Borrow George - La Biblia en España - Volumen II

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La biblia en España(The Bible in Spain; or, thejourneys, adventures, and

imprisonments of an Englishman,in an attempt to circulate theScriptures in the Peninsula)

George BorrowTraducción de Manuel Azaña

Volumen II

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© De la Edición para libroelectrónico: Marta Bocos y DavidSastre

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Capítulo 19

Llegada a Madrid. -María Díaz. - Impresióndel Testamento. - Miproyecto. - El corcelandaluz. - Se necesita uncriado. - Una petición.-Antonio Buchini. - Elgeneral Córdova. -Principios de honor.

Llegué a Madrid1 y, en lugar de

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acudir a mí antiguo alojamiento de lacalle de la Zarza, tomé otro en la calle

de Santiago2, en las cercanías de

Palacio. El nombre de la hostelera(porque, hablando propiamente,hostelero no le había) era María Díaz,de quien vaya decir algo en particular,ya que ahora se me ofrece ocasión dehacerla.

Podía contar esta mujer hasta treinta y cinco años; era más bien agraciada y todos los rasgos de su fisonomía denotaban una inteligencia poco común. Tenía los ojos vivos y penetrantes, aunque a veces los velaba una expresión un tanto melancólica. Todo su porte respiraba serenidad y

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reposo notables, debajo de los que alentaban una robustez de ánimo y una energía para la acción prontas a manifestarse en cuanto era menester. Aunque española y, como es natural, católica, animábanla una tolerancia y generosidad como ya las quisieran para sí personas colocadas a mucha mayor altura. Durante mi permanencia en España encontré en esta mujer un amigo firme e invariable y a veces un discretísimo consejero. Se adhirió a todos mis proyectos, no diré con entusiasmo, porque esto era impropio de su carácter, pero con sinceridad y cordialidad, y los favoreció en cuanto estuvo de su parte. No se apartó de mí en las horas de peligro y de persecución

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y persistió en mi amistad, a pesar de lo mucho que mis enemigos trabajaron cerca de ella para inducirla a que me abandonase o me traicionara. Sus móviles fueron nobilísimos: la amistad y una percepción exacta de los deberes de la hospitalidad; ningún otro incentivo ni esperanza egoísta, por remota que fuese, influyó en la conducta de esta admirable mujer para conmigo. ¡Honor a María Díaz, la reposada, animosa e inteligente castellana! Sería yo un ingrato si no hablase aquí bien de ella, pues sobradamente merecido tiene este elogio en las humildes páginas de LaBiblia en España.

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María Díaz era natural de Villaseca,aldea de Castilla la Nueva situada en loque llaman La Sagra, a unas tres leguasde Toledo. Su padre fue un arquitectode cierta nombradía, entendidoespecialmente en la construcción depuentes. María Díaz se casó muy jovencon un respetable hidalgo de Villaseca,llamado López, de quien tenía treshijos. A la muerte de su padre, ocurridacinco años antes de la fecha a que merefiero, María Díaz se trasladó aMadrid, en parte con el propósito deeducar a sus hijos y en parte con laesperanza de cobrar una importantesuma que el Gobierno quedó debiendoa su padre por varias obras de utilidady ornato, ejecutadas principalmente en

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las cercanías de Aranjuez.

La justicia de su reclamación fuereconocida sin tardanza; pero, ¡ay!, noconsiguió ni un cuarto, porque elTesoro real estaba vacío. Sus esperanzasde felicidad terrena se concentraronentonces en sus hijos. Los dos másjóvenes eran aún de muy corta edad;pero el mayor, Juan José López,muchacho de dieciséis años, prometíarealizar sobradamente las másencumbradas esperanzas de su cariñosamadre. Dedicado a las artes, habíahecho ya en ellas tales progresos queera el discípulo favorito de su famosotocayo Vicente López, el mejor pintorde la moderna España. Tal era María

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Díaz, quien, conforme a una costumbreseguida antaño universalmente enEspaña y muy extendida aún,conservaba su nombre de soltera, apesar de estar casada. Esto es lo que hay

que decir de María Díaz y su familia3.

Uno de mis primeros cuidados fuevisitar a Mr. Villiers, que me recibió consu bondad habitual. Le pregunté si, ajuicio suyo, podía aventurarme aimprimir las Escrituras sin dirigirnuevas peticiones al Gobierno. Surespuesta fue satisfactoria. «Obtuvousted el permiso del Gobierno deIstúriz -me dijo-, mucho menos liberalque el presente; yo soy testigo de lapromesa que le hicieron a usted

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aquellos ministros y la considerosuficiente. Lo mejor que puede ustedhacer es comenzar y terminar la obra lomás pronto posible, sin nuevaspeticiones; y si alguien pretendeinterrumpirle, no tiene usted más queacudir a mí; ya sabe que puedemandarme cuanto quiera.» Salí de laentrevista muy contento y en seguidacomencé los preparativos para ejecutarlo que me había llevado a España.

Es innecesario referir aquí ciertosdetalles de poco interés para el lector;baste decir que tres meses más tarde sepublicaba en Madrid una edición delNuevo Testamento de cinco milejemplares. La obra se imprimió en el

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establecimiento de don AndrésBorrego, escritor de economía política,muy conocido y propietario y directorde un periódico influyente llamado ElEspañol. A este señor me recomendó elpropio Istúriz el día de nuestraentrevista. El malaventurado ministrotenía a Borrego en grandísimaestimación y pensaba elevarlo al puestode ministro de Hacienda; pero alestallar la revolución de La Granjaabortó este proyecto, con los demás de

igual índole que tuviera formados4.

La versión española del NuevoTestamento que yo publicaba habíasido hecha muchos años antes porcierto padre Felipe Scio, confesor de

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Fernando VII, y hasta llegó aimprimirse; mas por las notas ycomentarios que la recargaban eraimpropia para la circulación general, ala que, después de todo, no ibadestinada. En la nueva edición seomitieron, como es natural, las notas yse ofreció al público la palabra divinaescueta. Apareció en un hermosovolumen en octavo, muestra plausible,en conjunto, de la tipografía española.Pero la nueva impresión del NuevoTestamento en Madrid no podía por sísola producir fruto alguno, a menos quese tomasen medidas, y medidas muyenérgicas, para la circulación del librosagrado.

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Tratándose del Nuevo Testamento,no podía seguirse el sistema quehabitualmente se emplea en Españapara publicar los libros, que consiste enconfiar la obra a los libreros de lacapital y contentarse con la venta queestos y sus agentes en las ciudades deprovincias obtienen sin salirse de lacomún rutina de su negocio; engeneral, el resultado de este sistema esque al cabo del año se venden unaspocas docenas de ejemplares, porque lademanda de obras literarias decualquier género es en Españamiserablemente reducida.

Los cristianos de Inglaterra habíanhecho ya sacrificios considerables con la

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esperanza de esparcir ampliamente lapalabra de Dios entre los españoles yera necesario ahora no escatimar losesfuerzos para que esa esperanza noquedase frustrada. Antes de que el libroestuviese listo comencé los preparativospara realizar un plan en el que ya habíapensado varias veces durante mianterior visita a España, sinabandonarlo después nunca; plan quefue objeto de mis meditaciones lomismo a la altura del cabo Finisterre, enplena borrasca, que en los desfiladerosde Sierra Morena y en las llanuras de laMancha, cuando caminaba lentamente,seguido a corta distancia por elcontrabandista.

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Mi propósito era depositar unoscuantos ejemplares en las librerías deMadrid y luego montar a caballo, con elTestamento en la mano, y emprender lapropagación de la palabra de Dios entrelos españoles, no sólo en las ciudades,sino en las aldeas; no sólo entre loshabitantes de las llanuras, sino entre losmontañeses y serranos. Me proponíarecorrer Castilla la Vieja y atravesartoda Galicia y Asturias, establecerdepósitos de la Escritura en lasciudades importantes y visitar loslugares más apartados y recónditos; entodos ellos hablar de Cristo, explicar lanaturaleza de su libro y poner el libromismo en manos de aquellos que mepareciesen capaces de sacar de él algún

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provecho.

Bien sabía yo que en ese viaje meaguardaban muchos peligros y quequizá iba a correr la misma suerte queSan Esteban, pero ¿merece el nombrede discípulo de Cristo quien no afrontacualquier peligro por la causa de Aquela quien proclama por maestro? «Quienpor mi causa pierda su vida, laencontrará», son palabras que el mismoSeñor pronunció; palabras llenas deconsuelo para mí, como lo estarán, sinduda, para cuantos emprenden conlimpieza de corazón la difusión delEvangelio en tierras salvajes y

bárbaras5....

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Empecé por comprar otro caballo,aprovechando el precioextraordinariamente bajo de esosanimales en aquellos días. Estaba apunto de publicarse una disposiciónrequisando cinco mil caballos; elresultado fue que un inmenso númerode ellos salió a la venta, porque envirtud de la requisa podían embargarse,por conveniencia del servicio, los decualquier persona, no siendo unextranjero. Lo más probable era que,una vez reunido el cupo de la requisa,el precio de los caballos se triplicara;por tal razón me decidí a comprar unoantes de hacerme verdadera falta.Compré un caballo entero andaluz, depelo negro, de mucha fuerza, capaz de

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hacer un viaje de cien leguas en unasemana; pero era cerril, salvaje y demalísimo genio. No obstante, elcargamento de Biblias que al llegar laocasión pensaba yo echarle encima delas costillas me pareció muy suficientepara amansarlo, sobre todo cuandotuviera que remontar las ásperasmontañas del norte de la Península.Hubiera deseado comprar una mula;pero aunque llegué a ofrecer treintalibras por una bastante ruin, noquisieron dármela; mientras que elprecio de ambos caballos -magníficosanimales por su talla y su fuerza-apenas llegaba a esa suma.

El estado de las regiones

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circunvecinas no convidaba a viajar porellas. Cabrera estaba a nueve leguas deMadrid con un ejército de cerca denueve mil hombres; había derrotado avarios pequeños destacamentos detropas de la reina y devastado laMancha a sangre y fuego, quemandovarias ciudades. A todas horas llegabanbandadas de fugitivos aterrorizados,que referían nuevos desastres ymiserias; lo único que me sorprendíaera que el enemigo no se presentase y,con la toma de Madrid, que estaba casia merced suya, no pusiese fin a laguerra de una vez. Pero la verdad esque los generales carlistas no deseabanterminar la guerra, porque mientras enel país continuase la efusión de sangre

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y la anarquía, podían ellos saquear yejercer esa desenfrenada autoridad, tangrata a los hombres de brutales eindómitas pasiones. Cabrera, sobretodo, era un malvado cobarde, en cuyolimitado entendimiento no podíaalbergarse una sola idea de medianagrandeza, cuyos hechos gloriosos selimitaban a degollar hombresindefensos y a violar y destriparinfelices mujeres; sin embargo, he vistoque a un individuo tan vil ciertosperiódicos franceses (carlistas,naturalmente) le llaman el joven yheroico general. ¡Infame sea elmiserable asesino! El último cabo deescuadra de Napoleón se hubiera reídode su talento militar, y medio batallón

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de granaderos austriacos hubierabastado para tirarle de cabeza, con todasu patulea guerrera, al Ebro.

Hice, pues, los preparativos de míviaje al Norte. Estaba ya provisto decaballos muy a propósito para soportarlas fatigas del camino y la carga que mepareciese necesario echarles. Pero unacosa, indispensable para quien va aemprender una expedición de esaíndole, me faltaba aún: quiero decir uncriado que me acompañase. Quizá enninguna parte del mundo abundan loscriados tanto como en Madrid; almenos, los individuos dispuestos aofrecer sus servicios a cambio de lasoldada y la comida, aunque de los

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servicios efectivos que sean capaces deprestar se pueda decir muy poco; peromi criado tenía que ser de condiciónpoco común, inteligente, activo, capaz,en casos de apuro, de darme un consejoútil; además, valiente, porque serequería, en verdad, cierto valor paraseguir a un amo resuelto a explorar lamayor parte de España y que intentabaviajar sin protección de arrieros ycarreteros, en cabalgaduras propias.Acaso hubiera estado años enterosbuscando un criado de esa índole sinencontrarlo; pero la suerte me deparóuno cuando cabalmente lo necesitaba,sin tener que molestarme en hacerpesquisas laboriosas. Un día hablaba yode este asunto con el señor Borrego, en

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cuyo establecimiento se había impresoel Nuevo Testamento, y le pregunté si,en su opinión, podría yo encontrar enMadrid un hombre tal como me hacíafalta, añadiendo que para mí era deespecial importancia que el criadosupiese, además del español, algún otroidioma en el que pudiésemos hablarcuando fuese necesario, sin que nosentendieran los curiosos.

- Hace media hora -me respondió-ha estado hablando conmigo unhombre que reúne exactamente todasesas cualidades y, cosa singular, havenido a verme creyendo que yo podríarecomendarle a un amo. Dos veces le hetenido a mí servicio; respondo de que

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es listo y valiente; creo que también esdigno de confianza, al menos para unamo que transija con su genio, porqueha de saber usted que es un individuosingularísimo, muy arbitrario en susinclinaciones y antipatías; gusta desatisfacerlas a toda costa, suya o ajena.Quizá simpatice con usted, y en tal casole será de mucha utilidad, porque entodo sabe poner mano, si quiere, yconoce no dos, sino media docena deidiomas.

- ¿Es español? -pregunté.

- Se lo enviaré a usted mañana -dijoBorrego-, y oyéndolo de su boca, sabráusted mejor quién es y qué es.

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Al siguiente día, en el precisomomento de sentarme ante la sopa, lapatrona me dijo que un hombredeseaba hablarme.

- Que entre -respondí.

Y casi en el acto el desconocidoentró. Iba decentemente vestido a lamoda francesa y su aspecto era másbien juvenil, aunque, según averigüémás adelante, estaba ya muy porencima de los cuarenta. De estaturaalgo más que mediana, llamaba laatención su delgadez, sin la que hubierapodido tenérsele por bien formado.Tenía los brazos largos y huesudos, ytoda su persona daba la impresión deuna gran actividad y de una fuerza no

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pequeña. Eran lacios sus cabellos,negros como el azabache; angosta sufrente; pequeños y grises sus ojos, en losque brillaba una expresión sutil ymaligna, mezclada con otra de burla,que le daba un realce singular. Su narizera correcta; pero la boca, de inmensaanchura, y la mandíbula inferior, muysaliente. No había visto yo en toda mivida una fisonomía tan extraña ydurante un rato estuve mirándole ensilencio.

- ¿Quién es usted? -pregunté porfin.

- Un criado en busca de amo -merespondió en correcto francés, pero conun acento extraño-. Vengo

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recomendado a usted, mi lor, pormonsieur Borrego.

Y O : ¿De qué país es usted? ¿Esusted francés o español?

EL HOMBRE: Dios me libre de serninguna de las dos cosas, mi lor; j'ail'honneur d'être de la nation grecque; minombre es Antonio Buchini, nacido enPera la Belle, cerca de Constantinopla.

YO: ¿Y cómo ha venido usted aEspaña?

BUCHINI: Mi lor, je vais vousraconter mon histoire du commencementjusqu'ici. Mi padre era natural de Syra,en Grecia; siendo muy joven se trasladóa Pera y allí sirvió de portero en casa de

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varios embajadores que le estimabanmucho por su fidelidad. Entre otros,sirvió al embajador de su país de usted,precisamente en la época en queInglaterra y la Puerta se hacían guerra.Monsieur el embajador tuvo que huirpara salvar la vida, dejó al cuidado demí padre casi todo lo que tenía dealgún valor; mi padre lo escondió todocon mucho riesgo suyo, y cuando seajustó la paz, restituyó a Monsieur hastala más insignificante baratija. Mencionoestas circunstancias para demostrarle austed que mi familia tiene principios dehonor y es digna de toda confianza. Mipadre se casó con una muchacha dePera, et moi je suis punique fruit de cemariage. de mí madre nada sé, porque

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murió a poco de nacer yo. Una familiade judíos ricos se compadeció de míorfandad y se ofreció a recogerme; mipadre vino en ello de buen grado, y conaquella familia estuve varios años,hasta que fui un beau garçon; seaficionaron a adoptarme y anombrarme heredero de cuanto tenían,a condición de hacerme judío. Mais lacirconcisión n'était guerè à mont goût,especialmente la de los judíos, porqueyo soy griego y tengo mi orgullo yprincipios de honor. Me separé, pues,de aquella familia, diciendo que sialguna vez consentía en convertirme,sería a la fe de los turcos, porque sonmuy hombres, son orgullosos y tienenprincipios de honor, como yo los tengo.

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Volví con mí padre, que me buscóvarias colocaciones, ninguna de mígusto, hasta que entré en casa deMonsieur Zea.

YO: Supongo que se refiere usted aZea Bermúdez, que se encontraríaentonces en Constantinopla.

BUCHINI: Exactamente, mi lor, y asu servicio estuve mientras permanecióallí. Puso en mí gran confianza, másque nada porque hablo el español congran pureza; lo aprendí con los judíos,que, según he oído decir a MonsieurZea, lo hablan mejor que los actualesespañoles de nacimiento.

No voy a seguir paso a paso la

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historia, un poco larga, del griego; bastedecir que vino de Constantinopla aEspaña con Zea Bermúdez y a suservicio continuó bastantes años, hastaque fue despedido por casarse con unadoncella guipuzcoana, fille de chambre deMadam e Zea. Desde entonces habíaservido a infinidad de amos, a vecescomo ayuda de cámara; otras, las más,de cocinero. Me confesó, sin embargo,que casi nunca había durado más detres días en un mismo empleo, a causade las riñas que con toda seguridadsuscitaba en la casa a poco de seradmitido y para las que no encontrabaotra razón que la de ser griego y tenerprincipios de honor. Entre otraspersonas, había servido al general

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Córdova, que era, según me dijo, muymal pagador y tenía la costumbre demaltratar a sus criados. «Pero en mí seencontró con la horma de su zapato -dijo Antonio-, porque yo andabaprevenido; y un día, cuandodesenvainaba la espada contra mí,saqué una pistola y le apunté a la cara.Se puso más pálido que un muerto ydesde aquel día me trató con toda clasede miramientos. Pero todo era fingido:el suceso se le había enconado en elalma y estaba resuelto a vengarse.Cuando le dieron el mando del Ejército,puso mucho empeño en que me fuesecon él; mais je lui ris au nez, le hice elsigno del cortamanga, pedí mis soldadasy le dejé; no pude hacer cosa mejor,

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porque al criado que llevó consigo lehizo fusilar, acusado deinsubordinación.»

- Temo -dije yo- que tenga usted unnatural turbulento y que todas esasriñas de que me habla nazcan sólo de sumal genio.

- ¿Y qué quiere usted, Monsíeur?Mií je suís Gree, je suis fier, et j'aí desprincipes d'honneur. Deseo que se metrate con cierta consideración, aunqueconfieso que no tengo muy buen genioy a veces me siento tentado de reñirhasta con las ollas y peroles de lacocina. Bien mirado todo, creo que austed le convendría tomarme a suservicio y yo le prometo a usted

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contenerme lo posible. Una cosa meagrada mucho en usted, y es que noestá casado. Preferiría servir por puraamistad a un joven soltero que a uncasado, aunque me diese cincuentaduros al mes. Es seguro que Madame meodiaría y también su doncella, sobretodo su doncella, porque yo estoycasado. Veo que mi lor deseaadmitirme.

- Pero acaba usted de decir que estácasado -repliqué-. ¿Cómo va usted adejar a su mujer? Porque yo estoy envísperas de salir de Madrid pararecorrer las provincias más apartadas ymontañosas de España.

- Mi mujer recibirá la mitad de mí

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sueldo durante mi ausencia, mi lor, y,por tanto, no tendrá razón paraquejarse si la dejo. ¡Qué digo, quejarse!Mi mujer está ya muy bien enseñada yno se quejará. Nunca habla ni se sientaen presencia mía sin pedirme permiso.¿Acaso no soy yo griego? ¿Acaso no sécómo debo gobernar mi propia casa?Admítame, mi l o r ; soy hombre demuchas habilidades, criado discreto,excelente cocinero, buen caballerizo yágil jinete; en una palabra, soyPωμαϊκός. ¿Qué más quiere usted?

Le pregunté sus condiciones, queresultaron exorbitantes, a pesar de suspríncipes d'honneur. Descubrí, noobstante, que estaba dispuesto a

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contentarse con la mitad de lo quepedía. Apenas cerramos el trato, seapoderó de la sopera (la sopa se habíaquedado completamente fría) y,poniéndola en la punta o más bien en lauña del dedo índice, la hizo dar variasvueltas sobre su cabeza sin verter niuna gota, con gran asombro mío; selanzó luego hacia la puerta, desaparecióy, al cabo de un instante, reapareció conla puchera, poniéndola, después de otrosbrinquitos y floreos, encima de la mesa.Hecho esto, dejó caer los brazos y,poniendo una mano sobre otra, seestuvo en posición de descanso,entornados los ojos y con el mismoaplomo que si llevase ya a mí servicioveinte años.

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De ese modo inauguró AntonioBuchini sus funciones. A muchos sitiossalvajes me acompañó, andando eltiempo; en muchas singularesaventuras participó; su conducta fue amenudo sorprendente en sumo grado,pero me sirvió con valor y fidelidad; entodo y por todo, no espero ver ya uncriado como éste.

Kosko bakh, Anton6.

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Capítulo 20

Enfermedad. - Visitanocturna. - Unainteligencia superior. - Elcuchicheo. - Salamanca. -Hospitalidad irlandesa. -Soldados españoles. -Anuncios de lasEscrituras.

El deseo que tengo de comenzar lanarración de mí viaje me induce aabstenerme de contar a los lectores

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buen número de cosas que mesucedieron antes de salir de Madridpara esta expedición. A mediados demayo, teniéndolo ya todo dispuesto,me despedí de mis amigos. Salamancaera el primer punto a que pensabadirigirme.

Pocos días antes de mí partida mesentí bastante mal, a causa del estadodel tiempo, muy desapacible por losvientos ásperos que constantementesoplaban. Me atacó un resfriado muyfuerte, que terminó con una tos pordemás incómoda, rebelde a todos losremedios que sucesivamente empleé.Hechos ya los preparativos paramarcharme en día determinado, llegué

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a temer que el estado de mí salud meobligase a aplazar el viaje algún tiempo.El último día de mí estancia en Madrid,viendo que apenas podía tenerme enpie, me decidí a emplear cualquierrecurso desesperado y, por consejo delbarbero-cirujano que me visitaba, mesangré, ya muy entrada la noche deaquel mismo día; el barbero me sacódieciséis onzas de sangre y, después decobrar sus honorarios, se fue,deseándome feliz viaje; por sureputación me aseguró que al mediodíasiguiente estaría restablecido porcompleto.

Pocos minutos después, y cuandosentado a solas meditaba yo en el viaje

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que iba a emprender y en el caducoestado de mí salud, oí llamar con fuerzaa la puerta de la casa en cuyo tercerpiso me alojaba. Un minuto después,Mr. Southern, de la Embajada británica,entró en el aposento. Cambiadas unasbreves palabras, dijo que me visitabapor encargo de Mr. Villiers paracomunicarme la resolución tomada porel embajador. Temeroso de las gravesdificultades con que tropezaría siintentaba difundir, solo y sin ayuda, elEvangelio de Dios por una parteconsiderable de España, había resueltoMr. Villiers emplear todo su crédito einfluencia en favor de mis planes,pareciéndole que, llevados a buentérmino, no podrían por menos de

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mejorar notablemente el estado políticoy moral de España.

Con tal fin se proponía adquiriruna importante cantidad de ejemplaresdel Nuevo Testamento y remitírselossin tardanza a los diferentes cónsulesbritánicos establecidos en España, conórdenes precisas y terminantes deemplear todos los medios nacidos de susituación oficial en favorecer lacirculación de tales libros y enasegurarles la publicidad. Recibirían,además, el encargo de proporcionarme,en cuanto llegase yo a sus respectivosdistritos, el auxilio, el estímulo y laprotección de que hubiese menester.

Estas noticias me produjeron, como

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puede suponerse, grandísimo contento,pues, aunque de tiempo atrás conocíayo la buena voluntad con que Mr.Villiers estaba dispuesto a ayudarme entoda ocasión, y de ello me había dadocon frecuencia pruebas suficientes,nunca pude esperar que llegase tanadelante en su generosidad ni, dada suimportante posición diplomática, queprocediese con tanta audacia yresolución. Ésa es la vez primera, creoyo, que un embajador británico hahecho de la causa de la Sociedad Bíblicauna causa nacional o la ha favorecidodirecta o indirectamente. El caso de Mr.Villiers es mucho más de notar porquea mí llegada a Madrid no le hallé biendispuesto, ni mucho menos, en favor de

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la Sociedad. Probablemente, el EspírituSanto le iluminó en ese punto. Era deesperar que con su apoyo nuestrainstitución no tardaría en poseernumerosos agentes en España que, conmuchos más medios y mejoresocasiones que yo, esparcirían la semilladel Evangelio y convertirían el árido yreseco yermo en risueño y verde trigal.

Dos palabras acerca del caballeroque me hizo esa visita nocturna.

Es lo más probable que él hayaolvidado hace ya mucho tiempo alhumilde propagandista de la Biblia enEspaña; pero yo conservo todavía elrecuerdo de las bondades que medispensó. Dotado de una inteligencia

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de primer orden, maestro en el saber detoda Europa, profundamente versadoen las lenguas clásicas, hablaba lamayoría de los idiomas modernos connotable facilidad y poseía, además, uncabal conocimiento del corazónhumano; tales cualidades, empleadasen la carrera diplomática, le daban unasuperioridad de que muy pocos, aunentre los mejor dotados, podíanjactarse. Durante su permanencia enEspaña prestó muchos relevantesservicios al Gobierno de su país, y alGobierno, creo yo, no le faltarían ni eldiscernimiento necesario para verlos, nigratitud para premiarlos. Tuvo quecontrarrestar, sin embargo, losenconados ataques de la malquerencia

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estúpida y baja del partido que, pocodespués de esta época, usurpó ladirección de los asuntos públicos enEspaña. Ese partido, cuyos torpesmanejos deshacía constantemente Mr.Southern, le temía y le odiaba como asu genio malo y aprovechaba todas lasocasiones para arrojar sobre él lascalumnias más inverosímiles yabsurdas. Entre otras cosas, le acusabande haber intervenido como agente delGobierno británico en los sucesos de LaGranja, provocando aquella revolucióncon el soborno de los soldados rebeldesy, en especial, del famoso sargentoGarcía. Tal acusación sólo puedeprovocar, naturalmente, una sonrisa encuantos conocen bien el carácter inglés

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y la línea general de conducta seguidapor el Gobierno británico; pero enEspaña era universalmente creída yhasta la publicó impresa ciertoperiódico, órgano oficial del necioduque de Frías, uno de los muchosprimeros ministros del partidom o d e r a d o que rápidamente sesucedieron en el Poder en el últimoperíodo de la lucha entre carlistas ycristinos. Pero ¿cuándo una imputacióncalumniosa se vino jamás al suelo enEspaña por el peso de su propiaabsurdidad? ¡Infortunado país!¡Mientras no te ilumine la pura luz delEvangelio no sabrás que el don más altode todos es la caridad!

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Al día siguiente se verificó lapredicción del barbero: la tos y la fiebrecedieron mucho, si bien por la pérdidade sangre me encontraba algo débil. Alas doce en punto llegaron los caballos ala puerta de mí casa de la calle deSantiago y me dispuse a montar; peromi caballo negro andaluz, entera, comoya dije, no se dejaba acercar; en cuantome veía la intención empezaba a darvueltas muy de prisa.

- C'est un mauvais signe, mon maître-dijo Antonio, quien, vestido con unjubón verde, tocado con un gorro demontera y calzadas las botas y lasespuelas, tenía por la brida al caballocomprado al contrabandista, dispuesto a

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seguirme. -Eso es una mala señal y enmi país aplazarían el viaje hastamañana.

- ¿Hay en su país de usted quiendome los caballos de este modo? -pregunté y, tomando al caballo por lacrin, cumplí del modo más satisfactoriola ceremonia de hablarle quedo al oído.Estúvose quieto el animal y montéexclamando:

El mozo gitano gritó a su caballo

Al tiempo de ponerle el freno en laboca:

« ¡Buen caballo, caballo gitano!

¡Déjame que te monte ahora! »

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Salimos de Madrid por la puerta deSan Vicente y nos encaminamos hacialas elevadas montañas que dividen lasdos Castillas. Aquella noche nosquedamos en Guadarrama, pueblogrande al pie de la sierra, distante deMadrid siete leguas. Al día siguientemadrugamos, subimos al puerto yentramos en Castilla la Vieja.

Cruzadas las montañas, el caminode Salamanca corre casi siempre porllanuras arenosas y áridas, conpequeños y claros pinares esparcidosaquí y allá. Ningún suceso digno demención me ocurrió en el viaje.Vendimos algunos Testamentos anuestro paso por los pueblos,

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especialmente en Peñaranda. Al mediarel tercer día descubrimos desde lo altode una colina un gran cimborrio que,herido con fuerza por los rayos del sol,parecía de oro bruñido. Era la cúpulade la Catedral de Salamanca. Noshalagaba la idea de encontrarnos ya alfin de nuestro viaje, pero nosengañábamos: aún faltaban cuatroleguas hasta la ciudad, cuyas iglesias yconventos, irguiendo sus masasgigantescas, se columbraban desdeinmensa distancia y seducen al viajerocon la impresión de una proximidadcompletamente ilusoria. Hasta muchodespués de cerrar la noche no llegamosa la puerta de la ciudad, cerrada yguardada en previsión de un ataque

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carlista; no sin dificultad nospermitieron entrar y, llevando nuestroscaballos por calles desiertas, silenciosasy oscuras, dimos con un individuo quenos encaminó a una posada, la del Toro,grande, sombría e incómoda, la mejorde la ciudad, según comprobé másadelante.

Salamanca es una ciudadmelancólica; los días de su gloriaescolar se acabaron hace mucho tiempopara no volver; suceso no muy delamentar, pues ¿qué provecho haobtenido jamás el mundo de la filosofíaescolástica? Y sólo a ella debió siempreSalamanca su fama. Sus aulas estánahora casi en silencio; la hierba crece en

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los patios donde en otro tiempo seagolpaban a diario ocho mil estudianteslo menos, cifra a que hoy en día nollega la población total de la ciudad.Pero, con su melancolía y todo, ¡quéinteresante; más aún, qué espléndidolugar es Salamanca! ¡Cuán soberbias susiglesias, qué estupendos sus conventosabandonados y con qué sublime, peroadusta grandeza sus enormes yruinosos muros, que coronan laescarpada orilla del Tormes, miran alameno río y a su venerable puente!

¡Lástima que de los muchos ríos deEspaña casi ninguno sea navegable! ElTormes es bello, pero de poca agua, yen lugar de ser manantial de

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prosperidades y de riqueza para estaparte de Castilla, sólo sirve para moverunos cuantos pequeños molinosinstalados en las presas de piedra quede trecho en trecho atraviesan el cauce.

Mi estancia en Salamanca fue sobretodo placentera por las bondadosasatenciones y la diligente hospitalidadde los moradores del Colegio irlandés,para cuyo rector llevaba yo una carta derecomendación de mí bueno yexcelente amigo Mr. O'Shea, el famosobanquero de Madrid. No olvidaréfácilmente a aquellos irlandeses, sobretodo a su director, el doctor Gartland,genuino vástago del buen troncohibernés, hombre de gran saber, de

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espíritu elevado y cumplido caballero.Aunque sabía de sobra quién yo era,tendió una mano amistosa al errantemisionero hereje, exponiéndose con talconducta a los agrios reparos de loscuras del país, gente de pocos alcances,que me miraban de reojo cada vez quepasaba junto a los corrillos de la Plaza,donde, vestidos con sus largos manteasy tocados con la feísima teja, se reuníanpara murmurar. Pero ¿cuándo se havisto que un irlandés deje de cumplirlos deberes de la hospitalidad portemor a las consecuencias de suconducta? Estoy seguro de que ni elPapa ni los cardenales, con toda suautoridad, bastarían para inducirle acerrar su puerta al mismo Lutero, si tan

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respetable personaje anduviese ahorapor el mundo, necesitado de sustento yasilo.

¡Honor a Irlanda y a sus «cien milbien venidas»! Por mucho tiempo hansido sus campos los más verdes delmundo, sus hijas las más hermosas, sushijos los más elocuentes y valerosos.¡Que sea siempre así!

L a posada donde me alojé era unbuen ejemplar de los antiguosalbergues españoles, igual en casi todoa las del tiempo de Felipe III o IV. Lashabitaciones eran muchas y grandes,pavimentadas de ladrillo o de piedra,con una alcoba, generalmente, en unextremo y en ella una miserable cama

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de borra. Detrás de la casa, el corral, yal fondo de éste, la cuadra, llena decaballos, jacas, mulas, machos y burros,porque huéspedes no faltaban, lamayoría de los cuales, ar r i e r o s ovendedores ambulantes que recorríanel país traficando en lienzo y pañosburdos, dormía en el establo con suscaballerías. En el cuarto frontero al míose alojaba un oficial herido, reciénllegado de San Sebastián en un jacolleno de mataduras; era extremeño y sevolvía a su pueblo para curarse. Leacompañaban tres soldados licenciados,inútiles para el servicio a causa de susmutilaciones y lisiaduras; eran, segúnme contaron, del mismo pueblo que sumerced y por eso les permitía viajar en

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su compañía. Los soldados dormían enlos camastros de las mulas; de díaharaganeaban por la casa, fumandocigarros de papel. Nunca los vi comer,pero hacían frecuentes visitas a unrincón fresco y oscuro donde estabaun a bota y, poniéndosela como a seispulgadas de sus delgados y negruzcoslabios, dejaban que el líquido se lesentrase mansamente por el gargueroabajo. Dijéronme que no tenían paga, y,como carecían en absoluto de dinero, sumerced el oficial les daba a veces unpedazo de pan, pero también él erapobre y sólo poseía un puñado deduros. « ¡Magníficos huéspedes parauna posada!», pensé yo; sin embargo,España, lo digo en su honor, es uno de

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los pocos países de Europa dondenunca se insulta a la pobreza ni se lamira con desprecio. A ninguna puertallamará un pobre donde se le despidacon un sofión, aunque sea la puerta deuna posada; si no le dan albergue,despídenle al menos con suavespalabras, encomendándole a lamisericordia de Dios y de su Madre. Asíes como debe ser. Yo me río delfanatismo y de los prejuicios de España,aborrezco la crueldad y ferocidad quehan arrojado sobre su historia unamancha de infamia indeleble; pero hede decir en pro de los españoles queningún pueblo del mundo muestra enel trato social un aprecio más justo de laconsideración debida a la dignidad de

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la naturaleza humana, ni comprendemejor el proceder que a un hombre leimporta adoptar respecto de sussemejantes. Ya he dicho que éste es unode los pocos países de Europa donde nose mira con desprecio la pobreza; añadoahora que es también uno de los pocosdonde la riqueza no es ciegamenteidolatrada. En España, los mismosmendigos no se sienten seresdegradados, porque no besan ningúnpie e ignoran lo que es verseabofeteados o escupidos; en España, elduque y el marqués con dificultadpueden alimentar una opiniónexcesivamente presuntuosa de supropia importancia, porque noencuentran a nadie, quizá con la

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excepción de su criado francés, que losadule o los halague.

Durante mi estancia en Salamancatomé algunas disposiciones para que lapalabra de Dios pudiese ser conocida detodos en la famosa ciudad. El principallibrero de la localidad, Blanco, hombrerico y respetable, consintió en ser mirepresentante y, en consecuencia,deposité en su tienda cierto número deejemplares del Nuevo Testamento.Blanco era propietario de una pequeñaimprenta, donde se tiraba el BoletínOficial de la ciudad. Redacté para elBoletín un anuncio de la obra diciendo,entre otras cosas, que el NuevoTestamento es la única guía para la

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salvación, hablaba también de laSociedad Bíblica y de los grandessacrificios pecuniarios que estabahaciendo con la mira de proclamar aCristo crucificado y de dar a conocer sudoctrina. Quizá encuentren algunos esepaso demasiado atrevido; pero yo nosabía cuál otro podía tomar que llamasemás la atención de la gente, extremo degran importancia. Mandé tambiénimprimir cierto número de esosanuncios en forma y tamaño de cartelesy los mandé pegar en diferentes sitiosde la ciudad. Muchas esperanzas teníayo de vender por ese medio unacantidad considerable de ejemplaresdel Nuevo Testamento; me proponíarepetir el experimento en Valladolid,

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León, Santiago y demás ciudadesimportantes que visitase, repartiendoasimismo los anuncios por los caminos.De esa manera, los hijos de Españallegarían a saber que el NuevoTestamento existe, hecho que apenasconocía entonces el cinco por ciento delos españoles, a pesar de la catolicidad ycristiandad de que con harta frecuenciase jactan.

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Capítulo 21

Salida de Salamanca. -Recibimiento en Pitiega. -El dilema. - Inspiraciónsúbita. - El buen cura. -Combate de doscuadrúpedos. - Irlandesescristianos. - Las llanurasde España. - Loscatalanes. - La poza fatal.- Valladolid. -

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Propaganda de lasEscrituras. - Las misionespara Filipinas. - ElColegio inglés. - Unaconversación. - Lacarcelera.

El sábado 10 de junio salí deSalamanca para Valladolid. Como elpueblo donde pensábamos quedarnossólo distaba cinco leguas, no salimoshasta después del mediodía. Había enel cielo una neblina que oscurecía el soly casi lo ocultaba a nuestra vista. Miamigo Mr. Patrick Cantwell, delColegio irlandés, fue tan amable que

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me acompañó parte del camino.Montaba una mula de alquiler,extremadamente ruin en apariencia,incapaz, a juicio mío, de seguir el pasode nuestros fogosos caballos; parecíahermana gemela de la mula de GilPérez, en la que su sobrino hizo elfamoso viaje de Oviedo a Peñaflor. Peroestaba yo muy equivocado. Elanimalito, en cuanto montó mi amigo,salió andando con aquel rápido pasotantas veces admirado por mí en lasmulas españolas y que no puede igualarcaballo alguno. Los nuestros, a pesar desu magnífica estampa, se quedaronatrás muy pronto y a cada momentoteníamos que ponerlos al trote paraseguir al singular cuadrúpedo, que muy

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a menudo engallaba la cabeza, encogíalos labios y nos enseñaba sus amarillosdientes, como si se riera de nosotros, yacaso se reía. Aconteció que ningunoconocíamos bien el camino; en realidad,no veíamos cosa alguna que pudieracon justicia llamarse así. La ruta deSalamanca a Valladolid, a veces carril, aveces senda, es muy difícil dedistinguir; no tardamos en perdemos yanduvimos mucho más de lo que enrigor era necesario. Sin embargo, comonos cruzábamos frecuentemente conhombres y mujeres que pasabanmontados en jumentos, nuestro orgullono nos impidió tomar los necesariosinformes y a fuerza de preguntasllegamos al cabo a Pitiega, pueblecito a

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cuatro leguas de Salamanca, formadopor chozas de tierra, en las que vivenunas cincuenta familias, enclavado enuna llanura polvorienta, cubierta deopulentos trigales. Preguntamos por lacasa del cura, un anciano a quien habíavisto yo el día antes en el Colegioirlandés y que al enterarse de mípróximo viaje a Valladolid, me arrancóla promesa de no pasar por su pueblosin visitarle y sin aceptar suhospitalidad. Una mujer nos encaminóa cierta casita aislada, de aspecto unpoco mejor que las contiguas; tenía unpequeño pórtico, cubierto, si norecuerdo mal, por una parra. Llamamosfuerte y repetidas veces a la puerta, sinobtener contestación; callaba la voz del

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hombre y ni siquiera ladraba un perro.Lo que ocurría era que el anciano curaestaba durmiendo la siesta y lo mismotoda su familia, compuesta de unasirvienta vieja y de un gato. Movíamostanto ruido y dábamos tantas voces,impacientados por el hambre, que elbueno del cura acabó por despertarse y,saltando de la cama, corrió presuroso ala puerta, lleno de confusión, y alvernos se deshizo en excusas por estardurmiendo en el punto y hora en que,según dijo, debía hallarse en la azoteaacechando la llegada de su huésped.Me abrazó cariñosamente y me condujoa su despacho, aposento de regularesdimensiones, guarnecido de estantesllenos de libros. En uno de los extremos

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había una especie de mesa o escritorio,tendido de cuero negro, y un anchosillón, donde el cura me obligó asentarme cuando me disponía, conardor de bibliómano, a inspeccionar losestantes; con extraordinariavehemencia me dijo que allí no habíanada digno de la atención de un inglés,porque toda su librería estabacompuesta de libros de rezo y de áridostratados de teología católica.

Se ocupó luego de ofrecemos unrefrigerio. En un abrir y cerrar de ojos,con la ayuda del ama, puso sobre lamesa varios platos con bollos yconfituras y unas botellas de vidriogrueso que se me antojaron muy

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parecidas a las de Schiedam yresultaron, en efecto, suyas. «Aquítienen -dijo el cura, restregándose lasmanos-. Doy gracias a Dios por poderofrecerles algo de su gusto. Estasbotellas son de aguardiente de Holandaañejo -y manifestando dos anchosvasos, continuó-: Llénenlos, amigosmíos, y beban; beban y apúrenlo si lesplace, porque para mí eso está de sobra:rara vez bebo nada más que agua. Séque a ustedes los isleños les gusta bebery que no pueden pasar sin ello; portanto, si les sirve de provecho, lo quesiento es no tener más.»

Al observar que nos contentábamosmeramente con gustar el aguardiente

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nos miró asombrado y nos preguntópor qué no bebíamos. Le dijimos quemuy rara vez bebíamos alcoholes, y yoañadí que, por mi parte, apenasprobaba ni aun el vino, contentándome,como él, con beber agua. Algoincrédulo se mostró; pero nos dijo queprocediéramos con plena libertad ypidiéramos lo que fuese de nuestrogusto. Le contestamos que aún nohabíamos comido y que nos alegraríapoder ingerir algo sustantífico. «Metemo que no haya en casa nada que lesvenga bien; con todo, vamos a verlo.»

En diciendo esto, nos condujo a unacorraliza, a espaldas de la casa, quehubiera podido llamarse huerto o

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jardín de haberse criado en ella árboleso flores; pero sólo producía abundantehierba. En un extremo había unpalomar bastante grande y nosmetimos en él, «porque -dijo el cura- siencontrásemos unos buenos pichones,ya tenían ustedes excelente comida».Empero nos llevamos chasco: despuésde registrar los nidos, sólo encontramospichones de muy pocos días, que no sepodían comer. El buen hombre seentristeció mucho y empezó a temer,según dijo, que tuviésemos quemarcharnos sin probar bocado.Dejamos el palomar y nos llevó a unsitio donde había varias colmenas, entorno de las que volaba un enjambre deafanosas abejas, llenando el aire con su

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zumbido. «Lo que más quiero, despuésde mis prójimos, son las abejas -dijo elcura-. Uno de mis placeres es sentarmeaquí a observarlas y a escuchar sumúsica.»

Pasamos después por variashabitaciones desamuebladas contiguasal corral, en una de las cuales colgabanvarias lonjas de tocino; deteniéndosedebajo de ellas, el cura alzó los ojos y sepuso a mirarlas atentamente. Dijímosleque si no podía ofrecemos cosa mejor,tomaríamos muy gustosos unostorreznos, sobre todo si se les añadíanunos huevos. «Para decir la verdad -respondió-, no tengo otra cosa, y si osarregláis con esto, me alegraré mucho;

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huevos no faltarán y podéis comercuantos queráis, fresquísimos, porquelas gallinas ponen todos los días.»

Una vez preparado todo a nuestrogusto, nos sentamos a comer eltorrezno y los huevos; pero no en elaposento donde primeramente nosrecibió, sino en otro más chico, en ellado opuesto del zaguán. El buen curano comió con nosotros por haberlohecho ya mucho antes; pero se sentó enla cabecera de la mesa y animó lacomida con su charla. «Ahí mismodonde están ustedes ahora -dijo- sesentaron antaño Wellington yCrawford, después de derrotar en losArapiles a los franceses, rescatándonos

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de la servidumbre de aquella perversanación. Nunca he venerado mi casatanto como desde que la honraron consu presencia aquellos héroes, uno de loscuales era un semidiós.» Rompió luegoen un elocuentísimo panegírico de elGran Lord, como le llamaba, y conmucho gusto lo transcribiría si mipluma fuese capaz de traducir al ingléslos robustos y sonoros períodos de supoderoso castellano. Hasta entonces mehabía parecido el cura un viejoignorante y sencillo, casi un simple, tanincapaz de sentir fuertes emocionescomo una tortuga dentro de su concha.Pero una súbita inspiración le iluminó,vibró en sus ojos una ardientellamarada y todos los músculos de su

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rostro temblaron. El bonete de sedaque, conforme al uso del clero católico,llevaba puesto, movíasele arriba y abajoa compás de su agitación. Prontoadvertí que estaba ante uno de tantoshombres notables como surgen confrecuencia en el seno de la Iglesiaromana, que a una simplicidad infantilreúnen una energía inmensa y unentendimiento poderoso y sonigualmente aptos para guiar unreducido rebaño de ignorantescampesinos en una oscura aldea deItalia o de España, o para convertirmillones de paganos en las costas delJapón, de China o del Paraguay.

El cura era un hombre delgado y

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seco, como de sesenta y cinco años, yvestía un manteo negro de tela burda;lo restante de su pergenio no era demejor calidad. La modestia de su atavíono era, ni con mucho, resultado de lapobreza. El curato era de muy buenosrendimientos y ponía anualmente adisposición del titular ochocientosduros por lo menos, de los que invertíala octava parte en sufragarsobradamente los gastos de su casa yfamilia; lo demás lo empleaba porcompleto en obras de pura caridad.Daba de comer al caminantehambriento, que luego seguía su viajemuy alegre con provisiones en lasalforjas y una pese ta en el bolsillo;cuando sus feligreses necesitaban

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dinero, no tenían más que acudir a sudespacho y de seguro encontrabaninmediato remedio. Era,verdaderamente, el banquero delpueblo y ni esperaba ni deseaba que ledevolvieran sus préstamos. Aunquenecesitaba hacer viajes frecuentes aSalamanca, no tenía mula y se valía deun jumento que le dejaba el molinerodel pueblo. «Hace años tenía yo unamula, pero se la llevó sin mi permiso unviajero a quien albergué una noche;porque ha de saberse que en esa alcobatengo dos camas muy limpias adisposición de los caminantes y mealegraría mucho que usted y su amigolas ocuparan y se quedasen conmigohasta mañana.»

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Pero ansiaba yo continuar el viaje ya mí amigo no le apetecía menosvolverse a Salamanca. Al despedirmedel hospitalario cura le regalé unejemplar del Nuevo Testamento.Recibiólo sin proferir palabra y locolocó en un estante de su despacho;observé que le hacía señas al estudianteirlandés, moviendo la cabeza como siquisiera decir: «Su amigo de usted nopierde ocasión de propagar su libro»,porque sabía muy bien quién era yo.No olvidaré tan pronto al presbítero,bueno de veras, Antonio García deAguilar, cura de Pitiega.

Llegamos a Pedroso poco antes deanochecer. Pedroso es una aldehuela

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como de treinta casas, cortadas por unarroyuelo o r egat a . En sus orillas,mujeres y mozas lavaban ropa ycantaban; la iglesia, aislada y solitaria,se alzaba en último término.Preguntamos por la p o s a d a y nosmostraron una casucha que en nada sedistinguía de las demás por su aspectogeneral. En vano llamamos a la puerta:en Castilla no es costumbre que losposaderos salgan a recibir a sushuéspedes. Concluimos por apearnos yentrar en la casa; preguntamos a unamujer de semblante adusto dóndepodíamos poner los caballos. Nos dijoque no era posible llevarlos a la cuadrade la casa, porque habían metido enella unos malos machos, pertenecientes a

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dos viajeros, que se pondríanseguramente a reñir con nuestroscaballos y habría una función capaz dehundir la casa. Nos señaló un anejo a laposada, al otro lado de la calle, diciendoque allí podríamos encerrar nuestrasbestias. Reconocimos el lugar,encontrándolo lleno de basura,habitado por los cerdos y sin cerraduraen la puerta. Me acordé de la mula delcura y me entraron pocas ganas de dejarlos caballos en tal lugar, a merced decualquier ladrón de aquellos contornos.Volví, pues, a la posada y dijeresueltamente que había decididollevarlos a la cuadra. Dos hombres,sentados en el suelo, cenaban unainmensa fuente de liebre estofada; eran

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los vendedores ambulantes, dueños delos machos. Al dirigirme a la cuadra,uno de los dos hombres murmuró: «Sí,sí; anda y ya verás lo que pasa». Apenasentré en el establo sonó un hórrido ydiscordante grito, mezcla de rebuzno yquejido, y el más grande de los dosmachos, soltándose del pesebre a queestaba atado, con los ojos como brasas yresoplando con la furia de un vendaval,se arrojó sobre mi caballo; pero éste, tancerril como el macho, alzó las patas y, ala manera de un pugilista inglés, lepagó con tal caricia en la frente que casile tira al suelo. Se trabó después uncombate y pensé que iba a realizarse lapredicción de la adusta mujerhaciéndose pedazos la casa. Puse fin a

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la batalla colgándome del ronzal delmacho, con riesgo de mis extremidades,mientras Antonio, a costa de muchotrabajo, apartaba el caballo. Entonces eldueño del macho, que se había quedadoen la puerta, se adelantó diciendo: «Sihubiera usted seguido el consejo que ledieron, no habría pasado esto». Díjeleque era un disparate dejar los caballosen un sitio donde probablemente losrobarían antes del amanecer y que yono estaba dispuesto a correr ese albur;el hombre me respondió: «Es verdad, esverdad: quizá ha hecho usted bien».Luego ató de nuevo el macho al pesebrey reforzó la atadura con un pedazo detralla, asegurando que ya no era posibleque el animal se soltase.

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Después de cenar vagué por elpueblo. Intenté hablar con dos o treslabradores, en pie a la puerta de suscasas; pero todos se mostraron pordemás reservados y, con un ásperobuenas noches, daban media vuelta y semetían dentro, sin invitarme a entrar.Me encaminé, por último, al pórtico dela iglesia y allí permanecí un ratopensativo, hasta que juzguéconveniente retirarme a descansar, y asílo hice, no sin fijar antes en el atrio dela iglesia un cartel anunciando que elNuevo Testamento se vendía enSalamanca. De vuelta en la posada,encontré a los dos vendedoresambulantes profundamente dormidosen las mantas de sus machos, tendidas

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por el suelo. Un hombre a quien yo nohabía visto hasta entonces, y que era, alparecer, el amo de la casa, me dijo: «Mefiguro, caballero, que usted ha de ser uncomerciante francés, de paso para laferia de Medina». «No soy francés nicomerciante -respondí-. Aunque pasarépor Medina, no voy a la feria.»«Entonces será usted uno de losirlandeses cristianos de Salamanca,caballero -replicó el hombre-. He oídodecir que viene usted de allí.» « ¿Porqué los llama usted irlandesescristianos? ¿Es que hay paganos en supaís?» «Los llamamos cristianos -dijo elposadero- para distinguirlos de losirlandeses ingleses, que son peor quepaganos, porque son judíos y herejes.»

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Sin responder me entré en mi cuarto, ydesde él oí, por estar la puertaentornada, el siguiente breve diálogoentre el posadero y su mujer.

EL POSADERO: Mujer, me pareceque tenemos mala gente en casa.

SU MUJER: ¿Te refieres a losúltimos que han llegado, a ese caballeroy a su criado? Sí; no he visto en mi vidagente peor encarada.

EL POSADERO: No me gusta elcriado y menos todavía el amo. Es unhombre sin formalidad ni educación;me dice que no es francés, le hablo delos irlandeses cristianos y parece quetampoco es de su casta. Tengo más que

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barruntos de que es hereje o, por lomenos, judío.

SU MUJER: Acaso sea las dos cosas.¡María Santísima! ¿Qué haremos parapurificar la casa cuando se vayan?

EL POSADERO: ¡Oh! Lo que es esoirá a la cuenta, como es natural.

Dormí profundamente y melevanté algo entrada la mañana;después de desayunarme pagué lacuenta, y bien conocí, por suexorbitancia, que no habían dejado deponer en ella los gastos de purificación.Los vendedores ambulantes se habíanmarchado al rayar el día. Sacamosluego los caballos y montamos; en la

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puerta de la posada había un grupo degente que no nos quitaba ojo.

- ¿Qué significa esto? -le pregunté aAntonio.

- Se susurra que no somoscristianos -respondió- y han venidopara persignarse al vemos partir.

En el momento de romper lamarcha, en efecto, lo menos docemanos se pusieron a hacer la señal de lacruz, que ahuyenta al Malo. Antonio sevolvió al instante y se santiguó al modogriego, mucho más complejo y difícilque el católico.

- ¡Mirad qué santiguo, qué santiguo delos demonios! -exclamaron varias voces,

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mientras avivábamos el paso por temora las consecuencias.

El día fue por demás caluroso y conmucha lentitud proseguimos la marchaa través de las llanuras de Castilla laVieja. En todo lo perteneciente aEspaña, la inmensidad y la sublimidadse asocian. Grandes son sus montañas yno menos grandes sus planicies,ilimitadas, al parecer; pero no como lasuniformes e ininterrumpidas llanadasde las estepas rusas. El terreno presentade continuo escabrosidades ydesniveles; aquí, un barranco profundoo rambla, excavado por los torrentesinvernales; más allá, una eminencia,muchas veces fragosa e inculta, en cuya

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cima aparece un pueblecito aislado ysolitario. ¡Cuánta melancolía pordoquier; qué escasas las notas vivas,joviales! Aquí y allá se encuentra aveces algún labriego solitariotrabajando la tierra; tierra sin límites,donde los olmos, las encinas y losfresnos son desconocidos; tierra sinverdor, sobre la que sólo el triste ydesolado pino destaca su formapiramidal. ¿Y quién viaja por estascomarcas? Principalmente los arrieros ysus largas recuas de mulas, adornadascon campanillas de monótono tintineo.Vedlos, con sus rostros atezados, sustrajes pardos, sus sombrerotes gachos;ved a los arrieros, verdaderos señores delas rutas de España, más respetados en

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estos caminos polvorientos que losduques y los co nd e s ; vedlos: malencarados, orgullosos, rara vezsociables, cuyas roncas voces se oyen enocasiones desde una milla de distancia,ya excitando a los perezosos animales,ya entreteniendo la tristeza del caminocon rudos y discordantes cantares.

Muy entrada la tarde llegamos aMedina del Campo, una de lasprincipales ciudades de España en otrotiempo y al presente lugar sinimportancia. Inmensas ruinas la rodeanpor todas partes, atestiguando lapasada grandeza de la «ciudad de lallanura». La plaza principal o delmercado es notable; rodéanla sólidos

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porches sobre los que se alzannegruzcos edificios muy antiguos.Medina estaba llena de gente, porque laferia se celebraba de allí a un par dedías. Algún trabajo nos costó conseguirque nos admitieran en la posada,ocupada principalmente por catalanesllegados de Valladolid. Esa gente nosólo llevaba consigo sus mercancías,sino sus mujeres e hijos. Algunos teníanmalísima catadura, sobre todo uno,gordo y de aspecto salvaje, como decuarenta años de edad, que se portó deatroz manera: sentado con su mujer,quizá su concubina, a la puerta de unaposento que daba al patio, no cesabade expeler horribles y obscenosjuramentos en español y en catalán. La

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mujer era de notable hermosura; peromuy recia y al parecer no menos salvajeque el hombre; su modo de hablar eraigualmente horrendo. Ambos parecíandominados por incomprensible furor.Al cabo, ante cierta observación hechapor la mujer, el hombre se levantó y,sacando de la faja un gran cuchillo, letiró un golpe a su compañera en elpecho desnudo; la mujer, empero,interpuso la palma de la mano y recibióen ella el navajazo. Estúvose unmomento el agresor mirando gotear lasangre en el suelo, mientras la mujerlevantaba en alto la mano herida;luego, arrojando un estruendosojuramento, salió corriendo del patio a laplaza. Me acerqué entonces a la mujer y

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le dije: « ¿Por qué ha sido todo eso?Espero que ese tunante no le habráherido de gravedad». Volvió hacia mí elsemblante con expresión infernal y,mirándome despreciativamente,exclamó: ««Carals, ¿qué es eso? ¿Nopuede un caballero catalán hablar desus asuntos particulares con su señorasin que usted los interrumpa?». Sevendó luego la mano con un pañuelo y,entrándose en el cuarto, sacó unamesita, puso en ella diferentes cosaspara disponer la cena y se sentó en untaburete. En seguida volvió el catalán y,sin decir palabra, se sentó en el umbral,como si nada hubiera ocurrido; lasingular pareja comenzó a comer y abeber, sazonando los manjares con

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juramentos y burlas.

Pasamos la noche en Medina y a lamañana siguiente, muy temprano,reanudamos el viaje, pasando por unacomarca muy parecida a la querecorrimos el día antes; a cosa delmediodía llegamos a una pequeñaventa, a media legua del Duero, y enella descansamos durante las horas demás calor; montamos despuésnuevamente y, cruzando el río por unhermoso puente de piedra, nosencaminamos a Valladolid. Lasmárgenes del Duero son muy bellas poraquel sitio y pobladas de árboles yarbustos en los que trinabanmelodiosamente a nuestro paso

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algunos pajarillos. Delicioso frescorsubía del agua que, a veces, seembravecía entre las piedras o fluíaveloz sobre la blanca arena o seestancaba con mansedumbre en laspozas azules, de considerable hondura.Muy cerca de estas hoyas estabasentada una mujer, como de treintaaños, vestida a lo labrador, conpulcritud; miraba fijamente el agua,arrojando a ella, de vez en cuando,flores y ramitas. Me detuve unmomento y la hablé; pero sin mirarmeni contestar, siguió contemplando elagua como si hubiera perdido laconciencia de cuanto le rodeaba. «¿Quién es esa mujer?», pregunté a unpastor que encontré momentos más

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tarde. «Es una loca, la pobrecita -respondió-. Hace un mes se le ahogó unhijo en esa poza y desde entonces haperdido el juicio. La van a llevar aValladolid, a la Casa de los Locos. Todoslos años se ahoga bastante gente en losremolinos del Duero; éste es un río muym a l o . Vaya usted con la Virgen,caballero.» Después entramos en losmezquinos y ralos pinares que bordeanel camino de Valladolid por aquelladirección.

Valladolid está situado en medio deun inmenso valle, o más bienhondonada, abierta, al parecer, por unafortísima convulsión de la planiciecastellana. Las alturas de las

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inmediaciones no son, propiamente,una elevación del suelo, sino más bienlos bordes de la hondonada. Son muyescabrosas y pendientes y de aspectopor demás insólito. Parece que enépocas remotas toda esta comarcaestuvo trabajada por fuerzas volcánicas.Hay en Valladolid numerososconventos, ahora abandonados,magnífica muestra, algunos de ellos, dela arquitectura española. La iglesiaprincipal, bastante antigua, está sinacabar; propusiéronse los fundadoreslevantar un edificio muy vasto, pero susmedios no bastaron para realizar elplan. Es de granito sin labrar.Valladolid es ciudad fabril; pero, encambio, su comercio está

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principalmente en manos de loscatalanes, establecidos aquí en númeropróximo a trescientos. Posee unahermosa alameda, por la que corre elEsgueva. La población dícese que llegaa sesenta mil habitantes.

Paramos en la Posada de lasDiligencias, edificio magnífico; pero alos dos días de llegar nos fuimos de ellamuy gustosos, porque el alojamientoera malísimo y la gente de la casa pordemás grosera. El dueño, hombre detalla gigantesca, de enormes bigotes yde marcialidad afectada, debía decreerse un caballero demasiadoprincipal para fijar la atención en sushuéspedes, de los que, a la verdad, no

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andaba muy recargado, porque sóloestábamos Antonio y yo. Era personaimportante entre los guardiasnacionales de Valladolid y se recreabapavoneándose por la ciudad en uncorcel pesadote que encerraba en unacuadra subterránea.

Trasladamos nuestros reales alCaballo de Troya, posada antigua, acargo de un vascongado que, al menos,no se creía superior a su oficio. Lascosas andaban muy revueltas enValladolid por creerse inminente unavisita de los facciosos. Barreadas todaslas puertas, construyeron, además, unosreductos para cubrir los aproches de laciudad. Poco después de marcharnos

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nosotros, llegaron, en efecto, loscarlistas al mando del cabecilla vizcaínoZariategui. No encontraron resistencia;los nacionales más decididos seretiraron al reducto principal y enseguida lo entregaron, sin que en todaesa función se disparase un tiro. Miamigo, el héroe de la posada, en cuantooyó que se aproximaba el enemigo,montó a caballo y escapó, y no havuelto a saberse de él. a mí regreso aValladolid, hallé la posada en otrasmanos mucho mejores: regíala unfrancés de Bayona, quien me prodigótantas amabilidades como groseríassufrí de su predecesor.

A los pocos días conocí al librero de

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la localidad, hombre sencillo, decorazón bondadoso, que de buen gradose encargó de vender los Testamentos.Todo género de literatura hallábase enValladolid en profundísima decadencia.Mi nuevo amigo sólo podía dedicarse avender libros en combinación con otrosnegocios, porque, según me aseguró, lalibrería no le daba para vivir. Sinembargo, durante la semana quepermanecí en la ciudad se vendió unnúmero considerable de ejemplares, yabrigaba yo buenas esperanzas de queaún pedirían muchos más. Para llamarla atención sobre mis libros recurrí alsistema empleado en Salamanca y fijécarteles en las paredes. Antes demarcharme dispuse que todas las

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semanas los renovasen; con eso pensabayo lograr multiplicados y saludablesfrutos, porque el pueblo tendríasiempre ocasión de saber que existía, alalcance de sus medios, un libro quecontiene la palabra de vida, y acaso sesintiera inducido a comprarlo y aconsultarlo, incluso acerca de susalvación... Hay en Valladolid uncolegio inglés y otro escocés. Misamables amigos los irlandeses deSalamanca me habían dado una cartade presentación para el rector delúltimo. Estaba el colegio instalado enun lóbrego edificio, en calle apartada.El rector vestía como los eclesiásticosespañoles, carácter que, a todas luces,pretendía apropiarse. Había en sus

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modales cierta fría sequedad, sin pizcadel generoso celo ni de la ardientehospitalidad que de tal modo mecautivaron en el cortesísimo rector delos irlandeses de Salamanca; sinembargo, me trató con muchaurbanidad y se ofreció a enseñarme lascuriosidades locales. Sabía, sin dudaalguna, quién era yo, y acaso por estarazón se mostró más reservado de loque en otro caso hubiese sido; nohablamos palabra de asuntos religiosos,como si de consuno quisiésemoseludirlos. Bajo sus auspicios visité elcolegio de las Misiones Filipinas,situado en las afueras; me presentaronal rector, septuagenario de hermosapresencia, muy vigoroso, en hábito de

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fraile. Expresaba su semblante unabenignidad plácida que me interesósobremanera; hablaba poco y consencillez; parecía haber dicho adiós atodas las pasiones terrenales. Sinembargo, aún se aferraba a ciertapequeña debilidad.

Yo: Vive usted en una casahermosa, padre. Lo menos caben aquídoscientos estudiantes.

El rector: Más aún, hijo mío; se hizopara albergar más centenares quesimples individuos vivimos en ellaahora.

Yo: Veo aquí algunos trabajos dedefensa improvisados; los muros están

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llenos de aspilleras por todas partes.

El rector: Hace unos días vinieronlos nacionales de Valladolid y causaronbastante daño sin utilidad alguna;estuvieron un poco groseros y meamenazaron con los clubs. ¡Pobreshombres, pobres hombres!

Yo: Supongo que también lasmisiones, a pesar de sus elevados fines,se resentirán de los trastornos actualesde España.

El rector: Demasiado cierto es eso;ahora el Gobierno no nos favorecenada; sólo contamos con nuestraspropias fuerzas y con la ayuda de Dios.

Yo: ¿Cuántos misioneros novicios

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hay en el colegio?

El rector: Ninguno, hijo mío;ninguno. El rebaño se ha dispersado; elpastor se ha quedado solo.

Yo: Vuestra reverencia habrá, sinduda alguna, tomado parte activa en lasmisiones.

El rector: Cuarenta años he estadoen Filipinas, hijo mío; cuarenta añosentre los indios. ¡Ay de mí! ¡Cuántoquiero yo a los indios de Filipinas!

Yo: ¿Habla vuestra reverencia lalengua de los indios?

El rector: No, hijo mío. A los indiosles enseñábamos el castellano; a mí

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parecer, no hay idioma mejor. Lesenseñábamos el castellano y laadoración de la Virgen. ¿Qué másnecesitaban saber?

Yo: ¿Y qué piensa vuestrareverencia de las Filipinas como país?

El rector: Cuarenta años he estadoallá; pero lo conozco poco; el país nome interesaba gran cosa; mis amoreseran los indios. No es mala tierraaquella; pero no tiene comparación conCastilla.

Yo: ¿Vuestra reverencia escastellano?

El rector: Soy castellano viejo, hijomío.

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Desde la Casa de las MisionesFilipinas, me condujo mi amigo alColegio inglés, establecimiento muysuperior en todos los órdenes al Colegioescocés. En este último había muypocos alumnos, creo que seis o sieteapenas, mientras que en el seminarioinglés se educaban unos treinta ocuarenta, según me dijeron. La casa eshermosa, con una iglesia pequeña, perosuntuosa, y muy buena biblioteca: suemplazamiento es alegre y ventilado;completamente aislada en un barrio depoco tránsito, un elevado muro,genuina muestra del exclusivismoinglés, la rodea por todas partes yencierra, además, un deleitoso jardín.Este colegio es, con gran ventaja, el

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mejor de los de su clase en toda laPenínsula, y creo que el másfloreciente. En el rápido vistazo dado asu interior no podía enterarme a fondode su régimen; pero no dejó deimpresionarme el orden, la limpieza, elmétodo reinantes por doquiera. Sinembargo, no me atrevería yo a afirmarque el aire de severa disciplinamonástica que allí se advertíarespondiese con exactitud a la realidad.En la visita nos acompañó elvicerrector, por estar ausente el rector.De todas las curiosidades del colegio lamás notable es la galería de pinturas,donde se guardan los retratos de grannúmero de antiguos alumnos de la casamartirizados en Inglaterra, en el

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ejercicio de su vocación, durante losagitados tiempos de Eduardo VI y de laferoz Isabel. En esa casa se educaronmuchos de aquellos sacerdotes medioextranjeros, pálidos, sonrientes, que ahurtadillas recorrían en todasdirecciones la verde Inglaterra; ocultosen misteriosos albergues, en el seno delos bosques, soplaban sobre elmoribundo rescoldo del papismo, sinotra esperanza y acaso sin otro deseoque el de perecer descuartizados por lassangrientas manos del verdugo, entre elgriterío de una plebe tan fanática comoellos; sacerdotes como Bedingfield yGarnet, y tantos otros cuyo nombre seha incorporado a las gestas de su país.Muchas historias, maravillosas

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precisamente por ser ciertas, podrían,sin duda, extraerse de los archivos delseminario papista inglés de Valladolid.

No escaseaban los huéspedes en elCaballo de Troya, donde nosalojábamos. Entre los llegados durantemi estancia allí, figuraba una mujermuy fornida y jovial, en extremo bienvestida, con traje de seda negra ym a n t i l l a de mucho precio.Acompañábala un mozalbete de quinceaños, muy guapo, pero de expresiónmaligna y arisca, hijo suyo. Venían deToro, lugar distante una jornada deValladolid, famoso por su vino. Unanoche, estando al fresco en el patio de laposada, tuvimos el siguiente coloquio:

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La mujer: ¡Vaya, vaya, qué pueblotan aburrido es Valladolid! ¡Quédiferencia de Toro!

Yo: Yo le hubiera creído, por lomenos, tan divertido como Toro, queno es ni la tercera parte de grande.

La mujer: ¿Tan divertido comoToro? ¡Vaya, vaya! ¿Ha estado ustedalguna vez en la cárcel de Toro, señorcaballero?

Yo: Nunca he tenido ese honor;generalmente, la cárcel es el últimositio que se me ocurre visitar.

La mujer: Vea usted lo que es ladiferencia de gustos: yo he ido a ver lacárcel de Valladolid, y me parece tan

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aburrida como la ciudad.

Yo: Es claro; si en alguna parte haytristeza y fastidio, ha de ser en la cárcel.

La mujer: Pero no en la de Toro.

Yo: ¿Qué tiene la cárcel de Toropara distinguirse de las demás?

La mujer: ¿Qué tiene? ¡Vaya! ¿Puesno soy yo la carcelera? ¿Y no es mimarido el alcaide? Y mi hijo, ¿no es hijode la cárcel?

Yo: Dispense usted: no conocía esascircunstancias. La diferencia, en efecto,es grande.

La mujer: Ya lo creo. Yo tambiénsoy hija de la cárcel; mi padre era

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alcaide y mi hijo podría aspirar a serlo,si no fuese tonto.

Yo: ¿Tonto? Pues en la cara lodisimula bastante. No sería yo quiencomprara a este muchacho si lovendieran por tonto.

La carcelera: ¡Buen negocio haríausted si lo comprase! Más picardíastiene que cualquier calabocero de Toro.Mi sentido es que no le tira la cárceltanto como debiera, sabiendo lo quehan sido sus padres. Tiene demasiadoorgullo, demasiados caprichos; al caboha logrado convencerme para que lotraiga a Valladolid, y le he colocado aprueba en casa de un comerciante de laPlaza. Espero que no irá a parar a la

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cárcel; si no, ya verá la diferencia quehay entre ser hijo de la cárcel y estarencarcelado.

Yo: Habiendo tantas distraccionesen Toro, los presos no lo pasarán malcon usted.

La carcelera: Sí; somos muy buenoscon ellos; me refiero a los que soncaballeros, porque con los que no tienenmás que miseria, ¿qué podemos hacer?La cárcel de Toro es muy divertida:dejamos entrar todo el vino quequieren los presos, mientras tienendinero para comprarlo y para pagar elderecho de entrada. La de Valladolidno es ni la mitad de alegre; no haycárcel como la de Toro. Allí aprendí yo

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a tocar la guitarra. Un caballeroandaluz me enseñó a tocar y cantar a lag i t a n a . ¡Pobre muchacho! Fue miprimer novio. Juanito, trae la guitarra,que voy a cantarle a este caballero unosaires andaluces.

L a carcelera tenía hermosa voz ytocaba el instrumento favorito de losespañoles con verdadera maestría.Estuve escuchando sus habilidadescerca de una hora, hasta que me retiré amí habitación a descansar. Creo quecontinuó tocando y cantando la mayorparte de la noche, porque la oí todas lasveces que me desperté, y aun entresueños me sonaban en los oídos lascuerdas de la guitarra.

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Capítulo 22

Dueñas. - Los hijos deEgipto. - Chalanerías. - Elcaballo de carga. - Lacaída. - Palencia. - Curascarlistas. - El mirador. -Sinceridad sacerdotal. -León. - Alarma deAntonio. - Calor y polvo.

Después de estar diez días enValladolid nos pusimos en marcha paraLeón. Llegamos al mediodía a Dueñas,

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ciudad notable por muchos motivos,distante de Valladolid seis leguascortas. Hállase situada en una ladera,sobre la que se alza a pico una montañade tierra calcárea coronada por uncastillo en ruinas. En torno de Dueñasse ve multitud de cuevas excavadas enla pendiente y cerradas con fuertespuertas: son las bodegas donde seguarda el vino que en abundanciaproduce la comarca, y que se vendeprincipalmente a los navarros ymontañeses; acuden a buscarlo encarretas de bueyes y se lo llevan engrandes cantidades. Paramos en unamezquina posada de los arrabales, conidea de dar descanso a los caballos.Varios soldados de Caballería allí

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alojados aparecieron en seguida, y conojos de gente experta empezaron aexaminar mi caballo e n t e r o . «Estecaballo tan bueno debiera ser nuestro -dijo el cabo-. ¡Qué pecho tiene! ¿Conqué derecho viaja usted en ese caballo,señor , haciendo falta tantos para elservicio de la reina? Este caballopertenece a la requisa.» «Con el derechoque me da el haberlo comprado, y el seryo inglés», repliqué. « ¡Oh, su mercedes inglés! -respondió el cabo-. Eso esotra cosa. A los ingleses se les permiteen España hacer de lo suyo lo quequieran, permiso que no tienen losespañoles. Caballero, he visto a suspaisanos de usted en las provinciasvascongadas: vaya, ¡qué jinetes y qué

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caballos! Tampoco se baten mal; pero loque mejor hacen es montar. Los hevisto subir por los barrancos en busca delos facciosos, y caer sobre ellos deimproviso cuando se creían másseguros y no dejar ni uno vivo. Laverdad: este caballo es magnífico; voy amirarle el diente.»

Miré al cabo; tenía la nariz y losojos dentro de la boca del caballo. Losdemás de la partida, que podían ser seiso siete, no estaban menos atareados. Eluno le examinaba las manos; el otro, laspatas; éste tiraba de la cola con todafuerza, mientras aquél le apretaba latráquea para descubrir si el animaltenía allí alguna tacha. Por fin, al ver al

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cabo dispuesto a aflojarle la silla parareconocerle el lomo, exclamé:

- Quietos, chabés de Egipto; os

olvidáis de que sois hundunares7, y que

no estáis paruguing grastes8 en el chardí

9.

Al oír estas palabras, el cabo y lossoldados volvieron completamente elrostro hacia mí. Sí; no cabía duda: eranlos semblantes y el mirar fijo y veladode los hijos de Egipto. Lo menos unminuto estuvimos mirándonosmutuamente, hasta que el cabo, en lamás elocuente lamentación gitanaimaginable, me dijo:

- ¡El erray10

nos conoce a nosotros,

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pobres Caloré11

! ¿Y dice que es inglés?

¡Bullati12

! No me figuraba encontrar

por aquí un Busnó13

que nos conociera,porque en estas tierras no se ven nuncagitanos. Sí; su merced acierta; somostodos de la sangre de los Caloré. Somos

d e Melegrana14

, y de allí nos sacaronpara llevamos a las guerras. Su mercedha acertado; al ver este caballo noshemos creído otra vez en nuestra casaen el mercado de Granada; el caballo espaisano nuestro, un andalou verdadero.Por Dios, véndanos su merced estecaballo; aunque somos pobres Caloré,podemos comprarlo.

- Os olvidáis de que sois soldados,

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¿cómo me ibais a comprar el caballo?

- Somos soldados -replicó el cabo-;pero no hemos dejado de ser Caloré.Compramos y vendemos bestis; nuestrocapitán va a la parte con nosotros.Hemos estado en las guerras; pero noqueremos pelear; eso se queda para losBusné. Hemos vivido juntos y muyunidos, como buenos Caloré ; hemosganado dinero. No tenga usted cuidao.Podemos comprarle el caballo.

Al decir esto, sacó una bolsa condiez onzas de oro lo menos.

- Si quisiera venderlo -repuse-,¿cuánto me daríais por el caballo?

- Entonces su merced desea vender

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el caballo. Eso ya es otra cosa. Ledaremos a su merced diez duros por él.No vale para nada.

- ¿Cómo es eso? -exclamé-. Hace unmomento me habéis dicho que era uncaballo muy bueno, paisano vuestro.

- No, señor; no hemos dicho que seaandalou; hemos dicho que es extremou, yde lo peor de su casta. Tiene dieciochoaños, es corto de resuello y está malo.

- Pero si yo no quiero vender elcaballo; al contrario. Más bien necesitocomprar que vender.

- ¿Su merced no quiere vender elcaballo? -dijo el gitano-.

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Espere su merced: daremos sesentaduros por el caballo de su merced.

- Aunque me dierais doscientos

sesenta. ¡Meclis, meclis!15

, no digas más.Conozco las tretas de los gitanos. Noquiero tratos con vosotros.

- ¿No ha dicho su merced quedesea comprar un caballo? -preguntó elgitano.

- No necesito comprar ninguno -exclamé-. De necesitar algo, sería unajaca para el equipaje. Pero se ha hechotarde; Antonio, paga la cuenta.

- Espere su merced; no tenga tantaprisa -dijo el gitano-. Voy a traerle lo

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que usted necesita.

Sin aguardar respuesta corrió a lacuadra, y a poco salió trayendo por elramal una jaca ruana, de unos trecepalmos de alzada, llena de mataduras yseñales de las cuerdas y ataderos. Laestampa, sin embargo, no era mala, ytenía un brillo extraordinario en losojos.

- Aquí tiene su merced -dijo elgitano-la mejor jaca de España.

- ¿Para qué me enseñas ese pobreanimal? -pregunté.

- ¿Pobre animal? -repuso el gitano-.Es un caballo mejor que su andalou deusted.

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- Puede que no quisieras cambiarlos-dije yo sonriendo.

- Señor, lo que yo digo es quepuesto a correr, le saca ventaja a suandalou de usted.

- Está muy flaco -respondí-. Meparece que concluirá muy pronto depasar fatigas.

- Flaco y todo como está, señor, niusted ni cuantos ingleses hay en Españason capaces de dominarlo.

Miré otra vez al animal, y suestampa me hizo una impresión másfavorable aún que antes. Necesitaba youna caballería para relevar, cuandofuese menester, a la de Antonio en el

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transporte del equipaje, y aunque elestado de aquella jaca era lastimoso,pensé que con el buen trato no tardaríaen redondearse.

- ¿Puedo montar en él? -pregunté.

- Es caballo de carga, señor, y noestá hecho a la silla; sólo se deja montarpor mí, que soy su amo. Cuando searranca, no para hasta el mar: se lanzapor cuestas y montañas, las deja atrásen un momento. Si quiere usted montareste caballo, señor, permítame que antesle ponga la brida, porque con el ronzalno podrá usted sujetarlo.

- Eso es una tontería -repliqué-.Pretendes hacerme creer que tiene

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mucho genio para pedir más por él. Tedigo que está casi muriéndose.

Tomé el ronzal y monté. Apenasme sintió sobre las costillas, elanimalito, que hasta entonces habíaestado inmóvil como una piedra, sinmostrar el menor deseo de cambiar depostura ni dar más señales de vida querevolver los ojos y enderezar una oreja,arrancó al galope tendido como uncaballo de carreras. Presumía yo que elcaballo iba a cocear o a tirarse al suelopara librarse de la carga; pero laescapada me cogió completamentedesprevenido. No me costó grantrabajo, sin embargo, sostenerme,porque desde la niñez estaba yo

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habituado a montar en pelo; perofrustró todos los esfuerzos que hicepara detenerlo, y casi empecé a creer,como me había dicho el gitano, que yano se pararía hasta el mar. No obstante,disponía yo de un arma poderosa, y fuetirar del ronzal con toda mi fuerza,hasta que obligué al caballo a volverligeramente el cuello, que, por lorígido, parecía de palo; a pesar de todo,no disminuyó la rapidez de su carrerani un momento. A mano izquierda delcamino, por donde volábamos, habíauna profunda zanja, en el preciso lugardonde el camino torcía a la derecha, yhacia la zanja se lanzó oblicuamente elcaballo. Con los tirones se rompió elronzal; el caballo siguió disparado

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como una flecha, y yo caí de espaldas alsuelo.

- Señor -dijo el gitano,acercándoseme con el semblante másserio del mundo-, ya le decía yo a ustedque no montase sin brida ni freno; escaballo de carga y sólo estáacostumbrado a que le monte yo, que ledoy de comer. (Al decir esto silbó, y elanimal, que andaba dando corcovos porel campo, y acoceando el aire, volvió alinstante con un suave relincho.) Vea sumerced qué manso es -continuó elgitano-. Es un caballo de carga deprimera, y puede subir, con todo lo queusted lleva, las montañas de Galicia.

- ¿Cuánto pides por él? -dije yo.

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- Señor, como su merced es inglés ybuen jinete, y, sobre todo, conoce losusos de los Cal oré , y sus mañas ylenguaje también, se lo venderé a ustedmuy arreglado. Me dará usteddoscientos sesenta duros por él, ni unomenos.

- Es mucho dinero -respondí.

- No, señor; nada de eso; es uncaballo de carga; fíjese usted quepertenece al ejército, y no lo vendo paramí.

Dos horas de caballo nos pusieronen Palencia, ciudad antigua y bella,admirablemente situada a orillas delCarrión, y famosa por su comercio de

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lanas. Nos alojamos en la mejor posadaque había, y seguidamente fui a visitara uno de los principales comerciantesde la ciudad, para quien me había dadouna recomendación mi banquero deMadrid. Dijéronme que el señor estabadurmiendo la siesta. «Entonces -penséyo- lo mejor será hacer otro tanto», yme volví a la posada. Por la tarde repetíla visita, y vi al comerciante. Era unhombre bajo y corpulento, de unostreinta años; al pronto me recibió concierta sequedad, pero no tardaron susmodales en dulcificarse, ya lo último nosabía ya cómo darme suficientespruebas de su cortesía. Me presentó aun su hermano, recién llegado deSantander, persona inteligente en

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grado sumo, y que había vivido variosaños en Inglaterra. Ambos seempeñaron en enseñarme la ciudad,como lo hicieron, paseándome por ellay por sus cercanías. Admiré sobre todola Catedral, edificio de estilo góticoprimitivo, pero elegante y ligero.Mientras recorríamos sus naveslaterales, los dulces rayos del solponiente, al entrar por las ventanasarqueadas, iluminaban algunoshermosos cuadros de Murillo que

adornan el sagrado edificio16

. Desde laiglesia lleváronme mis amigos por uncamino pintoresco a un batán de lasafueras. Abundaban allí el agua y losárboles, pareciéndome los alrededores

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de Palencia uno de los lugares másagradables que hasta entonces habíavisto. Cansados de rodar de una parte aotra, fuimos a un café, donde meobsequiaron con dulces y chocolate. Talfue la hospitalidad de mis amigos,sencilla y agradable, como hay muchaen España.

Al siguiente día proseguimos elviaje, triste en su mayor parte, a travésde áridas y desoladas llanuras, conalgunos pueblos y ciudades esparcidosaquí y allá, pueblos silenciosos,melancólicos, distantes unos de otrosdos o tres leguas. Hacia el mediodíapercibimos a lo lejos, entre brumas, unainmensa cadena de montañas, límite

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septentrional de Castilla; pero el día senubló y oscureció, y las perdimos devista. Un viento sonoro comenzó asoplar con violencia en las desoladasllanuras, arrojándonos al rostro nubesde polvo; los pocos rayos de sol quetraspasaban las nubes eran candentes,inflamados. Iba yo muy cansado delviaje, y cuando a eso de las cuatro

llegamos a X17

, pueblo grande, a mitadde camino entre Palencia y León,resolví pasar allí la noche. Pocos lugareshabré visto en mi vida tan desoladoscomo aquel pueblo. Las casas, grandesen su mayoría, tenían muros de barro,como los pajares. En toda la sinuosa ylarga calle por donde entramos no

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vimos alma viviente a quien preguntarpor la venta o posada; al cabo, en unextremo de la plaza, al fondo,descubrimos dos bultos negros paradosjunto a una puerta, e interrogándolossupimos ser aquella la casa quebuscábamos. Extraño era el aspecto delos dos seres, que parecían los geniosdel lugar. El uno, pequeño y delgado,de unos cincuenta años, tenía lasfacciones pronunciadas y aviesas.Vestía una holgada casaca negra delargos faldones, calzón también negro ygruesas medias de estambre del mismocolor. Hubiérale tomado desde luegopor un eclesiástico, a no ser por susombrero, pequeña castora abollada,nada clerical ciertamente. Su

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acompañante era de corta estatura ymucho más joven. Vestía de análogomodo, salvo que llevaba una capa azuloscuro. Empuñaban bastones, y, sinalejarse de la puerta, tan prontoentraban como salían, mirando a vecesal camino, como si aguardasen aalguien.

- Créame usted, mon maître -me dijoAntonio en francés-, estos dosindividuos son curas carlistas, y estánaguardando la llegada delPretendiente. Les imbeciles!

Llevamos los caballos a la cuadra,guiados por la posadera. « ¿Quiénes sonesos hombres?», pregunté.

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- El más viejo es el arcipreste delpueblo -respondió la mujer-. El otro eshermano de mí marido. ¡Pobrecito! Erafraile en un convento de aquí; pero locerraron y echaron a los hermanos.

Volvimos a la puerta. «Me parece,caballeros, que ustedes son catalanes -dijo el cura-. ¿Traen ustedes noticias deaquel reino?»

- ¿Por qué supone usted que somoscatalanes? -pregunté.

- Porque les he oído hace unmomento hablar en esa lengua.

- No traigo noticias de Cataluña -respondí-. Pero creo que la mayor partedel principado está en manos de los

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carlistas.

- ¡Ejem, hermano Pedro! Estecaballero dice que la mayor parte deCataluña está en poder de los realistas.Por favor, caballero, dígame si sabe pordónde andará a esas horas don Carloscon su ejército.

- Por mis noticias -respondí- esposible que esté ya muy cerca de aquí.

Eché a andar hacia la salida delpueblo. Al instante se me juntaron losdos individuos, y Antonio con ellos,poniéndonos los cuatro a mirarfijamente al camino.

- ¿Ve usted algo? -pregunté por fina Antonio.

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- Non, mon maître.

- ¿Ve usted algo, señor? -preguntéal cura.

- No veo nada -respondió,alargando el pescuezo.

- No veo nada -dijo Pedro, el exfraile-; sólo veo mucho polvo, cada vezmás espeso.

- Entonces, yo me vuelvo -dije-. Espoco prudente estarse aquí esperandoal Pretendiente. Si los nacionales de lapoblación se enteran, puedenfusilarnos.

- ¡Ejem! -dijo el cura, siguiéndome-.Aquí no hay nacionales; quisiera yo

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saber quién se atrevería a serlo. Cuandolos vecinos recibieron orden de alistarseen la milicia, rehusaron todos sinexcepción, y tuvimos que pagar unamulta. Por tanto, amigo, si tiene algoque comunicamos hable sin recelo; aquítodos somos de su misma opinión.

- Yo no tengo opinión alguna -repliqué-, como no sea que me correprisa cenar. No estoy por r e y ni porRoque. ¿No dice usted que soy catalán?Pues ya sabe usted que los catalanes nopiensan más que en sus negocios.

Al anochecer anduve vagando porel pueblo, que me pareció aún másabandonado y melancólico que antes;acaso fue, no obstante, una población

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de importancia en tiempos pasados. Enun extremo del pueblo yacían las ruinasde un vasto y tosco castillo, casi todo depiedra berroqueña; quise visitarlas,pero hallé la entrada defendida por unapuerta. Desde el castillo me encaminéal convento, triste y desolado lugar,antigua morada de frailes franciscanosmendicantes. Ya me volvía a la posada,cuando oí fuerte rumor de voces, yguiándome por ellas no tardé en salir auna especie de prado, donde sobre unmontículo estaba sentado un curavestido de hábitos, leyendo en alta vozun periódico; en torno suyo, de pie osentados en la hierba, se congregabanunos cincuenta vecinos, vestidos casitodos con luengas capas; entre ellos

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descubrí a mis dos amigos, el cura y elfraile. «Es un buen enjambre decarlistas -dije entre mí- ansiosos denoticias»; y me encaminé hacia otraparte de la pradera, donde pastaban losganados del pueblo. El cura, en cuantome vio, se apartó del grupo y vino a mí.«He oído que necesita usted un caballo-me dijo-. Yo tengo aquí uno pastando,el mejor del reino de León»; con lavolubilidad de un chal án empezó aensalzar los méritos del animal. Notardó en juntársenos el fraile, quien,aprovechando una oportunidad, metiró de la manga, y me dijo:

- Señor, con el cura no se puedetratar; es el pillo más grande de estos

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contornos. Si necesita usted un caballo,mi hermano tiene uno mucho mejor, yse lo dará más barato.

- No pienso comprarlo hasta quellegue a León -exclamé; y me fui,meditando en la amistad y en lasinceridad de los curas.

Desde X a León, ocho leguas decamino, el país mejoró rápidamente;cruzamos varios arroyos, y a vecesatravesábamos praderas exuberantes.Volvió a brillar el sol, y acogí sureaparición con alegría, a pesar delsofocante calor. A dos leguas de Leóndimos alcance a un tropel de gente concaballos, mulas y carros que acudían ala famosa feria que el día de San Juan se

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celebraba en León; en efecto, seinauguró a los tres días de nuestrallegada. Aunque esa feria esprincipalmente de caballos, acuden aella comerciantes de muchas partes deEspaña con diferentes géneros demercadería, y allí me encontré amuchos catalanes ya vistos en Medina yValladolid.

Nada notable hay en León, ciudadvieja y tétrica, salvo la Catedral, que es,en muchos respectos, un duplicado dela de Palencia, elegante y aérea comoésta, pero sin los espléndidos cuadrosque la adornan. La situación de León enel centro de una comarca floreciente,abundante en árboles y regada por

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muchas corrientes de agua nacidas enlas grandes montañas de lasinmediaciones, es muy placentera.Dista mucho, sin embargo, de ser unlugar saludable, sobre todo en verano,cuando los calores suscitan lasemanaciones nocivas de las aguas, queengendran muchas enfermedades,especialmente calenturas. Apenasllevaba tres días en León me atacó unade esas fiebres, contra la que creí nopoder luchar, no obstante miconstitución robusta, pues en siete díasque me duró me quedé casi en loshuesos, y en tan deplorable estado dedebilidad que no podía hacer el másleve movimiento. Pero ya antes habíalogrado que un librero se encargara de

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vender los Testamentos, y publicado losanuncios de costumbre, aunque singrandes esperanzas de buen éxito,porque los leoneses, con rarasexcepciones, son furibundos carlistas yciegos e ignorantes secuaces de laarcaica iglesia papal. La sede episcopalde León estuvo ocupada en otro tiempopor el primer ministro de don Carlos, yparece que su espíritu fanático y ferozllena todavía la ciudad. En cuantoaparecieron los carteles, el clero se pusoen movimiento. Fueron de casa en casa,fulminando maldiciones y anatemas yamenazando con todo género dedesventuras a quien comprase o leyese«los libros malditos» que los herejesintroducían en el país con propósito de

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pervertir las almas cándidas de loshabitantes. Hicieron más: incoaron unproceso ante el tribunal eclesiásticocontra el librero. Por fortuna, esetribunal no posee ahora muchaautoridad, y el librero, atrevido yresuelto, sostuvo el reto y llegó hastafijar un anuncio en la misma puerta dela Catedral. A pesar del griterío que selevantó contra los libros, se vendieronen León algunos ejemplares; dos fueronadquiridos por sendos exclaustrados yotros tantos por párrocos de las aldeasvecinas. Creo que en total se vendieronunos quince ejemplares, de suerte quemi visita a lugar tan atrasado no seperdió del todo, porque la semilla delEvangelio quedó sembrada, aunque sin

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parquedad. Pero las espesas tinieblasque envuelven a León sonverdaderamente lamentables, y laignorancia del pueblo es tan grandeque en las tiendas se vendenpúblicamente y tienen gran aceptaciónconjuros y encantaciones impresoscontra Satanás y su hueste y contratodo género de maleficios. Tales son losresultados del papismo, la falacia quemás ha contribuido a envilecer yembrutecer al espíritu humano.

Apenas pude levantarme del lechodonde la fiebre me tuvo postrado,Antonio me descubrió sus temores.Díjome que había visto a variossoldados, con el uniforme de don

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Carlos, acechar a la puerta de la posadae inquirir noticias respecto de mí.Ocurría, en efecto, en León un hechosingular: más de cincuenta individuos,que por diversos motivos habían dejadolas filas del pretendiente, paseaban porlas calles vistiendo su librea,plenamente seguros de que nadie losmolestaría gracias a la protección ciertade las autoridades locales. Supetambién por Antonio que el posaderoera un notorio alcahuete o espía de losladrones de toda la comarca, y que amenos de emprender el viaje muypronto y sin avisar, nos robaríanseguramente en el camino. No hicegran caso de tales indicaciones; perotenía vivos deseos de marcharme de

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León, porque, a mí parecer, en tantopermaneciese allí no podría recobrar lasalud ni la fuerza.

De consiguiente, a las tres de lamañana salimos para Galicia; apenashabíamos andado media legua, estallóuna tormenta violentísima. Noshallábamos en un bosque que sedilataba bastante en la misma direcciónque nosotros seguíamos.

El viento doblaba los árboles casihasta el suelo o los arrancaba de cuajo;la luz de los relámpagos que fulgurabanen torno nuestro barría la tierra y casinos cegaba. El fogoso caballo andaluzque yo montaba se espantó y comenzóa botar como un endemoniado. Como

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estaba tan débil, me costó grandísimotrabajo agarrarme a la silla y evitar unacaída que podía ser fatal. La tronadaacabó en una manga de agua tremendaque engrosó los arroyos e inundó loscampos, haciendo muchos daños en lossembrados. Después de una caminatade cinco leguas comenzamos a entraren la región montañosa de Astorga. Elcalor se hizo casi sofocante.Aparecieron enjambres de moscas que,posándose en los caballos, losenloquecían a picaduras. El camino eraduro y fatigoso. Con gran trabajollegamos a Astorga, cubiertos de barroy de polvo, tan sedientos que la lenguase nos pegaba al paladar.

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Capítulo 23

Astorga. - La posada. -Los maragatos. -Costumbres de losmaragatos. - La estatua.

Fuimos a una posada de losarrabales, la única, por cierto, que habíaen la ciudad. El patio estaba lleno dearrieros y carreteros que movían granalboroto; el posadero reñía con dos desus parroquianos, y reinaba universalconfusión. Al apearme recibí en la carael contenido de un vaso de vino; perocomo el saludo iba probablemente

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destinado a otro, me hice eldesentendido. Alcanzóle a Antonio unestacazo, y, menos paciente que yo,devolvió en el acto el saludocruzándole la cara con el látigo a uncarretero. Mientras me esforzaba porseparar a los dos antagonistas, micaballo se escapó, Y rompiendo porentre la revuelta multitud, derribó avarios individuos y causó no pocosdestrozos. Costó mucho tiemporestablecer la paz; por fin noscondujeron a una habitación de regulardecencia. Apenas nos habíamosinstalado, llegó de Madrid la galerapara La Coruña llena de viajerospolvorientos: mujeres, niños, oficialesinválidos y otra gente así. En seguida

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nos expulsaron de nuestro cuarto yarrojaron los equipajes al patio. Comonos quejáramos de tal trato, nos dijeronque éramos dos vagabundos a quiennadie conocía, que habíamos llegadosin arriero y puesto en confusión la casaentera. Por gran favor nos permitieron,al cabo, refugiarnos en un ruinosocuartucho pegado a la cuadra, lleno deratas y de miseria. Había allí una camacon dosel muy antigua, y hubimos dedarnos por contentos con tal miserableacomodo porque, abrasado de fiebre, yono podía seguir adelante. El calor erainsoportable. Me senté en la escalera,con la cabeza entre las manos,anhelando por falta de aire; Antonioacudió adarme de beber agua con

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vinagre, y me sentí aliviado.

Tres días estuvimos en aquelarrabal, y la mayor parte del tiempopermanecí tendido en la cama. Una odos veces se me ocurrió ir a la ciudad;pero no encontré librero ni personaalguna dispuesta a encargarse devender mis Testamentos. La gente erabrutal, estúpida y grosera; me volví a lacama cansado y desanimado. Allí meestuve oyendo, de tiempo en tiempo,los armoniosos sones de la campana delreloj de la vieja Catedral. El posadero nifue a verme ni preguntó por mí. Conlos cuidados de Antonio recobré lasfuerzas rápidamente. «Mon maître -medijo una tarde-. Veo que está usted

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mejor; vámonos mañana de esta ciudady de esta posada, que son a cual peores.Allons, mon maître! I l est temps de nousmettre en chemin pour Lugo et Galice.»

Antes de contar lo que nos ocurrióen el viaje a Lugo y Galicia, acaso noesté de más decir unas palabrasrespecto de Astorga y sus contornos.Astorga es una ciudad amurallada, decinco a seis mil habitantes, con Catedraly seminario, vacío actualmente. Estásituada en los confines y puede serllamada capital de una comarcadenominada país de los maragatos,como de tres leguas cuadradas deextensión, que limita al Noroeste lamontaña llamada Teleno, la más

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elevada de una cadena nacida cerca dela desembocadura del Miño y queenlaza con el inmenso macizo divisoriode las Asturias y Guipúzcoa. La región,rocosa en su mayor parte, con ligerassalpicaduras de tierra de un color rojoladrillo, es ingrata y árida, y pagamezquinamente los afanes del labrador.Los maragatos son quizá la casta mássingular de cuantas pueden encontrarseen la mezclada población de España.Tienen costumbres y vestidospeculiares, y nunca se casan conespañoles. Su nombre indica su origen,pues significa «moros godos»; y hoy endía su pergenio, consistente en unchaquetón muy ajustado, ceñido al tallepor una faja ancha, calzones anchos

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hasta la rodilla, botas y polainas, difieremuy poco del de los moros de Berbería.Llevan afeitado el cráneo, y sólo sedejan un ligero cerquillo de pelo en laparte inferior. Si llevaran turbante obarrete apenas se los distinguiría de losmoros por el vestido; pero usan enlugar de aquél el sombrero ancho. Es casiindudable que los maragatos sonreliquias de aquellos godos quetomaron partido por los morosinvasores de España y adoptaron sureligión, costumbres y traje, que, conexcepción de la primera, conservan aúnen buena parte. Pero es tambiénevidente que su sangre no se hamezclado con la de los salvajes hijos deldesierto, porque con dificultad se

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encontrarían en las montañas deNoruega tipos y rostros másesencialmente godos que los maragatos.Son hombres de fuerza atlética; perotoscos, pesados, de faccionesgeneralmente correctas, pero vacíos deexpresión. Hablan con lentitud y lisura;rara vez o nunca, se observan en elloslos arranques de elocuencia y deimaginación tan comunes en los demásespañoles; tienen además unapronunciación áspera y fuerte, y aloírles hablar creeríase escuchar a uncampesino alemán o inglés queintentara expresarse en el idioma de laPenínsula. Son de temperamentoflemático, y con dificultad seencolerizan; pero son peligrosos y

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extremados cuando una vez seincomodan; persona que los conocíabien me dijo que prefería afrontar adiez valencianos, pueblo mal notadopor su ferocidad e instintossanguinarios, que a un solo maragatoirritado, por flojo y embotado que seaen las demás ocasiones.

Los hombres apenas se ocupan enlas labores del campo,abandonándoselas a las mujeres, quearan las pedregosas tierras y recogensus menguadas cosechas. Muy diferentees la ocupación de sus maridos e hijos:constituyen un pueblo de arrieros, yconsiderarían casi como una desgraciaemplearse en otros quehaceres. Por

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todos los caminos de España, yparticularmente al norte de lacordillera divisoria de ambas Castillas,pasan los maragatos, en cuadrillas decinco o seis, dormitando, osimplemente echados en el lomo de susgigantescas y cargadísimas mulas, bajolos rayos del sol achicharrante. Ensuma: casi todo el comercio de unamitad de España está en manos de losmaragatos, cuya fidelidad es tal, quecuantos han utilizado sus servicios novacilarían en confiarles el transporte deun tesoro desde el Cantábrico a Madrid,en la seguridad completa de que nosería culpa suya si no llegaba salvo eintacto a su destino; arrojados han deser los ladrones que intenten arrebatar

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sus mercancías a los arrieros maragatos,dondequiera temidos; aferrados a ellasmientras pueden tenerse en pie, lasdefienden a tiros o con su propiocuerpo si caen en la pelea.

Pero aunque son los arrieros másfieles de España, distan mucho de serdesinteresados; en general, cobran porel transporte de mercancías el doble,cuando menos, de lo que a otros delmismo oficio les parecería suficienterecompensa. De esta manera acumulangrandes sumas de dinero, a pesar deque se tratan mucho mejor de lo que engeneral es uso entre los frugalesespañoles, otro argumento en favor desu pura descendencia gótica, porque los

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maragatos, como verdaderos hombresdel Norte, son aficionados a la bebida yse regodean en las comidas copiosas yempalagosas; así tienen esoscorpachones tan rozagantes. Muchoshan dejado al morir fortunasconsiderables, y no es raro que leguenuna parte de su caudal para erigir oembellecer casas religiosas.

En el extremo oriental de laCatedral de Astorga, dominando elaltivo muro, hay sobre el tejado unaestatua de plomo colosal: es la estatuade un arriero maragato que legó a la

catedral una cantidad importante18

. Lafigura aparece vestida con el trajenacional; pero desvía el rostro de la

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tierra de sus padres, y como ondea en lamano una especie de bandera, pareceque está animando a todos los de suraza para que abandonen aquellaregión estéril y busquen en otros climasun campo más rico y vasto para suactividad y su energía.

Hablé de religión con variosmaragatos, que es asunto primordial;pero «su corazón estaba endurecido;sus oídos, sordos, y sus ojos, cerrados».Con uno, sobre todo, hablé mucho rato,después de mostrarle el NuevoTestamento. Me escuchó, o parecióescucharme, con paciencia, bebiendo devez en cuando copiosos tragos de uninmenso jarro de vino blanco que

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sostenía entre las rodillas. Cuandoacabé de hablar me dijo: «Mañana mevoy a Lugo, para donde va ustedtambién, según tengo entendido. Siquiere usted enviar allá sus baúles, notengo inconveniente en encargarme deello, a tanto (y me dio un precioexorbitante). De todo lo demás que meha dicho usted, entiendo muy poco yno creo ni una palabra: respecto de loslibros que me ha enseñado usted,compraré tres o cuatro. No piensoleerlos, la verdad; pero, sin duda, losvenderé a precio más alto del que ustedpide por ellos».

Y basta ya de maragatos.

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Capítulo 24

Salida de Astorga. - Laventa. - El atajo. -Salvación difícil. - El vasode agua. - Sol y sombra. -Bembibre. - El conventode las Rocas. - Puesta desol. - Cacabelos. -Aventura a medianoche. -Villafranca.

A las cuatro de una hermosamañana salimos de Astorga, o más bien

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de sus arrabales, donde habíamosvivido; nos encaminamos hacia elNorte en dirección de Galicia; dejamosa nuestra izquierda la montaña deTeleno, y fuimos bordeando por el Esteel país de los maragatos, por terrenofragoso, alegrado por algunos vallecitosverdes y arroyuelos. Varias maragatas,montadas en jumentos, se cruzaron connosotros; iban a Astorga a venderverduras. Vi a otras en los camposgobernando el tosco arado, tirado porbueyes flacos. Pasamos también por unpueblecito donde no vi alma viviente.Cerca de aquel pueblo entramos en lacarretera directa de Madrid a LaCoruña, y después de andar unascuatro leguas llegamos a una especie de

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desfiladero, formado, a nuestraizquierda, por una enorme y macizamontaña (una de las que arrancan delmacizo de Teleno), ya nuestra derechapor otra de mucha menos altura. En elcomedio de esa hoz, bastante ancha, sedescubría una vista muy hermosa.Delante, como a legua y media dedistancia, alzábase la poderosacordillera divisoria ya mentada; en susvertientes azules y en sus quebradas ypintorescas cumbres se enredabantodavía algunos tenues jirones de laniebla matutina, que los fuertes rayosdel sol deshacían con rapidez. Parecíauna enorme barrera que fuese ainterceptarnos el camino, y me recordólas fábulas relativas a los hijos de

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Magog, de quienes se dice que residenen lo más remoto de Tartaria, detrás deuna gigantesca muralla de granito, quesólo puede pasarse por una puerta deacero de mil codos de altura.

Poco después llegamos a Manzanal,aldea compuesta de tristes casuchas,con todas las muestras de la pobreza yde la miseria. Era la hora indicada paracomer nosotros y dar pienso a loscaballos, y nos dirigimos a una venta alfinal del pueblo; si bien encontramoscebada para los animales, trabajo noscostó hallar algo para nosotros. Porfortuna, pude adquirir un jarro grandede leche, porque las vacas abundaban;muchas de ellas pastaban en un

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pintoresco valle que acabábamos deatravesar, bien poblado de hierba y deárboles, con un arroyuelo cortado porpequeñas cascadas. Tendría el jarrohasta una azumbre de leche, y en pocosminutos lo apuré, pues aunque teníaperdido el apetito, la fiebre meabrasaba de sed. La venta consistía en un inmenso establo, con una partición para cocina y un sitio donde dormía la familia del ventero. El amo, joven y recio, estaba recostado en un ancho banco de piedra junto a la puerta. Era muy preguntón; pero como yo no podíasaciar su afán de noticias, comenzó a hablar él, y, cada vez más comunicativo, acabó por referirme la historia de su vida; en resumen, me

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contó que había sido correo en las Provincias Vascongadas, y que un año antes fue trasladado a aquella aldea, donde tenía a su cargo la estafeta.

Era liberal entusiasta, y hablabapestes de la gente del país, toda carlista,según decía, y amiga de los frailes. Nopuse gran atención en sus palabras,porque me entretuve en observar a unmuchacho maragato, de unos catorceaños, que servía en la casa de mozo decuadra. Pregunté al amo si aúnestábamos en tierra de maragatos, y merespondió que ya la habíamos dejadomás de una legua atrás; el muchachoaquel era huérfano, y se había puesto aservir para ahorrar unos cuartos y

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dedicarse a arriero. Hice unas preguntasal muchacho; pero me miró a la cara,malhumorado, y guardó tenaz silencioo respondió sólo con monosílabos. Alpreguntarle si sabía leer: «Sí -dijo-;como ese caballo de usted que está ahíqueriendo arrancar el pesebre».

Dejado Manzanal, continuamos elviaje. No tardamos en llegar al borde deun profundo valle abierto entremontañas, no las que habíamos vistofrente a nosotros y que ahoradejábamos a la derecha, sino las delmacizo de Teleno antes de unirse aaquéllas. El valle se asemejaba un pocoa una herradura; el camino seguía lasladeras dando un gran rodeo; pero

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cabalmente delante de nosotrosarrancaba un sendero que en suavedescenso, al parecer, cruzaba el vallepara unirse de nuevo al camino al otrolado, a un cuarto de milla de distancia;nos metimos por el atajo para evitar elrodeo.

Poco trecho llevaríamos andado,cuando encontramos a dos gallegos queiban a segar a Castilla. Uno de ellosexclamó:

«Caballero, vuélvase atrás; dentrode nada llegará usted a unos precipiciosdonde se romperán la cabeza loscaballos; apenas hemos podido subirlosnosotros a pie». El otro gritó:«Caballero, siga adelante; pero lleve

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mucho cuidado; si los caballos notropiezan no correrá usted gran peligro;mi compañero es tonto». Los dosmontañeses se pusieron a disputar,sosteniendo cada cual su opinión conjuramentos y maldiciones; pero, sinesperar el resultado, proseguí adelante.Gruesas piedras, pedazos de pizarra, enlos que mi caballo tropezaba sin cesar,empezaron a obstruir el camino. Oítambién ruido de agua en una gargantaprofunda que no había visto hastaentonces, y me pareció más queinsensato continuar por el atajo. Volvíel caballo, y me dirigía con rapidez alcamino, cuando Antonio, mi fiel criadogriego, me indicó una pradera por lacual, a su parecer, podríamos cortar

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mucho y salir a la carretera en un puntobastante más bajo que si desandábamostodo el atajo. Radiante hierba verde,muy corta, cubría la pradera, cruzadapor un arroyuelo. Metí espuelas alcaballo creyendo salir a la carretera enun momento; pero el animal empezó aresoplar con violencia, a espantarse y adar otras evidentes señales de noquerer cruzar por aquel sitio, enapariencia tentador. Creí que el olor dealgún lobo, o de otra alimañacualquiera, era la causa de su espanto;pero salí pronto de mí error viéndolehundirse hasta los corvejones en unaciénaga; lanzó un agudo relincho, ymostrando grandísimo terror, manoteóy se esforzó por zafarse; pero a cada

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momento se hundía más. Al cabo pudoalcanzar una veta de roca que emergíadel fango; en ella puso los cuatroremos, y con un esfuerzo tremendosaltó el arroyo y se libró del suelotraicionero cayendo en otro de relativafirmeza, donde permaneció jadeante,cubiertos los ijares de espuma y sudor.Antonio, que había contemplado laescena, no se atrevió a seguirme, ydesandando todo el atajo se reuniópoco después conmigo en la carretera.El suceso trajo a mí memoria la praderay el sendero que tentaron a Cristiáncuando seguía el angosto camino delcielo, y que acabaron por llevarle a losdominios del gigante Desesperado.

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Comenzamos luego a descender alvalle por una ancha y excelentecarretera abierta en la escarpada faldade la montaña que teníamos a laderecha. A la izquierda quedaba lagarganta por donde caía el torrente deque antes hablé. Era la carreteratortuosa, y el paisaje más pintoresco acada revuelta. Ensanchábase poco apoco la garganta; el arroyo que por ellacorría, con el alimento de numerososmanantiales, engrosaba su vena y sufragor; pronto quedó muy debajo denosotros, prosiguiendo su arrebatadocurso hacia el terreno llano, por dondefluía a través de una linda y angostapradera. Selvático era el aspecto de lasmontañas del fondo, cubiertas, desde

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los pies a la cima, de árboles tan espesosque no se percibía ni un palmo delsuelo, en cuyos senos se albergabanlobos, jabalíes y corzos. Éstos, según mecontó un campesino que pasó guiandoun carro de bueyes, bajan confrecuencia a la pradera, donde los cazana tiros para aprovechar la piel, porquela carne, muy dura y desagradable,nadie la quiere. No obstante lo agrestede la región, la mano del hombre eravisible por doquiera. En las escarpadasvertientes de la garganta, por donde elarroyo caía, amarilleaban pequeñossembrados de cebada; abajo, en lapradera, veíase una aldea y una iglesia;hasta nosotros subían los alegrescantares de los segadores que

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guadañaban la lozana y abundosahierba. Apenas podía creer queestábamos en España, tan parda, árida ytriste en general, y casi me imaginéhallarme en la antigua y gloriosa tierrade Grecia, cuyos montes y selvas hansido tan bien descritos por Teócrito.

Entramos en un pueblecito situadoen el fondo del valle y regado por lasaguas del torrente, ya casi convertidoen río. No he visto situación tanromántica como la de aquel pueblo.Rodeado de montañas, que casi ledominaban a pico, cobijado por muydensas y variadas arboledas,alegrábanlo el rumor de las aguas, elcanto de los ruiseñores y las sonoras

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notas del cuco, encaramado en las altasramas; pero la aldea era miserable. Lascasas eran de pizarra, abundantísima enlas montañas vecinas, y las techumbresdel mismo material; pero no a lamanera limpia y ordenada que se usaen las casas inglesas, porque las pizarraseran de todos tamaños y parecíancolocadas en revuelta confusión.Muertos de sed y de calor nos sentamosen un banco de piedra, y rogué a unamujer que me diese un poco de agua.Respondió que me la traería, acondición de pagarla. Antonio, al oírla,se incomodó mucho, y mezclando elgriego, el turco y el español, invocó lavenganza de la Panhagia sobre aquellamujer sin corazón. «Si ofreciese dinero

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a un mahometano por un trago de agua-decía Antonio- me lo arrojaría a lacara, y usted es católica y por la puertade su casa pasa un río.» Le mandécallar, y repetí mi ruego, después dedar a la mujer dos cuartos ; tomóentonces un cántaro y lo llenó en elarroyo. El agua era cenagosa ydesagradable; pero calmó la sed febrilque me devoraba.

Montamos de nuevo y proseguimosla marcha. Durante un trechoconsiderable el camino seguía lamargen del río; las aguas seprecipitaban a veces en pequeñascascadas, o alborotaban entre laspiedras, o fluían en sombrío silencio

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sobre las pozas profundas, bajo el doselde los sauces. Las pozas debían de serabundantes en pesca; con muchafrecuencia saltaban del agua gruesastruchas y cazaban las brillantes moscasque pasaban rozando la engañosasuperficie. Eran deliciosos el momentoy el lugar. Rodaba el sol por lo alto delfirmamento, despidiendo de su orbe defuego rayos gloriosísimos, y laatmósfera vibraba con su resplandor;pero la sombra de los árboles templabasu fuerza, o la hacían inofensiva lavivificante frescura que subía del aguao las suaves brisas que a intervalosmurmuraban en las praderas, «aireandola mejilla y levantando el cabello» delviajero. Las montañas fueron poco a

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poco aclarándose. Entramos en unaplanicie. Sobre las altas hierbasondulantes extendían los robustísimoscastaños, en plena floración, susgigantescas y sombrosas ramas.Echadas en el suelo descansaban unascuantas parejas de bueyes, soportandoen sus cabezas el grave peso de lapértiga de las carretas, mientras losboyeros se ocupaban en aderezar lacomida o dormían a la sombra y sobrela hierba una s i e s t a deliciosa. Meacerqué al grupo más numeroso ypregunté a un individuo si necesitabanel Testamento de Jesucristo. Miráronsecon asombro unos a otros y me mirarona mí, hasta que un joven, queconservaba entre las manos una

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escopeta mientras descansaba, mepreguntó qué era eso y si yo era catalán,«porque tiene usted un hablar muyáspero, y es alto y rubio como aquellagente». Me senté con ellos, y les dijeque no era catalán, sino que venía porel mar de Occidente, de un sitiodistante muchas leguas de allí, a venderaquel libro a mitad de su precio decoste, y que la salvación de su almadependía de conocerlo bien. Expliqué lanaturaleza del Nuevo Testamento y leíla parábola del sembrador. Mis oyentesmiráronse de nuevo con asombro; perome dijeron que no podían, siendopobres, comprar libros. Me levanté,monté a caballo, y al marcharme lesdije: «La paz sea con vosotros». Oído

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esto por el joven de la escopeta, se pusoen pie, y exclamando: «Cáspita, ¡quécosa tan rara!», me arrebató el libro dela mano y me pagó el precio que lehabía pedido.

Acaso no se encuentre, aunbuscándolo por todo el mundo, unlugar cuyas ventajas naturales rivalicencon las de esta llanura o valle deBembibre, con su barrera de ingentesmontañas, con sus copudos castaños ycon los robledales y saucedas que vistenlas márgenes del río, tributario delMiño. Es verdad que, cuando yo pasépor allí, el luminar del cielo ardía entodo su esplendor, y las cosas,alumbradas por sus rayos, aparecían

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brillantes, prósperas y jocundas. Noaseguro que aquellos lugares mehubieran producido igual admiracióncontemplados a otra luz; pero esindiscutible que siendo tantas suscualidades no pueden por menos deproducir en cualquier tiempo hondodeleite; a la belleza apacible de unpaisaje inglés júntase allí un no sé quéde grande y de agreste, y tengo para míque el hombre nacido en aquellosvalles, a no ser muy insaciable yturbulento, no querrá abandonarlosjamás. En aquellas horas no hubieraambicionado yo mejor destino que el deser pastor o cazador en las praderas oen las montañas de Bembibre.

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Tres horas más tarde, la situaciónhabía variado. En Bembibre, pueblo debarro y pizarra, poco digno de atención,hicimos alto para comer nosotros y darpienso a los caballos. Continuamosluego cuesta arriba, porque el caminoiba por una de las últimas estribacionesde aquellas montañas divisorias, yafrecuentemente mencionadas; pero elcielo se había oscurecido; las nubesrodaban veloces sobre las montañas,viniendo del mar, y un viento frío sequejaba tristemente. Dimos alcance aun aldeano, montado en una mulamiserable, y nos dijo: «Tenemos la nubeencima; los asturianos la van a ver muybien, porque corre hacia su tierra».Apenas lo había dicho, un relámpago,

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tan vivo y deslumbrador como si todoel brillo del elemento ígneo se hubieseconcentrado en él, fulguró en torno,inflamando la atmósfera y envolviendomontañas, rocas y árboles en unresplandor indescriptible. La mula delaldeano se cayó al suelo; mi caballo seencabritó, y dando media vuelta echó acorrer como loco cuesta abajo, ydurante un rato no pude refrenarlo. Alrelámpago siguió el estampido de untrueno, no menos terrible, pero lejano,sordo y profundo; las montañasrecogieron su sonido y lo repitieronllevándolo de cumbre en cumbre, hastaque se perdió en el espacio sin límites.Otros relámpagos y truenos estallaron,pero más débiles en comparación;

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cayeron algunas gotas de lluvia. Lorecio de la nube parecía estar en otraregión. «Donde haya caído esaexhalación -dijo el aldeano al juntarsede nuevo a nosotros- más de cienfamilias estarán llorando a estas horas;aun a seis leguas de distancia mi mulase ha cegado con el resplandor.»Llevaba por la brida al animal, que, enefecto, parecía dañado en la vista. «Silos frailes estuviesen aún en su nido,allá en lo alto -continuó-, diría que estoes obra suya, porque ellos son loscausantes de todas las desgracias deesta tierra.»

Alcé los ojos en la direcciónindicada por el aldeano, y a media

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ladera de la montaña por cuya baseíbamos vi un inmenso peñasco,pavoroso y negruzco, que sobresalía agran altura sobre el camino, como siamenazase destruirlo. Parecíase aquelloa uno de los arrecifes de rocasrepresentados en el cuadro del Diluvio,a los que trepan los aterrorizadosfugitivos para escapar a la tenazpersecución de las embravecidas eincontrastables olas, y desde los quemiran con horror a sus pies, mientrassobre ellos se levantan nuevas yvertiginosas alturas a las que en vanopugnan por encaramarse. En el mismoborde de aquel peñasco se alzaba unedificio consagrado, al parecer, a finesreligiosos, porque sobre sus muros y

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techumbre se erguía el campanario deuna iglesia. «Ésa es la casa de la Virgende las Rocas -dijo el aldeano-, y hastahace poco estaba llena de frailes; perolos han echado, y ahora no viven ahímás que lechuzas y cuervos.» Repliquéque no debía de ser envidiable la vidaen una mansión tan triste ydesamparada, porque en invierno secorrería grave peligro de morir allí defrío. «De ningún modo -me respondió-.Tenían toda la leña que querían parasus braseros y chimeneas, y mucho buenvino para calentarse en las comidas,nada frugales. Además, tenían otroconvento ahí en el valle, al que seretiraban cuando les parecía bien.» Alpreguntarle el motivo de su aversión a

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los frailes, me contestó que había sidovasallo suyo, y que año tras año leprivaban de la flor de cuanto poseía.Hablando de ese modo llegamos a unaaldea, debajo precisamente delconvento, y allí me dejó el aldeano,después de señalarme una casa depiedra, con una imagen sobre la puerta,que perteneció en otro tiempo, segúndijo, a la canalla de allá arriba.

El sol se acercaba al ocaso; deseosode llegar a Villafranca, donde pensabadescansar, y de la que aún meseparaban tres leguas y media, no medetuve en la aldea. El camino empezó adescender en rápida y tortuosa cuesta,que terminaba en un valle, en cuyo

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fondo había un puente angosto y largo;por debajo pasaba un río, que por unaancha garganta se abría paso entre dosmontañas. La cordillera estaba allítajada, probablemente por unaconvulsión de la naturaleza. Contempléla hoz y las montañas de ambos lados.A gran altura, por mi derecha, perodestacándose con mucha claridad,iluminado por los últimos rayos del sol,aparecía el convento del Despeñadero,y frente por frente, al otro extremo delvalle, alzábase a pico la montaña rival,que, por interceptar en parteconsiderable la luz, echaba masas desombras sobre la parte alta del paso,envolviéndolo en misteriosa oscuridad.Del seno de ella se arrojaba con ruido

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atronador un río, blanco de espumas,arrastrando en pos de sí piedras yramas: era el bravío Sil, engrosado talvez por las recientes lluvias, que desdesu cuna en las montañas de Asturias seprecipitaba hacia el océano.

Pasaron algunas horas más. Era yanoche cerrada y nos hallábamosrodeados de bosques, buscando atientas el camino, porque la oscuridadera tal que apenas veía a una vara másallá de la cabeza del caballo. El animalparecía intranquilo, se paraba muchasveces, apuntaba las orejas y dabarelinchos lastimeros. Frecuentesrelámpagos iluminaban con susllamaradas el cielo negro y echaban una

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momentánea claridad sobre nuestrocamino. Ningún ruido interrumpía elsilencio de la noche, salvo el tardo pasode los caballos, y a veces el croar de lasranas en algún charco. Me acordé deque estaba en España, tierra predilectade estas dos furias: asesinato y robo, yde la facilidad con que dos viajerosfatigados e inermes podían ser víctimassuyas.

Al fin salimos de los bosques, ydespués de andar otro poco el caballorelinchó alegremente y salió al trotecorto. Pronto llegaron a mis oídosladridos de perros, y creíamos estarcerca de poblado. En efecto, estábamosen Cacabelos, ciudad a unas cinco

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millas de Villafranca.

Eran cerca de las once, y mepareció mejor esperar al siguiente díaen aquel lugar que seguir sin dilación aVillafranca, exponiéndonos a loshorrores de la oscuridad en un caminosolitario y desconocido. Tomé elpartido de quedarme, pero no habíacontado con la huéspeda: en la primeraposada a que llamé respondieron que nopodían admitirnos, y menos aún a loscaballos, porque la cuadra estaba llenade agua. En la segunda -y en el pueblono había más que dos- una tosca vozme respondió desde la ventana casi conlas palabras de la Escritura: «Noimportunes; la puerta está ya cerrada, y

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mis hijos y yo estamos acostados; nopuedo levantarme para abrirte». Enrealidad, no tenía yo muchas ganas deentrar, porque la posada tenía pobrísimoaspecto; pero daba lástima ver a lospobres caballos manotear contra lapuerta, como si implorasen la entrada.

Ya no teníamos dónde escoger: sólonos quedaba continuar nuestro tristeviaje a Villafranca, hasta donde había,según nos dijeron, una legua corta, queresultó ser legua y media. No fue cosafácil salir del pueblo, porque nosperdíamos en el laberinto de suscallejuelas. Un muchacho de unosdieciocho años consintió, mediante laoferta de una peseta, en guiarnos, y

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después de muchas vueltas nos puso enun puente, diciéndonos que locruzáramos y siguiéramos el camino,que era el de Villafranca; recibió luegolo ofrecido y se marchó muy de prisa.

Seguimos sus indicaciones, no sinalguna sospecha de que pudierahabernos engañado. La noche era aúnmás oscura, de suerte que no se podíadistinguir cosa alguna, por muypróxima que estuviese. Los relámpagoseran más débiles y raros. Oíamos elrumor de los árboles y a veces ladridosde perros; pero este ruido cesó pronto yquedamos envueltos en silenciosastinieblas. Mi caballo, o por cansancio opor el mal estado del camino, tropezaba

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mucho; en vista de lo cual me apeé, yllevándolo por las riendas no tardé endejar a Antonio muy atrás.

Un gran trecho anduve de esemodo, cuando sobrevino un incidentemuy apropiado a la hora y al lugar. Ibayo por entre árboles y matorrales; depronto el caballo se detiene, y a pocome tira de espaldas. No sé cómo fue;pero el miedo, nunca sentido hastaentonces en la soledad ni en lastinieblas, me invadió súbitamente. Medisponía a hacer andar al caballocuando sentí ruido a mí derecha, yescuché con atención. El ruido parecíael de una o varias personas, abriéndosecamino a través de ramas y maleza.

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Cesó pronto y oí pasos en el camino.Era el andar lento y vacilante de gentesque transportan un objeto pesadísimo,casi superior a sus fuerzas, y me parecióoír la respiración anhelosa de hombresmuy fatigados. Hubo una breve pausa,durante la que me pareció quedescansaban en medio del camino.Luego se reanudaron los pasos, hastallegar al otro lado, y de nuevo oí loscrujidos de las ramas; continuó un pocode tiempo y gradualmente sedesvaneció.

Seguí mi camino, pensando en loque acababa de suceder y haciendoconjeturas sobre la causa. Losrelámpagos fulguraban de nuevo, y a su

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luz pude ver que me acercaba a unaselevadas y oscuras montañas. Lacaminata nocturna duraba tanto queperdí la esperanza de llegar a la ciudad,y entorné los ojos adormilado, aunquecontinuaba marchandomecánicamente, sin soltar la rienda delcaballo. De pronto una voz me gritó acorta distancia: « ¿Quién vive?»; al finhabía dado con el camino deVillafranca. La voz procedía de uncentinela del arrabal, uno de esossingulares migueletes, medio soldados,medio guerrillas, que en general empleael Gobierno de España en limpiar deladrones los caminos. Di la respuestausual: «España», y me acerqué al lugardonde estaba de plantón. Cambiamos

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unas palabras y me senté en una piedraa esperar a Antonio, que tardó bastanteen llegar. Le pregunté si se habíacruzado con alguien en el camino; perono había visto nada. La noche, o másbien la mañana, era aún muy oscura, apesar de un débil cuarto de luna que aratos se dejaba ver entre las nubes.Bajamos una calle a nuestra izquierda,que el miguelete nos indicó, para llegara la puerta de la ciudad. La calle eraempinada, no veíamos puerta ninguna,y no tardamos en ver detenidosnuestros pasos por una fila de casas yun muro. Llamamos a la puerta de doso tres de aquellas casas (en cuyos pisossuperiores había luces encendidas), conel fin de orientarnos, pero no nos

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oyeron o no nos hicieron caso. Hórridomaullar de gatos saludaba nuestrosoídos desde los tejados y desde losrincones oscuros, y me acordé de lallegada nocturna de don Quijote y suescudero al Toboso y sus inútilespesquisas por las desiertas calles enbusca del palacio de Dulcinea. Al finvimos luz y oímos voces en una casitaaislada, al otro lado de una especie defoso; tirando de los caballos llegamos ala puerta y llamamos; nos abrió unviejo, que por su traje me pareció unhornero, y no me equivoqué; en razónde su oficio estaba levantado a taleshoras. Le rogamos que nos indicase elcamino para entrar en la ciudad, y echódelante de nosotros por una angosta

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callejuela que arrancaba junto a su casa,diciendo que él mismo iba a llevarnos ala posada.

La calleja conducía directamente auna plaza, al parecer la del mercado, yya en ella detúvose nuestro guía anteuna casa de esquina, y llamó. Despuésde un buen rato se abrió una ventanadel piso alto, y una voz de mujer nospreguntó quiénes éramos. «Dos viajerosque acaban de llegar y buscan posada»,respondió el viejo. «No quiero que memolesten a estas horas de la noche -respondió la mujer-; querrán cenar y nohay nada en casa; que vayan a cualquierotra parte.» Cuando ya iba la mujer acerrar la ventana, grité que no

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necesitábamos cena, sino descanso paranosotros y los caballos, porqueveníamos desde Astorga y estábamosmuertos de cansancio. « ¿Quién es elque habla? -exclamó la mujer-. Esa vozseguramente es la de Gil, el relojeroalemán de Pontevedra. Bienvenido,compañero; llega usted a tiempo,porque tengo el reloj desarreglado.Siento haberle hecho a usted esperar;en seguida abro.»

Cerróse de golpe la ventana, y apoco brilló una luz entre las rendijas dela puerta; giró una llave en lacerradura, y entramos.

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Capítulo 25

Villafranca. - El puerto. -Simplicidad gallega. - Laguardia de la frontera. -La herradura. -Peculiaridades gallegas. -Una palabra sobre elidioma. - El correo. - Elhostelero y loshuéspedes. - Losandaluces.

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« ¡Ave María! -dijo la mujer-.¿Quién está aquí? Éste no es Gil, elrelojero.» «Que sea Gil o sea Juan -respondí- necesitamos posada, y lapagaremos.» Nuestro primer cuidadofue estabular los caballos, que estabanagotados; después tratamos deinstalarnos lo mejor posible. La casa eragrande y cómoda. Luego de beber unpoco de agua me tendí en el suelo deuna habitación sobre los colchones quetrajo la posadera, y en menos de unminuto me quedé profundamentedormido.

Me desperté muy entrada lamañana. Salí a la plaza del mercado,llena de gente. Alzando los ojos vi

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asomar sobre los tejados de las casas lospicos de unas montañas muy altas ysombrías. La ciudad está en unaprofunda hondonada y rodeada demontañas casi por todos lados. « ¡Quelpays barbare!», dijo Antonio, al reunirseconmigo. «Cuanto más lejos vamos,más salvaje parece todo. Empieza adarme miedo el viaje a Galicia. Medicen que tenemos que trepar por esasmontañas; se despearán los caballos.»Dejé la plaza del mercado y subí a lamuralla de la ciudad con ánimo dedescubrir la puerta por dondehabíamos entrado la noche precedente;pero no tuve mejor éxito con luz del solque en la oscuridad. En la dirección deAstorga la ciudad parecía estar

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herméticamente cerrada.

Deseoso de entrar en Galicia, ypareciéndome que los caballos sehabían hasta cierto punto repuesto delcansancio de la jornada anterior,montamos de nuevo y proseguimosnuestra ruta. Atravesamos un puente, yal instante nos vimos en un profundodesfiladero, por cuyo fondo seprecipitaba un impetuoso riachuelo,dominado a pico por la carretera quelleva a Galicia. Estábamos en elrenombrado puerto de Fuencebadón.

Es imposible describir el puerto nila región circunvecina, que contienealgunos de los más extraordinariospaisajes de España; a todo lo que aspiro

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es a trazar un débil e imperfectobosquejo. El viajero que sube el puertosigue durante casi una legua el cursodel torrente, cuyas márgenes,escarpadas en algunos sitios,descienden en otros suavemente hastael agua, y están pobladas de hermososárboles: robles, álamos y castaños. Alprincipio se ven numerosas aldehuelasde casas bajas, con techumbre deinmensas pizarras y aleros que casitocan el suelo.

Las aldeas son menos frecuentes amedida que el camino es más estrechoy escarpado, hasta que por últimodesaparecen poco antes del sitio en queel camino se aparta del riachuelo para

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no verlo más, si bien se oye todavía asus tributarios mugir en el fondo de lasramblas, o se los ve caer en delgadoschorros por los barrancos abajo. Todo esallí de insólita y agreste belleza. Laeminencia por donde trepa el caminose yergue a la derecha, mientras en elextremo opuesto de un profundobarranco se alza una montaña inmensa,a cuya cima apenas alcanza la vista.Pero lo más singular del puerto son loscampos o praderas suspendidos en lasvertientes. Cubiertos estaban, cuandoyo pasé, de exuberante hierba, y enmuchos de ellos los segadoresguadañaban, aunque parecía imposibleque un hombre pudiera tenerse en pieen terreno tan escarpado; los

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senderillos que corren en todasdirecciones parecen hilos tendidos en lafalda de la montaña. Un carro debueyes va serpenteando en torno de unpico elevadísimo; una de las ruedasqueda por completo al aire sobre laespantosa pendiente; el vértigo seapodera del cerebro y hay que apartarla vista con rapidez. Una nube seinterpone; cuando volvemos a mirar,los objetos de nuestra ansiedad handesaparecido. El camino es cada vezmás estrecho y tortuoso. Andadas dosleguas aún queda un tercio de la cuestapor subir. Todavía no es aquello Galicia;todavía se oye hablar castellano, muytosco, a la verdad, en las chozasmiserables levantadas en los apartados

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rincones por donde pasa el camino.

Poco antes de llegar a lo alto delpuerto una niebla espesa envolvió lascimas de las montañas. Comenzó alloviznar. «Éstas son las nieblas que losgallegos llaman brétima -dijo Antonio-,y abundan mucho en esta tierra.» « ¿Haestado usted ya otras veces enGalicia?», pregunté. «Non, mon maître;pero he servido en muchas casas dondehabía criados gallegos, y por esoconozco un poco sus costumbres y sulengua.» « ¿Y tiene usted buena opiniónde los gallegos?». «En manera alguna,mon maître; los hombres, en general,parecen muy rústicos y simples, peroson capaces de engañar al filou más listo

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de París; respecto de las mujeres esimposible vivir en la misma casa queellas, sobre todo si son camareras yacompañan a la señora; no hacen másque mover disensiones y disputas en lacasa, y contar habladurías de los otroscriados. Ya he perdido en Madrid dos otres colocaciones excelentes por culpade las camareras gallegas. Ya estamosen la raya, mon maître; me parece queeste pueblo debe de ser ya de Galicia.»

Entramos en el pueblo, situado enlo alto de la montaña, y como jinetes ycaballos estábamos cansadísimos,buscamos un sitio donde reparar lasfuerzas. Junto a la puerta del pueblohabía una casa ante la que se hallaban

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una o dos mulas y una jaca; pensé queaquélla sería la posada, y en efecto loera. Entramos: varios soldados estabantumbados en unos montones del henoque casi llenaba el local, parecido a unestablo. Todos eran de malísimoaspecto y muy sucios. Hablaban entre síen un dialecto de extraña sonoridad,que supuse sería el gallego. En cuantonos vieron, dos o tres se levantaron desus camas y corrieron al encuentro deAntonio, a quien saludaron con muchoafecto, llamándole companheiro. « ¿Dequé conoce usted a esta gente?», lepregunté en francés. «Ces messieurs sontpresque tous de ma connoissance -contestó-, et, entre nous, ce sont devéritables vauriens; casi todos son

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ladrones y asesinos. Aquel tuerto, quees el cabo, se escapó hace poco deMadrid con más que sospechas de estarcomplicado en un envenenamiento;aquí, en su tierra, está bastante seguro,y, como usted ve, lo emplean enguardar la frontera. Debemos seramables con ellos, mon maître; hay quedarles vino, o se ofenderán. Losconozco, mon maître; los conozco. ¡Hola!Posadero, traiga una azumbre de vino.»

Mientras Antonio convidaba a susamigos llevé los caballos a la cuadra;había que atravesar la casa, posada ocomo se la quiera llamar. La cuadra eraun miserable cobertizo, donde loscaballos se hundían hasta el menudillo

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en cieno y barro. Pedí cebada, pero medijeron que en Galicia no se usaba parapienso y era rarísima; en sustitución meofrecieron maíz, que los caballoscomieron sin reparo; tampoco se podíaencontrar paja, sustituida por henomedio verde. A fuerza de patalear en elfango de la cuadra, mi caballo perdióuna herradura, y en vano la busqué. «¿Hay herrador en el pueblo?», preguntéa un mozo de cuadra.

El mozo de cuadra: Sí, senhor, perosupongo que traerá usted consigoherradura, porque si no, a este caballotan grande no lo herrarán en el pueblo.

Yo: ¿Qué quiere usted decir? ¿Esque el herrador no sabe su oficio? ¿No

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puede poner una herradura?

El mozo de cuadra: Sí, senhor,puede poner una herradura si usted sela proporciona; pero en Galicia no hayherraduras para caballos, al menos porestos sitios.

Yo: ¿No es costumbre aquí herrar alos caballos?

El mozo de cuadra: Senhor, enGalicia no hay caballos; no hay más quejacas; los que traen caballos a Galicia -sólo un loco puede hacer tal- tienen quetraer también un repuesto deherraduras, porque aquí no la hay deese tamaño.

Yo: ¿Qué quiere decir eso de que

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sólo un loco puede traer caballos aGalicia?

El mozo de cuadra: Senhor, no haycaballo que resista los piensos y lasmontañas de Galicia sin enfermar; y sino se muere de una vez, le costará austed en veterinarios más de lo quevale. Además, un caballo no sirve aquíde nada, y en terreno tan quebrado nopuede prestar ni la décima parte delservicio que una yegüecilla puedehacer. Vea también, senhor , que sucaballo es entero; de cada veinte jacasque vea usted por los caminos deGalicia, diecinueve son yeguas; losmachos se envían a Castilla paravenderlos. Senhor, su caballo entrará en

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celo por esos caminos y atrapará unmuermo, que no tiene cura. Senhor, sóloa un loco se le ocurre traer un caballo aGalicia, pero hay que estar dos vecesloco para traer un entero, como usted hahecho.

- Extraño país es Galicia -dije yo; yme fui a consultar con Antonio.

Resultó que los informes del mozode cuadra eran literalmente exactos enlo referente a la herradura; por lomenos, el herrador del pueblo, a quienllevé mi caballo, contestó que no podíaherrarlo por carecer de herradurasadecuadas a sus cascos. Dijo queprobablemente tendríamos que llevarel caballo a Lugo, donde por haber

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guarnición de caballeríaencontraríamos acaso lo quenecesitábamos. Añadió, empero, que lamayor parte de los soldados decaballería iban montados en jacas delpaís, porque la mortalidad entre loscaballos traídos de país llano eraespantosa. Lugo estaba a diez leguas; alparecer no había por el momento otroremedio que tener paciencia, y tomadoalgún descanso seguimos el viaje,llevando los caballos por las riendas.

Estábamos en la cima de una de lasmás elevadas montañas de Galicia;anduvimos una legua por terreno llanoy empezamos a bajar. Cuando íbamospor la planicie, cubierta de tojos y jaras,

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dimos de súbito con media docena deindividuos armados de carabinas yvestidos con uniformes andrajosos. Alprincipio supusimos que eran bandidos;se trataba tan sólo de una patrulla desoldados destacada del pueblo queacabábamos de dejar, como escolta deun correo provincial. Nos rodearonclamando por cigarros, pero nocometieron grosería mayor. Como noteníamos cigarros, les di una monedade plata. Dos de los peor encaradostenían mucho empeño en que lespermitiésemos escoltamos hastaNogales, pueblo en que nosproponíamos pernoctar. «No se lopermita usted de ningún modo, monmaître -dijo Antonio-. Son dos asesinos

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famosos a quienes conocí en Madrid; enel primer barranco nos matarían pararobarnos.» Decliné cortésmente susofertas y partimos. «Al parecer, conoceusted a todos los salteadores deGalicia», dije a Antonio cuandobajábamos de la montaña.

- A esos dos individuos -replicó-losconocí cuando estuve de cocinero encasa del general O..., que es gallego;eran íntimos amigos del repostero.Todos los gallegos que hay en Madrid,cualquiera que sea su condición, seconocen; allí, al menos, son todosbuenos amigos y se ayudanmutuamente en cuantas ocasiones sepresentan. Si en una casa hay un criado

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gallego, seguramente la cocina se llenade paisanos suyos, y no tarda enadvertirlo el cocinero a costa suya,porque comúnmente se dan maña paradevorar cualquier regalillo que tenganreservado para sí y su familia.

Poco antes de la mitad de la cuestallegamos a una aldea. Al ver una fraguahicimos alto, con la débil esperanza deencontrar una herradura para micaballo, que por ir descalzo empezaba arenquear. Con gran alegríadescubrimos que el herrero poseía unaherradura de caballo, que algún tiempoantes se había encontrado en el camino.Después de machacarla y arreglarlamucho, el Vulcano gallego falló que

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serviría muy bien a falta de otra mejor;con lo cual montamos de nuevo ycontinuamos despacio el descenso.

Poco antes de ponerse el solllegamos a Nogales, aldea situada en unangosto valle, al pie de la montaña encuya travesía habíamos gastado el díaentero. Era un lugar en extremopintoresco. Montes escarpados,cubiertos de frondosos castañares, lorodeaban por todos lados. La aldeamisma estaba casi cobijada por losárboles; pegado a ella corría unmurmurante arroyuelo. Encontramosu n a posada regularmente espaciosa ycómoda.

Estaba yo débil y cansado, pero con

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pocas ganas de dormir. Antonioaderezó nuestra cena, o más bien lasuya, porque yo no tenía apetito.Sentado a la puerta, me entretuve encontemplar los bosques de las alturascircunvecinas o el agua del arroyuelo, yen escuchar a la gente que vagaba porallí, hablando en el dialecto del país.¡Qué extraña lengua es el gallego, consu acento quejumbroso y melodioso a lavez, y con su revoltijo de palabras devarios idiomas, pero sobre todo delespañol y del portugués! « ¿Entiendeusted lo que dicen?», pregunté aAntonio, que ya se había reunidoconmigo. «No lo entiendo, mon maître -respondió-. He aprendido muchaspalabras con los criados gallegos en las

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casas donde he servido, pero no puedoseguir una conversación. He oído decira los gallegos que no hay dos aldeasdonde se hable de la misma manera yque muchas veces no se entiendenentre sí. Lo peor del gallego es quetodos piensan al oírlo por primera vezque es facilísimo de aprender, porque acada momento perciben vocablos yaoídos antes; pero eso sirve tan sólo demayor extravío y embrollo y para quese entienda mal lo que se oye; mientrasque si ignorasen totalmente estalengua, aguzarían el oído paraentenderla, como me pasa a mí cuandooigo hablar vascuence, bien que noconozco más palabra de este idiomaque jaungicoa.»

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Al cerrar la noche me fui a la cama,donde estuve cuatro o cinco horasintranquilo y desvelado, porque aún noestaba limpio de fiebre. Mucho despuésde medianoche y cuando ibaquedándome dormido me espabiló ungran ruido en la calle y el resplandor deunas luces que entraban por la celosíade la ventana de mí cuarto. Unmomento después apareció Antonio amedio vestir. «Mon maître -dijo-, acabade llegar el correo de Madrid a LaCoruña con una gran escolta y enormenúmero de viajeros. Me dicen que elcamino de aquí a Lugo está infestadode ladrones y de carlistas que cometentodo género de atrocidades; debemosaprovecharnos de la ocasión y mañana

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al mediodía podemos estar en salvo enLugo.» Al instante me arrojé de la camay me vestí, diciendo a Antonio quefuese a disponer los caballos sintardanza.

Pronto estuvimos montados y en lacalle, en medio de una revueltamuchedumbre de hombres ycuadrúpedos. La luz de dos teas puestasdelante del correo brillaba en las armasde varios soldados, formados, alparecer, a ambos lados del camino; perola oscuridad no me permitía ver losobjetos claramente. El correo ibamontado en una yegua peluda; en elarzón y en la grupa llevaba sendossacos de cuero, tan grandes que casi

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tocaban al suelo. Durante un cuarto dehora todo fue confusión, ir y venir,gritos y batahola; al cabo de ese tiempose dio la orden de marcha. Apenashabíamos salido del pueblo se apagaronlas teas y quedamos casi en totalestinieblas; marchábamos entre árboles,como se dejaba conocer por el rumor delas hojas en torno nuestro. Mi caballoiba muy intranquilo, relinchabamedrosamente y a veces se encabritaba.«Si su caballo de usted no setranquiliza, tendremos que pegarle untiro -dijo una voz con acento andaluz-;descompone toda la comitiva.» «Seríauna lástima, sargento -repliqué-,porque es cordobés por los cuatrocostados; no está hecho a los caminos

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de este país bárbaro.» « ¡Oh! ¿Es deCórdoba? -dijo la voz-; vaya, no lo sabía;yo también soy cordobés. ¡Pobrecito!Déjeme usted palparlo; sí, en el peloconozco que es paisano mío. La verdad,matarle... ¡ Vaya!, me gustaría ver algallego del demonio que se atreva ahacerle daño. País bárbaro, yo lo creo: niaceite, ni olivos, ni pan, ni cebada. Demodo que usted ha estado en Córdoba;vaya, hágame el favor de aceptar estecigarro.»

De esa manera anduvimos variashoras por montes y valles, casi siemprea muy lento paso. Los soldados de laescolta cantaban de tiempo en tiempocanciones patrióticas, respirando amor

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y adhesión a la joven reina Isabel y odioal feroz tirano Carlos. Una de las coplasque oí decía, sobre poco más o menos:

Duro tiene el corazón

Don Carlos, viejo cruel,

Y sólo seis años cuenta,

Niña inocente, Isabel.

Al romper el día me encontré enmedio de una procesión de doscientas otrescientas personas, algunas a pie, lamayoría montadas en mulas o yeguas;no vi un solo caballo, fuera del mío y elde Antonio. Unos pocos soldados ibandiseminados a lo largo del camino. Elpaís era montuoso, pero no tanto ni tan

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pintoresco como el que habíamosatravesado el día anterior; casi todo élestaba dividido en pequeños camposplantados de maíz. Cada dos o tresleguas se relevaba la escolta en algúnpueblo donde había tropas destacadas.La mayor parte de las veces los puebloseran un conjunto de miserables chozas,con techumbre de bálago, empapada dehumedad y cubierta frecuentemente devegetación silvestre. Había montonesde estiércol delante de las puertas yabundaban los charcos y lodazales.Enormes cerdos pululaban mezcladoscon chiquillos en cueros. El interior delas chozas correspondía a su aparienciaexterna: estaban llenas de suciedad ymiseria.

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Llegamos a Lugo a las dos de latarde. Durante las dos o tres últimasleguas, el cansancio, nacido de la faltade sueño y de mí pasada enfermedad,me agobiaba tanto que fuicontinuamente dormitando en la silla,sin enterarme apenas de lo que estabapasando. Nos alojamos en una vastap o s a d a extramuros de la ciudad,edificada en una elevación del terreno,desde donde se descubría una extensavista hacia el Este. Poco después dellegar empezó a llover a torrentes, y asícontinuó sin cesar los dos díassucesivos, cosa que me afligió poco,pues pasé todo ese tiempo en la cama ycasi puedo decir que dormitando. En latarde del tercer día me levanté.

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Había en la casa bastante bullicio,producido por la llegada de una familiaprocedente de La Coruña; venía en ungran coche de viaje, escoltado porcuatro carabineros. La familia era másbien numerosa: se componía del padre,un hijo y once hijas; la mayor, de unosdieciocho años. Un individuo demiserable aspecto, de chaqueta ysombrero de copa alta, les servía decriado. Llegaron muy mojados,tiritando; todos parecían muydesconsolados, especialmente el padre,hombre de mediana edad, de buenapresencia.

- ¿Podremos alojarnos en estaf onda? -preguntó con dulce voz al

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dueño.

- Sin duda alguna -replicó elhostelero-; nuestra casa es grande.¿Cuántas habitaciones necesita sumerced para su familia?

- Con una tendremos bastante -contestó el forastero.

El huésped, que por ser gotoso ibaapoyado en un palo, miró un momentoal viajero y luego a cada individuo desu familia, sin olvidar al criado, y conun ligero encogimiento de hombros portodo comentario, les mostró el caminode un aposento donde había dos o trescamas con colchones de borra, aposentoque yo rechacé a mí llegada por

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pequeño, oscuro e incómodo;abriéndolo bruscamente, preguntó siles servía.

- Es un poco pequeño -repuso elseñor-; pero creo que nos servirá.

- Me alegro mucho -replicó elhuésped-. ¿Hay que preparar cena parasu merced y su familia?

- No, gracias -contestó el forastero-.Mi criado mismo preparará lo poco quenecesitamos.

Entregada la llave al criado, toda lafamilia se ocultó en la habitación, nosin despedir antes a la escolta,gratificando al jefe de los carabineroscon una peseta. El hombre estuvo medio

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minuto contemplando la propinabrillar en la palma de su mano; luego,con un brusco ¡vamos!, giró sobre lostalones y, sin despedirse de nadie, sefue con los hombres a sus órdenes.

- ¿Quiénes serán esos forasteros? -pregunté al huésped cuando estábamoslos dos sentados en un ancho corredorabierto en un lado de la casa y queocupaba todo aquel frente.

- No lo sé -contestó-; pero por suescolta supongo que tienen algúnempleo oficial. No son de por aquí yestoy casi seguro de que son andaluces.

A los pocos minutos se abrió lapuerta de la habitación ocupada por los

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forasteros y apareció el criado con unavasija en la mano.

- Señor patrón -preguntó-, ¿me haceel favor de decirme dónde puedocomprar un poco de aceite?

- En la casa lo hay -replicó elhuésped-, si es que necesita ustedcomprar; pero si, como es probable,supone usted que al vendérseloqueremos ganar un cuarto, puede ustedir a comprarlo a la calle. Es lo que yome figuraba -continuó el huéspedcuando el criado se fue a su recado-:son andaluces y van a hacer lo quellaman un gazpacho para cenar. ¡Quétacañería la de esos andaluces! Vienen asacarle el jugo a Galicia y les molesta

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que el pobre posadero se gane un cuartovendiéndoles el aceite para el gazpacho.Una cosa le aseguro a usted, señor:cuando el criado vuelva y pida pan yajos para mezclarlos con el aceite, lediré que no lo hay en casa; si hacomprado el aceite fuera, lo mismopuede comprar el ajo y el pan; sí, porcierto; y para el caso, el agua también.

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Capítulo 26

Lugo. - Los baños. - Unahistoria de familia. - Losmigueletes. - Las trescabezas. - Un veterinario.- La escuadra inglesa. -Venta de Testamentos. -La Coruña. - Elreconocimiento. - LuigiPozzi. - La especulación. -John Moore.

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En Lugo encontré un librero ricopara quien me habían dado en Madriduna carta de recomendación. De buengrado se encargó de la venta de mislibros. El Señor se dignó favorecer loshumildes esfuerzos que por su causahice en Lugo. Treinta ejemplares delNuevo Testamento llevé allí y en unsolo día se vendieron. El obispo de laciudad -Lugo es sede episcopal comprópara sí dos ejemplares, y varios curas yfrailes exclaustrados, en lugar de seguirel ejemplo de sus hermanos de Leónpersiguiendo la obra, hablaron bien deella y recomendaron su lectura. Ante lagran demanda que hubo meapesadumbró que mi repuesto de librosestuviese exhausto; si hubiera podido

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reponerlo, se habrían vendido cuatroveces más libros en los pocos días quepermanecí en Lugo.

Lugo cuenta unos 6.000 habitantes.Está situado en una elevación delterreno; antiguas murallas lodefienden. Carece de edificios notables;la misma Catedral es de pocaimportancia. En el centro de la ciudadse encuentra la plaza del mercado,ligera y alegre, sin las macizas ypesadas fábricas que los españoles, asíen tiempos pasados como en losmodernos, acostumbran levantar entorno de sus plazas. Es cosa singular queLugo, ciudad de muy escasaimportancia en nuestros días, fuese en

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otros tiempos capital de España19

; tal ocurría en la época de los romanos, que,por ser un pueblo no muy dado a guiarse por el capricho, tendrá, sin duda, razones muy valiosas para preferir esa localidad.

Hay muchas reliquias romanas enlas cercanías; la más importante son lasruinas de las antiguas termasmedicinales en la ribera sur del Miño,que serpentea por el valle al pie de laciudad. En esos sitios el Miño es un ríocon altas y escarpadas márgenes, muypobladas de árboles.

Una tarde visité los baños encompañía de mí amigo el librero.

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Fueron construidos sobre unosmanantiales calientes que vierten sucaudal en el río. A pesar de su estadoruinoso, se hallaban atestados deenfermos, que esperaban mejorar conlas aguas, famosas todavía por suscualidades salutíferas. Extrañoespectáculo ofrecían los pacientes,vestidos con túnicas de franela muyparecidas a mortajas, sumergidos en elagua caliente, entre los sillaresdesencajados, envueltos en nubes devapor.

Tres o cuatro días después de míllegada hallábame sentado en elcorredor que, como ya he dicho,ocupaba un frente entero de la casa. El

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cielo estaba despejado y el sol radianteanimaba con su luz todas las cosas. Depronto se abrió la puerta del aposentoocupado por los forasteros y salió todala familia, con excepción del padre,quien, supuse yo, debía de estar fuera,ocupado en sus asuntos. El míserocriado cerraba la marcha y al salir de lahabitación cerró cuidadosamente lapuerta y se guardó la llave en elbolsillo. El hijo y las once hijas ibanmuy bien vestidos: el muchacho, conpantalones y chaqueta de corte inglés;las muchachas, de blanco inmaculado.La familia era, en general, bienparecida, de ojos negros y tez olivácea;pero la hija mayor era de notablehermosura. Se colocaron en los bancos

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del corredor, y el desarrapadodoméstico se sentó con sus amos sinceremonia alguna. Estuvieron un buenrato callados, mirando con ojosdesconsolados las casas del arrabal y lospardos muros de la ciudad, hasta que lahija mayor, o s eñor i t a , como lallamaban, rompió el silencio con un «¡Ay Dios mío!»,

El criado: ¡Ay Dios mío! A bonitatierra hemos venido a parar.

Yo: No veo por qué les parece austedes tan malo un país que por sunaturaleza es el más rico y abundantede toda España. Cierto que lageneralidad de los habitantes están enla miseria; pero la culpa es suya, no de

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la tierra.

El criado: Caballero, el país eshorrible; no diga usted que no. Lasseñoritas, el señorito y yo estamosespantados; hasta su merced lo estátambién y dice que hemos venido a estatierra a expiar nuestros pecados. Todoslos días llueve, y ésta es casi la primeravez que vemos el sol desde quellegamos. No cesa de llover y no puedeuno salir a la calle sin meterse en elf ango hasta el tobillo y luego no seencuentra una casa.

Yo: No lo entiendo. Me parece quehay casas de sobra en la población.

El criado: Dispense usted, señor.

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Ayer alquiló su merced una casa portres reales y medio al día; pero cuandola señorita la vio, se echó a llorar y dijoque aquello no era una casa, sino unaperrera; entonces su merced pagó larenta de un día y rompió el trato. ¡Tresreales y medio diarios! En nuestro paíspodríamos tener un palacio por esedinero.

Yo: ¿De qué país vienen ustedes?

El criado: Caballero, usted pareceun señor muy decente y le voy a contarnuestra historia. Somos de Andalucía, ysu merced era el año pasadorecaudador general de contribucionesen Granada; tenía catorce mil reals desueldo, con lo que nos dábamos traza

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para vivir bastante bien, sin perder lasfunciones de toros, y cuando no lashabía, las de novillos, y alguna que otravez a la ópera. En una palabra:vivíamos con holgura y sin privamos dediversiones; tanto que su mercedpensaba últimamente comprarle uncaballo al señorito, que tiene catorceaños y ha de aprender a montar ahora onunca. Pero el Ministerio cambió,caballero, y los nuevos ministros, queno eran amigos de su merced, lequitaron el empleo. Caballero, desdeaquella bendita tierra de Granada,donde nuestro sueldo era de catorcemil reals, nos han trasladado a Galicia, aesta fatal ciudad de Lugo, y su mercedtiene que contentarse con diez mil, a

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todas luces insuficientes para sostenernuestras antiguas comodidades. ¡Adióslas funciones de toros y de novillos y laópera! ¡Adiós la esperanza de tener uncaballo para el señorito! Caballero,estoy desesperado. ¡Calle, calle poramor de Dios; yo no puedo hablar más!

Conocida su historia, ya no measombró que el recaudador generaldesease ahorrar un cuarto en la compradel aceite para su gazpacho y el de sufamilia de once hijas, un hijo y uncriado.

Estuvimos en Lugo una semana ycontinuamos el viaje a La Coruña,distante unas doce leguas. Noslevantamos antes de rayar el día para

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aprovechar la escolta del correo, encuya compañía hicimos unas seisleguas. Se hablaba mucho de ladrones yde partidas volantes de facciosos, razónpor la que nuestra escolta eraconsiderable. A unas cinco o seis leguasde Lugo, la guardia de soldadosregulares fue relevada por un pelotónde cincuenta migueletes. Todos teníanaspecto de bandidos; pero nunca habíavisto yo gente de tan bárbarahermosura. Hallábanse todos en la florde la edad; eran de elevada estatura, demiembros hercúleos; usaban reciaspatillas y caminaban con aire fanfarrón,como si provocaran el peligro y lodesdeñaran. Contrastaban sobremanera con los soldados que nos

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escoltaron hasta allí, pobres muchachosde dieciséis y dieciocho años, sin vigorni actividad. El traje peculiar de losmigueletes, si a algo militar se parece,es al que usaban antiguamente losmarinos ingleses. Llevan un sombrerocaracterístico y, generalmente,polainas; sus armas son el fusil y labayoneta. El color de su vestido es deordinario pardo oscuro. Guardan muypoca o ninguna disciplina, tanto en lasmarchas como en la acción. Sonexcelentes tropas irregulares y enservicio de guerra se les emplea consingular utilidad comoescaramuzadores. Sus funcionespropias se asemejan, sin embargo, a lasde la policía y están encargados de

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limpiar de ladrones los caminos, para locual se hallan en cierto respecto muybien preparados, porque, en general,todos son ladrones durante algunaépoca de su vida. No es fácil decir porqué los llaman migueletes; lo másprobable es que deriven su nombre delde un antiguo jefe. Tengo pocas noticiasacerca de este cuerpo y no puedo, portanto, entrar en detalles; lo siento,porque sin duda ha de haber muchascosas notables que decir acerca de él.

Cansado de la marcha lenta delcorreo, resolví adelantarme,arrostrando el peligro; cometí con esouna imprudencia no pequeña, puesestuve a punto de caer en manos de los

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ladrones. De súbito dos individuos seme plantaron delante apuntándomecon sus escopetas y las hubierandescargado sobre mí, probablemente, sino se llegan a asustar al oír el ruido delcaballo de Antonio, que me seguía amuy corta distancia. El suceso ocurrióen el puente de Castellanos, lugarfamoso por los robos y muertes que enél se hacían y muy a propósito paratales empresas, porque está en el fondode un profundo barranco, rodeado deagrestes y desoladas montañas. Uncuarto de hora antes tan sólo habíapasado yo junto a tres horribles cabezasclavadas en sendos palos al borde delcamino; eran las de un capitán deladrones y dos cómplices suyos,

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apresados y ejecutados dos meses antes.Su principal guarida eran lasinmediaciones del puente; tenían porcostumbre arrojar los cuerpos de susvíctimas a las profundas y negras aguasque corrían impetuosas por debajo.Aquellas tres cabezas no se borraránjamás de mí memoria, particularmentela del capitán, puesta en un palo másalto que el de las otras dos: sus largoscabellos ondeaban al viento, y lasfacciones, ennegrecidas y torcidas,hacían, bañadas de sol, una muecaburlona. Los individuos que meecharon el alto eran restos de lacuadrilla.

Llegamos a Betanzos muy entrada

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la tarde. La ciudad está en una ría, acierta distancia del mar y a unas tresleguas de La Coruña. Altas montañas larodean por tres lados. Durante casi todoel día el tiempo estuvo cubierto yamenazador; al llegar a Betanzos, ladensidad y pesadez de la atmósferaeran insoportables. Por todas partes losmalos olores asaltaban nuestro órganoolfatorio. Las calles estaban muy sucias,las casas también y singularmente laposada. Entramos en el establo; estabasembrado de algas podridas y otrosdesperdicios, donde se revolcaban loscerdos. Alrededor zumbaban lasmoscas, muy gordas y asquerosas. «¡Esto es una peste!», exclamé. Pero nohabía otra cuadra y tuvimos que atar

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los infelices animales a tan suciospesebres. El único pienso que pudimosdarles fue maíz. Al anochecer losllevamos a beber en el riachuelo quepasa por Betanzos. El entero bebió conansia; pero al volver a la posada notéque estaba triste y que llevaba la cabezacaída. Apenas ocupó de nuevo su plazale acometió una tos muy honda ybronca. Recordé lo que me había dichoel mozo de cuadra en la montaña: «Esun loco el que trae un caballo a Galicia,y dos veces loco si trae un entero».Durante la mayor parte del día elcaballo anduvo en medio de un tropelde cien yeguas lo menos y se excitómucho. Con la tos le entró un temblorviolento. Me procuré un cuartillo de

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aguardiente anisado y, con ayuda deAntonio, le di friegas casi durante unahora, hasta que el pelo se le cubrió deblanca espuma; pero la tos le iba enaumento; tenía la mirada fija y losmiembros rígidos.

- ¡No hay más remedio quesangrarlo! -dije-. Corre a buscar alveterinario.

Llegó el veterinario.

- Va usted a sangrar el caballo -exclamé- y a sacarle una azumbre desangre.

El albéitar miró al animal y seencaminó a la puerta.

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- ¿Adónde va usted? -pregunté.

- a mí casa -respondió.

- Pero ¡si le necesitamos a ustedaquí!

- Ya lo comprendo -repuso-. Y poreso me voy.

- Tiene usted que sangrar el caballoo se me morirá.

- Lo sé -dijo el albéitar-; pero no losangro.

- ¿Porqué?

- No lo sangro más que con unacondición.

- ¿Con cuál?

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- ¡Con cuál! Que me pagará usteduna onza de oro.

- ¡Sube corriendo a buscar elestuche de piel! -dije a Antonio.

Trajo el estuche, tomé un flemeancho y, con ayuda de una piedra, lointroduje en la vena principal de unapata del caballo. Al principio la sangreno quería salir; al fin, a fuerza de frotes,comenzó a manar y acabó por correr enabundancia; así estuvo una media hora.

- El caballo se va a desmayar, monmaître -dijo Antonio.

- Sostenle firme -respondí- y dentrode diez minutos cerraré la vena.

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La cerré, en efecto, y mientras lohacía me puse a mirar al albéitar a lacara, arqueando las cejas.

- ¡Carracho, qué diablo de brujo! -musitó el albéitar al marcharse-. ¡A él síque le sangraría yo si tuviese aquí elcuchillo!

Por la noche volvimos a sangrar alcaballo y con esta segunda sangría sesalvó. A la mañana siguiente empezó acomer.

A otro día salimos para La Coruña,llevando los caballos por la brida. El díaera espléndido y nuestro paseodelicioso. Íbamos bajo los árboles, muyaltos y sombrosos, que bordean la ruta

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desde Betanzos hasta ya cerca de LaCoruña. Nada tan risueño y alegrecomo el país circunvecino. Los viñedosabundaban en las inmediaciones de lasaldeas por donde atravesábamos, ymillones de plantas de maíz erguían susaltas cañas y desplegaban sus anchashojas verdes en los campos. A las treshoras de camino columbramos la bahíade La Coruña, en la que, no obstanteestar aún a una legua de distancia,vimos tres o cuatro grandes navíosanclados. « ¿Pertenecerán los navíos aEspaña?», me pregunté. En la aldeainmediata nos dijeron que la nocheanterior había llegado una escuadrainglesa; se ignoraba con qué objeto.

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- Sin embargo -continuó nuestroinformador-, parece seguro que traenalgún designio sobre Galicia. Esosextranjeros son la ruina de España.

Nos alojamos en la que llaman calleReal, en una excelente fonda o posada,regida por un individuo bajo y grueso,de aspecto bastante risible, genovés porsu cuna. Estaba casado con unavascongada alta, fea, pero de buengenio, que le había dado un hijo y unahija. Al parecer, la mujer había llevadoconsigo poco tiempo antes a todas susparientes guipuzcoanas, que en númerode nueve llenaban en la casa los oficiosde camareras, cocineras y fregatrices;todas eran muy feas, pero de buen

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natural y en extremo parlanchinas.Durante el día entero atronaban la casacon su excelente vascuence y sumalísimo castellano. El genovés, por elcontrario, hablaba poco; una razónpoderosa hubiera podido aducir paraello: llevaba treinta años en España yhabía olvidado su idioma nativo, sinaprender el español, que hablababastante mal.

Reinaba en La Coruña grananimación y bullicio con motivo de lallegada de la escuadra inglesa; pero aldía siguiente la flota se marchó parahacer un breve crucero por elMediterráneo y en el acto volvió todo asu curso normal.

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Tenía yo en La Coruña un repuestode quinientos Testamentos, con los queme proponía abastecer las principalesciudades gallegas. En seguida quellegué se publicaron los anunciosusuales, y el libro se vendióregularmente -unos siete u ochoejemplares diarios, por término medio-.Al leer estos detalles no faltará acasoquien sienta la tentación de decir: «Esasminucias no valen la pena demencionarlas». Pero los que tal creandeben pensar que hasta muy pocosmeses antes de la fecha a que merefiero la existencia misma delEvangelio era casi desconocida enEspaña y que necesariamente había deser empeño difícil inducir a los

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españoles, gente que lee muy poco, acomprar una obra como el NuevoTestamento, de primordial importanciapara la salud del alma, es cierto, peroque ofrece pocas esperanzas dediversión a los espíritus frívolos ycorrompidos. Esperaba yo presenciarlos albores de una época mejor y másilustrada y me regocijaba pensando queen la infeliz y desalumbrada España sevendía ya el Nuevo Testamento,aunque en corta cantidad, desdeMadrid hasta las más distantespoblaciones gallegas, en un trayecto decasi cuatrocientas millas.

La Coruña se alza en una penínsulaque tiene por un lado el mar y por otro

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la famosa bahía.

La ciudad se divide en vieja ynueva; esta última fue probablementeen otros tiempos un mero arrabal. Laciudad vieja, desolada y en ruinas, estáseparada de la ciudad nueva por unancho foso. La ciudad moderna esmucho más agradable y contiene unacalle suntuosa, la calle Real, residenciade los principales comerciantes. Unrasgo singular de esta calle es que todaella está pavimentada con losas demármol, por las que circulan caballeríasy carros como si fuese un pavimentoordinario.

Es un dicho proverbial entre loscoruñeses que en su ciudad hay una

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calle tan limpia que se puede comer enella la puchera sin el más leve reparo.Sin duda el dicho podrá ser ciertodespués de una de las lluvias que contal frecuencia empapan el suelo deGalicia y dejan el piso de la calle muylustroso. La Coruña fue en tiempospasados una plaza comercialimportante; pero la mayor parte deltráfico se ha trasladado últimamente aSantander, ciudad situada a muchadistancia de La Coruña, en direccióndel golfo de Vizcaya.

- ¿Va usted a ir a Santiago, Giorgio?Si fuese usted allá, me haría el favor dellevar un recado a un pobrecompatriota mío -dijo una voz en inglés

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cerrado, estando yo una mañana a lapuerta de mí posada, en la calle Real deLa Coruña.

Miré en torno y vi un hombre cercade mí, en pie junto a la puerta de unatienda contigua a la posada.Representaba sesenta y cinco años; erapálido su rostro y la nariz notable porsu color rojo. Vestía un ampliosobretodo verde, tenía en la boca unalarga pipa de barro y en la mano unavara.

- ¿Quién es usted y quién es sucompatriota? -pregunté-. No le conozcoa usted.

- Pues yo a usted, sí -replicó el

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hombre-. Usted me compró el primercuchillo que vendí en el mercado de N.

YO: ¡Ah! Ahora le recuerdo austed, Luigi Pozzi, y me acuerdo muybien, además, de las veces que fui,siendo un chiquillo, hace ya veinteaños, a la tiendecita de usted y le oíahablar en milanés con sus compatriotas.

LUIGI: Aquéllos eran tiemposdichosos para mí. ¡Oh!, si supiera ustedcon qué fuerza reaparecieron en mimemoria cuando le vi a usted detenersea la puerta de la posada. Al instante memetí dentro, cerré la tienda, me eché enla cama y lloré.

YO: No veo motivo para que eche

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usted tan de menos aquellos tiempos.Cuando yo le conocí a usted enInglaterra, era usted buhonero; a vecesponía un tenducho en el mercado deuna ciudad rural. Ahora me loencuentro en un puerto español,propietario, por lo visto, de una tiendaimportante. No veo por qué se quejausted del cambio.

LUIGI: (Arrojando la pipa al suelo.)¡Quejarme del cambio! ¿Sabe usted unacosa? Inglaterra es el paraíso de lospiamonteses y milaneses,especialmente de los de Como. Jamásnos entregamos al descanso que nosoñemos con ella, ya estemos ennuestro país, ya en tierra extranjera,

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como yo ahora. ¡Quejarme del cambio!¡Y que eso lo diga un inglés! Prefieroser miserable vagabundo en Inglaterraque dueño y señor de todo en diezleguas a la redonda del lago de Como, yotro tanto dirán todos mis compatriotasque han estado en Inglaterra,dondequiera que se encuentren. Puedoenseñarle diez cartas de otros tantoscompatriotas residentes en América,donde se han hecho ricos, y prosperan,y son hombres principales; pues bien:todas las noches, cuando sus cabezasreposan en la almohada, sus almas

auslandra20

y van arrastradas aInglaterra y hacia sus verdes campos.Llegan allí en alas del ensueño, ponen

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sus cajas en el suelo y van mostrando alos honrados campesinos, a sus mujerese hijas, espejillos y otras chucherías y,como antaño, las venden entre regateosy chuscadas. Al caer la tarde vuelven,como en los tiempos pasados, a lastabernas a comer las tostadas de pan yel queso ya beber la cerveza de Suffolky a escuchar los ruidosos cantares yalegres chanzas de los labradores. Puessi echan de menos Inglaterra y sueñancon ella los que están en América, paíspróspero, según reconocen ellosmismos, favorable a los piamonteses ymilaneses, cuánto más la echará demenos quien, como yo, lleva tantosaños en España, en esta espantosaciudad de La Coruña, sosteniendo un

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comercio ruinoso y donde se pasan losmeses sin ver una cara inglesa ni oíruna palabra del bendito idioma inglés.

YO: Con tal predilección porInglaterra, ¿qué le movió a usted adejarla y a venir a España?

LUIGI: Se lo diré a usted. Haceunos dieciséis años se apoderó decuantos estábamos en Inglaterra undeseo general de ser algo más de lo quehasta entonces habíamos sido:buhoneros, vagabundos; deseabanademás -el hombre nunca estácontento- ver tierras nuevas: la mayorparte se fue de Inglaterra y donde anteshabía diez apenas si quedó uno. Casitodos se fueron a América, país muy

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favorable, como ya le he dicho a usted,para nosotros los naturales de Como.Bueno; todos mis amigos y parientesatravesaron el mar; yo también meempeñé en viajar; pero en vez de irmecon los otros al Oeste, a un país dondetodos han prosperado, se me ocurrióvenir a esta tierra de España, dondecuantos extranjeros se establecenmueren de tristeza, más tarde o mástemprano. Se me metió en la cabeza laidea de que podía hacer fortuna degolpe trayendo un cargamento deartículos ingleses baratos, como los quevendía yo de ordinario a los aldeanosde Inglaterra. Fleté medio barco paramis artículos, porque en Inglaterrahabía ganado algún dinero con mí

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humilde tráfico, y llegué a La Coruña.Aquí empezaron de golpe miscontrariedades; los desengañossucedían a los desengaños. Conextremada dificultad obtuve permisopara desembarcar las mercancías, y esoa costa de un gran sacrificio ensobornos, propinas y cosas parecidas.Apenas establecido, vi que el comercioera aquí muy escaso y que mis génerosse vendían muy lentamente y a preciode coste o poco más. Pensé marcharmea otra parte; pero me dijeron quetendría que dejar aquí mis existencias, amenos de pagar nuevas propinas queme hubiesen arruinado. De este modohe resistido catorce años, vendiendoapenas lo bastante para pagar el

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alquiler de la tienda y mantenerme, asícontinuaré hasta que me muera o hastaque se me acaben los géneros. En malahora me fui de Inglaterra para venir aEspaña.

YO: ¿Me ha dicho usted que tieneun compatriota en Santiago?

LUIGI: Sí; un pobre hombre, muyhonrado, que, como yo, ha tenido laextraña suerte de venir a parar aGalicia. A veces me las arreglo paramandarle algunos géneros que vendeen Santiago con más ganancia que yoaquí. Es hombre feliz, porque no havisto Inglaterra e ignora la diferenciaentre los dos países. ¡Oh campiñasinglesas, quién os volviera a ver! ¡Y

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aquellas cervecerías! ¡Y lo que más valede todo, la buena fe de la gente y laseguridad personal! He viajado portoda Inglaterra y en ninguna parte metrataron mal, salvo una vez en el Norte,ciertos papistas a quienes aconsejé queabandonaran sus pantomimas yasistieran al culto anglicano, comohacía yo y como todos mis compatriotashacían en Inglaterra; porque, sépalousted, signor Giorgio, todos nosotros, yafuésemos piamonteses, ya naturales deComo, veíamos con muy buenos ojos lareligión protestante, cuando no éramosmiembros efectivos de ella.

YO: ¿Qué se propone usted hacerahora, Luigi? ¿Qué esperanzas tiene?

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LUIGI: Mis esperanzas estánborradas, Giorgio; mi único propósito esmorirme en La Coruña, acaso en elhospital, si es que me admiten. Haceaños todavía pensaba en marcharme,aunque fuese dejándolo todoabandonado, para volver a Inglaterra oirme a América; pero ahora esdemasiado tarde, Giorgio; demasiadotarde. Cuando perdí todas misesperanzas, me di a la bebida, a la quenunca tuve antes afición, y ahora soy loque supongo habrá usted adivinado.

- Para todos hay esperanza en elEvangelio -dije yo-, incluso para usted.Le enviaré a usted uno.

En la ciudad vieja, mirando al Este,

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hay una pequeña batería cuyo murobañan las aguas de la bahía. Es un lugarapacible, desde donde se descubre unaextensa vista. La batería ocupa unasochenta varas en cuadro; algunosarbolillos crecen por allí y sirve másque nada de lugar de esparcimiento delos coruñeses.

En el centro de la batería está latumba de Moore, levantada por loscaballerescos franceses, enconmemoración de la muerte de suheroico antagonista. Es de formaoblonga, rematada por una piedra, y encada lado ostenta uno de esos sencillosy sublimes epitafios en que nuestrosrivales son maestros y que tan fuerte

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contraste hacen con las pretenciosas ehinchadas inscripciones que deformanlos muros de la Abadía de Westminster:

JOHN MOORE,

Jefe del ejército inglés. Muerto enel campo de batalla.

1809.

La tumba es de mármol; rodéala unmuro cuadrangular, alto parapeto detosco granito; pegado a cada esquina,emerge del suelo la culata de unenorme cañón de bronce, destinado adar solidez al muro. Estasconstrucciones exteriores no son obrade los franceses, sino del Gobiernoinglés.

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Allí yace el héroe, casi a la vista dela gloriosa colina donde, revolviéndosecontra sus perseguidores como un leónacosado, terminó su carrera. Muchosganan la inmortalidad sin buscarla ymueren antes de que sus primerosrayos doren su nombre; de éstos fueMoore. El general, al huir de Castillacon sus desalentadas tropas, hostigadopor un enemigo impetuoso y terrible,no soñaba que estaba a punto dealcanzar lo que muchos hombres,mejores y más grandes, aunque nociertamente más valientes que él, handeseado en vano. Sus mismosinfortunios, la desastrosa retirada, lasangrienta muerte y su tumba en paísextranjero, lejos de sus parientes y

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amigos, aseguraron su fama inmortal.Apenas hay un español que no conozcade oídas esta tumba y que no hable deella con respeto. Afirmase que con elgeneral hereje fueron sepultadostesoros inmensos, aunque nadie aciertaa decir para qué fin. De creer a losgallegos, los demonios de las nubespersiguieron a los ingleses en su fuga ylos atacaron con torbellinos y mangasde agua cuando se esforzaban porremontar los tortuosos y empinadossenderos de Fuencebadón; otrasleyendas aún más groseras se cuentanacerca del modo cómo cayó el valerosogeneral. Sí; la inmortalidad hacoronado las sienes de Moore, inclusoen España, tierra del olvido, por donde

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el Guadalete, el antiguo Leteo, fluye.

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Capítulo 27

Compostela. - ReyRomero. - El buscador detesoros. - Proyectosrisueños. - El derecho deasilo. - Riquezas ocultas. -El canónigo. - Ellocalismo. - La lepra. -Los huesos de Santiago.

En los comienzos de agosto mehallé en Santiago de Compostela. Hiceel viaje desde La Coruña en compañía

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del correo, a quien escoltaba una fuertepatrulla de soldados, a causa de laperturbación de la comarca, infestadade bandidos. Desde La Coruña aSantiago no hay más que diez leguas,pero el viaje duró día y medio. Fue muyagradable: el terreno era muy variado ybello, alternando los montes y losvalles; en muchos sitios, frondososárboles de variadas especies cobijabanbajo su espléndido follaje el camino.Centenares de viajeros a pie o a caballose aprovecharon de la defensa que laescolta ofrecía; el temor a los ladronesera grande. Dos o tres veces se dio laseñal de alarma durante el viaje; perollegamos a Santiago sin ser atacados.

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Santiago se alza en una planicieamena, rodeada de montañas; la másnotable es una de forma cónica,llamada Pico Sacro, de la que secuentan muchas leyendas maravillosas.Santiago es una ciudad vieja muy bella,de unos veinte mil habitantes. Hubotiempos en que, con la sola excepciónde Roma, fue Santiago el lugar deperegrinación más famoso del mundo,porque dicen que su catedral guarda loshuesos de Santiago el Mayor, el hijo deltrueno, que, según la leyenda de laIglesia romana, fue el primero enpredicar el Evangelio en España. Perosu gloria como lugar de peregrinacióndecae rápidamente.

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La Catedral, aunque obra de variasépocas, en la que se mezclan diversosestilos de arquitectura, es una fábricamajestuosa y venerable, muy apropósito para suscitar la admiración yel respeto; es casi imposible, a laverdad, pasear por sus sombrías naves,oír la solemne música y los noblescánticos, respirar el incienso de losgrandes incensarios, lanzados a veceshasta la bóveda del techo por lamaquinaria que los mueve, mientras loscirios gigantescos brillan aquí y allá enla penumbra, en los altares denumerosos santos, ante los que losfieles, de hinojos, exhalan sus plegariasen demanda de protección, de piedad yde amor, y dudar de que hollamos una

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casa donde el Señor mora con deleite.El Señor, empero, se aparta de ella; noescucha, no mira, y si lo hace, será conenojo. ¿De qué aprovechan la solemnemúsica, los nobles cánticos, el inciensode suave olor? ¿De qué aprovechaarrodillarse ante aquel altar mayor,todo de plata, coronado por una estatuacon sombrero de plata y armadura,emblema de un hombre que, si bienapóstol y confesor, fue todo lo más unservidor inútil? ¿De qué aprovechaesperar la remisión de los pecadosconfiando en los méritos de quien noposeía ninguno, o rendir homenaje aotros que nacieron y se criaron enpecado y que sólo por el ejercicio deuna ardiente fe, otorgada desde lo alto,

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podían esperar librarse de la cólera delOmnipotente? Alzaos de hinojos, hijosde Compostela, y si os prosternáis, seasólo ante el Altísimo, ni volváis a dirigira vuestro patrono, en la víspera de sufiesta, este himno, por sublime queparezca:

¡Oh tú!, escudo de la fe que enEspaña profesamos,

azote del enemigo que se atrevieraa retamos,

tú, a quien el hijo de Dios, de loselementos amo,

llamárate hijo del trueno, oh tú,inmortal Santiago!

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Desde ese asilo bendito, glorioso ysacrosanto,

dispénsanos tus mercedes y tufavor soberano;

escucha nuestras plegarias, que confervoroso labio

ofrecémoste rendidos, poderosoSantiago.

A ti las gracias eleva España en unsolo canto,

y aunque de tu nombre cobrahonor y gloria preclaros,

más se precia de tener tu cuerpo enel santuario

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de Compostela, sepulcro delbendito Santiago.

Cuando la maldad impía, laliviandad y el escarnio

de la fe, a España sumieron en lastinieblas del caos,

tú tan sólo luz divina fuiste yrefulgente faro

que del infierno el escuroalumbraste, Santiago.

Y cuando a guerra terrible elespañol esforzado

se lanzó, te apareciste caballero entu caballo

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rompiendo las filas moras que porMahoma jurando

a tu poder se rindieron, victoriosoSantiago.

Así, pues, aquí nos tienes a tus piesarrodillados,

porque intercedas pidiendo perdónde nuestros pecados

a Dios Padre, a Dios Hijo y a DiosEspíritu Santo,

¡Oh tú, más alto que el sol, benditoapóstol Santiago!

En Santiago tropecé con uncoadyuvante para mis trabajos bíblicos,bueno y cordial, en la persona del

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librero de la población, Rey Romero,hombre de unos sesenta años. Esteexcelente sujeto, rico y respetado, tomóel asunto con un entusiasmo inspiradosin duda desde lo alto, sin perderocasión de recomendar mi libro acuantos entraban en su tienda,espléndido y cómodo establecimientosito en la Azabachería. En muchoscasos, cuando los aldeanos de lascercanías entraban a comprar alguno delos necios y populares libros de cuentosque circulan por España, les convencíapara que, en su lugar, se llevaran a sucasa el Testamento, asegurándoles queel libro sagrado era mucho mejor, másinstructivo y hasta mucho másentretenido que los que iban a buscar.

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No tardó en cobrarme gran afición ytodas las tardes me visitaba en miposada y me acompañaba en mis paseospor la ciudad y sus alrededores. Elhombre sabía muchas cosas y, aunquede corazón sencillo, poseía un ingeniomuy despierto, en extremo regocijantea veces.

Una noche, ya tarde, me paseabasolo por la a l a m e d a de Santiagopensando qué dirección tomaría en mipróximo viaje, porque ya llevaba allídiez días; la luna, esplendorosa,alumbraba todos los objetos hastaconsiderable distancia en torno mío. Laalameda estaba por completo solitaria;todo el mundo, menos yo, se había

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retirado a descansar. Me senté en unbanco y proseguí mis reflexiones,cuando, de súbito, me interrumpió unruido como de alguien que anduviesepesadamente renqueando. Volví losojos en la dirección del ruido y alpronto sólo percibí un bulto informeque avanzaba con lentitud; cuandoestuvo más cerca, distinguí la silueta deun hombre, vestido con burdo trajepardo, con una especie de sombreroandaluz y que, a modo de bastón,empuñaba una rama de árbol pelada.Llegó frente a mí banco, se detuvo, sequitó el sombrero y me pidió limosnacon un acento insólito y en una jergaextraña, algo semejante al catalán. Laluna iluminó unas guedejas grises y un

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semblante rojizo y curtido que alinstante reconocí.

- Benedicto Mol -exclamé-, ¿cómoes posible que me le encuentre a usteden Compostela?

- Och, me in Gott, es ist der Herr! -replicó Benedicto-. ¡ O ch , qué buenasuerte! ¡La primera persona que veo enCompostela es el Herr!

Yo: Apenas puedo dar crédito a misojos. ¿Dice usted que acaba de llegar aSantiago?

Benedicto: ¡Oh, sí! Llego en estemomento; vengo a pie desde Madrid,que ya es camino.

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Yo: ¿Y qué ha podido inducirle austed a emprender un viaje tan largo?

Benedicto: Vengo en busca delSchatz, del tesoro. Le dije a usted enMadrid que estaba a punto de venir;ahora me lo encuentro aquí; ya notengo duda de que hallaré el Schatz.

Yo: ¿Y cómo se las ha arregladopara vivir durante el viaje?

Benedicto: ¡Oh! He sacado unoscuartos pidiendo limosna. Al llegar aToro me puse a trabajar de jabonerohasta que, descubierta mi incapacidad,me echaron del pueblo. Continuépidiendo limosna hasta llegar a Orense,que ya es tierra de Galicia. No me gusta

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nada este país.

Yo: ¿Por qué?

Benedicto: ¡Por qué! Porque aquítodos mendigan, y, como apenas tienenpara ellos, menos tienen para mí, quesoy forastero. ¡Oh! ¡Qué miseria la deGalicia! Cuando por las noches llego auna de esas pocilgas que ellos llamanposadas y pido por Dios un pedazo depan para comer y un poco de paja paradormir, me maldicen y me contestanque en Galicia no hay pan ni paja, y abuen seguro que desde que estoy enGalicia no he visto ninguna de las doscosas; sólo un poco de lo que llamanaquí broa y unos desperdicios de cañas,usadas para cama de los caballos; me

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duelen todos los huesos desde queentré en Galicia.

Yo: A pesar de todo, ha venidousted a un país que llama miserable enbusca de un tesoro.

Benedicto: ¡Oh!, yaw, pero el Schatzestá enterrado; no está sobre la tierra;en Galicia no hay dinero en la haz de latierra. Lo desenterraré y luegocompraré un coche con seis mulas y meiré a Lucerna; si al Herr le agrada irseconmigo, será muy bien recibido.

Yo: Me temo que se haya metidousted en un callejón sin salida. ¿Quépiensa usted hacer? ¿Tiene algúndinero?

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Benedicto: Ni un cuarto; pero unavez en Santiago, eso ya no me importa.Estoy cerca del Schatz; además, le hevisto a usted, que es buena señal; estoquiere decir que aún está aquí el Schatz.Voy a ir a la mejor posada de lapoblación y viviré como un duque,hasta que se me presente la ocasión dedesenterrar el Schatz, con el que pagarétodos los gastos.

- No haga usted eso -repliqué yo-.Busque un sitio para dormir yprocúrese algún trabajo. Mientrastanto, tenga esta pequeñez pararemediarse. Creo que el tesoro que havenido a buscar sólo existe en suimaginación de usted.

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Le di un duro y me marché.

Nunca he gozado de paseos másencantadores que en las cercanías deSantiago. Mi amigo, el bueno y ancianolibrero, me acompañaba casi siempre.Vagábamos por las frondosas márgenesde los numerosos arroyuelos, gozandode los placenteros atardeceresveraniegos de aquella parte de España.El tema de nuestros coloquios era deordinario la religión; pero tambiénhablábamos con frecuencia de lospaíses extranjeros visitados por mí yotras veces de cosas que interesabanpersonalmente a mí amigo. «Loslibreros españoles -decía- somos todosliberales; no somos amigos del sistema

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frailuno ni podríamos serlo. Los frailesfavorecen las tinieblas, y nosotrosvivimos de esparcir la luz. Somos muyamantes de nuestra profesión, y más omenos, todos hemos padecido por sucausa. Muchos de los nuestros fueronahorcados en los tiempos de terror porvender inofensivas traducciones delfrancés o del inglés. Poco después deser derrocada la Constitución porAngulema y las bayonetas francesastuve que huir de Santiago y refugiarmeen la parte más agreste de Galicia, cercade Corcubión. A no ser por los buenosamigos, no lo contaría ahora; con todo,me costó mucho dinero arreglar elasunto. Mientras estuve escondido sehicieron cargo de la librería los

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funcionarios de la curia eclesiástica y ledecían a mí mujer que era menesterquemarme por haber vendido librosmalos. Pero esos tiempos ya pasaron,gracias a Dios, y espero que no han devolver.»

Una vez íbamos paseando por lascalles de Santiago, y el librero se detuvodelante de una iglesia, poniéndose acontemplarla atentamente. Como noofrecía a la vista nada notable, lepregunté la causa de su interés. «Entiempo de los frailes -me dijo- estaiglesia tenía derecho de asilo ycualquier criminal que se refugiaba enella quedaba en salvo. A todosalcanzaba su protección, aun a los más

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viles, menos a los n e g r o s , comollamaban a los liberales.»

- ¿A los asesinos también? -pregunté.

- A los asesinos y a otrosdelincuentes peores. Entre paréntesis:he oído decir que ustedes los inglesesmiran con la más extremada aversión elhomicidio; ¿creen ustedes, en efecto,que es un crimen enorme?

- Pues ¿no lo hemos de creer? -repliqué-. En todos los demás cabereparación; pero si quitamos la vida, loquitamos todo.

- Los frailes pensaban de otro modo-replicó el anciano- y consideraban

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siempre el homicidio como una friolera;pero no así el delito de casarse sindispensa dos primos hermanos, para elque, a creerlos, difícilmente hayremisión en este mundo ni el otro.

Dos o tres días después de estoestábamos sentados en mi habitaciónde la posada , conversando, cuandoAntonio abrió la puerta y dijo,sonriente, que abajo estaba un «señor»extranjero que pretendía hablarme.«Que suba», respondí, y casi al instanteapareció Benedicto Mol.

- Aquí tiene usted una personasingularísima -dije al librero -. Engeneral, ustedes los gallegos semarchan de su tierra para hacer dinero;

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éste, por el contrario, viene aquí abuscarlo.

REY ROMERO: Y hace muy bien.Galicia es la provincia de España quemás riquezas naturales encierra; perolos habitantes son muy lerdos y nosaben utilizar los dones que les rodean;en prueba de lo que puede sacarse deGalicia, vea usted a los catalanes que sehan establecido aquí: todos son ricos.Hay riquezas por todas partes, sobre latierra y debajo de ella.

BENEDICTO: ¡Oh!, yaw, en tierra,eso es lo que yo digo. Hay muchos mástesoros debajo de tierra que encima deella.

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YO: ¿Ha descubierto usted desdeque no nos vemos el sitio donde diceusted que está escondido el tesoro?

BENEDICTO: Sí, ahora lo sé yatodo. Está enterrado en la sacristía deSan Roque.

YO: ¿Cómo lo ha averiguado usted?

BENEDICTO: Verá usted. Al díasiguiente de llegar anduve paseándomepor la población, en busca de la iglesia;pero no encontré ninguna quecorrespondiese con las señas que medio mi camarada antes de morir en elhospital. Entré en bastantes,examinándolas con cuidado; pero envano; no pude dar con el sitio que yo

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veía con los ojos del alma. Conté el casoa la gente de mí posada y meaconsejaron que llamase a una meiga.

YO: ¡Una meiga! ¿Qué es eso?

BENEDICTO: ¡Oh! Una Haxweib,una bruja; los gallegos en su jerga, de laque no entiendo una palabra, la llamanbruja. Consentí y enviaron a buscar a lameiga. ¡Ah, qué Weib es la meiga! No hevisto nunca mujer igual; tan alta comoyo, su rostro es redondo y tan rojocomo el sol. Me preguntó muchas cosasen gallego, y cuando le dije todo lo quenecesitaba saber, sacó una baraja denaipes y fue poniéndolos en la mesa deun modo particular; me dijo, al fin, queel tesoro está en la iglesia de San

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Roque; cosa cierta, seguramente, pueshe ido a la iglesia y corresponde contoda exactitud a las señas que me dio elcompañero muerto en el hospital. ¡Oh!,esa meiga es una Hax muy poderosa. Esmuy conocida en estos contornos y sesabe que ha hecho muchos daños en elganado. En pago de su trabajo le dimedio duro del que usted me regaló.

YO: Pues se ha portado usted comoun tonto; la bruja le ha engañadogroseramente. Pero aun siendo verdadque el tesoro esté en la iglesia que usteddice, no es probable que le permitanremover el suelo de la sacristía paradesenterrarlo.

BENEDICTO: Ese asunto va ya por

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muy buen camino. Ayer fui aconfesarme con un canónigo, que medio la absolución y su bendición; no esque a mí me importen mucho esascosas; pero sí sé que éste es el modomejor de entrar en materia; me confesé,y luego hablé de mis viajes, y acabé porcontar al canónigo lo del tesoro, y lepropuse que, si me ayudaba, nos lorepartiríamos entre los dos. ¡Oh!,quisiera que hubiesen ustedes visto lacara que puso. En el acto aceptó lapropuesta y me dijo que podía ser unbuen negocio; me estrechó la mano,afirmando que soy un suizo honrado ymuy buen católico.

»Después le propuse que me

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admitiera en su casa y me tuviese con élhasta que se presentase ocasión dedesenterrar juntos el tesoro. Pero a esose negó.

REY ROMERO: Lo que es eso, locreo; cuente usted con que ningúncanónigo se comprometerá hasta esepunto sin razones muy fuertes paraello. Las historias de tesoros ocultosestán ya muy gastadas; por aquí se hanoído contar casi desde los tiempos delos moros.

BENEDICTO: Me aconsejó ir a veral capitán general y pedirle permisopara las excavaciones, prometiéndome,si lo obtenía, ayudarme con toda suinfluencia.

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En diciendo esto, el suizo se fue yno volví a verle ni oí hablar de él entodo lo demás del tiempo que estuve enSantiago.

El librero no se cansaba deenseñarme su ciudad natal, de la queera entusiasta admirador. La verdad esque en ninguna parte he encontrado elsentimiento localista, muy extendidopor toda España, tan fuerte como enSantiago. Con tal que su ciudadprospere, a los santiagueses les importapoco que las demás ciudades gallegasperezcan. Su antipatía a la ciudad de LaCoruña no tenía límites, sentimientoagravado en no corta medida por latraslación de la capitalidad provincial

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desde Santiago a La Coruña. No metoca a mí, que soy extranjero, decir si elcambio era o no recomendable; pero miopinión íntima es por completo adversaa él. Santiago es una de las ciudadesmás céntricas de Galicia, conimportantes núcleos de población portodos lados, mientras que La Coruñaestá en un extremo, a gran distancia delresto de la región. «Es una lástima quel o s vecinos de La Coruña no puedaninventar un medio de llevarse nuestracatedral, como se han llevado nuestrogobierno -decía un santiagués-. Asíharían mejor papel, porque ahora notienen una iglesia donde se pueda decirmisa.» «También es gran lástima -decíaotro- que no puedan llevarse nuestro

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hospital, para no verse obligados aenviamos sus enfermos pobres.Siempre me ha parecido que losenfermos de La Coruña tienen muchopeor cara que los de otras partes; pero¿qué puede venir de La Coruña que seabueno?»

En compañía del librero visité elhospital; pero no me detuve muchotiempo en él, porque la miseria y lasuciedad reinantes me arrojaronrápidamente a la calle. La verdad esque Santiago viene a ser el inmensolazareto de Galicia, lo cual explica elprodigioso número de seres horriblesque se ven por las calles, llegados, en sumayoría, en demanda de asistencia

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médica, que se les administra -segúnpude saber- con escasez e ineficacia.Entre aquellos desgraciados descubría aveces algún caso de la terrible lepra, einstantáneamente huía de él con un«Dios te remedie», como un judío de laantigüedad. Galicia es la únicaprovincia de España donde aún sonfrecuentes los casos de lepra; pruebaconvincente de que esta enfermedad esproducida por la mala alimentación ypor el descuido en la limpieza, porquelos gallegos, en lo tocante a lascomodidades de la vida y a los hábitoscivilizados, están, por confesión propia,mucho más atrasados que los demásnaturales de España.

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- Además del hospital general -dijoel librero-, tenemos una leprosería.¿Quiere usted verla? En Santiago hayde todo. Nada falta: hasta la lepra tieneaquí albergue.

- No me opongo a que vayamos aver la leprosería; pero ha de ser desdelejos, porque lo que es entrar, no entro.

Dicho esto me llevó por el caminode Padrón y Vigo abajo e, indicándomedos o tres chozas, exclamó:

- Ésa es la leprosería.

- Muy pobre me parece -respondí-.¿Qué comodidades pueden encontrarahí dentro los enfermos? ¿Quién loscuida?

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- Ahí los dejan entregados a símismos -respondió el librero-.Probablemente se morirán porabandono. En otro tiempo la leproseríaestaba bien dotada, con rentas bastantespara sostenerla; pero también fueronsecuestradas en las revueltas últimas.Ahora los leprosos menos repulsivos sesitúan por lo común al borde de lacarretera y mendigan para todos. Veausted, ahí está uno.

Era cierto: un leproso, mediodesnudo, descubiertas las relucientesescamas, aparecía sentado al pie de unacerca ruinosa. Arrojamos unas monedasen el sombrero de aquel serinfortunado y nos fuimos.

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- Mala enfermedad es ésta -dijo miamigo-, y yo, que he visto muchosleprosos, confieso que su proximidadme hace poca gracia. La verdad:preferiría que no entrasen, como entranalgunas veces, en mi tienda a pedirlimosna. Tengo entendido que la lepraes la enfermedad más contagiosa quehay; pero existe una variedad devirulencia terrible; la más temida detodas es la lepra elefantina. A los quemueren de ella los queman, pordisposición de la ley, y se aventan lascenizas, porque si el cuerpo de esosleprosos se enterrase en el cementerio,la enfermedad se propagaría enseguida, incluso a los demás muertosallí enterrados. Al menos, eso es lo que

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se cree por aquí. Ahora se estásiguiendo causa por haber enterrado enel cementerio los cadáveres de unasvíctimas de la lepra elefantina. Funestaes la lepra en cualquiera de sus formas,pero sobre todo la elefantina.

- Hablando de cadáveres -dije yo-,¿cree usted que los huesos de Santiagoestán realmente enterrados enCompostela?

- ¿Qué puedo decir yo? -respondióel anciano-. De eso sabe usted tantocomo yo. Debajo del altar mayor hayuna piedra muy grande que, segúndicen, cierra la boca de un profundopozo en cuyo fondo se cree que estánenterrados los huesos de Santiago; por

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qué los pusieron en el fondo de unpozo es un misterio insondable para mí.Uno de los dependientes de la iglesiame ha contado que una noche estaba deguardia con un compañero dentro de laiglesia, porque unos ladrones habíanasaltado poco antes una de las capillas ycometido un sacrilegio; el tiempo se leshacía pesado y, para entretenerse, en elsilencio de la noche, tomaron unapalanca, removieron la losa y miraronen la sima abierta: estaba oscura comouna tumba; entonces ataron un peso alextremo de una cuerda larga y loecharon dentro. A muy granprofundidad chocó, al parecer, contraun objeto sólido, haciendo un ruidoopaco, como de plomo. Supusieron que

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podía ser un ataúd y quizá lo fuese,pero ¿de quién? Ésa es la cuestión.

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Capítulo 28

Los mareantes de Padrón.- Caldas de los Reyes. -Pontevedra. - El notariopúblico. - La insania deun barbero. - Unapresentación.- La lenguagallega. - Paseo por latarde. - Vigo. - Elforastero. - Los judíos deldesierto. - La bahía de

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Vigo. - Una interrupciónbrusca. - El gobernador.

Después de estar unos quince díasen Santiago, montamos de nuevo acaballo y proseguimos el viaje endirección de Vigo. Como salimos deSantiago ya muy entrada la tarde, nopasamos aquel día de Padrón, distantesólo tres leguas. Padrón es un pequeñopuerto situado en una ría y lo llamanasí por razón de brevedad; pero sunombre verdadero es Villa del Padrón ociudad del santo patrono, porque éstafue, según la leyenda, la principalresidencia del santo en Galicia. Losromanos llamaron a este lugar IriaFlavia. Es una ciudad pequeña, pero

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floreciente, con comercio marítimo dealguna importancia, pues susbarquichuelos surcan a veces el golfo deVizcaya y hasta llegan al Támesis y aLondres.

Hay una curiosa anécdota referentea los mareantes de Padrón que noestará enteramente fuera de lugar aquí,pues se relaciona con la circulación delas Escrituras. Hallándome un día en latienda de mí amigo el librero deSantiago, entró un sacerdotecorpulento, con aspecto de buenhumor. Tomó uno de mis Testamentosy al instante rompió en una ruidosacarcajada.

- ¿Qué ocurre? -preguntó el librero.

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- La vista de este libro me trae a lamemoria un sucedido -repuso el otro-.Hace unos veinte años, cuando a losingleses se les metió por vez primera enla cabeza convertirnos a los españoles asu manera de pensar, repartieron grannúmero de libros de esta clase entre losespañoles que iban a Londres; algunoscayeron en manos de ciertos mareantesde Padrón, y cuando esta buena genteregresó a Galicia, se observó que sehabían vuelto muy tercos y amigos dedisputar. Apenas aventuraba alguiendelante de ellos una opinión, lacontradecían de plano, sobre todo si setrataba de asuntos religiosos. «Eso esfalso -decían-. San Pablo, en tal capítuloy en tal versículo, afirma exactamente

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lo contrario.» « ¿Qué sabes tú lo queSan Pablo ni otros santos han escrito?»,les preguntaban los curas. «Más de loque ustedes se figuran -respondían-. Yano se nos puede tener en tinieblas y enla ignorancia respecto de esas cosas», yentonces exhibían sus libros y leíanpárrafos y más párrafos, haciendocomentarios que escandalizaban atodos; no les importaba nada el Papa yhasta hablaban con irreverencia de lasreliquias de Santiago. El caso se divulgópronto y de nuestra sede salieronórdenes para secuestrar los libros yquemarlos. Así se hizo; los mareantesfueron castigados o reprendidos y nohe vuelto a oír hablar de ellos. No hepodido por menos de reírme al ver esos

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libros acordándome de los mareantesde Padrón y de sus disputas religiosas.

Al día siguiente llegamos aPontevedra. Como no se decía que porallí hubiese ladrones, viajábamos solosy sin escolta. El camino es bello ypintoresco, aunque algo solitario, sobretodo después que dejamos atrás lapequeña ciudad de Caldas. En Españahay varias poblaciones de ese nombre.Ésta de que hablo se llama, paradistinguirla de las demás, Caldas de losReyes. No estará de más advertir que elespañol Caldas es sinónimo del moriscoAlhama, palabra muy frecuente en latopografía de España y África. Caldastiene, al parecer, muy bien puesto su

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nombre. Se alza en una confluencia demanantiales, y cuando pasamos por allí,estaba atestada de gente que acudía acurarse con las aguas. En el curso demis viajes he observado que siemprehay vestigios de volcanes en lascercanías de los manantiales de aguascalientes, ya sea montañas hendidas ogruesos peñascos que emergen aisladosen la llanura o en la ladera, como si lostitanes hubiesen estado jugando a losbolos. Este último rasgo es el quedomina en Caldas; la vertiente sur de lamontaña se halla cubierta de inmensaspiedras de granito, expelidas, en algunaantiquísima erupción, de las entrañasde la tierra. Desde Caldas a Pontevedrael camino es montuoso y cansado;

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tuvimos mucho calor, y las nubes demoscas, una de las plagas de Galicia,molestaban tanto a nuestros caballosque nos obligaron a cortar unas ramasde árbol para protegerles la cabeza y elcuello contra los atormentadoresaguijones de aquellos insectos sedientosde sangre.

Para viajar a caballo por Galicia enesa época del año es muy recomendablellevar una red fina para defensa delanimal, remedio seguro y cómodo,completamente desconocido en Galiciapor las muestras, no obstante ser quizáel país del mundo en que más senecesita.

Pontevedra, en conjunto, merece el

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nombre de ciudad monumental, puesalgunos de sus edificios públicos, enespecial los conventos, son tales comono se ven en parte alguna, fuera deEspaña e Italia. Rodéanla murallas depiedra labrada y se alza en el fondo deuna ensenada, en la que desemboca elrío Lérez. Dícese que fue fundada poruna colonia griega, cuyo jefe era nadamenos que Teucer el Telamonio. Entiempos antiguos fue plaza comercialimportante; cerca del puerto se ven lasruinas de un farol, o faro, que pasa porser antiquísimo. El puerto, empero,muy distante de la ciudad, es incómodoy muy poco profundo. La comarcapontevedresa es de incomparableamenidad, abundante en frutas de todo

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género, especialmente en uvas, que enla estación propicia muestran,pendientes de las parras, su deliciosalozanía. Un antiguo autor andaluz hadicho que aquí se producen tantosnaranjos y limoneros como en lacampiña cordobesa; pero las naranjasno son buenas y no pueden competircon las de Andalucía. Lospontevedreses se jactan de que su sueloproduce dos esquilmos al año y quemientras recogen una cosecha siembranla otra. Razón tienen paraenorgullecerse de una tierra como lasuya, pródigamente dotada.

La ciudad está en gran decadenciay, a pesar de la suntuosidad de sus

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edificios públicos, encontramos allí aúnmás suciedad y miseria que las usualesen Galicia. La posada era misérrima ypara acabarlo de arreglar la posaderatenía un genio regañón inaguantable.Porque Antonio se quejó de la calidadde algunos de los comestibles que nosservía, empezó a maldecirleviolentamente en la lengua del país,única que sabía hablar, y le amenazó, siintentaba producir desorden en la casa,con echarle a la calle a él, a los caballosy a su amo. Ni el mismo Sócrates sehubiera conducido en tal ocasión conmás prudencia que Antonio, quien seencogió de hombros, murmuró unaspalabras en griego y guardó silencio.

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- ¿Dónde vive el notario público? -pregunté. Es de saber que el notariopúblico vendía libros y para él llevabayo una recomendación de mí amigo deSantiago. Un muchacho me guió a casadel señor García, que tal era el nombredel notario. Me encontré con unhombre de unos cuarenta años, vivo,altivo y locuaz. De muy buen grado seencargó de vender mis Testamentos, yen un abrir y cerrar los ojos le vendiódos a un cliente, aldeano por lasmuestras, que le esperaba en eldespacho. El notario era un patriotaentusiasta; pero claro es que en sentidolocal, porque no le importaba más paísque Pontevedra.

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- Los tales vigueses -me dijo-pretenden que su ciudad es mejor quela nuestra, y que tiene más títulos paraser la capital de esta parte de Galicia.¿Ha oído usted jamás un desatinosemejante? Le digo a usted, amigo, queme importaría muy poco que ardieseVigo con cuantos mentecatos ybribones encierra. ¿Se le ocurriría austed jamás comparar Vigo conPontevedra?

- No lo sé -repuse-; nunca he estadoen Vigo; pero he oído decir que subahía es la mejor del mundo.

- ¿La bahía, buen señor? ¡La bahía!Sí; esos bribones tienen una bahía, y labahía es la que nos ha robado todo

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nuestro comercio. Pero ¿qué necesidadtiene de una bahía la capital de unaprovincia? Lo que necesita son edificiospúblicos donde puedan reunirse losdiputados provinciales a tratar de susasuntos; pues bien: lejos de tener Vigoun edificio público bueno, no hay unacasa decente en todo el pueblo. ¡Labahía! Sí, tienen una bahía; ¿perotienen agua para beber? ¿Tienenfuentes? Sí, las tienen; pero el agua estan salobre, que haría reventar a uncaballo. Espero, querido amigo, que nohabrá hecho usted un viaje tan largopara ponerse de parte de una gavilla depiratas como los de Vigo.

- No he venido a ponerme de su

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parte -contesté-; la verdad es que nosabía yo que necesitasen mi ayuda enesta disputa. Sólo vengo a traerles elNuevo Testamento, del que están alparecer muy necesitados, si son tanpícaros e infames como usted los pinta.

- ¿Pintarlos, querido amigo? Pero¿no lo dice el caso por sí solo? ¿Nosostienen que su ciudad es másapropiada que la nuestra para sercapital de la provincia? ¡Qué disparate!¡Qué bribonería!

- ¿Hay en Vigo alguna librería? -pregunté.

- Había una perteneciente a unbarbero loco. Afortunadamente para

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usted la librería quebró y su dueño hadesaparecido. No hubiera dejado dejugarle a usted una de estas dos malaspartidas: o hacerle una cortadura en elcuello, so pretexto de afeitarle, oencargarse de s u s libros y no darlenunca cuentas de su venta. ¡Una bahía!¡Quisiera yo ver qué derecho tiene auna bahía un nido de lechuzas comoVigo!

No es posible tratar a nadie conmás bondad que el notario público metrató a mí en cuanto le convencí de queno tenía intención de ponerme de partede los de Vigo contra Pontevedra. Eranentonces las seis de la tarde; sindilación me llevó a una confitería y me

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obsequió con un helado y una jícara dechocolate. Salimos luego a pasear por laciudad, y el notario fue mostrándomevarios edificios, especialmente elconvento de los jesuitas. «Vea usted esafachada. ¿Qué le parece?», decía.

Al expresarle la admiración sinceraque sentía, acabé de conquistar elcorazón del buen notario. «Supongoque en Vigo no habrá nada como esto»,le dije. Me miró un instante, guiñó losojos, ahogó una risita de triunfo, yprosiguió su camino andando atremenda velocidad. El señor García ibavestido enteramente como un notarioinglés. Llevaba sombrero blanco, levitaoscura, calzones de lana gris

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abotonados en las rodillas, mediasblancas y zapatos negros bienembetunados. Pero nunca he visto a unnotario inglés andar tan de prisa;aquello apenas podía llamarse andar;más parecía una sucesión de sacudidaseléctricas y de brincos. Viéndome en laimposibilidad de seguirle, le preguntéfalto de alientos:

- ¿Adónde me lleva usted?

- A casa del hombre de más talentode España -replicó-, a quien voy apresentarle a usted. No vaya usted apensar que Pontevedra sólo seenorgullece de sus edificios públicos yde la hermosura de su suelo: producetambién más espíritus esclarecidos que

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ninguna otra ciudad de España. ¿Haoído usted hablar alguna vez del granTamerlán?

- Sí tal -respondí-. Pero no procedíade Pontevedra ni de sus alrededores;vino de las estepas de Tartaria, cercadel río Oxo.

- Ya lo sé -replicó el notario-; perolo que yo quiero decir es que, cuandoEnrique III tuvo que enviar unembajador a aquel africano, el únicohombre que halló a propósito para elcaso fue un caballero de Pontevedra

llamado don21

.... ¡Que los de Vigorebatan ese hecho si pueden!

Entramos en un ancho portal y

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subimos una suntuosa escalera, al finalde la que el notario llamó a una puertapequeña.

- ¿A quién me va usted a presentar?-le pregunté.

- A un abogado que se llama... -replicó García-. Es el hombre de mástalento de España, y conoce todas laslenguas y todas las ciencias.

Nos abrió una mujer de aspectorespetable, con todas las muestras deser el ama de gobierno, y luego dedecirnos, contestando a nuestraspreguntas, que el abogado estaba encasa, nos llevó a una inmensa sala, omás bien librería, pues los muros

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estaban cubiertos de libros excepto endos o tres sitios ocupados por algunosbuenos cuadros de escuela españolaantigua. Los suaves rayos del solponiente entraban por una ventana concristales de colores, y esclarecían elaposento. Detrás de la mesa estabasentado el abogado, a quien miré conno pequeña curiosidad. Tenía la frentealta y llena de arrugas, y las faccionesmuy graves, netamente españolas.Vestía una especie de hopalanda, yfrisaba en los sesenta años. Estabaleyendo, sentado detrás de una anchamesa, y, al entrar nosotros, medio seincorporó y nos hizo una ligerareverencia.

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El notario le hizo un saludoreverente, y en voz baja le pidiópermiso para presentarle un amigo, uncaballero inglés que viajaba por Galicia.

-Tengo mucho gusto en verle -dijoel abogado-; pero espero que hablarácastellano, pues en otro caso apenaspodríamos comunicarnos; aunque leo elfrancés y el latín, no los hablo.

- Habla el español casi tan biencomo si fuera de Pontevedra -repuso elnotario.

- Los naturales de Pontevedra -observé yo- me parecen más versadosen gallego que en castellano, pues lamayor parte de las conversaciones que

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oigo en la calle son en aquel dialecto.

- El último caballero que mepresentó mi amigo García -dijo elabogado- era un portugués que hablabamuy poco o nada el español. Dicen queel gallego y el portugués se parecenmucho; pero cuando quisimos hablaren las dos lenguas no nos fue posibleentendemos. Yo entendía poco de loque él decía, y mi gallego era para élcompletamente ininteligible. ¿Entiendeusted el dialecto local? -continuó.

- Muy poco -repliqué-. Debe de serprincipalmente por el acento peculiar yla pronunciación, nueva para mí, de losgallegos, porque su lengua estácompuesta casi del todo de palabras

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españolas y portuguesas.

- De modo que es usted inglés -dijoel abogado-. Sus compatriotas hanhecho mucho daño antiguamente enestas regiones, si hemos de creer a lashistorias.

- Sí -dije yo-; hundieron losgaleones y quemaron los mejoresbarcos de guerra de ustedes en la bahíade Vigo, y en tiempo de lord Cobhamimpusieron a la ciudad de Pontevedrauna contribución de cuarenta mil librasesterlinas.

- Cualquier potencia extranjera -interrumpió el notario- tiene perfectoderecho para atacar a Vigo; pero no

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concibo qué podían alegar suscompatriotas de usted para arruinar aPontevedra, ciudad respetable quenunca les hizo daño.

- Señor caballero -dijo el abogado-,voy a enseñarle a usted mi librería.Aquí tiene usted una obra curiosa, unacolección de poemas, escritos casi todosen gallego por el cura de Fruime. Esnuestro poeta nacional y nosenorgullecemos de él.

Estuvimos más de una hora con elabogado; su conversación, si no meconvenció de que fuese el hombre demás talento de España, era, en general,de gran interés; el abogado poseía,ciertamente, una ilustración general

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bastante extensa, aunque le faltabamuchísimo para ser el profundofilólogo que el notario me había

dicho22

.

En la tarde del siguiente día, aldisponerme a salir de Pontevedra, elseñor García, en pie junto a mí caballo,me abrazó, y me deslizó en la mano unfolletito. «Este libro -me dijo contieneuna descripción de Pontevedra. Hableusted bien de Pontevedra dondequieraque vaya.» Asentí con la cabeza.«Espere -añadió-. He oído hablar, miquerido amigo, de la Sociedad a queusted pertenece, y trabajaré cuantopueda en favor de sus designios. Lohago con absoluto desinterés; pero si

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alguna vez, andando el tiempo, tuvieseusted ocasión de hablar en letras demolde del s e ño r García, notario dePontevedra -ya usted me entiende-,deseo que no deje de hacerlo.»

- Así lo haré -contesté yo.

El recorrido de Pontevedra a Vigoes sólo de cuatro leguas, y fue unagradable paseo a caballo que hicimosen una tarde. Al acercamos a Vigo, elterreno iba siendo extremadamentemontañoso, aunque el paisaje era deinsuperable hermosura. Las vertientesde las montañas estaban casi todascubiertas de frondosas arboledas, hastala misma cúspide, aunque a veces algúnpico de roca desnuda asomaba,

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alzándose hasta las nubes.

Al anochecer, el camino seentenebreció, envolviéndolo lasmontañas y bosques circundantes enprofundas sombras. Pero era un caminomuy transitado: oíamos el chirriar demuchos carros que iban por él ycontinuamente nos cruzábamos connumerosos jinetes y peatones. Lasaldeas eran frecuentes. Las parrascrecían con lozana pompa, aún mayor,si cabe, que en el campo de Pontevedra.Por todas partes reinaban la actividad yla vida. El zumbido de los insectos, elalegre ladrar de los perros, los rudoscantares de Galicia, se mezclaban endeleitosa sinfonía. Tan placentero fue el

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viaje, que casi sentí llegar a las puertasde Vigo.

La ciudad ocupa la parte baja de unelevado cerro, más escarpado ypendiente a medida que se sube haciael castillo que lo corona. El casco de lapoblación es pequeño y compacto,rodeado de murallas bajas; las calles sonangostas, empinadas y tortuosas; enmedio de la ciudad hay una plazapequeña.

Hay una f a ubo ur g de regularextensión a lo largo del borde de labahía. Encontramos una excelentepos ada , regida por un matrimoniovascongado, cortés e inteligente. Lascalles estaban abarrotadas y todo en la

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ciudad era ruido y jolgorio. Lucía undesdichado simulacro de iluminación,puesta por el vecindario para celebraruna victoria ganada, o que se afirmabahaber ganado, contra las tropas delPretendiente. Por todas partes se veíanuniformes militares. Para mayorbullicio, acababa de llegar de Oportouna compañía de cómicos portugueses,y aquella noche iban a dar su primerarepresentación en Vigo. « ¿Representanla comedia en español?», pregunté. «No-me respondieron-, y por eso tiene todoel mundo tantos deseos de ir; otra cosasería si representaran en una lenguaque todos entendieran.»

A la mañana siguiente hallábame

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sentado, para desayunarme, en unvasto aposento que miraba a la plazaM a y o r de Vigo. El sol lucíaesplendoroso, y todas las cosas en tornoaparecían animadas, jocundas. En aquelmomento entró un desconocido, mehizo una reverencia profunda y seplantó en la ventana, dondepermaneció buen rato en silencio. Eraun hombre como de treinta y cincoaños, de muy notable presencia. Susfacciones eran de absoluta corrección,casi puedo decir de perfecta belleza.Tenía el pelo negrísimo y lustroso; losojos, grandes, negros y melancólicos;pero lo que más me llamó la atenciónfue su tez, de tono oliváceo amoratado.Vestía con primorosa elegancia según la

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moda francesa. Llevaba al cuello unagruesa cadena de oro, en los dedosanchos anillos, y engastado en uno deellos, un magnífico rubí. « ¿Quién seráeste hombre? -pensé yo-. ¿Español,portugués? Acaso un criollo.» Le hiceuna pregunta indiferente en español, yme contestó en el mismo idioma; perosu acento me convenció de que no eraespañol ni portugués.

-Si no me engaño, hablo con uninglés, señor -me dijo en el mejor inglésque puede hablar un extranjero.

Yo: Lo ha acertado usted; pero yo,en cambio, no acabo de adivinar quépaís es el suyo.

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El desconocido: ¿Puedo tomarasiento?

Yo: Singular pregunta. ¿No tieneusted tanto derecho como yo a sentarseen la sala común de una posada?

El desconocido: No estoy seguro deello. A la gente de aquí, en general, nole gusta verme tomar asiento a su lado.

Yo: Quizá por las opinionespolíticas de usted, o porque haya ustedtenido la desgracia de cometer algúndelito.

El desconocido: No tengoopiniones políticas, y no he cometido,que yo sepa, delito alguno. Aquí meodian por mi país y mi religión.

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Yo: ¿Estoy hablando quizá con unprotestante como yo?

El desconocido: No soy protestante.Si lo fuese, se andarían con más tientopara demostrarme su odio, porqueentonces tendría un gobierno y uncónsul que me defendieran. Soy judío,judío, de Berbería, súbdito deAbderramán.

Yo: En tal caso, no tiene ustedmucho de qué lamentarse si aquí lemiran mal, puesto que en Berbería losjudíos son esclavos.

El desconocido: En casi todas parteslo son, es cierto; pero no donde yo henacido, muy en el interior del país,

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cerca de los desiertos. Allí los judíos sonlibres y temidos, y tan valientes comolos mismos musulmanes; saben domarpotros y manejar el fusil. Los judíos denuestra tribu no son esclavos, y noqueremos que se nos trate como talespor los cristianos ni por los moros.

Yo: La historia de usted debe de sermuy curiosa; quisiera conocerla.

El desconocido: No pienso contarlemi historia a nadie. He viajado mucho,dedicado al comercio, y he prosperado.Ahora estoy establecido en Portugal;pero no me gusta la gente de los paísescatólicos, y menos que ninguna la deEspaña. Al llegar aquí he sufridoinjusticias vergonzosas en la aduana, y,

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al protestar, se rieron de mí y mellamaron judío. Por dondequiera quevoy, veo escarnecer a los judíos, exceptoen el país de usted; por eso mi corazónse apasiona por los ingleses. Usted esaquí un forastero. ¿Puedo servirle enalgo? No tiene usted más quemandarme.

Yo: Se lo agradezco a usted contoda el alma, pero no necesito nada.

El desconocido: ¿Trae usted letras?Yo le tomo a usted las que traiga.

Yo: Nada necesito. El favor quepuede usted hacerme es aceptar de míun libro.

El desconocido: Lo aceptaré muy

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agradecido. Sé cuál es. ¡Qué pueblo tansingular: el mismo vestido, el mismosemblante, el mismo libro! Pelham medio uno en Egipto. ¡Adiós! Jesús fue unhombre virtuoso, quizá un profeta;pero... ¡adiós!

Bien pueden los pontevedresesenvidiar a los de Vigo su bahía, con laque, en muchas cualidades, no puedecompararse ninguna otra en el mundo.Altas y escarpadas montañas ladefienden por todos lados, menos porel Oeste, abierto sobre el Atlántico;pero en medio de la boca surge una isla,imponente muro de roca, que rompe eloleaje e impide que las mareas dePoniente invadan la bahía con

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violencia. A cada lado de la isla hay unpaso, bastante ancho para que losbarcos puedan atravesarlo en cualquiertiempo con toda seguridad. La bahía esoblonga, y se mete mucho tierraadentro; es tan vasta, que mil navíos delínea pueden maniobrar en ella sinestorbarse. Las aguas son oscuras,sosegadas y profundas, sin bajíos niarenas; de suerte que el barco de guerramás soberbio puede surgir a tiro depiedra de los muros de la ciudad sinaveriarse la quilla.

Aquella bahía ha presenciadomuchos sucesos memorables, ha vistoarmamentos poderosos. Allí sereunieron los corpulentos barcos de la

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Invencible; desde allí, cargada con lapompa, el poderío y el terror de la viejaEspaña, la monstruosa escuadra,desplegando sus enormes velas alviento, zarpó orgullosamente paraarrasar la isla luterana. La mitad de losbosques de Galicia fue arrasada, y todoslos marineros de las mil bahías y rías delas agrias costas cantábricas fueronenganchados a la fuerza para construiry armar la flota. Allí fue donde lasbanderas unidas de Inglaterra yHolanda humillaron el orgullo deEspaña y Francia: sus navíos de guerraestallaron, volando sus astillasinflamadas sobre las cumbres de lasmontañas de Galicia, y los galeones, enllamas, se hundieron con sus tesoros,

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mientras iban a la deriva en direcciónde Sampayo. En las costas de aquellabahía fue donde la guardia inglesavació por vez primera las bodegasespañolas, mientras las bombas deCobham hundían las techumbres delcastillo de Castro, y los vecinos dePontevedra enterraban sus doblones enlas cuevas, y los correos llevaban aescape a Lugo y Orense la noticia de lainvasión de los herejes y del desastre deVigo. Todos estos hechos acudían a mímente, contemplando la bahía desdeun punto muy alto de la montaña, amuy corta distancia del fuerte.

- ¿Qué está usted haciendo ahí,caballero? -gritaron varias voces-.

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¡Quieto, Carracho! Si intenta ustedcorrer, le descerrajo un tiro.

Miré en torno y vi, exactamenteencima de mí, tres o cuatro individuos,soldados por las muestras, vestidos consucios uniformes, en un tortuososendero que trepaba por la colina.Teníanme encañonado con sus fusiles.

- ¿Qué estoy haciendo? Ya lo venustedes: nada -respondí-, como no seamirar la bahía. Y en eso de correr, nohay cuidado: el terreno no es apropósito.

- Dese usted preso -dijeron-, yvenga usted con nosotros al castillo.

- Precisamente estaba pensando en

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ir allá antes de recibir su amableinvitación -contesté-. Deseo ver elfuerte.

Me encaramé al lugar dondeestaban, y en el acto me rodearon; conesa escolta llegué al castillo, que en sutiempo habría sido muy importante,pero ahora ruinoso.

-Sospechamos que es usted unespía -dijo el cabo, que iba delante.

- ¿De veras? -contesté.

- Sí -repuso el cabo-, y en estosúltimos tiempos hemos cogido yfusilado varios.

Encaramado en uno de los

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parapetos del castillo estaba un joven,con uniforme de oficial subalterno, aquien me presentaron.

- Hace media hora que estamosvigilándole a usted, mientras hacíaobservaciones -me dijo.

- Pues se han tomado ustedes untrabajo inútil-respondí-. Soy inglés, yme entretenía en contemplar la bahía.Quisiera que ahora tuviese usted laamabilidad de enseñarme el fuerte.

Hablamos un poco más, y el oficialdijo: «Me gusta ser amable con la gentede su país de usted: queda usted enlibertad». Me incliné, salí del fuerte yemprendí el descenso de la montaña.

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Cuando iba a entrar en la ciudad, elcabo, que me había seguidoocultamente, me tocó en el hombro.«Venga usted conmigo a ver algobernador», dijo. «Con mucho gusto»,respondí. El gobernador estabaafeitándose cuando llegamos a supresencia, y apareció en mangas decamisa, con la navaja en la mano.Parecía de muy mal humor, debidoquizá a que le habíamos interrumpidoen su tocado. Me hizo dos o trespreguntas y al saber que llevabapasaporte y que era portador de unacarta para el cónsul inglés, me dijo quepodía marcharme cuando quisiera.Hice una reverencia al gobernador dela ciudad, como antes al gobernador del

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fuerte, y salí, encaminándome a laposada.

En Vigo hice muy poca cosa enpunto a la distribución de mis libros;estuve allí unos cuantos días, y memarché, tomando de nuevo el caminode Santiago.

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Capítulo 29

Llegada a Padrón. - Unproyecto aventurado. - Elalquilador. - Falta depalabra. - Un compañerosingular. - Historiasencilla. - Un caminoáspero. - La deserción. -La jaca. - Un diálogo. -Situación difícil. - LaEstadea. - Nos anochece. -

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La choza. - La almohadadel viajero.

Llegué a Padrón al caer la tarde, devuelta de Pontevedra y de Vigo. Teníael propósito de enviar a mí criado conlos caballos a Santiago y alquilar unguía que me llevase a Finisterre. Difícilme sería justificar con alguna razónplausible el ardiente deseo que tenía devisitar ese lugar; pero recordaba que elaño anterior me había librado casi pormilagro de naufragar y perecer en lospeñascales que bordean aquel puntoextremo del Viejo Mundo, y pensé quellevar el Evangelio a un lugar tanapartado y agreste sería acaso unaperegrinación acepta a los ojos de mí

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Hacedor. Verdad es que sólo me restabaun ejemplar de los que había llevadoconmigo en esta última etapa; pero talreflexión, lejos de desanimarme en miproyecto, produjo el efecto contrario:consideré que el Señor, desde que sereveló al hombre, se había servidosiempre para cumplir las más grandesobras de medios insuficientes enapariencia, y pensé que el únicoejemplar restante podría por sí solocausar tanto bien como los otros cuatromil novecientos noventa y nueve de laedición de Madrid.

Sabía yo que mis caballos noservían en modo alguno para ir aFinisterre, porque los caminos y sendas

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corrían por barrancos pedregosos, porásperas y empinadas montañas; resolví,pues, dejarlos atrás con Antonio, aquien tampoco quería yo exponer a laspenalidades de un viaje como aquél.Sin pérdida de tiempo mandé buscaru n alqui l ador y le expliqué misintenciones. Díjome que tenía a mídisposición una excelente jaca demontaña y que él en persona meacompañaría; pero al propio tiempoañadió que el viaje era terrible parahombres y bestias, y esperaba que se lopagase con largueza. Consentí en darlecuanto me pidió; pero con la expresacondición de acompañarme él enpersona, como me había ofrecido, puesno tenía yo gana de internarme en las

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montañas con el último bigardo delpueblo que se le antojase buscar, y quesería muy capaz de jugarme una malapasada. Replicó con la frase que losespañoles usan invariablemente paradesvanecer la desconfianza o la duda:«No tenga usted, cuidado, yo mismo iré».Arregladas así las cosassatisfactoriamente, a mí parecer, toméuna cena ligera y me retiré a dormir.

Había yo encargado al alquiladorque me llamase a las tres de la mañanasiguiente; pero no apareció hasta lascinco; supongo que se dormiría, pueseso fue lo que me ocurrió también a mí.Me levanté de un brinco; me vestí; puseunas cuantas cosas en la maleta, sin

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olvidar el Testamento que pensabaregalar a los habitantes de Finisterre, yluego salí, encontrando a mí amigo elalquilador, que tenía por las riendas laj a c a en que había yo de hacer laexcursión. Era un animalito muybueno, fuerte y sano al parecer, sin unsolo pelo blanco en todo su cuerpo,negro como las alas del cuervo.

Detrás permanecía en pie unbípedo de singularísima catadura, enquien por el momento no puseatención; pero del que he de contarmucho en lo sucesivo.

Pregunté al alquilador si estaba todolisto, y obtenida respuesta afirmativa,me despedí de Antonio, puse en

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marcha la jaca y con paso vivo salimosdel pueblo, tomando al principio elcamino de Santiago. El tipo aquel dequien he hablado antes venía pegado anosotros; pregunté al alquilador quiénera y por qué motivo nos seguía, a locual respondió que era un criado suyo yque nos acompañaría un rato paravolverse luego. Continuamos a buenpaso, hasta llegar a menos de un cuartode milla del convento de la Esclavitud,un poco más allá del cual, según mehabían dicho, tendríamos que dejar elcamino real; en tal punto, el alquiladorse detuvo bruscamente, y al instantetodos hicimos alto. Pregunté la razónde la parada, y no obtuve respuesta. Elalquilador tenía los ojos clavados en el

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suelo y contaba, al parecer, con intensocuidado las huellas de las vacas, mulasy caballos estampadas en el polvo de lacarretera. Repetí mi pregunta con vozmás fuerte, cuando después de unalarga pausa alzó un poco los ojos,aunque sin mirarme a la cara, y dijo quecreía que yo estaba en la idea de queme iba a acompañar hasta Finisterre, yque, si era así, lo sentía mucho, por sercosa imposible de cumplir, puesignoraba completamente el camino, yademás era incapaz de hacer un viajetan largo por tan mal terreno, no siendoya el hombre que antaño había sido, yque él estaba comprometido a llevaraquel mismo día a Pontevedra a uncaballero que le aguardaba.

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- Pero -continuó- como me gustaquedar siempre como un caballero contodo el mundo, he tomado mis medidaspara no dejarle a usted plantado. Hehecho un ajuste con este individuo -añadió señalando al tipo raro- para quele acompañe. Es de toda confianza, yconoce muy bien el camino deFinisterre, pues ha ido allá muchasveces con esta misma j aca que ustedmonta. Además será un buencompañero de viaje, porque hablafrancés e inglés muy bien, y harecorrido todo el mundo.

El hombre cesó al cabo de hablar;su engaño, desvergüenza y villanía meprodujeron tal efecto, que pasó algún

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tiempo antes de poder hallar unarespuesta. Le reproché en términosmuy duros su falta de palabra y le dijeque se me pasaban muy buenas ganasde volver al instante al pueblo ydenunciarle al a l ca l de para que lecastigase a toda costa. A esto replicó:

- Señor caballero, con hacer eso nose encontrará usted más cerca deFinisterre, adonde tiene tantas ganas deir. Siga mi consejo: meta espuela a lajaca; porque, como usted ve, se hacetarde, y hay doce leguas largas aCorcubión, donde pasará usted lanoche; y desde allí a Finisterre,tampoco es grano de anís. Con estehombre no tenga usted cuidado: es el

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mejor guía de Galicia, habla inglés yfrancés, y le servirá de agradablecompañía.

Ya entonces había yo reflexionadoque con volver a Padrón sóloconseguiría gastar tiempo, que elintento de hacer castigar al individuoaquel no me reportaría ventaja alguna;además, como me parecía un tunanteen toda la extensión de la palabra, tanbuena era la compañía de cualquieraotra persona como la suya. Manifesté,pues, mi resolución de seguir adelante,y le dije que se volviera, y le conjurépor Dios a que se arrepintiese de susculpas. Vencedor en este punto, pensósacar nuevas ventajas; se colocó a una

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vara delante de la jaca, y me dijo que elprecio que yo me había comprometidoa pagar por el alquiler de la jaca (todo loque me pidió, dicho sea de paso) eramuy poco, y antes de continuar habíade prometerle dos duros más, pues sinduda estaba loco o borracho al hacer eltrato conmigo. La cólera me dominópor completo, y sin pararme areflexionar metí espuelas a la jaca, quele derribó en el polvo y le pasó porencima. A cien varas de distancia volvíla cabeza y le vi en pie en el mismositio, el sombrero caído en el suelo, ysin dejar de mirarnos se santiguaba conmucha devoción. Su criado, o lo quefuese, lejos de socorrer a su principal,en cuanto la jaca se movió echó a correr

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a su lado, sin proferir palabra ni hacerotro comentario que golpearsevigorosamente un muslo con la manoderecha. No tardamos en pasar deEsclavitud, y un instante despuésvolvimos a la izquierda, metiéndonospor un sendero desigual y pedregosoque llevaba a unos maizales. Pasamosjunto a varias caserías, y llegamos al fina una cañada, cuyas laderas estabancubiertas de robles enanos y quedescendía suavemente hasta unriachuelo oscuro, sombreado por losárboles, que atravesamos por un toscopuentecillo. Ya entonces había tenidotiempo de examinar detenidamente depies a cabeza a mí singular compañero.Su estatura, estirándose todo lo posible,

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quizá hubiera llegado a cinco pies y unapulgada, pero el hombre tenía ciertatendencia a encorvarse. La naturalezale había dotado de inmensa cabeza,poniéndosela a ras de los hombros,porque entre las piezas que entraron ensu composición faltó, por lo visto, uncuello. A los lados se balanceaban unosbrazos largos y musculosos. Era, enconjunto, de armazón tan fuerte ysólida como la de un atleta. Sus piernaseran cortas, pero muy ágiles, y surostro, largo, largo, hubiera guardadocierta remota semejanza con un rostrohumano a no haber la boca tuerta y losanchos ojos parados usurpando su sitionatural a la nariz, que era casi invisible.Su vestido se componía de tres prendas:

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sombrero portugués, ancho de copa yangosto de alas, viejo y andrajoso; unaespecie de camisa y unos calzones detela burda. Quise trabar conversacióncon él, y recordando lo que elalquilador me había dicho, le preguntéen inglés si había trabajado siempre enel oficio de guía. Al oírme volvió losojos hacia mí con expresión singular, yclavándomelos en el rostro soltó unarisotada, dio un salto y palmoteó tresveces por encima de su cabeza.Comprendí que no me habíaentendido; repetí la pregunta enfrancés, y me respondió de nuevo conla risa, el salto y las palmadas. Al cabo,en mal español, dijo:

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- Mi amo, hable en español, poramor de Dios, y le entenderé a usted, ymejor aún si habla en gallego; pero nopuedo prometerle otra cosa. Oí lo quele decía el alquilador; pero es el mayorembustero de la tierra, y le engañó austed en eso, como al prometerle que leacompañaría. A su servicio estoy pormis pecados; pero en mal hora dejé elprofundo mar y me dediqué a guía.

Me contó que era de Padrón,marinero de oficio, y que había pasadola mayor parte de su vida en laescuadra española; sirviendo en ella,visitó Cuba y otras muchas partes de laAmérica española.

- Cuando mi amo -continuó- le dijo

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a usted que yo sería un buencompañero de viaje, le dijo la verdad, laúnica verdad que ha salido de su bocaen un mes; mucho antes de llegar aFinisterre se habrá usted alegrado deque el criado, y no el amo, haya venidocon usted; mi amo es muy torpe y muypesado, y yo soy como usted ve.

Dio dos o tres saltos mortales,volvió a reírse a carcajadas y apalmotear.

- Seguramente no se figura usted -continuó- que ayer vine de La Coruñacon esa j a c a y muy buena carga;llegamos a Padrón a las dos de lamadrugada, y a pesar de eso la jaca y yoestamos dispuestos a hacer este nuevo

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viaje. Como dice mi amo, no tenga ustedcuidado; nadie ha tenido queja de la jacani de mí.

Hablando de esa suerte recorrimosun buen trecho del camino, por terrenopintoresco, hasta llegar a una aldeamuy linda en la falda de una montaña.

- Este pueblo -dijo el guía- se llamaLos Ángeles, porque su iglesia lahicieron los ángeles hace ya muchotiempo; debajo de ella pusieron unabarra de oro traída del cielo y que habíaservido de viga en la propia casa deDios. Va por debajo de tierra desde aquíhasta la Catedral de Compostela.

Atravesamos el pueblo, que, según

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me dijo también el guía, tenía unosbaños muy visitados por lossantiagueses. Torcimos hacia elNoroeste, dando la vuelta a unamontaña que alzaba majestuosamentesobre nuestras cabezas su cumbrecoronada de peñascos desnudos; anuestra derecha, en la otra orilla de unvalle espacioso, corría una elevadacadena de montañas, que iba aenlazarse con las del Norte de Santiago.En la cima de esa cadena alzábanseunas torres almenadas, llamadas deAltamira, al decir de mí guía, restos deun antiguo castillo, ya en ruinas, quefue en otro tiempo la residenciaprincipal que los condes de ese títulotenían en la provincia. Volviendo

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después hacia el Oeste, no tardamos enencontrarnos al pie de un puerto muyempinado y escabroso, que conducía auna región más alta. La subida noscostó cerca de media hora, y lasdificultades del terreno eran tales, quemás de una vez me alegré de haberdejado nuestros caballos y de montaraquella intrépida jaquita; acostumbradaa los caminos, trepaba con muchoánimo, y nos puso al fin sin daño en loalto de la subida.

Allí entramos en una choza gallegapara reponer nuestras fuerzas y las delcaballo. El cuadrúpedo comió un pocode maíz, y los dos bípedos nosregalamos con b r o a y aguardiente,

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servidos por una mujer queencontramos en la choza. Salí fuera unosminutos a observar el aspecto del país,y al volver encontré al guíaprofundamente dormido en el bancodonde le dejé. Estaba sentado, muytieso, con la espalda apoyada en lapared y las piernas colgando a unas trespulgadas del suelo, porque erandemasiado cortas para llegar a él. Cincominutos lo menos estuvecontemplando su reposo, tan profundoy tranquilo como el de la muerte. Surostro me recordaba mucho esassingulares fisonomías de santos ymonjes que a veces se encuentran en lashornacinas de los muros de losconventos en ruinas. No había ni el más

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ligero vislumbre de vitalidad en susemblante, que por el color y la rigidezpudiera parecer de piedra, tan informey tan tosco como una de esas cabezas depiedra de Icolmkill que han desafiadolas intemperies de doce siglos.Mirándole estuve hasta que empecé asentir cierta alarma, pensando que lavida podía haber huido de aquellamaltrecha y extenuada máquina. Lesacudí con fuerza por un hombro, ylentamente se despertó, abrió los ojosasombrado y luego los cerró. Duranteunos momentos no supo, con todaevidencia, dónde estaba. Le di vocespreguntándole si pensaba pasarse el díadurmiendo en lugar de llevarme aFinisterre; al oírme se dejó caer sobre

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las piernas, arrebató el sombrero queyacía en la mesa, y en el acto salió porla puerta corriendo y gritando:

- Sí, sí, ya me acuerdo; sígame,capitán, y le llevaré a Finisterre en unvuelo.

Le seguí con la vista y tomó a todocorrer la misma dirección que antestraíamos. «Espera -le grité-; espera. ¿Mevas a dejar aquí con la jaca? Espera; aúnno hemos pagado el gasto. Espera.»Pero no volvió la cabeza ni un instante,y en menos de un minuto se perdió devista. La jaca, atada al pesebre en unrincón de la choza , comenzó a darrelinchos terroríficos, a manotear y aerizar la cola y la crin de un modo

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extraño. Tanto tiraba del ramal, quetemí que se estrangulara.

- ¡Mujer! -exclamé-, ¿dónde andausted y qué significa todo esto?

Pero la huéspeda habíadesaparecido también, y aunque recorríla choza, dando fuertes voces, no obtuverespuesta.

Continuaban los relinchos de lajaca, y los tirones que daba del ramaleran cada vez más fuertes.

- ¿Estoy rodeado de locos? -grité, yarrojando sobre la mesa una pesetadesaté el caballo e intenté ponerle elbocado, pero no lo conseguí.

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Apenas solté el ramal comenzó lajaca a tirar hacia la puerta, a despechode cuantos esfuerzos hice paraimpedido.

- Si te escapas -dije- mi situación vaa ser divertida.

Pero todo tiene remedio: de unbrinco monté en la silla, y un instantedespués el animalito me llevaba, enrápido galope, por un camino quesupuse sería el de Finisterre.

La situación, divertida para ellector, era para mí bastante apurada.Hallábame a lomos de un caballofogoso, sin medio alguno degobernarlo, a todo correr por un

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camino peligroso y desconocido. Noparecía ni rastro del guía, ni encontré anadie a quien pedir noticias. La verdades que, dado caso de alcanzar a unpasajero o de cruzarme con él, apenashabría tenido tiempo de dirigirle lapalabra: tan veloz era la carrera delcaballo. « ¿Estará este animal enseñadoa estas cosas? -pensaba yo-. ¿Me llevaráa una cueva de ladrones, que me cortenel cuello? ¿No hace más que seguir, porinstinto, a su amo?» No tardé endesechar ambas suposiciones. Lavelocidad de la j a c a amenguó; alparecer, había perdido el camino. Miróen torno con inquietud; al cabo llegó aun arenal, pegó el hocico al suelo, y depronto se tumbó, revolcándose de una

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manera verdaderamente caballuna. Nome hice daño, y al instante aprovechéla ocasión para ponerle el bocado, queantes llevaba colgado del pescuezo.Volví a montar y me puse a buscar elcamino.

No tardé en encontrarlo, y seguíadelante. El camino iba por un yermopoblado de brezos y tojos y sembradode pedruscos. El sol, ya muy alto,calentaba de firme. Encontré algunagente, hombres y mujeres, que memiraba sorprendida, maravillándoseprobablemente de que una personacomo yo anduviese sin guía por talessitios. Pregunté a dos mujeres si habíanvisto a mí guía; pero no me

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entendieron o no quisieronentenderme, y, luego de cambiar entresí unas pocas palabras en uno de loscien dialectos de Galicia, siguieron sucamino. Después de atravesar eldescampado, llegué de improviso a unconvento al borde de un profundobarranco, por cuyo fondo corría unrumoroso arroyo.

El lugar era bello y pintoresco;espesas arboledas poblaban lasvertientes del barranco; del otro ladosurgía una montaña alta y oscura. Elconvento, muy capaz, parecíaabandonado. Pasé junto a él, y alinstante llegué a una aldea, tandesierta, por las muestras, como el

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convento, pues no hallé ser viviente, nisiquiera un perro que me saludara consus ladridos. Me detuve en una fuentede piedra, que vertía sus aguas en unapila. Sentada en la pila, con los brazoscaídos y los ojos clavados en la montañavecina, estaba una figura humana, queaún se presenta frecuentemente a mífantasía, sobre todo cuando duermo yme oprime una pesadilla: era mifugitivo guía.

Yo: Buenos días tenga ustedcaballero. El tiempo está caluroso, y esaagua exquisita convida a beberla.Tentado estoy de apearme y regalarmecon un trago.

El guía: Su merced no puede hacer

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mejor cosa. Hace mucho calor, enefecto; lo mejor es que beba un poco deagua. También yo acabo de beber. Perole aconsejo que no dé agua al caballo:está jadeante y muy sudado.

Yo: Ya puede estarlo. He venidogalopando lo menos dos leguas enbusca de un individuo que secomprometió a llevarme a Finisterre,pero que me ha abandonado de lamanera más extraña del mundo; tanto,que he llegado a creer que era unbandido, no un hombre honrado. ¿Nole ha visto usted, por casualidad?

El guía: ¿Qué señas tiene?

Yo: Es bajo, grueso, muy parecido a

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usted, giboso y, con perdón de usted,muy feo.

El guía: ¡Ja, ja! Le conozco. Hemosvenido corriendo juntos hasta la fuente,y aquí me dejó. Caballero, ese hombreno es un ladrón; si algo es, es unnuveiro, un hombre que anda por lasnubes, y que, a veces, un soplo deviento se lo lleva. Si alguna vez vuelveusted a viajar con ese hombre, no lepermita usted beber más de una copade anís cada vez; de lo contrario, sesubirá a las nubes, le dejará a usted yandará por ahí corriendo hasta que décon un arroyo, o pegue con la cabeza enuna fuente; entonces, con un trago,vuelve a ser lo que era. ¿De manera,

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señor caballero, que va usted aFinisterre? Pues vea usted qué rareza:un caballero muy parecido a usted meajustó esta mañana para que le llevaratambién; pero se me ha perdido en elcamino. Me parece lo mejor quecontinuemos juntos hasta queencuentre usted a su guía y yo a míamo.

Podían ser las dos de la tardecuando llegamos a un puente, largo yruinoso, muy antiguo al parecer,llamado, según el guía, puente de DonAlonso. Atravesaba una ensenada, omás bien ría, porque el mar no estabalejos; a nuestra derecha quedaba lapequeña ciudad de Noya.

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- Cuando atravesemos el puente,capitán -dijo el guía-, llegaremos a paísdesconocido, porque yo no he pasadonunca de Noya, y de Finisterre, no sólono he estado allí nunca, pero ni siquierahe oído hablar. He preguntado a dos otres personas, desde que nos pusimosen camino, y saben tanto como yo. Sinembargo, bien mirado todo, creo que lomejor es seguir hasta Corcubión, a unascinco leguas de aquí, adonde quizálleguemos antes de cerrar la noche sidamos con el camino o encontramosquien nos guíe; porque, como ya le hedicho, yo lo desconozco en absoluto.

- En buenas manos he caído -respondí-. Creo, en efecto, que lo mejor

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es ir a Corcubión, y allí quizá sepamosalgo de Finisterre y se encuentre unguía que nos lleve.

Entonces, con nuevos brincos ycabriolas, echó a andar con paso rápido,deteniéndose a veces en una choza conel propósito de adquirir informes,supongo yo, aunque apenas entendíuna palabra de la jerga en que él y susinterlocutores hablaban.

A poco llegamos a un terreno pordemás agreste y montuoso. Subimos ybajamos barrancos; vadeamos arroyos,y nos arañamos la cara y las manos enlas zarzas, deteniéndose a veces a cogermoras silvestres, de que había cosechaabundante. Por camino tan duro

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avanzábamos muy despacio. La jaca ibadetrás del guía, tan pegada a él, quecasi le tocaba en el hombro con elhocico. El país era cada vez más agreste,y una vez que dejamos atrás un molino,ya no vimos rastro de viviendahumana. El molino estaba en el fondode una hondonada, sombreada porgrandes árboles, y sus ruedas, al girar,hacían un ruido triste y monótono.

- ¿Llegaremos a Corcubión estanoche? -pregunté al guía cuando, alsalir del valle, nos encontramos en undescampado sin límites, al parecer.

El guía: No; no podemos, y estedescampado no me gusta nada. El solva a ponerse en seguida, y entonces,

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como haya niebla, nos encontraremos ala Estadea.

Yo: ¿Qué es eso de la Estadea?

El guía: ¡Qué es eso de la Estadea!¿Me pregunta mi amo qué es laEstadinha? No me he encontrado a laEstadinha más que una vez, y fue en unsitio como éste. Iba yo con unasmujeres, y se levantó una niebla muyespesa. De pronto empezaron a brillarencima de nosotros, entre la niebla,muchas luces; había lo menos mil. Seoyó un chillido tremendo, y las mujeresse cayeron al suelo gritando: ¡Estadea,Estadea! Yo también me caía y gritaba:¡Estadinha! ¡Estadinha! La Estadea son lasalmas de los muertos que andan encima

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de la niebla con luces en las manos. Confranqueza, mi amo, si encontramos a lasalmas, me escapo y no paro de correrhasta tirar me de cabeza al mar. Estanoche ya no llegamos a Corcubión; miúnica esperanza es que encontremospor aquí una choza donde podamosdefendernos de la Estadinha.

La noche se nos echó encima antesde atravesar el despoblado; pero nohubo niebla, con gran contento de míguía, y un poco de luna alumbrabaparcialmente nuestros pasos.Estábamos, sin embargo, en unasituación muy triste: aquel era elpáramo más desolado de la provinciamás agreste de España, ignorábamos el

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camino y apenas si sabíamos adóndeíbamos, porque el guía me dijorepetidas veces que no creía en laexistencia de un lugar llamadoFinisterre, y de existir, sería algunamontaña solitaria señalada en el mapa.Si me ponía a reflexionar sobre elcarácter de mí guía, no encontrabagrandes motivos de tranquilidad ni dealiento; en el caso más favorable, eraevidentemente un hombre mediotonto, sujeto, por confesión propia, aciertos paroxismos que no sediferenciaban esencialmente de lalocura. Su insensata huida de cerca detres leguas, aquella misma mañana, sincausa aparente para ello, yúltimamente su loco y supersticioso

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temor de encontrar a las almas de losmuertos en el despoblado, caso en elque se proponía, según me dijo,abandonarme y correr en busca delmar, me impresionaron fuertemente.Pensé también en la posibilidad de queno estuviésemos en el camino deFinisterre ni en el de Corcubión, yresolví acogerme a la primera chozaque encontrásemos, para no correr elriesgo de rodar a un precipicio yrompemos la nuca. Pero no se veíacabaña alguna; el despoblado parecíainterminable, y por él anduvimos hastaque se puso la luna, dejándonos en casitotal oscuridad.

Al cabo llegamos al pie de una

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cuesta muy escarpada, a la cual subíaun agrio sendero.

- ¿Será éste nuestro camino? -pregunté al guía.

- No nos queda otro, capitán -respondió el hombre-. Subiremos, ycuando estemos arriba veremos el mar,si es que está cerca.

Eché pie a tierra, porque subir acaballo por tal sendero en plenaoscuridad hubiese sido locura.Trepamos en hilera: primero, el guía;detrás, la jaca, con el hocico pegado,como de costumbre, al hombro de suamo, a quien quería apasionadamente,y yo a retaguardia, agarrado con la

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mano izquierda a la cola del caballo.Dimos muchos traspiés y más de unacaída; cierta vez rodamos todos por lafalda del cerro. A los veinte minutosllegamos a la cima; miramos en torno,pero no vimos el mar; un páramooscuro, apenas entrevisto, se extendía alparecer por todos lados.

- Vamos a tener que acampar aquíhasta mañana -dije yo. De pronto miguía me tomó una mano.

- Allí hay lurne, senhor -decía-; allíhay lume.

Miré en la dirección que meindicaba, y después de esforzarme unrato, me pareció ver a cierta distancia,

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muy por bajo de nosotros, un débilresplandor.

- Eso es lurne -exclamó el guía, yprocede de la chimenea de una choza.

A la bajada del cerro vagamos sinrumbo no poco tiempo, hasta que nosencontramos en medio de seis o sietechozas negras.

- Llama a la puerta de unacualquiera -dije al guía- y pregunta sipueden darnos asilo por esta noche.

Así lo hizo, y al instante aparecióun hombre con una tea encendida en lamano.

- ¿Puede usted guarecer a un

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cabalheiro contra la noche y la Estadea? -preguntó el guía.

- Sí puedo, gracias a Dios -dijo elhombre.

Era de figura atlética; no llevabazapatos ni medias, y, en conjunto, leencontré muy parecido a loscampesinos de los pantanos deMunster.

- Hagan el favor de entrar,caballeros; podemos acomodarlos austedes y también a la cabalgadura.

L a choza donde entramos estabadividida en tres compartimientos: en elprimero había hierba, en el segundoestaban las vacas y en el tercero la

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familia, compuesta del padre y lamadre del hombre que nos habíaabierto y de su mujer e hijos.

- Usted es catalán, señor caballero,y va a buscar a sus paisanos deCorcubión -dijo el hombre en regularespañol-. ¡Ah! Ustedes los catalanes sonbuena gente y tienen muy buenosestablecimientos en las costas gallegas;la lástima es que se llevan todo eldinero fuera del país.

No tengo, en cualquiercircunstancia, el menor inconvenienteen pasar por catalán; en aquel caso másbien me alegré de que una gente tansalvaje creyera que yo tenía en lasvecindades amigos poderosos y

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compatriotas que estaban, acaso,aguardándome. Favorecí, pues, su errory empecé a hablar, con fuerte acentocatalán, de la pesca en Galicia y delimpuesto sobre la sal. El guía me miróun momento con expresión singular,entre seria y burlona; sin embargo, nodijo nada; se dio un palmetazo en elmuslo, como de costumbre, y pegó talbrinco que casi dio en el techo con surisible cabezota. Preguntando, supe queaún faltaban dos leguas hastaCorcubión, y que el camino, entrecerros y páramos, era difícil.

Nuestro huésped nos preguntó siteníamos hambre; le respondimos quesí, y trajo una docena de huevos y un

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poco de tocino. Mientras se aderezabala cena, mi guía sostuvo con la familiauna larga conversación; pero comohablaban en gallego no pudeentenderlos. Creo que principalmentese referían a brujas y hechiceras, porquenombraban mucho la Estadea. Despuésde la cena pregunté dónde podríadescansar; el huésped me señaló unatrampilla en el techo, diciendo queencima había un desván a propósitopara dormir, y en él encontraría pajalimpia. Por pura curiosidad pregunté sino había en la choza ninguna cama.

- No -replicó el hombre-; ni las hayhasta Corcubión. Yo nunca me heacostado en cama, ni nadie de mí

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familia; dormimos en el suelo o en lapaja con el ganado.

Como viajero experto me abstuvede lamentarlo; subí por una escalera aldesván, bastante ancho y casi vacío;puse la capa por almohada y me tendíen las tablas, prefiriéndolas por más deun motivo a la paja. Durante un buenrato estuve oyendo a la gente aquellahablar en gallego, y entre losintersticios del piso veía losresplandores de la lumbre. Las voces seextinguieron poco a poco; el fuego sefue apagando y dejé de verlo. Meadormecí, desperté, me adormecí denuevo, y caí por último en profundosueño, del que sólo desperté al segundo

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canto del gallo.

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Capítulo 30

Mañana de otoño. - El findel mundo. - Corcubión. -Duyo. - El cabo. - Unaballena. - La bahíaexterior. - La detención. -El pescador alcalde. -Carlos rey. - Unincrédulo. - ¿Dónde estáel pasaporte? - La playa. -Un liberal influyente. - La

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criada. - El gran«Baintham». - Un librosin par. - Hospitalidad.

Hacía una hermosa mañana deotoño cuando salimos de la choza yproseguimos el viaje a Corcubión.Gratifiqué al huésped con un par depesetas, y me pidió por favor que siregresábamos por el mismo camino, yla noche nos sorprendía, no dejáramosde buscar albergue bajo su techo. Así selo prometí, al mismo tiempo queformaba propósito de hacer todo loposible para evitar tal contingencia,porque dormir en el desván de unachoza gallega no es muy apetecible,

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aunque no tan malo como pasar lanoche en un descampado o en unmonte.

Emprendimos, pues, la marcha apaso vivo por ásperos caminos deherradura y veredas, rodeados debrezos y jaras. Al cabo de una horallegamos a la vista del mar, y dirigidospor un muchacho que encontramos enel despoblado guardando unas pocas ymíseras ovejas, torcimos hacia elNoroeste y alcanzamos, por último, lacima de una montaña, donde nosdetuvimos un poco a contemplar elpanorama que se ofrecía ante nosotros.

No sin razón los latinos dieron aaquellos parajes el nombre de Finis

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terrae. Nos encontrábamos en un sitioexactamente igual a como en miinfancia había yo imaginado laconclusión del mundo, más allá de laque sólo había un mar borrascoso, o elabismo, o el caos. Tenía ante mis ojosun océano inmenso, ya mis pies ladilatada e irregular línea de la costa,alta y escarpada. Con seguridad no hayen todo el mundo costa más abruptaque la costa gallega, desde ladesembocadura del Miño hasta el caboFinisterre. Es una barrera de montañasde granito muy agrestes, dentelladascasi todas en la cima, y cortadas a vecespor radas y bahías, como las de Vigo yPontevedra, que penetranprofundamente en tierra. Esas

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ensenadas y rías son todas de inmensahondura, y de capacidad sobrada paraabrigar las escuadras de las mássoberbias naciones marítimas delmundo.

La grandeza severa y agreste deaquellos parajes subyuga laimaginación. Esa costa salvaje, loprimero que percibe de España elviajero procedente del Norte o el quesurca el ancho océano, responde muybien, por su apariencia, a la idea que deantemano se tiene de tan singular país.«Sí -exclama el viajero-; ésta es España,sin duda alguna; la inexorable, la rígidaEspaña; esta tierra es un emblema delos espíritus que en ella han visto la luz.

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¿De qué otra tierra podían salir aquellosseres prodigiosos que aterraron al ViejoMundo, y llenaron el Nuevo de sangrey horror? ¡Alba y Felipe, Cortés yPizarro, severos y colosales espectrosque surgen entre las sombras de la edadpasada, como esas montañas de granitosurgen de la niebla ante los ojos delnavegante! ¡Sí; ésta es España, sin duda:la inexorable, la indomable España;tierra emblemática de sus hijos!»

En cuanto a mí, al contemplar elancho mar y la costa tan salvaje,exclamé: « ¡Oh imagen de nuestrasepultura y de los temerosos caminosque a ella llevan! Esos desiertos ypáramos por donde he pasado son

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como las ásperas y tristes jornadas denuestra vida. Alentados por laesperanza, luchamos con todos losobstáculos, con la montaña, la ciénaga yel yermo, para llegar, ¿a qué?, a latumba y a sus bordes pavorosos. ¡Oh!¡Que no me abandone en la horapostrera la esperanza en el Redentor yen Dios!».

Descendimos del cerro, y de nuevoperdimos de vista el mar, metiéndonospor barrancos y cañadas, donde había,de vez en cuando, manchas de pinos.Continuando el descenso, acabamospor llegar a la terminación de una largay angosta ría, donde se alzaba unaaldea; a corta distancia, en la margen

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occidental de la ría, veíase unapoblación bastante mayor, que casitenía derecho al nombre de ciudad.Esta última era Corcubión; la primera,si no recuerdo mal, se llamaba Ría deSilla. Nos apresuramos a llegar aCorcubión, y mandé al guía quepreguntase por el camino de Finisterre.Entró en una taberna, de donde salíamucho bullicio, y a poco volviódiciéndome que el pueblo de Finisterredistaba una legua y media de allí. Unhombre, en manifiesto estado deembriaguez, apareció en la puerta,detrás de mí guía.

- ¿Van ustedes a Finisterre,cavalheiros? -exclamó.

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- Sí, amigo mío -respondí-. ¡Allávamos!

- Entonces van ustedes a un fato deborrachos -replicó-. Tengan cuidado noles hagan alguna mala partida.

Seguimos adelante, y, luego deatravesar una península arenosa, a laespalda de la ciudad, llegamos a lacosta de una inmensa bahía, cuyaextremidad Noroeste la formaba elrenombrado cabo de Finisterre, que seextendía ante nuestra vista maradentro.

Por una playa de arena de blancuradeslumbradora avanzamos hacia elcabo, meta de nuestro viaje. El sol

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brillaba resplandeciente, y sus rayosiluminaban todas las cosas. Delante denosotros, el mar parecía un espejo, y lasolas que rompían en la costa eran tandébiles que apenas levantaban unmurmullo. Avivamos el paso, siguiendoel profundo contorno de la bahía,dominada por montañas gigantescas.Singulares recuerdos comenzaron ainvadir mi espíritu: en aquella playa,según la tradición de toda la antiguacristiandad, Santiago, el Santo patronode España, predicó el Evangelio a losidólatras españoles. En aquella playa sealzaba en otro tiempo una ciudadcomercial inmensa, la más orgullosa deEspaña. En la bahía, hoy desierta,resonaban entonces millares y millares

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de voces, cuando las naves y elcomercio de todo lo descubierto de latierra se concentraban en Duyo.

- ¿Cómo se llama este pueblo? -pregunté a una mujer, al pasar porcinco o seis casas ruinosas en el recodode la bahía, antes de entrar en lapenínsula de Finisterre.

- Esto no es un pueblo -dijo lagallega-. Esto no es un pueblo, señorcaballero; es una ciudad, es Duyo.

¡Tales son las glorias del mundo!¡Aquellas chozas eran todo lo que elrugiente mar y la garra del tiempohabían dejado de Duyo, la gran ciudad!Y ahora, derechos a Finisterre.

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Al mediodía llegamos al pueblo deese nombre, compuesto de un centenarde casas y construido en el lado sur dela península, precisamente en el parajedonde el terreno se levanta para formarla enorme y escarpada cabeza del Cabo.En vano buscamos una posada o ventadonde encerrar el caballo; por unmomento creímos haber encontrado loque buscábamos, y hasta llegamos aatar el caballo al pesebre. Pero encuanto salimos lo desataron, echándoloa la calle. La poca gente que vimos nosobservaba de un modo extraño. Nohicimos gran caso de estos detalles ycontinuamos calle arriba, hasta que nosadmitieron en casa de un comerciantecastellano, a quien su suerte había

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llevado a aquel rincón de Galicia, al findel mundo. Lo primero que hicimos fueechar un pienso al caballo, que ya dabaseñales de estar muy cansado. Pedimosluego para nosotros algo de comer;como una hora más tarde nos sirvieronun pescado de unas tres libras,regularmente sabroso, muy fresco,condimentado para nosotros por unavieja que desempeñaba las funciones deama de gobierno. Terminada la comida,salí con mí grotesco guía y me dispuse asubir a la montaña.

Nos detuvimos a examinar unreducto o batería abandonada que miraa la bahía, y, mientras estábamos enesto, reparé más de una vez que

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también nosotros éramos objeto decuriosidad y acecho; en efecto, anuestro paso vislumbré más de unacara que nos atisbaba por los huecos yhendiduras de las tapias. Comenzamosluego a subir al Finisterre, trazando ensus vertientes graníticas numerosos ylargos detours. El sol estaba en lo másalto de su carrera, y sus ardentísimos yfuriosos rayos caían a plomo y nosasaeteaban. En la subida se me destrozóel calzado y me corté los pies; el calorme hacía sudar a chorros. Para mi guía,en cambio, la subida no era, al parecer,ni fatigosa ni difícil. No le asustaba elcalor del día, ni una gota de sudorsurcaba su curtido semblante, ni lefaltaba el resuello; brincaba de roca en

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roca con la irritante agilidad de unacabra montés. Antes de llegar a lamitad de la subida me encontrérendido por completo. Comencé a rilary a tambalearme.

- ¡No tenga miedo! -dijo el guía-.Ahí se ve una cerca; échese un poco a lasombra.

Me pasó uno de sus largos yrobustos brazos por la cintura, y,aunque comparado conmigo parecía unenano, me sostuvo como a un chicohasta llegar a una tosca valla queatravesaba la mayor parte de lamontaña y servía, probablemente, delindero. Difícil fue encontrar unasombra: descubrimos, por último, una

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pequeña hendidura, abierta quizá poralgún pastor para dormir en ella lasiesta. Allí me tendió el guía con muchotiento, y, quitándose el enormesombrero, comenzó a abanicarme sindescanso. Fui reviviendo pormomentos, y, después de descansar unrato muy largo, emprendí de nuevo lasubida; por fin llegué a la cumbre conayuda del guía.

Nos encontramos a gran alturaentre dos bahías, con la vasta soledaddel mar delante de nosotros. De los diezmil barcos que anualmente surcanaquellas aguas a la vista del cabo, no sedescubría entonces ni uno solo. Era elmar un desierto azul brillante, del que,

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a intervalos, emergía la negra cabeza deun cachalote arrojando dos delgadoschorros de agua. La bahía de Finisterre,la más grande de las dos, resplandecíahasta su entrada con los bellostornasoles de un inmenso banco desardinhas, en cuyos bordes estabaprobablemente el cachalote dándose unfestín. Al otro lado del cabo veíamos anuestros pies una bahía más pequeña,bordeada de rocas de formas extrañas,que dominaban la costa; esta bahía sellama en el lenguaje del país Praia domar de Jora, y es lugar temible en díasde borrasca, cuando el oleaje delAtlántico penetra en ella y rompecontra las rocas sumergidas que allíabundan. Aun en días de calma resuena

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en aquella bahía un fragor cavernosoque llena el corazón de inquietud.

Descubríase por doquiera unpanorama grandioso, sublime. Despuésde contemplarlo desde la cima cerca deuna hora, descendimos.

Al llegar a la casa donde teníamosnuestro pasajero albergue, hallamosocupado el portal por unos cuantoshombres, echados algunos en el sudo ybebiendo vino en unas pequeñas vasijasde barro muy usadas en aquella partede Galicia. Les saludé cortésmente alpasar y subí al aposento dondecomimos. En un tosco y sucio lecho queallí había me arrojé rendido decansancio. Resolví reposar un poco, y

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por la noche reunir a la gente delpueblo y leerles unos capítulos de laEscritura y dirigirles una ligeraexhortación cristiana. Me dormí pronto;pero mi sueño fue muy intranquilo.Veíame rodeado de dificultadesmúltiples, entre peñascos y barrancos,luchando en vano por libertarme.Rostros muy extraños se asomabanentre los árboles o salían de lascavernas y sacaban una lengua bífida yarrojaban gritos de cólera. Miré entorno buscando a mí guía, pero no lehallé; me pareció, sin embargo, oír en lohondo de un barranco una voz quehablaba de mí. No sé cuánto hubierandurado estas pesadillas; pero, de súbito,sentí que me agarraban con violencia

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por un hombro, y de un tirón casi mearrastraron fuera de la cama. Despertécon gran sorpresa, y a la luz del solponiente vi inclinada sobre mí unafigura extraña y desconocida: era la deun hombre ya de edad, de gigantescatalla, muy barbudo, con cejas grandes yfrondosas, vestido a lo pescador y conun fusil mohoso en la mano.

Yo: ¿Quién es usted, qué desea?

El hombre: Poco importa quién soyyo. Levántese y venga conmigo; lenecesito.

Yo: ¿Con qué autoridad se atreveusted a venir a molestarme?

El hombre: Con la autoridad de la

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j us t i c i a de Finisterre. Sígame sinresistencia, Calros, o será peor.

- ¿Calros? -dije yo-. ¿Qué significaesto?

Me pareció, sin embargo, lo másprudente obedecer, y bajé la escaleradetrás de mí hombre. La tienda y elportal hallábanse atestados de vecinosde Finisterre: hombres, mujeres ychicos; estos últimos desnudos casitodos, chorreando agua, como si loshubieran llamado a toda prisa de susjuegos en la orilla del mar. A través deaquella multitud, el hombre que hetratado de describir se abrió paso conademán autoritario.

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Al llegar a la calle, posó sinviolencia una de sus pesadas manos enmi brazo.

- ¡Es Calros, es Calros! -gritó uncentenar de voces-. Acaba de llegar aFinisterre y la justicia le ha prendido.

Sin saber lo que todo aquello podíasignificar, seguí calle abajo encompañía de mí singular conductor. Lamultitud que nos seguía vociferandoera cada vez más numerosa. Hastasacaron los enfermos a las puertas paraque viesen lo que ocurría y echaran unvistazo al temible Calros. Me admiró,sobre todo, el ardimiento de que diomuestras un tullido, quien, a despechode los ruegos de su mujer, se mezcló

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con las turbas, y, aunque perdió lamuleta, siguió adelante, brincando conuna sola pierna, mientras decía:

- ¡Carracho! ¡También voy yo!

Por fin llegamos a una casa un pocomayor que las demás; el guía meintrodujo en una sala baja, me colocó enel centro y volvió corriendo a la puertacon ánimo de impedir el paso a la genteque pugnaba por entrar con nosotros.No sin trabajo consiguió su propósito;una o dos veces se vio en el caso derechazar a culatazos a los intrusos. Mepuse entonces a examinar el aposento.Todo el mobiliario consistía en unoscuantos toneles; había además en elsuelo el mástil de una lancha y una o

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dos velas. Sentados en los tonelesestaban tres o cuatro hombres, contoscos trajes de pescadores o decarpinteros de ribera. El personajeprincipal era un individuo de unostreinta y cinco años, de gestoavinagrado, alcalde de Finisterre, segúnaverigüé después, y dueño de la casa enque nos encontrábamos. En un rincóndescubrí a mí guía; evidentementeestaba preso: dos robustos pescadores,armado el uno con un fusil y el otro conun bichero, le guardaban. Un minutoduró mi examen; el alcalde, atusándoselas patillas, me interrogó así:

- ¿Quién es usted, dónde está supasaporte y a qué ha venido a

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Finisterre?

Yo: Soy un inglés, mi pasaporte eséste y he venido a ver Finisterre.

Mi respuesta los desconcertó, alparecer, por breves momentos.Miráronse unos a otros, y miraron mipasaporte. Al cabo, el alcalde,golpeándolo con un dedo, vociferó:

- Este pasaporte no es español;parece que está escrito en francés.

Yo: Ya le he dicho a usted que soyextranjero. Por eso traigo, como esnatural, pasaporte extranjero.

El alcalde: Entonces quiere ustedhacernos creer que no es Calros rey.

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Yo: Nunca he oído hablar de eserey ni he oído tal nombre.

El alcalde: ¡Miren qué sujeto! Seatreve a decir que no ha oído hablarnunca de Calros el Pretendiente, que setitula rey.

Yo: Si ese Calros es el Pretendientedon Carlos, todo lo que puedo contestares que no creo que hable usted en serio.Lo mismo podía usted decir que esepobre hombre, mi guía, a quien por lovisto han hecho ustedes prisionero, essu sobrino, el infante don Sebastián.

El alcalde: ¡Ah! Usted mismo se havendido; en efecto, por tal le tenemos.

Yo: Es verdad que los dos son

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jorobados; pero ¿en qué me parezco yoa don Carlos? No tengo tipo español, yal Pretendiente le llevo lo menos lacabeza.

El alcalde: Eso no le hace. Ya sesabe que usted lleva varios chalecosconsigo, y con ellos se disfraza,pareciendo más alto o más bajo, segúnle acomoda.

Esta razón era tan concluyente, queno supe contestar. El alcalde echó unamirada de triunfo en torno suyo, comosi hubiese hecho un grandescubrimiento.

- Sí; ¡es Calros, es Calros! -decía laturba, agolpada en la puerta.

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- No estaría mal fusilar a estos doshombres ahora mismo -continuó elalcalde-; porque si no son los dospretendientes, es seguro que los dos sonfacciosos.

- No estoy yo muy seguro de quesean ni una cosa ni otra -dijo una vozbronca.

L a justicia de Finisterre volvió losojos hacia donde había sonado la voz, ylo mismo hice yo. Nuestras miradas seposaron en el individuo que guardabala puerta; había plantado el cañón de laescopeta en el suelo y apoyaba la barbaen la culata.

- No estoy muy seguro de que sean

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una cosa ni otra -repitió avanzando-.He examinado a este hombre -dijoseñalándome- y escuchado su modo dehablar, y me parece que es inglés; sucara y su voz lo dicen. ¿Quién conoce alos ingleses mejor que Antonio de laTrava? ¿Quién tiene más motivos paraconocerlos? ¿No ha tripulado susbarcos, no ha comido su galleta, y noestaba junto a Nelson cuando lemataron de un tiro?

Al oírle, el alcalde se enfureció.

- Es tan inglés como tú -exclamó-.Si fuese inglés no habría venido aescondidas ni por tierra; habría venidoembarcado y con recomendacionespara alguno de nosotros o para los

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catalanes; habría venido a comprar o avender; pero en Finisterre no le conocenadie ni conoce a nadie; además, loprimero que ha hecho al llegar aquí hasido inspeccionar el fuerte y subir a lamontaña a trazar un campamento,estoy seguro. ¿A qué iba a venir aFinisterre si no es Calros ni un bribón defaccioso?

Comprendí que había gran parte dejusticia en alguna de estasobservaciones, y por vez primera me dicuenta de la gran imprudencia quehabía cometido metiéndome porparajes tan incultos y entre gentes tanbárbaras, sin llevar pretexto alguno quepudiera justificar a sus ojos mi viaje.

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Traté de convencer al alcalde de que miexpedición por aquel país no tenía otrofin que el de conocer las muchas cosasnotables que encierra y recoger noticiasacerca del carácter y condición de loshabitantes. Pero estos motivos eranincomprensibles para él.

- ¿A qué ha subido usted a lamontaña? ¡Para ver el paisaje!¡Disparate! Hace cuarenta años que vivoen Finisterre y no he subido nunca, nisubiría en un día como el de hoyaunque me diesen dos onzas de oro. Havenido usted a medir la altura y areplantear un campamento.

Encontré, sin embargo, un amigo,resuelto en Antonio, el viejo, quien

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insistió, fundándose en suconocimiento de los ingleses, en quemuy bien podía ser cierto cuanto yodecía.

- Los ingleses -decía- no saben quéhacer con tanto dinero como tienen, yandan de aquí para allá por todo elmundo, y a lo mejor pagan carísimo loque para la demás gente no vale uncuarto.

Comenzó entonces, a pesar delenojo del alcalde, a examinarme deinglés. Todos sus conocimientos en estalengua se reducían a dos palabras: knifey f o r k , las cuales traduje a susequivalentes en español; el viejo medeclaró inglés al instante, y blandiendo

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su escopeta exclamó.

- Este hombre no es Calros; esinglés, como tiene dicho, y el que tratede molestarle se las entenderá conAntonio de la Trava, el valiente deFinisterre.

Nadie trató de impugnar ese fallo,y al fin resolvieron enviarme aCorcubión para que me interrogara elalcalde mayor del distrito.

- Pero ¿qué hacemos con este otroindividuo? -preguntó el a l ca l de deFinisterre-. Éste, al menos, no es inglés.Tráele para acá y oigamos lo que diceen su defensa. Vamos, hombre, ¿quiéneres y quién es tu amo?

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El guía: Soy Sebastianillo, un pobremarinero licenciado de Padrón, y miamo, a la hora presente, es estecaballero que está aquí, el inglés másvaliente y de más dinero del mundo.Tiene en Vigo dos barcos cargados deriquezas. Ya se lo dije a ustedes antes,cuando me prendieron en la posada.

El alcalde: ¿Y tu pasaporte?

El guía: Yo no tengo pasaporte.¿Quién piensa en traer pasaporte a unsitio como éste, donde no habrá dospersonas que sepan leer? Yo no tengopasaporte; el de mí amo sirve tambiénpara mí.

El alcalde: No tal; y puesto que no

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tienes pasaporte y confiesas que tellamas Sebastián, vamos a fusilarte.Antonio de la Trava, tú y losescopeteros os lleváis de aquí a esteSebastianillo y le fusiláis delante de lapuerta.

Antonio de la Trava: Con muchogusto, señor alcalde, puesto que usted lomanda. No tengo por qué tomarmeningún trabajo en favor de esteindividuo. Es seguro que no es inglés;más trazas tiene de brujo o de nuveiro,uno de esos demonios que levantan lastormentas y hunden las lanchas.Además, dice que es de Padrón, y todoslos de ese pueblo son ladrones yborrachos. Una vez me jugaron una

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mala partida, y no me disgustaríafusilar a todo el pueblo.

Intervine yo entonces, y dije que sifusilaban al guía debían fusilarme a mítambién; ponderé la crueldad ybarbarie de quitar la vida a un pobredesdichado que, como se adivinaba alprimer golpe de vista, era medio tonto;añadí que si alguien tenía culpa enaquel caso era yo, porque el otro no eramás que un criado sometido a misórdenes.

- Después de todo -dijo el alcalde-,me parece que lo mejor es enviar a losdos presos a Corcubión para que elalcalde mayor haga de vosotros lo que leparezca. Pero tenéis que pagar la

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escolta; no vayáis a figuraros que losvecinos de Finisterre no tienen cosamejor que hacer que ir de una parte aotra con cada individuo que se le ocurravenir a esta ciudad.

- De eso me encargo yo -dijoAntonio-. Soy el valiente de Finisterre yno me asusto de dos hombres. Además,estoy seguro de que el capitán, aquípresente, me pagará lo que searazonable, o dejaría de ser inglés.Conque no perdamos tiempo, y enmarcha para Corcubión, que se hacetarde. Sin embargo, capitán, lo primerode todo es registrarle a usted, y luegoregistraré el equipaje. Supongo que nollevará usted armas; pero lo mejor es

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cerciorarse.

Mucho antes de cerrar la noche,montado de nuevo en la j a c a yacompañado por el guía, emprendí através de la playa el regreso aCorcubión. Delante iba Antonio de laTrava, escopeta al hombro, andandopesadamente.

Yo: ¿No le da a usted miedo,Antonio, ir solo con dos presos, uno deellos a caballo? Si quisiéramos, creo quepodríamos más que usted.

Antonio de la Trava: Soy el valientede Finisterre y no me asusto por eso.

Yo: ¿Por qué le llaman a usted elvaliente de Finisterre?

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Antonio de la Trava: En todo eldistrito se me conoce por ese nombre.Cuando los franceses vinieron aFinisterre y destruyeron el fuerte, tresmurieron a mis manos. Yo estaba en loalto de la montaña, adonde ha subidousted hoy; desde allí hacía fuego sobreel enemigo, hasta que tres soldados selanzaron en mi persecución. ¡Qué locos!A dos de ellos los eché a rodar entre laspeñas con dos tiros de este fusil, y altercero le rompí la cabeza de unculatazo. Por esto me llaman el valientede Finisterre.

Yo: ¿Y cómo fue usted a parar demarinero en la escuadra inglesa? Meparece haberle oído decir que presenció

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usted la muerte de Nelson.

Antonio de la Trava: Suscompatriotas de usted me apresaron,capitán; y como soy marinero desde laniñez, se mostraron muy satisfechos demis servicios. Nueve meses pasé conellos y estuve en Trafalgar. Vi morir alalmirante inglés. Usted se le parecealgo en la cara, y cuando le oigo a ustedhablar me parece oír la voz delalmirante. Tengo cariño a los ingleses, ypor eso le he salvado a usted. No creausted que me iba yo a cansar andandopor estos arenales si fuese usted uncompatriota. Ya estamos en Duyo,capitán. ¿Tomamos un reparillo?

Así lo hicimos, o, mejor dicho,

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Antonio de la Trava se reparótrasegando vaso tras vaso de vino conuna sed, al parecer, inextinguible.

- El hombre que nos dijo que losborrachos de Finisterre nos harían unamala partida era más brujo que yo -murmuró Sebastián, mi guía.

Por fin, el veterano héroe del Cabose levantó despacio y dijo que debíamosdarnos prisa para llegar a Corcubiónantes de cerrar la noche.

- ¿Qué clase de persona es el alcaldea quien me lleva usted? -dije.

- ¡Oh! Es muy diferente del deFinisterre. Es un señorito joven llegadohace poco de Madrid. Ni siquiera es

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gallego. Es muy liberal, y a órdenessuyas se debe principalmente queandemos por aquí tan sobre aviso. Sedice que los carlistas piensan hacer undesembarco en esta parte de la costa deGalicia. Que vengan siquiera aFinisterre; allí somos todos liberales sinexcepción, y el valiente, aunque ya esviejo, está dispuesto a repetir lo quehizo en tiempos de los franceses. Pues,como iba diciendo antes, el alcalde aquien vamos a ver es un joven muyinstruido, y si quiere, puede hablar conusted en inglés mejor aún que yo, esoque fui amigo de Nelson y peleé a sulado en Trafalgar.

La noche cerró antes de llegar a

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Corcubión. Antonio se detuvo denuevo en una taberna y después noscondujo a casa del alcalde. Su andar eraya muy poco seguro; al llegar a lapuerta de la casa tropezó en el umbral yse cayó al suelo. Se puso en pie,lanzando un juramento, y al instantecomenzó a aporrear la puerta con laculata del fusil. « ¿Quién es?», preguntóal fin en gallego una suave voz demujer. «El valiente de Finisterre»,respondió Antonio. Se abrió la puerta yvimos ante nosotros una mujer bastantelinda con una luz en la mano.

- ¿Qué le trae por aquí tan tarde,Antonio? -preguntó.

- Traigo dos prisioneros, mi pulida -

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respondió.

- ¡Ave María! -exclamó-. Supongoque no correremos peligro.

- De uno respondo -replicó el viejo-; pero el otro es un nuveiro y hahundido más barcas que todos sushermanos de Galicia. Pero no te asustes,preciosa -añadió al ver santiguarse a lamujer-; cierra primero la puerta yllévame luego adonde esté el alcalde;tengo mucho que contarle.

Cerró se la puerta, y Antonio,después de ordenamos permanecer enel patio, subió, precedido de lamuchacha, una escalera de piedra,dejándonos en profundas tinieblas.

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Pasó un cuarto de hora; de nuevovimos el fulgor de la luz en la escalera,y la muchacha reapareció. Vino haciamí y aproximándome al rostro la luz,me miró con atención. Después de unminucioso examen, se acercó a mí guíay le contempló con mayordetenimiento aún; volvióse al fin a mí ydijo en el mejor español que pudo:«Señor caballero, le felicito a usted portener un criado como éste. Es el mozomejor parecido de toda Galicia. ¡Vaya!Con sólo que llevara algo más de ropa yno fuese descalzo como va, ahoramismo le admitía de n o v i o ; pero,desgraciadamente, he hecho voto de nocasarme nunca con un pobre, y sí sólocon quien tenga la bolsa bien repleta de

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dinero y pueda comprarme buenostrajes. ¿De manera que son ustedescarlistas? ¡Vaya! No crean que por esovoy a quererles mal; pero, siendocarlistas, ¿por qué han ido ustedes aFinisterre, si allí son todos cristinos ynegros? ¿Por qué no han ido ustedes amí pueblo? Allí nadie se hubiesemetido con ustedes. Los de mí pueblono se parecen a esos borrachos deFinisterre. En mi pueblo no molestanadie a la gente de bien. ¡Vaya! Nosaben ustedes el odio que le tengo a eseborracho de Finisterre que les ha traído.¡Es tan viejo y tan feo! Si no fuera por laley que le tengo al señor alcalde, abriríala puerta y le pondría en la calle a ustedy a su criado, el buen mozo».

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En esto, bajó Antonio. «Sígame -dijo-; su merced el alcalde está dispuestoa recibirle al momento.» Sebastián y yole seguimos escaleras arriba, y entramosen un aposento, donde, sentado detrásde una mesa, vimos a un joven de cortaestatura, pero guapo de cara y vestido ala última moda. Estaba escribiendo unacarta, y cuando terminó se la entregó aun secretario para copiarla. Entoncesme miró un instante fijamente ytuvimos la siguiente conversación:

El alcalde: Ya veo que es ustedinglés; aquí mi amigo Antonio me hadicho que le han detenido a usted enFinisterre.

Yo: Le han dicho a usted la verdad;

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a no ser por él, creo que hubieraperecido a manos de aquellos salvajespescadores.

El alcalde: Los habitantes deFinisterre son buena gente y muyliberales todos. ¿Me permite usted verel pasaporte? Sí; está en regla. Esverdaderamente ridículo que le hayandetenido a usted tomándole porcarlista.

Yo: No sólo por carlista, sino pordon Carlos en persona.

El alcalde: ¡Oh!, es de lo másridículo; ¡confundir a un compatriotadel gran Baintham con un bárbarocomo ése!

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Yo: Dispense usted, señor: ¿dequién ha dicho usted?

El alcalde: Del gran Baintham; elque ha inventado leyes para el mundoentero. Espero verlas adoptadas dentrode poco en este desgraciado país.

Yo: ¡Oh! Quiere usted decirJeremías Bentham. Sí: un hombre muynotable en su línea.

El alcalde: ¡En su línea! ¡En todaslas líneas! Es el genio más universal queha producido el mundo; es un Solón,un Platón y un Lope de Vega.

Yo: No he leído sus obras; pero nodudo que sea un Solón, y hasta unPlatón, como usted dice. Lo que no

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podía figurarme es que se le clasificaracomo poeta con Lope de Vega.

El alcalde: ¡Es asombroso! Por loque veo, no ha leído usted nada de él;en cambio, aquí estoy yo, un pobrealcalde de Galicia, que tiene todos losescritos de Baintham en ese estante ylos estudia día y noche.

Yo: Conocerá usted el inglés, sinduda alguna.

El alcalde: Sí tal; quiero decir, elinglés contenido en las obras deBaintham. Celebro muchísimo ver a uncompatriota suyo por estos parajes tanbárbaros. Comprendo y aprecio losmotivos que le han traído a usted por

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aquí; disimule las groserías einsolencias que haya sufrido. Ahoratrataremos de reparadas en lo posible.Está usted en libertad; pero como estarde, le buscaré a usted alojamientopara esta noche. Aquí al lado hay unomuy a propósito. Vamos allá ahoramismo. Espere: ¿lleva usted un libro enla mano?

Yo: El Nuevo Testamento.

El alcalde: ¿Qué libro es ése?

Yo: Una parte de las SagradasEscrituras, de la Biblia.

El alcalde: ¿Para qué lleva ustedconsigo ese libro?

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Yo: Uno de los motivos principalesde mí visita a Finisterre era llevar estelibro a un sitio tan inculto.

El alcalde: ¡Ja, ja! ¡Qué rareza! Sí; yacaigo. He oído decir que los inglesesaprecian mucho ese libro estrafalario.Es muy raro que los contemporáneosdel gran Baintham den valor alguno aese librote frailesco.

Era ya muy entrada la noche; minuevo amigo me acompañó alalojamiento que me había destinado, encasa de una anciana respetable, dondehallé una habitación cómoda y limpia.Por el camino deslicé en la mano deAntonio una propina, y al llegar a lacasa le regalé con toda solemnidad, y

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en presencia del alcalde, el Testamento,rogándole que lo llevase a Finisterre ylo conservase como recuerdo del inglésa quien había protegido con tantaeficacia.

Antonio: Así lo haré, y cuando losvientos del Noroeste no permitan saliral mar, leeré en el regalo de su merced.Adiós, mi capitán; cuando vuelva usteda Finisterre espero que vendrá en buenbarco inglés, abarrotado decontrabando, y no por tierra en unajaca, ni en compañía de nuveiros y gentede Padrón.

Al instante llegó la criada delalcalde con una canasta que puso en lacocina, y preparó una cena excelente

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para el amigo de su amo.

Servida la cena, el a l ca l d e sedespidió de mí, no sin preguntarme enque podía serme útil.

Mañana me vuelvo a Santiago -respondí-. Espero sinceramente quealguna vez se me presentará ocasión dedar a conocer al mundo la hospitalidadque he recibido de un hombre tan

docto como el alcalde de Corcubión23

.

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Capítulo 31

La Coruña. - Paso de labahía. - El Ferrol. - Elastillero. - ¿Dóndeestamos? - El embajadorgriego. - A la luz de unfarol. - El barranco. -Viveiro. - La noche. -Ciénagas y tremedales. -Buenas palabras y buenamoneda. - La cincha de

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cuero. - Ojos de lince. - Elbribón del guía.

Desde Corcubión volví a Santiago yLa Coruña, y comencé los preparativosdel viaje a Asturias. En Santiago vendíel caballo andaluz. Los viajes porGalicia le habían quebrantado mucho, yme pareció incapaz de hacer las largascaminatas por país montañoso que meaguardaban. La escasez de caballos enLa Coruña era tan grande, que no mefue difícil vender el mío por muchomás dinero del que me costó. Uncomerciante de La Coruña, joven y rico,se enamoró de su pelo lustroso y de lalargura de su crin y de su cola. Por miparte tenía más de un motivo para

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alegrarme de venderlo: estabaresabiado y sin domar, y no hacía másque buscarme cuestiones en las cuadrasde las posadas donde parábamos adormir o a comer. Un labrador deCastilla la Vieja, a cuya j aca trató demala manera mi caballo, me decía encierta ocasión:

- Señor caballero, si se quiere ustedbien o en algo se respeta, deshágase deese animal, que puede ser su perdición;créame usted.

En La Coruña se quedó, dondemurió del muermo, según supe mástarde. ¡Paz a su memoria!

Crucé la bahía para ir de La Coruña

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a El Ferrol. Antonio, con el caballo quenos quedaba, fue por tierra, viajefatigoso y largo, bien que por mar sólohaya tres leguas. Me mareé mucho enla travesía y tuve que ir echado, casi sinsentido, en el fondo de la pequeñalancha en que me embarqué,abarrotada de gente. El viento eracontrario y la marejada muy fuerte. Nopudimos izar la vela; cinco o seismarinerotes nos llevaron a remo y entodo el tiempo no cesaron de cantarcanciones gallegas. De pronto, el marpareció serenarse y el mareo se mequitó de golpe. Me puse en pie y miréen torno. Estábamos en uno de losparajes más raros que puedenimaginarse: era un largo y angosto

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pasadizo, dominado en ambasmárgenes por una estupenda barrera derocas negras y amenazadoras. Esahendidura natural de la línea de lacosta es tan regular y tan recta que noparece obra del azar, sino hecha apropósito. Las aguas, sombrías yquietas, son de inmensa profundidad.El paso tendrá una milla de largo y es laentrada de un ancho fondeadero, encuyo extremo opuesto se alza la ciudadde El Ferrol.

Apenas entré en esta ciudad seapoderó de mí alma la tristeza. Lahierba crecía en las calles; por todaspartes me daban en cara las huellas dela miseria. El Ferrol es el gran arsenal

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marítimo de España y participa en laruina de la en otro tiempo espléndidaMarina española. Ya no pululan en élaquellos millares de carpinteros deribera que construían las largas fragatasy los tremendos navíos de tres puentes,destruidos casi todos en Trafalgar. Tansólo unos pocos obreros mal pagados ymedio hambrientos desperdician allí lashoras y apenas sirven para reparar talcual guardacostas desmantelado por lostiros de alguna goleta inglesacontrabandista de Gibraltar. La mitadde los habitantes de El Ferrol pidelimosna, y dícese que no es raroencontrar entre ellos oficiales deMarina retirados, muchos de ellosinválidos, a quienes se deja perecer en

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la indigencia, ya que, por la penuria delos tiempos, cobran sus sueldos ypensiones con tres o cuatro años deretraso. Una turba de pordioserosimportunos me siguió hasta la posada yaun intentó penetrar en mi habitación.

- ¿Quién es usted? -pregunté a unamujer postrada a mis plantas, queconservaba en el rostro huellasevidentes de un pasado mejor.

- Soy la viuda -me respondió enmuy buen francés- de un valerosooficial que fue en otros tiemposalmirante de este puerto.

En ninguna parte se manifiestan lamiseria y la decadencia de la moderna

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España con tanta fuerza como en ElFerrol.

Con todo, hay aquí todavía muchoque admirar. A pesar de su desolaciónactual, hay en El Ferrol algunas callesbuenas y no pocas casas muy hermosas.L a alameda es una plantación de unmillar de olmos próximamente, casitodos magníficos; los pobres ferrolanos,con el genuino espíritu localista tandominante en España, se jactan de quesu ciudad posee un paseo público mejorque el de Madrid y, al compararle cone l P r a d o , hablan de éste con nodisimulado desprecio. En un extremode la alameda se levanta la única iglesiaque hay en El Ferrol; la visité al día

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siguiente de mí llegada, que fuedomingo. Los fieles, aldeanos casitodos, no cabían en ella y, con la cabezadescubierta, permanecían de hinojosdelante de la puerta, ocupando buentrecho del paseo.

Paralelo a la alameda corre el murodel arsenal y del astillero. Varias horasgasté en la visita de esos lugares,provisto del indispensable permisoescrito del capitán general de El Ferrol;al visitarlos quedé lleno de admiración.Yo he visto los reales astilleros de Rusiay de Inglaterra; pero, en cuanto a lagrandeza del plan y a la suntuosidad dela ejecución, no pueden ni por unmomento compararse con estos

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maravillosos monumentos delextinguido esplendor naval de España.No me propongo describirlos; bastedecir que el fondeadero oval, rodeadode un muelle de granito, tienecapacidad bastante para cien navíos deprimer orden; pero en lugar de talfuerza sólo había allí una fragata desesenta cañones y dos bergantines; atan insignificante número de barcos sehalla reducida actualmente la Marinade España.

Dos o tres días llevaba yo en ElFerrol aguardando a Antonio y noacababa de llegar; al fin, según estabayo al caer de una tarde avizorando lacalle, le vi venir, llevando por el diestro

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a nuestro único caballo. Me contó que aunas tres leguas de La Coruña, elcaballo, agobiado por el calor y por lasmoscas, se había caído al suelo con unaespecie de ataque, del que sólo habíavuelto a fuerza de copiosas sangrías,razón por la que tuvo que detenerse undía más en el camino. El caballo estaba,en efecto, muy débil; tenía un estertorque al principio me alarmó; pero leadministré unas medicinas y a los pocosdías me pareció bastante restablecidopara continuar el viaje.

Partimos, por tanto, de El Ferrol,después de alquilar una jaca para mí yde ajustar un guía que nos llevase aRibadeo, a veinte leguas de El Ferrol, en

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los confines de las Asturias. El día, alprincipio, estuvo despejado; pero antesde llegar a Novales, a tres leguas decamino, se oscureció el cielo y cayó laniebla, acompañada de llovizna. El paísque atravesábamos era muy pintoresco.A eso de las dos de la tarde divisamosentre la niebla, a nuestra izquierda,Santa Marta, pequeña ciudad depescadores, con una hermosa bahía.Siguiendo a lo largo de la cima de unacadena de montañas, entramos en uncastañar que parecía inacabable; lalluvia continuaba, repicando sin cesaren las anchas hojas verdes.

- Ya empiezan las lluvias del otoño-dijo el guía-. Mucho se van ustedes a

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mojar, mis amos, antes de llegar aOviedo.

- ¿Ha estado usted alguna vez enOviedo? -pregunté.

- No; sólo he llegado hasta Ribadeo,y para eso nada más que una vez.Hablando con franqueza, no sé cómonos arreglaremos al llegar a losdescampados que hay aquí cerca; denoche y con lluvia será muy difícilencontrar el camino. Quisiera estar yade vuelta en El Ferrol, porque estecamino, el peor de Galicia por muchasrazones, no me gusta; pero donde va lajaca de mí amo tengo yo que irtambién: tal es la vida para nosotros losguías.

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Me encogí de hombros al recibiresas noticias, poco agradables enverdad, y di la callada por respuesta.

Por fin, al cerrar la noche, salimosdel bosque y a poco descendimos a unprofundo valle, al pie de elevadasmontañas.

- ¿Dónde estamos ahora? -preguntéal guía, a punto que en el fondo delvalle salvábamos por un tosco puenteun arroyuelo ruidoso y espumante,engrosado por las lluvias.

- En el valle de Coisa Doiro -replicó-; mi opinión es que pasemosaquí la noche para no aventurarnos enlos montes por donde pasa el camino

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de Viveiro, porque entrar en ellos yperdernos va a ser todo uno y entonces,¡adiós!, morimos todos.

- ¿Hay algún pueblo por aquícerca?

- Sí, señor; el pueblo está enfrentede nosotros y dentro de un instantellegaremos a él.

A poco entramos en una aldea quese alzaba, entre árboles altísimos, a laentrada del desfiladero.

Antonio se apeó, entró en dos otres chozas y volvió en seguida,diciendo:

- No podemos quedarnos aquí, mon

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maître, sin que nos coma la miseria;mejor estaremos entre esos cerros. Nohay ni lumbre ni luz en estas chozas yla lluvia cala los techos.

El guía, sin embargo, se negó acontinuar.

- Con luz del día me costaríatrabajo encontrar el camino -gritó,malhumorado-; peor será de noche, contormenta y brétima.

Adquirimos un poco de vino y depan de maíz en una de las chozas y,mientras comíamos, Antonio dijo:

- Mon maître, lo mejor que en estasituación podemos hacer es ajustar acualquiera de este pueblo para que nos

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lleve por esas montañas a Viveiro. Aquíno hay camas, y si nos echamos en lapaja con los vestidos mojados,atraparemos una terciana gallega. Elguía que traemos no sirve para nada;vamos a buscar uno que le sustituya.

Sin aguardar respuesta arrojó lacorteza de broa que estaba comiendo ydesapareció. Se encaminó, como másadelante supe, a la choza del alcalde y lepidió, en nombre de la Reina, un guíapara el embajador griego, que se habíaextraviado camino de Asturias. Volvió alos diez minutos en compañía de laautoridad local, quien, con gransorpresa de mí parte, me hizo unaprofunda reverencia y permaneció con

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la cabeza descubierta bajo la lluvia.

- Su excelencia -exclamó Antonio-necesita un guía para ir a Viveiro. Laspersonas de nuestra clase no estánobligadas a pagar los servicios quenecesiten; sin embargo, su excelencia esde entrañas compasivas y dará gustosot r e s p e s e t a s a cualquier personacompetente que le acompañe a Viveiroy todo el pan y el vino que quieracomer y beber al llegar.

- Su excelencia será servido -respondió el alcalde-. Sin embargo,como el camino es largo y difícil y en lamontaña hay mucha brétima, me pareceque, además del pan y del vino, suexcelencia no debe ofrecer menos de

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cuatro pesetas al guía que le lleve aViveiro y no conozco ninguno mejorque mi yerno, Juanito.

- Concedido, señor alcalde -repliquéyo-. Traiga usted el guía y la peseta deaumento saldrá también a relucir ensazón oportuna.

No tardó en aparecer Juanito conun farol en la mano. Partimos alinstante. Los dos guías empezaron ahablar en gallego.

- Mon maître -dijo Antonio-, estenuevo tunante le está preguntando alotro qué traemos, a su parecer, en lasmaletas.

Luego, sin esperar mi respuesta,

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gritó:

- ¡Pistolas, bárbaros, pistolas!; comovais a saber a costa vuestra si no dejáisesa jerigonza y habláis en castellano.

Callaron los gallegos y al instante elprimer guía se quedó atrás, mientras elotro abría la marcha, farol en mano.

- Quédate atrás y muy separado -dijo Antonio al primero-. Te advierto,además, que veo lo mismo detrás qued e l a n t e . Mon maître -continuó,dirigiéndose a mí-, no creo que estosindividuos traten de hacemos daño,sobre todo porque no se conocen; perobueno será que vayan separados,porque el lugar y la hora son tentadores

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para cometer un robo o una muerte.

Seguía lloviendo sin cesar; elcamino era escabroso y muy pendiente,y la noche, tan oscura que apenasveíamos la masa confusa de lasmontañas circundantes. Una o dosveces nuestro guía pareció perder elcamino: se detenía, hablaba entredientes, alzaba en alto el farol y luegoseguía adelante despacio e indeciso. Deesta manera anduvimos tres o cuatrohoras; al cabo pregunté al guía cuántofaltaba para Viveiro.

- No sé a punto fijo dónde estamos-respondió-, aunque creo que no noshemos perdido. De todos modos,podemos estar escasamente a menos de

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dos leguas cortas de Viveiro.

- Entonces no llegamos antes desalir el sol -interrumpió Antonio-,porque una legua corta de Galiciaequivale lo menos a dos de Castilla, yacaso estemos destinados a no llegarnunca si el camino va por eseprecipicio.

Al tiempo que hablaba comenzó elguía a bajar por un barranco queparecía llevar a las entrañas de la tierra.

- ¡Alto! -dije yo-. ¿Adónde vas?

- A Viveiro, s e nho r -replicó elhombre-; éste es el camino de Viveiro;no hay otro. Ahora ya sé dóndeestamos.

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La luz del farol cayó sobre lascurtidas facciones del guía al volversepara contestar, según estaba un pocopor bajo de nosotros en la vertiente delbarranco, poblada de gruesos árboles,debajo de cuya bóveda frondosadescendía un sendero de pavorosapendiente. Me apeé de la jaca y,entregando las riendas al otro guía,dije:

- Aquí tienes el caballo de tu amo;llévalo por el despeñadero abajo, siquieres; pero yo me lavo las manos enel asunto.

El hombre, sin responder palabra,montó de un salto y, diciéndole a lajaca: ¡Vamos, Perico!, empezó a bajar.

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- Venga, senhor -decía el del farol-;no hay tiempo que perder; la luz se va aapagar muy pronto y estamos en lopeor de todo el camino.

Pensé en la probabilidad de que elguía nos llevase a una cueva deforajidos, donde nos degollarían; pero,cobrando ánimos, me agarré a la bridade nuestro caballo y seguí al hombreaquel por el barranco abajo, entre peñasy zarzas. Duró el descenso unos diezminutos y antes de llegar al final seapagó la luz y quedamos en casi totaloscuridad.

El guía nos animaba diciendo queno había peligro y al fin llegamos alfondo del barranco, por donde corría

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un riachuelo. Le vadeamos con aguahasta las rodillas. Estando en el agua,alcé los ojos y vislumbré un pedazo decielo a través de las ramas de los árbolesque por todas partes cubrían lasempinadas vertientes del barranco yabovedaban el cauce del arroyo. Jamásviajero descarriado se ha visto en unsitio tan extraño ni de tales lobreguez yhorror. Después de una breve pausa,empezamos a escalar la vertienteopuesta, menos escarpada que la otra, yen pocos minutos llegamos a la cima.

Poco después amainó la lluvia, salióla luna y algunos de sus débiles rayosperforaron la húmeda gasa de la niebla.El camino era ya menos pendiente. A

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las dos horas descendimos al borde deuna vasta ensenada y la costeamoshasta un sitio donde había muchosbotes y lanchas volcados en la arena. Alinstante vimos ante nosotros los murosde Viveiro, sobre los que derramaba laluna un débil resplandor. Entramos poruna puerta abovedada, alta y, alparecer, ruinosa, y el guía nos condujoal momento a la posada.

Todo el mundo estaba en Viveirosepultado en profundo sueño; nisiquiera un perro nos saludó con susladridos. Después de mucho llamar, nosabrieron en la posada, edificio grande yruinoso. Apenas estuvimos alojadoshombres y caballos, la lluvia comenzó

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de nuevo con mayor furia que antes,con gran aparato de relámpagos ytruenos. Antonio y yo, rendidos decansancio, nos acostamos en unas malascamas dispuestas en un aposentoruinoso, en el que penetraba la lluviapor una porción de grietas; los guías sequedaron comiendo pan y bebiendovino hasta la mañana.

Al levantarme, la vista de un díadespejado me llenó de contento.Antonio preparó en seguida un sabrosodesayuno de gallina estofada, que nosvino muy bien después de las diezleguas de viaje del día anterior por loscaminos que he intentado describir.Fuimos luego a dar una vuelta por la

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población, que consiste en poco más deuna calle larga, en la falda de unempinado cerro, muy poblado debosque y árboles frutales. A eso de lasdiez proseguimos el viaje,acompañados por el primer guía; elotro se había vuelto a Coisa Doiro unashoras antes.

Aquel día caminamos casi siemprea la vista de la costa cantábrica,siguiendo su contorno. El país eraestéril, cubierto en muchos sitios degrandes pedruscos; encontramos, sinembargo, algunos pedazos de tierracultivada, plantados de viñedo. Vimosmuy pocas viviendas humanas; contodo, el viaje fue placentero, gracias al

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esplendente sol, que alegraba con susrayos los agrestes yermos y brillaba enla superficie del lejano mar, dormido enapacible calma.

Al caer la tarde estábamos en lasinmediaciones de la costa, con unacadena de montañas cubiertas debosque a nuestra derecha. El guía nosllevó hacia una ensenada de bordespantanosos y a poco se detuvo ydeclaró que ya no sabía adónde nosllevaba.

- Mon maître -dijo Antonio-, lomejor es que guiemos nosotros mismos;como usted ve, de nada sirve fiarse deeste individuo, que sólo sabe meter a lagente en los cenagales.

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Volvimos atrás y, dando la vuelta ala ciénaga en un trecho considerable,llegamos a un angosto sendero; nosmetimos por él, hasta dar en un bosquemuy espeso, donde al instante nosperdimos por completo. Vagamos entrelos árboles mucho tiempo; de prontooímos ruido de agua y un momentodespués el fragor de un rodezno.Guiados por el ruido, descubrimos unpequeño molino de piedras construidosobre un arroyo: allí nos detuvimos yllamamos, pero sin obtener respuesta.

- Aquí no hay nadie -dijo Antonio-.Pero este sendero nos llevará,seguramente, a sitio habitado.

Echamos por él y a los diez minutos

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estábamos a la puerta de una choza,dentro de la que se veía luz. Antonio seapeó y abrió la puerta.

- ¿Hay aquí alguien que quierallevarnos a Ribadeo? -preguntó.

- Senhor -respondió una voz-, deaquí a Ribadeo hay cinco leguas largasy hay que cruzar, además, un río.

- Entonces hasta el pueblo máspróximo -continuó Antonio.

- Yo soy v e c i n o del puebloinmediato, que está en el camino deRibadeo -dijo otra voz-, y les llevaré austedes allá si me dan buenas palabrasy, lo que es mejor, buenas monedas.

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Al decir esto salió de la choza unhombre con un palo grueso en la mano.Echó a andar resueltamente a pasolargo delante de nosotros y en menosde media hora nos sacó del bosque. Enotra media hora nos llevó a un grupode casuchas situadas cerca del mar; nosseñaló una de ellas y, guardándose unapeseta que le di, se despidió.

Los moradores de la casaconsintieron de buen grado enalbergarnos aquella noche. La viviendaera mucho más limpia y cómoda que lageneralidad de las miserables chozas delos campesinos gallegos. El piso bajoconsistía en una troje y una cuadra;encima había un desván muy capaz con

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algunas camas de borra limpias ycómodas. Vi también algunos mástiles yvelas de botes. La familia se componíade dos hermanos con sus mujeres ehijos. Uno era pescador; pero el otro,que era el principal de la familia, medijo que había residido muchos años enMadrid sirviendo y que, reunida unapequeña suma, se volvió al pueblonatal, donde compró un poco de tierra,de cuyo cultivo vivía. Toda la familiahablaba usualmente el castellano y,según me dijeron, no se habla muchogallego por aquellas partes. Heolvidado el nombre del pueblo, situadoen el estuario del Foz, que baja deMondoñedo. Por la mañana cruzamosel estuario en una barcaza con los

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caballos y al mediodía llegamos aRibadeo.

- Ya ve su merced -nos dijo el guíaque traíamos desde El Ferrol- que hecumplido mi ajuste y que el viaje hasido muy duro; espero que su mercednos permitirá a Perico y a mí pasar lanoche a su costa en esta posada ymañana nos volveremos; ahora estamosmuy cansados.

- Nunca he montado una jaca mejorque Perico ni he tropezado con un guíapeor que usted. No conoce usted elterreno y no ha hecho más quebuscarnos dificultades. Sin embargo,quédese aquí esta noche, si estácansado, como dice, y mañana puede

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volverse a El Ferrol, donde le aconsejoque se dedique a otro oficio.

Esto se lo dije a la puerta de laposada de Ribadeo. -¿Llevo los caballos ala cuadra? -preguntó.

- Como usted quiera.

Antonio le miró un momento,según se alejaba con los caballos, y,moviendo la cabeza, le siguió concautela. Al cuarto de hora volviósonriente, cargado con la montura denuestro caballo.

- Mon maître -dijo-, durante todo elviaje he ido formando muy malaopinión del guía; pero ahora acabo dedescubrir que, si ha pedido permiso

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para quedarse aquí, ha sido con idea derobarnos algo. Andaba muy solícito connuestro caballo en la cuadra y ahoraecho de menos la cincha de cueronueva que tanto le llamaba la atenciónestos días. Ya la habrá escondido no sédónde; pero le tenemos seguro, porqueaún no ha cobrado el alquiler de la jacani la propina.

En esto volvió el guía. Los pícarosson siempre suspicaces.

El hombre nos echó una ojeada y,notando acaso en nuestros rostros algoque no le gustó, dijo de súbito:

- Deme usted el alquiler del caballoy mi propina; Perico y yo nos vamos al

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momento.

- ¿Cómo es eso? -respondí-. Yocreía que usted y P e r i c o estabancansados y que pasarían aquí la noche;pronto se han repuesto ustedes delcansancio.

- Lo he pensado mejor -dijo elhombre-. Mi amo se enfadaría si pierdotiempo aquí. Así que págueme y nosiremos.

- Descuide usted -respondí-. Voy apagarle, puesto que lo desea. ¿Estácompleta la montura?

- Sí, señor; se la he entregado a sucriado.

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- Todo está aquí -dijo Antonio-,menos la cincha de cuero.

- Yo no la tengo -replicó el guía.

- Claro está que no -contestó-.Vamos a la cuadra; quizá laencontremos allí.

Fuimos a la cuadra y, aunquebuscamos mucho, la cincha no pareció.

- La lleva rodeada a la cintura,debajo del pantalón, mon maître -dijoAntonio, cuyos ojos de lince loescudriñaban todo-. Pero no nos demospor enterados; estas gentes sonpaisanos suyos y acaso se pondrían desu parte si intentásemos apoderarnosde él. Ya le digo que le tenemos en

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nuestro poder, porque no le hemospagado.

El prójimo empezó entonces ahablar en gallego con los circunstantes(se habían congregado varias personas),diciendo que el Denho le llevase si sabíaalgo de la cincha perdida; pero nadieparecía inclinado a ponerse de su partey los oyentes se limitaban a encogersede hombros. Volvimos al portal de laposada, clamando el guía por el preciodel alquiler y la propina. No le respondíy acabó por marcharse, amenazándonoscon acudir a la justicia; a los diezminutos volvió corriendo con la cinchaen la mano.

- Acabo de encontrarla en la calle -

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dijo-. Su criado la habrá perdido.

Tomé la cincha y me puse a contarmuy despacio la cantidad a queascendía el alquiler del caballo; despuésde entregársela delante de testigos, dije:

- Durante todo el viaje no nos haservido usted de nada; sin embargo, hadisfrutado del mismo trato quenosotros y ha comido y bebido a suantojo; tenía intención de darle a usteddos duros de propina; pero en vista deque, a pesar de lo bien que le hemostratado, ha querido usted robarnos, nole doy ni un cuarto; conque váyase a susnegocios.

Todos los presentes aprobaron esta

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sentencia y le dijeron que tenía sumerecido y que era la deshonra deGalicia. Dos o tres mujeres sesantiguaron y le preguntaron si notemía que el Denho, a quien habíainvocado, se lo llevase. Por último, unhombre de presencia respetable le dijo:

- ¿No se avergüenza usted de haberquerido robar a dos extranjerosinocentes?

- ¡Extranjeros! -rugió el guía, queechaba espuma de rabia-. Inocentesextranjeros, carracho! Más saben deEspaña y de Galicia que todos nosotrosjuntos. ¡Oh! Denho, el criado no es unhombre, es un brujo, un nuveiro.¿Dónde está Perico?

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Montó en su jaca y se fue enseguida a otra posada; pero la historiade su picardía corrió más que él y noquisieron admitirlo en ninguna parte;volvió sobre sus pasos y, al vermeasomado a la ventana de la casa, lanzóun grito salvaje, me amenazó con elpuño y salió al galope de la ciudad,perseguido por los gritos y los insultosde la gente.

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Capítulo 32

Martín de Ribadeo. - Layegua facciosa. - Losasturianos. - Luarca.- Lassiete bellotas. - Losermitaños. - Narración deun asturiano. - Unoshuéspedes raros. - Elcriado gigante. -Batuschca.

-¿Qué se le ofrece a usted? -pregunté a un individuo bajo, grueso,

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de alegre rostro, vestido con unachaqueta de pana y pantalones delienzo ordinario, que se presentó en mihabitación al oscurecer.

- Soy Martín de Ribadeo -contestó-,de oficio alquilador.

He oído que su merced necesita uncaballo para ir a Asturias, con un guía,naturalmente; si es así, le aconsejo queme ajuste a mí y a mí yegua.

- Ya estoy cansado de guías -repliqué-; tanto que estaba pensandocomprar una jaca y seguir adelante singuía ninguno. El último que hemostenido era un pillo.

- Eso me han dicho y no ha sido

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poca suerte para ese bribón que noestuviese yo en Ribadeo cuando ocurrióel suceso a que alude su merced. Alvolver, ya se había ido con Perico; que sino, de seguro le sangro. Es la vergüenzadel oficio, uno de los más honrados yantiguos del mundo. Al mismo Pericodebía darle vergüenza de él, porquePerico, aunque sea una jaca, es personamuy cabal y de gran talento,conocidísima en los caminos. Sólo miyegua le aventaja.

- ¿Conoce usted bien el camino deOviedo? -pregunté.

- No, señor; sólo le conozco hastaLuarca, que es un día de viaje. No lequiero engañar a usted; por tanto, sólo

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iré con ustedes hasta ese pueblo; peroquizá podría servirles para todo el viaje,pues si no conozco el terreno, tengolengua en la boca y pies ligeros parahacer preguntas y correr. De todosmodos, no me comprometo más quehasta Luarca, donde ustedes harán loque gusten. Deseo acompañarles austedes porque son extranjeros y laconversación de los extranjeros megusta: siempre se aprende algo útil oentretenido. Además, deseo queustedes se convenzan de que no todoslos guías de Galicia son ladrones y seconvencerán con que me dejenacompañarles hasta Luarca.

Me chocaron tanto el buen humor

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y la franqueza de aquel hombre y, sobretodo, la originalidad de carácter quedescubrían sus palabras, que de buengrado le ajusté para que nos sirviera deguía hasta Luarca. Cerrado el trato, medejó, prometiendo venir a buscarmecon la yegua a las ocho de la mañanasiguiente.

Ribadeo es uno de los principalespuertos de Galicia, admirablementesituado para el comercio en unaprofunda ensenada, donde desembocael Eo. Contiene muy buenos edificios yuna amplia plaza plantada de árboles.Había anclados en la rada varios navíos;la población, más bien numerosa, nomostraba aquella miseria y tristeza que

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acababa de ver en los ferrolanos.

Al día siguiente, Martín de Ribadeose presentó con la yegua a la horaconvenida. La yegua era flaca ymacilenta y tenía poca más alzada queuna jaca; pero era muy limpia de remosy Martín aseguraba que no había otramejor en toda España. «Esta yegua esfacciosa -decía-, creo que alavesa. Loscarlistas la trajeron, y como se quedócoja, la desecharon y yo la compré porun duro. Pero ya no está coja, comoverán ustedes muy pronto.»

Habíamos llegado a la ría quedivide Galicia y Asturias. Una barcazanos esperaba como a dos varas de laorilla. Martín se acercó al agua con su

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yegua, la animó con un grito y, sinvacilación alguna, el animal se lanzó deun brinco a la barca. «Ya les he dichoque es facciosa -dijo Martín-. Sólo unanimal faccioso da este salto.»

Embarcados en la lancha, cruzamosla ría, que tendría por allí una milla deanchura, y tomamos tierra enCastropol, primera ciudad de Asturias.Monté entonces en la yegua facciosa yAntonio en mi caballo. Martín ibadelante, bromeando con cuantaspersonas se encontraba, ya veces nosalegraba el camino con sus canciones.

Estábamos ya en Asturias; almediodía llegamos a Navia, pueblecitode pescadores situado en una ría; en las

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inmediaciones se alzan, formandosemicírculo, unas ásperas montañasllamadas sierra de Burón. En la radahabía un barquichuelo, procedente,según averigüé más tarde, de lasProvincias Vascongadas, para cargarsidra o sagardúa, la bebida de que tantogustan los vascos. Cuando íbamos porla angosta calle del pueblo, treshombres, zapateros al parecer, sentadosen una tiendecilla, saludaron a Antoniocon un ¡Hola! Detúvose a conversar conellos, y cuando se reunió con nosotrosen la posada, le pregunté quiénes eran.«Mon maître -dijo-, ce sont des messieursde ma connaissance. He sido compañerode servicio de los tres varias veces, y deantemano le digo a usted que en este

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país apenas hay un pueblo donde notenga yo un amigo. Todos losasturianos van a Madrid en cierta épocade su vida en busca de colocación, ycuando han arañado algún dinero, sevuelven a su país. Como yo he servidoen todas las casas grandes de Madrid,conozco a la mayor parte de ellos. Notengo nada que decir contra losasturianos, salvo que son tacaños ymezquinos mientras están sirviendo;pero no son ladrones, ni en su país nifuera de él, y he oído decir que sepuede atravesar Asturias de punta apunta sin el menor riesgo de que leroben o le maltraten a uno, cosa que nosucede en Galicia, donde a cadamomento estábamos expuestos a que

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nos cortaran el cuello.»

Salimos de Navia y seguimosadelante, a través de una comarcadesolada, hasta el puerto de Baralla, enuna ingente barrera de granito,desnuda de toda vegetación, aunquedesde lejos aparezca de un ligero colorverde.

- Este, puerto -dijo Martín deRibadeo- tiene muy mala fama y no megustaría atravesado de noche. Aquí nohay ladrones, sino algo peor, los duendesde dos frailes franciscanos. Cuentanque en tiempos antiguos, mucho antesde suprimirse los conventos, dos frailesfranciscanos salieron de su convento amendigar. Recogieron muchas

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limosnas, y cuando al cerrar la nochepasaban por aquí, camino de suconvento, disputaron sobre cuál de losdos había cumplido con su obligaciónmejor que el otro; al cabo, de laspalabras vivas pasaron a los insultos, yde los insultos, a los golpes. ¿Qué creeusted que hicieron aquellos demoniosde frailes? Se quitaron las capas,haciéndoles en una punta sendos nudoscon una gruesa piedra dentro, y semachacaron con tal furia que ambosquedaron muertos. Yo no sé, mi amo,cuál es peor plaga, si los frailes, loscuras o los gorriones.

¡Dios Nuestro Señor nos libre detodos los pajarracos,

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frailes, curas y gorriones que porahí van volando,

que los gorriones no dejan de trigosiquiera un grano,

los frailes beben la uva quenosotros vendimiamos

y los curas tienen todas las mujeresa su mando.

Dios Nuestro Señor nos libre detodos sus pajarracos!

Dos horas después llegamos aLuarca, cuya situación es singular. Sehalla en una profunda hondonada, detan rápidas vertientes que no se ve elpueblo hasta que está uno encima de él.

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En el extremo norte de la hondonadahay una pequeña bahía, en la que entrael mar por un boquete angosto.Encontramos una p o s a d a grande ycómoda; por consejo de Martínbuscamos un guía y un caballo derefresco; pero nos dijeron que todos loscaballos del pueblo estaban ausentes yque aún tardarían dos días en volver.«Al entrar en Luarca -dijo Martín- tuveel presentimiento de que no estábamosdestinados a separamos ahora. Tieneusted que alquilamos a mí y a la yeguahasta Gijón; allí ya encontrará ustedmedio de trasladarse a Oviedo.Hablando con franqueza, no siento lomás mínimo que los guías estén fuera,porque la compañía de usted me

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agrada y estoy seguro de que a usted leagrada la mía. Ahora voy a escribir unacarta a mí mujer diciéndole que novolveré a Ribadeo en unos cuantosdías.» Martín salió del aposentocantando la siguiente copla:

Un manco escribió una carta;

un ciego la está mirando;

un mudo la está leyendo,

y un sordo la está escuchando.

A la mañana siguiente, muytemprano, salimos de la hondonada deLuarca; en una hora de marcha, loscaballos nos llevaron a Caneiro,profundo y romántico valle entre

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peñascos, sombreado por altos castaños.Por en medio del valle pasa un río muyrápido, que cruzamos en bote.

- En toda Asturias -dijo el botero-no hay otro río como éste para lastruchas. Mire usted esas piedrasgrandes del fondo; pues cuando llegasu época, si el tiempo es bueno, no seven de tantísima pesca como hay.

Dejando atrás el valle, entramos enuna región de mucha piedra,montañosa, lúgubre y agreste. El día,nublado, sombrío, lo entristecía todo entorno nuestro.

- ¿Vamos bien por este camino paraGijón y Oviedo? -preguntó Martín a

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una vieja que estaba a la puerta de unacasa.

- ¿Para Gijón y Oviedo? -replicó lacomadre-. Aún tienen ustedes quecansarse de andar antes de llegar aGijón y Oviedo. Por de pronto, tienenustedes que rajar las bellotas;cabalmente están ustedes debajo.

- ¿Qué quiere decir con eso de rajarlas bellotas? -pregunté a Martín deRibadeo.

- ¿No ha oído nunca su mercedhablar de las siete bellotas? -respondióel guía-. A punto fijo no puedo decirle austed lo que son, porque no las he vistonunca; pero creo que han de ser siete

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montañas que vamos a cruzar y lasllaman de ese modo porque lasencuentran parecidas a las bellotas. Heoído hablar de ellas bastante, aunque,según dicen, se les indigestan a loscaballos.

En aquella parte de Asturiasalcanzan las montañas considerablealtura. Son casi todas de oscuro granito,cubierto aquí y allá por una ligera capade tierra. Se acercan mucho al mar,hacia el cual declinan en vertientesmuy quebradas, donde se abrenprofundas y escarpadas gargantas; porcada una corre un arroyo, tributo de lasmontañas al piélago salado. El caminova por esos derrumbaderos. A siete de

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ellos los llaman en el país las sietebellotas. El más terrible de todos es eldel centro, del cual desciende untorrente impetuoso. En lo más alto, amuchos cientos de varas de elevación,se alza una escarpada muralla de toca,negra como el hollín; cuando pasamos,un velo de brétima envolvía la cumbre.Esa garganta se ramifica por amboslados en pequeñas cañadas o valles, tancubiertos de árboles y tallares que lamirada no puede penetrar en ellos.

- Estos sitios serían muy buenospara unas ermitas -dije a Martín deRibadeo-. Aquí podían vivir felices,alimentándose de raíces y no bebiendomás que agua, unos cuantos santos

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varones y dedicarse a la contemplacióndivina sin que el ruido del mundoviniese a turbarlos.

- Es verdad -respondió Martín-, yquizá por eso no hay ermitas en losbarrancos de las siete bellotas. Nuestrosermitaños tienen poca afición a lasraíces y al agua y no se oponen a que devez en cuando interrumpan susmeditaciones. ¡Vaya! Nunca he vistouna ermita que no estuviese cerca dealgún pueblo rico o que no fuese unsitio frecuentado por todos los vagos delos alrededores. A los ermitaños no lesgusta vivir en estos barrancos, porquelos lobos y las zorras acabarían con susgallinas. Conocía yo a un ermitaño que

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al morir dejó a su sobrina una fortunade setecientos duros, ahorrada casi todacebando pavos.

En la cima de esta bellota había unav e nt a miserable donde descansamos,continuando después el viaje. Ya muyavanzada la tarde salimos del último deaquellos difíciles puertos. El vientocomenzaba entonces a soplar, trayendoen sus alas una lluvia menuda. Pasamospor Soto de Luiña y, prosiguiendonuestro camino a través de una regiónmuy agreste, pero pintoresca, nosencontramos al anochecer al pie de unaescarpada montaña, a la que se subíapor un camino de herradura, a travésde un bosque de altísimos árboles.

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Mucho antes de llegar a la cumbre sehizo de noche; la lluvia arreció. Íbamostropezando en la oscuridad yllevábamos de la brida los caballos, quea veces se arrodillaban por loresbaladizo del sendero. Alcanzamos,por fin, la cumbre sin novedad y conpaso vivo llegamos, media hora mástarde, a la entrada de Muros, pueblogrande, situado precisamente al pie dela otra vertiente de la montaña.

Ardía un buen fuego en la posada, ysu calor, que no tardó en secarnos losvestidos, nos recompensó, hasta ciertopunto, de los trabajos sufridos al escalarl a s bellotas. ¡Singular paraje aquellaposada de Muros! La casa era grande e

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irregular, con espaciosa cocina en elpiso bajo. Escaleras arriba había unvasto comedor con inmensa mesa deroble, rodeada de pesados sillones decuero muy altos de respaldo, que lomenos tenían tres siglos. Con esteaposento se comunicaba una galería ovoladizo de madera, abierta al aire, queconducía a un cuarto pequeño, provistode un lecho antiguo, con dosel ycortinas, donde yo había de dormir. Erauna de esas posadas que los novelistasgustan de introducir en susdescripciones, sobre todo cuando lossucesos narrados ocurren en España. Elhuésped era un asturiano locuaz.

El viento rugía sin cesar y llovía a

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torrentes. Me senté, soñoliento, al amorde la lumbre, y la conversación delhuésped me despabiló.

- Señor -me dijo-, hacía ya tres añosque no venían extranjeros a mí casa.Recuerdo que por esta misma época, yen una noche como la de hoy, llegarona la posada dos hombres a caballo. Mechocó que no trajeran guía. En mi vidahe visto dos individuos más raros; no seme olvidarán jamás. El uno era tan altocomo un gigante; tenía unos bigotesrojizos que le tapaban la boca; la caraera coloradota y parecía muy torpe yestúpido; debía de serlo, en efecto,porque cuando le hablé, no parecióhaberme entendido y me contestó

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farfullando un ¡válgame Dios! tanextraño que me le quedé mirando conlos ojos y la boca abiertos. El otro no eraalto ni colorado, ni tenía pelos en lacara ni apenas en la cabeza. Eradiminuto y parecía j orobado ; pero¡válgame Dios, qué ojos los suyos! Tanpenetrantes y malignos eran como losde un gato montés. Hablaba el españoltan bien como yo, pero no era español.Un español no tiene aquel mirar. Ibavestido de z a m a r r a , con muchosbordados y filigranas, y llevabasombrero andaluz; no tardé encomprender que el pequeño era el amo,y el gigante, el criado.

» ¡Válgame Dios, qué malísimo

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genio tenía el jorobado! Con todo, eramuy gracioso y zumbón y a veces medecía unas chuscadas como paramorirse de risa. Se puso a cenar en elcomedor de arriba (permítame ustedque le diga que durmió en el mismocuarto en que su merced va a dormiresta noche) y su criado le servía. Bueno;yo tenía mucha curiosidad y me sentétambién a la mesa sin pedirle permiso.¿Por qué había de pedírselo? Yo estabaen mi casa, y un asturiano es buenacompañía para un rey y es a menudo demejor sangre. La cena fuesorprendente. En cuanto el gigante sedescuidaba lo más mínimo en elservicio de su amo, el jorobado se poníaen pie, se subía a la silla de un brinco y,

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agarrando al gigante por el pelo, ledaba de bofetadas, hasta el punto dehacerme temer que iba a arrojar lasmuelas por la boca. Pero el gigante noparecía dar gran importancia a estosincidentes; supongo que ya estaríaacostumbrado. ¡Válgame Dios! Unespañol no lo hubiera llevado con tantapaciencia. Pero lo que más mesorprendía era que, después de pegar alcriado, el amo se sentaba y al instantecomenzaba a hablar y a reír con élcomo si no hubiera ocurrido nada, y elgigante reía y conversaba con su amocomo si no le hubiera pegado nunca.

» Ya supondrá usted, señor, que noentendí ni palabra de la conversación,

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porque no hablaban en cristiano, sinoen la misma lengua extraña en que elgigante me contestaba cuando le dirigíala palabra; todavía me está sonando enlos oídos. No se parecía a ninguna otralengua, ni al vascuence, ni a la lenguaen que su merced habla aquí a mítocayo el signar Antonio. ¡Válgame Dios!A lo que más se parecía es al ruido quehace una persona al enjuagarse la bocacon agua. Creo recordar todavía unapalabra que no se le caía de los labios algigante, pero su amo no la empleabajamás.

» Pero aún no le he contado a ustedlo más raro de esta historia. Cuando seacabó la cena, estaba muy avanzada la

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noche; la lluvia golpeaba en lasventanas como en este momento. Depronto el jorobado sacó el reloj.¡Válgame Dios, qué reloj! Sólo le diré austed una cosa, señor: que con losbrillantes engastados en las tapas sepodía comprar toda Asturias y Murosencima, y relucían tanto que no hacíafalta lámpara en el cuarto. El jorobadomiró al reloj y me dijo: "Me voy aacostar". Tomé la luz y le llevé por lagalería a su cuarto, seguidos del criado.Bueno, señor: levanté la mesa y mequedé abajo, esperando al criado, aquien tenía preparada una buena camacerca de la mía. Señor, esperé con calmauna hora, pero al cabo se me agotó lapaciencia; subí al comedor, entré en la

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galería y, al llegar a la puerta de lahabitación de aquel viajero tan raro,¿qué dirá usted que vi?

- ¿Cómo lo voy a saber? -respondí-.Acaso sus botas de montar.

- N o , señor ; no vi sus botas demontar. Tumbado en el suelo, con lacabeza apoyada en la puerta, de suerteque era imposible abrirla sindespertarle, estaba el giganteprofundamente dormido; sus inmensaspiernas ocupaban casi toda la longitudde la galería Me santigüé lleno deadmiración, y no me faltaban motivos,porque el viento era tan fuerte comoesta noche, la lluvia entraba a chorrosen la galería, y, sin embargo, allí se

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estaba el hombre dormidoprofundamente, sin un leño siquierapor almohada, tumbado delante de lapuerta de su amo.

» Señor, aquella, noche dormí muypoco, porque pensé que había alojado ados brujos o a gente que no erahumana. Una o dos veces subí al pisode arriba y me asomé a la galería: elcriado continuaba allí dormido; mepersigné y me volví a la cama.

- Bueno -dije yo-, ¿qué ocurrió aldía siguiente?

-Nada de particular: el jorobado bajóde su cuarto y estuvo bromeandoconmigo en buen español; el criado

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bajó también; pero de todo lo que dijo,que no fue mucho, no entendí nipalabra, porque hablaba en aquellacalamidad de lengua. Estuvieron aquítodo el día hasta después de cenar;entonces el jorobado me dio una onza deoro, montaron los dos a caballo y sefueron no sé adónde, en plena noche,de modo tan extraño como habíanvenido.

- ¿Es eso todo? -pregunté.

- No, señor; no es eso todo: razóntenía yo al suponer que eran brujos; aldía siguiente llegó un correo y losbuscaron mucho, y a mí me prendieronpor haberlos tenido en mi casa. Estoocurrió a poco de empezar la guerra. Se

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dijo que eran espías y emisarios de nosé qué nación y que habían visitadotodos los rincones de Asturias paraconferenciar con los descontentos.Lograron escaparse y no volvió asaberse de ellos; pero los caballos quemontaban parecieron, sin los jinetes,vagando por el monte; eran jacasordinarias sin ningún valor. Se cree quel o s brujos se embarcarían en algúnbarquichuelo escondido en una de lasrías de la costa.

Yo: ¿Qué palabra era la que oíausted decir continuamente al criado yque cree usted poder recordar?

El huésped: Señor, hace ya tres añosque la oí y a veces puedo recordarla,

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pero a veces no; en ocasiones me hedespertado repitiéndola. Espere, señor;la tengo en la punta de la lengua: eraPatusca.

Yo: Quiere usted decir Batuschca;aquellos hombres eran rusos.

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Capítulo 33

Oviedo. - Los diezcaballeros. - Otra vez elsuizo. - Petición modesta.- Los ladrones. -Benevolencia episcopal. -La Catedral. - Un retratode Feijoo.

Tengo que dar ahora un gran saltoen mi viaje, nada menos que desdeMuros a Oviedo, contentándome con

decir que fuimos desde Muros a Vélez24

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y desde aquí a Gijón, donde nuestroguía Martín se despidió, volviéndosecon la yegua a Ribadeo. El buenhombre sintió mucho separarse denosotros y hasta llegó a manifestar eldeseo de que le tomase a él con suyegua a mí servicio.

- Tengo muchas ganas -me dijo- decorrer toda España y hasta el mundoentero, y es seguro que no volveré a veruna ocasión como la que ahora se mepresenta pegándome a los faldones desu merced.

Al recordarle yo que tenía mujer ehijos respondió:

- Es verdad, es verdad; me había

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olvidado de ellos; dichoso el guía queno tenga más familia que una yegua yun potro.

Oviedo está a tres leguas de Gijón.Antonio fue en el caballo, y yo, en unaespecie de diligencia que hace elservicio diario entre las dospoblaciones. El camino es bueno, peromontuoso. Llegué sin novedad a lacapital de las Asturias, aunque en épocamás bien desfavorable, porque hasta laspuertas de la ciudad llegaba elestruendo de la guerra y se oía «laexhortación de los capitanes y lagritería del Ejército». Por la fecha a queme refiero, Castilla estaba en manos delos carlistas, que habían tomado y

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saqueado Valladolid, como habíanhecho poco antes con Segovia. Seesperaba verlos marchar contra Oviedode un día para otro; pero no hubierandejado de encontrar resistencia, porquecontaba la ciudad con una guarniciónconsiderable que había erigido algunosreductos y fortificado varios conventos,especialmente el de Santa Clara de laVega. Todos los ánimos se hallaban enun estado de ansiedad febril, muyespecialmente por no recibirse noticiasde Madrid, que, según los últimosinformes, estaba en poder de laspartidas de Cabrera y de Palillos.

Sucedió, pues, que una noche meencontraba yo en la antigua ciudad de

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Oviedo, en un apartado aposento,grande y mal amueblado, de unaan t i gua po s a da , que fue en otrostiempos palacio de los condes de SantaCruz. Eran más de las diez y llovía amares. De pronto, conforme estaba yoescribiendo, me detuve al oír el ruidode numerosas pisadas en la crujienteescalera que conducía a mí cuarto. Lapuerta se abrió de súbito y entraronnueve hombres de elevada estatura, almando de un personaje pequeñuelo ychepudo. Todos iban embozados enamplias capas españolas, pero alinstante conocí en su porte que erancaballeros. Colocáronse en fila delantede la mesa en que yo escribía. Derepente se desembozaron todos a un

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tiempo y vi que cada uno llevaba unlibro en la mano, libro que yo conocíamuy bien. Después de una pausa queno fui capaz de romper, porque estabaatónito de asombro y casi meimaginaba que tenía delante unaaparición, el chepudo avanzó un poco ycon voz suave y argentina dijo: «Señorcaballero, ¿ha sido usted quien hatraído este libro a las Asturias?». Mefiguré que aquellos señores eran lasautoridades civiles de la población quevenían a arrestarme y, poniéndome enpie, repuse: «Sí, por cierto: yo he sido yes una gloria para mí haberlo hecho. Ellibro es el Nuevo Testamento de Dios;quisiera poder traer un millón».

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- Y yo también lo deseo de corazón-dijo el hombrecillo con un suspiro-. Notema usted nada, señor caballero; estosseñores son amigos míos. Acabamos decomprar estos libros en la tienda dondeusted los ha entregado para su venta ynos hemos tomado la libertad devisitarle para darle las gracias por eltesoro que nos ha traído. Espero quepodrá proveernos también del ViejoTestamento.

Respondí que sentía muchodecirles que por el momento me eracompletamente imposiblecomplacerles, porque no teníaejemplares del Antiguo Testamento;pero que no perdía la esperanza de

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procurarme en breve algunostrayéndolos de Inglaterra.

Me hizo después muchas preguntasacerca de mis viajes de propaganda porEspaña, de sus resultados y de las mirasque la Sociedad Bíblica tenía respectode este país; esperaba que nuestrasociedad dedicase atención especial aAsturias, el terreno más favorable, a suparecer, para nuestros trabajos, de todala Península. Después de media hora deconversación, el chepudo me dijo desúbito en inglés: «Buenas noches,señor», y, embozándose en la capa, sefue como había venido. Suscompañeros, que hasta entonces nohabían pronunciado una palabra,

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repitieron todos: «Señor, buenasnoches», y, envolviéndose en las capas,le siguieron.

Para explicar esta escena extraña hede decir que por la mañana habíavisitado yo al pequeño librero de laciudad, Longoria, y, de acuerdo con él,le envié por la tarde un fardo decuarenta Testamentos, todo lo que mequedaba, con unos cuantos carteles. Ellibrero me aseguró que, si bien seencargaba de la venta muy gustoso, nohabía esperanzas de buen éxito, porquellevaba ya un mes sin vender un sololibro de ninguna clase, debido a lorevuelto de los tiempos y a la pobrezareinante en el país; estas noticias me

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desanimaron mucho. Pero la visitanocturna me advirtió que no debe unoabatirse cuando las cosas presentan unaspecto muy sombrío, porque entonceses cuando la mano del Señorinterviene, por lo general, con mayoractividad, para que los hombresaprendan a conocer que cuanto debueno se realiza no es obra suya, sinode Él.

Dos o tres días después de estaaventura hallábame de nuevo en midestartalado y mal amuebladoaposento; serían las diez de unamañana melancólica, y la lluvia otoñalcontinuaba cayendo. Acababa dedesayunarme y me disponía a escribir

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mis notas diarias cuando se abrió lapuerta de golpe y Antonio entró de unbrinco.

- Mon maître -dijo sin aliento-,¿quién dirá usted que ha venido?

- El Pretendiente, tal vez -dije yocon cierto sobresalto-. Si es así, estamospresos.

- ¡Bah!, ¡bah! -dijo Antonio-. No esel pretendiente; es uno que vale veinteveces más: es el suizo de Santiago.

- ¡Benedicto Mol, el s u i z o ! -exclamé-. ¡Qué! ¿Ha encontrado eltesoro? ¿Cómo viene? ¿Cómo estávestido?

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- Mon maître -dijo Antonio-, viene apie, juzgando por los zapatos que trae,tan rotos que los dedos le asoman porlos agujeros; su ropa es un andrajo.

- Debe de haber algún misterio entodo esto -respondí-. ¿Dónde estáahora?

- Abajo, mon maître -replicóAntonio-. Viene a buscarnos. Pero encuanto le vi he subido corriendo a darlea usted la noticia.

Pocos minutos después BenedictoMol subía las escaleras. Venía, comoAntonio me dijo, vestido de harapos ycasi descalzo; su sombrero andaluz, tanviejo, chorreaba agua.

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-Och, lieber Herr! -dijo Benedicto-,¡qué alegría tan grande verle a usted!¡Oh! Sólo con verle a usted la cara estoycasi pagado de todas las miserias que hesufrido desde que me separé de usteden Santiago.

Yo: Le veo a usted en Oviedo yapenas puedo dar crédito a mis ojos.¿Qué motivo le trae a usted a estapoblación tan fuera de su camino ydesde tan gran distancia?

Benedicto: Lieber Herr, permítameque me siente y le contaré todo lo queme ha sucedido. Pocos días después deverle a usted por última vez, el canónigome aconsejó que pidiese al capitángeneral permiso y ayuda para

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desenterrar el tesoro. Fui a ver alcapitán general, que al principio merecibió con amabilidad, me hizo muchaspreguntas y me dijo que volviera.Continué visitándole, hasta que se negóa recibirme, y por más que hice, nopude volverle a ver. El canónigoentonces fue incomodándose, sobretodo porque me había dado unas pocaspesetas de las limosnas de la iglesia, ymuy a menudo me llamaba bribón eimpostor. Al cabo, una mañana fui averle, le dije que me proponía volver aMadrid para someter el asunto alGobierno y le pedí por favor unacertificación en la que constase que yohabía hecho una peregrinación aSantiago; pensaba yo que ese

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documento me sería útil en el camino,porque me permitiría pedir limosnacon más autoridad. Apenas oyó mipretensión, sin decir palabra ni darmetiempo para defenderme, se arrojósobre mí como un tigre y me agarrotóel cuello con las manos, tan bien y tanfuerte que pensé morir estrangulado.Pero yo soy suizo, nacido en Lucerna, yapenas me recobré un poco, no mecostó trabajo rechazarle; entonces,amenazándole con el palo, me retiré.Me siguió hasta la puerta con horriblesmaldiciones y me amenazó, si meatrevía a volver, con meterme en lacárcel por ladrón y hereje. Fui entoncesa buscarle a usted, lieber Herr; pero medijeron que se había marchado usted a

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La Coruña, y a La Coruña me fui en subusca.

Yo: ¿Y qué le sucedió en el camino?

Benedicto: Voy a decírselo. A mitadde camino, entre La Coruña y Santiago,y según iba yo pensando en el Schatz, oíun galope estrepitoso; miré en torno yvi que dos hombres a caballo veníanderechamente hacia mí a campotraviesa con la rapidez del viento. LieberGo t t -dije yo-, éstos son ladrones ofacciosos; y lo eran, en efecto. En unmomento me alcanzaron y me dieron elalto; tiré el palo, me quité el sombrero ylos saludé. «Buenos días, caballeros»,dije. «Buenos días, paisano»,respondieron y estuvimos mirándonos

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más de un minuto. Lieber Himmel,nunca he visto ladrones tan bienvestidos y armados ni mejor montadosque aquéllos. Llevaban dos jacasmagníficas, tan fogosas que parecíanpoder subir hasta las nubes en unvuelo. Estuvimos mirándonos hasta queuno me preguntó quién era yo, dedónde venía y adónde iba. «Caballeros -respondí-, yo soy suizo y he venido aSantiago a cumplir una promesa; ahorame vuelvo a mí país.» No dije unapalabra del tesoro, porque temí que mefusilaran si se les ocurría pensar quellevaba conmigo parte de él.

- ¿Tienes dinero? -me preguntaron.

- Caballeros -respondí-, ya ven

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ustedes que viajo a pie y con los zapatosrotos; si tuviera dinero, no iría así. Noquiero engañarles; sin embargo, tengouna peseta y unos cuartos. Al decir estosaqué lo que tenía y se lo ofrecí.

- Nosotros somos cabal leros deGalicia -dijeron- y no quitamos pesetas,menos aún cuartos. ¿De qué partidoeres? ¿Estás por la Reina?

- No, caballeros -respondí-; noestoy por la Reina; pero al mismotiempo permítanme ustedes que lesdiga que tampoco estoy por el Rey; noestoy enterado de ese asunto; soy suizoy, por tanto, no peleo en pro ni encontra de nadie mientras no mepaguen.

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Esto les hizo reír; me preguntaronluego cosas relativas a Santiago, a lastropas que había y al capitán general;para no disgustarles conté todo lo quesabía y más aún. Entonces, uno de ellos,el más feroz y violento de los dos, meapuntó con el trabuco y dijo: «Sihubieses sido español, te hubiéramoshecho astillas la cabeza, tomándote porespía; pero vemos que eres extranjero ycreemos lo que nos has dicho. Tomae st a peseta y sigue tu camino; perocuidado con decir a nadie nada denosotros, porque si no, ¡carracho!...».Descargó el trabuco por encima de mícabeza y tan cerca que durante unsegundo me tuve por muerto. Luego,dando una gran voz, salieron al galope;

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sus caballos saltaban por los barrancoscomo si estuvieran poseídos de losdemonios.

Yo: ¿Qué le ocurrió a usted al llegara La Coruña?

Benedicto: Al llegar a La Coruñapregunté por usted, lieber Herr, y medijeron que precisamente el díaanterior se había marchado usted aOviedo; al oírlo se me heló el corazón,viéndome en el extremo más remoto deGalicia sin un amigo que me socorriera.Estuve un día o dos sin saber qué hacer;al fin resolví dirigirme a la frontera deFrancia, pasando por Oviedo, dondeesperaba verle a usted y pedirleconsejo. Mendigué entre los alemanes

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establecidos en La Coruña un socorropara el camino y saqué muy poco, sólou n o s cuartos, menos de lo que losfacciosos me dieron en el camino deSantiago; con eso salí para Asturias porel camino de Mondoñedo. O c h , quéciudad, ¡Mondoñedo!, llena decanónigos, de curas, de pfaffen, máscarlistas todos que el propio don Carlos.

»Un día fui al palacio del obispo yhablé con él, diciéndole que volvía deuna peregrinación a Santiago y le pedíun socorro. Díjome que no podíaremediarme, y en cuanto a lo de serperegrino de Santiago, se holgó muchode ello, esperando que fuese de granprovecho para mi alma. Salí de

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Mondoñedo y me metí por lasmontañas, pidiendo limosna a la puertade cada choza que encontraba; decía atodos que era un peregrino procedentede Santiago y mostraba mi pasaporteen prueba de que había estado allí.Lieber Herr, nadie me dio un cuarto, nisiquiera un pedazo de broa; gallegos yasturianos se reían de Santiago y medijeron que el nombre del santo no eraya un talismán en España. Me hubieramuerto de hambre a no ser porque devez en cuando arrancaba una o dosmazorcas de algún maizal; tambiéncogía tal cual racimo de las parras ymoras de zarza; de este modo fuitirando hasta llegar a las bellotas; allíencontré un cabrito perdido, lo maté y

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me comí un pedazo, crudo y todo,porque el hambre era mucha; me sentómuy mal y estuve dos días postrado enun barranco, medio muerto, incapaz devalerme; fue una gran suerte que no medevorasen los lobos. Después, a campotraviesa, seguí a Oviedo; no sé cómo hellegado; parecía un espectro. La nochepasada dormí en una pocilga vacía, aunas dos leguas de aquí, y antes deabandonarla me hinqué de rodillas ypedí a Dios que me permitieseencontrarle a usted, lieber Herr, porqueusted era mi última esperanza.

Yo: ¿Y qué piensa usted hacerahora?

Benedicto: ¿Qué quiere usted que

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le diga, lieber Herr? No sé qué hacer. Mesometo en todo a sus consejos.

Yo: Estaré en Oviedo unos pocosdías más; durante ellos puede ustedalojarse en esta po s a da y trate derecobrarse de las fatigas de tandesastrosos viajes; quizá antes demarcharme se me ocurra algún planpara sacarle a usted de esta situacióntan apurada.

Oviedo tiene unos quince milhabitantes. Está en una situaciónpintoresca, entre dos montañas: elMorcín y el Naranco; la primera es muyalta y escabrosa; durante la mayor partedel año se halla cubierta de nieve; lasvertientes de la otra están cultivadas y

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plantadas de viñedo. El ornamentoprincipal de la ciudad es la Catedral; sutorre, extremadamente alta, es quizáuno de los más puros ejemplares de laarquitectura gótica que existen hoy endía. El interior de la Catedral es decentey apropiado, pero muy sencillo y sinadornos. Sólo vi un cuadro: laConversión de San Pablo. Una de lascapillas es cementerio, dondedescansan los huesos de once reyesgodos. ¡Paz a sus almas!

En La Coruña me habían dado unacarta de recomendación para uncomerciante de Oviedo, el cual merecibió con gran cortesía y dedicó, porlo general, un rato todos los días a

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enseñarme las cosas notables deOviedo. Una mañana me dijo:

- Usted habrá oído, sin duda, hablarde Feijoo, el famoso filósofobenedictino, cuyos escritos hancontribuido mucho a disipar lassupersticiones y los errores populares,tanto tiempo acreditados en España;está enterrado en uno de los conventosde Oviedo, donde pasó gran parte de suvida. Venga usted conmigo y leenseñaré su retrato. Nuestro gran reyCarlos III envió desde Madrid a supintor para que lo hiciera. Ahorapertenece a mí amigo el abogado donRamón Valdés.

Fuimos a casa de don Ramón

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Valdés, quien, muy cortésmente, meenseñó el retrato de Feijoo, de formacircular, como de un pie de diámetro,rodeado de un pequeño bastidor decobre, algo así como el borde de unabacía de barbero. Tenía el semblanteancho y grueso, pero correcto;arqueadas las cejas, los ojos vivos ypenetrantes, la nariz aguileña. Llevabaen la cabeza un gorro de seda; el cuellode la túnica apenas llegaba a verse. Era,sin duda, un cuadro bueno y me llamómucho la atención, como uno de losmejores ejemplares del moderno arteespañol que había visto hasta entonces.

Uno o dos días después dije aBenedicto Mol: «Mañana me voy a

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Santander. Es hora ya de que resuelvausted lo que ha de hacer: o volverse aMadrid o dirigirse rápidamente aFrancia, y desde allí continuar hacia supaís».

- Lieber Herr -dijo Benedicto-, irédetrás de usted a Santander en jornadascortas, porque en un país tanmontañoso no puedo andar mucho;una vez allí, acaso encuentre medio deir a Francia. En estos viajes tan horriblesme sirve de mucho consuelo pensar quevoy siguiendo las huellas de usted y laesperanza de alcanzarle de nuevo. Estaesperanza me salvó la vida en lasbellotas y sin eso no hubiera llegadojamás a Oviedo. Saldré de España lo

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antes posible y me iré a Lucerna,aunque es fuerte cosa dejar detrás demí el Schatz en la tierra de los gallegos.

Al separarnos le regalé unos pocosduros.

- Benedicto es un hombre extraño -me dijo Antonio a la mañana siguiente,cuando, acompañados por un guía,salimos de Oviedo-. Es un hombreextraño, mon maître, el tal Benedicto.Ha llevado una vida extraña y le esperauna muerte extraña también: lo llevaescrito en el rostro. No creo que semarche de España, y si se marcha, serápara volver, porque está embrujado conel tesoro. Anoche envió a buscar unasorcière y delante de mí la consultó; le

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dijo que estaba destinado a encontrar eltesoro, pero que antes tenía que cruzaragua. Le puso en guardia contra unenemigo, que Benedicto supone queserá el canónigo de Santiago. He oídohablar mucho del ansia de dinero de lossuizos; este hombre es una prueba. Portodos los tesoros de España no sufriríayo lo que Benedicto ha sufrido en estosúltimos viajes.

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Capítulo 34

Salida de Oviedo. -Villaviciosa. - El joven dela posada. - La narraciónde Antonio. - El general ysu familia. - Noticiasdeplorables. - Mañanamoriremos. - San Vicente.- Santander. - Una arenga.- El irlandés Flinter.

Salimos, pues, de Oviedo e hicimosrumbo a Santander. El guía que

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llevábamos, y a quien había yoalquilado la jaca que montaba, nos lorecomendó mi amigo el comerciante deOviedo. Resultó ser un individuodesidioso e indolente; iba, por logeneral, doscientas o trescientas varasrezagado de nosotros y en lugar dealegramos el camino con cantares ycuentos, como Martín de Ribadeo,apenas abrió los labios, salvo paradecirnos que no fuésemos tan de prisa oque le iba a reventar la jaca si le dabatantos espolazos. Además era ladrón y,aunque se ajustó para hacer el viaje aseco, o sea corriendo de su cuenta susgastos personales y los del caballo, selas arregló de modo que, durante todoel viaje, unos y otros pesaron sobre mí.

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Cuando se viaja por España, el planmás barato es que en el ajuste entre lamanutención del guía y de su caballo omula, porque así el precio del alquilerdisminuye lo menos un tercio y lascuentas en el camino rara vez subenmás por eso; mientras que, en otro caso,el guía se embolsa la diferencia y, noobstante, queda libre de su escote aexpensas del viajero, gracias a laconnivencia de los posaderos, unidos alos guías por una especie de espíritu decuerpo.

Entrada la tarde llegamos aVillaviciosa, ciudad pequeña y sucia, aocho leguas de Oviedo, al borde de unaensenada que comunica con el golfo de

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Vizcaya. Suele llamarse a Villaviciosa lacapital de las avellanas, por la inmensacantidad de ese fruto que se cosecha ensu término; la mayor parte se exporta aInglaterra. Al acercamos al pueblodábamos alcance a numerosos carros deave l l anas que llevaban la mismadirección que nosotros. Me dijeron queen la rada había anclados algunosbarcos ingleses. Por extraño queparezca, y a pesar de hallarnos en lacapital de las avellanas, nos fue muydifícil procurarnos un puñado de ellaspara postre y más de la mitad de lasque nos dieron estaban hueras. Los dela posada nos dijeron que como lasavellanas eran para la exportación, nose les ocurría siquiera comerlas ni

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ofrecérselas a los huéspedes.

Al día siguiente llegamos muytemprano a Colunga, lindo pueblecito,situado en una elevación del terreno,entre frondosos castañares. El pueblo esfamoso, al menos en Asturias, por sercuna de Argüelles, padre de laConstitución española.

Al desmontar a la puerta de laposada, donde pensábamos reparar lasfuerzas, una persona, asomada a unaventana del piso alto, lanzó unaexclamación y desapareció. Estábamostodavía en la puerta, cuando el mismoindividuo llegó corriendo y se arrojó alcuello de Antonio. Era un joven bienparecido, de unos veinticinco años,

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vestido con elegancia y tocado con unagorra de montero. Antonio, después demirarle un momento, exclamó: «Ah,monsieur, est ce bien vous?», y le dio unafectuoso apretón de manos. Eldesconocido le hizo señas de que lesiguiera y en el acto se fueron los dos alaposento de encima.

Preguntándome lo que podríasignificar aquello, me senté a almorzar.Pasó una hora, y Antonio no volvía. Porentre las tablas que formaban el techode la cocina, oía yo su voz y la de suamigo, y me parecía oír a veces sollozosentrecortados y gemidos. Hubodespués un largo silencio. Ya empezabaa impacientarme e iba a llamar a

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Antonio cuando el hombre se presentó;pero no le acompañaba el desconocido.

- Sepamos, por todas lasextravagancias de este mundo -pregunté-, ¿qué ha estado ustedhaciendo por ahí? ¿Quién es esehombre?

- Mon maître -dijo Antonio-, c'est unmonsieur de ma connaissance. Con supermiso, voy a tomar un bocado, y porel camino le contaré a usted lo que séde él.

» Monsieur -dijo Antonio cuandocabalgábamos ya fuera de Colunga-,está usted impaciente por saber lahistoria de ese caballero a quien ha

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visto usted abrazarme en la posada.Sepa usted, mon maître, que estasguerras de carlistas y cristinos hancausado muchas miserias y desventurasen este país; pero no creo que haya entoda España persona tan plenamentedesdichada como ese pobre y jovencaballero de la posada; todas susdesventuras provienen del espíritu departido y de facción que en estosúltimos tiempos prevalecía tanto.

» Mon maître, como le he dicho austed repetidas veces, he vivido enmuchas casas y servido a muchos amos;sucedió que hará unos diez años entré aservir al padre de ese caballero, muyniño entonces. La familia estaba en

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muy buena posición; el padre erageneral del ejército y bastante rico.Constituían la familia el padre, suseñora y dos hijos; el más joven es elque usted ha visto; el otro le llevabaunos cuantos años. Par Dieu! En aquellacasa lo pasé muy bien; todos losindividuos de la familia me tratabancon bondad. De muchas casas me handespedido; pero de aquélla, no; cosanotable. Las tres veces que me salí fuepor mi libre voluntad. Me enfadaba conlos otros criados, o con el perro o elgato. La última vez me fui por culpa deuna codorniz colgada en la ventana demadame y que me despertaba todas lasmañanas con su canto. Eh bien, monmaître, así corrieron las cosas durante

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los tres años que, con tales alternativas,estuve al servicio de la familia; al cabode este tiempo, decidieron que elseñorito más joven se fuese a viajar, y sepensó que yo le acompañase comocriado. Tenía yo muy buenas ganas deirme con él; más, par malheur, meencontraba por aquellos días muydisgustado con madame, su madre, porcausa de la codorniz, e insistí en queantes de acompañar al señoritomatarían al pájaro y lo echarían alpuchero. Madame se negó a esto demodo terminante; y hasta el pobreseñorito, que siempre se había puestode mí parte en tales ocasiones, dijo queeso era una extravagancia; me fui de lacasa muy amoscado, y no volví más.

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» Eh bien, mon maître, el señorito sefue a viajar y estuvo fuera varios años;desde su partida hasta que le heencontrado en Colunga, no habíavuelto a verle ni oído hablar de él; perosí tenía noticias de su familia: demonsieur, su padre; de madame, sumadre, y de su hermano, oficial decaballería. Poco antes de la guerra civil,o sea antes de morir Fernando VII,monsieur, padre de este joven, fuenombrado capitán general de LaCoruña. Aunque muy buen amo,monsieur era bastante orgulloso, amigode la disciplina, de la obediencia y detodas esas cosas. Además, no era amigodel populacho, de la cana i l l e , yprofesaba singular aversión a los

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nacionales. Por esto, al morir Fernando,se susurraba en La Coruña que elgeneral no era liberal, y que era másamigo de Carlos que de Cristina. Ehbien: aconteció que un día se celebrabaen la bahía una gran J e t e en la quetomaban parte los soldados y losnacionales; yo no sé cómo sucedió; elcaso es que hubo una émeute, y losnacionales echaron mano a monsieur, elgeneral, le ataron una cuerda al cuello,le zambulleron en el agua desde lafalúa en que iba, y lo llevaron aremolque hasta que se ahogó. Entoncesfueron a su casa, la saquearon, ymaltrataron de tal modo a madame, quepor entonces estaba enceinte, que a laspocas horas expiró.

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» Le digo a usted, mon maître,aunque le cueste trabajo creerlo, que alsaber la desgracia de madame y delgeneral, lloré por ellos, y sentí habermedespedido de la casa airadamente, porcausa de la maldita codorniz.

» Eh bien, mon maitre, nouspoursuivrons notre histoire. El hijomayor, oficial de caballería, como le hedicho, y hombre enérgico, en cuantosupo la muerte de sus padres juróvengarse. ¡Pobre infeliz! No se leocurrió más que desertar con dos o trescamaradas descontentos, y, metiéndoseen Galicia, levantaron una pequeñafacción y proclamaron a don Carlos.Por un poco de tiempo hicieron mucho

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daño a los liberales, quemando yarrasando sus propiedades, y dieronmuerte a varios nacionales que cayeronen sus manos. Pero esto duró poco; sufacción fue dispersada y el jefe preso yahorcado, y su cabeza clavada en unpalo.

» Nous sommes déjà presque au bout.Cuando llegamos a la posada, el jovenme llevó a su cuarto, como usted vio, ydurante un buen rato las lágrimas y lossollozos no le dejaron hablar. Suhistoria se cuenta en dos palabras:volvió de su viaje, y la primera noticiaque le aguardaba a su regreso era quehabían ahogado a su padre, asesinado asu madre y ahorcado a su hermano, y

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que, además, todos los bienes de lafamilia estaban confiscados. Y no eraeso todo: dondequiera que iba lemiraban como faccioso, y los nacionalesle apaleaban. Acudió a sus parientes, yalgunos, del bando carlista, leaconsejaron que se alistara en el ejércitode don Carlos, y el mismoPretendiente, que fue amigo de supadre, le ofreció un empleo en suejército. Pero, mon maître, como le dije austed antes, se trata de un jovenpacífico, manso como un cordero, queaborrece el derramamiento de sangre.Además, no era de ideas carlistas,porque durante sus estudios había leídolibros escritos en tiempos antiguos poralgunos compatriotas míos, donde no

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se habla más que de repúblicas, delibertades y de derechos del hombre, desuerte que se inclinaba más al sistemaliberal que al de don Carlos; declinó,por tanto, la oferta de don Carlos, ytodos sus parientes le abandonaron,mientras los liberales le acosaban depueblo en pueblo como a bestia salvaje.Al fin, vendió unas tierrecillas que lequedaban, y con el producto se retiró aColunga, donde nadie le conoce; aquílleva hace varios meses una vida muytriste; la lectura de dos o tres libros ycorrer de vez en cuando una liebre consu perro son todas sus distracciones. Mepidió consejo, pero no pude darleninguno y no hice más que llorar conél. Al cabo, dijo: "Querido Antonio,

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para mí no hay remedio, ya lo veo.Dices que tu amo está abajo; ruégale demí parte que se espere hasta mañana;mandaremos llamar a las muchachasdel pueblo, buscaremos un violín y unagaita, y bailaremos para olvidarnuestros cuidados un momento".Entonces me dijo unas palabras engriego viejo; apenas las entendí, perocreo que significan algo así como:"Bebamos y comamos y alegrémonos,que mañana moriremos".

» Eh bien, mon maître: le dije queusted es un señor muy serio, que no sedivierte nunca y que estaba de prisa.Lloró otra vez, y, abrazándome, nosdijimos adiós. Ya sabe usted, mon

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maître , la historia del joven de laposada.

Dormimos en Ribadesella, y almediar el siguiente día llegamos aLlanes. El camino corría entre la costa yuna inmensa cadena de montañas quealzaba su barrera formidable a unalegua del mar. El terreno por dondeíbamos era regularmente llano yparecía bien cultivado. Abundaban losviñedos y los árboles, y a cortosintervalos se alzaban los cortijos de lospropietarios, edificios de piedra, deplanta cuadrada, rodeados de un muroexterior. Llanes es una ciudad antigua,de gran importancia en otros tiempos.En sus cercanías está el convento de

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San Cilorio, uno de los edificiosmonásticos más grandes de España.Ahora está abandonado, y se alzasolitario y desolado en una de laspenínsulas de la costa cantábrica.Dejado Llanes, entramos a poco en unade las regiones más áridas y tristes quepueden imaginarse, donde todo erapiedra y rocas, sin árboles ni hierva. Lanoche nos cogió en aquellos lugares.Continuamos la marcha, no obstante,hasta llegar a una aldea llamada SantoColombo. Allí pasamos la noche en casade un carabinero, hombre atlético, aquien encontramos a la puerta, armadode fusil. Era castellano, con todo elceremonioso formulismo y la graveurbanidad que en otro tiempo dieron

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tanta fama a sus compatriotas. Regañóa su mujer porque hablaba con la criadadelante de nosotros de asuntos de lacasa. «Bárbara -dijo-, esa conversaciónno puede interesarle a unos caballerosforasteros; cállate o vete a otra partecon la muchacha.» No quiso aceptarremuneración alguna por suhospitalidad. «Soy un caballero comoustedes -dijo-. No acostumbro aalbergar gente en mi casa para ganardinero. A ustedes les admití porque seles había hecho de noche y la posadaestaba lejos.»

Madrugamos mucho y seguimosnuestra ruta por un terreno tan triste ypedregoso como el recorrido el día

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antes. En cuatro horas llegamos a SanVicente, pueblo grande y destrozado,habitado principalmente pormiserables pescadores. Conserva,empero, notables reliquias de su pasadamagnificencia; el puente, tendido sobrela profunda y ancha ría en cuya margense alza la ciudad, no tiene menos detreinta y dos arcos, y es de granito gris.Su fábrica es muy antigua; se halla tanruinoso en algunos sitios, que ofrecepeligro.

Dejando atrás San Vicente,caminamos unas cuantas leguas por lacosta; a veces atravesábamos algunaangosta ría. El terreno comenzó amejorar; en las cercanías de Santillana

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era ya fértil y ameno. Como una horaantes de llegar al país de Gil Blas,atravesamos un extenso bosque, conmuchas rocas y precipicios. En un lugarcomo éste se hallaba la caverna deRolando, según se cuenta en la novela.El bosque tenía mala fama; el guía nosdijo que en él se cometían robos; peronada nos sucedió, y llegamos aSantillana a eso de las seis de la tarde.

No entramos en la ciudad; hicimosalto en una gran venta o posada, en lasafueras, delante de la que se alzaba unfresno gigante. Apenas hospedados,estalló una espantosa tormenta de aguay viento, con muchos truenos yrelámpagos, que se prolongó sin

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interrupción varias horas, y cuyosefectos observé durante el viaje delsiguiente día: todos los ríos queencontramos iban muy crecidos; alborde del camino yacían descuajadosalgunos árboles. Santillana cuenta concuatro mil habitantes, y dista deSantander, adonde llegamos al otro díatemprano, seis leguas cortas.

No hay cosa que contraste más conla región desolada y los pueblos medioen ruinas que acabábamos de atravesar,que el bullicio y la actividad deSantander, casi la única ciudad deEspaña que no ha padecido con lasguerras civiles, a pesar de hallarse enlos confines de las Provincias

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Vascongadas, reducto del Pretendiente.Hasta las postrimerías del siglo pasado,Santander era poco más que una oscuraciudad de pescadores; pero en estosúltimos años ha monopolizado casi porcompleto el comercio con lasposesiones ultramarinas de España,especialmente con La Habana. Laconsecuencia de esto ha sido que,mientras Santander se enriquecía conrapidez, La Coruña y Cádiz han idodecayendo al mismo paso. Santanderposee un muelle hermoso, sobre el quese alza una línea de soberbios edificios,mucho más suntuosos que los palaciosde la aristocracia en Madrid; son deestilo francés, y en su mayoría losocupan comerciantes. La población de

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Santander es de unos sesenta milhabitantes.

El día de mí llegada comí en la tabled'hôte de la fonda principal, regida porun genovés. La concurrencia era muymezclada: franceses, alemanes yespañoles hablaban en sus idiomasrespectivos, y en una punta de la mesa,sentados frente a frente, dos catalanes,uno de los cuales pesaría veintearrobas, gruñían en su áspero dialecto.Mucho antes de terminar la comida, unindividuo sentado junto al cataláncorpulento monopolizó la atención ylas conversaciones de todos. Era unhombre delgado, de mediana estatura,rubicundo y con una irregularidad en la

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mirada que, si no era estrabismo, se leparecía mucho. Llevaba uniformemilitar, azul, y por el gusto de perorarse olvidaba de los manjares que teníadelante. Hablaba en correctísimoespañol, pero con un leve acentoextranjero. Entretúvose un buen rato endiscurrir acerca de la guerra y de susparticularidades, criticando con muchalibertad la conducta de los generales,tanto carlistas como cristinos, en lapresente lucha, y, por último, exclamó:

- Si el Gobierno me diese veinte milhombres tan sólo, acababa yo la guerraen seis meses.

- Dispense usted, señor -dijo unespañol sentado a la mesa-; la

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curiosidad me mueve a pedirle a ustedel favor de decirnos su distinguidonombre.

- Yo soy Flinter -contestó el militar-, nombre que las mujeres, los niños ylos hombres de España traen de boca enboca. Soy Flinter el irlandés, y acabo deescaparme de las garras de don Carlosen las Provincias Vascongadas. Al morirFernando me declaré por Isabel,estimando que todo buen caballeroirlandés al servicio de España debíahacer otro tanto. Todos ustedes hanoído hablar de mis hazañas;permítanme ustedes decir que aúnhubiese hecho mucho más si la envidiade mí gloria no hubiese trabajado para

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privarme de los medios de acciónnecesarios. Hace dos años memandaron a Extremadura a organizarlas milicias. Las partidas de Gómez y deCabrera entraron en la provincia,sembrando la devastación en torno; contodo, me encontraron en mi puesto, y simis subalternos me hubieransecundado como era debido, los doscabecillas no habrían vuelto ante suamo a jactarse de sus triunfos. Estandoa la defensiva en misatrincheramientos, se destacó de lasfilas carlistas un hombre y nos intimó larendición. « ¿Quién eres?», le pregunté.«Soy Cabrera», respondió. «Y yo soyFlinter -repliqué desenvainando elsable-; retírate a tus líneas o mueres

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inmediatamente.» Amedrentado, hizolo que le mandé. Una hora después nosrendimos. Me llevaron prisionero a lasProvincias Vascongadas, y los carlistasse regocijaron mucho con mí captura,porque el nombre de Flinter era muysonado en sus filas. Me arrojaron enuna mazmorra repugnante, dondeestuve veinte meses. Hacía mucho frío,yo estaba desnudo, pero no medesanimé por eso: mi indomableespíritu no podía sentir tal flaqueza. Alcabo, mi carcelero se compadeció demis desdichas. Díjome que «leapesadumbraba ver morir sin gloria ahombre tan valiente». Combinamos unplan de fuga, adquirimos unos disfracesy nos lanzamos juntos a la ventura.

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Pasamos inadvertidos hasta llegar a laslíneas carlistas sobre Bilbao; allí nosdieron el alto. Pero mi presencia deánimo no me abandonó. Iba yodisfrazado de carretero catalán, y lafrialdad de mis respuestas engañó a misinterrogadores. Nos dejaron pasar y notardamos en vernos en salvo dentro delos muros de Bilbao. Aquella nochehubo iluminación en la ciudad, porqueel león había roto sus redes, Flinter sehabía escapado y volvía a reanimar unacausa abatida. Acabo de llegar ahora aSantander, de paso para Madrid, dondevoy a pedir al Gobierno el mando deveinte mil hombres.

¡Pobre Flinter! Seguramente no se

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han visto juntos en el mismo cuerpo uncorazón más intrépido ni una boca másfanfarrona. Se fue a Madrid y, por lainfluencia del embajador británico,amigo suyo, obtuvo el mando de unapequeña división, con la que se diotraza para sorprender y derrotar, en lascercanías de Toledo, un cuerpo decarlistas al mando de Orejita, tres vecessuperior en número a sus tropas. Enpago de esa hazaña, el Gobierno, queera entonces moderado o juste milieu, lepersiguió con incansable animosidad; elprimer ministro, Ofalia, apoyó con todasu influencia numerosas y ridículasacusaciones de robos y saqueosaducidas contra el demasiado victoriosogeneral por los canónigos carlistas de

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Toledo. Fue asimismo acusado denegligencia por haber consentido,después de la batalla de Valdepeñas,ganada también por él con granintrepidez, que las fuerzas carlistas seposesionaran de las minas de Almadén;bien que el Gobierno, empeñado enperderle, hizo cuanto pudo paraimpedir que se aprovechara de lavictoria, negándole todo género derecursos y refuerzos. Privado de losfrutos de su victoria, cegáronse susesperanzas, y una melancolía morbosase apoderó del irlandés; resignó elmando, y menos de diez meses despuésde haberle visto en Santander, dio a suscobardes y envidiosos enemigos untriunfo que los satisfizo, cortándose el

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cuello con una navaja de afeitar.

¡Almas ardorosas, nacidas en otrosclimas, que aspiráis a distinguiros alservicio de España y a ganarrecompensas y honores, acordaos de lasuerte de Colón y de otro no menoscaliente y apasionado: Flinter!

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Capítulo 35

Salida de Santander. -Alarma nocturna. - La hoztenebrosa.

Tenía yo encargado que mandarandesde Madrid a Santander 200Testamentos; con no pequeño disgustohallé que no habían llegado, y supuse oque los carlistas se habían apoderado deellos en el camino, o que mi carta sehabía extraviado. Pensé pedir aInglaterra provisión de ellos; peroabandoné la idea por dos razones: enprimer lugar, hubiera tenido queperder un mes aguardando, ocioso, su

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llegada, y la ciudad era muy cara, y ensegundo lugar, me encontraba muy malde salud y no podía procurarme buenaasistencia médica en Santander. Desdeque salí de La Coruña me afligía unadisentería terrible, complicadaúltimamente con una oftalmía. Resolví,por tanto, marcharme a Madrid. Perono era esto empresa fácil. Partidas delejército de don Carlos, batidas enCastilla, merodeaban por la región queyo iba a cruzar, sobre todo por la partellamada La Montaña, de modo que lascomunicaciones de Santander con elSur estaban cortadas. Sin embargo,determiné confiar, como siempre, en elTodopoderoso y afrontar el peligro.Compré un caballejo, y en compañía de

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Antonio me puse en camino.

Antes de marcharme hablé con loslibreros para el caso de que me fueraposible enviarles un depósito deTestamentos desde Madrid; arregladaslas cosas a gusto mío, me puse enmanos de la Providencia. No medetendré en referir este viaje detrescientas millas. Pasamos por enmedio del fuego, aunque parezca raro,sin chamuscamos un pelo de la cabeza.Delante, detrás y a cada lado denosotros se cometían robos, muertes ytodo género de atrocidades; pero nisiquiera nos ladró un perro, aunque encierta ocasión se concertó un plan paracogernos. A unas cuatro leguas de

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Santander, mientras echábamos piensoa los caballos en la posada de unpueblo, vi salir corriendo a un hombreque había estado cuchicheando con elmozo que nos daba la cebada para lasbestias. En el acto le pregunté lo que elhombre le había dicho; pero obtuvesólo respuestas evasivas. Luego resultóque hablaron de nosotros. Dos o tresleguas más lejos había otro pueblo yotra posada, donde tenía pensadodetenerme, y de seguro lo dije así; peroal llegar a ella, como aún quedababastante sol, decidí continuar hasta otraposada que creía encontrar a una leguade distancia; me equivoqué en esto,porque no encontramos ninguna hastaOntaneda, a nueve leguas y media de

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Santander, donde había un pequeñodestacamento de soldados. A medianoche nos despertó el grito de alarma;el faccioso estaba cerca; acababa dellegar un emisario del alcalde del puebloinmediato, donde había tenido yointención de pernoctar, diciendo queuna partida carlista había sorprendidoel lugar en busca de un espía inglés quesuponían alojado en la posada. Al oíresto, el oficial que mandaba la tropa nose creyó seguro, y al instante reunió sugente y se retiró a un pueblo próximofortificado, guarnecido por undestacamento más poderoso. Nosotrosensillamos los caballos y continuamosnuestro camino en la oscuridad.

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Si los carlistas llegan a cogerme mehubieran fusilado en el acto y arrojadomi cuerpo en las peñas para pasto debuitres y lobos. Pero «no estabaescrito», decía Antonio, que, comomuchos de sus compatriotas, erafatalista. A la noche siguiente noslibramos también de buena: llegábamoscerca de la entrada de un paso horriblellamado El puerto de la puente de last abl a s , que atraviesa una montañapavorosa y negra, al otro lado de la cualestá la ciudad de Oña, donde meproponía pasar la noche. Hacía uncuarto de hora que se había puesto elsol. De pronto un hombre, con el rostrolleno de sangre, salió precipitadamentede la hoz.

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- Vuélvase atrás, señor -dijo-, ennombre de Dios; en la hoz hayladrones, y acaban de robarme la mulay todo lo que tengo; con trabajo hesalido vivo de sus manos.

No sé por qué no le hice caso, y sinresponder seguí adelante; cierto queestaba yo tan cansado y enfermo queme importaba muy poco lo que pudierasucederme. Entramos; a derecha eizquierda se alzaban las rocas a pico einterceptaban la escasa luz delcrepúsculo, de suerte que en tornonuestro reinaban tinieblas sepulcraleso, más bien, las tinieblas del valle de lasombra de muerte, y no sabíamos pordónde íbamos; pero confiábamos en el

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instinto de los caballos, que avanzabancon las cabezas pegadas al suelo. No seoía más ruido que el fragor del agua aldespeñarse por la hoz. A cadamomento creía que iba a sentir unpuñal en el cuello; pero «no estabaescrito». Atravesamos la hoz sin hallarser humano, y a los tres cuartos de horade haber entrado en ella nosencontrábamos en la p o s a d a de laciudad de Oña, atestada de tropas y depaisanos armados en espera de unataque del grueso del ejército carlista,que andaba muy cerca.

Bueno: llegamos a Burgos sinnovedad; llegamos a Valladolid sinnovedad; pasamos el Guadarrama sin

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novedad, y, por último, llegamos sinnovedad a nuestra casa en Madrid. Lagente ponderaba nuestra buena suerte;Antonio decía: «No estaba escrito»;pero yo digo: Loado sea el Señor por lasmercedes que nos otorgó.

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Notas

[←1]Borrow salió de Sevilla el 9 dediciembre de 1836, estuvo once días enCordoba, de donde partió el 20,llegando a Aranjuez el 25 y a Madrid el26. (Knapp)

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[←2]Número 16, piso 3º.(Knapp)

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[←3]María Díaz murió en 1844. (Knapp)

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[←4]El primer contrato para imprimir elNuevo Testamento lo hizo con Mr.Charles Wood, impresor del Gobiernoespañol. El contrato con Borrego es de17 de enero de 1837, para reproducir laedición de Londres (1826) del N.T. deScio. (Knapp)

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[←5]Borrow pensó primeramente en darpor terminada su misión en lapenínsula con la impresión del NuevoTestamento, dejando a otros el cuidadode distribuir la obra. Cambió de idea yse ofreció a desempeñar en personaese cometido; los directores de laSociedad Biblíca aceptaron supropuesta, recibiendo Borrow laautorización oficial dos días despuésde terminarse la tirada del libro(Knapp)

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[←6]Buena suerte, Antonio

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[←7]Soldados

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[←8]Parugar: trocar, traficar. Graste: caballo

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[←9]Feria

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[←10]Caballero

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[←11]Plural de Caloró: gitano

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[←12]Bul; Bullati: el ano

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[←13]Un hombre no gitano; un gentil

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[←14]Granada

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[←15]¡Quita de ahí! ¡Dejamé!

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[←16]Estos cuadros de Murillo sonimaginarios

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[←17]Posiblemente Cisneros o Calzada.(Nota de Burke)

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[←18]El nombre del arriero era Pedro Mato.La estatua es de madera. (Nota deBurke)

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[←19]Es un error: Lucus Augusta fue sólocapital de la Galicia septentrional;Bracara Augusta (Braga), de lameridional; el Miño las dividía.(Notade Burke)

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[←20]Vocablo del dialecto milanés, segúnBorrow y su anotador Burke,equivalente a vagar sin rumbo

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[←21]Alude a D. Pelayo Gómez deSotomayor, primer enviado de EnriqueIII a Tamerlán

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[←22]El abogado se llamaba DE. ClaudioGonzález y Zúñiga, autor de laDescripción económica de la provincia dePontevedra. Pontevedra, 1834

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[←23]El alcalde Corcubión no necesitabasaber inglés para leer a Benthan,porque desde 1820 a 1837 gran partede sus escritos se habían traducido ypublicado en España. Las obrascompletas fueron publicadas enespañol por Baltasar AnduagaEspinosa, Madrid, 1841-1843, 14volúmenes en 4º. El calificativo de«Solom inglés» que Borrow pone enboca del alcalde está tomado de unartículo del Monthly Magazine queBorrow conocía bien. Su indiferenciapor Bentham nace de la secretahostilidad que Borrow profesaba aldoctor Bowring, uno de los agentesprincipales de la introducción de lasobras de Bentham en la Península.(Knap)

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[←24]Avilés

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Índice

Capítulo 19 5Llegada a Madrid. - MaríaDíaz. - Impresión delTestamento. - Mi proyecto. -El corcel andaluz. - Senecesita un criado. - Unapetición.- Antonio Buchini. -El general Córdova. -Principios de honor.

5

Capítulo 20 40Enfermedad. - Visitanocturna. - Una inteligenciasuperior. - El cuchicheo. -

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Salamanca. - Hospitalidadirlandesa. - Soldadosespañoles. - Anuncios de lasEscrituras.

40

Capítulo 21 66Salida de Salamanca. -Recibimiento en Pitiega. - Eldilema. - Inspiración súbita. -El buen cura. - Combate dedos cuadrúpedos. -Irlandeses cristianos. - Lasllanuras de España. - Loscatalanes. - La poza fatal. -Valladolid. - Propaganda delas Escrituras. - Las misiones

66

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para Filipinas. - El Colegioinglés. - Una conversación. -La carcelera.Capítulo 22 121Dueñas. - Los hijos deEgipto. - Chalanerías. - Elcaballo de carga. - La caída. -Palencia. - Curas carlistas. -El mirador. - Sinceridadsacerdotal. - León. - Alarmade Antonio. - Calor y polvo.

121

Capítulo 23 158Astorga. - La posada. - Losmaragatos. - Costumbres delos maragatos. - La estatua.

158

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Capítulo 24 172Salida de Astorga. - Laventa. - El atajo. - Salvacióndifícil. - El vaso de agua. -Sol y sombra. - Bembibre. -El convento de las Rocas. -Puesta de sol. - Cacabelos. -Aventura a medianoche. -Villafranca.

172

Capítulo 25 212Villafranca. - El puerto. -Simplicidad gallega. - Laguardia de la frontera. - Laherradura. - Peculiaridades

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gallegas. - Una palabra sobreel idioma. - El correo. - Elhostelero y los huéspedes. -Los andaluces.

212

Capítulo 26 247Lugo. - Los baños. - Unahistoria de familia. - Losmigueletes. - Las trescabezas. - Un veterinario. -La escuadra inglesa. - Ventade Testamentos. - LaCoruña. - El reconocimiento.- Luigi Pozzi. - Laespeculación. - John Moore.

247

Capítulo 27 292

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Compostela. - Rey Romero. -El buscador de tesoros. -Proyectos risueños. - Elderecho de asilo. - Riquezasocultas. - El canónigo. - Ellocalismo. - La lepra. - Loshuesos de Santiago.

292

Capítulo 28 330Los mareantes de Padrón. -Caldas de los Reyes. -Pontevedra. - El notariopúblico. - La insania de unbarbero. - Una presentación.-La lengua gallega. - Paseopor la tarde. - Vigo. - El

330

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forastero. - Los judíos deldesierto. - La bahía de Vigo.- Una interrupción brusca. -El gobernador.Capítulo 29 375Llegada a Padrón. - Unproyecto aventurado. - Elalquilador. - Falta de palabra.- Un compañero singular. -Historia sencilla. - Uncamino áspero. - Ladeserción. - La jaca. - Undiálogo. - Situación difícil. -La Estadea. - Nos anochece. -La choza. - La almohada del

375

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viajero.

Capítulo 30 423Mañana de otoño. - El fin delmundo. - Corcubión. - Duyo.- El cabo. - Una ballena. - Labahía exterior. - Ladetención. - El pescadoralcalde. - Carlos rey. - Unincrédulo. - ¿Dónde está elpasaporte? - La playa. - Unliberal influyente. - Lacriada. - El gran «Baintham».- Un libro sin par. -Hospitalidad.

423

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Capítulo 31 477La Coruña. - Paso de labahía. - El Ferrol. - Elastillero. - ¿Dónde estamos?- El embajador griego. - A laluz de un farol. - El barranco.- Viveiro. - La noche. -Ciénagas y tremedales. -Buenas palabras y buenamoneda. - La cincha decuero. - Ojos de lince. - Elbribón del guía.

477

Capítulo 32 519Martín de Ribadeo. - Layegua facciosa. - Losasturianos. - Luarca.- Las

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siete bellotas. - Losermitaños. - Narración de unasturiano. - Unos huéspedesraros. - El criado gigante. -Batuschca.

519

Capítulo 33 552Oviedo. - Los diezcaballeros. - Otra vez elsuizo. - Petición modesta. -Los ladrones. - Benevolenciaepiscopal. - La Catedral. - Unretrato de Feijoo.

552

Capítulo 34 582Salida de Oviedo. -

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Villaviciosa. - El joven de laposada. - La narración deAntonio. - El general y sufamilia. - Noticiasdeplorables. - Mañanamoriremos. - San Vicente. -Santander. - Una arenga. - Elirlandés Flinter.

582

Capítulo 35 615Salida de Santander. -Alarma nocturna. - La hoztenebrosa.

615

Notas 624