Toscana - Duelo Miguel Pruneda

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Toscana, David. Duelo por Miguel Pruneda. México, DF: Plaza y Janés, 2002.

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  • David Toscana

    Duelo por Miguel Pruneda

    PLAZA mi JANS

  • Duelo por Miguel Pruneda

    Primera edicin: abril de 2002Segunda edicin: agosto de 2002

    2002, David Toscana 2002, Plaza & Jans Editores, S.A.Travessera de Gracia 47-49, 0802 l, Barcelona

    Plaza y Jans Mxico, S.A. de C.V.Homero 544, Col. Chapultepec Morales,Del. Miguel Hidalgo, 11570, Mxico, D.F.

    Queda rigurosamente prohibida, sin la autorizacin escritade los titulares del "copyright", bajo las sancionesestablecidas en las leyes, la reproduccin parcial o total deesta obra por cualquier medio o procedimiento,comprendidos la reprografia y el tratamiento informtico yla distribucin de ejemplares de ella mediante alquiler oprstamos pblicos.

    ISBN 968-11-0535-4

    Formacin de interiores: Dos puntos editores

    Fotografia de portada: Archivo Rutilo Patio

    Impreso en Mxico I Printed in Mexico

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    Hace muchos aos a Miguel Pruneda le diverta visitarel cementerio. En aquel tiempo no haba visto morir anadie y el conglomerado de tumbas le pareca una ciu-dad miniatura, amurallada, en la que se diferenciabansectores lujosos y modestos, edificaciones grandes y ca-sas pequeas, todo segmentado por callejuelas y aveni-das que permitan el paso de su bicicleta y la de Faus-tino. Ambos se detenan a leer las inscripciones en elgranito y memorizaban nombres como Pudenciano,Medarda y Damianita, y aseguraban que slo ah po-dan existir esas personas, pues nadie con esos nom-bres tendra derecho de pasearse por las calles y dar losbuenos das; declamaban con tonos febriles las inscrip-ciones en lpidas que pretendan ser poticas, y, entreellas, preferan la del general Pedro Hernndez, conversos escritos o mandados escribir por la viuda: des-cansa en paz egregio liberal, ya que por tu honradezacrisolada, la patria en recompensa te hizo general. .. ;y dejaban volar su imaginacin en la tumba de la fami-lia Bxter, que sealaba la vida breve de la pequeaEmma, quien vio mundo nicamente del veintisis deagosto al cinco de octubre de 1895, lo que les daba piepara especular si la haban enterrado en un fretro deadulto o si existan tamaos ms pequeos, si lo habanimprovisado con un cajn de archivero o con una reji-

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  • lla de tomates, y una vez decididos por la rejilla, habla-ban de la madre recubrindola con una colcha para quela madera no astillara el diminuto cuerpo. Ah mismolean el epitafio de Consuelo Bxter, nacida el veinti-sis de octubre de 1905 y fallecida el veintids del mis-mo mes, pero de 1918, y pensaban en los ingredientesde un pastel de cumpleaos malogrados en la alacena.Sin embargo, la tumba que ms los pona a pensar sehallaba junto a la barda del fondo. En ella se haba se-pultado al nio Emigdio Senz, de once aos, muertoel ocho de agosto de 1912. La inscripcin de esa lpi-da retumbaba en sus odos: buen amigo, por Jess abs-tente de remover el polvo aqu encerrado; bendito seaquien estas piedras respete y maldito el que mis huesostoque. Entonces Miguel y Faustino tambin tenan onceaos, y se preguntaban en qu condiciones habramuerto el nio para provocar un epitafio que alternarade ese modo la piedad y el encono. Ambos se concibie-ron ms de una vez violando la tumba para tocar esoshuesos, y aunque nunca compartieron los detalles deesa escena, Miguel la formaba con un zapapico que rom-pa el granito como si fuera cristal, un fretro que chi-rriaba al abrirse y un esqueleto en traje blanco de mari-nero; a veces el crneo luca intacto, a veces mostrabala nuca hundida o un orificio en la frente; inclusopoda ser un cuerpo perfectamente conservado, inex-presivo, incapaz de revelar la pena de ser sepultado tanjoven. El epitafio pona las palabras en boca de Emig-dio: mis huesos, deca; y Miguel se preguntaba quinhabra querido darle esa macabra personalidad al nio,maldiciendo a quien lo tocara. A veces se imaginabajunto a l, jugando, andando en bicicleta, yendo a la

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    misma escuela, sentado en el banco de junto. Se trata-ba de un nio opaco, aunque querible, siempre con lasmanos hundidas en los bolsillos, recargado en un rbolmientras los otros jugaban futbol. Pero estas visionesduraban poco; tan pronto Miguel le preguntaba qute pas?, Emigdio se desplomaba al suelo, aterido, sinrespuesta. Qu te pas?, insista y la' cabeza no dabacon una respuesta que le abriera los ojos al nio. l lotomaba de las manos, Faustino de los tobillos, y lo ba-lanceaban un, dos, tres para arrojarlo al foso; el ruidode la plasta que cae y adis, buen amigo, nos absten-dremos de remover el polvo. En las tardes de entierroMiguel y Faustino ocultaban sus bicicletas y se unan alcortejo. Se hacan pasar por dolientes, dando y reci-biendo psames, e incluso en una ocasin en que nadietomaba la palabra, Faustino pas al frente, se parsobre la losa recin colocada y despidi a la concu-rrencia. Gracias por haber acompaado a nuestro be-nemrito Vicente a su ltima morada. l sabr, desdearriba, velar por todos nosotros. Y cuando la gente seretiraba, arregl unos versos del tesoro del declama-dor que recin haba memorizado para la escuela: por-que existe la Santa Poesa no morir del todo, amigama. Se acerc una mujer, toda de negro, de edad inde-finible, pues un grueso velo cubra su rostro, le acari-ci los cabellos, la mejilla. Faustino se llen de temory apresur el paso hacia donde lo esperaba su amigo.Quin sera?, pregunt. y quin iba a ser?, Miguel seech a rer y le dio una palmada fuerte en la espalda,recurdala bien porque un da vendr por ti. No piensomorirme, afirm Faustino y empuj a Miguel por elpecho sin mucha fuerza, slo para hacerle ver su mo-

  • lestia. Miguel perdi las ganas de rer y lo mir asus-tado, preguntndose por primera vez si la muerte eraevitable. Yo tampoco, habl en voz baja, con los ojoscerrados. Faustino mont en su bicicleta y pedale r-pido para ganarle la salida a la mujer del velo.

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    Miguel se dijo que las cosas iban cuestabajo. No impor-taba que por la tarde su jefe le hubiera hablado conafecto ni que al despedirse le diera una palmada en laespalda, felicidades, Pruneda, te lo mereces; tampocoimportaba que ahora, pasadas las diez de la noche, lue-go de subir las escaleras a su departamento, Estela leabriera la puerta enfundada en el vestido marrn, sede las ocasiones especiales, y le dijera al fin nos sucedealgo. ne qu hablas?, le pregunt Miguel y avanzhacia la cocina, donde not decepcionado que no habaindicios de cena. Vino uno de tus compaeros, dijo ella,se alis el vestido y camin tras la espalda de Miguel,me cont lo de tu homenaje. l abri el refrigerador,manose un par de sartenes y removi los cubiertos; leenfureca ver a su mujer peripuesta, bien empolvada, ycontrastarla consigo: sudoroso, la camisa desfajada, lasmanos con manchas de tinta de un memorndum. Mequieren convertir en un mono de feria, dijo, y aunqueus la frase como una mera expresin, le vino a la men-te un chango de cuerda, con una cachucha roja y cami-seta a rayas, tambin rojas; con las manos haca sonarunos platillos mientras duraba la cuerda. Es bueno,dijo ella, la gente te va a aplaudir. l apoy los brazosen la barra junto a la estufa y revivi esos minutos in-terminables en la oficina, con su jefe felicitndolo por

  • sus treinta aos de servicio, no cualquiera, Pruneda, nocualquiera; y Miguel, ya sin cabeza para seguir la con-versacin, slo pudo atrapar palabras aisladas: lealtad,empresa, homenaje, discurso, calidad, esfuerzo y otrasms. En la estufa vio una olla de peltre con un poco deagua. Pens en la palabra discurso; seguramente su jefele haba dicho que preparara un discurso; s, no hayduda: para recibir mi medalla o diploma o reloj o ani-llo, antes debo hablar frente a mis compaeros. Se cru-z de brazos y mir con desamparo a Estela. Quierenque diga un discurso, balbuce, vas a estar ah? Porunos segundos ella le sostuvo la mirada, oscura, mez-quina para revelar sus emociones; dio una rpida me-dia vuelta y su falda flot como la de una bailarina. AMiguel no le atrajo mirarle las piernas; fue hacia ellibrero para sacar un tomo de la Enciclopedia Salvat yfingir inters en algo que no fuera ellos mismos. Lonormal hubiera sido tumbarse en la cama y encenderel televisor, aunque lo normal tambin hubiera sidoque Estela lo recibiera sin sonrisa y ataviada con unabata de flores. Ella abri una gaveta y sali de la coci-na con dos botes de aromatizante, uno azul y otro ver-de. cul prefieres?, pregunt. l.avanda o pino? lhizo un gesto aptico; pas rpidamente las pginasdel tomo ocho, sin tiempo para leer ni reconocer foto-grafas, hasta que se detuvo a mediados del volumen yestacion sus ojos en la primera palabra de la columnaizquierda: mazuelo. Hubiera querido que su jefe lemencionara esa palabra; no conoca su significado, perole pareci preferible a las de esa tarde. Mazuelo, leal-tad; mazuelo, esfuerzo; mazuelo, empresa; mazuelo,discurso. Definitivamente mazuelo ganaba de todas,

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    todas. Entonces se puso a leer para Estela: aqu diceque un mazuelo es una mano como de almirez con laque se toca el morterete. Neg con la cabeza y devol-vi el tomo a su lugar. A veces uno prefiere el sonidoal significado, la duda a la respuesta. cul eliges, Mi-guel? Estela agit el bote azul con una mano y mantuvoquieto el verde en la otra. Tenemos un solo bao, dijol, usas uno y luego el otro. Hulelos, insisti ella, si note gustan los puedo cambiar. Miguel reconoci un tonoa punto de quebrarse. Acept que le rociara un aroma-tizante en la mueca izquierda y el otro en la derecha.S, respondi ella, voy a estar contigo, en primera fila,aplaudiendo lo que digas. Pero a l este gesto no lecomplaci. Quisiera que un da no estuvieras, dijo demanera casi inaudible. Aspir ambos aromas y ambosle parecieron igualmente desagradables; los dos haranque su bao oliera a bao y no a su bao. por qu lle-gaste tan tarde? Desde antes de las ocho Estela se habapuesto ese vestido y ahora su rostro requera una se-gunda mano de maquillaje. Necesitaba estar solo, con-test l, sin confesarle que vena del cementerio. Ellaasinti con una sonrisa postiza y volvi a la cocina paraabrir el refrigerador. Sac pan, mortadela y mayonesa.Permaneci un rato inmvil mientras observaba fechasde caducidad; abri la llave del fregadero y moj lamortadela para removerle la baba. Luego hurg el botede mayonesa con un cuchillo. Llam un compaerotuyo de la oficina. Se llamaba Hugo, dijo Estela de es-paldas a su marido, quiere reunirse contigo, sacar in-formacin para tu homenaje. Miguel asegur que nolo conoca, en la oficina nadie se llama as, dijo y mircon desagrado la rebanada escurriendo agua sobre el

  • pan fro. Se sirvi un vaso de agua y fue a la sala. Has-ta que vio el vidrio llenarse de gotas se dio cuenta deque el departamento era un comal; l mismo sudabaprofusamente y deba procurar una corriente de aire sino quera asfixiarse. Empuj la ventana y el sonido demetales oxidados le crisp el cuero del cuello. En eldepartamento vecino, tras el cristal, distingui la silue-ta borrosa, sentada, de Jos Videgaray. Alz la manopara saludarlo y, al notar que el anciano no correspon-da, dio un paso atrs para ocultarse y mirar en otradireccin. La vista no le atrajo: techos, luces, grandesanuncios, el cerro del Obispado y una isla negra dondese adivinaba el cementerio. Aun as prefiri ese pano-rama a volverse y descubrir sobre la mesa un plato deplstico con el sndwich sacando su lengua de mortade-la. y bien?, la voz de Estela lo urgi a romper el silen-cio. Lavanda, respondi Miguel con la mirada fija en lasluces rojas de un auto rumbo al sur. Era lgico, rematella, y se fue al bao a rociar. En segundos el departa-mento oli a esa lavanda que a Miguel le pareci lomismo que insecticida y le hizo desconfiar de su cena.Claro, se dijo, muerto al tragar, cadver que huele a la-vanda; y no estara mal averiguar en esa enciclopediaqu es la lavanda, si de veras es un extracto venenosoque me d un pretexto para tirar el sndwich a la basu-ra. Sin embargo lo mordi porque despreciarlo era elboleto que Estela esperaba para cenar fuera. Ambos sa-ban que un pan viejo deba servirse tostado, no as,fro, pringoso, con las orillas talludas. Ni modo, habrque morder de nuevo. Y as lo hizo, una y dos veces, conrabia, tragando casi sin masticar. Al menos la mayone-sa es fiel a su sabor; si tan slo le hubiera untado ms.

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    Otra mordida y son el telfono. Miguel levant el au-ricular y permaneci en silencio, intentando tragar elbolo. Soy Hugo, dijo una voz joven. No te conozco,reclam Miguel, voy a colgar. La voz negoci rpida-mente. Espera. Estoy en un telfono pblico, cerca detu departamento. Hubo un silencio manejable en perso-na, pero intolerable por telfono. Miguel dese que seconsumiera la tarjeta, o las monedas, que una opera-dora diera la comunicacin por terminada. Lo senti-mos, llame otro da. Escuch los pasos de Estela; pron-to la tuvo frente a l, inquisitiva, queriendo saber cmoevolucionaba la conversacin. rns l?, pareca pregun-tar, qu le has contado? por qu no hablas? Voy paraall, la voz de Hugo irrumpi con autoridad; en cam-bio, la de Miguel fue tibia, no, ya es tarde, esta nocheno, respondi a un clic que cort la comunicacin. Bajla cabeza y se sent a esperar, dando mordidas tacaasal resto de su sndwich, recriminndose por haber per-dido la paciencia con Estela. Ella qu sabe, se dijo, qusabe de nada; y, aunque sinti deseos de abrazarla, nose movi de su lugar y fij los ojos en la puerta, puesmuy pronto alguien estara llamando al otro lado.

  • Miguel se desaboton la camisa blanca de oficinista yse embuch el ltimo fragmento del sndwich. Desea-ba tumbarse en calzoncillos sobre la cama y poner agirar el abanico de techo a toda carrera, aunque fueraslo en tanto se evaporara el sudor. Luego habra deapagarlo porque los vellos de las piernas temblabancon la ventolera y esto le causaba la sensacin de serinvadido por cientos de hormigas. Rasrate o pontemedias, le reclam Estela en una de tantas ocasiones enque discutan por el abanico apagado. Esta noche no,pens Miguel, esta noche dejar que lo encienda a cual-quier velocidad; as quedar reivindicada la inutilidadde su vestido marrn. Sonaron los golpes en la puerta.Al fin, se dijo Miguel mientras giraba el picaporte, yaera hora. Quin te enva?, mir con desconfianza alrecin llegado porque vesta saco fino, zapatos lustra-dos y una corbata morada de nudo angosto. Calculque apenas pasaba de los veinte aos. Soy Hugo Ibar-goyen, dijo el muchacho y pas a sentarse en el sillnde la sala. A Miguel le disgust aquella confianza. yeso te hace sentir especial? Hugo lo mir sin compren-der. oe qu hablas? Tu apellido, no creas que no medoy cuenta, respondi Miguel. Lo mir acomodado enel silln, el torso inclinado hacia delante, los codosapoyados en los muslos. Algo en l le irritaba, pero no

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  • estaba seguro de qu. Hoy fue mi primer da de traba-jo, comenz Hugo, y qu me piden? que aumente laproduccin? que mejore la calidad?, dio un golpe cari-caturesco en la mesa de centro con la mano abierta,quieren que d una charla sobre ti. La corbata, decidiMiguel, eso me molesta. Quin se atreve usar una cor-bata morada? Quin puede hacer un nudo tan fino,tan angosto? Por qu diablos no suda ni se ahoga coneste calor? Miguel se sent frente al muchacho. Tieneque ver con mi homenaje?, cuestion. El licenciadoRobles es un imbcil, dijo Hugo, que la sangre jovenhable sobre la sangre vieja. Miguel se rasc la frente;la cabeza le trepid de pensar otra vez en su jefe, pri-mero afecto y palmada en la espalda, luego hablandode sangre vieja y sangre nueva. As lo dijo?, pregunt,fueron sus palabras o son las tuyas? Hugo respondialzando las cejas y tensando los labios, una mueca indes-cifrable para Miguel. Quiero terminar con esto hoy mis-mo, dijo el muchacho, soy ingeniero y maana quierotrabajar como tal. Extrajo del bolsillo de su saco una li-breta y una pluma. Yo nada tengo que ver con el pasodel tiempo, coment Miguel, y resulta que me quierenaplaudir por eso. Vamos a empezar, sugiri Hugo ypuls con insistencia el botn de la pluma. Miguel seincorpor y se acomod en el silln junto a Hugo, enuna cercana que buscaba incomodarlo, pero acab porincomodarse l mismo slo de observar su camisa ralay abierta, su vientre que tomaba una redondez majes-tuosa cuando se sentaba y el pecho sudoroso de tetillasmirando el suelo. A tu edad yo jugaba futbol, cerr lacamisa sin abotonarla, a manera de bata, era portero ymis despejes llegaban hasta la otra portera. Mis com-

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    paeros se molestaban porque le regalaba el baln alequipo contrario. Puso la vista en la pared: tena mu-chos aos sin tomar ese recuerdo; sus piernas eranotras, sus planes, otros. Nunca les dije que mi intencinera meter un gol de cancha a cancha. No me interesa,dijo Hugo, manteniendo la pluma inmvil sobre la li-breta. Te estoy contando una historia, refut Miguel, eslo que quieres or, no? Historias de superacin, delda en que Miguel Pruneda anot su gol. Cuntamealgo que indique el paso del tiempo, interrumpi Hu-go, pero que no exhiba tales contrastes: evocar a unfutbolista y mostrarte a ti en el estrado ... cmo eranlos autos de entonces? Qu se vea en la televisin?Miguel se puso de pie y volvi al silln de en frente.Ahora uso esta camisa, pero en mi primer da de tra-bajo me puse un traje Makazaga. Eso s me sirve, dijoHugo y escribi en su libreta. Deja eso, Miguel se in-corpor de nuevo y le arrebat la pluma, entiendes loque quiero decir? Hoy fue tu primer da. Esto no es unMakazaga, objet Hugo y mostr la etiqueta en elforro del saco. Ambos se sostuvieron la mirada hastaque Estela apareci en el umbral; luca ms acicaladaque al perderse en la recmara, ms viva que al recibiresa noche a su marido. Cllense, orden, as no llega-rn a nada. Abraz a su marido y lo bes. Es hora deque vayas a descansar. En vez de hacerle caso, Miguelse apresur por los dos botes de aromatizante. Disparambos al aire. Lavanda y pino, dijo con los ojos fijosen Hugo, cul prefieres? El muchacho regres su plu-ma al bolsillo del saco y pregunt fa qu viene esa pen-dejada? Estela apret los dientes y dio la espalda a am-bos. Yopuedo contarte todo lo que quieres saber, Hugo,

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  • pero aqu no, llvame a cenar fuera. Miguel dej caerlos hombros y neg con la cabeza. Me doy cuenta cuan-do estoy vencido, dijo, aguarden unos minutos mien-tras me doy un bao. Tom un cambio de ropa y semeti en la regadera. Un bao era necesario si no que-ra que el vestido de Estela y la corbata de Hugo lo hi-cieran parecer, sudado y desaliado, un intruso en lamesa del restaurante. Se coloc bajo la regadera yabri la llave del agua fra. El chorro le limpi los ma-los humores acumulados desde que le notificaron lo desu homenaje. Se dijo que el agua le caa en morterete,pero no se puso de acuerdo sobre el significado de lafrase. Not que morterete comenzaba como morteci-no, y concluy que antes de la muerte vena el morte-rete. Ahora s sonri y supuso que deba pedirle unadisculpa a Estela, tal vez no de palabra, pero al menosactuar de un modo que la hiciera sentir a gusto: dejar-la pedir cualquier cosa del men sin fijarse en precios;regalarle ese piropo que estuvo esperando toda la no-che. As resolvi hacerlo, aunque an le picaba el aro-matizante rociado en el bao. Cerr los ojos para en-jabonarse el rostro y slo entonces supo que en la salano se haba dado cuenta de su derrota. Apenas ahorale caa el peso de saberse vencido, la certidumbre deque Estela y Hugo ya se haban marchado y, muy pron-to, entre bebidas y meseras, sabran sonrer de verdad,no con esos labios que en ese momento Miguel torcaa la fuerza, al tiempo que aflojaba las piernas para sen-tarse en flor de loto justo bajo la lluvia de la regadera.Luces hermosa, Estela. Pide lo que quieras, Estela. Yah dej correr el tiempo, sin angustia ni rencores,aceptando que se era el remate lgico para su da.

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    Esa tarde, al salir de la oficina, con el peso de las palma-das de su jefe en la espalda, Miguel se haba propuestovisitar el cementerio. La distancia en lnea recta entresu lugar de trabajo y su departamento sera acaso de doskilmetros, pero el recorrido no poda hacerse de esemodo, pues a medio camino se erigan los muros queresguardaban a los muertos de la ciudad, y bordearlosduplicaba la distancia. Seguido se conceba acarreandouna escalera que le permitiera franquear esos muroscomo un soldado medieval y as recorrer la pretendidalnea recta. Mas una ocasin hizo cuentas y concluyque el ahorro sera de diez a doce minutos, y no tenaidea de lo que hara con eso. Si el tiempo pudiera acu-mularse, valdra la pena acelerar el paso, o saltar elmuro; pero esos diez minutos diarios slo seran unosinstantes ms frente al televisor o algunas palabras adi-cionales con Estela. Ahora no le sac la vuelta al ce-menterio, entr para recorrer lo que tantas veces re-corri de nio. Su memoria del lugar tena ms verdey flores, ms Faustino tambin, y monumentos que ledaban decoro a la muerte; las cosas haban cambiado,sobre todo l, y ya no percibi poesa en los versos algeneral, y la tumba de los Bxter le dio para pensarque quizs a los muertos recin nacidos se les enterra-ba en el fretro de un familiar para que no estuvieran

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  • solos. ffe acuerdas, Faustino?, Miguel trat de elabo-rar un dilogo que lo llevara a esos das, pero su aspec-to de cagatintas con tres bolgrafos en el bolsillo y zapa-tos de agujetas lo mantuvieron en el presente. Cerrlos ojos y pregunt de nuevo, esta vez con un tono msntimo: te acuerdas?, tu bicicleta era roja; la ma, azul;las dos Western Flyer compradas juntas en Laredo ypasadas con mordidas por la aduana. Ahora un nio sereira de ellas, les llamara balonas y preguntara paraqu tanto peso, tanto fierro intil? para qu la lm-para, las polveras, ese vientre que simula un tanque degasolina? para qu demonios el portaequipajes?acaso reparten peridico o pan? Pero entonces nosenvidiaban y se nos notaba el orgullo de pasear en ellas.Un da las estacionamos frente al depsito y, mientrasbebamos un refresco, me dijiste que la nica forma deprolongar esa sensacin era comprando una HarleyDavidson cuando furamos grandes. Y claro, habaque prolongarla, hacerla eterna. Chocamos las botellaspara sellar el pacto: tendran que ser enormes, las msruidosas. La falta de un tintineo al tocarse los cristaleshizo que Miguel encallara de nuevo en el presente y,furioso, arroj las plumas. Le doli ya no tener agallaspara subirse a una motocicleta; ya no poder hacer lacomparacin entre cementerio y ciudad, no hallar ras-tro de aquella diversin con Faustino y, sobre todo, en-contrarse frente a la lpida con su propio nombre, queera tambin el de su padre.EA quin se le ocurra?para qu endosar el nombre? Como si no bastara conun Miguel Pruneda en la familia, en el mundo. La lpi-da tambin exhiba los nombres de su madre y de sussuegros. Cuatro cadveres haba ah, o lo que quedara

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    de ellos. Polvo eres y en polvo te convertirs, repasen su mente y se dijo que no era cierto, no para todosal menos, pues aunque esas palabras se hubieran pro-nunciado miles de aos atrs, exista gente que, aunmuerta antes, continuaba siendo hueso, continuabasiendo carne, seca quiz, con cara de horror, pero concabellos, uas y tal vez ojos. Habr que quitarnos lacostumbre de cerrarle los ojos a los cadveres, paraqu simular que duermen? Al contrario, deben estarbien abiertos; de seguro en esa mirada podra leerse eldestino de su alma; esa mirada nos ahorrara misas yrosarios y lgrimas y esperanzas. Se acomod sobre elmrmol de la tumba de los Pruneda. A esa hora el ce-menterio se hallaba vaco; comenzaba a oscurecer y aMiguel le pareci buena idea recostarse sobre suspadres para conciliar las ideas: esa palmada del jefe,ese homenaje. Sin embargo no pudo concentrarse, levino una pesadez, y acab con la mente en otras cosas,pensando un poco ms en sus padres y en los de Estela,tres de ellos muertos en el mismo instante, y MiguelPruneda, don Miguel Pruneda, una hora despus, enmedio del canto de la ambulancia que surcaba a todavelocidad la carretera de Laredo a Monterrey. La mis-ma Estela le haba dicho que en la carretera las ambu-lancias no encienden su sirena, pero Miguel preferarecrear el suceso con un ruido intenso que ahogaba losgemidos de su padre; luego, a unos kilmetros de Mon-terrey, rodeada de desierto, la ambulancia se silencia-ba y bajaba su velocidad. Se incorpor porque le llamla atencin una cripta derruida, pintada de verde, sinfechas ni nombres que revelaran los cuerpos que sehallaban dentro. Aunque su aspecto indicaba que tena

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  • ah ms de cien aos, no la record, al menos no deese color verde pastel en un sitio donde todo queraser blanco. La puerta era una cancela oxidada, sin cade-na ni candado, que seguramente crujira al abrirla. Aslo hizo Miguel, volteando a uno y otro lado antes deentrar. Baj los escalones y distingui ocho fosas abier-tas. Pese a las paredes descarapeladas y a una sensacinde prximo derrumbe, se notaba el lujo de un buen pa-sado, un lujo ahora cubierto de polvo, plumas y estir-col de palomas. Inspeccion las fosas y encontr todasvacas, salvo la ltima, en la que descubri una bolsade plstico. Desat un cordn de ixtle que le cerrabael cuello y comenz a hurgarla con el tiento de quienacerca las manos al fuego. Si bien en otro sitio hubierainterpretado el contenido como lea seca, ah no lecupo duda de que se trataba de huesos. La promesa devolverse polvo, e incluso de engusanarse, le parecimucho ms decorosa que la perspectiva de transformar-se en trozos de lea dentro de una bolsa de basura. Sesent unos minutos a esperar la noche y a percibir lossonidos. El rumor de la calle era casi inaudible; lo queen un principio le pareci un refrenado jadeo de aman-tes, acab por interpretarlo como el gorjeo de unaspalomas; dominaba el silbido del viento al atravesarlas troneras de la cripta y una pala que mezclaba ce-mento y hormign para sellar alguna tumba cercana.Aunque no alcanz a quedarse dormido, Miguel entren un sopor que lo volvi inconsciente del paso de losminutos y le hizo cabecear un par de veces, enviandosus pensamientos a donde quisieran ir. En una ocasinlidereaba un ejrcito de colonizadores espaoles; enotra, la cripta se cerraba, dejndolo atrapado para siem-

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    pre. Qu ordinario, se dijo, y qu ordinaria tambin miidea sobre el fretro que chirra y el traje de marinerode Emigdio, y ms aun el licenciado Robles dicin-dome lealtad. Cerr los ojos, no supo cunto tiempo, ycuando los abri tuvo la certeza de que, ahora s, se ha-ba quedado dormido. Como la oscuridad ya inundabael lugar, se ufan de lo que consider un lance temera-rio: quin tena los huevos para meterse en una tum-ba en medio de la noche? y quin la sangre fra paradormirse dentro? Una vez encarrerado con sus pre-guntas, se ret. y quin tiene las agallas para meter lamano en esa bolsa? Con un movimiento rpido tomlo primero que tent: un hueso alargado, casi recto, nosupo si de brazo o de pierna, y con una liviandad quele sorprendi. Exhal confortado de que no se le hu-biera prendido un dedo en alguna cuenca de crneo,de que el hueso no estuviera ligado a otras partes, deque, a fin de cuentas, se hubiera hecho de una piezaagradable, pues muy diferente se habra sentido conuna quijada o un coxis en las manos. Lo acomod enel bolsillo trasero del pantaln y se desfaj la camisapara cubrir la parte saliente de ese hombre o mujer,nio o nia. El estmago le dio un vuelco y el coraznempez a galopar. Despus de todo, la jornada podaterminar de manera emocionante. Tanto que vine conFaustino y nunca se nos ocurri algo as. Sali de lacripta con sigilo. Alcanz a distinguir en su reloj queeran casi las diez y pens en Estela, esperndolo, pre-guntndose dnde andara. Se ech a caminar y justoal llegar a la verja de salida se top con un hombre sinpiernas, viejo y sucio, montado en una antigua carrio-la de beb estilo porfiriano y sonriendo sin gozo ni si-

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  • metra, una sonrisa de ciego. Maldito seas mil veces,Miguel escuch las palabras de ese esperpento, si no teapiadas de un hombre como yo. La carriola arranchacia l, lo embisti, y Miguel se alej asustado, con elpaso rpido, de modo que en cuestin de segundos lefalt el aliento. Al cabo de un rato, volte hacia atrspara asegurarse de que nadie lo siguiera; entonces sepersign, no supo por qu, pues no acostumbraba ha-cerlo. Retom su camino a casa y arroj el hueso contodas sus fuerzas hacia la maleza de un lote baldo.

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    El radio despertador llevaba ms de un cuarto de horatocando canciones cuando Estela sacudi a Miguel.No piensas ir a trabajar? l se hizo un ovillo y mur-mur una frase oscura. Ella fue a la cocina, preparcaf y volvi a la recmara con una taza humeante.Decidi intentarlo una vez ms. Despierta, dijo, es ho-ra. Miguel sonri para sus adentros. S, claro que eshora. Abri los ojos y divis el vestido marrn arrum-bado en el piso. Estela sac de la cmoda los calzonesy calcetines de su marido. Qu camisa te vas a poner?l levant un poco el torso, apoyndose en los codos.rnso vas a decirme? Sales con un tipo y slo se te ocu-rre preguntarme por una camisa. Estoy cansada, contes-t Estela sin paciencia, llegu tarde y tard en dormir.T en cambio parecas un almohadn. Tom el vestidoy lo puso sobre el perchero, luego volvi la vista a sumarido. l,a blanca? l.a gris? Miguel se dirigi al bao,acinturndose los calzones. Bendita la paz tuya. Ojalpudiera vivir en tu mundo, pero yo habito en unodonde me maldicen, donde me tocan la espalda ydicen lealtad. La noche anterior, al saberse solo, al sabera Estela con Hugo, haba bebido unos tragos de bran-dy; no quera emborracharse, apenas llegar a un estadoen el que no hubiera preguntas, en el que el sueo lodominara; sin embargo, en la modorra previa al sueo,

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  • se le apareci con insistencia el hombre de la carriola.S, bendita la paz tuya, insisti Miguel y se encerr enel bao. Se mir en el espejo sobre el lavabo, la poseerguida, los brazos echados al frente. Estimados com-paeros, es para m un honor aceptar este homenajeque por mis treinta aos ... o por qu no comenzarcomo todos? Treinta aos se dicen fcil... S, para quviolentar las costumbres? Treinta aos se dicen fcil,compaeros, pero ha sido una ardua labor ... la expe-riencia adquirida ... nuestra empresa era un jacal. .. en-tonces la ciudad era otra ... yo era otro ... hay tantascosas que an no ocurran. Se sent en el escusado,aturdido, y aprovech el viaje para orinar. El ronroneode la calle entraba por la pequea ventana junto a laregadera. Te saqu la blanca, Estela habl al otro ladode la puerta, y el pantaln azul. Bendita Estela, se dijoMiguel, una vida de combinar colores, sabores y olo-res. Aspir profundo; ni rastro de la lavanda. Abri laregadera para ahogar los sonidos externos, la voz de sumujer, pero no tena intencin de baarse, an sentala piel hmeda y arrugada por tanto tiempo que pasla noche anterior bajo el chorro de agua. Volvi alescusado y se acomod con los antebrazos en los mus-los y la vista en el suelo. No tard en descubrir que lefaltaba la ua del dedo gordo, del pie derecho. Juntambos pies para compararlos: el dedo sin ua mostra-ba un parche de piel tersa, de aspecto tan delicado quele dio miedo tocarlo. Instintivamente volte hacia laducha y ah descubri su ua, varada en las rejillas delresumidero. La tom y la sec con una toalla. Trat derecordar un pisotn o un golpe contra la pata de unamesa o silla, algo que causara la cada de su ua. Era

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    menos transparente de lo que pareca cuando estababien puesta en el dedo, dejaba pasar un poco de luz,pero resultaba imposible distinguir objetos a travs deella. Intent sin xito colocrsela como monculo yconcluy que una ua slo serva como ua. Luego decerrar la regadera sali del bao y se apresur a abrirlas cortinas. Desde su recmara poda ver los techos delas casas aledaas: basureros de antenas y cables, algnbaln desinflado, vidrios de botella, los restos de unpjaro; el lado opuesto de la ciudad que miraba desdeel comedor. Su ropa limpia estaba en el perchero,sobre el vestido marrn. El radio guardaba silencio.Miguel se tumb en la cama con el cuerpo recto, untobillo sobre el otro y las manos echadas tras la nuca,en una actitud de displicencia que Estela comprendide inmediato. Llamo a la oficina? l impuls el torsohacia adelante para alcanzarse el pie. Acomod la uaen su sitio y con la yema del ndice la oprimi. Hubie-ra querido escuchar un clic, tener la certeza de que nose le caera de nuevo. Deja que llamen ellos. Ahoraquiero mi caf, pero no ste, sino uno bien caliente.Estela resopl y fue a la cocina a sabiendas de que alregresar encontrara a su marido frente a la ventanarabiando mudo contra los autos que pasaran, los pe-rros que ladraran, las nubes que sombreaban la vida asu antojo, los peatones con libertad para cruzar unacalle o detener un taxi o tomar cualquier rumbo; lodescubrira, una vez ms, queriendo pertenecer a esaciudad oronda tras el cristal, como una fantasa de cineque ya firm a todas sus estrellas. De verdad lo siento,seor Pruneda, quizs en otra ocasin.

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