Elisa acababa de abandonar surgía despacio la procesión del pabellóncontiguo, recitando los salmos del primero de agosto. Tienen ustedes a lavista el cepillo de dientes Blend-a-Med. Todas las exigencias de unverdadero instrumento de higiene bucodental definidas por los especialistasy aceptadas, por la sociedad nacional de Paradontología, lo cual mereceuna explicación. Para comprender bien todas las particularidades de su

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nuevo cepillo de dientes, eche una sola mirada a la disposición de sudentadura y a sus encías en la cavidad bucal: sólo un instrumento elaboradopuede verdaderamente acceder y actuar en todos sitios sin contentarse conuna simple limpieza de lo que se ve. El cepillo Blend-a-Med posee porconsiguiente: uno, un mango ni demasiado corto ni demasiado largofuertemente curvado para que a una perfecta toma con la mano se añadala posibilidad de limpiar todas las faces de sus dientes comenzando porlas más difíciles, las de adentro, dos, una implantación de la mata depelos en V y los pelos tallados en bisel. Solución racional para un cepilladovertical de los dientes —de lejos el más eficaz— y para una limpiezaprofunda de los espacios entre ellos allí donde los residuos alimenticiostan desagradables son tan difíciles de desalojar, tres, una cabeza corta, afin de que lógicamente se pueda pasar por todos lados, sobre los dientesy sobre las encías, adelante, en el fondo, adentro, afuera y por atrás.Cuatro, pelos de fibra sintética, porque contrariamente a lo que seproclama los pelos Blend-a-Med son los únicos realmente aconsejadospor los especialistas y esto por tres razones capitales. Uno, porque estándesprovistos del canal medular que se encuentra con tanta frecuenciaen los pelos de origen animal y que abrigan una verdadera selva demicrobios. Dos, porque no se aplastan, su resistencia y su tensión sonconstantes. Tres, porque permiten un calibraje de una exactitud cercana alcentésimo de milímetro lo que da a los pelos, un grado de flexibilidadhomogéneo permitiéndoles ofrecer una selección entre tres diámetrosdiferentes y de la misma riqueza, elástico de cero punto doscientosveinticinco, mediano de cero punto doscientos cincuenta, duro de ceropunto doscientos setenticinco. ¿Consejos para el uso? Lo ideal es limpiarselas encías, imperativamente después de cada comida, verticalmente ydurante tres minutos cada vez, ¿pero quién lo hace? Nadie. Un cepilladodespués del desayuno y sobre todo después de la comida durante tresminutos insistiendo bien por todos lados es por lo tanto la norma que seimponen todos los dentistas. Y un detalle: el masaje de las encías puedeocasionar desangramientos ligeros al principio, pero eso es normal sipasajero. Si hay reincidencia consulte al médico. Trate por lo tanto de escogerun cepillo cuya dureza convenga a su sensibilidad elástica mediana dura.¿Prevención eficaz? La placa dental es la causante de los principales malesque amenazan a su boca, caries y gengivitis.13 Invisible al ojo, la placa dentalestá compuesta de depósitos colonizados por microorganismos quefavorecen la infiltración de microbios, de allí que se formen ácidos queatacan el esmalte de sus dientes y entonces son las caries y toxinas quelesionan el tejido de sus encías, el calcáreo salival que endurece la placadental y entonces se forma el tártaro, sus encías se ven amenazadas, seirritan, se hinchan, sangran solas, y es la gengivitis. El único modo de eliminarla placa dental que sea verdaderamente eficaz y reconocido por los

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especialistas es el uso de un cepillo con pelos de su sensibilidad. «Habíamillones, dijo Virginia. Tan lejos como mis ojitos podían ver en el fondofondo14 del horizonte del mar. Una línea horizontal y pequeñísima decortinas sin fin. Es el convento que le digo, yo adiviné. Hay mucha gente,como en los aviones. Es completamente ridículo. La pista con charcos,casas a derecha e izquierda y en el centro el avión, paredes a amboslados, la pista llena de charcos que con las justas se puede caminar perono en todos los espacios no, como he podido notar porque veremos, máslejos más y más casas con las mismas paredes negras hasta que de repente:el horizonte. Yo y de repente el horizonte, hacemos la letra i griega. Entoncescaminé otra vez iré a mi casa me dije de una vez, caminé otra vez. Vamos,me dije. Y caminé. ¿Qué cree que encontré Carmencita? Cortinas.Grandes cortinas a rayas verticales negras o rojas. Pues sí. La línea. Lalínea. Conforme uno se acerca, bien entendido, la línea es más clara,miles de cortinas como si fueran millones de esas banderas que ponenpara desfiles de arriba abajo —voy a abreviar: es un burdel. Vamos aestar completamente rodeadas de gente que se da la mano, da saltitosen puntas de pie, ¿no ha escuchado los micrófonos? Pasan carros yanuncios, y tiran papeles y todo. Dame la mano y aprieta fuerte, no importasi no escuchas, me dijo, no se la des a ella, vamos en parejas ¡y deja desaltar! Entonces la de mi izquierda me miró. Después desvió la carahacia su izquierda, le da la mano a una niña que comienza a encalatarse.Yo avivé el oído.» La procesión del primero de agosto se detuvo en elvestíbulo central, pareció reunirse en conciliábulo y formó un círculo,del centro empezaron a salir por abajo ruidos como de guarro, uno de lospacientes se puso a sollozar forcejeando y deshaciéndose del corro, Elisase clavó encaramada en la buharda sur, imposibilitada de moverse, fuerade aliento, agarrada por el fenómeno de la luz. «Enciérrenlos a todos,pero sin brusquedad. Ubiquen a Elisa. En alguna de las buhardas. ¡Yapaguen esa televisión!» Había una serie de objetos extraordinariosalineados pero no era, como hubiera podido creerse, la sucesión que seve en un reguero de pólvora, hasta que se desvaneció. En uno de losrelámpagos el conciliábulo que emitía como gruñidos dejó escapar alpaciente que forcejeaba, un eslabón de bronce que se salió del corro,desnudo de la cintura para abajo, que se debatió, un grito se hizo unísono,el relámpago produjo una boruca de basalto, los pacientes levantaron lacabeza y el ruido fue a incrustarse contra el techo en la oscuridad. Elisase agarró bien de un baúl pero dejó los ojos abiertos hasta el final, uno delos fogonazos en el que se vio a sí misma arrodillada y presta a abalanzarsela hizo avanzar ligeramente y pegarse contra la claraboya para ver porambos lados de la luz, el trueno que siguió le aplastó brutalmente lacabeza, sus manos se llenaron por adentro de polvillos de vaho cuando,sin ninguna transición, una claridad mucha más violenta la puso delante

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del sol, que desapareció, la descarga se rompió a ras del suelo. Elisa serozó los muslos. ¡Hay un eslabón afuera! gritó uno, la procesión de lospacientes se ciñó como un solo hombre, una de las mujeres rasgó de unmanazo la camisa del eslabón prófugo, la besó, luego empezó a frotarsela cara con ella y la procesión volvió a formarse, en el mismo ordencircular con un runruneo y una barahúnda de chiquichaques eléctricosseguidos del mismo recitativo del comienzo, antes de fluir hacia uncorredor lateral.

El hospital no existía. El prófugo empezó a castañetear disimulando sustestículos, el camisón no alcanzaba a ocultarlos, el abucheo se acentuó.La tormenta pareció cesar. Virginia continuó: «Todos elevaron la cabezay se quedaron rígidos, o casi rígidos. Yo hice lo mismo pero no estabanada nerviosa, usted debiera haberme visto. La mano de mi Denis erade caucho, él está a mi derecha, ¿y adelante de mí, arriba? El burdel, lalínea horizontal hecha de madres, y cada madre en un sillón. Y quiéncree que me llama por micro desde su sillón... Miles de madres. Cadauna en su sillón y con un micro y detrás de cada sillón una cortina, todaslas madres de parte a parte hasta que no son sino un puntito a todo lolargo del horizonte y todas una línea de madres en el burdel. Todas nosdesvestimos. Es una orden. Alguien me llama por un megáfono. Es lavieja. Puta de la mierda. Vino ayer, pero ésa es otra historia. ¿Sabe loque hice? Presté atención al micrófono. Todos mirando hacia arriba puestoque son tronos elevados. Cada puta con su trono con su micro y con laspiernas, en situación.» Virginia se movió. «Todas estaremos allí. EstabaPaderewski, San Juan Bautista, Marlene Dietrich, San Expedito mártir,Denis con su cuerpecito que está todo soplado ahora y convertidofelizmente en sombra pegada a una roca turística de Hiroshima, mi tíaPocha y mi tía Chichi que fabrican luceros de la mañana y lociones paradepilarse, San Expedito, Orfeo, todos incrustándose un termómetro enel culo al escuchar su nombre, y zambulléndose, y yendo a parar en lostronos.» Walther murmuró algo a propósito de todo lo que él no podríadecir nunca y de un viejo amigo fallido —fallecido ya— poeta,perdónenme, dijo, es un rapto, todo lo he aprendido de él, la voz le salíaembrollada. Carmen pensó en Bob. «A San Juan Bautista lo llamarán dosveces. Su sistema debe de tener cierre relámpago porque al escucharsu nombre no quedó sino su sotana en el suelo, le salió un gritito, y endiciendo esto desapareció, las rodillas de las putas traqueteaban, y hastallovía a cántaros... Todo fue así, San Juan Bautista cuando se ponga otravez a escuchar su nombre va a descomponerse como la primera, igual,sólo que va a desagregarse, igual que en los dibujos animados, y va azambullirse en su trono pero letra por letra, primero la S, luego la a,después la n, shsulrp, delicuescido por su puta pero sin ninguna red y

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sin ninguna fibra alrededor, como tienen los tacones para salvarse, no,no, solito, letra por letra hasta la a. ¡El diluvio! con su nombre, y hop,adentro, por todos lados, con su nombre, hop, y adentro. ¿Qué otra cosapuede ser sino un convento carmelita? ¿Pero cuál? ¿Carmencita...?¿Carmencita?»

El cielo, se desfondó. Aparecieron un automovilista y una estupendachiquilla con el culo de paja y dos maravillosos senos en ristre, unrelámpago se eternizó quintuplicándose delante y detrás de Elisa quese empecinó en dejar los ojos abiertos sin dejar de vigilar con algunaaprensión el vaho saliendo de las cuatro paredes de la buharda que volvióa estremecerse, la tierra tembló, Virginia se agarró de los barrotes de lacama. Todos usaban esos calzados que son reveladores de sentimientosy de personalidad. Zapatos de religiosa, zapatos de joven que quiere a sutía, zapatos de rico; pero Blanca no. Qué, curioso. Neutros como la obesidad.«Estaremos efectivamente reunidos en el más allá como yo le decíasiempre a mi Denis como las llamas en el fuego, dijo Virginia, pero enesa admirable inmanencia mi vida, como el fuego en la llama, ¿cómopodré reconocerte? ¿Mi vida?» «Aquí estoy Virginia, aquí.» La procesióntomó por el corredor que comunicaba con el cuarto de Virginia en elmomento en que ésta estiró la mano derecha hacia las trenzas de Carmeny terminó de hablar quedando como sumida en su propia mano estirada,la procesión continuó desplazándose en círculo hermético tomandosuavemente una curva y recitando una especie de jaculatoria que elcrescendo pertinaz y sostenido del corro llevó a un límite insostenibledonde el eslabón solitario la tomó, y la redobló, mirando algo asustado asus compañeros con una dulzura no obstante en los ojos a punto dedestrozarse, para luego proseguir, la melopea fue recobrada por el círculohasta el mismo unísono anterior en el que no pudo distinguirse en eseamasijo de piernas si la recitación provenía de trece hombres y dos mujeresgolpeteando insistentemente y cada vez más fuertemente el suelo con lospies o de una atmósfera atosigada en círculo a lo largo de una multitud debocas entreabiertas. La procesión se detuvo en el fondo del corredor y empezóa pasar insensiblemente hacia una cierta articulación agresiva cuandointempestivamente el aire se suspendió. La procesión se detuvo. A Elisale llegaron desde lejos y por entre la oscuridad y por los resquiciosseguramente vastos de la buharda los tufos de un compuesto bastantefuerte de amoniaco, de mierda, de lejía, que ella no tuvo tiempo deactualizar. La procesión enmudeció. Y una impresionante claridad,plateada, y un estruendo de espanto en el cielo recortaron por un segundoel interior del hospital y la silueta de una procesión, y luego una especiede ectoplasma: el eslabón, sus brazos estirados y el cuerpo completamenteretorcido hacia arriba, que continuó a forcejear con su prurito de zafarse de

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un grupo invisible con los ojos desencajados, una suavidad infinita en laboca y el ritmo acompasado y metódico del espasmo, en el que latemeridad del relámpago y el espasmo propio del trueno pasaron en elespíritu algo cohibido del eslabón por ser una quejumbre lejanísima desillas eléctricas, de gas con relente de nácar en la cabellera de lasmujeres, o en el diámetro opuesto de un campo de reclusos. Elisa empezóa pronunciar sin darse cuenta el nombre de Carmen, sus ojos se quedaronfijos en la luz, la tierra se sacudió nuevamente, el conciliábulo golpeteóaún más fuerte y el runruneo se articuló, Virginia acarició amorosamenteel cuello suavísimo y lechoso de Carmen, que volteó la cara hacia la puertadel cuarto a la escucha del frote, el eslabón quedó a dos metros del corroligado a él cual con una soga, con sus manos de orante, luego se empinó,sus dedos se retorcieron previos a un nuevo espasmo del trueno y a otrasacudida feroz del edificio, Elisa configuró en un instante el rayo en sugarganta cuando la rotación incesante del conciliábulo frotó sucesivamentela puerta del doctor de turno, la pared, la puerta de Blas, la pared, y porúltimo la puerta de Virginia, la puerta de la buharda de Elisa se abrióviolentamente en el instante en que la mueca dulcísima del eslabón setransformó en un rictus, de sorpresa y toda la procesión miró dandovueltas la progresión casi sistemática de un ente alado: las manos deleslabón extraviado en su inercia empezaron a reproducir el rictus de suvisión que se detuvo en el balanceo bestial de la lámpara del corredor,en el cero central del círculo de sus compañeros, en el sexo de una deellas que empezó a mearse, en el plinto amarillo de la puerta, la imagende Carmen se desfiguró en el ojo alterado del eslabón que descubrió labragueta blanca del doctor de turno apestando a sangre quemada y abrea, a rancho de tropa, a aullido de dolor de metal, a mano de niñocortada colgando de un alambrado de púas, y a globo, a chancro deverdugos riéndose por pares en la oscuridad. El eslabón vio en su danzay en su forcejeo, que se convirtió en la danza misma, uno de esosresplandores frenéticos que sólo pueden ser explicados por las manosde un bailarín enamorado de ellas y desde el cual, engastados como unareliquia en el aire, el eslabón prófugo dirigió bruscamente sus brazos ytodo su cuerpo hacia sus compañeros. Claro que sí. («Claro que sí», dijoBlanca. Martín se puso pesadamente de pie.) Virginia y Carmen se miraron,las manos de Virginia fuertemente agarrada de los barrotes, esperando,Carmen mirando a través de esa bruma, de la transparencia plateada de laluz la imagen relativamente cercana de Bob con sus dos manos abiertascuando un nuevo refrán atravesó la puerta del cuarto que quedó tal cual—apenas los pechos desnudos de Carmen tocaron la superficie fría de lacolumna de la iglesia el orgasmo la hizo dar media vuelta y gritar, Virginiadijo: «Agua», Carmen se arrodilló para escuchar una nueva imprecación,que el eslabón articuló esta vez con claridad y que tomó la apariencia de

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palabras, otra serie ininterrumpida e interminable de relámpagos hizo creera Elisa, desde su claraboya, que toda la ciudad se volvía de cera endurecidacuando el eslabón profirió un quejido. La procesión imitó. La bragueta seconvirtió en voltio, en alquitrán; y en lugar de un hilillo de sangre en lacomisura los ojos y la boca abierta del eslabón se cosieron con un alaridode horror en la bragueta blanca del doctor de turno de la que brotó elhilillo de un liquido ferruginoso, y resbaló hasta el suelo por la piel resecade una mano seccionada a la altura de la muñeca, colgada de un alambradode púas. El prófugo dio otro grito. Dos niños profirieron «Fuego» sinéxito, en tanto que la procesión rodó tranquilamente hasta el vestíbulocentral donde el unísono comenzó a entonar «Veeeeen...» dirigiéndosemanifiestamente al eslabón que reaccionó pero sin comprender, hastaque su propia articulación desató en pocos segundos toda esa andanada,diez mil años de cultura de campos de chocolate de concentración paraensayo del alambre, mil para el advenimiento de la púa para el dolor,cien para el advenimiento de toda carne necesaria, diez para los tests,uno para la aparición del buen labrador... La procesión de los pacientesno pareció responder. La jaculatoria que ésta por el contrario engarzó yque ese unísono de tarados entremezcló, en una ronda perfecta, a unapresencia de cuerpos casi irreprochable, la jaculatoria que se enquistócon fuerza, apenas se escuchó. La procesión repitió «Veeeen...» seguidode un silbido inaudible y de un «Admiraaable» y otro monosílabo seguidoa su vez del unísono y de un ulular, y de una repetición ondulada, quenada empañó después de un silencio, en el que comenzó la estupefaccióny la alarma generales. El eslabón continuó a repetir y a remachar sucantinela sin sentirse en nada molestado por el coro, imperturbable en suronda, y de la cual dependía el eslabón, toda la procesión dependiendo porsu parte, y para un ojo avizor, de quince lonjas humanas flotando y de unasombra chinesca: coro perfecto en su saciedad inmediata y en su placer,de esos placeres puros de las comunidades presas de una simpleconvulsión y que no permite espectáculo a un público azorado deespecialistas, doctores y enfermeros de turno acuñados delante de élentre el aspaviento natural, el pánico, una tormenta inesperada y la inopiatotal en un oficio sin embargo tan práctico. (De repente olor a cuero, aprimavera. De repente un telegrama me anunciará la muertes de. «Leticia,tengo un presentimiento. Cuando sale el sol o simplemente cuando no salenada, cuando sale el sol, ¿te das cuenta?, ¿se dan cuenta? De pronto lanecesidad tenebrosa de hacer algo a causa de ello. De ello. Ello no merecuerda nada pero basta esa súbita falta de aire, esa simple revelación,esa simple revelación, para que me vea irresistiblemente empujado a—¿Leticia? Un presentimiento tan hondo que sale del mismo fondohediondo de un block-haus con la misma fuerza y con la fetidez abiertade un retrete lleno de sol» — El calor sería tan fuerte que el tipo aquel

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de la calle se desparramó en el suelo, pero antes meó pegado al muro dela estación, eso salió, se fue hasta los rieles, mira, es el pipí de un perro.Sí mi amor. Es una de esas sucísimas costumbres argentinas, una deesas increíbles y tan frecuentes hipótesis inglesas, el tipo pareciótrastabillar, caer, de un salto Martín alcanzó a retenerle la nuca antes deque diera en tierra, a escasos milímetros del pavimento. Los diariosalabaron su presteza, su habilidad, su sangre fría, su heroísmo. En realidadMartín no se movió. El automóvil que sobrepasó al suyo en la curva lohizo por otro lado con tal temeridad y en uno de esos alardes tan irritantesde maestría y de simpleza que el automóvil se salió de la pista, voló porencima de una zanja amarilla y fue a incendiarse con gran estrépito enel maizal. Martín continuó su camino. Un esfuerzo mental, sin relacióndirecta con la conducta automotriz, pero al mismo tiempo esa ira santaregada en su mano derecha, la del volante: una mirada ligeramenteangustiada —sobre todo de curiosidad, de curiosidad, más bien— por elretrovisor, para ver. El desenlace es continuamente inédito. Una leyfísica más la estupidez. Martín no se movió. El tipo rodó con tal exactitudque la nuca fue a dar violentamente contra la punta de una banca defierro fracturándose el cráneo, a uno o dos metros de Martín, que en ningúnmomento hizo un gesto. «No sé», le dijo a Bob. «Una increíble pereza.»)—No hay sino los trascendentes, dijo Sinclair, los titanes. Los que sehan podrido en vida.—Mahler no se pudrió.—Mahler no fue un titán. Él no tuvo sino la angustia de Dios.» Mahleralargó todavía más un silencio que se volvía apretado.) Blanca se rió. Eleslabón escuchó: «Veeeen...» sin reaccionar, perdido en su jaculatoria,en la que el ulular reiterado del coro entró como entran los alarifes enlas casas: sin nada, pero haciéndose de todo, y con la sencillez y laemoción supremas del que no tiene nada que ver con ellas diciendo:Sol-de-justiciaaaHornoardiente-de-caridaaaFuente-de-toda-fraganciaaaaConcha-de-la-devocióoooElisa sintió una indecible15 dilatación en el pecho, Carmen y Virginiaoyeron todo, Virginia acarició nuevamente las trenzas de Carmen cuandoésta continuó hablando tratando de acomodar el convento carmelita en elcuarto, enteramente cubierto de colibríes y de abadejos que entraron entromba al hospital a favor de la tormenta, y de los que buena parteenrojeció las paredes, el resto haciendo peso hacia arriba en su intentopor escapar. Leticia calcularía bien, pensó Martín, porque del fondo de laclase repleta su voz llegó prudente, Martín se desconcertó: «creo que elcuerpo de Leticia se escuchó» a causa de la neblina que se puso adelante yque dio la impresión, por un momento, de que Carmen acababa de pasar.

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Leticia acarició la idea de no dejarnada entre su cuerpo y la clase.Un ejemplo de «viste» para probar.Un simple yute moderno encima.Los signos del pecho y del sexoque podrían identificarla a travésde la tela en un conglomeradoheteróclito de sitios, libros yruidos antes del gran silencio derigor, acabarían por revelarse

Debe ser fantástico llevar dos pechos, dijo Martín. «Eso penetra. Elautomóvil se lanza pero eso no se lanza como uno podría creer que esopenetra, dijo Virginia, eso penetra como dos rayos de luz. Como doshaces de luz. Por eso es que muchos carros tienen ocho faros adelante.¿Carmencita?» Martín dejó el objeto que tenía en las manos, Sinclairestiró las piernas reproduciendo inconscientemente el silencio queCarmen acababa de instalar en el grupo, Bob no evitó la mirada de Martín.«Falos de luz», dijo Virginia. «Carmencita, ocho falos de luz.» Y luego:«Denis también tenía un neón en la frente. Los cuadros de Van Gogh escuando el neón choca con el sol.»

La voz de Leticia se apagó. Martínescogió el hecho de que el cuerpode uno de sus discípulos se quedóotra vez invencible como unmontón de rocas, sereno, porqueen última instancia, cuando laneblina se interpuso y la voz deLeticia empeoró, toda la amalgamade hacía un minuto no fue nada. Sólola perversidad de Leticia al fondo

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Elisa miró al doctor. Los ojos de éste se fijaron en la flor del ojal.Había un bouquet redondo en el escritorio. El doctor sudaba por el cuello,los ojos de Elisa giraron alrededor del bouquet cuando las flores dieronla vuelta al bouquet del escritorio del doctor que llamó la atención deElisa cuando ésta empezó a dar signos de no escuchar, vestida de lanahasta el cuello, la cara fresca y las manos limpias, exactamente en ellugar del escritorio en el que el ramo de flores cuando el bouquet seiluminó la hizo mirar al doctor sin verlo, y fijar imperturbablemente lavista en el doctor. El doctor se secó el sudor. Metió el índice en el cuello,de la camisa, Elisa le hemos dicho mil veces de no mirar los relámpagosde frente. Carmen le dijo lo mismo de otro modo, en verdad, Elisacontestó. El relámpago es una luz tal vez demasiado fuerte dijo Carmen,dime, no se parece — Elisa dijo sin embargo. Elisa repitió agachando lacabeza que había una falta de organización. ¿¡Qué bouquet!?, preguntabael doctor. Elisa dijo, sacando fuerzas de su propia voz, que varias vecesla luz del relámpago había sido tan blanca como el sol. «Es cierto» repitióCarmen, pero añadió «puede ser» con el único objeto de preservar losojos de Elisa. Elisa es muy sensible. Elisa empeora cada día. «Elisasigue siendo como las ciudades determinadas por un acontecimientoespecial. Un acontecimiento inhóspito, inadecuado, absurdo.» El hospitales donde el sonido precede a la luz. El rayo desgajó una encina, convencidamás bien contra la opinión general de que en todo el proceso de la tempestad,entre intervalos, hubo una dulzura como para morir... Ni siquiera queexisto, y sin embargo...—El doctor no está. No viene los miércoles en la tarde.—Pero el letrero en la puerta no lo dice, mientras que el horario devisitas sí está marcado, dijo Elisa. No hay sino que completar, insistió.—¿Completar...?—No hay sino que completar la información.—No está el miércoles porque le han dado ese día para que vea a sushijos. Qué sé yo.—No hay relación. Qué estúpida.—Yo no puedo hacer todo. Todos los pacientes del pabellón lo saben.—Yo vengo de otro pabellón. Además podría ser nueva. O podría venirde lejos, ahora tengo que esperar hasta el próximo miércoles. Y aun así,si no fuera así. La información es incompleta, y punto.—Yo no sé, le digo.—Es sólo cuestión de sentido común. Uno no puede depender así.—Yo no sé. No sé.Elisa se quedó quieta como las estatuas. Con esa desnivelación tanparticular en la mirada que hacía, día tras día presentir que si la tierra sepudriría algún día, ella se pudriría allí. En la desnivelación. Un arteconsumado de mirar extraño, poderoso. El doctor metió el dedo en el

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cuello de la camisa. Virginia escuchó a Elisa sin chistar. «O la secretariano se ha dado cuenta de que toda su concepción del mundo puede cambiarsi sigue el hilo de mi reflexión; o —pero es tan horroroso, yo no sé cómo elmundo puede seguir dando vueltas si me pongo a comprender un letrero.»—No trates de descalabrar la administración, dijo Virginia. «¿Yo, dueñadel mundo?» El doctor está. Virginia sacó su cajita de música dondeescondió su piedra. «¿Quiere el número de mi pedido de admisión doctor?¿El número?» El doctor lanzó un suspiro de alivio. Elisa hubiera queridomirar al doctor e identificar esa brutalidad tranquila de su cara con algunafuerza incoherente, podrida, que nada tenía que ver con el sol en elbouquet. La puerta detrás de Elisa se abrió. El doctor lanzó un suspirode alivio. «Llámeme a Carmen», pidió. «Locas de mierda.»

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Fuego.

Aire. Suicidio en el aire. «Si David llega a saltar como lo ha prometidoserá que el mejor momento para ver la muerte es el que está entre elcielo y la tierra, dijo Elisa, el mejor momento que tampoco existe,16 porquesi te pones a imaginar que todo está en la caída, en la caída. ¿Comprendes?En la caída. Entonces... Antes de tocar suelo. Antes. En el momento enque, luego de saltar, te encuentras de seguro en el aire pero como estásentero todavía puedes darte cuenta. En el momento en que ya no haydecisión, y antes del suelo. En la caída.» Blanca prolongó, sin saber, elsilencio de Sinclair. Mahler chilló durante un minuto. Sinclair sobó condespaciosidad el sofá cerca de las ranuras, su cuerpo se contrajo muyligeramente, Sinclair no podía salir de esa atmósfera de intimidad deesponja en que la concha de la Pompadour se abre camino entre lasenaguas y da seis siete veces con la verga del bien-aimé. Leticia sonrió.«En la caída», comenzó a decir Elisa, mirando interrogativamente aCarmen. Sinclair nos sirvió vino, Carmen aplastó sus pechos contra lacolumna de la iglesia sintiendo el sexo de Bob entrarle como un candelabrode siete brazos, luego el cuerpo de Carmen rodó también perpendicularal colateral. Nadie, por una de esas casualidades, entró en la iglesiacuando Carmen se desnudó. Carmen se pegó a la columna, Bob la tomópegada a su verga por el culo y entrando hasta la columna que Bob alcanzóa abrazar cuando hizo ese gesto violento hacia delante con los dos brazospara abrazarla y pegarse al culo de Carmen y a sus pechos cuando elculo se estremeció en el aire con dos gritos distintos, que Bob tambiénidentificó con los mirlos. Carmen empezó a titubear. Bob apoyó los pies,en la parte baja de un confesionario, vio su cuerpo desaparecer, dos desus dedos buscar inopinadamente detrás de la membrana del sexo, laembocadura del ano, a proximidad, la boca de Carmen abrirse y cerrarse,sin ruido. Los pies del apoyo del confesionario pudieron así palanquearlas caderas y Carmen se fue en voces hasta la bóveda, las fisurasperfectamente delimitadas por el tiempo, el estuco también, y lascolumnas en serie remontando hacia arriba porque, justamente, cuandoel velo de los ojos desapareció, los tambores de las columnas no seprecipitaron como un tótem hubiera podido hacerlo, un tótem despierto,vivo, no. Sino quedado allí cual otra bóveda de piedra, más bien dura yhorizontal, chancada en el suelo a vuelo raso, desde donde se puedeescuchar a los murciélagos chillar. «Si es que hay alguna modulación esque es una modulación.» La voz de Carmen terminó. Hubo dos voces.17

La entonación fue diferente. Hubo dos voces. El sexo de Bob taladró conun tallado vertical, carcomiendo más o menos las paredes a un lado yotro pero quemando en el fondo, era una especie de viento resonando enla oscuridad. El piso se acható, el cuerpo de Carmen se deslizó hasta el

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anda de la Virgen que le arañó el muslo con un largo terciopelo sucio,todas las perspectivas conquistadas al artesonado, volumen, reflejo, nohay ninguna caverna. «Claro que sí», dijo Blanca. Doce, o trece volúmenes.Yo no soporto la idea, de despertar al alba sabiendo que vuestro sexoestá impuesto con el sexo de Blas, de David, de mis dobles, yo no soportola idea, tal vez soporte la realidad pero no la imagen desde que la realidad,en buena cuenta, es usted, qué relación, tendría yo, en última instancia,con vuestro cuerpo? (las bóvedas perfectamente concretizadas por laiglesia a través de una oscuridad y de fósforo rectangular, de flecossilvestres y de piso hacia abajo perenne, capaz incluso de delimitar lacabeza de uno bajo un toldo de flecos ilustres y de terciopelo rancio. Elviejo pareció promocionar a su perra alzándola hasta su pecho antes decambiarle la posición. La perra obedeció. Quizás el viejo pensó quealrededor todo el parque sabría, Bob fijó estúpidamente los cirios con losojos encendidos por el placer encima de Carmen, el culo de Carmen sedesprendió despacio, se volteó. Carmen dio la cara a Bob con un movimientodiestro de la cintura y todo su cuerpo se aplastó, su sexo entró en unaaguja, Bob se sujetó con violencia de las patas del anda con el sexo deCarmen que corrió en un área difusa de calor (una como hule derretido,o humedecido por el hule. «El cuerpo de Carmen...» Era incontestableque la iglesia era un bloque, que las bóvedas resistían al tiempo y que lavida rondaba en los resquicios como un ladrón, que la muerte se escapabaal menor descuido, la muerte que se va en la sombra, incrustada, amor,qué pasa. Bob vio a una chiquilla en la calle parecida a Carmen. Carmenprogresó. La membrana de su sexo rozó verdaderamente la embocaduradel ano, Bob agarró las dos (Carmen se puso de cuclillas, se arrodilló allado de las patas del anda, tomó el sexo de Bob con los flecos del terciopelo,comenzó a masturbar).

«Desearía estar en el medio, entre, Martín y usted.» Carmen no le dijonada a Virginia. «Si imaginara la cara de sorpresa de mi Denis y de todala familia fabricante de luceros de la mañana y de lociones para despuésal ver a uno u otro de los suyos paralizado frío porque eso se ve en laspelículas frío de un golpazo demasiado fuerte del sol —qué desfavor, siimaginara la cara18 de sorpresa de mis tías. Qué hacen de las jerarquías.Del orden de las cosas. Del lugar especial que ocupa la espuma y lasalpicadura de las olas por ejemplo, en el cine.» En un momento en quelos pechos de Carmen aparecieron y se quedaron expuestos con todassus formas delante de los ojos, no obstante abiertos, de Bob, los pechosparecieron desvanecerse enseguida cual un hilo estirado. La iglesia eraun bloque difuso, en efecto. La iglesia permaneció allí. Carmen y Bob seocultaron bajo el anda. El anda de la Virgen llegó hasta el techo, Bobagarró un andrajo, la mano de Carmen se le quedó entreverada en la

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verga, luego Bob le limpió el vientre con los flecos. «Cómo deseo hacerel amor entre Martín y usted para poder ser (el camino la verdad y lavida) entre los dos.» Bob vio todo su cuerpo dentro del anda untado deaceite, Carmen sin trenzas y el amor dirigido de Carmen detenido en suboca, entre ella y Carmen la boca de Carmen. El eco respondió casi sinquerer, como en esos gimnasios abandonados, el sexo marrón de Blas—las dos manos del otro exprimiendo a Carmen hasta la última sombrade su memoria, no es que todo aquello sucedió (no es que un espejorepitió —como el eco del gimnasio— el silencio del templo). No. Carmencontinuó avanzando. La iglesia se llenó progresivamente del alcanfor,de la madera, del semen y del aceite que trajo Carmen, ésta se puso eljersey de Bob (Bob no se atrevió a hablar para no despertar la sospechade la gente que entraba: Bob miró a Carmen sin sus trenzas). Fuera delanda, enfundada en el aire, la iglesia también se puso allí. Hubiérasedicho, realmente, que había un oficio, Bob haciendo esfuerzos por hacerrepercutir sin que fuera necesariamente repercutir, ése era el dolor, elgrito de sus cuerpos. Bob hizo un gesto con las manos, tomó los pechosde Carmen. Carmen se movió un poco, la boca de Carmen se cerró en ellugar mismo donde Bob vio que la boca de Carmen respondió a la bocamisma y en la que Bob se vio a sí mismo caer hacia atrás alejado totalmentedel centro porque el deseo de Carmen se entreabrió (su boca se abrió.Bob agarró los pechos con las manos llenas. Carmen no se dio cuenta, laboca de Carmen se cerró, la boca aspiró esa porción de aire que la bocade Carmen de otro lado no delimitó en el mismo espacio oscuro en que laboca se abrió al vano —redondo— del ojo de Bob). El cuerpo de Carmense acomodó; Carmen sopló casi una risa (Bob no vio nada alrededor —unlustre, una superficie chata como Carmen había dicho pero no había sidoCarmen, una superficie lustrosa seguramente, el terciopelo mismo delanda, la cabeza de la Virgen y el tafetán de las enaguas cerosas de unaestatua. Bob se limpió en el tafetán; después pasó los dedos por el pechode Carmen y se acomodó a su vez. La gente cantó una letanía. En la memoriade Bob quedó el ojo descentrado de Bob viendo su cuerpo desaparecer, eldeseo de Carmen convertirse en su jersey, sus dedos tocar la materia duradel terciopelo y su cuerpo terminar). Carmen se movió en oblicua y eljersey de Bob se quedó asimismo como el testigo del más allá, con el colormeloso, tierno, de lo que es más o menos perceptible en la penumbra —esverdad que es un anda, es verdad que es un anda— cuando Bob agarró aCarmen y escuchó. Carmen quiso tomarlo por las axilas. De cerca, de cerca, nollegó la prolongación del deseo de Carmen, sino el alarido del vencejo. Bobobservó bien. Carmen fijó su convulsión en la cara de Bob sin mirar, creyendover en sus ojos un movimiento incipiente de afirmación, que Bob hizo con lacabeza. Bob hasta quiso hacer dos tiempos, para saber si la tos silenciosa, yextraña, o el pavor de Carmen eran su risa o si ésta estaba verdaderamente

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impregnada en el oído de Bob, mezclada con las palabras que articuló.Martín se quedó de pie. Blas hizo solo, a pie, el camino del hospital a sucasa. Carmen dijo que no sintió exactamente lo mismo. No fue ni el fríoni el calor, ni el cuerpo, de Carmen, que comenzó a transpirar oliendo asal sino el alarido que pasó cuando Bob levantó la cabeza y el paso aquélfue menor, mucho más impresionante, porque empezó a desear quedarseen el aire como las cosas. Bob no gritó (Bob no pudo gritar. Contrariamentea sus deseos, tocó a Carmen en el rostro. Blas se detuvo, se dirigió aCarmen y le habló. Carmen respondió). La presencia paulatina del cuerpode Carmen dentro del anda apareció extendida casi ilimitadamente enel momento en que Bob, tratando de hacérselo saber, le dijo que no habíapasado nada. Bob pensó que realmente estaban dentro de un anda. Luegolevantó la cabeza, escuchó el rumor exterior; luego miró a Carmen. Luegopensó en Blas. Al bajar la cabeza vio a Carmen que lo estaba observandosin que la observación de Carmen fuera necesariamente el hecho deBob. La limpieza de un área determinada, superficie de losetas, rinconesdifíciles, entrerejas del cuerpo o fachadas, inclusive la piel debajo de losojos, todo, todo, era un recuerdo del alma. Bob sonrió. La desesperación,al fin y al cabo, no es sino un trámite regular. Carmen estaba verdaderamenteallí cual una revelación, pero fue un hecho que el cuerpo de Bob realizóel anda de la Virgen al mismo tiempo, y que el cuerpo de Carmen sedistinguió con nitidez en la penumbra. Fue allí que Bob creyó otra vez ensu inexistencia. Se lo dijo, abriendo los vanos de Carmen hasta que serompieron como el vidrio, y luego que no habría, jamás, amor dirigidohacia alguien en la soledad del deseo. El sexo fue límite. Péndulo. Tiemposin durar. Más allá del tiempo, y del deseo, hubo el límite inalcanzabledel paro mismo del péndulo, bola suspendida en el cerebro. Nada. Bobdio alcance a la humanidad cuando ésta comenzó a dar marcha atrás, yque el cuerpo desconcertante de Carmen, algo alejado, no captó. La soledadinvoluntaria de Bob se quedó en el aire señalando, igual que una esculturaantigua, la indecencia fundamental de la pareja, o algo más, accidentadoen el aire, semejante, a lo que Walther decía ser el origen del movimientoo a lo que Martín, empecinado siempre, en jugar, revelaba tratando defotografiar a la muerte con un juego de manos. «El amor...» «La inhumanidadpuede ser perfectamente, le dijo Bob, una conquista como el arte.» «¡Silencio,gritó Virginia, estamos jugando cartas!» Blanca señaló a Bob.

«La indiferencia podría hasta depender de un cierto orden alfabético.De una maniobra, dijo Blanca; e hizo una mueca. De una falsa maniobra.»«Yo no sé.» «Pero debe ser muy simple.» Sinclair agarró a Leticia. En elcolmo en el que se sintió Leticia cerca, Sinclair miró a Bob. El sol iluminóla cara de Elisa y se puso en la pared adelante, en línea recta delante deElisa. «En un grupo siempre es raro que haya alguien a quien no gustes, es

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raro que haya alguien a quien...», comenzó a decir Martín. «Dicho deotro modo, ¿hay siempre la palabra siempre?», preguntó. Martín interrogóa Bob, miró a Carmen, luego a Walther. «Querrás decir: en rigor, es raroque no haya nadie», dijo Walther, «lo que es verdad. Pero todo este problema—el de la dirección a seguir, el del rigor mismo, el de la expresión, el de laindiferencia, el de la sociedad presa de algo, el de la respuesta que unopodría dar, si uno quiere, a la superstición del mundo, se encontraría en ladefinición.»

¿Ah?

«Es raro en efecto que no haya nadie.» Sinclair alzó los hombros.

«Siempre hay la palabra siempre», dijo Martín.

La historia se impone así como un libro abierto. Sinclair se hundió en elsofá. Hubiérase dicho que una impaciencia lo asediaba. Sinclair sonrió.La mayoría se desplomó. Sinclair miró al grupo desde arriba. «El desierto,la música, las resoluciones dominicales y la peste me han convencido dela capacidad que tienen los hombres para vivir. Y sin embargo no lohacen.» Dónde está vuestro cuerpo. ¿Encontrar a mi doble en el cuerpodel otro sin que sea mi cuerpo, fundido en el vuestro, y asumir ese cuerposin morir? A menos que el punto de vista se sitúe en vuestra propiacarne como en las incantaciones antiguas donde sólo el aire quedabasiempre, transformado en materia. La gente creía, sin querer. Bob dejóde mirar a Sinclair. Sinclair se hundió en el sofá. Vivir era en efecto eseentusiasmo supremo, potente como la definición. «Los negros» es unadefinición. Basta mirarlos.

—La historia se impone como un libro abierto. «Los negros son negros.La vida se agota en sí misma como un entusiasmo.»—La definición se agota en sí misma. ¿Comprenden? Los negros es unadefinición. Como los blancos. También el espasmo se agota en sí mismo.—Es como la repetición.—Es como una incesante, incesante, repetición.

Lo incesante es una presteza espléndida. Sinclair miró al grupo desdearriba. Martín y Carmen se dieron cuenta de que Sinclair no jugaba.Mahler remeció la sala con una sarta de pitos. Sinclair se movió. Martínentró en la sala siguiendo a Bob. El grupo se ordenó espontáneamente.Martín se quedó un rato atrás, luego el grupo se distribuyó hacia los lados.Martín miró rápidamente a Carmen. El grupo se había colocado en lasala «tomando lugar» con una facilidad asombrosa. El sol también intervino

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en la pared, Martín miró a Carmen, en busca de aquella correspondenciaen su rostro. Carmen acarició a Bob, Carmen escuchaba atentamente aSinclair, Carmen respondió que lo incesante era más que una presteza,Sinclair miró al grupo desde arriba. La historia va más allá. La sociedades un todo. Es como un cuadro, dijo Blanca. Un cuadro es absoluto, sinninguna duda un cuadro no es real en el pleno sentido de la palabra perola integración, que él te permite, sí es real. Virginia tocó a Carmen. Lavoz de Carmen se adhirió a las paredes del cuarto de Virginia cual si lapropia Virginia hubiera hablado, o corregido un defecto, fue la voz deCarmen que Virginia escuchó y a la vieja el turno de aligerarse semejantea un recipiente de alabastro antiguo en el que uno no guarda nada. «Quizáses el vientre. ¿Las entrañas?» (Virginia dijo claramente: «Mi cajita demúsica es así, uno la abre; y es el viento que ruge. Todo el mundo sabeque no es así; tratando de abrir el vientre es igual, o la espalda del vientre.»«Es el viento», dijo Virginia.) Martín miró a Carmen que le sonrió cuándoel sol se expandió en la pared en el momento en que los otros tomaronlugar. La sonrisa de Carmen se endureció en la pared. Ni la malicia, ni elsignificado, ni el compromiso, ni el entendimiento, ni la aspiración deMartín, ni la mirada misma pudieron responder de Martín en el sentidode que la sonrisa de Carmen, completamente estropeada en la pared,desapareció en un mito. Sinclair se dirigió a Martín. Cómo se confecciona unmapa... O sea, cómo se hace para confeccionarlo, para realizar un mapa?Organizar toda la ciudad. Que nadie se pierda. Que los caracteres seanminúsculos, lisibles, estereotipos. Milagros. El sol se quedó incrustadoen la pared y el grupo se colocó. Martín vio, al sol, colocarse en el muro. Lovio. Carmen no respondió, mirando por el contrario a Martín largamente,pero cuando éste la captó en el instante de su pregunta (en el instante delsol) deseando saber si el rostro de Carmen también se transfiguró, lapared ya se había transformado en repertorio. Ella se ordenó, mas nisiquiera a causa de la pared. Pregunta: tomen lápiz y papel. Pregunta.La mirada de Martín no alcanzó su objetivo. No llegó. Quizás hubo... Noes que ha habido, o que existirá en los muros alguna infracción. O en losgrupos humanos. Pero hay un bache en el ojo. Un gas. El cuerpo deMartín fue eyectado hacia fuera por un ritmo que no tuvo nada que ver conél verdaderamente porque Martín se sentó enseguida al lado de Carmen ymiró a Sinclair. Un campo de trigo acabado de cosechar, sesentisietealmiares esparcidos en él y dos labradores abandonados al sol en el campodibujan una forma y desafían al ojo más avizor, que busca incontinentementela consolación. La mirada de Carmen no encontró el sol.—El arte interviene en el momento más critico, dijo Martín. Cuando todoestá por ganarse, la vida desaparece. Se hace un hueco, un vacío, un hueco,la vida se agota y por ejemplo un campo de trigo, cuando pasas, mirándolodetenidamente, es un campo de trigo, nada más. Si piensas en otra cosa es

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que el campo se agota. La vida se agota. No es posible, de otro modo,que mires un campo de trigo con dolor. Si piensas, es que la vida seagota. Un campo de trigo es abstracto. El arte es concreto. El arte podríaser, en verdad, ese defecto de la vida. La cosa, en realidad, es unainadecuación. Detesto la profundidad. La profundidad. Pero un campo detrigo, el sol, la risa de una puta, el deseo de ver... ¿Crees tú que esposible encontrar vida en la superficie de la vida? Walther dice... Másbien...» Blanca cruzó las piernas. Luego Blanca se descalzó. El sol a-pareció en su rodilla. «El sol se presentó en su rodilla.» Martín vio lapierna velluda de Blanca que se cruzó sobre la otra hasta que el sol, ensu rodilla, se elaboró. Las formas más horribles cobrarán vida. Las cosasmás grandes. Sinclair escrutó a Martín. Es cierto que en la antigüedadlas danzas folklóricas venían del pueblo y que los representantes del pue-blo erigieron a Pinocho el marino en el mar. Enseguida los embajadores dePinocho se regordearon19 . Estaban todos sentados en el suelo con laspiernas como Buda y la cabeza levantada para mirar. La escena sedesarrolló como sigue. Muestrario de la evolución del baile. Pinocho ysus anteojos ahumados dirigiendo la danza, y el entusiasmo propio de unauditorio de embajadores y de privilegios varios sentado esperando larepresentación. Luego con un gesto profundo, Pinocho frotó con sus nalgaslas nalgas de su partenaire.

Pinocho pudo frotar

Las circunstancias obligaron aPinocho a frotar

Pinocho se decidió a frotar

Las nalgas de Pinocho frotaron

Sinclair pensó: qué casualidad. Los negros se quedaron enganchadoscomo plasticina en un clavo. Los otros se engancharon como plasticina.Un clavo se asemeja a un clavo cuando el clavo clama la resonancia desu forma. La plasticina es perfecta. Todos murieron como mierdas,perfectos. Cualquiera forma es perfecta si va revestida de —quiero decir,la mierda es infalible. Su forma es perfecta, caiga como caiga, su mierdaes perfecta. Pregunta: ¿qué poder, repito, qué poder, perenne, huevo enconserva, se encuentra en el inicio del hueco? ¿Martín? Fascículo mentor.Gas increíble. Todos murieron coma ratas. Pinocho se equivocó pero nofue nada. Las nalgas corrigieron su trayectoria y Pinocho embocó al ritmodel compás. La asistencia reía como chinos. El baile fue total. Pinochofrotó sus nalgas sin tratar de ir más allá de sus anteojos. En la asistencianadie lo vio. Hay que decir que la otra era noble. Sus nalgas estaban porconsiguiente lejos de las nalgas de Pinocho el marino; pero su cercaníafue tanto más noble cuanto que a cada nalgazo de Pinocho —conscientede su rol en un salón de embajada provisoriamente convertido en teatro,

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y la asistencia en suspenso— Pinocho santificaba a los muertosmetiéndoles el culo en el culo. La historia ha visto así la evolución de ladanza. La Europa creciente, por ejemplo, ha acogido en determinadosmomentos los ritmos folklóricos provenientes de la telúrica profunda delalma latinoamericana popular. Es algo que no se puede olvidar. La samba...El salón fue entonces una pasta total. Pinocho el marino agradeció, sequitó los anteojos, su partenaire agradecida lloró. La pasta se volvió acerrar sobre ella misma. A guisa de bis, no fue el público que clamó laabundancia y la repetición: fue Pinocho, quien lanzó a la asistencia untrozo de retama.

— relato aparente (xv) —

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Bob tampoco miró a Martín. Martín pasó de Carmen a Bob en el instantemismo en que Bob dejó de mirar a Martín. Sinclair emergió del sofá comola sombra del sofá, que explotó con una reverberación. Sinclair apreció lapregunta de Leticia. Es cierto. Las piernas de Leticia se juntaron. Sufalda se anchó, y se cerró. Bob, en un plano inferior, distinguió de lejos aMartín mirando delante de él. Martín estiró las piernas, estiró los brazos,puso sus manos entre los muslos, la única dificultad del viejo no era ensuma la perra sino el acabado de la rama. Las manchas verduscas sonnegras después de algún tiempo de exposición al aire. Todo lo que noestá atacado inmediatamente por las manchas y que es beige cuandoestá bien tallado se vuelve negro, verdusco. No es que la rama se pudre,pero no es tampoco la frescura y la suavidad del pulido. Por consiguienteel viejo rascó una vez más con el cortaplumas. Días después la ramaserá cada vez más delgada, el viejo afiló cuidadosamente la rama, lapunta. Después saludó a Martín. Luego a Bob, haciendo una venia ligera,simple; el viejo miró a Martín. Todos sus gestos, de improviso, seconcentraron en su boca. El viejo se quedó mirándolo. No hubo un silencioen el área del parque, sino la estatura del viejo que prosiguió su esfuerzoy su grito pareció provenir de su mudez. El viejo se dirigía ostensiblementea Martín. Luego varias volutas cayeron. La perra no se movió. Uñas decarpintero chancadas. «Manos de programador, dice Walther; o devendedor de pañuelos. Dedos de preciosista. Uñas de carpinterochancadas.» Todos se levantan uno detrás de otro en el café para ir albaño y evacuar la bebida. A veces hasta hay cola. Hay cola asimismopara inscribirse en la lista del apostolado para China. Los postulantes almartirologio firman ansiosos, parados, mantienen el torso inclinado parafirmar. Las uñas son varias y ninguna da la solución. Dedos de abogado,de tornero. Uñas de fabricante de aromas, de levantador de pesas, o decamalero, chancadas por la mierda del uso. Uñas de mierda. Waltheresperó. «Todos los hombres beben, van al baño haciendo cola o se metenel dedo en la nariz. El consuelo que uno tiene es por suerte esa cualidadinconmovible del hombre de hacerse, universalmente, de un escarbadientes;o de meterse el dedo en la nariz. Quiero decir: todos hacen lo mismo.Eso los salva de la originalidad, de la inseguridad. Esa cualidad indefiniblede enseñar sin ningún escrúpulo sus uñas incluso si son de mierda»,apoyó Walther. La cola va al baño sistemáticamente después de tomar, yno siente nada, pero todos los mudos no protestan. Hay mudos en losque la vocación apostólica por la lucha contra la mudez se despierta cuandola mudez, no antes. No siempre. No siempre. Hay de todo. Las uñas deun hombre podrán un día hablar por él. O los lóbulos de sus orejas, aunsuponiendo que, por alguna razón inconmensurable, las uñas groserasde un dedo —anular, índice, pulgar— se pongan a recordar su propiainserción en la mano, recordándose a ellas mismas completamente

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rayadas por el uso, sin que la mano, y menos aún el hombre, lo sepan.Para las uñas: qué sensación. ¡Recordar su inserción en la mano sin queel hombre lo sepa! Qué sensación. Inmediata, igual a la identificacióninmediata de una cifra. Walther sacó la cara de un fajo de dibujos. Martínmiró bien. Las uñas del tipo en el café se mantuvieron intactas a la mismaaltura, a la altura de sus ojos, machacadas por algún uso secular. Ningunaalegría ni tristeza, por otra parte. Sólo la misma interrogación. Pregunta:¿qué distancia hay que atravesar, repito, qué distancia, para que las uñasde un hombre rindan verdaderamente cuenta, primo, de sus manos,secundo de su propia presencia allí, por último de su perennidad. De suinminente, cotidiana, de su admirable, perennidad? Y subrayar laimportancia.

Del fondo de la clase Walther miró a Martín. Éste le sostuvo la mirada.Cosas extravagantes. Sujetos totalmente desprovistos de interés. Waltherdibujó bajo una luz verde limón acídula, cosas entrevistas. Cosas que noson ni cajas de Pandora donde todo se sabe ni kaleidoscopios o cajascatóptricas, donde todo se aprende. No. Cosas entrevistas. Pelusas trazadascon compás; billas iridiscentes; ordinarios envueltos con celofán;resoluciones italianas; decisiones venezolanas; cursos de historiacorriendo por los badenes bajo la luna. «El origen del movimiento, Martín.Martín pescador. «Martín el ciego». ¿Puedo tutearlo?» Martín el ciego,buscando la serenidad en el tacto.—¿Puedo tutearlo?—¿Por dónde entra el deseo?, preguntó Martín, abruptamente.—(...)—(...)—El deseo se escapa por el vértigo, sentenció Walther. El deseo noentra.—¿Por dónde entra el deseo? Yo no creo...» Bob apareció por el inicio delparque. «Por dónde entra el deseo.» Martín no supo decir si el cuerpodel viejo adoptó alguna forma previamente concebida (Martín no habíavisto sino los labios del viejo abriéndose y cerrarse, a pesar de que todohizo pensar que el viejo se dirigía hacia él. Martín lo supo. De otro ladoMartín lo confirmó porque a través de la mirada muda del viejo dirigidaincesantemente hacia él la boca del viejo no cesó de moverse, cual sihubiera dependido de esa mirada entre los dos, o de la sola presencia deMartín, que se encontró con el hálito sostenido del viejo, caracoleandoen su mudez. Su actuación medio desesperada quedó delante de los dosamigos, fiel a ella misma, y Martín contemplando el espectáculo exactamenteigual que si se hubiera visto a sí mismo en un espejo. Qué maravilla, unhombre que te ve, y que la furia de desear ver fuerza a hablar. Esa solaexistencia frente a la tuya, esa vasta ranura, ese tropiezo sin fin...). Bob

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llegó en el preciso momento en que Martín estiró de nuevo las piernas yalargó los brazos en el respaldo de la banca. La perra se incorpora, y allíse hizo ese silencio inapelable en el que Martín creyó comprender en unsegundo todo el poder de su independencia —relajo de los músculos delcuerpo, impresión de ligereza, de ayuno, de calma total, de autonomía,de alegría sin cuerpo, sin vibración. Inmovilidad completa, fausta, quepermite sólo una vez el saboreo frío de la soledad. La mano de Martínfue hasta la nuca de Bob, dudó antes de retirarse. Un recelo. Un pudor.El viejo cesó de hablar, acarició la rama tanteando su grosor y el filo de lapunta, dio tres o cuatro pasos hacia atrás, midió, moviendo la cabezahasta que la rama quedó a varios metros, bien a la altura de su rostro, yterminó.—El arte interviene en el momento más critico porque debe de haberalgo que hay que ocultar. Debe de haber algo. Walther dice: «Cuando sevive nada es ridículo, írrito, irrisorio, porque todo está oculto; todo esírrito mirado desde la muerte.» El viejo es un viejo que rasca a su perrao que se pone a afilar la rama de un árbol pero todos vendrán a cubrirlo,incluso violentamente, con una simple carcajada. Y sin embargo... Quierodecir: el viejo como el campo de trigo es un viejo, que peina a su perra,nada más.—(...)—Pienso en desear por ejemplo que todo suceda con la facilidad deltacto. Tocas y ya. O miras y ya. Un gesto con la mano y fotografías a lavida, la detienes, sólo un instante, como para saludar, enseguida la sueltas.Algo superficial. Que no tengas que esperar la muerte, para captar lavida en toda su dimensión. La risa de una puta. El encuentro con alguien.El cruce de una mirada con alguien en la que todo se cumple sin que teequivoques. La ausencia de amor; o el exceso de amor. Una especie deinocencia.—La historia es maligna de todos modos, dijo Blanca. Un azar inimaginabley simplísimo, perfecto, que te hace más alto que bajo, que te arrolla a unchiquillo a causa de la exactitud de su cabeza bajo las ruedas de un tren,o que te obliga a gritar viva el partido progresista sin tenernecesariamente en cuenta la impostación de la voz. No hay, error, posible.Es preciso como la gravedad.» Blanca se detuvo, pensó en decir otracosa, que dijo, puesto que barbulló algo en su boca que se llenó con untic.—Una ley física, dijo Martín.—Más que eso. Sinclair miró a Martín. Martín quiso decirle a Bob queCarmen era con seguridad algo próximo a esa superficie. Martín no sedistrajo, pero captó con nitidez una pasada de Mahler en el cuarto, ajena,deslumbrante, muy quieta, dijo: qué hermoso, Sinclair lo miró rápidamentepero sonrió con pesadez. Martín se dijo que no era ese pasaje, se equivocó.

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Qué importa. Y quién puede saber. Quién puede saber sobre todas lascosas lo que hace que sea aquél aunque no sea, y con qué mecanismos.«Otro momento musical. Otro pajazo.» Quién. Y sobre todo dónde. Enqué parte de tu cabeza que sería materialmente imposible localizar.Sinclair miró a Martín. Leticia le apretó la rodilla. La historia avanza conesa precisión de mierda. Existe como los blancos, indivisa como la razanegra, inviolable, desparramada y durísima, estacionada en el espacioque hay entre hombre y hombre. Sinclair sacó esfuerzos de cualquiersitio para no estar de acuerdo. El sofá está hirviendo. Leticia le cerró laspiernas, se levantó como si nada, se quitó los zapatos, Sinclair sacudió lacabeza creyendo sacudir las piernas, se adelantó para ofrecer vino, Martínaceptó, Bob, y Elisa; Leticia regresó. Al volverse a sentar al lado deSinclair y de Blanca, ésta recuperó la bocanada de Leticia en su rodilla,que se empeñó.—¿Qué nombre vas a ponerle a tus negros, Sinclair. En qué parte de lafísica? ¿Y cómo vas a impedirles que correteen como locos detrás de lascagadas que deja? ¿Sabes que el último menú de Giuseppe Verdi—¡Basta!—(...)—Es una ley física, dijo Martín. ¿Blanca?—Más que física, ciego. Si quieres evitar ese azar tomando todas lasprecaucionen necesarias ten por seguro que con ello preparas el azarsiguiente, sin error, y si por casualidad te das cuenta y corriges, estásjodido otra vez. Es por eso que el puta del ojo se encontró con la puntadel paraguas, serena, infatigable, Malte Laurids, a ver Bob, ¿ah, ciego?,cantó Blanca riéndose en el sofá, ¿y la cicuta?, ¿y la próstata de DeGaulle?, ¿y la vaca con corbatita michi del duque de Hamilton?—Basta, mierda. Estás borracha.—¡Cómo que mierda! ¡Cómo que mierda!

(Cómo que mierda. Me quedé allá cerca de dos años. Los he visto. La mayoríase desplomó. Yo sé lo que eso quiere decir. Las placas conmemorativas,el expresionismo supino de los dirigentes, las moléculas de la justicia ylos titiriteros me han convencido de la capacidad que tienen los hombrespara luchar a muerte y morir. Leticia se abrió de piernas. Blanca searrellanó en el sofá. Sinclair se reincorporó, la sobó, Leticia se dejó hacer.Blas le preguntó a Elisa: dónde está Carmen. Sinclair se reincorporó.Qué uniformidad, a pesar de todo. Cómo haría la Recamier, Chateaubriand,Leticia caminó sabiéndose portadora atrás, en el culo, de una buena partede ella misma, de esa que ella no podía ver, si por lo menos pudierallevarlo en la mano para que no lo vean, pensó Martín, yo quisiera llevarlo,y ponérmelo a mi gusto; así yo podría voltear la cabeza, saber; Bob iríaatrás; darle mi culo a Bob, pasarlo. ¡Pásalo Bob! Sinclair miró

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sucesivamente a Blanca a Martín y a Elisa, que miraba las piernas abiertasde Leticia y a Martín que le decía a Bob rápido: «Has oído». Sinclair hizoun movimiento con los hombros, gesto breve, que no fue dirigido a nadie.Sinclair emergió otra vez. El hombre no es una ficción, Blanca de mierda.)Sinclair miró sucesivamente a Blanca y a Carmen antes de recibir enplena boca la injuria de Blanca cuando ésta se arrellanó, movió toda sumasa hacia delante para agarrar el vaso y tirarse hacia atrás profiriendoque el hombre es un negro de colores, Sinclair. Como todos los caminosllevan a Roma yo terminaré en la tumba, dijo Virginia. Blas recorrió todoel hospital buscando a Carmen. Tengo algo importante que decirte,ven a verme, ¿esta noche?20 Lo que dijo Elisa no se escuchó. Leticia lanzóuna risita irreprimible, Martín estaba nervioso, Bob miró sus manos,bellísimas, incrustadas en su objeto, el viejo terminó por desaparecerdetrás de la colina bajando por los terraplenes de los tulipanes. Martín miróa Bob. Ojos sin ninguna duda, sin sombra, sin sombra de un detalle.Limpios. Todo es limpio en tus ojos, Bob. Walther dio un último toque a sudibujo.—¡Oh no. No, no, nada de eso. Es sólo el comienzo. Todo está en el detalle,dijo Walther. En la sombra, ves tú. El inicio está en la voluptuosidad. Nohago sino comenzar, Martín, con estas huevadas. Si encontrara el detalle,nada más, justamente. En el detalle, más allá, más allá.» Bob asintió. Carmense le apareció cual esas maravillas pasajeras que uno aprisiona después.Martín hablando en el aire, divagando, perdido en una suerte de desolacióny sonriendo, al mismo tiempo, presa del nerviosismo que Bob le conocía tanbien.La rama del viejo se quedó estirada goteando casi su propia substancia, tantafue su inmovilidad. Carmen estaba inmóvil. Martín se fijó en sus pechos.Bob los apretó con las nalgas, con los pies, con su cara. Martín se los quitó.Es curioso, esa rama preparada con tanto celo. La alegría del viejo semanifiesta vagamente, retenida en los pliegues de su cuerpo (es curioso:solamente en cuclillas o cuando va a escobillar a su perra, al levantarla envilo, al levantar los brazos hacia la rama con todo el peso del abrigo encima)sonriendo entre dientes, al saludar a Martín, al despedirse de Bob. El viejole haría, en suma, el rito a la rama.—No es el perro ni la rama, dijo Martín de pronto. Es el viejo mismo. Esel viejo, Bob. No has visto cómo sonríe. Hacia dentro, en los intervalos,fíjate bien, nunca cuando trabaja. Verdaderamente se diría que en lospliegues de su cuerpo (cuando se arrodilla antes de comenzar, cuandosus ojos pasan por donde estamos nosotros y nos descubre antes decontinuar con la rama, mira bien, mira bien. El viejo vive en los intervalos,sonríe en los huecos simplemente, como diría Walther. Eso es).Abismos. De esos que se pueden llenar con una hoja de afeitar. Horrible,Martín.

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—Bob, algo va a pasar.

Martín miró a Bob. Luego lo miró pensando en Carmen. En Elisa, que enel fondo no tenía nada que ver. Leticia menos aún. Sinclair parecíaenfermo. Bob. Bob. Si Carmen tuviera las manos frías. Carmen se entregóa Blas con esa ternura propia, que ella explicó. «Encaramada». Encaramadaen la frente. Amor, ¿qué debo exigir?

—Os amo, dijo Carmen. Bob no pareció comprender.—Os amo, repitió Carmen.—(...)—Usted no lo sabe. Os amo, Bob.—Sí, sí.—No. Usted piensa demasiado. El amor es mucho más fácil, Bob. Osamo sobre todas las cosas.—Quiero decir que cada vez es un recomienzo. Yo sé que no tengo nadaque ver. Que no debo exigir. Que debo estar presto a desaparecer.Desearía saber si el deseo es lícito. Piense, amor: no quiero decir eldeseo, sino esa facultad que tenemos de vivir como si nada, como si todopasara rozando, como si todo se cumpliera, tuviera lugar, todos los actos,como si todo tuviera lugar sin más. Sin seriedad, sin peso, sin objetivo,rapidísimo, usted dice «ya», y ya está. El amor...—¿De qué tiene miedo? El objetivo secumpleallímismoBob, inmediatamente.Allí mismo. En realidad el objetivo no existe. ¿Por qué quiere hacerlodurar?—Porque no hay nada, después del sexo. No es que piense; ¿qué tieneeso que ver? Si pienso es porque no hay nada después. No soporto esepéndulo, mierda. Mierda. Mierda. ¿No se da cuenta de que estamos solos!—Os amo, Bob...—Quiero saber solamente si el deseo es lícito; si el amor deja vivir. Si esposible durar, justamente. No me interesa durar, no es que me interesedurar pero, desearía saber si tiene que ser así. Si tiene que ser así, ¿meentiende?—Perfectamente.—Entonces qué piensa.—Absolutamente nada. Yo dependo de usted, ahora y para siempre. Esoes todo. Os amo sobre todas las cosas. Os deseo sobre todas las cosas.Es todo. Es todo, Bob.—Hay el deseo. El suyo: en el que yo no tengo nada que ver. En el que«las cosas» no tienen nada que ver. Yo tengo que ver supongo con vuestroamor, no con el deseo. Carmen. Fulgurante como la chispa, ve usted,vaya uno a controlar una chispa, dijo Bob. Carmen sonrió. Mahler entró enuna de esas ceremonias silenciosas, en las que la sucesión ininterrumpida

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de la música dejó un trazo, no de pasaje, de tránsito pasajero, sino por elcontrario de eso que se queda para siempre como testimonio de la vida:Mahler pasó. La música se le incrustó a Martín en las sienes, se leenroscó en los pómulos, en las manos, en el centro de la garganta. Mahlercontinuó pasando con una cacofonía repugnante en la que toda la salacobró placer, ignorante, necesario, feo, en el que un minuto después nohubo nada, Carmen haciéndole una seña a Bob, Blanca medio borracha,Mahler entró como en su casa.—Algo que sea más simple, lo más simple de todo. La esencia de laexistencia. ¿Comprendes lo que quiero decir?—Sí, sí.—No comprendes nada. El viejo sonríe en los huecos, Bob. El detalleestá allí, ¿te das cuenta?—Por supuesto.Walther que se muerde la cara al fondo de la clase, borrando, diciendo«más allá», «más allá» cada vez. «El detalle del detalle.» Sócrates unavez llegado al uso de razón se puso a orinar. Un día al comenzar a hacerlose le ocurrió dirigir el chorro hacia el centro del urinario, situado unpoco a su derecha —el urinario era una especie de recipiente abombado,hecho de hojalata, que medía un metro y medio, con diez o quincecentímetros de ancho. Enseguida Sócrates cambió de idea y lanzó elchorro esta vez hacia el límite izquierdo haciendo un movimiento decintura con el objeto de comprobar la fuerza y la espesura, y lamodificación consiguiente adquiridas por el orín según la distancia y lavelocidad del caudal, a partir del centro primero, a partir de unaextremidad después. Vasarely descubriendo la física del desequilibrioconvencido a su vez de que el sistema da vueltas sin mayor problema yponiéndose a desordenar una infinidad de cubitos de metal para amedrentara la clase media y a los otros a partir de la idea (sublime) de la seguridaddel equilibrio inestable, súmmum de la expresión, si decorativa mejor.Vasarely se sintió muy bien. Multiplicó todo por mil para enracinar a lapoblación mundial en la telúrica de la expresión a fin de que todos gozarande la vida. Comió una pizza, se bañó. El vernissage tuvo lugar. El arte esel súmmum en lata, pues sí, y dibujo todo el tiempo, si es lo que usteddesea saber. Mis amigos le responderían qué mierda. Pero déjemeterminar. La época de los borrachos se terminó. Los periodistas nos mirancomo a un objeto de televisión, nos presentan como un modelo, hablande nosotros, ustedes dos por ejemplo hablan de mí. De «él», o sea dequien se habla, que en principio por consiguiente no está, cuando en verdadyo estoy allí entre ustedes dos. Y luego de que ustedes han terminadodicen: ¡Siguiente! Verdaderos objetos de sueño, de televisión. Pues laépoca de los borrachos se terminó. La era de los locos se terminó. Seterminaron los artistas. Restos de feria, carneros de emolumento, tiovivos,

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columpios de la libertad, lenguaraces del ardor. Se terminaron los objetos.Es la hora de los que saben todo y de los que saben todo sin asco, de losque no agradecen al público nunca, ni una sola vez, de los que llegan,hacen y se van, de los que no patalean porque se cagó teté, porque semurió mamá, es la hora de los locos razonables, de los drogados por lapasión de vivir no por la mierda de vuestra naturaleza!

Cómo saber. Leticia se perdió en la muchedumbre, pasó apresurada entredos automóviles, uno de ellos le tapó el culo, Sinclair se empinó, lapersiguió con la vista. Leticia pasó por detrás de un poste, detrás deotro carro, y se perdió. Sinclair dijo gracias. Leticia a su vez: «Para decirverdad...» Leticia miró intrigada a Elisa, pegada a Carmen, y que escuchabatodo. Qué pensaba Leticia de Martín. La presencia humana existe enuna esfera. Es reconfortante porque siempre está fresca, es como sinunca hubiera existido. «Es verdad que nunca ha existido.» Sinclair sedespertaba. Yo no tengo miedo de morir. Elisa bajó de su buharda despacio,segura de tener una impresión, una posibilidad. Virginia no estabatemblando. Elisa se quedó mirando a Carmen fijamente, mucho tiempo,antes de parecer sacar lo que dijo de las profundidades de los ojos deCarmen, quizás en el fondo deseando preguntarle: «Una cárcel me parececlaro como el agua. Un hotel: no hay nada más opaco. Pero ¿un institutopsiquiátrico? ¿Un hospital? En cierta medida él te permite una granlibertad porque conoces a casi todos, sabes cómo son, no sabes quiénesson. Hay una total imprevisión aquí... La muerte misma es mucho másamistosa, a pesar de todo. Está más cerca de la cara. Escoge muchomejor». Elisa circula por los pabellones. A veces hay un silencio gracioso,en el que la comunidad imposible se efectúa gracias al exceso individual.Su voz se exhala en una especie de lamento monótono como afiebrado,en el que la dulzura de Elisa (interior) se manifiesta en la delicadeza porasí decir frenética de su cuerpo, que reproduce las palabras cual si vinierande lejos, relatando algo insonoro. «En Borzna hay un puente sobre el río,un puente con almenas, como Virginia los amaría, y entre dos de ellas,mirando desde un lugar bien preciso ves, cosas rarísimas, una casaviejísima, me pregunto si no es de la Edad Media, con su cedro, viejísimotambién, y a varios metros abajo sin que te apercibas verdaderamentecómo has llegado desde la puerta hasta allí, está el río. El puente es depiedra roja pulida, por el tiempo. Es verdad. También es viejo pero cuandotuerces ligeramente los ojos hacia la derecha, hacia las otras almenas,desviando apenas la vista, te das con un edificio de veinte piso paraleloa la casa, simétrico. Todavía no me hago a la idea, pero... ¿en qué momentodebo situarme sin tener que sentir la misma náusea? El hecho de sentirque no hay ningún vínculo entre las dos orillas a pesar de saber,horriblemente, que hay uno, y tal vez muchos más. El hecho de sentir

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que no hay ningún vinculo entre las dos casas. Por qué entonces puedosoportar y quedarme allí tiesa; hay algo más, Carmen. Qué es lo quehace que Dios... Oh, no.—Por qué no tratas de redondear con las manos. Como cuando modelas.No agarres solamente, sino trata de redondear lo que ves. Las diferenciasse van.—Las diferencias no me molestan, las diferencias pueden quedarse. Esla diferencia. Yo no sé en qué momento debo encontrarme a mí misma,sonsamente, parada en un puente, y si podré hacerlo.—Eso es lo que trato de decirte. Modela, es en—Es el progreso.—(...)—Es el progreso. Siempre es así; bueno, no importa. Cada vez que miroes así, una casa viejísima de un lado y a menos de medio metro de ella,sin transición... Y las dos casas se quedan allí simultáneamente, el edificio,que es plateado, se queda allí, para eso yo estoy sobre el puente, no mehe movido, figúrate que puedo abrazar las dos casas sin moverme. Nohago nada. El puente se queda de pie. No puedo moverme pero veotodo. Es allí que tengo náuseas, y que todo explota en mi cabeza. Yoestoy parada Carmen. Es como si el tiempo designara a la náusea, lanáusea inscrita en el cuerpo del puente y el puente cual un símbolo de lasimultaneidad de ambas casas y mis ojos puestos para siempre en lo queven, sabes, como esas fuerzas que están inscritas en las cosas, la fuerzadel león, la mansedumbre del rayo. Y yo me siento el mango de esahorquilla de tiempo, que no debe haber pasado puesto que sigue allí.Detesto el progreso. Detesto el ruido.—El progreso es terrible. Vertical horizontal. Haz una cruz. ¿Lo hasagarrado ya? Tú sabes bien que no es el progreso, Elisa, que puede sercualquier, cosa, una violencia, el laberinto del que hablabas ayer. Cualquiersensación. Todo lo que ves está bien. Está bien. Sólo tienes que redondear.—El progreso no. El progreso, no. Además, no es el progreso sino laexplosión, y la náusea, que me impiden moverme sin que pueda hacernada salvo representarme permanentemente, eso es, permanentemente,esa explosión que me inmoviliza, el mundo que se horquilla, se desdobla,ante tu vista, que comienza a horquillarse.—(...)—Desde el puente que es viejísimo, veo como una prolongación de lacasa a través del tiempo, pero no es una prolongación... Si sólo fuera elagua... Comprendes lo que quiero decir. El puente tiene almenas, yo soyel vínculo, yo siento que no hay ninguno y algo me dice que sí, veo ciencosas, no comprendo cómo no puedo moverme. Tengo náuseas. Estoyparalizada. Pero el puente no puede caerse. ¿Y sin embargo todo lo queveo allí sí puede cortarse en dos? Yo no hago nada. Y yo sé que no es

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ninguna prolongación. Es una cortadura, y yo sé que está allí. No hayque tocar nada. Todo está claro. El mundo se abre en dos y tú debesquedarte de pie. El mundo se tuerce, se multiplica, y tú debes quedartetiesa. Si David llega a saltar como lo ha prometido, aplaudiré. Yo creo que siDavid salta, y se mata, será mucho mejor, yo lo veo flotar en el aire,completamente en ese elemento, y no apestar aquí en manos de estospuercos. David tiene que tirarse por la ventana, tiene que morir.

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Qué difícil, hacer una pista. Cómo saber, cuando Carmen camina, quebajo su ropa ella lleva una u otra de las memorizaciones del sexo, y quela memoria determina. No es un símbolo porque la hojarasca no es unsímbolo. Precisar (delante de una montaña que hay que trepar, y en laimposibilidad de discernir la ruta) precisar que a pesar de todo la rutallega a la cumbre es un desafío a la naturaleza, no un símbolo. Los símbolosno me interesan. La ingeniería resuelve mucho más rápido que elpensamiento el problema de la disociación cuando uno se encuentra abajoy luego arriba, sin haber en ningún momento discernido la totalidad delproceso, que se revuelve al menor contacto, erizando las aristas de lascarreteras, de los afluentes. Obersimonswald. Gütenbach. Furtwangenin Schwarzwald. Schönwald. Triberg in Schwarzwald. Rohrhardsberg. Elorgasmo mata. El orgasmo no mata siempre. El moho del frío mostró unpaisaje tan aislado en el mapa que cuando Carmen se llevó el sexo deBob a la boca no hubo ningún cuerpo pintado con agujas multicolores nibanderitas en la piel. Bob tocó los pechos de Carmen en la cabañaenmohecida del apoticario Jozef Hagnauer, los cubrió de prisacompletamente, el pánico se agarró de un objeto increíble (Bob serecostó, Carmen orinó sobre él, «cayó como desde lo alto», dijo Bob,hasta su cara, Bob se movió para que la cascada cayera también sobre suvientre, sobre su vientre. Fuera de la cabaña no hay ningún ruido quehaga pensar que el frío exige el silencio, el desierto; y que en el silencioel moho hace del hombre alguien que anhela la muerte. El mohoennegrecido de una cabaña, un simple moho cubriendo las tejas talladasen la madera misma del techo como se ve todavía en las fuentes delDanubio. Carmen fue atracada en la esquina de un corredor, sin ningúnaspaviento, sin ruido, únicamente los gestos correctos del paciente yCarmen arrimada contra la pared haciendo señas hacia el fondo a quienla viera. Un tipo armado. Puede ser un marginal, munido de una pistolaen caso de ataque nocturno, un nacional, un funámbulo, un extranjero.Un joven armado con un sexo erguido y mirando a la altura más o menosdel ombligo, a la espera de una respuesta. Blas. Tótem de bakelita en labruma).—Nada más exacto que el descubrimiento de América, dijo Blanca. Nadamás exacto. ¡Y no en el tiempo, no! El tiempo no tiene nada que ver.Huevadas, repitió. Solamente exacto.» Elisa juntó los pies. Sinclair diouna vuelta completa a la sala pasando por detrás de la silla de Martín, lade Elisa, Carmen, Bob y por detrás del sofá de Blanca y Leticia, ensilencio. Sinclair estaba sentado mirando detenidamente a Elisa. No tocar.Bob miró a Carmen sin tratar de armonizarla con el paisaje. Para qué.Pero poco antes de llegar a las inmediaciones las cascadas que seprecipitan al vacío y que dibujan una caída de trescientos o cuatrocientosmetros dejan una fugitiva impresión de verdor, como en los avisos

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luminosos. Martín miró a Bob. Elisa se atrevió a pedir vino pero sólopara darle la mitad a Carmen, Sinclair desvió la vista de Elisa, Martínretiró la mano. Martín pensó que el momento hubiera sido oportuno. Hacerel amor en el vestido negro de Carmen, en esa tela maravillosa que laplantaba en el suelo con esa impresión que hay de definición, en el sentidode definitiva, y que es débil porque, esa impresión es frágil, muchísimomás frágil que una aparición... Que Bob piense que hacer el amor en esevestido negro de Martín, que hacer el amor en esa tela, en esa maravillosasensación de vida, sea el colmo de la satisfacción. Que eso baste. Sólo esuna experiencia, la de mantener el cuerpo suspendido entre el deseo yun placer sin remedio. Gozar en el colmo del hambre: si Bob pudieradecirlo. Si el deseo se introdujera por los resquicios de la mente y llegaraa satisfacerse sólo en el fulgor que pasa en el deseo, en la superficiemisma de la aparición. Pero hay una trampa, Bob. Si una máquinafotográfica es, antes que nada, un instrumento, un instrumento, es uninstrumento que va acompañado de trampas. Como el ojo, de quien lamáquina es la impostura al mismo tiempo que la prolongación, una trampapara imágenes, trampa para luz. Y sin embargo, si hay una verdaderatrampa, no es la de la máquina, es la de ese deseo absoluto, la graninsatisfacción, porque la insatisfacción no existe.—Existe en el arte, dijo Bob.—El arte es la única insatisfacción que dura.—¿Algo más simple, dices, pero que no sea la vulgaridad? Bob esperó larespuesta de Martín. Ente carcomido bajo una apariencia continuamenteexpuesta a lo peor y en quien la mirada era indiscernible, además. Susmanos sí, a veces, pero que Martín no podía controlar, alguna adaptaciónal mundo en trámite, o algún conocimiento que retener.—¿Algo más simple, y que no sea la vulgaridad?

Bob estiró el brazo, tocó a Martín en el hombro, lo presionó. El sol obligóa Martín a retroceder, a medir las dimensiones de los objetos, a calcular,a invitar a Bob insistiendo, tal un hieródulo, para que el juego fuera serio.—Piensa en el horror que significaría quedarse en silencio, Martín, yrenunciar a toda acción delante de la universalidad, de la congregación.Frente a la serenidad de una superficie tersa de vida, resplandeciente,pero en la cual la negación de esa afirmación no exista. En la que lasuperficialidad no tenga vergüenza. En la que la vulgaridad no sea calificada.En la que puedas beber sin tener que recurrir a la expresión del agua.¿Te das cuenta de lo que dices? El arte no existiría. Entonces para quéquieres fotografiar.—Yo no quiero fotografiar. El arte existirá todavía, pero yo quiero soltarlo.El arte, la vida. Es cierto que quiero fotografiar, pero sólo es una manerade hablar, yo no creo que soportaría todo eso, en el fondo tengo horror de

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cada gesto. Detesto la expresión. Yo sé que no es sino un juego de manos.Bob, ayúdame.

No tocar. Martín quiso evitar los rodeos, tocar a Bob, su hombro hubierapodido salir de sus gozne y tantear cual un sexo supernumerario la presiónde Bob y toda la zona de la axila de Bob, tamponear los huecos de sucuerpo, donde los tropiezos no sean nada más que una risa. Una risa.Leticia tomó su labio, el de abajo, rajado por años y años de impregnación,lo amasó con sus dedos hasta que lo convirtió en una miga y lo tiró alsuelo para que fuera una sublimación. Después pudo caminar por lascalles sin problema. Tamaña cabecita. En un concierto público fijo queLeticia movería el cuello y las manos al ritmo de, como una loca,desaforándose pero no mucho, y dando de todos modos la impresión deque la chiquilla moviéndose como un hipocampo en su asiento se moveríaigual en la cama sin pensarlo demasiado. Trocha relámpago. Y sin embargono; se desinfló como un pollo. Hay mujeres por el contrario que noentienden nada de música. Se las conoce por las manos, en los movimientosde cabeza y en esa radiación interior que repercute en uno sin que laotra se entere. Sinclair pasó por un costado. Mahler chirrió penosamenteen un recinto cuadriculado por varios pares de ojos, un corno cerró lapared principal de la sala, ¿pero un corno, Martín? Preguntarle a Bob siun corno (en el mismo instante en que el sol te abre los ojos al punto deque te das de cara con una sala llena de gente) si un corno es capaz deser, como el sonido, algo abierto hasta el límite de lo indecible, en unapared blanca. Preguntarle si el sonido es capaz de representar el sol. Siun corno abierto es más que el simple soplo de un imbécil. Qué pensabaLeticia de Martín. El aburrimiento. Sinclair hizo como si no hubiera miradodemasiado, es decir, cual si la ojeada hubiera sido normal. Leticia no sedio cuenta. Sinclair hizo como si Leticia no se hubiera dado cuenta, y seequivocó. La sala continuó. Sinclair miró a Blanca, enseguida a Leticiaotra vez que se movió lo justo para que alguien la observara, o pasaraalgo. Blanca cambió de posición. Martín se rió. Bob miró nuevamente aCarmen en el lugar donde se implantaba su cabellera sin decirse nada,percatándose únicamente, en el espacio que quedaba entre él y él mismo,en esa distancia cortísima entre el sujeto y el predicado, entre la premuray el tiempo, entre la vista y el devenir, que la cabellera de Carmen ensus sienes no existía. Sólo una imparable ebriedad, desmesurada,basculando delante de Bob. Bob creyó ver a ambos lados de Carmen unaligera licuefacción, como si la existencia de Carmen hubiere dependidorealmente de la presencia de Bob, pero de una presencia desperdiciada—dispersada, sin poder salir de ella misma, muerta en aquella

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sorprendente ligereza de un gas que se vuelve letal in situ. Quénecesidad fundamental tiene Pinocho el marino de frotarse el culo conun culo. ¿Para acallar a los muertos? Grandazo, crepuscular, auroral, comola gravedad de una estrella fugaz. Sinclair miró a Blanca, enseguida aElisa. Es cierto que hay mucho ruido abajo. ¿Dónde21 , abajo, si no haymuertos? Leticia bostezó. Blanca estaba callada. Sinclair observó a losotros. Qué fatiga.22 Se detuvo en Martín. De qué mierda puede hablarles.Echó una ojeada a la pierna derecha de Leticia pegada a la suya. Luegovolvió a mirar a Martín. Blanca estaba callada. La conversación la llevabanLeticia, Carmen y Martín. Sinclair ya no sentía la rodilla de Leticia, noimporta. Elisa escuchaba siempre con los mismos ojos de alguien que seimpresiona al menor ruido y que habla como si la fuesen a estrangular.Los niños de los suburbios de Kinshasa acostados de perfil, torturadospor el hambre y que los residuos de todos los restaurantes de lujo deKalina hubieran podido alimentar se me quedarán grabados hasta que memuera. Las nalgas de Pinocho se zambacuecaron asentándose bien en lostalones, bien en los talones. El piso abajo se remeció. Los negros sequedaron enganchados como plasticina en un clavo. Los otros seengancharon como plasticina. Un clavo se asemeja a un clavo cuando elclavo clama la resonancia de su forma. La plasticina es perfecta. Ésosson los términos de la definición. Uno dependía de ellos. Los términoseran exactos, aun si la definición no lo era. La definición era exacta, aunsi los términos no lo eran. La historia, la mazamorra morada, el suero ylas muñecas que palpitan solas me han hecho un guiño por la espalda. Sinclairmiró a Elisa, se sorprendió al verla repentinamente tan interesada por lareunión, luego volvió a su postura anterior, Martín agarró la mano de Boben su hombro, la mano de Bob disminuyó la presión, Martín la apretó, pasóla suya con suavidad por la frente de su amigo, luego con las dos manos tomóla cara de Bob y la besó en la frente.

Martín sintió un aturdimiento. Carmen estaba recostada en la ventanacon toda la sensualidad del sol incrustada en su ropa. Preguntarle si elsonido es transmisible, si los residuos que uno puede recoger de la ropade Carmen son como los recuerdos de viaje, si la frescura mortal de laprimavera es más, o menos, que una ventana abierta. Si una compañía estransmisible, como la sombra del sol en la blusa de Carmen, entera einalterable, puesto que los repliegues de la sombra son impenetrables sinla luz. Arrancar de cuajo esa ignorancia. Un cálculo físico inconmensurable,una décima de segundo de tiempo, menos que una ilusión; entera einalterable como la mano un segundo antes de dar comienzo a lamasturbación, si se puede decir. Si se puede decir. «Si se puede pensar.»En todo caso puede hacerse. Que nadie sepa. No es difícil. Mejor huecoque la mente no hay, Martín. Un pajazo, y es la inexistencia del cuerpo.

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Bob en mis entrañas, y es el amor divulgándose en mi propio aire, nomás allá. En la superficie de mi alma. En la nada. Bob increíble. Silencioso.Oscuro como el sol en la blusa de Carmen, oscuro como el sol (Mahlerentró en un cauce, o sitio conocido. La sala quedó unos instantes ensilencio arrastrando hasta la voz de Sinclair que también se vio obligadoa callar. Hubiérase dicho que el silencio de Mahler se esforzaba eninstalarse. Martín sonrió apenas. ¿Seré el único que parece saber? Elisa,Carmen, no reaccionaron, ni Bob. Sinclair y Martín se miraron, la cruzadafue veloz pero larga —había algún interés en Sinclair allí mirando a Martín,justo después de Mahler. Justo después. Es verdad que ese silencio fuerarísimo, y había sobre todo el hecho de que Martín estaba mirándolo.Por qué. Sinclair parecía viejo).—Es una ley física, dijo Martín. ¿Eh, Blanca?—Mucho más que eso. Mucho menos que eso, dijo, Sinclair vio la boca deBlanca agrandándose y convirtiéndose en varias cosas, en burla, ensagacidad, en gozo, cuántas cosas.—Calla, mierda, estás borracha.—¡Cómo que mierda! Sinclair miró a Martín preguntándose: quérelatividad. La Lespinasse hamacándose en los fustes de Leticia. Larodilla de Leticia allí, abajo, más fuerte que el reflejo que uno puede veren las bolas de billar y sin refunfuñar. La cabellera es una materia orgánica.La cabellera es una materia orgánica. La cabellera es una materiaorgánica. Bob se vio caminando hasta el parque. Martín lo esperabasentado en medio de todo un terraplén de tulipanes. Un punto en mediode una gran cantidad de flores, objetos, árboles, pérgolas, gente y unrunrún de sonidos alrededor de Martín con las piernas estiradas, Martíntenía únicamente los pies cruzados, y las piernas estiradas, los dos brazosMartín los había extendido a ambos lados sobre el respaldo de la banca,Carmen se interpuso. No. No. Carmen no se interpuso. El aletazo quefue el hecho de ver a Martín delante de él estaba coincidiendo con unaimagen que Bob tenía en el recuerdo, varios segundos antes, la de élmismo detenido en los cabellos de su mujer. Imagen desagradable,prosaica, casi próxima al malestar moral. La moral de una mano que ostoca, el malestar de vuestra cabellera que se deshace ante mis ojos sinque mis palabras puedan pretender ser absolutas, ¿comprende, amor?... Aquella moral que fundamentalmente depende de una palabra. Sí. No.Ellas sí son absolutas.—Yo sé.

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Cuando la impresión de haber hablado demasiado obsesiona, hay unsilencio, en un plano alejado, obsesivo, feroz. Hubo entonces un silenciosimilar. «Es la nieve», dijo Carmen. Bob miró el cielo raso. Lo que lequedó en la vista: los ángulos agudos del cuarto y el silencio afuera,atravesando las sienes. Ángulos precisos. Inventario de los objetos de lacabaña de un apoticario. Máscaras, yelmos, madera de pino, picaportede cobre, estandarte con concha oro bordada con ribetes bermellón, franjavertical roja sobre campo oro. Shell. Carmen tardó unos minutos más queBob, que recordó los ángulos agudos del techo del cuarto del apotecario, ysu miembro en el suelo. El orgasmo no mata. El moho ennegrecido noera la nieve. Es decir: Carmen dijo que era la nieve. El silencio era noobstante mucho más ligero que eso; parecía más perentorio. El ahogo deBob se situó allí, en la diferencia de impresión. Carmen estaba desnudaen el piso, Bob trató de incorporarse. Bob observó la pierna de una mujer,un pie de mujer adherido a su pierna. Bob le dijo a Carmen que afuera nohabía ningún ruido.—Es la nieve, dijo Carmen.—No. No hay ningún ruido. (Carmen no respondió. Adivinó, dejó hacer aBob, otra vez. Afuera de la cabaña la memoria de Bob se aplastó contra elmoho, se arremolinó, se vio caer en la estabilidad del paisaje, en la bruma,en la nieve y en la cara de un apoticario abriendo un postigo desvencijado.¿El más allá? Martín dijo: «la nada es siempre un a posteriori.») Sigmaringen.Presbourg. Izmail. «La nada es algo de lo que te acuerdas.» Carmen sequedó sola en una esquina del cuarto. Carmen estaba allí. Cuerpodesnudo. Imposibilidad absoluta de mentir. Bob recogió los objetos delpiso y los amontonó allí, Carmen lo dejó hacer, Carmen estaba parada, alvoltearse sus pechos se encajaron en el ángulo de la pared para que Bobentrara, toda Carmen se abrió, la lengua de Bob se apabulló, se aplicó,rebuscó en un dominio ampliamente suficiente. La boca de Carmenapareció de tres cuartos torcida, y empinándose contra Bob, que se asióde una esfera, Bob buscó a Carmen con los ojos sin querer soltarla peroCarmen habló, Bob vio por último los dedos de Carmen y a Carmen riéndosey sus dedos arañándose en la pared.

Imagen verdadera. Algo moviéndose detenido, dejado allí entre lasgranulaciones de la pared. La cabellera de Carmen cayó por enésimavez. Blas la recibió en su vientre. Carmen la hizo pasar escrupulosamentepor el vientre y por la ingle. Blas dio un cimbronazo. Un antiguo camionerohabló solo en la frontera franco-suiza. Carmen se dio. Simplemente. «Losnegros y los amarillos valen tanto como los huevones que creen que lasferias son para ellos, hablo de los que se mean de contento en los carritos

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que chocan, ven lo que quiero decir, con música de Aznavour, dijo Blanca.Manipuleo, sillas voladoras, la jungla a granel... Sin embargo, continuóBlanca dirigiéndose esta vez a Elisa, los negros parecen ser más inocentesque esos cojudazos porque dan la impresión; y dan la impresión porquees el color.» Blanca miró a Sinclair. «Es el color, dijo, más lento, mirandoa Elisa. Es sólo una impresión, mi niña, porque es el color.»

Imagen desagradable en el sentido de desastre moral.—A pesar de todo, y aunque no lo quiera, es una moral, dijo Bob. Carmenasintió, le acarició las sienes, las manos. Bob se retuvo. Pensó en Carmenmirándola. Carmen le acarició las sienes, las, manos. No había ningúnruido afuera, e inclusive un paisaje tan remoto en el tiempo, como eraaquel en el que todo podía surgir, la prehistoria, el hombre, fue incapazde hacer mover a Bob, que vio a Carmen en forma de tierra. Blas la hizoa su imagen. Carmen se dejó ir. Carmen le acarició las manos. Un antiguocamionero sonrió. Es vuestro cuerpo que cae enfermo, amor, es vuestrocuerpo que decide, es vuestro cuerpo que bebe, no usted, yo existo pocoen vuestra ubicuidad, menos aún en el absoluto de vuestro deseo, cuandoyo ya no soy inminencia. Libación, exposición; qué más. El cuerpo deCarmen desplegado allí, delante de la estatura inmodificable de Bobparado delante de una cabellera sin nombre. Es la fascinación de vuestrapresencia Carmen; amor; y ella se alimenta con el veneno del pensamiento.Qué decir. ¿La vasta superficie de Martín? ¿La vasta superficie deMartín?23 ¿La vida? ¿Esa superficialidad genial, o miserable, de verosregresar después de tanto tiempo sin que vuestra apariencia hayacambiado; sin que yo pueda saber (aun sabiéndolo), sin que yo puedasaber al mirar vuestro cuerpo, vuestras piernas, manos intactas, sin queyo pueda decirme que vuestro cuerpo ha acusado el placer? Y—No hay ningún sedimento. Quiero decir. Usted ha estado allá y no hapasado nada. Si uno pudiera encontrar estigmas. Capas, en el cuerpo.Una encima de otra, Carmen. Estratificaciones, ¿comprende...? Eso medaría una impresión real, más real; armoniosa. Una comprobación. Perono ha sucedido nada. En rigor uno podría decir que no ha sucedido nada.Usted no existe. Como si usted no existiera. Y sin embargo usted hagozado; usted ha estado allí. (Una libación. Una salida. Un olvido. Unaindisposición debido a una libación. Un ligero sueño y es todo el destinode una vida que se juega. Una indisposición, una dejada del cuerpo,cualquier exposición del cuerpo, la deriva siguiendo el plano inclinadodel cuerpo suspendido de un peso legal. Un placer reemplazando a otroplacer. ¿Comprende?) Y yo me pregunto: ¿cuándo un placer será capazde no reemplazar a otro? Martín agarró el objeto que tenía en las manos,se lo dio a Elisa, para ver. Elisa le sonrió. Pregúntenselo a las institucionesculturales, a los niñitos cow-boys, a las sociedades culturales. Blanca

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bebió, le llenó el vaso a Leticia. «Un camionero italiano.» Sinclair bebió.Cruzó una sonrisa con Martín, se recostó, su pierna le costaba menosesfuerzo, Sinclair notó que la pierna de Leticia se chupaba amohinándose,no está bien, Martín se acomodó, Elisa pasó el objeto de Martín a Carmen,Carmen a Bob, Blanca terminó de dirigirse a Sinclair pasando todo elbusto por delante de Leticia que no se movió, y que sintió el olor de Blancahasta el estómago. Que no se sepa. Martín miró a Leticia. Trabajo paramañana. La investigación científica es la piel del poema, buscar en loslibros una bibliografía pertinente, Leticia le prestó su diario intimo. Diosno era bonito. Dios no tuvo juguetes, tú cuántas muñecas tuviste.

Que no se sepa. Pregúntenselo a Mobutu, a las instituciones de caridado a Sunset Carson. Sinclair adelantó el busto mas al hacerlo su pieizquierdo resbaló y su mano fue a apoyarse sobre el muslo de Leticia queechó un quejidito. Blanca se agachó para limpiar el piso, el vino no es caro,no es nada, Sinclair pidió perdón. En las pasarelas los camiones de mudanzasy los faros multicolores de las camionetas de la policía se intercambian,intercambian señales; todo se mueve, todo avanza, todo se cruza. Mobutu,el jilguero africano, más conocido como el heraldo porteño. Mahler patinóen una sala con huéspedes (Sinclair dejó una sonrisa pero el sofá estabamoviéndose y Blanca estaba tratando de agarrar a Leticia. Bob fue albaño después de Martín, Elisa pasó el objeto de Martín a Blanca que selo pasó a Leticia. Leticia. Elisa es alta. Esbelta. Nada que hacer con losafricanos. Blanca mordió la rodilla de Leticia, echó una mirada feroz aCarmen y recibió el objeto de Martín sin saber exactamente pero lo hizopasar y se lo dio a Leticia, que estaba limpiándose, Sinclair estaba mirandoa Elisa y preguntándole si uno podía recibir visitas, si uno podía salir asínomás, por supuesto, las visitas no. Leticia se rió con ganas, Blanca lafestejó, se separó de ella, Elisa sonrió a Sinclair con una amabilidadhorrible, Elisa tenía su mano en la mano de Carmen. Blanca bebió. Elisacruzó las piernas al tomar el vaso, la mano derecha de Blanca estabaelevada sobre el muslo de Leticia, que le habló, Blanca se rió; la manoque escuchaba lo que Leticia decía más o menos parecía esperar que Blancaterminara de escuchar antes de caer en el muslo duro de Leticia. Blancase rió con ganas, Leticia se rió separándose ligeramente de Blanca,Sinclair se levantó, la mano de Blanca cayó con fuerza efectivamentesobre el muslo de Leticia para que la carcajada de Blanca y sobre todolos propósitos de Leticia parecieran completamente superfluos y Blancapudiera agarrar. Blanca dijo algo desprovisto de interés. Martín estiró laspiernas. Qué ejercicios hace el viejo en un parque público yendo hacia delantey retrocediendo, avanzando y deteniéndose, deteniendo la cara justo alllegar a la punta de la rama afilada hasta el aire, retrocediendo, avanzando

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otra vez. El parque era un espectáculo disperso. Nadie miraba a nadie.«Es el mejor espectáculo. Ves tú, nadie está reunido. Nadie se congregapara ver; nadie se busca, en suma, y si alguien conversa con otro pareceun cuadro. En un parque nadie se mira. Así el espectáculo pasa, inexplicable,inexpiable, completamente puro. Nota que es muchísimo más interesanteasí. En un espectáculo verdadero la miseria supura en medio de la ovacióndel público y de sonrisas calientes. En un espectáculo verdadero el adultoes niño, la mujer es mujer, el niño es adulto mientras que en un parquepúblico como éste no hay nada de eso. Es como la trivialidad de una fila decarros en un circuito turístico.» Martín vio al viejo avanzar hacia la ramacasi poniéndose a correr cual un mástil en línea horizontal, en realidadMartín no se dio cuenta, la punta de la rama estaba desapareciendo en lacara del viejo y un borbotón, y un silencio horroroso llegaron hasta elparque, el borbotón de sangre y una especie de ruido como de quebradura(semejante a una erupción, a una pequeñísima visión de erupción a laaltura del temporal), la perra comenzó a dar vueltas, un niño lloró. Martíntardó varios minutos antes de levantarse y decidirse, pensó en Bob, quecorría hacia el árbol; se levantó, la perra estaba ladrando como unasalvajina, Martín empezó a dirigirse hacia ellos, luego más de prisa (elviejo no llegó a abrazar el árbol, una de sus piernas parecía colgar. La perracomenzó a ladrar. ¡Virginia! ¡Virginia!)

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—Quiero saber solamente si yo, en el fondo, soy lícito. Si mi deseo eslícito. Si todo lo que está determinándose en mí a medida que os hablopor ejemplo, es algo de lo que puedo privarme, para ponerme a amar. Siamar es limpiarse de todo lo que uno recibe por añadidura («quistes»,dice él). Si mi deseo no es sino una añadidura. Porque en el fondo soy yo,¿comprende? Soy yo. (Usted es mucho más fuerte, y si alguien debequedar es usted. Soy yo quien piensa en usted, quien decide todo esto,quien piensa en Blas, en David, quien los clasifica, quien los autopsia,quien los archiva, soy yo el responsable, no usted. Usted al fin y al cabono existe. Y ése es mi deseo absoluto. No tocar. Carmen, no tocar.)Tremenda deflagración. Vivir pendiente de una cosa, el sexo, sabiendoque no la es puesto que lo sagrado no puede ser una mujer posesionable.Incluso la duración, amor, esa niñez, ¿se da cuenta? La mujer deseada yamada habiendo tenido una niña y escuchándose decir por el amante:cómo es posible que usted dure sin usted... Después de todo lo únicoque corre el riesgo de verse comprometido con todo esto es lo que hayde más fácilmente reparable: el pensamiento, llorando en un recinto.

Carmen había movido los brazos. El cuerpo era el de Bob. Carmen quisoir al ano, meter los dedos en esa parte del cuerpo donde la mierda respirapor uno. Carmen se puso de cuclillas para equilibrarse sobre los talonesy para defecar, delante de una mesa servida especialmente —defecandoen presencia del hambre, de la sed, y con una sola precipitación: la desus ojos clavados en los de Bob solicitándole hacer lo mismo sin pedirlenada —sin ninguna protesta, o movimiento, únicamente el rostro de Bobpasando en un segundo de los ojos de Carmen a las heces de Carmen allíy a las manos de Carmen en el suelo, y a esa antigua imitación del amor.Dos montoncitos de carne. Dos escorias. Los excrementos de Carmenquedaron algunos momentos en el suelo antes que el pie de la mujer seestirara para rozarlos, hundirlo en ellos y pasarlo luego por los omoplatos,por los hombros de Bob buscándolo después en los sobacos, en el cuello,con pausas, con una serenidad portentosa. Bob no supo muy bien, se viodefecando en presencia de Carmen en un cuarto que se obturó pareciendocrecer en una ordenación contradictoria, diferente, expresa, tácita, unainmanencia.

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«Yo no he tenido héroe», repitió Martín, tratando de que no fuera unaplegaria, pero salidas de los labios de Walther las mismas palabras nopodían admitir matices. «El hombre civilizado se libera de sí mismo enel héroe. Yo no he tenido héroes, no necesito nada. ¡Oh no! Por suerte,yo no he perdido mi ser interior.» Gilgamesh estaba extraviándose enlas infamias de la inmortalidad. Walther levantó la cabeza para mirar aMartín, y verlo en el instante de remover los labios. Había en él algunaaltanería. Walther se levantó para darle una fuerte palmada en el hombro,le enseñó sus dibujos. Todos hechos a lápiz. Martín no los miró comohubiera debido, estaba tratando de descubrir en el rostro de Walther elcómo de ese escondite perpetuo. «En efecto, ninguna tira cómica, ningunaserial», continuó Walther, quien guardó todo, y se volvió a sentar. Lacuriosidad de Martín buscaba el escondite de Walther. «Yo no he tenidohéroes», dijo éste. Martín subió a su cuarto con la aprensión de quienestá poseído desde siempre por una curiosidad enfermiza, que es comoél sabía el rasgo característico de la sensualidad. Walther levantó la carade su dibujo pero sin mover casi el cuello. Su cara estaba malvadamente,adrede incluso, pensó Martín, pegada a una idea fija. Gilgamesh cruzó eldesierto perseguido por un león, pálido, logrando, a pesar de todo,desgranar una que otra canción. El cuadrado rígido como un marco dealgunos dibujos de Walther recordaba la boca desdentada de los ancianosque les cierra herméticamente el rostro, Walther estaba sin embargobien dispuesto. Martín buscaba dónde encontrar la desnudez del almade Walther en todo ese desorden, especialmente en esa cara aplastada,especialmente en su cara. Walther se levantó. Sonrió. «Toda esa genteque no hace nada, gritó, y que espera que los héroes funcionen en sulugar. Mierda, Martín.» El viejo, ¿murió solemnemente? El tráficovehicular no se había detenido. Martín puso las manos entre los muslos ycerró las piernas para calentarlas, escuchó atentamente a Walther, Bobdebiera sentir un airazo, ¡Señor!, un viento que se arremoline en sucerebro. «Toda esa gente que se desperdicia sin hacer nada buscandohéroes de polvo, ¡qué digo!, héroes de verdad, para que la vida no gane.Mierda Martín. Por eso yo borro. Todos esos personajes aniquilados enla ficción, adormecidos en un escaparate, recuperados, puestos en bolsas.Y al final tienen la concha de saludar al público.»

—¿Conoces bien a Carmen? Martín balbuceó que sí. Walther lo miró sinperder una sola de las arrugas de su profesor. En qué piensa. Leticia le pasósu diario íntimo respondiendo a un impulso «súbito». «Súbito». Para qué.Martín la miró desde su estrado. Me hacía preguntas insólitas que yo mismorespondía. Ejemplo, qué mierda sabe Leticia de mí. Y Walther, qué mierdasabe. Martín la miró desde su estrado. Walther a su lado miraba a Martín

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y miró a Leticia sonriendo. Leticia le pasó su diario íntimo. Martín miróbien su cuerpo, de abajo arriba, su especie de vestido, Bob cruzó las piernas.Carmen respiró profundamente, el ciclo normal de su respiración prosiguió.Por qué nunca hemos querido ser como el árbol abatido un día. Escriba lamisma pregunta, bajo forma de afirmación, en una u otra carta a uno o a otro,a Martín, hombre, mujer, alumno, amante. Una y otra vez las respuestas noson sino cartas respondidas. Mierda Martín. Martín regresó del baño.Carmen lo siguió. Carmen desapareció detrás de la puerta.—La propiedad y el poder —digo bien, la propiedad y el poder— insistióBlanca, son más fuertes que el movimiento mismo de la vida. Es algoincreíble. La propiedad, ¡la religión!, son más caras que la vida misma.Es algo realmente increíble. Leticia se puso a reír. Bob estaba serio.Carmen pasó toda la noche en vela al lado de Virginia, que se habíaescapado, Elisa dormía en el cuarto contiguo, Elisa estaba durmiendo yCarmen fue consciente de que ella vigilaba con su sola presencia físicaen esa noche, al menos, el peso inequívoco y frágil, apasionante, de unhospital psiquiátrico. El silencio de la muerte, no. La muerte había llegadocon David, pero Virginia, Elisa, Blas, los otros resoplaban todavía conese afán inaudito, una ternura intolerable, dijo Carmen, Bob telefoneó.Virginia estaba acurrucada en el ultimo rincón del café, cercano alhospital, gritando mi cachorrito, mi cachorrito, y profiriendo una sarta degroserías dijo el barman, rojo. Yo no me mezclo en eso, comentarios,frotadas de mano ocultas, risas, risitas histéricas en los habitués. Cómoes posible que haya cuatro suicidios en un año. Elisa atravesó los corredoresllevando en sus manos un pote para Carmen. Elisa exultaba, se sentíaapacible. Se reunió con Carmen en el cuarto de Virginia, le24 sonrió, queriendohacerle llegar su reconocimiento. Toda mi ternura. Comieron juntas.Después Virginia se despertó. Elisa le acarició las manos, le tocó loslabios, luego quiso arreglarla. Virginia hizo un puchero, de desgano. Elisay Carmen hablaron, Virginia las escuchó sin decir nada pero tenía los ojazoslistos. Walther estaba abriendo la puerta con el mismo gesto de sorpresaante la llegada de alguien, parecía un reflejo, Martín miró los dibujos deWalther sobre la mesa. Walther se quedó esperando largo rato. Martíndejo hacer, dejó venir. Bob se rió, y besó a Carmen. Elisa lo imitó con unjúbilo de adolescente.

—Todo me fue placer. Nada me fue duradero, nada me fue altruista,incluso sin desearlo satisfacía necesidades particulares

—Duranteesavoráginesinembargo—duranteesavorágine—teníamomentosde lucidez. Hacía cursos espléndidos que luego destruía con un adjetivo, medesposeía fugazmente, a pesar de mí mismo, caía sobre la tierra luego de unaintuición increíble que desaparecía ante mis ojos como esos espejismos

— relato aparente (xv) —

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— gastón fernández —

—En verdad, esperaba un azar. Pero el azar, el que permitía todos losencuentros, fue el milagro por excelencia, la gran risotada: no pasó nada,fue antes del episodio del umbral iluminado. Bello. Me veía bello como elhombre instalado en el único espacio de valor, el del discurso sea cualfuere, lo eterno mismo, Martín

—Pero perdí peso, perdí peso interior. Me expresaba en mil fórmulas, laeterna misma. Sufrí mucho. Inventaba discursos espléndidos que luegodestruía con una risa. Poco a poco devenía extraño, como ahora, mispedazos eran con toda mi honestidad imposibles de empuñar. No conoceréa nadie. Sufrí muchas veces, ahora todo puede suceder, incluso la vida

Pero no era Bob quien hablaba. Martín experimentó una violenta repulsiónen el pecho. No era Bob. Gilgamesh se extravió equivocándose con lashuellas. Leticia no podía reprimirse. «¡Toda esa gente, toda esa gente ysólo para que la verdad sea viable! ¡Mierda carajo! ¡Martín, la certidumbre!»Martín no pudo moverse. La rama le entró al viejo por un orificio preparadode antemano, Bob, no estoy completamente seguro. Carmen contempló elcuerpo de Bob regado, pero el cuerpo de Bob se replegó inmediatamente yregresó a su posición primera, relativamente banal, mirando a Carmencon la misma necesidad —en un momento de desnudez violenta deCarmen, durante un instante casi de fulgor, de permanencia obsesiva,simple, Bob creyó en la alucinación, delante de él, de un cuerpoextravagante. Martín dijo a Walther que dirigirse a Carmen le había siempreparecido (fue una intuición) dirigirse a una mujer irreversiblemente virgen.«Una obra de arte (suponiendo por un momento esa superficialidad, peroes una aberración, dijo luego, Walther estaba echado en el suelo bocaarriba), una obra de arte cuadraría perfectamente con ella... Cabepreguntárselo, en todo caso: si la encarnación de la obra de arte es posible.Yo no sé. Yo no sé.» Él dibujaba «cronométricamente». Martín lacontempló, la absorbió. Carmen se retiró de la ventana.

El sol tropezó en el alféizar y rebotó en el techo, en el ángulo justo deltecho y del muro, y resbaló, precipitándose hacia abajo con la mismasuavidad. El sofá Leticia y Blanca no permitieron ver más. Waltherinterrogó a Martín. Fue instantáneo, la ojeada de Walther no duró más,hubo algún interés pero después Walther estaba apagado, torpe; en lamesa de Walther quedaron cientos de papeles, sin poder hacer nada.Walther y Martín se miraron, el primero no cesaba de gesticular. «Uncuchitril es más confortable que, todos esos dibujos... procaces» (Sinclair).Un cuchitril. Un cuchitril. La nieve cayó en un cuchitril. Carmen respiróprofundamente cuando se retiró de la ventana y el sol ametralló salvaje,blanquísimo, la pared. Martín hizo un movimiento, pegó despacio el

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mentón en el pecho, Mahler se encogió brutalmente en sus entrañas,Bob se estiró, se echó, puso la cabeza entre los muslos de Carmen tratandode hacerla entrar hasta que la boca se dirigió por sí sola al sexo y elcuerpo se inmovilizó allí por un rato, enseguida se reincorporó, se quedóen cuclillas, Bob se puso de pie. Carmen cerró los ojos. Los alimentosson un pasaje, un corredor; ni largo ni estrecho pero por el que uno pasasiempre apretado. Comer mutuamente desnudándose para soportar todoel silencio de la masticación, los ojos y el cataclismo de las manos, envolverla lengua ajena en la boca y alimentar al otro sin moverse, donde laconfianza, sin conocer medida, hace las veces de increencia, de vacíofísico, de muerte al revés —la desnudez de Carmen desapareció. Dosveces, cuando la angustia dio cuenta de Bob, el cuerpo de Carmen pudodesaparecer, desapareció, de hecho, y era vano creer que la desnudezviolenta de la mujer no estaba allí de todas maneras porque la angustiaexplotó en ella repetidas veces, vano articular con dificultad todo lonecesario en un recinto vacío preciso. «Es preciso.»

Bob dijo «la desnudez» a Carmen en un momento en que el cuerpo se lepresentó no como una fatalidad, o como una necesidad, sino como la partemás ínfima de una revelación, completamente inadjetivable, inocente,pura de todo y definitivamente cierta. «Hay cosas bellísimas que unoolvida», había dicho Martín. Carmen no estaba incorporándose en uncuarto de apoticario vacío. El silencio fue tal, alrededor, que Bob volteópor todos lados, agarró a Carmen suavemente para llamarla, bajar la vozy proceder con dificultad, dijo a Carmen todavía una serie de cosassabiendo cabalmente que estaba interviniendo en el cuerpo de su mujeralrededor. Dijo rápido: amor, si hiciéramos un hijo. Carmen respondió:no. Su voz amena tomando forma en un recinto hueco.—No son los niños, créame, amor. Pero creo que sólo quisiera tenerlosen el vientre. Lo que me irrita en ellos es su transparencia; unatransparencia intachable, y la posibilidad que uno tiene, yo diría inclusivela obligación, de aguantarla. Esa transparencia sórdida en la que ustedve todo sin que haya nada. Yo aceptaría —me encantaría el peso físicodel embarazo, nada más, una experiencia física, sentirlo en el vientre,¿comprende?—Sí.—Sólo eso... El resto me parece una buena resultante pero... Usted dijodurar. Es eso, ¿recuerda? sólo que vuestra duración se reduce, yo creo,a una insatisfacción intelectual, un hijo es demasiado horrible como paratomarlo a la ligera, su transparencia me repugna simplemente porque ellame hace ver la inocencia brotar por gusto, tan espantosamente clara, yporque a través de esa transparencia gratuita, absolutamente innoble, elideal se establece como principio visible, cuando usted y yo sabemos

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muy bien que no es verdad. Nosotros mismos, Bob. Blanca afirma que lasociedad es un todo, pero fundamentalmente (Blanca os detesta) ellacree que usted y yo lo somos más todavía, como si fuéramos un sólido. Elmás perfecto que se pueda imaginar, desear, obtener, etc. Lo que esindecible, es que es verdad. Usted lo sabe. Pero es ese sólido felicísimoevidente que nos irrita porque sabemos que no es así, no el vuestro entodo caso...» Bob le hizo saber lo de las dos mellizas, el culo de dosmellizas en el parque: si es tan evidente es que hay algo. Gato encerrado.Carmen se rió, le tomó las manos, las besó, se rió con fuerza. «Es poreso además que me llevo tan bien con los niños.» Carmen prosiguió: «Situviera un niño lo regalaría a quien lo necesitara», hablando todo el tiempo,apretando nerviosamente el vaso con las dos manos, cuando miró a Bobseriamente, sin huella alguna que hiciera pensar que bromeaba, o quesimplemente estaba nerviosa, que había todavía algo que ella llevaría acabo con Bob que la atenazaba, en algún lugar alejado, completamentesolos, con su recién nacido.—Lo haría para evitarle... para evitarme esa pasta translúcida, deliranteverdaderamente, sin voz, sin eco, sin nada, que es un niño. Lo comería.—(...)—Lo haría realmente. Lo haríamos, Bob. Un erotismo inclemente amor.Además ya podemos hacerlo. El erotismo «asiduo» de Walther. El únicoerotismo «cierto».

—¡Tiene que ser histórico, para que sea un acontecimiento! gritó Blanca,Sinclair estaba dormido. Bob miró a Carmen, a su izquierda, y más allá aElisa, percibió bien la mirada de Carmen, se puso a reír. Martín estabapasándole el objeto con el que jugaba cuando Carmen se levantó, y sedirigió a la ventana. Martín la siguió con los ojos, dejó sola a Elisa porunos instantes, Elisa estaba riéndose, Sinclair se repuso. Leticia subiódelante de Martín. La espera fue larga. Martín le25 sonrió. «Vamos».Claro, tú me dirás que esperaste hasta las doce y cinco, pudiste habermeesperado hasta las doce y media por el principio de la espera. Esperarmemucho más. Esperarlo siete, ocho horas a uno. Martín la invitó a subir,mirándola subir. El teje y maneje de la escalera que lleva a un cuarto esdetestable. Detesto tener que hacer. Me joden las manos, los pies, medan la impresión de decir siempre algo cada vez que los muevo. La vidade Walther es más simple. Es... difícil de explicar, dijo Martín, porque almismo tiempo Walther se siente separado de la vida. Pero si haces uncomentario te sientes inmediatamente culpable, aprisionado, Walther tehace sentir que molestas, que estás de más. Con él habría que hacer todo

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en silencio. La vida no le sirve sino como un elemento de comparación. Ensí misma ella no le interesa. Sin embargo, sigo creyendo que su vida esmás simple.» Walther no quiso levantar la cara. Bob, Carmen y Elisa seacercaron a él para ver sus dibujos, Martín se quedó sentado alejado, Waltherlos acompañó, Carmen cruzó con Bob una mirada maravillosamente lenta,por la que pasaron la ansiedad, la serenidad, también un abandono total.—El imbécil de Simenon busca al hombre desnudo desde hace años, hapasado toda su vida escribiendo sus policiales ignorando lo mejor, habíadicho Martín: que la desnudez es una estafa» (tratando de que Waltherdiscutiera, reaccionara, y que Bob lo mirara). Éste hablaba con Elisa yCarmen. La eventualidad de la muerte de Bob, y la de Walther, laposibilidad de verlos a todos desaparecer dejó a Martín insensible. Suimpasibilidad, de la que fue testigo tranquilamente sentado, fue másviolenta que el hecho de pensarlo. Martín se quedó inmóvil observando aWalther, a Bob, a Carmen y a Elisa formando un grupo compacto individualinclinado sobre una mesa con cientos de dibujos, y que le daba la espalda.Detrás o delante de la reflexión, pura, acerca de la muerte, no hay nada.Ninguna reacción interior, para comenzar, ninguna reacción exterior.Ningún contratiempo. Ninguna voz que se eleve, no hay vestiduras quese arranquen. Nada igualmente, cuando dirijo ese atrás o adelante másallá, al medio, hacia mí mismo. Nada. Como el grupo le daba la espaldaMartín puso las manos entre los muslos, luego se desabrochó el pantalón,extrajo el miembro como quien sabe que siempre estará allí y comenzó amasturbarse mirando cómo la cabeza del grupo se inclinaba hacia losdibujos de Walther, que parecía más bien apático, y que respondía. (Laapatía de Walther no tiene nada que ver con la cabeza inclinada hacia éle interesada de Bob, Señor, Señor. Si Bob me mirara a mí, admiraciónfundamentalmente humilde, amorosa, de la especie hacia lo que pareceescapársele —o hacia lo que está a su alcance únicamente con la mirada.Movimiento hacia. De turbillón. Movimiento de turbillón. Sin que lo sea.)Elisa dio media vuelta. «Rascar el barniz también, y nada, dijo de prontoMartín, en voz alta. Aceptar esa condición es la única inteligencia quequeda, prosiguió, mirando suavemente a Elisa y sin soltar el miembro, ladesnudez sigue siendo todavía la piel de la inhumanidad. Su epidermis.Hay que arrancársela.» Elisa, sorprendida, no se había movido. Los otrosvoltearon.

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(El curare torturístico argentino provoca en la víctima no necesariamentepropiciatoria una parálisis de los músculos, y de la respiración. Cuando lavíctima de la tortura en cuestión está a punto de morir asfixiada, se lareanima con la ayuda de médicos (la operación puede repetirse) paraenseguida obligarla a ingerir barbitúricos que la vuelven eufórica(alegrísima), que hacen las veces de suero de la verdad.)

Los, clientes (los habitués) del café, se cagaron de la risa.

«Hay un residuo, un llamado de... eternidad en esa tela. Imagínenseahora a un artista barrigón de cuyas telas se ha dicho que hay un... saborde eternidad, un... ¿eh? Imagínenselo ahora limpiándolas con un plumeroantes que el público llegue al vernissage. Cuestión de limpieza. Depresentación.» Limpiar la eternidad para sacarle el polvo, ¡eso sí que essaber hacer un esquema! festejó Walther.

Todos los gobiernos concagaron.

Walther lanzó una risotada corta. Elisa sintió el escalofrío que Walther,con los nervios de punta, captó sin hacer comentarios (había Carmen, enel fondo, que tamizaba las energías ajenas). Ruido de corredores de hospital.Ese ruidito crispante de los pacientes, aun callados. Ese ruidito de muerte.Elisa atravesó los corredores con su andar de siempre, tan peculiar. Algunosminutos más tarde: Elisa, Virginia, Blas y Carmen, en el cuarto deVirginia. Virginia cloqueó, ahogando más o menos una hipada, algo entrela risa, un atoro y la tos («No es nada», dijo Blas quedo, para tranquilizar).Por todos lados eran corredores, pabellones (había dos pisos) y un enfadomuy curioso, para decir lo menos, en el personal mayor (pasaba de caraen cara, con la facilidad de chupópteros). Sinclair volvió a sentarse, sindejar de observar el nerviosismo de Blanca y a distancia el cuadro deBlanca y Leticia, muslos pegados, estaba lejos de causar emoción. Elisase acercó a Bob para escuchar, Blanca proseguía con un vocerío en sumano derecha, que ella retiró velozmente, Sinclair se sentó en su lugar allado de Leticia, miró a Elisa, cruzó las piernas, fumó, como en aquel tiempolos inventarios hechos por los especialistas lograban dar cuenta de unay otra marca, necesidad sin la cual uno podría desaparecer. Blanca le

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pidió un cigarrillo a Leticia. Las radionovelas, la revolución mejicana ylos sueños de Chagall no son en efecto la arbitrariedad. Es la coincidencia.La selección natural. «La justificación.» Yo mejor diría: la definición.Qué malnacido dijo un día que a la conciencia le quedaba sólo tomarsepor una vez en serio y percibirse como «estado de universo». Traducibleen «caracteres de universo». «Su» «singularidad» «en» (caracteres de)«improbabilidad», «su» «intimidad» «en» «complejidad» «miniaturizada»,«su» «facultad» «reorganizadora» («libertad») «en» «distanciación»«inherente» «al» «signo», «el» «signo» «mismo» «siendo» «un» «estado»«de» «universo» «producido» «por» «los» «estados» «de» «universo» «que»«son» «los» «cross-dependencias» «de» «los» «circuitos» «cerebrales»«humanos». Malnacido del cuento, o simple definición.

El Señor Presidente y los vendedores de ranfañote se cagaron completamenteen la noticia. Jugaron dados en un rincón de café vociferando groseríasentre jugada y jugada, mentándose la madre, jurando, o escupiendo porel colmillo y sopesándose distraídamente los huevos entre cada echaday golpeando la mesa como si fueran orgasmos. «Orgasmitos de caucho,Aurorita, amorcito, dijo Virginia, mirando a Carmen sin verla, tiítas decaucho rodando por las autopistas del Mediterráneo.» Elisa salió. Blasquiso retenerla por el brazo sin resultado. Sinclair volvió a ocupar susitio. Pinocho el marino, culón emérito montado sobre las olas. Vivandero.Sinclair hizo un gesto negativo con la cabeza, los movimientos de Blancase convertían en otra cosa, Leticia apenas podía moverse, Carmen selevantó, Blanca levantó la cabeza para mirarla o hacer ver que todo eranormal, volteó violentamente hacia Sinclair mirando de pasada a Leticiade reojo, de pasada. Sinclair volvió a sentarse. Pinocho chansonnier. ¿Losnegros? Carmen goza cuando Bob le besa sólo la muñeca. La incapacidadque tienen los hombres de apuntar a otro blanco que no sea el sexo. Esaincapacidad fundamental. Fundamental. Sinclair se adelantó un tanto.Blanca metió a Leticia en la cama, su gordura extremada cubrió a Leticiacompletamente y una pierna se desaforó cayendo sobre Leticia. Blancase retiró, el labio se le fue despacio, su pierna aplastó literalmente aLeticia que quiso zafarse. Ponte, abajo, cámbiate. Los nervios de Blancarespondieron perfectamente, es decir. «Blanca nerviosa.» Leticia le llenabael vaso. La llenada fue oportuna otra vez, Blanca se vio inclinándose perosu peso la llevó hasta la cara de Leticia y su pierna derecha siempremás o menos independiente empujó a Leticia casi hasta Sinclair (el vaso

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se desparramó, Sinclair también se ensució. Leticia estaba en el baño,Sinclair oyó a Leticia en el baño y a Blanca, que eructó, cruzó las piernaspara arreglarse. Blanca no miró a ningún lado. Mis tiítas son fabricantes deron. Boquitas de ron. Sinclair se levantó, se dirigió al baño, casi se tropezócon Leticia que regresaba, Leticia volvió a ocupar su sitio, Blanca lemetió la rodilla. Sinclair regresó. Sinclair se sentó mirando a Leticiapensando en dirigirle tal vez una ojeada observando al grupo, rápidamente,todos hablaban. Blanca quiso llevar una mano al tic y el labio se le fue deinmediato, el labio fue a parar delante de todos, Blanca prosiguió. Sinclairregresó mirando a Leticia pensando en Leticia tropezándose con él, quela hubiera agarrado si Leticia hubiese estado por ejemplo tomada. Leticiale metió las tetas. El espacio es estrecho. Leticia le metió las tetas, selas sobó en Sinclair hasta que todo se echó, se echó. Sinclair le amasó lastetas. Sinclair se las frotó en la cabeza, Sinclair saltó varias veces. Blancadijo «Sinclair».

La disidencia es un alvéolo.Hubo un revoltijo de voces, Elisa estaba afuera, Mahler pasó a variosmetros del grupo junto con un cuchicheo que provenía de Leticia peroBlanca se atropelló, gritó. El silencio que siguió fue total. Mahler recorriólas cuatro paredes del cuarto, sin detenerse. Sinclair se reprimió. Miróa Mahler raspándose en la pared, abierto a la cosa como si él hubieseexistido. Fue allí que Sinclair abrió los ojos para ver cómo la realidadmisma se convertía en un «propósito», en una exclamación. La disidenciaes un alvéolo Blanca gritando furiosa yo no soy lesbiana y Pinocho haciendocaca después de un debate agotador forman un triángulo equiláterodisciplinado, su ministerio es accesible, perecedero. Imperecedero.Regular. Perfecto. Regulador. Pinocho el marino geógrafo trazador. Módulode entretenimiento y juego para niños. Pinocho regulador. Relojero.Común denominador. Adalid dadadá. Sinclair estaba hundido en el sofá.

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Bob se dirigió a los otros. Blanca estaba en el baño. (Geógrafo porqueperfecto. Determinador. Mierda en los ojos. Manifestación. La disidenciaes un alvéolo. (Risas)

El deshielo es un sexo. Mis tías son las cagantes de Babilonia. Bob noera escuchado. En el barullo Bob trató de captar la atención de uno y otrosin éxito, en un ambiente «extenso», imposible. Bob quería entregarse ala reunión. (Blanca en peligro, Sinclair parecía indefenso, Leticiacompletamente feliz, Blanca dejó de repente de moverse pidiéndole aBob, creo que con los ojos, Carmen vio a Elisa sentándose. A Bobdirigiéndose varias veces a Sinclair en una tentativa de interpelaciónpero en vano.) Bob bebió. Carmen miró a Bob esperando. Los niños sonuna «autogestión».Bob — Yo no sé. De acuerdo.Carmen — Walther dice: «comerlos es matar la memoria». Comámoslo,amor.Bob — Yo no creo en los símbolos.Carmen — Comámoslo entonces.

Namur, 1976-1978

(Continuará)26

Con citas deObras maestras del arte Hachette, André Malraux, Jean Ziegler, Marc Cholodenko,Montesquieu, Jean de la Ville de Mirmont, Italo Svevo, Henri Van Lier, Peter Handke,Hans Bellmer, Lawrence Durrel, Gilgamesh, Jean-Marie-Gustave Le Clézio, AlbertineSarrazin, Nerón, Marabel Morgan, Blend-a-Med Medic, Denis Roche, León BatistaAlberti, Descartes, Rainer-María Rilke, Cioran, André Glucksman, Gastón Fernández,Jean-Edern Hallier, WilheIm Reich, Raoul Ubac, Camilo José Cela, Alain Touraine,Jean-Jacques Rousseau, Virginia Woolf, Claire Brisset, Eduardo López Jaramillo,Stéphane Mallarmé.

1 ‘desesperezó’.2 ‘conociencias’: f. ant. conocimiento. Derecho: confesión que en juicio hacía el reo o eldemandado.3 Sin ‘¿’.

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4 ‘en’.5 ‘resblandecida’.6 ‘quedó’.7 Sin sangría, en el original, aunque dispuesto como el resto de divisiones de ‘capítulo’.8 ‘vomita el periodista’.9 ‘La apuesta, fue saber...’.10 Sin ‘»’11 En todos los casos: ‘quirúrjico’.12 ‘debiera’.13 ¿Debería corregir: ‘gingivitis’?14 Duplicado en el original.15 ‘indicible’.16 ‘que tampoco, existe’.17 ‘Hubo dos, voces.’.18 ‘caca’.19 ¿Debo corregir: ‘regodearon’?20 ‘¿esta noche?;’.21 ‘Adónde’.22 ‘Sinclair observó a los otros, Qué fatiga.’.23 Duplicado en el original.24 ‘la’.25 ‘la’.26 La página final del manuscrito se repite. En una de esas páginas, firmada yfechada por G.F., se lee ‘(Continuará)’.

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relatoaparente (xvi)

mi vecino es músico. (Lo he visto dos días después de mi instalación yse me ha impuesto de tal modo que no he podido encontrar relacióninmediata entre él y yo. La música no ha tenido la más ligera progresión,ningún contorno, ni la menor presentación; ha llegado hasta mí igual queun bloque, descomunal y definitivo, sin límites, que ha estallado en misala, me ha reventado los oídos, y se ha quedado incrustado en losalrededores, gigantesco, otra vez.) Es cierto, en consecuencia. Ayer, delantede la ventana de mi sala, la música de mi vecino también salió por lascuatro portezuelas abiertas de su carro estacionado, paralelo a su garage.Solitario. Lo veo a través de los visillos (sólo a medias; los visillos nopermiten una visión mejor. ¿Es preferible? La música, estridente, es unbloque. En mi sorpresa no hay ningún vestigio: sólo tengo la sensaciónpor demás nueva de ser observado, que algo pasa, el vecino ha salidopor el garage, ha contorneado el carro y ha buscado algo en la maletera,que se ha cerrado de un golpazo. La música ha disminuido. La soledaddel carro brilla con un reflejo opaco; desde aquí es así. Quiero decir que lasensación de ser observado bruscamente pasa repentinamente por elcarro) — o es esa soledad estacionada que se manifiesta por primera vezcomo soledad.

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Sentado (monolito de agua y de vapor), hago como si observararealmente, penetrando los visillos hasta llegar a un automóvil estacionadofrente a un garage. Un árbol haría mejor las cosas. Un paisaje encantador.El visillo corrido. Una «ensoñación»; o un simple automóvil. Pero es laprimera vez que soy consciente de que la música sale por una de lasportezuelas de un carro estacionado allí; y correr un visillo no es nada.Incorporarse, quedarse sentado, o moverse, cobran la realidad que noexiste todos los días y por la que nadie todavía ha dado su vida (no haymartirologio de la realidad). La soledad del automóvil, manifiesta, esademás idónea. A defecto de cuatro portezuelas abiertas para unalimpieza perfecta, la maletera se abre, para tragar aire, y mi vecino esaquel que limpia su automóvil, penetrado inconscientemente por lamateria, música simple, que hace de los movimientos de mi vecino unasíntesis perfeccionada, que lo convierte en gesto, o sea en realidad (lasensación de ser observado fue más fuerte la semana pasada, cuando elcarro cambió de posición. El músico lo ha puesto esta vez de frente,perpendicular, siempre junto al garage. He podido observar que es laposición que el carro adopta más o menos diez minutos antes de que mivecino suba a él y se vaya). Música increíble además. He puesto músicapara compensar, si se puede decir. La música sale por una de las portezuelasabiertas. Cuando éstas se cierran, o cuando veo que una de las cuatroportezuelas, o la maletera, se ha cerrado, la música se amortigua, y mesiento bien, al terminar el día a veces el automóvil no está. O se ha quedadoafuera, limpio, porque las portezuelas cerradas pueden significar muchascosas, aun cuando sé que eso sólo quiere decir que ya no hay música, yque el ruido ya no me molesta (que los alrededores, las alondras, elfuego del trigo quemándose, u otras cosas, están allí).

El vecino está en su casa, la puerta del garage abierta. Por ella pasa,saliendo por las portezuelas de par en par. La música, vista así, adquiereesa calidad que tiene sólo cuando recorre un trayecto preciso, tan puestoen evidencia: el garage abierto lo prueba. Y aquello pese a que mi vecino

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no se da cuenta: el carro ha sido limpiado, mi vecino se convierte enrealidad; la música penetra a mi vecino que forma con ella, en cada gestoperfecto, una materia espesa, omnipotente, afuera, cuando puedo verloevolucionar en ese ruido increíble que me impide a veces reflexionar; osino la música se queda en el carro cuando el músico entra a su casa porel garage, dejándola, simplemente. Es allí que su materia pasa por elgarage abierto, y llega, supongo, hasta él; o hasta su mujer, adentro. Yque el barullo infernal del que debo ser testigo adquiere esa calidadextraña de ruta, de realidad. Y que el carro se queda solo. Y que yo mesiento mirado. Es: ¿curioso? La realidad erige a mi vecino en esamateria-música simple sin que él lo sepa y que hace que él y yocomuniquemos, verdaderamente, y que un automóvil me fuerce; uno dequien tengo la impresión de que puede convertirse a ratos (por zonas)en mí mismo.

O todo cerrado (mi vecino no está. Es raro ver el carro sucio. Elmúsico se consagra a su limpieza dos o tres veces por semana, y es rarover el carro sucio, al punto de que la suciedad, mezclada con el brilloopaco de la carrocería y con el carro allí inmóvil, engaña, parece otracosa). Es una presencia extraña, en todo caso. Incluso, quizás, unaspresencia seductora. Mitsubishi Lancer, 1600, verde oliva tenue. Laprimera vez no pasó nada. Fue como si el ruido hubiese sido imposible.Música vulgar. Música saliendo de huecos, de orificios, y con esa suavidadde los gestos de mi vecino transformado en materia musical sin parecerreaccionar en medio de esa estridencia penetrante, que él no escucha.Ésa fue la sorpresa. La soledad vino después, y el color verde olivaapareció verdaderamente formando parte del automóvil cuando reconocíla disparidad de todos esos elementos, y su totalidad. El vecino se meapareció como vecino. Mi vecino. La realidad como una fracción de realidad,verdadera, solitaria, celular. El carro como una entidad estacionada. Losgestos de mi vecino cual un ectoplasma tenso saliendo de la música. Lamúsica como un miembro en toda esa materia. El garage abierto formandoparte de una angustia. La totalidad detrás de mi ventana observándome;la música así. Mi actitud ha podido ser, por un momento, la de correr elvisillo para ver mejor. O abrir la ventana y ver, sin ningún obstáculo estavez, a mi vecino limpiando su carro. Pero el carro está solo. Puedo

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entonces tranquilizarme y poner rápidamente un disco, liberado de unruido exterior.

Al fondo Atila deja de ladrar. Eso depende. Sin embargo, cuando lamúsica empieza, cuando mi vecino se mueve en ese espacio y Atila dejade ladrar, el silencio de Atila se queda en mi cabeza con una exhalación.Mi música se modifica, y el carro se ha puesto para que mi vecino loponga en la sombra, paralelo también, pero al lado opuesto, un poco bajoel techo. Ponerlo en la sombra. Si ésta estuviera del lado derecho elcarro se vería obligado a colocarse en perpendicular, y eso sería parairse. Gestos de mi vecino destinados a ello, dirigidos (deseo que sea así)a irse, cuando la música, que atraviesa delante de mí expulsada desdeun forado me obliga a levantar la cabeza para reaccionar (también hevolteado hacia atrás; no ha sucedido nada: «No ha pasado nada») y ver ami vecino arrancar. El silencio de Atila, a quien mi vecino ha fabricadouna jaula, se queda; yo pienso en el carro. Es una impresión solamente,lógica, robusta. Si descorro el visillo sólo veré a Atila apoltronado en elsuelo, y nada alrededor.

Ayer, solo (otra vez) tuve conciencia igualmente de entrar en misala. La ley permite a mi vecino, hacer lo que él quiere entre ocho de lamañana y diez de la noche. No hay remedio; y de otro lado, teniendo enconsideración la condición del lugar, es obvio que nada es «probable». Elaire del campo come el sonido. «El viento amortigua», pienso. El vientoamortigua lo que está allí; y eso depende no del viento sino de la músicaque pasa cuando el viento se encuentra allí en el momento en que yo estoyal alcance de todo, allí, en el mismo sitio. Mi vecino me enseña brutalmentecómo las cosas están allí. Cómo el temor de escuchar nuevamente la músicay ver al vecino limpiar su carro modifica violentamente mi cuerpo. Cómo un

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objeto inmune (un carro, yo mismo, el alma de una sala, la transparenciade un vidrio, yo mismo) ocupa un sitio. Cómo los objetos caen. «Todos losobjetos se caen.» Pero en la caída —en aquel espacio siempre unicelular,constante, definido, infinitamente distante, distante y casi loco— elespacio encuentra a su doble, y a otro objeto. Más veloz —menos veloz—que el recuerdo, que la angustia, que la ineluctabilidad. (Fosa común. «Esun objeto sin ninguna importancia», digo, «mera casualidad», simpleforma, las leyes de la eternidad, un desgaste físico, cosa común, cosacomún. Lugar común. Cosa común el hecho de que el espacio anule a sudoble anulando el espacio en la conjunción de un lugar.) El carro cambióde dirección. Dirijo una mirada hacia la casa de mi vecino, luego hacia elgarage, inmediatamente después hacia el carro, con el que la figura demi vecino se confundió: la música estalló, la portezuela se había abiertohasta el fondo de su propio juego, y yo incapaz, agazapado en la mirada,latente, prendido a mi propia expresión.

Hasta el paisaje cambia. Es como la sala, la otra vez, cuando lo queestoy obligado a ver por la ventana, luego de mil recorridos, corta camino,se reduce a una definición, el carro se identifica con el cuerpo de mivecino y la música me hace cobrar conciencia de las cosas. La sala cambia(la proximidad del sofá, de mi escritorio, el solo hecho de ingresar a lasala tienen lugar ya, en el mismo momento de hacerlo, cuando veoimpotente que la música se encarga de ocupar mi lugar). (Sombra deltecho, líneas paralelas al frente de su casa, garage cerrándose, carroestacionado en perpendicular: he visto que, manipulándolo con ciertoesfuerzo, sacándolo del garage hacia la derecha, mi vecino estaciona elautomóvil de modo que la puerta del garage se quede abierta pero sinque ello me haga pensar que el carro va a irse, o que el músico va atomar alguna decisión.) Otra manera es ponerlo directamente en la pista,sin razón valedera, pues el automóvil se queda inmóvil todo el día.¿Símbolo de la realidad? Su presencia es tan reveladora, tan evocadora,que luego de varias semanas durante las cuales he mirado simplementea mi vecino, la música se ha transformado en lo que cualquier dolor podríaprocurar: temor, nostalgia, todo. La música se impregna en mi cuerpocual una parálisis contigua, algo regular. Cuando descorro el visillo para

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— gastón fernández —

ver (cuando me adelanto un poco para ver si afuera es lo mismo) el símbolose destaca en la transparencia del vidrio: el carro está perpendicular. Mialegría se transforma después en tranquilidad: el carro se va.

Y Atila no ladra, hasta que saco la vista de esa impresión. Todo esetemblor en la sala, alrededor de mi cuerpo, un espacio pequeño, vertical—estoy sentado— que me contiene, un cilindro refractario, quiero creer,casi feroz. Sin decirme que esa totalidad que el vecino forma al lavarloes algo tan diferente, u original. Algo «conforme»: él se absorbe en sumúsica, veo el cuerpo de mi vecino caminar, situarse en las inmediacionesdel carro y ponerse en él con una precisión de la que sólo yo soy testigoy sin poder retirarme a tiempo, atónito, delante de una casi proeza, deuna simplicidad. La música el carro y el músico no se me aparecen comoentidades separadas sino cuando pienso en el viento, en el verde olivatenue, en sus gestos exactos con él, gestos exactos, verde oliva —música—en la cual la inocencia parece cobrar una nueva significación. Pero cuál.El paisaje no se ha movido.

El ingreso diario a mi sala es una liturgia que comienza con un miedoen mi cuerpo (no hago ninguna mueca pero en el mismísimo instantesiento aquello que me es imposible verificar: mi verdadera situación enel acto. Mi proceso en todo ese proceso. La coincidencia, otra vez: laráfaga en el viento, el conocimiento cual una serie de círculos concéntricos:el alma, el reflejo, la puntualidad. En el mismo instante, al ingresar, elcarro no se me presenta como un simple automóvil sino como elestacionamiento, que en cualquier momento puede gritarme «Quién vive...»Símbolo del símbolo de la realidad. En mi abstracción —al trabajar, alconversar— el menor ruido mecánico me alerta: «Es el de él.» Piensoen la música, en un ruido molesto, en mi vecino, en la esperanza de que

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el ruido sea el de él: pero un carro que no es el suyo, un carro extraño,destruye en mil pedazos esa posibilidad. Al ingresar a mi sala con la angustiacotidiana de tener que enfrentarme con ese ruido estático —dinámico—cada vez más irritante, el motor de un carro arrancando, yéndose, me hacecomprobar la importancia misma de la angustia. El paso de otro carro, noel de mi vecino, me ha decepcionado, cortando en mil pedazos mi tranquilidad.Luego he tenido miedo de la decepción. Y he deseado que el carro delmúsico, estacionado, no se mueva).

Imagen que lo saca a uno de su distracción cuando se la mira bien,como toda figura en reposo, erigida sobre soportes, la impresión fugazde que en toda esa escultura viva, y excitante, mi vecino parece inmaterial,y que el carro me impulsa a moverme por mí mismo. He leído cosas así,en diarios y revistas especializados. La cosa sería tenerlo y comprenderbien el sistema, y todos los accesorios. Conducirlo como a una persona(mecerse, quizá). El Simca Horizon se presenta con motores tres versiones1118 cc. con tasa de compresión baja; 1118 cc. supercarburante y 1294 cc.que llegará al Salón. El Ford Escort GL, en versión cuatro puertas:aumento de precio razonable. El Toyota Celica 2000 GT, un motorsilencioso y caja de cambios bien sincronizada. Dibujo del Peugeot 305sobrio, neto; pero tiene un aire familiar con los otros cuatro modelos dela gama. Hyundai Pony, sudcoreano animado por cuatro cilindros de 1238o de 1439 según el modelo. Fiat 127, 1005 cc., puede ahora medirse conlos de la clase superior. Ford Granada: una insonorización aún más trabajada,y mejores aptitudes de ruta. El Daihatsu Charada es un japonesito contracción delantera. Y no pesa sino 660 kilos. Daihatsu ha buscado sobretodo cierta forma de economía en el uso pero ha hipotecado sensiblementela vivacidad de la máquina a altas velocidades. Charada es un japonesitode la familia de los coches con tracción delantera y motor transversal dotadode cuatro ruedas independientes, frenos asistidos, vestido a la modaeuropea para — con un equipo centralizado frente al conductor — ytodos, los instrumentos necesarios para el control del movimiento delautomóvil

— relato aparente (xvi) —

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— gastón fernández —

Un cuenta revoluciones y cuatro cuadrantes destinados a la carga dela batería, temperatura del agua, presión del aceite y contenido del tanquede gasolina más una serie de interruptores que hacen funcionar losaccesorios luminosos y de climatización y el reloj de cuarzo. En cuanto alos limpiaparabrisas, y faros, todo se acciona utilizando dos palancassituadas a ambos lados del eje de dirección. Todo en un decorado deterciopelo de nylon de calidad, Hyundai Pony

He pensado que el músico sale por el garage y se dirige a su carro; yes verdad: no lo veo nunca ingresar, o salir, por la puerta principal. Sedesplaza de cierta manera. Sale del garage, que es por donde entra comoun cuerpo simple de trayectoria normal. Y de pronto, lo que me sacude,es que él se mueve sin que yo me haya distraído un segundo. No lopierdo nunca de vista. Lo sigo (como la sombra): mi proceso en un miedoya cotidiano y que no depende directamente de mí sino de esa especiede ceremonia de la que percibo sólo las ondas, como cuando se piensa sinpensar. La música brilla —explota, se imprime. Se difunde. Se perpetúaverdaderamente y se queda en el aire, y es inútil que crea (por unmomento, en que creo que todo es posible) es inútil que crea que ella sedetendrá de sólo pensar. Si estas consideraciones están lejos de sersimples consideraciones mentales no se puede prejuzgar de lo que pasaráde aquí a varios años en el mundillo industrial y en consecuencia de losresultados de lo que se puede calificar ya de «dinámica particular». Atilase abraza con el músico. Por unos instantes (repetidas veces, es verdad)me bato contra la idea de desesperarme con esa música (me desesperoal final, me abate la desmesura de mi impotencia ante un hecho tan común,tan sencillo, tan desprovisto de profundidad) compensada por unavirtualidad, una esperanza, fulgurante: la de poseer yo también esomismo.

Ese alivio me abre. Me lava.

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Un día había cristales, perpendiculares al suelo. Quizás era el reflejodel sol sobre el carro. Mi vecino lo dejaba, pero el carro se quedaba allí.No era lo mismo, porque el carro daba comienzo —tal vez era el reflejodel sol— a una ascensión más o menos luminosa o cristalina, reflejo,quizá; ya sea porque mi visillo recogía imperfectamente las partículasdel sol sobre el techo del carro, ya sea porque éste reverberó en unaaureola (vibración) dentro de la cual apareció súbitamente esa mismasoledad, percutando intempestivamente en mi sala. Fue un increíblemovimiento de retroceso, de imperfección. De desorden. De rarefacción.Dolor. Porque la visión más o menos tranquila de un objeto a través de laventana, me obligó de pronto a voltear la cabeza hacia atrás en busca deuna evidencia — en busca de atrás, de mi espalda; en busca de unaequivalencia, en la sala, otra vez el miedo... Y ahora sé que fue un éxtasismenor: en realidad volteé la cabeza en busca de lo que creí que habíasido un eco: la soledad, pero esta vez cerca de mí. Cuando respingué elsobresalto no me pareció entraño: no había visto nada y de otro lado nadaera importante: un carro, el sol. Una superposición o yuxtaposición deelementos no puede tener importancia en ningún contexto. Yo sólo veopor la ventana. Lo esencial de la transformación no se dirige especialmentea capitalizar sino a crear más placer, extendiendo las curvas de la potencia.El sol achata las superficies, los colores. La luminosidad achata, parasiempre, el verde oliva. Y en lugar del carro, contemplo, o creo ver, veo,una efigie verdadera.

Un concentrado de auto.El Fiat 128 comienza chico. 3.84 metros de largo, para ser preciso.

Pero se pone a crecer desde que uno penetra al interior. Hay sitio paracinco personas y una maletera de 370 litros para las maletas.

— relato aparente (xvi) —

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— gastón fernández —

El 128 crece todavía más cuando se aprieta el acelerador: de 0 a 100 en16 segundos. Ycomotienetraccióndelantera, y cuatro ruedas independientes,el 128 no lo deja a uno tirado en las curvas o en las malas pistas.

El 128 está igualmente construido como si fuera un gran carro. Lacarrocería está protegida por siete capas anticorrosivas. El motor giramenos para durar más. Y la seguridad no está considerada como «algomás». Servofreno, eje de dirección retráctil, vidrio atrás contra la helada,limpiaparabrisas de dos velocidades todo incluido sin suplemento. ElFiat 128 es un concentrado de carro grande. Para utilizarlo basta ponerun poco de gasolina. Mitsubishi Lancer, 1600.

Las revistas y los diarios especializados, cuando los hojeo para ver,atraído por una sensación de hiel mezclada con una amargura difícil delocalizar y un bienestar —curiosidad, más bien, curiosidad— picante,fluyen sin moverse.

El confort de los ocupantes comienza a nivel de un extraordinariosilencio general. Silencio del conjunto mecánico. Silencio dinámico delcarro. Silencio aerodinámico general.

El Señor Vandame es gentil, atento; o sólo solicito. No tiene por qué,creo. Creo que no tiene por qué, las vueltas que ha dado alrededor de mísiguiendo mis pasos que se habían puesto a seguir los suyos se hansobado a mi cuerpo con una suavidad de la que todavía me queda unrecuerdo incierto, pero persistente.

Es inimaginable lo que el día depara — iba a decir «lo que cada díadepara» si...

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Al lavarlo, el músico parece recoger lo que yo veo. En el carro (allavar el techo, las ranuras de las portezuelas, los faros, las cerraduras,la antena flexible, los cromos) yo recojo a mi vez el resultado inmediatode todos esos gestos cuando la música martillea en mis oídos y delimitola zona sin querer — el visillo es enorme, en fin de cuentas. La recogidaes, más que un resultado, y que yo puedo ver, sin querer, un gesto. Puedeser un gesto amplio sobre el techo o ese frenético en los vasos, o todo elcuerpo del músico tendido sobre el cuerpo del carro, el alma se integraen mi alma en la sala y cuando me percato de ello digo: «visillo», «música»,sabiendo que al pronunciar lo que no será jamás un exorcismo el músicoes mi vecino, y que la condición de estar sentado (en el fondo, sólo delantede una ventana) es una condición también: mi vecino está allí de todasmaneras.

La sala me envuelve. Es curioso cómo el espacio se dilata y meenvuelve y la sensación que he tenido a veces de mí mismo es análoga ala que tengo del espacio de la sala, que es análoga a la del espacio interiordel carro, que acabo de comprar, en el que el olor lo envuelve a uno comodotándolo de un atributo, de una novedad. Todo es nuevo. El olor salepor todas partes cuando uno mete la cabeza adentro. De los asientos.Del piso de caucho. Del timón, que uno toca con pudor. Del tablero. Delas paredes. De adentro. Y cuando uno se para frente a él mirándolo, elolor, el brillo, salen de todo ese bloque sólido sin zócalo, parado por élmismo y en el que de súbito, sólo un momento, uno no sabe quién estáfrente a quién.

Mi carro.

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— gastón fernández —

La descomposición del trabajo en el obstáculo es perfecta. De niño,cuando me desplazaba silenciosamente, pero velozmente, de la esquinadel escritorio al ángulo de la mesa, y de allí hasta la esquina de la cama,escondiéndome bien detrás de los flecos del cobertor, sentía el vientecillodel pañuelo anudado en el cuello — aquel con quien jugaba se desplazabarápidamente y en silencio delante de mí. Lo único que podía escucharseera, acaso, nuestra respiración. El cuarto estaba extremadamentedilatado. Tenso. No se escuchaba nada. Ese aporte de sangre nueva enel motor no deja que desear. Un olor a apertura. Quiero decir: el asombroque tengo de niño se ignora a sí mismo. Sólo abro los ojos. El pañuelo alcuello, con el nudo delante, y armado con dos revólveres, lo que adquierede pronto mayor importancia, mayor cúmulo, percepción más voluminosa,es el cuarto. Su dilatación La impresión de saberme parado en el centroy dueño absoluto de lo que no puedo distinguir bien porque en realidadestoy escondido detrás de los flecos del cobertor y porque aquel conquien juego está parado en el centro mismo del cuarto buscándome. Elhecho de poseer todo me fortalece: pañuelo revólver sombrero cartuchera.El peso ordenado, soberbio, de sentirme fuera de mí: no lo sé, pero laapertura que siento en mi cuerpo me pega al cobertor y al centro delcuarto, desde donde domino la situación. El poder me exclama.

El músico lava su carro.El mío es un Mitsubishi Lancer 1600, verde oliva, tenue. Sentado

ensordecido por esa música tratando de concentrarme, la visión que tengosúbitamente de mi infancia no me traslada hacia atrás; es todo locontrario. La risa que se me escapa (un ruido, una suerte de cloqueo enla nuez) se ahueca en la sala cual si la infancia fuera la risa, tanto máscuanto que ésta proviene de esa seriedad — de niño mi cuerpo seacentúa, se para, se entreabre en el centro del cuarto. La ley es la ley.Una sensación inexplicable de aire me atraviesa, y me para en el centro.Sólo tengo una ligerísima idea de pasado que se confunde rápidamenteconmigo y con la impresión evaporada inmediatamente que Gene Autrysepara apenas las piernas sin decir palabra, agarrando bien las culatas ysin decir tal vez nada específicamente cuando el vacío me atraviesa, meensancha. El músico me irrita.

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«La ley es la ley» me da la impresión de estiramiento. De amplitud. Deinfinito. No hay necesidad de repetición. Es la misma transparenciaextraña de la sensación de estiramiento que provoca la paciencia infinita,cuando uno decide no pensar en el tiempo, o en la impaciencia, a fin deno angustiarse, y uno hace entonces un vacío en la cabeza. Un esfuerzo deconcentración. Un vacío interior. Una conquista espiritual. La velocidad meconduce de esa forma. (Descubro que la velocidad me conduce de esamanera. A una velocidad constante sobre todo, siempre la misma,pongamos ciento diez, recostado un poco contra el respaldo; y el tiempose estira, curiosamente. Y a favor del silencio que ciento diez continuamenteinstala fatalmente en el carro mi cuerpo se queda, sin voluntad. Lavelocidad me lleva. Ése ha sido mi primer placer.)

Luego han venido otros, la serie casi ininterrumpida de lo que nopuedo llamar, sino sorpresas ha sido simplemente pletórica.

Llenar el tanque, por ejemplo. Llenar el tanque debe ser tener elcarro limpio, aceite cambiado y todo en perfecto estado mecánico (interior).Quiero decir que cada vez que lleno el tanque, que procedo a llenar altanque de gasolina, creo en la sensación física imperativa de unacoherencia, de una totalidad. El llenado del tanque me produce un placerinexplicable cuando el carro funciona bien, sus miembros funcionan, losruidos no son sino normales (un ruidillo aquí o allá como no es mecánicono es importante), llenar el tanque cual una operación inseparable de suaspecto exterior. No un suplemento. Un complemento.(Como cuando la aguja se va hasta el fondo, alcanza al tope «Full», losobrepasa de medio milímetro, oscila ligeramente delante de mí antesde inmovilizarse, con una como determinación. Tengo una impresión deequívoco pero no es así: la aguja chocando en el límite contra la imposibilidadde ir más allá se detiene delante de mí rebotando (ésa es la impresión)

— relato aparente (xvi) —

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— gastón fernández —

pero sin regresar, inflando casi el marcador. El-tanque-está-lleno.) Lasatisfacción es un espasmo en el vientre pero no es alarmante. Y el timónse agarra mejor.

O un parabrisas. El limpiaparabrisas cuando llueve. Es un momentoen que estar en el carro me parece fundamental. Quiero decir: me doycuenta de que tengo que estar, para poder asimilar toda esa presencia.El parabrisas mojado adelante me obstaculiza y la sensación violenta deencerrado me expulsa hacia delante y hago funcionar el botón, limpiandolo que he creído que está de sobra (el agua se desparrama hacia amboslados del vidrio. Delante de mí veo con claridad. El placer, sin embargo,es también el de volver a ver pero sólo luego de experimentar ese vértigo,el de estar en un habitáculo que recela peligro y que provoca al mismotiempo en mi cuerpo una envergadura diferente, venida de una operacióninusitada. Venida del exterior. Venida del interior.Venida de un obstáculo intermediario sólo aparente. Venida de una conmocióncerebral.

La sonrisa que aflora en mi cara tampoco me parece pertenecerme.Es como si el carro hubiese comprendido. El tiempo y el espacio soninstrumentos que yo ya puedo manipular. Palillos para el uso. Lasdistancias son necesarias. Descubro mi sonrisa como «proveniente de».Ocupándome. Casi ajena. «Casi», porque me siento a pesar de todo ligadoa mi poder de decisión: a mi dominio privado. A mi personalidad — lasonrisa que se ha pegado a mi boca desde ayer es como una generosidad.Eso es. Una generosidad.

Hay algo notable en el hecho de que la realidad se vea correcta através de un espejo retrovisor, de niño la realidad de mi cuarto seimpregna con la presencia del otro, aquel con quien juego. Sus

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desplazamientos, los míos. La realidad está delante de mí: en orden; yla cuadratura del cuarto perfectamente delimitada en la medida en quevigilo mis movimientos de cerca, y los movimientos de aquel que seesconde de mí en algún sitio. Y la realidad es central. El cuarto se meaparece perfecto. (Mi cuerpo posee todos sus atributos —pañuelo, revólver,sombrero, cartuchera— las sombras como que se distribuyen alrededor,expulsándome hacia el centro, desde donde me ahogo, me ahogo, en lasatisfacción.

El manipuleo del retrovisor exterior me hace sentir mi ojo en losdedos.

El manipuleo del retrovisor interior hace aparecer lo que veo atráspor partes, que yo compongo de reojo, sin mayor esfuerzo.

El techo de un carro. La pista. El faro y el radiador de un carro. Untrozo de llanta, un panel de publicidad de Mitsubishi Lancer. Un capot yla luna delantera de un carro que me sobrepasan. El vidrio no oponeresistencia. De niño, los límites de mi cuerpo se terminan en el centrodel cuarto, en el hálito opaco que el vientre expulsa desde mis cartucherashasta la boca, con la misma precisión, instantánea, de la velocidad.

Esa satisfacción intensa del circuito, de la caravana, de la circulación.Mi Mitsubishi Lancer se hace a mi cuerpo exactamente como si mi cuerpose pusiera a pensar y decidiera escoger una forma, una aptitud. Así lalínea universal de la circulación cotidiana es inalterable. Placentera. Micuerpo prosigue su ruta. Es como no tener ni comienzo ni fin. (El vacíoque nunca he podido localizar en mi niñez aparece ahora en toda lasuperficie de mi cuerpo, naturalmente, con una espontaneidad indecible,fue un día en que el Mitsubishi arrancó en una décima de segundo y laperfección del encendido y el arranque mismo —desapercibido— mellenaron. Una relación novísima, por la ventana abierta, entre el exteriory mi cuello, entre mis manos agarradas al volante y mis ojos, entre elvientre y el piso, el vacío es más bien un vector de placer, un vértigosocial —una seña particular. Una insistencia, en todo caso. Una insistenciaen el avance; en la fecundación. Es como no tener ni comienzo ni fin. Elprogreso haciéndose por sí solo. Mi carro me avanza.) La circulaciónautomotriz que yo siento en mis venas como una universalidad seconvierte en un hecho cotidiano inalterable y potente, fácil, en el que el

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— gastón fernández —

placer se transforma a su vez en esa línea universal en la que mi almaadquiere vigor. Sin mutación. Sin volición. Sin dolor.

Me gusta el orden de la circulación. Uno maneja, progresa. Por elretrovisor veo el orden de la realidad. Las señales funcionan. Las direccionestoman la dirección debida, las cosas se enuncian, como cuando aprieto elbotón para torcer y mi faro se prende, me anuncia. Pero no es sólo eso.Es el orden, que me emociona. Ayer un policía de tránsito hizo torcersimultáneamente a tres líneas de carros en tres coordenadas paralelasperfectas. Una emoción. Una normalidad. Algo que me robusteció el alma.La sonrisa fue la de pasar frente al policía con todos los aditamentos enorden —certificado de control técnico extinguidor brevete pago deimpuestos— pasar delante del radar sabiéndome tranquilo —rojizo, casi,de placer interior. Mucho más que en total seguridad: cómplice, transparente,del deber.

No sé por qué.

Creo que las cosas menos interesantes cobran vida. La sensación deacumulación que he experimentado hoy con las estampillas de premioque uno puede obtener en los grifos a cada llenada de tanque, que mesumerge involuntariamente en la idea, completamente loca, de quecolocar por ejemplo, volver a poner el mismo tapón (el mismo) en laválvula de la llanta después de verificar la presión, me protege de riesgos,de alguna traición. No sé por qué. (Allí también tengo otra vez esa vagaremembranza de temor, de emboscada posible, si por desgracia medescuido y cambio las cosas de lugar. Una alegría, también.)

Lo mismo en su sitio.

Sí.

Todo proceso de acumulación, en verdad. Las estampillas no son sinoun ejemplo.

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Sentado delante de mi ventana atisbo por la rendija de la cortinaantes de decidirme a salir. Atila cuando ladra me alerta, me irrita o metranquiliza. Miro el sol por la rendija de la cortina. El cielo es azul. Nohay nadie alrededor. Abro bien la cortina, la ventana, y pongo música.Salgo a tomar el sol echando no obstante una rápida mirada al garagecerrado, a Atila apoltronado en silencio en su jaula, a mi Mitsubishiestacionado. No hay nadie alrededor. Puedo tomar el sol contento.

Música, música. Además música autorizada. En perfecta armonía conlos días con la sucesión de las cosas con el devenir, música legal. Por quéno la prohiben, me digo. Música que me obliga desde hace ya tiempo a nosalir, que determina el modo que tengo ahora de sentarme a mirar, elmodo de agarrar simplemente las cosas, el modo de observarme, deresponder, de desear esto o aquello. El modo de entrar en mi automóvil.Hay otra cosa extraña: el músico nunca pasa delante de mi casaespecialmente delante de la casa. Lo veo a treinta metros, lo observo delejos, lo veo evolucionar a través de un visillo — y allí la posibilidad, enel fondo real, de que ese hombre tome de pronto la dirección de mi casapara iniciar un paseo me asalta, y se me presenta como algo irrealizable.

Felizmente mi carro está allí. Su presencia es la presencia tibia deun animal doméstico, de una compañía. Si dirijo la mirada hacia él lospensamientos precedentes pierden consistencia, desaparecen. Por suertela realidad es transferible.

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— gastón fernández —

Quiero decir: un objeto inanimado-medio vivo que no hace sino estarallí como los dóciles de quienes se obtiene todo; el sentimiento del deber,el de la paternidad, el de la autoridad, en general, quiero decir. Lacomplacencia que recibo me afianza, delante de una imagen de latranquilidad, de la duración. Mi carro me perfecciona.

Loada sea la perfectibilidad.

Si el carro no está estacionado es que no hay música posible. Quévulgaridad. Decir vecino ya es mucho, y sin embargo es el mínimo vital.Mi próximo. Mi vecino. Un artefacto funcionando correctamente ignorándoloolímpicamente a uno, chingándose en las ordenanzas municipalesrelativas al orden público o aprovechándose de la largueza de esos mismosbandos que le permiten todo entre las ocho y las diez. Banda demalandrines.

La ley es la ley. La primera sincronizada tiene de particular que lasensación de detenerse me parece nuevamente perversa. Es decir: esainterrupción falaz es una farsa. Es falaz. La ley no permite el paro. Laley indica a los peatones que debo continuar si ellos se ponen a atravesarcuando están en rojo. Esos imprudentes. Esos hacedores del mal oficio.Esos menores.

Pensándolo mejor, el vecino podría ser un accidente. Un accidentebanal. Un simple accidente como los que ocurren, como los que ocurren.Porque, pensándolo bien, la circulación es tan intensa, los automóvilestan numerosos, las imprudencias de los peatones tan reiteradas, lasdesgracias tan reservadas a todos y a cada uno, las costumbres tanautomáticas y por sí solas, la justicia tan mecanizada, la compañía de segurostan lenta y los tiempos tan veloces, los automóviles tan personales, el

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espacio tan saturado y el tiempo tan corto que un músico vulgar puedeser un accidente sin intención. La ley como un placer debido puesto ensu verdadero lugar indefinido para siempre.

Qué: placer.

Sólo tengo que ponerme camisa y corbata y atestiguar delante de unjuez. No hay necesidad de abogado ni de ninguna elocuencia, sólo untrámite regular administrativo veloz en el que debo solamente atestiguar.Por suerte la realidad es transferible y por suerte estoy hecho a la imagende la gente automotriz.

La realidad me avala.

Namur, 1978-1979

— relato aparente (xvi) —

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— gastón fernández —

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relatoaparente (xvii)

dibujo 8.— «El barón Karl von Grainberg dibujante es sólo Karl vonGrainberg», me dice Andreas.1 «El barón es Karl.»Andreas piensa en un instante, imposible, que le permitirá

ver aparecer a alguien por alguna callejuela oscura de la ciudad, saliendode la nada, detrás de un carboncillo, a través de la espesura despiadadade la realidad.

Casi ocultos por el sitio que ocupan sobre el papel un hombremuestra a dos mujeres la frondosidad da un árbol, señalándolo con subastón. Es sin ninguna duda el mismo patio interior del castillo en ruinas,y la frondosidad del árbol es tan espesa2 que uno de los torreones esliteralmente roído por el carboncillo. Las dos mujeres observan el árbolsin moverse. Los automóviles avanzan. El tráfico es impalpable a causa dela velocidad misma. Tráfico veloz, increíblemente veloz. Increíble, debidosobre todo —quizás únicamente, me dice Andreas— a esos lapsos paradójicosdurante los cuales, cuajados en su propio raudal, los automóviles seinmovilizan en la inmensidad. La visión roza los límites de lo imaginario,tráfico inaccesible al ser humano; tráfago palpable sólo a causa de unreflejo que nos llega a Andreas y a mí al puente, muy alto, desde dondelo vemos; que llega hasta nuestras conciencias, tanto más inaccesible3

cuanto que Andreas me ha señalado, varias veces ya, la incalculableanchura del río, la vegetación alrededor, verde-roja, exuberante, nuestrainfinita pequeñez,4 todo aquello en lo que él me asegura otra vez caberdemasiado, en una ciudad en la que ninguna antigua aparición es yaposible.5 Andreas me señala nuevamente el río.

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— gastón fernández —

Estamos totalmente sumidos en la oscuridad de la ciudad.La realidad oscila —o transcurre— porque el castillo, iluminado, permanecearriba, a nuestra izquierda, pegando su costra a la luz de un reflector. Elcarboncillo está inmóvil. Andreas señala el río, el castillo está reproducidosobre el papel, Clemens von Brentano y un carpintero no tuercen ensilencio la esquina de una callejuela sucediendo, en realidad, al ruido desus pasos... El brazo de Andreas me roza.6

—La reconstitución exterior de un antiguo elemento de la ciudad esahora imposible, me dice, como terminando una frase. «Un ruido, porejemplo, ya no es. Es más: ya no puede ser.7 Es como si lo que terepresentaras fallara. Sobre todo porque lo que te representas no es elresultado de un pensamiento, algo absoluto, sino su memoria; unareconstitución imposible.8 Nada consistente, nada denso, nada volumensólo un vaho natural. Si piensas sólo un poco verás.»9 Luego Andreasperdió su mirada en el río murmurando que la tortura tenía todos losprivilegios, incluso el de la reconstitución, pero no tenía memoria. «Latortura no tiene tiempo.»

Dibujo 11.— La llama del encendedor de Andreas me cierra los ojos, elbrazo de Andreas se recoge. Los muros del patio de Karl

pululan de escombros. Una pareja se abre paso. La minucia de Karl esimpresionante: la pareja se abre paso efectivamente y logra llegar frenteal muro mayor, cuyo trazo es tan perfecto que los bloques de piedra,progresivamente realzados por el carboncillo, se confunden con larealidad. Andreas y yo caminamos por las mismas calles — la apariciónde Clemens von Brentano se borró por sí sola, o Andreas me prendió elcigarrillo hablándome, su brazo se recogió por la pasarela del puente.Andreas estaba todavía acodado sobre ella. El paisaje se endureció enplena realidad.

¿Beatriz...?

Andreas me miró como un perro con el rabo entre laspiernas. «Brentano», decía despacio. «Karl».—«Karl.» «Karl», mirándome como embobado, luchando por reducir lacalidad del barón dibujante a su solo nombre, y luego ese nombre alsonido, a fin de ver si, pronunciando10 una y otra vez, éste lograba tambiénhacer desaparecer su significación.—«Karl», dijo; y repitió.11 Andreas guardó el encendedor. Las calles dela ciudad se superpusieron a las mismas, exactas, recorridas antiguamente

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por Clemens von Brentano, formando la misma imagen. Para Andreas, larealidad no fue un palimpsesto, lo que hubiera sido incluso agradable,sino la imagen misma de lo que ya no existía siendo lo mismo; o paradecirlo apropiadamente, un palimpsesto al revés: la profundidad ocultandoa la superficie,12 el pasado royendo la actualidad,13 la muerte superponiéndosea la vida, que se puso paradójicamente a morir, con Andreas y yo adentro.Mirado así, el río también fue sinónimo de profundidad: profundidad chata,estática, evidente. Ancha conmemoración de lo que quedó a la vista delo único que se podía contemplar en un río sí uno se esforzaba enmantener la vista fija en un solo punto, es decir la ley de la inmovilidad;del cadáver plano, repetido. Profundidad a la larga eminentementesuperficial — como cuando se dice que todos los cuerpos muertos en unrío flotan.14

Así superpuestas a las de Clemens von Brentano las callesque recorrimos, resultaron también de ese fulgor minúsculo, de unpensamiento artificial: la memoria terrible de Andreas. Cuando éste medijo: «Beatriz es un pasaje», él me señaló el río. Reflejo inconsciente ono, el hecho fue que Andreas hizo este gesto aturdido con la mano, casiinforme, de aquel que parece pensar demasiado en lo que dice, pero quepide a gritos un interlocutor, aterrado por lo que acaba de descubrir: queel menor pensamiento es una menoría, que la realidad es una continuaaberración, que el amor es su propio conducto y que sólo la tortura tieneel privilegio de la reconstitución del pasado, pero no tiene memoria, nitiempo. Andreas comenzó un ligero movimiento hacia atrás.15

—Lo que es importante, es que el pasaje en cuestión es mío»,16 dijo,luego Brentano desapareció en su memoria. Karl insistió: el realismoera inmenso17 y la minucia tal que la obsesión de Andreas no fue sino elresultado de la realidad. Clemens von Brentano había pasado rápidamentepor su rostro impregnándose en él, sólo para borrarse automáticamente.Andreas sacó la vista del río, se enderezó, se incorporó. Su expresióntrajo en aquel momento toda la exaltación del viajero, de un reciénllegado, o de un desconocido que hace todas las preguntas posiblesmirándome como si verdaderamente Andreas hubiera venido de lejos.(Y si digo ahoga viajero, o tildo la expresión alucinada de Andreas deinocencia, es porque coloco a Andreas en la órbita misma de sus ojostrayéndome desde lejos una mueca de pavor, que me dejó en silencio, yme dio la falsa impresión de dominar toda la ciudad desde el puente.Andreas acarició apenas el mentón de Beatriz con el dorso de la mano,tanteando una realidad, pero todo su cuerpo se abalanzó sobre ella asiéndoleviolentamente los pechos y las nalgas y aferrándose desesperadamente aotra suerte de esfera hasta que el cuerpo de Beatriz se deslizó haciaatrás. Andreas estaba completamente ausente.)

— relato aparente (xvii) —

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— gastón fernández —

Dibujo 18.— Caminando, nos separamos18 para evitar un montículo debasura que quedó en medio, pasando al lado de inexplicables

bustos romanos.Barracks AZ BILL - 32D - Cuartel General.19 Del fondo del

torreón salió una pareja. Karl había hecho prácticamente20 una ampliación.Un verdadero torreón. Andreas y yo caminamos todavía un rato hasta laplaza principal: una fanfarria municipal, una muchedumbre navideña21

dispersa en el orificio de la plaza mayor. De una ojeada Andreas captó loesencial: la noche. Luego aparecieron las fachadas de las casas delRenacimiento, los ángulos, el cuadrilátero de la plaza se hizo con relativafacilidad: humo de viandas, ajetreo de kioscos, humareda de alientos,espaldas curvadas hacia delante. El frío. Una niña estaba mirándonos. Laplaza se animó.—Lo que me queda por decir, al final, dijo Andreas, es que el pasaje deBeatriz es mío. Es importante... Estoy solamente pensando en que es loúltimo que me queda por decir, que el pasaje de Beatriz es mío.» Laampliación de Karl estaba delante de nuestros ojos, real.22 Un magnificotorreón de piedra por encima de las fachadas, más allá. El castillo de laciudad.23 Alguien compró una piel de zorro plastificada en el kioscoprincipal, donde se vendía vino caliente, su brazo se adelantó, retrocedió,Andreas miró en torno despacio, rápidamente. El mundo estaba lleno desímbolos. De vestidos. De emblemas. La niña estaba desapareciendocon sus piernas por una callejuela. La ampliación de Karl nos llegó através de algo insignificante: el polvo del carboncillo nos dejó ver inclusoun brillo opaco en la superficie del papel mirado en oblicua,24 que nomodificó en lo más mínimo la estructura del torreón. Es más: Andreasmiró el torreón, donde todo estaba en silencio; la luz del reflectormunicipal incrustó al torreón en su sitio. Fue inevitable. Andreas memiró. En la plaza la fanfarria se materializó tanto como el frío, intenso,cual si la humanidad en aquel orificio lo hubiera decidido así. (Pero no.25

La gente echó aliento por la boca, charló varias veces, se distribuyóperfectamente durante esos minutos de un lado a otro del orificio centralde la ciudad.26 ¿Adónde? ¿Y dónde27 es? Y28 quién, realmente, en esehueco núcleo de la ciudad? ¿De qué ciudad? Y de qué modo.29 Con quéconsistencia. Sobre todo: adónde, si cada quien tenía su respectivo puntode vista y se desplazaba sin término intercambiando sitios. La plaza conqué consistencia. Quién, en ella; con qué intenciones. Con qué manos enlas manos, para verdaderamente tomar el mundo si un extraño tuvierade pronto la idea extravagante o escandalosa de decirle: agárrelo. Señor,agárrelo...)30 Y fuera de la plaza, más allá de las fachadas, cual unaconsecuencia viciosa, lo que Andreas temía sobre todas las cosas: otrasplazas, otras ciudades, otros castillos. La contingencia.31 La simultaneidad.Ciudades inexistentes, en un magnifico y absurdo paralelismo exterior,

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sin ningún absoluto. La plaza, cuántas veces. Una inimaginable,improbable, cierta, y angustiosa repetición. Un tiempo infinito, silencioso,a partir del movimiento de una plaza. La unicidad de la plaza estabarompiéndose en mil pedazos. La realidad pasó por la memoria de Andreas.Andreas me hizo un gesto nervioso, hubo un extraordinario barulloexterior, viniendo de atrás de las fachadas, mucho más allá del torreónde Karl pero que rebotó claramente en medio de la fanfarria hasta quepareció desvanecerse. Nos preguntamos de dónde podía venir. ¿Dedónde? La niña estaba mirándonos, con sus piernas. Andreas escuchónítidamente el grito prolongado, hercúleo, de una estrecha sala detortura.

Sala de fiesta. Snack donde se come mirando la fachadaincomprensible de una iglesia barroca. Tiempo atrás el snack había sidosalón. Por la ventana Andreas miró una iglesia barroca incomprensible.Su memoria se detuvo en el ancho espacio del snack, entre emblemas ymuebles de estilo, candelabros, minuetos, lenguajes, aplicaciones deestuco.

Dibujo 21.— El snack estaba soberbiamente situado en el piso superior,dando frente a esa iglesia reflejada. ¿Qué iglesia? Andreas

me prendió el cigarrillo. Karl había cabalmente reproducido el río, vistodesde el torreón donde estamos; yo me acerqué a los bordes del muñón,reproducidos al milímetro exacto, desde donde podía observarse laamplitud del río, Andreas y yo estábamos en silencio, con la posibilidadde palpar toda la solidez de la realidad. La iglesia, sin embargo, estabaallí, Karl había sido suficientemente precavido como para dejar en susuperficie, cual una jerga obscena e irresponsable,32 putti, guirnaldas,delfines, arabescos detrás de una ventana. Las aplicaciones de estucodel snack, pensándolo bien, podían todavía desprenderse, romperse encristales sobre nuestras cabezas, encontraríamos con seguridad entre losescombros33 restos de ventanas barrocas, arquimesas, chorreras, pedazosde río. Andreas me estaba apretando violentamente la mano. La niña noestaba allí.

Cuando34 pienso que la circunspecta agitación del snack sehabía reducido para Andreas a algunos cuantos objetos desmesurados:las aplicaciones de estuco encima de nuestras cabezas, una iglesia barrocay la inmensidad del espacio de un antiguo35 salón de baile que ya no era,exactamente en el mismo sitio, me parece comprender que el dolor queme pasó Andreas al mirarme de ese modo me trasmitió algo mucho másgrave: cómo el pasado del compañero que él tenía al alcance de su manoera también invisible. Y si yo, en buena cuenta, estaba allí. Hubo una

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inconcebible disociación. Clemens von Brentano desapareció por uncallejón. Desde el torreón las casas que bordeaban el río se destacabancorrectamente unas de otras, perfectamente adaptadas —hechas— alespacio exterior. La reproducción de Karl permitía todas las reconstitucionesposibles mas la realidad, perfecta, se sustrajo otra vez. La disociacióntambién fue manifiesta alrededor del Barracks AZ BILL y del CuartelGeneral americano,36 los transeúntes no miraban, a fin de aprehenderlosen su verdadera significación, o de destruirlos, los bustos romanosexpuestos sobre zócalos, ni parecieron percatarse, en la plaza, de que elaliento de sus bocas y narices escondía durante algunos segundos lasmismas fachadas del Renacimiento:37 los lectores en los kioscos de librosy revistas no leyeron tampoco las verdaderas páginas. «Señor, agárrelo...»Y como una profecía salida del vientre mismo del snack sobrecargado deescarpines, de candelabros, de faldones y otros murmullos los dirigentesde la ciudad no se conformarían tampoco a lo que Andreas me lanzó depronto: «pueblo», gritándome. Como si no hubiera habido nunca bustos,romanos en las calles o verdades absolutas para proclamar,38 o pueblo, loque hubiese sido perfectamente normal si nada de todo aquello se hubiesepuesto a continuar.—¡Qué mierda hacen bustos romanos aquí!

En la memoria de Andreas la disociación se estableció parasiempre con la misma impasible inmoralidad. La simultaneidad seempecinó en resonar, en agregarse, el eco se dilató en sus oídos al puntode que en todas las plazas Andreas escuchó el mismo alarido hercúleode dolor39 (pero allá no hubo ninguna disociación. El grito40 que Andreas,acababa de escuchar en la plaza pareció unísono, tanto más cuanto que eleco41 de todos esos Hércules como Andreas, o Ingmar, o Beatriz,42 sereprodujo al mismo tiempo en todos los rincones de la ciudad a favor dealtoparlantes de alta fidelidad, recorriendo las callejuelas, atravesandoprestamente cloacas, badenes, filtrándose inclusive43 por arterias, tuberías,fisuras, puertas y ventanas alimentando a los escuchas, hasta que tambiénel silencio llegó).

Andreas imaginó algo insólito: Beatriz pasando por la plazadelante de él, y desapareciendo por el otro extremo. No fue necesario,además, que la humareda del tumulto la ocultara o la confundiera con losotros en el44 frío: Beatriz pasó como un espectro. Completamente lejosde Andreas, sin prisa, tan luminosamente lenta en ese transcursointerminable que Andreas pudo descomponer sus pasos, ver a Beatrizpasar por trozos, dejar detrás de ella miembros extraños como si Andreashubiese querido ver en cada uno de ellos la certidumbre de Beatriz —orecomponer un (imposible) pasaje.

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Dibujo 36.— Andreas atravesó rápido la plaza, la cabeza gacha; detrásde él quedó la cárcel como una mole. Seguía45 todavía allí

cuando Andreas, más adelante, volteó para acordarse, para saber. Beatrizya no estaba tampoco allí, ni Carlos, ni Ingmar. El aire que se respira otravez es casi una agonía cuando está desprovisto de sistema electrónico:la celda de Andreas fue una máquina perfeccionada. Al frente, separadasólo por el corredor central, tomó sitio la celda de Beatriz. Otras celdasse distribuyeron a lo largo y ancho del sétimo piso. La de Carlos, la deIngmar, la de Javier, la de Enrique. La celda contigua a la de Andreasestaba vacía. En la suya46 la ciudad se adivinaba a través de un simpleojo de buey. Andreas y yo observamos mucho tiempo, mucho tiempo eldibujo de Karl. No es que hubiera habido semejanza. No; pero los bordesdel muñón del torreón de Karl, desde donde observamos la amplitudsofocante, angustiosa del río,47 están tan bien delineados, que la realidadparece a su vez una ruina;48 y debemos mirar la ampliación de Karl parasaber. El corredor central estaba iluminado permanentemente por unpotente reflector manipulado electrónicamente como un faro pirata. Cadavez que Andreas salió de su celda la intensa claridad del corredor, aunde día, le recordó la realidad del corredor.49 Faro y ojo al mismo tiempo,distribuido en todos los lugares estratégicos de la cárcel,50 simultáneoal ojo blanduzco de los carceleros que no les quitaron jamás el ojo deencima. Así fue de todo su cuerpo,51 controlado y grabado por laarquitectura mental de la cárcel, al punto de que cuando el cuerpo de Andreasera dos —esporádicamente al lado de Beatriz, da Ingmar, de algúnotro52 — la máquina se percataba del enrarecimiento del aire. Cada gestofue captado y archivado por un faro de control total al que ningún signode vida escapó.

Una maqueta que reproducía el piso de Andreas, desprovistode techo, mostraba a los detenidos la indecencia de su propio espacio, lacelda de Beatriz, la de Ingmar, la de Carlos; la de Enrique, la de Javier, lade Andreas, 53 la galería para un paseo diario, los faros piratas, ladistribución de recorridos, el laberinto de formas, la ubicación exacta decada objeto. La ejecución del futuro. Sólo faltaban ellos en esa diabólicareducción de la realidad, pero para eso ellos estaban allí, no tenían sinoque pensar. Andreas no tenía sino que ocuparse en sí mismo. Paradodelante del ojo de buey, sin distinguir la ciudad, sin vida casi, exaltadopor la sola percepción física del mundo y la realidad de su propia mirada,Andreas miró el río, se detuvo en sí mismo, pensó en Beatriz, recordó laperfecta distribución del laberinto convirtiéndose en uno de los recovecosdel tiempo. La plaza explotó. Una pareja señaló el río. Andreas dirigiósu mirada a cada una de las cuatro esquinas de la plaza, a partir de lascuales el tiempo tomaba lugar: la aparición súbita de Clemens vonBrentano; la noche del Renacimiento54 pesando toneladas de oscuridad;

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— gastón fernández —

una mujer antigua recostándose en la pared de Andreas, las campanasde una iglesia barroca llamando a vísperas. La niña se paseaba por laplaza, pasó delante del sex-shop. Dos mujeres estaban de pie en unespacio minúsculo, el único libre en medio de los escombros del patio deKarl. Delante de ellas el muro mostraba alineadas cuatro ventanas, sinpostigos. Sus vanos daban al vacío. Ventanas de una fineza milagrosas:el carboncillo las había plasmado. Karl había dibujado hasta la textura dela piedra, los bordes, las molduras, las articulaciones, el peso. Laperfección del acabado dando cara al vacío; el modelo, la abstracción. Loinexistente. Detrás de las dos mujeres, dos mujeres se acercaban paraocupar el sitio de las primeras. Me sorprendí mirando atentamente eldibujo. Andreas no estaba a mi lado. La serenidad que parecía propagarseen la plaza pasó delante de Andreas. La quietud que pareció desnudarsey exhibirse frente a él, paralizado en presencia del espectáculo de unacomunidad completamente extranjera a la realidad, atravesó la plazabamboleándose. Andreas estaba parado inmóvil, casi erguido, sus ojosse nublaron. Yo me acerqué. En verdad en la plaza la gente hablabalenguas incomprensibles, varias, al menos, que muchos no entendían.Ni Andreas ni yo, en todo caso. Una barbarie singular. Andreas miró a laniña. Sus piernas eran las de Beatriz. Sus caderas eran las de Beatriz.Una cabellera indolente. Manos expertas en conocer las cosas, en definirlas.Piel adecuada con toda seguridad al tacto. Boca de animal. La niña teníala boca entreabierta. Su finalidad no parecía específica. Beatriz era unaanarquista. Karl había retocado cada uno de los ínfimos elementos de lasventanas con un escrúpulo tal —detalles, sombras, o accidentes— queera posible pensar en una ventana perfecta reforzada por otra más perfectaaún, en un esfuerzo —calmado, sin embargo— de Karl por asegurar lafidelidad de un hecho.

Andreas abrió bien los ojos. La plaza estaba allí. Él estabaallí. La noche fue tangible. Incontestable. Su miembro se llenó del sexode Beatriz, recordó una pulsión alejada, una encajada difusa. Una especiede proyección que lo impresionó como una prensa. Luego55 no hubo nada.

La plaza transcurrió todo el tiempo en que Andreas y yonos mantuvimos en su seno —por así decir. En el vientre de una realidadincompleta, y que parecía durar; incompleta no por inacabada sino porhaber sido al contrario demasiado terminada; retocada, trabajada almáximo de ella misma y en la cual cada fragmento adquirió vida propia,y autónoma. Fue curioso: Andreas tuvo fielmente la impresión —paradójica,y tanto más probante— de que la realidad fue ese acabado in-finito:56 laniña evolucionó como un fragmento de la plaza, y ésta no pareciójustificarse sino como un fragmento de la comunidad. Andreas se tocó,me miró.57 Recordó el rostro mutilado —muerto— de Ingmar. Sin cara,sin morfología exterior en medio de esa multitud de pedazos tan bien

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calcados de realidad, la tortura permanecía en silencio, fugitiva.58

Inalcanzable. Completamente desconocida. Sin sitio. Los puercos de lacárcel habían comido los restos y hecho desaparecer las huellas. «Asíserá mejor para los cuerpos políticos, para la niña, para Karl», dijoAndreas quien me preguntó, en silencio: quién se superpondrá a nosotrosal día siguiente. Cómo podremos mirar (el carboncillo no tenía substanciay era perfecto) cómo agarrar (con sólo estirar la mano) las fachadas delas casas a lo largo del río, tan sólidas. Andreas vio sorprendido la luna através del ojo de buey.

Dibujo 51.— Andreas vio aferrado a su cama la luna ocupar exactamentela circunferencia del ojo de buey. (La última carta de Beatriz:

«siento la médula espinal llegarme al cerebro a punta de compresión.Siento el alma salírseme meada por el cuerpo Andreas, la imposibilidadatroz de articular una sola palabra, de comprenderle el sentido, a puntade compresión» pasó.)59 Andreas trató de mirar el fondo del río. Sólo vioun punto fijo y una superficie definitivamente chata: de dónde le venía aAndreas el deseo de muerte. Dónde la sombra del sabor anarquista desu propia madre. Dónde exactamente la sombra de los combatesanarquistas de su propia madre, el sabor visceral del internado de suadolescencia, calor alucinante sin embargo, especifico, carceral y viril.Un deseo loco de retorno. Dónde esa coherencia mortal. La suma detodos sus compañeros de cárcel no alcanzaba a totalizar ni a explicar apesar de los esfuerzos de Andreas la milésima parte de su soledad —aun en medio de una plaza pública. Andreas había nacido60 de esa sombra,y su memoria se anclaría durante muchísimo tiempo en el deseo de queno lo despojaran de la sombra de donde provenía. Pero allá había la sombradel vientre de los puercos políticos. Obsesión, tal vez,61 la realidad en laplaza se estaba llenando de máscaras, de sonidos. Alguien al lado hablabaen lengua extranjera; la expresión resonó hueca, cual un vocablo sinrelación;62 un coágulo sonoro, de trayectoria vertical. Más allá de lasfachadas del Renacimiento63 otras plazas eran reproducidas, casi,64

hubiérase dicho, por sí solas. Nada, en verdad, se movió. En lasimultaneidad, incomprensible para Andreas, de la ciudad; en su faltade diferencia y en la completa indiferencia de la plaza,65 se puso a reinarel prodigio de la muerte. «Sentir moverse tus células Andreas,despertarte en tu celda y abrir los ojos: imposible saber si tiemblas defrío o de fiebre, si eres, si estás. Imposibilidad total de recordar.» Andreasno pensó en Beatriz. O si pensó, se sintió llevar a cabo el mecanismo deno saber realmente —llorar66 fue el ápice de esa ignorancia. La luna estabaen el lugar exacto ocupado antes por el ojo de buey,67 Andreas miróprecipitadamente la puerta de su celda; luego la luna, que infló el cuarto.

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Sus ojos se dieron, estupefactos, con una superficie únicamenteblanquecina sin cualidad, sin contexto; sin materia, sin atributos. Sindefinición. Y que lo estaba brutalmente desplazando68 de sucelda. ¿Era acaso alguna superficie — ?69 Andreas se sujetó de los barrotesde la cama, se levantó. La sensación de su cuerpo no fue artificial, nialejada.70 Su cuerpo estaba recibiendo de lleno un movimiento, o unaacción, un gesto, como el de quien toma una manija71 para abrir unapuerta. Andreas sintió el piso ancharse, en todo su cuerpo establecerseuna relación, de él a algo. El dolor fue esa relación. La libertad,72 habíagritado Beatriz, era desfigurar a los otros para siempre, lo que era cierto,pero la libertad era imperfecta. Simplemente: la incoherencia existenteentre una realidad y su metáfora, la aberración, delirante, de tenersiempre que nombrar una realidad para comprenderla fue paralela aldolor de no sentirse solo en una celda, puesto que la imperfección másgrande fue en adelante la de no poder jamás conocer el dolor ajeno. Elgesto de Andreas había sido ése. Los puercos estaban vestidos. Andreasno pensó en Beatriz.

La luna desapareció, los puercos bailaron.

La luna ya no estaba allí.

¡Ingmar!

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Había muchedumbres girando en torno a plazas cuadriláterosdameros.73 El silencio estuvo a punto de estallar. Hubo un momentoimpresionante, porque la celda se había alterado agudizando el espacio,cuando el silencio del piso entero cobró vida. Andreas seguía allí. Lacomunicación con los otros se hizo como las corrientes, pasando de cuerpoa cuerpo; a pesar de ello no fue el cuerpo de Andreas quien se acordó delos compañeros de cárcel. Fue otra cosa. Una champa de plomo alrededorpresionando el cerebro y aislando la cárcel, el piso, la maqueta, la celday la memoria de Andreas pensando abotagado en Beatriz, en Ingmar(todos dormían además. Pero74 fue con toda seguridad aquella alternativadel silencio que provocó la impresión de un universo suspendido75 en elcentro mismo del silencio que se abatió sobre la cárcel: todos dormíanrespirando. Para Andreas la revelación fue casi trágica porque el universose suspendió de ese ritmo tan familiar y arbitrario de la respiración; delas posturas acostadas y diferentes de Beatriz, de Ingmar, de los otros,sobre todo de sus posturas acostadas en la noche; sobre todo en la noche,en un inclemente derroche de libertad —y la76 soledad hizo más intensoel espacio exterior, Andreas supo otra vez que aquel derroche adoptaríalas posturas que quisiese guiado incluso por el dolor, aun insensible).

La niña nos miró. Andreas prendió con dificultad un cigarrilloal cruzarnos con ella, recordó la profunda impresión que le causó ver elanarquismo de su madre impregnándose en las paredes de su celda iguala una copia. Se levantó. Su escándalo no se dirigió a su madre ni a laestúpida herencia de un gesto. Había una inteligencia superior, capaz deabofetear a Ingmar con un guante idóneo, la propia piel de la mano derechade Ingmar, despellejada previamente.77 Había la herencia del puerco, lacaricia de un cuerpo político.

Dibujo 70.— Un hombre camina sobre el muro. Bastón, sombrero, abrigo,zapatos de charol, mano izquierda en el bolsillo del abrigo.

Si avanza se caerá al llegar al límite del muro. Caerá sobre los escombros,sobres ortigas y sobre pedazos de ánfora. Un hombre de perfil camina,hacia un muro ciego. Bastón, sombrero, abrigo, zapatos de charol bajo unreloj solar. Andreas me señala el gran dibujo de Karl. Palmas; escudos;

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leones; armas; acantos; tríglifos; cariátides; gallones; franjas; conchas;paños; músculos; florones; molduras; zócalos; peras; mascarones;antebrazos; guirnaldas; ovos; volutas; surrealismo; locura. Sinrazón. Quizás,en última instancia, esa siniestra maravilla bajo forma de escombro, enforma de decoración. La niña pasaba al lado de las inmundicias de la plaza,puso una moneda78 en el recipiente del órgano de Barbaria. La sirena de lapolicía se escuchó en las cercanías, se quedó en medio. El anarquismoera abierto. Ineficaz, ruidoso, inerte porque imposibilitado de seducir.La tortura por el contrario era cerrada. Eficaz, silenciosa. Vívida.Comunicativa. Andreas no se movió. La niña estaba tomando otradirección. El cuerpo de Beatriz lo angustió. En medio de la plaza, que enbuena cuenta no cesaba de agitarse, Andreas tuvo miedo de pensar queel cuerpo de Beatriz lo ahogó porque era precario: que la inmortalidad noera un problema. De decir: «no hay sino la muerte, no es que la muertees la única que gana; es que nadie pierde: no hay sino la muerte.» Andreasestaba mirando el torreón. No ha pasado nada: Clemens von Brentano mirabadetenidamente el busto de Cicerón. Ingmar había sido obligado a rasgar suguitarra con esa mano; luego le cortaron los dedos, uno a uno. La niñapidió algo al organista. Andreas seguía mirando fijamente el torreón deKarl —para ello no hizo ningún esfuerzo:79 Andreas miró el espectáculo:de cerca, o frente a frente, el cuerpo de Beatriz le parecería perfectamenteconocido; su presencia una conformidad, un acuerdo, una armonía, laconcordancia.80 Algo «conforme». Una suerte de fidelidad a la existenciade Andreas. Mirada81 de lejos, apenas a una distancia prudencial, la mismaBeatriz se transformaría en mujer, una solitaria bellísima en un café; unaimagen imperecedera e inexistente —una desconocida con senos, historia,posibilidad. La imagen misma pura y simple del deseo. ¿De quién?

(Reproducirla lo mejor posible. Hacer como si no la hubieseolvidado. No pensar en ella. Retener sus formas, sus facciones, sumorfología interior. Retener las formas de Ingmar. Nada debajo de lanariz y encima de las comisuras. Nada en la boca abierta): ni siquiera asíla boca pareció figurar un velo negro: sin mejillas, sin cara, los dedos ylas orejas ya habían sido arrojados82 a los puercos.83 Era curioso: los ojosy la piel de Ingmar sin color, la plaza empecinándose en su cuadrilátero,en sus fachadas, en sus copias universales: la tortura insistiendo enausentarse cínicamente de los límites, de las huellas — «La tortura notiene forma», me lanzó Andreas. «Comida en las pocilgas, pasa por encimade las fachadas como una constelación.» El tráfago mirado desde el puenteno es tampoco capaz de rozarla. No es que él sea demasiado veloz. Esque no hay distancia. Qué pasa. Nadie ha dicho «quitarle la superficie alos dibujos de Karl y qué realidad quedará».84 Andreas creyó quedarseacodado sobre el puente delante de un reflejo, o delante de sus propias

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postrimerías, o peor que eso, delante quizá de una expresión particularremedando a un sabio, no hablando a la multitud en las plazas para hacerobra útil sino sólo para hacer oír lo que resonaba dentro85 de él. Lo únicoque pudo articular en ese momento fue lo que dijo acerca de Beatriz:estoy pensando en que es lo último que me queda por decir, que el pasajede Beatriz es mío. Es importante. Clemens von Brentano reaparecióescurriéndose por alguna falla de la realidad. El surrealismo sí tieneforma, dijo Andreas en un último espasmo. Su celda estaba llena. Elsilencio —sobre todo— se mantenía de la maqueta al edificio enterogracias a la misma constante manipulación electrónica: el silencio hacíarondas. Andreas miró la plaza, memorizó el día de ayer, me vio fumandoel cigarrillo, me miró. La niña no estaba allí; ni Clemens von Brentano;Ingmar tampoco; ni Beatriz.86 El sexo podrido de Beatriz olía todavía abrea caliente y a vidrio molido, a esperma de puerco, y las ampliacionesverídicas de Karl manipulaban todo el espacio de la ciudad: los escombrosprobaban, y viceversa. La brea olía a brea, Beatriz había sido torturadacon cuerpo médico, con música, con placer.87 Una maqueta del placerhubiera sido muy capaz de reproducir los labios de los puercos escarbandoen el sexo de Beatriz, la tortura, sincopándose en el infinito y en elinfinito del sexo, reconstituiría fácilmente esa novedad. Nadie se movióen la plaza, nadie hizo un gesto o, más bien, la plaza no se movió. Lagente intercambiaba lugares, y fue como la simple inexistencia del tiempo—el silencio obsesivo, rítmico, computado e insostenible de la tortura,cual una comunicación regular.

Había el río, y la necesidad natural e imperiosa de borrarlas huellas. Los cadáveres que flotaban en la oscuridad del día confundíansus formas con las inmundicias de ambas orillas. Era un mimetismo, sedecretó.88 89

Namur, primavera - invierno 1979

1 Este relato, inspirado en la prisión de Andreas Baader, terrorista alemán, se publicóen Hueso húmero, 8 (1981); pp. 3-17. La versión que utilizamos —la versión final,mecanografiada— tiene muchas variantes que han sido anotadas. Existe otra ediciónde este relato, muy reciente: es la de Ricardo Sumalavia, quien lo incluyó en su

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— gastón fernández —

antología de narradores de la Universidad Católica, Las fábulas mentirosas y elentendimiento; Lima, Fondo Editorial PUCP, 2002; pp. 77-88.Sumalavia pretende seguir el texto de Hueso húmero, pero su edición está plagada deerrores. En Hueso húmero, por ejemplo, encontramos el uso de puntos seguidos pororaciones que comienzan en minúscula; esa ambigüedad (¿se trata de comas o puntos;o más bien de un ámbito intermedio entre ellos?) es «corregida» por Sumalaviarecurriendo a las mayúsculas. El cotejo con el manuscrito revela que habría sidomejor dejar el texto como estaba: finalmente Fernández optó por las comas. Así,donde Sumalavia registra 3 o 4 oraciones, existe sólo una.Pero hay errores más graves: un párrafo que se convierte abrupta e injustificadamenteen dos (partiéndose en mitad de una oración), o la falta de atención de Sumalavia hacialos extensos interlineados que en ocasiones usa Fernández: enunciados de silenciopuro, que él, irresponsablemente, calla.Por ello, para las notas que siguen, sólo se ha considerado la versión de Hueso húmeroy la versión final. La versión de Sumalavia debe ser olvidada.2 ‘la frondosidad del árbol tan espesa’ (Hueso húmero).3 ‘un reflejo que nos llega a Andreas y a mí desde el puente, muy alto, donde lo vemos,hasta nuestras conciencias —tanto más inaccesible’ (Hueso húmero).4 ‘la vegetación alrededor verde-roja, exuberante. nuestra infinita pequeñez’ (Huesohúmero).5 ‘él me asegura otra vez caber demasiado. en una ciudad en la que ninguna’ (Huesohúmero).6 ‘al ruido de sus pasos —el brazo de Andreas me roza’ (Hueso húmero).7 Sin ‘ya’ (Hueso húmero).8 ‘una reconstitución mental imposible’ (Hueso húmero).9 ‘verás», luego’ (Hueso húmero).10 ‘al sonido a fin de ver si pronunciando’ (Hueso húmero).11 ‘Sin ‘y’ (Hueso húmero).12 ‘superficie;’ (Hueso húmero).13 ‘actualidad;’ (Hueso húmero).14 ‘que todos los cuerpos flotan’ (Hueso húmero).15 ‘(de un pensamiento [...] un ligero movimiento hacia atrás).’ (Hueso húmero).16 Sin ‘»’ (Hueso húmero).17 ‘la realidad era inmensa’ (Hueso húmero).18 ‘Nos separamos’ (Hueso húmero).19 ‘AZ BILL. 32 D. Cuartel General. AAM’ (Hueso húmero).20 Sin ‘prácticamente’ (Hueso húmero).21 Sin ‘navideña’ (Hueso húmero).22 Sin ‘real’ (Hueso húmero).23 Sin ‘El castillo de la ciudad’ (Hueso húmero).24 Sin ‘,’ (Hueso húmero).25 ‘así (pero no. La gente’ (Hueso húmero).26 División de párrafo (Hueso húmero).27 ‘adónde’, en el original.28 ‘y’ (Hueso húmero).29 ‘(Y-de-qué-modo.’ (Hueso húmero).30 ‘de decirle agárrelo. Señor agárrelo...’ (Hueso húmero).31 ‘otras ciudades: la contingencia.’ (Hueso húmero).

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32 Sin ‘,’ (Hueso húmero).33 ‘encontrar entre los escombros’ (Hueso húmero).34 Párrafo separado por un doble espacio (Hueso húmero).35 Sin ‘antiguo’ (Hueso húmero).36 Sin ‘americano’ (Hueso húmero).37 ‘renacimiento’ (Hueso húmero).38 Sin ‘,’ (Hueso húmero).39 Sin ‘dolor’ (Hueso húmero).40 ‘barullo’ (Hueso húmero).41 ‘grito’ (Hueso húmero).42 Sin ‘o Beatriz’ (Hueso húmero).43 ‘incluso’ (Hueso húmero).44 ‘ese’ (Hueso húmero).45 ‘Estaba’ (Hueso húmero).46 ‘vacía; en la suya’ (Hueso húmero).47 ‘sofocante —angustiosa, del río’ (Hueso húmero).48 ‘que el torreón parece una ruina;’ (Hueso húmero).49 ‘,’ en el original y ‘.’ (Hueso húmero).50 Sin ‘,’ (Hueso húmero).51 Sin ‘,’ (Hueso húmero).52 ‘de Carlos’ (Hueso húmero).53 Sin ‘la de Andreas’ (Hueso húmero).54 ‘renacimiento’ (Hueso húmero).55 ‘prensa; luego’ (Hueso húmero).56 ‘in finito’ (Hueso húmero).57 Sin ‘me miró’ (Hueso húmero).58 ‘—fugitiva.’ (Hueso húmero).59 Sin ‘)’ (Hueso húmero).60 ‘Andreas —repitió— había nacido’ (Hueso húmero).61 ‘quizá’ (Hueso húmero).62 ‘hueca como un vocablo sin relación’ (Hueso húmero).63 ‘renacimiento’ (Hueso húmero).64 ‘reproducidas. casi’ (Hueso húmero).65 Sin ‘,’ (Hueso húmero).66 ‘realmente— llorar’ (Hueso húmero).67 ‘;’ (Hueso húmero).68 ‘sin atributos; sin definición, que lo estaba desplazando brutalmente’ (Hueso húmero).69 ‘Eran acaso alguna superficie —?’ (Hueso húmero).70 ‘artificial —alejada’ (Hueso húmero).71 ‘un movimiento o una acción, un gesto como el de quien toma una manija’ (Huesohúmero).72 Sin ‘,’ (Hueso húmero).73 División de párrafo (Hueso húmero).74 ‘además; pero’ (Hueso húmero).75 ‘suspenso’ (Hueso húmero).76 ‘( y la’ (Hueso húmero).77 ‘con un guante idóneo, despellejado previamente: la propia piel de la mano derechade Ingmar.’ (Hueso húmero).

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78 ‘moneda,’ (Hueso húmero).79 ‘esfuerzo;’ (Hueso húmero).80 ‘conformidad —acuerdo, armonía, concordancia’ (Hueso húmero).81 ‘Andreas: mirada’ (Hueso húmero).82 ‘arrojadas’, en el original.83 ‘Reproducirla lo mejor posible [...] Nada en la boca abierta —ni siquiera así la bocapareció figurar un velo negro; sin mejillas, sin cara— los dedos y las orejas ya habíansido arrojadas a los puercos.’ (Hueso húmero).84 ‘Nadie ha dicho quitarle la superficie a los dibujos de Karl y qué realidad quedará;Andreas’ (Hueso húmero).85 ‘adentro’ en el original y en Hueso húmero.86 Sin ‘ni Beatriz’. (Hueso húmero).87 ‘con cuerpo médico. con música. con placer.’ (Hueso húmero).88 ‘se decretó ley.’ (Hueso húmero).89 En Hueso húmero aparece una nota final que dice “M. Yourcenar / S. Kierkegaard /P. Goldman / U. Meinhof”. G.F. Utiliza ese tipo de notas en otros relatos para indicar aautores que ha citado a lo largo del texto. En el manuscrito utilizado no aparece dichanota.

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a las cuatro de la tarde de un sábado tenía cita con el dentista. La salade espera era exigua y olía fuerte a cigarrillo acabado; y no había nadie.Tenía para quince o veinte minutos sin duda pero a fin de hacerme unaidea presté atención a lo que podía estar pasando detrás de las puertas.Aparentemente no había nada. El techo era anormalmente bajo, lasparedes estaban empapeladas con un horrible motivo floral y no habíasino un cuadro colgado, que representaba una casa de campo en unpaisaje. (Había una ventana herméticamente cerrada, el piso, de mármolviejo, me reflejaba mal. Debía de hacer calor porque yo transpiraba, loque me sorprendió) a menos que fuera la exigüidad, pensé. Era el fuerteolor a colillas y el humo difuso ya como un polvillo aéreo que sofocaba lasala y me ahogaba. El motivo de las paredes era una flor de lis roja perohabía también un plato imitación estaño que representaba un bull-dog; elcalor era fuerte. (Hubo un ruido. El doctor hablaba. Eraapenas un murmullo.Las flores de lis se quedaron, como un fenómeno desagradable, lo que meobligó a desear una distracción, miré la sala de izquierda a derecha, larecorrí por todos lados. El cuadro me hizo cruzar violentamente laspiernas cuando la puerta se abrió: un cliente, que se sentó a mi lado.) Elcalor se hacía obtuso, agrio; un motivo floral insistente — miré a mi vecinoa quien saludé. (Me asaltó una idea: cómo salir; pero el calor me clavó enel sitio, sobre todo que el silencio se prolongaba o el aire parecía ya nocircular. El paisaje del cuadro mostraba una casa —techo a dos aguas, unnaranjo en flor, cerco y chimenea, nubes. Y una colina. El techo caíademasiado bajo, hasta al suelo, tocaba el tronco del naranjo y se confundía

relatoaparente (xviii)

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con un plumeado verde-negro como descompuesto. Mi vecino, que memiraba, me sonrió.) Sentí la dificultad mortal de esperar mi turno; uncalor casi polvoriento, o húmedo, el doctor murmuraba, el paisaje delcuadro acentuó sus colores en el preciso momento en que me di cuentade que tratar de abrir la ventana era imposible, que el sofocamiento erauna visión o que tuve que moverme porque mi cuerpo me expulsó de lasilla y me dejó parado frente a un cuadro totalmente absurdo del que nose podía decir nada, una línea amarilla se estrangulaba en su techo alfondo, y se retorcía, impidiéndome bruscamente cualquier acceso al paisajey sin embargo me vi asfixiándome dentro de él. La sala me oprimió: esecuadro era mío. La sala de espera se volatilizó. Sólo quedó en mi cuerpoun ademán incontrolable, y como sin apoyo, de dirigirme hacia una citaincierta.

Namur, mayo-junio 1979

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rosario le había hecho conocer a su marido la existencia de Rosa. Lehabló regularmente de ella, no llegó a presentársela sin embargo, pordiversas razones. Sobre todo falta de oportunidad. Pero no faltaron lasocasiones de hablar de Rosa, ya fuera porque Fabián preguntaba cómoiba, ya porque Rosario le hacía saber que Rosa era esto, o aquello; tantascosas. Había, además, una relación muy particular entre Rosario y Rosaque no escapaba a Fabián, pero éste no reaccionaba, o, para mejor decir,Fabián no se inquietaba. La relación que tenía con su mujer era en ellamisma suficientemente singular como para eliminar de hecho cualquierintervención azarosa, cualquier formalidad. No se trataba, además, deinquietud, ni siquiera de reacción. No había nada. El vacío era informe.Rosa pasaba —transcurría— en el hueco formado por Rosario y su maridoexactamente como pasaba el aire en un círculo: pleno, sin falla. Laspalabras que Rosario pronunciaba regularmente a propósito de Rosaaparecían netas, no enunciaban otra cosa sino a ellas mismas, sin otraopacidad que la de su sonido. Más aún: Rosa no tenía figura. No teníafísico. La relación amorosa entre Fabián y Rosario era por otro lado talque cuando ésta hablaba de Rosa Fabián no se la representaba. Élescuchaba, veía a Rosa a través del interés sin límites que mostraba sumujer por ella, y no le venía jamás la idea de que Rosa pudiese teneruna configuración particular. En realidad ella podía ser cualquier cosa; yen buena cuenta, sólo un nombre: un año, dos, de proximidad íntima conuna mujer invisible durante los cuales Fabián escuchaba los tópicos másdiversos sobre Rosa que iban desde la admiración y el respeto lúcidos

relatoaparente (xix)

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de Rosario por Rosa hasta la indiferencia primaria —amorosa— de Fabiánpor lo que era ya más bien un personaje —pasando por la admiración y elrespeto primarios de Fabián por su mujer. Hasta que Rosa, muerta, sequedó bellísima delante de Fabián, que se volvió loco por ella.

Namur, junio 1979

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relatoaparente (xx)

sábado al mediodía. Eusebio Montesinos no hacía nada.1

Un dolor de estómago. Una puerta que se cierra intempestivamente,2

y que asusta. Un pasamanos frío. Ruidos también, que él3 distingue. Nocabe duda. Un recuerdo se incrustó en su cabeza.

Montesinos siguió caminando, pasó del vestíbulo al comedor (se comíacalmadamente las uñas; imaginó uno o dos proyectos que llevaría aejecución; entretanto no pareció pasar nada, en el sentido de queMontesinos no atribuyó a la distancia recorrida ningún interés. Montesinosestaba en el baño a los tres o cuatro años, recogiendo una colilla delsuelo a centímetros de los pies juntos de su abuela. La trayectoria desdelos pies hacia arriba fue lenta, como si Montesinos hubiese encontradoun obstáculo que se detuvo simplemente en la abuela ocupándose).

El recuerdo se dividió en dos partes: una, el recuerdo. Dos, un rollode carne4 apachurrado contra la taza por la presión de las nalgas, pero elrecuerdo se desplazaba: Montesinos vio los pies juntas, un faldón, unborde, las medias de nylon gruesas —una penumbra; y de otro lado a símismo agachándose con una colilla entre5 los dedos, y el rollo de las nalgas6

apretándose contra la taza, blanca7 —losetas, blancas; el recuerdo seconcentró fuertemente en el olor a lejía.8

Montesinos es un hombre de edad.

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Montesinos pensó que la mayor parte de los servicios públicos songenerosos. No lo dijo de ese modo. Hubiera querido decirlo así, en cambiodijo: los servicios públicos son fatales. Es algo increíble. Una necesidad.Montesinos asintió. En verdad quería decir que a pesar de todo no dejabande ser generosos; la discusión continuó. En un determinado momentotodos se rieron, el ambiente se distrajo. Con un gesto, Montesinos apoyóalegremente el vaso de cerveza sobre el piso de cartón que estaba en lamesa a fin de desplazar el vaso y el piso, sin resultado. Montesinos tuvola impresión de que el recuerdo se instalaba. El reloj dio las nueve. Queel recuerdo se instalaba, como alguien que agarra un objeto; pero fuecasi al revés. Fue sumamente curioso. Montesinos se rió y Muriel estabacorriendo las cortinas, el bolsillo interior de su saco no había sido cosidoa la altura de su mano derecha para sacar por ejemplo la billetera o unaagenda sino más abajo, justo para obstaculizar un movimiento naturalque en principio debía ser simple, casi aéreo. Fue sumamente curioso.Ya sea su cuerpo, justamente, adaptándose a un cuerpo extraño; ya9

éste, cual un objeto, provocándolo, lo que fue casi lo mismo. Montesinosse rió. Montesinos se levantó y se despidió, su gato no dormía encimadel diván pero Montesinos estaba contento.

Se había instalado en el diván y miró ya la pared, ya una foto.Montesinos abrazó a Muriel.

Montesinos besó a Muriel y se acostó. Abrazó a Muriel.Montesinos trabajó ese día y el otro. Un conocido volvió a subir al

ómnibus. Al detenerse, y volver a arrancar, el conocido volteó la páginade la revista en la que Montesinos vio una foto de indígenas africanos.Las nalgas de su abuela le ocultaron la imagen. Montesinos le hizo un gestoal conocido volteando la página y el ómnibus arrancaba cuando Montesinosmiró la revista con serenidad. Varias representaciones de la mañana. Eltransistor. El café.

El aniversario. Montesinos estaba parado en el umbral de la puerta,luego, de regreso, estuvo parado en el umbral de la puerta de su casadando cara al mar. Montesinos hizo un gesto de malestar. Era Montesinos,agachado (respiró, estirando los brazos durante la noche, para respirar yenseguida apagó la radio) la abuela y el fuerte olor a lejía se impregnaban.Eran dos objetos determinados que parecían afirmarse10 sin dilación puestoque la cosa se instalaba,11 igual que un vecino. La colilla no tenía sabor. Lasmedias de nylon eran rancias. La lejía era húmeda, blanca. El tiempo erauna cosa curiosa. Montesinos se encontraba con un conocido en un ómnibuspúblico sabiendo que comenzaría a trabajar a las dos y cuarto cuando enese momento eran las dos y diez, cinco minutos apenas de conversación,en principio, pero en el acto se dijo: faltan por lo menos diez12 kilómetrosde recorrido. Yo no debería estar aquí. Montesinos miró por la ventanilla.

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Estaba vestido impecablemente. Esas cosas suceden, dijo: un negocioganado. En una reunión Montesinos se acordó de lo acontecido la vísperae hizo un comentario lúcido a los otros. El recuerdo no lo dejaba. Peorque las tonadas difíciles de extirpar, el recuerdo se edificaba, al contrario,como una arquitectura que busca sitio, y lo encuentra. Los objetos veníande afuera, Montesinos lo sintió así, el recuerdo en cuestión no era unamemorización sino un cuerpo extraño,13 Montesinos se enderezó, dijo aMuriel que saldría.

Regresó. Tuvo un recuerdo. Estaba en el nido a los tres cuatro añosy le agarró el culo a una chiquilla en el baño de la escuela y corrió.Montesinos cerró la puerta, besó a Muriel. Una apretada de manos. Variasveces el gato atravesó la sala delante de Muriel y Montesinos. La reuniónse terminó temprano. El recinto del baño era estrecho y la chiquilla teníafalda. Montesinos entró, le agarró el culo y se disparó corriendo. Montesinosse enfrentó con un olor seco a oxidado, no sabía por qué. Un color rojo. Elculo era impalpable. Lo que había era un fuerte olor a pared, a óxido y aretrate húmedo; y una falda. La colilla estaba en sus dedos. Montesinosse esforzó en sonreír, hizo el esfuerzo financiero de desembolsar la sumanecesaria y abrazó a Muriel. La llamó por teléfono. Del otro lado del hilola llamada14 se hizo bruscamente fuerte y Montesinos creyó que Murielrespondería más rápido, o se despertaría. Montesinos regresaría pronto,en realidad. No podía desembarazarse de la sensación casi física de lafalda de una chiquilla, los meses que pasaban no contaban. Hubiérasedicho que había bastado una colilla en sus dedos y un fuerte olor a lejíapara que su mano se pusiera a agarrar la falda de un culo. El olor delóxido se impregnó en la pared, que resultó ser perfectamente la de unrecinto estrecho al máximo, del que Montesinos zarpó corriendo apenas,pero visiblemente contento. Mentalmente, Montesinos no podía decir silos recuerdos lo mareaban, lo distraían; o lo amedrentaban, incluso, sedijo, la sensación en su cabeza estaba desprovista de verdadero quehacer.Ningún remolino, no había ningún movimiento giratorio o circular,15

vertiginoso o mezcla, por ejemplo,16 que lo mareara. Sólo una sensaciónde instalación. De ocupación. El silencio en el cráneo era preciso. Másque silencio. Cautela. Casi hubiera podido representarse esa cosa entérminos de geometría si el olor, o la falda de un culo no hubiesen sidosubstancias vagas. (Y sin embargo — El olor de la lejía parecía por momentosacrecentarse hasta adquirir forma. Un fuerte olor a óxido también, pegadoa una superficie de cemento húmeda, entró en el cuerpo de Montesinoscomo si el cuerpo no hubiese tenido forma alguna. Como una aptitudgeneral. Un vaho interior. Eso no quería decir nada, y no obstante17 elcerebro de Montesinos estaba impregnado literalmente de recuerdos.Pocos, es verdad, se dijo.18 Recordó que debían asistir a un concierto.)Ésa había sido una de las causas del desmembramiento —parcial— del

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sistema. Era cierto, pero puesto a prueba. Montesinos tendría razón,además. Muriel era admirable. La mano de Montesinos intuyó la seda.No sintió el culo. La falda estaba en su mano como una joya sin precio ysin peso; sólo un19 recuerdo propagándose solapadamente en el cerebrocual un encantamiento, mudo. Colilla. Falda. Montesinos.—¿Recuerdas a Sebastián?, gritó Muriel.—¡Por supuesto!

Montesinos se acordó de ese incidente. Había sido en verdad eso,un incidente.20 Montesinos miró bien. Al levantar la cabeza ésta no fuemás allá de ella misma, sólo la mirada que se detuvo en el cielo raso sedistinguió —fue más allá, regresó al estadio anterior próximo al de suspies. Sentado así Montesinos trabajaba mejor. Un malestar no cesaba,Montesinos se levantó y quiso salir.

Muriel y Montesinos miraron bien los cuadros de una exposición. Lairrealidad de las playas japonesas es sorprendente, dijo Montesinos sinespecial interés. Muriel estaba vestida como de costumbre, Montesinossubrayó la importancia, extremada, de los intervalos entre los bañistas,y de la unicidad sin falla de una muchedumbre japonesa en la playa:absolutamente todos sonreían. Montesinos se sorprendió a sí mismo alescucharse decir a Muriel que los intervalos entra los bañistas le parecíansúbitamente importantes. Le sorprendió afirmar algo semejante a unaconclusión lógica, pero que no tenía premisas. Sin embargo los japonesesestaban allí puesto que sonreían y la muchedumbre era compacta (fue deotro lado el último cuadro de la exposición. La exposición culminaba surecorrido allí. Montesinos se fijó en la sonrisa de cada japonés). Miró aMuriel, que miraba el cuadro precedente. La chiquilla era indeterminable.Eso era claro. Sólo una sensación física veloz,21 pero opaca, dura, detocar algo afuera. Adentro era como si la mano de Montesinos hubiesequedado atada a su objetivo. Montesinos miró el cielo raso tratando derecordar, bebió varios sorbos, es verdad, mirando el vaso. Miró a Murielsentada al frente de él. Al acordarse de la exposición fue la sonrisa unánime,de la muchedumbre, que lo irritó, de angustia. Había una muchedumbrejaponesa apretujada en el agua y toda ella sonreía, lo que obligó aMontesinos a pasar de una sonrisa a otra sin diferencia y mirar a Murielque no comprendió lo que no era aparentemente posible, dondeMontesinos localizó en adelante una angustia. En los intervalos entreuno y otro. En el espacio de la comunicación. Montesinos quiso explicarsin resultado. La angustia estaba en los intervalos. La foto no era enrigor sino una22 relación fría entre el Japón y Montesinos. Sin ningún

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interés. Montesinos pensó, sin explicarse cómo lo hacía, que el deseode vivir dependía de un hilo. Hacía mucho tiempo ya, de la exposición.La mano en una falda, el olor a lejía permanecían intactos. La materia dela colilla estaba a veces tan cerca de la vista de Montesinos que eratangible. Montesinos sacudió la cabeza —lo que podía convertirse en tic,para Muriel, acontecía tan inocentemente en el cuerpo ignorante deMontesinos como los reversos levísimos de un disléxico (Montesinos,gran fumador, amaba la sequedad de un cigarrillo apagado. El olor erapenetrante y la colilla, rancia, se plastificaba, cobraba forma segura enalguna parte del cerebro, de otro modo era inexplicable y Montesinos noera torpe). Sólo un hombre de edad, y trabajador —asiduo, buen marido,tranquilo, cuando23 Montesinos se agarró la cabeza con un gesto ni lentoni precipitado fue, en su fuero interno, o físico, para localizar un objeto.Sentía la cabeza pesada. Al levantar la cabeza24 vio el cielo raso de sucuarto, el cielo, el cielo raso de su oficina, el cielo raso del teatro. A rasdel suelo se desplazaba Rodrigo —a media distancia una serie de objetos,el culo de Muriel, Montesinos la miró. El próximo año iremos de viaje.El vecino estaba parado calato al borde de la ventana dando al vacío.Montesinos le preguntó a Muriel si en la refrigeradora había carne ensuficiencia.

Las losetas y la pared desinfectada —sucia—25 en la que se recostóla chiquilla después de su manazo terminaron pegándose en algún lugar,el olor del desinfectante: Montesinos levantó la cara de la misma maneray fumó. Fue un suceso comercial. Una satisfacción íntima inexplicable sino se la ha llevado, por así decir, en las tripas. Todos estuvieron de acuerdoesta vez también en que la recepción, inolvidable, fue soberbia, de sueño.26

Montesinos adoraba el sabor agrio del whisky, la satisfacción interior.El vecino calato, en realidad, no tenía cara. A los tres cuatro años

Montesinos no podía acordarse, los ojos de Montesinos se quedaronprendidos de una cosa negra entre las piernas, y los brazos de un hombreparado sujetándote a la ventana en la casa vecina. El ruido fue seco:Montesinos escuchó un ruido seco. O un manazo contra la pared, unapalmada corta; un golpe, chato. No recordaba ninguna cara, y al recostarseen la cama trató de recordar, precisar. En un momento creyó sentir sumano en la mano. Mirando hacia arriba —cavilando— su cabeza respondíaal movimiento suave de su cabeza. Un hombre enérgico, en suma. Allevantar la cabeza Montesinos se propuso rememorar más que localizarun acontecimiento que podía ser singular. Una mota de pelos entre laspiernas de un vecino presto a lanzarse por la ventana. Un hombre estiradodelante de él, o el aire. Montesinos, a los tres o cuatro años, no era nadie.Sin embargo nadie se había suicidado, que él supiera. La casa paterna,fulgurante, se apareció en su cráneo y el ruido que creyó escuchar se

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detuvo: una mota de pelos, irritante, se imantó con una violencia apaciguada,igual que un eco, que una impresión. Cuando los dientes apretadosrechinan es que están bien limpiados, dijo Montesinos a Muriel. Acariciarel lomo de Rodrigo, por ejemplo, era también una tradición (peroMontesinos reprimió la alegría. Una alergia. Un malestar, dijo Muriel. Elculo de la chiquilla se desplazaba a medida que la mano de Montesinosrecorría la trayectoria de su mano a la falda. El fuerte olor, cual un líquidoinfecto, revestía día tras día las paredes internas del cráneo. Lentitud no.Cálculo tampoco; era imposible. Realidad menos aún. Un desplazamientoferoz, o inverosímil; o un cosquilleo27 invisible. Montesinos rechazó laidea de una cabeza amputada. El charol de dos zapatos de niño. Rodrigolo rasguñó ligeramente, se disolvió a su vez en un recuerdo que asaltó aMontesinos cuando abrazó28 a Muriel en el corredor.

Montesinos no supo si fue el recuerdo o la visión que se adhirió a él,o se superpuso a una29 línea directriz, a un diseño. Ese día Montesinosestaba distraído, molesto. Quiso decir: no supo si lo que sintió en sucabeza fue el recuerdo de dos zapatos de charol o la visión de una imagencualquiera. Tanta vaina, se dijo. Muriel estaba retirada. Todos habíanaplaudido. Montesinos sintió ganas de sentarse. Miró sus manos,esperando ver otra cosa.

Los zapatos de charol se confundieron, falazmente, con su cuerpoagarrando una colilla. El brillo de los zapatos estaba en sus ojos peroMontesinos no lo vio así: su vista no estaba extraviada. El charol era unaimagen demasiado precisa en su cabeza (no supo cómo hizo, peroMontesinos vio el brillo del charol en su sitio. No había nada falaz. Muriellloró. Rodrigo estaba estirado sobre sus muslos,30 mas al sentarse,Montesinos tuvo la revelación siguiente: en un momento de su vida enque el futuro se le presentaba por fin auspicioso y sin riegos, vio que enbuena cuenta lo que le estaba sucediendo hubiera podido acaecer añosatrás, o mucho antes —un temor31 violento e inesperado lo sobrecogió,no del porvenir, sino del pasado. Eso fue una revelación, y Montesinos alsentarse, ahora, lo hizo casi poniéndose a esperar la llegada del próximorecuerdo, que se presentaría tal vez seguramente como otra cosa; unaespecie de coágulo exterior y que todo su cuerpo se puso a esperar. «Asorprender» se estaba diciendo Montesinos disimulándose el miedo, ouna opresión. «O la partida del anterior», se dijo; pero era improbable).

Montesinos sentía el brillo del charol, el fuerte olor a lejía, la colillaen sus dedos o una mota negra de pelos o él agachándose, simplemente,en determinadas partes de su cerebro. Un sinfín32 de objetos desplazándoseapenas cuando tenía la impresión de que los coágulos en efecto se movían.Era insensible y constante. Un malestar o un dolor de cabeza másirritantes33 que otra cosa, a pesar de una sensación de vacío que Montesinos

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sufrió al año siguiente. Una suerte de brutal desafectación del cerebroque se volvió a llenar sin embargo, instantes después. Rodrigo sedesperezó. Montesinos miró con Muriel un álbum de fotos de su infancia,las preguntas llovieron, igual que las exclamaciones, los recuerdos, lasorpresa y la risa. Cuando el cerebro de Montesinos, desafectado, sevolvió a llenar, Montesinos estaba de veraneo. No se escuchaba ningúnruido. El ahogo que siguió al vaciado34 y a la especie de inflación, queMontesinos experimentó adentro, le procuró un vértigo. No fue nada,sin embargo; pero Montesinos ya no miraba, por ejemplo, los objetoscomo antes. Llevaba un objeto adentro, y el miedo casi absurdo yretrospectivo, e inútil —sobre todo completamente inexplicable de pensarque aquello hubiera podido suceder antes. El olor seco a oxidado,35

potente, y pegado a la pared interna del cráneo se extendía a veces cualun vaho, manifestándose con frecuencia en forma de latidos, bienespaciados, Montesinos los localizaba, lo que le permitía calificarlos decosa —coágulo, objeto, ritmo de consistencia particular. Los objetos delsalón, del dormitorio, el automóvil, Rodrigo mismo fueron escudriñados.Montesinos estaba en forma. El pugilato de dos borrachos bajo un postede alumbrado público, y un borbotón de sangre en la ventana de su cuarto(la impresión de un borbotón de sangre cuando Montesinos tenía cuatrocinco años) no habrían pasado desapercibidos36 aun si Montesinos nohubiese estado alerta. El objeto desapareció, presto. Montesinos lo creyóasí. En realidad —pero Montesinos ya no dudaba—37 la cosa se quedóallí. En su inquietud Montesinos, que no lo sintió —pero el objeto estabaallí— se dijo que la sangre no había podido no dejar huellas, y que elcoágulo en consecuencia era tal. La falda de la chiquilla le recordabaincesantemente el culo chato de Muriel sin proponérselo, naturalmente,al punto de que, agarrándolo, Montesinos era consciente de no haceruna asociación de ideas. La mano de Montesinos agarraba una falda (unatela). Nada más: la cosa insistía en su cabeza peor que un parásito,ocupando (Montesinos, tuvo esa impresión) cada vez más sitio.

En la noche había llovido, y Montesinos durmió. Consultando el álbumde fotos Montesinos encontró un tranquilizante eficaz:38 su niñez parecíaun extraño sonriendo. Al sentir un aguijón cerca de la nuca Montesinosestaba estudiando un legajo importante. En la noche había cesado dellover y Montesinos salió a caminar. Rodrigo regresó al mismo tiempo, yhabía varias distancias, o estratos. La primera, lo que Montesinos creíasea un recuerdo. Luego un aspecto impertinente, incisivo, en el queMontesinos localizaba el malestar, latiendo como un feto. «Anda a ver almédico»,39 le había dicho Muriel. La tercera, la imagen de su niñez, ocultadacasi, lejana. (Lejana no.40 Montesinos se reconocía perfectamente en el

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niño del álbum mas éste se le presentaba como un objeto singular; uotro; al extremo de que Montesinos pudo arreglárselas a fin de decirse—o afirmar a Muriel que no era nada— que el objeto en cuestión noexistía.) De otro lado Montesinos no recordaba nada. Contemplar el objetode su niñez era sólo una empresa nocturna en un álbum. El día eralluvioso. En el trayecto Montesinos miraba el periódico del vecino. Todoera así. La totalidad del regocijo, especialmente, era evidente. Murielestaba espléndida. Al entrar a su carro Montesinos pensó en la41 infancia.Meses después regresó tarde. «No es nada»,42 dijo.

Recibió como un portazo la imagen de un niño dibujada en su viejataza de porcelana, cuando la boca entreabierta del mismo niño se plantóen su cerebro. Era un dibujo perdido de vista, y que se encontraría conseguridad entre los vejestorios del garaje. Sorprendido, Montesinos miróa Muriel. Rodrigo se había estirado en sus rodillas y Montesinos sentadoen el43 borde de la cama. El dolor de cabeza no cejaba, el trabajo nodisminuía — un día Montesinos creyó confundir la representación quese había hecho del pasado con la idea que tuvo de pronto, preocupado nopor el hecho de que todo aquello hubiese podido ocurrir44 años atrásimposibilitando todo éxito profesional sino frente al fracaso posible delfuturo, ahora que el tiempo estaba allí. (Rodrigo se acomodó sobre susrodillas temprano y se dispuso a dormir. Lo que Montesinos no queríaver como una enfermedad ya no era un dolor de cabeza. Tampoco era undolor. «Algo concreto, palpable», dijo. «Aquí», a Muriel, tocándose lacabeza.) Montesinos miró a Rodrigo que oponía resistencia en sus rodillas.Era temprano en la mañana,45 sentado en el46 borde de la cama. Al mirarloMontesinos se preguntó si el gato era un objeto exterior dormitandoencima de él o si Rodrigo era algo que sucedería después. Montesinosencontró la taza de porcelana en el garaje.

«En qué consisten entonces los sueños»,47 le preguntó a Muriel,nervioso. «Es una como irradiación que sale ya de la nuca, ya cerca de lasien izquierda, ya del mero centro adentro, que se contrae.»48 Esossíntomas no los eran. El aguijón que Montesinos sentía en el cráneo eraMontesinos agarrando una colilla (sus propios49 dedos. Un olor tan fuerteque era brillante, una falda y una impresión de tacto continuamenteincipiente y que lo impulsaba casi sistemáticamente a sacudir la mano, ola ventana de su cuarto,50 opaca de sangre, o negra; el pulso, la insistenciade los pelos, detrás).51 «Es inútil tomar vacaciones.»52 Montesinos pensóque el tiempo no pasaba sino que, por el contrario, los plazos se cumplían.«No es lo mismo, dijo, puesto que yo sé», le gritó. Era un domingo en latarde. La casa era de campo. Montesinos guardó el álbum de fotos, luegolevantó la voz. Mirando a Rodrigo, la alfombra del piso le pareció perdurable,sobre todo inmóvil. En el fondo viajar era una manera de no vivir, pensó

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nuevamente. Al levantarse y atravesar el vestíbulo hacia el comedorMontesinos se percató de las cortinas, de su terno planchado, de la distancia,ridícula, que acababa de pasar, y de la distancia que hubo bruscamenteentre él y la distancia. Los objetos comenzaron en ese momento53 a cobrarvida.

Se sentía disminuido, también. La sensación que experimentaba erade empobrecimiento. No supo por qué. Miraba el arte prehistórico deLascaux. Empobrecimiento era una imagen moral con la que Montesinosquería significar probablemente debilidad física, no inercia.54 Unabatimiento interior. «Nervios»,55 dijo Muriel. La cabeza de Montesinosestaba sin embargo realmente ocupada. Uno tras otro los recuerdos habíantomado lugar, y el lugar, sin ninguna duda posible, había adquirido forma.La claridad de las losetas; un persistente olor a lejía (Montesinos habíadejado de fumar); un culo56 de chiquilla que se escurría permanentemente,la taza de porcelana de cuando cumplió cuatro o cinco años, pequeña,cual un niño sin fin, Montesinos hablaba a veces con dificultad. Rodrigono quiso salir de sus rodillas en la mañana; no se movió. Al acariciarlocomo de costumbre para luego dejarlo en el suelo y salir a trabajarMontesinos vio a su gato bien instalado en su sitio, incluso triste, pensó.El peso de ese cansancio paralizó a Montesinos al borde de su cama conRodrigo en sus rodillas, profundamente quedado; Montesinos no se movió.Y ningún57 esfuerzo de Muriel fue capaz de sacarlo de esa suerte58 deletargo, o de incapacidad.

En la tarde fue diferente. El vértigo del mes pasado había coincididocon una ligera compresión y dilatación en la sien derecha, que duraríatodo el día. Las píldoras parecían no diluirse sino en el estómago. Tiempomás tarde, entre otra sensación de vaciado59 acompañada de un doloragudo que Montesinos vio pasar como una proyección, Montesinos nopudo ubicarlo —no quiso pensar. Montesinos balbuceó:60 «Muriel»,61 aoscuras. Almorzando, Montesinos dirigió a Muriel unas palabras que élse vio fomentar desde su sitio, coger casi, saliendo de sus labios. No erauna discusión o un simple intercambio que él hacía con su mujer sinopalabras que él62 dijo habiendo atravesado el vestíbulo, que había parecidoabrirse a su paso: Montesinos era perfectamente consciente de esepasado reciente, y miró a Muriel. Hubiera deseado verla de pie y caminandodelante de él. «Soportar»,63 pensó casi en voz alta. En un momento dado nosupo distinguir entre Muriel, los dolores que sobrellevaba y lo que acababade decir. Muriel y Montesinos se levantaron de la mesa. Montesinos selevantó, delante de él estaba su mujer. No le dijo nada,64 acomodó la sillay salió. De pie mirando por la ventana, Montesinos luchaba poridentificar65 lo que tenía delante de él, a través de la distancia marcada

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por una transparencia. Al dar media vuelta había su cuarto, Rodrigoechado de tal modo que al mirar sus patas traseras y el inicio del lomoMontesinos no dudó un instante en la incomodidad de esa postura, quefue corregida inmediatamente por la inclinación de la cabeza de Rodrigo.La corrección fue tanto más perfecta cuanto que Rodrigo dormíasimplemente,66 pero Montesinos no pudo impedir la reflexión, criminal,que lo asaltó involuntariamente: la idea misma de la perfección de lacorrección y el modo como ésta se había llevado a cabo le parecieroninadmisibles, o sin razón. Desembarazarse de Rodrigo no podía ser mortal.Montesinos sintió un fuerte calor en la frente. Una mano en su cuello loapretaba, sin estrangularlo. Fue más bien una sensación de calentura enel cuello que lo despertó. No había nadie, fuera de Muriel y Rodrigo,durmiendo entre los dos. Era al67 amanecer. Había la mano de alguien enel cuello de Montesinos. Una fuerte calentura, y la presencia, indefectible,de alguien en el cuarto. Al incorporarse alarmado, Montesinos no habíasoñado: otra imagen estaba terminando de superponerse a la de esamano y a la del calor, transformándose lentamente en un residuo que secomprimió, luego se comprimió con más fuerza, en la frente, obligando aMontesinos a salir de la cama. La angustia estalló: Montesinos gritó dedolor, sentándose, sintió el objeto desplazándose en el centro de su cabezay detenerse adentro, como cayendo en silencio sobre una superficieblanda. Muriel se había incorporado a su vez, sollozando.68

El residuo estaba bien situado en el cerebro. Todos esos objetos sehabían orquestado, autónomos, incalculables, al punto que meses másadelante Montesinos no sintió más sus volúmenes sino un eco, del quequedaba el mismo y solo latido.69 A veces Montesinos veía una luz, explicó,el dolor de cabeza era tan intenso que sentía su cerebro como una inmensapantalla sin peso, o separada de su cuerpo, cuando70 en verdad sucedíatodo lo contrario. Montesinos se tranquilizaría luego de alivios similares.Había engordado. Descansaba con más frecuencia pero renunció prontoa los momentos que pasaba recostado o que podían coincidir con aquellosen los que su cabeza también parecía descansar: el eco y la luz queMontesinos se desesperaba en querer palpar, «la difusión»,71 insistía él,se confundía atrozmente con el silencio obstinado, e insoportable, de supropia reflexión. Extirparse del sofá le pareció un acto físico; un dolorgeneral. La cabeza explotaba. El último coágulo se había instalado poretapas deteniéndose en un umbral (Montesinos había reconocidoefectivamente en su cabeza el calor en el cuello, la mano y por último elresiduo, sólo una aproximación, algo por venir. Montesinos temió unprecipicio) esa imagen fue clara — Rodrigo pasó de las rodillas deMontesinos a las de Muriel, se dejó acariciar por la mujer.72 Montesinosluchó varias semanas contra una acumulación cada vez más sofocante,

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expandida en toda la cabeza73 —visualmente la nitidez de los recuerdostambién se había transformado, Montesinos se vio repetidas vecesatravesando prácticamente con sus propios ojos un estado de luminosidadinterior— impidiéndole incluso la respiración. La desesperación, el ahogoy la muerte llegaron naturalmente como un desenfreno. 74

Namur, invierno 1980

1 Este relato se publicó en Cielo abierto, 28 (1984); pp. 46-51. Como en todos los otroscasos, hemos utilizado la versión final mecanografiada. Se anotan las variantes.La versión de Cielo abierto no respeta los silencios —líneas en blanco— que GastónFernández insertó entre algunos párrafos.2 Sin ‘,’. (Cielo abierto).3 Sin ‘él’ (Cielo abierto).4 ‘dos partes. Una el recuerdo. Dos un rollo de carne’ (Cielo abierto).5 ‘en’ (Cielo abierto).6 ‘la nalga’ (Cielo abierto).7 ‘blanco’ (Cielo abierto).8 ‘(losetas, blancas; el recuerdo se concentró fuertemente en el olor a lejía—‘ (Cieloabierto).9 ‘o’ (Cielo abierto).10 ‘parecían y se afirmaban’ (Cielo abierto).11 ‘pareció instalarse’ (Cielo abierto).12 ‘veinte’ (Cielo abierto).13 ‘extraño y sin ninguna voluntad.’ (Cielo abierto).14 ‘el llamado’ (Cielo abierto).15 Sin ‘,’ (Cielo abierto).16 ‘mezcla. Por ejemplo,’ (Cielo abierto).17 ‘sin embargo’ (Cielo abierto).18 El paréntesis se cierra aquí en Cielo abierto.19 ‘el’ (Cielo abierto).20 ‘—un incidente’ (Cielo abierto).21 Sin ‘,’. (Cielo abierto).22 ‘una una’, en el original.23 ‘(asiduos, buen padre, tranquilo, nada. Cuando’ (Cielo abierto).24 ‘los ojos’ (Cielo abierto).25 ‘(sucia)’ (Cielo abierto).26 ‘sueño, perfecto.’ (Cielo abierto).27 ‘Un desplazamiento inverosímil —o feroz; o un cosquilleo’ (Cielo abierto).28 ‘tocaba’ (Cielo abierto).29 ‘—a una’ (Cielo abierto).30 Sin ‘,’ (Cielo abierto).

— relato aparente (xx) —

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31 ‘o muchos años antes (un temor’ (Cielo abierto).32 ‘ sin fin’ (Cielo abierto).33 ‘irritante’ (Cielo abierto).34 ‘vacío’ (Cielo abierto).35 ‘El olor seco a lejía,’ (Cielo abierto).36 ‘habría pasado desapercibido’ (Cielo abierto).37 ‘presto (Montesinos lo creyó así; en realidad —pero Montesinos ya no dudaba—‘(Cielo abierto).38 ‘ineficaz’ (Cielo abierto).39 Sin comillas (Cielo abierto).40 ‘lejana (lejana no.’ (Cielo abierto).41 ‘su’ (Cielo abierto).42 Sin comillas (Cielo abierto).43 ‘al’ (Cielo abierto).44 ‘acaecer’ (Cielo abierto).45 Sin ‘,’ (Cielo abierto).46 ‘al’ (Cielo abierto).47 Sin comillas (Cielo abierto).48 Sin comillas (Cielo abierto).49 Sin ‘propios’ (Cielo abierto).50 Sin ‘,’ (Cielo abierto).51 ‘—el pulso, la insistencia de los pelos detrás.’ (Sin cerrar paréntesis) (Cielo abierto).52 Sin comillas (Cielo abierto).53 Sin ‘en ese momento’ (Cielo abierto).54 ‘—no inercia’ (Cielo abierto).55 Sin comillas (Cielo abierto).56 ‘fumar). Un culo’ (Cielo abierto).57 ‘Ningún’ (Cielo abierto).58 ‘especie’ (Cielo abierto).59 ‘vacío’ (Cielo abierto).60 ‘balbució’ (Cielo abierto).61 Sin comillas (Cielo abierto).62 Sin ‘él’ (Cielo abierto).63 Sin comillas (Cielo abierto).64 ‘mujer (no le dijo nada,’ (Cielo abierto).65 ‘contactar’ (Cielo abierto).66 ‘tan perfecta que Rodrigo dormía simplemente’ (Cielo abierto).67 ‘el’ (Cielo abierto).68 ‘sollozando).’ (Cielo abierto).69 ‘el mismo latido’ (Cielo abierto).70 ‘cuerpo —cuando’ (Cielo abierto).71 ‘palpar la difusión’ (Cielo abierto).72 ‘se dejó acariciar’ (Cielo abierto).73 ‘la cabeza y por momento’ (Cielo abierto).74 ‘La desesperación, el ahogo la muerte llegaron como un desenfreno.’ (Cielo abierto).

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a la izquierda de nosotros había Evita, que se comía las uñas y que teenseñó a montar bicicleta. El padre era un relojero alemán que se casócon una íntima mía y que murió cuando tú ibas por los diez años. Era unsinvergüenza. Fíate de lo que te dicen tus padres. En fin, ya todo pasó.A la casa de todos modos Evita no entró nunca como recuerdas, y era tancapaz.»

—¿Por qué?— (...)—¿Por qué Evita es tan capaz, y era capaz de qué? ¿Dices que la casa deEvita era roja? ¿Por ejemplo? (Qué alemán. No hay ningún alemán.)Montesinos hizo como si se incorporara para dejarse besar por su ma-dre. Trató de acordarse de Evita.—¿No te acuerdas?—Claro.

Montesinos es un hombre de edad. Una risa clara, segura, fue la de sumadre. Otra clara, segura, la de Montesinos. Montesinos se arregló lasalpargatas, miró los zapatos de taco alto y observó detenidamente laspiernas de su madre, sentada al frente de él terminando de decir«fantástica...» Se acordó de esa casa, por supuesto, y de una vieja fotografíade su madre que no conservaba. La casa se le apareció iluminada de arribaabajo inexplicablemente mas Montesinos no se movió, su madre continuó,

relatoaparente (xxi)

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sonriendo a su hijo con lo que éste creyó ser otra pregunta viniendo deella, lo que lo incitó a preguntarle a su vez «háblame de la que había a laizquierda».—A la izquierda de la nuestra.—A la izquierda de la nuestra pues era la de Evita, y más allá la de losSánchez, que como te dije ahora es un pampón. Allí vivía la Rocío deEvita que no se separaban nunca.» Montesinos mintió cuando dijo «Claro».Se había quedado inmóvil en el sofá. Casi le preguntó a su madre: «¿Y lade la derecha?» sabiendo que no se acordaba bien de la casa de los Soria.La pregunta se le quedó en la extremidad de sus dedos porque algo depronto se le apareció adelante en el sofá de su madre: luego de la palabrafantástica la mano de uno de los Soria cayendo sobre el culo de su madrepara despertarla de una borrachera. La mano del Soria desapareció paraver a su madre borracha subiendo las escaleras y a su padre tiradoborracho en la cama de Soria. Montesinos no se acordaba de Evita. Rocíoquizá, si era la misma que él creía; pero cómo saber. Su madre cruzó laspiernas delante de él. Las piernas de su madre estaban rojas de várices.(Qué alemán. Qué alemán.) Montesinos manoseó la revista, que él leíaantes de que su madre regresara. Le hizo la pregunta, sorprendido porla ausencia de recuerdo.—¿Quién había a la derecha?Montesinos vio a Rocío en la foto de primera comunión. Evita no habíapodido venir. La hija de los Soria estaba a su derecha, Rosario era dosaños mayor que tú, una agrandada, una fiera. Montesinos miró a Rosario.Su madre lo besó. Montesinos se puso a buscar fotos en la buhardilla.Casi aplastado bajo el techo las piernas juntas de su madre sentada alfrente se le aparecieron curiosamente remotas, y exactas. Su preguntase había confundido con la imagen de Rosario de pie a la derecha deMontesinos. Cruzadas —o no— los ojos de Montesinos salían de laspiernas de su madre con alguna dificultad, entraban en un cuerpo sentadoal frente de ella. Veinte años de ausencia. Sin mayor curiosidad pero conatención. De pronto su madre estaba delante de una pantalla, la pared deuna sala. Los adjetivos, los colores, la buhardilla y su propio nerviosismo seamalgamaron en una mirada —a fin de que su madre no se percatara—prácticamente neutra. Para Montesinos sin embargo su cuerpo sentadoal frente del de su madre pesaba. La pared blanca detrás de ella no teníacuadro, o tapiz, tal vez era un error de decoración, su madre sedesarrollaba a causa de ello, tomaba formas precisas al lado de Rocío yde Rosario, desaparecidas en fotos. Los Soria aparecidos durante uninstante desaparecieron en el acto después de la pregunta. Montesinos,al mirar a su madre sentada al frente, pensó súbitamente en sí mismo,sentado en su propia sala. Casi como una consecuencia pensó enlevantarse, pero su madre estaba reteniéndolo, la pregunta había sido

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clara, la foto le mostró a Rocío y a Rosario como si hubiesen salido delbaño, limpias. Nuevas. Brillantes. Montesinos hizo un esfuerzo poracordarse de Evita, pensó infructuosamente en la cara de Rosario, pegadaa la superficie del papel como el sonido a las palabras de su madre, comosu esfuerzo de memoria a la ausencia de representación. Aplastado bajoel techo, buscaría siglos. La imagen inexistente que Montesinos teníade Rosario —una foto— se confundió con una brusca sensación espacial:Rosario estaba a su derecha; y con las piernas presentes de su madre.Montesinos preguntó lo de los Soria. La respuesta no lo aclaró, los Soriaeran unos vecinos solitarios, se mudaron además, fue una liberación.Qué me cuentas. Evita sí que era una reina.

Montesinos miró a su madre, reflexionando. El resultado fue la foto en laque estaba él. Los dos miraron el álbum de fotos de la familia, Montesinosregresó a su posición inicial desde donde miró a una mujer venida delejos, contándole cosas recientes.—Es increíble.—¿No es cierto? («Mi hijo.» ¿Rosario? Beatriz ¿no era la del frente?)

Fantástica...

El barrio se prestaba a un radio de acción memorial. En el damero, trazadocon cuidado, cuatro o cinco casas bastaron para inquietar a Montesinosque miraba a su madre escuchándola desembobinar sus recuerdos. Niincrédulo, ni indiferente (mas con esa presencia adelante, suficientementetenso como para temer, en general). Algo así como ponerse de súbito atemer la presencia —mínima— de su madre. Miedo de pronto de laaparición de su madre en una pantalla; o de la evidencia de un hecho:Montesinos debía continuar mirándola.

—Cuéntame lo que había al frente.—¿Al frente?—Al frente, sí.

—Nada. Los Rosas...—(...)—Los Rosas eran los inquilinos de Mario, la de tu tía Julia, ¿recuerdas?—¿Los de Beatriz?—No, no. Beatriz era en la esquina.

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—Quién lo hubiera creído. Figúrate.

(Beatriz ¿no es la que esperaba todas las tardes el ómnibus al frente dela casa?) Montesinos pensó en lo que estaba sucediéndole: una viejatarde entrando en funciones por las piernas de su madre. En los intervalosMontesinos quiso entrar.

—Era una vaina.

—¿Qué es de Beatriz?—Figúrate que está loca.Montesinos no escuchó bien la respuesta: retuvo la locura de Beatrizpero escuchaba a su madre que hablaba de otra cosa, extraviado en suspiernas. (Qué Rosario.) Las piernas de su madre se cerraron. Montesinosse acomodó inquieto, en el sofá.—¿De Beatriz sí te acuerdas?

La tarde, la atmósfera de una tarde, fue una impresión lejana violentaasociada a un recuerdo próximo, imposible de determinar, inevitable,porque su madre estaba allí: la tarde era precisa, piernas robustas,Beatriz; había hasta el olor. Moras, el colegio. Sobre todo: ningún recuerdo,sólo las trenzas negras de su hermana mayor.

—¿Es Beatriz la que esperaba el ómnibus todas las tardes?La madre de Montesinos estaba hablando de otra cosa, una atmósfera detarde, en Montesinos, fue de pronto un pasado perfecto: había hasta elolor —pero impregnado en un barrio opaco— de una ausencia perfecta.Las conclusiones de Montesinos fueron nulas. El recuerdo se fue. Élestaba sentado escuchando a su madre luego de veinte años de ausencia,que no eran mucho: veinte minutos de conversación eran suficientes: lamemoria aparecía en el acto, en su sala, evacuada por una evocación; laspiernas de su madre eran las mismas. Y Montesinos no se sentía igual.La memoria aparecía floja: la distancia frontal que lo separaba de su madreprobó a Montesinos que éste estaba sentado escuchando, antes depercatarse no de que en el fondo él se escuchaba a sí mismo, sino del hechode ser él, quien escuchaba. Una rememoración. Un recuerdo. Su propiaexistencia. Montesinos dejó el sofá.

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Ofreció algo a su madre. Se levantó. Evita no estaba allí. Rosario erainexistente (el alemán tenía una moto. No eran várices, exactamente). Allevantarse Montesinos miró largo rato a su madre desde lo alto, vieja, ysentada, como él.

—¿Quién vivía justo en la casa de la esquina? Dime, en la esquina, ¿noera la casa de Beatriz?—En la esquina, sí, era la casa de Beatriz. En la esquina eran los Galdos.Beatriz, Galdos. Sí. Cómo te acuerdas. La pobre.» Montesinos se acordóde la moto del alemán. Era un side-car. Evita tenía una hermana mayor,Montesinos se comía las uñas. Él estaba en el side-car.—Es imposible, dijo Montesinos.—¿Qué dices?—Es imposible, dijo Montesinos.—¿Qué cosa es imposible?Al mirar a su madre —delante de él— Montesinos pensó en preguntarlebruscamente sus motivos de viaje, la borrachera de los Soria, mas no eraimportante. Era inútil. Y era un detalle. Ni los motivos, ni el viaje, erannecesarios. Montesinos se puso a reír, se volvió a levantar. Su madre semantenía jovial e inerte, como había sido siempre. Regular. Adecuada.Cada cosa en su sitio. Montesinos sentado al frente de ella era otra figuraimpuesta por la inercia natural de las cosas de su madre. Todo así estababien. La habladuría extraña de esa mañana tenía en el fondo concretamentela fisonomía alegre y áspera de las anécdotas. Su madre contaba susrecuerdos, y el presente de Montesinos: el barrio donde todavía vivía sumadre: el mismo. La locura de Beatriz se abrió de pronto hacia la ventanade la casa, donde Montesinos se asomó. Beatriz estaba caminando haciaél. El Sergio de la derecha —un pintor— le hizo un retrato, su madreesbozó una sonrisa que acabó tiempo después. Iba del Sergio a su boca, yen el retrato Montesinos no se reconocía bien. Al mirar a su madre sumadre había pronunciado «Héctor».

—¿Había un Sergio, en el barrio?—Que yo sepa...—(...)—¿Sergio? dices.—Sí.

—No.

—(...)—¿Sergio?

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—O algo así.—No.

(Cómo, entonces.) Y apareció Héctor en la casa, como turista. Veníariéndose directamente desde los Soria, y Montesinos, que identificó aHéctor con el recorrido corto, frecuente que alguien hacía desde losSoria hasta su casa, vio a Héctor como a un pasajero. El cuerpo de Héctor,invisible, pasó de los Soria a su madre sin dificultad, con la identidadmutilada. Sergio. Transitorio, pero peculiar. Montesinos le había dado unnombre. En realidad Héctor se quedó dos o tres semanas en casa de losSoria y en los tiempos muertos vino a la casa. (Por qué «Sergio».) Héctorse quedaba horas. (Los retratos los hizo con lápiz. Tienes el retrato queme hizo.)—Héctor, querrás decir.—Claro. ¿Tienes todavía los retratos que nos hizo? Esos ——Quizás... Un gran pintor, te imaginas. Los retratos te los hacía conlápiz en un dos por tres. Maravilloso muchacho. Beatriz, por ejemplo,nunca quiso. Patricia. ¿Te acuerdas? Ésa sí que era una mujer.» (QuéPatricia. Qué Evita.) Montesinos se acordó de su madre amonestándololuego Montesinos escuchó: «Mi hijo».

—¿Qué Patricia?—Patricia la de Roberta, la negra Roberta. Patricia la de la negra Roberta,la vecina de la esquina opuesta, en diagonal justo a la de los Galdos.Patricia incluso una cargante que te hacía bromas todo el tiempo. Cuántosaños juntos.» (A quién cargué en los rieles del tren hasta la estación, ymás allá. Cuando estuvimos de vacaciones.)—El año en que te rompiste las piernas.—A quién cargué en esas vacaciones, te acuerdas, que hubo creo, un lío.¿No era la Patricia? (La de Roberta. Qué Evita. Mierda.) Beatriz sí estabaallí. Borrosa. En la sala de Montesinos en la que había entre otras cosassu madre, una hiedra a media altura, un tocadiscos y varios libros, laimagen de Beatriz era curiosamente clara. Menuda. Loca. No era deextrañar, dijo su madre. Yo lo había dicho cuando ustedes eran niños.Montesinos se sintió completamente frente a su madre.—El retrato de Patricia era el mejor que hizo Héctor. Ésa sí que era unamujercita. Cómo no te acuerdas de ella.—Creo que sí, en realidad. En realidad — Montesinos abrió la boca paraacordarse de su infancia, sin éxito. (Qué mujeres.) Cuatro niñas decretadaspor su madre esa mañana, olvidadas, perennes. En la confusión la imagennítida que tuvo Montesinos de Beatriz estaba allí tanto como el propioMontesinos, que se estaba percatando del recuerdo. Simultáneamentela imagen de su madre se movió, imponiéndole una nueva vista, que

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desapareció. Las piernas de su madre se quedaron en el medio. Beatrizno solamente esperaba el ómnibus, ella lo esperaba junto con él. Las piernas,en la rememoración exacta de Montesinos, se identificaron con su madre,adelante. Una distancia más, o menos, y Montesinos no hubiera podidodecir nada. Al mirar francamente a la mujer que tenía al frente, Montesinosla escuchó. Su madre hablaba. Era la misma voz. Montesinos bajó losojos, los levantó, su madre repitió «fantástica» en medio de un barullo interior,que Montesinos quiso arreglar. Sentados inmóviles frente a frente Montesinospensó que entre su madre y él pasaba su infancia entera, bella, apacible,sin solución de continuidad, la apariencia de los recuerdos hizo pensar aMontesinos que su madre, que estaba allí, lo obligaba a verse a sí mismosentado al frente de ella. Una presencia de pronto insoluble y pasajera.Potente. Sin solución tampoco de continuidad. Un fuerte olor a bicicleta. Amanipulaciones mecánicas. A cielo abierto de repente. Montesinos reaccionóa una observación de su madre, que desenvolvía las piernas cuandoMontesinos creyó recordar violentamente la sensación, rala, de estar en elaire. Alrededor de él no había nada, sólo la sensación de la extensiónhermética del cielo. La voz que escuchaba Montesinos parecía tenersoportes pero no tenía tiempo: todo existía. Evita. Rocío. Beatriz (Patricia).Montesinos se estaba mirando al lado de una Rosario. Al frente, un gransofá sostenía a su madre. En los espacios que el cuerpo de su madredejaba libres el reflejo del asiento dirigía su vista hacia los intersticios,libres del cuerpo, oscurecidos por ese peso muerto. La bicicleta eranueva. Las axilas de su madre eran lisas. Montesinos hizo un esfuerzopor recordar a Patricia y a Rosario. A Evita, o a Evita a través de la moto deun alemán. La alusión de su madre, cuando se interpuso, no posibilitónada. El retrato de que era cuestión le era incierto, en el fondo así comose le aparecía su madre al frente, que hubiera podido no estar allí, delantede él. Montesinos la miró otra vez. La sonrisa que le dirigía su madre—el rostro que Montesinos recibió— era la imposibilidad misma de recordarcual una lógica en la que el cielo de antes, atribuido a una sensaciónindescriptible de espacio, y de relación con algo, lo ahogó en un recuerdovago. Beatriz quizá. Montesinos se miró las manos. Vio a su madre como enuna escena, móvil, funcionando, idónea. Fue la mecánica perfecta de lasituación que se presentó a Montesinos lo que obligó a éste a ver en lasonrisa de su madre no esa sonrisa, sino un gesto, un trazado. Un relieve.Una intromisión.

«Por qué te ríes», quiso preguntarle, pero la sonrisa seguía allí. Un malestarindeterminado pasó a centímetros de Montesinos y se estrelló en laboca de su madre. Una huella. El malestar se asemejaba a una zonadesequilibrada, a una configuración, incierta, o fronteriza, en la que la

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sonrisa lo implicó. Como una zona nítida entre Montesinos y él mismo.La franja de aire se quedó entre Montesinos y su madre, casi acentímetros. Su madre se puso a hablar. Montesinos, que se acomodó enel sofá, empeñándose en responderle, puso las uñas comidas de Evita yel side-car del alemán en las fotografías de Rocío, Rosario o Montesinos.La madre soltó una carcajada, Beatriz atravesaba la pista hacia la casacon una tranquilidad irritante que fue un remedo en la boca de su madre,Montesinos, sentado prácticamente en medio de lo que él creyó ser,durante un momento de desviación, un símbolo, titubeó, o localizó aBeatriz cruzando la pista al frente de la casa desde la ventana en queMontesinos la vio literalmente acercarse, dando cara a su madre, cerca,preciosa como una incrustación. (No eran várices. Cubiertas de pústulasmás bien, se escuchó pensar, y se sorprendió a sí mismo corrigiendo elrecuerdo: no eran várices ni pústulas sino, más bien quizá sólo una malairrigación, Montesinos se rió acomodándose en el sofá en el momento enque su madre le recordó una de las bromas de Patricia). La broma lellegó a Montesinos por un tubo cerebral. Por el canal de Patricia sentadoal frente de su madre a través de un tubo incoloro y hueco, que fue de ojoa ojo, reduciendo no solamente el cielo a la rememoración sino agrandandolos ojos, las manos y el cuerpo de Montesinos Eusebio, adulto, casado,sin hijos. Pasando1 tubular por el ojo abierto de su madre; eso fue lo quevio. («Qué buenas piernas.») «Héctor, en un abrir y cerrar de ojos comote digo, ya no estaba en la casa. Desapareció no se supo cómo.»—Déjame recordar... ¿Tres cuatro semanas?—Tres semanas, aseguró Montesinos. Perplejo en ese empeño poracordarse de acontecimientos nulos, hizo un movimiento extraño, susuñas estaban comidas. Las miró. Las de su madre no. (No eran várices,lo de las piernas). Montesinos veía las manos de su madre por primeravez. Por primera vez observó —miró rápidamente la forma de los muslosde — Montesinos se rió, junto con su madre, cuando ésta le hizo recordarotra de las bromas de Patricia.

—Una mujer.

La indeterminación —el malestar— pasaba por atrás. Montesinos dejó elsofá para ofrecerle un trago a su madre que decía «mi hijo». Laindeterminación tomó en aquel momento la forma extraña de una visiónporque Montesinos, riéndose, pensó involuntariamente en lo que hubierasido la fotografía de esa cosa, de un malestar, algo tan inconsistente comola foto donde figuraban Rocío, Rosario, o un Montesinos. Su madre hablaba.Montesinos tardó en responder. «Cuéntame lo que has hecho últimamente.»Desentumeciendo las piernas.

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(Hay Rosario, Evita. Rocío. Patricia, Beatriz. Beatriz no. Mierda.)Eusebio Montesinos estaba de camisa y corbata. Sólido.No escuchaba. Estaba viéndose bruscamente detrás de la irrigación dedos piernas en esas múltiples instancias de verse que hay como espejosfrontales, incapaz por otro lado de modificarse en un mínimo en un antrocuyo firmamento, apenas reminiscencia de sensación, parecía unasubstancia aérea fuera de su cuerpo (Beatriz no es quizás una mujer) unrecuerdo le vino a la sombra de su madre. Montesinos se quedó de unapieza. Cuando le preguntó a su madre si Beatriz estaba efectivamenteloca, su madre le estaba respondiendo hablándole de él. Ella ya no sereía; su cuerpo, solamente, iba de arriba abajo convulso como a veces,cuando un olor penetrante entró en la sala. Un olor fuerte, a bagazo.Montesinos se levantó. Su cuerpo dio involuntariamente con el florero asu lado que se repartió en el suelo. (El tiempo.) No era el pasado loirrecuperable: lo que era irrecuperable era la reflexión, allí. Lo que parecióenorme, sin más preámbulo, ni conclusión, fue que su cuerpo en unpasado fuera. (Por qué ¿qué dices?) «Últimamente», decía su madre.Ésta levantó la cabeza, lo estaba mirando. Su madre balanceó la cabeza.—Tienes las manos de tu padre, todos los gestos de tu padre.

—Eres la imagen misma de tu padre.

Adelante en un sofá blanduzco en el que tomó sitio su madre, llegada depronto pero también previamente, una como dirección —un gesto— seatravesó en diagonal, entre su madre y él, hacia su derecha. Unaimpresión. La impotencia de Montesinos fue enseguida el temor, laincapacidad en que estaba de moverse, a menos de pretender coger ladirección —una ilusión— con algún ademán, haciendo algún ademán. Sumadre instalada frente a él y hablándole era bruscamente una estatua deesas a quienes la vida ha prestado vida y que necesitan el contacto delrodeo, de la aproximación, de la espalda, el culo de la borrachera sesacudió con una carcajada, Montesinos, remecido por la imagen de suidentificación con el sitio que ocupaba en el sofá delante de su madrepensó en el gesto inerte y doloroso de poner un cuerpo en el pasado.(Qué es «ya todo pasó». Últimamente.) Gesto supremo de poner su cuerpoen una pantalla. El resto podía ser pura inutilidad. La oscuridad —laborrachera de su madre, un culo; la carcajada de los Soria, la locura deBeatriz, la inexistencia total de Rocío, de Evita, de la Patricia, de Rosario—era la faz presente de su madre. La mueca que salió de las comisuras de

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Montesinos, en forma de respuesta, hacia su madre, colocada del otrolado moviéndose apenas como una efigie a quien se da vueltas para tratarde abarcar el espacio, fue la definición misma de esa parálisis, de unespacio propio inabarcable. El pasado de Montesinos no se substituyó alpresente de Montesinos ni el presente de su madre, allí, presente —supasado— al pasado de una simple rememoración; fue un hecho sinembargo que todo lo demás —cualquier reflexión, propósito, o elporvenir— fue incoherente. Nada se colocaba entre una pantalla unamadre y él. Montesinos únicamente, delante de dos o tres fotos y sentadoantes de decidir, de escoger. Esa posición sentada era confusa. Levantándose,su estatura, adulta, se desintegró. Quedó un vago recuerdo de la casade los Galdos, que se confundió con la intransigencia que Montesinoscreyó ver en las piernas cruzándose de su madre oliendo de pronto abagazo fuerte y a desinfectante.

—¿Últimamente?» Montesinos le apoyó la interrogación pero la miró, sinsaber en realidad, la cara de su madre no tenía el rostro que Montesinos ledaba sino el de su madre, que pareció estar ofreciendo a su hijo un rostrode tiempo atrás, sin alteración. Montesinos se sintió viejo.Su madre se rió.Montesinos no supo precisar si eso provenía de su madre o de un instante,de una ambigüedad, de su propia incorporación en el sofá, o del contactoinesperado de su cuerpo con un florero mal puesto que terminó enpedazos, contornear una efigie era para Montesinos sinónimo de palparla idea —un símbolo— a fin de delimitar un área que una opacidadincomprensible y nueva en la sala no permitió.—¿Últimamente...? ¿Qué quieres decir.» Preguntó.—Últimamente, ¿no?, su madre insistió en voz alta.

—Claro. Claro. La madre de Montesinos estaba alerta. Fresca. Montesinosvio bien sus marcas en el sofá, en su cabellera, en los intersticios de susofá, en su cigarrillo, en sus uñas pintadas, en su respiración, en unsimple ruido. Moviéndose apenas en un gran sofá —la madre deMontesinos se acomodó moviéndose apenas lo suficiente— un recuerdodejó a Montesinos en la perplejidad: vio a Beatriz desaparecer, losnombres de Rocío, de Evita y de Patricia desplazarse sin ningún respectoadelante, y la distancia que estaba separando a Montesinos de su madredespegarlo efectivamente de ella, separándolos luego en una relacióntan hermética que Montesinos creyó en algún desplazamiento —unresbalo. Un país. Una derivación desconocida, alguna historia, o supresencia allí como el producto de otra efigie. Su cuerpo propio, esemito interior, estaba afuera. Al pasar un momento de soslayo —fue un

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gesto de ella, cuando cruzó nuevamente las piernas— un recuerdo dejóa Montesinos suspendido en la pregunta. Montesinos (Evita) comiéndoselas uñas (una bestia) los Soria «bajando las escaleras a caballo» dijoMontesinos. (Cómo decías.) Héctor se rió con la manaza en el hombro desu madre.—¿Cómo dices?

—¿Qué es lo que decías? le preguntó Montesinos.—¿Los Soria?La madre de Montesinos se acomodó delante de él de manera tanimperceptible que éste estaba dándose cuenta del cuerpo de su madrecomo uno se refiere a un lugar ocupado. Se acordó —pensó— de Sergio.Al mirarse las manos —uñas comidas, manos limpias— Montesinos nohizo sino reforzar una impresión de náusea en un espacio estrechísimo.Nada. (Una reminiscencia era la de saber a su madre allí. La alucinación—momentánea— estaba de pronto pegada al presente, vaciada en unaalucinación anterior. Montesinos miró a su madre al regresar, las piernasabiertas, anchas como una silla cuando se levantó subiendo nuevamentelas escaleras, al regresar, cerrándose.) Sin ningún ruido.—Patricia era una perla, escuchó, un instante antes de que lo que le parecióla realidad se presentara delante de él en un movimiento involuntarioinconsciente de su madre. No fue nada. Un movimiento. Gesto devolatilización del cuerpo, de satisfacción del cuerpo, de materialización deun área, de desmaterialización del cuerpo —la madre de Montesinos sematerializó en esa relación. Su gesto no paso desapercibido a Montesinos,fue por el contrario uno cercano, inalcanzable, relente de madre, yatravesó una pregunta de Montesinos que vio súbitamente a su madreinmóvil, franja de área en un sitio —el de Montesinos— que éste no creyórealmente ocupar al moverse, cuando se levantó. Su madre le pedíanoticias. Hacía una pausa entre ella y él, Montesinos se dio cuenta de esadiferencia, no vio bien a esa mujer, la pregunta que ésta le dirigió pasó delargo a su lado cuando Montesinos pensaba en invitarla a beber. (Noquedaba nada. Le pareció que, en la franja delante de la cual Montesinosse detuvo, al levantarse —en realidad en un intento vano de dejar elsofá para servirle un trago— la distancia entre ellos dos se desplazó.Hubo sí el recuerdo, olfativo, de algo. La reproducción improbable deuna existencia. Su madre allí —la prueba— al levantarse a su vez, fue esaimpresión. Montesinos consintió en la risa de su madre — la reprodujo, laimitó, la mimó, no supo bien, cuando ésta se rió casi vulgarmente.Montesinos se rió.)

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Regresar a su ciudad, confundido, sin habérselo especialmente propuesto,con olores e imágenes pertenecientes, dejó a Montesinos de pie frentea un pasado exclusivamente referencial: su barrio. Su calle. No su infanciasino una incomparable representación, la de su madre desembobinandosus recuerdos, un año antes, y la de la posibilidad de su infancia. La demujeres increíbles. La de él mismo de pie delante de la casa de sumadre, la suya, a la izquierda la de Evita. Más allá un pampón, la antiguacasa de Rocío. A la derecha la de los Soria, Rosario. Al frente, apenas atreinta metros, la casa de los Rosas. Beatriz era en la esquina. (LosGaldos.) «Los Soria», dijo en voz alta. Montesinos volteó bruscamente lacabeza hacia la casa opuesta más allá, en oblicua, la de Patricia, endiagonal, la casa de Patricia: bajo sus pies, un accidente en la pista enforma de arabesco. Un segundo bastó. Más allá, un árbol seco se quedóvertical, largo rato. El castaño, colmado de hojas, devoraba a un mirloque se precipitaba hacia él como hacia su muerte. El mirlo desapareció.Montesinos, que lo había visto aproximarse lo vio también englutido porla vegetación. Detrás de las ramas no se sabía. El mirlo podía estar allí.Una relación imposible entre Montesinos, el interior del árbol queMontesinos no recordaba y un castaño seco, preñado de un mirlo que talvez ya no estaba allí. Las ramas seguían moviéndose, luego fue el silencio.Montesinos reconoció el arabesco debajo de sus pies. Era el puente dePatricia; su pie izquierdo lo volvió a partir en dos. Lo delimitó. El cuerpode Patricia del que Montesinos no vio sino el pie, sobre un ligero relieveen el asfalto, lo estremeció. Nervioso reconoció el árbol y la sandalia dePatricia dividiendo dos zonas entre risas. Héctor salió de la casa. La madrede Montesinos lanzó a su hijo una mirada veloz que éste se apresuró arespetar. Las piernas robustas de su madre desaparecieron por eldescanso de la escalera. Llegar hasta la casa de Patricia fue para Montesinosabrumador en el sentido de que esperando que le abrieran la puerta suapariencia de pie le pareció por un momento de acuerdo con una ciertarealidad, la de una cronología, o la de una confrontación interior, en elmomento en que Patricia apareció frente a él (¿revivir? — )la mujer tuvo una ligera expresión de extrañeza pero Montesinos sonriósin dificultad. No sólo porque una simple mujer en la puerta fue bellasino a causa de un reflejo diferente: el silencio, menos penoso que laincertidumbre, hizo sacar a Montesinos ese lenguaje mínimo o seductor,aunque frágil, de la sonrisa, o del amago, Patricia le abrió con la caradirigida hacia el umbral yendo a Montesinos sólo después, un segundodurante el cual éste llevó a cabo todo un recorrido desde su madre hastala sandalia de una hembra desconocida delante de él. Patricia no lo

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reconoció. Sentados en sillones la conversación se desarrolló simplemente.Una conversación. Patricia, que no lo reconoció de inmediato, hablaría luegosin parar con un Montesinos que estaba allí para verificar sus propios hechos— fotografías, miembros, partes de recuerdos: los de su madre, laconformación de Patricia, en rigor. Patricia misma establecida en la imagende una esquina. Montesinos se recostó en el sillón. Bebió.No retuvo nada, en primer lugar: dos referencias nublaban una simpleconversación: cómo sería Patricia delante de un Montesinos reconocidosólo minutos después: y qué Montesinos en Patricia (cuánto de él enella, buscó. Con Rocío sucedió lo mismo, a quien él tampoco reconocióluego del sentimiento de catástrofe que fue verificar, mirándola, que verlao no verla era lo mismo; la sonrisa de Montesinos decoró también esosprimeros silencios tratando de cerciorarse a punta de reflejos, de tics yde seducción en un terreno primario que no hubiera debido existir si eltiempo aquél no hubiese sido. En el fondo, para Montesinos sentado, entodo ese momento, el tiempo no figuró), él estaba allí conversando con unahembra del cuento, Patricia. Aparentemente teniendo en consideración loque había tenido lugar Montesinos había regresado para ver. Regresandohacia atrás, vio a su memoria incapaz de atravesar prácticamente todo:salvo esa contingencia de su madre, todo desde el pasado hasta él sepresentaba símil, y homogéneo: sólo el volumen y la oscuridad del timbrede voz de una madre articulando recuerdos parecieron diferentes einstaurando un corte, Montesinos buscó a Montesinos en una hembraespectacular, la sonrisa de Patricia lo desconcertó porque para ella todoparecía fácil: el encuentro fue natural, la infancia cosa del pasado, losrecuerdos pretexto para la celebración (diciendo salud Patricia escrutabade todos modos a un Montesinos expuesto por su lado a sí mismo hurgandoa Patricia más acá de Patricia, cerca de él, en algo que estaba siendohorrible reconocer («Quién soy») como algo constantemente latente.—¿Recuerdas a los Soria? preguntó Patricia.—¿Los de Rosario? Montesinos le mostró a Patricia la foto en la que Rosarioestaba a su derecha, de pie. Patricia tenía la misma. Las compararon. «Evitano vino.» Montesinos se vio —reconoció a Rocío en la misma foto deprimera comunión. Patricia no estaba allí. «Es increíble cómo el tiempopasa», dijo cuando Montesinos que no escuchaba percibió brutalmenteen su cara el olor agrio a axila, o a cera húmeda resbalando por las paredesde su cuarto hasta abajo en el instante en que mirando a Patricia quisointerrumpirla interrogándola sobre los Soria. «Que venían tanto.»—Sí.Montesinos hizo violencia a su imaginación.—Parece», avanzó. «Sí, sí», escuchó; luego tomaron un trago. Patricia lomiraba con cierto interés. La posibilidad para Montesinos de tocarla surgíacomo aparecen las fuentes, o la interrogación: sin deseo mayor, o cual

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una necesidad vital: sin necesidad particularmente de simbolizar algo,la obligación para Montesinos de descubrir cualquier cosa en Patricia, deinundar un campo o de extraviarse en ese hueco era el único recursoque le quedó posible. El cuerpo de Patricia, en buena cuenta, era el mismoque el suyo de niños.Sorprendido, Montesinos se lo repitió. (No puede ser.)—Es...—No puede ser, dijo Montesinos, seco, mirando a Patricia, rehusandouna forma de tiempo y una acumulación cada vez más insensible de fallascolándose por fisuras de fotos, de objetos. (En la casa de Rocío el espaciono se definió mejor. No el espacio. Montesinos no sabía definir. Losrecuerdos se presentaron sin forma. «Recuerdos.» La misma franja devaho paralela a él en la que los objetos de la sala de Rocío, esos innumerableslibros y cuadros en la pared, las plantas de su sala, otras risas de mujer,un tiempo sin duda remoto, la misma foto de primera comunión, la miradalarga, o franca, de esa mujer desconocida o ausente o la voz de Montesinoshablándole súbitamente repetidas veces de su madre, se yuxtaponía enel acto, en una superficie únicamente verbal. U ocular: Rocío tambiénera bella: no había ninguna alteridad. Horas después de conversar sereían, Montesinos se sentía sobrepesado por el vino corriendo detrás deun acontecimiento original, la noche daba al cuerpo de Rocío facetasextrañas, imposible decir qué era. Todo posible en principio entreMontesinos y ella juntos —todo un pasado en movimiento— el presentese presentaba plano. No había reflejo, ni rastro de sombra, o de detalle.Montesinos se sintió chico. Objeto al lado de objeto en un conjuntoordenado de líneas y de relieves difíciles de determinar, en el queMontesinos, en una sala, se experimentó figurar: salvo esa presuncióndel recuerdo y la certidumbre, o la creencia, de figurar representadoallí, la relación corporal con Rocío en ese recinto fue casi una simpleconclusión, en un momento la imposibilidad de comprender fue tanopresiva que Montesinos se puso a contar mecánicamente hechos de suinfancia, Rocío lo festejó riéndose y recordó a su vez los disfraces queMontesinos se puso para jugar en Carnaval, tu madre estaba de Babilonia,añadió. Montesinos en un movimiento de entusiasmo estaba inventandoo repitió una de las bromas de Patricia, tu madre evitaba de Babilonia, sedijo — Montesinos estaba respondiendo que sí. (Por supuesto.)—Claro que me acuerdo, insistió en voz alta.—¿Recuerdas? Rocío insistió.—Claro.Se rieron los dos.

Si el cuerpo de Patricia era el mismo no podía haber problema. Conocerlono podía ser ni raro, ni difícil; ni nuevo. Montesinos atacó por el flanco de

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su madre. «Los Soria, en el fondo, quiénes eran.» Un olor podrido a cerapara pisos, en la oscuridad. Montesinos estaba de pie junto a Héctor.Patricia probablemente no sabía porque tomó todo su tiempo para responder,recordó entre risas una de las célebres comilonas de los padres de Rosarioen la que Rocío bailó como una loca con Montesinos, los Soria, muertosborrachos, durmieron un día y medio en la escalera uno encima del otro.—Debes de acordarte de ese pintor...—¿Héctor? ¡Ah! Por supuesto. Me hizo el retrato que está allí detrás,allá.» Montesinos volteó, vio el retrato de Patricia. Héctor le hacía unabroma a Montesinos sacudiéndole la cabeza. El carboncillo mate acentuadofuertemente en las mejillas de Patricia le recordó la voz de Sergio gritándolecarcajeándose con su madre de no moverse. Patricia se rió fuerte. Estabadiciendo «no moverse».—Decía todo el tiempo no moverse, dijo Patricia, ¿cómo no te acuerdas?—Sí, sí, por supuesto, los padres de Rosario.» Héctor bajó midiendoostensiblemente los peldaños de la escalera para no hacer ruido. Montesinosvolteó para ver a su madre desapareciendo por el vano del descanso. Lacarcajada de Patricia, que lo sacó de su memoria, lo hizo reír.—¿No te acuerdas?

—¿Perdón?

Desnudos, sin nada que recordar, Montesinos se extrañó de que Patricialo acariciara, le agarrara el cuerpo y lo envolviera con recuerdos a losque él creyó dar respuesta mirando más o menos alucinado y sin descubrirnada a una mujer —su madre, los ojos abiertos hacia una abertura negra,tocando aire tratando de saber en la penumbra del cuarto de Patricia sisu cuerpo —extranjero— actuaba. Horas.No hubo alba. La hubo luego —solitaria— trazando en las piernas sudadasde Montesinos, que evitaba tocar las de Patricia, un recorrido muscularhíbrido, contraído, sucio. Montesinos se puso rápidamente a hablarle desus proyectos. Más bien: a hablarse (la víspera, hablándole a Patricia, lanoche anterior, comiendo afanosamente el sexo de una Patricia amargada,a fin de recuperar dos coitos mal hechos, Montesinos se quedaba envisiones deshechas, escuchaba las iniciativas de Patricia, su propio ajetreoy la estridencia de su madre repitiendo pedazos de órdenes, troncos defrases. Sus manos trabajaban independientemente. El miembro duro deMontesinos trabajó por su lado fijándose continuamente en su propia

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punta tratando de separar fibras —la opacidad de su memoria se asemejabaen aquel cuerpo puesto, de Patricia, a un incomprensible, único yrepugnante globo ocular).El alba era el día siguiente. Un fuerte olor a axilas y a ruido, mate, estrellóde pronto a Montesinos, recostado en la cama, contra una de las paredesdel cuarto de Patricia, que no se movió. Montesinos no se movió delumbral de su puerta. Su madre desapareció. La luz se desvaneció por laoblicua del descanso abajo, volvió a encenderse y desapareció. Rocío,cuando vino la noche, lo invitó al jardín, luego los dos regresaron sentándosea comer, frente a frente. Entre el jardín y el comedor, Montesinos tuvotiempo de observar a Rocío y de no preguntarse más si proponerle acostarseera hacerse violencia a sí mismo o si violarla era o no una acción provistade cualidades. La cara de la Rocío no le decía nada: ese culo, pasandocomo un péndulo delante de él, turbando sin mayor resultado una memoriavana, ponía a Rocío en una silla, a Montesinos en una situación. La nochedio curiosamente a la presencia de Rocío aristas precisas, en las que paraMontesinos sólo se destacó la noche: mirada de demasiado lejos, fabricadahacia atrás. Oscura por alguna definición. Era increíble. Montesinos se vionítidamente más tarde y sin ninguna confusión posible ocupando esaactualidad simple que la presencia muda de Rocío le probaba, al verúnicamente en las piernas muslos y hueco abierto de esa mujer la cara desu nombre. «Rocío», exclamó. «Eusebio», escuchó.«A Evita no la he visto, nos vemos poco.» Preocupado, hurgando en elhoyo de un orgasmo que se le adelantó, y en la inexpresividad total de lacara de Rocío que Montesinos trataba de no extraviar para ver si el albade Patricia se componía. (Si la noche —que Montesinos descubría depronto incrustada y temblando en el cielo raso del cuarto de Rocío,sabiéndose sin fumar, sabiéndose extendido, frío, al lado de una conocida—era un organismo vivo, que viviría por ejemplo al día siguiente.) Montesinosexperimentó la longitud de su cuerpo no como una obligación sino comouna suerte de tergiversación —neutra, diurna también de otro lado, osólo verosímil— de otro cielo raso, de una habitación conyugal. «Quérecuerdos.» La pregunta lo puso en su sitio cuando la mano apagada deRocío, inesperada, quiso provocarlo. En medio de soplidos inaudibles,de una como risa o entreverado con ritmos de adelante atrás Montesinosse estaba fijando en los recorridos de su miembro y en la mueca opacaque Patricia le dirigió. La orden era perentoria. Su madre se quedó largorato en la oscuridad.

Todas las preguntas de Montesinos habían sido sin embargo exactas. Laambigüedad de una cuasi embriaguez no era un pretexto para que Rocío,o las otras, eludieran responsabilidades, o miradas, y en rigor preguntas.Montesinos las esperaba. Rocío no dirigió ninguna. La carcajada de la

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madre de Montesinos explotó en su cara cuando Rocío se rió. Montesinosse puso a imitarla, apercibió entre los labios de Rocío como un bolsilloajado, y gotas de mercurio —un gesto impaciente de Montesinos lo extrajode ese recuerdo y de la risa de la mujer que se ausentaba de la sala,Montesinos la siguió con la vista, la vio desaparecer oscilando hacia lacocina y regresar luego de largo tiempo durante el cual su ausencia, pérdidade tiempo, fue ausencia total de espacio; y ojos siempre abiertos porqueMontesinos se fijó en la sala, y en los libros de Rocío delante de él, y viopor segunda vez la misma pared llena de libros y cuadros. Un hartazgoagresivo entró en la sala cuando Rocío se desplazó, desapareció en lacocina y reapareció con dos botellas sentándose en lo que Montesinoscreyó ser de improviso una eternidad, un absoluto incoloro paraleloadelante en el que las superficies transparentes de Rocío y Montesinosparecieron lo mismo; el cuerpo de Montesinos, despertenecido, era lomismo que Rocío inmóvil hablando de reunirse cualquiera de estos díascon Evita, no sé, dijo Rocío, si dijéramos para el cumpleaños de Evita?—Claro.—Estoy algo fatigada. «Me acuerdo de tu talla», quiso decir Montesinosconfundiendo las cosas, pero no se decidió a preguntar. De su casa nada.De su cuarto mantenido parado él, en un umbral, con toda seguridad—Montesinos preguntó estúpidamente a Rocío si todos los libros eransuyos. «Qué crees.»—Por supuesto. Yo quería decir... No te conozco bien», terminó, sinrealmente mirar, y sin que el silencio que siguió le probara otra cosa, ladesaparición de los libros, o un error de lugar. Conversando a gritos conEvita en el alboroto de la fiesta su mirada se confundía con sus gritos: larealidad tenía lugar atrás de Evita, de la nuca de Evita. Más allá. Unamuchedumbre verdadera en el sentido de que Montesinos, probándolaliteralmente, atravesando con dificultad ese rostro animado y la cabelleraagitándose de la Evita, era consciente de que ponía a prueba su propiaexistencia: dirigiendo luego nuevamente sus ojos a ese mismo rostrodeteniéndose bien en la forma de la cabeza, en su cara; más que una carauna cabellera. Algo que había estado allí, sin ninguna duda. Gritándolepara hacerse oír Montesinos sentía al mismo tiempo oscuramente lo quepasaba en un gran salón de baile, veía a Rocío, en otra reunión de facetas,vocales. Rostros como de reojo; proposiciones veloces, establecidas ensu vista, dichas efectivamente en los recuerdos que Montesinos llevabaen sus ojos, puestos en esas figuras de representación. Beatriz que noestaba allí estaba allí posible. Y Evita. Y Rocío. Patricia no había podidovenir. Su madre al lado de él le babeó medio borracha algo en la oreja (larisa que soltó Evita era la de toda la fiesta. Su boca abierta no era unsigno de alegría o de simple salud o de una palabra que Montesinosdeseó introducir brutalmente en esa cavidad ahora cerrada para abrirla

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hasta el vientre o meter en ella cualquier cosa, una piedra, una cara paraver si el recuerdo estallaba. No. La boca de Evita era muda: el hueco lerecordaba sin embargo caras en la muchedumbre del salón vistas hacíaun rato, la de Evita recibiéndolo contenta porque lo reconoció inmediatamenteal entrar en el momento en que Montesinos se fijaba en la bocaza delSergio su cuello pegado en la boca de su madre. La cabellera de Evitaera fantástica. Circulando en todas direcciones. Ocultando con frecuenciasu cara —horas después no había nada fuera de la impresión etérea defin de fiesta, y de decisiones que había que tomar: mucho más, pensóMontesinos. Y menos, incluso, se dijo, apoyando la afirmación: Montesinosestaba allí queriendo levantarse, viendo bien que se extraía del suelo, yque evitaba un paréntesis —que se sacudía el hombro, que desconocía lasonrisa y la existencia de esa mujer cuya cabellera pasaba y volvía a pasardelante de todo el mundo despidiéndose de él, Eusebio Montesinos. Yque los días siguientes antes de verse nuevamente como prometido,serían cortos. Como prometido. (Claro.) — Claro.«Deshilacharlas.» La efigie húmeda de Evita se deslizó ferozmente enotra pregunta («fantástica» había sido una vieja palabra de su madre y laidea de ver flotar una cabellera rubia magnifica no alcanzaba a plasmarseen una realidad diferente, en una persona. «Fantástica» apareció con laimagen de la mano del Soria en el culo de su madre). Un descenso. Unacabalgata. Un retrato en el descanso de la escalera. Patricia no estabaallí. En la fiesta de Evita bailar con Evita para fijarse bien en ella, bebercallado para ocultarse de los otros, o mirar el salón, era lo mismo, eltiempo se quedaba clavado in situ, abandonado a un flujo que no era eldel tiempo, sino el de la fiesta, perdido como el propio Montesinos en elvano de Evita, que apareció tan verídica como los que no habían podidovenir. ¿Patricia?—¿Perdón?—Patricia, decía su madre, al lado. Montesinos guardó una preguntapara más tarde, acogió un estruendo en su oreja cuando el aliento de sumadre lo besó (Montesinos veía a Evita y a Rocío riéndose solas, lasmiró circular en un pasado que allí parecía, hubiérase dicho, proponer,exclusivamente, la exigencia de haber sido. Era imposible. Fue allí, enese exceso de tiempo, que Montesinos pensó sucesivamente que Evitay las otras no existían y que el crimen, por ejemplo, podía ser tan o másirreal que su madre escotada hasta el vientre; el Soria se fue vomitando.Tratando de globalizar a Rocío, de no eyacular a destiempo, tratandocomo podía con las dos manos de cubrir el culillo chato de esa cosa echadasobre él que apretaba los labios y que se movía de arriba abajo, Montesinospensaba en sus ojos desorbitados en sus manos. Las retiró. Incluso elritmo de la respiración de esa mujer que Montesinos quiso prudentementeevitar y que dormía al lado de él se quedó terso, uniforme, eterno. La

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mano de Soria desapareció, acusó sólo un rumor. Todo el peso de Montesinosse incorporó.—Rosario era una agrandada dijo con todas sus letras dijo Montesinos aRosario repitiéndole textualmente la afirmación de su madre. (Evita erauna reina.) Miraron sentados juntos con el marido la foto de su primeracomunión. Rosario estaba a su derecha. «Evita no había podido venir.»Montesinos miró a Rosario escuchándola proferir cosas sin sentido. Observóla foto en la que se vio pequeño parado en un sofá rodeado de gentesentada y parada sobre el sofá alrededor de él, luego el ojo se dejóarrastrar por el índice del marido que pasó por su cara, por las rodillasde Rosario, y tocó el brazo del sillón, el pecho de Rocío. La uña, negra,estaba detenida en la cara de Rocío mordiendo en parte el cuello deMontesinos cuando éste le pidió cortésmente que lo retirara, quizá Rosarioestaba empinándose o Montesinos encogido, nadie sabía, las piernas deRocío no eran visibles detrás del cuerpo de alguien; su madre aparecióen la foto hacia un extremo. Rosario no se había movido y levantado sinopara invitarlo a cambiar de sitio, no te molesta, su marido estaba mejoren la esquina opuesta, dijo.—Me da lo mismo, creo. (Evita.) El reino de ésta era quizá sólo su cara.O un rostro tomado con precaución por las dos manos de Montesinos quese aseguró de ver, en la toma amistosa que él estaba haciendo, precisamente,sus propias manos.—Ya no te comes las uñas, se escuchó decirle. La conversación no habíapodido ir más allá de las risas continuas de Evita. Cuando Montesinos letomó la cara para besarla el deseo que sintió llegar se estaba quedandotambién en su memoria. Montesinos la miró.—No...», escuchó.Las manos de Evita parecían novísimas. «Ya no me las como» era inútil.«Ya no me las como», dijo Evita. Las manos se quedaron no obstantedurante un largo minuto sobre la mesa, el espacio de las uñas de Evitafue por un instante el sitio frenético del ojo y del cuerpo de Montesinos,pegados otra vez al mismo presentimiento, el de Evita. Soria se echó arodar por las escaleras lamiéndolas, para que su madre, que se incrustóen su memoria, bajara escotada moviendo el culo dándole vueltas como aun llavero, Montesinos escuchó atorado un grito que quedó en su garganta,arriba, en un rincón del techo, el baile se aplastó con un ruido soso.Montesinos se acordó de Evita en esa ropa, en sus cabellos y en elrecuerdo reciente de una conversación. Pescar —progresivamente casi,construyéndose allí mismo— su propia cara en la esquina de una simpleárea, se le apareció sin embargo como cosa unánime, pura, algo perfectoy que quizás en buena cuenta hasta no necesitaba de él. Es más: Montesinosprácticamente sonrió: en ese rincón del techo arriba, oculto, Montesinosmiró a su madre en las aristas y junturas que sólo fueron tales en la misma

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impresión de imposibilidad, de traslado, que Montesinos sintió adentrocuando Evita pasó rozándolo pidiendo permiso, en voz alta, riéndose contodos al pasar. Comiéndose a Rocío Montesinos veía su cuerpo sobre elde su memoria como borrando de antemano lo que se hacía allí mismo,pegado a él. La muerte de su madre no le era el resultado de la memoria—de ese hecho de ya no vivir el pasado perfecto— sino al contrario unproyecto borrado. Cosa adelante, imparable moviéndose con otras cosas.Montesinos confirmó allí, ubicó no su existencia sino su rastro; luego seescabulló por entre las luces, se rió con Evita y con Montesinos al ladoque se despidió sin mayor alharaca de Evita hasta la próxima.

Difícil decir. La próxima no sé. Rosario insistió. Luego insistió en que sesirvieran más, guiñando un ojo. Dijo recuerdas Eusebio. ¿Dijo cuerpo?¿Visión? ¿Memoria? Beatriz trabajaba silenciosamente en un Ministerio.A la entrada, simplemente expuesta sentada al público detrás de unaventanilla de recepción. Montesinos la espió largo rato antes de decidiracercarse para pedir información general, se dijo, pensando en lo queeso significaba. Mirando a Beatriz que lo miraba sorprendida esperandola respuesta de una recepcionista Montesinos tuvo tiempo otra vez, enlas postrimerías de un esfuerzo sobrehumano, de ver entre Beatriz yMontesinos a un hombre sin substancia, inmóvil, con el solo cuerpo en élde un acto. En algún sitio. En algún lugar allí. Beatriz respondía. Lainformación general llegaba con una instantaneidad increíble. El solo hechode llegar, intenso, para Montesinos, parado delante de un vidrio sucioque le hacía ver de Beatriz un rostro oscurecido en parte por reflejos desol, fue de una violencia insoportable. Clavado en el sitio, sin la posibilidadde retirarse para regresar de otra manera; o sin aquella de modificar surostro, o la estatura, o la validez de su cuerpo; sin la posibilidad de eludirla mirada de una loca y sin la posibilidad sobre todo del error —posible,se dijo Montesinos sin realizar bien que Beatriz avanzaba la cara—Montesinos escuchó claramente, de cerca, la voz de una chiquilla. LosGaldos — ¿De Beatriz sí te acuerdas? Las várices de su madre, colgadasen el repostero en medio de un olor repugnante a, de pronto, cera húmeday bebidas alcohólicas, se quedaron en el recorrido de sus piernas:gruesas, rechonchas, empujadas curiosamente hacia arriba. Su madresubía las escaleras como podía. El Soria las bajaba desternillándose.Beatriz miraba a Montesinos sin decir nada. Montesinos miró a Beatriz.Imaginó por un instante para rechazarla de inmediato por grotesca, porinfantil, la irrealidad de perseguir a una empleada pública a través decorredores de Ministerio sin éxito, creyó ver al comienzo la lentitud dela boca de Beatriz sorprendida abriéndose enrojeciendo detrás de unaventanilla mugrienta y seguramente asquerosa de aliento público, en

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todo caso asquerosa, de huellas digitales. Beatriz jugando a las escondidascon Montesinos arrinconándola en una de las innumerables oficinas vacíaso en una trastera contra un archivador para sacarse de la cara la porqueríade la ventanilla en la que el sol se quedaba, Montesinos repitió supregunta con voz fuerte para que ésta pasara por el orificio de la ventanillay llegara bien hasta la recepcionista. Beatriz respondió. Montesinos nose decidió a decir su nombre. Escuchaba la información general primerosaliendo del conocimiento que ya tenía de ella luego sorprendido2 de loslabios que se movían temblando de una recepcionista llamada, él sabía,Beatriz Galdos, y que llegó a él con claridad. Montesinos dirigiendopreguntas, interrogando, a la mismísima Beatriz, escuchaba estridenciasa través del vidrio. Llevó una mano a su sien. Beatriz lo miraba coninsistencia. No era la mirada sin embargo de una mujer que mira a unhombre súbitamente indispuesto. Era una simple mirada, vieja, antigua,apasionada; clavada en los ojos de Montesinos y en el silencio más totalque a Montesinos le hubiese sido dado imaginar. Atravesando la grasa dela ventanilla, cabreando despacio los reflejos del sol, tropezándose variasveces con la asquerosidad de ese vidrio, la mirada enloquecida de Beatrizse había detenido, atónita, en los ojos de Montesinos. Las trenzas negrasno eran de su hermana mayor. Rosario, sentada a su derecha, tenía a suderecha al marido. Al frente de ellos tres había otras tres personas, enorden frontal, de su madre salió un grito inaudible, horrendo en el cerebrode Montesinos, cuajado completamente y sin poder salir del marco atrozde una ventanilla de recepcionista muerta. O indemne. «Cómo saber.»El sol cayendo por partes en el vidrio, astillándose adentro, sumergió aMontesinos dentro del espacio vertical minúsculo que ocupaba de pie yque él vio delimitándose en un marco podrido pero también más acá, ensu propia boca, y nuevamente en la porquería de ese marco en el queMontesinos identificó a Beatriz. Los ojos brillantes de la chiquilla estabanconfundidos sin defensa alguna con manchas de sol, aislados con ellasen la inmundicia de un vidrio (Montesinos se inclinó hacia delante parahablar, hizo llegar su voz y su nombre por el orificio hasta los oídos de larecepcionista que le respondía sin embargo con voz clara que no eranecesario, que lo había reconocido que no había olvidado nunca a EusebioMontesinos, que ella era recepcionista pero que no lo era porque no lohabía sido jamás, era sólo un trabajo, Montesinos comprendió sólo que élestaba parado delante de Beatriz: y entre ella y eso, la situación nítida,precisa no obstante de Beatriz y Montesinos, situado éste —Montesinosse sintió a sí mismo hasta el frío de su cerebro— justo alrededor de unaunidad). Beatriz había abierto la boca y enrojecía diciéndole algo sin dejarde mirarlo. Imposible dirigirse solamente hacia sus ojos, o sólo hacia susmejillas, fijar únicamente su frente a fin de disimularse al menosprovisoriamente allí; o darle a entender a Beatriz que mirando exclusivamente

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su boca abierta Montesinos no era él totalmente, o lo era borroso, o no loera todavía, o no era lo que ella creía porque eludiendo la totalidad de lafigura de Beatriz allí Montesinos evitaba tal vez la evidencia de la cosa:un grupo compacto de gente apurada detrás de él, su infanciadesapareciendo en manchas de sol y huellas digitales, Montesinos sedemoró apenas algunos segundos antes de determinarse y dejar su sitioal que venía atrás, se fue, minutos más tarde estaba en el mismo lugar—casi, se decía, adentrándose, contestando a su madre.Respondiendo a las invitaciones. La gente lo invitaba. Montesinos sedesplazó. Rosario seguía a su derecha ocultando a su derecha en parte asu marido, lo que permitió a Montesinos pensar mejor en Rosario y pensarmejor en él, sentado junto a una mujer de la que él ignoraba todo salvo elhecho de saberla parada a su lado en una fotografía. Un mundo, imaginariosin duda, hubiera sido posible a partir de una vecina en la foto, enhomenaje tal vez a la realidad, lo que no fue posible frente a Rosario, quemutiló de otro lado a la niña de la fotografía que el dedo del marido señaló.En la foto —la foto de su primera comunión— Rosario estaba de pie en elsofá con un vestido que enseñaba todo. El índice del marido un vulgarque se reía frotándose con Rosario mostraba a Montesinos a Rosario y alos otros apretujados en la foto de la primera comunión de Montesinos,el dedo cubrió las rodillas y las piernas desnudas de éste, que miraba elobjetivo sin manifestarse especialmente. Sin expresión. Una fisonomíacompleta, sin embargo. Instantánea. Estéril en la intimidad de la fotoEusebito miraba el objetivo en silencio en ese espacio pequeño que podíaquedar en su cara entre el asombro y una posibilidad cualquiera y quesegún Montesinos se reducía a nada, o se situaba en la boca comoentreabierta del Eusebito, en un ojo como desmesurado en sus ojos, en lapresencia si se pensaba en el fondo completamente inútil de los otros en lafoto. Foto. Montesinos solo en la foto. Absorto. Propio. Su madre le bebióla oreja. Lo besó. Montesinos propicio. Delante de Beatriz Montesinos nopudo pensar en ella sino en el acto que lo obligaba a verla flanqueada pordos trenzas negras sucias de sol expuesta a él parado delante de unaidea; apenas a un metro. La imagen irresistible de Beatriz se quedabaen Montesinos como la sensación en el fondo opaca del resplandor. O dela piel. Su madre, inclusive, bailó con Evita, los muros del salón eran elfondo y más acá los muros, Evita estaba luego a su costado. Su madre lobesó cuando Evita riéndose continuaba a circular en ese terreno propiocon una cabellera fantástica suspendida en el aire, su cuerpo, que sepegó al suyo cuando se lo frotó al pasar. Montesinos vio a Beatriz sinsorpresa. Espiándola, antes de acercarse a la ventanilla de recepción,Montesinos sintió sin embargo en la calentura de su cuerpo cargar derepente la prohibición de un espacio antiguo, ajado pero el mismo: fresco:el que ocupaba quizá Beatriz en su memoria y aquél súbitamente mucho

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más impertinente que pertenecería a Beatriz, o a su sitio, y que se incrustabaen algún lugar de la memoria de Montesinos sin duda, se dijo, agobiadopor una idea, la de estar allí a distancia. Mutilado por una vista. Por unainstantánea apareciendo con todas sus fuerzas —como viniendo siempreenmarcada. No se sorprendió al verla menuda, y daba lo mismo, los ojosde Beatriz chancados en las manchas de sol, un cuerpo delgado y esamirada electrizada indescriptible enamorada pidiéndole todo que sealumbró violentamente entre sus ojos, regresaron allí como el pasado,se quedaron en su cuerpo sin brillantez, con la única y limpia nitidez delo que se ve. Montesinos se retiró de la ventanilla como la víspera él sehabía despedido de los otros. Se despidió luego de su madre.

Namur, primavera 1980Bruselas, invierno 1981

primavera 1983

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1 ‘pasando’.2 ‘sorprendida’.

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relatoaparente (xxii)

[¿?]*

* Lamentablemente ninguna de las personas que cedieron los textos de GastónFernández para esta edición posee el Relato aparente (XXII). Es posible presumir queexiste. Y que aparecerá en el futuro.

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gerda me ha invitado.Los viajes me asustan. No voy a hacer una teoría del desplazamiento

pero los viajes me sacan de quicio. No tienen sin embargo nada que vercon el clima, con la compañía, con la distancia, con el medio de locomoción,con una cierta pereza que me es propia, con el destino, o con el tiempo,ni menos aún con la novedad; menos todavía con el hecho, que me parecesimple, de estar dispuesto a ir.

Los viajes tienen relación, de todos modos. Gerda de esto no sabenada, soy yo el que voy —si yo supiera un poco más acerca de lo quepasa sería capaz de conocer el fin, el objetivo. Pero es algo que sobrepasamis fuerzas; ignoro simplemente con qué los viajes tienen relación.Quizás haya un temor, incluido en el acto mismo de desplazarme. Yohubiera deseado asegurarme no de la eventualidad de que Gerda sehubiese equivocado, lo que era imposible, sino de algo más importante:de la realidad misma de la invitación. Me importa esa realidad, no lascontingencias: veía el tren dirigiéndose hacia Gerda, aunque yo sabíaque no era el tren: el tren tenía que ser (y además no me desagrada laopacidad, la infinidad de esos corredores internacionales) pero el efectome concernía. Aun en el caso de que hubiera habido un malentendido oque Gerda hubiera olvidado la invitación viéndome llegar a su casa parainstalarme por unos días, aun así el desplazamiento era la consecuenciadel viaje y cuando pienso en la realidad de la invitación digo sencillamenteque de esto Gerda no sabía nada, y que yo viajaba. Tomar el tren es esa

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prueba íntima. Mirar —los paisajes, digamos— a través de mi ventanilla,algo que me parece merecer atención.

Las dieciocho horas de viaje, por ejemplo, no figuraban en el prospecto.En realidad: cómo hacer; y por último tengo el derecho de temer los viajes;de buscar prospectos o información, aunque parezca contradictorio,puesto que el prospecto es precisamente la afirmación de que el viaje esposible y que el desplazamiento se llevará a cabo. Y sin embargo el prospectome tranquilizó. No decía: el viaja dura tanto, o el tren es verde, pero medio por un momento al leerlo la certidumbre de que lo que sucederíasucedería. Quiero decir: algo simple, certero, y general. Como si dijera:«por último». En ese sentido el prospecto, creo, me facilitaba las cosas sise tiene en cuenta que él me informaba sin que yo tuviera necesariamenteque hacerme mala sangre. No es que el prospecto viajara por mí, pues elque iba a desplazarse era yo, pero confieso que esa información metranquilizó por lo que anunciaba de verdadero, de sereno, de universal.Algo así como lo que debe ser tiene que ser; aun cuando no es, tampoco, queme sienta turbado por la certeza de una información, o que la fatalidad delos viajes me sea una compensación, como cuando uno dice: otros tambiénviajarán conmigo. No. Los viajes nada tienen que ver con la moral y notienen ninguna relación... (incluso en un momento había pensado que elprospecto, como toda buena prospección, me facilitaba las cosas desdeque me instalaba confortablemente en el compartimiento de un tren. Enrigor, si los viajes me asustan es porque los desplazamientos me advierten—creo— que el que se desplaza soy yo).

Casi iba a decir que el folleto que tenía en las manos me permitiósentarme mejor. Hardangerfjord figuraba allí de la mañana a la noche:las fotos iban del alba al anochecer. Como no quiero hacer teorías está demás decir que el prospecto en las manos era como si en efecto me hubierapreparado a viajar. Y sin embargo... Mi inquietud, general, me digo, nopodía tener cimientos. Hardangerfjord era azul —al mediodía. La fotografíadel prospecto no especificaba la hora, y de otro lado era difícil decir enqué consistía esa impresión porque toda la foto era azul: el lago, lasfachadas de las casas y las dos orillas, lo mismo que la colina del fondo, yuna lengua de tierra era azulada-verde. La imagen era bella como laplacidez del lugar, como la instantánea del folleto que veía en el tren. Lafoto, de golpe, me hizo pensar que delante de ella estaba yo mirándola yque estaba en un tren. La relación entre la foto y el tren había sido tanevidente que cuando el tren arrancó mi cuerpo casi se interrogó. Enrealidad, es ésa la inquietud: arrancar. Para exorcizar el viaje sería tannecesario, de repente, ponerse a saber... Penetrar en el instante justodel arranque del tren. (Cómo decirlo: penetrar en el instante mismo desu nombre, quizás en el instante mismo de su definición técnica, en el

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instante preciso de ese instante. Saber el saber. Exorcizar. Saber. Yo noimagino sino un punto, a fin de saber. Porque en el fondo yo no sabía loque pasaba. Quiero decir que al mirar la foto y esa hermosura homogéneae instantánea del pueblo de Gerda y del cuerpo de Gerda en las fotos micuerpo se había por así decir acordado de sí mismo: yo estaba en un treny ya casi en el pueblo de Gerda. Tal vez el arranque del tren en ese momentohabía sido el recuerdo de la realidad poniéndose a decirme que ella estabaallí. Lo que es verdad.)

Hay varias cosas: es porque en un primer momento yo sabía que elfolleto que tenía en las manos estaba ligado íntimamente al viaje que metranquilicé. Es porque me distraje, inquieto, y busqué ese vacío en elaire donde algún exorcismo podía producirse que no pude evitar que lasacudida violenta, imprevista, del arranque del tren me asustara otravez. Es porque el tren se puso en marcha que me puse a hojear la guía,miré las fotos. En una de ellas el lago de Hardangerfjord estaba totalmenteoculto en el crepúsculo ennegrecido por el sol. Es tal vez porque viajares tener ya una idea del futuro, me dije, que el crepúsculo me hacíatomar prácticamente esa posición en el tren, de preferencia pegado a laventanilla, y que mirar por allí era mirar el paisaje. Yo lo sé. Eso es algoque, creo, pocos saben: al hojear las imágenes del folleto Hardangerfjordera el pueblo de Gerda. Una sucesión de instantáneas. No voy a decirtampoco que eso era sólo una serie de fotografías pero la reflexión mehabía hecho pensar en el deseo que había tenido de conocer profundamenteel instante preciso del arranque del tren. No sé con qué objeto, en verdad.Tal vez para desear la concretización de algo que, en realidad, debe serposible: un ensamblaje. Una articulación. Una articulación cualquiera quehaga funcionar correctamente el vacío; una sensación de encajada. Enmi ansiedad me pregunte cómo hacer para interrogar al que tenía frentea mí y que leía una revista, que es lo que no puedo preguntar a los queviajan conmigo; o cómo hacer para decidirme a atravesar el corredorpasando por esa mujer que lo cerraba con un pierna levantada —es posibleque yo sea incapaz de preguntar, de entablar relación. El folleto se cayó.Lo recogí. Por la ventanilla el paisaje era natural. El lago de Gerda estabapegado a su disposición. Quiero decir: el lago de Gerda era conforme alacantilado, y el color azul se pegaba a mis ojos o a la superficie del papel,con el color inmaculado de una imagen. Un recuerdo me llevóinvoluntariamente a mirar por la ventanilla. El color era inmenso. Elpaisaje fue revelador porque la textura del prospecto era ancha, lisa,perfectamente distribuida en la superficie. Mirado desde lo alto porqueel azul del pueblo recubría la totalidad del pueblo de Gerda, no sólo seveía el campanario de la iglesia sino el lugar, el momento preciso en queel lago pasó por detrás de la lengua de tierra, al mismo tiempo; el resto,quiero decir.

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—¿Es Hardangerfjord?—(...)—¿Es Hardangerfjord?

«Sí», respondí; y creo que con convicción, o sin mayor interés; esdecir, la pregunta de mi vecino fue inesperada (mi respuesta rápida,además: el folleto estaba en mis manos. Pero cómo evitar un paisaje o lasonrisa comprometedora del otro, cuando está a menos de un metro deuno. ¿Mirar por la ventanilla? ¿O abandonar el prospecto? ¿O prestárselo?U ocultarlo debajo de algo, arreglándolo bien. O encender un cigarrillo,ofrecerle un cigarrillo...).

Dejé, al levantarme, el prospecto en el asiento, sin prever que alabandonar el compartimiento mi vecino lo tomaría, le echaría una ojeadade lejos, lo agarraría. Descubriría aGerdaadentro.«¿Conoce Hardangerfjord?»Ése no era el problema. Yo no sé si los viajes debieran ser. Cuando miroun prospecto, cuando a pesar de todo atravieso esos estrechos corredoresinternacionales y me encuentro con piernas levantadas que obstaculizanel paso no me pregunto qué sucede, pero ese instante en que undescalabro en mi cabeza me detiene al descubrir un obstáculo me hacepensar en el avance del tren, en mis esfuerzos laterales por avanzar, yno en aquellos que deberían1 obligarme a comprobar que las piernas deuna mujer joven son un obstáculo fundamental. No saber por ejemploqué había que escoger, lo que había que ver, lo que podía pasar: no poderadivinar si la pierna aquella que me obstruía el paso se dejaría atravesaro si la joven me miraría. (Miré la hamaca de Gerda, el cuerpo de Gerdaen la hamaca prestándose a la publicidad. Su imagen. Gerda era sucuerpo, me dije. Y vi que el cuerpo de Gerda era yo. La foto de la hamacaes tan fiel. Su curva, que caía suspendida entre dos troncos de árbol noparecía estar allí hinchada sino para confirmarme en la imagen de unahamaca que se suspende; o que va a inflarse. Vi una realidad extraña,que me interpeló. La hamaca entraba además, justo, en la imagen: aizquierda y derecha ocupaban sitio dos troncos de árbol.) Me acomodémejor. Miré hacia fuera por la ventanilla. Miré si el vecino... Pero sehabía ido. Estaba allá en el corredor, y fumaba leyendo. La foto quemostraba a Gerda hamacándose era tan fiel que mi memoria se turbó.Cuando el vecino regresó volvió a sentarse pero no me pidió el prospecto.A mí no me hubiera desagradado prestárselo. Si le hubiera dicho a mivecino, puesto que parecía conocer Hardangerfjord, «qué buenas fotos¿verdad?»... En realidad yo no sé si hubiera debido dirigirme a él. Nosabía lo que me reservaba el pueblo, no sabía tampoco lo que me reservabaGerda y si entablar conversación, en general, es lo justo. Me vi forzadoa mirar a través de la ventanilla y consultar el folleto, mirar a mi vecinoque me miró sonriéndome antes de zambullirse nuevamente en su revistay dejarme en libertad de continuar mis consultas, lo único que podía

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hacer antes de llegar, justo en medio de esa cosa, de una ansiedad pesadainstalándose en el compartimiento.

El corredor seguía bloqueado por la pierna de la joven. Era inútil quese desbloqueara, o que yo imaginara que de pronto estaba libre, cada vezque echaba una ojeada la pierna estaba allí cerrándome el paso y hastaprovocando en mí el reflejo de ya no mirar, para no ver. Lo intente variasveces, en vano: el corredor era impracticable. En el prospecto no figurabael viaje propiamente dicho. El recorrido, quiero decir. Sólo Hardangerfjord;y, según aprendí, vistas de dos localidades, una de las cuales ya habíamospasado, y que pude reconocer; y tal vez mi vecino iba a Hardangerfjordsin que yo lo supiera. Sea como fuere, él no había mirado ni una sola vezpor la ventanilla. Lo que me inquietaba un tanto al lado de aquella otrasensación, constante ya, casi, de opresión, en un compartimiento no muygrande, fue no sólo que yo tenía delante de mí a un vecino que podíaconvertirse, como supe que estaba sucediendo, en un ser extraño, sinoque la mujer del folleto era Gerda. Que la mujer, que la hembra de eseprospecto era Gerda, que la hamaca era la de su jardín: que mostrarle alvecino, o repetirme a mí mismo por enésima vez que las imágenes deGerda en cierta medida eran —yo. Quiero decir, no «yo», puesto que elvecino no podía saberlo. La fotografía del pueblo de Gerda —Hardangerfjord,que mi vecino manifiestamente parecía conocer— es lo que yo veía en elpueblo de Gerda desde lo alto mirando la foto del pueblo dominándolodesde un promontorio. El lago sobre todo, las costuras del lago, suhechura; los poros producidos por la iridiscencia del sol. Los reflejos atodo lo largo de la orilla. Pude contarlos, porque tenía el tiempo en elfolleto, que yo mantenía desplegado en mis manos y sobra mis rodillas, yporque la fotografía era dura. Además la lengua de tierra en la fotoculminaba perfecta, cortada en línea recta, llevándose en parte la casa deGerda, que se quedaba cortada inmóvil mientras yo veía al mismo tiempola iglesia y trece o catorce reflejos de luz, el trazado lineal de la sombra detoda la orilla hasta la curva del acantilado que estaba quieto —esa curva eracompleta, al punto que puedo decir que el lago hacía una curva, que elacantilado era una curva, que la superficie de la cosa era una curva. Quela palabra en la que pienso ahora curva aparecía en la imagen porque deese modo y sólo de ese modo entonces la cosa era así.

Cómo explicarle, si hubiera podido hacerlo. Hacerle ver la totalidad.La perfección. La totalidad absoluta de Gerda. Mostrarle la hamaca dondeyo me meceré. Al observarlo me pareció en el fondo un tipo normal, elprospecto se calentaba en mis manos, lo alejé dejándolo sobre el bordede la ventanilla, cual si no hubiera querido enseñarle esas fotos; perohabía otra cosa. Es así. Además, cómo mostrársela. La foto en la páginasiguiente era ella también, tocando flauta en la playa. Era una penumbraen realidad, y Gerda estaba vestida con una suerte de túnica, la que le

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ofrecí, si recuerdo bien, en la playa donde las olas y la arena son radiaciónde metal. No sé. Gerda nunca me dijo nada. La foto es una imagen deplaya, la imagen es una fotografía de Gerda mas es difícil... Cómo decir,para ser claro: es difícil mirar; como cuando uno dice: cómo saber. Mivecino que me hablaba me estaba pidiendo cortésmente el folleto, se lodi por consiguiente. «Me despojé de él» sería mucho decir. Creo que medespojé momentáneamente de un peso, no supe a qué atribuirlo. Sentadocomo iba por un instante creí que me sentaba demasiado bien, el tren sedesplazaba como siempre y su línea recta se identificaba normalmente conel prospecto, mi sitio estaba ocupado, el vecino me miraba con intermitencias,voluntaria, o involuntariamente; el mismo malestar persistía, contrayéndoseun poco, y apretaba, ajustándome, en el mismo lugar, hermético,desordenado. Pensé en Gerda al mirar al vecino que hojeaba despacio elprospecto con sus dedos sin saber de lo que se trataba, y esperé, comocuando se tiene esperanzas, que la mirada que yo le dirigía, cautelosa,creo, cuando él me lo devolvió, significara otra cosa. «Otra cosa.»

El vecino no me dijo nada. Gerda se había quedado milagrosamenteen su túnica, su cuerpo liso en la foto. Por un momento pensé que alhojear el folleto y llegar a la gran foto en la que Gerda estaba casi desnudacon la piel húmeda, el brillo fino del papel que reflejaba las gotas sobreuna superficie tan tersa, por un momento pensé que el vecino se dirigiríaa mí con una mirada diferente o con un simple pedido de información.Temor infundado. El vecino me devolvió el prospecto en silencioregresando a su revista cual si aquél no le interesara (entonces, adóndeiba. La joven que viajaba parada en el corredor y que yo debía costara loque costara atravesar en algún momento para llegar al baño en caso denecesidad leía apoyando el pie adelante contra el borde de su ventanilla,toda la pierna derecha era un arco apuntado alzado en ese corredor parasiempre, por el que yo debía pasar. Y mi posición era certera; y lasposibilidades que tenía de perder, o de pasar por gusto, eran quizá mayores,yo lo sé, que las de obtener algo de provecho, que las de modificar algoen el tren; que la posibilidad de no sentarme al regresar en el mismolugar delante del mismo compañero de viaje. Temor de estar obligado aenfrentarme con la posibilidad inevitable de rozar o no un cuerpo extrañosin saber exactamente si el roce le sería agradable, si mi voz la irritaría,si mi pasaje sería oportuno, si mi lentitud sospechosa. Temor de un arco.Si la posibilidad misma existiría. Temor de lo que sucedería después: elarco bajado, descompuesto, dando libertad a un pasaje: a mi cuerpo, quedebería en consecuencia progresar. Y me digo: y si la joven hubieramirado. Si el arco no se hubiera bajado. Si hubiese opuesto resistencia,plantando mi cuerpo en seco. Si la joven hubiese existido. Mirando a lajoven desde mi sitio tembloteando con el movimiento continuo del trenmi vecino devoraba su revista y yo no pensaba. Pensaba sólo en el viaje.

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En la llegada, en suma. Una especie de alivio, de término. Una muerte.(La joven inmóvil me lo decía a gritos, yo sólo quiero decir que los viajesme agreden. Yo pienso en lo mínimo de un viaje, en su transcurso; en unrecorrido que por ejemplo no figura. En lo mínimo.) Por suerte mi vecinono miraba, y no me miraba, o si algo adivinaba a través de la lectura desu revista no lo sé, lo cierto es que en el tren no había nada, sólo elprospecto en mis manos, que me ubicaba, guiándome, el arco de la jovendel corredor que me instaló en el miedo de atravesar, un vecino al frenteen quien yo buscaba alguna referencia, la idea de Gerda que meestimulaba fija desde su sitio parada, mirándome; y esa ansiedadalrededor, oculta, pertinaz. Al querer abrir la ventanilla, más tarde, creíver una reacción en el vecino, en su boca, y me abstuve. Casi desnudalos pechos de Gerda eran relativamente redondos, de todos modosrigurosos, debajo de un sostén de baño exiguo, cual si se hubiesen ceñido,desde las axilas o desde los filos de sus omoplatos (debo aclarar queGerda es delgada. Maravillosa. Su vientre es verdaderamente una joyabombeada tocada apenas por ese ligamento, el de esa pieza que le cubreel sexo abajo y que le ajusta apenas las caderas en torno y que leredondea, leve, el vientre mojado por el sol. Los pechos en sus propiosrelieves debajo de la pieza que me los cubre provisoriamente. La curvade los pechos negra —las formas del pecho. El flash del sol magnífico enel vientre magnífico, bombeado por el sol, sobre todo un color ocre cobreamarillento negro, rojo, sobre la piel, a todo lo largo de la curva en elhorizonte. Yo estaba contento de poder ver a Gerda como es. Impacientede llegar a Hardangerfjord). Gerda.

Al lado de la ventanilla los viajes no se sienten. Tuve que hacer unesfuerzo pero sonreí porque no importaba, si yo sentía que el trenavanzaba era porque veía todo, el prospecto estaba a mi alcance y mivecino abstraído en su revista, él miraba tal vez el paisaje cuando yo medistraía, o leía mi folleto. El paisaje detrás de la ventanilla era tan flojo.Una iglesia románica. Difícil decir. Difícil decir si más allá en el fondoque acababa de pasar veloz la masa que yo había creído ver había sido unbloque, el de una iglesia románica. Quizá sí. Ya no estaba allí. En loslibros de cuentos era diferente. La imagen concordaba siempre con eltexto cuando yo veía la imagen después de haber leído el texto y leía asíuna imagen recordando el cuento. Me digo que la imagen del libro señalabasiempre la página donde se encontraría sin falta el texto, si uno queríarecordar la imagen. La fotografía del lago por el contrario me recondujoa mí mismo, al compartimiento. El viaje estaba allí. Mi vecino meacompañaba. Y con él el crepúsculo en Hardangerfjord, o la sola extremidad,únicamente la extremidad del yate de Gerda, atado con su soga, tensa,rasgando el horizonte desde la punta del yate hasta el borde de la fotorecta en su propia dimensión tan hermosa y en la rectitud, o en la perfección

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del yate de Gerda atado, inmóvil. Vivo. El crepúsculo no empañaba laventanilla del tren pero no me era fácil, no me es completamente naturalquiero decir, saberme mirando un paisaje a través del vidrio de unaventanilla. No porque aquel día el viaje se desarrollara de día. Sino porque elanochecer de Hardangerfjord y la presencia indudable, pegada a mí, visceral,del yate, cuya serenidad me estaba sacando fuera de mí me raptó,dejándome en la suprema claridad de la imagen. Las olas, el reflejo, y laarena; los segmentos de arena, sus poros, la espuma, la playa. La cantidadde aire que se introducía y que se quedó en el espacio comprendidoentre la soga y la orilla opuesta a varios kilómetros de allí. El recorridodel mar. El recorrido sólido perfectamente calculable del mar.

A lo lejos (pero ¿debo decir «a lo lejos»? Al mirar de pronto por laventanilla al salir de mi información el paisaje me había parecido por uninstaste pegado al vidrio) a lo lejos el paisaje afuera era curiosamentegris. Qué habrá pensado el vecino de Gerda. Mirándolo en silencio yo nopodía decir nada. Si hubiese estado en otro lugar. Si hubiese ocupado porejemplo el lugar de aquel que, en la fotografía, contemplaba el lago deHardangerfjord, esa presencia luminosa que yo ya había sorprendido enverdad pero que no respeté a causa del acantilado desenvuelto, colocadocon sus salientes en la página opuesta a la de la imagen, mas bruñida,que representaba sólo su silueta, y en la que la presencia desaparecía(pero la diferencia era mínima. Es el crepúsculo. Yo sé. Pero es el crepúsculopuesto que la oscuridad de la silueta se veía bien en la sinuosidad del reflejodel sol en el mar).

El crepúsculo cayó vertical.

Me pregunté otra vez acerca de la localización de ese individuo en laimagen. Me pregunto si su presencia tuvo que ser necesariamente esapresencia cabal en un paisaje bellísimo o si fue solamente una impresión.O la consecuencia de sólo una idea extraña; o el simple resultado de lamirada, dudosa, que yo le había, dirigido previamente a mi vecino al recordaren efecto su indiferencia al prospecto o por último la realidad de toda supresencia allí o aquella otra mirada que me hizo descubrir de golpe laposición impecable de aquel que en la imagen contemplaba sentado latranquilidad del lago de Hardangerfjord y a quien atribuí contra todopronóstico, no sé por qué, una conducta.

Quiero decir: si fue el viaje, o si todo esto es inherente al viaje. Mivecino dormía. El que contemplaba el lago conocía probablemente a Gerda.(Todo esto es verdad, porque el tren avanzaba en línea recta. Y es cierto,al fin y al cabo. Tal cual lo veía en la fotografía, estable, localizado, sujetadoal tiempo, a la perennidad de su ubicación y al colorido indestructible del

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espacio, su presencia me había parecido, no rápida, o muerta, como cuandouno mira hacia fuera, sino verídica. Me contraría el interrogarmenuevamente sobre ese imperativo del deber atribuirle definitivamenteesa moralidad, o una estructura, un sistema.) Al fondo la joven había bajadola pierna. Afuera el paisaje transcurría. El viaje no se estiraba en elprospecto. Como el arco, que acababa de desaparecer, no se inscribía niaparecía en la imagen que me hacía ver de Gerda, a Gerda.

Pensé en ella. La operación me pareció súbitamente secundaria, la jovendel corredor ya no estaba, la presión en el interior del compartimientopersistía; el paisaje de afuera era neutro: una sensación tajante desimultaneidad, de imágenes —o de probabilidad, cuya posibilidad oimposibilidad de pronto ignoré— me hizo ver por la ventanilla un paisajeque no reconocía. El recuerdo imperceptible pero neto de haberlo sinembargo registrado antes me llevó al prospecto en el momento en queuna sacudida del tren nos desplazó violentamente. El viaje continuabaallí (y durante un instante, muy corto, creo, confundiría el traqueteo linealinfatigable del tren con su propia línea recta, con la calvicie de mi vecinovolviendo a ponerse a leer su revista y con el gesto absurdo de mi manoizquierda rozando la ventanilla, pocos minutos antes, deseando focalizarla superficie lisa y el colorido del paisaje de mi prospecto, y con la reaccióninmediata de mis piernas al tratar de retenerlo en su caída, con la iniciativainesperada del vecino de recogérmelo) el viaje continuaba allí y en esacalvicie, revelación de repente, agresiva, de un viaje, no sé si el paisajeque yo descubría abruptamente sin coincidir totalmente con el de afuerafue anterioridad, permanencia, debilidad, o simple remordimiento de unaimagen, de un espectáculo. Miré las fotos del folleto. El paisaje.

Afuera el paisaje terminaba en el marco de la ventanilla si meproponía seguirlo, o circulaba sin fin en al ángulo superior izquierdo sidecidía por el contrario, a fin de descansar, jugar con el cuadriláterotransparente del compartimiento dejando largo rato la vista en aquelrincón —el juego me irritó. Tomé el prospecto. Lo dejé. Prendí un cigarrillo.Contemplé el paisaje afuera, informe, sin representación. Gerda, oHardangerfjord o cualquiera de las localidades veraniegas que veía enel folleto me habían impelido repetidas veces ya a pasar de ellas a losojos de mi vecino, inmutable y severo a pocos centímetros como si la bellezadel paisaje lo hubiera dejado indiferente. Y entonces, adónde iba. Elcompartimiento era estrecho. Y sentado, atravesando paisajes a prioridefinibles, tuve (sin ninguna transición entre el tren, un largo viaje, eldesplazamiento del que yo era objeto, el paisaje vívido que permanecíaintacto en el prospecto y un paisaje, el mismo, incierto, que me inoculabauna curiosidad malsana por la ventanilla del tren en la que me quedaba,

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a fin de confrontarlo con su original, hojeándolo) tuve la misma abiertaseguridad, sin nombre, de verme espectador de un paisaje exterior sinninguna definición, y sin integridad. De hecho sin lugar, y sin sujeto. Suimagen entera, hermosura homogénea e instantánea, me recordó un viaje,no el primero que hice a Hardangerfjord sino el que hacía en esemomento, y las magnificas fotos que tomé en aquella primera ocasión. Merecordó el viaje, un contorno, una natalidad. Sin término, ni modificación,permanente, original, circular, sistemática, sana, la imagen que palpitabasobre mis rodillas y que yo tocaba cuando el tren nos sacudió brutalmenteme aspiró como un vértigo hacia el centro de lo que yo creí ser uncompartimiento y de lo que creí ser mi propio centro porque confundínuevamente en una sola entidad nítida el compartimiento, mi decisiónpasada de tomar el tren, mi sitio allí, el deseo que tenía de esa mujerhamacándose, el movimiento y el ruido propios del tren y las imágenesde mi prospecto. Gerda estaba de pie. El deseo de verla quedó algodislocado, resistió no obstante en medio del síncope, cuando regresandoprogresivamente a la realidad la volví a encontrar desnuda mirándome comoes —como la conozco desde que tengo uso de razón. Cuerpo perfecto.Mi cuerpo. Mi Gerda.

(El vecino no estaba. Poco antes que el tren se detuviera completamenteen la estación de Hardangerfjord, mientras yo avanzaba con relativafacilidad por el corredor, tuve la creencia, convincente, si bien improbable,de un grito atroz pero que nadie daba. Yo estaba temiendo o empezandoa aceptar que por alguna extraña inversión yo había errado. Que bajabarealmente en Hardangerfjord pero que yo no estaba allí o que ningunamujer me esperaba, lo que era cierto además. Que de casualidad al pasarpor un determinado lugar de la ciudad alguna mujer semejante a la delfolleto se dirigiría hacia mí.)

Bruselas, 1981

1 ‘debieran’.

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relatoaparente (xxiv)

en la maleta —una maleta de funcionario— un legajo. Una serie depapeles, varios objetos útiles. Una información que cruzó la ciudad. Enella, ninguna trayectoria: los ojos ni especialmente furtivos, ni totalmenteexpuestos de la ciudad, progresan, en circuito cerrado. Aplausos.

El amador creyó escuchar un silencio.

El silencio invadió la asamblea, en efecto. Un silencio respetable;una sensación de inmovilidad. La pregunta feroz e imperativa del amador,que puso fin al discurso, cayó con la precisión de una ley física, y con elimpacto de la belleza, se demoró justo lo necesario, en un recinto repletode militares, para que la impostación de su voz hiciera sentir el efectodel silencio. Una trayectoria simple: los justos, los que concuerdan conla precisión oportuna de un gesto, de una palabra, coinciden en el fondocon el absoluto y la perennidad. El viejo orador asintió en silencio, serepitió la máxima para no olvidarse de ella y subió al estrado antes de suintervención. Bajando de él al terminar, la satisfacción de su precisión,cuajada en su cara, no era sólo interior.

Una maleta en manos de la tarde y de la oscuridad. Una maleta defuncionario militar que no pasa de mano en mano. En ella ninguna trayectoriaespecial. El silencio de la asamblea coincidió con la impasibilidad de un

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experto funcionario público que subió al estrado sólo para bajar de él, afin de poner punto final a un discurso de clausura, deseando en el fondopreferir quedarse en la nada luego de una oratoria perfecta, en el placerindefinible del silencio, de la verdad, y del triunfo: «¿Cómo puede uno enefecto, señores, permitirse creer en la realidad de algo que no existe...?»

El circuito era cerrado, efectivamente, como cuando el interéscastrense define el concepto de inocencia, de realidad última, algo cortoque cabe en la mano y entra en una maleta. La maleta, con el legajo delproceso abierto contras las fuerzas armadas atravesó la ciudad. Noatravesaría una serie de zonas, atravesaría otras, pasaría al lado desectores varios ignorándolo. Se detuvo. Una maleta de ejecutivo evoluciona,se detiene; vuelve a moverse. Da vueltas. Avanza. Se detiene. Descansa.Duerme. Un legajo consiste. En una maleta de ejecutor y de ejecutormilitar un legajo realzado por un fuerte color amarillo no puede sinoconsistir. El hombre dejó caer un salivajo cuidadoso en el ángulo de lavereda y el muro. El amarillo intenso le recordó un viejo color, al cual él nodio importancia. En la maleta: papeles, efectos de escribanía, unexpediente de interés estratégico tocante a una denuncia sobre genocidioy al alma de la soberanía nacional, un discurso de clausura, un catálogode subasta pública y una encuesta de prospección socio-vacacional. Dentrodel terreno que ocupa la escuela de mecánicos y en dirección sur-norte,el último edificio cuya fachada es visible desde la avenida del Libertadores el edificio del círculo de oficiales. Comprende tres pisos, un sótano yun desván. El campo de concentración se encuentra en estos dos últimoslugares, y en el tercer piso. A nivel de la calle, funciona el Dorado, centrode información donde se reúnen de tiempo en tiempo los grupos activistasa fin de preparar cada intervención. El ingreso a la zona está estrictamentereservado. En el sótano donde tiene lugar la primera fase que correspondea las noticias frescas y al tratamiento de los sospechosos recién llegadosse encuentra igualmente la mayor parte de los instrumentos utilizados,para sonsacar información. Se puede llegar a él bajando por una escaleraque forma parte de la escalera principal, y que es visible sólo desde elinterior del edificio. Al final de ella hay una puerta de fierro custodiadapor un hombre armado.

«Hay comienzos sin fin. No hay expediente irresoluto, señores, oque no se termine con una decisión, es cierto. Pero no hay decisión sin lasensación subsiguiente inefable de calma, de más allá.» No había realidada fuerza sólo de pruebas, efectivamente, se dijo el amador. El hombresintió apenas en aquellas palabras el alivio que representaron. Estabaacostumbrado a los rumores del pueblo concerniente a la realidad de lascosas pero él sabía que la realidad peca frecuentemente de ilusión, cuandono de simple falacia. Siguió caminando, acostumbrado también a ocupar

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su propia dirección. Acostumbrada al aire, maniobrada por la estaturadel hombre, la maleta se adaptó al contorno de su peso, obedeció a losdesignios de su mano, así como el tiempo, la historia antigua y el devenirse plegaron a su desplazamiento; la maleta se detuvo otra vez. Giró.Adentro: el catálogo de una subasta pública: muebles, cuadros, tejidos,esculturas, chucherías; un legajo y una encuesta. (No hay en ella, por elcontrario, el recuerdo de una casa familiar como todas aquellas que estániluminadas en el interior y que son posibles para los ojos y oídos delmundo. Hay sin embargo un lugar y lugares que alguien, o muchos queel ejecutor desconoce, buscan; hay un punto de llegada que buscainfinitamente un itinerario pasado, y borrado. Hay por ejemplo señas.) Lamaleta atravesó la ciudad, sin sombra durante el día, alejada probablementede ella, quedándose así en una presencia pura. No hay ciudades, serepitió el amador, suficientemente precisas como para afirmar su acabado yponerse por ese solo hecho a —desmesuradamente— existir. Su afirmación,apurada, incrustada en el fondo de su desplazamiento, en su calidad dejerarca, pareció casi una irritación, un nerviosismo. Fue cuando escupió.Pero no fue nada. Fue sólo el bienestar, tal vez, de saberse terminando lajornada, la relación ligeramente inadecuada mas no molesta entre lascircunstancias, la ciudad sin ya demasiada luz, su prestancia, la imprecisiónpositiva de la edad de un ejecutivo militar importante y el peso de unobjeto de lujo en la mano derecha, el placer de tener que dirigirse haciauna subasta pública en la noche luego de pronunciar un discurso terminalantes de archivar para siempre un legajo y dar por finiquitados un procesoy una mentira; el hombre había temido un instante que el orden de lascosas se desenvolviera y culminara absurdamente en rumores, y enrumores públicos, que su ciudad terminara de improviso, o que sedesarrollara bruscamente en la injuria de una ficción. El hombre detestabasobre todas las cosas los entreveros de la ilusión. Entró a un bar. La maletaen el sillón contiguo fue dejada vertical. El catálogo de antigüedades, ellegajo de una gran cantidad de páginas —pocas en verdad, «demasiadas»,se dijo vagamente el hombre— mantuvieron esa posición. El amadorpidió licor.

Antes de llegar al sótano propiamente dicho se atraviesa una saladonde fuera del equipo eléctrico para casos de emergencia hay una seriede armeros, llenos. Allí también se encuentra un hombre armado, querecibe por teléfono la orden de abrir la puerta, pintada de verde. Cuandose trata de oficiales conocidos o del personal encargado de hacer lastransferencias de detenidos aquéllos pasan sin necesidad de prevenir. Sise desea ir del sótano al primer piso la verificación se hace por la mirilla dela puerta de fierro, una de las dos entradas posibles del sótano, y que espor lo general la única utilizada. Antiguamente el sótano estaba compuestode un gran corredor central con columnas de cemento, pintadas, entre

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las cuales hay todavía tabiques que forman una serie de cuartos parainterrogatorios, situados a la izquierda si uno se coloca de espaldas a lapuerta verde. El sistema de construcción es precario, y puede serdesmontado sin dificultad. Al fondo del sótano siguiendo una línea paralelaa la puerta de fierro se encuentran los cuartos destinados a la tortura. ElDoce. El Trece —el más grande. El Catorce. Dando siempre la espaldaa la puerta de entrada descrita el observador tiene a su derecha, ydirigiéndose desde el fondo del sótano hacia la puerta: la enfermería, enla que deben todavía quedar los codos de la tubería para el agua, la piezautilizada por los guardias como dormitorio, y contiguo a ésta el baño,adonde uno ingresa por una puerta que da a un espacio desprovisto detabiques; éste a su vez da al exterior por una puerta en general cerrada.A la altura de la enfermería hay una puerta que permite el acceso allaboratorio fotográfico, bajo de techo. Esta distribución se ha conservadohasta mediados de octubre del setentisiete, fecha en que fue modificada.Los objetos eran sin número. El amador ocupó su sitio reservado, enmedio, la muchedumbre estaba situándose frente al espacio ocupado porun cuadro, por un mueble. El amador desapareció en el gentío de esasubasta pública y hubiérase dicho que el objeto singular que, hacía unosminutos, era un viejo funcionario defensor de gobierno, fue un objetoimpreciso en la concurrencia de no haber sido por su porte, el catálogomodificó ligeramente dos manos cortas que polarizaron una primicia, elcuerpo de un funcionario, la reserva de una forma. La subasta tenía lugaren presencia de alguien cuya apariencia contribuyó a definirmanifiestamente los alrededores inmediatos. Una fatiga —el gestomínimo, casi no hecho, de depositar una maleta en el suelo que quedóvertical al lado de sus pies, un objeto precioso— bastó para distinguir aun hombre. En la gran riqueza de los objetos de la subasta, en su ordenno cronológico, en la diversidad de sus materias y en el anonimato legítimode la Historia, a la vista de ese monumental escorzo del arte, el amador,el general, el orador, el ejecutor, el hombre, se sintieron bien. Un viejodirigente en forma. El hombre sacó el catálogo, confrontó el desfile deobras con la información del libro. El local era vasto. Los objetos de lasubasta pública no tenían espacio, pero ocupaban un sitio. Llenaban unlugar móvil, pasajero delante de esa figura que dominó su cansanciopara reflexionar calculadamente en el orden de las cosas, en la extremadaprecisión del tiempo, y en la maravilla de la realidad. El tiempo de lasubasta era lógico, incluso pertinente. Un cuadro pertenecía a la Historia.Una compra a la alta personalidad del amador. Una presencia como lasuya a la certidumbre, o al hecho verídico de un gobierno, de una intimidadnacional. El amador era un conocedor. Prudente, respetuoso de códigos,conocedor de sí mismo, de la seducción inmediata, por ejemplo, de unlugar. Comprador. Manipulador estudioso y sensual de normas. Creador,

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en cierto modo. Un cuadro apareció despacio delante de un expertoobrador, que hizo un gesto al martillero, cual un reflejo, los objetos pasaronunos detrás de otros y desaparecieron, abandonando entre otrasmaravillas, en la rapidez del desfile, el área magnífica, irresistible ymaterial de la indecisión orgiástica de un comprador, previendo al mismotiempo delante de ellos, en su ausencia y en su avenir pletórico, lasubstancia, insoportable casi, de un destino común. El amador cambióbrevemente de posición, sometido al curso de ese placer. El estilo de laelegancia consiste en mantenerse a distancia de su gesto y en adaptarsea las contingencias del cuerpo, maniobrando los automatismos, corrigiendola pose, eludiendo las trampas, dominando el habla: comprar un cuadro oun mueble antiguos se situaba en la zona neutra entre el placer de estarallí y el recuerdo de algo, o en el hecho de saberse en la sinuosidad deuna posición definitiva: el placer de decidir con conocimiento de causa yestar rodeado de imbéciles. El hombre miró atentamente un cuadro. Ojeórápidamente el catálogo. Las referencias son exactas. Un arcón renacimientopasó, soberanamente. Una joya dieciochesca. Una orfebrería tibetana.La satisfacción del ejecutor, del político, del legislador, del defensor dela ley, consanguínea a su voluntad —consanguínea a la velada, a la noche,consanguínea a la propiedad que tienen las cosas de corresponder a suspropias formas— fue la de participar, en la materialidad del arte, en larotundidad de su situación, en la sensualidad espesa de cada instante,de incertidumbre en el aire, de posibilidad; en el dolor, incluso, de lacompra: en la presencia silenciosa de un adversario y de un íntimo. Larealidad de la noche fue menos sensible que la del decoro de un local,menos vívida que la evidencia misma del arte, menos sensible y vívidaaún que la certeza de una fulminante síntesis de objetos raros esclarecidosen la calvicie y en la posición sentada, erguida y noble, de un militarpensador.

La cultura se inventaba una superficie. Poco antes de ocupar su sitioreservado en el centro el hombre observó el conjunto de una mirada; sesentó. No había polvo que caía de techos. Su maleta no hacía ruido. Noocupaba sitio. El aire era tenue, las medidas exactas: su puntualidad, sufatiga, la idea del culo de su mujer poco más tarde, la idea de una algarabíaoculta, un cierto deseo de culminar la jornada, allí. El futuro. La revelaciónde una sucesión imperturbable y lógica en la programación de un transcurso,el de un hombre político entero al día siguiente, y sin falla: él mismo. Nohabía tregua, pero no había tampono desilusión, o desencanto alguno. Sugesto dirigido al martillero fue casi absoluto, forma pura sin necesidad dedenominación puesto que él ya estaba allí. Al terminar el licor y salir conun cierto apuro del bar por una suerte de luz que le hizo también notarque no caía polvo de techos en el conjunto de la subasta pública, el hombre

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se dirigió hacia su velada sin rememorar cascabeles, presencia de objetosextraños en la maleta, papeles de administración, prospección relativa aobjetivos, catálogo, efectos de escribanía, legajo de una denuncia desupuesto genocidio con testimonios de sectores varios de la población,esos enseres que el azar distribuye a lo largo de una trayectoriaprofesional. Una maqueta de templo que el hombre no compró desaparecióde su área, la forma en el fondo política que era su nombre en su sitio, enun sillón, apoyando discretamente su codo en su propio hueso, vio pasarsin cerrar los ojos la forma de una civilización entera delante de él, seladeó para saludar a un conocido; prosiguió.

Capitán de Corbeta seudónimo Matías. Oficial de operación. En una queotra de las operaciones de tortura se disfrazaba de cura. Lugarteniente deFragata seudónimo Alemán. Oficial encargado de utilizar los fondos delGT a inicios del setentisiete. Ha participado asimismo en variasoperaciones. Nacido en Mar del Plata. Su mujer era profesora. Lugartenienteseudónimo Osvaldo. Agente de operaciones pero temporalmente. Parecíaturco, cantaba y tocaba guitarra. Suboficial de Marina seudónimo Alberto.Agente de operación; soltero. La cuarentena, tiene pelo blanco. Ha trabajadoantes en un barco-escuela, se ha especializado en comunicaciones y esahora radio-operador. Suboficial de Marina seudónimo Guante.Electricista, se ocupaba de logística. Suboficial de Marina seudónimoMocho. Mecánico, se ocupaba de logística. Suboficial seudónimo La Bruja.Alto, flaco; es feo. Tiene la cara picada y llena de granos, ha sido testigode varias transferencias. Suboficial seudónimo Morrón, o Víctor. De tallamediana, rubio casi, pelirrojo. Originario de Córdoba. Era padre demellizos, niño y niña, nacidos en el setentisiete. Otro de sus hijos hadebido nacer en el setentidós. Ha sido asistente de la Selección argentinade fútbol en el setentiocho. Un retorcido. Ha sido también testigo devarías transferencias. Suboficial seudónimo Loro. Fuerte, usa peluca; haestudiado, parece, matemáticas, o informática. Soltero. Suboficial seudónimoBolita. Nacido en Jujuy. Tiene rasgos típicamente bolivianos. Técnico enelectrónica. Tiene un taller de reparación de radios en su casa en elcentro de Buenos Aires. Asistió a casi todas las transferencias de prisioneros,incluso cuando no estaba de guardia. Suboficial seudónimo Colibrí. Teníaun hermano detenido. Suboficial seudónimo Julio, o Melena. Auxiliar enInformaciones. Era sordo de un oído a raíz de una operación. Miembrodel personal penitenciario seudónimo Fragote, o Agustín. Era guardaespaldade un general. Casado con una mujer de origen alemán que es conserjeen el barrio de Belgrano.

La tercera dimensión sobra. Ocupar ese sitio y tomar posesión dellugar en el que se halló, cumpliendo el deber de la noche —cumpliendosobre todo el deseo de entregarse a ella, o de deberse a su orden— es

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para el funcionario ejecutor dar forma a lo contingente. Terminar bien nosolamente el día, sino pensar que su término es siempre imperfecto yprovisorio. «No hay rumores públicos suficientemente precisos, señores,como para confirmar su veracidad y ponerse, por ese solo hecho, por esesolo hecho, a existir.» Comprobarse, y dar superficie, forma y volumen asu posición, aunque momentánea. El discurso y la subasta pública loconfirmaron en lo sólido. Dos acontecimientos en los que el murmulloreconfortante de la velada fue el signo que el hombre hizo suyo. Hábil ensu función de experto entre los expertos, la misma distinción, la solaapariencia de su devenir cotidiano, la de su inserción perfecta en lacronología del día que lo hizo un ente normal, inaparente en una subasta;el estupendo silencio luego del discurso, previo a una ovación; el placerde sentirse vivo en un espacio cimentado por la Historia, sonriendo,fueron una sensación de plenitud. El hombre creyó sentir una ausencia,sólo un momento, luego volvió a ocupar su lugar. Eso no se descompone.No cascabelea. Los objetos están cada uno en su sitio. El catálogo confirmala evidencia de lo que sucede. Los cuadros, especialmente, atestiguanque un funcionario militar de alto vuelo en un remate de obras de arte,encargado de defender el prestigio de la autoridad y de la dignidadcastrenses contra una acusación de genocidio alimentada por el rumorpúblico no necesita recordar nada, que la cultura del hombre se hace yse deshace en el placer puro del descubrimiento y de la sensación. Elamador aprobó de reojo un fuerte color carmesí en una tabla del diecisiete.Su función, también, era de maravilla; una subasta pública no era sino unresultado; su labor. Y concluir un legajo inflado por el rumor y portestimonios una prospección filosófica. En hora buena. En la maleta nohabía ruidos. Ni polvo en el local, ni entrechoques. El sistema delcompartimentaje interior de la maleta impedía el desorden. Cada cosaen su lugar. Los objetos no intercambian nostalgias. Reminiscenciasfrenéticas pero desmaterializadas en una sala de juego, en un recintopopular o en un remate, en el área incontrolable del souvenir. El hombreabrió la maleta, dudó antes de convencerse de la verdadera necesidaddel catálogo, quiso guardarlo, se reprochó esta última estupidez, no tuvoque cumplir con poner el interior en orden, el temor de caprichosimprevistos, de embotellamientos, de eventuales pérdidas de objetos,de defectos de fábrica, en última instancia, el temor de traqueteos, deconfusiones inoportunas, todo eso era infundado. El murmullo homogéneoy durable del remate cubrió sin embargo un malestar súbito, imperceptible,proveniente del rumor popular asegurando la descripción de lugares yla identidad de verdugos, la veracidad de crímenes, de desolación, enuna letanía más que singular. El ruido de cascabeles se desvaneció;hubiérase dicho que el sistema era eficaz. El orador hojeó el catálogo, pusoel dedo índice en el número 36. Identificó la arquimesa. Cambió, lentamente,

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su posición: la compra de un cuadro es necesaria, se sitúa siempre entrela sensación de encontrarse en una plenitud certera y el deseo, o elrecuerdo de algo. El equilibrio se restablece en un abrir y cerrar de ojos,el amador recogió no obstante en sí mismo una ligera distracción que loimpulsó a apreciar al mismo tiempo el cielo raso decimonónico y la miradaamistosa de su vecino, que le pidió prestado el catálogo. La maleta nopresenta una forma imprecisa. Se abre sin dificultad, no como aquellasviejas maletas de cuero con correa y hebillas y en las que el tiempo sedesplaza una y otra vez recorriendo comarcas y en las que las manos ylos dedos se mueven respondiendo a energías que la vejez mismapropone, exige, soporta, permuta, resuscita. No. Aquí la maleta obedece.Vertical en el bar, vertical y ligera al pie del amador en la subasta —sistemática en la fórmula de su compartimentaje, diseñada para eseefecto, el de su ligereza, y para efecto de su eje vertical, de unamaterialidad transparente— el tiempo en ella no contaba. Contactosapenas digitales. Instantáneos. Color sin matices. Verticalidad yhorizontalidad sin tonos. Elevación sin otra posibilidad que la de su propioapogeo. «Ningún contratiempo» aprobó el amador, tranquilizado. Porsuerte no hay pedrejones, el color verde eléctrico del paño del profetaen la tabla contrastó visiblemente con el bermellón de un horizonte perono se desvaneció, se quedó largo rato allí, se arremolinó, tomó impulso yse lanzó a la conquista de un espacio. El orador no hizo caso omiso, enese barullo, de la impresión más que desagradable e inoportuna deencontrarse en el centro del recuerdo de una impresión, tuvo sólo lareacción de quien cree recordar una infancia y que insiste demasiado encreer que es únicamente la memoria. Un objetivo. Un blanco que parecíarepetirse como una letanía venida de voces mudas. La aparición ydesaparición de cuadros, la persistencia a veces invisible de objetosvarios, sin fin, extendieron a todo lo ancho de la sala como un proscenio,una idea, un telón de fondo en el que el amador se ubicó nuevamente, yse concibió como funcionario eminente, como amateur de obras de arte ycomo individuomilitar.Cruzóotra vez sus piernas, mirando involuntariamentela puntilla guinda de su zapato y la basta impecable de su pantalón. Elruido alrededor no era sino un murmullo. Quizás era un barullo pero laalharaca no fue más allá de las paredes, el alboroto del remate y de lamemoria se recogió, se terminó y volvió a comenzar en el centrogeométrico de cada uno, en el centro de la sala, antes de desordenarseen un dessus-de-table Luis Quince, en la estatua, pequeña, de un Buda.El amador miró la hora. La relación inscrita y descrita en el legajo no esuna letanía. Una ansiedad en efecto, se dijo, es imposible. Los rumoresno son una letanía. Son más bien, corrigió, una grabación, o una colecciónde cintas; suma colectiva de pedidos innumerables; o una grabaciónanónima. El envío anónimo de una copia que prueba, inevitablemente, la

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cobardía, la falsedad y por consiguiente la ausencia del original. Laposibilidad remota de una memoria en algún lugar se confundió con elBuda siguiente, tardío en el tiempo, jugueteó un instante encima de lareunión, disminuyó rápidamente en el cuerpo céntrico del amador, luegose evaporó. Es sólo una grabación, una descripción hecha por alguien,una descripción hecha por alguien y el negativo de una cosa. Lainformación regresó a su sitio. Perlerías. Un canapé de estilo. Antes dela subasta —antes del bar, saliendo de la sala de conferencias, bajandodel estrado hinchado luego de un discurro, la noche se presenta virgen:inicia el proceso de la configuración de la noche, informando a unfuncionario callejero que atraviesa un mercado de flores al anochecerantes de entrar a un bar y pedir un licor. La muchedumbre que no sedispersa todavía, que continúa vibrando, no impide nada: el amadorcontinuó, al contrario, y el funcionario no se desligó de ella. Entró a esebar. Salió de él. Su maleta se adaptó con pericia a los dedos de su manoderecha con la misma ausencia de sensación que existe entre una manoy su muñeca, entre el aire libre y el aire, entre la verdad y su nombre,tanto más prestamente cuanto que el sistema de apertura de la maletaes instantáneo. La posición sentada del hombre haciendo tiempo en elbar fue la misma, o similar, que la del amador en el remate, el asa de lamaleta intuyó la decisión de un ejecutivo castrense sentándose antes derefrescarse la mente, y de abrirla. Sacar el catálogo, hojearlo, sin olvidarni el deber ni la hora. Atravesando un mercado de flores más o menos aras del suelo a la altura de muslo de hombre en medio de elementosvarios —caballetes, macetas, desperdicios de flores, almácigos, miembrosadheridos a un pavimento, actividad callejera y el silencio poco más alláde la melaza del ruido en la entraña de esa oscuridad— la maleta osciló.Cambió de dirección cual aguja de brújula. Obedeció otra vez al paso y ala dirección del orador. Dirigió su norte como si tuviera cara, su cuerpocual si tuviera un designio, hacia el extremo opuesto al mercado dondeel bullicio se desvaneció en un bulevar. El hombre lo tomó decididamentehacia su derecha rozando la esquina con la punta de la maleta, quecontinuó, cerca del cuerpo podrido de un animal desconocido bajo la llantade un automóvil, un súbito aguijón en el ojo, sólo, o apenas, una levepunzada en algún sitio de la realidad, por no decir una vaga impresiónde reacción muscular en su nuca, atrás. Conato de algo que reaparecióverdaderamente delante de él en la subasta, que el hombre materializónaturalmente, enviando su memoria, no a la punzada, sino a sus ojos, loscuales se dirigieron hacia un pastel representando una escena campestre:algo que identificó y que edificó, cual deseando oscuramente demostrarsu existencia. (Al atravesar el mercado abriéndose paso entre la gente,recibiendo el contacto involuntario de la certidumbre de su cuerpo conel exotismo del cuerpo de un gentío dispuesto por mismo al calor, al

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contacto y al incógnito, no hubo ninguna ansiedad, que hubiera sidoimprobable además, desprovista de pruebas, irracional u oscura comotodas las copias de un modelo, salvo la angustia de una alegría, la delsexo: un escozor al penetrar en la masa humana que situó al amadorentre la satisfacción del deber cumplido —una jornada más, la posibilidadde la compra de una o dos obras maestras— y el resucitar del día siguienteen el culo sereno de su mujer.) No es ni siquiera una grabación. «Nadiesabe cómo se presenta realmente, señores, una descripción que no semanifiesta de pronto sino sólo rigurosamente como una relación fría deinstrucciones para el uso, o una descripción reiterada para prueba dememoria, una suerte de enigma para resolver después.» El orador torcióla esquina de la avenida del Libertador sin esfuerzo, de memoria, quisoverificar posibles fallas, repitió mecánicamente partes de su discurso,en realidad irreprochable. Su situación momentánea e imperecedera aldoblar la esquina, y dirigirse ahora en línea recta hacia la subasta; esaimagen autónoma pero adaptada al medio ambiente de una avenida o deun mercado de flores acabado de atravesar en la meditación, con el sexo,súbitamente, en forma; la posición sentada de una personalidaddefinitivamente necesaria a sí misma, y engastada en lo que difícilmentetiene nombre, no sólo en una asamblea castrense particular y nacional,sino en la soberanía toda de la ciudad —pensó— todo ello es la pruebade una constelación en el mundo. La imagen inalterable, sobre todoinfatigable, de la imponderabilidad y de la veracidad de las cosas. Unmercado se definió inesperadamente como la verga activa de un militarque descansa de las faenas del día en la idea de un discurso terminadoen triunfo y de una subasta próxima, antes de confirmarse, al atravesarun mercado, que un mercado sucio y popular es agradable, que el sexoen él se levanta, pidiendo. Que el entusiasmo confirma, subraya lanecesidad para la política, cualquiera que fuera, que la necesidad en cuestiónes indecible, en el fondo los intitulados, las definiciones demasiado exactas,fieles a la delimitación de los hechos cual es el ejemplo de esaextraordinaria letanía o grabación o lo que fuera en el legajo, sólo delimitan,trazan fronteras, es decir términos. Cuando en realidad, en verdad, nadase acaba. «Pongamos el ejemplo de la ciudad, señores, que no es unpunto fijo puesto que no hay ciudad tal, inmóvil al punto que su intituladoo su demarcación sean suficientes, o sus límites absolutos. Lo que en elmomento de ser percibido por el alma parece inconmensurable, es sublime,uno atraviesa una ciudad sin nombre, magnífica en su amplitud, en sugenerosidad y en la riqueza de sus posibilidades, un infinito en el quejustamente puede darse el caso de comienzos sin fin, de pruebas sinvestigios, por consiguiente de vestigios sin pruebas.» Imbéciles. No hayproblema sin solución. La prueba es que uno puede amar a los negros, queuna cagada en un pavimento de mármol es fuente de gozo, que penetrar en

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el grumo de un mercado atiborrado de gente media, de flores, de animalesvarios, de escorias y de tufo de humanidad es causa de hinchazón de pene,y de plenipotencia. La angustia posible, sólo posible del sexo en la estaturade un dirigente político cruzando majestuosamente un mercado públicode flores, se escapa, se pone a planear, se extravía finalmente encimade él extirpándose de su cuerpo cual cosa angélica al paso del hombre.La transparencia no es obstáculo. La jornada que hace su aparición en laojeada veloz de un diario de la mañana y que prosigue en un almuerzoluego en un discurso memorable y en un bar previo a la compra de unobjeto u otro para culminar en el hueco expeditivo de una buenamozarescatada en la calle o en el culo nocturno de la esposa se dilata lineal, sincortes, sin estación, sin espacio definido, en la unicidad y en lo unívoco dela realidad. El amador, un gobernante normalmente sentado, entró enesa capacidad cumbre que tiene una obra de arte de emitir señales,marcas, signos, pruebas, y de excitar la inteligencia. El amador llevó acabo simultáneamente dos movimientos contrarios mas no contradictorios:se extrajo, elástico como conviene, esbelto, adaptado a su maleta, a suporte, y sobre todo a la asamblea, del hombre que era, y entró consciente,como la inconsciencia del hombre común, en sí mismo. Al salir del baratravesó la calle dando a la maleta y a su brazo derecho un régimentanto más natural cuanto que su elegancia, inalcanzable, marcó por símisma la mayor parte del pasaje, primero en un estrado oficial, luego enla repugnancia de un mercado populoso, enseguida en medio de aromasdiversos de un bar de lujo, por último en un prestigioso salón. En laatmósfera purificada pero suficientemente densa de una subasta públicaen la que Tobías se remata a buen precio devolviendo la vista a su padregranate sobre fondo crema, la reliquia fue agradable en humareda dehabanos. «Compro», decidió el amador. E hizo un signo.

Una maleta en manos del anochecer. Luego de la subasta el aire nose recompone. En la subasta el catálogo, una vez salido de una maletacuando el amador la abrió con un gesto que nadie notó, rememoró elobjeto. La maleta, con un sistema infalible, inventó el dedo, que señalóun numero. El hombre político sentado allí se acordó de gestos hábiles,pensó: «Compro». Y lo hizo para que la concretización de su existenciaen el núcleo de un discurso magno y de una subasta diera cuenta deéstos a fin de garantizar humareda de habanos, expedientes archivados,cuentas saldadas y la fragancia de existir. La maleta no tenía rostro, teníapersonalidad. Negra. Clásica. Las direcciones que toma son decididas, precisanla ruta, la crea, determina el ancho de la vereda, la altura del muro aledañoy la distancia entre el bar y una subasta, entre el deseo y la noche, entre

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un discurso pronunciado y el deseo, mortal, de repetirlo. La maleta nobusca la dirección, no buena una cara, una identidad. Y una seña basta,sin embargo. Una sola. Un vestigio, un soplo en la turbulencia del aire,alguna cicatriz, que indique. Algún indicio, algún antifaz. La decisión conla que la maleta cambia de dirección al salir del área cargada de sexo delmercado y apaciguarse en un bulevar, midiendo el muro y previendo unculo seguro no es singular. Es plural, conjunta y universal.

La primera parte del apellido sería Martínez. Es quizás un civil.Estaba casado con una alemana. Una de sus hijas trabaja en la casa Gessellen el barrio Flores de Buenos Aires. Era fotógrafo, y había expuesto enel Club Gimnástico y de Esgrima de Buenos Aires. Tenía un hermano.Cojeaba a causa de una herida. Fue Director de la ESMA hasta fines delsetentiocho. Trabajaba como periodista. Trabajaba como electricista. Sumujer era periodista y él parecía turco. Le decían Pingüino. Era soltero.Era aquel jefe a quien apodaban Colibrí. Usaba peluca. Se encontraríaactualmente en Bolivia. La maleta no busca. No es un radar loco, nisiquiera un radar. No detecta. Evoluciona como una bailarina abstractaen su ligereza, en su gracia, en la exactitud de sus movimientos y en lalentitud de su magnífica totalidad de sílfide. No hay corvejones, no haypolvo, no hay guijarros molestos. No hay alternativa, ni dilema, nicontradicción. No hay memoria, no hay aniversario, no hay repercusiónporque no hay choque de contrarios, no hay objetos diversos, en el fondono hay nada. El gesto de sacar un catálogo de objetos preciosos de unamaleta no es sino el gesto llevado a cabo por un especialista, antes ydespués de él las maletas contemporáneas se abren y se cierran solas,el gestionario saluda a la inminencia constante del progreso porque sepertenece, y porque la perfección de la maleta se instituye en el momentomismo en que el amador vuelve a mirarla y la pertenencia se convierte,es la existencia misma del amador. El habla de un discurso. La pulsaciónde un pene. La nitidez de la noche. La restitución al hombre de su calidadperdida de soñador. La serenidad de un culo esperándolo de todas manerasen el anonimato de una buenamoza sorprendida en un callejón sin salida ode todos modos en el culo preparado de su mujer.

No es ni siquiera una colección de firmas. No es nada de eso. Lamaleta, como no busca, no insiste. Su perfil es tal que por momentos, acausa de una finta del hombre, de una estridencia de sirena, de la voz deun colega, de la aparición de una mujer, desaparece. Su reaparición fuetanto más afectuosa cuanto que la idea de su desaparición fue cierta. Elgeneral amador caminaba sin por ello apercibirse necesariamente de supropio placer en su maleta —atraído, propulsado, y estabilizado por elplacer en la misma décima de segundo de su finta. Es la invención, la

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invención de una información. Una suerte de reportaje, un filme, unarealización a la que uno no puede lamentablemente contribuir. Una imagen.Qué carajo. Si ella se transformara en palabra sería imposible. Si uno nocreyera en el progreso de la técnica nadie podría creer. El catálogoregresó a su fuente. El compartimentaje era excelente, la relación entrela forma y el fondo cabal, el rol dejado a la diagonal de la composiciónjusto, el control de la emoción evidente y el collar en su sitio. La cara desatisfacción del abogado general iluminó el rostro de alegría del amadorincorporándose, apenas, para ver mejor, radiante en la faz de quienencontraba en su calidad de activo la calidad intrínseca de un retablo deldiecisiete, creado allí mismo. La compra era innecesaria; de todos modosya era tarde. El busto de la mujer pasó con los otros elementos de lafigura, severa, pero eximia, la reserva importa, sin embargo. Todo esvisto de cerca y sucede en el mismo momento. Según la palabra deBurckhardt el artista sabía muy bien que todo lo que no es favorable almomento presente le es desfavorable: los personajes todos viven deuna manera u otra en el momento mismo, y el momento en ellos. Elmilagro del arte no reside por lo tanto simplemente sólo en su fuerzanatural, dándole al amador, el recuerdo de su interioridad, y la alegríaincandescente a su rostro. La solidez inclusive de una sombra es luminosacuando la definición de la sombra es conforme. Era contador y campeónde tiro. El color parece como lavado, influencia probable del Greco quedetestaba como se sabe el color. La maleta era fiel como un animaldoméstico. No hay peligro de que se vaya, o que se pierda. Rozando supantorrilla derecha en medio del rumor caliente y superior de tanto objetoraro, para la maleta, inmóvil en la subasta, las distancias se transformanen sólo probabilidad. Un término difícil. El hombre suelta una carcajadade contento, el vecino adelante acaba de voltearse festejando la mismagrosería que había escogido como mira dos cofrecillos japoneses y habíareconocido en ese momento al funcionario orador que no dio importanciamayor a la inadvertencia, a un azar. Las distancias por el contrario parecenmedidas inmutables para una cosa intangible, equilibrada, y de aparienciaetérea, sólida precisamente en su implacable profundidad. La maletasumisa al peloteo de su amo se queda en el sitio, parada, de frente, deperfil. El hombre la tomó, la abrió, buscando ostensiblemente algo, lapuso sobre sus rodillas, la maleta se cerró sin ruido, bajó, quedándose enel suelo al lado de la pierna pero un movimiento del hombre dio por uninstante la impresión de una duda, que se disipó como por milagro, elcontacto de los dedos del amador con la superficie casi orgánica de sumaleta y que no existió un segundo después pareció no obstante realizarsecon una rápida pero manifiesta energía de tocamiento, de caricia tal vez,las yemas de los dedos del amador perdían ya consistencia e inclusoforma en la filigrana, en el arabesco y en la vivacidad de sus gestos

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diluidos en la excitación de la asamblea como las uñas gráciles siempreinvisibles de mujeres que se arreglan cabelleras. Fue Jefe de operacionesentre marzo del setentiséis y mayo del setentisiete y entre febrero delsetentiocho y octubre del mismo año. Se encontraría actualmente enEspaña. Se encontraría actualmente en el Paraguay. Tenía un lunar en lamejilla izquierda. Era contador y campeón de tiro. Era aviador. Lasdistancias aquellas no se recorren: son el producto de esas correasextensibles para perros fofos que propician el recorrido del animalsuprimiendo la distancia o que permiten la distancia mas suprimiendo elviaje, producto controlado por el deseo de la pierna del hombre de mantenerel calor de la sílfide en su pantorrilla. No. La maleta no ocupa el lugarque otros buscan. Un punto de partida que arranca de repente enbúsqueda afanosa de tiempo, de lugar, de emblemas dejados, de rostrosprecisos, de identidades. Una seña basta, sin embargo, y había muchas.El punto de partida es ya una marca entre las marcas, el itinerario es supropia continuación, el punto de partida la llegada de un punto precedente,de otra seña, «signos rotos como el fuego no pueden reunirse en unatotalidad ni detenerse en una figura representativa», había dicho el oradorsublime a la asamblea, «es como si se pusieran a recorrer un camino enespera de su reconocimiento, de un encuentro, de una aparición. Peroeso es sólo una metáfora del lugar, así como se dice «golpe de viento», o«realidad», cuando se sabe perfectamente bien que el viento es unasubstancia desprovista de fuerza de impacto porque es algo continuamentemóvil y porque en el instante mismo del golpe de viento la impresiónque se tiene de detención del viento es sólo precisamente la meraaudición de un ímpetu, de la velocidad inicial y de la anterioridad de lafuerza de un golpe que no encuentra obstáculo porque no toca nada. Elgolpe de viento es inexistente, el viento una presunción y la probabilidadpara señas esparcidas buscando rostro e identidad de encontrarlas en ladesintegridad del espacio sólo la posibilidad infinitesimal de constituirsealgún día en célula, tal vez en átomo.» De la sala al rostro, metáfora dealgo y de alguien en un itinerario: ésa es la distancia que no recorre unamaleta de amador gubernamental detenida vertical, inexhausta, exactay necesaria en su tiempo propio y en el pene adiestrado del amo: llavede casa y seguridad interior.

No hay peligro verdaderamente. La maleta que tiene el poderinvencible de identificar a su poseedor antes de que éste se dé a conocer,poder de subrayar su presencia y de señalarla a asambleas, no se muevecuando es útil callarse. No habla cuando el movimiento que emprende yla ruta que traza parecen dictados por la substancia del medio ambientesin suciedad, limpio de obstáculos, purificado de miasmas, y por lacoherencia íntima del pasado y del futuro del hombre. Posición sentada

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provisoriamente en una subasta, posición de pie frente a un ágora depersonalidades varias, discurso ilustre en el que más impresionante queel texto, fue el tono, la fe de su persuasión, por encima de todo lapertinencia de una pregunta final que en realidad no tenía por quésorprender —era, dijo con solemnidad, que no había sido sacada a reluciren el momento adecuado, ni hecha con la frecuencia debida, ni puesta ensu lugar; ni interpelada por ella misma en un examen de conciencia, nilavada de ambigüedades, ni extirpada antes por nadie del fango absurdode lo que se entiende por realidad. El rojo es robusto. Sin él ningún otroelemento cobra vida. Sin él ni el aparato decorativo ni la estructura ni elpaisaje de fondo ni el personaje existen, sin él todo desaparece, unaexplosión de color semejante no pueda calificarse sino de existencia. Elrojo existe. El cuadro existe. El arte es una prueba de la existenciainatacable del color, el color es la prueba de la existencia de la forma, laforma es la prueba de la existencia del contenido, el contenido la pruebade la existencia de un valor. El valor es la prueba de la existencia de unafinalidad, la finalidad la prueba de la existencia del destino, el destino laprueba de la existencia del orden en el centro de las cosas, las cosas laprueba de la existencia de la necesidad, la necesidad la prueba de laexistencia de las cosas, las cosas la prueba de la existencia del orden, dela jerarquía de las cosas, de la soberanía de ese orden y de su inmutabilidad,prueba suficiente a su vez de la existencia de la sabiduría y el ordenprueba de la existencia de un valor, el valor prueba de un contenido, uncontenido la prueba irrefutable de una forma, la forma la prueba de uncolor, el color la prueba del arte. La prueba misma de la existencia. De larealidad. De la verdad. Del conocedor, que se empina para identificar laautenticidad del estilo de un maître.

«Es sólo un efecto de realidad, no es ni siquiera, señores, su negativoo si es algo es su negación, puesto que la realidad es obra de arte y no sedice de memoria como una letanía, la memoria no se aplica a la realidad,el arte es intemporal. Esa descripción repetitiva que se nos dirige,metódica, incesante y minuciosa cual tratando de emitir códigos, derepertoriar pistas, de inducir huellas, de rastrear el detalle que puedadar con señas particulares capaces de configurar la memoria posible deun rostro, la probabilidad de un hallazgo, la aparición de un recoveco, deun plano, de una superficie, de un volumen, de una identidad en unverdadero lugar. Esa sucesión interminable, precisa y muda de medidas,de corredores, de proporciones, de esquinas, de escalas, de puntos fijos,de modificaciones, de residuos de colores, de manchas, incluso de nombresy de oficios y de profesiones, de marcas en vías diríase de decomposiciónborradas por el tiempo en busca de postas, de eco, de portavoz, deestandarte, de llama capaz de permitir el reconocimiento de aquello que,

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creeríase, daría con el origen de una pista y con la comprobación de unhombre, la identidad de un supuesto responsable, o de un estado de lamateria, todo aquello ¿qué significa?»

La maleta llegó a la subasta. Ocupó su lugar. En el flujo, espeso, dela subasta pública, las cosas entraron en ellas mismas, en el alma delmundo: la posición real simultánea constantemente recompuesta delmartillero tomando permanentemente esa posición y de quien jamás sehubiera podido decir a la vista de su propio prodigio que él era un pasante,un hombre, un transitivo; la luz, un hálito en las paredes y esa palpitaciónen las frentes; la próxima sucesión de obras de arte promoviendo nosolamente la ansiedad antes y después del ciclo sino la circularidad delmismo idéntico tiempo de la mañana coronada en la noche. La maleta seretiró un poco hacia atrás para dar paso, recuperó su lugar, las puntas delos zapatos, y las rodillas del amador se juntaron, hubo un amago, seabrieron, se relajaron descansando, no en la forma que adoptaron al tiempode todo el cuerpo del amador y de cada cosa y de cada ubicación en todaaquella fraternidad de la noche, sino en un tropismo, una especie de causa;en la noción misma de nacimiento y de fertilidad.

«¿Cómo puede uno en efecto, señor, permitirse creer en la realidadde algo que no existe? Esa lista metódica, incesante, minuciosa, tanlograda en su factura en la cual no faltan ni sobran detalles cual en aquellasfaustas representaciones clásicas y en cuya estructura, diríase, casiperversamente exacta, uno no encontrará errores salvo justamente elde aquella misma estructura infalible que sólo en el arte es posible; esacadencia extraña, brotada como de improviso, desarrollada, impresa,distribuida y expuesta a la ciudadanía, perfeccionada a tal extremo que lapregunta necesaria que propongo, que surge, es la de saber si necesariamenteen la secuencia y en el ciclo de ese descubrimiento notable la causa y elefecto son complementarios, se ajustan, satisfacen plenamente losrequisitos de nuestra práctica, de nuestra adecuación y de la unidad,algo que no puede considerarse ya ni como información ni como realidad,que adopta astuta o milagrosamente la apariencia de una reproducciónfidedigna y apenas turbada a causa por otro lado de la imperfección y dela pequeñez de nuestra percepción; por encima de todo: saber si resistiríaa la Historia, si resistiría al tiempo una reiteración próxima a la redundanciay a la hidropesía, cuando no a una tautología mayor insospechable disimuladabajo una proeza técnica incontestable sin duda, mas afín al círculo vicioso,a la propia carencia, a la confusión de lo mismo, al monstruo, al juegoaltamente impertinente de la confusión de la superficie con la profundidad,finalmente, señores, afín a la más pura, simple y llana afirmación de unaficción. Esa precisión en la designación de referencias, ¿qué es? ¿Esa

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naturalidad casi verídica de lo que yo calificaría de partenogénesis deindividuos y de espacios, de fundación de ciudad, esa fijación cuasimaterial de pasados, esa intuición de rasgos incluso en la reconstituciónmilimétrica yo diría hasta prevaricadora de estratos de tiempo, de estadosde ánimo, de territorios íntimos, de ideas fijas, conceptos particulares ygenerales dados a luz casi pensaríase, substancialmente existentes einscritos en el ánimo de la comunidad, esa locura, y que creeríase obrade arte, si no fuera por el conocimiento que tenemos todos nosotros,señores, de lo que es la entelequia?»

Bruselas, invierno 1981-82

C.A.D.H.U.Comisión argentina de derechos humanos

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el único lugar, entonces, en el que la mujer pudo sentarse en el café fueel extremo opuesto al mío, en diagonal. El único lugar que esa enfermaencontró en el casi desierto del café fue aquél. Quizá porque desde élella pretendía dominar todo; algo, sin embargo, muy improbable. Yo, encambio, disimulado en parte por el mostrador, en la otra esquina, pudeobservar inmediatamente de qué se trataba, prevenido por ese instintofrenético, casi puro, que me había ya agarrado, y que menguaríapaulatinamente mis fuerzas, angustiado delante de la vulgaridad. Hubierapodido incluso adivinar sin equivocarme lo que ella se pondría a haceren ese mismo instante, o lo que se le ocurriría un cuarto de hora despuésluego de adaptarse a la semioscuridad y a ese extraño ingrediente devómito que impregnaba el café, antes de imponerse a una y a otro con loque yo sentí ser en adelante mi espacio, mi exudación — al mismo tiempoque descubría, sin poder retirarme, lo que en el fondo deseaba encontrar:manos llagadas, uñas sucias, largas, crecidas fuera de voluntad y delímites, olvidadas en alguna obsesión, como parecía olvidada esa continuaagitación del mentón que empezó a coincidir con una suerte de tropismooscuro hacia el tocadiscos automático tocando «Tienes la cara llena delágrimas» y que se ajustaría, como supuse, a la inercia de ese cuerpo queestaba levantándose por tercera vez obedeciendo al mentón, al prurito dequerer escuchar la misma cantaleta. Treinta años, quizá menos, representandomuchos más en una vejez prematura, en un cuerpo espantosamentecaído, en un rostro alargado inoportunamente, de pronto, hacia el centrodel café. Imposible decir su oficio, una faz sin cejas, un estar sistemáticamente

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torcido, y repentino. Algo a mi derecha, en el mostrador que me ocultabaen parte de ella me incomodó; fue casi un altercado interior. La angustiade la fealdad en mi sitio; mis brazos sin poder estirarse, mi carta a laredacción sin poder salir, la amalgama sobresaliente de un vómito en elestablecimiento sin definirse. «Tienes la cara llena de lágrimas» restregándoseuna y otra vez en los labios de esa mujer como por sí solo, cual reforzandouna fórmula, o alguna maldad, funcionando en la boca ni abierta ni cerradade esa visión en mi línea oblicua antes de la mujer levantarse, sentarse,habiendo puesto lo mismo. Sobrellevé la repulsión de algo demasiadoapretado en su estación de pie, en un cuello entrado, en el modoextravagante de pedir otro trago a la dueña apurando el anterior; sobretodo en cada silencio que se hacía, ostensible, como advertencia previaal tic del mentón, una misma sonrisa incipiente, evacuada tal un negativoquedado en las comisuras, antes, y luego del refrán; tienes la cara llenade lágrimas circulando así entre los labios, callándose allá donde enseguida el resto de toda esa cosa me fue de repente el eco de una ciudadapagada, la impresión de estar en un local mugriento, el recuerdo dealguna derrota, la conciencia inesperada de vivir una realidad. Me vinoel deseo de moverme, de separarme del mostrador, de corregir la diagonal,me desplacé ligeramente, el volumen allí en forma de mujer se confundiócon el tiempo que pasó — tienes la cara llena de lágrimas resonó nuevamenterumiándose en ese orificio mayúsculo desprovisto de particularidad, sinsonoridad personal, y más bien mostrando la suficiencia de quien, en laimpertinencia feroz de un café, o de un lugar por el que uno pasa, noparece tener nada que aprender de nadie, ni de la música popular, ni delo que sucede, ni menos aún de la realidad. El local me acuñó. No sé porqué tuve la idea estúpida de sentirme movido, trasladado, emigrante in situ,algo contra natura, tal vez porque fue cierto. Quise evitar ese bisel. Quiseevitar también la impresión de despojo infinito. Cambié de sitio, me puseen línea recta, mejor adaptada a esa necesidad — me he acostumbrado alo que se ve derecho y de cara, etiquetas de frascos, puertas de cafés, fueincreíble cómo la figura de esa mujer formó en pocos minutos parteintegrante de lo que había a ambos lados de sus miembros, cual si ladimensión del lugar, y sin atenuar en nada el estrato del vómito, le hubierasido dada por origen: la mujer estaba pidiendo un papel. Yo habíaescuchado fuerte: «Señora», sorprendido el gesto de su dedo llamándola(el mentón de la mujer a punto de írsele hacia arriba, la patrona inclinándosedespacio hacia ella y bajando visiblemente la voz para disimular, o eludiralgo, amortiguándolo en el escote. Las dos cabezas, juntas, se detuvieron.La música estalló).

Decir qué distancia hay entre el sofocamiento y el cuerpo, entre elsitio de uno y el cupo, entre la cuerda floja y el inicio del abismo, es como

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desear encontrar la diferencia, que existe sin duda, entre el terrenoatravesado por un tic nervioso frente a la inminencia del placer, y aquelrecorrido por una boca cerosa amputada de una sonrisa, y que celebra,sin embargo, manifiestamente, la satisfacción. Vi claramente el tipo decarta en esa incoherencia, identifiqué al tipo de macho saboreando en unpapel cuadriculado dos o tres obscenidades, una anécdota sin gusto yuna cita, aunque no fue fácil atribuir un socio, una afinidad, un prójimo, oun simple doble a aquella hidrófuga — carta al bravucón del barrio, oalgún cantante de moda, por lo demás utópico. O mensaje, únicamente,tal vez, un santo y seña privado a guisa de treta reflexiva, o acasomasturbación, satisfecha, y mal, en la extremidad puntiaguda de unacoyuntura mediocre, la comunidad de cinco personas en un café sinrelación determinada con algún centro de gravedad. La mujer se habíaido. Quedaron mis manos, y la noción del lugar, encajonadas en el rostroapático, insignificante, de la dueña frente a mí, mirándome, un papelcuadriculado y una carta en mi poder.

Bruselas, invierno 1982

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Toute la soirée, ils avaient parlé armes à feu, leur passioncommune, manipulé des «calibres», soupesé des crosses, visédes cibles imaginaires. Jusqu’au moment où le défi fut lancé parl’un d’entre eux: «Et si on jouait à la roulette russe?» ChristianJean, vingt-cinq ans, dessinateur à Perpignan (Pyrénées -Orientales), tenait en main un revolver, un calibre 38. «D’accord,je commence...»

Aussitôt dit. Juste le temps d’introduire une balle, une seule,dans le barillet, de lancer celui-ci d’un coup de la paume, del’écouter tourner dans le silence, comme la roue d’une loterie defête foraine, de placer enfin le canon sur sa tempe et de presserla détente au hasard.

Sous les yeux de sa fiancée et de ses amis de Montauban,chez qui ils [sic] étaient venus passer la soirée, Christian Jeanest tombé, blessé a la tempe. Quelques instants plus tard, il estmort à l’hôpital.

r o u l e t t e r u s s e

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«Durante toda la noche.» 1

Y sin embargo la totalidad de la noche no se afirma cierta, no se afirma nisiquiera pensada, completamente alejada como está de una elaboraciónposible en la noche. El término de la noche se pone a empezar, y sutérmino es de pronto impropio, la noche no se extenderá en consecuenciacomo un manto sobre el caparazón del hombre, ni ha caído, en la noche,como cuando se dice que la noche cae como un manto protector sobre lapreocupación de los hombres. La ligazón atómica que podría tener con eldía requeriría para ello que la muerte fuera ese pensamiento de la muerte,situado en el centro justo, cual un signo en la arena. (La muerte no escomo la estupidez, o como la creación, una cualidad — la cualidad no escomo la muerte una calidad indecible de emplazamiento, aun cuando lamuerte no es la entrada propiamente dicha de un viajero en un albergue,ni atalaya que mira, que tantea, que agarra, que afirma. El término, quepugna por entrometerse en la noche con el objeto de darle forma final,se instala como proyecto atrás, otra vez, y es allí el malentendido, elúnico silencio que calla; igual que si los cuatro que juegan alrededor dela mesa, íntimos en una noche dicha, estuvieran convencidos de ver lanoche en la noche, y en la simple mesa de juego una mesa de juegopromoviéndolos a la calidad de individuos, o en rigor: protegiéndolos dela noche; convencidos de que el fenómeno nocturno es su propiedad, lade un grupo, y la de un grupo momentáneamente compacto. Berta, por

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ejemplo, no mira a su hombre desde la noche, la cual no llega a los ojosde aquel que fija a su hembra ensimismado en el juego y en el deseo deBerta, quien mira desde un lugar ni real, ni nocturno, ni femenino; y dequé extranjería. Y nada, en el instante en que el Rolo trata de fijar elrayo de sostén negro que fulge en el pecho de Berta, nada esclarece elsentido del color, ni explica por qué Berta el negro, y por qué es imposibleque el Rolo se sienta atravesar una impresión desmedida.) El Roloademás, de otro lado, por otro lado, perdido en la tangente del juegomirando en el resplandor de un color sin objeto la razón del objeto que esesa mujer, no vivió la totalidad de la existencia de ese instante en lapresencia estrecha de los otros tres. La muerte, la única serenidad que secalla en las manos de un jugador y en la instantaneidad de un par demanos y de un ojo móvil, hubiera podido ser señalada en un tic del cuerpodel Rolo antes de ser llamado por el sostén de Berta, que fue definidopor un color, por una reminiscencia, por otra cosa que el pecho. Hubierapodido ser señalada por la imposibilidad o por la simple posibilidad delRolo de ubicarse al lado de los otros íntimos, Lucio a su izquierda, Piedraa la derecha, en el momento de percibir un color, cuando extraviado enel fragor del juego y en una resonancia hueca, la del sostén de una hembradelante de él, el Rolo no pareció vivir la totalidad de la existencia de esesegundo en la presencia cerrada de un grupo: Berta, el Rolo, Lucio, Piedra,en la humareda de una mesa repleta de un aura, iluminada fuertementepor una bombilla. De pronto el Rolo oculto la voz de los demás,obedeciendo a un impulso cuando sus ojos hicieron el gesto opuesto alque deseaban hacer sus manos y miraron a Lucio dos veces, luego aBerta, como si hubiese temido dar obligadamente a su cuerpo algunaexplicación. Gesto fuera de lugar: tal vez la mesa era demasiado estrechapara la comodidad, el cielo raso demasiado bajo —en realidad, un techoindeterminado, en la limpieza exterior de la noche, por la luz interior deuna claridad amarilla intensa, inerte, y próxima a la oscuridad. Las manosdel Rolo, torpes, se quedaron en el deseo de moverse, dirigieron su miradaa Lucio que se dirigía en aquel instante a Berta y su voz acentuó la alegríade la reunión saliendo no de la noche: emergiendo de la oscuridad de lavoluntad de un hombre a través de dos manos reemplazadas por una mirada.Página perdida en una lectura. Distracción imperdonable de un jugador.Descalabro original y final que dio lugar a la oportunidad, justa, y a lacoherencia de un cuerpo que se ponía a decir casi fuera de sí a sus amigosriendo y golpeando la mesa: «La noche es nuestra.»

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«Discutieron durante toda la noche sobre armas de fuego. Una pasióncomún.»

Sin decirse que la noche no es ese espacio unívoco, no ese espaciouniversal situado dónde, dividido correctamente en cuatro. Sin poderimaginarle manos, vientre, sin poder imaginarle planicies, dimensión,cimas de Epidauro: una bombilla violenta, rancia, bastó con una sola mediday de una vez por todas para sensibilizarla e inmovilizarla en una alegríatenaz: elaborada en algo que ninguno de los cuatro hubiera podido definir,menos aún describir en la creencia afanosa de la noche: una irresistible,aparatosa y muda repetición infinita del tiempo. En el fondo la noche seconfundió, dentro de un cuarto en principio oscuro, con un extrañoorganismo cuádruple, estructurado, formal; aparente. No se sabe si lasarmas de fuego fueron la luz. Si ésta fue encendida por el tiempo; si lanoche fue preparada, como se preparan las fiestas, y si la fiesta estabaprevista en la decoración misma de la habitación, inexistente, como habíasido inexistente la decisión del Rolo de reunirse esa noche antes depercatarse de que estaban reunidos allí. Por qué, en el fondo. Y si lasarmas de fuego son la luz. Si ésta fue encendida por Berta, o Lucio, queno piensan en el cruce nutrido de palabras y que el contacto directo conla luz puede ser el origen de todas las cosas. Y si la muerte es un finnecesario en la plenitud indescriptible de la noche. Piedra se rió,repitiendo súbitamente juego, su aparición fue roída inmediatamentepor el ruido por la alegría y por la voz del Rolo que se apropiaba de lanoche durante un brevísimo y fulgurante silencio de Berta evitando lamirada de su hombre. El suelo, abajo de la mesa, quedó curiosamenteinestable bajo los pies del Rolo que los creyó por un momento muy alejadosde los otros, los sacudió bruscamente aventándolos hacia delante ycolocándolos cruzados entre las piernas de Berta antes de recogerlos yabrir los muslos golpeando involuntariamente una pata de la mesa y larodilla de Piedra. Berta parecía la más entusiasta. Cuello amplio, personalidadabierta, una hierba en el nacimiento efectivo de un sostén negro cobróvida en ese instante, para el Rolo, un joven en la noche aprestándose aser él mismo estirando sus pies bajo una mesa, hablando. Mujer posesiva.El arrastre de los pies del Rolo no se escuchó. La voz del Rolo cobróamplitud en la cabeza de Lucio, un cándido que lanzó, una vez más, alláen la sensualidad del Rolo cuando éste aventó la noche es nuestra sobrela mesa, su propio vuelo. La mesa era chica. Los ojos del Rolo mirandorápidamente un color con una atención disuelta en el acto, hecha trizas,se fijaron simultáneamente en una esquina rota de la mesa, en la suciedaddel vaso, en Lucio y en las uñas comidas de Lucio cuando Piedra hablóde juego: el Rolo no había visto ni siquiera una reminiscencia de pecho,

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ni siquiera un color, sino un vago recuerdo de mar. La noche es nuestrafue cubierta parcialmente por la carcajada de Piedra, que Berta recibiócon placer. Toda su cara se irguió y se dirigió hacia Piedra, pareciendosalirse cual una llamarada que descendió luego a su base, descansando ensu misma inercia. Lucio se comía las uñas, dedos oscurecidos en algúnlugar, manos permanecidas raramente en su sitio, nerviosas, salvo en laboca, que comía las uñas sin impaciencia, como el tiempo podría comer ala luz. En esa calma Lucio sonreía, además. Su tranquilidad fue extrañaen la espesura flotante dejada por la intensidad de la bombilla y el humode cigarrillos, intensidad en la cual una mesa de juego y jugadoresbrillaban, inmóviles, descansando en el aura. La inmovilidad de Lucioreapareció en su sonrisa, afeada por un humo blanquecino acumuladoentre sus labios, que Lucio botó enseguida como bien hubiera podidotragarlo, ardiendo en el placer de expulsar de la boca alguna substanciadensa, destinada a un lugar bien determinado: a pocos centímetros deél, allí mismo, mezclada con la atmósfera de ellos cuatro, amalgamada, ydebilitando con esa pasta la insistencia de la luz. El reflejo de tragar levino en el momento de expulsar el humo, las uñas comidas de su manoderecha mantuvieron el pucho del cigarrillo en el borde grasiento de lamesa cuando el Rolo las vio y retiró un pie del suelo al sentir la impresiónde un piso sin fondo al creer que Berta, mirándolo fijamente y sin ganas,quiso hablarle; pero se dirigía a Piedra. Las voces se cruzaron en eseespacio reducido cubierto por un circuito de palabras retenidasprobablemente en la materia del humo o en alguna humareda diferente,esparcidas luego, recuperadas por el recuerdo de la noche en la queBerta se había instalado de antemano. Desde un día anterior: previendoun alrededor a la noche: desde el cuerpo, o desde los ojos de Piedra. ElRolo había aventado sus piernas hacia delante retirándolas en un intervalomínimo, en el que alguna sensación, algún recuerdo, indescifrable, oalguna irrupción provocó el espasmo muscular que terminó por tocar larodilla de Piedra. Ninguno de los dos reaccionó al contacto, que se produjoinvisible, sin origen preciso, y sin finalidad. Las palabras eran sobretodo las mismas, sólo distintas a la letanía por lo que no tenían de canalleríavaga, y de entonación. Perfecto Y entonces Espera Hermano VelocidadJoder Rolo Hombre Fíjate Vuelo Algo como Foto Hombre AlgoSensación de Agarra Te acuerdas Berta Peso Fíjate bien SigueHombre Cuánto crees Instantáneo Agarra Dame Repetición Hastacuándo Perfil Cómo sabes Rolo Flecha Ahora Orgasmo HermanoJoder Sigue Ganas ¿Sabes? Espera Ojalá Dame Espera PerfectoRolo Gatillo Velocidad

Aplastados por la luz. U otra cosa. Santificados en la comunidad de unaaureola en la noche, de lo propio, de lo entrañable. El sudor de Piedra

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era personal. Bajo la ropa. En las axilas; en las manos. No se veía. Bertarecibió el arma húmeda, la mano pasó a formar parte de los ojos del Rolo.Lucio cerraba los suyos irritados por el cigarrillo, Berta pasó el revólveral Rolo que vio las uñas de Lucio tomarlo y pasarle un revólver a Berta,que no lo hizo jugar. El sudor de Piedra se había quedado en el placer deuno o dos dedos de la mujer, antes de que la mano de Berta se apercibiesedel peso del arma. Frágil, al mismo tiempo, en una mano fuerte. Pobrecándido. Piedra estaba a su izquierda. Lucio se dirigió con el cuello alRolo, Piedra con un manazo al Rolo. La violenta contracción muscular delas piernas del Rolo se hizo hacia arriba, cuando las recogió. Es decir:hacia el centro de gravedad de la mesa, hacia el estómago del Rolo;luego golpeó la pata y la rodilla de Piedra. La contracción ató el Rolo a lamesa.2 Berta se le aparecía, y en el lugar de Berta el Rolo extraviabauna forma, caía en el vacío de un cuarto inexplicable que el hombre nocaptó, fuera de un vago recuerdo de mar, de una atribución oscura delsitio de Berta al suyo, adelante hubo un ruido de lluvia, nítido en elentrevero de la discusión, incomprensiblemente metido en el alma delhumo y argentino, corto, fenomenal, cual si una intensidad inesperadade la luz en el centro del cuarto le hubiese permitido al ruido aquellaclaridad. Pero no había lluvia. (Los ojos de Lucio brillaban. Una armoníasúbita, que surgió allí como originándose durante el único instante enque Piedra le dirigiría una mirada atenta acentuó la fealdad del muchacho,su ligera tartamudez, cabezón, un cándido. La cojudez3 de no ser unhombre verdaderamente, pensó Piedra, que escogió la voz que venía deBerta en el tráfago de dedos en el que Piedra no vería tampoco suspropias manos. Falta de tiempo. Falta de concentración. Ausencia probablede separación entre el tiempo y el espacio, entre el cuerpo de Piedra yla sucesión de las cosas. O creencia en la presunta existencia de lanoche como punto de partida de una fiesta. La humedad del sudor pasandode la culata o del tambor de un revólver a uno o dos dedos de Berta seevaporaría, se traduciría en un sudor espeso repercutido sin materia enel vientre de la mujer, repercutido en el Rolo, intermediario del arma yde parte de su trayecto. Los ojos de Piedra se dirigían a Lucio, su eructose disolvió en la humareda y en el contorno de los cuatro en un grupomordido por la oscuridad, aun si cada cuerpo era evidente. Sereno el dePiedra; el de Lucio fácil, ligero, el revólver que éste le quitaba al Rolorecobró rápidamente su peso en la mano derecha de Berta que no losintió sino luego, cuando se lo pasó al Rolo, creyendo encontrar eso curiosopero la palabra ya estaba más allá de la periferia de la luz, víctima tal vezde la velocidad, de un desorden en la cantidad de palabras, de la pesadezde su blusa, de la diferencia jodida del Rolo, de la creencia invisible deestar o de la rapidez con que le llegaban las miradas de Lucio, de lainsistencia con la que el Rolo le devolvía el revólver obedeciendo al

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guiño de Piedra. Lucio se rió. Berta le sacudió los pelos al Rolo, lanzóuna carcajada que resonó en el humo y que la aureola englutió, mate,Berta sólo la oyó. (Cómo determinar afirmativamente el deseo de un serque pasa. Quién ve al primero. Quién a los otros tres. El golpe de lasrodillas del Rolo cuando éste recogió sus piernas fue fuerte, sin embargo,y nadie tampoco pareció percatarse de ruidos extraños en la noche, fuerade una sensación de bienestar común, de línea, en algún lugar, que formabaparte de la noche, profundizada por una bombilla inmóvil, fértil sobrecuatro cabezas una de las cuales se alzó de repente y lanzó una risa alvacío, las rodillas del Rolo habían removido la mesa suficientemente comopara esparcir cenizas que cayeron de un recipiente de hojalata: el remezóndel sudor de Piedra en el vientre de Berta no hizo distingos entre lahumedad del revólver, que los dedos de Berta sintieron, los puchos queparecieron ser limpiados por un manotazo de Lucio y el peso del arma enla mano de la mujer, que ya no la tenía. El calor del revólver era más sensibleen el cañón. Lucio tomó el ojo y lo introdujo en el ánima invirtiendo elarma para hacerlo rodar, sin resultado, apuntó hacia la mujer y apretó elgatillo. No rodaba bien. Su risa se confundió con la que Berta acababa dedejar, la mesa removida aun así no fue vista, ni oída. Y sin embargo lamesa se movió.) (Cambiar de sitio en el acto. Salir de una ciudad por laautopista, voltear la cara hacia el lugar que se acaba de dejar y ya nosaberse allá. Maravillosa sensación de desplazamiento, de velocidad.Certidumbre tan aguda como la de saber a alguien siempre en casa. Alguienincapaz de salir de su cuarto, o de su cama. Un inválido. Un íntimo a quiense ve siempre, a quien siempre se puede ver allí, en el mismo lugar. Ysólo la muerte, que lo sacaría del sitio, sería capaz de despojarme de lacertidumbre de encontrarlo allí. Sensación indescriptible de pérdida encualquier momento manejando un carro. De desaparición. Y en un segundono estás. Piedra, sereno, exultaba.)

«Discutieron durante toda la noche sobre armas de fuego. Una pasióncomún. Manipulearon calibres, sopesaron culatas, apuntaron hacia blancosimaginarios.»

El borde del sostén de Berta desapareció de la vista del Rolo. En elmismo instante el cuerpo de una mujer fue gigantesco y una voluta, elruido lejano de una carcajada. Lucio se rió. Los cuatro se reían, Lucio alRolo con la ansiedad del cándido. Mi hermano. Miró a Piedra, feliz. Berta

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cerró los labios en lo que fue un silencio repentino, casi subrepticio, elgesto que fue hacia los cabellos del Rolo abría toda su boca y la carcajadacubrió el cuarto, el Rolo no miraba un color, ni siquiera un vago recuerdode mar: una sensación como de tiempo transcurrido, próxima también aalguna región, o a alguna temperatura. La sensación fue tirante comouna herida, y se asoció a la mujer, que el Rolo, de pronto, no conoció. Laangustia le atravesó el cráneo y regresó a un punto de partida ignoto, enel instante mismo en que el Rolo creyó en recuerdo de mar, en cosavista, o en algún tiempo transcurrido. Berta, Piedra y Lucio lo acapararon.En el nudo el Rolo creyó sentir cercana la cantidad de su cuerpo, mas nodistinguió sino el peso total de los tres. Fue una impresión que apenasocupó sitio, en el espacio del cuarto y en la conciencia del Rolo, que sereía con Piedra respondiendo al manazo, abriendo toda su espalda alcompañero, su mirada se dirigió al mismo tiempo a Lucio que brillaba, aPiedra aparentemente calmo en su sitio y al pecho de Berta, el áreainalcanzable del sexo del Rolo no tuvo contratiempos cuando la humaredapareció de repente insistir en flotar. (Flotó en efecto —pareció suspendersetomando como punto de apoyo el centro de la mesa, la aureolapermanente, y tupida, de la luz, y manos ágiles y opacas en el interiorindecible de una mesa de juego. El arma estaba siendo manipuleada enuna zona inferior, Berta la rozaba diciéndole a Piedra el peso, diciéndolea Lucio el peso, cándido, la felicidad de Lucio era imparable. Dóndedeterminar afirmativamente el diámetro mental de una risa, la precedenciareal de la noche, la espera de la palabra en la confusión inmóvil de la luz,en la canícula de un grupo completamente cerrado en sí mismo. Quiénve primero qué. El ruido de lluvia no fue sonoro: el Rolo no lo escuchóneto, sólo había, algunos segundos más tarde, la percepción en el Rolode lluvia por encima del grupo cuando movió las piernas brutalmentecreyendo cerciorarse de que un río corría a raudales bajo sus pies. Loscabellos del Rolo deshechos luego de una sacudida. Una mano de mujeren la cabellera sucia de su hombre. Un espacio libre entre el Rolo yBerta: el humo, liberado de un objeto una vez la mano retirada, vuelta asu lugar. Una carcajada y la mirada veloz o ambigua del Rolo a Berta lamano de aquél liberándose a su vez de un arma, el peso y la grasa4 delrevólver en las manos de una hembra en celo.)5 Piedra tranquilo. El ojode Lucio en el cañón no había salido como él lo había previsto, o deseado,Berta en el fracaso del tiro ya no era Berta, que Lucio vio alzar vuelovolviendo a sentarse con la misma seriedad de hembra que conoce, quizása causa justamente de esa carcajada, quién es quién en la mesa, quiénes el Rolo, si es alguien, a quién se dirigen las miradas de Berta, quiénes Lucio que falla, cándido. Cojudo. El hecho para el ojo de un cándido deno poder continuar su línea recta saliendo de un revólver dirigido haciaBerta; el hecho para un ojo, viejo, atorado en el alma de un revólver

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sacudido para que el ojo salga, y ruede; la desilusión del cándido delantede una rodada imprevista, de una rodada inexistente, incrustada en elembrollo imperceptible que fue su risa, y Berta levantándose,desaparecían en el humo de cigarrillos, en los granos de la cara delcándido, rascados continuamente por uñas mochas y en las palabras deLucio, en las que sus gestos nerviosos en la mesa y en la fiebre de losotros fueron materialmente incapaces de diferenciarse del ahogoprogresivo del aire, de la estrechez y de la densidad del cuarto, delpeso cada vez más ligero del grupo, del entusiasmo del Rolo y de lasganas del cándido de hacer convenientemente la broma para acabarlacomo se debe o de volver a comenzar un juego de niños: las puertas quese cierran se abren siempre, un cholón no se rompe contra un muro, unahermana mayor es mejor. (En la avalancha del cándido no hay ritmo, lacandidez se incorpora a la pesadez de la atmósfera como la felicidad a lasonrisa de felicidad de aquel que la muestra porque al lado hay hermanosque se encarnan en la situación como la regla en el juego, como la feriaen el niño, como la avalancha en el plano inclinado, donde los elementosse hacen a una totalidad tan desmesurada que pasan por desarticulados,faltos de un centro exacto, conclusión sin premisa, o punto de partida sintérmino: el habla decide por el deseo de miembros, piernas recorrensubterráneos interminables y el medio ambiente no tiene particularmentenada que hacer: el ojo de Lucio, ajado, también entra en un cañón. Sufelicidad es imparable porque es imparable el estallido de una risa defelicidad. El ojo es el ojo: el peso físico del cándido sentado como jugadory por cuyas manos llagadas pasa regularmente un arma —bayoneta,revólver, sable, ametralladora, obús— pasa también por el cañón,atraviesa sin obstáculos el alma de un revólver. No hay ritmo. O síncopas.)Hay una insistencia, al contrario, cual un sonido rectilíneo suspendidoen las afueras que el oído cree captar, y que existe, que sobrepasa osimplemente oculta los ruidos existentes fuera del cuarto —de hechoninguno de los cuatro toma conciencia de los ruidos provenientes de lacalle como tampoco del fuerte olor a goma, a sudor, a tabaco negro y auna suerte de parafina vieja, a capas de grasa acumuladas en la superficiede los objetos, saliendo del hule agujereado de la mesa, impregnado enlas paredes, y en el polvillo áspero, e inmemorial de la luz. Una insistencia.No fue un vago recuerdo de mar. No una sensación, tampoco, de tiempotranscurrido, próximo a una estación, o a alguna temperatura. Fue unsitio. Cierto lugar. En la incertidumbre de la imagen en efecto, un lugarchasqueó, en el que el Rolo no vio ni la romanza de la noche, ni la epifaníade gestos, ni la resurrección de la carne, ni la consecuencia del placer,ni el colorido inferior del sol, menos aún la proliferación de sus propiasórbitas, una herida que tiraba sin embargo desde la mañana pugnandopor cerrarse. El eructo que apestó desde su boca envolvió probablemente

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lo que el Rolo no podía definir y que un ruido bastaba para cubrir: insistiren abrazar a la noche, aventar mentalmente todo el cuerpo hacia delante,y despegar físicamente una mano; dirigirla hacia el vaso, agarrarlo, beber,abandonarlo, prestando simultáneamente una atención sostenida al tipodel calibre a través de las costras de las manos del cándido y no desearver a Berta de frente, fue todo uno. El descalabro —invisible en los ticsdel Rolo— no se manifestó. El Rolo mismo seguía frenético y mantuvoen los segundos que siguieron el mismo impulso que se fue hasta el extremode la mesa, hasta los límites oscuros en los muros del cuarto hacia algunade las figuras alegres que el Rolo se representó involuntariamente másallá en el ímpetu de un cuerpo deseoso, como de ganar sitio. Piedrasereno ojeaba el cuello de Berta, en el que una pita a guisa de collarajustado redondeaba una forma en la boca de Piedra: el Joder salía, dePiedra al Rolo, una interrupción provino de Berta excitada buscando enel sitio que ocupaba el Rolo la eventualidad de verlo ocupado por otracosa, por alguna fuerza, algún espectro. No Piedra necesariamente, elRolo menos aún, no el Piedra, a pesar de aquel ojo en el deseo del hombre,sino esa explosión de un fuego artificial: las piernas abiertas y la estacaadentro para llevarla hacia la garganta o hacia el umbral de la bocaardiendo en una carcajada que se atropelló con la palabra, proferida, agarrajoder. Hermano. La mujer no imaginó la revelación. La energía acumuladatornaba en ella a espesura abriéndose, se desnudaba, arrodillaba el cuerpoy exponía orificios con una torsión repetida de las caderas hacia delanteexpulsando globos, líquidos, objetos diversos como se expulsa metrallacuando uno acumula cifras, cuando se habla o se piensa precipitadamenteen tirarme a dos machos y escupir las pepas. Lucio prendido del Rolo.Sus hombros, y un tronco estropeado, sosteniendo una cabeza que no seencontraba allí, terminando alguna ascensión, sino para hacer brillar unamirada agazapada en el Rolo, presta a reafirmar cualquier cosa con loslabios. (Piedra, entusiasta, tomó la silla por debajo de sus muslos, se alzócon ella para avanzarse unos centímetros hacia la mesa con esa señalque hace el cuerpo hacia delante a fin de abarcar al mismo tiempo, en laperversidad violenta del entusiasmo, no solamente a los demás, y todo elespacio inmediato, sino también el precedente, como si Piedra hubiesepreferido inconscientemente regresar al momento anterior para repetirel siguiente, o retornar al inicio de su posición para enseguida inaugurar.La noche, o el juego. Aventar el cuerpo mentalmente hacia allá, cual uncontorno hinchándose; acariciar la cabellera del Rolo sacudiéndola, o darlea la espalda afectuosa del Rolo un manazo de amigo, en el que el Rolo nocaptó, ni pudo hacerlo, el carácter de gesto imprevisto; acumular a fuerzade repetición y por inercia o avanzar simplemente y tal vez no hacia delante,no era el juego. El brazo de Berta había avanzado, retirándose: el Rolono pensó que el sonido lineal y sostenido enquistado en su oreja,

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aumentando sin modificar en lo más mínimo su intensidad, provenía dela calle). Tal vez lo que hubiera podido ser el origen del silencio. El Roloquiso tener a Berta de costado. El sitio de Piedra, intercambiado con elde ella, aumentó el volumen de la mujer: por un instante, que se consumióen sí mismo, el Rolo creyó percatarse de una modificación, que tuvo lugaren efecto, aun si nublada en la conciencia del hombre. Una presencia máspróxima. Una identificación menos insegura. Un cimiento más personal.Una promesa. Una sensación digital extrañamente consolidada, tensacomo la serenidad del pie sobre una cuerda floja. La muerte, que notiene vida, toma las formas vivísimas de lo que sucede alrededor de ella.Así el texto es libro. O la inapariencia del aire, que se muda en huella, yque un jugador sigue: Piedra no controlaba un deseo inmanente: no sólocambiar de sitio en el acto sino con seguridad esparcirse, simplemente.Desaparecer de resultas de un gesto incontrolable conduciendo unautomóvil a toda velocidad estrellándolo contra un árbol. Sobre todo: cómo.Dónde detener en la médula del gesto, en esa nebulosa, el impulsoirresistible hacia fuera: la mano izquierda de Piedra se había llevado losdedos al sexo para acomodarlo en un pantalón demasiado ajustado, lavelocidad, desmenuzándose en su propio concepto, no figuró porconsiguiente enredada en las voces, o sólo figuró en vano, en la ceremoniaíntima de Piedra —abajo de la mesa entre las piernas la proyección desu miembro se estiraba hasta una instancia infinita, bajo continuo fuerade Piedra, tardío, o ignorante de esa longitud, y de esa latencia: el armarecorría una trayectoria inverosímil de mano en mano enriquecida conuna dirección, con una norma, con una novedad arremolinada en unamesa cóncava abrigando desde siempre esa misma levedad. Monta aBerta. Lanza a Berta. Agarra a Berta. Extirpa a Berta. Aprieta a Berta.Agarra a Berta. Besa a Berta. Chupa a Berta. Chupa a Berta. Chupa aBerta. Monta a Berta. Monta a Berta. Muerte a Berta.

«Discutieron durante toda la noche sobre armas de fuego. Una pasióncomún. Manipulearon calibres, sopesaron culatas, apuntaron hacia blancosimaginarios. Hasta el momento en que.»

Qué momento. Qué «momento». Como si hubiese existido un momentoanterior. Como si hubiese habido un momento determinado en la noche.Como si hubiese existido un momento siguiente, la ruptura de un orden,o el paso escandaloso de un golpe de viento en una caja fuerte. Como si

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hubiese habido diferencia entre los cuatro. Como si la noche hubiesecomenzado. Como si los elementos hechos a una totalidad, tan desmesuradaque pasaban por tener un centro inexacto, hubiesen sido piezas, números,formas simples. Como si el centro inexacto no hubiese sido el instante,fallecido en sí mismo. Como si la fraternidad, a falta de amor, hubiesesido una concertación. Como si la fraternidad hubiese sido pensada. Comosi la franja, impalpable, separando a los cuatro alrededor de una mesa enla noche, se hubiese puesto de acuerdo con la luz, con el atropello delhabla, con el sueño del Rolo, con la decisión de Berta de agarrar el negropara el sostén, con la brutalidad, primaria, inapelable de Berta en escogerel negro o el rojo para el sostén, con el puño entre las piernas de un hombre,con la explosión imprevista de un sonido diferente en la indiferencia dela noche. Como si el momento hubiese sido lo que tiene nombre, momento,definición, como si el momento hubiese sido esa atmósfera bestial queperfecciona a los recién nacidos dándoles el hálito que falta, el terminadoque falta, el punto suspensivo que falta para que no mueran en la apariciónilusoria del aire. Como si la noche hubiese culminado. Como si algunainformación, ulterior, hubiese sido necesaria. Como si la voz, que clamaen el desierto, hubiese planeado, encima, área pura, zona intacta,afirmación clandestina, gesto de uno, sello. Contestación. Como si la nochehubiese tenido inicio o entonación el canto del mirlo: como si la comunidadde cuatro en la noche hubiese señalado dirección, mostrado reflejo, sombra,fuente. La historia parecía no tener cuentista. Los límites del cuarto,que no existían, ni en el cuarto, ni en la mesa ni en el confín de lasyemas de los dedos de jugadores, se destacaron en la amalgama de unsentimiento: en el conglomerado obtuso de una carcajada mutua, en elcemento de una ida, de una refracción, de una escenografía del origen ydel fin de las cosas. (El momento no posee sacudidas. No tiene capacidadde poseer. No tiene capacidad. Los límites del tiempo pasan por la bocade jugadores como la música al adherirse a las ondas del aire, en el sitiomismo de la partícula del hombre. La muerte es esa placidez. El ruido decartas barajadas y el silencio de un arma suspendida a centímetros de lamesa en el momento de pasar de mano en mano no rompe el ritmo de lanoche: las cartas no han sido nunca barajadas, un revólver no pasarájamás de mano en mano: manos de jugadores no juegan, ojos de jugadoresno dirigen miradas a jugadores: los poyos faltan. Berta pasa a través dePiedra, Lucio pasa a través del Rolo, mira repetidas veces el gatillo sinver el revólver, mira el arma sin pensar necesariamente que sus uñasno entablan ninguna relación recóndita con ella, que la fealdad de susmanos no agarra6 nada. Que él sólo se llama Lucio. Y que se denomina.El momento del nombre circula en la medida en que la adherencia de lamúsica es materia, sitio, música. Como si la esperanza, o la inminenciade un acontecimiento, hubiese sido lo próximo. Como si el tiempo hubiese

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sido la manutención. Como si, sentados en la superficie del orbe, jugado-res, o jugadores, hubiesen emergido, con ínfulas, con ostentación, contiempo en el acto mismo de aparecer, distribuyendo cartas de juego.Como si la distancia entre Lucio y el Rolo, su modelo; entre Piedra y laresaca de Berta, entre ésta y el revólver en las manos del cándido o delRolo hubiesen establecido parámetros, distancias. Igual que si la nochehubiese culminado como si la muerte hubiese sido un hombre.)7

«Discutieron durante toda la noche sobre armas de fuego. Una pasióncomún. Manipulearon calibres, sopesaron culatas, apuntaron hacia blancosimaginarios. Hasta el momento en que uno de ellos lanzó el desafío: «¿Ysi jugáramos a la ruleta rusa?»

Colándose por alguna ranura de la conciencia de Piedra, la visión queéste creyó tener de pronto del cuerno este del África, en la esquinainferior de la fotografía, pasó rasgando el grupo, quedándose no obstanteel tiempo suficiente para que la impresión que lo mareó no fuera en sucuerpo sino un vahído. Un estar incalculable, e imperceptible. Piedra nohabía terminado de tomar contacto con el arma escuchando una estupidezproveniente del cándido y pescar en la mirada de Berta una ida y vueltadel Rolo a ella, una especie de apuro, una inclinación levísima de sucabeza sonriendo en plena claridad, la fotografía del planeta hacía coincidirla esquina inferior del libro con el vacío del océano donde el estómago dePiedra no encontró apoyo. Su ojo se sujetó instintivamente del libro,Piedra se repuso, el vértigo se retiró, se fue de las manos a la cara dePiedra que no se había movido, catástrofe que ninguno de los cuatroapercibió, en la superpotencia de la noche: el cándido se precipitódirigiéndose a Berta pensando en el Rolo con la torpeza de quien hacecaer un vaso, rozando los límites del conocimiento, no se dio cuenta delo que sucedía entre la palabra y la boca, entre la torpeza y la torpeza;habló, solamente, escoriándose a sí mismo (la caída de un cuerpo en elvacío pasó atravesando el diámetro de la mesa delante de Piedra comoun simple espasmo velado. Nada fue mirado. No se vio nada. La risaestentórea de Piedra enterró en ella misma el origen de su risa:8 susmanos, que agarraban el turno del revólver, y sus labios que definieronmomentáneamente el calibre9 la culata y el alcance probable del armaya estaban en las manos del cándido y en el rostro viejísimo y ávido deBerta, a quien el Rolo pidió cambiar de sitio. Piedra quedó al frente,

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Berta a la derecha, la línea inquebrantable de la noche: sólo el aire impidióallí que el simple hecho de Piedra en el vahído de su propio cuerpo,perdiendo piso, se materializara en un acto de reflexión, en una atmósferaconclusa. Y el peso del revólver ganaba peso en el aire, velocidad).Envergadura: perdía peso en tránsitos sucesivos, en la atmósfera de uncuarto sin nombre, ganando peso en el aire pretérito, circunstancial ysucedáneo de la noche. El Rolo no miraba un color, ni un tiempotranscurrido, o un lugar, sólo hacia un adelante agolpado en la mesa y detodos modos no más allá de los cuerpos de sus amigos cual una barreraimpenetrable, y sin forma. El sitio del Rolo chocaba con uno ocupado,como si la infancia del Rolo hubiera sido inopinadamente un lugarverdaderamente acabado. (Lucio también podía fijarse en el pechoregularmente entreabierto de Berta pero el cholón recorría contento losflancos de una hembra hasta los pies del cándido desapareciendo en eleructo del Rolo, celebración instantánea, como la carcajada espontáneadel grupo, el piso debajo de los pies del Rolo se desfondó: las sacudidasdel sueño no se sienten, la muerte es la risa que no se presta, que notiene lóbulo, o toma. La sacudida del cuerpo del Rolo, como las sacudidasdel sueño, se quedó un instante en el lugar que el Rolo creyó ver en unsostén, en Berta, en una parte allí. Una casa. Y que el cándido se apresuróa ocupar.) El eructo del Rolo llenó a Lucio de fiesta, en la direccióndisponible de Lucio, que se puso a agarrar un ruido, una avalancha deamor: la palabra se le fue con la coherencia y en el fondo con la tranquilidadque adopta la mano que va a la boca en la náusea: la mano llega, el vómitoajusta los dedos en la mano, la mano pesa, y el cráneo no siente laporquería en el alma. El condicional de Lucio pareció entonces bebido,en el sentido de que un condicional no se dirige, en un recinto dejugadores, hacia fuera. La exclamación es sorbida como cuando la muertereacciona ante la muerte. Va hacia dentro, se entornilla en sí misma, yen la paradoja de ser lo que ella propone, se convierte en la nada, en locontrario de la afirmación, en la antípoda de un negativo, en el desenfrenodel tiempo, en el múltiple de un laberinto. No acabar la pregunta, o hacerlaal revés; lanzarla con la voz estentórea, entrecortada, o nula, o proponerlaa un grupo ajeno, o propio, era lo mismo: Lucio exclamaba de lejos, sintener la propiedad del tiempo y del espacio, y puso la bala donde puso elcondicional. En ningún lugar.

«Discutieron durante toda la noche sobre armas de fuego. Una pasióncomún. Manipulearon calibres, sopesaron culatas, apuntaron hacia blancos

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imaginarios. Hasta el momento en que uno de ellos lanzó el desafío: «¿Ysi jugáramos a la ruleta rusa?» «De acuerdo. Yo comienzo.»

Las cosas ocupan en el fondo el lugar que no se menciona. O el lugar quecorresponde, allí donde entonces toda mención es inútil. El arma hacíacírculos, y no es un rapaz. Hacía oblicuas. Radios. Lo único, en la luz y enla oscuridad de la noche, que no trazaba tangentes. La pregunta de Luciose hacía de pronto del inconveniente de la lejanía del verbo, y de unalejanía. Algo tocó algo. El revólver estaba en el sitio del Rolo, un instantedespués de haber atravesado la distancia, mínima, entre Berta y él, Bertay Piedra, y aquella infinita, y brusca, entre la mano derecha de Berta ylos dedos de su hombre, en el instante mismo en que el cándido deseabael revólver en su turno. La cantidad de casas que hay. La noche no apareciófantasma, imagen, o simple veracidad. La boca estaba suelta. Cada unode los cuatro no estaba ni delante ni detrás10 de la noche, en el supuestode que el arma no ocupara otro sitio que no fuera el del cuerpo: cada unode los cuatro, informe a causa de la suprema individualidad de los otrostres, parecía quedarse en su duración específica, y era así, en efecto,aun si nadie sabía si la noche aparecía o no fantasmática, o sólo imagen,o en el fondo sólo existencia. El grupo de jugadores incluido11 en ella noestablecía distancias con la noche, no establecía lugar, ni designios, ni seestablecía, como cuando uno dice vamos a establecer aquí nuestrastiendas. La noche no existía. O sólo apareció o se efectuó como aquellapartícula, ni siquiera realmente fluida, de lo que acaecía en lo absolutoimprobable de la noche, donde nadie piensa en callarse, a fin de verquién puede hacerlo. La mirada del cándido se dirigía feliz hacia Bertahinchada de flancos; el pensamiento del cándido sin poder desalojarsedel Rolo; el deseo de Lucio hacia dentro, preguntado, apuntando hacia elcándido como una barrena, engrapada a su vez a un cholón, a un ñoco, aun juego de niños, a una presencia testaruda: la pregunta salió como unatadijo de la palabra cuando el gesto simultáneo de Berta transformabasu turno en el sitio del Rolo, y éste el pecho de una mujer en un recuerdoincierto. No se sabía. Un amago de souvenir. Vivido, probablemente. Elchasquido del lugar, insonoro, apareció, efectivamente, en un ámbito. Enalgún lugar; el Rolo ignoraba que lo que él creía ser un recuerdo era detodos modos invulnerable, en el sentido de cosa demasiado cerca, intocable,ausente. («No tengo pierde», había dicho, cuando la posibilidad de teneracceso al sexo de Berta, intuición de un porvenir, se superpuso a laposibilidad de estar allí al día siguiente, futuro incierto en la medida enque el Rolo era incapaz de pensar que la posibilidad misma se reducía aese lugar remoto, potente, minúsculo, y sin medida. No tengo pierde sepuso encima de Berta. Se superpuso sobre todo a Piedra. Se superpuso

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al Rolo a guisa de refuerzo, y al cándido a guisa de dominio, se superpusosobre todo a una inquietud insensible, irregular, completamente ignorada,reluciente: el Rolo, allí, continuaba, sin aparecerse a sí mismo en la regularidadde su sitio. Las sacudidas eran de sueño, y el ámbito completamenteobturado del Rolo, totalmente desamparado en la noche, no fue el de lafrondosidad expansiva del árbol. Fue la quietud. (O fue el de la energíaperfectamente expansiva del árbol, lo contrario a la quietud, todo aquelloen el desierto más confinado del Rolo, en la velocidad inhumana en queuno pronuncia palabras, en la que el hombre cumple, está. Acaso elrevólver no estaba todavía en sus manos. No había llegado. Poco antes deque el habla del Rolo coincidiera con distancias incalculables, y con lasdistancias respectivas, Piedra y Berta hablaban al mismo tiempo, proponíanlo mismo, el Rolo removía inconscientemente en el zapato los dedos delpie, no se sabe si el arma avanzaba o retrocedía, qué curso tomaba en elinstante de coincidir, interrogación inútil, puesto que las coincidenciasno existen. Las piernas espasmódicas del Rolo, aventadas hacia delante,recogidas, desplegadas, chocando; su estabilidad misma, controlada porlos sobresaltos del sueño, estaban hechas por sí mismas a la confluencia— la maravilla de cenizas que caen de un cenicero lleno porque la mesase mueve a causa de una rodilla del Rolo que choca violentamente contrauna de las patas porque el Rolo se retuerce sin notarlo, es una maravillaestéril. Inexistente. Era notable cómo el arma no iba ni hacia delante nihacia atrás, en un espacio sin referencias. Un área sin partida. Un dominiosin puntos. Igual que el retroceso y el avance del sexo cuando en elgalope del sexo es el camino que avanza, bajo continuo entre las piernasde Piedra, algo así como la coincidencia del lugar con el lugar: un vatioconforme): no se sabe si el arma fue necesaria, azarosa, o reflejo. Oramificación. Origen. Eternidad. Consecuencia. O si toda arma de fuegoes la luz. Es la misma dificultad que existe en colocar el canto simultáneode dos aves uno al lado del otro. La dificultad en saber en qué momentose termina la infancia: cómo pasa. Adónde pasa. Qué caminos toma parallegar, cuáles corta, qué senderos evita, cuáles no considera, u olvida,qué tránsito hasta la aparente nostalgia de la infancia. La dificultad ensaber qué lado escogerá nuestro cuerpo —de qué lado el cuerpo que unotiene adelante va a inclinar el suyo en la vereda. Entre el «de acuerdo»y «yo comienzo» había sitio para quién comienza. Lugar para todos, fosacomún en la plenitud de una alegría universal. En ese silencio, que hizode pronto un sobresalto, inmediatamente apaciguado por la voz entusiastadel Rolo, y en aquel que siguió luego, pesado, pero nada agobiante, comoaconteceres que pasan, el revólver tomó para el Rolo una formatotalmente incomprensible; jamás vista. Fue en efecto la primera vez,luz hecha en la indescriptible creencia de la vivencia de una luz. El tonode Piedra pareció distinto. El Rolo lo captó distinto: quizá la ausencia

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inexplicable del peso de Lucio en el ámbito del Rolo, a causa, sin duda,de un flanco deshecho; el Rolo retorcía los dedos de los pies como siaquéllos hubiesen deseado salirse de sus plantas. Inquietos depertenecer, cual si los pies hubiesen deseado salirse de un suelodemasiado quieto. Lucio agitaba los brazos, el Rolo retorcía un universodesconocido en la mesa, el cuello magnifico, y una u otra de lassugestiones del pecho de Berta seguían brillando en algún resplandorde la noche, o en esa espesa magnificencia de la luz, todo su cuerpoabierto expuesto al menor movimiento exterior: Piedra acucioso, elcándido cayéndole continuamente por atrás, el Rolo encima. Dos o trespuntos en la superficie giratoria de un trompo: la angustia del Rolo, muchomenos visible que cualquier interrogación en la frente, que cualquierinquietud, fue una oración. De acuerdo, dijo. El «yo comienzo» que enprincipio no tenía con el vocablo precedente ninguna articulación, siguiócomo la inercia, como la onda en el agua, como la verdad que miente,como la nube que cubre siempre mínimo el número dos, dos lugares, doscosas, dos escondrijos, dos —interminables— objetos.

«Discutieron durante toda la noche sobre armas de fuego. Una pasióncomún. Manipulearon calibres, sopesaron culatas, apuntaron hacia blancosimaginarios. Hasta el momento en que uno de ellos lanzó el desafío: «¿Ysi jugáramos a la ruleta rusa?» «De acuerdo. Yo comienzo.» Dicho y hecho.»

La muerte no es como la estupidez, o como la creación, una cualidad —lacualidad no es como la muerte una calidad indecible de emplazamiento,el cual es reversible. La muerte no se sitúa nunca. Antes, en el sitio deantes, la vida adquiere rápidamente, en el acto mismo en que el sexopincha la inercia misma del sexo, esa unicidad inequívoca, augusta, yuna, de la nube que cubre —al mismo tiempo, y en el mismísimo lugar,multiplicado y diverso— todo un continente. Hecho y dicho. El alma esla sonrisa de la muerte. Puede ser una trenza. Los dedos de Berta en elarma son el sudor en principio incolocable de Piedra. El miembro dePiedra es la existencia completamente aleatoria de un cuarto en que sejuega, de una casa, de una habitación privada, del foco de una luz. Elmiembro de Piedra la inexistencia fundamental de una muralla entre laspiernas. La posibilidad, o acaso una negligencia, la suya, o la de Berta, o lade un muro blando entre las piernas. Una sombra. El rayo. El salto imprevistode un gato hacia el movimiento infinito de un felino en su propio haz. La

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anterioridad. Una trenza en el lugar de los cabellos. Un antro, que es,siempre, la prioridad del lugar, como el alambrado la preeminencia del mártir,la inutilidad la preferencia del nombre, la ferocidad el promontorio delamor, la sombra la luz del alba, el silencio la perennidad de la voz. Un númerodos, en suma. El Rolo no supo que en su deseo de muerte había un color,un cigarrillo. Una tonada. O un sitio ocupado. Eso impalpable que haceque una ciudad no es la misma, que un libro releído no es ése, que el gatoreconoce el cuerpo del extranjero y elige su sitio, erige su voluntad decuerpo en cuerpo, y transforma al extranjero en símil del felino. El amorpegándose a su costra. La muerte apretándose a la muerte. (¿Puedes,reteniendo tu respiración, abrazar lo uno en una unión indisoluble?preguntaba ya el doble del hombre: ¿quién es capaz de pasar de lo mezcladoa lo claro, sin moverse; quién, de lo inerte a lo animado, moviéndose?)Penalidades foráneas. Nada más que penalidades foráneas. La imposibilidadno sólo de ser, sino la de no poder confundir la anterioridad con lo que no esen el fondo sino su anverso. Hecho, y dicho. La imposibilidad no sólo de sersino de atribuirle obstáculo a la muerte: la muerte no desea: el sexo dePiedra, acrecentado por la súbita aparición de una imagen, reforzado poresa alegría indisoluble de la velocidad, ocupaba en Piedra la totalidaddel cuarto, se adelantaba a Piedra, no tocaba a nadie, pasó de lo mezcladoa lo claro sin moverse, confundió la anterioridad con lo subsiguiente, elsitio con la ubicuidad, la palabra nueva con un deseo anticuado. El Rolohabló.

«Discutieron durante toda la noche sobre armas de fuego. Una pasióncomún. Manipulearon calibres, sopesaron culatas, apuntaron hacia blancosimaginarios. Hasta el momento en que uno de ellos lanzó el desafío: «¿Ysi jugáramos a la ruleta rusa?» «De acuerdo. Yo comienzo.» Dicho y hecho.Justo el tiempo necesario para introducir una bala en el tambor, unasolamente, hacerlo girar de una palmada.»

(La velocidad secciona. Después de ella, queda el silencio, la sonoridadinmaculada del espacio. Entre los dos, cual una espesura técnica, laimposibilidad de la resistencia: la infancia encaja en el proyecto como elrecuerdo en la muerte, y en el único intersticio posible, arrinconado enla tierra, en una mesa, hinchado de manos, el tiempo se cuaja en elvolumen insignificante del tiempo — No una línea en el aire. No unsonido rectilíneo suspendido en las afueras y que el oído cree captar, y

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que existe, que sobrepasa,12 o simplemente oculta los ruidos existentesfuera del cuarto, sino la inexistencia misma de un tiempo propio —odeterminado, en el tiempo) el Rolo ya había introducido la bala en eltambor, y éste daba vueltas fuera del tiempo aquél, con la mirada delRolo en la nada. Berta, el cándido y Piedra miraban en la mano derechadel Rolo la bala expulsada del cañón (ninguno miraba al otro. Las fiestasse encienden, como la luz, y el tiempo de la luz es el aire. Ni siquiera lanecesidad. La infancia encaja en la muerte como el proyecto en lamemoria: Berta no decía nada.) Un calor en sus pechos se arremolinó,sin encontrar sitio. El cándido dijo: Rolo. El calor se arrellanó, finalmente,en el pecho de la mujer, Piedra hacía el movimiento que faltaba. La balaentró por el ano hasta su cerebro en línea recta empapada con esa mierdafragante de la explosión,13 que extiende los brazos, que ama. La balaerguida en el miembro acaeció justo en un doble ritmo, logrado en esasimultaneidad ineludible, y obtusa: la del polvillo de la bala diseminándosea la salida del cañón, al tiempo exacto del Rolo deslizar el proyectil en elarma. No se sabe si la sonrisa de Piedra, al lado de la mirada comoembriagada del Rolo, se enfrentó con algo. Con los pechos de Berta, conlos ojos del Rolo, o con un movimiento histérico del cándido que no fuepercibido ni por el propio Lucio, abstraído en la mirada aniquilada de unaefigie. O con la velocidad. El cuerpo se va, puesto que la satisfacción,como la muerte, no tiene medidas. El cuerpo se sale. El tiempo noderrapa, así como uno no puede decir que la muerte se sale de la pista,pero el tiempo en la justeza que le es propia no tiene precisamente eltiempo necesario para ajustarse a nada, y la sonrisa tensa de satisfacciónde Piedra, desmesurada, se muerde la cola, salta en su sitio, se revela,como la luz, se dispersa en el lugar mismo de Piedra y se queda sin objetoen el tiempo, sin moverse. Una bala bastaba, en efecto. Metiéndola elRolo fue esa cifra. Particular, necesaria, probablemente justa, y solitaria:mas su fragilidad no era tal (no se sabe si su calidad de única, o si laeventualidad de estar contigua a otra otorgaba a un miembro del cuerpodel Rolo una fuerza singular. No se sabe si las yemas, o la palma de lamano del Rolo tuvieron en algún momento esa potencia singular. Unabala no fue un desafío al azar, no fue ni siquiera una alerta al sitio, lasoledad del proyectil era exactamente la oportunidad en la que, en elfondo y en la superficie del aire, desaparecen el espacio y el tiempo, lapotencia de una palmada y el deseo de un cándido, el peso de un arma yla inexistencia fundamental de un grupo alrededor, o el silencio y la bulla.La soledad del proyectil fue la seguridad, o la pretensión del Rolo deencontrarse no solamente aislado súbitamente en la claridad de unescondrijo sino la certidumbre de estar cerca. Una colisión sin ruido. Sinembargo el Rolo no pensaba ni en el advenimiento ni en el desarrollo deuna impresión. Ni que la fragilidad de una bala solitaria no lo aislaba del

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grupo; al contrario. Éste fue allí esa unidad rara en la que las miradasaparentemente diversas convergen todas hacia el mismo punto y seconcentran en un mismo blanco, que revierte siempre a la propia mirada:en el casi silencio que precedió al que se instaló de pronto en el cuarto,una carcajada de Piedra y la gana transparente del cándido chocaron enel volumen, siempre inminente, de Berta (el ritmo entre las piernas dePiedra hacía lo que la boca cuando tararea sola; el cándido hacía rodar uncholón. En el precipicio de Berta, desbarrancado en sus flancos, el ojode Lucio miraba al cándido y descendía hasta que ya no hubo ruido, estuvoallí un tiempo inmemorial, desencadenado, durante el cual el silencioque el cándido creyó escuchar, cuando éste se produjo, no fue de ningunamanera el repentino silencio del cuarto).

«Discutieron durante toda la noche sobre armas de fuego. Una pasióncomún. Manipulearon calibres, sopesaron culatas, apuntaron hacia blancosimaginarios. Hasta el momento en que uno de ellos lanzó el desafío: «¿Ysi jugáramos a la ruleta rusa?» «De acuerdo. Yo comienzo.» Dicho y hecho.Justo el tiempo necesario para introducir una bala en el tambor, unasolamente, hacerlo girar de una palmada y escucharlo dar vueltas en elsilencio.»

Berta probablemente no tenía dimensión. Quiero decir límites. La nocheno era ese espacio unívoco, situado dónde, correctamente dividido encuatro, en una mesa y en un espacio alrededor. Una sola luz ilumina acuatro individuos. Una sola luz no ilumina a cada individuo con la mismaintensidad, ninguno de los cuatro de otro lado piensa en la proximidadentraña de la luz, que hace visibles infinitas distancias en la noche. Elcándido mira al Rolo, Berta ha mirado repetidas veces al Rolo y a Piedra;el Rolo, ligeramente desmembrado, estirado hasta contornear variasveces el círculo de amigos y regresar a su punto de partida, está sentadoen un sitio cierto, pero débil. El ruido llega como de pecho a mar, de Bertaal Rolo, en la nitidez del contorno de Piedra, en el agua que sale de una delas llagas del cándido, en el vago recuerdo de claridad recibido más alláde la idea de ser el alma de un grupo, el centro de la noche, en el que untambor de revólver da vueltas durante un tiempo imparable. Cuántosgolpes del índice, o de la palma de una mano del Rolo incapaz de cambiarde mano para hacer, por ejemplo, girar el tambor de un revólver cargado.Es el brazo derecho del Rolo que actúa. Zurdo, probablemente ese

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coadjutor extraño que es la sombra se hubiese preguntado cuántos golpesson necesarios para detener el tambor en la nada. Uno, tal vez. Y una solabala justamente, dada. (Nada de lo que coincide es consciente. La epifaníadel hombre en el mundo es algo más simple que la llegada de la fiera asu presa, que esa indiferencia sutil entre la satisfacción y el deseo. Essólo que el habla del Rolo choca también con su sitio. El silencio que se hizo,en el instante en que el deseo corría por un costado junto a un hombrecon el habla a cuestas, deslizó el silencio hacia la derecha, o hacia la izquierda,lo ubicó en el alma que quedaba sin el menor temblor, sin ningún ánimo. sinnombre: Berta se fijaba en la boca de Piedra sintiendo el poyo de Piedraen el lugar del Rolo; la satisfacción del deseo de un muerto próximoponiéndose a recorrer la misma distancia que atraviesa, el deterioro deuna roca, y que no se sitúa, ni en su propia substancia, ni en el tiempo.

Qué silencio. Qué circuito entre los cuatro, puesto que manipulear unarma exige memoria. El futuro no existe. El silencio es verdaderamentela aparición repentina de un ciervo en la floresta. Su paso no existe: elciervo aparece, su aparición obstruye la realidad, atora el entorno, y elsolo avance del animal en su dominio detiene categorías, figuras,alegorías, registros; y el silencio se instaura, en una conjunción dolorosadel silencio y la muerte en la que el hombre puede entonces proferir unnombre, un sueño. Berta retiró la mirada. El ruido no fue ensordecedor.La mirada de Berta, retirada repentinamente del Rolo, acarreando eltumulto de una vejez —cansancio, reparación, perennidad de un cuerpodirigido hacia tierra— regresó sin pena del Rolo hacia Berta (Berta14 sepuso la pita de un collar. Berta se miró en el espejo. Berta no tuvo tiempode pensar en Berta, se miró en el espejo, cambió de lugar. Se puso deperfil. Berta movió las caderas fuera de Berta. Berta no preguntó. Bertamovió las caderas, expulsó metralla, fulguración, respuestas. Berta searregló. Berta se dibujó el contorno de Berta. Berta prendió la luz. Bertaapareció en la luz de la noche como Berta, Berta no miró a Piedra en losojos, Piedra no miraba, la vida no existía frente a un espejo. Berta sereveló como un contorno en la noche, que el Rolo vio. Piedra y el cándidola miraban: Berta alcanzó el peldaño superior. Berta acudió al rescate deun sitio, recurrió al flechaje de una trinidad, al inventario rápido, alrededorde una mesa de juego, de un cándido de mierda, de dos polvos posiblesy de alguien, al lado de Berta, que se confunde demasiado con la noche.Que desaparece,15 que falta. Berta pudo gritar. Berta prendió la luz.

El silencio de la muerte no es insoportable. En él, sin equívoco alguno, sindiferencia, la luz encendida de un cuarto no toca nada. Sólo hizo visiblesdistancias infinitas en la noche, como el cataclismo que ella deja —unaimpresión de nacimiento, o de muerte— cuando llega. Un silencio. Un

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animal degollado que no emite ninguna queja cuando el cuchillo, en elinicio, al primer contacto de la bestia y del arma, corta ya y abre: el gritoviene después, luego de que esa misma caverna en la que ya puedeentrar la mano de un hombre, y que no vibraba todavía en el inicio, aúlla.Lo maravilloso del silencio es la zona intermedia entre la vida y la muerte.El recorrido aquel, donde ya hay una llaga, que la conciencia de un animalacuchillado en el cuello no recorre. La zona vital inexistente. No es elsilencio entonces ni el alarido de dolor que remueven en el fondo o en lasuperficie de la tierra, en el cuello de un animal, en la sien de una bestia,los cimientos del mundo. Es el medio del mundo, el vano en el que elhombre no sabe que el intersticio es un mundo, un medio. El silenciobrutal no pareció provenir de la primera vuelta del tambor, aun si cualquierahubiera podido asegurarlo. Tampoco de una intensidad adquiridabruscamente por el tambor. Ni de aquel lugar que hubiera sido el másindicado sin embargo, el inicio mismo de la vuelta del tambor; como sialgún silencio hubiese sido ya impuesto. Nadie lo escuchó: el silencio essiempre una imagen. O se encuentra arrinconado, u oblicuo, enmascarado,tomando la intensidad ficticia del silencio. Nunca antes Piedra —él no losupo— se escuchó tanto. Jamás, Berta, dependiendo de una deflagracióncontinuamente allí y de otra explosión de su vientre, agarró a un hombrecomo en el instante en que la mano derecha del Rolo hizo girar de ungolpe el tambor hinchado de un mundo, de una mano. Jamás el cándidorió tanto. Jamás antes, frente al blanco puro representado por un hombreen trance de poner su vida adelante16 fue esa explosión del rostroexhibicionista de Berta taladrando el aire. Berta lo retiró con un gesto.Retiró la mirada. La exhibición era aquella, justamente, del silencioinaugurando poses, elementos disimiles, fragmentos del cuerpo delmundo, en la que un hombre podía definir un sueño, un nombre. Inclusive,tal vez, el Rolo escuchó ese rumor, aun si el hecho de percibirlo no erasino solamente creer en algo, de pronto; tener esa sensación imperecederade que algo falta, de que se comienza a vivir, y de que es el silencio queretribuye una deuda; como si Lucio, Piedra, Berta allí, al lado de él, allímismo, un lado irremediable, se hubieran debido. No había tiempo. Quizásen el silencio el Rolo pensó en pasar por detrás, aprovechar de un absolutoo de un silencio y de la total presencia de cada uno, cada cual súbitamentecompacto, tupido, solo, y de quien no se sabía nada, para saber si alguienallí sabía lo del otro.

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«Discutieron durante toda la noche sobre armas de fuego. Una pasióncomún. Manipulearon calibres, sopesaron culatas, apuntaron hacia blancosimaginarios. Hasta el momento en que uno de ellos lanzó el desafío: «¿Ysi jugáramos a la ruleta rusa?» «De acuerdo. Yo comienzo.» Dicho y hecho.Justo el tiempo necesario para introducir una bala en el tambor, unasolamente, hacerlo girar de una palmada y escucharlo dar vueltas en elsilencio, como se observa el girar de una ruleta en una feria.»

Hubo de repente algo espectacular. Cercano a esa providencia, o a esacasi imposibilidad que es el roce continuo, regular, del más fino encajede la tierra con la montaña más dura de la tierra y que provocará en ésta,año tras año, algún día, su desaparición: el Rolo deseó estar allí. Undesliz del Rolo infinito, sumido en la mirada ensimismada infinita de unniño. (Pasar por detrás ya había sido dar vueltas, lograr que el cuerpo seaferrara in situ a un deseo inerte pero que corría alrededor de una mesadisponiendo lugares a fin de demorarse, o de demostrar la existenciasin fallas de una providencia, o de una mesa de juego. El resultado enambos casos es igual; el resultado es el mismo. El desliz del Rolo, fulgurante,detenido en el acto, como todo desliz que opera con sobresaltos ínfimos,e invisibles al ojo, ya no era.) Y acababa de ser un desplazamiento casiprimigenio, el comienzo, o el deseo del comienzo de una rotación. En elfondo, realmente, un inicio. El Rolo comenzaba a vivir. (El ímpetu delRolo fue impresionante en el silencio, un Rolo arrastrado mortalmentehacía el silencio irresistible de la noche. Casi hubiera podido decirse delsilencio: oscuridad. Nitidez incomparable de la noche. El mismo perfectoequilibrio del ojo ensimismado del niño que mira girar una ruleta fijándola,deteniéndola en un punto a sabiendas de que en ella todos los lugarespasan; algo así como desear quedarse yéndose.) Piedra quieto. En elgirar estático de la ruleta la quietud de Piedra era un espejismo, la solidezde sus contornos un vaho, una serie de brutalidades del cándido una lejanía.Berta pareció moverse — (En el dominio del silencio se sabe que la nocheresuelve los contrarios, como la nieve, cuando invita a las formas a lamuerte. Muy posiblemente es así. Más que la totalidad de sus vueltas, oque aquella impresión de unidad que uno experimenta, de proyecciónhacía la periferia, fue la velocidad inalterable de la ruleta que sujetó aPiedra en la risa del cándido, y en la vertiente del cuerpo de Berta,ligeramente inclinada hacia él. Todo ruido exterior adentro. Sin registroexterior: de pronto el silencio sale de cuatro individuos y aparece en elespacio entre uno y otro, cual sacado del bolsillo, llevado adentro. Elsilencio se pone; la postura del hombre se ciñe y los cuerpos se apaciguanen los intervalos, donde el silencio se impone borrando los registros delhombre. (No se escuchó nada. Hubo la ausencia de vertiente, la ausencia

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de risa, la inmovilidad de una rotación — la alucinación, ordenadora, deesa mirada en un punto inexistente en la noche. El silencio es esanorma.17 No la del barullo de la avalancha. Es la del tumulto subterráneo,informe, y casi siempre tierno, sobresalto imperceptible e inofensivodel desliz, que es la gana de vivir. La cosa pasa desapercibida, y no seoye.) Sensación de molestia, de arruga. De desorientación. Por ejemplo:deseo del Rolo de comenzar, dirigiéndose al que está cerca, y que seestá retirando, por su lado, o que se está adelantando hacia el Rolo,atravesándolo de parte a parte sin tocarlo: el privilegio que tiene elsilencio de suprimir la particularidad creando al mismo tiempo la ideadel individuo es inconmensurable. La sonrisa que afloró en el Rolo fue ladel desliz: una incapacidad. Un afloro. Un orgasmo en el labio, que noresiste a la realidad de una rotación y de una velocidad que ocupan todo, yque olvida que un miembro tiene en el fondo un muestrario impresionantede gestos. Berta enñocada. Berta acomodándose. Berta pasando porencima de la cabeza de Piedra. Berta ajustándose. Berta lamida. Atoradaen el falo de Piedra agarrada a un muro, expulsando globos por la boca yel cándido de casualidad el pie y la cara embocados en un símil de la mujer,y en el recuento de un cadáver. (El Rolo comenzaba a vivir. Para un oído enrealidad atento, la feria no oculta ruidos: para una mirada aguda ni lacontemplación de una máscara, de un kiosco de golosinas, de un órganode Barbaria, de una casa, ni la escucha de un tumulto terco en la noche,ni la mirada, se pierden. Pero el ojo fija el único blanco posible, que es elúnico que existe en la pesadumbre con que se presentan las cosas enuna noche de juerga.) La angustia del Rolo fue sólo la boca entreabiertade un niño; inclusive, en el descalabro de la noche, confundido parasiempre con el cuerpo copado del Rolo, lo que podía creerse ser angustiaa través de la intrusión de un cuerpo, fue la testarudez de ese niño centrípeto,el desliz de un grito en la muchedumbre.

«Discutieron durante toda la noche sobre armas de fuego. Una pasióncomún. Manipulearon calibres, sopesaron culatas, apuntaron hacia blancosimaginarios. Hasta el momento en que uno de ellos lanzó el desafío: «¿Ysi jugáramos a la ruleta rusa?» «De acuerdo. Yo comienzo.» Dicho y hecho.Justo el tiempo necesario para introducir una bala en el tambor, unasolamente, hacerlo girar de una palmada y escucharlo dar vueltas en elsilencio, como se observa el girar de una ruleta en una feria, y apoyarfinalmente el cañón en la sien.»

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— gastón fernández —

De pronto el Rolo apuntaba hacia él mismo. De repente el Rolo estabaapretando el cañón contra la sien derecha; apuntaba el arma hacia elRolo. El tiempo no había pasado —y nadie se preguntó si en el fondohabía antes y después; la risa confundida en el silencio y la noche no sedistinguía ni de ésta ni de aquél, perdida en el recuerdo de algo y en laturbulencia misma de la risa. El cuerpo del Rolo era idéntico, el pechode Berta reflejaba únicamente modificaciones formales, el miembro dePiedra, sofocado por el jolgorio de una feria y por la idea del tiempo,equivalía a la melaza del cuerpo del cándido, abandonado sobre la mesacomo un ente impropio. No había nada especial. El silencio: una posterioridad,anterior, a su vez, a una vieja imagen: Berta, el cándido y Piedra miraban elrevólver en la sien del Rolo. El cándido vio a Lucio tocando un gatillocaliente con un índice tan separado de su mano que él hubiera podidoenseñarlo a todo el mundo, contento, perspicaz. La totalidad del cándidose apresuraba a recoger piezas sueltas, a ocultar una sensación demasiadofuerte de alabanza, de canto, a reemplazarla por un corte, que el silenciono pudo naturalmente exhibir, y que no podía encontrarse sino en unmomento inaccesible, estupendo: uno u otro de los dedos del Rolo, algúnatajo en la cara de Berta, alguna que otra conformidad. Así el cándidoabsorbía al Rolo hasta el fondo, con la facilidad indiscutible con la que laboca de Lucio retenía, luego expulsaba, lo involuntario del humo,estacionado, revuelto, atento al mundo, dispersado, con la preciosidad yla justeza del vuelo de un insecto. Y en el silencio no hubo nada. Imposibledetener el punto en el desliz. Predecir, por ejemplo, un momento. Nohubo nada. Un sexo podía ser de piedra. Un pecho augusto un aroma.Una mesa de juego una impresión. Una reunión una luz ávida, iluminada,invisible. Un alarido un silencio estentóreo. Una mirada un retorno. Unaboca abierta un orificio para humo, para un revólver, voz. Finalmenteimposible. Qué momento. Como sí hubiese existido un momento anterior,cual si la noche hubiese comenzado. El Rolo llevaba el arma a su sienderecha exactamente como si hubiera llevado un revólver a su sieninmediatamente antes de apretar el gatillo; y disparar: el Rolo creía queel gesto era un mundo bien determinado, un atentado del hombre, unadiferencia —un orden, una jerarquía; un amor. Diferencia entre unaimpresión corporal y una estadía; entre una solidez y un antro, un armay la mano, entre un nombre propio, Rolo, y un grupo; o alguna soledadparticular. O diferencia entre un foco y la noche, entre el Rolo y el Rolodel cándido, al extremo de decretar que finalmente, en una mesa dejuego, un gesto del Rolo es culminante. (En qué dimensión del humo dela boca de Lucio el Rolo encuentra el mínimo de identidad que le falta.En qué área del pecho de Berta el peso del gesto del Rolo pesa, inmune,

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sucio. En qué idea, o volumen de Piedra el Rolo acierta a oír, a ver —acomenzar un recorrido propio, ajeno. En qué momento final comenzar.)18

«Discutieron durante toda la noche sobre armas de fuego. Una pasióncomún. Manipulearon calibres, sopesaron culatas, apuntaron hacia blancosimaginarios. Hasta el momento en que uno de ellos lanzó el desafío: «¿Ysi jugáramos a la ruleta rusa?» «De acuerdo. Yo comienzo.» Dicho y hecho.Justo el tiempo necesario para introducir una bala en el tambor, unasolamente, hacerlo girar de una palmada y escucharlo dar vueltas en elsilencio, como se observa el girar de una ruleta en una feria, y apoyarfinalmente el cañón en la sien; y disparar al azar.»

Bruselas, primavera-invierno 82

— relato aparente (xxvi) —

1 Este relato se publicó en Lienzo, Nº 6 [Lima, 1986?]; pp. 33-62. Aquí se sigue laversión final mecanografiada y se anotan las pocas variantes encontradas.El editor introdujo una variante importante: el párrafo intercalado en el relato aparecíaentonces en negritas y cursivas. Ése énfasis era excesivo e innecesario. Ya que lascomillas utilizadas y la repetición de la frase que va creciendo bastan para indicar elcambio, restituyo aquí el texto a su forma original.2 ‘ató Rolo a la mesa.’ (Lienzo).3 ‘un cándido. la cojudez’, en el original; ‘un cándido, la cojudez’ (Lienzo).4 ‘el peso de la grasa’ (Lienzo).5 ‘arrecha’ (Lienzo).6 ‘agarran’, en el original.7 Sin ‘.’, en el original.8 ‘;’ (Lienzo).9 ‘calibre,’ (Lienzo).10 ‘ni adelante, ni atrás’, en el original.

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— gastón fernández —

11 ‘incluidos’ (Lienzo).12 ‘que existe. que sobrepasa,’.13 Sin ‘,’ (Lienzo).14 ‘Berta. Berta’ (Lienzo).15 ‘con la noche. que desaparece’, en el original; ‘con la noche, que desaparece’(Lienzo).16 ‘delante’ (Lienzo).17 ‘forma’ (Lienzo); debe tratarse de un error de transcripción.18 Conozco dos ‘versiones’ casi idénticas del texto. La versión final sólo añade eltítulo. Ninguna lleva el paréntesis final que cierra este párrafo. En la versión final elparéntesis está cerrado con un signo añadido a mano.

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relatoaparente (xxvii)

¿Si espero a Ilse?

Invierno, 1972.

Es fácil esperar en un corredor. Fácil esperar físicamente en un corredorsin fin, el corredor principal, supongo, de la radio-televisión danesa: pasaun lapso en que el tiempo del corredor no es el de una actriz probándosevestidos, y durante el cual mi cuerpo mismo se olvida, en la ignorancia deescalas. Es luego, tal vez mucho más tarde, en el momento en que depronto el corredor que recorría se me presentó como una exposición defotos, que descubrí en la pared, con la intransigencia de una ley, el tipofísico de mi mujer; percatándome simultáneamente, aunque con una extrañatranquilidad, de que el corredor entero está infestado de fotografías delpuerto, y en las que no figura únicamente la historia del teatro de la ciudad.No es que el tiempo se haya suspendido; ni repetido en un tipo nórdico,invernal. No pensé en el tiempo tampoco, esa misma noche, delante de laimpresión de tiempo suspendido que tuve, con Ilse colgada en mi cuello,frente, esta vez, a un verdadero lugar. ¿Cómo explicar, retirando a Ilse,retirándome yo mismo hacia un sitio imposible, que el subsuelo de unacasa del puerto, frente al cual nos detuvimos sorprendidos, presentaba lascaracterísticas del tiempo, presentaba las características de la actualidad,y presentaba los rasgos típicos de un verdadero corredor? de un laberinto?

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— gastón fernández —

Otoño, 1973.

El frío no es el mismo en el café donde describo un pormenor: aquí el fríoentra a pedazos cada vez que la puerta se abre para terminar cerrándomey dejar en mi mesa una corriente de aire, impertinente, como si ella hubieraescogido. Un pedazo, efectivamente: el frío no va más allá de mi lugar, ydesaparece con la puerta. Quizá se detiene un momento, que no es bienentendido ni duda, ni prisa; ningún revoltijo. Sólo se va, habiéndomepreviamente cercado. (Y aquí observo a la mujer. Puede ser cualquiermujer, escojo sin embargo a aquellas que, solas, esperando a alguien, llenanel añico del tiempo mirando constantemente alrededor. El frío del subsueloaquél por el contrario, despiadado en la acera, inmenso, universal, meestaba adhiriendo al sitio con una violencia que los brazos de Ilse en micuello no fueron capaces de intuir. No fue su culpa. Fue posiblemente, enmi cuerpo, el frío de una visión: el lugar en cuestión es un subsuelo banalobservado desde la calle, en diagonal hacia abajo. Un subterráneo. Másque el trío familiar que trabaja manipuleando objetos a primera vistaindiscernibles, es el silencio, y la luz proveniente de dos focos mal ubicados,que me advierten la presencia de esa mujer. La impresión fue instantánea:más que el silencio o la penumbra, fue la inmediatez de esa distribuciónque limpió el campo de mi conciencia, la imagen de un lugar nórdico enque tres artesanos trabajan a la caída de la noche en un círculo familiar, enel subsuelo de una casa destartalada, limítrofe del puerto y de la ciudad.Más, probablemente, que la inmediatez de esa intimidad, es el perfil de laniña. Con seguridad esa adherencia al frío. La creencia inesperada, alocada,en una globalidad. Nadie habla. Los tres trabajan. Ilse y yo contemplamos.Yo miro. El hombre nórdico fuma pipa, la madre está alejada. La distanciaentre los tres, completamente asimétrica, es contundente, es sin dudaalguna la distancia del frío, aquella que establece una distancia aguda entremi exterior y una imagen real, en la que se destaca a pesar mío un espectáculolargo, verdaderamente demasiado individual; y tuve miedo de que fuerasólo momentáneo. Pero esa niña estaba allí. Más aún: fue ella la queestableciólas distancias y distribuyó el grupo, que no fueron ninguna visión.)

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¿Esperar a Ilse, en medio de un turbillón de imágenes? Esperarla no erani siquiera una noción, antes de verla desaparecer hacia los vestuarios. Yverla ausentarse nada importante antes de descubrir la aparición de esaniña en la noche, previa al grupo, en el fondo, previa a un tipo nórdico,previa al tiempo casi, previa en todo caso a la conciencia real que tuve delcorredor donde había esperado a Ilse durante una hora un segundo antesde encontrar en todas esas fotos el tipo de mi mujer. Aquí en el café observo,recordando. La mujer que espera mira, distraída; no sabe que observoparticularmente el pañuelo que le cubre los cabellos, el diente que semuerde el labio, y que busco en su cara el signo que me instruya sobre elacto de esperar. Ya no hace frío. Ya no. Alguien pronuncia su nombre porquelevanta la cabeza en el acto, pero no es su nombre, y me asombra esetiempo mínimo transcurrido entre un nombre, el oído atento o desatentode la mujer y la reacción inmediata de una cabeza que responde al nombre,luego la cara de la mujer se acomoda de nuevo en el tiempo, que es elmío. (Y por qué he visto de pronto una catástrofe, cual un antiguo accidenteferroviario del que queda a mi lado, allí adelante, no un sinnúmeroinolvidable de objetos grotescos, diseminados e inmóviles en un suelosimplemente alejado de mí, sino el pasaje devastador de un tren imposible.Pero qué accidente. La mujer mueve los labios, lleva sus dedos al lóbulode la oreja. Se ha movido.) La niña se movía, también. No recuerdo bien.Quizás es tan sólo la impresión de una imagen inexacta por alguna razón,tal vez el poco tiempo que nos quedamos mirando lo que Ilse calificólentamente de: espectáculo. O probablemente, y únicamente, la imposibilidadde una sensación tal: un taller abarrotado de objetos de madera en elsubsuelo de una casa, en la Nyhavn, ocupada por una familia de artesanosy por la efigie de una niña, la imagen misma de una mujer. Tal vez fue sóloel sitio, o el fuego que uno traga cuando ve visiones, y que trastoca elorden de las cosas, descalificándome. ¿El sitio? Allí donde lo que nos rodeano posee verdaderamente referencias; donde un país puede pertenecera otro; donde los brazos extraordinarios de Ilse en mi cuello fueron uncadáver: en el lugar mismo en que confundí un subsuelo y una niña con minombre. Yo espero el invierno próximo. Aquí no recuerdo ninguna facción.No hay ninguna precisión. La monumentalidad de esa niña se me presentade espaldas, de tres cuartos, en toda su tenebrosa necesidad. Ligeramenteagobiado por el peso de los brazos de Ilse, había tenido todo el tiempo deobservar la trabazón de sus dedos en un objeto que no identifiqué —pero,en el fondo, ¿qué había en todo ese recinto de reconocible?

(No sé si fue Ilse o yo quien dijo espera un poco; luego: «qué cosa realmenteextraordinaria». Subrayando. Yo pienso más bien en esto: de qué dependeque alguien, en el mismo instante, no mire. Aquí en el café la distribuciónde los clientes pasa por ser algo sin interés, en el mejor de los casos una

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— gastón fernández —

normalidad. Y es, sin embargo, una catástrofe. Mejor aún: en mi esperadel próximo invierno, en la certeza de saber que lo que quiero volver aver es posible, el siniestro de esta distribución me parece casi una reliquia.Un vestigio. Todo «parece vivir» en efecto. Una docena de personas, entrelas cuales podría reconocer a uno y otro, desde el habitué hasta el que seha equivocado de lugar, incluyendo a la pareja de elegantes que no lopisará nunca más y que olvidará que en este mismo instante él le estádando a ella un beso en la boca. Y que se habrá ido, dejándome entre losresiduos de la deflagración el de su sitio respectivo, frente a mí. Al ladode otros. Cada cual en el centro justo de la distribución sin reconocerperiferias. Digamos: sin mirar. No en aquel sentido, vago, de dirigirsemiradas sino en el de no cruzarlas en el momento en que menos se piensa,y que es siempre oportuno. La misma oportunidad que permite que unode los dos en el mismo instante no mira. Y de qué depende. Qué hace eneste momento la niña.) (Y dónde se sitúa lo que se ha hecho en llamar una«distancia». Aquí yo espero, me he puesto a esperar, como cuando seescucha música en la oscuridad. Y el día se levanta. Y la noche cae. Y enel café la elegante se ha ido con mi mirada imponderable en su cuello,ajado ya probablemente, disimulado por ese pañuelo. O no. Quizás es sóloel frío. El abrigarse el cuello para protegerse de las tomas del frío, de lamirada del otro. Y de qué depende, toda esa soledad.)

¿Ilse?

Interrogar desde aquí a Ilse llamándola por su nombre es dirigirme a undoble, y es sólo una estratagema. Como lo es tratarla en general de fantasma,o de imagen, de «mi mujer». Pero, aun sabiendo que dos signos deinterrogación estrangulando su nombre propio no nos impiden vivir, el pisocede. Es casi como las reliquias del café. Como la ambigüedad espantosaque es este lugar desde el que observo impunemente cómo se implantan,

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se desarrollan, o podrían únicamente manifestarse algún día —en lainclinación imperceptible de un cuello, en la manera indefinible de llevarun bolso, en un cruce de piernas, incorrupto— los gestos de una niña,ausente. Es así como en el café, solo, soporto mal la simpatía de los otros:me hace falta alguien para soportar a los demás. (Como una impresión deafianzamiento en la tierra, de terquedad con respecto a la realidad, dedesesperanza, o de desesperación frente a una ruina. Como esas notasmusicales que necesitan la presencia inmediata de otra para demostrarno sólo su existencia sino su exclusividad, y a través de ella lo que yosospecho que es una existencia en el fondo disimulada, un cataclismo.Como el carboncillo que se adentra en el papel y se incorpora en él conformepasa el tiempo y a medida que uno cree por el contrario, cada vez conmayor convicción, que el tiempo termina borrando todo trazo: cual el horrorque lleva toda polifonía: un reguero de agua que toma de improvisodirecciones múltiples, dejando entre ellas espacios anchos, incertidumbre,pena, llanuras irremediables.) Una espantosa distribución.

(De pronto el tiempo se acuña entre las cosas. Entre el mostrador y lasmesas. Entre una mesa y una antigua elegante; entre el cliente que tardaen irse y el gesto que hace el recién llegado para quitarse pesadamenteun abrigo, entre el subsuelo y el puerto. Y el tiempo se encarga deagigantarme hasta la caricatura una serie de hechos: aquí aparecen objetos,separados unos de otros por distancias incalculables; el café se llena deescorias; yo me encuentro aquí desposeído por una súbita multitud derecuerdos; y por último, delante de la niña que volveré pronto a desear,frente esta vez a una cosa real, frente a mí mismo próximo a resuscitar,frente a una mujer típica, mítica, enemiga, mi propia distancia parececonvertirse en un lugar inadecuado, o no asignable.)

Invierno, 1973.

La niña estaba allí. Luego de un año de inmovilidad, qué hacer. Primerasorpresa, aunque sospechable: no fui yo quien cobró dimensión sino ella,nuevamente en el exacto lugar donde Ilse y yo, el año pasado, hemosvisto ese emblema. Esto es una suerte de definición. Es casi seguro quees una suerte de definición, de símbolo, de «emblema». Definición dellugar, del año, del año siguiente, de un subsuelo en la ciudad de KØbenhavndonde trabaja una niña que tiene todo el cuerpo oculto salvo la cabeza ylas manos; de la veracidad de los hechos, de una franja de vida, de un lugar

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— gastón fernández —

casi absurdo, o inverosímil, si no fuera porque defino como emblema loque es perfectamente una pura realidad.(Era la misma. El trayecto no ha sido en vano. He reconocido el lugar—tratando inconscientemente de asegurarme que estoy allí; y de verla.El subsuelo es el mismo. Un año no es nada. La luz tiene poco más omenos la misma intensidad. Sólo la distribución es diferente, distinta.La niña es la misma, con un año más.) ¿Diez? Tengo una visión confusade objetos, de recuerdos, de obstáculos, una sensación de bienestar. Unaimpresión fulgurante de dolor: el deseo imperfectible de verla. Unaaspiración incontrolable hacia una distancia entre un subsuelo y la luz—una violenta conciencia de eso imperceptible que fue el año pasado,de repente. Ilse. Una violenta conciencia de eso imperceptible que habíaque llenar a fin de establecer la distancia total entre la niña y yo; de esoimperceptible que es necesario para fundar un futuro, un año próximo, ymi propia existencia, que la realidad misma, de pronto, demostrándomela,absorbió.Y sin embargo decidí quedarme allí. Mirarla y preguntarme qué hacer,dirigiéndome hacia esa franja impalpable, y hacia mi propia imposibilidad,con la misma zozobra en los labios que tiene el tiempo, Ilse, masirremplazable. Y que una fotografía del tiempo podría encargarse de liquidar.(Yo sabía; o creía saber: «hallar el lugar imperceptible donde, en el modoparticular de ser de ese minuto, pasado ya, caduco, palpita todavía elfuturo». —) Esto último fue posible en un corredor, donde había esperadoaparentemente fácilmente: Ilse se ha demorado, probándose vestidos,discutiendo sobre qué, haciéndome esperar largo rato suspendiéndomeentre dos tabiques que yo no he pretendido en lo más mínimo contrariar,ni negar. El amor no se discute. En la imagen que tengo de él, sólo sedice. Y probablemente sólo se dice porque es esa imagen extraviada enel tiempo y en el espacio, cual una vasta y fabulosa e insigne correa detransmisión, sin fin. Vi esas fotos. Un tipo nórdico impecable: mi sorpresafue la de verme súbitamente allí como si yo hubiera estado destinado aconfrontarme con una imagen necesariamente ulterior, sorpresa porconsiguiente de existir. Y allí tuve que esperar, en un corredor ideal, almismo tiempo fértil e inhóspito, veloz, bruscamente condensado, sintiempo. Largo, y sobrecargado inútilmente de imágenes fotográficas, aunsi manteniéndome en algo redondo, compacto, y singular. Frente a laniña sin embargo (¿debo decir: por lo tanto?), frente a mis múltiplesposibilidades de decisión, escogí afrontar lo imperceptible. Entrar allíimperceptible, en lo imperceptible imposible y que me fue dado por elsolo hecho de quedarme y verla crecer, y decidir regresar, año tras año,de descanso en descanso. Imposibilidad perfectamente posible en mitiempo propio, justo antes de que la imagen que uno tiene normalmentedel mundo quemara de alguna u otra forma a su realidad. Antes de que

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yo escogiera por ejemplo un tipo nórdico en cualquier fotografía en uncorredor.

El frío era distinto, también, en la misma penumbra del subsuelo, en elmismo recuerdo, en la misma situación. Esta segunda vez estaba solo.Ilse no ha querido venir. El frío de un puerto nórdico en invierno, inclusosabiendo lo que él tiene de aleatorio, es rudo. Y hasta cierto punto, a pesarde mi total libertad de acción, no puedo moverme demasiado. (Soyconsciente del obstáculo mayor, el tener que espiar en cuclillas paraneutralizar el ángulo, y tratar de abarcar asimismo todo el espacio deltaller. De todos modos no me quedo allí más de dos minutos, y sabía en elfondo por qué: nada me obliga a ello.) Nada, si no es eso imperceptible enun subsuelo medieval donde hay una niña que me ha detenido, como leevidencia, y que quiero ver crecer. No me interesa saber si quiero penetraren el recuerdo, o en el deseo; o en la incertidumbre de saberme dependiendode un azar, de un viaje turístico durante el cual suceden acontecimientossin número y durante el cual el tiempo pasa, segundo a segundo. Sólo meinteresa señalar el hecho de que esperé a Ilse largo tiempo en un corredor,a través de cuyos ventanales tuve tiempo de descubrir, sorprendido, latramoya de la radio-televisión, el vestuario, la historia del teatro danés; yque horas más tarde, paseándonos por las inmediaciones del puerto, hevisto a una niña en lo que no puedo, de ninguna manera, calificar de«escena», lo que sí hizo Ilse, más cerca de la realidad que yo. Quizá sea larazón por la que ahora estoy solo, repitiendo lo mismo. Moviéndome hastaKØbenhavn para ver a una mujer, y probablemente para verme a su lado.

Al fondo la niña cerró cuidadosamente la puerta del taller, regresódirectamente a su sitio, bajo la ventana que da a mi vereda. Acababa deentrar (¿hasta dónde había salido? Recorrió la distancia hasta su sitiomirando siempre hacia delante. Estaba sentada: el padre se levantó: lamadre buscaba un instrumento al alcance de su mano). En todo esoamortiguado alrededor, en mi rostro pegado a una mujer próxima, ydeseable, las distancias atravesadas, o, más bien, el cuerpo de la niña, porun efecto de condensación, pareció trasladarse llevando consigo la distanciamisma. Nada se movió. Era sin duda el silencio. La niña seguía con unguardapolvo sobre un vestido que la cubría totalmente. Tal vez fue mejorasí. Eso me permitió ver de qué estaban hechos los objetos. Mejor aún,algo más extraño: lo que había en la mesa. Una cantidad inimaginable deinstrumentos, de pedazos de cosas, de cordones eléctricos, de viruta, deobjetos diversos terminados, o haciéndose, confeccionados en madera. Ellaberinto era tal y tales la serenidad de aquel interior, su lentitud, la impresiónsúbitamente de un taller permanentemente iluminado y la presenciaterminal de la niña que tuve la idea alborotada de alguien que se da decara con la finalidad misma, con algo que no puede tener más allá: el trío

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familiar fabricaba sólo lo que había allí en la mesa. Es decir: ningún objetoverdaderamente acabado o destinado a salir, ni siquiera por consiguienteútil. De repente: un conjunto. Inopinadamente, con sólo mirar, dejandoeso sí libre curso a una intensa necesidad de mirar a esa mujer y retirarmeenseguida: una espectacular visión de tinieblas. (Me detuve en la eventualaparición, en la niña, de una pierna, de algún signo. En la necesidad deverla reír, tal vez, como podría reír una mujer en la cima de un gesto, unarisa reduciéndola a la imagen de la mujer. La niña no se movió. Me vilimitado a su rostro, y a esas manos, y a la posición de un cuerpo cubiertovestido por un guardapolvo de trabajo. Lo que no me desagradó, al contrario,y eso fue lo imprevisto y la novedad: esa visión del conjunto de una piezay de la veracidad del hecho de que el interior pertenecía a la armoníamisma de esa cosa, que los objetos formaban parte de esas manos, que elcuerpo invisible era con seguridad la penumbra o el silencio entero deltaller y de aquel trío, y de toda esa mujer en la niña: de que mi vida enteraera un signo incitándome a esperar. Y que la niña era bella.)

Primavera, 1974.

Observo, en este lugar, desde un tiempo que en buena cuenta sólo tienevida, o lugar, en la cabeza de otros. No es ni absurdo ni incomprensible;tiene solamente lugar en la cabeza de otros. En «otra» «parte». Desearver crecer a una mujer no es ilegítimo. No sé si desear verla crecer essólo desear ver a una niña espléndida dentro de un marco, posible o no.Es lo de menos. (Como, en el fondo, los brazos de Ilse en mi cuello: aquíen el café, por último, donde veo a una mujer bellísima ponerse a reír,luego la risa esfumarse en mi recuerdo y deteriorarse en el cuerpo mismode la mujer, aquí en el café la gente se observa mutuamente a escondidas,y toda geometría espacial se enreda; y si no estalla en sonrisa unánime,afectuosa, es a causa, sin ninguna duda, de la horizontalidad neutralizantede la mirada.) (Bastaría sin embargo un acuerdo conjunto, tácito, perosoberano; una curva, o el círculo, para dejar de individualizar a cada cliente,para confundir las caras nuevas con alguna antigua conocencia, comprenderen el acto el verdadero y único significado del paso apurado de lospropietarios de cafés, para entendérselas perfectamente con la puerta depronto abierta por un galgo y retener para siempre, hasta el día siguiente,el contento aparentemente enfermizo de la que mira a su vecino de mesasin querer. Para saber que hasta la música del café coincide inexplicablementecon el color de la bufanda de la mujer que ríe, y que, literalmente, inflama

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el aire. Con la mujer y con la longitud y con la incurvación del borde de mibanca, hasta con su tono de caoba vieja. Pero basta eso para que lo contrariosea suficiente. Y para que verme al frente de la niña sea nuevamente muchomás, o menos, que la observación, que la contemplación, y el sitio que ocupofrente a ella más todavía, o menos, que un simple cálculo de distancias.)

Qué era, entonces. Todavía recuerdo el corredor, y un sinnúmero defotografías trazándome la historia de una fisonomía, y más que eso en uncorredor: la historia de mi permanencia allí, y decirme que Ilse no tardaráes inútil, imposible. Lo digo y no lo he dicho. Lo pienso, y no tiene ningúninterés. Vale tanto decir que ni he dicho ni he pensado, el corredor, soportede esas imágenes, es inmutable, e Ilse sigue forzándome a esperar. Quées, aun ahora, puesto que la niña, probablemente adolescente pronto, sigueallí, sobornada casi por una mirada que no puedo controlar sino luego, enel recuerdo. Y aun así mi deseo divaga, quiere ver, adelantarse al tiempoy promover el curso de la mujer, tratando de entrar, en última instancia,en mi propio lugar. Las calles de KØbenhavn tienen esa maestría que meoprime siempre con placer: esa aparente vitalidad que se manifiesta portodos lados, en cada bulevar de arboledas, en cada callejuela en la nocheen la cual las curvas, que la hacen desaparecer, distinguen la callejuela yla señalan confirmando lo desconocido, lo que se sitúa más allá, que es loque cuenta: una interminable lentitud. Y el silencio del alumbrado de ungas. Como si éste estuviera a punto de desaparecer. ¿Será posible? Deimproviso la ciudad se suspende de un hilo, no se resquebraja. Se suspendede un hilo cuando me pongo a caminar, no sé por qué, en dirección a laBØrsgade, dando cara al puente Knippels. (E Ilse había encontrado elespectáculo «extraordinario». Y en la profunda estabilidad de su devociónpor mi libertad —por la suya— Ilse no viene. Me deja en libertad deafrontar la necesidad misma de la libertad. Me siento solo, en efecto, frentea lo normal —Ilse ignora, no sabrá que lo que yo encuentro ordinario no hasido dicho salvo aquí, en este lugar donde trato de rememorar fabricandoal mismo tiempo el futuro, un invierno próximo, cuando me plantaréfuriosamente frente a la mujer que quiero terriblemente adivinar. ¿Y porqué pienso que la angustia del tiempo arroja el tiempo fuera, fuera deltiempo? ¿Ilse! ¿Por qué en la angustia de sentirme colocado febrilmentedelante de esa niña pienso, otra vez, en la ferocidad de una polifonía, enese tornado, en un quehacer continuo y arbitrario del ritmo que actúa comosi no me necesitara, arrancándome del sitio sacudiéndome, y depositándomemás allá, retrocediendo, poniéndome en el mismo punto de partida infinitocual si el tiempo hubiese sido un siniestro inmóvil pugnando por abrirse,sólo para constatar una imposible ocupación? (Sé por qué no me quedo allámás de dos minutos, perdido violentamente en este recuerdo forzoso: es

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que tengo que irme. Y no es sólo eso. Nada me obliga a ello; es por esotambién que colmo las horas siguientes caminando por calles que no sedesploman porque están demasiado presentes. Algo que pareceríademasiado real, y que el invierno pasado me había llevado hasta la ruta deStrandjev, al norte de la ciudad, desde donde se puede ver el mar. Dosminutos para no ser sorprendido, para dejar todo en orden, y que sonsuficientes para ver y para regresar profundamente, habiendo observado.Para recuperar un tiempo perdido. Mi sorpresa ha sido grande, esa últimavez: el tiempo estaba allí. La niña ha crecido.)

Justamente: por qué pienso en circunstancias propicias.¿Qué es, lo propicio, en el pensamiento de la angustia del tiempo? (En elfulgor de ese lugar que ocupo llego a creer que es en ese lugar aparentementealejado que el acecho arroja a los cuerpos físicos. El acecho, o algunatensión. La de una conversación misteriosa en un salón. La de una pizcade diálogo captada en una calle desafectada. Universos inalcanzables. Eluniverso del color de una negra, el de las venas rotas del ojo de Brigitte.Qué Brigitte.) La mujer del frente ya se ha ido, llevándose consigo todo elsistema de su vestimenta, que parecía añejo. ¿Esperar a Ilse? Cómo. Cómosimplemente esperar. Dos minutos anuales me parecen un vértigo. Unespacio reducido en la vereda, a guisa de atalaya, simplemente unahistoria, una interminable génesis sin toma alguna, casi sin lugar propio,sin posibilidad de lugar allá donde aparentemente tampoco parece tenerfin. Me pregunto cómo he hecho para mirar a una mujer en la punta extremade un continente. Decidir enfrentarme con esa simple realidad. Unaelección, sin la menor duda posible. En el corredor de la radio-televisióndanesa, horas antes del inicio de esta remembranza, que no se termina,mi recorrido era lineal. Relativamente configurado: espero a mi mujerhaciendo tiempo mientras ella se prueba atuendos teatrales en algúnvestuario. Las fotografías expuestas en las paredes, a izquierda y derecha,a todo lo largo del corredor, interrumpidas por dos grandes ventanalesque dieron luego al depósito de la tramoya eran inexistentes en losprimeros minutos. Ahora todo esto está aquí. Un ruido de conversacióndetrás de mí, en la vereda, que me distrae, me recuerda que debo partir.La pareja ha pasado. Me levanté. Sentí un dolor intolerable: yo recogía micuerpo, que emprendía ya el regreso, y que ahora medita, meses después,en un lugar público. Temor de que ella se enferme. (Qué son, en fin decuentas, los muertos. Qué diferencia, con los vivos que uno no ve. Cuálcon los vivos a quien uno escribe y que uno no verá nunca. ¿La posibilidad?Pero es tan vulnerable. Tan frágil. Como lo imperceptible. Cual si pudierahablarse de gota, de tiempo y de lugar cuando cae la lluvia. La niña se meescapa, mi sitio mismo ahora es temeroso. Me pregunto dónde se refugian

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las aves. Dónde duermen. Esa capacidad que tienen no de desplazarsede un lugar a otro sino de dejar inmediatamente el puesto, al menor ruido.A la primera sombra. Al mínimo pliegue del terreno. Constato así que micentro de gravedad en el murmullo constante de este café es incógnito, yque cuando esperaba a Ilse, hace dos años, dándole vueltas rectas a esecorredor, mi cuerpo hubiera podido ser líquido, o inestable, en un medioverídico y conocido. Inmune. Casi desprovisto, si no hubiese sido por laimpresión de esa aparición que fueron los ventanales que me hicieron verla tramoya, y por la sensación absoluta de vida en un corredor.

La niña se prepararía a salir. El recorrido es efectivamente espacioso,casi redondo, como crepuscular.) —¿Me pasas la banda? ¿Está todo enorden? Las manos de Ilse son diestras. El límite de la jornada de hoy es lallegada de nuestros invitados. No es, como se podría creer, lo que sedesarrollará luego, la velada es sin interés. Es el arribo mismo de esagente que me fascina; su instalación. Desembarazarse de objetos derepente inútiles, si uno pudiera botarlos. Miradas sin referencia, sin rumbo,particularmente la primera vez, tomen asiento, con una indigencia queme sorprende siempre; el resto es insignificante. Poco antes, tal vez enalgún milésimo de segundo, allí, en la oscuridad fundamental de la noche,antes de que nuestros invitados se arrellanen, mi mirada se extravía comode costumbre en lo increíble; luego la velada tiene lugar, la ceremoniadependerá de las circunstancias, ella ya no será ella misma. Y mi miradaregresa de lo increíble fatigada, me convenzo, una y otra vez, que lo quepodría ser hábito es dolor. Y el tiempo pierde, incluso si lo repito, al decidirenfrentarme con esa simple realidad, cosa que se reduce a mi decisión, lacual se reduce a tiempo atrás, prometiéndome constantemente un presenteprorrogado. Temor de que ella no pueda ir a la iglesia, o de que llegue tardeal oficio.

Invierno, 1974.

La Nyhavn.No he querido ir directamente. He ido previamente al otro lado de laciudad, extramuros. Al lago de Peblinge. En KØbenhavn, el rumor que seescucha a la caída de la oscuridad en invierno, lejos del centro de la ciudad,realmente lejos, detenido de improviso en un puente frente a agua inmóvil,es alucinante. Un simple rumor es alucinante, un repicar tardío de campanas.La Holmenskirke.

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Pero ¿por qué digo tardío? En rigor, ningún repique en el campanario deltemplo podría parecer tardío, irregular. Las campanas no se equivocan.No en cuartos de hora religiosos. A esta hora la gente se recoge, y depronto preparadas desde el alba en murmullos, comienzan multitud devoces animadas de salón. Estoy intranquilo. Es que no se trata de unrumor. Y no pienso tampoco que es la caída de la oscuridad en un inviernonórdico, sino esa definición insoportable, que puedo dar, de lo que veo enel silencio de la lejanía, de mi caminata y en el silencio de la dirección quehe tomado en un momento del día que es sólo más desierto, color plomizoya. Demasiado plomo. Sobre el lago se forma una bruma, y el futuro de piese atora en la misma sensación de recogimiento. De perennidad de pie.Ilse fuera de mi. El puente como una puerta. La bruma como una fidelidad,como algo que se forma: la hora en que ella cae cual un sujeto de ficciónsobre línea de agua. La niña tenía una forma de cerrar la boca. De juntarlos labios. El año pasado, recuerdo (lo sé, como si fuera una aparicióninminente), acuclillado y observándola en ese lapso que desde el inviernoúltimo y luego de tanta meditación se está convirtiendo en mi sombra, yohabía tenido un sobresalto al escuchar atrás el paso de dos transeúntesdiscutiendo con un tono chillón. Volteé. Pero las formas habían ya pasado,y el frío hacía en la Nyhavn el camino inverso, mucho más allá de ella,rayando los muros en la imposibilidad de atravesarlos, arrollándome,hundiéndome todavía más en la nieve; y yo con el sobresalto en mi boca ymarcas de ruido de coches en la calle que se me quedarán cual una estatua,en forma de cuerpo incorrupto. Luego el silencio en el taller, como algosin relación. Como si el paso de una ventisca en la Nyhavn lo hubieralimpiado; y hacia fuera el mar.Hundido en mis propias rodillas y en una blancura que no sé diferenciarbien de toda esa espera, había tenido tiempo de ver la luz en el interior ysentir los postigos de la ventana en mis narices. Y de decirme estaestupidez: si el frío se arremolina hacia arriba, habría calor. Porque el fríonórdico es crudo. Es una idea universal. A veces, y no me sorprende,como ahora, el frío es amenaza. Veo a la gente atravesando umbrales bajos,saliendo, puertas abriéndose, dándome continuamente la impresión deque esa gente regresa. No importa adónde; pero esa gente no va. En unmomento de abandono, o de impaciencia, creí incluso que ni siquieracaminaba, y que el movimiento que los inspiraba era el de aquellas carretassobrecargadas empujadas por todo el peso del cuerpo de los que ofrecíancosas en venta a la voluntad de una comunidad excesiva, vívida, casiirracional. Escribí todo esto en una taberna de la Nyhavn, a sólo algunasdecenas de metros de ella, café frecuentado por gente de mar. No sé porqué razón retardé ni propia presencia. Quería saber. Ilse no me espera.Pensando en eso, que es una evidencia, me sentí súbitamente y realmenteaislado, y no precisamente en una «situación», sino en una calidad. Como

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si mi mujer hubiera modelado en ella misma una categoría de aislamientode la que soy simultáneamente instigador y víctima. Y veo a las gentes demar. Uno de ellos señaló la ventana que daba a la calle. Todos voltearon.Ignoro qué desesperación me oprimió, pero me vi sujetado a mi vez alrostro de uno de ellos, negándome a seguir el curso de esa comunidadhacia fuera, cual si hubiese deseado preservar gestos, conservar espacios.En medio del ruido agitado de una taberna que sudaba y apestaba a ajenjo,el rostro se empequeñeció, yo estaba mirando a un hombre de mardeterminado por una casaca abierta sobre un pullover ajado, y unacarcajada marina en una cara espantosamente nueva, novedosa. Ausente.Profundamente empequeñecida en la sensación de océano, en mi súbitaevidencia de posición sentada y en una taberna sucia donde gente comoyo, creo, no tiene que ir.Me observaban, de otro lado. (¿Pero por qué tenía justamente que prever,y prever en un lugar no indicado? Algo similar a una avalancha afuera mepareció desplomarse sobre una situación despiadada, sobre su falta. Creí,al identificarlas difícilmente entre tanto escombro, que las campanas de laHolmenskirke sólo formaban parte de mí, y de un yo recóndito que tratabade escaparse de un espacio provisorio. Mis pies pisaban tierra firme. Elpiso es de tierra apisonada. Se fuma pipa. Se bebe fuerte. La voz delpuerto sale siempre carcomida y no se diferencia de mi calentura, de untemor infestado en la cabeza. Cual si yo no debiera salir de allí, es decircomo si yo tuviera necesariamente que dirigirme hacia el taller. Y en esaimpaciencia paralizante, en el límite del flotamiento, de la náusea, en unesfuerzo por reconocerme a mí mismo espectáculo en el rostro de los queme miraban, y en un olor penetrante, tan certero que parecía salir de micuerpo, vi el tiempo. No como un flujo. Como un coágulo, depositado en latierra de mis pies. Chancado en mis zapatos, apestando en mis manos.Delante de mí, la saliva en las comisuras de un marino no puede ser sinoun alarde. La tierra abajo. La corbata en mi cuello. Ilse.)

La avenida se iba hasta su término. Su labio deambulaba. Allí me percatéde que el deambulatorio en un templo es algo más que su propiaarquitectura, como baba en un labio. Quise irme, apretado en esa impresiónde pisar tierra. Una diligencia. Una revelación. Un pérfido juego de palabras.El gesto del marino llevó la mano a su boca, el ruido de su voz hacia sucuerpo, que se movió. Para mí fue un estrago, algo haciéndose por sí mismoy que no tenía necesariamente «vida». Eso sonaba, como la música, flechaque se dirige indefectiblemente al blanco, al punto, a la indefectibilidad,mi vaso se apareció nuevamente: una canción, u otro ruido.

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No me he sentido como una sombra, a la luz de un incendio. Endurecidoen el centro mismo de la deflagración, cuajado infinitamente en núcleo decampanadas, el ritmo de la carroza sobre los adoquines de la calle sedilata a media altura, como el olor. Oigo hablar del parque de los ciervos.Me extraña, porque Dyrehavsbakken no tiene sitio en ese lugar. Variasveces, discutiendo con Ilse, la sorprendía interrogándose. Nunca en vozalta. Yo me veía en esos silencios igual que en una resurrección: en unestallido de tiempo, que se licuó en la taberna, lo que quedaba de nieve seasentaba, de arriba abajo, notas de un clavecín en el sepulcro que es unsalón burgués. Yo había llegado antes de tiempo. («Prematuramente» mehace sonreír. Primero porque los trenes son justos. Segundo porque quisehacerlo. Luego porque el tiempo me es un grumo, y yo lo sé. No habría deotro modo tomado el tren para dirigirme inmediatamente hacia una tabernay pensar en decidir, en querer levantarme, sin poder salir de ese intolerableirresistible, o de una ligereza, de toda esa quietud.)

¿Y si mi presencia fuera el invierno?¿Y si el tiempo fuera el invierno. Esa dimensión de lo imprevisible en unataberna de KØbenhavn la víspera de ir a pasearme por mi paseo favorito?¿Terminar la Nyhavn, hacer tiempo en la Nytorv antes de entrar por unosminutos a la iglesia del Espíritu Santo, evitando las impertinencias y elparloteo del capellán, platicar un poco con el sombrerero Saeding, yesperar? Prematuramente, me dije. La niña sólo tenía dos años más, y yoera el mismo, introducido por el azar de las cosas en un antro en el que,progresivamente la incomodidad desaparece. Pero en su emplazamientono se insinúa nada, no aparece nada. Sólo hay la desaparición de laincomodidad. Yo inmovilizado en mi puesto, intercambiando miradas deinvierno a nieve, de mirada a mirada, de vida a muerte, de borracho a viajero,de mar a puerto, de calle a calle, de paraje a tiempo, me hice a la imagende una presencia mía sólo explicable si yo podía escribirla. Como si todoel pasado hubiera existido en una estación. En una escena. En un fenómenonatural; no en el tiempo. En una dimensión. La prueba fue que yo poseíael tiempo en una taberna, encallecido en mi mesa, levemente atemorizadoen mis ojos, expuesto a todas luces en mi propio retiro no muy distante dela complacencia de cantidad de borrachos, y de la calle misma, un pocomás allá.

Me levanté. El tiempo no estaba tampoco en una decisión. De todasmaneras tenía que ir. Mi posición prácticamente arrodillada frente a mímismo delante de una lumbrera, de una luz, me llevaba hacia delante. Micuerpo eludía incluso esos obstáculos propios de la calle, inmundicias,charcos, envoltorios, un puntapié era suficiente para al mismo tiempo

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alejarlos del camino y asegurarme de mi avance. Mi cuerpo caía en supropio milímetro. Saliendo de la taberna me dirigía hacia dentro. EnKØbenhavn era ya oscuro, como la primera vez, acercándome a una ventanaa ras de tierra desde la que se podía ver de pronto el interior de un tallerde carpintería en el que trabajan un padre, una madre y su hija (a ras de lavereda, por donde los distribuidores de cerveza hacen rodar las cajashasta el sótano, la noche se da el lujo de descender hasta la luz. Ilse, sóloes necesario detenerse). Hay un aleteo de palomas en el tejado del mesón.Por la vereda se transita y nada de lo que la gente ve le parece ser lomismo, puesto que no se ha detenido nuevamente, porque no se hadetenido nunca previamente. Yo estoy delante de esa niña. Miro rápidoalrededor. Con una mirada que no dura más que un desvanecimiento de lamirada veo la totalidad del taller, al padre, a la madre, todos los implementosque configuran una mesa en la que se confunden los cuerpos de esa familiacon mi mirada, todos cubiertos con una vestimenta gris, y en la que el fríode afuera mantiene una agudeza que me incita a mirar. Es bella. Bella. Enesa dimensión de la belleza que uno no debiera mirar. La Nyham —eso losé ahora— estaba ocultada por un sinnúmero de objetos abandonados,obturada por un aliento de siglos, clausurada por nieve, por resoplidos decaballos, por sirenas de embarcaciones, ahogada por volúmenes de airepestilente, por un indescriptible olor a sustancia o a calefacción animal enel que mi cuerpo se inmiscuyó al tratar de mirar sin ser visto, sin deseardecirme a mí mismo que miro a través de un ventanal esperando queestalle una inminencia cualquiera.

Me sentí estar en un estadio de lo inteligible, que, fatalmente, meimpidió comprender. Me sabía allí. La niña estaba allí, tan poderosa en esamujer que creí que la ocupé. Tuve de inmediato la impresión de unretroceso. Y simultáneamente la certidumbre luminosa de la reencarnación.No un renacimiento del cuerpo, menos aún la resurrección de eso inhóspitoque es la presencia del cuerpo cuando uno lo expulsa hacia una posiciónulterior. No. Un renacimiento in situ. Intramuros. Una exhalación chapándome,saliendo de la boca de un taller. No el amor. Tampoco una imagen. Algo deuna potencia tal que no percibí de ella sino su interminable, y su rostro.Un espacio creciente. Una feroz certidumbre de permanencia en mí mismo,de propulsión hacia mi posición arrodillada, hacia esa profundidad en lanieve abundante, desastrosa. Ilse, posición de frente. (A lo largo delcorredor de la radio-televisión danesa, recorriéndolo, literalmenteinventándolo, al esperar a mi mujer, Ilse se probaba vestidos. Yo todavíano sabía nada, quizá, simplemente, no existía; y ahora me pregunto: qué eslo que siempre hace falta para ponerse a existir. De pronto las fotografíasde la idiosincrasia de un pueblo se convertían en la imagen de mí mismo.Me digo: qué significa un corredor exponiendo fotos que de otro lado muypocos ven, si eso significa no que sea yo el que las observa, menos aún el

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que las ve, sino el significado mismo de fotografías y corredor en un largocorredor. Y allí el corredor explota. Ahora sé que Ilse murió en el acto,probándose vestidos y desapareciendo en instancias de antifaz, ignorandoel sentido mismo de un disfraz, y de un hombre —el suyo. Ignorando elsentido de un tiempo perdido en esperarse, en esperar a otro, el cualbruscamente comienza a ser, sin apercibirse casi, sin pedir nada.) Porabajo de ventanales, por debajo de la nieve, adentro del frío asesino deese invierno particularmente crudo que fue el del año 1972 debajo de esalínea de agua sobre la cual había formándose una bruma, avanzaba uncauce formador. No hay melodía sin bajo continuo. No hay línea sin punto.No hay movimiento sin óbito, sin rarefacción. La niña en mis ojos setrasladaba de un extremo a otro de la mesa de trabajo y era la mesa detrabajo el sitio de una niña, la cabellera de un resplandor, la amalgama deuna genuflexión. Mis invitados conversan. La sala no es oscura, Ilse seencarga de entretenerlos. Además, pronto se irán. No es eso lo que meinquieta: que pronto se irán. Es que ellos no sabrán que ya se han ido.Como un sable que hiende el aire. Como una oscuridad que se prende enla bombilla, como un crimen que acaba de cometerse; es decir, que ya noes. Como el corno de un cazador que llama a la fiera y que en su propiollamado, en el alarido alucinado del sonido, tiene ya a la fiera muerta,inexistente. Kristina Severina alejada en ese grupo murmureante, opaco,tímida debajo de vestimentas y de cautela. ¿Qué chillido podría haber enesa tiniebla de lentejuelas, en eso absoluto tupido de una residenciaprotestante que me eleve, sacándome de tierra, llevándome hacia un clavecínsólo aparente, y suficiente? Allende el salón, más acá de la iridiscencia deese incesante e irritante ruidillo del cuerpo, más allá de la posibilidadmisma de un sillón ocupado del que veo a Kristina Severina levantarse deimproviso y perderse por detrás de la velada, su padre se me acerca. Suretiro al instante siguiente deja en mis manos dos ampollas: su impertinenciay su seseo cual una grasa, de la que Kristina Severina se desprenderácon esfuerzo. Afuera el oficio había terminado. Solo, dirigiéndome hacia laBörsgade, rumié las ganas de estirar la Holbergsgade con mi paso, sacarel puerto de sus goznes, poner el puente Knippels en cada bocacalle conuna interjección de horror que me permitiera llegar a la Ostergade, 29,como si no hubiera pasado nada deslizándome entre invitados bajo la miradaaustera de Saeding y de su hija menor, puntual, bien arropado, prometidocomo se debe al acontecimiento mismo de la noche, tratando de colocarmeal lado de mi propia suerte a pocos centímetros de un clavecín.

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Verano, 1975.

Observo desde el café un caparazón rojizo: es mi tiempo. Casi he pensado,en un instante de locura, de vida amputada por la fuerza de un impacto,que el tiempo es el tiempo. El subsuelo de la Nyhavn está lejos de ser unrevoltijo y es sin embargo una acrobacia, porque lo que me angustia esjustamente que la niña no parecía moverse, incluso cuando se desplazabacon esa lentitud y la elegancia naturales de alguien en quien conozco laverdadera y profunda nobleza, de sus manos a sus sienes: transparente,sólida no obstante, y que atraviesa siglos: la de un cuerpo en el límite de loexhausto. Ya no sé. No recuerdo si preferí aquel turbillón de su inmovilidado si fui yo, en ella, en la exaltación paralizada en la que estuve duranteesos pocos minutos, su propio espacio loco. Escribo esto desde un lugarinconcebible. Escribiéndolo, aun sin sentirme como en aquel entonces enuna profundidad sin fin, y que no es ninguna metáfora, el tiempo, comomedida, es insuficiente. Semejante al sonido bellísimo y afligido de uncorno, el único sonido que se extiende y que puede dilatarse hasta larotura. Pegado a una ventana creyendo que la niña podría descubrirmetengo la idea infantil de que mi cuerpo hubiera podido colocarse de otromodo, orientándose hacia otra dirección, por ejemplo, si un ventarrón losacara de su sitio o lo hiciera irrumpir delante de la niña violentamentecruzando por su campo de visión cual rama aventada por viento de invierno.

Miré a Ilse. No nos dijimos palabra. En casa no pasa cada. El tiempo, o ellugar, existen aquí cuando levanto la cabeza y miro, a varios metros, elcolor del chal de Ilse tirado en el sofá. No hago nada. En el revoltijo delsubsuelo hay un orden extraordinario. ¿Hasta qué punto no hay ventarrón,nieve de invierno. Hasta qué punto no hay estación?

¿Hasta qué punto aquí en esta nueva muerte que se termina y en la que,consciente de lo que puede suceder, de lo que va a suceder dentro de pocoen un frío próximo, que será el de un cuerpo aterido en la nieve, artificialcasi, casi inexistente en mi capacidad de inventarlo en la locura de midecisión de partir, hasta qué punto aquí en esta nueva estación del verano,un año luego, estoy preparado a lo horrible? Una niña pasando subrepticiamente,inconsciente, a su estado propio, a mi mirada. Trasladándose de su mesade trabajo a su propio peso de adolescente, de mujer; de la mirada de supadre a la de un desconocido que no ignora —puesto que lo recuerdaclaramente, verídico como la temperatura del sol— que cuando la niña enun determinado momento se movió en el silencio del trabajo manual, sucuerpo en la lana ruda de un vestido espesó el taller hasta el ahogo, hastami grito. No fue solamente ese estrépito largo hasta sus pies, que me eraninvisibles. No fueron sólo sus manos, simétricas a lo que yo comprendía que

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era todo un desplazamiento del aire a través de una niña, sino cadaelemento del taller orientándose hacia ella, hacia lo que uno hubiera podidocreer lo solo existente, la única cosa viva, sello en el centro de algo. Unaruta a la luz de una cantidad de aparición, un sinnúmero de materia, demovimiento perpetuo y de peligro de muerte en la maravilla de una simplecasualidad. (Hay algo increíblemente tranquilizante en un tren que llegapuntualmente, sobre todo si casi se atrasa. Las cabezas de los que serecuestan contra la ventanilla adquieren una significación original, primaria,visceral. Puede ser cualquier cabeza. El individuo no importa. El individuono existe: el tren ha llegado, y una cabeza hace el gesto, está terminando dehacerlo, de recostarse tranquilamente contra la ventana.)

El invierno pasado fue algo así. Encontrar a la niña en el subsuelo fue laalegría de darme con lo que me esperaba, y también la prueba de que loque hubiera podido ser no fue: un tren retrasado, una partida imposibilitada,un viaje entonces no solamente amenazado sino prohibido. Aliviado, measaltó el temor de que sucediera algo. Y el temor de tener que saberlo alllegar, al término de algo que en el compartimiento que ocupaba se convirtióen una interminable inquietud. Temor que se redujo, en la obsesión delpuro temor, a una invisibilidad inexplicable. Sólo aquí ahora me doy cuentade que no pensé que no poderla ver significaba sencillamente una hermanamayor, el seno de una verdadera familia, su reemplazo por el hermanomenor, una enfermedad, una salida en el instante justo de yo llegar, suregreso en el momento preciso de mi retirada, una ligera tardanza en eldescenso de la escalera que la traía de los pisos altos de una casa, unamudanza, algún olvido de su parte, una ida y vuelta sin mayor demora,una orden de su padre, el taller cerrado por causa de fuerza mayor, lafiesta de la ciudad, algo profundamente subterráneo, algo incomprensible.Y me percaté, en lo inexorable del viaje hacia KØbenhavn bajo el tumultode una granizada feroz, me percaté de que viajaba a oscuras, de que jamásse me ocurrió que yo hubiera podido decidir no ir.

Invierno, 1975.

Fue probablemente la ruta. No me sentía bien. Poco antes del arribo unaindisposición buscaba desesperadamente un órgano donde localizarse, igualque una advertencia. Fue en la boca. Las náuseas fueron incontrolables.Vomité el alma en una pared a pocos metros de la taberna dondeinesperadamente no había nadie, fuera de Maren, la dueña, impresionanteaparición de una fiera y de una voz hombruna. Aparición de una llegada,

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del temor de ser partícipe de la potencia de una persona, vieja como latierra apisonada del local que despedía, límpido, su olor a orín, a tierra (ysigo sin saber por qué) a corriente de agua. No sé por qué había queridotomar el tren anterior, que me hizo llegar poco después del mediodía.Ante mi sorpresa, que minutos más tarde dio lugar a una inexplicablesensación de bienestar, sorpresa de la que vi a Maren desinteresarsecompletamente, Maren se ocupó de mí. Un rayo de sol, casi unadvenedizo, una estupidez importante, es más, verídica, bajaba por unminúsculo tragaluz de una cocina inmensa, donde Maren se instaló, y enla que brillaron con más violencia todavía un entablado de azulejos, unadocena de cazuelas de cobre y el rostro viejo, chancado, horriblementetierno de Maren. Recordé, confundiéndolo con una suerte de laceraciónen mi cuerpo, con una tristeza insondable sufrida cuándo, en quéacontecimiento anterior, recordé que había decidido llegar esta vez a laNyhavn tomando por la Ostergade y la Nytorv, en lugar de bordear comode costumbre el brazo de mar cruzando el Knippel, y pasar finalmentedelante de una taberna conocida hacía mucho tiempo, deteniéndome aconsiderarla, o no deseando reflexionar en el hecho de que sin saberexactamente cómo, otra vez, yo estaba allí nuevamente, cual un prófugo.Miré a Maren aterrado. Y sucedió algo inaudito. Sentado en una silla,poseído completamente por algo que Maren le estaba dando a ese lugary en el que yo me vi ocupando la mayor parte, lejos de la ciudad —lejos,iba a decirlo, de la taberna misma, preso en la mirada y en las manos deMaren— vi a Ilse muerta. Objeto precioso en una ausencia. (No sé todavíalo que me hizo escoger un horario diferente. ¿El recuerdo? ¿Unaasociación de ideas? ¿La ciudad? ¿La hora? Recordé que en la bruma dePeblinge no había habido sólo la bruma, como si no hubiera existido nadasolo: bruma en el agua tocando a la puerta de Saeding al llegar a lo delsombrerero prometiéndome a Kristina Severina más poderosamente quedenominándome a mí mismo, de pie dando cara a la bruma, llegando delsilencio total de la Biblioteca Real, habiendo deseado quedarme allí cualen otro signo, creyendo en la fidelidad de la bruma y en la maravilla deuna estancia: creyendo en mi perennidad de pie sobre uno de los viejospuentes de KØbenhavn desde el que se puede observar sin fallas la formade bruma sobre el agua, pensando en que se trataba de lo mismo: KristinaSeverina, agua, longevidad, dominio.) Nadie jamás me había puesto así.Nadie jamás me había sido tan cerca (es hoy que me digo: nadie jamásme había tocado). Nunca antes mi nombre, que Maren por otro lado yano puede conocer, se había incluido en la cosa, la inmundicia de mi bocaen un proyecto (en la exaltación de algo inusitado que estaba ocurriendoy que yo sentía en medio de todo verdaderamente ocuparme, yo seguíaviendo las aristas de la inmundicia en mi vómito en una pared, cubriendotoda una calle). El total abandono que Maren puso durante ese largo tiempo,

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en el que no pude decir palabra, me dio por momentos la nítida impresiónde poder definir la intemporalidad, me pareció tiempo más tarde —ahora—ser, todavía más, una materia. Mínima, pura en la insignificancia delmovimiento mismo de Maren que le dio forma, y que podría mutilar en elhombre lo poco que éste tiene de vida hundiéndolo en el blanco mismo deun abandono universal, a menos de tomar y arrojar todo eso fuera de sí.Fue como el dolor que viene de la escucha del sonido puro que uno retienea veces en la palabra, y en el que el ruido de repente, inesperado, revientatímpanos, resuscita muertos. La eternidad que ese accidente me pareciótocar, en el silencio de un rayo de sol que sigo negando; en la ausencia deruido, casi de movimiento; en la ausencia de lazo alguno con la materiadel mundo, la eternidad digo, me fue esa idea, literalmente revelada, dela existencia de la noche, de Ilse, de una ciudad. No agarré el sol,desaparecido en el tragaluz. Maren no estaba a mi lado. No me dolía nada.Ese horror puro del abandono total —casi una felicidad— ya no es. Aquí,en esta inmensidad donde observo el ir y venir de gente que transcurrecon la celeridad de las imágenes, recuerdo que Maren me pareció perdurar,paradójicamente. Salí, atravesando a duras penas el griterío de una tabernarepleta de formas anchas, de licor quemado, de una continua y cada vezmás insistente sensación de proximidad, recinto espeso de una multitudde voces en la que la grosería de la palabra, que antes se había incluido enla taberna misma, y en la serenidad de la penumbra de los quinqués, sedespegó de ellas como una astilla. La espesura de la calle no fue un ahogomenor, en un frío ahora directo, aguja hacia arriba, adelante, adelante.Quise ir. Creí que entrar en ese tráfago callejero de hoteleros apresurados,de prostitutas, vivanderas, gente de mar, tranvías, uno que otro burguésextraviado y esa constante pestilencia de aguas sucias que no llegabajamás a evacuar completamente el olor a tierra saliendo del fondo deadoquines inflados con la mierda de caballos, creí entrar en mi cuerpo,desde el que chapé lo que estaba quedando de un ruido conocido. Eso fue.Mucho más que la última campanada de la Holmenskirke, más que suresonancia. Esa lanza que me clavó otra vez luego de Ilse, luego de laciudad, en la propia conciencia de mi realidad.

Y sin embargo no quise correr, para atrapar algún tiempo en verdadimperdible: no se ha perdido nada, no ha sucedido nada. La he visto. La vi,extraviada en mis ojos, impasiblemente la misma y perdida a su vez en laperfección de su tiempo. Tuve que hacer un esfuerzo para precisar unsinnúmero de cosas. Ilse, primero, que hace tiempo estuvo conmigo allí.

Ilse. La Nyhavn. Hubiera podido no ir a verla, como cuando uno decideno desviar la mirada, no moverse, en el momento en que algo pasa. (Fueasí a todo lo largo del silencio interminable del corredor de la radio-

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televisión en el que me descubrí increíblemente reducido a poca cosa enuna revuelta que se concretizó en parte en esa tramoya tanto más artificialcuanto más aparatosa, tanto más insignificante al fin y al cabo cuanto másvisible, complicada, prepotente, y donde sentí la impresión de que algo seponía a existir, algo adquiría materia a través de ventanales, a través decaminatas tanto más estrechas cuanto que eso demoraba, se limitaba a unrecorrido sin fin, a la caminata misma. Lo que me permitió de otro lado,cual luego de atravesar un largo insomnio, de descubrir el tipo físico demi mujer. En mi sorpresa hubo un instante de vacío, la caminata volvió acomenzar. Una espera en efecto: algo pasaba que se hacía esperar; algopasaba que no sucedía. Decidí ir, en consecuencia.)

(Digo: en consecuencia. Yo sé por qué. Me gustan las redundancias. Laredondez. Además fue realmente así. En tres años ningún cruce de miradas.¿Falta de tiempo? El viento no podía venir por sí solo a mi alcance. Quéamistad pedir en un tiempo nulo. Qué relación pedir en movimientosimperceptibles, en la aparición instantánea de una mujer, de un animal,de un sonido; de una sombra. El roce basta, se dice, o sea esa distanciaimposible. Ese suplicio, esa vejación de solamente la mirada, que no tieneninguna obligación de tocar sino sólo la de acaecer, en una especie deentretiempo, de música, o de historia. Y es esa repugnancia de quedarmeviendo a alguien que el azar de las cosas hacía provisoriamente invidente,y la de quedarme allí temiendo probablemente, quién sabe, su mirada, yun solo roce, que hacía que los pocos minutos que pasaba agazapado enuna trampa irresistible no fueran1 más.).

Quise dejar hacer, que la cosa viniera. Que las cosas sucedieran. Que lamateria me tocara, como algo verdaderamente permitido. «Como si nada»,haciéndome el vivo, cual si todo hubiera sido únicamente existente, algoque se acerca a uno, lo toca, lo sucumbe en la esquina de una ciudadhaciéndolo existir justamente en la muerte de lo que en principio podríaimpedirle esa vida misma a fin de vivir cual un sonido, como una lumbre. Laniña no apareció en el taller, que se estaba transformando progresivamenteen un hogar, con la misma intolerancia con la que tiempo después, al cruzarel parque vecino a mi departamento, se presentaría a mis ojos la cimacompleta, majestuosa y redonda de un haya. ¿Por qué corría allá un animal,y qué armonía insoportable entre la mano de un hombre lanzando unarama detrás de la cual el mastín se pone a correr sobre la línea de terreno,en la coordenada misma del parque, bajo la inmortalidad de un haya, enla estabilidad horriblemente móvil de las cosas, en ese peligropermanentemente comenzado de la superficie del suelo en la que el cuerpode cualquiera es un peso, recta que se rememora en curva? Había decididoir, ignorando un sentimiento contrario, sin saber que parte de la furia que

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me sacudía a lo lejos configuraba un deseo neutro, una fatiga salida delesfuerzo de una creación. Desde aquí me digo: todo eso fue una realidadcomo absuelta: al atravesar rápido la calle la injuria de una ramera ebriame llegó a la boca con la violencia de una absolución, un término; un acabado.Un refinamiento. Llegué al subsuelo teniendo en la punta de los dedos aMaren, una vieja penumbra; el salivajo de una puta, mis manos como elresultado de algo que no me correspondía, la alharaca de la Nyhavn allímismo, que recuerdo ahora como un deterioro de la noche, una partículaen las manos que Maren había frotado poco antes, tratando de avivarlas.Llegué al subsuelo cargado de escoria, y hasta me dije: llegué inútil,estupendo, inminente en ese frío infernal, soberbio de potencia, de ritmo,cargado de todo lo que escapaba a mi conciencia. La niña no estaba allí. Eltiempo que esperé para verla aparecer —«llegar»— más, mucho másque suficiente, lo que es evidentemente falso, en medio del horror que enun determinado momento fue la posibilidad de su aparición, fue mínimo.Puedo afirmar que comprendía, lo que también es insensato.

Primavera, 1976.

Es terrible, saber desde aquí que pocas horas después del corredor, dondeyo había estado en resumidas cuentas solo, Ilse y yo veríamos lo que,pensándolo bien, es una gran diferencia. Ilse vio allí un espectáculo, algoque en verdad hubiera podido tener lugar en una escena cualquiera, enun libro, en una pantalla de televisión. Yo vi a la niña. Luego el subsuelo,el resto, antes de sentir el peso de los brazos de Ilse buscándome —lo séhoy— afanosamente. Como si yo hubiera estado perdido. (Quizá lo sintió.No creo. Nada se sabe. El volumen de mi cuello, en los brazos de Ilse, eralo que yo creía saber de lo que sucedía esa noche, que no era tal sinoporque yo estaba de repente frente a lo que ahora rehuso ver como algodiferente. Y los brazos de Ilse en mi cuello no eran probablemente paraella ni sus brazos, ni el espectáculo que ella creyó ver, sino la idea delregreso urgente a nuestra ciudad donde tenemos invitados al día siguiente,un ambiente, una propiedad, una invitación, casi un cuerpo propio). Yo vila pérdida de todo un ritmo. Algo así como sí la tonelada del amor de Ilseen mi cuerpo hubiera sido medida con la regla de un aire que hay querespirar. O con una regla menos elástica. Vi a la niña. Vi una necesidad,irresistible, de mirar. La manifestación de la molestia de los brazos deIlse en mi cuello delante de lo que mi mujer me hacía saber que eraextraordinario. Vi a la niña saliendo de mí mismo. Vi algo, en ella; tal vez

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en algún detalle del taller que, sin verlo, presentí, o que tuvo necesariamenterelación con el corredor que me hizo a su vez pensar en éste, en Ilse, enmí mismo recorriendo un mundo sin fin en aquella espera y en el quedescubría sucesivamente las fotos de una tipología, un universo impensableantes, una señalización casi, indicando mi presencia en un corredor biendeterminado en una ciudad del Norte, en una calle en la que vi a una niñaentre padre y madre, numerosos objetos en un taller literalmente ocultopor cosas, inmóvil, yo estupefacto en mi cuerpo que mira a Ilse sin decirlenada y que acusa el peso de sus brazos enrollados en mi cuello, su risaextraordinaria, su posición a mi lado frente a lo mismo, infinitamente lejosde su pensamiento.

Nos habíamos ido. En el tren de regreso el que hablaba era yo, cual sihubiera olvidado todo. No es Ilse quien escribe: ella había visto unespectáculo (desde aquí, aun si sé que en el tren de regreso yo veía algomás que una simple llegada a casa, me percato de que deseaba más. Cuatroaños después me digo: postrimerías. Hace falta un deseo para darse cuenta.Y no es así. El darse cuenta es la cosa misma. Decir adiós es eso: la cosamisma poniéndose a ser, siempre. El hecho de partir, decir adiós, ydesaparecer. Y desaparecer porque uno piensa en regresar. Creo que nose dejaría un lugar sin despedirse, sin adiosarse en un instante de muerte,de salida, de regreso inminente al mismo lugar).

Hablé tanto en ese tren. Deseaba sus postrimerías. Quería verla más.Alargarla hasta el umbral de su desaparición total, o de la mía. Es de aquelentonces que data esa obsesión. Querer verla más, ahora que aprendoque sólo quería verla, que me repito que verla de ese modo es ver elmundo mejor: el pasado, el hecho mismo de ser lo que seré. Sólo queahora me parece que un año que pasa es más corto, fulgurante, y quenecesito no el tiempo sino una chispa, sólo una substancia, un deseo puro,como una instancia, un tiempo más corto cada vez. El fracaso del inviernopasado es un triunfo: hay que volver a empezar. O: no ha pasado nada.Una excusa. Una ilusión. O la inversa: su inapariencia prueba que ellaexiste, sólo hay que tratar nuevamente, hasta un tiempo más corto cadavez. (Me sorprendí a mí mismo atemorizándome año tras año al ver a unaniña convirtiéndome en una mujer que por último yo había visto, quehubiera podido prever sin necesidad de verla. Qué es entonces lo que medetuvo delante de lo que fue un espectáculo para Ilse, delante de algoinsólito que le fue simplemente inexistente, literatura pura, una ilusión,allí donde yo vi una deflagración, un punto. Decir que allí yo hubiera podidodesaparecer es fácil. No se trata ni de eso, ni de decir. Se trata de Ilse yyo. Se trata de cuatro años después. Y, quizá, sobre todo, del hecho de queen toda esta historia yo en verdad no decidía, puesto que podía decidir locontrario.) (Pienso de súbito que hay gente que lleva en ella su muerte

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propia; que no hay guante sin osamento. Que no hay imagen sin carne. Nibuena pierna sin rótula, sin hueso; y la paradoja decretará que un buenpar de piernas desmerecen cuando la rótula es visible. Tal vez por esoregreso, para verla crecer.) La vida comienza día tras día. La gente seagolpa. Todo ese pregoneo en la Nytorv, la pestilencia de carne de cerdomuerto y el olor de cuero curtido, las voces de toda una comunidad almediodía, el graznido de las ocas, el remezón de belfos de caballo, lahorizontalidad intempestiva de las calles, la distancia entre la Nytorv y lacasa de Kristina Severina, esencia pegada a mis ojos. Yo lo sé. Y que hay,sin embargo, que atravesar. El sombrero Saeding. Recuerdo que en lataberna de Maren, la primera vez, tuve la certidumbre de la existencia delo indeterminado, y de lo sumamente preciso. Fue un tatuado. Y al fondoesa pareja. Una joven bailando desarticulada, soñando con lo que veía. Yopor mi parte miraba eso: un mundo que se infló cuando el viejo que bailabacon ella hablándole pareció atorarse con su propia lengua. Ignoro por quétuve la convicción de varias cosas: que el viejo no creía en lo que sucedía,que los brazos de la joven no sabían qué distancia había entre los dos, queen el salón de Kristina Severina yo sería de todos modos un objeto deatención, de reverencia en la asistencia, en la opresión milenaria de saberque la misma gente aglutinada en los salones de Saeding era la que habíaentonado cánticos en la iglesia de Nuestra Señora donde yo estabaesperando a alguien, sobresaltado sin moverme al lado de una columna,esforzándome en no dejar que mi presencia fuera ocultada por ella,instándome más bien a la visibilidad, a la anunciación de Kristina Severinaen la multitud; luego la fuga fue inevitable, hacia el jardín de la BibliotecaReal, antes de dirigirme hasta mi propio centro en el centro de la casa deKristina Severina chapaleando ahora un clavecín, sin hablarme,mirándome, esperando mi decisión. En el salón principal, acosado por laangustia de la mirada de jueces, la taberna está detrás. Los efluvios delpiso lustrado de la Biblioteca Real están lejos. El camino desde laBiblioteca hasta la Østergade está lejos. La pasta tibia, húmeda, del olorde ese piso encerado está lejos. Lejos el silencio de la bruma, todo eltrayecto de la bruma. Toda la posibilidad de su trayecto. La taberna deMaren. El tatuado se había hecho inscribir en el brazo derecho: «Vecer omorir». Cómo podía uno equivocarse en un momento así. (Es terrible elbúho. Se aparece en la noche, sobre la cabeza de un prócer, como la molede una montaña inesperada. Se fija. Y en su fijación nada es. Luego alzael vuelo, pasa. Todo se arregla. Ya no hay montaña, no hay búho. No hahabido nada. Había una estatua en el jardín de la Biblioteca y un ventarrónfue una creencia en un fulgor de hojarasca. Lo sabía, sin embargo: todoquedándose allí en el momento mismo de producirse, como el porte delsombrerero Saeding al lado de Kristina Severina, altivo, con la pústulaaflorando en su frente.)

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Invierno, 1976.

¿Una historia en un corredor? Y qué es, una historia, si se reduce a undescubrimiento, a un cierto tipo físico. A través de la semejanza es otracosa, y es además una semejanza muy general. Más bien: a través de esabrutal impresión de descentramiento, de descenso hasta dónde, como siuno viviera continuamente después. Y por no sé qué razón, presintiendoque de todas maneras ella tenía poco que ver conmigo en la calle, la realidadde la joven que yo volvía a ver en un taller ordinario, insoportable, seconfundía con una cabeza pesada, con una fatiga sin necesidad, con unimperioso deseo de mirar efectivamente lo que se pone a existir sin másen la aparición de un interior iluminado en la noche cuando Ilse y yopasamos delante de él y con un deseo torpe de voltear la cabeza, depreguntar: dónde está Ilse, qué pasa en el aire que se pone como acomenzar, qué pasa en la inmensidad de un edificio, en la estupidez deuna vereda, en la estupidez completamente aplastada de una vereda, yen la distancia insignificante proveniente de una luz que ya no está.

Ilse se despoja de sus vestimentas. La veo. Y en toda su desnudezveo de pronto la razón de su cuerpo, que me apretó entre dos tabiques,una salida impertinente en una conversación de salón, un silencio que seabre paso en la inmensidad de un murmullo. Tenía la posibilidad de muchascosas, pero antes que nada descubrí que entre todos los pesos y medidas,era más fácil para una mano soltar un peso pesado.

Estoy adelante de la niña.

Recordaba a esa mujer. Trataba de ganar tiempo. De aventurarme; yenseguida me arrepentía del riesgo, de la prisa, en mi impaciencia mearrepentía de la espera, como si un dolor repentino en la boca me hubiesesido grave. Me contuve. Todo esto es viejo. Probablemente ya no sirve,como las estatuas. Como el hambre. Como la inutilidad de la voz. Como eltranscurso. Como mi viaje en suma. Una copa llena. Una reunión familiar.Ilse despojándose de sus vestiduras. Y yo de las mías. La seguidilla delaire. La semejanza de los ritmos, y sobre todo la homogeneidad, siemprela homogeneidad de la voz. Señor, toda esa conformidad del perímetroindefinido de las cosas. Toda esa infinidad de lo propio, de lo común, delmatiz. De la cosa misma. De lo esparcido en la extensión, en lo indecible,

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y que no puede salir de la garganta sin morir. Sin definirse, sin presentarsebien vestido. Sin reanudar el vuelo hacia el poro.

Pronto tendrá catorce años. Y me asombra haberla visto siempre,inalterable, haciéndome creer que la vida estaba allá, incluso que todosería igual, es más, que esa realidad sería «impenetrable». Igual que laposibilidad de alquilar la mansarda del inmueble, cual un estudiantecualquiera, un inquilino. Quién hubiera sospechado qué. Quién hubieradado significación a mis subidas y bajadas cotidianas, banales, necesarias,obligadas si tenía que dirigirme a mi propio lugar, y quién hubierasospechado de mis saludos, de una que otra charla entablada con losvecinos, de una u otra mirada cruzada con sus padres el domingo saliendojuntos de casualidad para dirigirnos al oficio. Inclusive si no bajaba al subsuelotemiendo encontrarla, verla, hablar con esa maravilla, comportamientotemerario por excelencia, que hubiera resonado en cada escalón. Quiénse hubiera percatado de que subir hasta mi buhardilla significaba en verdadno decidirme a bajar para pedir prestada una llave inglesa, pagar el alquiler.Lo pagué, una vez. En general el viejo subía hasta mi cuarto. La joven noestaba. Otra vez. Cuántas veces no estaría. Cuántas no fue. El espaciointerior del inmueble de arriba abajo, el espacio exterior de la ciudad ydel puerto hacia mi habitación, en cada aventura que era para mí la decisiónde acomodarlos en mi angustia, de integrarme a ellos con el único objetode romperlos, de destruir el azar, de inventar un encuentro que no seproducía, de salir de una obsesión, de un sitio demasiado conocido, parecíanun tubo sin vida. Yo salía de él expulsado y vívido. Toda la estructura delinmueble y de esa ciudad me arrojaba contra toda expectativa a la tinieblagenerosa de un anciano más que normal, de una dama insignificante. Antesde la puerta cerrarse y del hombre desearme buenas noches, vi al fondo,en la penumbra, y dentro de una nebulosa endurecida a causa de objetossin medida y de algo que se me quedó como una evaporación, el salto deun gato desde la mesa hacia una columna sin capitel. Nada de esto fue unazar. Todo se hacía. En una ocasión, riendo casi a carcajadas bajé a la veredapara ver, en una siniestra demostración de la noche, de un exterminio.Recuerdo que subiendo a mi cuarto me repetía: «regresar», sin saberexactamente adónde, sobre todo: de dónde venir. Y para ver qué. Elencuentro fue la capitulación. De ordinario, la mínima imperfección enuna mujer hermosa que sea simultáneamente esa imperfección y lodeplorable de mi mirada basta para descalificar, no a la mujer, sino mipropia presencia. No fue el caso de la joven; no fue por consiguiente miproblema. El problema no fue tampoco entonces el de ambos, inmovilizadosdurante sólo un segundo uno delante del otro, juntos, cual dos puntos deinterrogación. Soy yo ahora, en un café, tiempo más tarde, escribiendo

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anónimo en una muchedumbre de jugadores, de funcionarios, de nómadas,de extranjeros, de un ebrio y de un escritor. Y afuera no hay nada. Fue elproblema de un interior sin fin. El problema de un hombre, se dirá. No.«No es nada». Una fórmula de urbanidad que borra lo indeleble, unasubstancia casi química. Fue el problema de un nombre. El de una calle.El de Ilse, el de Kristina Severina, todo esto me parecía un secuestro, elrapto de mí mismo, una dirección al revés. En el mismo instante en que via la niña frente a mí mirándome como alguien puede mirar a un inquilino,decidí partir. Hubo un momento en el que, asombrado como estaba delantede la realidad de un cuerpo y de una mirada, tuvo lugar una exterioridad,una horrorosa sensación de flotamiento, algo que no tuvo piso: todo untiempo pasado acumulado en una vereda, en un café y en lo que súbitamenteno me pareció ya ser —la nieve, la mansarda, mi instalación— una materiaviva, todo aquello convertido en mi propio y simple exponente. Y dentrode la conciencia más o menos clara que tuve de ser arrojado de ella, admitoahora que aquello fue ambiguo. Quise quedarme allí; tal vez para probar,para indicar, para señalar el horror. Y, deseando que el padre se fuera, queel taller se volatilizara, que la madre desapareciera, que la niña aparecieracomo una visión incluida en su propia historia y no en la mía, en el marcode una puerta abierta de improviso, deseé irresistiblemente la pérdida,mi fuga, la desaparición. Un exilio indecente, sin duda. Yo diría más bien:el refugio en una voz. No en un nombre. Una voz. La misma, justamente,que clama en el desierto, puesto que es la única que aúlla, en vano.(Albricias de la música. Kristina Severina esperaría, yo mismo esperabapues de todas maneras esperar era absolutamente todo. Las cosasllegarían. Vería a la joven mañana. No. Ella tocaría a mi puerta por cualquiermotivo. Yo no estaría allí, estaría probablemente en casa. Estaría afuera.Kristina Severina en la noche, y en esa multitud. Ofuscada por tanta luz,por tanta atención concentrada. Yo me he dicho: un ave tiene todo el tiempo.Me irrita, porque me parece que la inocencia de Kristina Severina esperandomi arribo como si yo fuese la eternidad, o aburriéndose tocando el clavecínpara satisfacer la vanidad del salón y la gordura de su padre, quien por sulado espera la velada malhumorado porque no llego, es esa realidadinevitable).

Ella ha cambiado. Tuve esa impresión. Pero por qué habría deseado locontrario. Quién podía juzgar, al fin y al cabo. Quién juzgarme. Juzgar qué.En el subibaja de una escalera desde la buhardilla al sótano no hay sino laimpresión de que las cosas son posibles: las cosas tienen lugar de todosmodos, por lo general terminan siempre cayéndose, además, atraídas porno sé qué juramento. Yo tuve la impresión de un cambio cuando en verdad,y sin ninguna alteración posible, la niña se había formado. La revelación seme hizo presente en un detalle imposible ahora de verificar y que no

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existe, adherido a su cuerpo, impreso apenas en una memoria infeliz quesigue convencida de que algo sucedió. Alguna rapidez. Algo en su ropa. Ofuera de ella en el local, algo prohibido a su conciencia. Su mirada, sinduda alguna. (Y yo que había temido que a cada cita un miembro le faltara,que caminara diferente, que no cumpliera con lo que estaba definido, conesa brillantez de su presencia en el taller propagándose en todasdirecciones, antes de reducirse a su centro y reventar.) De la evidencia, dela que desconfío, paso a la fantasía, en la que trato de gozar como unhombre; pero allí una insondable amargura me reconduce a la luz. Ilse estárígida igual a alguien paralizado de horror delante de una monstruosidad;sin embargo la sala es la calma misma; veo sus manos en el libro, su chaleterno en el suelo, su mirada en la gloria de una meditación que desconozco.Y que no me pertenece. Mi mirada en mis ojos. ¿Cómo el salto de un gatoen la penumbra del fondo de un subsuelo puede ser la evidencia mismadel amor? ¿Cómo el amor puede ser la idea de que una decisión tomadapor un felino se distraiga, llegue hasta mí en forma de luz, de esa evidencia?¿Qué decirle a Ilse? Antes que eso, mucho antes que eso, ¿cómo ponersea regresar? ¿Qué hacer para poder regresar? Todas las lucubraciones, esdecir los chismes, las impresiones de viaje, las tertulias con mis amigosde KØbenhavn, y otras conversaciones de ocasión, hasta los silencios, sonun lastre imponente. Cuesta, el dolor. Me asombra la continuidad y lasimultaneidad de la invisibilidad. No, no me asombra. Me aniquila. No measombra. Si así fuera no estaría aquí de vuelta, incesante. Y en lo incesanteno he descubierto esa fatiga natural sino la inmovilidad de una mirada queno hace nada para que la mujer (que no crece) se forme, se anuncie, se meaparezca a mí mucho más que a sí misma. Un objeto. Un objeto puro, funcional.Un objeto singular. Real. Perfeccionado por la forma misma de su volumen,ampliado a mis ojos por el contenido de un ojo más palpitante en la palmade mi mano que una mujer en mis brazos. (Un objeto realista. Miré a Ilse.Kristina Severina no lo sabe, por cierto. Ella sólo toca un clavecín, yo levolteo las páginas. Kristina Severina sólo toca un clavecín. Repito: en lasfamilias del norte esa adolescencia es como las cortinas que caen de loscielos rasos sin romperse: se desploman sin ruido, sin voz. La página dela partitura pasa sin que se sepa si la ultima nota pertenece a la páginaque se acaba de olvidar o a la nueva, al día siguiente estaré de regreso, Ilseme mira, rememora.)

—Cuéntame.(Miedo de qué. ¿De la evidencia? ¿De la madurez? ¿De lo particular? ¿Dealgo destruyendo la generalidad? ¿De la generalidad?)—Cuéntame.

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Primavera, 1977.

(Qué necedad. Comunicarle mis peripecias a Ilse sería como tratar deexplicarme a mí mismo cómo duermo, detallarle cómo un fruto madura,cómo el ruido de una historia es audible con la condición de ser sordo.)

Es casi seguro que un café es el lugar espacioso por excelencia. Allí entratodo. Hace tiempo que de Ilse no puedo decir nada. En el fondo de la joventampoco. «Muerte en un café» es el titulo de ficción más infeliz, el máscientífico, el más pertinente, pues demostrará, cual el estómago en unflaco, la impertinencia misma. No hay que tomárselas con la paradoja.Ponerse a recordar en un café es lo más triste, lo exaltante mismo, la ventadel alma, el músculo, la vida misma, el presente inalterable, pues no tienedetrás ni delante, no es el amor, puesto que ama, no es por lo tanto tampocola muerte. La distribución es exacta: un monumento: el de mi anonimato. Ysin embargo, cómo no pensar en la distribución contraria, el hecho mismode recordarlo, de escribirlo, volver a echar las cartas «para ver».

En la penumbra de la caída de la tarde con esas bujías con las que mealumbro, recuerdo el rostro de Ilse contándome la muerte de su padre, unrostro que en treinta minutos luego de morir se había convertido ante laestupefacción de una mujer que me contaría un hecho para mí indiferente,en algo increíblemente blanco. Una claridad inhumana, por cierto. Unaficción. Yo veía a Ilse hablándome en la penumbra, mi mujer en la noche,iluminada apenas por la luz de dos velas: sus rasgos se marcaron más. No.Sólo se marcaron sus rasgos. Vi a Ilse lejos de mí. Alejada por sí misma.Perdida en la claridad de sus contornos, que se presentaron a mi posiciónallí como la copia de un encendido, la realidad de una verdadera ficción: lade la nitidez originada por un contraluz. No hubo nada más. Ilse fueverídicamente una escultura.

BruselasInvierno 1983

Otoño 1984

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1 ‘eran’, en el original.

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¿Existen categorías de fenómenos conocidos que escapan, siempre, ensu detalle, al análisis científico? Dicho de otro modo: ¿existen fenómenosque no pueden ser definidos con un número finito de palabras?

Saliendo de la curva, la curva siguiente se encuentra a una centenade metros de mí. Entre las dos, la línea recta. He creído ver de pronto,sin realmente ver, algo que, inevitablemente, había que eludir. Recuerdosolamente que torcí brutalmente el timón hacia la derecha, obedeciendoa un mando. Tarde: la hoja de acero cortó la carrocería de un extremo alotro, practicando un forado, desde el faro delantero hasta la maletera. Enotros tiempos hubiera pensado, incluso escrito: arabesco en el aire, cursode gesto en el papel. No era eso. El corte era real y había pasado acentímetros de mi cintura; si no hubiera torcido el timón en un reflejotan bestial como la rapidez de la luz, la hoja me hubiera incluido en sutranscurso, separándome finamente en dos. Nadie hubiera visto nada;yo bien sentado sujetado por mi correa de seguridad, inerte, dividido. Elcarro cortado como mantequilla había acusado el tajo, acababa de detenersetreinta metros más allá solo, sin salirse de la recta como si no se hubiesepercatado de nada, como si el corte le hubiese sido consubstancial.

Vi, no ese resultado, más que banal, sino dos hechos: un artefactoacerado que cruza durante unos instantes incalculables el mismo espacioque me pongo a ocupar; y en la oficina del director responsable del artefactomi cuerpo instalado con la comodidad de quien no reprocha nada a nadie, y

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no habla. Las cosas son tales que no hay modo de despedazarlas, están siempreenteras en sus propios organismos, y ni el tiempo, que no pasa a través deellas, ni el espacio, que no las define, son propios. Así uno se siente sólosentado en una silla, parado delante de una puerta cerrada, sentado al frentede un volante. O tratando de rememorar un acontecimiento imprevisto que separece a una lección aprendida y que me obliga a comenzar desde el principio,lo que me impulsa a su vez, por la fuerza de las cosas, no a repasar unalección, sino a retroceder, para saber.

El carro se ha detenido entonces sin salirse de la pista, cual si elcorte le hubiese pertenecido. El ruido de la carrocería destrozándose yla necesidad de evitar algo apenas visto son una misma luz, un solosouvenir en mi memoria. Más allá: el sueño. La línea recta. Y más allátodavía la curva, a la derecha, que conduce a la normalidad de la entradaa la ciudad, donde subí al carro, en casa. Eso ya está lejos. En la rectaentonces el carro no desdice el recorrido. Soy yo, y el carro es mío. Laruta es indeterminada, o puede serlo, uno no sabe cuándo las curvas, depronto, se terminan. Había una armonía en la recta, cual una vieja plazapública que no es únicamente un decorado incrustado en mi souvenir, nies tampoco un verdadero souvenir. Es un hecho inevitable; y es extrañocómo allí, en momentos en que uno regresa de la muerte, el tiempo yano cuenta pues creo vivir en la eternidad real donde la decisión quetomé de morir se confunde ahora con un presente insignificante; y nadamás allá. Sobre todo un tiempo tan reducido: en él la recta misma desaparece,y la memoria.

Bruselas, invierno-primavera 1985

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los transportes públicos modernos tienen la ventaja de tener ventanas.Tienen asimismo la ventaja de ser públicos, es decir, de permitir el ingresoa una cantidad de gente suficiente como para observar sin ser visto, deobservar a mucha gente al mismo tiempo, y de poder colocar luego lamirada en cualquier sitio después de mirar; perderla en un anonimatopúblico, providencial. La pareja que se despedía en esa apretadera seseparó. Él la besó, dejándola en el sitio que ella mantuvo, alejada de lapuerta donde yo estaba, y de un campo de visión desde el cual yo podíadominar el exterior. Ésa es otra de las ventajas de los tramways: poderviajar parado y ver desde atalayas, puntos de vistas particulares. Eljoven se hizo con dificultad un camino, me pidió permiso para bajar. Lajoven sonreía. Yo había visto el beso —un contacto— y el inicio de la sonrisade la joven, murmullo que continuaba en su rostro cuando el joven,habiéndose separado de ella, estaba ya a mi lado, recobrando un instantedespués la calle. La puerta del tramway que reanudó la marcha se cerró,yo seguí al joven con la mirada viéndolo tropezar. La joven sonreía. Miposición oblicua y próxima a la ventana, y mi posición con respecto a lajoven, imposibilitaba de ocupar mi sitio, me permitieron ver prácticamenteal mismo tiempo la felicidad de una cara y el tropezón de alguien afuera,que pareció desvanecerse bajo la ventana, sin ruido, a la altura de larueda. La joven miraba el centro de su propia multitud, en el que eraimposible ocupar un espacio público, ella sonreía siempre, en el espaciode un recuerdo presente intacto, instantáneo en la medida en que todoaquello no parecía durar, nadie veía nada, una sonrisa, un beso, yo. Por la

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ventana vi una pierna aparecer hacia arriba y desaparecer, como unarúbrica. La sonrisa de la joven a mi derecha me recordaba una impresiónque, a mi izquierda, y atravesando el silencio público, yo veía de repenteampliada y muda; un barullo espectacular, una visión privada y solitaria,un cataclismo funcional. Un joven moría atropellado. La sonrisa de lamujer a mi derecha era un monumento de mujer, en el que la bellezaanónima de una hembra pública fue tan vertiginosa como una obra dearte. Recuerdo que dudé, antes de identificar mi propio sitio, entre unrastro que vi en ese momento, la huella de una sonrisa y una sonrisahollada por una boca muerta. La joven reía, casi.

Bruselas, invierno 1985

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dudo entre dos muchachas en el café. Ninguna de ellas me atiende; hayentre las dos un tercio excluido, yo mismo, probablemente, servido porotra. Entre las dos y yo no hay tiempo que perder, de todos modos. Entroy salgo, como se dice. Y ni siquiera eso. No hay tiempo simplemente enla rapidez y en la luminosidad de la impresión, no hay pérdida en esaausencia que, si bien no se repite sistemáticamente todos los días, severifica con cierta regularidad, como un azar maligno. No sólo el tiempode que dispongo pasa entonces así, con un ahogo de movimiento pendular,sino el pasaje continuo de las dos muchachas que sirven en un tiempojusto. Las nalgas de una de ellas son tan espectaculares como la dimensiónque me invade. Su rostro, descubierto y ligeramente agitado por el trajín,se confunde con ellas al extremo que, en esos cortos instantes dereflexión que mi apuro me permite, la personalidad de un rostro y laimpersonalidad de un trasero en la misma persona se cruzan. El parecidoentre ellos no es evidente, y sin embargo creo en una semblanza. Exterior,¿qué interior? La otra muchacha, pasa en el momento mismo de levantarmey salir y la miro cuando su pañuelo se pone a cubrirle la mitad del rostroy dejar pendientes dos ojos radiantes. Sus piernas, que alcanzo a ver,son delgadas. La primera muchacha se detiene y las nalgas hacen ungesto residual. El pañuelo de la segunda no se mueve por sí solo. Interior,¿que exterior?

Bruselas, invierno 1985

relatoaparente (xxx)

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mi hermana viene, diez años luego. Llegará en tren, casi flotando en laligereza de un silbido familiar. Su llegada es sólo la inminencia de un díaen que el horario es estricto: un día, que se estira como una jornada. Asíes. De pronto, la palabra trampea delante de la realidad, y el ojo ve loque el cuerpo ignora. Lo que significa en buenos términos que el cuerposabe lo que el ojo cree ver, es decir, que la palabra intuye lo que el cuerposiente. Y el día dura. Me digo de repente, como corrigiendo: mi hermanava a llegar. El acontecimiento, perezoso en sí, se torna tiempo, un despertar.Lo paradójico es bruscamente que la llegada, que debía ser realmenteespera cuando el tiempo era largo, se transforma en suspenso en elmomento menos pensado y más próximo, innecesario ya. Lo que haráque la llegada será de improviso una aparición. Pero la aparición ya no esuna verdadera llegada; es, o una irrupción violenta, o un silencio; un silencioepifánico. Uno prematuro, advenedizo, rebelde a ruidos humanos, y quejustamente sabe del tiempo, de todo eso que sólo una jornada que duraes capaz de ocupar. Mi hermana no viene, pensé. No va a llegar. Nollegará, me dije. El día era un día claro de verano. Recuerdo que eseinstante que fue para mí la catástrofe de ver una banalidad convertida enprácticamente una situación absoluta, me aventó contra la luz. Un vacíoinmundo y una euforia loca, saturada. Entre la presencia física virtual demi hermana y yo, quedó la idea de una llegada, de alguna existencia.Una astilla en la luz. Mi hermana fue efectivamente violada y muertapoco antes de llegar.

Bruselas, invierno 1985

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caminando, me vi a la distancia de una vitrina, que fue la de un café. Fueimprevisto, como un día en mi adolescencia la gracia, supongo, me habíatorcido la cara en dirección de mi iglesia parroquial. Lo extraño fue queyo no había estado nunca en aquel lugar. Y sin embargo me era más queconocido, ciertamente: me vi en el café con la impresión, además, dehaber estado allí con alguien. No me hice la pregunta: ¿con quién?, puesno hubo tiempo, ocupado como me vi por una reflexión más urgente, cualuna refracción; una deterioración más bien: yo mismo en el preciso instantede la aparición de una vitrina a mi izquierda que me reflejó algúnrecuerdo, imposible, puesto que yo nunca había estado allí, ni siquieraen esa ciudad. «¿Con quién?»

La ocasión fue la de una memoria. Tal vez mi propia reminiscencia,pues yo era ineludible. Eso era un hecho. Había en consecuencia esainterferencia, un corto circuito; un lapsus. Una verdadera revelación. Tuvevívidamente la sensación de haber estado allí con alguien y que no erayo, fue claro que a mi lado en ese café, y conmigo, había una persona queyo conocía (una mujer, en verdad) y que había una conversación entrelos dos, no sólo esa estancia, ni esa simple aparición. He decidido escribirlosabiendo que es cierto entonces que la imagen se adelanta al tiempo, yque toda impresión de vida acaece después, así como en el sempiternoconflicto acerca de la preeminencia de la comunicación frente a laexpresión habrá que decir, no que he escrito para comunicar con losdemás, ni, como dijo el hombre, con los muertos, sino para comunicar

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con el otro yo, aquel que sabe que va a morir. La imagen empujó al tiempo,nada más. La vida siguió. Fue luminoso. Tan viejo y tan simple como laluz. En un café de mi barrio, frecuentado por inmigrantes, el acentomediterráneo salido de rostros morenos y de ojos vivos, no miente. Laúnica diferencia entre ellos y yo es un tilde, y un color; el resto, que remontaa tiempo, no tiene cabida, el corto circuito es el mismo: la comunicacióninvoluntaria o no con una muerte. ¿Cuál es, entonces, el territorio verdaderodel lenguaje? ¿Cuál el de la muerte? De ordinario la imagen sucede con lavelocidad de la luz, cual esas múltiples inexistencias que la locura adivina,por lo general en sociedad: un cierto número de gente reunida en uncafé, el gesto de un mozo cuando espero que me dé el vuelto, con sucuerpo en parte ocultado por alguna razón, gesto que de súbito intuyo,sin realmente saber. No puedo saber en efecto si el mozo duda, si se va aolvidar, o si va a culminar conmigo una relación que ya no sé si es normal,máxime si en el contexto de puras leyes físicas su cuerpo escapa a misojos. Algo pasa, de todos modos, como si tiempo y espacio se instalaranen mi lugar: aparece una relación, heme allí bien sentado, y próximo acualquier cosa, cercano a cualquier catástrofe. Todo en la presenciavertiginosa del mozo indicó ya esa forma, ya el tiempo; o yo, tal vez, enlo que de improviso no cupe, quedándome por un instante afuera. Y sinembargo comprobé que el mozo se dirigió hacia mí, que su mano alcanzóla mía, que recibí el vuelto, y me fui. Eso no falla nunca, como no fallanprobablemente nunca las imágenes. En el café que vi a través de supropia vitrina, que sólo fue mía porque hubo un vidrio entre el interiordel café y yo, intuí, antes que el café mismo, mi imagen. Yo no estaba enningún lugar, ni tampoco esa mujer. Creo que no había mujer. Creo que eltiempo era malo, en verdad, y que algo se interpuso de por sí solo entreel café y yo para que lo que lo reemplazó, sin duda, desapareciera, y parasiempre.

Bruselas, verano 1985

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pablo y Virginia decidieron ser funcionarios del Ministerio de Educación.1

El ingreso no fue fácil desde el momento en que la decisión no coincidiócon ningún concurso, es decir coincidió con muy pocas posibilidades deentrar. El edificio, gigantesco, anticuado y laberíntico que la pareja deenamorados había escogido, pareció ser, por una extraordinaria inversióndel sentido, el resultado de la decisión misma, perfectamente imprevista,adaptada, hubiérase dicho, a su propio síntoma, al deseo brusco yaparentemente inexplicable de ocuparlo, y que satisfizo en ambos sutendencia natural al juego, al fantasmeo, a una cierta alegría del amor.Deseo profundo, o epidérmico, el hecho es que la ansiedad de la ocupaciónse transformó en prurito poco después de un lapso en el que la espera, laimaginación y una igual tensión en ambos, por lo demás imperceptible, sedistribuyeron roles iguales. Para eso Pablo y Virginia tenían tiempo. Lainscripción hecha, no tenían sino que esperar. Ni uno ni otro se dijeronnada, pero la espera fue progresivamente para los dos el pivot de laansiedad, la condición misma del ingreso, el símbolo de una entronación,algo que una u otra vez rozó el límite de la paradoja puesto que prolongarla espera resignándose al silencio administrativo significaba simplementeno ingresar, posibilidad que provocaba inevitablemente un gozo mayor.Virginia decía a veces, para calificar ese propósito mutuo: ministerio. Enla confusión del sentido la risa estallaba como una verdadera revelación,puro organismo revelador, como si el Ministerio hubiese sido sabido, debido,infuso. El prurito entonces, teniendo en cuenta el tiempo que pasaba y eljuego de palabras, se convirtió en vocación. Los dos esperaron. Una carta

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del Personal informó finalmente a Pablo que su solicitud sería aceptada.Otra, seis meses más tarde, un año después de la inscripción, cuandoPablo ya había empezado a recorrer los corredores interminables delMinisterio y a reconocer los rincones propios de un laberinto, Virginiarecibió una comunicación transmitiéndole la necesidad de esperar queun antiguo funcionario liberara su puesto. Durante los meses, largos,que transcurrieron entre el ingreso de Pablo y la continua espera deVirginia, la pareja no se vio. Había sido un contrato tácito entre los dos,tan fulgurante, y en el fondo tan innecesario como la coincidencia quehabía habido entre la materia física del Ministerio y la decisión de ocuparla:para la pareja se había tratado efectivamente de una revelación. Hubo,sí, una semblanza de imagen de Pablo en la carta que recibió Virginia yque provenía del Personal, a cincuenta metros de la oficina de Pablo, alfondo del corredor en línea recta: un hombre evaporándose detrás depuertas, de esquinas, cortando corredores, desapareciendo en el horizonte.La imagen fue nítida, como un repentino estado de conciencia, peroVirginia retuvo más bien la imagen: Pablo desapareciendo detrás depuertas, de esquinas, atravesando corredores, y desvaneciéndosecontinuamente en una fantástica oscuridad.

La muerte del funcionario —el ingreso de Virginia— no era un voto,ni siquiera un deseo. Quizás una mera eventualidad. En todo caso fue laprueba misma del tiempo, la única solución de la espera, ligada a la filainterminable del día de la inscripción, algo casi adorable, como la tenuidaddel cuerpo, eso inaccesible e íntimamente unido, a una pareja, a ununísono tratando de resonar en el barullo técnico de un sistema decorredores sin fin, de puertas abriéndose y cerrándose, de archivadoresde metal, de murmullo público, de viejos muebles de madera y decomputadoras funcionando día tras día. Un misterio que se traducía enun hombre muerto y en un inicio —el término de una fila y con seguridaddel tiempo, la continuidad de un hombre y el comienzo de una mujer. Elunísono como un edificio en sí. (Virginia se sentiría sólo en una ocasióndesligada. Normalmente, en el sentido de un crimen perfecto, es decir,no a causa de la ausencia de huellas sino justamente en razón de suevidencia, el funcionario que Virginia tenía que reemplazar para unirsecon Pablo, tenía que morir. Es decir no importaba el modo, y tampoco lahuella; el crimen perfecto, en buena cuenta, es sólo el crimen. Perfectoen verdad y tanto más necesario cuanto que teniendo en consideraciónel hecho de ese contrato tácito, ineludible y prácticamente ciego, niVirginia ni Pablo podían asegurar su destino inmediato, Pablo y Virginiano se veían desde el ingreso de Pablo y podían no volverse a ver más siVirginia no ingresaba, nada había sido visto, ni oído, ni tocado, el riego yla decisión de la pareja fueron la manifestación misma del vértigo, cuando

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no la impresión por momentos angustiosa de una más que probableeternidad).

El funcionario, antiguo, fue esa necesidad. Su trato con Pablo —que loconocía, bien entendido, sin saber exactamente lo que el Ministerioevacuaría pronto— fue de una cierta amabilidad, sin relación alguna porsupuesto ni con su muerte ni con la aspiración de Virginia, sin relación enrigor con el mismo Pablo, la profundidad de las relaciones humanas nopasa jamás por esa clase de malentendidos. En ese sentido, y vista laignorancia absoluta en que se encontraban los tres con respecto al triánguloque formaban, se puede decir que cuando Virginia ingresó al Ministerio alsegundo año después de su hombre, ella y Pablo se conocieron. (CuandoVirginia ingresó, ella sólo reemplazó a un funcionario y encontró a unhombre. Éste, entusiasmado, sólo había dicho, lo que era cierto además:«qué casualidad». Ese laberinto es fácil. Antes de eso, sin embargo, en laimpaciencia extrañamente calmada de Virginia y de Pablo, en éste sobretodo, el laberinto se había presentado a pesar de todo como una ligeracomezón, la idea misma de la inversión del cuerpo en un espacio, la ideade la investidura de una acción, de una realidad, la síntesis del tiempo enpor ejemplo un abrazo, Pablo y Virginia poniendo punto final a una circular.)

Antes de eso Virginia soñaba plácidamente, siguiendo huellas. ElMinisterio se transformaba de lejos en un hueco propicio al antro, al plan,a la realización, al trabajo y a la función. Sin saberlo, se estructuraba unazar. Y para eso había tiempo; el amor sería sólo el énfasis, probablementemás elevado que cualquier alta distinción: Pablo y Virginia persiguiéndosey amándose en el laberinto: corredores, armarios metálicos, oficinas varias,un bar, servicios higiénicos, laberinto en el laberinto y gloria de doscuerpos en la velocidad, pérdida de dos cuerpos en la persecución. Undía, durante unos instantes, sin embargo, en aquellos momentos de lacondición del hombre en que nada importa porque todo perece, y vaga, lasoledad de Virginia pareció desear detenerse definitivamente en el deseopuro y simple de ingresar. Fue sólo un segundo. Ni antes ni después. Y enverdad: ni Virginia ni Pablo; ningún Ministerio. Sólo una impresión devida, la vaguedad y la indistinción frente a algo ausente donde el tiempose deshace y se aspira como detrito, como tiempo, en el que Virginia luegovolvió a caer, como cae la decisión tácita de no decirse nada porque nadaes necesario decir cuando uno es tácito, y cuando el tiempo únicamente, ysólo el tiempo, hace de los ojos y de las manos de uno una decisión. Tiemposúbitamente temible, y personal. Moviente, futuro, extrañamente viejo, ycomo ocupado ya, curiosamente imprevisible también, incontrolable yhostil, que dejó a Virginia ya no en una soledad de mujer (que era por lomenos algo) sino en un estado que duró poco, que no duró nada, pero que

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no pasó ni pasaría en vano, uno en el que sólo pareció quedar su nombrecomo un souvenir in situ palpitando hasta la saciedad y hasta la apariciónde una imagen, la suya, en una aplastante, maravillosa, infinita y dolorosarepetición. Su nombre no llegó solamente cual un intruso, ni solamentecomo una imagen, incluso bella. Pasó, pero dejó su huella, una suerte dedibujo animado que uno puede ver, inclusive recordar y vivir como si hubierasido un momento vital sin el cual la vida hubiese sido a su vez tildada dealgo simplemente real, sin sabor, sin peso, y sin vitalidad. Un chiste. Elnombre pasó en verdad semejante a lo que encierra siempre dobleces, untemor de la repetición, o del deseo puro, fuera de sí, y que regresa siempre,tanto más solapadamente cuanto que avanza con decisión, y fue por esoque Virginia cayó en él, un hoyo negro al revés, Virginia misma formandoparte integrante de una fila, deseando a un hombre y queriendo forjar unfuturo próximo inevitable en el que Virginia forzosamente cayó. Fue asícomo encontraría y encontró a un hombre, Pablo, a quien conoció en losmeandros de un Ministerio, el cual Pablo continuaba por su parte pensandoen sí mismo y dejando su marca atravesando corredores, reconociendolugares. Un hombre extraño, decían en derredor. Trabajador, silencioso,aplicado, cual si nada hubiera habido delante de él como proyecto, o comoescalafón. Únicamente y sólo únicamente él en todo ese barullo imponiendosilencio, suspensos, como si alguien esperara a alguien, o él algo. Esasmarcas, de otro lado, parecían oler, como las huellas. Virginia ingresó.

Todo primitivo. Fresco como un penetrante olor, que Virginia no tuvosino que seguir, fácilmente y durante largo tiempo impregnado en lo queya no fue en adelante otra cosa que una atmósfera en la que uno podíavivir naturalmente, con los ojos cerrados, y en la que poco podía importarla hora. La hora oficial, y la hora, sencillamente, que es la hora general, estan homogénea y repetitiva luego de un tiempo que de alharaca ministerialse vuelve ausencia, incluso paz; y es difícil en el laberinto de un Ministerioidentificar a alguien identificado a su vez con el laberinto, cual si en eldeseo puro todas las paredes se desmoronaran. Y de todas maneras la horaoficial ministerial, inscrita en la totalidad de días cortados regularmente porla longitud de los corredores y por la oficialidad de la constitución mismadel tráfico ministerial, se diluía efectivamente en lo que se podía llamarsin error una pura y simple ausencia. Mas hubo, de entrada, esa ambigüedad.Virginia no supo decir si provenía de ese olor, nuevo, o de uno remoto,conocido; o de un ambiente general; o si venía del cuerpo de Pabloimpregnado a su vez en un aura. Había que seguirlo solamente, con lafatalidad con la que se sigue caminos, con la inevitabilidad que uno ofrece alo que se ve. Pablo, terso en el silencio de una actividad tan impresionante

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como la necesidad misma de la aparición del mundo del trabajo, observabala curiosidad de Virginia preguntando, promoviendo un Ministerio nuevo,mirando alrededor de un mundo verdaderamente aparecido; no para Pablo,calificado de habitué, y que empezó a amar a Virginia con la seguridad, lasuficiencia y el silencio de alguien que conoce el lugar, Pablo inició a Virginiaen el armario metálico de la oficina de Pablo, del que los dos sacaronpreviamente varias docenas de legajos almacenados que desaparecieron,cual en un despertar; antes de quedarse largo tiempo en el recinto contiguoal cuarto de calderas, excitados por la dificultad de un espacio mínimo ypor la presencia peligrosa de ruido ardiendo, y luego de inaugurar elvestuario del personal y tirarse en el mostrador liso de la cafetería, previoeste último al cuchitril oscuro que servia de depósito de trapos, detergentesy aspiradoras. Esta primera entrada en la materia fue para Virginia casiinconsciente, cual si ella hubiese entrado a ciegas o, como si en laimposibilidad de detener el flujo del tiempo y en la angustia de conocer aun hombre antiguo, hubiese sido posible para ella decirse que de repentetodo se ponía a suceder sin que entretanto pasara nada. Virginia no parecíaen todo caso especialmente atenta. Como si todo hubiera debido caminarsobre ruedas y al mismo tiempo la curiosidad y la angustia de conocer aese hombre previsto se hubiesen visto acompañadas de la intuición deuna real novedad. Tal vez fue el hecho, pensó, de que Pablo conocía elterreno, más que suficiente en verdad. Tal vez fue el hecho, se dijo asimismo,de que el conocimiento de un hombre es un territorio preciso que éstetraza a priori, así como se dice que la huella que uno descubre cuando siguehuellas es fatalmente previa al pie. Bastó un mes, intenso, de casi frenesíamoroso: Virginia se vio encerrada en una estructura difícil de elucidaren ese sistema tan refinado y tan simple de sitios, de puntos de referencia,de pasajes, de señales, de cruces, de santo y señas de los que permitíasalir, al final de tanta ida y vuelta, un ascensor, cuya presencia a vecesbrutalmente oportuna pero siempre terminal le dio efectivamente aparienciaya de término, ya de fauce abierta, ya de simple realidad laboral.

Todo acaecía en efecto como se debía. La geografía era idéntica a símisma, los instrumentos del deseo eran los mismos, e idéntico el impulso,pero la infraestructura de un amor ministerial variaba haciendo giros comosi ella misma se hubiese puesto a contarse anécdotas en pleno amor, en elvestuario del personal por ejemplo, y por la segunda vez, porque fue unespacio de más o menos tres metros de parte a parte que Pablo escogió, unviejo armario de ébano casi siempre apretado a mediodía por impermeableso abrigos en el que el sentido de la pérdida, entre prenda y prenda, de unextremo a otro de esa cueva, cobró otros acentos de juego, acentos de risay de miedo salvajes. (Cueva fue un buen término, aunque aparentementefue sólo la continuación de una ceremonia que a todas luces podía durar

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como escondrijo o desaparición, o como una larga ausencia, caso que fueefectivamente el del auditorium donde el sexo, a causa de la solemnidaddel lugar y de su abandono provisorio, rozó la euforia y el deseo casi histéricode un reposo eterno imposible, pues en el silencio y la vacuidadextraordinarios de ese lugar, realzado como un premio por la truculenciade un andamiaje, la voz de Virginia se asemejó a un edificio derrumbándose,a una polvareda, a un ventarrón.)

Pablo y Virginia avanzaban en el día. Las noches tenían lugar por elcontrario, y de modo más que cotidiano y familiar, en las noches; algo quesucedía de todas maneras nocturno, banal, o que prometía siempre sucedernocturno con la claridad que las cosas adquieren o parecen adquirir en lasnoches. Esto quiere decir que la amplitud de la ciudad y de lo cotidianofamiliar fuera del Ministerio se reducía en la noche a noche preparatoria,pasada en quehaceres, en los que era imposible esconderse. Es decir: erainútil buscar y encontrar a Pablo y Virginia en la trivialidad de las nochesluego del trabajo, desde el momento en que el ingreso al Ministerio habíasido el resultado de esa decisión de vivirlo, de vivirlo con el sexo y obteneruna verdadera ocupación ministerial en la que la pareja se uniera, juegotras juego, como los corredores de un Ministerio a un Ministerio. ParaVirginia era así. Pablo parecía siempre el mismo. Obsesa por una novedad,Virginia en cambio buscaba intersticios en los cuales deslizar un recuerdo,alguna vieja situación, una conmemoración, que podrían revelarse al díasiguiente al perseguir inevitable y literalmente a un hombre al extremode corretearlo, a lo largo de corredores, apretarlo contra un archivador,dejarlo escaparse para corretearlo nuevamente a lo largo de otro pasillohasta las extremidades de esa risa, de la furia misma de la persecución yhasta un fondo terminado en la filmoteca, un cuartucho incipiente que setransformó pronto en costumbre, al punto de que deseando saber más,Pablo le propuso a Virginia evitar horas fijas, Virginia se convirtiórepentinamente en un rastro en el que Pablo podía en principio, se dijoPablo, confiar. O sólo fue un labio. O un signo en las comisuras de Virginia.Pablo no sabía. O un músculo de su cadera, disminuido, o acentuado quizá—Pablo no supo— por un cierto tipo de prenda, la del día, y que dependíaa su vez de alguna luz filtrada por persianas, por andamiajes o por la ideade regresar nuevamente al día siguiente a trabajar, idea de repenteincongruente pero tan necesaria, obligatoria, sin la cual ningún amorhubiese sido posible, ningún encuentro, ninguna vitalidad. O para Virginiael mismo persistente olor, que la seguía como una sombra que Virginiapretendía desear seguir y que se desvaneció tiempo luego, sin desaparecercompletamente, confundido para siempre en un interior ministerial y enuna extraña idea de destino privado, intransferible, ciego y mudo. Pablo y

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Virginia amándose en el baño de hombres. Diez urinarios, y al extremoopuesto las puertas entreabiertas de diez retretes tupidos de fantasmascual una ilusión óptica, una escenografía típica de esos alardes de limpiezaen los baños públicos que persisten siempre en medio de tanto olor fósil,poderoso como un deseo mortal de aplastar al otro contra el muro, y avanzar.La blancura del baño parecía inerte, puesta allí desde la antigüedad,categórica, viva. ¿Por qué, se preguntó Virginia, conducida por Pablo a unlugar escogido en realidad por ella misma, por qué esa predilección, la deun hospicio feroz obligando a su hombre a ocultar el rostro de Virginia enel urinario, soliviantando su propio cuerpo y deseando regresarlo hasta elborde del ingreso al Ministerio para que gritara así con ese eco de luz, deblancura, de reaparición? ¿Por qué un azar? ¿Por qué la locuacidad deVirginia durante las horas de trabajo reducida a una ansiedad y a sólo unadecena de metros entre el escritorio de Pablo y un baño de hombres,recorridos una y otra vez como si nunca hubieran sido recorridos, como sila vejez de ese recinto público, privado, neutro y universal le hubieradescubierto a Virginia el trayecto mismo de una ansiedad pero sin camino,sin huellas, en rigor sin lugar? ¿Y por qué el descanso de una escalera deservicio, a una hora imposible, probablemente escogida adrede en un actode inconciencia, apuesta contra el tiempo y el azar de una brusca aparición,apuesta contra ellos mismos? (Tiempo más tarde Virginia pensaría, librepor la ausencia de muros, que el descanso de esa escalera delimitadaprecisamente por una geometría hecha de una escalera y de dos paredesy que comunicaba con puertas de acceso al tráfico ruidoso de corredores,Virginia pensaría que la llegada de alguien abriendo esa puerta para bajaro aquélla para subir hubiese sido como una aparición adherida simplementea una de las puertas. Aparición para quién, no importaba. No importaba ya.Hubiese sido de todos modos invisible, muda como las coincidencias, comotodo hallazgo de importancia, como el miedo.) ¿Por qué Virginia y el corredorprincipal saliendo de la oficina de Pablo: un largo enlosado de cincuentametros de mármol terminado en el ascensor, promesa de un laberinto—Virginia y un ascensor principal? Pablo lo tomaba todos los días,antiguamente. ¿Adónde llevaba? Un ascensor ministerial supone sólo unatrayectoria funcional, de la oficina a la calle y viceversa, de la oficina a lacasa, trayecto vertical apretado, reducido a una materia paradójica puesnadie sabe, en el azar que reúne a un cierto número de funcionarios enunos instantes de viaje, lo que sucede en esa coyuntura desordenada ycondensada como una terrible masa atómica: materia palpitante, decisionesen trance de cobrar forma, o de morir; gérmenes, fisuras, incertidumbres,agobios, lágrimas, ansiedad, esperanzas, transcursos, descenso hacia uno.Trayecto vertical invisible. ¿Por qué el eventual recorrido de Pablo,silencioso cual esa invisibilidad, iría de su oficina a un ascensor, largoenlosadoterminado en un laberinto? ¿La hora? ¿Virginia misma? Pablo y Virginia

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bajando en el ascensor a la caída de la tarde o subiendo al día siguiente ala oficina no eran ni para uno ni para otro el misterio de un pergamino enel que figura por ejemplo un texto antiguo. Mirados desde fuera, elloseran sólo parte de una masa atómica invisible maravillándose en sí misma.Para Virginia de pronto el ascensor fue, sin embargo, un eje. No, un juego,como cuando de niña y cuando en los primeros edificios elevados de laciudad ella sólo se ingeniaba —creyendo que se atrevía— a apoyar el botóndel undécimo piso antes de empujar el del segundo, previo éste al décimoantes de descender al tercero temiendo continuamente una llamada delexterior, un imprevisto, la llegada de alguien; una impertinencia, la llegadadel dueño del ascensor. Un castigo. Un eje. Virginia tuvo la ideadescabellada de ponerse a seguir a Pablo al salir, como si su cuerpo sehubiese despuntado, inmediatamente antes de darse cuenta de la locurade ese olvido. El olor de nuevo en el Ministerio fue aquel que se diluyó enla atmósfera general de un ascensor que baja un viernes cargado comohormigón, un día en que Pablo y Virginia, mezclados en esa corpulencia sinpoder mirarse, húmedos todavía de haberse amado en la filmoteca,descendieron hacia una vereda confundidos en la muchedumbre defuncionarios salidos de oficinas. Y Virginia se preguntaba adónde. Adóndeconducía un ascensor, que llevaba a Virginia acompañando a un hombrenuevo, silencioso, casi hubiérase dicho rescatado si Virginia no hubiesesido participe de lo contrario en un hombre localizado, literalmente, enactos de amor antes de tomar nuevamente un ascensor de bajada alterminar el día, éste también literalmente finiquitado en un coito salvajecomo si después de él, y en el silencio pesado de Pablo, hubiera habido lapresencia fantástica de un corredor recto, suficientemente largo comopara que apareciera repetitivo, único, expuesto al términus, al recomienzode qué, a qué sospecha, al inicio de qué nueva peregrinación, y de quérescate. Entonces qué era ese olor. (Qué era un Ministerio público. Virginiano sabía que Pablo no buscaba escondrijos, probablemente porque ellabuscaba los suyos. Y porque él conocía el lugar. Virginia encontraba díatras día, amor tras amor, una serie innumerable de situaciones. La primerade ellas, el hecho de no haberle pasado por la mente que podía preguntarlea Pablo dónde había vívido en todo ese tiempo, qué había hecho, qué habíapensado, qué había pasado. Lo que pareció turbio fue que Virginia creyeraque el hecho de regresar juntos luego de culminar la jornada suponíasiempre el regreso, cuando al mismo tiempo el hombre que acababa deconocer se aparecía fresco, expuesto al toque, y pronto a una posiblerepetición. El ascensor cobraba allí sus formas propias, y el corredor lasde un símbolo que el amor que Pablo y Virginia cometieron en él un fin desemana en que se encerraron en el Ministerio hasta el lunes, no pudoexplicar. Pablo acuñó a Virginia a cada momento que en el zócalointerminable de cincuenta metros de corredor desde su oficina hasta el

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ascensor la rabia del suelo que se desarrollaba sin mirarlos le hacía ver aVirginia la progresión interminable, hambrienta e infinita que no lamodificaba, que no transformaba el trayecto, que no rompía el mármol nitransfiguraba lo sucedido la víspera, ni convertía a Pablo en imagen perfectadel amor, y Pablo sabía que Virginia se encontraba allí, a lo largo de uncorredor entre la puerta de su oficina y un ascensor demasiado conocido,prófugo, amigable, grano de arena en el alma. Pablo la acuñó. Sus silencios,que no eran necesariamente prolongados, hicieron presión. O, por elcontrario, le parecieron a Virginia diluirse en todos los rincones de eseantro ministerial cuyo silencio, a su vez, se absorbía en el de Virginiamisma, resultado de placer, de amor ciego, de devoración y de unaatmósfera general en la que su propia superficie se volatilizó, extraviadaademás en interrogación. No había ningún temor; y la aparición sistemáticade un ascensor no celaba nada. Virginia sólo se preguntó qué pasaba, unay otra vez, desde el instante en que, esperando su ingreso, hacía tiempo,ella había tenido conciencia de una euforia o de una nada, hasta aquel enque un silencio mucho más pronunciado venido de Pablo, bruscamente, ladoblegó contra una columna del auditorium, cuerpo de aullido, de acción,de puro amor.)

El enlosado del corredor llevando a Virginia al ascensor fue por elmomento la metáfora de un resbalón, de una modificación a partir de pocacosa, de casi nada, ésa fue en todo caso la impresión que tuvo Pablo deVirginia en el mostrador de la cafetería del Ministerio, una larga superficiede vinil en la que los enamorados rodaron como irrompibles. Poca cosa; ocasi nada. En la anchura relativa de ese lecho más que aleatorio que Virginiaparecía reconocer como pegado a una piel antigua, extrañeza en sus ojosque no escapó a la perspicacia de Pablo, y que uno hubiera podido fácilmenteimaginar entre dos abismos, el amor de Virginia rodó desde una largasuperficie de vinil hasta un precipicio situado entre dos paredes. Susesfuerzos fueron vanos por recuperar a un Pablo en forma, seguro de sí,viejo, en suma, experto, continuamente presente, Pablo amaba a su mujermás allá de él mismo, «desde su lugar», por lo que nunca diría nada; yVirginia se quedaba sola, lo que no le impedía ni le impidió un recomienzo,una recapitulación del amor, en aras del saber, y que propició una avalanchade impresiones: la Biblioteca por ejemplo: un imperio de polvo viejo, lasensación de una desolación, de un desastre, la idea de haber vivido ya, dehaber vivido pegando el ojo a un fogonazo en el que el ojo se olvida, o a unagoma en la que el sexo, a fuerza de pegamento, se evade en un localdesocupado a mediodía y abarrotado de libros porque no hay nadie o porquela superficie de una Biblioteca cundió en el aire sobrecargado de imágenescomo de abandono súbito, de descuido inmemorial, éstas a su vezsobrecargadas de verdadera antigüedad, de mortaja. (¿Por qué? ¿Qué había

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en una Biblioteca de Ministerio? ¿Qué había de pronto en una Biblioteca?¿En un edificio de libros, más bien en una nivelación horizontal de estantesrepetida hacia arriba cual un crecimiento, una desnivelación original? ¿Quéhabía en un universo? ¿En una desnivelación universal, tanto más atrozcuanto que su inmovilidad, que le borró a Virginia los ojos cuando ésta lapresintió repentinamente como una fantasmagoría legendaria, y más queconocida, en esa inmovilidad y en esa desnivelación, y que se identificócon un universo ministerial cotidiano del que Virginia formaba parte através de los resquicios silenciosos de un Pablo mostrándole la ruta?Virginia pasaba de Pablo a Pablo, y sabiéndolo; asociándolo no ya a sucuerpo sino a lugares, que se transformaban en propios, en sitios, enmemoria, en ese pasado mayoritario que le hizo pensar justamente en unfogonazo, en una goma, y en una mortaja, antes de que Pablo la condujeraa su propio escritorio; el escritorio mismo de Pablo, el lugar mismo de unavieja espera de Virginia en la soledad. Una infancia de repente verdaderamentepróxima, que Virginia no supo si determinarla en su niñez o en un tiempomás cercano, prácticamente inminente, casi una revuelta porque el tiempose iba, lo que no sucedía ya con el lugar de la niñez, incrustadoparadójicamente en ese hombre; más bien en un ascensor. No. En uncircuito, y en un escorzo atroz: el lugar mismo de una vieja espera deVirginia en la soledad comenzando automáticamente a desfallecer, comouna vieja imagen, para tomar nueva forma en la superficie del escritoriode Pablo en la decisión gradual, visual y potente de la infidelidad, únicorecurso frente a un lugar imposible. Seis meses después del ingreso deVirginia, la locura de la pareja había circuitado el Ministerio, lo habíatrazado de arriba abajo y de derecha a izquierda, en diagonal y al revéspara que el espacio se revolcara o para que el laberinto se deshiciera encierto modo, o se ordenara en lo cotidiano de dos existencias consagradasen adelante a jornadas ministeriales. Pero para Virginia habido2 de entradauna ambigüedad. Quizá porque llegó tarde; o porque desconocía el laberinto.O porque no esperaba darse de cara con un diseño particular, con unaatmósfera (que fue un circuito en realidad, y que sería trazado por ellamisma siguiendo huellas encontradas, holladas previamente por un hombreen un lugar suficientemente adecuado como para que los signosaparecieran frescos, casi sinónimos, y sin contradicción). Virginia buscandoescondrijos, extraviándose en el quehacer del amor, había comenzado atener de Pablo la opinión de quien mira la superficie de un mueble con elinterés de un especialista amador que no es necesariamente un anticuario,y que no pretende tampoco comprarlo (así como uno no piensa nunca queun Ministerio es el ministerio de un Ministerio público y sin embargosigue convencido de que el trabajo allí no es solamente una función) porqueel fogonazo del sexo reventando ojos serruchaba al mismo tiempo el sexode una mujer en un acto que se ponía a pedir a gritos la desaparición de

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un viejo soporte, de una mesa de juego, de un escritorio en el que Virginiacreía ver, veía, ya no una larga espera deseada, sino un souvenir, en elque un hombre no entraba.

El enlosado, liso, geográficamente simultáneo pero cronológicamenteanterior, promovió asociaciones, que se relacionaron inmediatamente conimágenes originarias, contradictorias, tersas, inclusive mucho más queevidentes: la superficie cual un enlosado, el enlosado cual una visión,Pablo como alguien verdaderamente primario, Virginia misma como unasorpresa, y la visión entera como un puro real, que fue totalmente verídico,y fuera de sí. Virginia se encontró en consecuencia esperándose. Pabloesperó en otro sentido, en aquel que, de ordinario, podía significar queel poder de la eternidad se encuentra en el que espera, simplemente,sabiéndose la espera misma, es decir el poder. «La mujer es así», pensó,repentinamente; ignorando que la espera misma, o no tiene sexo, o noexiste, o si está en algún sitio se confunde más bien con un estado deánimo particular o con uno general que puede tomarlo a uno por la espalda,cundir también como una lumbrera, como el vértigo de un enlosadolustroso que en su velocidad se erige en vertical, se eleva, cae, pierdeel control — o gana otro; o puede cundir como oscuridad, como olvido; otardanza en comprender, alguna lentitud en el amor, tal vez, algún desvíoinfinitesimal en la vertical, en la posición del amor, en la deposición delacto, en la configuración de una noción ministerial. Porque la parsimoniaperfecta de Pablo cundió efectivamente como una lumbrera mate,homogénea, por así decir: lineal (cuando Pablo creyó pensar que lailuminación de su sexo se perpetuó en esa luz de la presencia de Virginia,las formas de ésta se estaban ordenando en el recuerdo de un recuerdo yen un temblor que Pablo veía debajo de una blusa repandiendo3 alrededor,no algún principio, o el inicio de un temblor, sino esas formas verdaderas,y Virginia caía en la trampa de un viejo souvenir de Virginia buscando lossilencios de un hombre conocido aquí, conocido allá, y de quien, además,no podía conocer los pasos cotidianos pues ambas oficinas estaban alejadasuna de otra, Pablo y Virginia se encontraban al fin y al cabo únicamente enel amor. Lo cotidiano de Virginia fue una pregunta pegada. Lo cotidiano dePablo parecía propiciar constantemente la desolación de ese fogonazoperpendicular a un ojo, a una situación, a una novedad sistemáticamenterenacida porque Virginia se percataba de que Pablo, en la eternidad deun escritorio erigido en zócalo, en monumento, en propiedad, enBiblioteca, estaba allí como muestra: la huella misma de Virginia, quiensupo, en una de esas terribles sacudidas del amor, que su hombre recogíaun residuo, y que ella seguía huellas propias. (Pablo no tuvo esa sabiduría,pero actuó como el sabio que se da el lujo de olvidar su ciencia al punto decreer que son los otros que la poseen: el muro ciego del ascensor, por

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— gastón fernández —

ejemplo, que se transformó en ímpetu, en dominación: bastó quedarseese día una hora suplementaria; esperar; proteger los territorios aledaños,hacer el vacío, y esperar que los otros se fueran, convencido de quepasar al acto es cumplir con una suerte de norma, como si el cambio dedecorado hubiese sido funcionalmente necesario, como si la posiciónambigua de un ascensor hubiese sido una noción de espacio; sobre todo:como si el instante intermedio entre la parada intempestiva del ascensoren el último piso y el contacto con el botón para hacerlo bajar a la calle yhacerlo subir otra vez hubiese sido la inminencia misma del terror, algoponiéndose a faltar, dos ojos abiertos y un grito fuera de Virginia, que sevio reteniendo una pared de ascensor.) (Extraña vocación, la de hacer elamor como si se tratara de una arquitectura, y ello sólo porque hay cosasalrededor. Hasta cierto punto era cierta la impresión de semblanza: Virginiaantes de ingresar, Pablo desapareciendo entre corredores, cual si Pablohubiera previsto una arquitectura similar. ¿Pero cuál? Las similitudes erandiferentes. En el extraordinario silencio del ascensor, revestido por únicay última vez con una capa de tierra firme, el camino hacia un simpledescenso y una ascensión tan espectacular como hueca (y tan seria comoun ascensor que subió y bajó a dos amantes en el silencio de una línearecta), ese camino fue para el silencio y los ojos desorbitados de Pablo,convencido de la existencia formal de una mujer, el camino de Virginiatocando muros, apretando un botón, luego un botón.) (Extraña vocación,además, la de buscar paredes, la de reconocer brutalmente cuatro paredesde un ascensor ministerial que lleva y trae a funcionarios diariamente, quelleva y trae y lleva, trae, ordena, evacúa, absorbe y organiza, inflama,seduce, gasta, guía, desinfla y rellena a funcionarios como la vertical deun ascensor modela su propio espacio, las formas y la capacidad de unascensor matemáticamente exactas.) Extraña vocación. Bastó quedarseese día una hora suplementaria. Las paredes, los archivadores, losángulos rectos, la dirección; las paredes simétricas de los corredoresdel Ministerio, los archivadores de metal, los ángulos rectos de cadaesquina de corredor, la dirección obligatoria hacia el corredor siguienteo hacia la cafetería del personal o hacia la filmoteca o hacia la salida delMinisterio se habían condensado en horas de trabajo, en horas enterasde dedicación, de honestidad profesional, de amor. Virginia se acostumbróal silencio, evidente, manifiesto, y útil, resignándose por consiguiente aun silencio ministerial tanto más intenso cuanto que oficiaba de maravillas,marchaba sobre ruedas, se hacía por sí mismo, borraba toda huella,satisfacía la necesidad de ocultarse cuando la necesidad se hacía sentiry cuando la idea pedía su concretización; todo lo que el Ministerio podíadar, todo lo que una maravilla ministerial suponía como trascendencia,todo lo que el silencio del amor suponía a su vez efectivamente comoespejo del amor.

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Esa imagen también fue nítida. Nítida hasta el vértigo de su nitidez.Virginia presentó su renuncia. Ella nunca supo a qué renunció.

Bruselas, verano 86 - invierno 87.

1 Este relato se publicó en Kuntur, 6 (1987); pp. 27-34. Aparentemente no hay variantescon respecto al texto final que se incluye aquí, salvo los espacios entre párrafos, que nose reproducen en Kuntur.2 Así, en el original.3 Así, en el original.

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anexos/correspondencia

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página anteriorpostal de gastón fernández a enriqueta belevan

en esta sección aparecen la respuesta de gastón fernándeza una encuesta y muestras de la correspondencia que dirigió a su

hermana mariana y a sus amigos helena araújo, enriqueta belevan yjosé kozer. por falta de espacio no se incluyen las respuestas de éstos.

en el caso de helena araújo incluimos un breve texto suyo publicadoa la muerte de g.f. de kozer, pequeña excepción, se incluye un par

de sus respuestas a g.f. una reseña bibliográfica completaeste conjunto.

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por qué no vivo en el perú

[Respuesta de Gastón Fernández a la encuestaPor qué no vivo en el Perú, hecha por los editoresde la revista Hueso húmero entre escritores,artistas e intelectuales peruanos en el extranjero.]

pregunta implacable porque eterna, infatigable, salvajemente maternal,a la cual uno podría dar respuesta rápida y categórica en cuatro palabras, oafrontando en diez páginas las dificultades más grandes sin ningunaposibilidad de acuerdo. No conozco, personalmente, a ningún peruano enEuropa. Ignoro móviles privados. Y los míos no me interesan porque lapregunta es vana. Quiero decir que, aplicada al régimen políticolatinoamericano, colocar de otro lado una respuesta sin peso, y en el fondosin ninguna importancia, al lado del testimonio de un expulsado o de aquelque sabe quizá de la tortura, es indecente. Sin interés por otra parte porquela mezquinería y el escándalo de una civilización total y aparentementepodrida para siempre por la maldad universal, y en medio de la cual, enprincipio al menos, todos nos proclamamos negros, pobres o simplementeextranjeros en el desprecio del poder, no tiene fuerza ni derecho parareducirnos a un territorio. A menos que nos reduzcamos a todos. El resto(incluso derechos legítimos, incluso, sobre todo, el sentimiento nacional) essin interés.

Bruselas, 1981

Hueso húmero, 8 (1981); p. 114

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correspondencia: helenaaraújo

helena araujo. colombiana. estudió letras en la universidad nacional(colombia), en maryland university (washington) y en las universidades deginebra y lausana (suiza). en 1971 se establece en lausana, donde participaen seminarios de literatura en la universidad de dicha ciudad y enseña enla universidad popular literatura española y latinoamericana.obras de ficción: la m de las moscas (bogotá: tercer mundo, 1970) y fiesta enteusaquillo (bogotá: plaza & janés, 1981).

domingo 31.XII [1978]

Helena,

hicimos un regreso largo (10 horas) pero muy agradable (me encantarecorrer distancias, y ver la geografía quedarse, o cambiar). Y ahora lanieve cae desde anoche, continuamente, como a mí me gusta. Todo esblanco, el frío me hace sentir mis miembros, y tengo la impresión de quemi ojo es más avizor.Los trenesestánbloqueados,algunaspistas impracticables,la gente s’affole. Un cataclismo no les caería mal.

Mil gracias por tu acogida. Leí tu tarjeta. Por suerte no la leí antes, ypor suerte los libros no te llegaron, de lo contrario no hubiéramos podidovernos porque no habríamos podido llegar el 30. Así son las cosas. Meapena haber estado obligado, por el deber (!) del Colegio, a regresar antes.Pero nos veremos nuevamente, sino muy pronto, en julio, si mi madre seaparece realmente en Zürich. Me agradaría mucho hacerte conocer a esamujer.

a partir de 1980 dedica su investigación sobre todo a la producción literariade escritoras latinoamericanas. la scherezada criolla (sobre la problemáticade la opresión de la mujer como sistema de escritura; bogotá: universidadnacional, 1989); signos y mensajes (bogotá: colcultura, 1996).actualmente continúa sus labores de docencia; prepara una novela y unlibro de relatos. algunos de éstos, publicados en revistas y antologías, hansido traducidos al inglés, francés, italiano y alemán.

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— gastón fernández —

Recibirás «Mariví»1 en estos días. Una narración muy corta, un corto«homenaje» a mi madre. Sin ninguna pasión, y sin ningún rencor, tantomenos cuanto que nunca sentí nada «malo» con respecto a ella. Missentimientos maternales, paternales y fraternos siempre han estadovelados por algún refoulement o por alguna indiferencia innata (la sombrade la indiferencia me persigue. Es un proyecto que me gustaría muchodesarrollar: rendre la pareille à l’univers. Y tampoco por venganza, o pormimetismo (es lo mismo). Tengo las «cualidades» para ello).

Mariví, entonces, es el resultado de una página de diccionario leídapor casualidad una noche de Navidad; el confrontamiento con mi madreen el 74, luego de 5 años de experiencia europea y de nacimiento almundo; y de Mariví, una amiga de una amiga muy íntima: Dulcinea Ríos,hija de Juan Ríos, dramaturgo, poeta limeño, debe tener ahora unos 55años. A la Mariví nunca la he visto, sólo supe un día que ella había leídouna carta mía dirigida a Dulcinea y le había preguntado a ésta: quién esGastón. La pregunta, totalmente suspendida en el aire, e inservible, megustó. «Te voy a escribir algo sobre (o para) Mariví», le prometí a Dulcinea.Mis lecturas de Katherine Mansfield hicieron el resto. Lo «maravilloso»de esta narración, es que fue el primero «nuevo estilo». Al regresar deLima, con el verdadero descubrimiento de esa ciudad horripilante, de esamadre turbia y magnífica, releí todos mis escritos precedentes, y tuvecasi vergüenza: mi decisión de no escribir más de ese modo fue inmediata,y también muy serena. Mariví salió fácil, humorístico, casi feliz. Luegovino Nerón,2 luego Gigiel.3 Espero sinceramente que la imagen dolorosade la madre (¿pero cómo no escribirla sin dejar de ser yo mismo?) nocause mucho daño... Pero tant pis. El respeto me falta. No hay anti-realidadrespetuosa.

(Olvido a Manolete, a quien debo haber aplaudido a los 5 años. Tenía 7,lo recuerdo perfectamente, cuando, en un automóvil público —un taxi—me enteré de su muerte. No recuerdo la reacción de mi madre, que estabaconmigo. He inventado por consiguiente que ella me succionó la córnea.Manolete además estaba en el diccionario. Qué horror. Él, como Arruza,Procuna, Joselillo, Dominguín, constituían, en aquella época, aquellos héroesextraños en los que (imagino) mi madre y el público aficionado depositabantoda su confianza).

Tuve mucho contento, mucho agrado, al verte, al conversar contigo.Agrado físico, agrado interior, al saber que tenía delante de mí a un serlibre, sufriente, bueno y fundamentalmente inteligente. Mil graciastambién por ese presente. Ahora escucho a William Byrd, en la casipenumbra de la nieve, son las 3 y media de la tarde, y voy a darme un

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largo paseo en el frío. Después de Mariví te enviaré a Katrine,4 puestoque pienso en el frío. Casi todos mis relatos podrían titularse con un nombrede mujer, pero los títulos me indifieren, no me gustan, no me gustanrealmente. Critícame bien, y sin temor, pero no te equivoques... ¿Cómopodríamos saberlo? También es por intuición que me enfrento a las críticas.Mi autocrítica, y la intuición de mis formas son tales, que yo sé cuándo lascríticas son justas. Ellas, entonces, me hacen corregir. Y sé igualmentecuándo ellas son discutibles. De otro lado mi desapego profundo por loque escribo me libera del peso estúpido de la vanidad, o de la seriedad. Ysin embargo nada más absoluto, y serio, que lo que hago. Incluso la mínimacarta.

Hasta pronto, Helena. Otra vez gracias, con todo mi afecto.

Gastón

Estas hojas de papel, deliciosas, las encuentro en una boutique de papeteriegeuve brocante en papeterie. Me he convertido a la pluma. Es muy rico.

Bx. [Bruxelles] le 27.11.82.

Helena,

tres buenas noticias para los dos. Nos abrazaremos en París el 10, conNicole. Como de costumbre haré un viaje relámpago, pues el lunes 13tengo mi curso, a las 13 h. Por suerte la ciudad de Mons está en la rutaParís-Bxlles, por lo que podré salir el mismo lunes a las 10. Estoy impacientede pasar esos días y noches contigo y con Nicole. Esta vez iré acompañadode una muy buena amiga, que hacía tiempo me proponía una escapada aParís. Creo que Dominique Close será una compañía agradable. La segundanovedad: te llegará la ruleta rusa5 por correo separado. Ha tardado muchosobre todo porque mis cursos y los artículos tomaron su lugar. Y luegoporque, en verdad, me costó más trabajo. El próximo será más«tradicional». Es una bonita historia, ya verás. La tercera: Marcela delRío. Nos vimos en la Embajada, y de modo algo entrecortado por lasentradas y salidas. Con seguridad, si el consejo de redacción acepta eltexto, se publicará el Montesinos6 (recuerdos-coágulos en el cerebro) enel 1er número —mes de abril. Muy agradable, pero, en vísperas de su viajea Méjico, no hablamos mucho en su despacho. Le traduciré el texto parafin de diciembre, antes de ser corregido por un traductor.

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— gastón fernández —

Sí: tu consejo de ironizar, de reír frente a mi anonimato es paralelo ami disciplina: du calme, no ambiciones la gloria. Ça va. Esta situación esen el fondo mucho más equilibrada que la del hombre célebre.

Cobo: paciencia también. Te envío también el Rilke.7 Es la misma ideade la abstracción. Pídele de todos modos información sobre él, y a ver sime saca algún relato.

Qué maravilla. Han Suyin. No la he leído. La he visto y escuchado enla TV. Super dotada. Es muy criticada, por supuesto. Particularmente porun sinólogo belga desilusionado por Mao como tantos otros. Su críticaparecía fundada y Han Suyin me parece una inteligencia suficientemente[justa] como para «sauver toujours la face».

Escucho mucha música. Bach. Brahms. Es increíble esta potenciaalemana. Ayer tuve la ocasión de conversar con una de mis alumnas, unateutona, justamente, 20 años, gran equilibrio entre la juventud y la madurez,bourrée de joie de vivre y de seriedad al mismo tiempo. Escucho muchoa Glenn Gould, el último de los puritanos (pianista). Bach en sus dedos esuna delicia. Iré a Düsseldorf en febrero a ver a Matisse, que está por elmomento en Zürich. ¿Por qué no vas? Ya lo has hecho, sin duda. Heidelberg.Me gustaría estar allá con el olor de la calefacción alemana. La músicacontemporánea no me interesa. El sonido puro no me interesa. Piensomucho en el futuro. Desearía discutir contigo y con Nicole. Estaremostodavía jóvenes en el año 2,000, y sé que me será prácticamente imposibleadaptarme a la abstracción cotidiana. En todo caso, estoy ávido de tener60 años justos. La conquista espacial me emociona. (Y esta mañana, colmodel narcisismo, escuchando la cantata 43 y leyendo el Rilke, al recorrerlas líneas en las que cito a Lou, y luego al propio Rilke que cierra los ojosa fin de no perturbar el espacio con los contornos de su cuerpo, me puse allorar.) Bien, bien.

Vivement nos promenades à París. Estoy feliz con la idea de verte.Un abrazote.

Gastón.

Llego el 10 a las 17 h. Gare du Nord. Le he pedido a Nicole que busque unhotelito cerca de su casa, barato. ¡Éxito en tu mesa redonda!

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à St. Gilles, 16.5.1993

«Passent les jours et passent les semaines...» con tu carta, y otras,esperando mi deseo. ¿Cómo va mi gran amiga, la fiel, la soror? Con José,eres la única con quien desde hace años y años (con José 8) tengo estacorrespondencia amorosa. Si supieras cómo me hace bien, en silencio. Laúltima de José es un jolgorio. Qué tipo. Se retira paulatinamente del mundoprovisto paradójicamente de una materialidad prodigiosa. No podremospor desgracia vernos en agosto.8 El viaje a España para nosotros estáprohibido en meses de afluencia turística; y de otro lado no tenemos uncéntimo. Nunca antes hemos tenido esta dificultad financiera. No sé cómovoy a hacer para pagar mis impuestos, pues no tengo ninguna capacidadde ahorro hasta setiembre. No tomaremos vacaciones. Aprovecharé parapreparar una conferencia sobre «las fiestas, el negocio, y el arte comoinformación» en Amberes,9 «capital de Europa» este año. La vida se vuelvecarísima aquí en nuestra Europa. Mañana doy una conferencia en el IHECS,Instituto de Altos Estudios de Comunicación Social, invitado por un buenamigo filósofo que enseña allí. Gratis, por supuesto. Les hablaré de lasrazones del fin de la Historia y la depresión de Europa. Hermana, no meextraña que, como me dices, no sientas tanto como yo esa quiebra de losvalores y ese aire viciado que viene de la Razón, puesto que te proteges,y vives en la ficción. Yo he renunciado a la ficción, y he escogido la mejor,la única verdadera: la de la Historia. Todos lo saben en el fondo, y nadiequiere saberlo. Y el sistema aprovecha para continuar la manipulación. Ylos intelectuales son los primeros en lanzarme piedras. Por suerte no losfrecuento, no voy a sus cuitas, nadie me conoce; o de lejos. Ya te he dichoque prefiero ser una voz que una imagen. Sólo acepto conferencias deeste tipo (mañana), prácticamente privadas. Del libro no sé nada. Esa genteno vive: se activa, está en todas partes: revistas, soirées, exposiciones,coloquios, tienen hijos, viajan, nunca están en casa, editan poesía, van alcine, no viven. No me llaman. Tengo cientos de ejemplos de intercambiossin comunicación. He allí la abstracción. Todos viven en ella, lo sienten yno quieren saberlo. Se desequilibrarían.

Tú tienes un inmenso poder de casi reconstitución del pasado: obrasde arte, literatura. Te zambulles en Florencia o en una novela, y salespurificada. Yo, imposible. No puedo hacer abstracción de lo abstracto quees un monasterio bourguignon, rodeado, invadido, de nada: turistas, suvacuidad contemporánea. No tiene esencia, porque si la tuviera seríasiempre el mismo monasterio. Si no lo es ya, es porque en su programaestaba inscrito el restaurant en el que se iba a transformar. Yo no vivo enel pasado, vivo en el futuro, o sea en la verdad. Eso es lo que me protege.En Baeza (Andalucía), el antiguo claustro (dos pisos magníficos) de San

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— gastón fernández —

Francisco es el mejor restaurant de la región. Soberbio. San Juan de laCruz dejó sus huellas en la misma calle. Conclusión: el claustro no es elclaustro. ¿Comprendes? Cuando se construyó, el claustro ya estabacondenado. Yo vivo en esa verdad; es la que me conviene, y la que convieneal claustro —porque, si el claustro hubiera sabido que sería un restaurant,se hubiera suicidado, y tú no podrías verlo. Es la verdad de la Historia. Esporque la he comprendido que no me molesta retirarme del arte. El arte,además, ya se retiró de sus artistas. Estos no quieren retirarse de élporque hay dinero de por medio, y vanidad. Personalmente, prefiero lahumildad a la vanagloria, y la verdad a la mentira.

Leo budismo, una historia del concepto de naturaleza en Occidente,releo Simone Weil, las Antimemorias de Malraux, Bachelard. Las novelascontemporáneas, «la ficción» son insignificantes. Como los claustros, laliteratura se ha transformado en producto de consumo. Cada cual hace deella lo que le conviene; la literatura, la poesía y el arte ya no dependen dela «literatura», «la poesía» o «el arte» sino de lo que cada individuo (sinliteratura, poesía o arte, puesto que ya no existen) hará de eso. Ça. Ya hayel hipertexto. ¿Lo conoces? Pronto desaparecerá el libro y el autor. Loshumanos no tienen esencia. Ni tú ni yo somos lo que somos. No somossino un tránsito. Tú no conoces sino la millonésima parte de lo que esGastón y no «lo conoces» sino con la millonésima parte de Helena. No hayrealidad posible. Por eso es absolutamente justo, equitativo y saludableque vivamos en la ficción, en la mentira, en la ilusión, o en la nada.

Besos

Gastón¡Qué simpático y refinado, tu sello!

Bxelles, 4.6.937 p.m.

Soror,

recibí tu amistad y tu calor, y parte de tu vida, a mediodía. Mañanatempranito me voy en un car a París con 50 alumnos de Braine —miEscuela. Regresaremos el domingo en la noche. Veremos Matisse, elTiziano. Hace dos años, o más, que no sé lo que es pasar dos días en París.Me has hecho respirar las magnolias y los rododendros del lago. Jamás heolvidado esa belleza, y aspiro siempre a renovarla. Dominique y yo haremos

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el esfuerzo de ir durante una jornada a Giveray, para saludar al viejo Monet.Ella necesita ese desfogue. Hoy en la mañana, su mamá tuvo que sertransportada de La Panne a Bxl en ambulancia. Un ataque de ciática,prolongado en una rodilla ya frágil, la inmovilizó hace unos días, obligándolaa llamar de urgencia a Dom. puesto que estaba sola (Bob, el papá se habíaausentado por 2 días). La mamá tiene una suerte de leucemia no declarada,que la obliga a hacerse transfusiones cada 15 días. Por el momento, elfuturo de la mamá, el de Dom. y el mío están bloqueados. Especialmente,por cierto, el de su mamá. El nuestro no es grave, mientras la salud y lamoral son buenas. Yo no veo ninguna solución socio-política a la muerte dela historia occidental antes de 50 años. La única solución es la que resideen la elección individual, y en ella no hay juicio de valor, puesto que laselecciones serán individuales. Vivir en el sueño idealista será una deellas; vivir en la intensidad del presente primario será otra; vivir en Diosserá una tercera. Todas valdrán lo mismo. Tú me citas ese bello poema deCelan, a quien conozco (se echó al Sena). Estoy teóricamente de acuerdocon el amor que le tienes al poema. Sin embargo, la contradicción existeentre tu amor y lo que piensas en general del arte y de las cosas de lavida. Es a partir de esa conciencia de la Nada (a la cual Nada ha llegadoracionalmente la Historia) que habría que fundar el verdadero humanismo.O sea: sin «arte», sin «religión», sin «ideal», sin «humanismo», sin «algo»,pues no hay Nada. Ése es el crimen de una Razón que no ha comprendidosu propio triunfo. En verdad, L´art envie,10 no trata sino de eso, de lo queyo llamo «le triomphe ignare de la Raison».

Me debato � calmadamente a pesar del desgarramiento� en esasituación. Qué estrategia mental llevar a cabo en la conciencia de la Nada,sin caer ni en el misticismo, ni en el arte, ni en la esperanza. Creosinceramente que es posible, y sin problema. Sólo hace falta una disciplina,y confianza en sí mismo, lo que nunca me ha faltado.

(L´art envie será publicado en setiembre del 94. Carta del editor, hacecuatro días, notificándome el entusiasmo del comité de lectura, compuestode los mismos que aprobaron La fable.11 Era de esperar, sin falsas modestias.Mi pensamiento será válido � entrará en vigor� dentro de 20 años. Yoya no estaré en Bruselas...)

(Sigo leyendo, acumulando pruebas. Algo hastiado de lo que ya seterminó. Debo hacer esfuerzos —eso es la belleza para mí, fuera de lasaves, la naturaleza, las estrellas y el conocimiento)

No comprendo bien lo que me dices: «que rechazo los momentoshermosos que me son dados por fidelidad a una postura intelectual, a una

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— gastón fernández —

posición intelectual, a una visión intelectual que no tiene por qué serexistencial».12

Hermana, la de mi alma. Primero, que no hay nada que no sea existencia.La Nada que tú amas en Celan es existencial, fue toda la existencia deCelan pero se suicidó en la Seine. La ficción es existencial. Segundo, miposición (postura, visión) no es intelectual, es moral; más bien: ética. Lamoral exige dogmas; yo prefiero la ética, que exige un savoir-vivre. Detestoa los intelectuales, pues justamente son ellos los que posan. Tercero, tengofrecuentemente momentos hermosos. Encuentro poesía en mi cabeza.Me cruzo con mujeres en todas partes, en el museo, en la calle, tengovarias amigas cómplices que no pasan los 21 años. No soy Casanova, y esseguro que esos momentos «hermosos» que paso con Joëlle, Muriel, Marie,Bertha (una española, a quien conocí un día de lluvia, cuando su movimientohacia mí pidiéndome el paraguas, coincidió con el mío que se lo ofrecía),Cécile, Emmanuelle, esos momentos no culminan en la desbandada. Peroalgo pasa, que me es propio, y que yo transformo como puedo en lo que hayque transformar. (Cécile, por ejemplo, a quien conocí el año pasado cuandoella me buscó, luego de una visita al Museo con su colegio —tiene 16años, Cécile ya no existe. Le escribí mandándola al infierno de la lucidez,que ella erigía como un objeto [de consumo]. Un año de correspondenciadurante la cual su vanidad la derribó. Ya te contaré la historia.)

Para la hermosura de los momentos, no necesito el cine. Necesitopocas cosas, cada cual con su genética. Tú necesitas el mundo en el quevives, como si las magnolias, tus cuatro joyas (seis, con los nietos; ochocon las nueras) y los rododendros y la placidez del [barullo] te hubieransido congenitales. Yo necesito el barullo vulgar de este café —que desprecioen sí mismo— para escribir mis cartas. A cada cual su encanallamiento.Una parte de nosotros mismos ama la vida; la otra desea la muerte. Elproblema del Occidente es éste: no tiene gente como Demócrito, Epicuro,Marco Aurelio, Lucrecio, Montaigne, Buda. El Cristo, no... Porque el pobrese creyó Dios. El Cristo ha sido una recuperación del Cristianismo, queracionalizó lo que no fue sino un símbolo en la boca de Jesús. El terrenoestaba ya preparado por los griegos (Logos) y por los judíos (Creación). Elproblema está entonces, no en Jesucristo (lo mismo da decir Buda), sinoen la razón, y en la Historia. Tenemos, como cultura, el deber ético de rompercon la razón y con la Historia. Pero hay esto: son la Razón y la Historiamismas que han roto con ellas mismas, y ni la razón ni la historia lo saben.Ése es el crimen.

Te confirmaré si podemos ir a Amsterdam el 7 de agosto. Dame todoslos datos. El aeropuerto está en el camino del tren. Sería lindo pasar un

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día juntos; es posible. [Añadido:] Sí es posible. Estamos listos para el 7.Esperamos instrucciones precisas.

(Recuerdo «Senso». Hermann Hesse [...] Todos los amigos de los queme envías los nombres, son los espejos que verás —como reflejo, comoespejos— poco antes de morir. El conjunto de esos espejos será Helena.Y el gran espejo será el resultado de la [...] de todos los reflejos, quellevará como nombre: Helena. Celan sonríe en el Sena.

Te quiere,

Gastón

Bxl. 26 nov. 93.18.30 h. en La Cigale, con una

humedad del cuento y 1 grado. La temperatura ha subido, la última semanaha sido muy fría, lo que me obligó a poner la calefacción para evitarproblemas con las tuberías. De lo contrario, salvo cuando la humedad esinsoportable, soporto bien los 9-10 grados de Albanie. El amor al desafío,el deseo de estar más cerca de la precariedad de la vida que de la seguridadde la muerte funcional, y razones económicas, me invitan a la sonrisa de9º en casa. No te preocupes por tus cartas, notas y fotos: me llega todo. Temandé la postal para disculparme de mi falta inopinada de memoria, puesCalifornia llegó bien, tan bien como, hoy día, tus últimos papeles sobre Z-Debray, la cual llegada me sorprendió pues el país está sumido, hoy viernes,en la huelga general. No había Correo. Tal vez llegó ayer, y el cartero lapuso en otro buzón, y el cambio se hizo hoy, gracias a un vecino.

Dime, ¿en qué libro escribe la Arendt todo eso acerca de Galileo, lasorpresa de Occidente? Nunca he leído a esa mujer, que me atrae desdehace tiempo. Hay otro resorte en Occidente, y que habría que estudiar afondo: la melancolía, el spleen, la tristeza. Es muy importante. De Certeaume ha hecho saber en su Fable mystique, que Boehme y otros místicoshabían hecho comentarios sobre el «odio» inscrito en el Creador, en «todoeso». Hace tiempo que pienso en eso, pero hay prioridades: la luz, elfuncionalismo.

Leo a San Anselmo... GF acaba de sacar su Proslogion («alocución»)sobre la existencia de Dios, esa prueba es tan magnífica que no necesitapruebas. En el siglo 12, «il fallait y penser». En 1950 Magritte [...líneailegible] conocer al santísimo italiano, decía lo mismo. Lo que no es nada

— correspondencia a helena araújo —

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— gastón fernández —

sorprendente. Poquísimos son los que en el siglo 20 saben que nuestracrisis se explica por la teología. Yo lo sé.

El libro de De Certeau, que terminé hace tres días, es fabuloso. Nodice sino una sola vez: «la época contemporánea», y en la mismísimaúltima página. Y sin embargo todo el libro dice entre líneas la crisis delsiglo 20, a la cual pueden aplicarse los comentarios sobre lo que ya escrítico en el 16-17. Dile a Freddy que estamos buscando lo mismo, concódigos lingüísticos diferentes, desde el fin del medioevo.

Muy interesante el diálogo Z-D. Yo no capto aquí France-Culture. Marxintuyó la verdad pero utilizó instrumentos imposibles de imaginar en 1840.La verdad es que, en Occidente, dentro de, digamos, 200 años no habrá«clases» sociales. Habrá diferencias, pues siempre las ha habido: el quedirige, y que tiene poder, prestigio, y mucho dinero; y el que no dirige, yno tiene ni poder ni prestigio, pero que tiene suficiente dinero, o al menoslas facilidades para servirse de él. La gran mayoría [será] homogénea enese sentido: todos podrán gozar de los bienes de consumo y de los serviciosdel automatismo. Ya es así. En el fondo, esa sociedad «sin clases» estotalmente cierta. El hecho de que haya marginales, injusticias flagrantes,gente que duerme en las calles, no me parece depender de «clases», y,hasta cierto punto, es un resultado de la homogeneidad, un resultado casinecesario. La utopía de Marx es imposible, pero la homogeneidad sí esposible. Si Marx hubiera dicho «funcionalismo» no se hubiera equivocado.Y si hubiera dicho «teología» en lugar de economía, se le hubiera [...] mejorahora. La intuición de Marx hizo blanco, no su razón.

En arte, todos hicieron blanco sin saberlo. Joseph Kosuth, un artistaconceptual americano, ha dicho que los conceptuales son más místicosque racionalistas. Tiene toda la razón. Salvo que no dijo que, de todosmodos, ser racionalista es ser místico. Y de otro lado no ha insistido, y noha sacado la conclusión de su afirmación. Ésa es la tara de nuestros filósofosy artistas: no saben explicar. Y yo deploro que todas esas energías no sirvanpara nada. Hacen, sin saber lo que hacen. En L’art envie he escrito: letriomphe ignare de la Raison.

Dominique bien, en medio de las amenazas de financias, de la increíblebajeza del entorno, de la incertidumbre del futuro, de la falta de dinero, dela total ausencia de protección. Praga fue cocasse. Nos fuimos con Antonioy Lucette. Lucette es su íntima amiga, Antonio un franco-español andaluzdel que hablaremos un día. Todo un caso. Él manejó la ida y vuelta. Toda lanoche a la ida. Toda la noche a la vuelta. Llegamos a Praga a las 7.30 de la

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mañana, y a Bruselas a las 4 a.m. Dominique y yo coronamos los cinco díascon una noche cumbre de la cual no me acuerdo: fuimos abordados (no.Dominique fue abordada —yo estaba a su lado pues regresábamos a casaa medianoche, luego de haber cenado con A y L— por una pareja). Él, 60años, hermoso, checo, seducido violentamente por la belleza de Dominique.Estábamos en medio de la calzada. Yo dejé hacer. La pareja (Él, más bien,pues Alena no decía nada, y además no era su mujer. Era su vecina, con lacual salía de vez en cuando) él nos invitó a un bar. No recuerdo sino ciertosmomentos de lo que siguió, porque las tres botellas de champagne queRobert Mach pidió dieron conmigo. Uno de esos momentos es la despedida.Me sentía pésimo. Le hice gestos a Dominique para que comprendiera queyo ya no podía más, retuve un beso en la boca que me dio Alena, y nadamás. Dominique te contará el regreso, tan espectacular que Dominiquese orinó de risa. El día siguiente fue el del regreso, que para mí fue horrible,porque las náuseas me invadieron, sin poder vomitar. Por suerte, pueshubiera sido el espectáculo: en las calles, en una farmacia, en el carro,allá por donde iba, en uno que otro almacén, pues queríamos comprar losúltimos recuerdos.

La ciudad: bellísima. Vimos la décima parte. Dos días de sol, y tresbrumosos y fríos. Hubo Mozart, danza, encuentros y risas. Nos hemosprometido regresar, y pronto.

Un abrazote,

G.

Pinchat, cerca de Bruselas, 5 julio 94

Muy querida:

aquí, en la casa de campo (en realidad su residencia habitual) de una demis alumnas-amiga y de su hija, alumna también, por seis días. El día es,por primera vez luego de casi 20 días de sol y de fuerte calor, inestable.Hemos tenido hasta 32 grados. Escribo cartas, leo casi nada porque conversocon Claudine et/ou Joëlle, o escucho música (te escribo con Chopin allado). Vieja casa, gran jardín, árboles frutales, dos gatas, tres gallinas,vecinos agricultores, o petits-bourgeois con ínfulas de rico construyendocasas horrorosas, «modernas». Tu diario sigue siéndome interesante.Desde hace un tiempo está más denso, y nunca te pregunté si contabascon hacer de él algo serio. Magdalena, Arendt, Cioran. Carol me ofreció

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— gastón fernández —

un día un libro firmado por él. Pero ya no lo leo, y francamente ya no meinteresan sus lamentaciones. Cada vez que publica un libro con sus yatradicionales e inofensivas jérémiades, imagino al sistema estallando encarcajadas. Debería quedarse en silencio, muchos deberían quedarse ensilencio y no dar lugar a la risa de los [...] A la larga, todo eso pareceoportunista y deplacé, inútil, o una pieza del juego. No lo tomes a mal,hermana, pero yo ya no puedo concebir que las cosas sigan igual en elcorazón mismo de esta revolución mental que estamos viviendo. En esesentido, no te olvides de separar la conciencia del alma. Me dices que elinstinto es una cosa y que el alma es otra. «La conciencia sí es alma.» Laconciencia es el lenguaje, justamente, y el «alma un concepto protectorque inventamos (así como «Dios», «espíritu») a fin de no complicar nuestraexistencia con el funcionalismo. No hay «alma», no hay «espíritu», no hay«Dios», pero tu idealismo, y tu sentimiento, guardan intacta esa diferenciaentre materia y espíritu, como si creyeras todavía, como los cristianos.Hay instinto —actividad orgánica— y lenguaje, «que nos permite pensar,o sea tener relación con asuntos no-sensoriales» (Araújo-Arendt), es decircon el instinto, con la actividad creadora, con la fuente, con «Dios», con elhálito —le souffle— original. No hay «alma» entre el instinto y la conciencia,y si algo hay, es precisamente la metáfora, el lenguaje siempre. Pero note convencerás nunca, yo lo sé. No trataré de convencerte; y me alegrasaber que Cioran podría morir de un extraño accidente: ahogado en elLéman. Pregunta falsa: «¿Ha gastado Usted dinero en esto?» cuando sabemuy bien que le encanta ser publicado y leído. Self-hipócrita, y no hay quetemer desenmascarar, no ser escrupuloso con lo que no merece escrúpulo.De otro modo es escupirle a la verdad.

Y ya tu novela ES. Te envío mi sonrisa, hermana, y sueño con que mialegría se reúna con la tuya, aun sabiendo que no habrá manera deequipararlas. Has vivido, escrito, vives y escribes en la soledad de tu razor’sedge. Te quemarás los dedos hasta el final, y así está bien. ¿Dónde serápublicado?

2 p.m. Hemos conversado mucho hace un rato,Claudine, Joëlle y yo, sobre tantas cosas de la vida: el destino, la familia(Cl. se divorció hace 7 años), el dolor, les refoulements; otras cosas. EscuchoMonteverdi ahora, y ellas preparan el almuerzo. Las ayudo en lo quepuedo, les lavo los platos, subo al cerezo para coger las cerezas, ayer nosfuimos a dormir a la 1 de la madrugada, la noche era tibia. Esta noche lasinvito al restaurant, en la ciudad (cerca de Lovaina-la-Nueva). Le ofrecí aClaudine un Borges: El libro de arena, que yo mismo no he leído, aparteuno o dos relatos. L’art envie está ya anunciado. La mamá de Dominiquesalió del aprieto, pero siempre hay molestias, y continúa en el hospital.

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No creo que tendré días libres para ir a Lausana. Ahora no tengo vacacionessino dentro de la ley: trabajo en julio y agosto, y mis «vaca» las tomo del 25agosto al 20 setiembre. Besos a todos,

G.

La Panne, 8.9.95

Hermana,

solo aquí por tres días, pues D. comienza esta noche sus noches de trabajoen el Home. Me vine porque he (hemos) decidido venir lo más posible al[...], para romper rutinas citadinas. La operación me impulsó a buscar unpoco de distensión. Me compré una bicicleta aquí mismo (vinimosinmediatamente después de mi regreso el 5, del 8 al 12) a fin de utilizarlade vez en cuando en Bruselas. Y me vine con un libro sobre l’art et letemps creyendo que se trataba del tiempo, cuando se trata en verdad de lahistoria, el tiempo que cambia. Perversidad del editor, o ignorancia delautor (Jan Patocka), el hecho es que no me sirve para nada, salvo paraverificar ciertas cosas y añadir fichas a mis fichas. Sea como fuera, esdefinitivo que el público entendido deberá modificar su definición del artesi quiere entender lo que ha sucedido en la historia, y sobre todo si quierecomprender la crisis contemporánea. Me vine con tu diario y tu últimacarta, que contesto contento de reanudar mis ritmos bruseleuses; con doscartas de Kozer, que pronto se retirará, se jubilará y se instalará en Torrox.

Pasó pues ya la mudanza y sus ajetreos, y sus tropezones. Leyendotus diarios me digo que yo no podría vivir como tú, rodeado de amigos, detertulias, de salidas, por agradables que fueran. Envidio (no; admiro) tufacultad de trabajar arduo en medio de tanta actividad. Más desearía eltiempo y la oportunidad que tienes de contemplar el lago o tomar el barcohacia la orilla extranjera. Ojalá pueda verte pronto en Juste Olivier, esebarrio que parece edificado como me gusta: decimonónico. Pero sipudiéramos vernos en Colonia? Avísame cuándo es; quizás, si es un sábado,domingo o lunes, podríamos darnos cita, aunque no tendremos tiempo,dado que tienes que ofrecerlo a las conferencias.

Lima, bien. Incluso engordé —más bien: gané uno o dos kilos, puessigo delgado. No me moví mucho, Pablo un tío arquitecto-actor murió, tuveoportunidad de hablar con él y verlo irse sin darse cuenta, inconsciente(como mi padre) durante los 7 días últimos (como mi padre), después de

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— gastón fernández —

una vida apacible de 86 años (como mi padre). Manuelita imperdonablecomo siempre, horrible de paranoia, sin más comentario. La novedad, esque tenemos el proyecto, D. y yo, de conocer el Perú el próximo año. Meharté de hacerla esperar, y me cansé de ir allá sólo para encerrarme enLima con los familiares y amigos. Proyectamos entonces un mes de turismoandino: el Norte (Huaylas, Cajamarca); el Sur (Cusco y alrededores), conestadías largas; Lima también [...] pero sin el ajetreo habitual, pues sólopasaríamos en la capital diez días. Tengo ganas de respirar el interior deesa vieja historia que no me corresponde, y hacerlo con Dominique, y conmis amigos Ricardo y Renate, grandes viajeros y conocedores de todoaquello.

Mi salud, buena. Recupero cada día; hace dos días, al venirme aquícorrí para no perder el tranvía, lo que no hubiera podido hacer hace unmes. He estado algo perezoso al comienzo mas ya estoy nuevamente conmi ritmo. Los libros no salen, a causa de la irresponsabilidad del editor,que se mete en camisa de mil varas, deseando hacer mil cosas al mismotiempo, retrasándose en todas. Promesas, promesas, y todo sale, pero adestiempo y sin que yo sea informado. Derechos de autor impagados desdeel 93 por falta de fondos, pero no hacen nada por compensar, ni siquieraexcusas. Paciencia. Estudio ahora para el próximo, dentro de 4-5 años.Tengo tiempo, nada me apura. Pienso más bien en aprender a ser menossevero con las cosas, a fin de prevenir, de evitar, otro cáncer. Un fuerteabrazo mi gran amiga, ojalá [...] hasta la vista. Todo sigue adelante.

Gastón

29.12.95

Hermana, cara,

había tomado una semana de recuperación de horas extras en el Museo,para descansar con lecturas varias, y hete aquí que el papá de Dominiqueme entrega el manuscrito de sus Memorias para echarle un vistazo ycorregirlo. En ésas estoy hace cuatro días, y tengo para tres más. Incompetenciadel gobierno belga, incuria de sus Ministros, mezquindad de sus políticos,allí el resumen. Fuera de eso, una vida marcada por la lucha por la libertady por la honestidad profesional. Eso le ha valido, mediando la sinceridadde sus palabras, son défenestrage del Ejército, y su dimisión en 1980.Después, la política corrompida, que conoció como Senador, también leharía una farsa definitiva.

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Tus «memorias» ginebrinas, mi buena hereje, te han enseñado sin dudaque «cualquier tiempo pasado fue mejor»... Los «comentarios pertinentes»de tus colegas tratando de remendar tu «gaffe», el «buen tono» desarrolladopara discutir sobre «literatura de la violencia», y el «respiro aliviado» deIñigo Madrigal prueban fehacientemente que la normalización se hizo cargode y terminó con las veleidades revolucionarias, incluyendo la buena fede los coloquios. Prohibido tocar. Los tiempos han cambiado, los testimonios,en efecto, son herejía. Ya aprendiste, si no lo habías hecho antes. Yo mismo,en el dominio inofensivo —aparentemente— del arte, soy el hereje mayor.Me invitan una vez, me escuchan, y no me invitan más. Es para mí untítulo de gloria, ignorado por los pretenciosos que, a su vez, ignoran suridículo. Título de gloria, pero no financiero, que me caería muy bien enestos momentos en que el nuevo estatuto del Museo me hace ganar más,pero me obliga a pagar impuestos desmesurados. La consecuencia estrágica: no tengo ya capacidad de ahorro, ni siquiera para los impuestosen cuestión. Et La lettre volée ne me paye pas mes droits d’auteur depuis1993... ¡Ay! Les escribiré, muy a mi pesar, unas líneas al respecto. Seacomo fuere, iremos a Lima en agosto, 3 semanas por los Andes, unos diezdías en la capital.

Sobre la conferencia que hice (en el Museo), no tengo texto parapublicación. Me digo: para qué: si nadie lo publicará. Antes, cuandoEscandalar, hacía textos-resúmenes de mis cursos. Podría hacer largosartículos sobre muchas cosas, magníficas ideas para el futuro, pero paraqué, para publicarlos dónde. He tenido tantos rechazos que ni pienso ya enello. Se vive, aquí, acá, y acullá, y allende el mar sin duda, con un miedopánico a la herejía; abrigados viven los intelectuales en sus cuarteles,nostálgicos y temerosos los poetas de saber lo que saben, que la poesía yano tiene la palabra, o si la tiene, es aquella relamida, hélas, y sin alcancefuera de un autosoborno, espejismo doloroso terrible porque, se acepte ono, el ciclo histórico se terminó. La lectura de Arendt, Foucault, Hannahsobre todo, me lo confirma; todo me lo confirma sin cesar. El ensayo de H.A.sobre H. Broch (Vies politiques) es claro al respecto. Todos se aferran a laceguera, a la inconsciencia intelectual, a la irresponsabilidad social, en arasde abstracciones: arte, poesía, cuando nunca antes, jamás ha habido unaoportunidad mejor que la nuestra, hit et nunc, de elevar el «arte» y la «poesía»a una cúspide cotidiana e imperecedera, a través de una ética diaria. Maspara llegar a ella es necesaria una reflexión que conlleve una valentíaintelectual que termine con conceptos, viejos, bellos y milenarios, perototalmente inadaptados a lo que es este siglo, el próximo, el de tus nietos.

No fui a Colonia; quizás dentro de unas semanas. París sí, en cambio.Cézanne, impresionante. El Guinet no lo vi por razones que escaparon a

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— gastón fernández —

mi voluntad. Pero sí vi, en el mismo Grand-Palais, una exposición sobrelos rostros de Buda: conté 9 (nueve) visitantes en las dos horas de mipaseo por las salas más desertadas que haya visto.

El Rilke13 es inminente, misteriosamente inminente. L’art envie, segúnnoticias que exigí, está a medio camino en el disquette du Québec. Máspaciencia. Mi salud, muy buena. El 19 último pasé la endoscopía, la ecografíay la radiografía; y ayer vi a mi cirujano. Todo en orden; mi interior, se hamodificado. Era de esperar. Lo supe al 10º día de hospitalización.

Te quiere,

G.

à Bordet, miércoles 1º de mayo de 1996.

Compañerita,

el universo de la enfermedad es odioso. El universo del sufrimiento, eldel cuerpo abierto, sea como fuere, el de los órganos visibles, podridos ono, la vida es algo que yo ni nadie podrá jamás comprender. Hay muchagente, n’est-ce pas, de toda estirpe, que no podrá jamás aceptarla. No, nola vida, más bien su encarnación en el hombre. ¡Y cómo debe ser en ciertossitios del mundo donde ese dolor y el proceso más o menos rápido de esapodredumbre van acompañados de guerra, de sangre, de ignominia política,de absurdo, de un horror que vuelve loco. (Ese caos y ese mal no puedentener visos de grandeza sino en las novelas.)

Es curioso, hermana, no había pensado escribirte hoy (sí había pensadoescribirte una larga carta), luego de tu llamada telefónica. De pronto, amediodía, en mi cuarto, leyendo tranquilamente eso temible que esigualmente la pasión desenfrenada o criminal, excesiva, sobre todo cuandoes pintada por los rusos, fui interrumpido por dos enfermeras que vinierona controlar mis [baxters [?]. Una de ellas de Sion, en stage de pocos díasaquí, y como a pesar de todo no soy un ermitaño mudo, hablamos de estoy aquello, de Neruda especialmente cuando supo que era yo de Lima—No de Neruda «especialmente», como comprenderás, sino del filme Ilpostino, del cual todos hablan, y que no se me antojará ir a ver sino siDominique me lo pide (dudo que lo haga, no tiene tiempo para eso). Y sucompañera, una africana, que me preguntaba, al ritmo de lo conversado yde fil en aiguille, si era cristiano, si creía en esto o en lo otro, y si no

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entonces por qué no la reencarnación, y si entonces no la reencarnaciónqué había después de la muerte, y cómo era posible si no había nada, noaferrarse a algo, y qué cosa extraña eso de aferrarse al Espíritu porquequé es el Espíritu, y qué es eso de la energía del mundo, y no te digo todo.Diez minutos bastaron para sentirme caer en el cafard. Quelle poisse. Quizáfue el hecho de que fue el momento previo a la llegada de la química; yque inconscientemente respondí a la aprensión, lo que es contradictoriocon lo que pienso del tratamiento que no puede —espero, quiero creerlo—no mejorar las cosas. Máxime si la víspera, incluso días antes, ya mehabía hecho a la idea de acogerla con respeto, cómplice. Pero ¿cómocontrolar los altibajos del alma?

Estoy por el momento, pues, en una altura intermedia —mi-montagne—fastidiado de otro lado porque la sala (TV), con grandes ventanales y muchaluz, y un sol espléndido cuando está allí (y ha estado bastante, hasta lagrisaille de hoy), y donde paso la mayor parte del día leyendo,especialmente desde hace unos diez días durante los cuales he estadocasi solo, o solo, estaba lleno de gente embrutecida por la pantalla. Eneste hospital, donde comprendo que el enfermo se sienta humildementeimpelido a mirarla, no puedo decir lo que se podría decir afuera, en laciudad masiva que no sufre = moscas atraídas por mi atrapadero de moscas.Me vine al cuarto entonces (son las 11 de la mañana); es mejor, y allí tambiénestoy al lado de dos grandes ventanales que reciben el sol desde las 10(mi vecino, un anciano rico, que viste pijamas de seda, está al lado de lapuerta. Mi rincón, separado de él por una amplia cortina, me encanta. Enla noche, apago la luz neón de nuestra cabecera, y prendo (en el cuarto hayexcepcionalmente esa luz) dos spots que tamizan el lugar). Y regresando,me puse a escribirte esto que me duele porque tout ceci me dépasse.

Jueves 2 de mayo.7.30 a.m.

Como ves, soy matinal. Es que duermo poco. El Temstat que me danpara dormir es cada vez menos eficaz, como si mi cuerpo se acostumbrara,y pidiera dosis mayores. Fue así con un antidolor, el año pasado: dosinyecciones después, no surtía ya efecto con la tercera. El médico rehusóaumentar la dosis temiendo el efecto de costumbre. Y esta vez, duranteel apogeo de mi dolor abdominal y dorsal, me propusieron la morfina, quetuve que pedir en tres oportunidades. Remedio milagroso. Por suerte eldolor ha desaparecido con la evacuación forzada del colon y la quimio,pues es ella la que mata la fuente del resto. Me despierto entonces a las3 de la mañana, espero un poco, luego me voy al salón para leer, pues

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— gastón fernández —

temo molestar el sueño ligero de mi vecino, aun con la luz tamizada. A las4.30 regreso al cuarto, trato de dormir, las 6 llegan con algunas caídas enel sueño, a las 6 y media ya no hay remedio. Y sin embargo, durante eldía, salvo uno o dos coups de pompe de 20 minutos en los que trato deroupiller, no estoy cansado, estoy firme y entusiasta. Veré más tarde losefectos de la química de ayer y que se termina hoy a las 3 p.m. O mañana.

He tenido un vecino extraviado en sí mismo, imposible, deseando unaidea fija, regresar a su casa, sin saber muy bien dónde estaba, y lo que lesucedía. En su última tentativa de fuga, en su cama, pasó sus piernaslarguísimas y flacas por encima de las rejas laterales de la cama, y se vinoabajo. Las primeras tentativas eran tan molestas que me vi en la necesidadde convertirme en gendarme gritándole cada dos minutos de quedarsequieto. Les dije a las enfermeras con mi corrección habitual, que yo nopodía ejercer ese oficio. Lo sacaron del cuarto cuando se cayó de todo supeso, y tuvieron que amarrarlo por la noche.

No me quedé solo mucho tiempo, hermana. En su reemplazo llegó aldía siguiente un viejito gordo, completamente extraviado en sí mismoque no soportó la sonda gástrica, y ni sabía lo que le introducían por lanariz (yo la soporté dos días). Pasé todo un medio día —y las enfermerasse hartaron, con una amabilidad ejemplar, de venir constantemente aarreglárselas con su delirio— gritándole que dejara tranquila la sonda. Noparecía comprender. Se la sacó una vez; se la volvieron a meter, con sendosesparadrapos. Se la volvió a arrancar. (El primero, el que ataron, se arranchósimplemente la aguja de su [...]. De repente lo vi en la noche paseándosepor el cuarto como un sonámbulo, sin su aparato. Tuvieron que sacarlo delcuarto.)

A mí me cambiaron del 12 al 5 por otras razones, que convenían a unaenferma que necesitaba aislarse. Y en mi nueva residencia pasé una nochecon un tercer extraviado. Un pobre hombre, realmente, la cincuentena,epiléptico, completamente zombie, y que tampoco sabe a ciencia ciertadónde está. De pronto, a las 11 de la noche, llama a la enfermera. Éstatuvo que cambiar totalmente las sábanas, empapadas de orín. A medianochelo escucho de nuevo, levantarse, y ponerse a orinar en el suelo. Lasexperiencias que me cuenta Dominique, similares (diarreas tales ycomportamientos incontrolados que la mierda macula pisos y paredes)me bastan para saber que las verdaderas enfermeras toman todas estasmiserias con la calma de los santos. Y sin embargo todos los días mesorprende el estoicismo, esa paciencia general, y esa generosidad. Y luegodel orín vino el ronquido. Te imaginarás mi noche. Lo sacaron del cuarto lamañana siguiente. Lo he visto en su nuevo cuarto acompañado del primer

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extraviado. Tuve así, sábado y domingo, 27 y 28, una tregua saludable. Noes nada molesto tener un vecino tranquilo, cual es el caso de este ancianorico: dueño de una casa de tradición cerca de la [...]: haute-couture detradition familiale, que ha vestido a Léopold III y sigue vistiendo a gentede dinero, rusos del KGB, sin duda, como él me dice. Algún día, pronto,pasaré delante de una prestigiosa tienda bruseleuse que ya habré vistosin apercibirme, en pleno centro histórico de la ciudad.

8.30 a.m. Toma de sangre. Pérdida continua depeso. De 1600 calorías al principio pasaron a 2000 para detener la progresión.Van a proponer a mi médico darme 2500. Pero me han hecho estecomentario: usted consume mucha energía, señor Fernández.

Cada día debe ser un esfuerzo por vencer. Después del cafard venido delasutopíasde lasenfermeras, y como ya había sucumbido —voluntariamente—a un descenso de mi ánimo días antes, y no deseando repetir la experiencia(pues conocía muy bien la causa de mi decisión de caer), a las 5 de latarde ya estaba de pie, decidí desfogarme mandándole una carta derespuesta a Ursula mi segunda sobrina [...] Luego comencé mi brouillonpara ti.

Sólo el hecho de quedarme en el cuarto, a causa del atrapadero demoscas, y aceptar, sonriendo, el ruido de las visitas que recibe mi costurerode lujo, y tolerar, sonriendo, por suerte sin esfuerzo, el hecho de escuchardecirle a sus parientes que a mediodía comió un biftec con mucha muchasalsa, champignones y papas rissolées, nada más que eso me cuesta —ligero,debo decir— un esfuerzo para vencer. Pues no como como los mortalesnormales desde que llegué, hace 20 días, y si no sueño con platos suculentos(no soy ambicioso), ni tampoco francamente pienso en ellos, debo reconocerque de vez en cuando atraviesa por mi deseo el alimento más simpleposible ataviado de la gracia de su simplicidad: un potaje, un pan conmantequilla y jamón, un par de salchichas con bratkartofela... Et si je passeau salon, et que j’y trouve un groupe qui cause, il cause tagliatelle...

Hasta ahora he vencido. He perdido una que otra escaramuza. Eldomingo, creo, con Dominique y nuestra íntima Lucette (compañera deúltimo año de secundaria, vuelta a encontrar 15 años después en unaexpedición científica, durante la cual un naufragio las reunió hasta el díade hoy, una verdadera amiga), en el momento de irse, sollocé violentamente,culminación de ese descenso progresivo contra el cual no hice nada, delque fui consciente, en plena lectura de Karenina y en el cual me incluí,con una indecencia innoble. No te pintaré los pormenores de esa conciencia,

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— gastón fernández —

que escribo entre otras cosas a Dominique en largas páginas de estilodiario de borda, que comencé, en verdad, sólo hace una semana. Pruebade que antes no sentía la necesidad de hacerlo, por la simple razón de queel combate, solitario, valiente, creo, tuvo necesidad de refuerzos. Y laescritura es uno fenomenal. (Y a Dominique le fascinan mis cartas.) Noolvides que aparte éstas, soy por largo tiempo, un escritor que no escribe.Ya no escribo ficción (no siento la necesidad interior, dixit Kandinsky), ytomo cuatro o cinco años para escribir, en tres meses, mis ensayos.

Me interrumpo adrede aquí, compañera. Voy a estirar las piernas. Lacontinuación en dos o tres días.

Un fuerte abrazo,Gastón

à Bordet, el 4 de mayo de 1996.segunda parte.

Escribo mucho, por suerte. Cortos textos pero sentidos deagradecimiento; respuesta a José, boletines informativos a Mariana mihermana, a Manuelita, que me manda una estrafalaria estampita del Corazónde Jesús, sansulpiciana como las conoces, y que mecieron mi piadosainfancia. C’est touchant. Carta a Ricardo para que conozca los detallesclínicos y cómo voy (no ha podido comunicarse conmigo. Cuando mecambiaron de cuarto cambió el teléfono). Diálogos con Lyse-Marie, unamujercita de poco menos de 50 años que se fascinó conmigo hace cuatroaños en una visita guiada en el Museo, se inscribió como alumna libre enla Escuela de Braine, y se transformó en una amiga generosa, sensible,inteligente, artista, ella misma enferma desde hace mucho tiempo yciertamente más hábil que yo para maniobrar con sus virus raros yamenazadores porque tiene íntimo conocimiento del yoga y de la sabiduríaque comparte conmigo, la de los chinos (pero yo no sé ponerla en práctica).Cartas a Claudine (57) una alumna hasta el año pasado, quien quisosucumbir a mi seducción intelectual y de quien recibí un encanto singulara medida que pasaban los años de estudio —hace cinco— y que se convirtió,a partir de una carta que me envió, y a través de una larga correspondenciaque por el momento es menos necesaria, en una de nuestras amigas máspróximas, más caras.

Colmo algunas de las innumerables lagunas literarias que tengo. Noes de extrañar, si pienso que leí mi primer libro serio a los 23 años. RenéBarjavel: Tarendol, que me estremeció. La gastrectomía que padecí a los 20

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años en el Hospital Loayza fue mi camino de Damasco sicológico. Barjavelfue mi iluminación literaria, y el inicio de todo lo que conozco ahora. Lascircunstancias, empero, me impidieron leer Tolstoi, Dickens, Gogol, queestoy leyendo aquí, o Victor Hugo, que leo en La Panne. C’est tant dire! Nodoy importancia sin embargo a esas ausencias. Prefiero conocer Ana Kareninahoy e impregnarme de él como se debe, que haberlo leído a los 18 años sincaptar todo lo necesario. (Juicio arbitrario. ¿Qué es «como se debe»? ¿Ycómo ignorar que basta que el impacto de un libro en un adolescente seavalioso y duradero para restar importancia a «captar todo lo necesario»?)

Y me he hecho regalar por otra alumna/amiga, Ariana (sobrina deThierry Bosquet, costumier, décorateur de Maurice Béjart largo tiempo),me he hecho regalar por ella Le premier homme de Camus. Amo a esehombre, y había sentido las súbitas ganas de volver a él. La Historia ledará la razón contra Sartre, si no se la ha dado ya. Y escribí a una editorialmadrileña pidiéndole Museo de la novela de la eterna, de MacedonioFernández. Quiero conocerlo desde que este buen amigo argentino deLausana, cuyo nombre je refoule siempre por alguna recóndita razón, leyóun texto hilarant de él en no sé qué circunstancia.

Y espero, ahora que he tomado conciencia de la lentitud que esnecesaria para que los intestinos se restablezcan, que pueda poco a pocovolver a comer normalmente, si bien ligero. Tal vez dentro de una semana;nadie lo sabe. Hace falta el balance luego de la cuarta (¿o quinta?) dosis dequímica, y un pronóstico al menos relativo y sin riesgo. Puedo salir delhospital ya, si quiero, y continuar con la alimentación por la yugular encasa, pero no deseo complicaciones. He decidido salir de aquí comiendo,y esperaré el tiempo necesario. Hoy, precisamente, el médico empezó adarme Fortimel, un concentrado líquido que conocí durante mi hospitalizacióndel año pasado. Es la primera vez, fuera del agua, que ingiero algo desdeel día 13. Mi metabolismo funciona de tal modo que carbura demasiado,por eso nunca he podido sobrepasar los 63 kilos. Peso ahora 54, y las 3000calorías diarias que he comenzado a recibir hoy (antes eran 2000 y seguíaperdiendo peso) me permitirán ganar algunos cientos de gramos diarios.el Fortimel servirá igualmente a verificar si el intestino lo acepta, lo digiere.Por el momento todo va de maravillas; es mi impresión en todo caso (tengomiedo de afirmar...!)

Tanta especulación escrita a Dominique, pensada, ansiosa, instaladaen el coraje, en la voluntad y en el buen ánimo pero cayéndose brutalmenteal menor contratiempo; tanta incoherencia y contradicción entre misespeluznantes vuelos poéticos sobre el tiempo que nunca «llega» porquesiempre está allí y la caída al valle de lágrimas, se ha terminado ayer en

— correspondencia a helena araújo —

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— gastón fernández —

la tranquilidad absoluta. No tengo sino que quedarme tranquilo, no decirnada, acoger el día con la paciencia elemental de la bondad del universo, nopensar en el futuro, callarse. He vivido, hermana, un combate que no olvidaré.No fue así el año pasado, durante los 48 días de lo que me pareció, sino unavillégiature, al menos un paseo. Tenía confianza absoluta —era casi laignorancia— que todo saldría bien. Esta vez es diferente, pues se trata deun recidivista, malévolo. Y el dolor me ha tomado por entero, y la pérdidade fuerzas morales. Mi combate ha consistido, y consiste siempre, enmantener la cabeza erguida hacia la cima, consciente del signo que estoyrecibiendo de mi propio destino. Pero las incoherencias estallan:entusiasmos teóricos y epistolares irresistibles sobre una paciencia y unasabiduría que no sé ejercer, presa de mil cosas. Es duro aprender la vida,y acoger, cómplices, las debilidades del alma. Amo esta experiencia, y séque, pasado este tiempo de desierto, amaré el todo de la aventura, inclusomis sollozos.

La imaginativa y tempestuosa Dominique, buscando para mí el Pickwickde Dickens, del cual yo tenía un recuerdo más que risueño al haber leído,hace mucho tiempo, unas veinte de sus páginas, no lo encontró en ningúnlugar. Todos sus esfuerzos fueron vanos. Muy simple: no está publicadosino en La Pléiade. Y me compró la Pléiade. «Ce sont des gestes de survie»,me dice, cuando, sin dinero, en épocas de sufrimiento moral, de hartazgosicológico a causa de tantas penas y tanto trabajo y tanta responsabilidad,decide darse gusto comprando lo que se le antoja. Así de generoso estambién su padre —sin el matiz de la sobrevivencia...

Terminé esta noche (ayer) el primer tomo de Karenina. Increíble lapotencia novelesca de ese hombre, donde ningún personaje principal tienevoluntad propia. «Fuerza brutal y secreta» o «fuerza brutal y potente queconduce nuestras vidas», repite Tolstoi, aplastado por la necesidad ciegade lo que sucede. Y qué capacidad de pintar, sin que la cosa sea muy aparente.Y luego ese despliegue de tormentas sicológicas; y ese sentido del ritmo,de la urgencia de la energía universal que se abate. Como en el caso de losBuddenbrook, los matices de la sicología sórdida del ser humano son tanexactos que la irritación me gana. Levine es un imberbe absoluto, un débil.

20.30 h.Dominique acaba de irse, habiendo llegado apurada a

las 19.15 h., luego de otra jornada agobiante, y sin embargo estaba pétillante,contenta además de encontrar en mi cuarto a Lucette, su más íntima amiga(desde el colegio, si bien la intimidad no data sino de su reencuentro enuna expedición científica a las islas Comores, hace unos doce años. Elnaufragio que padecieron las unió para siempre a través de la solidaridad,

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y otras virtudes que se descubrieron comunes), y a Antonio su compañero,un andaluz-francés de Perpignan / Toulouse, cuya historia rocambolesqueno puedo contarte aquí. Han comprado una propiedad con solar en Baena,el pueblo de Antonio, que desean explotar como puedan. Para Lucette esuna gran cosa, pues sus extraordinarias capacidades científicas (un CV

impresionante) no son apreciadas aquí, ni en otro lugar. Está de para desdehace años realizando oficios casi degradantes, de los que se está separandopoco a poco. Espera una niña, además, su primera (tiene 44 años), unaaventura desesperada por inventar un objeto de futuro, un fin, un objetivo,vida, en suma. Tenemos el proyecto de ir en Semana Santa 1997 a Baena.Cruzo los dedos.

He recibido 9 ramos de flores, de los que quedan seis, iluminando elcuarto. El sol regresó hoy, tímido; y mañana también me acompañará. Losimple del mundo se transforma en maravilla: una flor, un atisbo de luz.

Domingo 5 de mayo, 9 a.m.

El hospital, sobre todo cuandodura, te invita a ritualizarlo.Sicológicamente,es fundamental, porque se trata de no perder la batalla contra el tiempo.Yo creo que el núcleo del dolor del humano, del cual nacen los otros, es eltiempo. Las largas jornadas deben ser colmadas de gestos, de ritmos, delugares determinados, ungidos por alguna actitud del cuerpo. Puede serlimarse las uñas, aceitarse las piernas y los brazos, caminar dos veces aldía por el corredor, dejar para más tarde una lectura, y tomar otra,preocuparse por los tallos de las flores. Se trata siempre de ocupar eltiempo.14 El drama de la TV es que es el instrumento más fácil, pasivo yvital que llena esa responsabilidad que debería en verdad pertenecer alhombre. Vital, porque por la pantalla pasa la vida. Drama también de lasituación de para en nuestros países: el trabajo siempre ha colmado eltiempo. Imagina de lo que es capaz un tiempo desencadenado que no esdominado por el trabajo (solidario) de los hombres...

(Me acabas de llamar por teléfono, hermana. Mil gracias. Y sigo enesta última página.) Antes de ponerme a escribirte leía un artículo deGianni Vatimo, filósofo italiano, en El País, sobre la función del trabajo.Inspirado por Hegel, da al trabajo la función de educar. «Lo que confiere altrabajo esta extraordinaria función educativa es el hecho de poner al sujetoen una relación concreta de conflicto, pero también de diálogo, con unmaterial externo al que da forma fatigosamente a la vez que se modela a símismo» e insiste: «Sin trabajo no se educa a las personas para manteneruna relación correcta con los demás, y falta la dialéctica de la conciencia

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— gastón fernández —

de sí mismo...» Y se pregunta, frente al hecho de que se trabaja en efectocada vez menos: «Qué podría sustituir al trabajo como base de la construcciónde la personalidad» Y propone inventar «una formación de la conciencia deuno mismo que ya no necesite el esfuerzo de formar una materia; y sobretodo, que no tenga que pasar necesariamente por el conflicto entre señory siervo».

Todo esto no se relaciona con mi reflexión sobre el tiempo. Sin embargono veo cómo nuestra sociedad de masa, empobrecida más bien queenriquecida por la Historia, podría ser capaz de formar una conciencia deuno mismo en el aburrimiento (puesto que ya no necesita hacer el esfuerzode formar una materia, y sin conflicto con patrones, o con sus iguales).

No sé cuándo saldré de aquí. Espero que no sean más de 15 días, noporque me impaciente (ya vencí ese estado de lucha contra el tiempo),sino porque las cosas clínicas son así. Dejo ahora que cada día se acoja enmi espíritu en silencio; uno tras otro, sin ir más allá de sí mismo. Estoycuidado como los privilegiados, todos aquí lo son.

Con todo mi afecto, y el pensamiento constante de Dominique, que medice no olvidar de decírtelo.

G.

1 Relato aparente (XII).2 Relato aparente (XIII).3 Relato aparente (XIV).4 Relato aparente (VIII).5 Relato aparente (XXVI).6 Relato aparente (XX).7 Lecturas de Rilke. Por un arte del buen morir. Ensayo que se publicó en Eco, 254 (1982);pp. 177-191. Una versión revisada y traducida apareció como un pequeño volumen, en1995: Lectures de Rilke. Pour un art du bien mourir. Bruxelles: La lettre volée.8 En setiembre Kozer ya no está (n. del a.).9 La conferencia será en Bruselas Universidad du Troisième âge (n. del a.).10 Gastón Fernández Carrera, L’art envie: Accomplissement et fin de l’histoire de l’art.Bruxelles: La lettre volée, 1996; 359 pp.11 Gastón Fernández Carrera, La fable vraie: L’art contemporain dans le piège de Dieu.Bruxelles: La lettre volée, 1991; 204 pp.12 Fernández está reescribiendo (en primera persona) una observación que HelenaAraújo hace sobre él en una carta anterior.13 La versión final de este ensayo: Gastón Fernández, Lectures de Rilke. Pour un art dubien mourir. Bruxelles: La lettre volée, 1996; 32 pp.14 y ciertamente de ocultarlo (n. del a.).

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visita de gastón fernández

helenaaraújo

18-28. 7. 1996

Gracias Gastón por casi veinte años de amistad fraternal, con un saldoindeleble de charlas, chistes, polémicas, paseos, viajes y libros. Graciaspor tu hermosa presencia, por tu sonrisa, por tus palabras y por tuselegantes, elocuentes cartas y mensajes. Gracias por la obra que nos dejasen un siglo que, como dices, en más de una página, «alberga en su seno lasuperficialidad».Piensoquesi tenos fuisteantesde tiempo fueprecisamentepor una visceral incapacidad de afrentar la ausencia de lo sagrado.Refiriéndote a Rainer Maria Rilke, comentas en uno de tus textos, quepadeció la incapacidad de ser profundamente religioso y aún más, de nopoder ser santo sino a través de un poema... Pienso que esa definición deun alma hermana tuya puede medirse a tu predilección por la paradoja yconsagrarte a ti también.

Quienes tuvimos el privilegio de verte en Suiza o de corresponder contigote enviamos este último adiós. A mi nombre, me permito agregar el delpoeta peruano Américo Ferrari, el del escritor colombiano Freddy Téllez,el del escritor y político Jean Ziégler. Con ellos, Verena Löliger, MarieLaure Borel, Yelmark Roulet, te decimos adiós. Y repetimos que terecordaremos siempre.

H.A., Lausana, enero de 1997.

lluvias y lluvias y lluvias, Lausana podría apodarse «cielo roto» en esteverano. Mientras sofocábamos de calor en mayo, preparando los exámenesdel ciclo universitario, julio y agosto que solían ser meses de un dolce farniente distribuido en largos paseos ribereños y horas de natación en ellago, han sido un continuo aguacero. De buen sol no recuerdo (aleluya!),

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— gastón fernández —

sino la semana en que vino mi amigo peruano Gastón Fernández. Como sipretendiera resarcirlo del siempre gris clima de Bélgica (donde vive),Suiza lo recibió con sol, pudimos ir seguido a la playa; inclusive navegarhasta Francia en uno de esos vapores paquidérmicos que desde hace másde un siglo transportan turistas de una a otra orilla del Léman. Unaexcursión que ya habíamos hecho. Porque, cuántas veces ha venido Gastónde visita? No podría contarlas. La primera vez con su madre, recién venidade Lima, poco después de conocernos en un coloquio de Normandía hacecasi veinte años. Recuerdo que después de enseñarle la entonces azul yluminosa Riviera Vaudoise, le llevé a un chalet alpino donde veraneabauna de mis hijas y recorrimos medio Valais para rendirle homenaje a Rilke.Su tumba de Rarogne nos pareció ejemplarmente austera, en el cementeriode una iglesita con campanario aguzado y altos muros románicos. Rilke,(dirá Gastón en uno de sus textos), padeció la incapacidad de serprofundamente religioso y aún más, de no poder ser santo sino a través deun poema... La obsesión de Gastón por Rilke en ésa época (relectura delos Cuadernos de Malte, relectura de las Elegías, lectura comentada de lacorrespondencia), sería quizás la semilla de sus propios poemas místicosy de relatos que preparaban en sus paradójicas connotaciones lo que luegoserían sus ensayos de estética.

Reacio a la carrera universitaria y a las intrigas del mundo editorial,Gastón publicaba poco en el Perú y aún menos en Europa. En los años 80me tocó insistir para que colaborara en la revista colombiana Eco, en lasrevistas niuyorkinas Escandalar y Enfoque. Y como éstas solicitaran sobretodo ensayos, un amigo común —el poeta Armando Rojas— logró convencerlode publicar en Hueso húmero, de Lima, un impresionante cuento sobre laprisión de Andreas Baader, el terrorista alemán. Alérgico a nuestros fervoresizquierdistas de entonces, Gastón se limitaba a trabajar sus cursos deHistoria de Arte elaborando paralelamente un pensamiento que atribuyeal hombre moderno un culto a la técnica y una religiosa devoción alfuncionalismo.

Y ya va siendo tiempo de aclarar que además de la docencia, Gastóntiene una formación de guía de museos que aprovechamos todos susamigos. Cuándo vi con él los Brueghel de Bellas Artes en Bruselas? Cuándolos primitivos flamencos en Brujas? Cuándo la colección Delvaux en esaquinta veraniega del Mar del Norte? Ir a Bélgica es para mí ir a oír hablara Gastón sobre pintura. Aunque también nos hayamos visto en París (elLouvre y el Centro Pompidou, sobre todo) y hayamos pasado un par dedías Rembrandt-Van Gogh en Amsterdam. También he venido leyendo enestos últimos años sus libros sobre la fenomenología del arte fotográfico(Presses Universitaires de France, 1986) y La crisis del arte contemporáneo

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(La lettre volée, 1990). Indiferente a su narrativa, por hallarla poco comercial,la edición francesa ha acogido en cambio, ensayos que denuncian «el findel proceso artístico y la transformación del antiguo estatuto del creadorque con sus obras explicaba y daba forma al mundo en uno nuevo productorde objetos sin número, que circularán en un mercado dentro de un mundoque ya no tiene explicación porque su evidencia basta» (El fin de la historiay la depresión de Europa. Lienzo, 16 (Lima, 1995)).

Debo confesar, sin embargo, que cuando Gastón viene a verme aLausana, no conversamos mucho sobre arte. Todo se nos va en evocar unsiglo XIX en que no nacimos por equivocación. Durante su última estadía,hablamos seguido sobre Chateaubriand, porque estaba enfrascado en susmemorias. Acaso pasaría el melancólico vizconde por Lausana en uno desus viajes? De todos modos, Lausana es muy decimonónica, no sólo porsu arquitectura sino por haber albergado escritores famosos. En cualquiercalle da uno con la casa donde vivió unos años Dickens o con la Avenidapor donde se paseaba Edward Gibbon en épocas en que escribía su famosolibro sobre el imperio romano. Y qué decir del hotel donde solía hospedarseLord Byron? Cualquiera se contagia así. La mañana en que Gastón semarchó encontramos en mi biblioteca un viejo volumen de Victor Hugo ycomentamos su afición por el espiritismo. De pronto, me dio por contarlede mi abuela espírita y a Gastón por describirme la suya, madre de diezFernández tan apuestos y esbeltos como él. Las abuelas... las abuelas...Creo que ambos vivimos un poco en épocas retro. Las cartas de Gastón,que parecen enviadas en diligencia, tienen una caligrafía preciosa. Y aunquemis respuestas le llegan a máquina, me da la impresión de que viajandespacio, a buen ritmo y a buen tiempo.

Este año —como otros— Gastón regresó en auto, por la ruta deAlemania y el Luxemburgo. Sé que conduce a gran velocidad y sin embargo,me parece que el trayecto de vuelta ha de tomarle días. Y que su próximacarta describirá sin afán sus primeras impresiones de Bruselas. Con respectoa nuestra amistad, tan sólida desde hace años, se podría decir que alencontrarnos, las circunstancias del aquí y el ahora (alojamiento, comida,transporte, excursiones y correrías), tienden a dispersarnos y a veceshasta hacernos extraños el uno al otro. Sin embargo, una vez que nosseparamos volvemos a escribirnos y de nuevo, la comunicación se intensifica.Será paradójico decir que al distanciarnos nos sentimos más próximos?

en:Región y cultura. Universidad Surcolombiana.Neiva, Colombia, Febrero 1997.

— helena araújo: visita de gastón fernández —

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— gastón fernández —

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bxl. [Bruxelles] 14 de marzo del 91

Querida Queti,

las noticias que recibo (que leo, más bien, aquí) son malas, muy malas. Engeneral las leo en un diario madrileño. He visto fotos de los presos deLurigancho, he leído sobre el cólera, sobre Sendero. Vi un reportaje en laTV británica sobre los muchachos hambrientos de Bogotá (no, deGuatemala, pero es lo mismo). Otro reportaje, francés, sobre un tal Willy,adolescente limeño que trata de ayudar a los niños de la calle. Supe, porMariana, y luego por los recortes de los periódicos, de la captura de NellyEvans, compañera de colegio (Villa María) de mi hermana y que yo conocíbien en aquella época dorada de los años 50. Eran dos mellizas, Betty yNelly. Nelly está ahora presa, y daría todo por saber qué pasa en su cuerpoy alma senderistas. En el fondo, me gustaría preguntártelo a ti. Yo leescribí a Mariana, que me escribió diciéndome que ella y todas las delVilla estaban «desgarradas» (Nelly pasó algún tiempo estudiando paramonja en la Orden de las del Villa). Le escribía diciéndole que no se sintiera

correspondencia: enriquetabelevan

enriqueta belevan (lima, 1944). poeta, ha publicado los libros poemasal estilo de una pintura ingenua (lima: la sagrada familia, 1979; aunqueestá fechado en 1978) y poemas de la bella pájara hornera (ed. de laautora, 1984).

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— gastón fernández —

tan desgarrada, pues los caminos del Señor son imprevisibles. Le hablabade Nelly, y no de Sendero, pues es claro que la Historia no es sino unhueco donde cada individuo cumple con su destino. El de la linda Nellytenía que pasar por allí. No hay ningún absoluto, ¿no es cierto? Te lopregunto, porque también daría todo por conocer tu opinión, que sé debeser valiosa, y original.1

Te escribí hace un mes. Mi amiga Sandra, del Brasil, me escribe (hace19 años que nos escribimos) diciéndome por su lado la tragedia de supaís. Me pregunto qué lugar del mundo está inmóvil, o sólo calmo. Mepregunto qué momentos vivimos, y me digo: El saber no sirve sino paraser acumulado; no sirve para otra cosa porque el hombre no es perfectible.Lo que es perfectible es la relación entre él y el universo, a título privadoe íntimo, único, inalienable, y solitario. Y esa relación, que en sí misma esinvisible, debe materializarse en la vida de cada uno. La relación entre losdos se perfecciona (antes no teníamos con el universo real una comunicacióninstantánea; ahora sí), pero el individuo se logra, gracias al destino. Supongoque Nelly Evans se realiza en la cárcel. Eso es tan absoluto y tan puro, ytan lógico, como su hábito de monja. El rigor es el mismo.

Yo voy bien. Aquí es la primavera, y te quiero siempre. Creo que en elfondo todo sucede y nada pasa (no pasa nada). Como si efectivamente nopasara nada.

Chau.

Gastón

1 La carta no le llegó. Me agredieron y me robaron todo, protegido por la democracia. Lacarta estaba en mi bolso (n. del a.).

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correspondencia: marianafernández

[s/f]

Gracias por comulgar por mí. Es cierto que 77 años es poco, pero enverdad es bastante. Creí en la fecha por varias razones. La primera: toméconciencia del hecho a los 44 años; me quedaba entonces la edad de Cristopor vivir. Segunda: el año 2017 suma 10, cifra que coincide con mis crisisperiódicas, que son cada 10 años (a los 8-10 meses; a los 9 años; luego 19-20; 30, y 40. Cada vez hubo algo fundamental en mí. Espero la crisis delos 50...). Tercera: 77 da 14; así como 1940. Eso me hace sonreír. Y lacuarta: el 7 siempre fue para mí muy extraño. No sé por qué. Quizás acausa del «70 veces 7» de la Biblia. Pero no hay que adelantarse. Si te vasa Tahití el año entrante entonces no nos veremos. Yo llego en Julio y meregreso en Agosto. 2 meses. A ver pues cómo haces.

Son las 10 p.m. Todavía hay luz de día (pero en verdad son las 9 p.m.Adelantamos el reloj). Gracias por el concurso Caretas, pero como perdíel primero, decidí no mandar más. Mis cuentos sólo son apreciados poruna minoría. Sólo 3 han salido en Lima. Mandé un cuento a un concurso

alfonso fernández fernández (1902-1988) y manuelita carrera defernández (1916) se casaron el 24 de diciembre de 1936 en laiglesia de san marcelo y tuvieron tres hijos: álvaro (1938-1964),gastón (1940-1997) y mariana (1943).

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— gastón fernández —

—en castellano— en París. Ojalá que lo gane, pero los jurados estánobsedidospor el costumbrismo, el realismo. Para ellos yo soy muy intelectual. Verásel libro sobre la India. Hazme una buena propaganda. Tenemos que vendermás de 1000 ejemplares para obtener algún beneficio. Bobby no encontróni Editor ni Mecenas, entonces se convirtió en los dos. Él ha pagado todo.Ojalá que el libro de Gas pueda no defraudarlo. El único problema, enverdad, es el estado de ánimo económico de Lima. Porque el libro es bueno(¿cómo podría ser malo? ...lengua en la mejilla, ¿te acuerdas?).

Que bueno lo de tu cartera. ¿Cómo te miraba? Dale un beso a Emilia.Hago menos sopas ahora, en verano. Estoy en short, pero desde ayer lluevey truena; y me ha agarrado una alergia que me obliga a rascarme los ojos.Chau. Te beso.

Gas.

4-2-94

Marianita, mi hermanita.

Nadie sabrá lo que une a los seres humanos, ni a lo que nos une. Eso noconcierne al conocimiento, al saber. Yo no creo que nos hubiéramos conocidosi no hubiésemos sido hermanos. Es por eso que somos hermanos, unacosa extraña, misteriosa, que hubiera podido ser nada. Hay hermanosque se odian. Hay padres y madres que matan a sus hijos. Hay maridosque asesinan a sus mujeres. Hay niños que matan a otros niños. El serhumano se me va de las manos, y de la mente. Es por eso que el humanocree en Dios, y, cuando no puede creer en Dios, inventa máquinas.

Tú no conoces, ni conocerás nunca a tu hermano. Yo logro con lasjustas conocer los mecanismos de mi programa. Salgo de la madre para iral padre. Me alejo de la dureza para acercarme a la elasticidad, a la ligereza.Renuncio a la autoridad para acoger la tolerancia. Rehuso la demasiadaactividad para vivir en la paz. Voy de Manuelita a Alfonso. Si nos hubiésemosconocido sin ser hermanos, yo no habría podido nunca escribirte esto, nihacerte llorar en un café de Bruselas. El amor puede todo. Hace vivir, ydestruye. Es como el sol. Somos el sol. (Desidia) (Yo no soy capaz, comotú, de solo llevarte en el pensamiento. Yo soy un escritor, un escribiente. Miuniverso pasa necesariamente por las imágenes, por la poesía. En eso soyun imperfecto. Pero no creo que los que no escriben sean perfecto porqueno escriben.)

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Tu carta es un dechado de hermandad, fraternidad, lealtad, beldad,caridad... Comprendo la fealdad de tu silencio, que me ha hecho pensar enmil cosas raras porque no comprendía nada. Creo, cada vez más claramente,que no hay que esperar nada de nadie. Hay que estar allí; es todo. Estarallí casi sin pensar. Acoger todo. Esperar todo. Amar todo. No decir nada.Justamente leo un dificilísimo libro de un filósofo danés del siglo pasado,que quiero mucho, aunque criticándolo. Dice: de nada vale gesticularporque la verdadera interioridad es muda. «Alabado sea el ser humanovivo que, exteriormente, se comporta, frente a su interioridad, como siestuviera muerto...»

Nadie lee lo que yo leo. Es por eso que nadie, o pocos, comprenden loque pasa realmente en esta época en la que el hombre flota, como unanueva estrella, en el vacío del universo. Nadie ha hecho el lazo entre elDios antiguo y la divinidad contemporánea. Tu Gato1 es un felino que nadieconoce, que nadie es capaz de imaginar. A veces me siento inexistente.¿Quién es el Gato? Si tú me hubieras conocido en Bruselas, ¿qué habríapasado? Dominique no sabe. Yo tampoco lo sé. Tengo alumnos que medicen: «Gastón, yo te quiero mucho, pero no soporto tus cursos, no soportolo que dices.» ¿Quién habla entonces?

Y tu Gato vive entre él y lo que él dice.Je t’embrasse

G.

Bxl. [Bruxelles] 26 de abril 94.

Cacle Cacle.Mariana hermana,

respuesta inmediata en razón de mi papelito inquieto preguntón de tusilencio, y de tu carta recibida hoy, que contradice mi pregunta. Graciasmil por tal favor. Sí, Dominique va mal, y la solidaridad que puedo manifestarlecon mi presencia es importante. Bruno es una de las razones, de peso,pero no es la primera. Hace ya meses que pasa por momentos, semanas,en las que no hace sino llorar. Es la primera crisis de su vida. La razónprimera es una decepción del mundo. Todo se desploma alrededor, y sugenerosidad ya no tiene objeto. Es como si hubiera perdido su inocencia,como si la hubieran violado. Amigos fallidos, superficialidad, hipocresía. Y lacompensación es inexistente por falta de dinero: presiones fiscales yadministrativas sin nombre, deudas obligadas. Luego el estado de salud

— correspondencia a mariana —

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— gastón fernández —

precario de su mamá, una leucemia estacionaria que le ha cortado, a los 65años, todo proyecto. Le hacen transfusiones dos veces al mes. Por mi lado,yo no soy un ejemplo de ternura y de compañía, viviendo como vivo en ununiverso de pensamiento abstracto, y de estudio solitario. Yo no podríacompartir la compañía constante, diaria, bajo el mismo techo, de ni siquierala mujer de mi vida. Resumiendo, entonces, sí, las cosas van mal, pero elequilibrio sicológico está allá, por suerte. Yo me siento obligado, en ciertaforma, a cambiar mi comportamiento, a estar más cerca de ella.

En cuanto al dinero, mis cosas mejoran, y podré dar término a lamoratoria en agosto. Ya veré (o tú me dirás) con quién te hago llegar micontribución. Cuando vaya en el 95 trataré de darte lo más posible para elperiodo siguiente. Recibí carta de Patty, fiel, mucho más profunda, porsupuesto, que Ursula, que nada en la superficie. Ya le contesté. Ella tambiénse plantea el problema de tu ausencia, que será opuesta ciento por cientoa la que tú estableciste con nuestra madre materna. Sea como fuera, estesegundo período de su vida comienza feliz, pleno, como fue pleno elprimero. A propósito de esa felicidad, de la que Patty me habla, yo no sé loque es ser feliz, porque nunca he buscado la felicidad, no creo que eso seaun valor de la existencia. La libertad del espíritu me parece el primervalor individual. Y yo soy suficientemente atormentado, apasionado, ylúcido como para satisfacerme de ese goce. Prefiero la paz del alma y laserenidad a la euforia.

Pronto comenzaré a trabajar mi manuscrito sobre el fin de la historiadel arte con mis editores. Lo han programado para setiembre. El anteriorse ha vendido casi totalmente; piensan reeditarlo. Es un libro (será unlibro) de ± 300 páginas, esencial, el primero de ese tipo en toda la teoríaescrita hasta hoy. No sólo trata del arte, cuya vieja historia se terminó,sino de un nuevo comportamiento frente a las cosas, frente al tiempo, a símismo, a la muerte. Es muy filosófico, y muy erudito. Y en el fondo de mímismo, no espero nada de él, pues eso no depende de mí.

El clima está feo, «deprimente», sin luz, desde diciembre. Son las4.30 p.m. en un café de la Gare central. A las 6 tomo el tren para mi clase,regreso a las 11. Voy a escribirle a Ricardito, el hijo de Bobby, que meprometió, en enero, una carta (Bobby). Ricardito me escribió de HongKong, la recibí hoy. Pienso en Daniel Ulloa. Él me prestó en el 63 un librode Kierkegaard, filósofo danés, sin saber lo que eso iba a significar en mivida y en mi pensamiento.

Chau, with love,Gas.

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Bxl. 19 junio 94

Sister, cacle cacle. Como ves, contesto tu 26.4 y 2.5 con un retraso quecalculé, haciéndote al efecto llegar un rápido mensaje calendagatorio. Estoysaliendo de la última recta académica, y de un cansancio natural, típico deesta parte del año. Pasado mañana tomo los últimos exámenes (los primerosfueron el martes 14: 39 orales, de 9 a.m. a 9.30 p.m., con dos pausas de 3/4de hora). También serán 40 y durarán las mismas 12 horas. En generalpaso con cada alumno de 15 a 20 minutos. Jalé a uno. Sólo lo hago cuandoes realmente imposible evitarlo, a pesar de la ayuda que les presto, porquelo que me interesa es que aprendan, incluso en los exámenes. De otrolado, los cursos son más o menos áridos, «filosóficos» como ellos dicen, yno puedo exigirles mucho. El miércoles es el jurado, al que asististe unavez, y el viernes el vernissage. Fuera de 5 días del 2 al 6 de julio en casa(de campo) de una de mis amigas alumnas y su hija (las dos vienen a laEscuela), que me han invitado, me quedaré aquí hasta el 1º de setiembre,en que veré adónde me voy por aquí cerca a descansar de tanto trabajo yde tan poco aire y sol. Trabajaré preparando un curso sobre el pensamientoy el arte chinos, que haré durar quizá dos años, si la cosa se presta.

Recibí el edicto, pero no sé cooperar con el nombre del Coro. Lo únicoque sé es que «sine nomine» no me gusta, es demasiado evidente. Noencontrarás ningún libro mío de mí en la biblioteca donde alquilas tuslibros por la sencilla razón que no he escrito ninguno —más bien, no mehan publicado ninguno. Lima, parece (tu Fonchín Cisneros, el GonzálezVigil) es una posma. Y el uno u otro amigo(a) que podría hacerles recordarque existo (Dulcinea, Queti Belevan) no han sido vacunadas contra la desidiao el olvido o la distracción. Yo he renunciado a seguir insistiendo. Bryceno es un buen escritor. Lima, y en general esos países de allá no hancambiado la manera de escribir y de leer, que es costumbrista, es decirdecimonónica. Por eso un escritor como yo, de vanguardia, no pasa. Detodas maneras yo no estoy en ésas, y mis energías creadoras estáncondensadas y concentradas en el ensayo. Mi tercero saldrá, maybe, enoctubre. El fin de la historia del arte. Alguien tenía que escribirla.

Al padre Zubeldia le mandé, ya hace varios años, estampillas de todositio, que guardaba, pero el muy educado no me acusó recibo. Ni más,entonces. La mamá de Dominique, que sigue en el hospital (un mes ya)estuvo a un hilo de irse. Dominique va mejor, estos 15 últimos días heestado ayudándola a pintar y a dejar en buen estado el departamento quelos inquilinos dejaron, para que la nueva lo ocupe en estos días. He regresadocada día casi a medianoche, cansado, y haciendo esfuerzo para ayudarlapues no me gusta pasar mi tiempo haciendo trabajos manuales.

— correspondencia a mariana —

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— gastón fernández —

El bobalicón de Bobby está bobalicón porque está llana y simplementedeprimido. Hace dos años que está abatido, desganado, a causa de suscasi 60 y las transformaciones profesionales que él no puede —o no sabe—encarar, pues la modernidad lo sobrepasa. Como no contesta mis cartas nosé cómo va. Renate no escribe tampoco, y Ricardito lo hace una o dosveces al año (como su padre). No hay nada que hacer. Yo te dije que misfinancias comenzarían a equilibrarse en agosto (o setiembre) pero si insisteste diré entonces que busques un correo (no, tengo uno aquí, Claudio de laPuente, el marido de Diana Cunliffe. Se regresan a Lima, y mañana lo veoen la Embajada; le dan un cocktail. Le daré un sobre con 150 $, que hubieradeseado otoñales. Por desventura, hay lujos que yo no puedo darme).

En cuanto a la felicidad, que no se busca, y la libertad del espíritu, yano sé lo que te escribí al respecto, o lo que tú entendiste. Lo cierto es queyo no busco la felicidad, es una estado que no me interesa. La libertad delespíritu es desde hace siglos lo que tengo como un buen objetivo, y no mefalta nada en ese sentido. No me quejo tampoco, salvo las críticas que puedohacer, y que debo hacer, a la sociedad corrompida que es la nuestra, aquí yallá, acá o acullá. No recuerdo haberte escrito que no era feliz o algo por elestilo. Me siento como siempre: bien. Confiado en mi estrella, en mi camino,salvaguardando mi independencia, y sin aspirar a la «felicidad».

Espero que no perderás mucho peso con la boda, y que todo saldrácomo os lo merecéis y olé.

Kisses,Gas.

Bxl. 17 julio 94.En la terraza de un café. 10.30 p.m.,

porque desde hace un mes, cosa prodigiosa, estamos en un horno. Yo vivocon short, alpargatas y camiseta, afuera en la calle y adentro. Ayer imaginé,a partir de las 11 p.m. (4 p.m. en Lima), las angustias y los [espasmos] dealegría de cada uno de ustedes, los ajetreos, las lágrimas. Sólo deseo loque escribí con el telegrama el 14 a mediodía (hora de lima): la profundidadde mi cariño y la felicidad. Nos arreglaremos con Patty para que se cruceconmigo el próximo año. Desde fin de junio hasta mediados de setiembreestoy libre, y con 30 días disponibles. Por suerte escogieron el sábado y noeste domingo, pues con seguridad la iglesia se vaciaba por el Italia-Brasil,en el cual me hago caca. Sólo deploro que no haya podido hacerte llegarlos 300 $ que te tenía, esperando que Claudio de la Puente de Diana

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Cunliffe los llevara. Cuestiones de hospitalización y de ajetreos diplomáticosy otros, le impidieron ponerse en contacto conmigo. Cuando yo tomé lainiciativa ya era tarde. No creo que sea grave, pues tú debes tener correoschasquis aquí o allá. Estate al tanto y dime.

La mamá de Dom. acaba de salir del hospital, donde escapó de lamuerte, por segunda vez. La estamos cuidando, como podemos, su marido,Dom. Bruno (un incapaz) y yo. A veces voy a estudiar a su lado. Por suertesu departamento es bellísimo, con largos balcones llenos de macetas,plantas, rosales, laureles, cuidadosamente tratados por el marido, queenvejece, gruñe, viaja de aquí para allá, y tiene gota. Su cuarto da a unode los balcones, donde instalo mi mesa de trabajo: el arte y el pensamientochinos, pues voy a dar un curso oriental el próximo año. Y como la mamá haestado mes y medio en el hospital, me encargué de cuidar a su gata, colorcafé (se llama Capuccino - Puci - Puchi), que duerme con sus patitas en mihombre. Es adorable, pero me harté. No me deja tranquilo, se ha comidola mitad de mis pantuflas y varias hojas de una planta sagrada, me impideponer flores porque empuja los floreros al vacío para ver qué pasa, meobliga a mantener las ventanas cerradas en plena canícula porque apenaslas abro ella ya está allí, presta a emprender la aventura, me ensucia todoy quiere comer como tres. Fuera de eso es un amor. Estudio entonces todoel tiempo, y el verano se pasará así, con ese inmenso y sereno placer dehacer lo que me gusta. Iré una semana a La Panne, con mis dos amigas queme invitaron a su casa de campo la semana pasada: Claudine y Joëlle, suhija; las dos son mis alumnas; eso será dentro de un mes. Y del 1º al 11 desetiembre iré, ojalá, a la Bretaña francesa, aprovechando de la villa alquiladapor el papá de Dom. Entretanto, ya habré corregido mi libro con los editores,que ya lo han anunciado al público. Será el primero, realmente científico,sistemático, explicativo, original, escrito para demostrar el fin de la historiadel arte. Y será tu hermano que lo habrá escrito. Libros como ese necesitan10 años para que explote en las cabezas de los otros y germine, y florezca.Pasará, no desapercibido, pero sí adelgazado con respecto a tanta cochinadainsignificante escrita por los que halagan al vulgo. Yo vivo tranquilo, comopapá.

Me contarás tu día. Fue el tuyo, también. Uno de mis pensamientosconstantes, cual una idea fija, es el tiempo actual fundido en el tiempoantiguo, el de nuestra infancia. Tengo la foto ampliada en la que, a los dosaños, estoy llorando porque me quitaron el mango que comía. Ése es elGastón Fernández que ha escrito lo que muchos desearían aceptar porquesienten que es la verdad, pero que rehusan hacerlo porque eso suponecambiar su existencia en gran medida, pensar de otro modo. En Patty estásviendo a Mariana en la fiesta del Country, donde hubo gente desmayada. Y

— correspondencia a mariana —

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— gastón fernández —

tu hija se irá a vivir a los USA, como tú. Y tú irás a ver nacer a tu nieta, y lavida seguirá muriendo, seguirá muriendo.

Te quiero, mi hermana. Cada vida se hace sola, y los símbolos tienenla capacidad de resarcirse. Patty, tú, Martín y yo estaremos juntos elpróximo año, en la intimidad que es más mía, y que no tiene tiempo.

KissesGas.

La Panne, 13 agosto 94.

Sister,

estoy por 5 días aquí, con Dom. y Claudine, una de mis amigas alumnas(56) que me invitó en julio a su casa campestre. Justo ayer, cuando llegué,se fueron el sol y la canícula, que no nos habían dejado durante 45 días sinparar. Así son las casualidades: llueve, y es gris, y los 20 grados, despuésde los 30-36, parecen fríos. Tengo todo desde julio (tu última) y desde elOiga que me mandaste, y desde las últimas noticias de mi mamá. Yohubiera preferido que seas tú, después de la boda, que me informarassobre el evento máximo. El telegrama que mandé con suficiente antelación(el 14 a mediodía, hora de Lima) llegó el 17, según me cuenta Manuelita.Será el último que habré mandado, si toma 3 días en llegar. Yo no sé quién esel responsable: el Correo aquí o el Correo allá. Sea como fuere, es unescándalo que no repetiré. El teléfono es más barato, pero no me gusta, y nosiempre encuentras al que llamas. Lamento otra vez no haber podido darles(y darme) ese gusto. En estos días le escribiré a Patty para ver si puedenvenir a Lima el próximo año cuando yo pase; o si no, si hay modo de arreglarun pasaje barato a Miami, rápido, dos o tres días con ellos. En Lima estaré 1mes, no puedo más a causa del número contado de vacaciones. No descartola posibilidad de poder arreglármelas con el Museo para añadir una semanamás, pero no me hago ilusiones. De todos modos, esta vez sí voy.

Tu carta del 4.7 me cuenta los preparativos de la recepción. Mamá medice que todo salió de maravillas, como si la cosa hubiera podido serdiferente. Leí tu respuesta al Macho Man, que creía ser una especiedesaparecida. Hiciste bien en contestarle a ese bandido. Francamente,debo reconocer que tipos así abundan, y cerca de nosotros. El mismoDarwin, con su genio inventivo, dio a la mujer un sitio no más alto que sustacones.

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Leo ciencia (siglos 19 y 20, el inconsciente cerebral, los descubrimientosneurológicos, etc.) y el pensamiento y el arte chinos, como te conté. Soncursos nuevos; y cuando no lo son se trata de puntos de enfoque diferentes.No me gusta repetirme. Cada día me intereso menos en la creatividadliteraria y artística contemporánea, que ya no tiene trascendencia, ni,para mí, el mero interés. La ciencia sí. Cada mes, cada año que pasan mealejan de este Occidente finiquitado. Me pondré a profundizar lo que siempreme atrajo sin saberlo (primero), conscientemente (ahora): el Oriente. Enclase, en el Museo, en mis cursos y conferencias, enseño eso: no la historiadel arte, sino la manera de comprender por qué esta historia se terminó,por qué hay que comenzar a pensar de otra manera para construir el futuro,y comprender la crisis del presente. Les pido a mis alumnos despojarsede sentimiento, de ilusión, no soñar, abrir ojos y oídos del mundo parasaber, y sacarse el peso de encima. Gran parte del desequilibrio nervioso,de esta patología del alma que sufre el mundillo civilizado, desapareceríasi se supiera lo que encerraban los conceptos de humanismo, belleza,arte, y otras beldades bajo su piel de cordero. Estuve 3 días en París hacediez días, para ver el Nuevo Louvre, entre otras cosas. Me alojé en casade una antigua alumna, una vieja amiga entre mis preferidas, que se vaun año no sé adónde con Médicos sin fronteras (de repente a Etiopía).Besos miles

tu Gas

26 set. 94

Marianita,

recibí hoy tu carta con la emocionante reseña de Plácido Domingo, esaLima que conoció su madre y que ya no existe sino en nuestro cerebrocomo un aguijón. Ya había recibido tu mensaje dos días antes con el anunciode la llegada del cheque. Qué viaje. Los gastos del banco se elevan a 15 $,pero me costó 15 $ más la cambiadera de los dólares que tenía en francospara reponer éstos en mi libreta de ahorros. El banco no aceptaba los tresbilletes de 100 que le di, no sé por qué. Prefieren un numerario bajo. Asíque tuve que hacer la operación de sacar de mis ahorros, y reponerloscambiando los 3 billetes en una agencia. 15 $ de gastos no es mucho, enbuena cuenta, por una operación tan abstracta. La repetiré entonces, perosin descartar el envío anticipado si alguien viene por aquí de paso. Y parajulio-agosto del 95 trataré de llegar con lo más que pueda. El asunto deLuis Enrique Tord me sorprende, no tengo la menor idea de lo que puedeser, y no me hago ninguna ilusión sobre la coherencia de ese deseo de

— correspondencia a mariana —

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— gastón fernández —

ponerse en contacto conmigo. Supongo que debe ser para hacerle unservicio; no creo francamente que sea el pedido de una publicación deFernández para el público de Lima.

Son las 10.30 a.m. A las 2 salgo a un asilo de ancianos para mostrarlesimágenes del arte, distraerlos. Hace tres años que voy, una vez al mes.Primero como emisario del Museo, ahora como independiente, pues elMuseo ya no quería ocuparse de eso. Es un Home de lujo, como muchosaquí. Fácilmente 4 mil dólares mensuales. Pero a veces me harta ladesorganización de Olivier, su director, muy buena persona pero undesmemoriado, distraído, incorrecto también por olvidadizo. Se hace tratarpor un siquiatra, como casi la mitad, por lo menos, de la población civilizada,que es incapaz de vivir sola, por sus propios medios. Aquí se dan clasespara aprender a tocar a su bebé, para aprender a mirarse en el espejo, aestar en grupo, a estar solo, a hacer caca, a oler. Creo que Iván Rabinovich,en Lima, daba clases de caminar, y Víctor Vich de mente positiva. Es undesastre. Y créeme que no hay nada de pesimista en mí, cuando sóloconstato este descalabro del continente más civilizado y rico del planeta.Los millones que manipulea Olivier no le sirven de nada.

Los artistas también, ahora, hacen cualquier caca. Y mi obra maestra,que saldrá, espero, en abril o mayo como prometido bis, es un análisiscientífico de la caca. Es la razón por la cual el público no se acercará a él nipara ver la tapa. También esto es una constatación bien distanciada de mímismo. Yo soy como los chinos (¿Sabes cómo se dices misterio, maravilloso,en chino? Miao.) En el antiguo Egipto gato se decía: Miou. Tú deberíasaprender a ser como los chinos (budistas, taoístas): no darle importancia acosas como perder un partido de tennis. Pero eso viene de lejos. Unexcelente método para alejar la pesadumbre de perder, es sonreír poradentro. No falla nunca.

Siempre espero noticias de Álvaro. Patty me contestará en estos días,I hope. El 4.10 comienzo mis clases en la Escuela. El Museo recomenzóla semana pasada. Voy bien, por suerte, con buena salud, que, luego de laobsesión de ganar plata y botarla por la ventana, es lo más importanteahora, a causa de los destrozos que hacen el cáncer, el infarto, el automóvil.

Kisses mil. Me preparo para el invierno, que siempre es imprevisible,como cada una de las estaciones desde hace poco.

Gas

1 «Gato», sobrenombre de Gastón Fernández.

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correspondencia: josékozer

[s/f, primeros meses de 1985]

Querido Gastón —

tu carta, palabras, me hace pensar de golpe en muchas cosas, más biensentir auscultando. Leer lo que ahí dices, si me proyectara a de aquí a cienaños, leería un documento histórico: en el que se narra la pérdida de laarmonía, si es que alguna vez hubo armonía en el mundo, si es que podemoscreer con Confucio que los legendarios Yao y Shun crearon una sociedaden paz, armonía, regida por Li (la costumbre ceremoniosa, lo hecho conpropiedad; léase a mi modo de ver, con elegancia),

hay hechos en tu carta que me interesan, me convocan: primero, tufecha de nacimiento que es la mía. Sucede que somos muy pocos los quenacimos en 1940, siendo fecha en la que muchos debimos, por deber, habernacido. Fíjate en los «pocos» autores en lengua española de hoy día yverás que pocos nacieron en tal año, el cabalístico, el que facilita medir tupropia muerte sin tener que recurrir a demasiados cálculos ni utilizar

josé kozer (la habana, 1940). ha publicado los poemarios:padres y otras profesiones (1972), poemas de guadalupe (1973),de chepén a la habana (1973), este judío de números y letras(1975), y así tomaron posesión en las ciudades (1978), larueca de los semblantes (1980); jarrón de las abreviaturas(1980), bajo este cien (1983), la garza sin sombras (1985), elcarillón de los muertos (1987), carece de causa (1988), dedonde oscilan los seres en sus proporciones (1990), prójimos.

intimates (1990), una índole (1993), trazas del lirondo (1993),a caná (1995), et mutabile (1995), los paréntesis (1995),aaa1144 (1997), la maquinaria ilimitada (1998),dípticos (1998),farándula (1999) y rosa cúbica (2002). además compiló —juntocon echavarren y sefamí— la estupenda muestra de poesíalatinoamericana medusario (méxico: fce, 1996). en diciembreapareció una extensa antología de su poesía: no buscan reflejarse(la habana: letras cubanas, 2001), a cargo de jorge luis arcos.

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— gastón fernández —

demasiados dedos de la mano al sumar, restar. Bienvenido, pues, al mundo,querido amigo de 1940.

y lo otro, ya más en serio y primordial: oírte hablar de tus «raíces»septentrionales. Te pasa lo que a mí y es que siendo de acá soy de allá yes que siendo de Cuba soy del lugar de la nieve o es que siendo de un paísrecién armado vengo de la milenariedad mas recoveca y recóndita: lohebreo. De modo que uno se atora y se siente bien en cualquier lugarcomo que los lugares sirven todos para la narración y para lo descabelladode morirse.

yo creo que a los latinoamericanos nos está sucediendo algo muyimportante ahora mismo: y es que nos hemos visto lanzados a una diásporadolorosa pero que como todo lo doloroso, origina dicha. La habrá, paraAmérica y podrá haberla para este planeta medio redondo y más tirando ahuevo oblongo del que lo sabemos ya todo, que es como no saber nada.Hemos llegado al cierre, a tocar fondo, a tropezar demasiado con eso que tuacertadamente llamas funcionalidad sin humanidad: y precisamente por ello,noto, tal vez con desacertado optimismo, que la gente reacciona, seconvulsiona y empieza, inconscientemente e inconstante, a decir basta.Dígase, de entre algunos, y bastará.

un basta que puede retrotraernos a una vida menos consumista, másadusta, más pobre y por ende, más elegante: una vida en que la calle nosea si no prolongación de Atma, el Alma, de la casa, de la interioridad. Enque el ser humano ciudadano conserve la dignidad de la ropa, de lasexualidad, del hospedaje. Y que se pintarrajee no para chocar sino paraapuntalar de un modo más la diversión, el divertimento, la dicha.

ésta es una época de mi vida que quiero denominar como difícil. Todaslo son, pero quiero subrayar que esta etapa me resulta particularmentejodida. Se me están muriendo de a poco y de a golpe seres muy queridos,por un lado. Por otro, mi situación universitaria que algún día te contaré,me obliga a hacer ciertos juegos de realidad, publicar, aparecer, etc., cuandoa lo que yo aspiro es a desaparecer, a vivir medianamente desapercibidoen armonía la estancia y la desaparición. Y además, dineros no me sobran,mantengo a la familia de a solo porque mi mujer no puede trabajar ya quehay una niña de 8 años aún que criar, en una sociedad que te obliga a nodepender culturalmente de ella sino a dar de ti una cultura al hijo(a) puesde lo contrario ...asna la pobre. Y a ello se junta que sólo escribo poesía ypor ende no intereso y súmale que lo que escribo no se parece demasiadoa lo de los otros, pues, me he quedado bastante solo. Y qué?

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— correspondencia con josé kozer —

no, no es nada: hay días que sí, mi viejo, pero no es nada. Más bien quese queda uno algo desalentado porque se soñaba con el diálogo, laconversación, la copa con el amigo y compartir «solidariamente». Y quéhubo, pues esta canallada de envidias, desavenencias, pérdidas,desencuentros, distancias, pendejadas y rupturas. Y me cansé. Ahoravoy a cumplir ya mismo 45 años y me propongo estar cansado.

me llegan cartas todos los días, antes era fiel y todas las respondía:ahora, no. Archivo, olvido. Sólo contesto aquello que me estimula y quierocontestar. Y eso no esta bien: no es ni humano ni profesional. Espero, conel favor de Dios (es un decir) recuperar mi vieja forma, como yo era. Máscordial, menos engañoso, más generoso, menos muerto.

tu ficha ya la envié a la redacción para que acompañe la publicación detu ensayo. Intentaremos sacarlo con el aparato de notas, que concuerdocontigo es parte muy integral del ensayo. Se hará. Lo único que no tepuedo decir aún es si va en Enlace 5 o Enlace 6 pues hay compromisosanteriores que abultan y nuestro presupuesto anda por los suelos. Sacaruna suscripción es más difícil que golpear la roca en busca de agua.

descuida, que tus cosas las iré dando a conocer entre amigos,verdaderos amigos que leen, que son serios y que tienen en ciertos casosaccesos editoriales. Como iré a México el 7 marzo (hasta el 12) haré quedesde allá te manden mi poemario. Siempre ando sin ejemplares, y no meimporta ya. A Jerusalén no fui, a última hora tuve que cancelar el viajepues a mi padre (77 años) lo operaron de corazón. Otra vez será.

gracias, por prestarte a leer con calma en un futuro los poemas míosque te he estado enviando. Sé que no son fáciles. Yo he escrito 2000 poemasy de pronto conozco a alguien como a ti y le envío algo que escribí ayer, loque me parece injusto pues de golpe y porrazo te obligo a leer el 2001 sinconocer el 1. En fin, todo a la larga encuentra su cauce, hermano

José

Bruselas, 14 de marzo. 1985.

Querido José,

heme aquí más tranquilo, con mi escritorio lleno de un desorden ideal.Hago una pausa porque es necesario. Lo que sucede es que me preocupo

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— gastón fernández —

porque temo no disponer del tiempo para lograr mi objetivo, hacer mi«obra». Conservo una sensación de «tiempo que recuperar», pues sólocomencé a leer, a escuchar música, muy tarde. Leí mi primer libro a los 23años. Hace apenas 5 que comencé a escribir sobre arte, habiendo iniciado laUniversidad (en Lovaina) a los 30. De allí que me sienta al mismo tiempoadolescente e inquieto por la vejez... Me queda todo por hacer, leer yestoy dispuesto a hacerlo. De allí que —repito— esté tan contento deencontrar gente que sin saber esto, contribuye conmigo.

Sí. Y no soy sólo del 40 sino Acuario. (Aunque no me intereso en laAstrología; sólo conozco mi signo. Y soy gato para los chinos, además; loque no me extraña. Siempre escogí a ese animal como el mejor, el felinocomo modelo). Para completar el ciclo, te diré que un Indio en la India meleyó la mano en Bangalora (pasé 9 meses en la India y en el Nepal, en1983-84): me descubrió escritor, me prometió mis publicaciones para el85, y mi muerte para el 2017. A los 77 años (cifra 14. La misma que la denuestro 1940. Sin contar con que la cifra 10 del 2017 coincide con misciclos periódicos que han visto en mí modificaciones fundamentales cada9-10 años. Espero confiado por lo tanto mis 50...).

[(línea ilegible)...] a lo que yo llamo «conversión»: una actitud frenteal mundo «más adusta, más pobre», tú tienes ese término de «elegancia»que es el único. Y es extraordinario que pienses que «la vida en que lacalle no sea sino prolongación de Atma». Es justamente lo que hierve enmis reflexiones sobre el arte, noción que me parece finiquitada. Teórica yprácticamente —en lo que se refiere al arte plástico «visual», racional —el mundo ya es arte, la realidad es ya imagen, estamos en la tautologíadesde Malevitch y Mondrian, en el solo quantum de energía insensataque sigue jugando al arte plástico en la escena del mercado.

Y nuestras coincidencias abundan (en mi ensayo sobre la Foto, que saldrápronto en París) hablo de esa elegancia oriental frente a la vulgaridad deEuropa. Y la dignidad que tú también buscas en la ropa, en la sexualidad, yola busco en el arte. Es por eso que pido su sublimación en la vida. (Te enviaréun artículo contra la Transvanguardia, para la información. Quiero hacer unpequeño librito —50 pág.— para desarrollar la idea. No se trata de unaregresión. Es una puerilidad absoluta en la que estamos, frente al mundo,que se presenta, se expone (ya no se representa) novísimo. Puro. Sin tacha.Sin ningún mito originario. Sin pecado original. (A menos que la bomba deHiroshima y el siniestro nazismo sean ese pecado; pero nadie quiere saberlo.)

Yo no me siento cansado, no llevo sobre mis hombros un peso que túllevas, el pasado de tu universalidad hebrea, tu modernidad cubana, tu

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realidad universitaria [(línea ilegible)...] y veo que no me sigue nadie.Todos aquellos que me rodean, un poco más viejos, un poco más jóvenes,son una banda de enfermos, de niños, tupidos por la mezquinería, por lainconciencia de comportamientos primarios. Pendejadas, como dices. Esaincoherencia, ese desequilibrio, esa coladera me desespera. Camino mirandopor encima de las cabezas, para evitar esos cuerpos, un escarnio continuo.Me llama también el silencio, el retiro. Te comprendo tan bien cuandohablas de estancia y desaparición...

(Ahora recuerdo que no tengo el texto final del ensayo sobre laTransvanguardia. El original español, que Tenerife no se dignó siquieramencionarme como algo que llegó a su poder, lo corregí, lo aumenté y loenvié a Montreal y a París.) Botellas lanzadas al mar. Veremos. A la genteaquí le disgusta la polémica, la toma de posición, tiene horror de la moral(es un siglo técnico. Toda la ideología abstracta de nuestros héroes—Mondrian, Loos, Malevitch, Moholy-Nagy, etc., desearon un nuevoHombre: sin «valor», «moralmente neutro», sin emoción, sin objetividad,en aras de un absoluto del que no sabían nada existencialmente hablando.Me encanta la abstracción, pero yo ahora quiero ser Ulises frente a lasSirenas. Creo que hay una trampa en la forma pura, la hay también en lapura especulación racional). Y sin embargo, no propongo ningún retorno.No hay nada que hacer, la Historia es inevitable e irreversible. Buscoentonces una salida honorable para el «arte», noción histórica que aparecióautónoma en el Renacimiento, y que ya culminó su ciclo. En ésas estoy. Loque sucede es que los críticos, los amateurs, horrorizados [(línea ilegible)...]se protegen de éstas dándoles el estatuto de obra de arte, comoantiguamente los hombres daban alma a esas cosas. Y a los mercadereseso les conviene. Pero el «arte» ya murió. Yo me encargaré de darle —como se dice— cristiana sepultura. Ya es tiempo de amar al mundo, y decomenzar a verlo en todo su esplendor, en toda su aparición, bella aunquedolorosa, sórdida, despreciable. Ya es tiempo de adquirir un «savoir-vivre»frente a tanta trivialidad, a la que contribuyen muchos artistas. (No es elcaso de la poesía. La palabra es siempre concreta, siempre representa,es irracional y polisensorial. Es el ojo cerebral racional que se ha dado conla luz, y se ha enceguecido. Desde Malevitch, que fue el últimoimpresionista, vivimos en la invisibilidad. La mejor prueba es la máquinafotográfica, entre otras formas de la abstracción cotidiana.)

Me gustó mucho «Los dos caballos». Más asequible que los otros poemas.Me gusta su ritmo narrativo, sacudido siempre en saltos inesperados; aquíesos saltos son más justos, coinciden con el humor y con una imagen algotriste de [...] Me gusta esa serenidad subterránea.

— correspondencia con josé kozer —

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— gastón fernández —

Te envié una rápida carta última que prefería las notas al resumen,luego de saber que podías colocar las notas in extenso. ¡Ánimo José! Tularga carta sigue siendo una sorpresa agradable para mí. Al fin unacomunicación, un diálogo, un intercambio, en esta época puramenteinformativa. Y otra vez, otra vez, gracias por tu apoyo. Ojalá que tu padrevaya bien; que México haya sido bueno.

[...] te abrazo,G.

De Panne, 2 de abril de 1985.

Querido José,

aquí te escribo desde el litoral belga, donde paso 10 días al de este mardel Norte gris, sin olas, pero en el que aprecio los vientos violentos y lospaseos por la playa, el ambiente antiguo de las casonas. Me vine con tucarta, con el [...] y con las ciudades poseídas, que leeré entre trabajo ytrabajo. (Quiero redactar un librito corto, tomándomelas con el absolutoque el siglo 20 ha transformado en sandez, desde Malevitch. Me gustamucho el arte abstracto, pero hay trampa adentro, y voy a encontrarla.Demoleré mis propios ídolos, si es necesario. «Qué importa lo que sólome importa a mí» por último, como decía Malraux.) Mil gracias por esosdos poemarios dedicados tan afectuosamente. Yo te envío por correo aparteuno de mis últimos relatos, que Helena calificó de mondrianesco. Ése esmi estilo: concentrado, poético; tal vez demasiado concentrado, pero eltema me obligó a ello (un hecho diverso leído en un diario). Gracias tambiénpor tu ayuda en México, que me recuerda cómo hace años envié un relatoa «Vuelta», sin respuesta. Tan furioso estaba —y tan ingenuo soy— que leescribí una carta a Octavio Paz diciéndole mi sorpresa ante tal actitud,que no consideró ni siquiera la posibilidad de la cortesía. Te estoy tanreconocido por tu apoyo, por la confianza que das a mis textos. (Me pongoa pensar que si P.U.F. —Presses Universitaires de France— que saca miensayo sobre la foto, tiene contacto con México para las traducciones, talvez sea con FCE. Lo sabré pronto, porque también me pidieron la versiónespañola.)

El acabóse. También lo decimos en Lima. Me detuve en seco cuandorefiriéndote a tu suegra escribiste «manadas de palabras ya inútiles»,«palabras de objetos desaparecidos y herrumbrosos». Yo no sé cómo aceptaréel mundo dentro de 15 años, [...] ¿Qué reflexión? Quizás tengamos que

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hacerla nosotros, para reemplazar a aquellos que a los 60 años hoy, ya hanterminado de forjar su pensamiento y escribirlo. ¡Qué lindas líneas aquellasque le has dedicado a tu suegra! Las aprecio tanto más cuanto que enLima siempre viví con España en la sangre (mi bisabuelo paterno veníade Cádiz), y las dos veces que he ido a la madre patria he visto en esepueblo una salud incólume. No sé qué pasará luego. De regreso de laIndia, donde, durante 9 meses conviví con la mierda y con el esfuerzo porsobrevivir, creí ver una relación íntima entre la mierda y Dios, entre laporquería y la religión, y la bondad. Es curioso que en Europa el siglo 19haya visto la desaparición de esos dos elementos al mismo tiempo. Lapobreza —habría que matizar, de todos modos— la relatividad de la vida,son necesarias. Para nosotros, en todo caso, que no somos pobres, seránecesaria una pobreza de espíritu, esa austeridad de la que tú hablas. Yosiento ese deber. En nuestro siglo in-significante, hay que buscar y encontrarel absoluto aquí, la trascendencia aquí, a través de un comportamiento queya no puede ser religioso, ni artístico, pero que los reúna en una síntesis.De allí que, por otro lado, (y por otras razones) yo no crea en las artesplásticas como proceso histórico. It’s finished.

Tu carta es como tú José, y es por eso que es hermosa. Es cierto lo quedices, sin embargo, sobre tu control, no ligarte con todo el mundo. Ojaláque tu padre esté en buena salud, lo mismo que tu suegra. Helena la pasabien en San Francisco, en el otro extremo, con su Gigi.

Un abrazo y hasta pronto,Gastón

Bruselas, el 19 de julio del 85.

Sí, querido José, tienes razón. La fe sin las obras es muerta, decía laAntigüedad. Las obras hechas sin que una fe específica las mueva suponenfatalmente una fe. Y como decía don Miguel, Probablemente, con todaseguridad, más honda. Yo estoy en vías de aclarar ese asunto, sin habérmelorealmente propuesto. Quiero decir ese transcurso tan extraño —y no—de la racionalidad occidental, cuya historia pasa por la religión. Esta últimano es por lo tanto sino Historia. El resto son genes individuales. Me hepropuesto, ahora sí conscientemente, estudiar profundamente el problema,pues está culminando en el hombre-máquina, en el hyborg que tú conoces(el «hybrid organism»), que no puedo tolerar; aunque acepto su existencia,en el sentido de que es justamente el objetivo «místico» del occidental, dela técnica. En su obsesión por despojarse de su condición «natural», irá

— correspondencia con josé kozer —

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— gastón fernández —

hasta despojarse del pensamiento mismo, y así alcanzará el absoluto. Ésaes mi tarea aquí en Europa, una tarea que comienzo, que es nietzscheana,y que a nadie gusta; y que casi nadie comprende, yo me pregunto por qué,cuando es tan simple: denunciar la probabilidad cercana del hyborg. Perocomo bien dijo un Ruso, el siglo pasado: «hay algo sobrenatural en unindividuo reducido al estado de máquina». Yo ya no quiero lo sobrenatural,cualquiera sea su forma, éxtasis sensual antiguo, éxtasis técnico moderno.Yo quiero la tierra, una conciencia que yo pueda utilizar libremente, inclusopara llevarla hacia esos vuelos astrales que te son tan propios, y quecomprendo tan bien; pero para luego retornar a los dulces que son losdías... Todo esto es muy complejo, dentro de su simplicidad. No guardoningún rencor a mi vieja fe, a nadie, a nada. Creo, por el contrario, que sinesa aspiración hacia algo fuera del hombre, el hombre no es. El problemaes que de eso sólo la Historia da cuenta, y que eso cambia todos los días.Yo estoy tratando de explicar cómo eso fuera del hombre no puede seralgo realmente fuera (cielo, reencarnación, o estado mental amorfo como elde la máquina-hyborg) sino debe traducirse en un comportamiento. Deallí las obras, y sólo las obras.

La «fe» se nos dará por añadidura.

Tengo, como ves, para rato. Si pudiera ser Kant, que no salió jamás deun radio de 10 km. Pero no debo desear ser otra cosa. Soy de aquí, de estetiempo que se pasa volando, y que nos sobrepasa. Y a mí me encantaviajar. Me cuesta entonces tener que leer tanto para profundizar ese«enigma» de la racionalidad, tan ligada a la «especulación sobre la ausencia»,es decir la teología, ligada ésta a la aparición del Estado, es decir altotalitarismo. Arte abstracto, misticismo, técnica, totalidad, todo va junto,significa lo mismo. Yo quiero saber por qué, y cómo. Tengo en mi escritorioel rompecabezas de esa Historia, deshecho. Y tengo que armarlo. Creoque una vez armado, veré en él mi propio sitio. Ésa es mi fe. Mi destino.

Es entonces, como tú dices, uno diciente, escritural. En mi caso, menosgeneroso que el tuyo, y que admiro, sabes.

Me voy a Aix-en-Provence pasado mañana. Hace mucho tiempo queno voy al Midi, donde hay tomillo y lavanda. Escucho a Kathleen Ferrier,qué voz. No he recibido respuesta de Rafael Vargas, a quien envié una cartay dos cortos relatos. Probablemente no recibió el envío, aunque, francamente,no me extrañan ya esos silencios. No insistiré, detesto ser pedilón. No lohe sido nunca.

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Helena ha perdido tu dirección española, se la daré hoy mismo. Lapobre, tan dependiente de su espalda... figura poética que, materialmente,es detestable en su caso. Pero qué mujer tan corajuda, y tan fiel con losamigos. Quizás vaya a verla en setiembre. Hay, cerca del Lago Mayor enItalia, unas islas extrañas que quiero ver: las Islas Borromeas. Lausanano está tan lejos. Veremos. Entretanto, feliz estancia para ti y tu Guada ytu hija, allá en Alpedrete. Un fuerte abrazo, José, y goza del sol.

Gastón

[14.10.85.]

gatón—

qué rica tu carta, qué bonita: escrita a salto de mata y al buen tún tún. Meacordé, como si despertara a recuerdos que no quiero recordar, de unasemana que pasé en Aviñón, estuve con mi primera mujer, nos rehuíamos,para ello me sentaba a la tarde, solo, en un cafetín, escribía en mis diarios,a salto de mata y al buen tún tún: una tarde hubo una manifestación degranjeros y estudiantes que se pelearon con la policía: ésta recurría amangas de riego y ellos les tiraban melones. Fue la cosa más divertida delmundo, tipo Aristófanes; así debiera celebrarse el desamor, la belicosidad;así debiera hacerse la revolución: a melonazo puro y en contraataque, elagua.

aquellos días yo no era feliz y jamás he sido tan joven ni tan feliz comodurante aquella edad: mi mujer había estado ingresada en un manicomio ynos vinimos a Europa a recuperar el matrimonio: en su lugar, por poco latiro al río, de veras por poco la mato en aquella ocasión y yo por poco memato a paso de jicotea porque a partir de aquel entonces y durante 2/3 añosconsecutivos estuveborracho,suicidaborracho.Un recuerdo (reconocimiento)tras otro, ya pasó. Y ahora te vi a ti a través de tu hermosa carta, por ahípor las europas, por las islas borromeo las lausanas y las plazas belgasespañolizadas y sentí como una nostalgia de pasado, hasta de infelicidad,cuando me rondaba el desastre y no esto, this settling down que dice Elioten algún poema, creo que en The Magi.

Guadalupe y yo nos reunimos los viernes como en sagrado ritual de ados y nos dedicamos el uno al otro, acercándonos mediante el puente delos vinos, la buena comida, la risa y las palabras (Nirvana: ese lagarincontaminado por el lenguaje, que dice Salvador Pániker): tenemos un

— correspondencia con josé kozer —

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— gastón fernández —

juego que nos inventamos el viernes pasado, salió de sopetón y cumbancha,consiste en clasificar conocidos y amigos en función del interés que ennosotros despiertan. Desde mi ángulo saliste tú él primero, le dije a Guadaese Gastón puñetero (sic) (y perdona: estaba borracho) es lo que más meinteresa en estos momentos, es como mi anverso y mi reverso y es él,nada tiene que ver conmigo, todo tiene que ver conmigo, nosotros? Y esverdad, mano: llegan cartas, casi ninguna me apetece ni leer ni contestar.Me desintereso cada vez más de toda la porquería del juego literario, lasconveniencias, publicaciones y demás. Me sacan de mí, me daña, cuántome han dañado! Pero una carta tuya es una bendición: «Y he aquí que elolor de mi hijo es como el olor de los campos bendecidos por dios» quedice Jacob, creo. Tus cartas huelen: olor arisco, solitario, de Tíbet y altura,de Mar del Norte, dunas, pinares, la muerte por agua «Fear death bywater», Eliot again. Y huelen a lo de abajo, no al estiércol o la boñiga de lasdulces vacas, las dulces cagajones de las caballerías sino olor a marisma,a ciénaga, a célula podrida. Un bello olor en cuanto reconocimiento y queen cierta medida poner de manifiesto al decir: no creo que haya nada másallá del lenguaje. No, no lo hay: para nosotros que somos escritores nipara nadie porque nadie sabe. Pero sí lo ha de haber en cuanto deseo,carnalidad, hecho que somos, coño, no nos podemos morir aunque estemosmuertos y retemuertos, no nos podemos morir. Gran pendejada digo,morimos muertos: y sólo hubo lenguaje.

En mi vida todo ha cambiado Gastón: tal y como me cuentas te hasucedido a ti. Quién reconocerá hoy al Gastón de hace 10 años. Y al José?

tengo 45 años y me levanto todos los días a las 5 a.m. emocionadísimode que voy a beber café criollo que me voy a fumar un puro canario ojamaiquino u hondureño, que me voy a sentar a escribir y a leer. No quierosino esto, no quiero sino mi casa: Guadalupe y mis dos hijas, orondas yricas, ternura. Y tres amigos, ya. Ya. Ya. Ya. Y me miro intentando llegar aun sitio primero, el más simple, con el que ahora puedo. El sitio en quesoy recto, flexiblemente recto: un cierto con una «moral». Dices, pareceque dejaron caer los brazos y cae basura de sus brazos y las ciudadesestán sucias. Yo salgo a la calle no tiro basura, eso me lo debo a mí mismo.A veces quiero recoger la basura que otros echaron pero es una laboringente, no daría abasto. Qué hacer? Lo mínimo, al menos: vivir contigomismo limpiamente, como los bonzos y los monjes japoneses que aman lapulcritud, la exacta limpieza de las ropas más sencillas, las cabezasrapadas. Luego, hacia lo otro, pueda o no, llegue o no, ya veremos; o no.Es decir: veré? De momento no veo nada. No creas en esos cuentos decamino que te embuto de que vivo en lo astral. Son palabras, sólo hago palabras,sólo junto palabras: veo nada, hermano. No veo absolutamente nada.

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se nos retrasó enlace 5 y ahora es un número doble (5/6) que esperosalga hacia finales de este mes y que en seguida te envío con tu tremendoensayo. Salió gordo el número, cosas buenas ahí, pero nos ha costado unariñonada. Sin siquiera haber enviado un ejemplar el gasto ya se montó en$2,300 usas, algo tremendo pero yo voy a seguir sacando enlace por unbuen rato, soy mañoso, me muevo silenciosa y astutamente, consigo.

y en estos días sale en barcelona La garza sin sombras, un poemariomío, ya tan viejo, ya tan lejano, tal vez he escrito 700 poemas luego deaquella fecha. Qué inútil. Qué hermoso. El desencaje entre uno y lo demás.

bueno mi hermano, disculpa lo informe de ésta, fue a vuela pluma ovuela máquina y así salió

José14 oct 85 ny

Bxl. [Bruselas] 8.11.85

José,

me hablas de olores exhalados por mis cartas. Yo debería hablar decomestibles por las tuyas. Realmente sabrosas. Y como esos comestiblesde los que hay que comer sobre todo el corazón. Pues sí. Es un privilegio.Y luego la música. «A salto de mata y al buen tún tún...» Suena a maracas.Y sigo a salto de mata... No delante de una buena cerveza y al aire libresino dentro de una pastelería, frente a un café. Los tiempos cambian.Bufanda al cuello, guantes para el regreso tarde en la noche. (UmbertoEco viene a hablar esta noche sobre unos manuscritos ibéricos.) Hagotiempo. Echo una ojeada a las vitrinas de libros: avalancha de información,de conocimientos que se reducen a Cero en la vida práctica, en lascostumbres. Según la infraestructura de esos conocimientos, útiles diversosconsagrados a la Escuela, al cuerpo, a la Medicina, deberíamos ser perfectos.

9.11. En casa.Eco fue muy simpático. La sala estaba llena. 1000 escuchas y videntes.Pero me pregunto con qué objeto. La afluencia frente a un autor, a ungenio, a un aventurero, no es la misma que aquella que iba a escuchar aAbelardo, a Kant. En aquel entonces había una Historia por hacer, unaindividualidad que forjar. Hoy en día no. Ya no. Esa afluencia es sólo la que

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— gastón fernández —

también llena una sala cinematográfica para ver cualquier bodrio. No pasanada. Ya no puede pasar nada. La «cultura» funciona, está bien aceitada ytiene para rato. Ya no tiene alcance porque ya alcanzó sus términos. Esridículo escuchar a Eco hablando del Apocalipsis en la mentalidad medievaldelante de un público que escucha sin temblar. Todo eso ya no tiene sentido.Es puro divertimento. Yo voy para instruirme, para no olvidar, para pensar.Y al mismo tiempo me doy cuenta de la ficción de cada uno de esosespectáculos.

Tu carta me impresiona. Me impresiona su franqueza, su niñez, sufuerza, y esa síntesis que haces continuamente (en las otras también) detu pasado-presente-futuro. Esa síntesis es el núcleo de la fe: creer todoslos días, nuevamente. El del amor también, bien entendido. El de latrascendencia. Acabo de leer una frase soberbia de alguien citada en unarevista. Decía (era un filósofo francés) que lo peor de todo es ver llegar,cuando llega la muerte, el fin de la razón que uno tiene de vivir. Eso espara mí la trascendencia. Vivir para poner broche de oro a la vida al morir.Hay que llegar más allá, es decir a su infancia. Es ahora, tarde, pero sólotardíamente en la cronología secular, que realizo lo que inconscientementedeseaba hacer en mis 25 años: recuperar la inocencia de mis ojos, aquellosque tenía a los 10 años. El Ser no existe, como afirmaba Ortega y Gasset.Yo supongo que no existe sino en el lecho de la muerte, no después. Yantes, existe únicamente la síntesis cotidiana... «camino de perfección».Tus cartas me impresionan porque, además, soy yo todo adentro. Quéextraño, ¿verdad? Anverso y reverso, dices. Qué extraño que en estaincreíble diversidad genética haya esa locura de uno mismo pudiendo ser,o haber sido, otro. Que haya tanta cercanía entre dos programas. Y que almismo tiempo esta cercanía infinitesimal sea suficiente para separarlospara siempre, e ineluctablemente. Me imagino a los programas genéticosde cada célula temblando de amor por ser otras. ¿De amor?

Leo la Biblia; la tengo (Edic. Nácar y Colunga, magnífica, y vieja) enun atril de músico. Estoy en la lucha de Jacob contra el ángel. Envidio tuciencia judía, cristiana. Yo empecé tarde. Mi primer libro a los 23 años, miprimera conciencia musical a los 21. Mi primera real apertura al mundo yal conocimiento universitario —al arte, a la historia— a los 30, aquí. Miprimer ensayo científico hace apenas 5 años. Tengo entonces todo poraprender, lo que me regocija. Además, yo sé que soy un árbol de crecimientolento. Y me dejo llevar como las nubes blancas, al decir de Hesse. Todosaldrá bien. Tan bien que todo llega oportunamente. Tengo libros compradoshace 20 años, y que no he abierto. Supongo que tiemblan allí donde estántanto como yo, a escasos metros. Yo sé que si no los he abierto es poralguna razón. Cuando los abriré, los abriré. Qué delicia. Y qué horror, al

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mismo tiempo, esa exacta oportunidad... Lo mismo que la oportunidad deKozer. Ni antes ni después.

Yo el puñetero. Sí. Dices bien. Quién lo hubiera creído, a mis 10 años.Temo, sin embargo, que el deseo de destrucción que la perspicacia de unou otro de mis prójimos ha visto en mí, sea suicidario. He eliminado alPerú, a la familia, a mi hogar. Es el turno ahora de suprimir el arte y elOccidente entero. Nietzsche vivió por gusto. Su obra no ha servido paranada. Veré qué puedo hacer para rescatarla. Y para ello deberé afirmarque la historia del Occidente se ha reducido —a través de todas susbellezas— aobturar la vista, a cerrar los ojos para no ver el mundo, tomandopara ello la posición hostil por excelencia: la del absoluto. ¿Lee el francés?Si es así te mandaré un libro sobre la foto, que explica un poco esa situación.Sale en París en enero. Mi primer libro. Pero me siento extremadamentelejos de ese acontecimiento. Nunca me he tomado en serio. Eso no meinteresa.

Un abrazo, José. Un cariño para tu Guada y para tus dos perlas.

Gastón

Me encantó el Motete. Prefiero ese ritmo menos cortado por las comas.

Bxl. 15 de mayo de 1990

José,

cómo me has hecho reír, dos veces, al inicio y al término de tu carta... Elsubsuelo inmaterial y la nueva camisa que tu Guada ni miró... Y en elmedio, entre las dos risas, tu nerviosismo. No sé decirte nada que nosepas. Debe de ser tremendo, mas supongo que esa ciudad monstruosadebe ser en buena parte responsable del malestar. Curiosa metrópolis.Conozco muchos casos de gente que la escogerían, fascinados, para vivir,aun conociendo su monstruosidad. Te escribo raudo como la flecha paraalcanzarte antes de vuestro viaje. Pásenla bien (no veo cómo la pasaríanmal). Dominique y yo nos iremos 5 días a Lloret de Mar, con un billeteganado por una amiga colega de Dom. que no puede ir. Es una locura,pues el viaje es en bus, pero hemos querido hacerlo para cambiar violentay arriesgadamente de decorado. Por suerte en junio no hay oleadas deturistas. Aprovecharemos para ir una o dos jornadas a Barcelona, o a Gerona,y pasearnos en bicicleta. Por lo demás, nada extraordinario. Algunas dos

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— gastón fernández —

semanas intercaladas en el «granero» de la playa, y en Agosto tal vez elchalet de los padres de Dom. cerca de Verona. Si no, lectura, lectura, lectura.Ojalá que los proyectos entusiasmados de mi editor aquí para mis dos librosinéditos sobre arte se realicen. Estoy en estos días tratando de vencer miapatía y redactar el último ensayo que me queda por hacer. En cuanto a lasplaquettes, no tengo nada que decir. Sí lo lamento no poder colaborar comolo deseas, haciendo algo sobre poesía. Pero ya sabes que en aquel temasoy malo. Haz la publicación en español/inglés, dejemos al francés ont.

Figúrate que la Berkeley me mandó a comienzos de año una facturade 15$ por el libro famoso, y al recibir mi cheque por 16$ (era 15.60 creo),me envió un papel diciéndome que no sabía para qué era el cheque encuestión. Contesté, y esos hijos de la guayaba se han quedado mudos. Atu regreso te mandaré copias para que me ayudes a recuperar el libro.José y Guada, un beso para unas vacaciones lindas, y hasta pronto.

Gastón

Bxl. 16 de marzo 94

Joseso, porque tienes seso. Tengo gran respeto por tu calma, tu paciencia,tu sagesse, tu sapiencia delante de lo que es efectivamente una situación.Sólo deseo que esa compañía, que me plazco una vez más en llamar trinitaria,no te sea a veces demasiado aplastante (eres un nervioso). Personalmenteno veo las horas de tenerte ya aquí, más cerca, sí, y escalaremos fuentes.Por ahora, en todo caso nuestra Dominique, las cosas no van bien. Dominiqueno es como tú, ni como yo; no tiene esa cosa china, y su sangre eslavarebalsa. Su energía se aplasta, cae en agujeros. Alrededor de ella no haysino desolación, burocracia despiadada y humillante, muerte, excrementos,vómitos, senilidad; un hermano loco, una madre muy enferma, un padrecuya vejez decepciona, decepción también en los amigos, que no lo son;me decía ayer que la vida se desliza entre sus dedos, trabaja prácticamentedía y noche, llora, luego ríe con ganas y vuelve a llorar. Me decía tambiénque su español sabroso, ese que aprendió de ti, se le está yendo, necesitalecciones, y que ya es tiempo de verse. Pues sí, necesitamos varias casillaspara equilibrarla. Hay demasiada presión venida de lo feo, es en realidaduna fuerza venida del fondo de la sociedad.

Yo, como mi papá, cual si la realidad resbalara sin tocarme. Leo un librode U. Eco sobre la estética en santo Tomás de Aquino, leo a Kierkegaard, aTodorov, me instruyo acerca de la literatura medieval y el misterio de la

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Encarnación que, como sabes, es el misterio que se está concretizando,tomando forma real (técnica), y que me permite explicar lo que sucede,todo esto que nos desboca. Tengo la suerte de no necesitar movermemucho, de no ofuscarme porque no salgo de viaje, de estar suficientementedistanciado de la realidad. Puede ser, a veces, un defecto grave,verdaderamente inconveniente, inoportuno, desfasado. Otras veces esuna luz, la única, la más potente cuando se trata de encontrar lo que no seve, lo casi impensable.

¿Por qué merezco un tirón de oreja?

Dominique desea, desde hace varios años, ir al Portugal. Creo que laocasión puede presentarse este año, pero no sé en qué momento. Ni enjulio ni en agosto, en todo caso, en razón de esa otra fealdad que es lamelcocha turística. Comienzos de setiembre, casi con (alguna) seguridad.Te tendré al tanto, porque se puede soñar con reencuentros soñados, asíme tirarás la oreja de verdad. En una soirée, la semana pasada, conocí auna pareja de franceses que tienen casa en Frigiliana. Pegaron un gritocuando supieron que el único belga que conoce ese pueblito estaba conellos. Cuídate. Reza todas las noches, háblale a ese trino que mece yremece tus oídos. Y besa a Guada, y recibe el cariño de Dominique, yquédate conmigo.

G.

à St.-Gilles, Bxl, 16 mayo 94

Josesil, un mes ya. La retoma de mi manuscrito (tercera vez) me sumió enel trabajo esclavo del placer, que se vio reemplazado por los trabajos manualesen casa de Dominique. Debo dar prueba de amor hacia ella, y prueba dedisciplina espartana hacia mí mismo en esas ocasiones, porque mi cerebelorechaza esa alegría sana, que dejo amorosamente a los que la aman. Laprimavera se compuso, pero este país siempre será acuático, líquido.(Recuerdo que Novalis decía que sólo los poetas debieran ocuparse de loslíquidos.) Sí. Tenemos fe de caballeros. «El caballero de la fe», decíaKierkegaard. Pero creo que mi línea recta es torcida (en la cabeza); la tuyaes retorcida (en el cuerpo, atarugado y de perfil, en oblicua). Son las 12.30p.m. hay sol, va a llover. Haré compras en el mercado callejero (aquí haymiles), almorzaré, luego iré al centro a solazarme tomando un café yleyendo, a eso de las 4 o 5, antes de tomar el tren a las 6 para dar miclase. Una de mis amigas, joven estudiante de filosofía y de historia del

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— gastón fernández —

arte en la Universidad (22), que conocí cuando la presentación pública demi última obra maestra, me invita a dirigirme a un público estudiante,entusiasmado por un movimiento de renovación venido de París, y hablarlesde lo que pienso de toda esta debacle: darles una teoría. Me gustaríadecirles que no creo […]

Vénganse en enero. Estudiaré con Dominique la manera de ahorrarlesel hotelucho. Como siempre hay en el Museo exceso de trabajo, encontrarélos días necesarios de recuperación de ese exceso para dárselos a ustedes(para dároslos a vosotros). Iremos a los de los diamantes. Te presentaré aSimón, un diamantero, que pasa por una fuerte crisis, que lo invita a enterrarel brillo de su riqueza. Nada menos.

Yo no estoy atarugado ni en diagonal, pero mi estructura muscularcambia de cara, se pone a adelgazar, se contrae, se seca, se ahuesa y seendurece. Nalgas, muslos, flancos, brazos y antebrazos. El rostro no. Escomo si mi papá se acordara de mí a eso de los 60. Quisiera decirme quees eso para no decirme otra cosa, aunque la salud esté buena.

Para liberar a Dominique de sus preocupaciones quiero imaginarvacaciones inéditas, incluso para mí. De allí la idea de irnos 10 días aMadera, a comienzos de setiembre, a fin de evitar la muchedumbre. Hayofertas no despreciables.

Es tiempo de vernos mi hermano.Un beso a GuadaDos para tiDominique necesita la belleza de tu lenguaje procaz, excelso, para no

olvidarse de nuestra hermosura.

G.

[22.05.94]

gasfiterón

de dónde sacas esas cosas, que tú eras torcido y yo retorcido, de dónde sete ocurren esas leyes generales, ciertas como un remolino. ¿Retorcidoyo? Yo que soy una límpida laguna, con un poco de poso y sedimento queuna o alguna vez remueve alguna carpa vieja y distraída, quieta superficieque la pata palmípeda de algún aco de vez en cuando surca y alterca,

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como mi rostro se altera imperceptiblemente con el paso, ventajoso, deltiempo.

Ningún retorcimiento. Por el contrario, alegrote y moribundo, cantandoy muerto. ¿Dónde puede haber retorcidos cuando se está plano y en laesfera? Un retorcido ausculta y ausculta, imprime en la arcilla sus jeroglíficosrizomáticos, arqueológicos, astrales, imprime letras cuneiformes en elblando limo. Yo, por el contrario, soy un recipiente: los líquidos caen en suinterior (Nerval decía que los poetas se deben dedicar con exclusividad alas cosas líquidas: qué misterioso), reposan, se evaporan o rezuman porgrietas no visibles, y al salir se estancan y endurecen, grava, guijarrería,chinas pelonas, o corren, meandros, riachuelos, de menor consecuencia:por eso escribo tanta poesía; porque para mí todo es de menor consecuencia:mi yo, mi vida vidita vida, mi pasaje y travesía (travesura). Me azora elmundo, es maravilloso, me asombra morir, esa mayor consecuencia menorde todas las cosas menos cuál.

Estoy enamorado. De la luz, las orugas, la casa. Enamorado a fondo demis desplazamientos. Torrox, Brujas, Gantes, Praga. A Torrox llegamosla semana que viene, chifalndo y dando saltos niños de alegría, Guada yyo perdidizos y solotes, bravo y viva el recodo del mundo exterior dondenos agazapamos a ver entrar luz de sol por los ventanales de casa.

Otra habitación convertiremos este verano en biblioteca, último grangasto, así espero, y en lo adelante, seremos millonarios. Mis padres fueronpobres, se hicieron ricos, y acabaron pobres; por ende, yo que nacía rico,me volví pobre, y acabaré rico.

Soy cada vez más rico. No quiero nada, todo me sobre y cada veztengo más sobras y más nada: qué bueno, una regalada vejez, un estómagode hierro, cagar fuerte, caminar seis km. al día, oír un ratico el ruido queDios me regaló a los 54 años de edad como un misterio.

Yo que amo el silencio, recibí este ruido, un don, una gracia, unotorgamiento que por poco convierto en desdén, una desgracia. Ya no.Ahora está sencillos. Y es domingo en F Hills, árboles, ardillas, grajas,mirlos, lombrices de tierra, tórtolas de a dos, y alondras saltarinas: estásencillo, ¿ves? Como junto al río Sena según Seraut, según DelmoreSchwartz, según algún día (ya verás) Dominique Guadalupe tú y yo.

Escribe a Torrox, ámoteJos

22 mayo 94 ny

— correspondencia con josé kozer —

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— gastón fernández —

en Albanie, el 14 de set. 94

Hermano rabito,

todavía estoy de vacaciones, hasta el 19, pero pocas verdaderas hetenido en estos últimos años. Quiero decir, por ejemplo, 15 o más días —para no decir un mes legal— en un lugarcillo de montaña con sólo lecturay caminatas por los alrededores. Acabamos de llegar de la costa norte dela Bretaña franchute, donde hemos pasado 8 días en la villa del ginecólogode las mujeres Close (Dominique, la mamá y la hermana). Regalo delpadre, no nos costó nada, salvo el esfuerzo que te impone el no tenercoche. Tren, bus, bicicleta y tirar pata. Sobre todo cuando estás a tres km.del centro del pueblo. Pero eso no nos amedrenta, qué va. Por suerte elclima fue bueno: sólo un día y medio de lluvia. El resto: sol y nubes blancasde esas maravillosas apelotonadas y rápido empujadas por el viento. A unkm. del mar por caminos interiores, caminata por acantilados, un día ymedio de bicicleta subiendo y bajando cuestas, visitando viejos puertosque ya perdieron significado. El regreso fue casi medieval. A la 1 p.m.tirar dedo hasta el pueblo. De allí 4 horas para esperar el autobús condirección a la Estación. Las pasamos leyendo en el «Café du Commerce».A las 5 p.m., como en las películas, puntual llegó el autobús. Llegada a laEstación a las 6. El tren a París salía a las 0.38. Caminata bajo una ligeralluviecita inofensiva, comida en un restaurant (chino), lectura en la bancade la Estación. No hay tiempo para aburrirse. Llegada a París a las 6 a.m.,durmiendo más que mal en las «couchettes» a causa de la inevitable ymalhadada promiscuidad humana. Salida a Bruselas a las 8. Yo cargandodos maletas pesadas Dominique presta a trabajar de 7 p.m. a 7 a.m. elmismo día. Por el momento (10 a.m.) duerme. Yo te escribo con una plumade vidrio veneciano, apretado por dos pilas de libros, chinos y europeos,que trato de descifrar y estructurar para mis cursos.

Lo que me irritaba siempre en el chiquillo Canetti era su resistencia ysu rechazo de la muerte. Y no soporté Auto de fe, que está lejos de ser unbest-seller. Aprecié sí, y mucho, su Territorio del hombre (así, en francés)y su autobiografía. Tengo Masa y poder que aún no he leído. Me gustó elhombrecillo, aparte de esa chiquillada asaz ridícula con relación a la muerte.

Me escribió Helena, me escribió Jesús Cobo. Navegamos aquí con losgolpes que Dom. recibe y que no le permiten reposo, respiro, serenidad.Yo la paso bien, exento de responsabilidades familiares, despojado de casitodo y, por suerte hasta ahora, con buena salud. Cuida tu cuerpo, hermanorabito, mear blanco es bueno (mear, ya, es excelente). Dom. tratará dearreglar y modernizar por lo menos su cocina a fin de recibiros en enero.

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Su casa (la de sus abuelos, que nunca invirtieron un céntimo para repararsus vejeces) es un desorden total y lo contrario de 1994. Esa fantasíatiene su encanto, y una energía que proviene de la autenticidad; pero quédiablos, es por ahora inconfortable y a veces me saca de quicio. Pero cuandono hay dinero, cómo hacer. Ella hace ya mucho como obrera, y si la casa espresentable es gracias a sus manos. Sea como fuere, si vienen, losrecibiremos como se debe, y como lo merecen. Conozco poquísimas (creoque no conozco ninguna, en realidad) casas o departamentos modernosque tengan personalidad; vida, en suma.

Y así se pasan los días, y la eternidad. Helena con sus quehaceres ysus «quejeares», idem Jesús; tú allá, yo aquí cada cual con su cruz y cara.Sin real contacto, irremediablemente en contacto con sí mismo. Los animales,los bichos y las bestiecitas y las plantas y los árboles y los guijarros y lasolas tienen más contacto entre ellos que nosotros. Una perfecta unidad.

Me compré, en el malecón de Ostende, un sombrero ecuatoriano, queme pondré en tu honor. No me gusta mucho salir a la calle con él, llamaríademasiado la atención. (La llamo ya suficientemente sin sombrero..., esuna vaina ser pintón, qué dices de ésa)

Duerme bien, un beso de Dominiquey otro de tu

Gastón

Braine-l’Allend, noviembre 8, 1994.

Joselillo,

el barbarismo ... no es sino el nombre del pueblo: una pequeña ciudad, enrealidad, bien pequeña. Es allí que doy clases desde hace 9 años, cadamartes; y algunos lunes desde este año. De 13 a 15.30 h. y un segundocurso de 19 a 21.30 h. Con el tren y el tramway estoy de regreso en casaa un cuarto para las once de la noche, asaz exhausto. He organizado paraeste año un punto de vista diferente sobre los 18-19 siglos: ciencia,psicología: avances neurológicos, sonambulismo, inconciente, automatismos,todo eso en relación con los conceptos (el concepto) artístico. No es difícil.Tengo la intuición de base, lo que me hacía falta es la información y lasimágenes. A esta sociedad hay que enseñarle todo. Te escribo desde «Lesucrier» («El azucarero»), donde almuerzo luego del curso de 13 h. Es un

— correspondencia con josé kozer —

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— gastón fernández —

rito: crêpes con esto o aquello. Luego me paseo por la ciudad, tomo otrocafé haciendo tiempo, leo lo que traigo como lectura, tomo el aire, hastalas seis, seis y cuarto, cuando vuelvo a la Escuela para preparar proyector,diapositivas, etc. El libro que leo por ahora es un mamotreto de 700 páginasque sintetiza la evolución biológico-social del hombre desde su fundamentoanimal, que la cultura no ha modificado en su estructura genética. Sólometamorfosis que no lo han sido sino para poder mantener viva laestructura. Es muy útil para mí, pues el mismo análisis es pertinente enarte: la estructura del concepto judeo-griego-cristiano no ha cambiado,sólo se han transformado sus formas. Solucionaríamos muchos problemassi supiéramos nombrar, identificar el antiguo concepto de belleza, Dios,espíritu, etc., incluso los más nuevos de democracia o libertad, cuyaestructura es la misma que antiguamente se llamaba de otro modo, teníaotro rostro, otros rasgos. Nada ha cambiado, nada. Y nada ha cambiadoporque todo ha cambiado. He ahí el título y la verdad de la historia, quepersonalmente he tenido la buena estrella de conocer desde que iniciémis reflexiones al respecto. Para llegar a esa constatación es necesariodespojarse del sentimiento. Pocos quieren admitirlo, pocos puedenrealizarlo. Habría, allí también, que componer el concepto «corazón»,«afectividad», demasiado dulzón en Occidente desde que los caballerosdel Rey Arturo y San Bernardo nos dieron el culo de la cortesía. Para loschinos, el corazón está en las tripas, y las tripas, es el cerebro.

17h. No vienen pues. Pues vendrán más tarde. Dominique estáfrustrada porque, dice, le hace falta la sabiduría de tu lenguaje castellano,que tanto gozó en los Torroxes. Yo no le hablo nunca en mi lengua madre,no me gusta dirigirme a alguien en una lengua que no es la suya, enprincipio.

El libro del cual te hablo es muy saludable. Pero no creo que seconvierta en manual escolar. Y sin embargo, no sabernos ya semidioses, osólo racionales porque en Europa se incrustó la idea fija de «las luces» oel «cartesianismo», o «la Razón», sería el comienzo de un real contactocon la naturaleza, y con «el alma». Más humildad ¡qué coño! Pero eso esuna utopía. Como sistemacultural (artificial) el homo sapiens está condenadoa trasformar lo innato biológico, que su conciencia y su palabra no soportan,en adquisición cultural que llene la misma función que lo biológico, es decir,la plena adaptación al universo, o sea la perfección (la belleza, lo absoluto,la gracia). Creo que la cosa sería posible si el córtex antiguo y el sistemalímbico, allá donde se refocilan los instintos y las pulsiones emotivas, nofuncionaran como todavía actúan. Eso podría tener lugar en un futuro muylejano, a menos de manipulación genética o quirúrgica. Cuando sé que, elsólo ponernos de pie, nos costó varias centenas de miles de años...

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A veces me siento perdido, y el pequeño saber que poseo me duelehasta el occipucio. Por suerte tengo conciencia de no ser Gastón sino entrecomillas. El Gastón que no tiene comillas me sopla: «el arte no es sino elnombre que una variable de la Historia da a una variable de la estructurasocial de la estructuración de las imágenes (u objetos)» — y al Gastón entrecomillas le encanta la cosa, porque así es, sin duda, y porque la comprende.

Cómo es posible que tanto tiempo haya pasado,que hayamos podido dar nuestras vidas por medirlo.

¡Dadme albriciashijos de Eva...!

Vieja canción...Un beso

G.

Bxl, 6 de marzo 95.

Joselón,

respuesta a una vieja pregunta de noviembre: ¿te vas a quedar hasta elfinal en el norte? : no. Pero ¿cómo saber? Hay tres posibilidades de retornoal origen: Lima, la India y la madre patria europea —no necesariamenteespañola. Eso dependerá de los billetes. En el caso de que fuera Europasería un pueblito lo más simple posible, lo más natural posible, si el casofuera, allá por 2020 o 2025. Antes de eso, vosotros en Torrox, podremosgustar largos momentos de solecillo ceñidor sureño, que no ecuatorial.

No, en efecto no sabes valorarte si te valoras pensando sin cesar en elvalor. Ignoro lo que RP. interpreta al decírtelo. Pero te valorarías mejor sino calcularas el desgaste de energía con relación a los billetes. Sobre todosi líneas antes, pocas antes, me informas que nacimos para la dádiva. Da,entonces, y todo lo demás se te dará por añadidura, con la condición de nopensar en lo que recibirás dando.

En cuanto a billetes se refiere, 5000 o 50000 dólares, me da lo mismo.Tu cláusula 2, la cláusula misteriosa que concierne a Dominique, desearíaque sea más clara, aun si eso complicará el trabajo. Desearía que no sólodesaparezca el nombre sino también la frase que lo encierra, lo supone y/o lo implica (clap, clap). Ve si eso es posible, y en otra carta me explicarás

— correspondencia con josé kozer —

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— gastón fernández —

la continuación del capítulo, y la manera concreta y práctica que se utilizará.No tengo nada que añadir al respecto; sólo que la confianza reinará entreambos dos y el tercio, el eventual comprador, el propietario que yo no podrécontrolar. En el contrato no olvides mencionar los derechos de autor (no, nohay derechos de autor, creo. Pensaba en tu muerte y en la mía, en el cualcaso nuestros herederos adquirirían derechos. Pero no hay derechos).1

Me chingo, en efecto, si mis correspondencias se venden o desaparecen.Haz lo que te parezca necesario y correcto, con las salvedades que deseo.Mi estómago me hace señales desde hace algunas semanas. Me hacíaseñales. Como las comprendí (tengo un pasado ulceroso del [cuerno]: dosúlceras perforadas a los 19 años; dos días más de trabajo y de ignoranciadel mal, y me moría exangüe en la calle. Por suerte, mi robusta constituciónme mantuvo de pie —sino erguido— con 1’500,000 glóbulos rojos, lo quequiere decir nada.) Me hice pasar el tubo hasta el vientre, con las obligadasalteraciones; me encontraron un estigma (el cuerpo médico dice inflamación,o lesión) que estoy haciendo cicatrizar con un remedio adecuado. Prontosabré si la cosa va bien. Mas no es eso lo importante. La llaga es sólo elresultado de las tensiones del cerebro, del alma o del corazón. Y es esoque debo cicatrizar. La alimentación es sana y buena desde siempre; es elcerebro, el alma o el corazón que está preguntándome: qué tengo. He ahílas últimas noticias. No; no son últimas. Me voy a Lima el 30 de julio, pasopor N.Y. (sin salir del Aeropuerto) y llego a Miami, Fl., donde me quedaréhasta el 3 de agosto, en casa de mi sobrina, ahijada y amiga Patricia, hijamenor de Mariana mi hermana, recién casada con un buen peruano queestudia medicina allá. Me regreso el 3 de setiembre. Proyecto cincosemanas en la India para el 96. Ya es tiempo de beber en esa fuentenuevamente, la garganta está seca. Y aquí llueve, hace fríos, es gris, paracambiar. ¿Por qué el Norte? me dirás tú. El azar, que no existe. Mi tropismoes nórdico, austero, estudioso, ordenado, protestante. El que me digalatinoamericano, o barroco, es un imbécil. No escogí el norte y el azar noexiste. No sé quién soy, así como me lo preguntas, no sé. Sólo sé que soy lasombra de aquel que sigo, y que veo apenas adelante. Yo aquí ando entrecomillas. Sería más «feliz» si fuera cínico, o si tuviera menos amor propio,que es lo que me hace tomar las cosas en serio, pues las cosas, en símismas, suponiendo que existieran en sí mismas, no son serias, ni muchomenos. Estoy pensando en esto: que he cometido probablemente un crasoerror en despreocuparme por la poesía, por el arte o por la Historia o por«la cultura». No creo que sea un error, pero mi estómago me lo hasugerido.

Besos miles

G.

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Bxl, 29 abril 95

My brother,

heme aquí bajo el peso natural de la nueva estación. Como nací aquí (1970,primavera), todo de lo que fui testigo, cual un primerizo —fue el caso—se imprimió en mi cerebro con una fuerza primera. La densidad del aire,algo inaudito, casi horrible. Supe inmediatamente que esa belleza dependíade muy poca cosa, de un desliz, de algo extremadamente frágil, y efímero,que no podía durar. Una sensación más que un estado. La viscosidad de lasyemas en los árboles. (Lloré, en esos contactos solitarios y casi delictuosos,con frecuencia, anualmente.) El canto del mirlo. Por razones particulares,había en ello mucha muerte. 25 años después, la muerte ha desaparecidode esa impresión (se ha desplazado. Está en otro lugar, en otro medio), masel resto queda. Encontrarás todo aquello en los poemas que te envié(«Noción del mirlo ... mirlo. Alba en la cloaca máxima...» Florencia, elruidito que llega hasta los nogales de Estrasburgo). Extraño: esos poemas,casi prehistóricos, me son siempre nuevos. Me sorprendo gustándolos.Me parecen poéticos, con mucha melancolía y al mismo tiempo un frescor,quizás la inocencia del recién nacido.

De súbito me han venido estas imágenes, estas semblanzas, cuandonada predisponía a ellas. Sí; tal vez el inicio de tu carta: «llegó primavera,primer verano. Bah, hace frío...» que me asoció en el acto a la mezquindadde nuestra primavera, en la que los días primaverales se han contado conlos dedos de una mano, y en la que no ha habido una sola vez, en micerebro, el retorno de esa densidad. Sin ella, no hay primavera. La blancurade las flores del enorme cerezo que tengo al frente no se destaca sobre elgris del cielo; el blanco parece sucio. La temperatura es baja, el cielocubierto. El mirlo sigue cantando. Sus mejores horas son las 5 de la mañana,y las 7, 8 de la tarde. Hay algo sin embargo, a falta de densidad, siemprehay algo indescriptible en esta estación.

Imagino fácilmente vuestra decepción. Tres años mortales imprevistos,fundamentalmente jodidos. Pero tienen razón en hacer pasar primero aSusana. Ésta no podrá olvidar jamás vuestro gesto. 15000 dólares es unamontaña de dinero (de plata, en peruano). Ánimo, y adelante, que no haymodo de ir hacia atrás. De alguna manera ese gesto os será bendito. Y nonos preocupemos por las cartas, no había ninguna posibilidad depreocupación, en verdad.

28 de marzo... Hasta en la cifra nos hermanamos.2 Respeto por losmayores... Yo estoy en vísperas de ver mi tercer retoño en prensa, y

— correspondencia con josé kozer —

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— gastón fernández —

publicado: fines de junio, en principio. Me carteo con aquel que, en elQuebec, tiene mi manuscrito, lo ha leído con lupa, me ha hecho críticas defondo y de forma, algunas feroces. Estamos corrigiendo, por carta, lo queyo acepto corregir. No hay de su parte, ni de la parte de los otros tres quemanejan la Editora (aquí en Bruselas) ninguna presión. Soy amo y maestrode mi texto, pero sé que debo hacer alguna que otra concesión, cuando meparece que es justo, y cuando no medra el fondo de las ideas. En esecombate estoy desde hace 1 mes. Me cansa, porque es un texto viejo dedos años. El «planning» es tal que hace falta 2 años para que un texto sepublique. De otro lado, el plazo me conviene, pues así puedo añadirnovedades, corregir fríamente, apreciar o no la cosa. Por lo general, sinfalsas modestias, todos esos textos me parecen en sí perfectos. (Salvo elprimero, 1983, publicado en 1986: La fotografía. Libro «de juventud».Espontáneo. Ahora lo escribiría de otro modo.)

El 30 de julio tomo pues el aeroplano de AA, paso por NY, aterrizo por4 días en Miami. Si hubieras estado en casa te hubiera obligado a recibirmecon toda la familia, a la americana, con globos, confetti, y banda. (Si tuvieradinero, te aseguro que yo haría ese tipo de farsa.) En Florida, reconoceréel olor de los USA. El aire tropical, eso típicamente yankee (he pasado porMiami en tres oportunidades. En una de ellas me quedé tres días. Alquilamoscon Bobby mi amigo de Lima un Rambler en el que dormimos, pues noteníamos dinero para un hotel más el coche. Como nos veíamos obligadosa salir del automóvil para orinar, la lucecita se encendía cada vez queabríamos la puerta. El teje y maneje despertó las sospechas de un policíaque hacía su ronda. Eran las 3 de la mañana. Se acercó. Un gigante, contodos los atributos de la ley y del poder. Joven. Robusto. Nos pidió lospapeles. Como estaban en regla y como le expliqué que nos íbamos aldía siguiente, y que los hoteles eran expensive, nos dijo: Duermantranquilos, si algo necesitan yo estoy aquí, haciendo mi ronda. Nos saludómilitarmente, c. una sonrisa Corn Flakes, y se fue. Me dije: eso esAmérica.)

Cuando os instaléis en Torrox, unos amigos que tenemos (ella biólogabelga, él un economista andaluz) estarán cerca de Baena (no, en Baena.Muy cerca de Baeza, de Ubela, en tierras de San Juan de la Cruz) tratandode reciclarse en el cultivo de olivares y de flores. Acaban de comprar unahectárea y media que piensan explotar. No sé cómo marchará eso, puesya la pareja misma no funciona bien, pero la cosa está así. Como veo, mitierra ancestral me hace signos, guiñadas de ojo (el Fernández que hizonacer la dinastía de la cual soy la quinta generación venía de Cádiz). Porqué no. Voy a escribirle a Helena, cuyo universo me parece de prontoestar en las antípodas. Va por el quinto nieto.

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Un abrazote, y un besote brother, muy very brother. Cuida bien a Guaday apoya a Susana. No hay que poner obstáculos a lo irresistible y a lasinceridad. (Creo...)

LoveGas

1 Se trata aquí del proyecto de venta de la correspondencia entre Gastón Fernández yJosé Kozer.2 Fernández nació el 28 de enero de 1940; Kozer, el 28 de marzo del mismo año.

— correspondencia con josé kozer —

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— gastón fernández —

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1. Poesía

Breviario. Colección de 100 breves poemas. Inédito.Para celebrar una infancia. Pastiche de Elogios de St. John Perse. Inédito.

2. Relatos (editados)1

«Dos cuentos» (Amistades y La carta) [Relato aparente (VII); Relatoaparente (X)]. En: Humboldt, Nº 57 (Munich, 1975); pp. 66-68 y 69-73.

«Relato aparente (V)». En: Sionna, N° 10 (Bruselas, 1978).«Relato aparente» [XVII]. En: Hueso húmero, Nº 8 (Lima, 1981); pp. 3-17.«Relato aparente VII» [VIII; en la numeración final]. En: Revista peruana de

cultura, segunda época, Nº 1 (Lima, 1982); pp. 72-85.«Relato aparente XX». En: Cielo abierto, Nº 28 (Lima, 1984); pp. 46-51.«Relato aparente XXVI». En: Lienzo, Nº 6 [Lima, 1986?]; pp. 33-62.«Relato aparente» [XXXIII] (no se consigna el número). En: Kuntur, Nº 6

(Lima, 1987); pp. 27-34.«Relato aparente XIX» [XXIX, en la numeración final]. En: Quehacer, Nº 106

(1997); p. 126.«Relato aparente XXI». [XXXI, en la numeración final]. En: Quehacer, Nº 106

(1997); p. 127.«Relato aparente IX». En: Calandrajas, Nº 2 (Toledo)

bibliografía: gastónfernández

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— gastón fernández —

3. Artículos

«Cartas desde la India» y «Cartas de la India II», publicadas en El Comercioen la década de los ’80. [Fotocopias sin fecha.]

4. Ensayos

«Objetos y productos. Actualidad del art nouveau». En: Escandalar, Nº 14(New York, 1981)

«Brueghel y Bruselas: la moraleja y el circo». En: Escandalar, Vol. 5, Nº3, (New York, 1982); pp. 55-62

«Lecturas de Rilke. Por un arte del buen morir». En: Eco, Nº 254(Bogotá, 1982); pp. 177-191.

«The land art. Una naturaleza muerta». En: Eco, T. 54, Nº 265 (Bogotá,1983); pp. 87-102. También en: Enlace literario, Nº 5-6 (New York,1985); como «A land art. Una naturaleza muerta», en SP Cultura, Nº4-5 (Sao Paulo, 1983); como «Le land art: une nature morte», en: Repères,N° 11 (Lausana, 1985) y en: La part de l’œil, N° 1 (Bruselas, 1985).

«Por el humanismo: la Bauhaus, la idea y la desaparición». En: Escandalar,Vol. 6, Nº 3-4; Vol. 7, Nº 1 (1983-1984); pp. 23-34.

«Le hasard lézardé». En: Plus moins zéro, 44 (Bruselas, febrero 1986).«Art et science, pour quel dessein?». En: La part de l’œil, N° 2 (Bruselas,

1986). También como «Arte y ciencia, ¿con qué objetivo?», en: Cádize Ibero-américa, Nº 7 (Cádiz, 1987) y en: Lienzo, Nº 10 (1990); pp.313-333.

«La India, ¿obra de arte occidental?». En: Lienzo, Nº 7 (1987); pp. 221-246.«Lo aleatorio y el azar. Breve digresión acerca del misticismo occidental».

En: La Orquesta, N°10 (México, 1987).«El fin de la historia y la depresión de Europa». En: Lienzo, Nº 16 (1995);

pp. 161-189.

5. Libros de ensayo.2

La Photographie. Le Néant. Digressions autour d’une mort occidentale. Paris:Presses Universitaires de France (PUF), 1986.Extractos de este libro aparecieron en la Antología de textos críticos /Catálogo de la Exposición L’Epoque, la mode, la morale, la passion. Aspectsde l’art d’aujourd’hui. 1977-1987. Paris, Centro Georges Pompidou, MuseoNacional de Arte Moderno, Mayo-Agosto 1987.

La Fable vraie. L’art contemporain dans le piège de Dieu. Bruselas: La Lettrevolée, 1991.

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Lectures de Rilke. Pour un art du bien mourir. Bruselas: La Lettre volée,1996.

L’Art envie. Accomplissement et fin de l’histoire de l’art. Bruselas: La Lettrevolée, 1996.

L’Anti-voyage en Inde. Bruselas: La Lettre volée, 1998.

6. Varios

[Respuesta a la encuesta ¿Por qué no vivo en el Perú?]. En: Hueso húmero,Nº 8 (1981); p. 114.

[2 cartas a Carlos Calderón Fajardo]. En: Quehacer, Nº 106 (1997); pp.124-125.

7. «Bibliografía» sobre Gastón Fernández.

CALDERÓN FAJARDO, Carlos, «Gastón Fernández: La astilla en la luz (unescritor peruano singular acaba de irse para siempre)». En: Quehacer,Nº 106 (1997); pp. 122-127.

GONZÁLEZ VIGIL, Ricardo, «Recuerdo de Gastón Fernández». En: ElComercio, Lima, 21 de setiembre de 1997, p. C4.

OQUENDO, Abelardo, «Un escritor desconocido ha muerto». En: La República,Lima, 13 de marzo de 1997, p. 20.

1 Las primeras versiones de los relatos de Gastón Fernández no tenían título. En algúnmomento apareció el nombre genérico de Relato aparente y la numeración correlativa.Al parecer, esta numeración varió a medida que los relatos aumentaban. La numeraciónutilizada en este volumen es la de las versiones definitivas, enviadas a Lima durante laprimera mitad de la década de los ‘90.2 Los libros publicados en Bruselas pueden comprarse por internet, desde la páginaweb de la editorial La lettre volée: http://www.lettrevolee.com.

— bibliografía de gastón fernández —

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— gastón fernández —

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índice

Liminar: José Kozer: Natural y coexistente

José Ignacio Padilla: aparienciasobre la edición

Relatos aparentes

Relato aparente (I)[Hay palmitos en el corredor del hotel de Río...]

Relato aparente (II)[Tienes las orejas bien colocadas al lado de las sienes...]

Relato aparente (III)[La calle de los cartujos, una vía admirable...]

Relato aparente (IV)[Regreso a pie por la ruta de Bertem...]

Relato aparente (V)[y le importan poco los volúmenes de Uccello...]

Relato aparente (VI)[(Clara había ocupado el departamento vecino...]

Relato aparente (VII)[Me desperté de nuevo sintiendo la mirada de Julie...]

Relato aparente (VIII)[Acababa de llegar, pero no sentí dolor...]

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— gastón fernández —

Relato aparente (IX)[Una risa múltiple me llegó desde la derecha...]

Relato aparente (X)[La carta que espero tampoco es...]

Relato aparente (XI)[de allí que Vatera parezca no existir...]

Relato aparente (XII)[Mariví. Un cuarto que hubiera podido ser...]

Relato aparente (XIII)[Nerón entro en la propiedad del agua como...]

Relato aparente (XIV)[Gigiel pintaba su cuarto cuando su cabeza...]

Relato aparente (XV)[—Jesucristo vive...][Partí al África en mil novecientos sesentiuno...][También había Blanca...][Un despertar largo —y delante de uno...][Bob a Carmen: «Quizás fue una falta de peso...][Martín hizo como si hubiera dejado entrar...][Cada salida cada día, es el recorrido...][Como el viejo del árbol como la lengua...][Martín se paró, y se rió, al ver el sol...][«La sala ha evacuado los restos de Mahler»...][Delante de la presencia milagrosa...][Cuando los pretextos que incitan a la...][Vi los ojos, en lugar de mirarle la boca...][Bastaba un mínimo detalle, un umbral...][Elisa, Carmen y Bob, Carmen y Elisa...][Martín atrapó al vuelo varias palabras...][La voz de Elisa para Carmen, para Virginia...][Elisa miró al doctor. Los ojos de éste se fijaron...][Fuego...][Bob tampoco miró a Martín...][Qué difícil, hacer una pista...][Cuando la impresión de haber hablado...][—Quiero saber solamente si yo, en el fondo...][«Yo no he tenido héroe», repitió Martín...][(El curare torturístico argentino provoca en la víctima...]

Relato aparente (XVI)[Mi vecino es músico...]

Relato aparente (XVII)[Dibujo 8.— «El barón Karl von Grainberg...]

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Relato aparente (XVIII)[A las cuatro de la tarde de un sábado...]

Relato aparente (XIX)[Rosario le había hecho conocer...]

Relato aparente (XX)[Sábado al mediodía. Eusebio Montesinos...]

Relato aparente (XXI)[«A la izquierda de nosotros había Evita...]

Relato aparente (XXIII)[Gerda me ha invitado...]

Relato aparente (XXIV)[En la maleta —una maleta de funcionario— un...]

Relato aparente (XXV)[El único lugar, entonces, en el que la mujer...]

Relato aparente (XXVI)[«Durante toda la noche...]

Relato aparente (XXVII)[¿Si espero a Ilse? ...]

Relato aparente (XXVIII)[¿Existen categorías de fenómenos conocidos...]

Relato aparente (XXIX)[Los transportes públicos modernos tienen...]

Relato aparente (XXX)[Dudo entre dos muchachas en el café...]

Relato aparente (XXXI)[Mi hermana viene, diez años luego...]

Relato aparente (XXXII)[Caminando, me vi a la distancia de una vitrina...]

Relato aparente (XXXIII)[Pablo y Virginia decidieron ser funcionarios...]

Anexos / Correspondencia

Gastón Fernández: Por qué no vivo en el PerúCorrespondencia: Helena AraújoHelena Araújo: Visita de Gastón FernándezCorrespondencia: Enriqueta BelevanCorrespondencia: Mariana FernándezCorrespondencia: José Kozer

Bibliografía de Gastón Fernández

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— gastón fernández —

kazimir malevitch

tapa:cuadrado negro y cuadrado rojo, 1915.

óleo sobre tela, detalle.

contratapa:autorretrato en dos dimensiones, 1915.

óleo sobre tela, detalle.

agradecimientosla mano amiga

el tallerla casa

la casa loyolala casa valdiviahelena araújo

enriqueta belevanricardo del risco

jorge eduardo eielsonmariana fernándezreynaldo jiménez

josé kozer

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more ferarum 9/10

gastón fernández: relatos aparentes

edición & direcciónjosé ignacio padilla

consejo editorialcarlos estela

javier garcía liendorodolfo loyola

edgar saavedra

concepto & diseñorodolfo loyola

josé ignacio padilla

producción gráficajaime de la cruzhenry vílchez

© ediciones del signo lotófago

correspondencia & [email protected] / 461-0497

more en la webhttp://moreferarum.perucultural.org.pe

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— gastón fernández —

se terminó de imprimirel 15 de agosto del 2002en taller visualjr. caylloma 451, of. 210lima - perú

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