Mondo Pixel Volumen 2

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Extracto de los contenidos del segundo numero de la versión impresa de Mondo Pixel

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monDo PiXel, vol.2John Tones, eunice szpillman, Raúl Barrantes, S.T.A.R., Javier Candeira, David Catalina, Miguel Vallejo, Javi Sánchez, Don Lindyhomer, JM Heras, Adonías, Richi del Olmo, Mr. Pink, Omar Álvarez, Sergio Melero, Manuel Gabaldón, Noel Ceballos. Editorial Tébar, S.L., Madrid 2008 ISBN: 978-84-7360-320-1 Materias: 0: Generalidades, 79: Diversión. Juegos, 379.8: Tiempo libre. Ocio Formato: 17 x 22 cm - Páginas: 260

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Todos los derechos reservados. Queda prohibida, salvo excepción prevista en la Ley, cualquier forma de reproducción, distribución, comunicación pública y transformación de esta obra sin contar con la autorización expresa de la Editorial Tébar, S.L. La infracción de estos derechos puede ser constitutiva de delito contra la propiedad intelectual (arts. 270 y siguientes del Código Penal).

monDo PiXel, vol.2 © 2009 Editorial Tébar, S.L. C/ de las Aguas, 4 28005 Madrid (España) Tel: 91 550 02 60 Fax: 91 550 02 61 [email protected] www.editorialtebar.com

ISBN: 978-84-7360-320-1

Depósito legal: Diseño editorial: eunice szpillman Diseño de portada: eunice szpillman Imagen en portada © Namco Impresión:

Impreso en España. Printed in Spain

monDo PiXel es una publicación periódica en formato libro. www.mondo-pixel.com

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los contenidos que se muestran aquí, son un extracto del libro mondopixel volumen 2.

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volumen iiIntroducción enter the pixel - John Tones 11Update los sinsentidos de la distribución - Dr. Boiffard 13Update la burbuja - Mr. Pink 16Update Como pollos sin cabeza - Javi Sánchez 20Reportaje Katamari Damacy - eunice szpillman 23Reportaje religión y videojuegos - Javi Sánchez 35Reportaje wipeout - Dr. Boiffard 53Reportaje el baile de los vampiros - Adonías 71Reportaje el salto y el ritmo en mario - JM Heras, Richi del Olmo 103Reportaje mortal Kombat - John Tones 117Reportaje Half-life - Omar Álvarez 145Entrevista Abel ruíz - Adonías 155Reportaje Piratería - S.T.A.R. 177Reportaje uncanny valley - Sergio Melero 206Las Cajas de Pandora Capítulo Dos - S.T.A.R 225Crítica Bully - David Catalina 235Crítica Geometry wars 2 - JM Heras, Manuel Gabaldón 240Crítica Crackdown - Raúl Barrante 245Crítica Battlefield: Bad Company - Noel Ceballos 250Web Tim rogers - Javier Candeira 254Packshot Mondo Pixel 256

HArDCoDeHardcoding John Tones 2Out of Beta ¿Qué es lo indie? - Dr. Boiffard 3Reportaje Julian oliver - Dr. Boiffard 5Reportaje musslim massacre - Dr. Boiffard 11Crítica Space Phallus - John Tones 15Crítica Don’t look Back - Alvy Singer 16Joystick Terrorism vota Cosmos - eunice szpillman 18Barriles en la niebla A ese grandísimo ladrón - Don Lindyhomer 20

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Hace ahora un año, en nuestro número inaugural, detectábamos con satisfacción vientos de cambio para la prensa especializada. Buena parte de los miembros del naciente Mondo Pixel éramos también parte activa de Xtreme, revitalización de la icónica revista Superjuegos. En el primer párrafo de esta misma sección inaugural saludábamos el nacimiento de Edge y N-Gamer, sobre cuya ejecución teníamos dudas razonables, pero cuya existencia veíamos como un soplo de aire fresco en el empantanado panorama de la prensa especializada patria. Un año después, no queda nada de eso.

Superjuegos Xtreme dejó de publicarse en enero de 2009, entre llantos de fans y necias palmas de júbilo de los retronecios de rigor, debido a las reestructuraciones de Grupo Zeta que se llevaron por delante unas cuantas cabeceras y puestos de trabajo de la editorial. Las ediciones españolas de Edge y N-Gamer han cerrado tras una brevísima andadura, también en el primer semestre de 2006. Y en Internet todo sigue más o menos igual: seguimos sin tener en nuestro idioma equivalentes a webs no ya como la enciclopédica TIGSource o la salvajemente desternillante UK: Resistance, sino propuestas personales y voces alternativas, como Critical Gaming, The Escapist, Gameology, Grand Text Auto o The New Gamer.

En un ambiente tan aparentemente poco propicio para la disidencia como este, sabemos que Mondo Pixel es más necesario que nunca. Nuestros objetivos con este segundo volumen no se mueven ni un milímetro de las propuestas iniciales: proponer una alternativa a la prensa especializada en papel, tan inmovilista y consciente de su triste decadencia, a base de enfoques nuevos, ideas distintas y conclusiones propias. Lo conseguimos en nuestro primer volumen y

ENTER THE PIXELSegún como se mire, podríamos decir que este segundo volumen de Mondo Pixel ha llegado en el mejor o en el peor momento posible. Tiempos turbios para la prensa especializada, con la recesión económica afectando de lleno a todos los sectores relacionados con el ocio y convertida ya definitivamente en algo más que una simple excusa para justificar cinturones ceñidos. Tiempos turbios, pues, que vemos cómo conducen a políticas y posicionamientos igualmente turbios. • JOHN TONES

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por desgracia, como el panorama sigue siendo un auténtico erial, no nos costará repetir el triunfo.

Sin duda, las sensaciones más satisfactorias que nos ha proporcionado Mondo Pixel a lo largo de este primer año de vida se resumen en dos momentos. El primero, cuando acudimos a la retro euskal Party, en Barakaldo, invitados por la asociación retro Acción, a presentar nuestro primer volumen. Una vez acabamos una raquítica declaración de intenciones en aquel ambiente semiapocalíptico, la organización nos invitó a sentarnos en una mesa a «firmar ejemplares». Una actitud que nos parecía a los presentes, un servidor y eunice szpillman, exagerada, presuntuosa y que nos dejaría en evidencia delante de nuestros anfitriones. Tímidamente nos sentamos en una mesa, rodeados de ejemplares, y comenzaron a llegar lectores. Uno. Otro. Otro. Podría decir que vino más gente a la mesa que los que asistieron a la presentación. Firmamos una buena cantidad de copias, dibujamos monigotes a discreción, y comenzamos a darnos cuenta de que estábamos generando algo más que un libro sobre videojuegos diferente. Cada persona que llegaba con el libro bajo el brazo, más tarde, nos contaba sus impresiones, nos decía cómo mejorar, nos regalaba los oídos con qué cuestiones consideraba impecables, encontraba conexiones con nuestros trabajos sobre videojuegos en otros medios. Mondo Pixel no sólo estaba manifestando una opinión propia y diferente: estaba ayudando a generarla.

La segunda sorpresa que nos han dado los primeros meses de vida de Mondo Pixel ha tenido lugar en nuestra propia web. Reconvirtiendo el blog de opinión sobre videojuegos que generó este proyecto en algo más grande (un centro de noticias y avisos sobre los volúmenes impresos, además de una prolongación de la actividad que tenía el blog desde hacía años), decidimos incluir unos foros para que nuestros lectores pudieran discutir y matizar los temas del primer volumen. Para ser honestos, no estábamos convencidos de que, dada la experiencia que todos arrastrábamos de nuestro paso por otros foros especializados, fuera buena idea del todo. De nuevo, nos equivocamos de lleno. Los lectores discuten lo que leen en el libro, lo matizan y, sobre todo, lo prolongan, multiplicando su alcance mucho más allá de lo que nosotros mismos tenímos previsto. Es decir, de nuevo, Mondo Pixel no solo representa a una comunidad: la crea.

Mondo Pixel Vol. 1 fue un acto de fe por parte del equipo que lo puso en pie. Mondo Pixel Vol. 2, por el contrario, es simple energía cinética. Nos dejamos llevar por lo que nuestros lectores nos han pedido, sugerido y exigido durante los últimos seis meses. Mondo Pixel Vol. 2 es nuestro grito de «estamos aquí para quedarnos».

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Katamari Damacy, símbolo perfecto de la inabarcable y a me-nudo indescifrable historia del medio en Japón, esconde tras su aparente intrascendencia y colorido una simbología fasci-nante. Keita Takaheshi, su creador, descifra para mondo Píxel los misterios de la saga. • EUNICE SZPILLMAN

Todo lo que nos rodea tiende a la desintegración y a la erosión más profundas, y si algo tiene la naturaleza humana es que nues-tras tendencias destructivas, lejos de impedirnos arreglar cual-quier cosa que no hayamos construido nosotros mismos, nues-tro entorno natural, tienden a empeorar las cosas. La histeria de medioambientalistas preocupados por el exceso en el consumo de recursos naturales, el calentamiento global y, probablemente, la anunciada involución senil del planeta, aparentemente, podrían ser justificadas si no se hubiera demostrado que es prácticamente imposible un desaceleramiento de la maquinaria global por culpa de ese carácter destructivo tan humano. Keita Takaheshi, crea-dor de la saga Katamari Damacy, no parece sorprendido cuando hablamos de este tema. «Soy una persona romántica. Cuando entré en la universidad me empecé a preocupar acerca de los problemas medioambientales, hacer lo posible por no malgastar recursos, no producir basura... pero está claro: nada cambiará por mucho que hagamos».

Contrariamente, el guión de Katamari Damacy responde al pro-fundo sentimiento de que otro mundo es posible, que hay que cambiar las cosas y debemos reconciliarnos con El Todo. Keita nos sitúa en un universo ficticio, gobernado por un ser superior

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JE chiflado, excéntrico y alcohólico que un día, bajo los efectos del éter, destruye a base de whiskazo todas las estrellas y planetas de la galaxia. El Rey De Todo El Cosmos es el protagonista de nuestra historia, y es curiosa la utilización de la palabra Cosmos en lugar de Universo para designar un sistema devastado por la suprema-cía de un chalado, el animal que mejor se ha adaptado al medio -en definitiva: un humano- que comete una torpeza. Al día siguiente, la resaca le hace darse cuenta de la locura que ha cometido y es entonces cuando decide encargarle a su hijo, El Principe, que baje al planeta Tierra -que casualmente se ha salvado- para extraer recursos y de este modo reconstruir la galaxia. ¿Les suena? El Príncipe, deberá crear nuevos planetas haciendo rodar una esfera, un Katamari, sobre la que se pegarán objetos. Al principio serán cosas pequeñas –clips, botones, galletas- y conforme el Katamari vaya ganando tamaño, podremos conseguir adherir objetos de grandes dimensiones ampliando así el diámetro de nuestra esfe-ra. Una vez conseguida -o no- nuestra misión, deberemos rendir cuentas con el Rey, quién evaluará nuestro Katamari, aceptándolo o no como parte del Cosmos.

Entendiendo su argumento como la reunión del Hombre con la Tierra, Katamari Damacy nos dice que todo puede ir mejor, pero hay otro posible mensaje que se puede extraer de ello: para que esto sea posible es necesaria una destrucción previa. En un uni-verso mejor, me digo, la destrucción debería ser el equivalente a la construcción, y La Nada tendría que ser motivo de gozo. Tendría que tratarse de no dejar lugar para nostalgias, convencionalismos, y que en lugar de mover diez piezas en la misma dirección al son de lo que se nos indica -por el greater good-, deberíamos ser ca-paces de tirarlas, chuparlas, comerlas o quemarlas. Es necesario derribar el entorno, aglutinarlo, compactarlo y crear algo nuevo con lo que darle en la cara a la vida sin que fuera considerado vio-lencia, porque ésta no existiría como tal. Tocar fondo.

«Para cambiar cosas hay que tocar fondo, sí, pero quizás no se trata de saltar obstáculos o cambiar cosas, a lo mejor se trata sim-plemente de tomar consciencia de lo que está pasando, sobre todo de las pequeñas cosas del día a día», dice Keita. Sin em-bargo, la intención reparadora de la humanidad, ese sentimiento punkista mezclado con la eterna culpabilidad cristiana, o bien la

necesidad de reforzar y mimar nuestro entorno por si algún día tenemos que rendir cuentas con alguien o algo, nos im-pide simplemente sentarnos y mirar.

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Descubro que, en un principio, Katamari Damacy no quería ha-blarnos de todo esto, pero como pasa con casi todas las expe-riencias estéticas, los resultados difieren del desarrollo o de las intenciones del autor, dando paso a un proceso creativo paralelo y al nacimiento de una nueva creación que presenta nuevos valores en si misma, relegando las intenciones primigenias. En el caso de Katamari Damacy, estos nuevos valores o esta nueva obra se han extendido más que la idea original, ya que el jugador queda libre de preocupaciones del proceso de producción, de planes de marketing o presiones de la industria, y percibe el juego como algo más que un puzzle que tiene que vender bien. Keita se da cuenta de todo esto más tarde, cuando ve que ha plasmado una serie de ideas completamente abiertas a la interpretación en una obra cuya intención original es simplemente rodar un Katamari y hacerlo crecer: «Cuando un amigo me dijo que creía que hablaba del problema de la basura, me di cuenta por primera vez de mi falta de consciencia con respecto al juego, y creo que a causa de esta inconsciencia ha surgido esta idea de la reconstrucción del universo, pero a decir verdad, no ni yo mismo estoy seguro», explica.

reConSTruCCiÓn Del univerSoFriedensreich Hundertwasser, al que Keita Takahashi defiende muy bien estética y conceptualmente, incluso sin saberlo, habla de cinco pieles que nos acompañan desde nuestro nacimiento: la primera es nuestra propia piel, luego están nuestras ropas y más tarde los edificios. La obtención de estas tres pieles en ese or-den, de forma satisfactoria y construidas por nosotros mismos de forma egoísta e individual sin tener en cuenta patrones sociales o estéticos puede proporcionarnos el matrimonio perfecto con el Medio. Las otras dos pieles son la familia y la naturaleza, que se-rán fruto de esa unión. «No conocía la filosofía de Hundertwasser, sólo su aspecto estético, pero el simple hecho de imaginar cómo el corazón irriga sangre por todo el cuerpo nos hace sentir más cercanos al milagro de la vida, nos hace ser más afables con el entorno, la Naturaleza. Me siento muy afortunado de que a través de Katamari la gente pueda percibir este aspecto, ya que es algo complicado de conseguir. Los seres humanos poseemos muchas características como las creencias religiosas, el idioma o el co-lor de piel, cuestiones que nos hacen tan distintos que se vuelve algo insoportable. Ni que decir de los animales o las plantas. Hay muchas desavenencias entre los seres humanos y la naturaleza, y aún así, mientras ejercemos buenas y malas influencias los unos sobre los otros, conseguimos sobrevivir. Pero de vez en cuando la

KeiTA TAKAHASHiKeita ha diseñado y dirigido la saga Katamari Damacy, uno de los proyectos más sorpren-dentes de los últimos tiempos. Su último proyecto, que también ha sido publicado por namco Bandai, es Noby Noby Boy, disponible para Playstation 3 e iPhone. Actualmente prepara un nuevo proyecto que consiste en el diseño y producción de parques infantiles, donde planea trasladar toda la imaginería y valores que destilan sus videojuegos al Mundo Real.

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HunDerTwASSer Friedensreich regentag Dunkelbunt Hundertwasser, también conocido como Friedrich Stowasser, fue arquitec-to, pintor y escultor. Nació en Austria y es uno de los creadores que mejor ha llevado a cabo la representación de formas biomórficas en todas las disciplinas en las que ha trabajado. Su legado teórico trata básicamente de la unión del hombre con la naturaleza, valores e ideas que comparte con el autor de la saga Katamari Damacy.

Tierra se enfada y lo manifiesta mediante terremotos o erupciones volcánicas».

En Katamari Damacy, a pesar de que Keita admita que ha sido de un modo totalmente involuntario, la construcción de estas pie-les es casi una cuestión física: recubrimos una esfera con capas de objetos, creando así nuevos planetas y estrellas que, en el fon-do, no dejan de ser nuestro escudo, nuestras ropas o nuestros edificios, y lo hacemos de forma individual y egoista, imbuídos en una regresión inducida por su mecanismo. La gracia está en que para conseguir reparar lo sucedido, recrear nuestro Yo completo, tenemos que dinamitar otra cosa. Como decíamos al principio, debemos arrasar con todo lo que encontremos.

Podríamos calificar de terrorismo naïf llevarse por delante perros, gatos, edificios llenos de gente (¡incluso a tu propio primo!) al mismo nivel que nos llevamos por delante una goma de borrar, un clip o un lápiz sólo porque son necesarios para nuestro plan. Es de una inconsciencia conceptual acojonante, casi de discapacitado sentimental. Es moralmente aterrador poner al mismo nivel un árbol que una silla o una persona, ¿no?: «Resulta ridículo compa-rar nuestros diminutos tamaños con las colosales dimensiones de la tierra. Es que si nos comparamos con la Tierra, nuestra vida y nuestro quehacer, nuestros éxitos y fracasos se vuelven nimieda-des. Sin querer parecer pesimista, pienso que somos seres insig-nificantes que existen en la Tierra de forma arbitraria, no tenemos por qué considerarnos superiores».

¿DÓnDe eSTÁ mi PlACenTA? Volvamos al juego: nos encontramos en la Nada, en una realidad que ya, a estas alturas, hemos destruido... bueno, el Rey lo ha hecho por nosotros. Ahora toca iniciar la bella historia del nue-vo mundo donde, como completos inútiles que somos para la reconstrucción del medio natural, tendremos que recrear aque-llo que fue y se destruyó en una noche de copas. Quizás por lo que comentábamos antes, conceptos clásicos como la violencia, el amor, el respeto, y una serie de valores que se han impuesto casi de una manera natural en la sociedad ya han desaparecido -conjuntamente con planetas y sistemas espaciales- y deberemos iniciar desde cero este proceso.

Katamari Damacy nos lleva con su su mecanismo a una regresión a la infancia, a lo más primitivo. El sistema de juego no es más que un proceso mecánico que requiere habilidad y velocidad: rodar el Katamari por encima de objetos y conseguir que se adhieran a

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él. Como muchos otros juegos, estos procesos mecánicos nos llevan a un vacío mental instintivo en el que sólo hay lugar para micro-pulsiones en forma de coordenadas visuales. Hablamos de instinto de supervivencia básica, autismo y, en definitiva, de la vuelta al útero.

El problema es que esta regresión implica pensar de concreto a abstracto. Tome a un niño y hágale dibujar un objeto: empezará por los detalles, seguirá con los rasgos más generales, y terminará con una línea que hará que todo tenga sentido (y deformidades, dicho sea de paso). Hágale dibujarse a él, a su familia y su casa, y el resultado será un Yo de tamaño Godzilla, una familia más pe-queña y una casa por la que físicamente es incapaz de pasar su Yo versión Conté: la representación perfecta del Egocentrismo.

De este modo, de concreto a abstracto, vamos a tener que ge-nerar nueva vida en el espacio exterior. Empezando por una chincheta y terminando por una Galaxia.

meAr DormiDoSComo si nos hubiera tragado un agujero negro por amor, la prime-ra misión será reconocer el espacio físico en el que vamos a mo-vernos. La necesidad de conocimiento y percepción del espacio la primera vez que se juega en un escenario concreto es básica, y en el caso de que no seamos especialmente hábiles con las palanquitas del pad se nos obligará a repetir una y otra vez todas y cada una de las pantallas hasta superar con éxito nuestra misión -y después se nos incitará a mejorarla-, así que terminaremos co-nociendo esos escenarios como conocíamos nuestra habitación de la infancia (a no ser que tuviéramos una habitación como la de Blossom o una vida llena de dificultades y desvinculaciones hogareñas, en cuyo caso lo siento, pero no entenderán a qué me refiero). La capacidad de ir al baño prácticamente dormidos, mear, beber agua y volver a la cama sin chocar con ningún objeto en un estado completamente inconsciente, o la de abrir la puerta y salir a la calle en un ataque de sonambulismo sin caer de morros por las escaleras se produce a base de familiaridad y escaneo visual constante y por ello inconsciente, pero en el caso de Katamari nace de una necesidad primaria, casi de un instinto criminal, que nos obliga a observar de forma más exhaustiva en un periodo de minutos o segundos. Katamari, igual que la mayoría de juegos de acción que no permiten salvar a mitad de la fase (esa banderita izada y ese «¡wuju, no-tengo-que-volver-a-repetir-todo!») obliga a mapear mentalmente el espacio para reducir la acción a la simple recolecta, a la identificación de objetos adecuados (en este caso,

YÜ miYAKeLa banda sonora de toda la saga Katamari es básica para que los sistemas de inmersión del juego exploren al límite hasta qué punto podemos ser capaces de mecanizar nuestras acciones. El autor de estos temas con cierto deje infantil, y que nos retrotraen a las salidas de autocar escolares, es Yü miyake, compositor para namco Bandai de bandas sonoras como Ridge Racer y la serie Tekken.

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JE para chocar contra ellos y cumplir la misión con la mayor brevedad posible). Exactamente igual que cuando íbamos a mear entre sue-ños y sudores en casa de nuestros padres, pero convirtiendo en intencional el impacto del dedo meñique del pie contra el marco de la puerta.

Cabe destacar que los controles del juego, a pesar de que Keita los diseñó así sólo para que el juego fuera más divertido, convier-ten esta inmersión en el entorno en algo natural por su uso de movimientos completamente orgánicos: el stick izquierdo para la mano izquierda, el derecho para la mano derecha... Impulsaremos la bola utilizando las inclinaciones apropiadas de nuestras manos, tal y como lo haríamos si fuéramos el impersonator de un esca-rabajo pelotero. Nada de efectos, combos, ni botones. Un me-canismo ready to go, que como su nombre indica, no requiere ningún tipo de aprendizaje ni memoria: el movimiento de la bola se convierte en algo tan natural que nos hacemos a él en pocos momentos. Ready to go… a la involución.

En definitiva, se trata de una acción íntima e individual de cons-trucción de un Algo, en este caso un Katamari, en el que el Yo es el epicentro y el resto no importa, un Algo que nos dará minúsculas alegrías misión a misión y hará que nuestro esfuerzo tenga alguna recompensa aunque sea escasa, a corto plazo. Un golpecito en la espalda, un «lo has hecho bien».

O no...

FruSTrACioneS TriunFAleSLa sensación de frustración es constante en Katamari Damacy. No basta con superar la prueba que nos impone el Rey: crear un Katamari de determinadas dimensiones en determinado espacio de tiempo. No. El Rey no estará jamás contento y siempre le pare-cerá mal lo que hemos hecho. Olvídense de la palmadita. Siempre podría estar mejor. Así que después de haber pasado por un esta-

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do prácticamente embrionario, de aislamiento, reconocimiento del Medio y toma de consciencia de nuestra existencia, se nos dará un varapalo en el momento en el que mostramos nuestra creación al que será nuestro evaluador. Exactamente igual que un parto, donde solo nacer nos pegan una hostia... ¡con lo que ha costado!. El Rey de Todo el Cosmos nos pegará una hostia verbal, y lo que es peor, destruirá nuestro Katamari si nos ha quedado demasiado pequeño o no contiene los ingredientes adecuados.

Lo que me recuerda a una actividad que hacíamos los adolescen-tes en mi época: se repartían pajitas de bebida entre los partici-pantes, se ponía música relajante -también conocida como mú-sica para muebles- y se nos hacia contribuir con una pajita o dos a una construcción conjunta que se situaba en el centro de un circulo que formábamos sentados en el suelo. Había que pensar en cosas bellas. De repente, alguien ajeno al circulo gritaba a lo lejos, corría y chutaba la obra colectiva haciéndola volar por los aires y la música paraba para dar paso al silencio más absoluto. Había gente que rompía a llorar (del susto, imagino), y otros que se desgarraban pensando que les habían quitado algo. Algo más importante que media barra de energía o diez puntos. El hecho de no quitarnos ni vidas, ni tiempo, ni otras convenciones de los videojuegos, pero penarnos con la destrucción delante de nuestra cara de algo que hemos creado nosotros mismos acompañada de una humillación verbal propia de El Rival Más Débil, genera más frustración que la propia muerte del Yo (en este caso, nuestro per-sonaje en visión subjetiva), porque no deja de ser una piel de las que habla Hundertwasser. Esta humillación es una mutilación del Ser, y como tal puede ser sufrida o llorada porque la consciencia sigue ahí. Le pregunto a Keita sobre la elección de este sistema de penalizaciones: «En realidad no me molesta que haya juegos en los que se penalice mediante la muerte, pero el hecho de que esta manifestación esté teniendo implicaciones realistas me pa-rece muy problemático. La relación “morir es igual a perder” o, peor aún, la relación “matar es igual a ganar o tener éxito” es más aterradora todavía. Sin embargo, se asume como algo correcto. Yo me niego a creer que la agresión es un instinto primario del ser humano».

Así pues, lo que podría pensarse que es una resolución muy infan-til del sistema de penalizaciones del juego, porque no se puede morir, queda claro que no es tal porque la muerte del personaje, a pesar de ser muerte, no deja de ser un mero trámite para aparecer en la siguiente fase en la misma situación y características que en el momento anterior. Pero el Katamari, nuestra construcción,

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JE nunca más volverá a existir tal y como era, debido a las infinitas posibilidades formales que puede llegar a poseer. Si lo entende-mos como una extensión del personaje que trata de estabilizar su entorno, aunque sea por órdenes del Rey, es como si le cortaran un brazo, o peor aún... bueno, les dejo elegir mutilación favorita.

liCenCiADo en PlASTilinA Y lÁPiCeS De ColoreSPero... ¿cómo podríamos abordar estéticamente a un jugador al que ya no le queda nada más que su propia partida? ¿Mediante qué estímulos visuales podríamos conducirle aún más al agujero Ausente e imbuirlo aún más en la experiencia? Keita Takahashi recurre a influencias estéticas claras. Por un lado, como decimos, está Friedensreich Hundertwasser. Pintor y arquitecto austría-co, que en su transautomatismo consideró que la obra debe cre-cer lentamente como un árbol, debe pasar sus fases embrionarias hasta ser independiente. Es decir, debe evolucionar. A partir de este razonamiento rehúye la línea recta, porque la línea recta es inhumana e invariable. Hundertwasser considera de vital impor-tancia la unión del hombre con la Naturaleza y no de un modo metafórico, sino físicamente. Su obra está respaldada por la viva-cidad de sus colores, las curvas y lo espiral, por ser algo que nace de un centro y se vuelve un todo. «Ciertamente, la línea recta es inhumana.Vamos, que la Tierra es redonda», afirma Keita.

En 1957, en una sala de la Universidad de Hamburgo, Hundert-wasser convoca a una serie de personas para realizar un experi-mento: saca una tiza, varios pinceles y botes de pintura y empieza a dibujar una linea irregular, que continua en el zócalo de la ha-bitación. Cuando llega al punto de inicio sigue unos centímetros más arriba, y así sigue durante un par de días hasta llegar al te-cho pasando por encima de mesas, sillas, personas, y todo lo que se ponga por delante. Todo está dentro de la espiral, y pintado. Alguien intenta pararlo: no es posible que esté pintando la pared de la Universidad y todos los objetos de la sala que se interpongan en su camino. El asunto llega a la prensa, alertada por alumnos y profesorado, que no entienden esta obsesión por la espiral. En realidad no es obsesión por lo espiral, sino una rebelión en con-tra de la línea recta. Un comando anti-rectista, podríamos decir. Hundertwasser, el guerrillero estético jugendstiliano (si se me permite la expresión) no quiere hacer una oda a lo espiraloide, sino un manifesto en contra de lo anti-natural, en contra de la escuadra y el cartabón.

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Y así, aún desconociendo la existencia del Comando Antirrectista, Keita se vuelve subcomandante del mismo, no sólo por el me-canismo del juego, en el que nos vemos forzados a dibujar una espiral eterna mientras rodamos a nuestro Katamari llevándonos por delante todo lo que encontremos, sino también por sus valo-res estéticos: vemos en los vestidos de los personajes y en los decorados que la línea curva es el eje de todo el arte del juego. Los colores aparentemente aleatorios responden a una visión sin prejuicios del exterior, del mismo modo que un niño pintará un conejo verde si nadie le coge de la mano y le frena en su acción. Interrupción que, ya que estamos, debería limitarse a clase de Biología, o algo.

«El uso del color en Katamari Damacy es vital, sirve para que el jugador se concentre inconscientemente en el Katamari», dice Keita. «Si te fijas, los colores de los objetos atrapados se van haciendo cada vez más vívidos conforme el juego avanza. En cam-bio, al principio del juego los colores son más tenues y es posible que sea por eso que se da esa especie de regresión a la infancia, donde los recuerdos del pasado se expresan en colores sepia».

unA inFAnCiA BAÑADA en lSDPor otro lado, Keita abraza en lo estético, por motivos obvios, a Joan miró, quién al contrario de Hundertwasser, creía en el au-tomatismo inducido por las drogas, el ayuno y el insomnio, que son a su juicio los únicos elementos que pueden conseguir devol-vernos a un estadio embrionario, para así producir obras fruto del inconsciente y lo automático. En este punto volvemos a la idea del útero, y de cómo esta regresión nos devuelve a lo pueril.

En cierto modo, Katamari Damacy es una experiencia alucinó-gena, y hay muchas referencias al mundo de las drogas. En algún momento llegó a estar entre las piezas audiovisuales más usadas bajo los efectos de las drogas. Al preguntarle a Keita sobre cómo afronta la unión de su obra con este hecho, explica: «En Katamari, los arco iris y los hongos que salen llaman bastante la atención. Si me lo planteo seriamente, el hecho de que los objetos den vueltas sin parar, tiene un efecto hipnótico parecido a un viaje de LSD. En mi caso, cuando jugaba a Katamari mientras lo desarrollaba, el hecho de que todo girara me provocaba sueño, porque cuando ves continuamente algo rodando sin parar se produce el efecto de los móviles que dan vueltas en los cochecitos de bebé, que te quedas dormido. Pero claro, ese es mi caso, que ni he consumido ni tengo intención de consumir drogas». Keita sostiene que miró, como

lA muJer Y el PÁJArola Dona i l’ocell es una de las numerosas obras de Joan miró que se exhibe en espacios abiertos. Fue creada en 1982 y está situada en la Plaza España de Barcelona. Es una de las muestras más claras de cómo la representación de elementos inconscien-tes y la creación automá-tica puede trasladarse a las tres dimensiones.

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loS PlAYmoBil Dejando de lado a la anciana y tetuda Barbie y todas sus variantes, podríamos decir que los Playmobil son uno de los primeros muñecos, en lo que a representación de humanos se refiere, que posee una mayor cantidad de accesorios; lo que favorece a su capacidad de mutación y adaptación a cualquier tiempo, medio y corriente. Su diseño funcional y sobre todo la neutralidad con la que el recientemente fallecido Hans Beck les dotó hace más de treinta años son el reflejo ideal para repre-sentar a los adultos en el mundo de playground que nos propone Katamari.

otros tantos genios, crearon su obra de forma solitaria, y por tanto recurrían a drogas ya que se les terminaban los refugios. «A dife-rencia de ellos, yo trabajo en equipo, así que tengo que lidiar con relaciones interpersonales inútiles, y asumir la pérdida de tiempo que esto comporta. Puedo estar muy inmerso en mi propio tra-bajo, pero estoy en contacto constante con gente que aporta sus ideas y con la que puedes discutir de esto y de lo otro. La gente viene y se va del equipo, y todos te aportan algo. Es importante que las emociones humanas influencien en la obra e incluso que no te permitan imbuirte por completo en ella. No somos máqui-nas, somos personas que pueden experimentar la vida de primera mano, y para eso no son necesarias las drogas».

A pesar de sus diferencias de motivación, las obras de miró, al igual que el juego, responden principalmente a una estética infan-til donde tampoco existen las líneas rectas, y sí los círculos y las medias lunas, las manchas y los accidentes geométricos. Los es-cenarios de Katamari Damacy, por ejemplo, son espacios cotidia-nos donde hay fantasía para estimular el espíritu imaginativo, pero evitando el mundo de las hadas y los magos. Cuenta Keita que quizás esto se debe a que se siente más unido a los niños por el hecho de que él posee algo que los adultos han perdido del todo: la capacidad imaginativa y el poder de la fantasía. «Comunmente eso es algo que se va perdiendo a medida que transcurre el pro-ceso de convertirnos en adultos. Si fuéramos capaces de conver-tirnos en adultos sin haber perdido esas capacidades, las peleas y los conflictos terminarían inmediatamente».

La mítica frase «esto lo hago yo ahora mismo en dos minutos» referida a la obra de Joan miró no delata desconocimiento o in-cultura. Se trata de algo más profundo. Todos hemos sido niños, todos hemos pensando de concreto a abstracto y todos hemos vivido el egocentrismo en las diferentes formas de expresión. En este caso, el arte. Si no hemos tenido la suerte de recibir una edu-cación artística o de vivir en un país oriental, toda nuestra obra se reduce a nuestras creaciones en la guardería. Han pasado los años y nuestra percepción del mundo ha cambiado, hemos dejado de ser capaces de reproducir la realidad porque no disponemos de la técnica, o eso creemos. No tenemos forma de expresar nuestra realidad porque hemos sido contaminados con cánones estéticos de representación realista, del Bien y el Mal, y nos conformamos con ver la representación que le dan a la realidad ciertos artis-tas de renombre. Sin embargo, nos queda el personaje gris que repetía como un loro el «esto lo hago yo ahora mismo en dos minutos». ¿Por qué no da crédito a la obra de miró y si a la de

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velázquez? No se lo da porque ya no reconoce estéticamente su realidad infantil, porque la técnica de guardería ya no concuerda con su visión actual del mundo. Porque no puede hablar de con-ceptos adultos utilizando un Plastidecor, y tampoco es capaz de ver el mundo como cuando llevaba la merienda en una bolsa de cuadritos. Cuando estos dos conceptos chocan, técnica y percep-ción, se produce la frustración y el rechazo frontal y se escucha un crack que resuena en la cabeza al intentar dibujar una mujer y un pájaro empuñando un color rojo y uno amarillo, porque a nuestros ojos de grown-up, ni la señora es roja ni el pájaro es amarillo.

Katamari provoca ese crack desde el primer minuto, rompe esas reglas. Desde el momento en que sus personajes principales carecen de dedos, cuello, pelo o cualquier elemento que pueda acercarse a algún ser vivo real, rompemos el eterno vínculo con el Plastidecor del color adecuado, dando paso a rostros verdes con nariz naranja, cabezas cilíndricas horizontales, antenas en la cabeza o ropa incrustada en la piel. Los personajes de Katamari, como veníamos diciendo, destacan por sus formas redondeadas y coloristas, sus complicados contornos, y lo más importante: su carencia de estabilidad vertical.

Mientras nosotros pasamos a ser un ser imaginario fruto de la desconexión de la realidad, los humanos que aparecen en el jue-go resultan ser como muñecos de plástico recién salidos de la fábrica, con limitados movimientos, de expresiones hieráticas y escasos recursos verbales: podríamos decir que representan a los adultos en un mundo infantil. Keita destaca de estos persona-jes su acercamiento estético a los Playmobil, los juguetes de los años setenta de Hans Beck. «Los juguetes Playmobil son algo exquisito, es un claro ejemplo de belleza funcional: el color y su modelación son el resultado del énfasis que se pone en la segu-ridad. Lo malo de esa belleza funcional es que es posible que no atraiga demasiado, pero después de todo se trata de un juguete y es natural que esto no ocurra».

Los Playmobil nunca se han caracterizado por ser juguetes que los niños elijan por bonitos, sino más bien por todas las cosas que pueden hacerse con ellos y por la cantidad de complemen-tos y accesorios de los que disponen y que permiten a los niños recrear una aventura sin tener que imaginar demasiado. A su vez, por su ambigüedad, provocan que ni niños ni niñas se sientan ple-namente identificados con ellos, puesto que no son ni guerreros espaciales ni bebés detestables de ojos enormes pidiendo bibe-rón cada dos minutos. Probablemente, son de los pocos muñecos

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JE de acción que se manejan bien tanto en una cocina preparando pastelitos como en la guerra del Vietnam, y eso es gracias al ac-cesorio delantal y al accesorio escopeta. Los Playmobil son, en pocas palabras, la navaja suiza de las jugueterías.

Utilizando el modelo de belleza funcional de los Playmobil para los personajes humanos, Keita tiende a la cosificación de la huma-nidad, restándoles cualquier atisbo de sentimientos por la vía es-tética y dialectal, apartándolos del primer plano y utilizándolos sim-plemente para cuestiones prácticas: los humanos serán quienes nos pedirán favores o caprichos, y con ese pretexto tendremos que realizar las diferentes tareas y/o fases del juego para poder avanzar: son, en suma, un mero trámite. Al fin y al cabo, la misión final del juego consistirá en rodar todos los planetas creados, in-cluyendo la Tierra y el Sol, para que termine toda la existencia en un amasijo de seres vivos, objetos, planetas y estrellas formando parte de un Todo, así que qué más da.

La experiencia Katamari Damacy nos propone desatar los lazos de la realidad y la cotidianidad, nos fuerza a una regresión tal que nos permita tocar fondo y salir de él en una misma operación. Nos propone la destrucción total, la Ausencia, y nos proporciona el impulso adecuado para alcanzar un despertar explosivo con tin-tineos musicales y saltitos de felicidad. Nos propone unas horas de nuestra vida dedicadas al vacío mental finito, para devolvernos a lo cotidiano, que ya no es tal, con una bofetada de algún modo placentera. Provoca que nos preguntemos por qué y que nos res-pondamos en base a las ordenes dentro del caos de una mente que aún no atiende a nada, de una vida que aún no ha existido: el partir siempre desde el kilómetro cero.

Katamari Damacy es una experiencia creacional de recorrido completo, un Universo Oscilante: nos hace pasar de la Nada al Todo y del Todo a la Nada, un Big Bang que termina en un Big Crunch y vuelta a empezar.

Entrevista realizada entre septiembre y octubre de 2008. Las traducciones en las conversaciones fueron de oriel Palma y marisol Barrios

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el jugador tiene sus propios interrogantes existenciales a la hora de jugar. Somos probablemente la sociedad más cons-ciente de la duplicidad de lo real y lo híperreal, actores privi-legiados de experiencias reservadas a las divinidades o los héroes, y narramos a diario nuestros propios mitos y cos-mogonías. vivimos una religión fast-food sacramentali-zada en nuestro botón Start. • JAVI SÁNCHEZ

La religión no es, aparentemente, uno de los puntos fuertes de la temática videojueguil. En un universo de respuestas binarias y satisfacciones inmediatas, los límites difusos de la espiritualidad y su inherente falta de diversión no son platos fácilmente digeribles ni por desarrolladores ni por jugadores. Salvo pequeñas excepcio-nes temáticas, los mundos virtuales son, independientemente del grado de fantasía explicitado, bastante ateos, cuando no anti-teístas. Parece que el único nexo de interacción con el hecho religioso es muy simple: grados de divinidad en manos del avatar protagonista y, en otros tantos casos, glorificadas lu-chas contra una o varias divinidades. Narrativa mítica de primer orden, que tan bien funciona en unos videojuegos cuyos prin-cipios de acción y reclamos morales siguen estancados en la épica y en el relato mitológico.

Y eso que todos jugamos en el mismo nivel de na-rrativa metafísica, el del simulacro acuñado por Jean Baudrillard como mundo en sí mismo, autocontenido y tan apartado de lo real que se convierte en otro tipo de realidad por derecho propio: la híperrealidad1. La primera in-terpretación es obvia: los diseñadores son dioses ocultos, creadores de mundos y especies, demiurgos de pleno dere-

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JE cho de mundos híperreales. Mientras que los jugadores son, en el mejor de los casos, divinidades limitadas -ídolos, siguiendo este discurso-, glorificados gestores del simulacro (como veremos en los orígenes del godgame, ese género que debería convertir al editor de niveles en mecánica lúdica) y degenerados amorales de cualquier tipo. La impunidad de la omnipotencia es el pan nuestro de cada GTA y la falta de ataduras al interaccionar con el simulacro poco más ha proporcionado al argumentario anticreacionista que una inmensa cantidad de genitales vivientes en la galaxia Spore. ¿Diseño inteligente?

CAnTA, oH DioSA, lA CÓlerA Del PlAyeREl escenario es una ucrónica Grecia Clásica. Sobre una Atenas en llamas, un Kratos resucitado canaliza los poderes de los dioses para poner fin a la locura de Ares, dios de la guerra. El resultado son dos titanes escapados de un kaiju eiga al uso machacándose el cráneo mientras las barras de vida descienden ante impactos que hacen temblar la tierra, en un remedo de cualquier Street Fighter.

La conclusión de God of War es una escena perfecta para este artículo, que ilustra cómodamente los vicios y virtudes del medio a día de hoy. Una historia mítica que ha llevado al jugador por to-dos los lugares comunes de una cosmogonía familiar se desvela incapaz de solucionar el clímax sin recurrir a los clichés de la más rotunda de las series b: el cine de castañas. Todo ha sido intacha-ble hasta el momento, y Kratos ha vivido un viaje canónico: de luchador descerebrado perdido por el orgullo hasta paladín que ha superado la muerte y se enfrenta su última prueba. Pero el medio no parece dar más de sí.

Es curioso que este momento tan decepcionante -a nivel concep-tual, eso sí: la esencia de God of War es la acción y el final es fiel a su filosofía- venga después de una escena trágica, que es más intensa que el soso intercambio de violencia entre divinidades. El punto culminante de God of War, sobre todo en los niveles elevados de dificultad, sucede en la otra vida, cuando Kratos se enfrenta a sus demonios interiores intentando proteger a su fa-milia. En una cabaña flotando en el inframundo, cientos de Kratos “oscuros” surgen de la tierra para repetir el momento en el que el protagonista tomó la vida de su propia familia. El nivel es un hito del diseño: no hay escape, y la bestia parda que encarnamos, en la cima de su poder, se ve incapaz de frenar sus propios pecados. Nuestros doppelganger no son capaces de destruirnos, pero si la

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familia de Kratos cae, game over para todos. Añadan el hecho de que Kratos puede prolongar la vida de sus allegados cediéndo-les parte de su propia esencia, permaneciendo abrazado a ellos en una invitación a la cuchillada trapera. La mezcla de desespero, agobio, presión y el eterno retorno al principio de la lucha tras cada fracaso tienen tal intensidad que sí, realmente uno puede imagi-narse que el infierno, como lo imaginaban los griegos, debe ser parecido a esta fase de redención y castigo, por toda la eternidad. Normal que después de tal momento personal -para Kratos y para quien lo encarna-, un enfrentamiento uno contra uno no pueda superar lo vivido, por más que sea necesario para el desenlace y el happy ending. Pero para el protagonista, el camino ha terminado al «salvar» a su familia. Lo demás, es poco más que el obligatorio broche: qué obstáculo se puede ofrecer a alguien que viene de su propio infierno personal.

Y señalo God of War, como podría señalar el panóptico Portal o tantos otros juegos de narrativa mitológica. En este tipo de rela-to, siempre se tiene una revelación, una iluminación personal que precede al último enfrentamiento. El laberinto final de Portal, que desentraña todo lo que hay que desentrañar, tiene diez veces más miga que el encuentro final, dónde no queda nada que resolver que no sea lo esperado, pero esto ya lo dejo claro Homero mucho antes del primer videojuego: las Ítacas son mucho menos intere-santes que los viajes que llevan a ellas.

Casi todos nuestros juegos están atados aún a esa dependencia del final boss y el demonio privado -y ojala todos los títulos tuvie-ran la intensidad de los dos aquí mencionados-, un relato prototeo-lógico de moral personal basada en el crecimiento y la superación. Lo más divertido de todo es que estos serían los títulos teístas en lo temático, donde las divinidades, ora de panteón, ora de silicio enloquecido, son adversarios tangibles. Pero ambos se enmarcan en un espectro más grande: el antiteísmo.

ni DioS ni Amo ni leYEl antiteísmo es una interesante filosofía de nuestra posmoderni-dad, que define la creencia de que sería mejor vivir en un universo sin dios que en uno regido por un ente superior, inmarcesible y ajeno a lo humano. En el antiteísmo, el individuo se rebela contra cualquier imposición de orden superior, luchando por todos los medios propios contra la propia idea de dios, que se concibe como opuesta al hombre, nunca como complementaria. El antiteísta nunca va a confiar en la intercesión divina, en la salvación externa,

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JE en la imprevisibilidad del milagro. Es decir, no cuenta con nada ni con nadie. Y, si esto no les suena familiar, es que no han jugado lo suficiente: el piloto de la Vic Viper es un antiteísta, como lo es Simon Belmont, o Gordon Freeman. Y el jugador con ellos, da igual que el universo a probar sea teísta -como lo sería Castlevania- o el racional mundo científico de Black Mesa. Por citar un juego repleto de simbología negativa, Doom: ¿ustedes han encarnado alguna vez al marine pensando que Dios va a salvar su militar trasero con una horda de ciberángeles? No, porque entonces no habrían cogido la escopeta y habrían sufrido el destino de todo secundario resignado de película de terror.

Es la base de todo juego, sinceramente. Una alteración del status quo inamovible y originario que el protagonista debe resolver por sus propios medios -también, y en tantos casos, para proporcio-narnos esa sensación de control y evasión que nuestras propias vidas no nos permiten-. Y aquí entra otro de esos guiños no pre-tendidos, siguiendo con Doom: el Modo Dios. Cheats o trucos los ha habido siempre como herramienta interna de desarrollo. El hecho de hacerlos accesibles suele tener dos finalidades: permitir que el jugador avance antes de verse apartado del juego por su frustración, o permitirle que haga el garrulo un rato jugando con las normas establecidas, como prehistoria del sandboxing. El Modo Dios, junto con el resto de cheats de Doom activados en batería -y mediante consola de comandos, obligando a romper el flujo del juego- consiste en eso, en convertirnos en una entidad invulnera-ble y fantasmal que no puede perder, ni perderse, ni tener desafío alguno. El juego pierde todo su sentido ante semejante «inter-vención divina», lo que refuerza el sentimiento antiteísta de que así, sencillamente, no mola. Y vale tanto para la invulnerabilidad como para cualquier truco en cualquier juego, desde eliminar la niebla de guerra -la omnisciencia- en un juego de estrategia hasta cambiar las propias leyes de la física en un Tony Hawk. Todo esto, y lo sabemos, está bien para un ratito, pero no nos aporta abso-lutamente nada como jugadores. A pesar de que librar a Marte de una invasión infernal sin morir es algo bueno en sí, en lo que respecta al simulacro. Pero cómo seremos de egotistas que si no lo hacemos sin ayuda no nos parece bueno en absoluto. Como jugadores, necesitamos algo más que un milagro.

el reino De loS inFiernoSYa que hablábamos de Doom, en él se incluye el punto fijo de la aproximación más común de los juegos a lo religioso: la ico-nografía «maligna». Doom es un juego en el que el infierno, en

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su acepción más metalera, invade una luna marciana: calaveras, demonios cornudos, sangre y pentáculos invertidos que no son más que una excusa para agarrar el ratón y liarse a tiro limpio. El pegatiros en primera persona conoce muy bien esta excusa: desde títulos espeluznantes como Requiem, hasta infravalorados de grueso calibre como Painkiller. Este último título transcurre en distintos niveles del infierno, y el héroe se enfrenta a todo tipo de demonios con la excusa de ser un enviado de los buenos en tierra de los malos. Ya lo decía la propaganda: «el Cielo tiene su propio sicario»2.

La lista de títulos que coge prestados valores de distintas religio-nes sería infinita, y aunque los japoneses se llevan la palma a la hora de cortar y pegar sin vergüenza alguna -el agua bendita en Castlevania, el propio Okami-, poco o nada de peso tienen en estos juegos las creencias como contexto. Las más de las veces, apenas aparecen perfiladas, o no tienen mayor continuidad que el proporcionar texturas definidas a polígonos estándar (y no se me ocurre mejor ejemplo que Afterlife, un simulador de cielo/infierno de lucasArts que no era sino un Sim City con distintos sprites). En todo caso, las representaciones suelen ocupar los lugares co-munes que nos han enseñado desde pequeñitos, todo negro y rojo, con aullidos de fondo, y demás.

Este tipo de localizaciones en el inframundo suelen aprovechar-se para desmelene distópico del director de arte y el diseñador de niveles, con resultados dispares: ahí está The Darkness, un título totalmente enfocado a los efectos de la maldición y la oscu-ridad en un personaje amoral y que, cuando muestra en pantalla el infierno personal del protagonista, se carga involuntariamente

vADe reTro SATAnÁS Doom es una celebración del mal, ya lo dicen los predicadores del Youtube. Las lunas de Marte se poblaron con los pósters metal-roleros de los jóvenes Carmack y romero. Pero invirtiendo los valores: la voz del demonio es una minigun chirriando en una ISA 8-bit, y su rostro la sonrisa desencajada del jugador reflejado en la pantalla.

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JE una atmósfera bellamente construida hasta ese momento. Así de mala es la obviedad, tantas veces,3 en esta manía que tienen los juegos de narrar única y exclusivamente por acumulación hasta el exceso.

El «pero», entonces, es igual de obvio. Para que lo espiritual sea parte íntegra de tu juego, hay que trabajárselo. La iconografía es siempre consecuencia y signo, y si no se trabajan los significados, poco hay que no sea estética. En este caso, esa semiótica es muy simple: hay que elaborar un sistema de creencias estrictamente ingame. Y aquí es donde encontramos las mayores joyas, a nivel de atrevimientos de diseño.

CreAnDo CreDoS (i): lA iluminACiÓn en ulTimArichard «lord British» Garriott sembró dos ideas en su saga ultima sobre la confluencia entre lo místico y lo lúdico que no de-berían pasarnos desapercibidas: el Avatar y la parábola. Utilizando uno de los viejos trucos del rol computerizado -el héroe sin nom-bre-, los tres primeros Ultima, dejando aparte sus bondades técni-cas, no tenían mayor complejidad que la de conseguir hacer más poderoso al héroe y acabar con el Mal, el sempiterno Mal. En un guiño a la espiritualidad que marcó a Garriot, el héroe anónimo se llama The Stranger -el Forastero, el Extraño-. Por un lado, sirve para crear la metanarrativa característica de Ultima -tú, jugador, Stranger, eres invocado por el diseñador/demiurgo lord British para probar su propio mundo-, al tratar al jugador de tú a tú, sin cuartas paredes ni excusas varias. Por otro, sirve el nombre como un guiño a Forastero en Tierra Extraña, la novela totémica de robert Heinlein, que cuenta las andanzas de un mesías extrate-rrestre, y supura jipismo y espiritualidad beatnik a cada pasito.

Esta ensalada de dobles sentidos se acentúa según penetramos en la saga: acabado el tercer título, el Forastero comienza su con-versión en el Avatar. El título tiene miga: un avatar es la encarna-ción terrestre de un dios y, aunque el término viene del hinduismo, no resulta difícil trasladarlo al resto de religiones -Jesucristo, por ejemplo- y seguir jugando con la idea de mesías virtual. Para los que usamos internet, el término es ya de andar por casa: el avatar es toda representación gráfica de la persona en un mundo virtual, desde las foticos de nuestro foro hasta el mago que megan Fox pasea por Azeroth en World of Warcraft. ¿Egocéntrico? Por su-puesto. Garriott fue el primero en acuñar el término en su doble sentido y recoge algo que no escapa a la atención de este ensayo,

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ni a quien haya jugado alguna vez: los jugadores son dioses encar-nados en una proyección virtual, capaces de encender y apagar mundos con un simple botón, de superar la muerte, de ocupar tantos roles o habilidades como se nos ocurra, y de ahí en ade-lante. Recuerden la mejor campaña que jamás tuvo Playstation4 y sepan que ni los wachowski ni neal Stephenson inventaron nada, señores: richard Garriott ya estaba allí a mediados de los ochenta, definiéndolo todo desde un Apple ii.

Ahora, en su propio mundo, en la Britannia de Ultima, el giro del Forastero al Avatar5 trae todavía más miga. Por una vez, el objetivo del jugador no es derrotar al malísimo malo del Mal a base de guantazo nivelado, sino convertirse en un líder espiritual. Sí, sigue habiendo objetivos finales, consigue el tomo tal, derroca este ré-gimen político, pero el enfoque cambia hacia el camino del héroe. Y, por una vez, sin la omnipresente sombra del Viaje del Héroe definido por Joseph Campbell y copypasteado por lucas has-ta la náusea en su Star Wars: no son los obstáculos, las ayudas, los mentores, la lucha. No es la épica, por una vez. Es el camino interior: Ultima IV, de hecho, tiene el subtítulo de en busca del Avatar, para dejar bien clarito que el juego trata de un personaje en busca de sí mismo.

El pionero ludoperiodista Shay Addam, en su monumental The Official Book of Ultima, recoge las tribulaciones de un joven Garriott y el por qué de este giro conceptual. Tras Ultima III, origin se enfrentaba a acusaciones de satanismo y ocultismo en-cubiertos -la simbología de la saga y su tratamiento «natural» de la magia tuvieron bastante que ver-, a poco menos que ser una he-rramienta de captación de menores por parte del propio Satanás. lord British decide contraatacar cogiendo los mejores elementos de su saga, y añadiendo las influencias que le habían dejado di-versas religiones. Entre las reconocidas: cristianismo, budismo e hinduismo, como materia prima de su nuevo enfoque. De Sosaria, la tierra de los primeros Ultima, se pasó a la más civilizada y re-conocible Britannia, un mundo más civilizado, en el que hacía falta otro tipo de héroe: el Avatar.

«Creí que sería mal recibido», confesaba Garriott, «que la gente pensaría que había perdido el norte y me había adentrado dema-siado en lo ético, lo moral, en plantear el juego en forma de pa-rábolas antes que en búsquedas tradicionales». Evidentemente, se equivocaba, y eso que, incluso a día de hoy, la Trilogía de la Iluminación (Ultima IV-VI), sigue sin tener espejo dónde mirarse. El juego plantea un sistema de moral basado en ocho virtudes,

éTiCA PArA GAmerSUltima VI cierra la Trilogía de la Iluminación con un conflicto racial / invasión alienígena en la que las motivaciones virtuosas pasan a segundo plano frente a los choques de creencias. Oh, y un joven warren Spector ocupa el papel de copiloto de Garriott.

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JE con sus correspondientes pecados, y que están casi calcadas del hinduismo en su vertiente budista: los distintos ciclos que debe atravesar el que busca la iluminación para encontrarla. Y no sólo eso: la disposición de las ciudades en el mundo y su asociación con cada virtud recuerdan mucho al mapa de la séfira cabalística judía, a los distintos caminos que debe recorrer el hombre para encontrar a Dios en uno mismo.

El juego se plantea como una serie de historias de contenido mo-ral, parábolas si se prefiere, donde las decisiones del Avatar se hacen pensando en alcanzar antes ese siguiente paso místico que en conseguir la pedazo de armadura +14, o similar recompensa estadística. Y funciona. Las soluciones siguen siendo limitadas -re-cordemos que estamos a mediados de los ochenta-, pero los dile-mas morales tienen mucho más contenido que en las desmemo-riadas alabanzas a la libertad y el poder de decisión que la prensa del sector ha dedicado a naderías como Fable (donde, por cierto, se puede comprar el título de «Avatar» en otro de los memorables guiños que molyneux y Garriott mantuvieron entre sí durante sus años mozos), o que en los sistemas morales de los títulos de Bioware, odas al blanco y negro moral y a la ética de cómic de la Silver Age, donde las «recompensas» o «castigos» son tan obvios y poco alimenticios como los propios ejercicios planteados.

La saga continuaría en dos partes más, una dedicada a reflexionar sobre los sistemas políticos (Ultima V), y otra a la tolerancia social y el racismo (Ultima VI, donde el sorprendente objetivo es conse-guir el entendimiento entre los humanos y las gárgolas), siempre con las ocho virtudes de por medio, y el Avatar convertido ya en un mesías semidiós de una Britannia falta de esperanza y guía moral. Lamentablemente, parece que Garriott ha predicado en el desierto. Chris morris, de CNN, preguntó hace tiempo a varios di-señadores qué harían para introducir la religión en sus creaciones, y mientras todos miraban hacia otro lado o proponían un God of War del Antiguo Testamento, Garriott contestó que haría lo que ya hizo: tejer parábolas y dejar el desenlace en manos del jugador, sin adoctrinamiento ni contenido moral explícito. Subrayen esto último: el cáncer de los videojuegos con pretensiones es darlo todo masticadito, aunque sea en forma de aura blanca, o moscas y cuernos a lo Fable, por si al jugador no le han quedado claros sus propios actos.

La herencia de esta forma de entender el juego a nivel religioso -amen de pequeños detalles, como el ankh que acompaña la icono-grafía del Avatar, simbolizando el ciclo de la vida eterna-, decía, no

BuDiSmo mAQueroUltima IV es, probable-mente, el único juego de rol donde la experiencia no la dan los puntos y las búsquedas no dependen de un sistema binario de elecciones. Garriott forjó aquí su leyenda, haciéndonos buscar la iluminación, como Siddhartas del Apple ii.

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ha tenido eco después de veinte años. Sí hay hechos aprendidos en lo moral en titulazos como Fallout o Planetscape: Torment pero, dejando aparte las interesantísimas reflexiones sobre el in-fierno que plantea este último, no hemos visto nada parecido. Las creencias hay que crearlas, y eso no está al alcance de todos los diseñadores.

CreAnDo CreDoS (ii): Con lA iGleSiA HemoS ToPADoSi bien en Ultima se alcanzó el hito de juego espiritual sin la mo-ralina supurante que hemos visto después -pasemos de puntillas sobre el maniqueísmo de la religión Jedi, incluso en el no del todo equivocado Caballeros de la Antigua República-, éste título de-jaba de lado el espinoso tema de la religión en su vertiente ecle-siástica: aunque mesías virtual, el Avatar nunca se mojaba con la conferencia episcopal o el sanedrín de turno. Y éste, aunque parezca mentira, es un asunto casi más tabú para los juegos que la propia espiritualidad6. Primero, «porque nadie quiere dispararse en un pie», en palabras de un diseñador respetado, teniendo en cuenta el poder que todavía tienen hoy las religiones tradicionales. Si se monta la que se monta con un Manhunt, imaginen uno que toque la iglesia de cerca. Excepciones las hay, claro, de todos los tipos, desde el tiroteo entre clérigos y wahabistas en Postal II hasta el cura de apoyo de un Age of empires, pero no son el tema principal. O, si acaso, suponen un bonito trasfondo. Como en los juegos tratados a continuación.

Primero, un inciso. Uno de los problemas señalados sobre todo el asunto de divinidad y videojuego es el enfoque personal. Pero existen unos cuántos títulos, bajo al ala de simulación social ma-siva tipo Civilization, que se plantean el peso de la religión como poder terrenal fáctico. Como si fuera algo tan poderoso como para retrasar un little Big Planet por un par de versículos del Corán, por ejemplo. De entre estos, destaca sobremanera Medieval II, de la saga Total War. Un juego ambientado en la Edad Media, con un cierto grado de fidelidad histórica y un doble sistema de turnos -para el rollito Civ- y tiempo real -para los en-contronazos- que no olvida que aquéllos eran tiempos de Dios. Medieval II no inventa nada, pero cómo integra. Entre las muchas capas que tiene el juego, hay que detenerse en el Consejo de Cardenales. La mecá-nica es simple: crea sacerdotes, hazles pasearse por las tierras predicando, construye iglesias, no le hagas la guerra a los otros reyes católicos, y

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JE el Papa te recompensará. Puede que convierta uno de tus obispos en cardenal con voz y voto en Roma. Es más, puede que hasta uno de tus cardenales sea el próximo Papa, con toda la juerga que conlleva para tu potencia. En caso contrario, la cólera de Dios es múltiple y terrena: si el nivel de cristiandad decae por culpa de herejes, o por el comportamiento pecaminoso de la Familia Real, o si no se atiende a las puñeteras Cruzadas, o se gastan todos los recursos en hacer la guerra al vecino, las consecuencias pueden tirar al traste una partida -y son largas-: desde una Inquisición que esquilme a la Familia Real a una excomunión que abra la veda a todas las potencias para atacarte sin problemas, pasando por una guerra civil que destroce todos los planes y te haga gritar ante el monitor todo tipo de blasfemias. Medieval II plantea una realidad aterradora y poco tratada en juegos de estrategia: aún el ejército más poderoso puede ser destruido por la mano de Dios en la Tierra. Turno a turno, durante cuatrocientos puñeteros años, Medieval II escupe en la cara del jugador que su rey, de serlo, lo es por derecho divino, y por lo mismo puede dejar de serlo7.

Pero es un caso excepcional, y atado a una simulación muy con-creta. Las Iglesias, en general, aparecen poco o muy poco en nuestras ludotecas. Empezando por abajo, y retomando la idea anterior de que las creencias hay que crearlas si no son las es-tablecidas, veamos el fallido Syndicate Wars. Esta secuela del impresionante homónimo Syndicate oponía a los miembros de Eurocorp a un grupo de fanáticos togados, la Iglesia de la Nueva Era. Dejando aparte las cabestradas del juego, con sus granadas nucleares, sus civiles en llamas, y sus ataques vía satélite aplanan-do manzanas enteras, lo único destacable del juego era el Libro del Cataclismo, un puñado de parábolas y versículos que ilumina-ban al jugador antes de cada misión con los cruzados cyborg de la Iglesia. Parece mentira que un puñadito de frases contuvieran tanta mala leche («Recuerda: los débiles no heredarán nada»), y tanta subversión antirreligiosa. Para empezar, se planteaba que, en un universo cyberpunk, la forma de ganar fieles era a golpe de lavado cerebral -control de chip personal, más bien-, que para eso son ovejas. Y, para continuar, las citas incluían historietas tan en-tretenidas como ésta: «Un refugiado de guerra buscó al maestro. Le dijo: ‘eres sabio y sereno. Ayúdame a escapar de los horrores de este mundo’. Y el maestro le cegó con hierros candentes». El Libro del Cataclismo es un ejemplo perfecto de cómo emplear la religión en un título: provee de color y motivación, en ocasiones hace que el jugador se quede mirando la pantalla antes de pulsar Start y, además, no es gratuito. Cada cita ilustra lo que se encon-trará el jugador en la siguiente misión, con un toque oscurantista

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que contrasta con los perfectos briefings del otro bando... y de los otros juegos, ya que estamos.

Es una pena que este pequeño hallazgo no tuviera su contraparti-da en el otro gran título cyberpunk, el llorado Deus ex, cuyo cadá-ver parece que va a profanarse otra vez, y que trata la religión con una sutilidad que parece increíble con semejante título. Deus ex presenta, precisamente, un mundo sin religión, sin Dios, sin espe-ranza. En este universo, nuestro avatar J.C. Denton, desciende li-teralmente a las cloacas de un futuro deshumanizado, iluminando a los enfermos desheredados de la Tierra a golpe de linterna, en una de sus secuencias más memorables. La confrontación final de esta obra maestra de warren Spector gana enteros por este viaje subterráneo: como un moderno San Pablo, Denton pasa de perseguidor a perseguido, con el brillante giro de que la caída de caballo no sucede sino hasta el final. Hay que aclarar que Deus ex no tiene sistema moral con efectos en el juego, ni impone nada al jugador, y deja éste que llegue todo el rato a sus propias conclusio-nes, en una mezcla de relato distópico y thriller negrísimo. Así, al final, visto el mundo atroz y desangelado en el que nuestro avatar va dejando de lado su propia humanidad a base de ciberimplantes, cuando llega el momento de decidir si una inteligencia artificial se merece la omnipotencia frente a la inutilidad de los humanos, el jugador recordará todo lo que ha visto y vivido, y actuará en con-secuencia. Y no es una cuestión que se pueda resolver meramen-te mediante el antiteísmo que mencionábamos. Porque para eso deberían servir los finales múltiples, para que el relato personal se enriquezca, como nos enseñó Ultima, no para presentar falacias pseudomoralizantes con envoltorio de niña pequeña y desvalida, por citar una de las herencias de Deus ex. Y sin cinemáticas.

Tirando por el caso contrario, a medio camino entre la mitología como forma de relato y la creación de un sistema de creencias, estaría la saga elder Scrolls. Bethesda lleva años currándose una cosmogonía completa como parte de su vivísimo mundo, en el que dioses, demonios y demás adquieren una profundidad en la que la religión está omnipresente porque no queda más remedio. elder Scrolls recoge todo lo bueno y lo malo de las «religiones fantás-tico-medievales». Hay un sistema de creencias que puede leerse durante horas en cualquiera de los cientos de libros ingame de la saga; la presencia de lo divino afecta hasta pequeñísimos detalles, como las constelaciones de Morrowind o los santuarios e igle-sias de Oblivion. Pero falla en lo esencial, como le pasa a la saga en casi todos sus aspectos: nada tiene trascendencia. Tribunal, la primera expansión de Morrowind, por ejemplo, concluía con

¿Por Qué me HAS ABAnDonADo?Mesianismo y distopías se dan la mano en Deus ex, una visión cyberpunk y posthumana de la pasión católica. El elaborado -y poco habitual- simbolismo con el que juega la oda de warren Spector arranca en las iniciales del protagonista Denton: J.C.

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JE nuestro avatar masacrando a un dios. Y no pasaba nada. Uno podía caminar por el aire, tener el poder de extinguir un poblado con sólo un botón, ocupar por derecho de asesinato un puesto en un pan-teón y no pasaba nada. Valga lo mismo para las Shivering Islands de Oblivion. Lo que deberían ser momentos cumbres al tratar con los dioses se quedaba en otro puñado de búsquedas que nos daban bonitos objetos al final. Tanto trasfondo para tan poca cosa. Aunque se puede argumentar que el objetivo de estos títulos no es ser Dios. Que para eso están los godgames.

Como DioS: el GODGAMe, mADre De ToDoS loS SANDBOxeS.Al contrario que con el término «avatar», el «godgame» no lo in-ventaron los videojuegos, ni mucho menos. Un «juego de Dios» hace referencia a uno de los aspectos más discutidos de la teolo-gía y la filosofía: si Dios existe, ¿cuáles son sus reglas, cuáles sus objetivos, por qué no somos conscientes de si somos jugadores en una partida urdida por él? El término se acuña, más o menos, en la novela The Magus, escrita por John Fowles en 1966, y hace referencia a un metajugador único que posee toda la información y controla todos los aspectos de una hipotética partida alterando la realidad. Por ejemplo, el personaje de Ed Harris en El Show de Truman sería un estupendo trasunto de un godgamer... De no ser por el hecho de que todos los personajes excepto Truman saben a qué están jugando. Pero se hacen una idea.

Matrix es otro ejemplo válido de godgame: capas y más capas de, bueno, de lo que pretendía ser un plan maestro urdido por las máquinas en el que todos, desde Neo hasta los Agentes, da-ban tumbos. La Tempestad de Shakespeare es un godgame de Próspero. Los habitantes de La Caverna de Platón están some-tidos a uno. Lo cierto es que el término se aplica a dos tipos de construcciones: una más o menos real, en la que los participantes ignoren su condición hasta que estén atrapados por la partida -piensen en Michael Douglas en The Game- o, mejor aún, no se-pan que existe hasta su conclusión. O la otra, que es la que nos interesa, en la que se elabore un escenario de godgame en una construcción virtual, computerizada o no. Es cierto que ambas se cruzan en determinados momentos, que lo que Chesterton llamó en 1903 la Agencia de Romances y Aventuras hoy se encarna en los Alternate Reality Games que salpican el nuevo marketing de Internet (¿recuerdan las historias de las abejitas y Halo 2?). Y que lo que a nosotros nos han vendido como godgames no son tales, a no ser que le echemos imaginación.

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En el mundo de los videojuegos, un godgame es un simulador de distinto calibre y escala más o menos masiva en el que el jugador no controla directamente a un avatar, sino que sus acciones afec-tan directamente al mundo. Se suele señalar a clásicos como Sim City (que en sus vertientes Sim life o Spore son godgames en sí mismos) o incluso Utopia (un simulador versus de islas enfrenta-das para la intellivision, allá por el 82), pero, para el tema tratado, el punto de partida lo marca Populous en 1989, obra de la Bullfrog de Peter molyneux. Más que nada, porque el juego no nos pone en el lugar de un gestor glorificado, o de un ruíz-Gallardón sin problemas presupuestarios, sino en las mismísimas barbas de un dios. El modelo es ya un clásico: podemos modificar el terreno, realizar algún que otro milagro y guiar a nuestro rebaño de creyen-tes para que todo vaya bien, y pasemos cuanto antes a un modelo monoteísta, aunque sea a base de escacharrar a los otros pueblos, y los otros dioses.

La idea sería reciclada por el propio molyneux en Black and White, el primer título que sacó lionhead una vez desmenuzada Bullfrog en manos de eA (y dejando por el camino Dungeon Keeper, que no va de ser un dios, pero es mejor juego que Populous y Black and White juntos). El título, demostrando que molyneux es bri-tánico y, por tanto, lee a Terry Pratchett, presenta la idea vitalista de que a los dioses los inventan y los mantienen los hombres con su fe. Con una intro desmesurada y «un zoom que te lleva desde las nubes al gusano en la manzana»8, Black and White prometía libertad total para ser «un dios bueno o un dios malo». La primera en la frente. Suponer que un dios está atado a conceptos de moral blanquinegra ya es una pifia molyneuxiana de primer orden y se cargó, para empezar, las esperanzas que muchos teníamos en el juego. Eso no impidió que se llevará dieces a cascoporro por, sea-mos sinceros, su brutal hype, en una época en la que aún éramos un poco inocentes y tuvimos bombardeo de la infinitud de cosas divinas que podíamos hacer. Pero aportó otra gran idea: los dioses no necesitan interface.

En estos tiempos de wii, un port de Black and White sería muy bien recibido. Tiene crianza de mascotas, tempo cansino, colores majetes y todo se hace con el cursor. Todo. De la idea original de Dungeon Keeper de la mano omnipotente se llegó a tal extremo que no había marcadores de ningún tipo. Es decir, un juego que pretendía el «creced y multiplicaos, que yo me encargaré de mul-tiplicar por cero a los infieles», llevar la parte de gestión era un dolor absoluto: no se podía saber a simple vista cuánta comida, cuántos fieles, cuánto mana y cuánto nada de lo que se necesi-

BlAnQuineGroEl aburrido trámite de ser un dios, según molyneux: Black and White es un sandbox lento, heredero de Populous, que nos dejó una lección sobre cómo funcionan las religiones: el monoteísmo es imposición. Oh, y por alguna razón, los dioses juegan a Pokémon y Nintendogs.

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JE taba para crear un buen volcán en la aldea vecina hacía falta. Los hechizos funcionaban reconociendo gestos trazados sobre el es-cenario, que la mitad de las veces, también al más puro estilo wii, no eran lo que queríamos. Y, para remate, las tres primeras horas estaban atadas por un tutorial inacabable en el que nuestra con-ciencia buena y nuestra conciencia mala -tal cual, un angelito y un demonio- impedían que nos saliéramos de la norma e hiciéramos las cosas paso a paso.

Es decir, éramos dioses nominales. Para cuando uno era libre de hacer lo que le daba la gana, ya no quedaban ganas de jugar. Y empezar de nuevo para aplicar lo aprendido suponía atravesar otra vez el mismo suplicio. Será que el hombre no está hecho para jugar a ser dios, después de todo. O, más directamente, que no se podía crear nada. Un jugador de godgame puede transformar lo que encuentre, pero no crear desde cero. Aquí, los desarrollado-res se están guardando su papel como creadores del simulacro, y poniendo las trabas que haya que poner al jugador que, recorde-mos, es gestor, en todo caso (no hablamos de la escena mod o del diseñador amateur, sino del jugador en sí).

Es algo que Kevin Kelly, fundador de Wired, discutía muy há-bilmente en una reflexión a cuenta de los godgames en 1994, en su todavía imprescindible Out of Control: the New Biology of Machines, Social Systems and the Economic World: siguiendo los mitos de creación de la religión judeocristiana, el hombre no es más que un modelo imperfecto y libre de Dios, creador también del modelo de universo que habitamos. Nuestros godgames na-cen, es de esperar -y dicho en un sentido amplio que va desde un Fifa hasta lo menos comercial: los MUDs, los simuladores militares, Second life-, bajo esta premisa. Pero la continuación de Kelly de esta línea es mucho más interesante y encaja con lo que decimos sobre gente como Garriot o wright (molyneux no, lo sentimos): «El otro hecho que los humanos conocen es que sus creaciones tampoco podrán ser perfectas. Ni estas imper-fecciones residirán bajo el control de los dioses. Para tener éxito al concebir una criatura creativa, los creadores tiene que ceder el control de lo creado, de la misma manera que Yahvé cedió su control sobre ellos. Para ser un dios, o por lo menos un dios crea-tivo uno debe abandonar el control y abrazar la incertidumbre. El control absoluto es absolutamente aburrido. Para parir lo nuevo, lo inesperado, lo auténticamente novedoso -esto es, para poder sorprenderse de verdad-, uno debe entregar las llaves del poder a la masa que reside bajo él. La gran ironía sobre los godgames es que dejarlos marchar es la única manera de ganarlos».

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Evidentemente, Kelly habla sobre los diseñadores, y esta es una lección que parece que éstos van aprendiendo. Dos de los hitos de la temporada -uno mediocre, el otro ya veremos- han sido Spore y little Big Planet: juegos concebidos para jugarse con las aportaciones de otros jugadores. Para crear desde casi cero, compartir con otros, y ver cómo reaccionan a nuestras creaciones de un modo social. Es decir, ser diseñadores por un rato, como base del título, no sólo como meros constructores de mapas9, sino de una experiencia más orgánica. Supuestamente, lo mejor de little Big Planet será ver youtubes de otros jugadores con nuestros niveles y diseños. O nuestras recreaciones de polémico gusto, como el 9/11 que ya circula por ahí, y que daría para un artículo entero10. Pero, en el fondo, ¿no es esto ser más dios que la limitada concepción de molyneux? Siguiendo a Kelly, Little Big Planet puede transformar radicalmente nuestra relación con los juegos, en la estela del Garry’s Mod de Half-life 2: sandboxing sin excusas, y para otros. No sólo interactivos sino, por fin, creativos como meta.

DioS no JueGA A loS SimS Con el CoSmoSMientras esperamos a ver si esta idea cala, queda para el final la rememoración de los dos títulos que no sólo han hecho más por la popularización del videojuego en su aborrecida dicotomía casual/hardcore, sino que representan dos de los aspectos reli-giosos más potentes de nuestros tiempos. los Sims y la saga GTA son espejos morales y antitéticos, opuestos tan poderosos que sorprende la poca literatura que hay sobre su contraposición. En los términos que conciernen a este ensayo, ambos títulos son perfectos godgames en las acepciones que hemos tratado: la de divinidad influyente en el mundo como tablero, o la de avatar des-cendido en toda su gloria o infamia.

los Sims es, más allá de su simulador de casa de muñecas, un juego moral. Los tipos del diamante en la cabeza dependen de nosotros, sin que ellos lo sepan -es cierto que miran a cámara y simlishean desesperados, pero quién no clama al cielo en un mal día- y no somos sus dueños absolutos. Les hemos creado, dado forma, puesto la casa, otorgado intereses y hasta creado a la vecinita cachonda para que mojen en pixelado mosaico de AV japonés. Y no hay más. A partir de ahí, podemos buscar su felici-dad, hacerles la puñeta, o ignorarlos y ver sus vidas en una de las experiencias lúdicas que más incomprensibles me resultan. No es la primera vez que escribo sobre este juego, y me sorprende constatar que, años después, todavía queda gente que escribe

oveJAS DeTerminiSTASUna de las metáforas más descorazonadoras sobre el antiteísmo se esconde en los universos residenciales de los Sims: en sus peores momentos nos dirigirán sus súplicas y blasfe-mias. Pero, como se expresan en simlish, nos resultan hasta graciosas.

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JE blogs sobre sus sims en términos como «Hoy Nixon estaba tris-te. Estuve a punto de castigar a Woodward, pero creo que Nixon se lo merecía». Sí, humanizar objetos es algo muy nuestro, y no digamos ya constructos virtuales antropomórficos, pero lo de los Sims me sigue pareciendo digno de mención. En especial esta manera, ya que yo siempre he sido de los godgamers de Viejo Testamento, y en los Sims, de encerrar a uno entre cuatro pare-des esperando su lenta y sucia muerte.

Hay estudios sesudos sobre la divinidad en los Sims, pero en un sentido contrario a lo que hemos visto hasta ahora: el auténtico poder no es influirles, puñetearles o dirigirles clic a clic, sino ser omniscientes de sus vidas. No hay nada que haga un Sim -ex-cepto trabajar, y ya que lo preguntan, wright ha donado dinero a la campaña de mcCain- que el jugador no pueda espiar. Citaba antes el concepto del panópticon, la prisión perfecta en la que el prisionero nunca sabe cuando está siendo espiado. Y el godgame no computerizado. Pues bien, los Sims es precisamente eso: el mundo en el que un simulacro de ser humano está en nuestras manos sin que él lo sepa, ni siquiera sabe de su propia condición de prisionero. Y a mi personalidad de jugador antiteísta le parece moralmente deleznable tanto su papel resignado como la divina encarnación omnisciente del que lo crea y lo carga.

GTA, sin embargo, es todo lo contrario. Amén de que encarnamos a un avatar -si bien predefinido y con historia férrea que ignorar alegremente-, la premisa en GTA es que somos divinos hasta el extremo de que nada de lo que hagamos se reflejará más ade-lante, ni siquiera nuestra propia muerte. En el fondo, GTA es la encarnación de las ideologías satánicas -no escriban a Libertad Digital todavía- del pasado siglo, no de adoración del diablo, sino de los cánones de Crowley y lavey: «Haz lo que quieras, será toda la ley». Mientras Fable trata de poner cadenas morales y con-secuentes a nuestros actos, GTA es el antiSims perfecto: los se-res con los que nos cruzamos son perfectamente reemplazables y no van a ninguna parte. No tienen nombre ni origen, y desapa-recen de la existencia en cuanto se alejan de nuestra vista. GTA encarna nuestra indulgencia, la desaparición de límites, la supera-ción de todas las éticas que nos echan encima para que podamos vivir en sociedad. Y lo mejor de todo: es un simulacro en el que sabemos perfectamente que no estamos haciendo nada malo ni negativo. La propia construcción del mismo lo deja claro: destroza veinte manzanas y cinco minutos después, nada habrá pasado. Es el campo de juegos del godgamer del Viejo Testamento, bajando a la Tierra para alguna juerga que otra, sin castigo ni recompensa.

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Es decir, es el Modo Dios de la estructura de misiones (y, en lo demás, Crackdown sería el equivalente en cuanto a posibilidades más milagreras, un poco el superhombre de Alan moore llevado al estilo GTA: un gran poder NO entraña una gran responsabili-dad).

Tampoco es nada que no sepamos, lo reconozco, pero este juego de antítesis me parecía interesante, también por mecánicas. El compasivo y omnisciente The Sims avanza aunque no se esté jugando (algo que también hacía Black and White: recuerdo cla-ramente que decidí desterrarlo de mi ordenador cuando lo dejé encendido por la noche para mejorar a mi criatura; un juego que se juega sólo no se merece mi respeto), mientras que el libertino y despiadado GTA se actúa: todo se focaliza en el avatar y por él sucede, a pesar de que le pongan eventos azarosos para animar el asunto. Y fíjense en lo más curioso de los Sims: una de las cosas que más han tardado en poder hacer es, simplemente, ir a la igle-sia. O bien porque en el fondo los diseñadores han esperado hasta estar seguros de no dispararse en un pie, o seguramente porque no se atrevían a hacer lo único lógico en el juego: crear templos que tuvieran en el altar nuestra foto de perfil de Facebook.

noTAS1. La única edición más o menos potable en castellano de los ensayos sobre el tema se encuentran en Baudrillard, Jean: Cultura y simulacro. ed. Kairós. 1994.

2. Un sicario que tiene un arma que lanza shurikens y rayos porque sí. No es precisa-mente escolástica de Santo Tomás.

3. Aunque admito que tengo sentimientos enfrentados sobre las fases oníricas de Max Payne, interludios frustrantes vacíos de acción que, sin embargo, resultan im-prescindibles para construir al machacado Max. Pero más que nada, porque en sus juegos, el infierno es la vigilia, no esos retorcidos sueños.

4. El párrafo final de su versión inglesa: «Mirándome, no pensarías que he liderado ejércitos y conquistado mundos. Y, aunque para conseguirlo haya tenido que dejar mi moral a un lado, no me arrepiento. Porque aunque he llevado una doble vida, al menos puedo decir que he vivido». El texto de este spot inmortal de TwBA/london es casi un credo de jugador.

5. Metáfora preciosa para explicar también la evolución de los juegos y sus jugadores con el paso del tiempo.

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JE 6. En el sentido en el que aquí la tratamos: el lector notará que estoy eludiendo el es-pectro de los juegos de rol japoneses, a pesar de cómo se las gastan en iconografía de prestado y tramas paulocoehlistas a golpe de cinemática.

7. También plantea la omnipotencia que tiene el jugador. Aquí se viven las vidas de varios reyes bajo el mando único del jugador y, si se sabe un poco de Historia, puede aprovecharse en beneficio propio: si uno no aguanta el Vaticano, compensa jugar con Inglaterra.

8. Aquí empezó la historia de molyneux como dios del hype y megalomaníaco del diseño...

9.Cosa que no tiene nada de malo. Siguiendo con Baudrillard: «el mapa no es el territorio, pero un mapa siempre es un territorio», le contestaba Stephen levy en Vida Artificial, indicando que cada construcción cuenta hacia estos universos virtuales cuasidivinos hacia los que vamos.

10. www.youtube.com/watch?v=4XuK65KcnFg . Y esto es previo al lanzamiento comercial del juego. Esperen lo inesperado.

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Tal vez uno de los juegos más injustamente ninguneados para Xbox 360, Crackdown encierra unas cuantas lecciones sobre diseño de entornos abiertos. Déjenme explicarles por qué buscando las conexiones con otro juegazo, uno sobre es-trategia geopolítica. ejem. • rAÚl BArrAnTeS

CRACKDOWN

Juego a empire: Total War durante los días que escribo esto que leen (luchando sin mucho éxito por dejar aparcados un rato los intereses expansionistas de Prusia y esa condenada rebelión en-quistada en Polonia…) y me doy cuenta, un poco por casualidad, como en una epifanía de saldo y baratillo, de cuánto comparte Crackdown con el juego de The Creative Assembly. Y, por ex-tensión, con el género de la estrategia y aún el rol, al que le debe al menos una parte de su ensamblaje.

Los juegos que con más fuerza quedan grabados en la mente de este jugador (y asumo que en la de un alto porcentaje de quienes están al otro lado de la página), suelen ser aquellos que hacen que las horas pasen como si fueran puñeteros minutos. Aquellos en los que uno se ve, de repronto, pegado a la pantalla a las seis de la mañana de un día laboral no teniendo claro si debería acostarse o seguir un poco más. Esto, precisamente, pasa con empire.

2007 – Realtime Worlds para Microsoft Game StudiosXbox 360www.crackdownoncrime.com

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A Dejando a un lado el fervor conquistador y diplomático del juego

y la adicción casi febril que provoca (al que ya le dedicaremos su buen espacio en un futuro esperemos que cercano), creo adivinar una de sus claves: con cada turno, uno siente un ligero triunfo y, casi al mismo tiempo, un nuevo y acuciante reto. La ciudad ha crecido, los gentilhombres han desarrollado una nueva tecnología para calzar bayonetas con más garbo o para cultivar mejor el cam-po (a cada cual, lo suyo), las tropas han curado sus heridas y el primer buque insignia de cuarta ha aparecido en el puerto. Triunfo. Mientras tanto, los holandeses han bloqueado una ruta comercial, los ingleses amenazan los territorios occidentales y los austriacos empiezan a ponerse tontorrones. El tiempo pasa y aún debemos conquistar Bavaria y Alsacia y Lorena para asegurar unos cuantos recursos y acercarnos más a cumplir el objetivo de nuestra nación. Amenaza, presión y, por tanto, reto.

Crackdown funciona de un modo similar, aplicando ese concepto heredado del juego de rol que tan bien conocen sus aficionados: la progresión constante, deseada e imperativa a partes iguales, del personaje, facción o cualquier otra cosa o ente que encarne el jugador en el juego. Conforme más se juega, más posibilidades existen para el avatar, ya sea en forma de acceso a nuevas zonas o misiones, la derrota de enemigos cada vez más poderosos o la simple acumulación de edificios bonitos en sus ciudades, envidia de las naciones del mundo.

Las dos primeras se aplican en Crackdown: el jugador encarna a un agente especial de la Agencia que vela por la seguridad de la ficticia y violentísima Pacific City (habían visto el chiste en el nombre, ¿verdad?... vale, vale, solo lo señalaba por completismo), divida en tres zonas controladas por tres mafias de poder crecien-te. Solo que en realidad se trata de un superagente que cayó en la marmita de las drogas de diseño de mejora biogenética cuando era pequeño y ahora, ya talludito y en una misión, da los guantazos más bestias y los saltos más improbables. Que se vuelven más bestias y más improbables conforme usa sus habilidades y éstas mejoran. Lo que en empire son tecnologías, recursos y tropas, en Crackdown es agilidad, uso de armas de fuego y explosivos, conducción, fuerza…

realtime worlds, sin embargo, tenía un reto diferente: hacer que esto funcionara en un mundo de entorno abierto. O, mejor dicho, hacer que un entorno abierto fuera viable por la aplicación de es-tos conceptos y no de otros más manidos. Y ya vamos entrando en harina…

emPire: ToTAl wArEs la última entrega de la serie creada por The Creative Assembly. Una gozada que amalgama estrategia militar, diplomacia y gestión política y económica en el siglo XVII, muy alejada temáticamente de Crackdown, pero con algún pilar común en los cimientos.

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el Burro Y lA ZAnAHoriA.El estudio responsable de Crackdown, realtime worlds, fue creado por David Jones, co-fundador de DmA Design, que luego pasaría a llamarse rockstar north. Efectivamente, este caballero fue responsable de los primeros GTA. No es de extrañar que su primer juego con su nuevo estudio siguiera fórmulas similares. Esto es, el sandbox que dicen por allá, entornos abiertos que de-cimos por acá. Con Crackdown, no obstante, Jones y su equipo querían explorar en otra dirección dentro del mismo territorio. El primer paso fue eliminar cualquier tipo de línea argumental que cohesionara la acción del juego. El objetivo era crear un entorno abierto donde la libertad fuera total, y el progreso viniera marcado únicamente por las acciones del jugador, que no debía ser condu-cido por nada más que su propio afán explorador y, bueno, exter-minador. No hay, pues, un desarrollo narrativo en sentido clásico: no hay secuencias cinemáticas, no hay personajes que encarguen misiones que, en definitiva, forman las diferentes escenas de una historia… Era éste el camino hacia el que apuntaba GTA, y que ha llegado a una cima con GTA IV, donde a pesar de la monstruo-sidad de su entorno abierto y la libertad de exploración, todo está fuertemente enfocado a una narrativa ci-nematográfica (que retoza desprejuiciada e inter-cambia fluidos con mecánicas de juego para en-gendrar una bellísima criatura bastarda, sí, pero cinematográfica al fin y al cabo). Y era un camino que a David Jones, según sus declaraciones, no le apetecía mucho recorrer.

Así pues, Crackdown se despoja de esta visión del entorno abierto que GTA profesa, y suelta al jugador en una ciudad donde debe encontrar a los jefes de las bandas y eliminarlos de la forma y en el orden que quiera. O pueda. Esto conlleva un problema: los humanos nos distraemos con una facilidad pasmosa. Como otros títulos han demostrado (¿recuerdan la crítica de Crysis de mondo Píxel vol. i?), hay un límite para la diver-sión que se extrae de la simple exploración. Volviendo de nuevo a empire, es mucho más fácil aburrirse de recorrer kilómetros virtuales para subir por enésima vez a una montaña atisbada en el horizonte que cuando toda la estrategia planeada para el próximo decenio puede irse al garete con el siguiente movimiento. Éste es el caballo de batalla de todo juego de entorno abierto. Y la solución a la que llegó realtime con Crackdown es ejemplar en

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A su ejecución y genial en su sencillez. En pocas palabras: orbes de

mejora.

Los atributos de nuestro mastuerzo agente de la ley aumentan, como he dicho, al usarlos… para matar pandilleros. Éstos dejan caer unos pequeños orbes al morir, de diferentes colores y núme-ro variado según su aplicación y origen (agilidad, armas de fuego, fuerza…), de manera que cada aspecto mejora según el esfuerzo puesto en él. Pero lo más importante es que hay otros 300 or-bes repartidos por toda la ciudad a modo de chute instantáneo -y permanente- de poción mágica. Y, además, otras tropecientas mini-dosis de agilidad que salpican todo el decorado de pequeños objetivos verdes a los que es imposible resistirse. ¿Van entendien-do lo del burro y la zanahoria?

La magia de Crackdown no reside sólo en que, desde el primer momento, el jugador controla a un avatar con habilidades so-brehumanas. Sino también en que, desde ese primer instante, es consciente de que estas habilidades están capadas, que hay potencial para mucho más. En ese mismo momento se percibe ese potencial repartido por el escenario en forma de orbes a los que hay que llegar desde una aproximación vertical. Así, cuando jugamos a Crackdown, nos vemos rápidamente arrastrados en una furia recolectora que nos lleva a intentar escalar cada maldito edificio de la ciudad, a salvar cada abismo urbano a la vista con saltos cada vez más espectaculares y que destrozan el pavimen-to bajo nuestros pies. Por el mero placer de hacerlo («porque se puede»), o porque al otro lado hay otra tentación en forma de orbe. O, normalmente, ambas. De hecho, en muchas ocasiones, nos toparemos con guaridas mafiosas no tras haberlas buscado, sino de forma fortuita durante una de las interminables escapadas de über-parkour cazarrecolector. Cada cierto número de orbes ver-des, la agilidad sube un grado, y con cada grado, la potencia del salto aumenta, pudiendo acceder así a alturas antes inalcanzables o salvar distancias antes excesivas que están ahí, ante nuestros ojos, o almacenadas en la memoria reciente… a la vuelta de la esquina.

TriunFo, reTo.Ésta era la fórmula que señalaba al hablar de empire, y es la que en realidad conduce toda la jugabilidad de Crackdown aunque tome una apariencia distinta. Por supuesto, luego entran en juego otros factores: el agudísimo diseño de la ciudad y sus edificios, donde cada uno es escalable o accesible desde alguno adyacente, con

meJorA Y venCerÁS: La progresión del avatar es casi inherente a casi todos los géneros videlúdicos: desde la adquisición de armas más potentes (piensen en cualquier matamarcia-nos) al acceso a nuevos combos en juegos de acción (God of War, por ejemplo). El convertirlo en fin y no solo en un medio es ya menos común. Hasta qué punto es una elección de diseño y cuándo un producto fortuito de nuestra imprevisibilidad como jugadores es más difícil de distinguir.

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cornisas, ventanas y demás parafernalia arquitectónica sugiriendo caminos en vertical; la libertad para aproximarse a las guaridas de los jefes mafiosos, construidas siguiendo esta máxima de ofrecer al jugador cualquier camino que se le pueda ocurrir y sea capaz de seguir; la dificultad creciente de las bandas, llegando hasta el refinamiento de la Corporación Shai-Gen y su base principal en un rascacielos supuestamente inexpugnable. Y, por supuesto, todo el contenido balístico y la acción non-stop. Pero este recurso de ofre-cer una recompensa que sólo conduce al deseo de la siguiente, que en el fondo es un principio básico, casi obviamente de diseño videolúdico contemporáneo, está resuelto y aplicado con un gusto especialmente remarcable. Precisamente por lo sutil que resulta y la laxitud que permite en un género o contexto tan aferrado a soluciones externas como es el entorno abierto.

realtime worlds quería que exprimiéramos al máximo el mundo que crearon para Crackdown, y fueron lo suficientemente inteli-gentes y, por qué no, humildes, como para darse cuenta de que debían ponernos un caramelito (o cientos) a los jugadores delante de las narices. A la suficiente distancia como para que sea po-sible atraparlos, pero no necesariamente fácil. O factible sin ha-ber conseguido antes otros. Pero, en cualquier caso, imposible el resistirse, ya que hilvanan con precisión quirúrgica todo lo que Crackdown tiene que ofrecer (exploración, acrobacia, temeridad, acción, vértigo, riesgo…). Algo que, en última instancia, resulta mucho más estimulante como jugador que una serie de misiones entrelazadas narrativamente a golpe de guión. Aunque, de algún modo, sigamos siendo guiados de la manita de acá para allá, como chavalines que no quieren ir al cole, a pesar de saber que una vez allí lo pasarán bien, jugarán al fútbol y tontearán con las niñas an-tes de intuir siquiera por qué resulta tan divertido.

Tal vez Crackdown no me haya tenido levantado hasta las tantas de la mañana recorriendo y escalando sus edificios. O no me haya fascinado o incluso emocionado tanto como otros juegos simila-res que han refinado al extremo la fórmula que practican, menos interesante sobre el papel. Pero, desde luego, sí consiguió que no me importara nada más que explorar durante horas. Sin descanso, sin miedo al vértigo (o disfrutando de él), saltando y trepando y disparando, y volviendo a saltar, a trepar y a disparar. Queriendo solamente recorrer su escenario por el mero placer de hacerlo, porque a esa maldita azotea y su maldita orbe se tiene que poder llegar por algún maldito sitio. Y, lo que es más, disfrutándolo de la misma forma casi inocente cada vez que vuelvo sobre él.

FAr CrY 2 Me veo en la obligación de señalar a Far Cry 2 como la antítesis de Crackdown: completa-mente falto de inspira-ción, sus desarrolladores debieron pensar que crear un entorno abierto ya resulta estimulante de por sí. Eso, y puestos de vigilancia enemigos en cada recodo de los caminos que por fuerza, lógicamente, hay que recorrer. Y eso no es desafío... ¡eso es un coñazo!

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