Yo sabía - Sea of Stories · 2010. 9. 29. · Yo sabía que con un gesto de mis manos podía abrir...

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7 I Yo sabía que con un gesto de mis manos podía abrir una puerta en el cielo. Sabía que me era posible extraer de la montaña su corazón de cristal. Me bastaba dar un salto con la mente para entrar en la cabeza de un águila y planear el día entero sobre el valle. Podía comprender los textos sagrados que se deslizaban en el murmullo de las hojas. Las moscas no lograban ocultarme que eran reinas caídas de otro mundo. En mi cuerpo de niño habitaba una Maga. – ¿Qué haces dentro de mí? ¿Por qué no te vas a vivir a un árbol hueco? — le decía yo. – Me quedo aquí porque me gusta el sonido aterciopelado de tu corazón. No te preocupes, soy como una osa que duerme en el invierno — respondía ella. – Te equivocas, Maga mía: en esta aldea junto al desierto hace tres siglos que no llueve. Aquí no hay invierno. – Las osas duermen en invierno, pero a mí es el verano el que me amodorra. Déjame dormir. Despiértame sólo si te encuentras en peligro. ¿Sentirme en peligro? ¿Por qué, si yo tenía la absoluta seguridad de que nunca iba a morir? Todos los seres vivientes, es decir todo lo existente, incluso el agua o las rocas, eran mis aliados. Nos unían invisibles hebras de oro. El universo entero formaba parte de mi cuerpo y mi aldea se prolongaba hasta las ocho esquinas del cosmos. Sentados en sus barcas, cerca de la playa, los pescadores me saludaban alzando un remo. Sentados en sus tumbas, en el cementerio, los difuntos me saludaban alzando una corona. Así es, yo lo sabía todo, yo lo podía todo. Tenía 6 años.

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Yo sabía que con un gesto de mis manos podía abrir una puerta en el cielo. Sabía que me era posible extraer de la montaña su corazón de cristal. Me bastaba dar un salto con la mente para entrar en la cabeza de un águila y planear el día entero sobre el valle. Podía comprender los textos sagrados que se deslizaban en el murmullo de las hojas. Las moscas no lograban ocultarme que eran reinas caídas de otro mundo. En mi cuerpo de niño ha bitaba una Maga.– ¿Qué haces dentro de mí? ¿Por qué no te vas a vi vir a un árbol hueco? — le decía yo.– Me quedo aquí porque me gusta el sonido atercio pelado de tu corazón. No te preocupes, soy como una osa que duerme en el invierno — respondía ella.– Te equivocas, Maga mía: en esta aldea junto al de sierto hace tres siglos que no llueve. Aquí no hay in vierno.– Las osas duermen en invierno, pero a mí es el ve rano el que me amodorra. Déjame dormir. Despiér tame sólo si te encuentras en peligro. ¿Sentirme en peligro? ¿Por qué, si yo tenía la abso luta seguridad de que nunca iba a morir? Todos los se res vivientes, es decir todo lo existente, incluso el agua o las rocas, eran mis aliados. Nos unían invisibles he bras de oro. El universo entero formaba parte de mi cuerpo y mi aldea se prolongaba hasta las ocho esqui nas del cosmos. Sentados en sus barcas, cerca de la playa, los pescadores me saludaban alzando un remo. Sentados en sus tumbas, en el cementerio, los difuntos me saludaban alzando una corona. Así es, yo lo sabía todo, yo lo podía todo. Tenía 6 años.

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para qué — se tendió junto al borde — . Tómate de mis manos y desciende — así lo hice, y me dejó caer — . Ahí te quedarás hasta que descubras cómo salir. Pero apúrate: pronto el sol dirigirá sus rayos hacia tu cabeza, el hoyo se transformará en un horno y poca diferencia tendrás con un pollo asado. Es inútil que grites o que llores. Nuestro lema es Vencer o morir. Me apresuré en llamar a mi Maga interior. Se pre sentó luciendo una amplia sonrisa.– Tu padre nunca te dejará morir. Si ve que no logras salir, te arrojará una cuerda para que subas, pero te despreciará. Haz un esfuerzo. Él te está dando una buena lección. Muchas veces los bomberos, a causa de los derrumbes, se ven atrapados en hendiduras y de ben ser capaces de remontar.– Pero, doña Filovera, la pared es de tierra dura y lisa. No tengo de dónde agarrarme.– Amiguito: de esta materia nacemos, en ella nos di solvemos. Es una madre posesiva: sólo deja libre nues tro espíritu si le entregamos el cuerpo. ¡Pégate a la tie rra, adhiérete, únete, hazle creer que formas parte de ella y seduce a los espíritus elementales que la habitan! Alentado por las palabras de la Maga, dejé que por mis ojos surgiera la mirada formada en vidas anteriores. Pude ver a esos elementales. Bajo la apariencia transpa rente de enanos, brillaban sustancias dotadas de luci dez. En la pared circular se abrían innumerables puertas mostrando galerías y cavernas. Los pequeños seres ca vaban sin cesar con sus poderosas mandíbulas. Luego escupían la tierra masticada, transformada en oro, plata, cobre y piedras preciosas. Pronto se dieron cuenta de que yo podía percibirlos. Se lanzaron sobre mí, amenazando con aplastarme. En lugar de tratar de escapar, me adherí lo más que pude al suelo, imaginando que mi cuerpo pesaba miles de kilos. Cuando sentí ser una masa de absoluta carga, dejé que esa pesadez se tiñera de alegría. Los gnomos, contagiados, comenzaron a lanzar carcajadas que sonaban como bolas deslizándose por pistas de azúcar cande. Entonces les dije:– Vosotros vivís en las tinieblas, siempre trabajando, compactos y pesados, guardianes de un tesoro que ningún humano puede robar. Aislados en vuestras gru tas, desconocéis la flexibilidad del agua o la transpa rencia del aire. En el centro de mi alma vive una Maga que puede convertirse en puente para que cada uno de vosotros aprenda a nadar y a volar. Si me ayudáis a sa lir de este ombligo,

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que los peldaños de mi escalera se convertían en manos que me impulsa ban hacia lo alto. A medida que ascendía, las larvas se iban disolviendo. La fétida fealdad se deslizó fuera de mí como una lluvia negra. Pude saborear el aire dulce que puebla el espacio sideral: tuve la sensación de que, penetrando en él, me sumergía cada vez más en mí mismo. Ese fluido borraba la frontera imaginaria que yo había establecido entre exterior e interior. Todo, al mismo tiempo, estaba fuera y estaba dentro. Empeza ron entonces a llegar flotando, con los pies dirigidos hacia mí, conglomerados de muertos. El espacio se llenó de su coro de quejas y llamadas de auxilio. Eran los suicidas, los mutilados en accidentes y cataclismos, los asesinados, los devorados por enfermedades conta giosas, las víctimas de guerras insensatas. Clamaban con la fuerza de una tremenda catarata:– Tú que tienes la misión de salvar vidas, ¿por qué no estabas donde perecimos? ¡Llévanos de regreso a la tierra, sácanos de nuestros ataúdes, haz que volvamos a vivir! Comencé a decirles:– Me dais pena, venid todos, pegaos a mí, voy a ba jaros, no os soltéis hasta que cada uno camine otra vez por las calles y los caminos. Me interrumpió otro conglomerado de muertos, esta vez flotando con las cabezas dirigidas hacia mí. No se quejaban sino que murmuraban melodías tan dulces que tuve la sensación de que hacían brotar alas en mi espalda. La limpidez de esos cantos ahuyentó a los espíritus quejumbrosos. Los recién llegados, de jando estelas luminosas, se unieron en una pirámide que ubicó su punta bajo el recuerdo de mis pies, pro yectándome hacia mi meta.– Durante nuestro breve paso por la Tierra, nos de dicamos a desarrollar nuestra conciencia, lanzando puentes hacia todos los rincones del infinito. Nos lle vas en el arca de tu mente: somos los muertos buenos que te impulsan hacia la realización de tu gran obra. A través de ti, salvaremos incontables vidas. Impulsado por mis amigos, que desde fuera y desde dentro me ayudaban a trepar esos peldaños cada vez más lejos los unos de los otros, llegué hasta donde du rante toda mi corta vida había ansiado llegar: de pie en un disco de luz plateada, me esperaba Rosa-Pura, idéntica a su nombre: una rosa con