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Julio Álvarez Sabogal PENÚLTIMO SEGUNDO Un manojo de poemas y una crónica de viaje

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Julio Álvarez Sabogal

PENÚLTIMO SEGUNDO Un manojo de poemas y una crónica de

viaje

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Lima, 2005 Rio Santa Editores

PENÚLTIMO SEGUNDO Un manojo de poemas

INDICE

1. Poema de amor desde la trinchera

2. Poema de amor desde el miedo

3. Poema de amor desde la asamblea

4. Declaración de ausencia

5. Acto reflejo

6. Penúltimo segundo

7. Poema de amor frente a una paleta de pintura

8. Poema de amor desde el verano indostaní

9. Declaración de amor y...

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10. … también de vida

11. Poema de amor desde el exilio

12. Poema de amor desde el desempleo

13. Poema de amor desde la ausencia

14. Poema de amor desde la cama con hermosa vista

al techo

15. Terapia poética cromática

16. Poema de amor desde el hastío

17. Poema de amor desde el Estado y la burocracia

18. Perorata para Canario

19. Perorata para Patricia

20. Poema de amor desde la distancia

21. Poema de amor desde el desamor

22. Poema de amor junto a un grano de arroz

23. Poema de amor tendido sobre la hierba fresca

24. Poema de amor desde el cuerpo y para el cuerpo

25. Poema de amor desde el lado de la sed

26. Poema de amor desde el centro del silencio

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27. El violonchelo de Christine (Crónica de viaje)

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1. POEMA DE AMOR DESDE LA TRINCHERA

Compréndame, compañera. Y no digo compañera de cultos o de ardides Si no colega, ¿entiende? : camarada, amiga, imagen. Mi poesía no pretende convertir el raciocinio en regla, norma, plan o escuela. Mi poesía sólo busca darle armonía al sueño, a la idea, al clamor y a la ternura. Tengo una opinión o mejor .... un pensamiento: me quedé con el deseo de azular con dicha la ilusión mía, de saberla introducida en mi semblanza, tal vez porque nuestras creencias no son siquiera parecidas y porque es lógico, normal, rentable,

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proyectar el porvenir, o tal vez porque, al fin y al cabo, no le llenan mis vocablos el garguero, aun cuando, hace mucho tiempo, viva su mirada en todos los entuertos de mi aliento. También tengo una ilusión o mejor .... un sentimiento: debo suponer que lograré un día transformarle el gesto en risa, carcajada, espiga y, por qué no, convertirla en aire, paz, aroma, expresión y melodía.

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2. POEMA DE AMOR DESDE EL MIEDO Búscame si la sensatez se instala en el centro de mi ímpetu y decae la vehemencia de mis arrebatos. Búscame cuando ya no pueda inventarte poesía, porque es posible que el misterio que rodeaba tu presencia se haya vuelto calma, conformidad, consentimiento, acuerdo... Búscame, y si es preciso ámame.

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3. POEMA DE AMOR DESDE LA ASAMBLEA No es una advertencia, pero antes de decidir que no me puedes querer, deberías leer los versos de amor que he intentado escribir; los versos de amor más bonitos que para ti nadie ha escrito jamás, los únicos versos de amor que están llenos del olor de las mismas flores silvestres y del color de los mismos pétalos inermes de los que estás llena tú. Por eso digo, no es una advertencia si no una cuestión de orden. Nada más.

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4. DECLARACION DE AUSENCIA. Haces tanta falta aquí que no puedo elegir siquiera el espacio que me recuerde a ti. Fíjate que entonces tengo miedo hasta de hablar de ti conmigo mismo. La única esperanza que me queda es un “ojalá” que te haga alzar vuelo sin emigrar ni buscarte un verano que no sea esta primavera que comienza.

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5. ACTO REFLEJO El paisaje empezaba a adquirir un relieve abrupto. Bello por accidentado. Las cumbres se hacían cada vez más pronunciadas y parecían cobijar las quebradas tapizadas con flores tiernas, perfumadas y amarillas. Sybila y Alex miraban el paisaje. Yo miraba a Sybila.

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6. PENULTIMO SEGUNDO. Cada vez que me apercibes y conminas a quererte y quererte y quererte y dejarte y olvidarte y otra vez quererte, me entran unas ganas de pedirle a Dios fervientemente que al fin y al cabo y dada cierta acreditada insolvencia, liquide el mundo y que todos los amores, ¡qué digo!, los romances más generalmente, las miradas entornadas, queden allí petrificadas, para evitar así aquel penúltimo segundo que parece a veces ser cada silencio tuyo.

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7. POEMA DE AMOR FRENTE A UNA PALETA DE PINTURA

Que las letras broten solas por sí, o también por no, que las palabras y las sílabas tracen líneas con colores transparentes y se diluyan y, si es posible, de una vez por todas amor mío, te diluyan.

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8. POEMA DE AMOR DESDE EL VERANO INDOSTANI

Quédate conmigo este otoño. Te prometo que abundarán noches largas, lánguidas y frías, que seremos rastros, huellas, cicatrices. Que poco o nada hallaremos de aquel primer momento. Que mi antigua sensibilidad se te antojará debilidad. Que nuestro llanto será más mi llanto que tu llanto. Las primaveras perpetuas no existen y el amor, aún en los inviernos más crudos, siempre es más reconfortante que una hoguera en una noche fría o una taza de café caliente. Quédate conmigo y veremos juntos la llegada del monzón, la partida del estío.

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Quién sabe en ese empeño encontremos un lugar donde el amor sea tal vez más refrescante que una ráfaga de brisa en una tarde dominguera bajo el sol ardiente.

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9. DECLARACION DE AMOR Y... Para ti debería quedar bien claro que te amo. No un “te amo” despacito, tímido, insomne, tampoco un “te amo” que comente “yo te adoro, yo te rindo pleitesía” sino que presto, mira yo te escucho en silencio y te escucho en el silencio.

10. ... TAMBIEN DE VIDA. Para ti debería igual quedar bien claro que también tienes mi vida. No mi vida para hacerla muerte, luego historia y quién sabe poesía sino mi vida ordinaria, trivial y habitual de comer y respirar. de estar contigo, junto a mí, al lado mío.

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11. POEMA DE AMOR DESDE EL EXILIO Tengo frente a mí a Garabombo el Invisible, un fresco de Guayasamín, un óleo de Humareda, un poema de Javier Heraud, una idea de Tagore, una mariposa libre del capullo alborotando las 4 de una tarde en Barathpur, una musa impúdica provocando una línea audaz, una estepa, un lobo puritano, una navaja, una virgen en el exilio aunque firme, de carnes firmes y sin llanto sin rosas primorosas, gorriones que cantan ni mucho menos golondrinas septentrionales que emigran hacia el sur. Pero nada de eso puedo beber porque ya desde antes que mis labios recorrieran presurosos procesiones enteras de alimento y de lujuria,

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habían definido mi amor por ti. Tengo el cabello y el olor a leña a carbón, a chicha. Bajo mi vientre, una mujer que no sabe de cocktails ni de jazmín bajo un cuerpo que no sabe de alhelíes ni Ferraris ni Renaults, solamente de orgías bárbaras, de aguardiente de tercera, de deseo, de urgencia y necedad. Pero tampoco de eso puedo beber, porque también han definido el calor y el color de nuestra piel y el sabor de nuestra boca y mi amor por ti. Aún no sabes que he llorado carmín sobre las plazas y tiritado mi soledad en los cuartos húmedos de los hoteles, tú sólo conoces

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que llegué un domingo hace como un mes y que en un minuto ya empezaba a irme otra vez y que de oír tanto teorema, tanta hipótesis barata vine hasta aquí, sólo, sin Pitágoras, sólo, a preguntar, yo pregunto, me paso la vida preguntando a la ausencia de mi amor por ti. Pregunto a todos los árboles bajo cuya sombra me detengo para descansar en el camino, a tus indios, tus mestizos tus blancos, tus reses, tus tullidos y sólo puedo ver banderas, muchas banderas que orondas flamean sobre los tejados de las casas, que orondas ocultan del sol a tus ventanas,

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que orondas se burlan de la anemia de tu gente y la llenan de perfume, de rocío y de pólvora y adornan los salones, los cañones, los desfiles. He venido a saber de ti. No sólo a señalarte desde el prisma de mi fusil.

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12. POEMA DE AMOR DESDE EL DESEMPLEO. Claudia, tú me gustas. No muero por ti, pero no sabes cómo me gustas. He decidido que mejor no te lo digo, porque seguramente dirás “No”. “Que somos amigos, casi hermanos” y yo, quién sabe, en mi desesperación, te diré que “qué diablos me importa si para eso se inventó el incesto” y yo soy cristiano, católico, apostólico y peruano, Claudia. Recibe este poema. Comprende que no pretendo emular a Bécquer ni a García Lorca ni a Neruda ni a Vallejo. Recibe este poema porque si te pones a pensar un ratito te darás cuenta:

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es lo único que me queda. Ni siquiera puedo decir que conmigo te ganarías la lotería, la polla o el súper loto. Tú eres la blanca con puntillo y ligadura. Yo, la fusa con silencio de semicorchea. Tú siempre preguntas, yo nunca respondo. Tú tienes ilusiones, y a mí la frustración me visita todos los días. Tú eres capaz de mandarme ahora mismo al cuerno por escribir estas tonterías, y yo no estoy seguro si te las enseñaré algún día. Ni siquiera puedo decir que sería capaz de empeñar toda mi vida.

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Mi vida no es rentable, nunca ha dado utilidades, nunca nadie ha querido recibirla en prenda o hipoteca. Casi siempre la he ofrecido en donación, como ahora. Mi vida está hecha en disonantes, quintas y escalas menores.

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13. POEMA DE AMOR DESDE LA AUSENCIA

Well I'll be damned. Here comes your ghost again. But that's not unusual It's just that the moon is full and you happened to call.

Joan Baez

¿Hasta cuándo, pájaro impasible, vas a seguir alumbrando recuerdos y esparciendo tus señuelos en las flores y en mi cuerpo? ¿Hasta cuándo, pájaro inconstante, será tu graznido el único sonido que perciban mis oídos, pájaro de hielo? ¿Hasta cuándo, pájaro inexacto, seguirás por las noches oculto en mis cajones, incluido en mis corbatas, mis libros, mis paredes, mis tardes, mis mañanas, mis amigos, mis zapatos? ¿Hasta cuándo serás tú, pájaro inconcluso,

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el único abrigo que pretendan mis inviernos? ¿Hasta cuándo?

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14. POEMA DE AMOR DESDE LA CAMA CON HERMOSA VISTA AL CIELO RASO

Anoche soñé, por ejemplo, que era feliz. Era sólo un sueño y hoy regreso nuevamente a reclamar el pedazo de vida que mis gobernantes, padres de la patria, magistrados y jerarcas un mal día me quitaron. Soñé que era feliz. Pensé que por fin podía empezar otra vez y escribir toda esta indecencia que tú acertadamente llamas “indecencia”, “porque antes escribías más bonito, al amor le escribías, que tus besos, que tu risa,

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que tus manos, que tus ojos, que tu todo”. No quiero que mis pisadas sigan reclamando tu ausencia y las tuyas protesten sólo porque se me ocurrió caminar esta tarde junto a ti. No quiero que regreses a mi angustia y que luego te transformes en canto y en silencio y en sonrisa y en mirada y en recuerdo y en espera. Espero que nunca más vuelvas a marcharte ni tengas que regresar a mi lado de su lado ni nada. Ya me cansé de escuchar. Ya me cansé de nuevo, siempre me canso de esperar,

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siempre espero que nos dejen construir un país. Yo quiero un país. Pero no un país, sino un "(PAIS)", así, entre comillas, con mayúsculas, subrayado y entre paréntesis para que no se te escape la idea de que merecemos un país. O sea y no me importa que "o sea" se escuche, mejor dicho, lea, feo, o sea, yo también, al igual que tú, quiero un país bello,

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o sea solidario, o sea humano, o sea menos acartonado, más de abajo, de la plebe, chévere, bacán, o sea con cerros, pajita, pulenta, o sea con risas, con alegría, con libertad, con esperanza. Ya me cansé de decir que siempre me canso y que quiero un país y que pienso y que sueño, porque cuando despierto descubro que sólo fue eso, un sueño y que este país sigue siendo tan bonito y al mismo tiempo tan feo y la gente tan buena y a la vez tan basura, y para comenzar cada día así con desconsuelo, mejor, quién sabe, ni siento, ni me acuesto, ni duermo, ni sueño, ni otra vez ni nada.

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Y pensar que anoche tuve un sueño. Y soñé que era feliz. Puta madre, era sólo un sueño.

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15. TERAPIA POETICA CROMATICA.

Voy a terminar este ensayo de los estados de ánimo y de esta racionalidad descolorida con claveles rojos, tulipanes e injertos de manzano. Por ejemplo: Que tu pelo negro limpie los restos de sangre y de cenizas que hace tanto hay en mi voz. O mejor: : El olor de tus manos cuando me acaricias me recuerda las hojas de eucalipto que quemaba cuando niño, cuando ya sabías venir a mí, oscura, llorosa y con quejas. O, ya sé: Que tu canto se vuelva como el de ella,

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que tiene un semblante tan claro que parece que la luna se le ha quedado a vivir en las mejillas; tan claro como el de ella, que me deja un sabor a hierba buena en la comisura de los labios empapados y me limpia el paisaje y lo llena de sauces y de orillas rubias, verdes, pardas, mansas orillas y me rompe los esquemas de la neurosis, la angustia, la negra soledad y la esquizofrenia con pedazos de claveles rojos, tulipanes e injertos de manzano.

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16. POEMA DE AMOR DESDE EL HASTIO

Entonces, ¿Por qué mi poesía ha de ser siempre dura? ¿Por qué no como el agua que resbala por la roca sobre el musgo que en la roca se resbala con el agua? O como el aroma de un hombre libre que después de la victoria, desnudo, se resbala y se embarra con una mujer que desnuda, o mejor dicho calata, es libre también, y por ello no es más virgen,

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pero hermosa, y no jode a nadie, ni nadie la jode con aquello de que “te quedaste solterona”, y que “qué dirá la gente si se entera de que estás embarazada”. Claro, como no es mi hija, ni mi madre, ni mi hermana. Pero aún así, ¿Por qué mi poesía no ha de ser libre? Si ella también alude y pretende, vocifera y se embarra y chapotea como el agua que resbala porque agua que no hemos de beber, dejémosla correr.

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17. POEMA DE AMOR DESDE EL ESTADO Y LA BUROCRACIA

I don't believe in an interventionist God. But I know darling, that you do. But if I did I would kneel down and ask Him Not to intervene when it came to you. Not to touch a hair on your head. To leave you as you are. And if He felt He had to direct you, Then direct you into my arms Into my arms, O Lord Into my arms.

Nick Cave

Sin tú saberlo una vez por semana vienes a mí, así, de repente, como la lluvia estival y dejas el cielo límpido y un olor a tierra mojada y tu carita bañada de costa y de sol. Y así también, de repente, te vas, y entonces no puedo escribir

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tu retrato ni invitarte fruta ni decirte "mi cielo, mi mar de coral, mi estrella, mi sistema solar, eres como un bálsamo, como una hortaliza, como una hogaza de pan." Será porque aquí, guarecido en mi escritorio, con planes, informes, oficios y lejos de ti, el cielo no es cielo sino cielo raso y el cielo raso no es límpido ni súcido, sino sencillamente un trozo de cemento blánquido y sin vídida. Y tal vez, por eso, una vez por semana te vas.

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18. PERORATA PARA CANARIO

Para Alex, el canario.

Nuestra amistad, canario, ha hecho una tregua entre mi carácter y tu personalidad. Tú, seis años más joven, pareces convertirte en una restitución de todo aquello que no supe aprehender a esa edad. Y yo, estoy seguro, soy algo así como una extensión de tu entusiasmo. No somos jornada difícil. Las hemos tenido peores y ésta será como derramarnos una vez más en lugares en los que antes ya nos hemos derramado con todo éxito.

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Yo y lo objetivo. Lo subjetivo. El poder. La jerarquía. El marxismo y el liberalismo. Tú y esa extraña mística urbana, mezcla de alma de novicio, pequeño burgués bien intencionado y ufólogo. Somos un vínculo simple. No precisamente razonable. Solamente simple.

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19. PERORATA PARA PATRICIA. Eres el cuasiequilibrio. Llena de gracia, picardía y desbordante comprensión. Psicóloga después de todo. Todo, una experiencia más, el aquí y ahora, el allá y mañana y, si no es posible, será otro día, en otra oportunidad. Es decir, nada especial como para arriesgarse y sacrificar tres o cuatro reglas de trato social que a nadie obligan pero que todos cumplen porque, aunque poco auténtico y profundo, es mejor, más placentero, reconfortante y alejado del displacer. Y qué mierda me importan Freud y los esposos Mitcherlitz y el marxismo y el psicoanálisis.

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20. POEMA DE AMOR DESDE LA DISTANCIA

A Christel.

No te lo voy a ocultar. Yo disfruto tus labios, tu castellano modesto y tu dicción. Tus ojos, su color verde hoja pálido otoñal. Tus manos. Tus dedos en forma de panecillos fríos, largos, dorados. Y tu boca cuando dices “estás loco”, premiando mis esfuerzos por ser cada día menos Hombre y más animal. Yo disfruto de ti porque sé que luchas cada segundo con la vida, y también porque sé que nada te importa que más tarde los pétalos de nácar se te desprendan de la juventud y el cutis de concheperla y porcelana se te haga artesanal, de barro, arcilla y paja,

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y porque sé que piensas que me entiendes y te entiendo. Solamente por eso es que disfruto de ti, europea.

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21. POEMA DE AMOR DESDE EL DESAMOR

Hablar de amor no es "chic" en estos tiempos. Antonio Mayucayán.

Me lo has dicho tantas veces, por lo menos en la mina, en el desierto. Me has contado, no había amor, tampoco tiempo, pero aun así hablemos. Ya sé que en estos tiempos no es chic pero es la única forma que conozco de arrancarme una que otra vez de esta montaña de papeles arrumados, de este resplandor de simulacros, y prepararme para el amor aunque sea una vez al mes, prepararme para el amor aunque sea por jugar, prepararme para el amor y no olvidar como sabe la ternura. Está bien, no hablemos del crepúsculo

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pero me enseñarás a decirlo como tú. No hablemos del crepúsculo, yo también quiero impresionar y llegar al fin del día sin concluir el tema, ya que sólo así podremos, como tú querías, registrar tu próxima cita para el 30 de diciembre de 1999 y nada habrá cambiado, verdad?. Seguirá siendo ella. Seguirás siendo tú, el mismo hombre de tristezas inéditas y alegrías repentinas. Bien lo sé, hablar de amor no es chic en estos tiempos. Pero hablemos. Hablemos tus ocasos de colores, cómo llega nuevamente el sol nuestro cada día y la mano

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furiosa que nos arranca su arco iris de princesa etíope, sus ponientes casi siempre sin gaviotas ni café, su silueta las horas que esperabas transcurrir en la vejez sentado en su frontera, su estilo ojival. ¡Qué tarde! Qué chiste añejo me parece hoy el rostro de Krishna, la victoria de Ram y Laxman, los cuerpos sin lumbre, sin incienso. ¿Qué esperan? Esperan desde hace casi seis mil años ¿Cómo no podrían esperar un día o diez mil años más? Siguen siendo los mismos. No sólo es de pan su hambre, también lo sé, pero ellos sí hablan del crepúsculo aunque sin discutir si es la luz que hay desde que raya el día hasta que sale el sol u otra cosa o qué.

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El crepúsculo está aquí, en Calcuta y en Benares, y por eso vuelven siempre a concluir el tema, a vestirse de arsenales y colores cada noche, a las nueve y diez, desde hace casi seis mil años; y el amor no ha cambiado, ni ellos ni tu poesía. Sigues siendo tú. Sigue siendo ella la misma dama fértil, pubis de silencios infranqueables y belleza medieval. El crepúsculo es eso, solamente un espacio entre ella y tú un espacio dulce, claro y despejado, un ardid para escapar de tanta guerra sin cuartel, una hoguera río arriba allá en el Ganges o en el Santa,

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el mejor momento para hablar de amor y para hacerlo. Aun cuando no sea chic, siempre será mejor que hacer inventarios de naufragios o vociferar contra la luna.

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22. POEMA DE AMOR JUNTO A UN GRANO DE ARROZ

Junto a un árbol descubrí una mujer. Sembraba amaneceres. Y paría una paloma. Una colla, la mujer. Era pequeña, paloma noble y blanca como un trozo de pan, como un grano de arroz, como un copo de nieve. Y ahora que me voy. ¿Acaso vendrán a mi puna, a mi montaña, a mi cerro, a mi nostalgia? Acaso regrese algún día a remendar mi alegría que ha quedado hecha tiras junto a un árbol, urpillay. Acaso regrese algún día. Ahora que me voy.

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Acaso regrese algún día, urpillay.

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23. POEMA DE AMOR TENDIDO SOBRE LA HIERBA FRESCA.

Tú me recuerdas el prado de los soñadores

Silvio Rodríguez Tú me recuerdas la lozanía de los pétalos, de las flores, de las primaveras más recientes, y el rocío que dibujan en las yemas y en la superficie de los tallos los suelos fértiles y las semillas. Me recuerdas las aves canoras, los lagos fríos del sur de Chile, las laderas orientales de mi patria, las llanuras ondulantes del Brasil, los pinos blancos y las flores azules del espliego. Tú me recuerdas que yo también he vivido en Arcadia, que a veces manda la fortuna renovar dolores indecibles, que pretendemos

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siempre la mueca exacta, el pulso firme, y dejamos escapar, pequeña, la razón profunda de los gestos espontáneos y la íntima conciencia de los sueños inconclusos; que aún podemos volar a donde el viento escribe a la fantasía, al sueño, al habernos visto en lugares en los que nunca estuvimos libres de esta anémica sabiduría. En fin, me recuerdas que lo irreal, el color de la hierba fresca e incluso el amor, en verdad, existen.

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24. POEMA DE AMOR DESDE EL CUERPO Y PARA EL CUERPO

Mi cuerpo es un templo. Mis ojos, mis manos, mis pies, mis cabellos, mis nalgas, mis piernas, mi sed, mis caderas, mis órganos internos, mi deseo de placer, mis ganas de comer, cada milímetro cuadrado de mi piel, cada esquina de mi carne, cada arista, cada hez. Es un templo, no una basílica, sólo un templo sencillo. Como todos los templos, con columnas y pilares trajinados que requieren a veces

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una mano de pintura, un poquito de barniz en las ventanas y en las puertas y en los bancos, una manta de seda para el tiempo y para la borrasca. Una ventana, una lámina de vidrio resistente, fuerte y transparente para que me proteja del viento, la tempestad y el frío, para que deje caer sobre mis párpados la luna, para que pueda mirar la noche estrellada, descifrar las Osas y hacer realidad el milagro de la vida.

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25. POEMA DE AMOR DESDE EL LADO DE LA SED

No quiero saber si me fuiste fiel, yo sé que una mujer valiente

se inclina igual / por el lado de la sed.

Juan Carlos Baglieto

No sé si amor es aún mucha palabra Y sexo todavia insuficiente Pero, Sólo en caso de que usted, señora, todavía simplemente lo sospeche le diré sin duda alguna que si, deseo poseerla, es cierto. Deseo, con usted, sobre usted, aunque, más que nada, a través de usted deslizarme como solitaria gota desde su entrecejo

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hasta su tentadora boca para que me sorba entero. Como huidiza gota en algún lugar plantarme de su voz y su cabello. Como inasible gota en medio de una oración rozar sus orejas armónicas y sensatas. Perdone la intemperancia y el descaro pero, espécimen humano género masculino algunas veces hiperhormonal productor de testosterona soy... después de todo.

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27. POEMA DE AMOR DESDE EL CENTRO DEL SILENCIO Déjeme ser esa fiera que ama las hojas secas sobre la soledad y los helechos, la luz tenue, el vino caliente con canela, el queso con café, el pan crocante, los manteles domingueros las servilletas a cuadritos, la música y el silencio. Déjeme ser el grano de arena en la playa, la rama quebradiza del árbol grande, el aire que no la circunda, la gota que derrama el vaso, el gato techero, el perro sin hogar, la gaviota ametrallada. Déjeme todo eso ser de vez en cuando, no importa el orden, junto o separado, sólo eso

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y le daré a cambio, dientes para su risa pañuelo para sus lágrimas, fiesta para sus alegrías, fuerza para el fracaso, abrigo para el frío, ganas y permanente disposición para preguntar que le place, indagar qué le apetece, compartir cada idea, consultarle cada idea, negociar cada cambio, escribirle versos, cambiar pañales sucios, cantarle serenatas, acicalar sus alas, planchar mis propias camisas, respetar sus días difíciles, lavar la ropa de los niños, cocinarle los domingos, apoyarme en su hombro, mantener los ojos serenos, hablarle bajito, amarla más y

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necesitarla menos.

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26. EL VIOLONCHELO DE CHRISTINE

Christine tocaba el violín. Aprendió a hacerlo en Londres. El violonchello y el piano los aprehendió en Ginebra. Allí también aprendió a comer dulces y a no dormir.

Fue un jueves. Llevaba puestos unos vaqueros

azules, una camisa celeste y un jersey. Yo estaba con Francisco, mi mejor amigo; bueno, ese es un decir, mi mejor amigo, al menos hasta que conocimos a Christine, y allí juntos nos enteramos de sus lindos pies, sus uñas bien cuidadas y sus dedos regordetes.

Era agosto en esos días. Habíamos ido a la taberna de unos canadienses, la única de esos días en Delhi. Era agosto, días del monzón, la estación lluviosa. Y recuerdo que fue un jueves, como en Lima, día de taberna. Christine y su cabello, negro y largo, hasta casi la cintura, sus movimientos, su plasticidad, su silencio, su mirada, su mano extendida y su voz cuando me dijo “hola, me llamo Christine, soy de Suiza y también hablo español”.

La contienda, sin embargo, no fue ruda ni larga.

Francisco, con su metro ochenta y cinco, temperamento despreocupado y barba castaña, venció sin mucho

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esfuerzo a un retador con mucho más entusiasmo pero con menos recursos estéticos.

- “Mano”, dijo un día por el teléfono con su inevitable acento mexicano, “pos nada, qué te digo, pos…la neta, lo que se dice la neta, porque tú sabes, mano, que la verdad es relativa pero la neta es la neta…pos…cayó mano. Cayó bajo el influjo del templo…”.

El templo, como él la llamaba, era su casa, bautizada por nosotros como "el templo de la hueva"... una casa pequeña, amable y llena recuerdos que pendían de sus paredes. Relajada y perezosa, como él.

Hasta aquel día, habíamos sido cómplices. En

verdad lo habíamos sido.

**** - “¿Cómo estás, niño? ¿No quieres jugar tenis conmigo, ir a la piscina o venir a casa para un té, un café, un drink...?”.

- Era Christine. De pie, como una estatua, en el

umbral de la puerta de mi casa, frente a mí que sorprendido apenas “¡qué milagro!”, le decía y “¿qué

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pasó?” y “¿a qué se debe la visita?” y “tu novio Francisco, ¿dónde está?”. Ella, luego de un silencio breve pero intenso musitó…“mi novio me echó...”, y no dijo más. Juntó su cuerpo al mío y, casi llorando, me estrujó, y acaso también yo la estrujé, y no recuerdo pero quizás también la acaricié, no lo sé, siempre me ocurre así, el dolor de otros me desarma y me deja como un niño, indefenso y lloroso. Aquella noche me obsequié a Christine.

****

Cuando Christine supo que viajaría a Nepal dijo,

irónica: - “Así que te vas con cinco españolitas”. - “....y con Alvaro”, aclaré, “el flaco aquel del

telescopio y las tortillas”. Siempre era así. Lacónica. Cuando parecía que

nuestra charla devendría en una conversación seria, ella huía hacia la despensa, sacaba una enorme barra de chocolate y me ofrecía un buen pedazo.

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- “Mira, blanquita”, le decía, “salvo lo que pueden testificar algunos científicos, seudo místicos y falsos profetas, poco o nada se sabe en Sudamérica sobre la India y Nepal, excepto que hay montañas tan altas que hacen palidecer al Aconcagua y al Huascarán; que hace unos años anduvo por aquí un flaco cojonudo llamado Gandhi; que alguna vez vieron una película con muchos flacos iguales a él; que Budha fue un gordo calvo y panzón , no aciertan a decir si de China o Japón; que lo han visto en los bolsos y carteras de las abuelas y las tías jubiladas con pensión del gobierno porque trae suerte y dinero, dicen; que Krishna es un desubicado con el que joroban todos los días en las calles y en los autobuses unos jovencitos desempleados vestidos con túnicas blancas y anaranjadas, la frente maquillada y jardines en la cabeza, al ritmo de “hare hare”, panderetas y un tambor….”.

- “Claro, niño, claro, yo entiendo, además, te va a hacer mucho bien. Un año en Delhi es demasiado”, replicaba Christine sin dejar de tocar el violín, el piano y el violonchello, todo a la vez. Cuando no era la barra de chocolate, era esto lo que hacía cuando pensaba que no tenía sentido discutir. Yo me enfadaba pero luego me enternecía viéndola palpar las cuerdas, descolgar las semifusas, los allegros y los trecillos, descifrar cada clave y, con la yema de sus dedos, dibujar a su antojo una estela

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sobre el diapasón con su postura ginebrina y su piel de mármol lustroso.

Mi destino era el Anapurna con escala en Katmandú, la capital de la revolución de las flores, y Pokhara. Me uniría a una expedición de treinta días en la ruta que transcurre por las faldas de nevado con sus más de 8,100 metros de altura. Nepal, sí, Nepal. El único pueblo jamás conquistado, salvo por los pétalos que cayeron de los trajes de miles de locos multicolores que en los sesenta, guitarra al hombro, llegaron en camionadas buscando un claro de paz en medio de la muerte que otra vez, en Europa y en Vietnam, blandían los fantasmas de la guerra con su tiránico desprecio por la vida. Y lo hacía con cinco madrileñas y un castellano de pocas pulgas a quienes, denlo por descontado, pretendí impresionar con mis alardes de experto en estos menesteres y curtido caminante allá en la cordillera de los Andes.

Esa misma noche había que hacer maletas. Zapatillas de suela gruesa antiespinas, calcetines de lana de alpaca antifrío, calzoncillos caleidoscópicos mata pasiones de algodón, camisetas, también de algodón, con la inscripción “Perú”; pantalones vaqueros, chompas de lana, pukas de espinazo de toyo, sombrero para el sol de

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montaña, condones multisabor, café, maní, tuttifruti; guantes no tenía, cámara fotográfica, rollos de película, flash, pilas, linterna, analgésicos, digestivos, antipiréticos, antidiarréicos, antináuseas, antiresacas, antirecuerdos, papel, lapicero, mochila, gafas para sol... tenía todo, dinero... dine…ro... Miré la billetera, ¡maldición, sólo tres mil rupias y el billete aéreo!. El miércoles no había podido ver a Christine. - “Hoy no te veré corazoncito”, dijo, “me reuniré con unos amigos para despedirme, no olvides que viajo el jueves veintisiete...”.

Hubiera querido que las cosas fueran claras, como hasta dos semanas antes. Pero, en ese momento lo único nítido que había en mi mente era Christine y esa mirada lánguida que tenía por las noches, su espalda tibia y cremosa, y sus extremidades un tanto ásperas, como las patas de un gato, como de algodón, motosas, apachurrables, como las patas de un gato gordo y consentido, sus mejillas enrojecidas y la piel toda de su cuerpo.

A veces le preguntaba “¿quieres que me quede?”.

“Tú verás, niño, tú verás”, me contestaba. Así era. Siempre

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tenía preguntas. Nunca respuestas. Y se iba el jueves veintisiete. “No te vayas, por lo menos no todavía, no te vayas hasta dentro de seis o siete semanas, espera a que regrese”, le dije. “Sí, claro cariñito, nos iremos juntos a Khajuraho 1, después a Ginebra, luego a una playa muy tranquila en Costa Brava, en España, al sur de Barcelona, y después a Ginebra otra vez, y así conoces y hablas con mis padres”, respondió. Y yo, que dos años antes apenas podría haberme pagado un viaje interprovincial en mi país y que ahora afrontaba un súbito absceso de riqueza, no cabía de contento y le decía que “un día cenamos fuera y el otro también”, que “el tiempo que estarás lejos no importa, tres años son nada”, que “te veré en noviembre”, que “voy a Londres” y que “en diciembre vienes a Delhi” y que “en Marzo vamos a Perú y después ya se verá qué pide el cuerpo, pero no te vayas todavía...”. “Está bien, está bien”, repetía ella, “no será el veintisiete sino después y en todo caso podemos ir a Khajuraho a pasar unas vacaciones de tres días en mi habitación…”.

*****

1 Ciudad de la India central. En ella existen los famosos templos y santuarios eróticos

de los siglos X y XI hinduista en que se inspira el Kama Sutra y que sobrevivieron al

saqueo británico. Afortunadamente, estos templos estuvieron alejados de las rutas

comerciales británicas y su “descubrimiento” se hizo tarde. De no haber sido por estas

dos circunstancias, probablemente, ahora, muchas de esas finas esculturas estarían

en el Museo Británico.

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“¡Good morning, sir! ¡Washing water!”, se oía la voz de Chuda. “¡Black tea!”, se escuchaba otra voz. “¡Black tea!, ¡Washing water!”, otra vez Chuda. Corríamos la cremallera de la tienda y nos topábamos con la amabilidad de los sherpas, que dejaban sendas tazas de té y vasijas con agua tibia para lavarnos la cara y despojarnos del sopor cada mañana. Nos despertaban a las seis y media. En punto. Si no llovía.

Por la noche, luego de la cotidiana y ardua caminata, dábamos rienda suelta a nuestra pereza y estirábamos el cuerpo. Tendidos sobre la yerba o algunos trapos, bebíamos a grandes sorbos mustang coffe o el whisky local que con generosidad mezclaba con té nuestra Isabel, santanderina recia y entusiasta que con su incurable alegría sumergió mi melancolía sudamericana de esos días en un manantial de agua fresca y cristalina.

Días antes, en Pokhara, las chicas fueron a la cama muy temprano. Y Alvaro y su novia y las tres chicas compartieron dos dormitorios. Yo, a solas, escribí como treintitantas cartas para Christine que nunca envié. Había salido a caminar y, acaso, a meditar sentado sobre una de

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las piedras que seálaban la frontera entre la laguna y el pueblo…

La falta de control sobre los deseos es la fuente de todo sufrimiento. Qué deseo tengo de apretujarte Christine, y sentir tus pechitos. El sufrimiento que se enseñorea con la ignorancia. Que ganas tengo, blanquita. El control de uno mismo sobre los propios deseos es la única manera de lograr el nirvana y romper el ciclo de reencarnaciones… “Guitarrero”, me decían, “ligón y lisonjero”, por eso me recluyeron en una habitación. Después de la tercera cerveza me fui a dormir.

Ya en la montaña, todos, salvo Beatriz que siempre

iba a la cama a las diez en punto, nos quedábamos junto al fuego cantando “tu mano, tu mano, eternamente tu mano”,. Y allí estaba mi mano derecha entre las cuerdas de la guitarra mientras la otra brincaba sobre el diapasón. “Te amo, te amo, eternamente te amo”. Tu habitación Christine, tu tina, tu sala, tus toallas, tus calzoncitos de color oscuro que hacen contraste con tus nalguitas blancas. “De amores, de amores, eternamente de amores”, remontaba vuelo la canción, alborotada, aterrizaba sobre el violonchello y caía como un ciervo exhausto justo entre sus piernas, zzzmmmmm, escuchaba la voz tierna y vigorosa del encordado, como un ronquido,

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zzzzmmmmm, zzzzmmmm vibraban ellas, zzzzmmmm zzzzmmmm, vibraban y zsssssss saltos ornamentales daba yo zssss, desde sus párpados, un giro, dos giros, vuelta mortal, ahora la cintura, el hombro, el lóbulo de la orejita, zmmmmmm, zummmmm…baban juguetones mis dedos sobre sus senos, zmmmmm hasta sus labios, su saliva que bebía y bebía hasta el hartazgo, zmmmmmm hasta la inconsciencia, chicha pura ferreñafana, fuerte y dulce, lechosa y con cuerpo, áspera y embriagadora. Cántábamos. Cantábamos mucho. Los españoles se mostraban interesados en conocer más sobre la nueva canción y la nueva trova, la influencia hispana, la música peruana y llegaban las marineras limeñas, serranas, norteñas y rápidas explicaciones del origen de nuestros ritmos; unos huaynos picarones y algunas zamacuecas, “yo soy Perú, sangre inca y española...”, los acordes se sucedían interminables, “yo tenía una enamorada que era la chola Jacinta...”; el aporte andino, el africano, una versión de la historia que no conocían, “y la sacaron en cinta, carajo, para mi mal”, así nació el landó, el festejo, la chicha, el santiago, el sicuri, el vals criollo, el yaraví, la guitarra en temple diablo, el quirquincho, "quirquinchito, charanguito, charanguito, quirquinchito…”.

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Una noche no pudimos evitar que nuestra charla desembocara en uno de los episodios tristes de nuestra historia común y yo, sin justificación, interrumpí mi perorata. Hubiera tenido que juzgar y no sabía como hacerlo sin herirlos. Alvaro, muy agudo, completó mi frase y dijo "para eso estamos acá, macho, para que no vuelva a ocurrir". Así era él, de pocas palabras, hepático, quien sabe por eso estudió ingeniería. Su aspecto era el de un galán de cine indio en película holliwoodense made in Mumbai. “R.K. Kumar” o “J.P. Sharma” podría haberse llamado. Era el vivo retrato de la industria cinematográfica india de los setenta, alto, tez clara, ojos grandes, boca imponente, barba densa pero afeitada, cabello lacio con raya al costado y aprehensivo. Pero era español, y a pesar de estar viviendo catorce meses en Delhi, no sabía qué hacer con ese rostro y ese cuerpo que la vida le había dado. No le gustaban las indias con sus cabellos negros y largos, con sus símbolos sobre la frente. No le gustaban las pestañas enormes y rizadas que parecían flotar como papalotes sobre los labios más hermosos que Dios sobre la tierra había creado. No le gustaba el sabor a chile verde de sus besos ni sus ojos negros, grandes y expresivos. “Las indias son las mujeres más lindas del mundo”, le repetía, pero él, con su rostro cinematográfico, sólo pensaba en Martha, hermosa y circunspecta. Alvaro sólo pensaba en ella y Martha

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“¿cómo van las cosas, Julio?”, saludaba cada mañana “¿Pudiste con todas?”. Martha era… un cabello castaño y una sonrisa bien delineada, con acabado de lujo, como de enciclopedia o diccionario ilustrados que transmitía una serenidad que inundaba. Cuando hablaba, las frases parecían rumbo a atropellarse unas a otras, pero nunca sucedía, sólo las pronunciaba muy juntas, apretadas, y por eso sus expresiones estaban siempre pobladas de conceptos claros y con sentido. Durante la cena, el momento más agradable de la jornada, sentados frente a una mesa larga y arreglada con esmero por los Sherpas 2, con detalles de flores y otros perifollos que tenían siempre muy en cuenta, Isabel, española al fin ya al cabo, tomaba mi plato y ponía en él mucha comida. “Basta preciosa, basta”, reclamaba, “mira que estoy en la edad del "desenrrollo"”, pero ella no hacía caso a mis súplicas y siempre me obligaba a cenar más de la cuenta. Mónica reía asombrada de mi voracidad. “Con ese apetito”, se burlaba, “¿por qué no has crecido más?”, y yo feliz, porque Moniquita se había burlado de mí. “Esa

2 Los Sherpas son personajes muy importantes en toda expedición en Nepal. Tienen

un jefe y se dividen en escaladores (que colocan sogas, cargan equipo, abren huella,

etc.), cocineros y soporte en el campamento base.

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foto que te tomé con la hoja de marihuana atada al ala de tu sombrero va a salir genial, flaca”, le decía, y ella reía, reía como una aparición en medio de una nebulosa. “Búrlate otra vez Moniquita, mírame bien, no sólo soy pequeño, también tengo la nariz grande, el pelo grueso e hirsuto, estoy gordo y tengo el cuerpo lleno de cicatrices, el tamaño de mis pies no tienen relación con mi estatura, búrlate, qué demonios, después verás, cuando agarre confianza verás, tomaré mi guitarra y zas, te lanzaré a quemarropa mi mejor canción”: “De niño te conocí, entre mis sueños queridos...”, “porque el hombre es como el oso, Moniquita, mientras más feo, más hermoso”. La parquedad de Mónica se me había hecho, al principio, poco amistosa. Delgada y muy prolija, sus maneras meticulosas hablaban con cuentagotas. Me atemorizaba. Su rostro, que con rasgos semejantes al de una princesa maharani del Punjab, destilaba una belleza poco expresiva y sutil, era flanqueado por una mirada inteligente y un cabello dócil, lacio y oscuro.

***** “Sube, sube, jala, jala, fuma fuma marihuana...”, recordaba los versos de una canción que, con un par de desgarrados, habíamos cantado tantas veces en Markahuasi, “sales en busca de sol, subes a la vereda, la

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gente camina en Lima echa una mierda...”. Los primeros dos kilómetros habían sido benévolos, muchas casitas, tiendas y bazares, restaurantes, hostales y comedores, alojamientos especiales de lujo por 30 rupias la tarima con colchón y 15 sin colchón, “llegas hasta Chosica, un camión te está esperando, las cosas que te olvidaste ya se quedaron...”. Caseta de peaje en los Himalayas, la dolorosa, a pagar se ha dicho, carajo, apenas me quedan quinientas rupias, da lo mismo, el loco Luque iba semanas enteras a Markahuasi sin un centavo en el bolsillo y alimentaba su alforja con los tomates y las verduras que robaba a las caseras del mercado de Chosica. Si él pudo ¿por qué yo no?, después de todo, de allí en adelante todo sería subir, caminar, comer, dormir, sólo contaban el corazón, las piernas y los pulmones, “y que importa la gente que no ha llegado, y que importan los huevones que se quedaron...” “y esta subida como cansa, Beatriz”, pero Beatriz, pequeña, delgada, fuerte, esbelta, estaba muy lejos para escucharme, siempre adelante, “como cansa ¿no, Isabel?”, pero Isabel también andaba muy lejos para escucharme, siempre atrás, “cómo cansa, Moniquita ¿no?”, había que tratarla con cuidado. Alvaro y Martha iban a su aire, abrazos y besitos por doquier, los besitos alimentan ¿no, amigo?, son como el curry que se le pone al cordero, el ajicito del anticucho, la sarandaja del cevichito, así son los besos para el amor, le dan sabor, lo alimentan, son

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mejor que una barra de chocolate para reponer las energías o, según dicen, combatir la depresión, mejor que esas vitaminas gringas que tomabas en tu época de gymboy, mejor que todo. “A esto llamo yo, a esto llamo yo, una cita en Markahuasi...”. No se porqué pero la melodía se me ocurrió que era parecida a uno de las composiciones de Los Mojarras, los ídolos de la Lima marginal y El Agustino, allá donde los montes han sido ya habitados. Tal vez por eso fue que recordé a Los Mojarras en Nepal, por las montañas, y tal vez por eso fue que los ojos de Chuda se me antojaron llenos de luz y su sonrisa una veta de marfil, una mazorca de maíz de dientes diminutos hervido. Tal vez por eso fue que a Isabel le había gustado tanto y creo que hasta le había tomado cariño. Chuda llevaba con él las mochilas pequeñas y su responsabilidad era guiar a Isabel y hacerla llegar sana y salva hasta el final de la expedición, fácil tarea para un nepalés acostumbrado a subir laderas pronunciadas en medio de la lluvia con 60 ó 70 kilos sobre la espalda. Chuda sonreía, bromeaba, contaba chistes, saltaba, cantaba, daba todo de sí a Isabel, en nepalés, re sham firirí, re sham firirí se le escuchaba, consiguió una vara de bambú para ella, delgada y resistente, le enseñó como tomarla, como pisar, como caminar. Mientras cantaba para ella le ayudaba a cruzar los riachuelos y los senderos estrechos y resbaladizos. En eso nos parecíamos, y por

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eso nos hicimos hermanos, el mismo Chuda lo dijo, me llamó guru, hermano, y ambos, sin saberlo ni habernos puestos de acuerdo, cantábamos para Isabel… con mi guitarra.

***** “¡Esos calzoncillos de algodón son lo más antisensual que he visto en mi vida! ¡He comprado unos nuevos para tí! ¡Usarás éstos y los otros, cuando vuelvas de Nepal, los echarás a la basura! ¡No quiero verlos!”.

Y yo;

- “Pero blanquita, son comodísimos, y además no están hechos de cualquier algodón, ¡son pima! ¿sabes lo que es pima? el mejor algod...”

Pero el pima poco importaba a Christine, especialmente cuando ya no teníamos nada puesto encima, y la verdad a mí tampoco. “S’il vous plait, s’il vous plait”, la escuchaba susurrar, “dame un besito aquí, en la espalda”, “s'il vous plait”. No usarás más esos calzoncillos horribles, s'il vous plait”.

*****

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La primera noche se desató una tormenta. A Isabel le había tocado en suerte dormir conmigo, mejor dicho, junto a mi, sólo, pero igual yo estaba feliz. Tenía un culo hermoso, unas nalgas firmes y abundantes. No eran como las de esas modelitos top fashion, escuálidas y subalimentadas de la televisión y que a los peruanos no nos gustan. Isabel era una mujer, lo que se dice una mujer, imponente, sensual, generosa y no le importaba acercar su cuerpo al mio para eso del intercambio de calor.

“Isabel”, le dije, “¿me das una rascadita de espalda?”. Por eso estaba contento, qué alegría, calor natural y con aroma a sándalo, “rasca, rascame aquí, sí aquí, ráscame aquí, izquierda, derecha, abajo, abajo, arriba, masajito, eso es, eso es”.

“¡Isabel!” un grito cortó la oscuridad y se coló casi

imperceptible en la carpa, atravesando los truenos. “¡Isabel!”, se oyó otra vez, “¡Isabel, tenemos

miedo!”. Y cinco minutos después estaba yo aplastado entre

tres chicas españolas que temblaban de miedo y de frío.

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“¡Isabel!”, grito Beatriz ya dentro de la carpa, “¡aviso, aviso, para mí se acabó el trekking!”.

“Y para mí”, masculló Mónica. “¡Isabel, tenemos miedo!”

“¡Isabel también se queda, trekking de cojones!”, dijo Isabel.

Y yo, por la gran puta, qué hago medio desnudo

entre estas tres mujeres. “¡Isabel!”, esta vez era yo quien gritaba, “déjame abrazarte un poquito, se me congela el potito, no ves que con las justas llevo un calzoncillo”.

“¡Uy, qué peligroso!”, dijo Beatriz, tocándome entre el hombro y la espalda, y yo

“¡Isabel!”, y ella

“¡Ponte los pantalones!”,

“¡Pero no tengo! ¡todo está mojado, Isabel!... Isabel...

déjame abrazarte un poquito, por favor, mira que Beatriz está muy flaquita, no abriga, y Mónica me da miedo”.

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Y abracé a Isabel, la abracé como un niño a su juguete, la saboreé secretamente y, sin tocarla, la sorbí. Después quedé dormido sobre su hombro, como un niño, como un niño indefenso, llegó la mañana y yo seguía allí, como un niño, abrazado al hombro de Isabel.

Desde aquella noche, empecé a llevarme mejor con todos, y especialmente con Beatriz. Pequeña, rubia, delgada, nacida y críada en un hogar de pulcros modales. Con sus ojos bellísimos cuestionaba mi concepto del espacio mínimo personal, no tan distante como el de ella. Aprendí a no aproximarme demasiado y ella a admitir acercamientos ocasionales.

El monzón, que la primera jornada nos había amedrentado hasta el terror, había amainado. Tal vez fueron los ojos lapizlázuli 3 de Beatriz, como el cielo de Huamanga, o el entusiasmo de Isabel, la sonrisa perfecta de Martha o una orden de Alvaro. Quien sabe Mónica o mi aliento cordillerano. Tal vez.

*****

3 Marco Martos, en “Cabellera de Berenice” ofrece esta hermosa analogía refiriéndose

al color del cielo de Ayacucho. En todo caso, los ojos de Beatriz, color lapizlázuli, eran

como el del cielo de Huamanga.

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La segunda noche fue la del romance con el nevado. Así me lo dieron a entender dos cargadores, tu cabello nepalés, guru, tus ojos también, tú mismo puedes ser nepalés, guru, te gustan las montañas, que lindo, las montañas gustan también de tí, guru, me decían y se alejaban cantando re sham firirí, re sham firirí, la ternura se me descolgaba del pecho, re sham firirí, re sham firirí, mi imaginación convocaba a Christine, ah, blanquita, si estuvieras aquí, tomaríamos tu violín y mi guitarra y resham firirí, haríamos bailar a los serpas , resham firirí, cantaríamos con Chuda, si estuvieras aquí.

*****

El calor de Gorepani y su verdor habían quedado

cuarenta y ocho horas atrás. Ahora estábamos sobre la cima de una colina a cuatro mil setecientos metros sobre el nivel del mar, en la falda de los picos nevados de los Himalayas, que parecen apenas empezar allí donde otras montañas ya han dejado de crecer. El atardecer naranja que nos ofrecía un cielo puro y despejado era lo único que nos hacía soportar el penetrante frío del lugar. El nevado Anapurna estaba allí, con sus más de ocho mil cien metros, y eramos los únicos que, en las dos últimos meses, lo podían ver.

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*****

- “Hijito, ¿dónde andas? ¿por qué no me has llamado?” - escuché por el teléfono la voz de mi madre que hablaba desde la casa de mi abuelita en Lima. – “Estoy en Nepal, vieja, caminando en los Himalayas”.

- “Ay, hijito, si justo quería hablar contigo para decirte que no vayas a subirte a esas montañotototas que hay por allá, no te vayas a caer” - dijo suplicante – y después de recitarme en tres minutos un breve resumen del manual completo del buen explorador alternado con pequeñas plegarias y pasajes de las bienaventuranzas y el yo pecador – “te va a hablar mi mamá” – anunció. - “Aló, aló, cholito, hijito, te habla tu Mamá Rosa 4, ¿cómo estás, chinito?. Gracias por tu cartita y por los peomas y el libro de Tagore. Julito – la voz de mi abuela tenía el divertido acento peruano de la costa norte - estábamos queriendo hablarte para que no te vayas a subir a esas piedras tan altototoootas, mira que tu eres

4 Rosa Jorge, madre de mi madre, única sobreviviente familiar de la generación

nacida a principios del siglo 20. Amante de la poesía y el arte, solía recitar en la

escuela, allá en los años 20, versos de Rabindranath Tagore, el fabuloso Premio

Nobel de Literatura bengalí. Hoy, lúcida a sus 93 años, su sensibilidad poética y su

trajinada y rica memoria aún nos permite disfrutarla.

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medio alocado y luego te puedes caer como el Maqueño 5 y se jodió el joven”. Yo las había llamado desde un villorrio que tenía una bodega muy bien surtida, un bebedero, unas casitas y un alojamiento especial de lujo frente al cual nos habíamos detenido para descansar. Era un caserío que tenía nombre de medicamento para los riñones o desinflamante de las vías urinarias, Urani.

***** Los sherpas dijeron que la jornada sería fácil, apenas tres horas y media y todo down down, bajadita no más, sí, pero primero fueron varias horas up up, subidita no más, en senderos estrechos, resbaladizos e infestados de sanguijuelas que habían decidido hacer de nosotros su festín del día.

La verdad, nunca antes había visto una sanguijuela tan de cerca. Ni tan de dentro. Los sherpas nos proveyeron de unos varas de madera que en la punta

5 Maqueño, Mariano Jorge, hermano de la Mamá Rosa, recurrido personaje de la

tradición familiar y asiduo asistente a la única sala de cine de Sechura. Admirador de

las películas de cowboys, John Wayne y, como el decía, “otros gringos más”. Fino

orfebre y mejor joyero, rechazó durante toda su vida emigrar a los Estados Unidos en

donde pudo haberse hecho muy rico. “Yo, a mi Sechura”, decía, “¡no la cambio ni por

mil Nuevayores!”.

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llevaban atada una bolsita con sal humedecida. “La sal, lo único que las mata”, nos advirtieron, “sólo tóquenlas y caerán muertas”. “Armas biológicas”, pensé, y decidí desarrollar mi propia estrategia de guerra. Caminaba rápidamente y con extremo cuidado, usando una rama, limpiaba mis zapatillas siguiendo una rutina que se repetía cada diez minutos. El primer día lo hacía con asco y, a partir del tercero, con despreocupación. Sin asomo de repulsión, aprisionaba los bichos entre mis dedos y los mataba aplastándolos contra las rocas. “¡Malditas chupa sangre!”, refunfuñaba. Cuando me detenía para descansar, trotaba sobre el lugar en que estaba parado. “No quiero que se suban estas desgraciadas”, gritaba, pero las desgraciadas eran sordas y de alguna manera se las arreglaban. Se adherían primero a la huella de mi calzado para luego trepar lentamente sobre el tejido de los calcetines y los pantalones. “¡Mierda!” dije, cuando descubrí una mancha roja en la parte interna de mi tobillo derecho. Me desprendí de la zapatilla y el calcetín y encontré una robusta sanguijuela, más redonda que larga, que chupaba mi pellejo con fruición.

“¡Mátala, mátala!”, me decían. Pero no podía matarla. No una sanguijuela cualquiera. Era la mejor de

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todas. Había logrado eludir todos mis cuidados y burlar mi estrategia. Una campeona. Se había deslizado, así, de canto, entre el tejido de algodón, trabajosamente estoy seguro, y alcanzado mi tobillo. Luego, había explorado el terreno, hecho medidas quién sabe, rentabilidad de la perforación, tasa de retorno de la inversión, escalas crecientes y decrecientes, impacto ecológico, cartera pesada… y se había instalado justo en la mejor vena, en la vena más caudalosa, gorda y pronunciada del vecindario. En buena lid, yo había sido vencido. Me la arranqué sin sentir repugnancia y la dejé sobre unas hojas y le perdoné la vida. Sobre mi pie, quedó al descubierto un hoyo redondo, perfecto, por el que manaban algunas gotas de sangre. Solamente Mónica resultó ilesa. Llevaba unas botas enormes, unos pantalones muy gruesos y tres calcetines que llegaban hasta sus rodillas. La sanguijuela que más cerca estuvo fue una que encontramos en la zona trasera de su muslo, “es un sanguijuelo”, le decía. Era también un buen ejemplar. Fuerte y voraz.

***** - “Oiga niño, me voy dos días antes, disculpe ah, escuché por el teléfono, el siguiente vuelo no sale hasta el

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viernes y yo no puedo perder la cita que tengo el miércoles en Ginebra, y lo de España ya no podrá ser, disculpe ah”, seguía diciendo, “ya envié todas mis "malas" 6, cuando llegues conversamos, ah. Dime, ¿has usado los calzoncillos que te regalé?, ¿has comprado algunos más? hoy día hice tiras el que dejaste en casa antes de irte para Nepal”, click.

***** La última noche empezó temprano por la tarde. Todos reposábamos sobre el pasto de una pequeña pradera en la que habíamos levantado las tiendas de campaña. Mónica se arreglaba las uñas de los pies. Isabel y Beatriz dormían a pierna suelta. Martha y Alvaro, ensimismados, miraban el horizonte montañoso. Frente a nosotros, unas mujeres cosechaban arroz. Yo me instalé muy cerca al acantilado para, sin ser molestado, observar las terrazas que generaciones de nepaleses habían dibujado sobre las laderas de los cerros, los surcos y los vestidos multicolor que parecían sostener el paisaje, dándole armonía y esculpiendo cada rincón. Era nuestra última jornada con los nepaleses y, por ello, la noche empezó temprano por la tarde, como a las tres.

6 Christine quería decir maletas. Ella conocía la diferencia, pero le daba igual. Era “su”

palabra.

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Hastiado del sol y la pradera, caminé hasta una pequeña habitación que había sido construída sobre un peñón y debajo de la cual se había construído una ducha. Al llegar, advertí que uno de los cargadores más recios, acompañado por otro que lo miraba, había tomado mi guitarra e intentaba algunos acordes. No se percataron de que, hacía pocos segundos, yo los contemplaba a sólo dos metros de distancia. El de la guitarra tenía los ojos pequeños y rasgados, y unas manos poderosas y muy toscas. El otro, el que observaba, era viejo y tenía la piel muy oscura y curtida, las piernas delgadas, el culo pequeño y un ojo más grande que el otro. Nosotros lo habíamos bautizado como "el tuerto", pero sus compañeros lo llamaban, con respeto, "the old man”. Cuando repararon en mí, el de la guitarra se intimidó y nerviosamente quiso devolvérmela. La tomé pidiéndoles que se quedaran conmigo, que íbamos a cantar juntos, que me enseñaran como era aquello de re sham firirí, re sham firirí, les pedí, sing, sing, please, no me entendían, no hablaban inglés, sing, my friend, no entendían ni jota pero yo insistía y seguro que entendieron mi entusiasmo y el tuerto, digo, el viejo, entonó con una voz pastoza pero bien formada la melodía que Chuda había estado cantando durante cuatro días

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para Isabel, re sham firirí, re sham firirí... Aún más hermosa se escuchaba en su voz y recordé a aquel maestro de guitarra andina que me enseñó un huayno ayacuchano de esos bien llorones y telúricos que yo, costeñito, desteñido, misti, creí haberlo interpretado con fidelidad, hasta que me aclaró que estaba bien pero que tenía un sabor a bolero cantinero que no sé qué, re sham firirí, re sham firirí, la voz del viejo me apartó de los recuerdos y, de pronto, ya no sólo éramos tres en la habitación sino todos, estaban mis compañeros, los sherpas, el cocinero con una gallina en cada mano rumbo al matadero, los cargadores, toda la expedición, un borracho mequetrefe y algunos niños de las villas de alrededor, apretujados, cantando y bailando desde Adiós, Pueblo de Ayacucho hasta re sham firirí, la guantanamera, trishulima buneka chakati y una que otra sevillana. Más tarde, en la cena, nos obsequiaron una torta de vainilla cubierta con caramelo que, por ser el mayor de los sahibs, hube de dividir en varias tajadas. Y la fiesta continuó en un rincón de la pequeña pradera, frente a la cocina. El sherpa mayor se vistió de rojo y dibujó sobre sus pómulos dos corazones que coronó con unas gafas para sol. Chuda, siempre el más alegre y dispuesto a hacernos reir, hizo del mantel de la mesa una falda, cubrió su cabeza con un pedazo de tela de manera semejante a

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los vestidos de las mujeres del lugar y, con el sherpa mayor, también bailó para nosotros y nosotros para ellos. Y hasta el viejo bailó y también Devi, el más jovencito y apuesto. Isabel, como era usual, dió rienda suelta a su gracia española y a su encantadora personalidad y bailó con los sherpas, con Chuda, con Devi, con el viejo, bailó mucho, todos la queríamos por su forma de caminar, hablar, reir y bailar y por eso, esa noche, volví a cantar y cuando lo hacía, lo hacía para ella, para Isabel, para su humanidad, para sus ojos cantábricos y sus labios generosos, para su aire de mamá grande y su ternura. Cerca de las doce fuimos todos a dormir. Nuevamente compartí la carpa con Isabel, pero esta vez no hacía frío, ni calor ni le pedí que me dejara abrazarla un poquito, tan solo que me rascara la espalda, lo que hizo con cariño, y me tendí boca arriba y con los ojos cerrados, sobre mi bolsa de dormir pero sin lograr conciliar el sueño. Pensaba en Christine, ¿dónde estaría en ese instante?. La expedición estaba por terminar, ¿me habría echado de menos? Me pareció oirla frotar su violín, oh, Christine, ¿por qué las cosas tuvieron que ser así?. Mira todo lo que tenemos en común, la música, la poesía, el canto, el baile, los huevos fritos y el chocolate. A mi me enseñaron que dos personas así se deben enamorar. Pero se cruzaron esos chiles jalapeños que pican dos veces y

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cambiaste nuestro “bésame mucho...” por su “soldado de levita...”,

Christine cantaba, prefería los boleros, “bésame mucho...”. Y otra vez, aunque ahora sin previo aviso, abracé a Isabel y ella, linda Isabel, entendió, entendió como si hubiera estado en mis pensamientos, no se quejó, me acarició la cabeza y nos acurrucamos, muy cerquita, como dos hermanitos, “re sham firirí, re sham firirí”, se oía lejana la voz de Devi que le había tocado hacer guardia, clin clan, clun clan, se oía también la guitarra que Devi había tomado para matar el rato, clin clan, clun clan, una y otra vez, re sham firirí, re sham firirí, y tal como lo hacen los cóndores sobre las quebradas rocosas allá en el Colca, el cansancio batió las palmas vigorosamente sobre nuestras cabelleras para, en medio de una explosión de colores, venir y posarse dulce y suave sobre nuestros párpados. Dos días después llegué a Delhi y volví a ver a Christine delante de una taza de café. Ella descubrió que ahora conmigo venían historias, imágenes, cientos de ojos rasgados sobre la espalda, miles de hectáreas de campos de arroz entre los dientes, montañas boscosas, pinos azules, animales, figuras míticas, muchachitas amables y sorprendidas, un pueblo orgulloso y canciones en

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nepalés. Re sham firirí, re sham firirí, había llegado silbando al aeropuerto y soplando de rato en rato, una flauta de caña que había comprado en las montañas, re sham firirí, re sham firirí, recordé que la última noche en las montañas había descubierto que re sham firirí algo tenía que hacer con las mariposas, Chuda así me lo había explicado cuando se lo pregunté y se me ocurrió que Christine era más o menos eso, inconstante, juguetona y danzarina como las que veíamos en los caminos, inquietas y con las alas aceitunadas. El lunes vino a casa a despedirse de mí. Entró a mi habitación. Con un suave aleteo llegó. Traía los labios sedientos. También un capullo azul y blanco del cual se desprendió sin permitirme siquiera preguntar. Tomó de mí lo que le pertenecía, casi todo. Se recogió el cabello, atavió su dentadura con una fracción del día y sonriendo, antes de marcharse, nos desnudó. Y mientras frotaba su piel contra la mía del mismo modo que lo hacía con las cuerdas de su chello, me arrancó las palabras de un tirón y echó al cesto de basura toda mi ropa interior.

También tomó una camiseta rosada que le gustaba mucho porque hacía juego con sus rodillas. “Si la quieres -me dijo- te espero en Londres, allí estaré”.

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