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Nacido en Vinland

Manuel Velasco

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Titulo: Nacido en Vinland

Autores: ©2012 Manuel VelascoResponsable editorial: Isabel López-Ayllón Martínez

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ISBN Papel: 978-84-15747-13-0

ISBN Impresión bajo demanda: 978-84-9967-431-5

ISBN Digital: 978-84-9967-416-2

Fecha de publicación: Noviembre 2012

Impreso en España

Imprime: Ulzama Digital

Depósito legal: M-34.833-2012


Índice

Nacido e N ViNlaNd ...................................................... 9 Vínlandsbarnid ..................................................... 11Mi abuelo Erik ...................................................... 13Nueva vida en Groenlandia ................................. 19Mi tío Leif ............................................................ 25La nueva tierra ..................................................... 33Siguiendo los pasos de Leif .................................. 39Nacer en Vinland .................................................. 43El fin del sueño .................................................... 49Noruega ............................................................... 53Nueva vida en Islandia .......................................... 59Elfos y sagas ......................................................... 65Epílogo ................................................................. 69

islaNdia, Groe NlaNdia y ViNlaNd .................................. 71Ingolfur Arnarson, el pionero en Islandia ............ 73La colonización de Groenlandia ........................... 77Los viajes a Vinland .............................................. 83¿Dónde estuvo Vinland? ....................................... 89Otros textos sobre Vinland ................................... 91

Glosario ................................................................ 93


Nacido eN ViNlaNd


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Vínlandsbarnid

Islandia es una gran isla de volcanes y glaciares, de aguas termales que surgen del interior de la tierra y aguas géli-

das que se precipitan por las cataratas camino del mar, de veranos con luminosas noches e inviernos de tenebrosos días. Dicen que es como si Dios, al crearla, hubiese querido unir los extremos más opuestos.

Y aquí es donde vivo. Me llamo Snorri y soy hijo de Karlsefni y de Gudrid, aunque mucha gente me conoce más por ser sobrino de Leif el Afortunado o el nieto de Erik el Rojo. Y la verdad es que si no hubiera sido porque mi tío llegó a Vinland y años más tarde mis padres siguieron la misma senda a través del mar, seguramente mi existencia hubiera pasado desapercibida entre los muchos niños que pueblan Islandia.

Y es que soy el único niño que nació en aquella Vinland, lo que me da una peculiaridad contra la que ningún otro puede competir. Otros chicos tal vez puedan remar a mayor velocidad o lanzar piedras con puntería más certera o me-morizar poesías más largas que yo, pero ninguno de ellos puede decir que es Vínlandsbarnid, ‘el niño nacido en Vin-land’.

A mí, mejor que a nadie, me corresponde contar la histo-ria de aquellos viajes que emprendieron hombres y mujeres intrépidos, enfrentándose a lo desconocido y a cualquier peligro que surgía a su paso. Y creo que es justo que em-piece ocupándome de mi abuelo, Erik el Rojo, uno de los


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hombres más recordados de los tiempos vikingos. Yo no llegué a conocerlo, pero he oído tanto acerca de él y me lo he imaginado tantas veces, que puedo considerarlo como alguien muy cercano a mí.


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Mi abuelo Erik

Mi abuelo Erik Thorvaldsson, al que llamaban el Rojo por el intenso color de su pelo y su barba, nació en

una región llamada Jadar, al suroeste de Noruega, lejana tierra allá al otro lado del océano, de donde partieron tan-tos nórdicos para poblar las islas atlánticas. Primero fueron hacia las más cercanas, como las Feroe, las Shetland o las Orcadas, para llegar más tarde a Islandia, una gran isla deshabitada que prometía una vida próspera y libre donde comenzar una nueva vida, a pesar del nombre tan poco alentador: «Tierra del Hielo».

Resulta muy curioso que Islandia y Groenlandia sean los únicos países conocidos de nuestro tiempo sin un monarca que los gobierne. Eso se comprende fácilmente cuando se sabe que la mayoría de quienes llegaron hasta aquí huían del terror impuesto por algunos reyes norue-gos, sobre todo aquel Harald al que llamaban el de Hermosos Cabellos. Pero la ausencia de un soberano con una corona sobre la cabeza (según me ha dicho mi padre, que ha via-jado mucho, resulta inaudita en casi todos los lugares), no quiere decir que cada cual pueda hacer lo que se le an-toje sin rendir cuentas a nadie. Nada de eso. Los colonos noruegos trajeron consigo su propio código de leyes y crearon una asamblea, el Althing, donde todos los hombres libres se reúnen una vez al año para tratar de leyes y juzgar a la gente que ha sido acusada de cometer algún crimen. También es el lugar donde se proclamó el nacimiento de


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Islandia como nación; por eso, para todos los que aquí vi-vimos es un símbolo muy especial.

Al igual que en Noruega y en otros países nórdicos, hay otras asambleas regionales, pero el Althing es, con mucho, la más importante de todas. Yo voy con mi familia todos los años, aunque, en lo que a mí respecta, lo principal son las


Mi abuelo erik

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fiestas que allí se organizan al margen de los juicios o las opiniones de los que quieren hablar delante de todos: hay titiriteros, comediantes, recitadores de versos, artesanos; y muchas competiciones deportivas. Y amigos, muchos ami-gos que vuelvo a encontrar tras un año de ausencia y que quieren que una vez más les cuente la historia de los viajes a Vinland.

Pero sigamos con mi abuelo Erik. Cuando llegó a Islandia contaba con catorce años. Acompañaba a su padre e imagi-no que no fue un viaje muy placentero. Ellos no salieron de Noruega voluntariamente, al menos no tan voluntariamente como lo hicieron otros. Su padre había cometido un crimen por el que la Asamblea de su región decidió expulsarlo. El exilio es la peor condena para un nórdico, que de pronto se ve privado de su tierra y de los lazos familiares y de amistad. No tenían una familia en otro lugar que los pudiese acoger en aquellos momentos de necesidad, así que se embarcaron hacia esa nueva isla de la que tanto se hablaba por aquel en-tonces: Islandia, que para muchos ya se había convertido en una especie de tierra de la segunda oportunidad.

Cuando llegaron, se establecieron en Drangar, en la pedre-gosa región de Strandir, al noroeste de la isla. Posiblemente se sintieron bastante defraudados. No era precisamente la mejor tierra de la isla, ya que los primeros colonos se ha-bían repartido la buena entre ellos casi cien años antes. Era una zona bastante inhóspita y el carácter más bien colérico del padre de Erik no ayudó mucho para acostumbrarse a las duras condiciones que aquella tierra proporcionaba.

Pasó algún tiempo. Su padre murió y Erik se casó con Thjodhild. Cuando tuvieron a su primer hijo, Leif, se fue-ron a vivir a una tierra mejor, más al sur. Ese fue un cam-bio importante pero, aun así, la vida siguió sin sonreírle. Como si el cruel destino le hubiese seguido hasta allí, se repitió la misma historia que en Noruega con su padre: un doble asesinato cometido en un momento de ofusca-ción hizo que mi abuelo fuese juzgado y desterrado por la Asamblea.


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He escuchado a mucha gente decir que ellos hubieran hecho lo mismo en su lugar, que la culpa la tuvo la otra familia y que, de no haber sido tan rica e influyente, mi abuelo nunca hubiera sido condenado.

El caso es que sí lo fue. Así que hizo una fiesta para des-pedirse de sus amigos. Al día siguiente embarcaría buscan-do una tierra que un tal Gunnbjorn Ulf-Krakason juraba haber vislumbrado a lo lejos cuando fue arrastrado por una tormenta. Pero sus amigos de verdad no quisieron dejarlo solo, ni perderse aquella prometedora aventura.

De ese modo llegaron a la gran isla vecina, donde queda-ron cegados por la claridad que reflejaban las masas de hie-lo que cubrían las altas montañas y que, en algunos casos, llegaban hasta el mismo mar. Recorrieron los innumerables fiordos buscando tierra de pastos, que simbolizan mejor que cualquier otra señal la fertilidad de una tierra y que tan necesarios son para nuestro tipo de vida. Como era verano, sin duda contemplaron, como he hecho yo en otras ocasio-nes, la caída al mar de enormes paredes de hielo, que des-pués forman esos icebergs que van a la deriva por el océano durante semanas, derritiéndose poquito a poco hasta que vuelven a formar parte de la inmensa masa de agua de la que una vez salieron.

Por fin llegaron a un profundo fiordo rodeado de hierba y flores. A petición de sus hombres, Erik accedió a darle su propio nombre y así se le conoce desde entonces: Erikfjord, el fiordo de Erik. Allí establecieron el refugio principal des-de el cual continuar las exploraciones por la costa de aquella inmensa isla.

En total, pasaron allí dos inviernos y, durante las corres-pondientes primaveras y veranos, exploraron y estudiaron la viabilidad de que gente como ellos, descontenta de Is-landia, pudiera establecerse en aquella zona. Encontraron verdes valles, ríos con abundante pesca y el mar rebosante de focas y ballenas. Y les pareció un lugar tan bueno como en otros tiempos fue la mejor tierra de Islandia; allí se podía


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fundar una colonia lo suficientemente próspera como para que diese lugar al nacimiento de un país independiente.

Pero para eso tenía que llegar mucha gente. Y, ¿qué mejor reclamo que llamar a esa isla Groenlandia, «la Tierra Verde»? Ese nombre evocaba todo aquello que a muchos islandeses llegados en los últimos tiempos les gustaría tener. Tal vez no fuese la forma más adecuada de llamarla, si tenemos en cuenta que el nombre de un lugar debe señalar alguna característica esencial de este. Y verde, lo que se dice verde, no había tanto como para dar esa denominación a toda la isla. No hubiera sido mala idea que Islandia y Groenlandia intercambiasen sus nombres...


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Nueva vida en Groenlandia

Al tercer año, cuando Erik ya había cumplido su con-dena de destierro temporal, regresó a Islandia a dar la

noticia, no sin antes adjudicar a cada uno de los compo-nentes de la expedición una parte de las tierras que más le gustaban.

Al llegar, no le faltaron palabras grandilocuentes acerca de las posibilidades de la nueva isla. Él sabía muy bien lo que muchos islandeses descontentos querían oír. Y estos no eran sólo quienes tenían malas tierras, ya que, según nuestras leyes, el hijo primogénito es el único heredero de las pro-piedades que deja un padre al morir, por lo que los hijos posteriores tienen que permanecer en la granja sometidos al mandato del hermano mayor. Por eso, muchos hombres estaban deseosos de una oportunidad como la que Erik el Rojo les ofrecía para tener su propia tierra y ser dueños de su destino.

Algo parecido había provocado algunos siglos antes el es-tallido de los vikingos asaltando las costas europeas, cuando había demasiados jóvenes llenos de energía que práctica-mente sólo poseían su nombre. Así que se echaron al mar. Primero fueron rápidas expediciones veraniegas que asalta-ban las costas de Inglaterra, de Frisia o de Irlanda. Muchos volvían ricos; otros muchos no volvían. Pero el riesgo no era algo que los amedrentase. Las crónicas de los monjes, aterrorizados frente a aquellos diablos salvajes, les hicieron merecidamente impopulares en todas partes.


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Después, algunos vieron la posibilidad de instalarse en las tierras que asaltaban e incluso comenzar a poblar las islas deshabitadas, y así se fueron estableciendo colonias cada vez más alejadas de Noruega. Mi padre dice que casi todos ellos eran hombres con los lógicos y humanos deseos de prosperar por sus propios medios. Y es que los nórdi-cos no sólo sabemos guerrear, como dicen algunos. Somos además buenos granjeros, vivimos de lo que da la tierra y el mar. Y también somos buenos artesanos y comerciantes. En nuestros mercados se intercambian todo tipo de productos de cualquier lugar del mundo. Para prosperar sólo necesita-mos un trozo de tierra donde construir nuestra granja y un barco para salir a comerciar. Así ha sido desde hace siglos. Así lo han hecho mis antepasados.

Mi padre tiene un mapa del mundo conocido, donde están señalados los lugares por los que suelen moverse los mercaderes nórdicos. Ciertamente no hay mucha tierra que nos esté vedada. Y desde esos mercados, otros comercian-tes llevan nuestros productos hacia el sur de Europa o hasta ese Oriente misterioso por donde circulan las caravanas que atraviesan los desiertos. Quién sabe en qué manos acabarán las cuerdas que ayudo a hacer a mi madre con tiras de piel de ballena entrelazadas…

Como he mencionado antes, mi abuelo Erik sabía muy bien que en Islandia había mucha gente valerosa, hábil y capaz, con ganas de probar fortuna si alguien le hacía una buena propuesta. Y logró convencer a suficientes perso-nas como para llenar los veinticinco barcos que partieron tras él. Así se formó Eystribyggod, la colonia oriental de Groenlandia.

La granja donde se instalaron mi abuelo y los suyos se llama Brattahlid. La casa principal tiene paredes muy grue-sas de piedra para aislarla todo lo posible del frío y de la humedad. Y es que los inviernos de Groenlandia son tan largos como en Islandia, pero más duros aún. A mi abuelo se le ocurrió hacer un pequeño canal que atraviesa los mu-ros y que permite tanto tener agua dentro de la casa como


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deshacerse de los desperdicios. También hay un gran salón, donde se celebran los banquetes cuando hay muchos invi-tados, dormitorios, almacenes y establos.

Y es que, además de la mucha gente que vivía en Bratta-hlid, mi abuelo recibía continuamente la visita de amigos, comerciantes o simplemente gente que quería conocerle personalmente. Se hizo muy famoso tras establecer aquella colonia en Groenlandia y, aunque, en términos generales, la vida allí era algo más dura que en Islandia, muchos le estaban agradecidos y consideraban un honor ser recibidos por él y permanecer unos cuantos días en su granja. Por eso, rara era la noche que no había que acondicionar el gran salón para atender debidamente a tantos invitados.

En la parte trasera hay una colina, tras la cual se levanta una pequeña iglesia y un cementerio. Esa iglesia la mandó construir Erik para su esposa Thjodhild, que era cristiana y se murió con el deseo de ver convertido a su marido que, a pesar de los tiempos cambiantes en que vivió, se mantuvo siempre en la fe de sus antepasados. Conozco los nombres de algunos de aquellos dioses, sobre todo Odín, el dios pa-dre, y Thor, el dios del trueno. De ellos aún se cuentan


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leyendas de cosas que pasaron hace mucho tiempo y que ya no tienen que ver con nosotros pero, según he oído en conversaciones de mayores, aún hay gente que les rinde culto en privado.

En el amplio embarcadero de Brattahlid están fondeados los barcos que sirven tanto para pescar como para el trans-porte de gente y mercancías. Muchos de ellos estaban ya en unas condiciones muy precarias cuando yo vivía allí, por el problema de la falta de madera. Simplemente no se pueden reparar adecuadamente. Como mucho, se les pone un re-miendo para que se mantengan a flote y se confía en Dios.

Navegan principalmente a Islandia, aunque algunos se atreven hasta Noruega o Irlanda (ambos lugares tienen en común ser la tierra de donde provienen la mayoría de los colo-nos que habitan estas islas), llevando principalmente hal-cones vivos, plumas de pato y la piel de osos polares. Así es posible conseguir las mercancías de que la isla carece, como hierro para fabricar herramientas, lino para con-feccionar telas, cereales para hacer pan y sobre todo esa madera que, si bien en otros lugares apenas tiene valor, allí es uno de los bienes más preciados. Justamente lo que más echan de menos quienes proceden de Noruega (o los que vivimos allí durante un tiempo) son los bosques, esos enormes e impenetrables bosques en los que viven infinidad de pájaros, animales y espíritus de la naturaleza. ¡Cómo me gustaría volver a estar en uno de ellos y sentirme rodeado de toda esa vida que apenas puedes ver!

Una vez escuché decir a un navegante noruego que tanto en Islandia como en Groenlandia hay tantos buenos poetas y narradores de historias debido a que no tenemos otros materiales, como hierro o madera, con que expresarnos ar-tísticamente. Tal vez sea cierto.

Dicen que cuando llegaron los primeros colonos había en Islandia unos bosquecillos de abedules, pero que, muy poco previsores ellos, acostumbrados al fin y al cabo a no tener la leña entre sus problemas habituales de superviven-cia, los talaron. Intentaron trasplantar los que traían desde


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Noruega, pero dicen que el frío no les dejó crecer. La única madera por la que no hay que pagar es la de los troncos que llegan a la deriva, arrastrados por las olas desde vete a saber qué lugar del mundo. Son muchos los que acaban varados en alguna playa, pero no suficientes para lo que necesita-mos. Cuando hay mucha necesidad, la gente incluso sale con un barco para tomarlos directamente del mar.


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