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En el Umbral de la Duda – Matt Burns

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BLIZZARD ENTERTAINMENT

En el Umbral de la Duda

Matt Burns

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La guerra comenzó al amanecer, como era costumbre.

Benu y otros diez santeros del Clan de las Siete Rocas se internaron en el corazón del

Teganze, veloces y silenciosos cual panteras. Sólo el tenue traqueteo de los amuletos de

hueso y hierro que pendían de sus máscaras tribales anunciaban su presencia. Sus cuerpos

pintados con rayas blancas, amarillas y rojas —decorados con brillantes plumas de bokai—

armonizaban con la vibrante jungla que les rodeaba.

La bóveda esmeralda pronto se tornó gruesa, dejando la maleza en penumbra perpetua.

Benu se encontraba atento a todo sonido en busca de trazas de movimiento… cualquier

cosa que pudiera revelar a su presa humana.

Había llegado el Igani Bawe, la Cosecha de Almas.

Era la primera guerra ritual de Benu y su corazón golpeaba como tambor a causa de la

expectativa. En otra parte de la selva, quizá cerca de ahí, los santeros de las tribus de las

Cinco Colinas y del Valle Nublado cazaban también. Sus sumos sacerdotes los llamaron a la

acción, tal como ocurrió con Benu y sus compatriotas.

El grupo de guerra de las Siete Rocas se detuvo para descansar cerca de la frontera con las

Cinco Colinas. Dos santeros se deslizaron entre los árboles, iban en busca del rastro de sus

enemigos.

—¿Tiemblas por la batalla que se avecina? —Susurró Ungate, el mayor de Benu. Un cuerno

de marfil coronado con plumaje violeta se extendía desde la punta de su temible máscara

de madera.

—No, —respondió Benu.

—Muéstrame tu mano.

Benu respiró para calmar sus nervios antes de obedecer. Se alegró al ver que su mano

permanecía inmóvil.

—¿Temes a la batalla que se avecina? —Ungate se acercó un poco más, bajando la voz.

—Todos los hombres temen, así es este mundo de sombra. Mi mano permanece inmóvil

porque conozco tal verdad. Si intentara ocultarme de ella, dicha emoción me controlaría. —

Respondió el joven santero.

Ungate apretó ligeramente el hombro de Benu a modo de aprobación y el joven suspiró

aliviado. No tenía miedo, pero sentía ansias. Había deseado que llegara este día durante

todos sus años de entrenamiento. No existía mayor honor que luchar en el Igani. Era

gracias a esta ceremonia ancestral que su gente y su fe perduraban por generaciones. Para

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la puesta del sol, cuando terminase la cacería, Benu regresaría triunfal a casa o moriría a

manos de una de las tribus rivales.

Ambos desenlaces eran honorables a su manera. Si capturaba tributos, recibiría las

alabanzas y la admiración de su gente. Si era tomado prisionero, su espíritu sería liberado

de este mundo de sombras y transportado a la realidad verdadera conocida como Mbwiru

Eikura, la Tierra Inconclusa.

Tal era su destino como santero, guardián del patrimonio umbaru y enlace viviente entre

este mundo y el siguiente. Siempre había sido así para aquellos de su condición y así sería

siempre.

—Vivir es sacrificar. —Alzó la cabeza y su pecho se llenó de orgullo.

Ungante finalizó el antiguo dicho umbaru. —Sacrificar es vivir.

Un explorador salió de la jungla circundante y empleó señas para comunicar lo que había

visto: un santero de las Cinco Colinas; solo.

Los guerreros se movilizaron de inmediato. Avanzaron por la maleza, adoptando una

formación semicircular. La jungla se hizo escasa y emergieron en una zona conocida como

las Colinas de la Niebla. Poco después hallaron al hombre oculto entre las nubes bajas: un

viejo santero cuya máscara tribal se encontraba tan marcada y curtida como su piel.

Ungate se arrodilló para extraer de su cinto una cerbatana tan larga como su antebrazo, la

cual colocó en la abertura de su máscara, y disparó un dardo cubierto con el veneno de los

sapos uapa en dirección al enemigo. La pequeña saeta se clavó en la espalda del hombre

antes de que éste se diera cuenta de que le encontraron. La parálisis fue presta y el anciano

cayó de rodillas casi de inmediato, pero la sustancia no hacía más. El propósito era herir y

capturar. Dar muerte al adversario en esta etapa del Igani constituía un tabú deplorable.

Superado en número y claramente derrotado, el santero enemigo se rindió tal como dictaba

la costumbre.

—Siete Rocas… —dijo—, se han internado bastante en mis tierras.

—Para hallar un tributo digno, —respondió Ungate. —Eres el gran Zuwadza, ¿sí?

—En efecto. —El viejo inclinó la cabeza.

Benu observó la escena en la distancia, analizando los movimientos de sus compatriotas

más experimentados. Él había estudiado las reglas de combate a conciencia, pero verlas

desarrollarse ante sus ojos lo llenó con un sentimiento de término, algo que culminaba todo

lo aprendido y que creía correcto.

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—Eres mejor guerrero que yo. —Ungate avanzó y abrazó a Zuwadza. —Aquí somos

enemigos, pero en la Mbwiru Eikura somos hermanos por la eternidad. Aguardo mi

oportunidad de encontrarte allí.

Los efectos del veneno comenzaron a disiparse y Zuwadza se incorporó. Benu inclinó la

cabeza como señal de respeto cuando el anciano se aproximó, el joven santero lo envidiaba.

Esta noche los sumos sacerdotes pondrían fin al sufrimiento de Zuwadza. Su sangre y sus

órganos serían ofrecidos a los espíritus de la Tierra Inconclusa, no sólo con la finalidad de

alimentar ese reino para quienes llegarían después, sino para fortalecer también a este

mundo. Los cultivos, el cambio de estaciones y las vidas mismas de los umbaru dependían

de su sacrificio. Benu lo consideraba un héroe.

El grupo de guerra se encaminó de vuelta al hogar. Zuwadza llevaba con dignidad el Te Wok

Nu’cha, la marcha final. Tenía la cabeza en alto y se encontraba en paz con el destino que le

aguardaba.

—¡Suéltenlo! —Una voz rasgó la neblina justo cuando Benu y sus compatriotas llegaron al

borde de la jungla. Todos, incluido Zuwadza, se volvieron confundidos en busca del

individuo que habló.

—Déjenlo y márchense. No hay razón para poner fin a su vida, él aún tiene mucho qué

enseñar. —Un santero surgió de entre las neblina, adornado con pintura, plumas y máscara

como los demás participantes del Igani. Por las marcas inscritas en su cuerpo, Benu supo

que era miembro de las Cinco Colinas.

—Les pertenezco según dicta la ley, —dijo Zuwadza. Su tono indicaba poca sorpresa ante el

desarrollo de los acontecimientos. —Sólo actúan de acuerdo con lo que se les ha enseñado.

—Los espíritus no desean su vida, maestro. —Respondió el otro santero de las Cinco

Colinas.

Ungate apuntó su daga ceremonial en dirección al rival. —Cometes un error al interrumpir

el Te Wok Nu’cha.

—Eso te dicen los sumos sacerdotes, pero son ellos quienes ordenan las guerras, no los

espíritus. La vida en este reino no debe desperdiciarse así, no hay necesidad de tal

sacrificio… de este Igani. La lucha ritual no es más que una herramienta de miedo y control.

Los compatriotas de Benu sisearon con desaprobación y él mismo se llenó de rabia. Nunca

había sabido de nadie que desafiara las leyes sagradas del Igani. Quedaba claro que este

hombre estaba poseído por la locura.

—¡Lárgate! —Rugió Ungate.

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—El joven santero de las Cinco Colinas ignoró sus palabras y avanzó con los brazos

extendidos y las palmas abiertas. —Les ofrezco vida a todos ustedes. Regresen a su aldea y

pregunten a los sumos sacerdotes qué han visto realmente en la Tierra Inconclusa; qué han

dicho los espíritus. Mi único deseo es salvar la vida de mi maestro.

Hirviendo de ira, Benu desenvainó su daga y cargó contra el hereje. El enemigo extendió

velozmente la mano y una voluta de energía verde azulada surgió de su palma. La bien

colocada descarga espiritual rebotó en el hombro de Benu con la fuerza suficiente para

derribarle y dejarle aturdido.

—Liberen a mi maestro, eso es lo único que pido. —Suplicó el hombre.

Ungate y sus aliados atacaron al unísono. Con los ojos llenos de remordimiento, el intruso

de las Cinco Colinas hizo un violento ademán descendente con la mano y gritó una

maldición mortífera; prohibida en el Igani. Los guerreros de las Siete Rocas cayeron de

rodillas y se agarraron la garganta. Espuma morada brotó con violencia de sus bocas y,

segundos más tarde, todos se encontraban en el suelo, sin vida.

—Eres joven —el hereje se alzaba imponente sobre él—, la verdad será más fácil para ti.

Benu buscó su daga, pero el otro santero la pateó lejos. En la distancia se escuchaban voces

entre la niebla, gritos y llamados. Sin duda la lucha había llamado su atención.

—Mi gente… —dijo el santero enemigo. —Si te encuentran serás sacrificado.

—¡Una muerte de la cual enorgullecerse! —Gritó Benu. Sus ojos se llenaron de lágrimas

ante la masacre que acababa de presenciar; las deshonrosas muertes de sus compatriotas.

—¡Algo de lo que tú no sabes nada!

—No, apenas y has probado la vida. No ves sus bendiciones. Estás ciego.

Las últimas palabras repiquetearon en los oídos de Benu, una maldición. Su vista se tornó

oscura y éste se agitó de manera salvaje.

—Sigues las órdenes de los sumos sacerdotes al pie de la letra. Te inclinas ante el miedo.

Otra maldición se apoderó de Benu. Sus miedos más profundos salieron de su alma,

inundándole de terror incontrolable. Aunque ciego, sentía el movimiento de su cuerpo, la

carrera a través de la jungla, y parecía saber exactamente donde pisar. La voz del hereje, el

hombre que había profanado el primer Igani de Benu, le susurró durante todo el camino;

cual fantasma flotando a su lado.

Corre de vuelta a casa, mira en sitios ocultos, formula preguntas sin responder y busca la

verdad.

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—No le cuentes esto a nadie, —ordenó Guwate’ka, el más anciano de los sumos sacerdotes

de las Siete Rocas. Éste se encontraba de pie frente a Benu y su penacho emplumado se

alzaba casi un metro por encima de su frente arrugada. Estaba cubierto de pintura blanca

de pies a cabeza, listo para los sacrificios rituales que habrían de efectuarse pronto.

—Los espíritus saben que actuaste con honor, Benu. Esto no es culpa tuya, —dijo otro

sumo sacerdote. En total, cinco de los líderes más ancianos de las Siete Rocas habían

entrado a la choza. Benu buscó su consejo al regresar a la aldea y narró los espantosos

eventos de los que fue testigo.

Benu asintió, pero la furia permanecía en su interior. Se sentía mancillado y se preguntaba

si los espíritus entendían que intentó, con todas sus fuerzas, detener al hereje.

—Ven, —Guwate’ka se volvió hacia la salida de la choza.

Afuera ardía una fogata en la parte central de la aldea. Varios santeros se bamboleaban en

la orilla de las llamas, dando fuertes pisotones al ritmo de los tambores y de un cántico

evocador emitido por una multitud de aldeanos. En otras partes, las antorchas parecían

danzar entre las chozas como si fueran luciérnagas abotagadas. Las cargaban hombres y

mujeres que preparaban frascos vacíos —aunque manchados de sangre— para las

ofrendas de la noche.

Benu notó quienes regresaron y quienes no. Además del resto de su desventurado grupo de

guerra, faltaban diez de los guerreros del clan. Se los imaginó en las aldeas de las Cinco

Colinas y del Valle Nublado mientras los cubrían con aceites rituales y los preparaban para

su viaje a la Mbwiru Eikura, tal como sucedía con los tributos de su propio clan.

La aldea entera inició un canto de respeto y admiración mientras solemnes encargados

conducían al primer cautivo hasta la hoguera. Guwate’ka se aproximó al tributo. El sumo

sacerdote sostenía una ornamentada daga metálica en la mano.

—¡Te celebramos a ti! —Dijo el sumo sacerdote a voz de cuello. —Y te entregamos a la

tribu superior, donde todos los umbaru son un pueblo. En las horas siguientes cantaremos

en honor de tu sacrificio, pues es magnífico.

—Y cuando llegues a la Tierra Inconclusa, ahí estaré para darte la bienvenida, —respondió

el tributo con calma.

El brazo de Guwate’ka trazó un movimiento lateral, cortando el cuello del santero con

precisión estudiada. El tributo no gritó ni se retorció de agonía. Murió con honor, tal como

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debía. ¿Qué era el dolor de este mundo en comparación con la gloriosa eternidad que le

aguardaba en el reino más allá?

El sumo sacerdote alzó su cabeza hacia el cielo y estiró los brazos, su cuerpo temblaba con

violencia. Poco después, una increíble aura azulada lo rodeó e iluminó sus rasgos.

Benu observó al anciano entrar al Trance Fantasmal, un estado que permitía a ciertos

umbaru mirar a la Mbwiru Eikura. El joven santero conocía bien el ritual. Como todos los de

su vocación, había nacido anclado a la Tierra Inconclusa. Su vínculo era mucho más fuerte

que el de la mayoría, pero palidecía en comparación con los sumos sacerdotes. En el otro

mundo, Benu sólo veía impresiones. Se decía que los líderes de su clan entraban en

comunión directa con los espíritus y recibían sabiduría y órdenes.

Los solemnes encargados se apresuraron a recolectar la sangre del tributo en contenedores

de barro cocido. Su cuerpo fue eviscerado y sus órganos retirados y colocados cuidadosa —

casi amorosamente— en vasijas.

Guwate’ka salió del trance poco después. Miró a los asombrados aldeanos con ojos

distantes, como si tuviera que aclimatarse una vez más al mundo físico. El tiempo en la

Tierra Inconclusa, como había aprendido Benu, era distinto. Un trance podía durar minutos

en el reino más allá, pero sólo transcurrirían segundos en este mundo.

—¡Este tributo ha llegado a la Mbwiru Eikura y canta su canción de agradecimiento! —

Anunció Guwate’ka.

Los aldeanos aplaudieron jubilosos, algunos incluso derramaban lágrimas de felicidad.

Cayó la medianoche para cuando el último de los tributos fue liberado. Los aldeanos

entraron a enormes chozas de madera para celebrar y hablar de los santeros cuyas vidas

habían sido ofrendadas; las festividades continuarían hasta la mañana. Benu se rezagó

cerca del fuego mientras sus compatriotas se dispersaban.

Algo le preocupaba, una inquietud distante. Aunque habían pasado horas desde su

encuentro con el discípulo de Zuwadza, la voz del muy impertinente aún hacía eco en su

cabeza.

Mira en sitios ocultos, formula preguntas sin responder.

Benu apretó los puños. Lo que le molestaba no eran las palabras del santero enemigo, sino

la idea de haber sido afligido por su maldición. Esto pese a que los sumos sacerdotes le

aseguraron lo contrario.

Asimismo, había algo más. En algún sitio sentía arañazos en el velo que separaba a los dos

mundos y escuchaba susurros que le llamaban.

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El joven santero caminó hasta el borde de la aldea, lejos del bullicio y del coro que surgía de

las chozas. Aquellos de su condición tenían prohibido entrar al Trance Fantasmal después

del Igani. Los sumos sacerdotes decían que tal cosa desorientaba a las almas de los tributos

de reciente sacrificio. Sin embargo Benu deseaba, necesitaba saber qué decían los espíritus.

Tendría que hacerlo rápido.

Obligó a su espíritu a separarse de su carne. Lágrimas cálidas y espesas se deslizaron por

sus mejillas. Con cada gota desapareció el mundo a su alrededor, revelando la topografía

sin forma de la Mbwiru Eikura. Fulguró energía en el cielo, aunque ésta no iluminó la tierra

cambiante que se extendía debajo.

—¿Permanezco en su gracia? —Preguntó.

Como respuesta, aparecieron frente a él una docena de figuras con ojos blancos y cuerpos

de oscuridad pura. Era imposible distinguir sus rasgos pero, gracias a su extraño vínculo

con la Tierra Inconclusa, le fue posible a Benu reconocer sus identidades: eran los espíritus

de los tributos sacrificados. Aquellos hombres y mujeres que, según Guwate’ka, entraron a

la Mbwiru Eikura en paz absoluta.

No obstante, eran todo salvo serenidad. Los espectros estiraron sus brazos sombríos hacia

Benu.

Aunque no podía escuchar lo que decían, su confusión le perforó el alma. La Tierra

Inconclusa no era lo que las apariciones esperaban y se retorcían con incertidumbre. Era

como si su perspectiva del mundo se hubiese hecho pedazos.

Como si todo en lo que creían no fuese más que una mentira.

Benu no se atrevió a permanecer mucho tiempo. Sin embargo, un pensamiento lo alcanzó

antes de que pudiera salir. Éste surgía como niebla errante desde las profundidades del

reino amorfo, una advertencia.

Cuidado.

********

Vivir es sacrificar, sacrificar es vivir. Benu susurró al aire húmedo mientras varios cuerpos

pintados se movían a su alrededor. El Igani Bawe había llegado una vez más, mucho antes

de lo esperado. Los aldeanos de las Siete Rocas se preparaban para la guerra que

comenzaría al amanecer. Las batallas, por lo general, seguían el cambio de estaciones, pero

sólo había transcurrido una semana desde el último Igani.

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Benu se encontraba sentado con la espalda hacia la hoguera en la parte central de la aldea.

Pensaba en los eventos recientes y observaba como se agitaba la sombra de su delgado

cuerpo mientras las llamas intentaban arañar el cielo. Guwate’ka y los demás sumos

sacerdotes dijeron que los espíritus clamaban guerra por los actos del hereje de las Cinco

Colinas. Pese al silencio de Benu, los rumores de Zuwadza y su discípulo se diseminaron

rápidamente por las rutas comerciales de los umbaru en épocas de paz. Se rumoraba que el

hereje incluso asesinó a sus compatriotas cuando éstos le hallaron. Al final, tanto él como

su maestro se internaron en la jungla y desaparecieron. Nadie sabía nada de ellos desde

entonces.

A los rumores siguieron historias. Algunas describen al santero errante como un loco que

masacró a los guerreros de las Siete Rocas por pura sed de sangre. Otras que el hereje

devoró la carne de los santeros muertos y se convirtió en un caníbal, un kareeb. Tal cosa era

impensable pues la entrada a la Mbwiru Eikura le era negada a cualquiera que hiciese tal.

Benu ignoró todo esto como las habladurías carentes de fundamento que eran.

—¡Con este Igani purificaremos aquello que ha sido mancillado! —Gritó Guwate’ka y las

voces de los demás sumos sacerdotes hicieron eco. —Aseguraremos a los espíritus que

permanecemos fieles.

Los aldeanos en torno a Benu rugieron su aprobación, pero éste permaneció en silencio. Ya

no sentía orgullo por el Igani. La claridad de ser y de propósito que alguna vez le

proporcionó el ritual se había esfumado. Sólo quedaba duda, una inquietud pesada y

persistente asentada en el centro de su estómago. Aún aquí, rodeado por sus compatriotas

y honrado por las canciones de su gente, no podía dejar de pensar en la confusión que

presenció en los espíritus cuando entró al Trance Fantasmal. El recuerdo y la advertencia

que surgió de las profundidades le abrumaba en sueños y aún estando despierto.

¿Había sido un fragmento de su imaginación o era real? Se sintió dividido entre la

necesidad de tener fe en las palabras de los sumos sacerdotes y el deseo creciente de

cuestionarles.

Benu cerró los ojos y sacudió la cabeza con disgusto. ¿Qué es esta enfermedad en mi

interior? Los espíritus de la Mbwiru Eikura no están molestos. ¿Por qué ahora, después de una

vida de claridad, cuestiono los caminos de mi gente?

El joven santero se volvió hacia el fuego para ver a Guwate’ka entrar al Trance Fantasmal;

luz azul se reflejaba en sus rasgos. Benu se incorporó y se sumó al baile a orillas del fuego,

tratando de convencerse de que todo lo que había visto no era más que el remanente de la

maldición recibida. Los sumos sacerdotes eran infalibles, su conexión con la Mbwiru Eikura

se encontraba más allá de su comprensión.

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Cubierto de sudor, Benu se entregó a la música y al baile y sus preocupaciones se disiparon.

Por un breve instante, el ritual reavivó de nuevo su orgullo; ansiaba el combate honorable

que se desarrollaría mañana.

El joven santero sintió de súbito que la Tierra Inconclusa y los espíritus lo llamaban una

vez más. La sensación era funesta, casi frenética. Notó movimiento por el rabillo del ojo,

algo entre las sombras cercanas al fuego. Docenas de oscuras manos espectrales se

estiraban en su dirección, agarrando y arañando.

Los espíritus… vienen a tomar venganza por las mentiras que les dijeron, pensó Benu

mientras retrocedía trastabillando. Al mirar hacia el fuego una vez más, no había nada

fuera de lo ordinario.

Mi mente me está jugando malas pasadas, musitó. Pero no podía sacudirse la inquietud. El

mundo le pesaba. Los cuerpos, la pintura y las plumas se mezclaban en un sofocante océano

de color y sonido.

Benu caminó tambaleándose en dirección opuesta al fuego, entre las chozas vacías;

jadeaba. Una mano fría salió de la oscuridad y le apretó el hombro. Con la velocidad de una

araña tumularia se volvió sin saber qué le aguardaba. Ahí, entre las sombras, se apreciaba

el rostro de una mujer. Una hermosa mujer.

—Benu —dijo ella—, es extraño que evites el ritual esta gloriosa noche.

—¿Quién eres? —Preguntó. Su voz recuperándose de la sorpresa.

—Soy Adiya, esposa de Guwate´ka.

Benu bajó la vista como señal de respeto. No era digno de mirar a la esposa de un sumo

sacerdote. Todas las mujeres que tenían esa exaltada posición rara vez dejaban sus chozas,

aún durante la ceremonia.

Adiya deslizó delicadamente su mano bajo la barbilla de Benu, levantándola hasta que sus

miradas se cruzaron. —Tienes mi permiso para mirar. Vine a ver si los espíritus dijeron la

verdad sobre ti…

—¿Cómo? —Benu comenzó, pero Adiya colocó un dedo sobre su boca, silenciándole.

—Dicen que algo te inquieta, algún tipo de enfermedad. Yo también la veo.

Benu desvió la mirada, consternado de que alguien entre su gente supiera de la confusión

que le plagaba.

—No te avergüences, estás en buena compañía. Los sumos sacerdotes me consideran una

sanadora. Es posible purgar de tu mente este persistente veneno. —Dijo ella.

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—¿Habrías de sanarme entonces?

—Habría de, —le aseguró con afectuosa energía que era difícil definir. Adiya acarició el

brazo de Benu con sus dedos y luego tomó su palma húmeda.

—Ven.

Benu accedió, atraído por la confianza de la mujer. Una vez que las luces de la aldea se

convirtieron en intocables estrellas en la distancia, Adiya se detuvo e hizo una seña al joven

santero para que éste se arrodillara sobre un tapete tejido. Frente a él se encontraban las

herramientas de su oficio: su pintura corporal, su daga enjoyada, su temible máscara con

cuernos —adornada con plumas— que tenía las facciones de un rostro inhumano, así como

diversas pociones y talismanes.

Adiya sólo parecía ser un poco mayor que Benu. Era atractiva, fuerte, pero con suavidad en

sus definidas caderas. Su rostro besado por el sol tenía un color profundo, cual corteza de

árbol saludable. El viento agitaba las plumas salvajes que adornaban los brazales metálicos

en sus muñecas y tobillos.

—La pintura —dijo mientras tomaba un puñado de la granulosa pasta—, extraída de la

médula de las bestias más temibles de la jungla. Que te proporcione valor cuando enfrentes

a tus enemigos. —Adiya embadurnó la mezcla sobre el rostro de Benu.

—Una daga de garra, mortífera como la gigantesca criatura a la que perteneció. Con

cuidado y precisión guiarás su filo hambriento. —La mujer ajustó la funda del arma en

torno a la cintura de Benu.

El santero se congeló cuando Adiya se inclinó hacia adelante y presionó sus labios contra

los suyos antes de que pudiera volverse. —Un beso para demostrar que somos uno en esto,

—dijo posteriormente.

—Una máscara, surgida de las pesadillas de nuestros antepasados —prosiguió Adiya

mientras le ponía a Benu el rostro de madera—, para rechazar a los espíritus que conspiren

contra el éxito de nuestra cacería.

Adiya lo miró fijamente. —El honor va más allá de una muerte hueca en batalla.

El ojo de Benu tembló ligeramente ante tal insinuación. —No hay muerte hueca en el Igani.

—¿Es eso lo que crees, o lo que te han enseñado? —Preguntó Adiya. —Los espíritus dicen

que caminas dos senderos y que te tambaleas entre destinos. Un lado siempre un hijo de las

Siete Rocas, buscando la gracia que nunca podrán dar los sumos sacerdotes. El otro un

fuego salvaje, implacable y brillante; que trae renovación y vida a estas selvas estancadas.

Mañana tendrás que elegir.

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Sus palabras rayaban en la herejía, pero Benu no podía ignorar el hecho de que, en cierto

modo, constituian un reflejo de su conflicto interno. —¿Qué es lo correcto? —Preguntó. —

¿Qué beneficios trae una opción por encima de la otra?

—No me corresponde dar tales respuestas. Yo sólo aconsejo, pero considera que los

espíritus se encuentran agitados. Dicen que nosotros los umbaru ya no somos únicos, ni

dignos de celebración. Dicen que nos engañamos a nosotros mismos cuando decimos que

nuestros sacrificios son por el bien de nuestra gente. Dicen —Adiya dudó—, no, no me

corresponde; no soy una suma sacerdotisa.

—Habla, no juzgaré, —Benu se encontraba cautivado.

Adiya susurró. —Dicen que estamos ciegos.

El pulso de Benu se aceleró cuando los recuerdos del santero hereje cruzaron su mente.

—Los sumos sacerdotes actúan como si hablaran con los espíritus a diario, pero no es así.

—Prosiguió Adiya. —Por lo general, Guwate’ka y todos los de su posición sólo echan

miradas pasajeras a la Tierra Inconclusa. El Igani, las leyes que rigen nuestras vidas, existen

para que los sumos sacerdotes puedan controlarnos y reprimir lo que somos.

—He jurado preservar nuestras costumbres, —respondió Benu sin convicción.

—Has visto evidencia en la Mbwiru Eikura de que las cosas no son como dicen los líderes,

¿sí?

Benu tragó saliva sin saber qué tan seguro era divulgar lo que había presenciado. —He

visto muchas cosas en la Tierra Inconclusa, algunas son verdaderas, otras meras

interpretaciones. Tal es la naturaleza de ese sitio.

Adiya miró a Benu a los ojos, entrecerrando los propios. Su boca mostró una amplia sonrisa

mientras juntaba las palmas. —Sí, sí. Has visto algo. Los espíritus dijeron la verdad.

De súbito escucharon voces cercanas que hacían eco en las paredes de la choza. Dos

hombres deambulaban por las afueras de la aldea. Adiya se agachó y Benu hizo lo mismo.

La piel le escocía por el miedo de ser descubierto, no sólo en compañía de la esposa de un

sumo sacerdote, sino también cuestionando las enseñanzas de sus reverenciados líderes.

Después de un momento, los hombres pasaron de largo y siguieron su camino.

—Conozco el precio que conlleva el puesto, —dijo Adiya. —Conozco la carga que llevas

como santero —Frunció el ceño con ira—, esclavitud tácita. Vine a ti con esperanzas de

liberación, para que cambies nuestras costumbres.

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Benu miró la daga que pendía de su cintura y la máscara tallada sobre su rostro. —No

comprendo, ¿por qué me ayudas a prepararme para el Igani si crees que las costumbres

ancestrales están erradas?

—Para ver el camino verdadero primero has de examinar el equivocado. Al amanecer

llevarás a cabo la cosecha como te fue inculcado, pero lo harás con ambos ojos abiertos.

Esto es lo que predijeron los espíritus.

Adiya retrocedió un paso y miró su labor. —Ante mí no se encuentra un hombre, sino un

santero, un guerrero de la Mbwiru Eikura. Un campeón, no un sirviente. Nunca lo olvides.

Benu se incorporó, tenía la mente repleta de radicales pensamientos de cambio. Las

posibilidades de lo que quizá descubriría pronto le infundieron renovado vigor. Contaba

con un propósito. Era lo más completo que se había sentido en días.

—Buena caza, —dijo Adiya.

********

Horas más tarde, los grupos de guerra de las Siete Rocas se habían dispersado entre los

matorrales y lianas de su selvático hogar. Benu avanzó solo con la esperanza de que eso le

trajera claridad. Le acompañaban un par de adustos sabuesos desnudos. Eran criaturas que

no pertenecían a la tierra, brutales, precisas, nacidas de carroña y ancestral magia umbaru.

Cada temporada, después del Igani, se cosía a los cadáveres vacíos de los tributos para

darles forma de perro y luego se les rellenaba con compuestos de hierbas y hojas secas. El

cráneo hervido de una bestia servía como cabeza, colocado justo encima de una melena de

plumas. Con la bendición de los espíritus, estos seres zombificados fungían como leales

sirvientes bajo las órdenes del santero.

Los sumos sacerdotes le obsequiaron dos de éstos a Benu antes de su primer Igani, pero no

los usó. El orgullo le condujo a enfrentar esa guerra ritual sólo con su fuerza y astucia.

Ahora sólo pensaba en sobrevivir. Nombró a los perros Chena (que significaba fiebre) y

Owaze (vuelo). Avanzaban juntos en perfecta sincronía a través de la maleza densa y

salvaje, corriendo al ritmo de corazones espectrales.

Una risa aguda e inquietante brotó entre las hojas, su dirección desconocida. Chena y

Owaze se detuvieron, mirando con ansias hacia todos lados. Benu giró para buscar el

origen del sonido. El joven santero tomó la empuñadura de la daga que descansaba en su

cinturón y ésta emitió un sonido estridente y familiar cuando la desenvainó.

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La voz se carcajeó. En la penumbra de la jungla, las sombras tenían diversas maneras de

ocultar las cosas. De súbito, una pequeña bolsa —no mayor a la palma de la mano de un

niño— cayó desde la bóveda. Benu se alejó por instinto, había aprendido a temer a las mil

maldiciones que podían contener objetos así.

Sus sabuesos, por otra parte, no hicieron lo mismo. Se abalanzaron contra el objeto como si

estuviesen luchando por un hueso fresco. Rajaron la bolsa con sus colmillos, liberando una

enfermiza nube de polvo verde. Los sabuesos trastabillaron como si los hubiera afligido

algún tipo de vértigo. Mientras luchaban por recuperarse, Benu sólo podía observar y

preguntarse qué les ocurría.

La voz gritó un breve conjuro: Gowaia fen! Bo’ta! El siseo de una pequeña sonaja acentuó el

llamado. Con esto, Benu comprendió. En conjunto, el hechizo y la bolsa constituían un

descuidado intento de control mental. Habría fallado en Benu o en cualquier otro santero

capaz, pero los sabuesos eran criaturas simples y de voluntad débil.

—¡Cobarde! —Gritó Benu en dirección a la jungla.

Un gruñido escapó de las bocas sin piel de Chena y Owaze. Ambos se lanzaron contra su

presa y atacaron con colmillos y garras la carne que dejaba expuesta el atavío ceremonial

de Benu.

Luchando por evadir sus salvajes embates, el santero tomó un cráneo que pendía de su

cinturón. El artefacto estaba tratado con aceites incendiarios y magia. Benu lanzó el objeto

contra sus sirvientes y se prendió al contacto. La efigie de un hombre cobró vida y llamas

hambrientas envolvieron a las bestias, pero éstas ni se inmutaron. Sus cuerpos cadavéricos

no sentían nada ni se detenían.

El santero se hizo a un lado y lanzó una melodiosa contramaldición. Pequeñas motas de

energía azul surgieron de su boca y se impactaron contra los sabuesos, proyectándolos

como trapos fantasmales. Sin embargo, no tuvo efecto sobre el hechizo de la voz. Aún si

Benu era capaz de esquivar a los perros, sabía que su enemigo preparaba otro ataque.

Si se rendía, el curso de los acontecimientos regresaría a su cauce, tal como dictaba la

práctica de miles de años de los umbaru. Sin embargo, Benu no podía comprender la

rendición voluntaria.

La vida en este reino no debe desperdiciarse así, no hay necesidad de tal sacrificio… de este

Igani… Esas fueron las palabras del hereje y ya no sonaban tan deshonrosas como antes.

Benu apretó los dedos en torno a la empuñadura de su daga, buscando con desesperación

una oportunidad para atacar. Chena y Owaze ululaban con cada paso y la voz rió con

satisfacción. Se formó un nudo en la garganta del joven santero y le costaba trabajo

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respirar. Descargó un tajo con su daga, que rebanó el pellejo de Chena justo cuando Owaze

se abalanzó. Benu saltó hacia el suelo, evitando por nada el embate. Los sabuesos le

rodearon, listos para atacar.

Sin advertencia alguna se abrió la maleza esmeralda detrás de Owaze, revelando a una hija

de las Siete Rocas. Era aterrador verla con todo su atavío emplumado. Cuatro cuernos

torcidos salían de su máscara, coronados por plumaje de profundo carmesí. La recién

llegada extendió su palma frente a sus labios, visibles por la abertura en la parte inferior de

su semblante de madera. Luego, con tos prolongada y gutural vomitó un enjambre de

langostas que se dirigieron hacia las copas de los árboles.

El santero oculto gritó y los perros que maldijo cayeron al suelo, sus cuerpos seguían en

llamas.

Los insectos hallaron a su objetivo en segundos, robándole su camuflaje y equilibrio. Una

caída, un grito y el cadáver de un hombre tirado en el suelo cubierto de enredaderas. Las

langostas de mil dientes, satisfechas con la victoria, se disiparon en todas direcciones como

si fueran humo.

Benu, aunque agradecido, no podía evitar sentirse culpable al mirar el cuerpo. La piel de su

enemigo estaba inflamada y cubierta de verdugones causados por las voraces mordidas del

enjambre.

—¿Ves? Otro umbaru asesinado sin razón, —dijo la mujer enmascarada. —Aunque no

estamos hechos para este mundo de sombras, debemos hacer todo lo posible por

sobrevivir.

Benu reconoció la voz de inmediato. —¿Adiya? —Preguntó asombrado y horrorizado. —No

eres una santera, ¿qué haces aquí?

—Los espíritus me exhortaron a seguirte, fue bueno que obedecí. —Ella ladeó la cabeza.

—Las reglas del Igani prohíben dar muerte a otros san…

—¿Reglas? —Gruñó Adiya. —¿Hablas de reglas después de todo lo que has visto? La

Mbwiru Eikura no es algo que te ganes. Está ahí para todos los umbaru y lo sabes. Los

sumos sacerdotes pusieron estos juegos en marcha. El hereje de las Cinco Colinas vio la

verdad, ¿por qué lo niegas?

—Yo… —Comenzó a decir Benu, pero no tenía argumento qué ofrecer, al menos no uno en

el que creyera en verdad. Ella tenía razón. El hereje tenía razón.

Abrumado por la descarga de emoción, Benu abrazó a Adiya y a sus palabras. Iba más allá

del deseo, era el electrizante hecho de desobedecer las rígidas leyes de los sumos

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sacerdotes. Bajo la luz que proyectaban los restos de Chena y Owaze, Benu le quitó la

máscara a Adiya y acarició sus labios con un dedo. La besó sin pensarlo y dijo, —para

mostrar que somos uno en esto.

Hubo una súbita y persistente súplica de la Tierra Inconclusa mientras Adiya sonreía con

complicidad. Ella cerró los ojos, como invitando a mayor indulgencia, y Benu, haciendo de

lado sus inquietudes, se inclinó hacia la mujer. Cuando sus labios se encontraron, él se

sorprendió al escuchar los gritos y aullidos de un grupo de enmascarados que surgió de

entre la jungla aledaña. En su distracción, ninguno de los dos miembros de las Siete Rocas

notó el peligro.

El aullido de muerte del enemigo y las bengalas que alguna vez fueron los leales sabuesos

de Benu atrajeron a los santeros de la tribu del Valle Nublado.

********

La solemnidad era lo único que le quedaba a Benu mientras sus captores lo conducían hacia

el crepúsculo. Frente a ellos se encontraba el hogar de la tribu del Valle Nublado, el cual,

ante sus ojos, tenía la misma apariencia que la aldea de las Siete Rocas. Chozas con tejados

de quincha rodeaban un área central abierta donde ardía una hoguera. Había vasijas

manchadas de sangre en las cercanías que parecían anhelar las ofrendas que pronto las

llenarían.

Benu no celebraba el Te Wok Nu’cha, pues el deseo de vivir de Adiya le había marcado

profundamente. Aún ahora, la mirada de la mujer le exhortaba a desafiar su herencia y

atacar a sus captores. Tal acto estaba prohibido, era algo impensable.

Las ofrendas del Valle Nublado sólo eran tres: Benu, Adiya y un santero anciano conocido

como Edwasi. Al aproximarse a la hoguera, solemnes encargados dieron la bienvenida al

grupo. Otros aldeanos cantaban, tocaban los tambores y bailaban como parte del ritual.

Después de que les quitaron sus armas y máscaras, los tres fueron colocados en mesas

bajas dentro de una choza con paredes de pasto y se les cubrió con aceites cítricos. Los

cautivos fueron embadurnados con un icor especial, un agente que protegería sus cuerpos

de la putrefacción en las horas venideras. Del lado opuesto de la habitación, Edwasi respiró

profundo para calmar su ansiedad.

Adiya miraba a Benu con impotencia desde la mesa contigua y estiraba su mano hacia él.

Éste se sintió enfermo de súbito.

Después de completar su labor, los encargados dejaron la choza. En el umbral se

encontraba un hombre grande y musculoso que blandía una hoz de hueso con forma de

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luna creciente. Benu desconocía su nombre, pero su impresionante penacho indicaba que

era un sumo sacerdote anciano. Detrás de él se encontraban otros de su casta. Llevaban

atavíos adornados con plumas coloridas y sostenían efigies de mojo con las manos.

El sumo sacerdote principal hizo un gesto con la barbilla y retrocedió un paso, para

después alejarse de la choza. Dos hombres con faldas entraron a la habitación y agarraron a

Edwasi de las muñecas. El santero anciano no se resistió a sus escoltas mientras le

conducían al exterior y lo presentaban al sumo sacerdote. Edwasi aceptó su destino.

A través de la puerta abierta de la choza, Benu observó la ceremonia como si la estuviera

viendo por primera vez. Los participantes llevaron a cabo las mismas acciones de las que

había sido testigo en los Iganis a lo largo de su existencia. Se dijeron palabras, la sangre de

Edwasi fue derramada, los encargados recolectaron sus órganos en vasijas mientras los

demás aldeanos cantaban. El ritual y toda su pompa no habían cambiado, pero carecían de

sustancia para el joven santero.

—Nosotros los umbaru ocultamos nuestra violencia sin sentido con melodías

enardecedoras. —Escupió Adiya.

Para este momento, supuso Benu, el espíritu de Edwasi ya habría dejado el mundo. El joven

santero recordó de súbito los fantasmas confundidos que vio en la Mbwiru Eikura,

destrozados al caer en la cuenta de que las cosas no eran como les habían dicho.

—Una vida truncada, ¿con qué objeto? —Siseó Adiya. —No tenemos que terminar así, hay

otro camino.

El corazón de Benu palpitaba con fuerza, su mente un torbellino. —Son muchos y nosotros

sólo dos, ¿qué podemos hacer?

—Con gusto ofrecemos carne umbaru a los espíritus, pero se nos prohíbe comerla, ¿alguna

vez te has preguntado por qué?

Benu se horrorizó ante lo que implicaba. —¡Los espíritus maldicen a los kareeb!

—Más historias creadas por los sumos sacerdotes, —dijo Adiya, restándole importancia a

las palabras de Benu con un ligero ademán. —He escuchado secretos en compañía de mi

esposo. Mencionó leyendas que cuentan que comer carne de santero abre el camino hacia

la divinidad. Se crearon mentiras para que la verdad nunca fuese descubierta. Sin embargo,

tú, campeón, eres sabio y tomarías este poder como propio. Con él tendrías la posibilidad

de reformar nuestra cultura devastada; nadie podría detenerte.

Benu miró a Adiya fijamente, cuyos ojos se mostraban imponentes y sinceros.

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—Desafía a nuestros asesinos cuando se aproximen, —susurró Adiya. —Sígueme y los

umbaru florecerán en una época de luz, no de oscuridad.

Como era de esperarse, los hombres con faldas regresaron. Sus brazos y pechos manchados

de sangre. Intentaron agarrar a Adiya de las muñecas pero, de modo inesperado, fueron

recibidos con furia bestial.

La mujer saltó sobre la mesa y luego hacia el frente. Tomó con ambas manos la cabeza de

uno de los hombres y giró con la inercia del ataque. Un chasquido hueco reveló su éxito.

Antes de que el otro pudiese reaccionar, los fríos dedos de Adiya se prensaron de la parte

posterior de su cuello. Ella jaló hacia abajo la cabeza de la desafortunada víctima y descargó

un rodillazo contra su nariz. El hombre se desplomó; inmóvil.

Benu no podía creer lo ocurrido, ni comprendía la velocidad y precisión con la que los

hombres fueron despachados. Jamás había visto tal ferocidad. Adiya tomó la mano del

joven santero y lo obligó a salir corriendo de la choza.

Los aldeanos del Valle Nublado estaban furiosos. Adiya empujó al anciano sumo sacerdote

al pasar. Éste, pese a que se encontraba armado, no pudo más que mirarlos con

estupefacción. La mujer se abalanzó sobre las vasijas que contenían los órganos de Edwasi.

Retiró las tapas una por una mientras la multitud retrocedía, maldiciendo sus actos pero

sin saber qué hacer.

—¿Ves lo patéticos y dependientes de reglas que son? —Preguntó ella. —Hay tantas

imperfecciones en los umbaru… matamos y morimos, no por honor sino por miedo.

En el interior de una vasija azul de barro cocido halló lo que buscaba: el corazón caliente e

inmóvil de Edwasi. Adiya lo tomó y lo acercó a su rostro. —Somos superiores a las

injusticias que hemos sufrido.

La mujer mordió la carne suave como si se tratara de fruta madura. Todavía salía sangre a

borbotones del corazón como si éste aún entregase vida. Los aldeanos gritaron, nunca

habían sido testigos de tal sacrilegio.

Adiya tragó un bocado, perturbando aún más a los espectadores, y sonrió ante su malestar.

Ella comenzó a temblar y, sin advertencia alguna, surgió luz violeta de su ser; iluminando el

cielo gris, así como las estructuras cercanas. Aquellos que se encontraban más próximos se

dispersaron asustados, buscaban desesperadamente recuperar la seguridad que tenían

momentos atrás.

Mirando con furia a la tribu en retirada, Adiya gritó. El anciano sumo sacerdote tiró su arma

e intentó escapar con torpeza. Satisfecha con la privacía, se volvió hacia su potencial

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amante, quien se encontraba inmóvil. La forma de la mujer no presentaba cambio alguno,

pero destilaba poder.

—Únete a mí, —su voz amplificada y con eco. —Mata al sirviente que reside en tu interior.

Con esas palabras alzó su palma radiante y le ofreció a Benu el corazón mordido. Este,

comprendió el joven santero, era el momento del que habló Adiya.

Los gritos de la gente del Valle Nublado provenían de todas direcciones ahora que el shock

inicial comenzaba a disiparse. Benu sabía que atacarían pronto. Muchos de ellos se

encontraban armados con dagas y lanzas.

Benu dudó. Esta era la promesa de una nueva vida, libre de mentiras, libre de guerras sin

sentido y de la carga de las costumbres. Recordó todo lo que había visto y percibido: los

espíritus atormentados en la Tierra Inconclusa, la advertencia, las súplicas provenientes de

la Mbwiru Eikura, el santero hereje que se rebeló contra las vías antiguas…

Pero ese hombre no era un kareeb, ni había buscado luchar. Fue Benu quien atacó primero,

haciendo inevitable el derramamiento de sangre. El hereje desafió las leyes para evitar la

muerte de su maestro —salvar una vida— no para convertirse en deidad entre los

mortales.

El insistente llamado de la Tierra Inconclusa regresó amplificado mil veces, casi obligando a

Benu a caer de rodillas.

—¡Con esto podrás reconstruir el Teganze! —Aulló Adiya. —El desperdicio sin sentido de

vidas no será más. ¡Las mentiras nunca habrán de envenenar de nuevo los corazones de

nuestra gente!

Con la mirada fija en los rostros de los aldeanos del Valle Nublado, Benu contaba ahora con

un profundo sentido de claridad. Las vías de esta gente se encontraban erradas, eso

quedaba claro, pero no eran sus enemigos. No tenía deseos de pelear contra ellos pues ese

no era el camino de la verdad. Sólo deseaba iluminarlos.

—No puedo, —dijo Benu.

Adiya aplastó el corazón con la mano y de su cuerpo surgieron descargas de energía que

proyectaron a Benu contra el suelo con gran fuerza.

—¡Escoria, cobarde! —Gritó.

Mientras Benu se incorporaba con dificultad, mareado y con la vista nublada, ya no podía

negar el llamado de los espíritus. La muerte se aproximaba y los ancestros clamaban una

audiencia. Debe ser una señal, pensó.

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Concentrado y temblando, el joven santero apretó los dientes mientras entraba al Trance

Fantasmal. Espesas lágrimas azules escurrieron de los ojos del guerrero aturdido. Con cada

gota, el velo del reino de las sombras se abrió más y más, revelando la topografía empírea

de la Tierra Inconclusa. Su corazón comenzó a retumbar; su vista carecía de dirección. No

obstante, pronto divisó miles de ojos blancos que pertenecían a seres de oscuridad pura

con forma humanoide.

En el centro de la reunión se encontraba una figura solitaria. Con el ademán de un brazo

sombrío indicó a Benu que se aproximara. Un pensamiento tomó forma en la mente del

santero, una impresión.

Ven.

Benu temblaba con aprehensión mientras avanzaba hacia el espíritu.

Tú eres Benu, esto lo sé.

El santero permaneció inmóvil. Los espíritus nunca le habían hablado, ni le habían

comunicado nada con tal claridad.

Te alejas de la verdad, que es ésta: la Tierra Inconclusa no es lo que enseñan los sumos

sacerdotes. Aquel al que llamas hereje sabía esto, por eso desafió la ley.

Las imágenes pasaban en fugaces espirales frente a Benu, como humo y electricidad. El

joven santero miró al susodicho hereje vagar por tierras extrañas y desconocidas. Una

estrella fugaz iluminó el cielo nocturno y Benu la siguió hasta su punto de impacto, un

pequeño poblado asediado por la maldad.

—Si lo sabía, ¿por qué se fue? ¿Por qué no enseñó a su gente?

Todos los umbaru siguen sus propias sendas, nadie es igual. Él enseñará a su modo y tu al

tuyo. Tú Benu, medias entre el mundo de sombra y la Tierra Inconclusa como si hubieses

nacido en la frontera de ambos. Es este vínculo lo que constituirá tu mayor herramienta.

—¿Qué es lo que quieres que enseñe?

La vida en el mundo de sombra es preciosa y no debe ser desperdiciada. Las guerras umbaru

no benefician a la Tierra Inconclusa. La Mbwiru Eikura es una tierra eterna, esto es un hecho,

pero también existe pena y alegría aquí, al igual que en tu mundo. Estas son las verdades que

enseñarás.

—Esto lo vi cuando miré a los espíritus sacrificados durante el Igani, —respondió Benu.

Viste, mas no creíste.

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Benu no tenía palabras, tal aseveración era aguda y verdadera.

Existe también otra verdad. El fantasma señaló por encima del hombro de Benu. Ahí, el velo

entre mundos se tornaba más delgado y, Adiya, en su ascensión, se encontraba congelada

en el tiempo.

—Su nombre es Adiya —dijo Benu—, esposa del sumo sacerdote más anciano de nuestro

clan. Ella es una kareeb, por lo tanto, una deidad.

Ella no es una deidad. Los inmutables ojos esféricos de la figura mostraron desaprobación.

Esto es un demonio.

Con estas palabras, el cuerpo de Adiya se derritió y, en un acto que desafió las leyes de la

realidad, se reconstituyó para revelar una criatura totalmente distinta. Ante Benu se

retorcía el torso desnudo de Adiya, rodeado de gran cantidad de tentáculos con cientos de

bocas chorreantes. Surgían tres cuernos entre su cabello raído y en lugar de una quijada

había un orificio pulsante en la parte inferior de su cabeza; babeaba con ansias ante el

prospecto de su próxima comida.

—Demonio… —Benu se estremeció. Había oído de ellos, males ancestrales nacidos de las

épocas que iban más allá del entendimiento. Nunca había visto uno.

El demonio sintió tu duda y fue atraído a nuestra sagrada jungla.

—¿Por qué me sigue?

El espíritu levantó un brazo, conjurando nuevas imágenes. Benu se vio a sí mismo comer

del corazón pero, pese a lo que dijo Adiya, no le concedió poderes divinos; no hizo nada. La

visión espectral cambió una vez más para mostrar a Benu exiliado de las Siete Rocas. Un

kareeb cuyo destino era vagar por el Teganze en soledad e indigencia, consumido por la

tristeza y la vergüenza; Adiya siempre a su lado.

Te habría hecho comer del corazón y abandonar todo lo que eres. Sólo después habrías caído

en la cuenta de tu terrible error. En años venideros, la criatura se alimentaría de tu espíritu

atormentado, como ha hecho con muchos otros. No obstante, al ser tentado por el demonio te

rehusaste, ¿por qué?

—Nosotros los umbaru no somos débiles ni temerosos como dijo el demonio. Seguimos las

tradiciones ancestrales por honor y orgullo. Luchar contra todos aquellos que se adhieren a

lo viejo no servirá de nada, debo enseñarles.

Esta vez los pensamientos provinieron de todas las figuras, como si se comunicaran al

unísono.

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Sí, ciego eras, pero no más. Ante nosotros se encuentra un maestro, un líder espiritual y un

sanador. Un guerrero que defiende la vida pero conoce la importancia de la muerte. Ante

nosotros se encuentra un santero.

—¿Qué hay del demonio? —Preguntó Benu y sólo el espíritu líder respondió.

Fuiste tú quien lo trajo aquí y eres tú quien debe encargarse de él. Grande es tal tarea, pero

siempre recuerda que los espíritus están aquí para guiarte. Estamos vinculados eternamente

a ti por medio de la Tierra Inconclusa.

Benu inclinó la cabeza. —Les agradezco.

Sin advertencia, la Tierra Inconclusa desapareció con un destello de luz. Benu abrió los ojos

como si despertase de un sueño.

Podía escuchar que Adiya se aproximaba, un sonido rastrero similar al de una serpiente

que se desliza sobre el lodo. Por el rabillo del ojo vio su forma verdadera, así como la había

visto en la Tierra Inconclusa.

El joven santero saltó hacia atrás mientras uno de los tentáculos de la criatura trazó un

arco amplio y bajo. El apéndice silbó por el aire y rebanó los torsos de dos umbaru

cercanos. Conforme los demás aldeanos dieron media vuelta y echaron a correr, el demonio

aulló, descargando olas de energía de su cuerpo.

El aluvión derribó a Benu, quien chocó contra una saliente de roca. Éste rodo hacia un lado;

su cabeza giraba a causa del impacto. Algunos aldeanos opusieron resistencia, disparando

dardos o lanzando estocadas con dagas ceremoniales. Adiya, imparable en su forma actual,

rechazó fácilmente los ataques.

Los aldeanos iban a morir. Él iba a morir.

El demonio se abrió camino a través de los defensores. Olas de energía violeta se

desprendían de su cuerpo, destruyendo chozas y lanzando umbaru por los aires como si se

tratara de muñecos de mojo. Los tentáculos de Adiya se enroscaban con firmeza alrededor

de cuellos, piernas y torsos, sus múltiples bocas devoraban carne y hueso.

El santero marchó hacia la criatura después de recoger la hoz abandonada del sumo

sacerdote y una lanza. —¡Demonio! —Rugió Benu. —¡Deja este sitio! —Aventó la lanza y

ésta pasó por encima, rasgando apenas el hombro de Adiya. No obstante, fue suficiente

para atraer su furia.

Adiya aventó los cuerpos sin vida que sostenía en sus tentáculos y se volvió. Los defensores

del Valle Nublado echaron miradas furtivas desde las chozas en las que se resguardaron.

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Tal como Benu esperaba, comenzaron a alejarse lentamente y se internaron en la seguridad

que ofrecía la densa jungla.

Benu pasó la hoja sobre su palma extendida y luego apretó el puño para que saliera más

sangre de la herida. —Soy Benu, del Clan de las Siete Rocas. ¡A través de mí fluye el poder

de mi gente!

—Tu gente te ha abandonado —la risa del demonio hizo eco—, estás solo.

—Estoy eternamente vinculado a la Tierra Inconclusa, ¡soy el puente viviente a la Mbwiru

Eikura! A mi lado se encuentran los espíritus del reino más allá. Me guían siempre con su

sabiduría pero, en ocasiones…

El santero abrió la palma y lanzó la sangre frente al demonio. Las múltiples bocas de Adiya

echaban espuma ante el aroma de su próxima comida.

—¡Me ayudan con su fuerza!

Un charco de energía color verde pálido surgió en torno a Adiya. En un instante, cientos de

brazos de otro mundo se alzaron, cruzando el velo que separaba a la Mbwiru Eikura de este

mundo. Los miembros enfurecidos agarraron y rasguñaron al demonio, despojándole de su

carne.

Antes de que Adiya fuera hecha pedazos, su cuerpo irradió magia que disolvió los brazos de

los espíritus; convirtiéndolos en volutas de humo. Un tentáculo se enroscó alrededor del

cuello de Benu y lo arrastró hasta que su rostro quedó a escasos centímetros de la boca

pulsante en la cabeza del demonio. Su aliento putrefacto permeó todo a su alrededor.

Benu se retorció mientras las fauces de los tentáculos comenzaron a morderle el cuello. Las

bocas hicieron laceraciones profundas, devorando la carne y la sangre que tocaban. Las

manos del santero perdieron fuerza a causa del dolor y éste se encontraba apenas

consciente de que la hoz se deslizaba con lentitud entre sus dedos. Con las últimas reservas

de su fuerza, apretó los dedos en torno a la empuñadura del arma y pateó el pecho del

demonio con fuerza; éste se tambaleó… fue suficiente para que el joven umbaru pudiera

atacar.

Clavó la hoja en el ceño de su enemigo, empujando el arma hasta atravesar la parte

posterior de la cabeza del demonio. Una mirada de incredulidad fulguró en sus ojos

inhumanos antes de que su cuerpo comenzara a temblar cual árbol en un ventarrón. Los

tentáculos se agitaron en el aire, proyectando a Benu por los aires.

La cosa llamada Adiya se marchitó y se colapsó, sin vida.

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En el Umbral de la Duda – Matt Burns

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El mundo que rodeaba a Benu parecía ahogarse en la lentitud. El joven santero se

encontraba tirado de espaldas. Sangre manaba de las heridas en su cuello. Los árboles en el

borde de la aldea se mecían con la suave brisa y los llamados de las aves y las bestias hacían

eco desde las profundidades de la selva. El sol desapareció en el horizonte, lo que marcaba

el final de otro Igani.

La muerte arribó poco después. En un principio Benu se resistió, sin entender la razón por

la cual el destino lo condujo hasta este sitio y temeroso de que nada de lo que había

aprendido llegaría a oídos de su gente. Pero un instante antes de que su corazón latiera por

última vez, recordó las palabras de los espíritus…

Tú Benu, medias entre el mundo de sombra y la Tierra Inconclusa como si hubieses nacido en

la frontera de ambos. Es este vínculo lo que constituirá tu mayor herramienta.

…y quedó en paz.

********

Los santeros del Clan de las Siete Rocas se sentaron alrededor de la hoguera, preparándose

para entrar en el Trance Fantasmal. No había transcurrido ni una semana desde el último

Igani. Todos ellos conocían la historia de Benu y su lucha contra el demonio. Si las historias

eran ciertas, se había sacrificado para salvar a la tribu del Valle Nublado.

Pero los rumores siguieron a las historias, como siempre. Tal era el devenir de las cosas. En

el Valle Nublado se decía que Benu desafió las leyes del Igani, incluso que era un kareeb.

Los sumos sacerdotes de las Siete Rocas hablaban de la ira de los espíritus con respecto a lo

acaecido. Aunque consideraban un héroe a Benu, argumentaban que la presencia del

demonio mancilló la guerra ritual.

Así que se ordenó otro Igani Bawe.

Los santeros de las Siete Rocas entraron al Trance Fantasmal en busca de las bendiciones

de los espíritus. El tiempo se hizo más lento cuando entraron al reino más allá. La aldea

desapareció y las energías serpenteantes de la Tierra Inconclusa se extendían de manera

interminable en todas direcciones.

Por lo general, los guerreros verían y escucharían a espíritus distintos, si es que veían o

escuchaban algo. En esta ocasión, no obstante, todos ellos presenciaron a la misma figura

negra indicándoles que se aproximaran. Los pensamientos del espíritu se formaron en sus

mentes cual palabras, claras como el cristal y afiladas como las dagas.

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Están ciegos.

Los santeros no sabían qué pensar de la acusación del espíritu, así que se disculparon y

pidieron perdón. Muchos otros salieron del trance, temerosos de haber enfurecido a los

espíritus.

Esos guerreros no estaban listos, pero otros sí.

—¿Qué deseas que veamos? —Preguntaron los pocos que quedaban.

Verdad. Quizá mueran en este Igani, ¿y por qué razón?

—Para honrarte a ti y a los demás espíritus, —respondió uno de ellos.

—Los sumos sacerdotes lo ordenan, es mi deber como santero. —Dijo otro.

—Vivir es sacrificar, sacrificar es vivir, —declaró un joven guerrero.

El espíritu se aproximó al último en responder, considerando sus palabras. Alguna vez, en

otro mundo, las había usado como armadura y blandido como arma. Pero no había que

entregar la vida de modo tan fácil e innecesario.

—No quiero tu sacrificio, esta tierra no lo necesita.

La confusión y la incertidumbre eran palpables en el joven santero, quien dudó antes de

hablar. —Entonces, ¿qué quieres de mí? ¿Qué hay más allá del sacrificio?

Vida.

Al final, sólo el joven guerrero permaneció en el trance, pero el espíritu alguna vez

conocido como Benu no les guardaba rencor a los que huyeron. Tomase días, semanas o

incluso años, los guiaría a la iluminación. Todos los umbaru andaban sus propias sendas

hacia la verdad. Nadie era igual.