Billy Bathgate de E.L. Doctorow

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«Billy Bathgate es una gran novela digna de figurar entre las obras maestras de la literatura norteamericana del siglo XX.» JAVIER TOMEO, ESCRITOR

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Billy BathgateE. L. Doctorow

Traducción de César Armando Gómez

BILLY BATHGATEE. L. Doctorow

Nueva York, 1930. La Gran Depresión parece no acabar nunca yla delincuencia organizada se ha adueñado de la ciudad. Sonaños difíciles en los que unirse a un grupo de mafiosos es casi unsalvoconducto para sobrevivir. Solo algunos son los escogidos yentre ellos Billy, un muchacho del Bronx que de la noche a lamañana se convierte en la mascota de Dutch Schultz, uno de losgánsteres con mayor poder del momento. El propio Schultz y OttoBerman, su mano derecha, serán quienes iniciarán a Billy en elarte de la extorsión y el crimen organizado, durante unos años enlos que el joven dejará atrás la inocencia adolescente y tomaráconciencia de la insensible realidad que impregna ese mundo dela mafia que tenía idealizado.

ACERCA DEL AUTORE.L. Doctorow nació en Nueva York, en 1931 y es una de lasvoces fundamentales de la literatura norteamericana contempo-ránea. Su obra traducida a 30 lenguas ha sido merecedora de lospremios más importantes de su país, como el Pen/Faulkner y es,año tras año, candidato al Nobel. Autor de novelas tan importan-tes como Ragtime, La gran marcha o Homer y Langley, Doctorowes, asimismo, autor de relatos, ensayos y teatro.www.eldoctorow.com

ACERCA DE LA OBRA«Billy Bathgate es una gran novela digna de figurar entre lasobras maestras de la literatura norteamericana del siglo XX.»JAVIER TOMEO, ESCRITOR

«Un clásico moderno.»JOHN LE CARRE, ESCRITOR

Esta obra recibió el Premio PEN / Faulkner y el Premio Nacionalde la Crítica, y fue finalista del Premio Pulitzer y del NationalBook Award.

A Jason Epstein

PRIMERA PARTE

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Tenía que haberlo planeado, porque cuando llegamos elbarco estaba allí con el motor en marcha, agitando el agua,cuya fosforescencia en el río era la única claridad, porque nohabía luna, ni luces en la caseta donde debería haber estadoel encargado del embarcadero ni en el propio barco, ni, porsupuesto, las del coche, pero todo el mundo sabía dónde es-taba cada cosa, y cuando el gran Packard bajó por la rampa,Mickey el chófer lo frenó de modo que las ruedas apenas hi-ciesen sonar las tablas, y cuando paró junto a la plancha ibaya con las puertas abiertas y subieron a Bo y a la chica antesde que llegaran siquiera a ser una sombra en medio de todaaquella oscuridad. Y no hubo resistencia. Vi un bulto negroque se movía, eso fue todo, y lo único que oí fue como el rui-do que hace alguien que está asustado y tiene una mano aje-na sobre la boca; sonaron las puertas, el coche —que seguíacon el motor en marcha— se fue y el barco estaba ya po-niendo agua por medio antes de que apenas hubiera pasadoun minuto. Nadie dijo que no, de modo que salté a bordo yme asomé a la barandilla, asustado, como era de esperar, pe-ro dispuesto; lo había dicho él, yo era un chico dispuesto, ca-paz de aprender, y —me doy cuenta ahora— también deadorar, de venerar esa rudeza del poder que él había estudia-do más a fondo que nadie, ah, y aquella amenazante manerade ser suya que podía hacer que todo acabase en un momen-

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to para cualquiera que estuviera en su presencia, ése fue elresultado, por eso estaba yo allí, asustado de que él me con-siderase un chico dispuesto y del peligro de que realmente setratase de un loco.

Dejando eso aparte, yo tenía la confianza en mí mismode los muy jóvenes, que en este caso era la simple presun-ción de que podría largarme cuando quisiera, en cualquiermomento, pues podía correr más que él, fuera del alcance desu rabia, su comprensión y sus dominios, porque yo era ca-paz de saltar cercas, cruzar callejones, descolgarme por sali-das de incendios y bailar a lo largo de los parapetos de lasazoteas de todas las casas de vecinos del mundo si llegaba elcaso. Era dispuesto, lo supe antes que él, aunque cuando lodijo hizo algo más que confirmármelo: me hizo suyo. Decualquier modo, yo no pensaba en nada de eso entonces, erasólo algo que había en mí y podría usar en caso necesario, nisiquiera una idea, sino un instinto que aguardaba en mi ce-rebro por si alguna vez llegaba a necesitarlo, pues de lo con-trario, ¿por qué iba yo a saltar ágilmente la barandilla, cuan-do ya el agua fosforescente iba ensanchándose allá abajo,para observar desde la cubierta cómo se alejaba la tierra y unviento procedente de la negra noche del agua me daba en losojos y la isla de luces se alzaba ante mí como un gigantescotrasatlántico que se iba, dejándome varado entre aquellosgrandes criminales que eran los gánsteres de mi vida y miépoca?

Mis instrucciones eran sencillas, y consistían, cuando noestaba haciendo algo que me hubiesen encargado específica-mente, en prestar atención, en no pasar por alto nada, y, aun-que él no me lo hubiera dicho con tantas palabras, en con-vertirme en alguien que debía estar siempre observando yescuchando no importa en qué estado me encontrase, amor,peligro, humillación o dolor insoportable, sin perder la más

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mínima fracción de segundo aunque resultara ser la última.De modo que supe que aquello tenía que haber sido pla-

neado, aunque teñido de su rabia característica, que a uno lehacía pensar que era algo que acababa de ocurrírsele, comocuando estranguló al inspector de la prevención de incendiosy, encima, después le rompió el cráneo; eso, momentos des-pués de haberle sonreído. Supongo que hay maneras máshábiles, pero, comoquiera que se haga, es algo verdadera-mente difícil: su técnica consistía en no tener ninguna, selanzó de un salto gritando con los brazos levantados y fue adar con todo su peso contra el pobre tipo, lo derribó en unaespecie de placaje envolvente, aterrizando sobre él con unchoque que probablemente le partió el espinazo, ¿quién sa-be?, y después, mientras le sujetaba los brazos con las rodi-llas, le agarró la garganta y presionó con las yemas de suspulgares sobre el gañote, y cuando asomó la lengua y losojos se quedaron en blanco golpeó dos o tres veces la cabezacontra el suelo como si tratase de abrir un coco.

Y además estaban todos vestidos de etiqueta, tenía querecordar eso, lazo negro y chaqueta negra con el cuello de ca-racul, pañuelo blanco de seda y, en el caso del señor Schultz,el sombrero gris perla con la copa partida, como el del presi-dente. El sombrero y la chaqueta de Bo seguían en el guar-darropa. Había habido una cena en el club Embassy, para ce-lebrar el quinto aniversario de su asociación en el negocio dela cerveza, de modo que estaba todo planeado, incluso el me-nú, y lo único que ocurrió fue que Bo no había comprendidobien de qué iba la cosa y se trajo a su última chica guapa, yyo noté, sin saber siquiera lo que ocurría cuando metieron alos dos en el gran Packard, que ella no formaba parte delplan. Ahora estaba allí, en el remolcador, que parecía total-mente a oscuras desde el exterior; tenían las portillas cubier-tas con cortinas y yo no podía ver lo que ocurría pero sí oír

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la voz del señor Schultz, y aunque no lograba entender laspalabras, sí sabía que no estaba contento, y supuse que pre-ferirían no tener a la chica de testigo de lo que le iba a pasara un hombre al que posiblemente había llegado a apreciar, ydespués oí o sentí ruido de pasos por una escalerilla metáli-ca, y me volví de espaldas a la camareta y me incliné sobre labarandilla justo a tiempo de ver iluminado un trozo de aguaverdosa y embravecida, y debieron de correr la cortina deuna portilla porque el agua desapareció. Momentos despuésoí pasos que volvían.

Dadas las circunstancias, no podía estar muy convencidode haber hecho lo que debía al subir a bordo sin que él me lodijese. Yo vivía, como todos nosotros, pendiente de su hu-mor, estaba siempre tratando de discurrir nuevos modos detenerlo contento, todo el mundo trataba siempre de aplacar-lo, y cuando estaba haciendo algo que me había encargado élmismo, me desvivía por hacerlo lo mejor posible y cuantoantes, a la vez que preparaba lo que diría en mi defensa si porcausas imprevistas le desagradaba. Y no es que creyese en laposibilidad de apelación. De modo que allí estaba yo, cabal-gando como un secreto jinete la fría barandilla durante lar-gos minutos de irresolución, mientras las sartas de luces delos puentes que iba dejando a mi espalda me llenaban deañoranzas de mi pasado. Para entonces íbamos ya río abajo,a punto de entrar en las aguas más movidas del mar abierto;el barco empezó a cabecear y me di cuenta de que tenía queampliar mi base de apoyo para conservar el equilibrio. Ade-más, se estaba levantando viento y en la proa rompían olasque me mojaban la cara. Estaba agarrado a la barandilla, conla espalda apretada contra el costado de la camareta y empe-zando a sentir el mareo que le acomete a uno al darse cuen-ta de que el agua es una bestia de otro planeta, y a medidaque pasaba el tiempo iba trazando en mi imaginación el re-

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trato de su misterioso poder y su interminable y vasta ani-mosidad, allí bajo el barco que yo cabalgaba, y bajo todos losotros barcos del mundo, que aunque los amarrasen juntosno cubrirían un palmo de su ondulante y jadeante pellejo.

De modo que entré, colándome de costadillo por la puer-ta entreabierta, fiel a la teoría de que si iba a morir preferíaque fuese bajo techo.

Lo primero que vi, apenas empecé a parpadear frente a lacruda luz de la lámpara colgada del techo de la camareta, fueal elegante Bo Weinberg de pie junto a sus puntiagudos za-patos de charol, con los negros calcetines de seda con ligasretorcidos como anguilas muertas junto a ellos y sus pies,blancos, mucho más largos y anchos en apariencia que loszapatos de los que acababa de sacarlos. Estaba contemplán-dose los pies, quizá porque se trata de partes íntimas delcuerpo que rara vez tenemos ocasión de ver vestidos de eti-queta, y, siguiendo su mirada, sentí que debía compartir sulástima por lo que con toda seguridad estaba pensando, que,después de haber evolucionado tanto, seguimos andando porahí sobre esas cosas que tienen la punta dividida en cincopartes desiguales cubiertas parcialmente de concha.

Arrodillado frente a él estaba el brusco e impasible Ir-ving remangándole metódicamente hasta las rodillas lasperneras del pantalón, adornadas con una negra tira de raso.Irving me había visto, pero prefirió ignorarme, cosa muy ca-racterística en él. Era el hombre para todo del señor Schultz;hacía lo que le mandaban y no daba la menor muestra depensar en ninguna otra cosa. Ahora estaba remangando lasperneras del pantalón. Era un tipo de pecho hundido, con elpelo ya ralo y la palidez de los alcohólicos, la típica piel depapel, y yo sabía lo que a los borrachos arrepentidos les

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cuesta su sobriedad, la concentración que exige, el estado deconstante tristeza que provoca. Me gustaba observar a Ir-ving fuera lo que fuese lo que estuviese haciendo, inclusocuando, como ahora, no se trataba de nada extraordinario.Cada doblez de la pernera era exactamente igual al anterior.Lo hacía todo minuciosamente y sin un solo movimientoinútil. Era un profesional, pero, dado que su única profesiónconsistía en enfrentarse a las contingencias de la vida quehabía elegido, se comportaba como si la vida fuese una pro-fesión, lo mismo que, supongo —en un empleo más conven-cional—, haría un mayordomo.

Y, parcialmente tapado por Bo Weinberg y tan lejos de élcomo yo, pero al lado contrario de la camareta, con la cha-queta abierta, el pañuelo blanco mal colocado, el sombrerogris echado hacia atrás, una mano en el bolsillo de la chaque-ta y la otra al costado sosteniendo despreocupadamente unapistola que apuntaba sin especial énfasis a la cubierta, estabael señor Schultz.

La escena me resultó tan asombrosa que le presté laatención que uno concede a los acontecimientos que le pare-cen históricos. Todo subía y bajaba al unísono, pero los treshombres no parecían advertirlo, e incluso el viento era allíun ruido lejano y apagado, el aire olía a alquitrán y a aceitede motor y había rollos de gruesa cuerda amontonados queparecían cubiertas de automóvil, y poleas, aparejos y perchasllenas de herramientas, lámparas de queroseno, abrazaderasy otras muchas cosas cuyos nombres y fines no conocía, pe-ro cuya importancia para la vida náutica acepté de buen gra-do. Las vibraciones del motor del remolcador eran consola-doramente fuertes allí dentro y pude sentirlas en la manocon que empujé la puerta para cerrarla.

Mi mirada se cruzó con la del señor Schultz y él desple-gó de pronto sus blancos dientes, grandes y bien alineados, y

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su rostro de rasgos rudos se contrajo con una sonrisa de ge-neroso aprecio.

—Es el Hombre Invisible —dijo, y sus palabras me so-bresaltaron como si alguno de los retratados en las pinturasde una iglesia hubiese empezado a hablar. Después me dicuenta de que le estaba devolviendo la sonrisa. El júbiloinundó mi pecho juvenil, o quizá fuese el agradecimiento aDios por concederme al fin aquel momento, en el que midestino no estaba en la balanza—. Mira esto, Irving; el chicoviene de excursión con nosotros. ¿Te gustan los barcos, mu-chacho?

—Todavía no lo sé —dije sinceramente, sin comprenderpor qué mi respuesta resultaba tan divertida. Porque ahorase reía a carcajadas con su voz de bocinazo, que me parecióterriblemente indiferente al carácter solemne de la ocasión;era preferible la cara que pusieron los otros dos. Y diré algomás sobre la voz del señor Schultz, dado que era un aspectotan importante de su capacidad de dominio. No es que fuerasiempre alta, sino que tenía una consistencia especial, salíade su garganta con un zumbido armónico, y resultaba de lomás instrumental, de modo que surgía como de una bocinade gramófono, y sin duda la cavidad torácica y los huesos dela nariz contribuían también a producirla, y era una voz debarítono que automáticamente le hacía a uno prestar aten-ción, deseando tener también una voz como aquélla, salvocuando la levantaba enfadado o se reía como en esta ocasión,pues entonces arañaba los oídos y resultaba desagradable,como me ocurría a mí en aquel momento; o quizá fuese quelo que en realidad me disgustaba era estar tomando parte enuna broma a costa de un moribundo.

Había una estrecha tabla a modo de banco, una especiede estante verde colgado de la pared, y me senté en él.

¿Qué podía haber hecho Bo Weinberg? Yo había tenido

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poco contacto con él; era una especie de caballero andante alque rara vez se veía en la oficina de la calle 149, nunca en loscoches y, desde luego, jamás en los camiones, pero que siem-pre parecía estar en el centro de la operación, como DixieDavis el abogado o Abbadabba Berman, el genio de la conta-bilidad; a ese nivel de importancia. Tenía fama de ser quienhacía el trabajo diplomático para el señor Schultz, negocian-do con otras bandas y llevando a cabo los asesinatos que re-querían los negocios. Era uno de los gigantes y tal vez, encuanto a temible, sólo le aventajaba el propio Schultz. Aho-ra tenía al descubierto no sólo los pies, sino las piernas hastala rodilla. Irving se enderezó y le ofreció su brazo, y BoWeinberg lo tomó como una princesa en un baile y delicada,cautelosamente, metió un pie tras otro en el balde de lavarropa que tenía enfrente y que estaba lleno de cemento hú-medo. Naturalmente, apenas entré había visto cómo el ce-mento del balde reproducía en miniatura el mar exterior, si-guiendo en un continuo vaivén el alzarse y caer del barcosobre las olas.

Yo era capaz de enfrentarme a acontecimientos inespe-rados, como el de ser bautizado por una tormenta, pero laverdad era que no estaba preparado para aquello, que me fa-lló la confianza en mí mismo al verme como testigo del via-je que estaba a punto de emprender el hombre sentado antemí mientras le incrustaban los pies en cemento. Me esforza-ba por comprender los misterios de aquella noche y la des-graciada pérdida de una vida en su plenitud por la que ahora—me parecía— tañían las boyas a las que había oído impar-tir con ruido metálico sus solitarias advertencias mientrassalíamos a la mar. Pensé que mi calidad de testigo era miprueba de fuego personal, mientras Bo Weinberg era invita-

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do a sentarse en una silla de cocina que habían colocado a suespalda y después a presentar las manos. Se las ataron juntaspor la muñeca con cuerda de tender, nueva y un tanto tiesa,que tenía todavía la forma del rollo en que había llegado dela ferretería, con los perfectos nudos de Irving entre ambasmuñecas como si fuesen vértebras. Las manos juntas le fue-ron colocadas a Bo entre los muslos y atadas a ellos como enel juego de la cuna, arriba y abajo, arriba y abajo, y despuéstodo ello amarrado con tres o cuatro gigantescas vueltas decuerda a la silla de modo que no pudiese levantar las rodillas,y luego, la silla con otras dos vueltas al balde por las asas, yel nudo final alrededor de una pata de la silla cuando ya que-daba la cuerda justa para hacerlo. Seguramente Bo había vis-to más de una vez desplegar aquella habilidad de boy scoutcon algún otro, porque la contemplaba con una especie deadmiración distraída, como si también ahora fuese otro elque estaba sentado encorvado en una silla, con los pies meti-dos en cemento que se iba endureciendo, en la camareta deun barco que navegaba sin luces frente a Coenties Slip, sur-cando el puerto de Nueva York camino del Atlántico.

La camareta tenía forma ovalada. La escotilla, rodeadapor una barandilla, donde habían metido a la chica estaba enel centro de la parte posterior de la cubierta. Hacia la partedelantera había una escalerilla metálica sujeta con pernosque subía, a través de una escotilla, hasta la caseta del timón,donde supuse que estaría el capitán o lo que fuese, atendien-do debidamente a sus asuntos. Yo no había estado nunca ennada más grande que un bote de remos, de modo que todoaquello era, al menos, una buena noticia, que algo como unbarco pudiera tener tanto de verdadera construcción, plena-mente de acuerdo con las leyes del mar, y que hubiese unmedio de hacer tu tenue camino a través de ese mundo quereflejase tan claramente toda una larga historia del pensar.

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Porque las olas eran cada vez más altas y más largas, y habíaque procurarse un anclaje, el señor Schultz ocupando el ban-co lateral que había frente al mío e Irving agarrándose a laescalera que conducía a la caseta del timón como si fuera unabarra del metro. Durante un rato hubo un silencio entre losruidos del motor y las olas, solemne como el de quienes es-cuchan la música de un órgano. Bo Weinberg estaba volvien-do a la vida y empezaba a mirar a su alrededor, a ver lo quepodía divisar, quién estaba allí y qué se podía hacer. Yo recibíuna mirada pasajera de sus ojos oscuros, un breve segmentode arco de su recorrido, lo que me alivió increíblemente, alno tener ninguna responsabilidad, ni querer tenerla, en aque-llos mares jadeantes y tornadizos ni en la irrespirable natu-raleza del agua, o en su frialdad, o en su buche oscuro y sinfondo.

Había tal intimidad entre todos nosotros en aquella ne-gra camareta, reluciente con la luz casi verde de la lámpara,que cuando alguno se movía los demás lo notaban, y en estaocasión lo que atrajo mi mirada fueron los movimientos conque el señor Schultz dejó caer su pistola en el bolsillo de laamplia chaqueta y después sacó del bolsillo interior la taba-quera de plata que contenía sus cigarros, extrajo uno, volvióa guardarla y después mordió la punta del cigarro y la escu-pió. Irving se le acercó con un encendedor, que hizo funcio-nar mediante una presión del pulgar sólo un instante antesde sostenerlo junto al extremo, y el señor Schultz se inclinólevemente haciendo girar el cigarro para encenderlo porigual, y por encima del ruido del mar y el chirrido del motoroí el sip sip de sus chupadas y vi el reflejo de la llama en susmejillas y sus cejas, de modo que lo que en él había de impo-nente se vio todavía aumentado a la luz de uno de sus apeti-tos. Después la llama se apagó, Irving se retiró y el señorSchultz volvió a sentarse, con el cigarro brillando a interva-

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los en la comisura de su boca y llenando la camareta de hu-mo, que no era precisamente lo mejor para estar oliendo enun camarote en alta mar.

—Puedes abrir una ventana, chico —dijo, y lo hice con to-da diligencia, volviéndome para arrodillarme en el banco, me-ter la mano por entre las cortinas, abrir la portilla y empujarla.Sentí la oscuridad en la mano, que retiré mojada—. Qué nochetan negra, ¿eh? —dijo el señor Schultz. Se levantó, fue haciaBo, que estaba sentado mirando a popa, y se puso en cuclillasfrente a él como un médico delante de un paciente—. Fíjate, es-tá temblando. Eh, Irving, ¿cuánto falta para que se endurezcaesto? Bob tiene frío.

—No mucho. Un ratito.—Sólo un ratito más —dijo el señor Schultz, como si Bo

necesitase traducción. Sonrió disculpándose, se incorporó yle posó una mano amistosa en el hombro.

Entonces Bo Weinberg habló, y lo que dijo fue realmen-te sorprendente para mí. No era lo que cualquier aprendiz opersona corriente en su situación hubiera dicho, y, más quecualquiera de las palabras del señor Schultz hasta ese mo-mento, me hizo comprender el reino de soberana audacia enque aquellos hombres se movían, algo como otra dimensión.Quizá sólo estaba admitiendo su desesperación, o era tal vezsu peligroso modo de reclamar la sincera atención del señorSchultz; yo nunca hubiera creído posible que un hombre ensu situación pensase que tenía un cierto control sobre cuán-do y cómo iba a tener lugar su muerte.

—Eres un mamón, Dutch —fue lo que dijo.Contuve el aliento, pero el señor Schultz se limitó a mo-

ver la cabeza y a suspirar.—Primero me suplicas y ahora empiezas a insultarme.—Yo no te supliqué; sólo te dije que dejaras irse a la chi-

ca. Te hablé como si todavía fueras humano. Pero no eres

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más que un mamón, y cuando no encuentras una polla quechupar recoges condones del suelo y los chupas. Eso es loque pienso de ti, Dutch.

Gracias a que él no estaba mirándome pude mirar a BoWeinberg. Desde luego, tenía espíritu. Era un hombre apues-to, con el suave pelo negro reluciente peinado hacia atrás sinraya a partir del pico de la frente, una cara como india, ate-zada y de pómulos salientes, la boca llena y bien formada yuna fuerte mandíbula, todo ello plantado sobre uno de esospescuezos largos a los que sientan a las mil maravillas el cue-llo y la corbata. Incluso encorvado y sumido en la vergüen-za de su desamparo, con el lazo negro torcido y la chaquetadel esmoquin negro satinado arrugada sobre los hombros, demodo que su postura resultaba sumisa y su mirada necesa-riamente furtiva, me recordaba el encanto y la clase de unracketeer de los buenos tiempos.

Ahora, en una momentánea confusión de lealtades, oquizá tan sólo pensando, como un juez secreto, que no se mehabía presentado la acusación de manera satisfactoria, deseéque el señor Schultz pudiese tener algo de aquella eleganciadel hombre del balde. La verdad era que incluso con las me-jores ropas el señor Schultz parecía mal vestido, sufría ina-decuación a su atuendo, lo mismo que otros tienen mala vis-ta o raquitismo, y debía de saberlo; porque fuera lo que fueselo que estaba haciendo, estaba también subiéndose los pan-talones con los antebrazos, o levantando la barbilla para tirardel cuello, o sacudiéndose la ceniza del cigarro de la chaque-ta, o quitándose el sombrero para hacerle el surco de la copacon el canto de la mano. Sin siquiera pensar en ello, tratabaconstantemente de corregir la relación con su vestimenta,como si sufriese algún tipo de parálisis de insatisfacción,hasta el punto de que uno pensaba que lo que llevaba no lesentaría mal si lo dejase en paz.

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La dificultad podía deberse en parte a su constitución,que era de cuello corto e inexpresivo. Ahora pienso que laclave de la gracia y la elegancia en cualquier cuerpo, mascu-lino o femenino, es la longitud del cuello; cuando el cuello eslargo se siguen varias conclusiones, tales como una adecua-da proporción entre peso y estatura, un orgullo natural en laactitud, dotes para el contacto visual, cierta agilidad en la es-pina dorsal y en el largo de la zancada, y en conjunto una especie de alegría física en el movimiento que lo mismo pue-de llevar a la competición atlética que a la afición al baile. Porel contrario, un cuello corto anuncia ineptitud para la vidacapaz de crear arte, inventos, grandes fortunas y los arreba-tos criminales propios de un espíritu desordenado. No sugie-ro esto como una ley absoluta, ni siquiera como una hipóte-sis cuya verdad o falsedad puedan demostrarse; no se trata deuna noción perteneciente al mundo científico, sino más biendel atisbo de una verdad popular que parecía razonable antesde la invención de la radio. Quizás era algo que el propio se-ñor Schultz percibía inconscientemente en sus juicios, pueshasta ahora yo sabía de dos asesinatos que hubiese cometidopersonalmente, y en ambos casos atacó en la zona del cuello,el estrangulamiento de aquel inspector del Departamento deIncendios y el más rabiosamente expeditivo fin de un bossde la lotería clandestina del West Side que fue lo bastanteinafortunado como para estar repantingado en un sillónmientras lo afeitaban en la peluquería del hotel Maxwell, enla calle Cuarenta y siete Oeste, cuando lo encontró el señorSchultz. De modo que supongo que la respuesta a su lamen-table falta de elegancia era que tenía otros modos de impre-sionar a la gente. Después de todo, había cierto vínculo entremente y cuerpo, ambos eran poderosamente bruscos y ten-dían a no reconocer obstáculos que exigiesen contor nearlosen vez de atravesarlos o pasar por encima. De hecho, era pre-

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cisamente esta cualidad del señor Schultz la que Bo Wein-berg comentaba en aquel momento.

—¿Imagináis —decía, dirigiéndose a la camareta en con-junto— lo que hace que ese latino barato vaya contra BoWeinberg? ¿Podéis creerlo? Nada menos que contra el tipoque dio el paseo a Vince Coll por encargo suyo y sujetó porlas orejas a Jack Diamond para que él pudiese meterle la pis-tola en la boca; el que engañó a Maranzano y le consiguió enla Unione un respeto que vale un millón de dólares; el quedio los grandes golpes para él y le guardó las espaldas y en-contró la política a seguir en Harlem, ya que él era demasia-do tonto para encontrar por sí mismo; el que le proporcionósu fortuna, lo convirtió en millonario y le hizo parecer otracosa que el ladrón de pacotilla que es esa rata callejera, eseestúpido. ¿Qué creéis que yo esperaba de él? ¿Que me saca-se de un restaurante delante de mi prometida? Mujeres o ni-ños, cualquier cosa, le tiene sin cuidado; no distingue. Te níaisque haber visto a aquellos camareros avergonzados. Si llegasa estar allí, Irving, los hubieras visto tratando de no mirarcómo tragaba sentado allí con su traje de la calle Delancey,que parece que compró el que cuelga de muestra.

Pensé que no me gustaría presenciar lo que iba a ocurrir;había cerrado los ojos e instintivamente me había apretadocontra la fría pared de la camareta. Pero el señor Schultzapenas pareció reaccionar. Su rostro seguía impasible.

—No hables a Irving —dijo a modo de respuesta—. Há-blame a mí.

—Los hombres hablan. Cuando hay diferencias, los hom-bres hablan. Si hay un malentendido, se escuchan uno a otrohasta el final. Eso es lo que hacen los hombres. No sé de dón-de has salido, de qué vientre maloliente a pus, mierda y se-men de mono. Porque tú eres un mono, Dutch. Ponte en cucli-llas y ráscate el culo. Colúmpiate de un árbol. Ju, ju, Dutch. Ju, ju.

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—Deberías comprender que ya soy un poco viejo parahacer el loco —dijo muy tranquilo el señor Schultz—. Ya nome cabreo. No malgastes saliva.

Y, como alguien que ha dejado de interesarse por aque-llo, volvió a su asiento a lo largo del mamparo, frente a mí.

Por el brusco derrumbe de los hombros de Bo Weinbergy la inclinación de su cabeza pensé que podía ser cierto en unhombre de calidad el ser desafiante por naturaleza, y tam-bién el mostrar el valor bronco de un asesino para quien lamuerte era un asunto de negocios cotidiano, como pagar fac-turas o ingresar dinero en el banco, por lo que la suya no leresultaba muy diferente de la de cualquier otro, como si es-tos gánsteres fuesen todos una especie de raza aventajada,dotada por la vida que habían elegido de un espíritu de luchasobrenatural. Pero lo que había oído era en realidad un can-to de desesperación; Bo sabía mejor que nadie que no cabíaapelación; su única esperanza era una muerte lo más rápidae indolora posible, y se me secó la garganta ante la certidum-bre de que era exactamente eso lo que había estado tratandode hacer, conseguirla, invocar el temperamento volcánico desu contrincante para dictarle los medios y el momento de aca-bar con él.

De modo que entendí que aquella respuesta tan extraña-mente serena tenía la fuerza de lo implacable; Schultz habíaprescindido de su carácter, convirtiéndose en el hombre si-lencioso del remolcador, un profesional sin rostro, porquehabía permitido que las palabras de Bo lo borrasen y se ha-bía hecho tranquilo, reflexivo y objetivo a la manera aproba-da y clásica de su hombre de confianza, Bo Weinberg, entanto que Bo, jurando, vociferando y desvariando, parecíahaberse convertido en él.

Por primera vez tenía un atisbo de cómo una muerte ri-tual pone patas arriba un mundo, esas inversiones ocurren,

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todo retrocede ante tus ojos o muestra su otra cara, se pro-duce una especie de visión implosiva de lo que hay detrás, yademás lo hueles, como si se hubieran cruzado los cables.

—Los hombres, si son hombres, hablan —dijo Bo Wein-berg en un tono totalmente diferente. Me costaba trabajooírlo—. Cuando son hombres, hacen honor al pasado. Pagansus deudas. Tú nunca pagaste las tuyas, las más importantes,las deudas de honor. Cuanto más hacía por ti, cuanto más erapara ti como un hermano, menos contaba. Debería haber sabi-do que harías esto, simplemente porque eres un estafador quenunca me pagó lo que merecía, que nunca paga a nadie loque merece. Te protegí, te salvé la vida una docena de veces,trabajé para ti y lo hice como un profesional. Debería haber sa-bido que éste era el modo en que ibas a saldar tu deuda, el mo-do en que Dutch Schultz lleva los libros, inventando los baru-llos y las mentiras más increíbles sólo para estafar, porque esun timador barato que engaña de cuantas maneras puede.

—Nunca te faltaron palabras, Bo —dijo el señor Schultz.Dio una chupada al cigarro, se quitó el sombrero y lo modelóa su gusto con el canto de la mano—. Tienes más que yo, por-que has ido a la escuela superior. En cambio yo tengo buenacabeza para los números, de modo que creo que en conjuntoestamos empatados.

Después dijo a Irving que subiese a la chica.

Y subió, primero vi su rubia cabellera con permanente, yluego la blancura de su cuello y sus hombros, como surgien-do del mar. Antes, en la oscuridad del coche, no había podidoverla bien, resultaba muy esbelta con su vestido de noche deun blanco de leche colgando de dos finas hombreras, y, enaquel barco oscuro y grasiento, totalmente alarmante, blan-ca del cautiverio y mirando en torno suyo confusa y asusta-

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da, de modo que el pecho se me llenó de profecías de un ho-rrible expolio, no sólo por su sexo, sino por su clase, y ungruñido que era como una confirmación de lo que yo sentíase ahogó en la garganta de Bo Weinberg, que había estadolanzando una sarta de palabrotas contra el señor Schultz yahora luchaba por soltarse y sacudía la silla de un lado paraotro, hasta que Schultz metió la mano en el bolsillo del abri-go y dejó caer la culata de su pistola sobre el hombro de Boy los verdes ojos de la chica se dilataron mientras Bo aullaba ysacudía la cabeza, y después le dijo con la cara crispada por eldolor que no mirase, que debía volverse y no mirarlo.

Irving, que subía detrás, la recogió cuando empezaba adesplomarse, la acomodó en el rincón sobre un montón de lo-nas embreadas y le apoyó la espalda contra los rollos de cuer-da; ella se sentó de costado con las rodillas recogidas y la ca-beza a un lado, una hermosa muchacha, ahora podía verlo,con un perfil que en mi imaginación relacionaba con la aris-tocracia, una nariz firme y debajo una media luna con un ho-yuelo encantador y que se curvaba a ambos lados hacia unaboca que, vista de lado, tenía unos labios gordezuelos por elcentro y que iba adelgazándose hasta no ser más que una fi-na línea en la comisura, y un firme contorno de mandíbula yun cuello como el de una ave acuática, y —me atreví a darpermiso a mis ojos para descender— un pecho fino y frágil,con los senos no obstaculizados, hasta donde pude determi-nar, por ninguna prenda interior, leves y a la vez aparentesbajo el brillante raso blanco del escote. Irving había traído sucapa de pieles y se la echó por los hombros. Y de repente el ai-re se puso muy cargado con tanta gente, y le vi una manchaen la parte inferior del vestido, con algo pegado a ella.

—Lo ha vomitado todo —dijo Irving.—Oh, señorita Lola, cuánto lo siento —se lamentó el se-

ñor Schultz—. En los barcos nunca hay bastante aire. Tal vez

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un trago, Irving. —Sacó del bolsillo del abrigo un frasco fo-rrado de cuero—. Sírvele un poco de esto a la señorita Lola.

Irving, que estaba de pie con las piernas separadas paraprevenir el balanceo, desatornilló la tapa de metal del frasco,sirvió con precisión en ella un trago de licor y se lo ofreció ala mujer.

—Adelante, missy —dijo el señor Schultz—. Es whiskyde malta, del bueno. Eso le arreglará el estómago.

Yo no conseguía entender por qué no veían que se habíadesmayado, pero sabían más que yo. Movió la cabeza y abriólos ojos, que de pronto, mientras se esforzaban por ver conclaridad, traicionaron a mi idilio juvenil: alargó la mano enbusca de la bebida, la sostuvo, la examinó, la alzó y se la echóal coleto.

—Bravo, cariño —dijo el señor Schultz—. Sabe lo quehace, ¿verdad? Apuesto a que siempre sabe lo que debe ha-cer. ¿Qué? ¿Decías algo, Bo?

—Por el amor de Dios, Dutch —susurró Bo—. Ya se aca-bó, ya está.

—No te preocupes. A esta dama no le pasará nada. Tedoy mi palabra. Ahora, señorita Lola, ya puede ver cuál es elproblema de Bo. ¿Cuánto tiempo llevan juntos?

Ella no lo miraba ni decía una palabra. La mano que te-nía en el regazo se aflojó, y la tapa metálica cayó de sus ro-dillas y fue a alojarse en una grieta del piso. Irving se apre-suró a recogerla.

—No había tenido el placer de conocerla hasta esta no-che; él nunca la llevaba por ahí, aunque se veía bien que sehabía enamorado, mi Bo el solterón, el castigador; estaba cla-ro que había caído. Y ahora veo por qué. Pero él la llama Lo-la y estoy seguro de que ése no es su nombre. Conozco a to-das las chicas que se llaman Lola.

Irving se dispuso a marcharse, dando antes el frasco al

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señor Schultz, pero en ese momento su camino era unacuesta arriba, porque el barco acababa de montarse en una ola,en vista de lo cual se agarró a la escalerilla que tenía enfren-te y se volvió a esperar con todos, observando a la chica, queno respondió mientras el barco caía bajo nosotros, sino que es-taba sentada con dos arroyuelos cayéndole silenciosamentepor las mejillas, y todo era agua, dentro y fuera, mientras se-guía sin hablar.

—Pero, aparte de eso —continuó el señor Schultz—, seausted quien sea, puede ver en qué apuro se encuentra su Bo.¿No es así, Bo? Déjala que vea que no podrás volver a hacerciertas cosas en toda tu vida. Enséñale cómo lo más sencillo,cruzar las piernas, rascarte la nariz, ya no podrás volver ahacerlo. Sí, puede gritar, chillar, pero no puede levantar elpie, ni abrir la bragueta, ni desabrocharse el cinturón; nopuede hacer gran cosa de nada, señorita Lola. Está despidién-dose poco a poco de la vida. De modo que contésteme aho-ra, cariño. Es que soy muy curioso. ¿Dónde se conocieron?¿Cuánto llevan de tórtolos?

—¡No le contestes! —gritó Bo—. ¡Esto no tiene nadaque ver con ella! ¿Qué, Dutch, buscas motivos? Puedo dartetodos los del mundo, y el resultado es que eres un idiota.

—¡Ah, qué mal hablado! —se escandalizó el señorSchultz—. ¡Delante de esta mujer y de este chico! Aquí haymujeres y niños, Bo.

—¿Sabéis cómo lo llaman? Mediocubo. MediocuboSchultz. —Bo soltó una aguda risotada—. Todo el mundotiene un mote y el suyo es ése, Mediocubo. Trafica con eseorín de gato al que llama cerveza y ni siquiera lo paga. Esta-fa a todo el mundo, tiene tanto dinero que no sabe qué hacercon él y todavía anda sisando a sus socios. Una operación deesa envergadura, cerveza, sindicatos, policía, la lleva como sifuese un puesto de caramelos. ¿Tengo razón, Mediocubo?

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El señor Schultz asintió pensativamente con la cabeza.—Sin embargo, ya ves, Bo —dijo—, yo estoy aquí de pie

y tú ahí sentado, y tú estás acabado. ¿Quién preferirías seren este momento, tú que te crees con tanta categoría? Faenasal hombre para el que trabajas. ¿Es eso clase?

—Ojalá jodas a tu madre mientras va en su escoba porlos aires —dijo Bo—. Ojalá tu padre limpie con la lengua loque cagan los caballos en la calle. Ojalá te sirvan a tu hijoasado y con una manzana en la boca.

—¡Pero Bo! —El señor Schultz puso los ojos en blancoy alzó los brazos en una muda invocación a los cielos. Des-pués volvió a mirar a Bo y dejó caer ruidosamente las manosa los costados—. Me rindo —masculló—. Retiro todas lasapuestas. Irving, ¿hay por ahí abajo otro camarote que no es-té ocupado?

—El de popa —dijo Irving—. Ahí atrás —añadió a mo-do de explicación.

—Gracias. Y ahora, señorita Lola, ¿sería usted tan amable?El señor Schultz alargó el brazo hacia la mujer sentada,

como si estuviesen en un baile. Ella abrió la boca, levantó lasrodillas dentro del vestido y se echó atrás, lo que hizo al se-ñor Schultz quedarse contemplando un instante su manocomo tratando de saber qué podía ver en ella tan repugnan-te. Todos la miramos también, Bo desde debajo del fruncidoentrecejo mientras hacía ruidos ahogados y sus orejas y sucuello se volvían rojos con el esfuerzo por hacer saltar lascuerdas de Irving. El señor Schultz tenía los dedos rechon-chos, con una protuberancia carnosa en la unión del pulgar yel índice. Sus uñas necesitaban los cuidados de la manicura.Colonias dispersas de pelo negro crecían detrás de cada nu-dillo. Tiró de la mujer hasta ponerla en pie, haciéndole lan-zar un grito, y la sostuvo por la muñeca mientras se volvíahacia Bo.

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—Sabe, missy —dijo, aunque no estaba mirándola—,puesto que Bo no va a facilitarnos las cosas tendremos quehacerlo por él. Así no le importará cuando llegue la hora. Lopreferirá.

Empujando a la chica frente a sí, el señor Schultz bajó acubierta. Oí a la chica resbalar en la escalera y gritar, y al se-ñor Schultz diciéndole que se callase, y después un quejidotenue y largo, el golpe de una puerta y a continuación tansólo el viento y el chapoteo del agua.

No sabía qué hacer. Seguía sentado, inclinado hacia de-lante, agarrado al banco y sintiendo retumbar el motor enmis huesos. Irving carraspeó y trepó por la escalerilla hastala caseta del timón. Me quedé solo con Bo Weinberg, que te-nía la cabeza colgando sobre el pecho, presa de su tormentoíntimo, y no quería estar a solas con él, de modo que ocupéel lugar de Irving al final de la escalera y empecé a subir porella, peldaño a peldaño, pero de espaldas, apoyando los talo-nes, y después me paré a medio camino y me engarabité allí,porque Irving había empezado a hablar con el piloto. Estabaoscuro allá arriba cuando atisbé, aunque quizá brillase la luzde una brújula o de algún otro instrumento de a bordo, y po-día figurármelos mirando por encima de la proa desde aque-lla altura mientras hablaban, contemplando el mar mientrasel barco seguía navegando hacia su impenetrable destino.

—Sabes —decía Irving con su voz seca y rasposa—, yoempecé en el agua. Llevaba las lanchas de Big Bill.

—¿De veras?—Sí. ¿Cuánto hará? ¿Diez años ya? Tenía buenas lan-

chas. Con motores Liberty; alcanzaban los treinta y cinconudos cargadas.

—Sí, las conocí. Recuerdo la Mary B., y también la Bet-tina.

—Sí, y la King Fisher y la Galway.

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—Irving —dijo Bo Weinberg desde su balde.—Salir aquí al Row —decía Irving—, cargar las cajas y

estar de vuelta en Brooklyn o frente a Canal Street en unabrir y cerrar de ojos.

—Así es —asintió el piloto—. Teníamos los nombres ylos números. Sabíamos qué lanchas eran las de Bill y a cuá-les podíamos perseguir.

—¿Cómo? —dijo Irving, y la palabra pareció condicio-nada por una débil sonrisa que me imaginé allá arriba, en laoscuridad.

—Claro —dijo el piloto—. Yo llevaba entonces un guar-dacostas, el C. G. dos-ocho-dos.

—No me digas.—Te vi pasar alguna vez. Bueno, qué diablos; incluso un

teniente con varios años de servicio ganaba sólo ciento y pi-co al mes.

—¡Irving! —gritó Bo—. ¡Por el amor de Dios!—Se ocupaba de todo —siguió Irving—. Eso es lo que

me gustaba de Bill. No dejaba nada al azar. Después del pri-mer año, ni siquiera teníamos que llevar dinero en metálico.Todo a crédito, como los caballeros. ¿Sí, Bo? —Le oí decir enlo alto de la escalera.

—Acaba conmigo, Irving. Te lo suplico, vuélame la cabeza. —Sabes que no puedo hacer eso.—Es un loco, un maníaco. Me está torturando.—Lo siento —dijo Irving con su voz suave.—Mick le hizo algo peor. Y yo lo maté por encargo suyo.

¿Cómo crees que lo hice, colgándolo de los pulgares? ¿Creesque lo estuve contemplando? Me lo cargué, bang, y se acabó.Lo hice de un modo compasivo, piadoso.

La palabra se le rompió en un sollozo.—Puedo darte algo de beber, Bo —dijo Irving—. ¿Quie-

res un trago?

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Pero Bo sollozaba y no pareció oírlo, y al cabo de un mo-mento Irving se había ido de la escotilla.

El piloto había puesto la radio, e hizo girar el botón en-tre interferencias hasta que se oyeron voces. La mantuvo ba-ja; parecía música. Hablaban. Otros contestaban. Comunica-ban su posición. No estaban en nuestro barco.

—Era un trabajo limpio —le estaba diciendo Irving alpiloto—. Un buen trabajo. El tiempo nunca me molestó. Megustaba todo. Me encantaba desembarcar exactamente don-de y cuando tenía pensado.

—Claro —dijo el piloto.—Yo me crié en City Island. Nací junto a un astillero. Si

no hubiese espabilado a tiempo, hubiera ingresado en la Ma-rina.

Bo Weinberg estaba gimiendo la palabra «mamá». Una yotra vez, «mamá, mamá».

—Me sentía feliz al acabar una noche de trabajo —pro-siguió Irving—. Guardábamos las lanchas allí, en el garajepara barcos de una calle… la Ciento treinta y dos.

—Sí —dijo el piloto.—Remontabas el East River justo antes de amanecer,

con la ciudad dormida. Primero veías el sol en las gaviotas,que se volvían blancas. Después lo alto de la Hell Gate em-pezaba a dorarse.

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