Relatos auténticos de vidas descarriadas

24

description

La realidad no es más que un recuerdo y los recuerdos, el sillar maltrecho de un edificio en ruinas. Con esas ruinas, el autor da vida a sus personajes, se recrea en la reconstrucción de sus propios pasados y edifica el mundo extraordinario de lo que pudo ser, pero la memoria dejó a un lado. Relatos auténticos de vidas descarriadas es una recopilación de historias cuyos protagonistas nos trasladan a la ficción de sus pasados y a la realidad de sus anhelos, en un mundo en el que la fantasía y la certeza son las claves para transitar por el camino de la supervivencia.

Transcript of Relatos auténticos de vidas descarriadas

Page 1: Relatos auténticos de vidas descarriadas
Page 2: Relatos auténticos de vidas descarriadas

   

Relatos auténticos

de vidas descarriadas

 

Carmelo Basabe

Page 3: Relatos auténticos de vidas descarriadas

Extracto gratuito destinado a promoción de la obra Relatos auténticos de vidas descarriadas del autor Carmelo Basabe, publicada por la editorial Enxebrebooks.

En breve podrá adquirir la obra completa en formato electrónico o papel en http://www.descubrebooks.com, en las principales plataformas y pedirlo en su librería habitual.

¡Disfrute del adelanto!

Page 4: Relatos auténticos de vidas descarriadas

 

 

—El vendedor—

Tomás es el mejor vendedor de Fincas El Porvenir. Paula, su mujer, lo sabe. Todos los días le prepara pan tostado, café y zumo de naranja para desayunar. La familia al completo se congrega puntual en la mesa, aunque cada uno se espabila al ritmo de sus quehaceres. Su mujer se desenvuelve feliz en la cocina, todavía en bata y sin peinar, va de aquí para allá con el café humeante y los bocadillos recién hechos para sus hijos. Rosa irá pronto a la universidad y Eduardo comenzará el bachillerato el próximo curso. Está orgullosa de ellos, se le nota, y lo está sobre todo de su marido, a quien estos días encuentra esquivo y preocupado. Casi no tienen tiempo de estar solos durante el día y esta mañana desea retenerlo un rato antes de que se vaya a trabajar.

Últimamente lo observa fatigado, le dice, y desearía contagiarle su ilusión. Está segura de que las cosas podrían haber sido de otra manera si no hubiese tenido la determinación de ahorrar. Además, este invierno terminaron de pagar la hipoteca del piso y eso la anima; se siente aliviada porque, a pesar de que él podría quedarse en el paro, al menos cuentan con los ahorros con los que podrán salir del apuro si llega el momento. Se acerca para abrazarlo, aunque él tiene prisa y mira el reloj para eludir la cariñosa obstinación de sus afectuosos gestos. Ella insiste, sabe que volverá tarde; le arregla el nudo de la corbata, el cuello de la camisa, le pregunta si ha dormido bien. No sabe cómo transmitirle su satisfacción con lo que la rodea, con los niños y con su matrimonio. Eso es lo que más le importa. Son tiempos difíciles, no se cansa de repetirle, pero saldrán adelante gracias a tantos sacrificios y precauciones. Tomás afirma con la cabeza y la mira con sus ojos grises, sin hablar; aguarda un segundo antes de abrir la puerta y deja que por fin le dé un beso.

—Que tengas un buen día —le dice ella mientras él desaparece por la escalera—, y no le des tantas vueltas, vamos a salir adelante, ya lo verás.

Paula está segura de que son una familia afortunada. Después de todo, a pesar de las dificultades y de la crisis, a ellos no les va tan mal. No hace más

Page 5: Relatos auténticos de vidas descarriadas

que repetírselo, pero Tomás lleva tiempo sin vender nada. Parece que la crisis se ha cebado con él más que con ningún otro vendedor.

Aparca su coche y contempla horrorizado un paisaje de edificios sin terminar, estructuras esqueléticas de hormigón. Puede recordar sin esfuerzo los verdes prados iluminados por el sol, el mismo sol que ahora aplasta el aire contra un terreno árido y abrupto; recuerda la luz del atardecer, las sombras que antes se alargaban entre los zarzales del camino. Todo ha cambiado. Absorto, mira al horizonte. El sol se apaga y el claroscuro que avanza va dibujando una línea caótica de edificios huecos. Era un barrio en proyecto, uno de tantos; lo llamaban «las afueras», como si llamarlo así le concediese a aquel grotesco espectáculo alguna entidad. Las obras han quedado paradas por falta de fondos y los dueños de las pocas viviendas que se han vendido aún esperan una entrega de llaves que se demora cada vez más, sin remedio.

Tomás es un hombre prudente, siempre lo ha sido, no es justa la situación que atraviesa. ¿Cómo puede haberle ocurrido eso a él, llegar a ser una de esas personas que esperan las llaves? Precisamente a él, que es el mejor en su profesión, el más experto y con más ojo de toda la nómina de vendedores de la inmobiliaria. Sin embargo, esta vez se ha equivocado, o la crisis le está gastando una broma pesada.

Tomás palidece al imaginar el disgusto que se llevará su mujer cuando se entere de todo. El polvo de las obras que recorre cada tarde le ha mutado el color de su piel, tiñéndola de una palidez traslúcida y reseca. Incluso su cabello se ha vuelto más blanco y sus ojos parecen más grises en una cara sin el resplandor alegre del hombre seguro de sí mismo que ha sido, que transmitía confianza y entusiasmo. Ocurrió hace unos meses, no lo pensó ni un segundo cuando se le presentó la ocasión y compró dos pisos a muy buen precio. Lo había visto hacer multitud de veces a sus compañeros y siempre salían ganando. Alguno de ellos incluso se permitió el lujo de restregárselo en sus narices. Siempre tan precavido, así nunca llegaría a nada.

Esta vez no le dio vueltas y aprovechó la oportunidad. Fue a la caja de ahorros y, como era habitual en su gremio, pagó al constructor sin ni siquiera firmar las escrituras para evitar gastos inútiles. No se lo ha contado a Paula, jamás se le hubiera ocurrido mencionárselo; de esos negocios ella no sabe nada, además nunca le habría permitido el mínimo riesgo con los ahorros de toda una vida. Estaba seguro, no había margen de error y por eso no estaba

Page 6: Relatos auténticos de vidas descarriadas

dispuesto a escucharle decir lo de siempre, que no se fiaba de los bancos, ni de los constructores, ni de las promesas de los políticos.

A Paula se le enciende la expresión de la cara cuando piensa en sus hijos; y a él le gusta tanto verla feliz porque Rosita y Eduardo van a disfrutar de lo que ellos jamás han soñado tener: estudios, una carrera superior… Nada truncará sus planes. Qué necesidad había entonces de romper la armonía conquistada con tanto sudor; de discutir para no llegar a nada más que a verla triste y contrariada por el temor a imaginar que podrían perderlo todo. Sabía que por mucho que lo intentara, no le haría ver las cosas de la misma manera que las veía él y, acabarían de todas formas, como siempre, con el dinero a buen recaudo y resignados ante la necesidad de claudicar de los pequeños placeres de la vida.

Tomás deambula por un camino de baches y escombros amontonados en cualquier sitio. Sus pies tropiezan varias veces con cascotes y ladrillos rotos; tiene que tener cuidado con unas tablas con puntas roñosas que se hallan atravesadas por donde pisa. Aquel espectáculo representa la cruda realidad de una crisis que está transformando su sector laboral, que dilapida los cimientos de una empresa que ha visto nacer y crecer. ¿Qué puede decir? Paula siempre ha sido una mujer optimista. «No te preocupes, todo se arreglará, tenemos el dinero que llevamos tanto tiempo ahorrando», le suele decir. Tomás disimula su derrota y, a duras penas, le esgrime una sonrisa forzada.

Había pensado en darle la gran noticia cuando los pisos fueran vendidos casi por el doble de su valor inicial. Al principio esperó paciente, en vano; luego se dio un margen para mitigar el error, después de todo alguien se decidiría a comprar si rebajaba el precio, aunque no lograra obtener ningún beneficio. Pero han ido transcurriendo las semanas y los meses sin ninguna esperanza a la vista. Tomás continúa el camino por la sinuosa acera. El constructor está arruinado y Dios sabe qué pasará con toda esta urbanización embargada por los bancos. «Al que sabe ahorrar nada de esto le va a pillar por sorpresa», le había dicho ella. Su mujer tiene esa forma de decir las cosas imposible de rebatir, sin dejar el menor resquicio para una duda. Fue ella la que más se preocupó de ahorrar y ahorrar para que sus dos hijos disfrutaran de una posición social holgada, un futuro, una carrera, casarse y tener hijos. Pasaron tantas privaciones, tantas tardes delante del televisor sin salir, tantas excusas para no tener que explicar por qué no iban a la playa, o a tal parador, o a un balneario con sus amigos; tanto celo en guardar hasta el último céntimo en

Page 7: Relatos auténticos de vidas descarriadas

las compras del supermercado. Al fin estas penurias un día tras otro iban a dar sus frutos. «¿Lo ves, Tomás? Amor mío, el que ahorra como nosotros no tiene por qué tener miedo a esta crisis».

Tomás anda un buen tramo hasta un ruinoso aparcamiento de excavadoras, camiones y casetas portátiles. Una red metálica rodea las máquinas como si fuesen los animales salvajes de un circo o un zoológico. Se apoya con ambas manos sobre la red e introduce sus dedos en los nudos de alambre. Impotente ante la evidencia, desea ver despertar a las fieras dormidas y empuja la valla con todo su cuerpo. Se queda así un rato. Confuso, observa en silencio el circo abandonado, imaginándose que aquellos animales podrían despertar en cualquier momento para devorarle a él. Hunde sus manos en el enrejado y tira con fuerza hacia sí, lo vuelve a empujar con rabia hacia adentro, pero el ruido del batir metálico no desvela a las fieras que continúan dormidas, o muertas. Solo oye a un perro que ladra a lo lejos.

Tomás echa a andar otra vez y se introduce por un callejón. En las aceras están los fosos en los que se levantarían farolas, también hay tubos y cables junto a zanjas abiertas en las que solo hay unos sacos atrincherados, como los últimos combatientes muertos entre las ruinas de una ciudad asediada. Piensa en su jefe. Él sí conoce su situación, sin embargo nada puede hacer para ayudarlo. «Toda tu vida ahorrando para luego perderlo de esta manera», le había comentado esta mañana. Más tarde, le oyó decir lo que siempre flota en el aire como un ultimátum amenazador sin que nadie se atreva a mencionarlo en voz alta: si esto continúa así, tendrá que plantearse cerrar el negocio.

Los edificios se levantan en línea, desnudos, sin fachada, muestran lo que alguna vez quizá serán dormitorios y salones pero que ahora no son sino las almenas de una ciudad fantasma, retículas de un decorado siniestro. Tomás necesita ayuda y no ha tenido más remedio que confesarle a su jefe cuál es su situación. Lo siente, en estos momentos la empresa no está en condiciones de hacerse cargo de ninguna deuda.

Tomás llega hasta su portal y derriba la verja que cierra la entrada al bloque de apartamentos donde compró sus dos pisos. Franquea el paso lleno de tablones y andamios desguazados. Sube las escaleras infestadas de escombros, con paredes sin rasear, llega hasta el mejor de los dos apartamentos en la décima planta, el que más le gusta porque da a la gran avenida que atravesará

Page 8: Relatos auténticos de vidas descarriadas

el nuevo barrio. Se acerca al borde del piso sin fachada donde algún día habrá un balcón y contempla el espectáculo estremecedor que tiene ante él. La calzada sin farolas, las vallas, los fosos y las zanjas, la vegetación silvestre que aún resiste en los claros sin urbanizar, las excavadoras y la maquinaria aparcada en el rellano a la intemperie, bajo sus pies. Y a lo lejos, la gran ciudad. Imponente, viva, luminosa, pavoneándose de su grandeza ante el desahucio de los nuevos suburbios.

Allí, en la luz, estarían sus hijos y su mujer. Pero no él. Ahora se siente muy lejos de ellos. En este barrio la noche sobreviene más deprisa, sin el prólogo de la luz artificial. Le intimida la súbita oscuridad y se figura a Paula esperándolo en casa; recuerda sus planes, a Rosa y a Eduardo, sus risas, evoca sus inquietudes de adolescentes y le perturba una angustiosa congoja de vergüenza y consternación que le atraviesa el cuerpo desde el estómago hasta la garganta. Cegado por la visión de su familia, avanza entre las sombras, quiere ir hacia ellos y pedirles perdón, aunque tampoco servirá de nada. Llega hasta el borde del saliente sin tabique del piso, se siente extenuado y aliviado a la vez. Respira, no quiere huir, solo volver al principio… Y da un paso más, un paso con el que alcanzará la luz. Lo saben todos: Tomás fue un buen vendedor, el más prudente y voluntarioso que trabajó en la larga nómina de Fincas el Porvenir.

Page 9: Relatos auténticos de vidas descarriadas

 

 

—El caso olvidado de Rico Moro—

 Y ella misma contestaba por él:

«eres libre… ¿Acaso te retengo?»Ella replicaba: «Eso no es una respuesta.

Vete de mi memoria, solo entonces seré libre».

MIJAL BULGÁKOV 

El interno Enrico Moro estaba agazapado en una esquina de su habitación. Tenía los brazos cruzados y pegados a sus dos rodillas, como una columna adosada que sustentara un capitel, y sobre ese pilar maltrecho se apoyaba el mentón de un cráneo que hurgaba en recónditos pensamientos. A unos metros de aquella efigie doliente, yacía el cadáver de la doctora Ángela Cúper; se le habían quedado los ojos abiertos con espanto y su cuello estaba rodeado por una cadena discontinua de laceraciones amoratadas. Cuando el celador entró en la cámara durante su ronda habitual, encontró al interno susurrando una canción de cuna, de cuclillas en la esquina opuesta a la puerta, mirando a la doctora como si dentro del cadáver se hallara la solución al misterio de la eternidad. Alrededor de la escena y sobre el mismo cuerpo de la víctima, se encontraban esparcidos una gran cantidad de folios blancos, como pétalos gigantes llovidos de la nada.

Una vez ordenadas las páginas manuscritas, pudo leerse la siguiente narración:

Soy Rico Moro. Me dispongo a dar cuenta de los increíbles acontecimientos que me trajeron a este lugar solitario donde me hallo y en el que me ha sido otorgado el reposo eterno.

Page 10: Relatos auténticos de vidas descarriadas

Una mañana me levanté de la cama y el mundo entero había desaparecido. Todo signo de vida tras el cristal de la ventana de mi dormitorio había dejado de existir. El espacio que horas antes había estado ocupado por materia, entonces se hallaba hueco. Un vacío enorme lo abarcaba todo. El espectáculo era desolador. En aquel momento mi corazón saltó de mi pecho hasta la garganta, la cual se ahogaba por el impulso sistólico que expelía el órgano fuera de mí. El panorama era terrorífico. Me pellizqué la piel para asegurarme de que no era un sueño: estaba despierto. Me senté en la tarima del piso con la espalda recostada en la pared, desencajado. El mundo ha desaparecido, pensé, pero yo sigo aquí en mi habitación. Estuve de ese modo, aturdido y en un estado de abatimiento y angustia un buen rato, puede que treinta minutos o más, sin saber cómo debía proceder. Concluí que era urgente reaccionar ante tamaña tragedia y escapar al instante.

Por el momento decidí ir al baño como cada mañana, porque la necesidad de vaciar la vejiga no me dejaba pensar con claridad, pero me entró pánico cuando agarré el tirador de la puerta. ¿Y si tampoco había nada ahí afuera?, deliberé. Me senté en la cama desolado. Tranquilízate, me dije, esto no puede ser más que una pesadilla, una alucinación, y mientras trataba de convencerme de ello, sin embargo, mi cuerpo me decía que el irritante instinto de micción era real, y era tan cierta la necesidad que ya no aguantaba más. Miré alrededor, había luz, un destello amarillento se colaba por la ventana y aún veía en su sitio los muebles del dormitorio: el armario ropero, la cómoda, la cama, una mesa llena de baratijas y los estantes de la librería repleta de libros; también permanecía donde siempre la mesilla, con su lamparita y el retrato de mi madre vigilando mi aposento junto a mi cama. No todo estaba perdido, concluí. Quise sosegarme, pero enseguida me desanimé al imaginar que también todos aquellos objetos de mi habitación y, quizá, mi habitación conmigo dentro desaparecerían del mundo, o lo que quedara de él, de un momento a otro. ¿Qué podía hacer?

Lo primero era atender mis necesidades más primarias. Me levanté de nuevo, me acerqué a la librería. En las baldas más altas guardaba algunos trastos inservibles que no usaba nunca; entre ellos, un jarrón con unas flores de plástico llenas de polvo, horribles, y de las que siempre había querido deshacerme desde que mi madre se fue de esa casa y de este mundo. Tomé la decisión de tirarlas por la ventana y así hacerlas desaparecer de mi vista por fin de una vez por todas. Cogí el jarrón, saqué la colección de flores y

Page 11: Relatos auténticos de vidas descarriadas

oriné adentro. Una vez satisfechas mis necesidades, con el ramillete aún en mi mano, me acerqué con recelo a la ventana. El color de la luz que penetraba en la estancia no era como el de cualquier amanecer. Tenía un tono tétrico y apagado, como el que desprendían las lámparas de bajo consumo que había empezado a comprar, amarillo cálido lo llamaban, una luz desgastada que parecía provisional.

Dejé el jarrón sobre la mesa, con la otra mano me apoyé en la pared y, poco a poco, como si hubiese pretendido salir de un agujero en el que me había visto obligado a esconderme a la fuerza, levanté la mirada hacia el hueco acristalado para escrutar el horizonte. Otra vez puede comprobar que no había nada. Solamente divisé un cielo infinito y sobrecogedor. Supuse que el sol estaría por alguna parte, porque al menos había algo de luz natural, aunque solo fuera un reflejo débil y pobre. Pero la calle no estaba, ni los edificios del barrio, ni ningún monte, ni automóviles ni gente ni nada en absoluto. Tampoco se oían ruidos, el silencio era demoledor, casi violento. Me agaché, emulando los movimientos de quien se esconde en una trinchera para defenderse de un francotirador que lo acechara desde un lugar inconcreto. Abrí como pude una de las hojas del ventanal, desde el suelo, y lancé al exterior el polvoriento ramo de flores artificiales, de la misma manera que había visto hacer en el cine cuando un soldado arrojaba una granada de mano desde un refugio acosado por el fuego enemigo.

Me levanté para ver qué pasaba; las florecillas se habían evaporado. Dios mío, pensé, estoy perdido. Confuso, comencé a dar vueltas por la alcoba. No podía reflexionar, las ideas se atropellaban unas encima de otras, se superponían amontonadas y no eran más que imágenes fugaces que iban y venían en mi mente sin posibilidad alguna de que las retuviera. Al mismo tiempo que me acordaba de mi madre, me venía a la cabeza la colada que había dejado el día anterior en la lavadora, o pensaba en la compra de la semana que tenía pendiente, o en la excursión al campo que había previsto para ese día; me venían imágenes de cuando era niño, de las nanas que mi madre me cantaba cuando me acostaba, también de las recetas del médico que tenía acumuladas en el cajón de la mesilla. Entre escena y escena se me aparecía mi madre a través de imágenes vertiginosas, como relámpagos en la oscuridad, y me asaltaban y me acosaban con las caras sombrías de los hombres que la venían a visitar. Cerré los ojos para no ver más aquellos destellos del pasado. En fin, todo se me embarullaba, me daba vueltas como

Page 12: Relatos auténticos de vidas descarriadas

un torbellino y no podía retener los pensamientos más de un segundo en mi cabeza.

Algo tenía que hacer. Con rabia, arrojé también el jarrón por la ventana, pero esta vez no miré, no tenía sentido arriesgarse por tan poco. Estaba aterrorizado. Me senté de nuevo. Sosiégate, me dije, enfadándote no arreglarás las cosas, no harás más que empeorarlas. Me acordé del teléfono. De súbito, me dirigí al colgador donde solía dejar mi chaqueta antes de acostarme. Busqué en los bolsillos. Allí estaba el celular. Llamaría a Ángela, se me ocurrió. Más tarde me pregunté el porqué de ese impulso de llamar primero a Ángela, una chica a la que casi no conocía. Sin embargo, en aquel momento, mi instinto de supervivencia me envió una señal, un mensaje, que me decía que en lo único en lo que debía concentrar mi atención era en manipular los botoncitos del teléfono con una seguridad neta, absoluta, y dejarme de tonterías. Dictaminé que una vez que ya había tomado la decisión de llamar a quien fuera que hubiese decidido, debía pasar a la acción de inmediato, sin pérdida de tiempo.

Cuando tuve el celular en la mano, pulsé los botones; recordé que ese teléfono era uno de los más sencillos que había en el mercado; allí estaba su nombre en el directorio: «Ángela Cúper». Cuando apreté la tecla verde de llamada casi no pude creer lo que vieron mis ojos: el teléfono se apagó de súbito. Se había quedado sin batería. Apremiado por la urgencia, me repuse. Tenía que abstraerme de la caótica realidad en mi contra y me apuré en un esfuerzo de concentración intelectual sobrehumano. Busqué en mis recuerdos dónde podría haber dejado el cargador del teléfono la última vez que lo había usado. Sin saber cómo, lo visualicé en la salita de estar, en la repisa del mueble de la televisión, justo al otro lado de la casa. ¡Dios mío!, exclamé; no tenía teléfono, estaba incomunicado, rodeado de un vacío infinito, sin nada ni nadie a mi alrededor y sin posibilidad de pedir socorro.

Me volví a sentar en la cama, esta vez con la moral descompuesta. Tengo que dominarme, he de salir de esta catastrófica situación, me propuse decidido, pero ¿por qué llamar a Ángela?, me pregunté de repente. Otra vez los pensamientos se me hacían un lío en la cabeza, unas cosas y otras se me mezclaban, se me enredaban en un montón de imágenes inconexas. Además, Ángela habría desaparecido del mapa, tal vez, al igual que todo y todos, como había desaparecido también mi madre. Después pensé en la forma que

Page 13: Relatos auténticos de vidas descarriadas

Ángela había entrado en mi vida, justo después de que mi madre se fuera, y me había obligado a contárselo todo a pesar de que yo me resistía a recordar.

No fue culpa mía, le relaté, aquella mañana mi madre no tenía ninguna visita y entró en mi cuarto. «Puedes salir si quieres», me dijo, «estamos los dos solos ahora en casa». Yo quería abrazarla, deseaba que me cantara una nana como cuando de niño me arropaba antes de dormir, pero algo en mi interior me hizo rechazarla con asco. Mi madre se dio cuenta, siempre se daba cuenta de todo, y se acercó. El día era claro, brillante, y se acodó en el alféizar para deleitarse con la brisa matinal que entraba por la ventana.

Con ese último pensamiento de mi madre volví a la realidad del fin del mundo y miré hacia la ventana. Decidí que lo mejor sería asomarme y averiguar que el edifico que me contenía se apoyaba sobre el asfalto, pero concluí que mi cabeza desaparecería como habían desaparecido las horribles flores artificiales y el jarrón lleno de mis excreciones. A pesar del vértigo que me producía pensar en esos hechos aterradores, me propuse calmar mis nervios y reflexionar con frialdad sobre lo que estaba ocurriendo. Entonces, ¿cómo se sustentaba mi cuarto? Por lógica, mi cuarto habría de seguir adosado a un piso, y el piso contenido en un edificio, y el edificio apoyado sobre sus cimientos apuntalados en la tierra, y la tierra estaría suspendida donde siempre lo había estado, dando vueltas y vueltas alrededor del sol. Porque el sol estaba ahí con su luz de bajo consumo alumbrando mi habitación, y eso era algo tangible e inapelable porque lo podían ver mis ojos.

«Bien», me dije, «empiezas a poner las cosas en su sitio. Ahora abrirás la puerta, saldrás al pasillo, llegarás hasta la salita, cogerás el cargador del teléfono, volverás, lo enchufarás y llamarás a Ángela», resolví eufórico. No sin cierto desasosiego, me dirigí a la puerta de la habitación que continuaba cerrada a cal y canto. Pegué mi oreja al contrachapeado de madera que me separaba del misterioso mundo exterior y no pude oír nada, ningún ruido, ni siquiera el familiar y acogedor goteo del grifo de la ducha. Pronto concluí que no tenía sentido torturarse con lo desconocido y evité pensar en ello.

Agarré la manilla y la accioné hacia abajo; la puerta quedó libre del picaporte y tiré de ella muy despacio. El pasillo estaba a oscuras, pero al menos estaba. Sentí un aire frío que me traspasó el cuerpo y el alma. Esperé un minuto hasta que mis pupilas se acostumbraron a la oscuridad y vi que todo seguía en su sitio: la alfombra, la puerta del baño, los cuadros de la

Page 14: Relatos auténticos de vidas descarriadas

pared. Todo se hallaba allí, aunque envuelto en tinieblas. Eché un pie hacia adelante y pisé en firme sobre la alfombra. Fijé mi extremidad en el suelo y suspendí el cuerpo mientras descolgaba la otra pierna y la conducía hacia adelante despacio, casi a tientas. Nada se movió, el suelo estaba quieto. El silencio era aterrador; un silencio infinito de un mundo que se consumía. Entonces, recapitulé que quizá eso era lo que tenía que ocurrir; o sea, me dije, que así era como funcionaba el fin del mundo y así estaban las cosas por aquí, porque, ¿qué era lo que le había pasado al resto de la humanidad? Lo mismo que a mí, sentencié, podría ser que ahora la gente viviera en un territorio de sombras, cada cual en su hogar suspendido en el vacío, y que nadie viera nada por su ventana, de la misma manera que yo no podía ver nada más allá de la mía.

Me obligué a razonar que todo eso era una idiotez, porque el poco ánimo que me restaba se me estaba yendo con esas obsesiones nefastas que me afligían. Conté hasta tres y eché a correr por el pasillo hasta la entrada de la sala, dando tumbos, envuelto en tinieblas. Me hice paso abriendo la puerta de doble hoja a manotazos, tropecé con algo y caí. A toda velocidad me incorporé sobre las rodillas y apoyé las dos manos en el suelo. Calculé que a gatas andaría más seguro, porque cuatro extremidades sobre el suelo ofrecían más estabilidad al cuerpo. Avancé casi reptando, me acerqué al mueble de la televisión y palpé un bulto sobre la repisa. Allí estaba el cargador, lo cogí con una mano y comencé el difícil viaje de regreso a través de las sombras, a gatas unas veces, arrastrándome otras y rodando al final, hasta que estuve de nuevo en mi habitación.

Me levanté, cerré la puerta tras de mí y respiré. Todo seguía como antes. Allí, entre las paredes de mi dormitorio, me sentía seguro, al resguardo de las sombras de la nada y del silencio universal de un mundo que se iba. Recordé que no tenía comida y que quizá más tarde debería hacer una incursión al frigorífico. Pero me di cuenta entonces de que lo urgente, lo importante en aquel crítico momento, era llamar por teléfono. Enchufé el cargador a la red eléctrica y el teléfono al cargador. Me sentí un superviviente, un náufrago en una galaxia vacía, deshabitada, o habitada por espíritus.

La pantallita del teléfono se iluminó. Quise pensar cuál sería el motivo por el que aún había corriente si las torres de conducción eléctrica habrían desaparecido, aunque me fue imposible concentrarme y abandoné la idea de reflexionar sobre ese asunto tan peliagudo en aquel momento crucial de

Page 15: Relatos auténticos de vidas descarriadas

mi existencia. Ya lo haría más tarde una vez solventado el problema de la comunicación, decidí. Introduje el PIN: «número erróneo».

—¡Vaya por dios! —exclamé.

Cálmate, me dije, es tu última oportunidad para salir de este atolladero. Abrí el cajón de la mesilla, mi madre me observaba, saqué un papel, era una de esas recetas del médico que se me acumulaban, una de tantas que guardaba por guardar; después busqué un bolígrafo. «Bien», me hablé en alto para darme aliento, «ahora escribe el número secreto en el papel y luego lo transcribirás tal cual lo leas a la pantalla. Uno, dos, uno, dos». Lo escribí y lo miré. Me cercioré de que esa era la combinación correcta. Mil doscientos doce. Sí. Ese era el dichoso numerito. Introduje con precaución una a una las cifras del PIN en el móvil, copiándolas de la receta. El teléfono se activó.

Miré a mi madre siempre vigilante y creo que la oí decirme: «vísteme despacio que tengo prisa». Busqué el nombre de Ángela y en un alarde de lucidez pensé que no debía precipitarme. ¿Por qué la llamaba a ella?, había un sinfín de personas con las que podía contar para pedir auxilio, sin duda. Amigos, compañeros de trabajo o familiares. Aunque lo cierto era que Ángela me había dado su número de teléfono para que la llamara si necesitaba algo, a cualquier hora, me había dicho. ¿Y acaso no era esa una situación de necesidad? En cierto modo, ninguna de esas otras personas que pretendían ser mis amigos me habían ofrecido su ayuda incondicional de la manera tan directa y generosa como lo había hecho Ángela, como lo habría hecho mi madre. «Llámame para lo que necesites, a cualquier hora». Eso fue lo que me dijo. No era cuestión de darle más vueltas.

Además, recordé, también yo le había dado mi número de teléfono. Para ser más precisos, fue ella quien me lo pidió. Era la primera vez que una chica me pedía el número de teléfono y yo me sentí, cómo decirlo, me sentí en aquel momento como si me hubiera declarado su amor. Aunque pensé que quizá aún era pronto para especular sobre ese tipo de cuestiones, porque la mujeres, ya se sabe, tienen su propia forma de ver las cosas y yo no he sido nunca muy afortunado con el sexo opuesto. Siempre estuve donde no debía estar y siempre conocí a quien no debía conocer. Es la historia de mi vida, reconocí, y mi vida continuaba sin ningún atisbo de cambio. Recordé cómo siempre me ocurren enredos que a nadie más le suceden, fatalidades del destino que terminan con las cosas que más deseo. Por eso, pensaba, ya

Page 16: Relatos auténticos de vidas descarriadas

no me hago ilusiones. Conozco a una chica, me da su teléfono y a la mañana siguiente el mundo desparece. Eso solo podía sucederme a mí.

Entonces, mientras elucubraba sobre estas cuestiones, se me ocurrió imaginar que todo estaba conectado, que cada hecho guardaba relación con el anterior. No era el amor lo que había movido a Ángela a pedirme mi número de teléfono, ni siquiera a cantarme las nanas, no era ese el sentimiento de una chica enamorada, sino que consistía en un simple amor maternal.

Ángela me obligó a revelarle cómo sucedió todo. No fue culpa mía, le aseguré. Mi madre estaba apoyada sobre el alféizar tomando el aire después de que entrara en mi cuarto, «no hay visitas», me repitió. Yo la observaba, quería abrazarla y me acerqué por detrás, pero entendí que era así como actuaban sus visitas, que esa sería la manera en que ella las recibía en su alcoba. Entonces me arrodillé por detrás de ella, me puse bajo sus faldas y la abracé por las piernas. Solo tuve que levantarme agarrándola por las caderas y su torso le venció hacia adelante. La solté, me liberé de ella, no oí nada, ni un grito, y todo quedó en silencio.

Poco después surgió de mi garganta la canción de cuna con la que me arropaba de niño, como si desde su recién adquirida distancia estuviera despidiéndose de mí. Me había quedado con un zapato en la mano; lo miré, parecía que me hubiera querido dejar un recuerdo y lo arrojé también por la ventana. Más tarde vino la policía a casa, me llevaron a la comisaría y al juzgado, me hicieron muchas preguntas, pero nadie sacó nada en claro y se concluyó que mi madre se había arrojado por la ventana.

Ángela me escuchaba y a la vez tomaba notas en su cuaderno. Después de mi confesión ambos nos quedamos callados. Tuve miedo; no el miedo que sentí cuando al día siguiente viera el vacío por la ventana, sino que era el terror de una desazón desgarradora que me obturaba el alma. Entonces le pedí a Ángela que me cantara la nana, pero se quedó enmudecida, absorta en algún tipo de reflexión, y me miró, aunque no era esa clase de mirada que regalaría una madre a un hijo, sino que lo hacía con el mismo gesto artificial con el que mi madre miraba a quienes la visitaban. Entonces la odié, sentí el impulso de abrazarla y, al mismo tiempo, el asco de imaginar que habría otros que también la abrazarían.

Page 17: Relatos auténticos de vidas descarriadas

El tiempo transcurría en mi habitación y yo tenía que seguir adelante con mi plan. No he de darme por vencido, me dije, porque como con cualquier otra cosa, aquello del fin del mundo y la reencarnación de las almas no eran más que especulaciones hasta que los hechos no fueran comprobados. Y entonces, en aquel momento, determiné hacer lo que cualquier hombre en sus cabales hubiera hecho, verificar que mi madre, transpuesta en el cuerpo de Ángela, había regresado a la vida para mostrarme el vacío donde se hallaba, proscrita en una oquedad existencial absoluta y a donde me quería arrastrar con ella, más allá de la ventana.

Esta es, pensé, probablemente la decisión más importante que un hombre pueda tomar en su vida. Pulsé la tecla verde del teléfono. Escuché por el auricular la señal de llamada: un ring, dos rings, tres rings. Al fin, Ángela descolgó. Era un hilo de voz perezoso, somnoliento.

—Ángela —dije sin darle tiempo a reaccionar—, soy yo, Rico. ¿Te acuerdas de mí?

En seguida me di cuenta de la estupidez de mi pregunta. ¿Cómo no se iba a acordar de mí? Oí un murmullo al otro lado.

—Ángela, soy yo —repetí—, ¿me escuchas?

Después de unos segundos, Ángela habló:

—Rico, ¿sabes qué hora es?

—Ángela —le respondí—, eso no importa ahora. Te llamo por algo que ha pasado. Por algo muy importante que debes saber.

—¿Importante?, ¿qué puede ser tan importante a las siete de la mañana de un sábado?

—El mundo —balbucí—, el mundo ha desaparecido. ¡Mira por la ventana! ¡Puede que tú y yo seamos los únicos seres que aún quedemos sobre la faz de la Tierra!

—¿Qué?, ¿por la ventana? —preguntó ella incrédula, o aturdida por la inmediatez de mi petición—, tengo la persiana bajada. ¿Qué has dicho del mundo?

Page 18: Relatos auténticos de vidas descarriadas

—Ángela, por lo que más quieras, sube la persiana y echa un vistazo al exterior. Después sabrás el porqué de mi urgencia. Lo entenderás todo cuando hagas lo que te pido.

Oí un murmullo al otro lado, el roce de un cuerpo entre las sábanas, luego unos pasos y el crujir seco de una persiana. También oí otra voz, más grave, que emitía un quejido con sordina, como si saliera del interior de una almohada. Yo aguardaba atento con el auricular pegado a mi oreja. Por fin, después de un minuto interminable, Ángela habló de nuevo:

—Muy bien, Rico, ya he abierto la persiana, he mirado por la ventana y ahora qué.

—¿Qué has visto? —pregunté con ansiedad.

O quizá debería de haber preguntado: ¿qué no has visto?, pensé turbado.

—Dios mío, Rico, ¿te tomaste la medicación ayer antes de dormir? Te di una receta, ¿te acuerdas? Te dejé muy claro que la compraras antes de llegar a casa, ¿lo hiciste?

—¡¿Cómo puedes hablarme ahora de medicación?! Estamos los dos solos ahora en el mundo, tú y yo. Todo se ha esfumado, se ha evaporado, no queda nada más que el vacío. La calle, las casas, los coches, la gente, todo, ¿me oyes?, todo se ha ido al carajo.

Ángela no respondió. La oí respirar, o quizá quien respiraba era alguien más que estaba a su lado. Eso me pareció posible aunque improbable, porque si bien su habitación se habría salvado con ella dentro y, por tanto, también podría haberse salvado cualquiera que se hallara en su misma habitación, al mismo tiempo me resistía a creer que Ángela pudiera estar con otro. ¿Qué clase de persona sería capaz de hacer algo así a un semejante?, ¿a un hijo? Porque las visitas de aquellos hombres sin cara se habían acabado, ¿no fue eso lo que le prometí cuando la abalancé al vacío? «Todo ha terminado», le dije. Pero otra vez, como un ave extraviada que no encuentra el camino de vuelta al nido, aquella mujer, mi madre, persistía en recibir más hombres en su cama. Era un engaño. Sentí asco, y rabia, y miedo.

De repente, sonó el timbre de la puerta de la escalera de mi casa. Alguien estaba llamando con verdadera insistencia.

Page 19: Relatos auténticos de vidas descarriadas

—Ángela, están llamando a la puerta. ¿Qué hago? —pregunté nervioso y enojado por la inoportuna interrupción. Además no tenía sentido, ¿quién podría estar llamando?, ¿habría llegado por fin mi hora? Si era así, también llegaría pronto la de Ángela, imaginé.

—Dios mío, Rico. Te consejo que salgas a abrir —la oí decirme al otro lado de la línea.

—¿Estás segura?, ¿y si desaparezco del mapa?, ¿y si luego desapareces tú también? —inquirí al borde del desmayo.

Volvió a sonar el timbre. Esta vez fue un timbrazo largo, apremiante, que Ángela pudo escuchar a través del auricular.

—Vete a abrir. No vas a desaparecer del mapa ni de ningún sitio. Además, me visto en seguida y voy para allí —me dijo con voz serena, con una dulzura angelical, como salida del cielo; con la misma calidez que cuando me cantaba las nanas para calmarme.

Sus últimas palabras me habían tranquilizado. Me sentí alentado. Si Ángela venía, al menos, había esperanza, me dije. Desconecté el teléfono del cargador. Calculé que la batería semicargada aguantaría un momento hasta que regresara de nuevo a la habitación. Me convenía llevar el teléfono en la mano, por si acaso.

—No cuelgues, por favor, Ángela —le pedí mientras andaba a tientas por el pasillo.

Pero ella ya había colgado.

Los sucesos que continuaron después fueron muy rápidos y todo lo recuerdo de un modo confuso. Abrí la puerta, todavía con el teléfono en la mano, porque ese aparato era el único vínculo de unión que aún me quedaba con el mundo de los supervivientes. Ante mí apareció un agente de policía con el ramo de flores que yo había tirado al vacío, y también traía una bolsa de plástico. Pasado el primer segundo de inevitable sorpresa, preguntó mi nombre y, sin darme más tiempo que a asentir con un ademán, comenzó a enumerar una serie de circunstancias por las que yo había sido acusado de lanzar diversos objetos por la ventana. «Uno de ellos», me señaló, «ha estado a punto de caerle encima a un vecino». El policía abrió la bolsa de

Page 20: Relatos auténticos de vidas descarriadas

plástico ante mí y me enseñó los restos de un jarrón; era el mismo que yo había lanzado a la nada lleno de excreciones matutinas.

—¿Son suyos estos objetos? —me interrogó.

Yo no atendía al policía. De hecho, hacía tiempo que había dejado de escucharle. En aquel instante pensé en Ángela y traté de recordar qué era lo último que me había dicho. Agarré con fuerza el teléfono que sostenía en mi mano porque necesitaba recuperar sus últimas palabras, pero nada de lo que me había hablado me venía a la cabeza en aquel momento de confusión extrema; tan solo podía oír la canción de cuna que me retumbaba por dentro, el eco de la voz de mi madre, el mismo susurro dulce con el que me acunara cuando era un niño.

Entonces lo supe, entendí que mi madre no estaba muerta, sino que residía en el cuerpo de aquella mujer que me arrullaba, que por algún motivo no había querido abandonarme del todo, quizá para pedirme perdón, o para revelarme lo que se le había quedado atascado en su mirada de hielo y expresión vigilante, en su gesto yerto que aún me escrutaba desde el retrato. Entonces comprendí; por eso Ángela había aparecido en mi vida, a pesar de que fuera un juez quien me ordenara asistir a las sesiones terapéuticas; pero eso no había consistido más que en una excusa, un ardid diabólico para forzar el reencuentro. También supe entonces que ese vacío, esa oquedad de la nada, era el propio hogar de los muertos cuyas almas aún se resistían a dejar el mundo, y Ángela no lo sabía, ni mi madre, pero yo sí lo sabía, y lo comprendí en ese instante.

El policía continuaba hablándome, insistía en confirmar que aquellos objetos eran míos. Aunque aturdido, asentía con un gesto lo que mi vista sancionaba incrédula. No pude menos que asombrarme de que de nuevo las flores estuvieran en mi casa. Y me daba cuenta de que eso que veían mis ojos no correspondía con la realidad exterior. El agente no quiso averiguar nada más, porque se quedó callado. Dejó los bultos en el suelo junto a la entrada: las flores y la bolsa mojada por dentro con el jarrón hecho añicos. Sacó una libreta del bolsillo de su camisa y comenzó a escribir. Al cabo de un minuto o dos, arrancó la hoja de papel que había rellenado y me pidió que la firmara. Así lo hice, sin leer siquiera lo que había quedado escrito.

Page 21: Relatos auténticos de vidas descarriadas

En seguida, se apartó de mí en el rellano de la escalera y usó su teléfono para hablar con alguien, sin perderme de vista. Yo le oía decir cosas como: «Está aquí. Sí, todo en orden. Estaré preparado; que venga un enfermero con calmantes también, por si acaso». Y después: «okey; entendido, esperaremos hasta que llegue ella». Luego me indicó que aguardara y me explicó que alguien vendría a dialogar conmigo. Yo no sabía qué decir; quise saber si la calle aún estaba en su sitio, si había coches circulando y si también él había notado algo diferente esa mañana.

—¿Cómo de diferente? —me preguntó con expresión esquiva

Yo no necesitaba un desconocido a quien darle detalles de lo que pasaba, sino que sentía el impulso revelador de relatármelo a mí mismo para no distraerme de la realidad de la nada y la reencarnación, y comencé a murmurar:

—Han desaparecido los edificios y los montes de alrededor de la ciudad, y la gente, y los automóviles, y todo, solo hay cielo ahí afuera.

No le hablé de Ángela ni de la reencarnación de las almas. Luego él dijo cosas sin significado para mí, que no me daban ninguna pista con lo que resolver la difícil cuestión de la nada, y volví a desconectar mi oído del ronroneo ininteligible del policía.

Pasados unos minutos que se me hicieron interminables, apareció Ángela con dos hombres, también de uniforme. Ella se acercó por fin, yo quise abrazarla, pero me contuve. Traía una maleta y me preguntó qué tal estaba. Se me cayó el teléfono al suelo, eso sí lo recuerdo. Le respondí que me sentía regular, que me notaba angustiado y que la había echado de menos desde que habláramos la tarde anterior en su despacho, «y ahora que estás conmigo», le dije, «me encuentro mucho mejor». Aunque luego resultó no ser cierto, porque en seguida todo lo que me rodeaba empezó a moverse y a temblar. Me sentí indeciso, intimidado por la muchedumbre y, aun así, no sé cómo, logré hacerme paso y acercarme a ella. Cuando estuvo a mi lado, pude preguntarle al oído por las cosas del exterior y si había observado algo de lo que le había advertido por teléfono, pero ella me contestó que no me preocupara de nada más y que todo se iba a arreglar.

Luego me explicó que me tenía que administrar una medicina muy especial. Me pidió que me remangara la camisa del pijama, alguien trajo una

Page 22: Relatos auténticos de vidas descarriadas

silla y me sentaron en ella; Ángela me cogió el brazo, yo la observaba, estaba frente a mí, serena, seria; en sus ojos había un destello de tristeza y cantaba nuestra canción de cuna. Lo hacía con un susurro casi imperceptible, y cantaba para mí. Me clavó la vista, yo comencé a acompañarla, igual que cuando de niño me arropaba en la cama. La canción de cuna me calmaba, me tranquilizaba, me devolvía a mi mundo seguro de la niñez, de manos que me acariciaban antes de dormir.

—Sé quién eres —le dije.

Su pelo oscuro, sus ojos de hielo, su tez tan blanca. Ángela temblaba, porque mi madre actuaba en su cuerpo desde el más allá, desde el vacío, desde la nada. La miré y ella me miró, y entre nuestras miradas se interpuso la aguja de una inyección que levantó al aire para examinar su contenido al trasluz. Luego bajó la vista y dejó de murmurar mi canción; noté una punzada y un calambre que me recorrió el antebrazo. No recuerdo nada más.

Después de aquel episodio, el único lugar del que soy consciente es esta habitación sin ventanas en la que vivo ahora. Sé que el mundo de ahí afuera se ha evaporado, que no existe, que no hay nada de nada, y agradezco que en esta estancia apacible y silenciosa en la que me ha tocado en suerte pasar la eternidad, no haya ventanas. El infierno no es tan malo como yo creía y, además, que el mundo se haya acabado y el universo esté vacío es algo que ya ha dejado de preocuparme. Tampoco me inquieta saber que todos nos hayamos convertido en espíritus atrapados en la nada. Lo que me importa de verdad, lo que ahora me sirve para infundirme la paz que me había sido negada en este lugar eterno en el que me encuentro, es que por fin me he librado de ella.

Durante mucho tiempo estuve sometido a su influencia, a sus engaños e impostura. Al fin la he hecho comprender que no quiero estar a su lado, que no puedo perdonarle el haberme engañado, no solo mientras vivíamos bajo el mismo techo, sino además cuando regresó del vacío introducida en el cuerpo de Ángela. Lo oí todo a través del teléfono, era la voz de un hombre que la visitaba. Por eso la he devuelto a la nada, al vacío de donde nunca debió regresar.

He dicho.

E.M.

Page 23: Relatos auténticos de vidas descarriadas

Los folios fueron añadidos al expediente policial. Alguien se interesó por conocer el título de aquella canción de cuna, pero Enrico Moro enmudeció el mismo día de los hechos y no hubo manera de avanzar en la investigación. Todo se olvidó poco tiempo después.

Page 24: Relatos auténticos de vidas descarriadas

     El autor      

César Hernáez nace en Logroño el 12 de septiembre de 1959, aunque es en Bilbao donde crece y pasa toda su vida. Desde muy joven comienza a trabajar en el sector del transporte marítimo. Su relación con el mar ha sido a lo largo de los años estrecha y constante, tanto en el terreno lúdico como en el profesional. La música y la literatura comienzan a ocupar desde su juventud un lugar preferente en sus aficiones, aunque será después de los cuarenta cuando profundice en la escritura como medio de búsqueda personal y expresión artística.

En el 2008 publica su primer microrrelato titulado Algo raro en el volumen recopilatorio de A Contrarreloj II (Editorial Hipálage). Desde el 2010 participa en el Taller de escritura creativa Alfa de Bilbao, conducido por Ana Belén Alonso, y sus primeros relatos cortos son publicados en los volúmenes que este taller compone con los trabajos de los autores cada año, con la colaboración de Jorge Laespada (Gráficas Uncilla, SA) en la maquetación y diseño. Estos títulos son: El número equivocado en el volumen titulado «Materia al contado» (2011); El vendedor en «Sin embargo se mueve» (2012) y Un rayo de luz en «Al hilo de la trama» (2013).