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006 julio 2015 TRAVEN crónica y no ficción

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Sexto número de TRAVEN, fanzine de crónica y no ficción. Nelly Bly, Arturo Santana, Horacio Lozano, Victor Santana. Óscar Acebal y MFCH (Fernanda Contreras)

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TRAVENcrónica y no ficción

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TRAVENFanzine de crónica y no ficción

Año II Número VI

Editor Víctor Santana

Diseño Editorial Eugenio Cristo

dirección editorial Xilo Guerra

Fotografías de portada y contraportada por mfchen Energy Bending Lab para Colectivo Interspecifics*.

Todos los textos son responsabilidad de sus autores. TRAVEN es una publicación trimestral independiente.

Esta obra está bajo una licencia de Creative Commons Reconocimiento-NoComercial-CompartirIgual 4.0 Internacional. Contacto: [email protected]

Julio 2015.

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RenataArturo Santana

Intentando ser una sirvientaNellie Bly

Tarde de té negro con Carl SaganHoracio Lozano

En el TNDMx con los Last FadersVíctor Santana

ÍNDICE

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RENATA

ARTURO SANTANA

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Imagen: mfch

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Este aluvión de párrafos deshilvanados responde al episodio de una página que trascendió las fronteras de su tiempo y que debió llamarse Natalia Hass Beas, pero la irresponsable del registro civil era sorda y asentó en el libro de actas lo que alcanzó a suponer: . .

—¿Cómo me dijo? —Natalia, Natalia, por favor, Na ta lia. —Re na ta, y así lo escribió, Re na ta.Y Renata se le quedó pese a las súplicas de su madre Lorenza Beas y el

enfado de su padre Antonino Hass.—A ver si su abuela no se molesta.—¿Y si lo escribe otra vez?—No, porque ya está escrito y no se debe borrar, es la ley, sentenció la

mujer obstinada en defender un destino manifiesto de su puño y letra. —No te preocupes, viejo. Para nosotros siempre será Natalia como mi

santa madre, que Dios la tenga en su seno, dictándole un pacto en el alba.—¿Qué dijiste?—Nada, viejo. Que morirá en el frente. Y sí, la abuela Natalia sí está en el regazo de la Santísima Trinidad so-

plando en los oídos de su nieta la relevancia de los eventos históricos en la tierra, al filo del amanecer, durante un cerco militar impuesto a una ciudad sorprendida por la intrusión de tanta gente que vino desde todas partes.

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La contrariedad no tuvo impac-to en la identidad de Natalia quien respondía a ese nombre en la red familiar y Renata en los corredores de su relación social y en las aulas escolares. El caso fue el designio de origen porque las clases de historia de la Maestra Renata se convirtieron en evento social y político en la me-dida en que se corrió la voz en todo el frente sitiado que la Maestra Re-nata jugaría la carta decisiva en una entrevista con el General Escobedo: la rendición de la plaza y la fuga del emperador.

—Sus narraciones, al parecer, son providenciales más que testi-moniales, afirmó el franciscano de San Antonio, porque vienen del más allá como si hubiera visto lo que nos cuenta. Tienen la verosimilitud de un testigo fiel y es seductora la filigrana de su lenguaje.

Los viernes a las seis en punto en el aula de usos múltiples de su es-cuela. Alumnos, maestros, autorida-

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des educativas, políticas, religiosas, periodistas, vecinos y una extensa relación de interesados colmaban el recinto escolar, solo para escuchar la perorata de la más sabia e informada de la ciudad.

Desde pequeña le dio por leer las sagradas escrituras y explicar las pa-rábolas bíblicas más herméticas con una extraña sabiduría que sorpren-dió a los expertos.

—¿Y a esta quién le enseñó todo eso?

La pregunta del presbítero Iniestra dio pie a la confusión del misterio, en la medida en que lejos de aclararse, estrechó la posibilidad de su comprensión.

-Nadie, padre, le aseguro que nadie, ella sola aprendió a leer en los libros de la familia antes del parvulito, respondió Lorenza. Solita aprendió con habilidad precoz hacia la lectura y la bendición del Señor obispo. Sea por dios. Empezó con el Trisagio que Isaías oyó cantar en el

cielo y se fue deslizando, deslizan-do hacia el Nuevo Testamento y la Historia patria. Su especialidad se detuvo en las circunstancias del Se-gundo Imperio mexicano y el cerco final del triunfo de la República en Querétaro. Últimamente le ha dado por abrir sus ojos en plena madru-gada y estacionarse muy atentamen-te escrutando en el infinito un no sabemos qué muy extraño a los que somos de este mundo.

Un periodista de la capital le preguntó con curiosidad durante un festival escolar.

—¿Le gusta mucho leer?—Como respirar el aire que

bebo. Leo todo el tiempo que nunca me ajusta.

—¿Y qué lee?—Las escrituras y el tiempo. Ahí

está todo. No nos alcanza la vida para poner el orden en la casa. To-dos tenemos un sitio personal para sedimentar el tiempo que nos toca vivir. A mí me ha tocado el tiempo

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de una conflagración filial dolorosa, modelo de una sociedad a la zaga de su historia y en ella cumpliré mi parte. La fuga será el catorce en la madrugada.

—No le entiendo. ¿Quiere expli-carme?

—No es necesario. Como prota-gonistas de un breve cuento vamos sorteando las circunstancias de una trama ambigua desde el origen. No soy Renata, sino Natalia y desde ahí sigo las pistas que me legaron. Mi abuela para empezar.

Con esa afición de hermeneuta ingresó en la Escuela Normal del Estado, brillante muchacha con esa memoria privilegiada capaz de evo-car con puntos y comas las Confe-rencias sobre Historia de Querétaro de Don Valentín F. Frías. Obtuvo las mejores calificaciones del plan de estudios, ganó concursos de lectu-ra, de declamación, de oratoria, se recibió con mención honorífica y reconocimientos públicos y ganó

una plaza de maestra de grupo en una prestigiosa escuela justo en el centro de la ciudad.

Nunca supimos identificar la frontera entre los eventos trágicos del Sitio de Querétaro y los tonos vehementes de cañones y sangre que la maestra Renata le impuso a sus relatos en sus clases de historia; no supimos deslindar el xix del xx y tampoco si sus representaciones vivas de los protagonistas derivaban de sus inclinaciones jacobinas frente al imperio impuesto por Napoleón III, en bancarrota. O de su deseo de animar las clase con una didác-tica tradicional queretana sobre los últimos estertores del sueño monárquico de Maximiliano. Lo cierto es la elocuencia de pólvora de la animación extraordinaria que le imprimió a la llegada del emperador entrando por la Cuesta China en febrero de 1867 con sus nueve mil ilusos, soldados buenos, devotos de una inspiración condenada al esta-

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llido categórico de un fusilamiento que a la postre culminaría con el austriaco intruso; a la precipitación del trazo de las trincheras en los suburbios; al asedio constante de las fuerzas republicanas; a las intrigas de los generales Miguel Miramón y Leonardo Márquez; a la pestilencia de los caballos muertos, panzones en la intemperie de La Alameda y en las calles aledañas.

Nos enfrentamos al último capítulo del oprobio y la mezquin-dad de la intervención extranjera en México, nos decía Renata Hass, queretana de nacimiento, norma-lista por vocación y liberal por convencimiento. Se trata de un capí-tulo amargo escrito por la reacción conservadora que nunca aceptó la derrota propinada por un afán de modernización del ala más liberal de la sociedad mexicana. Esto nos prendía la sangre. Puede afirmarse

que la derrota del imperio efímero se inició con la derrota de los Confede-rados en la Guerra civil norteameri-cana cuando el General Robert E. Lee rindió su ejército de Virginia en abril de 1865. A partir de la extinción de la esclavitud y el dominio económico y militar de los Estados Unidos Na-poleón iii se vio obligado a cambiar sus planes en México. La retirada gradual del ejército francés de tierras americanas representó el principio de la derrota del imperio mexicano que Fernando Maximiliano urdió en el Castillo de Miramar. Seis años después como un castillo de naipes la segunda monarquía mexicana se derrumbaba. Las razones del natural de Habsburgo para encerrarse en Querétaro, como último refugio, “esa ratonera militar” comentó el Gene-ral conservador Leonardo Márquez, han originado debates inconclusos. Sin la presencia del ejército francés

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la caricatura del imperio mexicano fue barrida por los patriotas re-publicanos que se inspiraron en la inquebrantable rectitud del Señor Presidente indígena y la Ley del 25 de enero de 1862.

La oratoria de la maestra Renata abría respiradores de luz en el ima-ginario de las conciencias abiertas de los alumnos del 6º. Grado de la Escuela Primaria Constituyentes de 1917, ampliamente reconocida por propios y extraños como un modelo institucional de probidad y eficien-cia. El director de la escuela ostenta-ba con orgullo la pertenencia a esta escuela a todas luces afortunada.

Hoy expone la maestra Renata, vendrá el supervisor de la zona y un diputado local. El tema versará sobre la batalla del Cimatario en el Sitio. Nada que no podamos leer en las diferentes versiones de la copiosa bibliografía sobre el último reducto del esposo de la emperatriz Carlota,

suplicante en la corte de Napoleón por la suerte del iluso monarca en México. Hemos revisado la mirada de Alberto Hans, la versión de An-drés Garrido y la perspectiva amplia de Konrad Ratz, Las noticias del Imperio de Fernando del Paso, los testimonios del secretario personal Blasio y del General Sóstenes Rocha, pero el verbo de Renata es otra cosa; sus ademanes precisos, los tonos de su voz, el énfasis de sus adjetivos le otorgan la calidad épica de un en-cuentro cuyo fragor se redacta con la fe de una causa perdida e indigna en la pasión fratricida. Alelado el público frente al asombro extraordi-nario de una versión de milagrería. La maestra Renata se dejaba querer y había quien murmuraba en voz baja el dictado providencial de una voz del otro mundo, aunque toda la ciudad se enteró de cierta devoción que la maestra le fue concedien-do al apuesto General Miramón

durante algunas visitas ocasionales. La personificación de esa figura se tornaba magistral cuando el deseo se asomaba por encima de la discreción y el recato recomendaba prudencia pública.

El cerco de 4 a 1, algo así como un poco más de 40 mil republicanos contra 9 mil imperialistas se extiende entre el Acueducto y Casa Blanca; entre Las Campanas y el Cerro de San Gregorio; entre La Cañada y el Cerro del Cimatario. Muy fuertes los sitiadores en el conjunto del territorio estrecho incapaz de enfrentar sólida-mente las embestidas de los cuerpos de los ejércitos liberales. Sin embargo la lucha se extendió a lo largo de 72 días. Y mis sueños alborotados por el fragor de los cañones irrumpieron con la agitación de las narraciones de la maestra más admirada del Bajío, si admitimos como lo hizo el ayunta-miento del ´67 los servicios educati-vos de una vocación fuera de serie.

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—El ayuntamiento de la ciudad se honra en contar entre sus ciudadanos la elocuencia veraz de la Maestra Re-nata Hass Beas. Por tal motivo se le extiende el presente reconocimiento público a quien ha servido con fide-lidad y eficiencia. El ayuntamiento en pleno hizo entrega especial de un pergamino inolvidable.

—Capitán Hernández, ordenó el General Jiménez, encárguese de jun-tar e identificar los cuerpos republi-canos dispersos en el campo.

—A la orden General. Y ahí andan 246, 247 registrando proce-dencias y filiaciones de los caídos en la más reciente batalla qué ganó el General Miramón. Estos son de los Lanceros de Celaya, estos de Guadalajara, aquellos otros vinieron de Sinaloa.

Vimos los celos recíprocos entre el Jefe del Estado Mayor imperial y el General Miramón; los sufrimien-tos de la población ante la escasez de agua y alimentos; vimos el lento

arrastre de la voluntad triunfalista cada día menos optimista entre las fuerzas leales al austriaco; vimos la paciencia del Cerro del Cimatario, en vilo del 14 de mayo esperando el desenlace del Sitio; vimos la euforia de los republicanos celebrando el 5º. Aniversario del triunfo del ejército de México sobre los invasores fran-ceses en Puebla de 1862; escucha-mos el estruendo de los cañones republicanos abriendo el fuego sobre Carretas y contra el convento de la Cruz; escuchamos las quejas de la población en sus reclamos por los impuestos obligados por el ejército del monarca; el pundonor y la vergüenza del General indígena Tomás Mejía, digno de mejor causa, arrastrando su enfermedad sin queja alguna; la farsa del final durante el Juicio; la descarga trágica en las Campanas, la ciudad amodorrada por el sueño, el sueño más breve que un imperio forjado por un juego.

—¡Alto ahí, quién vive!

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Silencio, sólo silencio. En el fon-do de la oscuridad lejanas luces de los campamentos de los republica-nos. La madrugada del 15 de mayo se ocupa de despertar mientras el frío recorre las trincheras del con-vento en las fronteras del tiempo. Una voz clara rasga la espera del guardia en su trinchera.

—Responda o disparo. Un silen-cio de piedra se obstina en mantener su sitio mientras una sombra huma-na avanza sigilosamente. Un disparo cruza el xix, se interna en el tiempo del presente, se estrella sobre una sien confundida y rueda a los pies de un muro burlado. Un soldado porta un quinqué para reconocer al intruso.

—Maestra Renata, ¿por qué no gritó su nombre? ¿Qué anda hacien-do afuera a estas horas del alba?

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NELLie BLYTraducción: Víctor Santana

INTENTANDOSER UNA

SIRVIENTA

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Nadie salvo los iniciados sabe qué cuestión tan grande es la cuestión de la servidumbre y cuántos lados desconcertantes tiene. Las criadas y sirvientas, por supuesto, ocupan los lugares protagónicos. Luego, en menor medida, pero todavía con importancia, vienen las agencias, que a pesar de las muchas voces que claman contra ellas, se declaran a sí mismas benefactoras públicas. Hasta el “chistosito” consigue ocupar un buen espacio en el asunto. Es una cuestión seria, dado que afecta todo lo que uno aprecia en la vida: la propia cena, la propia cama y la propia ropa blanca. He escuchado tantas quejas de criadas eternamente sufridas, sirvientas agotadas por el trabajo, agencias y abogados, que decidí investigar el asunto para mi satisfacción propia. Sólo había una manera de hacerlo, y era hacerme pasar por sirvienta y aplicar para un empleo. Sabía que podría haber requerimientos como “referencias”, y que como nunca había probado mis habilidades en este oficio, no sabría adornar. Aun así, una cosa insignificante como una “referencia” no sería suficiente para impedirme mi trabajo, y no le pediría a ningu-na amiga que se comprometiera en mis esfuerzos. Bastantes muchachas en algún punto deben carecer de referencias, pensé, y eso me animó a arriesgarme.

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Un lunes al mediodía llegó a la redacción del World la carta de un abogado, en ella se quejaba de una agencia en la que, aseguró, un cliente suyo había pagado por una sirvienta y el agente se había negado a entregarle una muchacha. En ese establecimien-to decidí hacer mi primer ensayo. Vestida para lucir como el personaje al que quería representar, caminé por la Cuarta Avenida hasta que encontré

AGENCIA DE SIRvIENTAS GERmANIA

SIRvIENTAS

OfICINA

el número 69, el lugar que buscaba. Era un edificio de estructura baja que mantenía la atmósfera de los viejos tiempos. La habitación del primer piso estaba atestada por una aglome-ración de artículos que le daban la apariencia de una tienda de segunda mano. En una puerta lateral, recarga-do contra la pared, había un letrero grande que anunciaba al público en tránsito que esa era la entrada de la

Entré por la puerta lateral, y como no había nada frente a mí salvo un pasillo sucio y sin alfombrar y una es-calera estrecha de apariencia desven-cijada, me lancé a mi destino. Pasé dos puertas cerradas en el primer rellano, y en el tercero vi la palabra

¡¡ INvESTIGAmOS REfERENCIAS !!

En un pizarrón liso, sujeto a lo largo de la ventana del piso superior, aparecía, en grandes y alentadoras letras blancas, la ominosa palabra

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OfICINA

No toqué a la puerta, pero giré la perilla, y como estaba atascada de arriba a abajo, la empujé con el hom-bro. Se dio a vencer, al igual que yo, y empecé mi carrera de sirvienta con un tropezón.

Era un cuarto pequeño, de techo bajo, con una alfombra imbuida en polvo y las paredes cubiertas con un tapiz barato. Un barandal pesado y un escritorio y mostrador alto dividía el cuarto y le daba la apariencia de tri-bunal policiaco. En las paredes había colgados carteles coloreados de barcos de vapor y mapas. Sobre una repisa, que estaba decorada con dos bustos de yeso, había una hoja de papel blanco. Vi las enormes letras negras en el papel con el corazón tembloroso

con cuatro signos de exclamación. Si hubiese aparecido discreta y suave-mente, o incluso con dos signos de ad-miración, pero con cuatro: un horror. Era una amenaza mortal para mi idea de escribir mis propias referencias, si es que me las pedían.

Una joven que estaba de pie y ca-bizbaja junto a la ventana volteó a ver a la abrupta recién llegada. Un hombre que aparentemente había estado con-versando con ella se acercó apresura-damente al escritorio. Era un hombre mediano, con una aguda mirada gris, la cabeza calva y un abrigo negro fir-memente abotonado, para desventaja de sus hombros redondeados.

—Diga —me dijo, al modo de pre-gunta, mientras ojeaba rápidamente mi “disfraz”.

—Es usted el hombre que consigue lugares para muchachas” pregunté, como si sólo existiera un hombre así.

—Sí, soy ese hombre. ¿Quieres un lugar? —preguntó, con una nasalidad decididamente alemana.

—Sí, quiero un lugar —respondí.—¿En qué fue lo último que tra-

bajaste? —Eh, era dama de compañía.

¿Puede conseguirme un puesto?—Sí, puedo hacer eso —res-

pondió—. Eres una muchacha bien parecida y puedo conseguirte un lugar pronto. Justo el otro día le conseguí a una muchacha un lugar por $20 al mes, sólo porque era bien parecida. Muchos caballeros, y también damas, pagan más cuando las muchachas son bien parecidas. ¿Dónde fue tu último trabajo?

—Trabajé en Atlantic City —res-pondí, con un chillido de clemencia.

—¿No tienes referencias en la ciudad?

—No, ninguna; pero quiero un

¡¡ INvESTIGAmOS REfERENCIAS !!

trabajo en esta ciudad, es por eso que vine.

—Bien, puedo conseguirte un puesto, no temas, sólo algunas perso-nas son muy quisquillosas respecto a las referencias.

—¿No tiene algún sitio al que pueda enviarme ahora? —dije, deter-minada a ponerme al asunto lo antes posible.

—Primero tienes que pagar para que tu nombre entre en el libro —dijo, y abrió un enorme libro de contabili-dad mientras me preguntaba—: ¿cómo te llamas?

—¿Cuánto cobra? —pregunté, para ganar tiempo y escoger un nombre.

—Te cobro un dólar por el uso de la agencia por un mes, y si te consigo un buen salario tendrás que pagar más.

—¿Cuánto más?—Eso depende completamente de

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tu salario —contestó desinteresado—. ¿Tu nombre?

—Entonces, ¿si le doy el dólar pue-des asegurarme una posición?

—Desde luego, para eso estoy aquí.—¿Y me garantiza un trabajo en

esta ciudad? —urgí.—Oh, claro, claro; para eso sirve

esta agencia. Te conseguiré un lugar, estoy seguro.

—De acuerdo, le daré un dólar, lo que es bastante para una muchacha desempleada. Mi nombre es Sally Lees.

—¿Para qué quieres que te anote? —preguntó.

—Ah, lo que sea —respondí, con una generosidad que a mí misma me sorprendió.

—Entonces pondré dama de com-pañía, camarera, enfermera o costu-rera. —Y mi nombre, o el asumido, ingresó en el libro de contabilidad, y al pagar mi dólar me atreví a hacerle saber que si me conseguía un empleo de inmediato estaría contenta de darle más dinero. Él se entusiasmo con eso y me dijo que me anunciaría por la mañana.

—¿Entonces no tiene a nadie que necesite ayuda ahora?

—Tenemos mucha gente, pero no justo ahora. Todos vienen en las ma-ñanas. Ahora ya es muy tarde. ¿Dónde te hospedas?

En ese momento una mujer atavia-da en un vestido azul y cubierta con un pequeño chal negro, entró por un cuarto trasero. También me miró con aspereza, como si fuera un artículo en venta, mientras que el hombre le decía en alemán todo lo que sabía sobre mí.

—Puedes quedarte aquí —dijo ella, en un inglés descompuesto, feamente descompuesto, luego de saber que es-taba sin amigos en la ciudad. —¿Dón-de está tu equipaje?

—Dejé mi equipaje donde pagué para mi hospedaje de esta noche —respondí. Intentaron convencerme de que me quedara en su casa. A solo $2.50 a la semana, con comidas, ó

20 centavos la noche por una cama. Alegaron que ellos no ganaban nada con eso, sólo que tendría más posibili-dades de asegurar un trabajo si estaba siempre ahí; era por mi propio bien que lo sugerían. Eché una mirada a la habitación adyacente, y con eso tuve para afirmarme en mi determinación de dormir en cualquier otra parte.

Al dibujarse el alba sentí que no tendrían más solicitudes de sirvientas esa tarde, y tras preguntar la hora a la que debía volver en la mañana, solicité un recibo de mi dinero.

—No tienes que ser tan quisquillo-sa —dijo él airadamente, pero le dije que lo era, e insistí hasta forzarlo a obedecerme.

No me dio un verdadero recibo. Escribió en el lado en blanco de una tarjeta publicitaria de la agencia:

SALLY LEE pAGó $1. váLIDO pOR UN mES DE LA AGENCIA.

69, CUARTA AvENIDA.

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de ensueño en los rostros, excepto dos que estaban de pie junto a la ventana atentas a la muchedumbre y susurrándose. Querías estar con ellas o cerca de ellas, para escuchar lo que decían. Tras esperar un rato decidí recordarle al hombre que quería trabajo, no un descanso.

—¿No tiene algún lugar al que pueda mandarme esta mañana?

—No; pero te anuncié en el periódico—y me alcanzó el Tribune del 25 de octubre y señaló el siguien-te anuncio:

SALLY LEE pAGó $1. váLIDO pOR UN mES DE LA AGENCIA.

69, CUARTA AvENIDA.La mañana siguiente, alrededor

de las 10:30, hice mi aparición en la agencia. Entre ocho y diez mucha-chas estaban en la habitación y el hombre que se había embolsado mi anticipo todavía adornaba el trono detrás del escritorio. Nadie dijo bue-nos días ni nada parecido, así que calladamente me deslicé a una silla cercana a la puerta. Todas las mu-chachas estaban vestidas cómoda-mente, y parecía que habían disfru-tado desayunos abundantes. Todas sentadas en silencio, con expresiones

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para el agente. Por lo que él sabía, yo podría ser una estafadora, una ladrona o alguien completamente malvada, y aun así el agente juraba que tenía buenas referencias personales.

—Bueno, vivo en Bloomfield, Nueva Jersey, y sólo somos cuatro en la familia. Por supuesto que eres buena lavandera y planchadora, ¿verdad? —dijo volteando a verme.

Antes de que pudiera asegurarle lo maravillosa que era en esos oficios, el agente se interpuso:

—Esta no es la muchacha que busca. No, señor, esta muchacha no hará todo el trabajo doméstico. Esta es la muchacha que busca —y trajo a otra—. Ella hace todo el trabajo doméstico —y se puso a enumerar una larga lista de virtudes, que eran similares a las que había profesado que yo tenía. El visitante se puso muy nervioso y empezó a insistir en que no podía llevarse a ninguna muchacha, a menos que su esposa la viese antes. Luego el agente, cuando descubrió que sería imposible hacerle llevarse a esa muchacha, intentó inducir al caballero a unirse a la agencia.— Sólo le costaría $2 el servicio de la agencia por un mes —urgió, pero el visitante empezó a ponerse más nervioso y a caminar hacia la puerta. Pensé que estaba asustado porque estaba en una

Ahogué una carcajada al leerme anunciada de ese modo, y me pregun-té cuál sería mi rol la próxima vez. Empecé a desear que alguien buscara a la muchacha excelente, pero cuando un caballero mayor entró anhelé fervientemente que él no me buscara a mí. Disfrutaba mucho de mi posición, y temía que no pudiese mantener la seriedad si alguien empezaba a interrogarme. ¡Pobre anciano caballe-ro! Miró alrededor impotente, como si estuviera confundido respecto a qué hacer. El agente no lo dejó dudar mucho tiempo:

—¿Quiere una muchacha, señor?—Sí, mi esposa leyó el anuncio en

el Tribune esta mañana, y me mandó a ver a la muchacha.

—Sí, sí, una muchacha excelente, señor, venga para acá —y abrió las com-puertas y dio al hombre una silla detrás del mostrador—. Ven acá, Sally Lees —y me indicó una silla junto al visitante.

Me senté con una risita silenciosa y el agente se inclinó en el respaldo de su silla. El visitante me miró nervioso, y tras aclararse en repetidas ocasiones la garganta y hacer vanos intentos para empezar a hablar, dijo:

—¿Tú eres la muchacha que quiere trabajar? —y luego de que yo le res-pondiera afirmativamente, dijo—: Por supuesto, sabes cómo hacer todas estas

cosas, ¿sabes qué es lo que se le pide a una muchacha?

—Ah, sí, lo sé —respondí confia-damente.

—Sí, bueno, ¿cuánto quieres al mes?—Oh, lo que sea —respondí, vien-

do al agente para que me ayudara.Debió entender la mirada, porque

se apresuró a ayudarme:—Catorce dólares al mes, señor.

Es una muchacha excelente, buena, pulcra, rápida y de buena disposición.

Estaba sorprendida de su conoci-miento de mis buenas cualidades, pero mantuve un silencio decoroso.

—Sí, sí —dijo el visitante, pensati-vamente—. Mi esposa sólo paga diez dólares al mes, y si la muchacha sale buena, está dispuesta a pagar más. Usted sabe, yo realmente no podría, usted sabe…

—Aquí no tenemos muchachas de diez dólares, señor —dijo el agente con dignidad—, no puede conseguir una muchacha honesta, pulcra y res-petable por esa cantidad.

—Mmm, sí; bueno, supongo que la muchacha tiene buenas referencias.

—Oh, sí, lo sé todo sobre ella —dijo el agente, brusca y confiadamen-te—. Es una muchacha excelente, y puedo darle la mejor referencia perso-nal, que es la mejor de las referencias.

Aquí estaba yo, una desconocida

NURSE, &C - DE ExCELENCIA, fORmIDABLE mUChAChA INGLESA hACE

DE ENfERmERA Y COSTURERA, DAmA DE COmpAñíA Y CAmARERA.

INfORmES EN EL 69 DE LA CUARTA AvENIDA. NO RESpONDEmOS mENSAjES.

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agencia, y me maravilló escuchar cuán seriamente alegó que en realidad no se atrevería a emplear a una muchacha sin el consentimiento de su esposa.

Luego de que escapara el visitante todos volvimos a nuestras posiciones anteriores y esperamos a que llegara otro visitante. Vino en la forma de una muchacha irlandesa pelirroja.

—Vaya, ¿estás de vuelta? —fue el saludo que recibió.

—Sí. Esa mujer era horrible. Ella y su marido peleaban todo el tiempo, y la cocinera le iba con chismes al ama de llaves. Estoy segura de que no podría vivir en un lugar así. Una la-vandera espléndida, de buen carácter, no necesita quedarse en lugares así, les dije. La señora de la casa me hacía la-var todos los días; después quería que me vistiese como una dama, claro, y que usara un gorro mientras estuviera en el trabajo. Claro que no hay una buena lavandera que pueda estar vesti-da así para trabajar, así que me fui.

Apenas había amainado la tormen-ta cuando otra muchacha de trenzas fogosas entró. Tenía una cara bonita y brillante, y la miré atentamente.

—Así que tú también estás de vuel-ta. Eres una latosa —dijo el agente.

Los ojos de la muchacha destella-ron cuando respondió:

—Ah, soy una latosa, ¿realmente?

Vaya, puedes tomar el dinero de una pobre muchacha, eso sí, y después decirle que es una latosa. No era una latosa cuando tomaste mi dinero, ¿y dónde está mi empleo? Caminé por toda la ciudad, desgastando mis zapatos y desembolsando mi dinero en transporte. Entonces, ¿así es como tratas a las pobres muchachas?

—No hablaba en serio cuando dije que eras una latosa. Sólo me divertía —intentó explicar el agente, y después de un rato la muchacha se tranquilizó.

Luego vino otra muchacha a la que se le había dicho que como no se había presentado el día anterior no podía esperar conseguir un puesto. El agente se rehusó a hacerle saber cuando hubiese otra oportunidad. Entonces un niño mensajero entró y dijo que la Señora Vanderpool del No. 36 Oeste de la Calle treinta y nueve quería a la muchacha anunciada en el periódico de la mañana. La muchacha irlandesa No. 1 fue enviada, y volvió, tras muchas horas de ausencia, para decir que la Señora Vanderpool dijo, cuando supo de dónde venía la muchacha, que sabía todo sobre las agencias y sus maqui-naciones, y ella no se había propuesto obtener una muchacha de agencia. La muchacha abotonó los zapatos de la señora Vanderpool y volvió a la agencia para tomar su posición de espera.

Al menos tuve éxito en hacer que una de las muchachas, Winifred Friel, conversara conmigo. Dijo que había esperado por muchos días, y que todavía no había tenido la oportuni-dad de un empleo. La agencia tenía un lugar en las afueras al que intentaban llevar a la fuerza a las muchachas que alegaban que no dejarían la ciudad. Muy extrañamente, nunca ofrecían ese lugar a las muchachas que decían que trabajarían en cualquier lado. Wini-fred Friel quería ese trabajo, pero no le permitían ir, y aún así insistían en que yo lo aceptara.

—Bueno, mira, si no quieres tomarlo, ya quiero verte conseguir un lugar en invierno —dijo, molesto, cuando descubrió que yo no iría fuera de la ciudad.

—¿Por qué? Prometió que me conseguiría algo en la ciudad.

—Es lo mismo; si no tomas lo que te ofrezco, puedes irte —dijo indiferente.

—Entonces deme mi dinero —dije.—No, no puedo darte tu dinero.

Eso va a la agencia.Alegué e insistí, sin ninguna utili-

dad, así que me fui de la agencia para no volver jamás.

El segundo día decidí aplicar en otra agencia, así que fui donde la Señora L. Seely, al No. 68 de la Calle Veintidós. Pagué mi tarifa de un dólar y fui llevada al tercer piso y depositada en un pequeño cuarto que estaba casi tan lleno de mujeres como de sardinas una lata. Al intentar abrime paso me quedé inmóvil, así de apretadas estábamos.Vino una mujer y llamándome “esa muchacha alta”, me dijo con rudeza que como era nueva no me sería útil esperar ahí. Algunas de las muchachas dijeron que la Señora Seely siempre estaba enojada con ellas, y que eso no de-bería preocuparme. ¡Cuán horrible-mente sofocantes eran esos cuartos! Conmigo éramos cincuenta y dos, y los otros dos cuartos que alcanzaba a ver estaban igual de abarrotados, mientras grupos de muchachas esperaban en las escaleras y el pasillo. Era una experiencia novedosa en mi vida. Algunas muchachas reían, otras estaban tristes, algunas dormían, al-gunas comían y otras leían, mientras que todas esperaban de la mañana a la noche por una oportunidad de ganarse la vida. También eran esperas largas. Una muchacha llevaba aquí dos meses, otras días o semanas. Era agradable ver sus caras felices cuando eran llamadas por la señora, y triste verlas regresar diciendo que no eran las adecuadas porque tenían fleco o el corte de cabello incorrecto, o porque parecían biliosas, o eran muy altas, o muy pequeñas, o muy pesadas, o muy delgadas. Una pobre mujer no podía obtener un lugar porque estaba de luto, así que llovieron las objeciones.

No tuve oportunidad ese día, y decidí que no podría soportar un segundo día en ese embutido humano por dos razones, así que urdiendo al-gún tipo de excusa abandoné el lugar, y desistí de intentar ser una sirvienta.

NURSE, &C - DE ExCELENCIA, fORmIDABLE mUChAChA INGLESA hACE

DE ENfERmERA Y COSTURERA, DAmA DE COmpAñíA Y CAmARERA.

INfORmES EN EL 69 DE LA CUARTA AvENIDA. NO RESpONDEmOS mENSAjES.

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TARDEDE

TÉ NEGROCON

CARl SAGAN

hORACIO LOZANOImagen: mfch

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Quisiera comenzar esta crónica rela-tando, a modo de anécdota trascen-dental, una bella tarde que pasé con Carl Sagan en Seattle. Fue en mayo de 1994, dos años antes de su muerte y unas semanas después de que Kurt Cobain se disparara en la cabeza. Mis razones para estar en Seattle en ese momento eran diversas. La muerte de Kurt me había impactado profundamente y quería encender

una veladora afuera de la residencia donde se había suicidado. Tam-bién quería leer frente a sus fans un poema de William Carlos Williams que de alguna manera me recordaba mucho al espíritu desparramado de Nirvana. Sentía empatía con el mú-sico grunge. En aquéllas épocas me consideraba igual de depresivo, pero yo nunca tuve el valor de ponerme una bala en el cráneo. Consideraba

admirable (bajo cuestiones puramen-te literarias y aferrado al caos) lo que Cobain había hecho. Por otra parte, una radiodifusora local llamada The End, se enteró, no sé cómo, de que probablemente iría a su ciudad. Me extendieron una amable invitación para hablar del neonidesmo y de mi último libro: una novela juvenil que según había marcado a una gene-ración de perdedores. No me iban

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a pagar nada, querían “aprovechar” mi estancia en Seattle, y además, me explicaron que la estación era alterna-tiva, universitaria y sin fondos. Según ellos, una gran cantidad de sus jóvenes radioescuchas también eran mis lecto-res. Si eso es verdad, pensé, todos esos chicos deben estar muy confundidos.

No me sentía en mi mejor momento y estuve cerca de cancelar el viaje. Sin embargo, recordé entre insomnios, que un año atrás, Isaac, el buen Isaac, me había presentado a Carl Sagan en la Feria del Libro de Frankfurt. Fue una presentación muy sosa y ambigua, en medio de una multitud de científicos voraces y adolescentes alemanes con pelo graso. Hablamos pocas cosas por culpa del ajetreo: algo acerca de la Ale-mania Oriental, ciencia ficción y vuelos transatlánticos. Me dio su tarjeta y dijo que cuando fuera a Seattle no dudara en pasar a visitarlo, —Los amigos de Isaac son bienvenidos —dijo acercándose a mi oído para que la turba no lo escucha-ra—. Guardé la tarjeta entre las páginas de su libro “Un punto azul pálido: una visión del futuro humano en el espacio” que recién acababa de comprar para que me escribiera una dedicatoria.

Conocía poco de la obra de Sagan, solo había leído “Los Dragones del Edén” cuando tenía 17 años y no recor-daba casi nada. El libro que compré en Frankfurt para que me firmara nunca lo leí. Mi admiración por él estaba en su lucha por encontrar vida extraterres-tre y su conocimiento amplio acerca de la historia de la humanidad, quería recaudar varios datos para mi siguiente novela, sobre todo de Cosmos y el fe-nómeno ovni. Le llamé un día antes de volar hacia Washington y respondió su máquina contestadora, dejé un mensaje breve con el número del hotel donde me iba a hospedar.

Al llegar a Seattle sentí un profundo vacío en el estómago, todo lo que estaba dentro de mí se deshidrató de pronto. Mi entrevista en la radio era esa misma tarde y, si Carl no me llamaba, al día siguiente iría temprano a postrarme frente al altar improvisado a Cobain. En

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el hotel dormí un poco y al despertar pedí un taxi que me llevó a The End. Llegando me recibieron dos chicos de cabello largo que olían a sudor. Hacían todo tipo de preguntas: sobre Nirvana, la política exterior, el declive de los medios de comunicación, el petróleo y la poesía contemporánea. Me sorprendió que supieran tanto sobre todo tipo de temas. Parecían conocerlo todo y saberlo todo. Si esta es la generación que lee mis libros, pensé mirando sus espinillas, enton-ces no está tan mal. Me presentaron con entusiasmo al locutor del pro-grama, un tipo de baja estatura con perforaciones en la nariz, los lóbulos y dos argollas en la ceja izquierda. Parecía simpático y elocuente. Me dijo que tenía media hora para hablar y que él haría algunas preguntas sim-ples. Nada sobre Cobain y Nirvana, le dije con seriedad.

Al aire hablamos sobre los perso-najes de la novela, la realidad y la fic-ción, el neonidesmo latinoamericano, y le envíe saludos a una tal Ashley de Eastlake Ave. La única parte relevante de la sesión fue cuando el locutor, Chris D, me preguntó si me reuniría pronto con Carl Sagan. De nuevo me impresionaban los universitarios de la radio en Seattle. Lo sabían todo. No entré en detalles, únicamente le dije que estaba esperando su llama-da. Me despedí de ellos afuera de la estación con un abrazo, noté que no estaban acostumbrados a los abrazos, inclusive me miraron como si fuera un excéntrico. Afuera el clima era frío y un viento gélido me quemó el rostro descubierto. No me dieron ganas de conocer la ciudad y regre-sé al hotel. Al llegar, me dijeron en recepción que tenía un mensaje, era de Carl Sagan, me esperaba en su casa al día siguiente, su esposa saldría todo el día y le parecía fenomenal que platicáramos. Esa noche, mi primera noche en Seattle, dormí profunda-mente y soñé con Kurt Cobain, toda-vía estaba vivo; pero en estado vegetal. Una guitarra se quebraba al fondo.

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y que gracias a él me dedicaba a las letras. Estuvimos hablando largo rato de eso hasta que le pregunté acerca de los telescopios en su jardín.

Cada uno señala en dirección distinta, dijo tomándose la barbilla y mirándolos atentamente de lejos. Uno apunta hacia la sonda espacial seti, que ahora está orbitando cerca de Neptuno y busca vida extraterrestre; el más alto, apunta hacia la atmósfera de Venus, lleva 26 años apuntando hacia el mismo lugar; y el tercero, el de lente más ancho, mira constantemente una galaxia llamada ngc 221 (m32), allí siempre hay cosas que desconocemos. Debajo de la mesa había una pequeña caja, sacó mariguana y comenzó a for-jar un porro. Estaba fuerte. Carl Sagan fumaba mariguana de la fuerte. Cuan-do el ambiente empezó a ponerse más amistoso, emprendimos una conver-sación pautada y suave. Con otra voz, con una soltura delicadísima, parecía-mos perder gravedad. Hablamos de la familia, las mujeres, Ezra Pound, de las Instituciones y de nuestros países de origen. Yo quería hablar de ciencia, astronomía, extraterrestres, cine y cosmólogas sexys; pero al parecer, Sagan era un hombre sensato, tran-quilo y sabio. La tarde estaba cayendo, le pregunté si conocía a Kurt Cobain y me dijo que no. Comprendí que allí estaba el científico, el hombre ocupado en el universo y en las estrellas, pero no las estrellas de rock. Antes de irme me regaló un libro, no es literatura, ad-virtió, es la vida. Entonces también me di cuenta que no había leído ninguna de mis novelas.

Afuera llovía y estaba cayendo la noche en Seattle. Pude ver desde el taxi la casa de Carl Sagan alejándose en la oscuridad y perdiéndose en las gotas de agua. Como una galaxia que

Salí puntual a mi cita con el astró-nomo. El día estaba nublado y llovía un poco. La casa de Carl estaba a las afueras de Seattle, como a 35 minutos de mi hotel. El taxista me preguntó de dónde era y le inventé un país. Subimos por una cuesta y vi la ciudad de lejos. La aguja espacial brillaba desde la punta. Tal vez por eso Sagan vive en Seattle, pensé con nostalgia. La casa era grande, de dos pisos. La entrada se cubría por un porche victoriano mandando a hacer y un espléndido jardín en la parte de atrás tenía construido un techo en donde reposaban tres enormes telescopios apuntando hacia distintas partes del cielo. Antes de tocar la puerta, me pregunté por qué me había citado en su casa, tal vez habría sido más pru-dente vernos en un café del centro o algo así. En realidad, el Dr. Sagan no me conocía, y si había leído alguna de mis novelas, seguro se imagina-ba que yo era un pervertido, o peor aún, un católico. Me recibió con una sonrisa y sin preguntarme me sirvió un té negro. Pasamos por su salón donde tenía todos los ejemplares de la revista Icarus y varias esculturas que parecían del neolítico. De la pared colgaban algunas fotos de él con trajes de la nasa y otras con su esposa en la playa. Los cosmólogos toman el sol, concluí mientras le daba un sorbo a mi té. Seguimos de largo hasta el jardín trasero y pasamos por una terraza de cristales, al fondo, res-guardados de la lluvia por el ciclópeo cubo transparente, se encontraban unos muebles blancos para jardín. ¿Dónde compran sus muebles los agnósticos? Nos sentamos, y lo pri-mero que me preguntó fue de dónde conocía a Isaac. Le dije que había sido mi maestro en la universidad

se desvanece en el tiempo. En el hotel tomé un baño y al salir de la regadera me miré en el espejo húmedo: era un espectro, un espectro deshidratado y patético. Me quedé despierto toda la noche decidiendo si iba a ir al altar de Cobain en su mansión desertada. ¿A qué iba? Ni siquiera está allí el cuerpo ¿Qué le importa al universo si voy o no? ¿Qué haría Carl Sagan si muriera una de sus estrellas?

Al amanecer, salí directo del hotel a lo que podía ser el funeral perecedero e improvisado de Kurt Cobain. Tomé un autobús eterno a Aberdeen que me dejó a dos cuadras de la residencia y caminé disper-so hasta la entrada principal. Dos patrullas cuidaban los alrededores, gente se congregaba en las banquetas y los árboles. Sobre la gran barda de la casa había cientos de flores, velas, canciones escritas en hojas de papel, instrumentos, fotografías y hasta ropa. Yo no llevaba nada, ni la veladora que quería encender ni el poema que quería recitar. Me alejé un poco del barullo y me quedé de pie largo rato junto a unas chicas que tenían el cabello verde o azul y lloraban esporádicamente. Comen-cé a analizar la propiedad y desde la esquina se alcanzaba a ver una habitación que bien podría haber sido un antiguo ático. Era lo más alto de la construcción, tenía una ventana grande con marcos de color blanco. De nuevo sentí mis entrañas deshi-dratadas. Claramente vi que desde adentro del cuarto un telescopio apuntaba hacia afuera. Hacia el espa-cio. Estaba señalando algo. Recordé el telescopio de Carl, el que llevaba apuntando al mismo lugar desde ha-cía 26 años. Sentí mucha tristeza. La atmósfera de Venus. -Jänko Erwin.

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víctor santana

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EN El TNDmx

CON lOS lAST

fADERS

Imagen: Óscar Acebal

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Había conseguido lo imposible: que Roda y Gorda estuviesen quietas y receptivas al vaivén de caricias que les hacía con los dedos mientras me mecía en la hamaca de cáñamo de la terraza del depa de quinto piso de Román y veía el paisaje de rascacielos corporativos de la Avenida Reforma.

Otra ventura: un calorcito en el vientre y el brillo azul del led me indicaron que el vaporizador portátil Ascent Da Vinci de Román tenía a punto de hervor la cera de hydro. Sa-qué la boquilla del vaporizador y me la llevé a la boca. Mi ultrasensibilidad lisérgica me tuvo al tanto del burbujeo denso de la cera y del viaje vaporoso que hizo a mis pulmones.

También me agasajaban el viento fresco de la noche abrileña y el mur-mullo de la conversación de Daniella y Dunia que, mezclado con el bajo que contrapuntea la voz de Silvia Torres en “Take Sarava”, se filtraba por la abertu-ra angosta de las puertas corredizas de cristal a mis espaldas. Adiviné que Da-vid había elegido la canción, de lejos más acertada que la playlist tecno que Daniella había puesto en Spotify.

Me propuse reconcerle a David su

buen gusto, pero en ese instante salió a la terraza y destruyó mi utopía, y preferí no decirle nada: primero abrió las puertas corredizas ruidosamente, y las perras, al desperezarse, hicieron sonar sus garras contra los tablones del piso y buscaron su atención. David ignoró lo ladridos de Roda, detuvo con un manazo el brinco deslenguado de Gorda y con la otra mano paralizó la hamaca. No volteé a verlo. Le di otro jalón al vaporizador y me propu-se no enojarme.

—Dame —dijo y me arrebató el vaporizador.

Atestigüé el estertor de mi paraíso en ruinas: Gorda defecó en la orilla del tapete de césped artificial y se giró para treparse a mis piernas, y como no la rechacé se sintió con libertad de darme una lamida en la boca y la nariz. Sin razónes válidas, Roda ladró hacia la sala y David me empujó para que me sentara y compartiéramos la hamaca. Me erguí sin la ayuda de los brazos y le hice lugar, y él señaló hacia la lejana aglo-meración de adictos al claxon que ocasionó la salida a destiempo de un metrobús de la Estación Durango.

—¿Ya nos vamos? —dijo.—Ahorita vengo.Daniella salía de la cocina y le

acaricié la panza camino al baño. Prendí la luz y me detuve en mi reflejo sobre el lavabo y luego cerré la puerta. Me senté en la tapa del escusado para organizar una bitácora de lo que debía hacer, y cuando la completé me levanté a lavarme las manos y la cara, y luego me mojé el pelo y lo moldeé con gel, me rocié en las axilas un desodorante en spray de Román que encontré en los cajones bajo el lavabo y corté un pedazo del hilo dental que encontré junto al des-odorante. Mientras me pasaba el hilo entre las muelas dudé si debía orinar de una vez a pesar de no tener ganas, pero salí del baño sin hacerlo.

Las perras corrieron hacia mí y me siguieron de vuelta a la terraza, donde David y Dunia fumaban. Les pregunté por Daniella y Román y Dunia me dijo que apenas habían ido a arreglar-se. Prendí un cigarro y alegué que me había aguantado las ganas de orinar para no llegar tarde, y eso movió a Da-vid a enumerar episodios célebres de la década y media de retrasos que nos

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ha causado Daniella. Dunia, novata en la impuntualidad de Daniella, se puso a jugar con las perras. Le pregunté qué le parecía la perspectiva de adoptar a Roda y su respuesta fue inconclusiva.

—Es que —agregó David— Roda y Gorda no sabe ni cagar al centro del pasto artificial. No sé si podamos con una bulldog terca, obesa y deforme.

Lo lamenté porque yo tampoco me haría cargo de Roda, pero la quería de vuelta en Querétaro para jugar con ella en mi visita semanal a David.

—¡Ay, la bola horrible! —gritó David y acostó a Roda boca arriba, y ella agitó las patas y en su rostro alternaron la desesperación y la feli-cidad.— ¡Cucarachita! ¡Boleja! ¡Bolis! ¡Nadie te quiere, Rodesia! —Creyen-do adivinar lo que yo pensaba, volteó hacia mí y dijo—: para el tiempo que las perras sirvieron como sucedáneo de maternidad, mejor hubieran com-prado hamsters.

Asentí aunque no pensaba en eso, sino en Roda y sus nueve pezones, complexión de barril, ausencia de cue-llo, incapacidad para saltar y evidente inferioridad física ante Gorda. Aún así la prefería sobre todas las otras

perras que he conocido. Sus defectos le habían dado carácter: la decisión bartlebiana de no ir por la pelota sino seguirla con la mirada si no tiene competencia, y cuando está Gorda, quien sí sabe jugar a la pelota, lanzarse a arrancársela del hocico; así como su vanidad y su ambivalencia felina entre el hambre de mordidas y de tiempo a solas, son ya motivo de cariño. Como pocos perros, y escasísimos bulldogs, Roda reivindica el derecho a equi-vocarse y volver a equivocarse hasta tener un punto de vista.

Su debilidad: la falta absoluta de inteligencia emocional. Dedicamos un agónico semestre a entrenarla a ir al baño sobre el tapete, y cuando yo llegaba al depa y encontraba cacas o charcos de orina en la sala, la jalaba de la nuca y la encerraba en el cuarto de lavado; y Roda ladraba y rasgaba el cristal de la puerta, como si desco-nociera el motivo del castigo. Segun Daniella y David, yo no sabía edu-carla, pues antes de encerrarla debía confrontarla con sus cacas y explicarle a cachetaditas o periodicazos que su comportamiento era inaceptable.

Lo intenté, pero el resultado no fue

satisfactorio: entraba al depa y Roda se lanzaba a mi encuentro, la pescaba del cuello y la confrontaba con sus deshechos, y ella aguantaba los golpes y la reprimenda con estoicismo y no intentaba morderme, pero cuando la liberaba se iba al cuarto de lavado y se metía a su casa de plástico. Asombra-do por su andar altivo, la seguía y la encontraba olisqueando el fondo de la casa, y Roda rechazaba mis caricias y se replegaba para evitarme. Compren-dí que para ella esos regaños eran un sinsentido, pues era incapaz de regre-sar el tiempo y evitar aquel impulso que la alentó a orinar en la cocina. Y cuando llegaban David y Daniella, Roda salía de su casa a toda velocidad para recibirlos, y la primera media hora rehuía mi mirada. Y yo no le guardaba rencor, porque era la única herramienta que tenía a su alcance la bolita afásica para hacerme entender que la pedagogía bien podía esperar unos minutos después de mi llegada, a la que ella dedicaba ansiedad y amor.

Gracias a la vigilancia activa a la que la sometíamos los fines de sema-na, Roda aprendió a utilizar el tapete de césped artificial; pero las demás

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conquistas en su domesticación, que por sí solas le habrían bastado para ga-narse nuestro aprecio, eran apenas las hebras objetivas del tapiz emocional que incorporó a la estructura afectiva del depa. Más que por sus esfuerzos, la queremos porque se sienta como budita con la panza salida y las patas delanteras replegadas, mientras su cabeza compasiva da vueltas al vaivén de sus pupilas que expurgan el cielo.

—Lo que pasa es que la conoci-mos desde recién nacida y no pode-mos dejar de quererla —dijo David y dio en el clavo.

Ya tenía otro cigarro entre los dedos cuando Daniella y Román salieron de la habitación.

David y yo trotamos el kilómetro que separa al departamento de Román de SALA, sede del segundo día de tndmx. Hicimos fila en la taquilla y los demás llegaron cuando era nuestro turno al mostrador. Recolecté las cre-denciales de elector de mis amigos y se las entregué al taquillero para que me entregara los boletos de cortesía. David y yo subimos a zancadas el primer tramo de escaleras. Como en el rellano escuchamos que ya habían empezado a tocar los Last Faders, subimos el segun-do tramo el doble de rápido.

Me impresionó la estructura de sala y adjudiqué calidad sonora a su forma equiangular. No había más de treinta personas dispersas en los cinco niveles, y de inmediato reconocí las espaldas de Koki y Lidia en el nivel central. Fui hacia ellos y David esperó que subieran los demás.

Intenté hacer una minuta de lo escuchado hasta entonces: desde el primer tramo de escaleras había re-conocido a Rodrigo tocar la melodía, y cuando subí los últimos escalones y entré a sala y vi a Rodrigo de perfil en el extremo izquierdo del escenario,

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al final de un ensayo, me explicó que en los sets y lives que hace como Pepe Acebal trabaja desde la seguridad de la compu y las tornamesas, y que no era lo mismo tener al Roland como único medio de expresión.

Hasta que llegué junto a Koki y Lidia, Octavio no había intervenido, y sólo lo había visto reacomodándose la correa de la guitarra. Y cuando pasé mis brazos por los hombros de Koki y Lidia y puse mi cabeza en medio de ellos, lo vi configurar el Boss rc-505.

—Qué bueno que te veo —dijo Koki—. Shanty me pidió que te advir-tiera respecto a no hablar de drogas cuando bajen del escenario, porque sus papás vinieron a verlo.

—Sí —dijo Lidia—, a mí también me pidió que te avisara. Hice una mueca de desprecio y me senté junto a Koki. —¿Cuántas canciones llevan? —pregunté.

—Es la primera. —¿Cómo se llama?—No tiene nombre.—¿Cómo no va a tener nombre?

Es de las importantes, la he oído en los ensayos.

no me sorprendió que utilizara los te-clados Juno de Roland (el 106 y el Gi), y creí que ya desde el rellano había adivinado que se trataba de los Juno; pero es más probable que una tras-posición paramnésica de la memoria a corto plazo me engañara, o que me hubiese acordado de un ensayo.

Rodrigo lucía tan suelto y relaja-do que creí que se había comido una traca, pero recordé que lleva un año en desintoxicación ascética y que los Faders ya habían decretado que, a excepción de todos los porros de triple sábana que pudieran fumarse ese día, estarían sobrios hasta que subieran el equipo al carro de Shanty. De pronto Rodrigo se giró hacia el público y pasó la mano derecha sobre el sintetizador Dave Smith MoPho cuando entró el canal del bajo, pero esa vez dudé que Rodrigo fuera responsable del sonido, pues no había visto a los otros Faders.

A la derecha, Shanty no despegaba los ojos del Roland spd-sx que tenía enfrente. Aunque es el Fader que ha tocado más veces en vivo y sólo tenía una máquina a su cargo, era el más temeroso de su desempeño. Una vez,

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—Es un intro sin nombre —dijo Koki exasperado.

—Ah, okey —respondí y me con-centré en el escenario.

—¿Viste lo de Tamaulipas? Bala-ceras y bloqueos en Tampico, Madero y Altamira. Le prendieron fuego a ca-miones de la Coca Cola para impedir el acceso a puentes y carreteras.

—No, Koki —dije—. Ahorita no. Me comí un ácido.

—Va, va, olvídalo. Al menos por unas horas no pienses en la capacidad de respuesta que tienen los cárteles para vengar la captura de sus cabeci-llas. Vive en tu mundo de fantasía.

—No sabes cuánto trabajo me ha costado.

Me maravillé del juego de colores que hacían la luz roja de los focos sobre el telón azul y los Faders. Lo viva que parecía la camiseta roja de Octavio. Luego miré la refracción del rojo sobre Koki y Lidia, y cuando volteé al otro lado ya estaban junto a mi Dunia, David, Daniella y Román, en ese orden. Y la conmovedora panza de Daniella y las sonrisas de todos coincidieron con un cambio de luz

azul pálido en los focos que excedía la evocación propia de la luz para eri-girse en la “iluminación sacramental de la realidad” (Huxley). Ese estadio fue interrumpido por un sonido que me devolvió a lo que pasaba en el es-cenario. Creí entender que ese nuevo sonido era una versión efecteada de lo que antes había tocado Octavio.

Un temple anticipativo precedió a “Gonna be there”. Octavio cantó My baby gonna be there / when I’m rocky / my baby gonna be there / when I’m down y extrañé el efecto mono sobre su voz en la versión del ep, pero acepté de buen grado el platillo que había heredado del final del intro. Otra diferencia: a mitad de la versión del ep un torrente vocal intensifica a la primera voz (todas son voces de Octavio), pero en el concierto la intensidad se sostenía en la guitarra, y la predominancia de los coros (más angustiosos que los del ep) llegó hasta el tramo final. Última diferencia: en el ep “Gonna be there” se desvanece para dar paso a “Loving you too long”, y en tndmx un bajeo bombástico condujo a “Undertaker”.

—Te habla Daniella —me susurró Dunia y me jaló el brazo.

Voltee y Román estaba de pie y Daniella me señaló su panza con preocupación. Me acerqué a Daniella y le pregunté:

—¿Qué pedo?—Siente cómo se mueve Emiliano

—dijo y me puso la mano en la panza.—¿Qué se siente? —no sentí nun-

gún movimiento.—Ahorita dejó de moverse —dijo

y sacó el iPhone de su bolsa y me enseñó una página de un portal para embarazadas.

—¿Qué dice? —señalé la pantalla.—Que no debo estar expuesta a los

decibeles de un concierto. Sentí cómo daba vueltas el bebé. —¿Y por qué sigues aquí? —grité

—¡Ya me voy! —gritó Daniella y alzó las cejas, pues cree que exagero en los cuidados que le aconsejo—, en cuanto termine la canción.

—¡A partir de ahora, cada se-gundo que pase y sigas aquí voy a preocuparme!

—¡Daniella, salte! —gritó David.—Para que tus amigos no te

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corran —dijo Román—, vamos al piso de abajo y escuchamos desde ahí.

—Sí, váyanse de una vez —dijo Da-vid y le puso a Daniella una mano en la espalda para escoltarla, y yo puse otra mano sobre un hombro de Román y los llevamos de vuelta hasta la escalera, y cuando bajaron Daniella volteó hacia arriba. Para molestarla, me despedí de ella con una sonrisa exagerada y la pantomima del sonido de la palma de una mano, y ella sacó la lengua.

Vi con complicidad a David, pues, como a mí, la temeridad de Danie-lla lo pone en estado de alerta. No creemos que las dos copas de vino que se reparte en la semana sean dañinas, y sabemos que si fuéramos mujeres o hipocampos, la preocu-pación que tendrían los demás de la supervivencia de nuestros fetos estaría más fundamentada, pero ¿qué podemos hacer? ¿Cómo ignorar las provocaciones de Daniella? ¿Y por qué renunciar a un formato comuni-cacional que a David y a mí nos llena de consejos protectores y hace que Daniella relativice los inconvenientes de cargar en el vientre una preciadísi-ma bola de carne en una ciudad que se cierne amenazadora sobre todo lo que es bello y frágil, a pesar de que el masivo índice de natalidad debería despreocuparnos a todos?

Volvimos con Koki, Lidia y Dunia cuando terminó “Undertaker”. Se suce-dieron dos transiciones musicales que no supe adónde conducirían, hasta que Octavio cantó They don’t drink, don’t dance, don’t tell your friends y recordé que era el interludio en el que Octavio se loopea con el tc VoiceLive Touch 2.

—¿Te fijaste? —me preguntó Koki.—No, ¿qué? —respondí.—Está fallando el secuenciador de

Octavio. —¿Cuál secuenciador de Octavio,

¿de qué hablas?—Oye —me dijo y señaló su oreja

y después al escenario.—No oigo nada.—¿No oyes ese ruido estático? —

dijo y después se tapó los oidos. Me pareció una exageración, yo

apenas percibía un chirrido.—Además —dije—, Octavio no

tiene un secuenciador en el micrófono, sino un looper. El secuenciador lo tiene Rodrigo —señalé hacia el emu Com-mand Station, aunque desde nuestra perspectiva lo tapaba el korg microX.

Koki se alzó de hombros para restarle importancia al dato.

—Por saber ese tipo de cosas es que yo soy el cuarto Fader y tú el quinto —dije.

Volvió a señalar a su oreja y al escenario, con los ojos muy abiertos para que yo prestara atención a lo que escuchábamos.

—¿Qué? —dije, pero sabía a qué se refería.

—Octavio quitó el looper y dejó de cantar. Se dio cuenta del error.

La explicación era razonable. En realidad Koki conocía mejor que yo el repertorio y la cultura Fader, y era el verdadero cuarto Fader. Ya sea que transcriba notas para el trabajo, juegue fifa o duerma la siesta, Koki com-parte la sala de Octavio con la mitad de los ensayos. Y no se fuerza a ser el cuarto Fader: lo he visto ponerse los audífonos para ver el programa de Aristegui en cnn en su compu durante de los momentos más creativos de las improvisaciones, o irse a su depa para volver hasta que terminen de tocar.

Pero pasó que en una de mis últimas visitas al depa de Octavio me proclamé el cuarto Fader y Octavio estuvo de acuerdo y, para oficializarlo, Rodrigo me asignó el cuarto e-mail de la página, y le pregunté a Koki qué pensaba y dijo que él preferiría ser el quinto, porque no hay quinto malo. Y esa noche Shanty llegó al depa y cuando le comenté que yo era el cuar-

to Fader, dudó y le preguntó a Koki si no se había acordado ya que él era el cuarto Fader, y Koki le dijo que yo deseaba más ser el cuarto y que podía cedérmelo. Desde entonces temo que haya ilegitimidad en mi título.

He pensado decirles a los tres Faders reales que Koki debería ser considerado el cuarto Fader, y que sé que me tengo ganado el quinto lugar y que con eso me basta, pero si les digo eso van a pensar que soy un idiota por darle importancia al título honorario. Sé que podría ocuparme en cosas me-nos vanas, y que no hay nadie que, por ahora, quiera que yo deje de conside-rarme el cuarto Fader, ¿pero después? ¿No sería más fácil devolver el título y evitarme que a la larga se resienta el peso de la impostura?

Me confirmó la explicación de Koki el bucle de cuarenta segundos luego de que Octavio desactivara el looper.

—“Love waves” —me dijo Koki para indicarme la canción antes de que empezara.

A mitad de la canción apareció un rapeo robótico que nunca había escu-chado, volteé a ver a Koki y meneó la cabeza para señalar que ya se imagina-ba que ese rapeo era nuevo para mí.

—“1935” —grité cuando reconocí la canción siguente.

—¿Hasta ahorita? —respondió Koki.

Tan sólo por esas actitudes debería permanecer como cuarto Last Fader. De pronto sospeché que Koki com-petía conmigo para que le dejara el puesto, pero desheché la idea porque Koki suele tener insondables razones propias para oponerse a lo que haga falta. Volví a verlo porque el looper de Octavio ocasionó otro rechinido, y Koki, sabelotodo predecible, meneó la cabeza. Octavio desconectó el looper y recuperó la canción sin que nadie (a excepción de los otros Faders y los

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Faders honorarios) se diera cuenta. Me levanté y me acerqué al esce-

nario, y David se paró junto a mí y me preguntó si sabía cuál canción es-cuchábamos, y primero no recordé el nombre y después la canción terminó y, cuando reconocí la nueva canción, le respondí a David:

—“Loving you too long” — sin las ínfulas de Koki—. Creo que es la primera canción que hicieron— feliz de compartir datos Faders.

La primera vez que escuché “Lo-ving you too long” pensé que com-partía criterios estéticos con algunas canciones de “Rise above” de Dirty Projectors, que los Faders, antes de ser los Faders, habían escuchado gracias a mí en 2007. Entonces no dije nada, pues no quería que lo sintiesen como un reclamo. Pero esas cosas pasan: pongamos que un día los Faders oyen un disco. “Al día siguiente lo tienen todo en la memoria. Pasa el tiempo, y empiezan a olvidar; al fin, lo han olvi-dado todo. Es decir, lo han incorpora-do todo” (Aira). Son el disco.

Pero sólo Octavio había aprecia-do la grandeza de Rise above, y los tratamientos sucesivos que hizo en la primera maqueta de “Loving you too long”, y las intervenciones de Rodri-go y Shanty, habían acabado con ese parecido.

Se detuvo la música y Octavio dijo: —Gracias. Bueno, la que sigue

es nuestra última canción, y muchas gracias por venir a tándem. Fuimos los Last Fade... somos los Last Faders todavía, y muchas gracias.

Después un audio galáctico que pensé que nacía de la admiración que Octavio le profesa a Sun Ra, hizo esta invitación: If you will, we’re gonna travel far away. Far the other reaches of the humanity, into the world of the Last Faders. The very Last Faders on earth. Y eso no lo había escuchado antes y volteé a ver la reacción de David, pero

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ya no estaba junto a mí. Y me resisitía a voltear a ver a Koki, pero al final lo hice y, como esperaba, meneó la cabe-za, orgulloso de su sapiencia Fader, y cuando empezó la siguiente canción se puso las manos junto a la boca y me repetía algo que no alcancé a escuchar. Me acerqué a él y le pregunté qué decía:

—“Problematíc” —respondió—, así se llama la canción.

—Ya sabía, Koki —mentí—. ¿Y David y Dunia?

—Fueron por una cerveza —res-pondió.

Me senté junto a él, y junto a mí Dunia y David, y Dunia me ofreció un

trago de cerveza y acepté. Cuando terminó la canción, unos técnicos ayudaron a los Faders a desconectar el equipo y yo fui a comprar una cerveza. David se acercó y se recargó en la barra y me dijo:

—Lo que está bien es que este será el primer concierto de Emiliano.

—Sí, pero no hay que dejar que suba otra vez.

—¡Ahí viene! —se lamentó y señaló hacia las escaleras, que Daniella subía con lentitud.

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TExTOS

Arturo Santana (El Limón, Jalisco, 1949). Coeditor de revistas y publicaciones literarias en Guadalajara y Querétaro. Actualmente coordina el taller de lectura y creación literaria, Palabras Vivas, adscrito a la Red Nacional Autónoma de Talleres Literarios. Desde 1990 ha participado en la conducción de programas radiofónicos como promotor. Entre los años 1990-1995 fue auxiliar de la editora catalana Nuria Boldó, desde el foro cultural La Pajarita de Papel y en Gatuperio. Fue editor de una breve colección de Cuadernos de Cultura Literaria para los Maestros. Su obra poética se encuentra dispersa en varias publicaciones locales y nacionales, y parcialmente reunida en siete poemarios y dos opúsculos publicados desde 1987. Ha desempeñado diversas funciones de apoyo al Consejo Estatal para la Cultura y las Artes (asesor técnico, consejero, tutor). Radica en la ciudad de Querétaro desde 1984, en donde trabaja como maestro de didáctica de lengua y literatura en la Universidad Pedagógica Nacional.

Nellie Bly (Pensilvania, 1867- Nueva York, 1922) Precursora del periodismo de investigación del siglo xix. A los 16 años colaboró en Pittburgh Dispacher. Narró la Primera Guerra Mundial para el New York Evening Journal. Trabajó para Joseph Pullitzer en el New York World. Entre sus reportajes se encuentran: Seis meses en México, Diez días en un manicomio (Ten days in a mad-house, 1887) y La vuelta al mundo en 72 días (Around the world in seventy-two days, 1890).

Víctor Santana (Tijuana, 1982), es doctor en Filología hispánica por la Universidad Autónoma de Madrid. Ha sido profesor de Literatura Hispanoamericana Contemporánea en la Universidad de Monterrey y actualmente realiza una estancia de investigación posdoctoral en la Universitat Pompeu Fabra. Es autor de No es material para pistas de baile (CECUT, 2013) y ha publicado en medios como Milenio, Frente y Otra Parte Semanal.

Horacio Lozano Warpola, (México D.F., 1982) Es autor de Neónidas: 2006 -2008 (Herring Publishers, 2009), Lago Corea (Herring Publishers, 2011), y Física de Camaleones (Calygrama, 2013). Forma parte de la antología poética queretana Besar de lengua (2011). Es fundador de los proyectos Ciudad Q / Inventario Territorial, Cine Panorama y Laboratorio Murciélago. Imparte talleres de creación literaria a jóvenes escritores y es profesor de Literatura e Historia del Arte a nivel preparatoria. Actualmente colabora en distintas revistas bajo el seudónimo de Jänko Erwin y fue ganador del IX Festival Internacional de Escritores y Literatura en San Miguel de Allende 2014 en la categoría de poesía.

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ImáGENES

MFCH (Tijuana, 1987) Fotógrafa. Se ha especializado en cine y arte. Se dedica a conservar momentos en imágenes y a una pluralidad de actividades que no tienen mucho en común y todo a la vez. Más de su obra en: behance.net/outlawmustache

*Sobre su colaboración en este número: Energy Bending Lab es un instrumento compuesto de un set de sintetizadores modulares hechos a la medida y herramientas transductoras que crean una sonificación en tiempo real de propiedades eléctricas encontradas en algunas bacterias. Este proyecto es desarrollado por el Colectivo Interspecifics. Las fotografías se hicieron como parte de la investigación en el Laboratorio de Microbiología de la Universidad Tecnológica de San Juan del Río, Queretaro.

Óscar Acebal (México, D.F., 1983) Editor y postproductor. Con estudios en Ingeniería en Audio y Producción por parte de la G Martell. Dedicado a la post producción televisiva desde hace 6 años. Su afición por la fotografía y el hecho de utilizarla como herramienta de trabajo.

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TRAVENFanzine de crónica y no ficción

Año II Número VItravenfanzine.com