Modiano, Patrick - Joyita

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Joyita Patrick Modiano Traducción Alberto Conde

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Novela

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  • Joyita

    Patrick Modiano

    Traduccin

    Alberto Conde

  • Para Zina Para Marie

  • Patrick Modiano

    Patrick Modiano naci en Boulogne-Billancourt, Francia, en

    1945. Hijo de padre judo y de una actriz belga, se inici en la narrativa con La Place de l'toile (premio Roger Nimier de 1968 y premio Fnon de 1969) y en

    1971 obtuvo con Los bulevares perifricos el Gran Premio de Novela de la Academia Francesa. En 1974 colabor con el director de cine Louis Malle en la pelcula

    Lacombe Lucien, film que aborda la cuestin del colaboracionismo

    durante la ocupacin alemana de Francia. Posteriormente, en 1978, gan el premio Goncourt

    con Rue des boutiques obscures, novela claramente autobiogrfica

    en la que explora el tema del judasmo durante y despus de la Segunda Guerra Mundial.

    Editorial Debate public en 2001 Las desconocidas.

  • Haba transcurrido una docena de aos desde que no me llamaban ya Joyita y me encontraba en la estacin de metro

    de Chtelet en la hora punta. Estaba entre el gento que recorra el interminable pasadizo, en el pasillo rodante. Una

    mujer llevaba un abrigo amarillo. Me haba llamado la atencin el color del abrigo e iba vindola de espaldas, en el pasillo rodante. Luego segua por el pasadizo donde indicaba

    Direccin Chteau-de-Vincennes. Ahora estbamos parados, apretujados unos contra otros en medio de la escalera, esperando a que se abriera la portezuela. Se hallaba a mi

    lado. Entonces le vi la cara. El parecido de aquel rostro con el de mi madre era tan increble que pens que era ella.

    Me vino a la memoria una foto, una de las pocas fotos que conserv de mi madre. Tena la cara iluminada como si un proyector la hubiera hecho surgir de la noche. Siempre me he

    sentido violenta viendo esa foto. En mis sueos siempre era una foto antropomtrica que me tenda alguien un comisario de polica, un empleado del depsito de cadveres para que pudiera identificar a aquella persona. Pero yo me quedaba muda. No saba nada de ella.

    Se sent en uno de los bancos de la estacin, apartada del resto de la gente, que se apretaba al borde del andn a la espera del convoy. No quedaba sitio libre en el banco, a su

    lado, y yo aguardaba de pie, detrs, apoyada en una mquina automtica. El corte de su abrigo seguramente haba sido

    elegante en otro tiempo, y su color vivo le daba un toque de fantasa. Pero el amarillo se le haba desvado y vuelto casi gris. Pareca al margen de todo lo que la rodeaba y me

    pregunt si se quedara all, en el banco, hasta la hora del ltimo metro. El mismo perfil que el de mi madre, la nariz tan

  • particular, levemente respingona. Los mismos ojos claros. La misma frente alta. El pelo era ms corto. No, no haba cambiado mucho. Ya no tena el pelo tan rubio, pero,

    despus de todo, yo no saba si mi madre haba sido rubia de verdad. La boca se le contraa en un rictus de amargura.

    Estaba segura de que era ella. Dej pasar un tren. El andn se qued vaco unos

    minutos. Me sent en el banco, a su lado. Al poco, una

    multitud compacta volvi a ocupar todo el andn. Podra haber entablado conversacin con ella. No encontraba las palabras y haba demasiada gente alrededor.

    Iba a quedarse dormida en el banco, pero, cuando el ruido del convoy no era an ms que un lejano temblor, se

    levant. Sub al vagn detrs de ella. Estbamos separadas por un grupo de hombres que hablaban muy alto entre ellos. Se cerraron las puertas y entonces pens que tena que haber

    cogido, como de costumbre, el metro en el otro sentido. En la estacin siguiente me vi arrastrada al andn por la oleada de

    los que salan; luego, volv a subir al vagn y me acerqu a ella.

    Bajo aquella luz tan intensa pareca ms vieja que en el

    andn. Una cicatriz le cruzaba la sien izquierda y parte de la mejilla. Qu edad tendra? En torno a los cincuenta? Y en las fotos? Unos veinticinco? Tena la mirada igual que a los

    veinticinco aos, clara, con una expresin de extraeza o temor vago, y se le endureca de repente. La pos en m por

    casualidad, pero no me vea. Se sac una polvera del bolsillo del abrigo, la abri, se acerc el espejo a la cara, y se fue pasando el dedo meique de la mano izquierda por el

    rabillo del ojo, como para quitarse una mota de polvo. El metro coga velocidad, peg un bote, me agarr a la barra

    metlica, pero ella no perdi el equilibrio. Segua impasible mirndose en la polvera. En Bastille, no s ni cmo, consiguieron subirse todos, y a duras penas se cerraron las

    puertas. A ella le dio tiempo a guardarse la polvera antes de que la masa de gente abordara el vagn. En qu estacin se bajara? Pensaba seguirla hasta el final? Era realmente

    necesario? Tendra que acostumbrarme a la idea de que viva

  • en la misma ciudad que yo. En su da me dijeron que haba muerto, haca mucho, en Marruecos, y jams intent saber nada ms. Muri en Marruecos, una de esas frases que

    datan de la infancia y cuyo significado no entiende una del todo. De esas frases slo te queda en la memoria la

    sonoridad, como algunas letras de canciones que me daban miedo. Era un pequeo navo... Muri en Marruecos.

    En mi partida de nacimiento figuraba su fecha de

    nacimiento: 1917, y en la poca de las fotos pretenda tener veinticinco aos. Pero seguro que, para entonces, ya haba hecho trampa con la edad y se haba falsificado la

    documentacin con la idea de quitarse aos. Se subi el cuello del abrigo como si tuviera fro en aquel vagn donde,

    sin embargo, viajbamos apiados. Me fij en que tena las solapas completamente desgastadas. Desde cundo llevaba aquel abrigo? Desde la poca de las fotos? Por eso estaba el

    amarillo tan desvado. Llegaramos al final de la lnea y, all, un autobs nos trasladara hasta algn lugar perdido de las

    afueras. La abordara en ese momento. Pasada la estacin de Lyon haba menos gente en el vagn. De nuevo se posaba en m su mirada, pero era esa mirada que intercambian

    maquinalmente los viajeros entre s. Se acuerda usted de que me llamaban joyita? Por aquella poca tambin adopt usted un apellido falso. Y hasta un nombre falso, que era

    Sonia. Ahora estbamos sentadas una frente a otra en los

    asientos ms cercanos a las puertas. Intent localizarla por la gua e incluso llam a las cuatro o cinco personas que tenan el mismo nombre que el suyo de verdad, pero no haban

    odo hablar nunca de usted. Yo me deca que debera ir un da a Marruecos. Era la nica manera de averiguar si estaba

    muerta en serio. Pasada Nation, el vagn circulaba vaco, pero ella segua

    sentada en su sitio frente a m, con las dos manos juntas y

    las mangas del abrigo grisceo destapndole las muecas. Unas manos desnudas sin asomo de anillo ni pulsera, unas manos agrietadas. En las fotos llevaba pulseras y anillos,

    anillos macizos como los de la poca. Pero, hoy, ya nada.

  • Cerr los ojos. En tres estaciones se acababa la lnea. El metro se detendra en Chteau-de-Vincennes y yo me levantara lo ms discretamente posible, y saldra del vagn

    dejndola dormida en el asiento. Cogera el otro metro, direccin Pont-de-Neuilly, como habra hecho si no me

    hubiera fijado en aquel abrigo amarillo un rato antes, en el pasillo.

    El tren se detuvo suavemente en la estacin de

    Brault. Ella abri los ojos, que recobraban as su duro brillo. Ech un vistazo al andn y se levant. Yo la segua de nuevo por el pasillo, pero ahora estbamos solas. Entonces observ

    que llevaba esas zapatillas de punto, con forma de calcetines bajos, que se llamaban panchos, lo que acentuaba sus andares de antigua bailarina.

    Una avenida ancha, orlada de edificios, en la linde entre

    Vincennes y Saint-Mand. Caa la noche. Cruz la avenida y entr en una cabina telefnica. Esper a que cambiara varias veces el semforo y cruc luego yo. En la cabina tard cierto

    rato en encontrar unas monedas o una ficha. Yo hice como que estaba absorta en la luna de la tienda ms prxima a la cabina, una farmacia que tena en el escaparate ese cartel

    que tanto me asustaba de nia: el diablo echando fuego por la boca. Me volv. Estaba marcando despacito un nmero

    de telfono, como si fuera la primera vez. Apoyaba el auricular en el odo aferrndolo con las dos manos. Pero no contestaban en ese nmero. Colg, se sac un papelito de

    uno de los bolsillos del abrigo y, mientras iba haciendo girar el dial del telfono con el dedo, no apartaba la vista del papelito. Fue entonces cuando me pregunt si tendra domicilio en

    algn sitio. Esta vez le contest alguien. Yo vea el movimiento de sus

    labios a travs del cristal. Segua sosteniendo el auricular con las dos manos y de cuando en cuando meneaba la cabeza, como para concentrar toda su atencin. A tenor de los movi-

    mientos de los labios, hablaba cada vez ms alto, pero aquella vehemencia acababa por calmrsele. A quin estara llaman-

    do? Entre los escasos objetos que me quedaban de ella en la caja de galletas de metal, una agenda y una libreta de

  • direcciones databan de la poca de las fotos, de cuando me llamaban Joyita. De ms joven no me haba entrado nunca la curiosidad de ojear la agenda y la libreta, pero haca algn

    tiempo que las hojeaba un rato por la noche. Nombres. Nmeros de telfono. Saba de sobra que no vala la pena

    marcarlos. Adems, no me apeteca. En la cabina, ella segua hablando. Pareca tan absorta

    en la conversacin que poda acercarme sin que notara mi

    presencia. Hasta poda hacer como que estaba esperando mi turno para telefonear, y captar a travs del cristal algunas palabras que pudieran ayudarme a comprender mejor qu

    haba sido de aquella mujer del abrigo amarillo y los panchos. Pero no oa nada. Seguramente estaba llamando a alguno

    de los que figuraban en la libreta, al nico al que no hubiera perdido de vista o que no se hubiera muerto todava. Muchas

    veces alguien se mantiene ah, durante toda tu vida, y no consigues desanimarlo nunca. Lo mismo te ha conocido en tiempos de bonanza, pero, ms tarde, es capaz de secundarte

    en las penurias, sin cejar en su admiracin, siendo el nico que sigue concedindote crdito, sintiendo por ti eso que llaman la fe del carbonero. Un mendigo como t. Un perrillo

    fiel. Un eterno sufridor. Yo intentaba imaginarme cmo sera el aspecto de ese hombre, o esa mujer, al otro lado del

    telfono. Sali de la cabina. Me ech una mirada indiferente, la

    misma mirada del metro. Abr la puerta de cristal. Sin meter

    una ficha en la ranura marqu al tuntn, por hacer el parip, un nmero de telfono, esperando que se alejara un poco. Sostena el auricular contra la oreja, y no daba ni tono. El

    silencio. No era capaz de decidirme a colgar. Entr en el caf, junto a la farmacia. Dud antes de

    seguirla, pero me dije que no se fijara en m. Quines ramos nosotras dos? Una mujer de edad incierta y una joven perdidas entre la masa del metro. De esa masa de gente

    nadie habra logrado distinguimos. Y cuando volvimos a subir al aire libre ramos como tantos miles y miles de

    personas que regresan por la noche a las afueras. Estaba en una mesa del fondo. El rubio mofletudo de la

  • barra le puso un kir Haba que averiguar si iba all cada noche a la misma hora. Me propuse quedarme con el nombre

    del caf. Calciat; avenue de Paris nmero 96. El nombre estaba impreso en el cristal de la puerta, arqueado en semicrculo, y en caracteres blancos. En el metro, en el camino

    de vuelta, iba repitindome el nombre y la direccin para anotarlos en cuanto pudiera. No se muere en Marruecos. Se

    sigue viviendo una vida clandestina, despus de la propia vida. Una se toma cada noche un kir en el caf Calciat, y al final los clientes acaban por acostumbrarse a esa mujer del

    abrigo amarillo. Nadie le ha preguntado nunca nada. Me sent a una mesa, no muy lejos de la suya. Yo

    tambin ped un kir, en voz alta, para que lo oyera, con la esperanza de que viera en ello un signo de connivencia. Pero permaneci impasible. Guardaba la cabeza levemente

    inclinada, con la mirada al tiempo dura y melanclica, los brazos cruzados y apoyados en la mesa, en la misma actitud que la que mostraba en el cuadro. Qu habra sido de aquel

    cuadro? Me sigui durante toda la infancia. Estaba colgado en la pared de mi cuarto de Fossombronne-la-Fort. Me

    dijeron: Es el retrato de tu madre. Era obra de un tipo que se llamaba Tola Soungouroff. Lo pint en Pars. El nombre y la ciudad figuraban al pie del cuadro, a la izquierda. Tena los

    brazos cruzados, como ahora, con la diferencia de que en una de las muecas llevaba puesta una pesada pulsera de cadena. Aquello poda servirme de excusa para entablar una

    conversacin. Se parece usted a una mujer que vi la semana pasada en un cuadro del rastro, en porte de Clignancourt. El

    pintor se llamaba Tola Soungouroff. Pero no tena el coraje de levantarme y dirigirme a ella. Suponiendo que fuera capaz de pronunciar la frase sin equivocarme: El pintor se llamaba

    Tola Soungouroff, y usted, Sonia, pero era un nombre falso; el autntico, como puede leerse en mi partida de nacimiento,

    era Suzanne. S, una vez pronunciada la frase, muy deprisa, qu ganara con eso? Hara como que no entenda, o se le atropellaran las palabras en la boca, y le saldran sin orden ni

    Aperitivo francs a base de vino blanco y licor de cassis (grosella negra). (N. del T.)

  • concierto, porque haca muchsimo que no hablaba con nadie. Pero mentira, jugara al despiste, como ya hizo en la poca del cuadro y las fotos inventndose la edad y un

    nombre falso. Y tambin un apellido falso. Y hasta un falso ttulo nobiliario. Dejaba correr el bulo de que haba nacido en

    una familia de la aristocracia irlandesa. Supongo que se le cruzara en el camino algn irlands, porque si no, no se le habra ocurrido una idea semejante. Un irlands. Quiz mi

    padre resultara muy difcil volver a localizarlo y debi de olvidarse de l. Seguro que se haba olvidado de todo lo dems y se hubiera llevado un buen chasco de sacarle yo el asunto.

    Se trataba de otra persona distinta de ella. Con el tiempo se haban disipado las mentiras. Pero, en su da, estoy segura de

    que se las haba credo a pie juntillas. El rubio mofletudo le puso otro kir. Ahora haba muchos

    clientes en la barra. Y todas las mesas estaban ocupadas. En

    aquel guirigay no habramos podido ni ornos. Tena la sensa-cin de seguir dentro del vagn del metro. O de estar, ms

    bien, en la sala de espera de una estacin, sin saber exacta-mente qu tren me tocaba coger. Pero ya no haba tren para ella. Estaba retrasando la hora de regresar a su casa. No

    estaba muy lejos, seguro. Yo tena muchsima curiosidad por saber dnde. No me apeteca nada hablar con ella, no senta por ella nada en especial. Las circunstancias haban impedido

    que hubiera entre nosotras eso que llaman la leche de la

    bondad humana . Lo nico que deseaba saber era dnde

    haba ido a parar, doce aos despus de su muerte en Marruecos.

    Cf. Macbeth , de Shakespeare, acto 1, escena V. (N. del T)

  • Era una callecita, por la zona del castillo o el fuerte. No conozco muy bien la diferencia entre una cosa y otra. La

    componan casas bajas, garajes y hasta cuadras. De hecho, se llamaba rue du Quartier-de-Cavalerie. En la acera de la

    derecha, hacia la mitad, se perfilaba la mole de un gran edificio de ladrillo oscuro. Ya era bien de noche cuando nos metimos en la calle. Yo segua andando unos metros detrs

    de ella, pero poco a poco iba reduciendo la distancia entre nosotras. Tena la certeza de que no se percatara ni aunque anduviera a su altura. Volv de da a aquella calle. Pasabas el

    edificio de ladrillo y, ms all, ibas a salir al vaco. El cielo estaba despejado. Pero, cuando llegabas al final de la calle,

    caas en la cuenta de que daba a una especie de descampado que, a su vez, bordeaba una extensin ms amplia. Un cartel indicaba: Campo de maniobras. Al otro

    lado comenzaba el bosque de Vincennes. De noche, aquella calle se pareca a cualquier calle de las afueras: Asnires, Issy-

    les-Moulineaux, Levallois... Ella avanzaba despacio, con sus andares de ex bailarina. No deba de resultarle fcil con los panchos.

    El edificio, con su oscura mole, destacaba sobre todas las dems construcciones. Una se preguntaba por qu lo habran levantado en aquella calle. En la planta baja, una tienda de

    alimentacin a punto de cerrar. Ya haban apagado los neones y slo alumbraba ya una luz en la caja. Yo la vea a travs del

    cristal cogiendo en el estante del fondo una lata de conserva, y luego otra. Y un paquete negro. Caf? Achicoria? Llevaba las latas de conserva y el paquete abrazados contra el abrigo,

    pero, al llegar a la caja, hizo un movimiento en falso. Se le ca-yeron las latas y el paquete negro. El tipo de la caja se los reco-

  • gi. Sonrea. Los labios de una y otro se movan, y a m me hu-biera encantado saber cmo la llamaba. Por el nombre de verdad, el de joven? Sali, y segua sujetando las latas de con-

    serva y el paquete con ambos brazos contra el abrigo, un poco como se lleva a un recin nacido. Estuve en un tris de

    ofrecerle mi ayuda, pero, repentinamente, la rue du Quartier-de-Cavalerie me pareci muy lejos de Pars, perdida en alguna regin remota, alguna ciudad fronteriza. Pronto iba

    a cerrar todo, la ciudad se quedara desierta y me perdera el ltimo tren.

    Pas por la verja. En cuanto vi de lejos aquella mole de

    ladrillo oscuro, tuve el presentimiento de que viva all. Ahora cruzaba un patio, y al fondo se elevaban varios edificios igua-

    les al de la calle. Iba andando cada vez ms despacio, como si tuviera miedo de que se le cayeran las compras. De espaldas, cualquiera hubiera dicho que llevaba una carga demasiado

    pesada para sus fuerzas, y que era ella la que poda caerse en cualquier momento.

    Entr en uno de los edificios, al fondo del todo, hacia la izquierda. Estaba indicada cada una de las diversas entradas: Escalera A. Escalera B. Escalera C. Escalera D. La

    suya era la escalera A. Me qued un rato frente a la fachada, esperando a que se iluminara alguna ventana. Pero esper para nada. Me pregunt si habra ascensor. Me la imagin

    subiendo por la escalera A y apretando contra ella las latas de conserva. No se me quitaba esa idea de la cabeza, ni en el

    metro de vuelta.

  • Repet el mismo camino los das siguientes al final de la tarde. Justo a la hora a la que me haba encontrado con ella la

    primera vez, me quedaba esperndola, sentada en un banco, en la estacin de Chtelet. Al acecho del abrigo amarillo.

    Cuando se va el metro se abre la portezuela, y la oleada de viajeros se desperdiga por el andn. Con el tren siguiente se apelotonarn en los vagones. El andn est vaco, se llena de

    nuevo y acaba por relajarse la atencin. Te dejas atontar por las idas y venidas de la gente, no ves ya nada concreto, ni siquiera un abrigo amarillo. Un mar de fondo te arrastra a

    uno de los vagones. Recuerdo que, en esa poca, desfilaban los mismos carteles en todas las estaciones. Una pareja con

    tres nios rubios en torno a una mesa, por la noche, en un chalet de montaa. Les iluminaba la cara una lmpara. Afuera caa la nieve. Deba de ser Navidad. En la parte alta del

    cartel se lea: PUPIER, CHOCOLATE DE LAS FAMILIAS. La primera semana fui una sola vez a Vincennes. La

    semana siguiente, dos veces. Luego, otras dos ms. En el caf haba demasiada gente hacia las siete de la tarde para que nadie se fijara en m. La segunda vez me arriesgu a

    preguntar al rubio mofletudo que serva las consumiciones si iba a venir hoy la seora del abrigo amarillo. Frunci el ceo como si no entendiera. Lo reclamaban desde una mesa

    prxima. Creo que no me oy. Pero no habra tenido tiempo de contestarme. Para l tambin era hora punta. A lo mejor

    ella no era asidua de aquel caf. No viva en aquel barrio. La persona a la que haba llamado desde la cabina viva en el edificio de ladrillo y haba ido a visitarla aquella noche. Le llev

    unas latas de conserva. Un rato despus cogi el metro en el otro sentido, como hice yo, y regres a su casa, a una

  • direccin que yo no sabra nunca. La nica referencia clara era la escalera A. Pero me tocara ir llamando puerta a puerta en cada rellano, y preguntar a quienes tuvieran a bien

    abrirme si conocan a una mujer de unos cincuenta aos con un abrigo amarillo y una cicatriz en la cara. S, haba ido una

    noche de la semana anterior, despus de comprar en la tienda que daba a la calle unas latas de conserva y un paquete de caf. Qu iban a contestarme? Haba soado todo eso.

    Y, sin embargo, termin por volver a aparecer a la quinta semana. En el momento en que yo sala de la boca de metro, la vi en la cabina telefnica. Llevaba su abrigo amarillo. Me pre-

    gunt si acababa tambin ella de salir del metro. Habra en-tonces en su vida trayectos y horarios regulares... Me costaba

    imaginarla ejerciendo un trabajo diario, como todos los que co-gan el metro a esa hora. Estacin de Chtelet. Era demasiado vago para saber algo ms. Sobre las seis de la tarde docenas

    de miles de personas van a parar a la estacin de Chtelet, antes de desperdigarse por los cuatro puntos cardinales ha-

    ciendo transbordos. Sus rastros se mezclan y se confunden definitivamente. En esa oleada existen puntos fijos. No debera haberme conformado con esperar en uno de los bancos de la

    estacin. Hay que aguardar un buen rato en los lugares donde estn las taquillas y los quioscos de prensa, en el largo pasillo de las escaleras mecnicas, sin olvidar los otros. Hay gente que

    se pasa all todo el da, pero slo reparamos en ellos tras un periodo de aclimatacin. Mendigos. Msicos ambulantes. Car-

    teristas. Enajenados que no volvern a subir nunca ms a la superficie. A lo mejor ella tampoco sala en todo el da de la estacin de Chtelet. Yo la observaba en la cabina telefni-

    ca. Era como la primera vez, no pareca lograr comunicacin de inmediato. Otra vez marcaba el nmero. Se pona a hablar,

    pero la conversacin duraba mucho menos que el otro da. Colgaba con gesto seco. Sala de la cabina. No se paraba en el caf. Segua por la avenue de Paris, con sus consabidos an-

    dares de ex bailarina. Llegbamos a Chteau-de-Vincennes. Por qu no se apeaba en esa estacin de metro, que era el fi-nal de la lnea? Por la cabina telefnica y el caf donde sola

    tomarse un kir antes de regresar a casa? Y las otras noches

  • en que no la haba visto yo? Seguro que esas noches se haba apeado en la estacin de Chteau-de-Vincennes. Tena que hablar con ella, de lo contrario acabara por darse cuenta de

    que la andaban siguiendo. Yo buscaba una frase, la ms breve posible. Le dara la mano sin ms. Le dira: Usted me puso

    Joyita. Tiene que acordarse.... Nos estbamos acercando al edificio y, como la primera noche, no me vea con nimo para abordarla. Todo lo contrario: la iba dejando distanciarse,

    senta que me suba por las piernas una debilidad de plomo. Pero tambin una especie de alivio a medida que se alejaba. Aquella noche no se par en la tienda a comprar latas

    de conserva. Mientras cruzaba el patio del edificio, yo me qued detrs de la verja. El patio slo estaba iluminado por

    un globo en el porche de la escalera A. Bajo aquella luz, el abrigo recobraba su color amarillo. Ella iba encorvndose levemente y avanzaba hacia la entrada de la escalera A con

    paso agotado. Me vino a la memoria el ttulo de un libro con santos que yo lea en la poca en que me llamaba Joyita: El viejo caballo de circo.

    Cuando desapareci, pas la verja. En la parte de la iz-quierda, una puerta cristalera con una placa, una lista

    de nombres por orden alfabtico y, junto a cada uno de ellos, la escalera correspondiente. Detrs del cristal haba luz.

    Llam. Por el resquicio de la puerta asom el rostro de una mujer morena, de pelo corto, bastante joven. Le dije que estaba buscando a una seora que viva all. Una seora sola

    de abrigo amarillo. En lugar de cerrar la puerta sin ms, frunci el ceo

    como si tratara de recordar un nombre.

    Debe de ser la seora Bor. Escalera A... ya no s qu piso.

    Iba recorriendo la lista con un dedo. Me sealaba un nombre. Bor. Escalera A. Cuarto piso. Empec a cruzar el patio. Cuando sent que cerraba la portera, di media vuelta y

    me escurr a la calle.

  • Aquella noche, durante todo el trayecto de vuelta en metro, estaba segura de que no se me ira de la cabeza aquel apellido. Bor. S, se pareca al apellido del hombre que, de

    acuerdo con lo que cre entender en su da, era hermano de mi madre, un tal Jean Bori. Me llevaba los jueves a su garaje.

    Era mera coincidencia? No obstante, el apellido de mi madre que figuraba en mi partida de nacimiento era Cardres. Y O'Dauy el apellido que adopt; su nombre artstico, digamos.

    Todo esto es de cuando yo me llamaba Joyita... Ya en mi cuarto, estuve mirando otra vez las fotos, abr la agenda y la libreta de direcciones, que estaban guardadas en la vieja caja

    de galletas, y, en medio de la agenda, me top con la hoja de papel arrancada de un cuaderno escolar lo conoca de sobra. La minscula caligrafa en tinta azul no era la de mi madre. En la parte superior de la pgina pona: SONIA CARDRES. Debajo del nombre, una raya. Y la raya daba

    paso a estas lneas, que abarrotaban los mrgenes. Cita fallida. Desdichada en septiembre. Desavenencia

    con una mujer rubia. Tendencia a dejarse llevar por soluciones peligrosamente fciles. Nunca se volver a recuperar lo perdido. Flechazo por un hombre no francs. Cambio en los meses que vienen. Tenga cuidado a finales de julio. Visita de un desconocido. No hay peligro pero, con todo, prudencia. El viaje finalizar bien.

    Haba consultado a una echadora de cartas o a alguna quiromante. Supongo que no se senta muy segura respecto al futuro. Tendencia a dejarse llevar por soluciones

    peligrosamente fciles. Le entr miedo, de golpe, como en uno de esos artefactos de feria que llaman gusanos o scenic

    railway . Demasiado tarde para bajarse. Cogen velocidad y una se pregunta enseguida si no irn a descarrilar. Ella vea

    venir la torta. Desdichada en septiembre. Seguramente el verano en que de buenas a primeras me vi sola en el campo. El

    tren estaba atestado. Yo llevaba al cuello un papelito con una

    El tren panormico. Anglicismo de la poca referido a las montaas rusas. (N. del T)

  • direccin escrita. Nunca se volver a recuperar lo perdido. En el campo, algo ms tarde, recib una postal. Est en el fondo de la caja de galletas. Casablanca. La plaza de Francia.

    Muchos besos. Ni siquiera llevaba firma. Una letra gorda, la misma que en la agenda y la libreta de direcciones.

    Antiguamente enseaban a las nias de la edad de mi madre a escribir muy grande. Flechazo por un hombre no francs: pero cul? En la libreta figuran varios nombres que no son

    franceses. Tenga cuidado a finales de julio. Fue el mes en que me enviaron al campo, a Fossombronne-la-Fort. En mi cuarto colgaba de la pared el cuadro de Tola Soungouroff, as

    que cada maana, al despertarme, mi madre me clavaba la mirada. Despus de la postal no volv a recibir la menor seal

    de vida. Slo me quedaba de ella aquella mirada por la maana, y tambin por la noche, cuando lea acostada, o si estaba enferma. Al cabo de un rato me daba cuenta de que no

    se diriga a m, sino que era una mirada perdida. No hay peligro pero, con todo, prudencia. El viaje finali-

    zar bien. Creo que se equivoc la echadora de cartas, pero a lo mejor ocultaba parte de la verdad para no desesperar a sus clientes. Me hubiera gustado saber qu ropa llevaba mi madre

    aquel da en la estacin de Austerlitz, cuando lleg a Pars. El abrigo amarillo, no. Y tambin senta haber perdido aquel li-bro con santos que se llamaba El viejo caballo de circo. Me lo haban dado en el campo, en Fossombronne-la-Fort. Pero me estoy liando... Creo que ya lo tena en el piso de Pars. Por

    otro lado, tambin el cuadro colgaba de la pared de una de las habitaciones de aquel piso, la habitacin inmensa con los tres peldaos forrados de felpa blanca. En la cubierta del libro re-

    saltaba un caballo negro. Estaba dando una vuelta a la pista, se dira que la ltima, con la cabeza inclinada, aspecto de

    cansancio, como si estuviera en un tris de caerse a cada paso. S, mientras la vi cruzando el patio de la finca me vino de golpe a las mientes la imagen del caballo negro. Andaba

    alrededor de la pista y daba la impresin de que los arreos le pesaran horrores. Eran del mismo color que el abrigo.

    Amarillos.

  • La tarde en que cre reconocer a mi madre en el metro haca ya algn tiempo que conoca a aquel hombre que se

    llamaba Moreau o Badmaev. Coincidimos en la librera Mattei, en el boulevard de Clichy. Cerraba muy tarde. Yo estaba

    buscando una novela policiaca. A las doce de la noche ramos los dos nicos clientes, y me aconsej un ttulo de la Srie

    Noire . Luego nos fuimos charlando por el paseo central del

    bulevar. Le sala a ratos una curiosa entonacin que me haca pensar que era extranjero. Ms tarde me explic que haba

    heredado aquel apellido, Badmaev, de un padre al que apenas lleg a conocer. Un ruso. Pero su madre era francesa. En el

    papelito donde ese primer da me escribi su direccin pona: Moreau-Badmaev.

    Hablamos de todo y de nada. Aquella noche no me dijo

    gran cosa sobre l, salvo que viva en la zona de porte d'Orlans y que estaba all por casualidad. Y era una agradable casualidad, porque me haba conocido. Le apeteca

    saber si yo lea otros libros aparte de novelas policiacas. Le acompa hasta la estacin de metro de Pigalle. Me

    pregunt si podamos volver a vernos. Y me dijo con una sonrisa:

    As intentaremos ver las cosas con ms claridad. Esa frase me llam mucho la atencin. Era como si

    pudiera leerme el pensamiento. S. Haba llegado a un periodo de mi vida en que deseaba ver las cosas con ms

    claridad. Me resultaba todo tan confuso desde el principio,

    desde mis ms antiguos recuerdos de infancia... A veces me

    Coleccin de novela negra de la editorial Gallimard. (N. de/ T)

  • rondaban, hacia las cinco de la maana, a esa hora peligrosa en que ya no consigues volver a dormirte. Entonces esperaba, antes de salir a la calle, para asegurarme de que

    estuvieran abiertos los primeros cafs. Saba de sobra que, nada ms poner los pies fuera, se me esfumaran esos

    recuerdos como retazos de malos sueos. Y eso en cualquier poca del ao. Las maanas de invierno en que an es de noche, el aire vivo, las luces que brillan y los primeros clientes

    congregados ante la barra cual conspiradores te dan la ilusin de que la jornada que empieza ser una nueva aventura. Y esa ilusin te acompaa parte de la maana. En verano, cuando la

    jornada se anuncia muy calurosa y todava no hay mucha circulacin, yo estaba sentada en la primera terraza abierta, y

    me deca que bastaba con bajar por la rue Blanche para ir a dar a la playa. Tambin esas maanas se disipaban todos los malos recuerdos.

    El Moreau-Badmaev qued conmigo en la porte d'Or-lans, en un caf que se llamaba Le Corentin. Llegu la prime-

    ra. Ya era de noche a las siete. Me haba advertido de que no poda ir antes porque trabajaba en una oficina. Vi entrar a un tipo de unos veinticinco aos, alto, moreno, con chaqueta de

    cuero. Me localiz enseguida y se sent frente a m. Yo haba temido que no me reconociera. l no sabra nunca que me ha-ba llamado Joyita. Quin lo saba an, aparte de m? Y mi

    madre? A lo mejor uno de estos das debera decrselo. Para intentar ver las cosas con ms claridad.

    Me sonri. Me dijo que tuvo miedo de no poder venir. Aquella tarde lo haban entretenido ms de la cuenta. Y lue-go, sus horarios de trabajo cambiaban de una semana a

    otra. En ese momento estaba trabajando de da, pero la semana siguiente le tocaba de diez de la noche a siete de la

    maana. Le pregunt qu haca. Sintonizaba programas de radio en lenguas extranjeras y redactaba la traduccin y un resumen. Y eso para un organismo del que no entend muy

    bien si dependa de una agencia de prensa o de un ministerio. Lo haban contratado para ese trabajo porque manejaba unos veinte idiomas. Yo, que no hablaba ms que francs, estaba

    muy impresionada. Pero me dijo que no era tan difcil. Una vez

  • aprendidas dos o tres lenguas, bastaba con seguir la propia inercia. Estaba al alcance de cualquiera. Y yo, a qu me dedicaba? Bueno, de momento viva de trabajitos a tiempo

    parcial, pero esperaba encontrar tarde o temprano un trabajo fijo. Me haca mucha falta sobre todo para la moral.

    Se inclin haca m y baj la voz: Por qu? Anda floja de moral? No me incomod la pregunta. Apenas lo conoca, pero

    con l me senta en confianza. Qu busca exactamente en la vida? Daba la impresin de disculparse por aquella

    pregunta vaga y solemne. Me miraba fijamente con sus ojos claros y not que eran de un color azul casi gris. Tena

    tambin unas manos muy bonitas. Qu busco en la vida... Intentaba lanzarme, era imprescindible que le contestara

    algo. Un tipo como l, con sus veinte lenguas, no entendera que me quedara sin respuesta.

    Busco... contactos humanos... No pareci decepcionarle mi respuesta. De nuevo

    aquella mirada clara que me envolva y me haca bajar los

    ojos. Y aquellas hermosas manos, estiradas encima de la mesa, de finos y largos dedos que me imaginaba corriendo por las teclas de un piano. Yo era tan sensible a las miradas y

    a las manos... Me dijo: Hay un trmino que ha empleado usted hace un

    instante y que me ha llamado la atencin... el trmino fijo... Ya no me acordaba. Me resultaba halagador que

    concediera importancia a las pocas palabras que haba

    pronunciado. Unas palabras tan triviales. El problema es encontrar un punto fijo... En ese momento, a pesar de su calma y la dulzura de

    su voz, me pareci tan ansioso como yo. Por lo dems, me pregunt si me embargaba esa desagradable sensacin de

    flotar, como si te arrastrara una corriente y no pudieras aferrarte a nada.

    S, eso era ms o menos lo que senta. Los das se

    sucedan sin que nada permitiera distinguir unos de otros, en

  • un deslizamiento tan regular como el del pasillo rodante de la estacin de Chtelet. Yo era arrastrada por un pasillo interminable y ni siquiera necesitaba dar un paso. Y, sin

    embargo, una tarde prxima me iba a topar de buenas a primeras con un abrigo amarillo. Entre toda aquella masa de

    desconocidos con la que acababa por confundirme iba a resaltar un color que no deba perder de vista si aspiraba a descubrir un poco ms sobre m misma.

    Hay que encontrar un punto fijo para que la vida deje de ser esa perpetua flotacin...

    Me sonrea como deseando atenuar la seriedad de sus

    palabras. Una vez que encontremos el punto fijo, entonces todo

    ir mejor, no le parece? Sent que trataba de recordar mi nombre. De nuevo me

    entraron ganas de presentarme dicindole: Me llamaban Jo-

    yita. Le explicara todo desde el principio. Pero dije simple-mente:

    Mi nombre de pila es Thrse. La otra noche, en el paseo central, le pregunt cul era el

    suyo y l contest: Nada de nombre de pila. Llmeme

    Badmaev, sin ms. O, si prefiere, Moreau. Aquello me extra, pero ms tarde pens que era por voluntad expresa de protegerse y guardar las distancias. No le apeteca entablar

    una intimidad demasiado grande con la gente. A lo mejor ocultaba algo.

    Me propuso pasar por su casa. Para prestarme un libro. Viva en los bloques de viviendas frente al caf Le Corentin, al otro lado del boulevard Jourdan. Edificios de

    ladrillo, como el de Vncennes en el que luego yo vera a mi madre cruzando el patio. Ibamos caminando junto a unas

    fachadas todas iguales. En el 11 de una rue Monticelli subimos las escaleras hasta el cuarto piso. La puerta daba a un pasillo de linleo rojo oscuro. Al fondo del pasillo,

    entramos en su habitacin. Un colchn en el mismo suelo y pilas de libros pegados a las paredes. Me invit a sentarme en la nica silla, frente a la ventana.

    Antes de que se me olvide... Tengo que darle este libro...

  • Se agach sobre las pilas de libros v las examin una a una. Al final sac un libro que destacaba entre los otros por su cubierta roja. Me lo tendi. Lo abr por la pgina del ttulo:

    En los confines de la vida. Daba la impresin de disculparse. Incluso dijo:

    Si la aburre, no tiene por qu leerlo. Se sent en la orilla de la cama. La habitacin estaba

    iluminada nicamente por una bombilla desnuda, fijada en

    la punta de un largo trpode. La bombilla era muy pequea y de escassima intensidad. Junto a la cama, en lugar de una mesilla de noche, un enorme aparato de radio, de esos con

    tela. Yo ya haba visto otro igual en Fossombronne-la-Fort. Me result muy llamativo.

    Le tengo cario a este aparato me dijo. En ocasio-nes lo uso para mi trabajo. Cuando puedo hacerlo en casa...

    Se agach y accion el botn. Se encendi una luz verde.

    Se oa una voz sorda que hablaba en un idioma extranjero.

    Le apetece saber cmo trabajo? Cogi un bloc de papel de cartas y un bolgrafo que esta-

    ban encima del aparato de radio. Iba escribiendo a medida

    que escuchaba la voz. Es muy fcil... Lo cojo todo en taquigrafa. Se acerc y me tendi el papel. Desde aquella tarde he

    guardado aquel papel siempre conmigo. Algo por debajo de los signos taquigrficos, se lea:

    Niet lang geleden slaagden matrozen er in de sirenen, enke-le mijlen zuidelijd van de azoren, te vangen.

    Y la traduccin: Hace no mucho de esto, unos marineros

    lograron atrapar a unas sirenas a pocas millas al sur de las Azores.

    Es en neerlands. Pero lo ha ledo con leve acento fla-menco de Amberes.

    Gir el botn para que dejramos de or la voz. No quit

    la luz verde. Pues se era su trabajo. Le daban una lista de programas que escuchar, de da o de noche, y tena que hacer la traduccin para el da siguiente.

    En ocasiones son programas que llegan de muy lejos...

  • locutores que hablan lenguas raras. Los oa de noche, en su habitacin, para entrenarse. Me

    lo imaginaba tumbado en la cama, en la oscuridad

    traspasada por aquella luz verde. Se sent de nuevo en la orilla de la cama. Me dijo que

    desde que viva en aquel apartamento prcticamente no usaba la cocina. Haba otra habitacin, pero la haba dejado vaca y no entraba nunca en ella. Adems, a fuerza de escuchar

    tanta radio extranjera, terminaba no sabiendo ya muy bien en qu pas estaba.

    La ventana daba a un patio grande y a las fachadas de

    otros edificios, donde estaban iluminadas, en todos los pisos, otras ventanas. Cierto tiempo despus, cuando segu a mi

    madre por primera vez hasta su domicilio, estaba segura de que la vista desde su habitacin era la misma que la de casa de Moreau-Badmaev. Consult la gua con la esperanza de

    encontrar su nombre y me sorprendi la cantidad de gente que viva all. Unas cincuenta personas, entre ellas una docena de

    mujeres solas. Pero no apareca su nombre de soltera, ni el nombre inventado que utiliz en su da. La portera no me haba indicado todava que se llamaba Bor. Y luego tuve que

    volver a consultar la gua por calles. Haba perdido el nmero de telfono de Moreau-Badmaev. En su direccin aparecan tantos nombres como en la de mi madre. S, los bloques de

    casas, en Vincennes y en porte d'Orlans, eran aproximadamente los mismos. Su nombre, Moreau-Badmaev,

    figuraba en la lista. Era la prueba de que no lo haba soado. Aquella tarde, en el momento en que estaba yo

    mirando por la ventana, me dijo que la vista era un poco

    triste. Al principio de estar all le haba invadido una sensacin de ahogo. Se oan todos los ruidos de los vecinos,

    de los de la misma planta, de los de arriba y de los de abajo. Un jaleo continuo, como el de las crceles. Lleg a pensar que estaba encerrado para los restos en una celda en medio de

    cientos y cientos de otras celdas ocupadas por familias o personas solas como l. En ese momento regresaba de un largo viaje a Irn durante el que haba perdido la costumbre de

    Pars y las grandes ciudades. Haba pasado all una

  • temporada para intentar aprender un idioma, el persa de las praderas.

    No lo enseaba ningn profesor, ni en la Escuela de Len-

    guas Orientales. As que tocaba ir al pas. Haba hecho el viaje el ao anterior. El regreso a Pars, a porte d'Orlans, le

    result difcil, pero ahora ya no le molestaban en absoluto los ruidos de los dems inquilinos. Le bastaba con encender el aparato de radio y girar lentamente el botn. Y otra vez se

    encontraba muy lejos. Ya ni le haca falta viajar. Bastaba con que se encendiera la luz verde.

    Si le apetece, podra ensearle el persa de las praderas...

    Lo dijo de broma, pero la frase me reson en la cabeza

    debido a la palabra praderas. Pens que iba a marcharme pronto de aquella ciudad y que no tena ningn motivo serio para sentirme prisionera de nada. Ante m se

    abran todos los horizontes, praderas hasta perderse de vista que bajaban hacia el mar. Por ltima vez quera reunir unos

    cuantos pobres recuerdos, reencontrar algn rastro de mi infancia, como ese viajero que se guardar hasta el final en el bolsillo un viejo carnet de identidad caducado. No haba gran

    cosa que reunir antes de irme. Eran las nueve de la noche. Le dije que tena que volver a

    casa. La prxima vez me invitara a cenar, si me pareca bien.

    Y me dara una clase de persa de las praderas. Me acompa hasta la estacin de metro. Yo no

    reconoca la porte d'Orlans, y eso que hasta los diecisis aos llegaba a ella cada vez que vena a Pars. En aquella poca, el coche de lnea que coga en Fossombronne-la-Fort paraba

    delante del caf de la Rotonde. l me segua hablando del persa de las praderas. Esa

    lengua, me explicaba, se pareca al finlands. Era igual de agradable de or. Transmita la caricia del viento entre las hierbas y el rumor de las cascadas.

  • Al principio de todo notaba un olor muy raro en la escalera. Vena de la moqueta roja. Deba de estar

    pudrindose poco a poco. Ya se vea asomando, en diversos sitios, la madera de los peldaos. Tanta gente haba subido

    por aquellos escalones, los haba bajado en la poca en que fue hotel... La escalera era empinada y arrancaba nada ms pasar la puerta cochera. Yo saba que mi madre haba vivido

    en aquel hotel. La direccin figuraba en mi partida de nacimiento. Un da en que estaba ojeando los anuncios por palabras en busca de una habitacin de alquiler, me extra

    encontrarme con dicha direccin en las pginas de Alquiler de estudios.

    Me present a la hora indicada. Me estaba esperando en la acera un seor de unos cincuenta aos, de tez colorada. Me ense, en el primer piso, una habitacin con un cuartito de

    bao. Me pidi tres meses por adelantado en efectivo. Por suerte me quedaba esa cantidad sobre poco ms o menos. Me

    llev al caf, en la esquina del boulevard de Clichy, para relle-nar y firmar los papeles. Me explic que haban cerrado el ho-tel y haban convertido las habitaciones en estudios.

    Mi madre vivi en este hotel... Me o pronunciando lentamente esta frase y me

    sorprendi a m misma. Qu mosca me haba picado? l

    dijo, con voz distrada: Ah, s? Su madre?. Tena edad para haberla conocido. Le pregunt si, en el pasado, se haba

    dedicado al hotel. No. Lo haba comprado el ao pasado con unos socios y haban hecho unas reformas.

    Sabe? me dijo. No era precisamente un hotel muy brillante.

    Y la primera noche pens que a lo mejor mi madre haba

  • ocupado la habitacin en la que estaba yo. As que la tarde en que andaba intentando alquilar una habitacin y me top en el peridico con la direccin, 11, rue Coustou, fue cuando

    se desencaden todo. Haca ya algn tiempo que me daba por abrir la vieja caja de galletas, hojeaba la agenda y la

    libreta de direcciones, miraba las fotos... Hasta entonces, he de confesar que no haba abierto nunca la caja o, si acaso, cuando lo hice, no se me haba ocurrido husmear en lo que

    para m eran meros papelajos de otra poca. Desde la infancia estaba acostumbrada a aquella caja, me haba seguido como el cuadro de Tola Soungouroff, formaba parte del paisaje desde

    siempre. Hasta haba guardado en ella algunas piezas de bisutera. T no te fijas en los objetos que te acompaan hace

    mucho. Y si resulta que los pierdes, te das cuenta de que se te han escapado ciertos detalles. Por ejemplo, ya no me acordaba de cmo era el marco del cuadro de Soungouroff. Y

    si se me hubiera perdido la caja de galletas, se me habra olvidado que en la tapa haba pegada una etiqueta medio

    rasgada donde an poda leerse LEFVRE-UTILE. Hay que desconfiar de esos a los que llaman testigos.

    Haba regresado al punto de partida, teniendo en

    cuenta que aquella direccin figuraba en mi partida de nacimiento como el domicilio de mi madre. Y seguramente yo habra vivido tambin all muy al principio de mi vida. Una

    tarde en que Moreau-Badmaev me acompaaba hasta casa le cont todo esto, y me dijo:

    Entonces, ha vuelto usted a su vieja casa familiar. Y nos echamos a rer los dos. El portn est cubierto de

    madreselva, permaneci cerrado tanto tiempo que empezaron

    a crecerle hierbas por detrs y slo es posible entreabrirlo y colarse entre los dos batientes. Al fondo de la pradera, bajo la

    luna, el castillo de nuestra infancia. Ms all, a la izquierda, sigue estando el cedro. Ahora penetramos en el castillo. Con un candelabro en la mano, cruzamos el saln azul y la galera

    con los retratos de los antepasados puestos en hilera. No ha cambiado nada, todo ha permanecido en el mismo sitio bajo una capa de polvo. Subimos por la escalera grande. Al fondo

    del pasillo, estamos por fin en la habitacin de los nios. As

  • es como se entretena en describir Moreau-Badmaev el retorno al mbito familiar, tal como tendra que haberlo hecho yo en otra vida. Pero la ventana de mi habitacin daba a la

    minscula rue Puget, mucho ms estrecha que la rue Coustou y con la que formaba una especie de tringulo. Mi

    habitacin estaba en la punta de aquel tringulo. No haba ni contraventanas ni cortinas. De noche, el letrero luminoso del garaje, por debajo, en la rue Coustou, proyectaba en la pared,

    por encima de mi cama, unos reflejos rojos y verdes. No me incordiaba. Al contrario, me senta ms segura. Alguien velaba por m. A lo mejor las seales rojas y verdes venan de muy

    lejos, de aquella poca en que mi madre estaba en la habitacin, tumbada en la misma cama y, como yo, tratando

    de conciliar el sueo. Se encendan, se apagaban, se encendan, y aquella intermitencia me acunaba y me echaba en brazos del sueo. Por qu haba alquilado yo aquella

    habitacin cuando poda haber elegido otra en un barrio distinto? Pero me habra quedado sin aquellas seales rojas y

    verdes, tan regulares como los latidos de un corazn y sobre las que acababa dicindome que eran el nico rastro del pasado.

  • Tena que ir todos los das de la semana hacia el bosque de Boulogne a casa de unos seores ricos, a hacerme cargo de

    su nia. Encontr el trabajo una tarde en que me present como ltimo recurso en una agencia de colocacin que eleg al

    azar en las pginas de la gua. La agencia Taylor. Me atendi un hombre pelirrojo, que llevaba bigote y un

    traje prncipe de Gales, en un despacho de sombras boiseries. Me dijo que me sentara. Tuve el valor de decirle que era la pri-mera vez que buscaba ese tipo de trabajo.

    Quiere dejar los estudios? Me sorprendi la pregunta. Le dije que no estaba

    estudiando.

    Cuando la vi entrar, pens que era estudiante. Pronunci aquella palabra con un respeto tal que me pre-

    gunt qu poda evocarle que fuera tan maravilloso, y lament de verdad no ser estudiante.

    Tengo tal vez un trabajo para usted... de tres horas al da... para cuidar a una nia.

    Tuve de golpe la sensacin de que ya no se presentaba nadie en aquella agencia Taylor y de que aquel seor pelirrojo

    se pasaba largas tardes solitarias, sentado en su despacho, soando con universitarias. En una de las paredes, a mi

    izquierda, haba un carteln donde estaban dibujados con todo detalle, me pareca, unos seores en traje de maitre y de chfer, y unas seoras en uniforme de niera y enfermera.

    En la parte baja del carteln se lea en gruesas letras negras: AGENCIA ANDRE TAYLOR.

    Me sonri. Me dijo que aquel cartel databa de la poca de su padre y que poda estar tranquila, no necesitara uniforme. Los seores donde tendra que presentarme vivan por la zona

  • de Neuilly y buscaban a alguien que les cuidara la nia a me-dia tarde.

    La primera vez que fui a su casa fue un da de lluvia, en

    noviembre. No pegu ojo en toda la noche y me preguntaba cmo me recibiran. El seor de la agencia me haba dicho que

    eran bastante jvenes y me haba dado un papel donde haba anotado su nombre y direccin: Valadier; 70, boulevard Maurice-Barrs. A cuenta de la lluvia, que caa desde por la

    maana me daban ganas de irme de aquella habitacin y aquella ciudad. En cuanto tuviera un poco de dinero me

    marchara al Midi , e incluso mucho ms lejos, al sur.

    Procuraba aferrarme a aquella perspectiva y no dejarme

    hundir definitivamente. Haba que mantenerse a flote, en plancha, tener todava un poco de paciencia. Si me haba presentado en la agencia Taylor era por un ltimo reflejo de

    supervivencia. Si no, no habra tenido el valor de salir de mi habitacin, ni de la cama. Segua teniendo en la memoria el cartel que colgaba de la pared de la agencia. Se habra llevado

    una buena sorpresa el seor pelirrojo de haberle dicho que a m no me molestaba llevar un uniforme de niera o, incluso,

    de enfermera. El uniforme me habra ayudado a recobrar el valor y la paciencia, como un cors que te ayuda a andar derecha. De todos modos, no tena eleccin. Hasta entonces

    haba encontrado, con algo de suerte, dos puestos sucesivos de dependienta, en plan temporal, uno en los almacenes Les Trois Quartiers, y el otro en una perfumera de los Grandes

    Bulevares. Pero a lo mejor la agencia Taylor me estaba facilitando un empleo ms estable. No me haca ilusiones

    sobre mis posibilidades. Yo no era artista, como lo fue mi madre. Cuando yo estaba en Fossombronnela-Fort trabajaba en el Auberge Verte, en la Grand-Rue. Haba muchos clientes

    en aquel hostal, a menudo gente que llegaba de Pars. Mi trabajo no era muy cansado. En el bar, en el comedor, a veces

    en recepcin. En invierno encenda cada noche la lumbre de lea, en el cuartito estucado, cerca del bar, donde se poda leer los peridicos y jugar a las cartas. Estuve trabajando all

    El Medioda, el sur de Francia. (N. del T)

  • hasta los diecisis aos. Dej de llover cuando cog el metro en la place Blanche.

    Me baj en Porte-Maillot: me dominaba un sentimiento de

    aprensin. Conoca aquel barrio. Me dije que deba de haber soado con aquella primera visita a aquella gente. Y ahora es-

    taba viviendo lo que haba soado: el metro, el tramo a pie hasta su domicilio, y por eso tena la sensacin de haber vivido ya ese momento. El boulevard Maurice-Barrs bordeaba el

    bosque de Boulogne, y, a medida que lo iba recorriendo, au-mentaba cada vez ms dicha sensacin, y yo acababa por angustiarme. Pero ahora, en cambio, me preguntaba si no

    estara soando. Me pellizqu en el brazo, me di un bofetn en la frente con la palma de la mano para intentar

    despertarme. A veces saba que me encontraba en un sueo, que me amenazaba algn peligro, pero no era demasiado grave, ya que poda despertarme de un momento a otro. Una

    noche, hasta me haban condenado a muerte era en Inglaterra e iban a colgarme a la maana siguiente, me haban devuelto a la celda, pero yo estaba muy tranquila, les sonrea, saba de sobra que iba a dejarlos por las buenas y despertarme en la habitacin de la rue Coustou.

    Haba que pasar una verja y seguir por un camino de gravilla. Toqu el timbre en la puerta del 70, que tena pinta de ser una mansin particular. Me abri una mujer rubia y

    me dijo que era la seora Valadier. Pareca azorada al decir lo de seora, como si semejante palabra no le

    correspondiera, sino que estuviera obligada a utilizarla en la vida corriente. Ms tarde, cuando el tipo de la agencia Taylor me pregunt: Entonces, qu opina de los seores Valadier?,

    le contest: Hacen una buena pareja. Y pareci sorprendido con mi respuesta.

    Tenan ambos en torno a los treinta y cinco. l, alto y moreno, de voz muy suave y cierta elegancia; su mujer, una rubia cenicienta. Se sentaron los dos juntitos en el sof, tan

    violentos como yo. Lo que me intrig es que daban la impresin de estar acampados en el inmenso saln de la primera planta, donde aparte del sof y un silln no haba ningn mueble. Ni ningn cuadro en las paredes

  • blancas. Aquella tarde dimos un corto paseo, la nia y yo, por los

    caminos que rodean el jardn de Acclimatation. Ella guardaba

    silencio, pero pareca confiada, como si no fuera la primera vez que caminbamos juntas. Y tambin yo tena la impresin

    de conocerla bien y de haber andado ya por aquellas alamedas con ella.

    Cuando regresamos a la casa quiso ensearme su

    habitacin, cuyas ventanas daban a los rboles del jardn de Acclimatation. Las boiseries y las dos vitrinas empotradas a ambos lados de la chimenea me hicieron pensar que aquella habitacin haba sido en otro tiempo un saln o un despacho, pero jams la habitacin de un nio. Tampoco su cama era

    una cama infantil, sino una cama muy ancha con largueros capitons. Y en una de las vitrinas estaban expuestas algunas

    piezas de un juego de ajedrez de marfil. Seguramente la cama capiton y las piezas de ajedrez estaban ya en la casa cuando llegaron los seores Valadier, entre otros objetos que se

    olvidaron o dejaron, por falta de tiempo para llevrselos, los inquilinos anteriores. La cra no me quitaba la vista de encima. A lo mejor quera saber qu opinaba de su habitacin.

    Al final le dije: Aqu tienes mucho sitio, y movi la cabeza sin gran conviccin. Su madre se uni a nosotras. Me explic que

    vivan en aquella casa haca slo unos meses, pero no me concret dnde estaban antes. La pequea iba a una escuela muy cerquita de all, en la rue de la Ferme, y yo tendra que

    pasar a recogerla todas las tardes a las cuatro y media. Seguramente fue entonces cuando dije: S, seora. Y automticamente se le ilumin el rostro con una sonrisa

    irnica. No me llame seora. Llmeme... Vra. Mostr una ligera duda, como si se hubiera inventado aquel nombre. Un

    rato antes, cuando me recibi, cre que era inglesa o estadounidense, pero, ahora me daba cuenta, tena acento de Pars, ese acento del que dicen, en las novelas muy antiguas,

    que es el de los arrabales. Vra es un nombre muy bonito le dije. Ah, s? Encendi la lmpara de la mesita de noche y me dijo:

  • No hay suficiente luz en esta habitacin. La cra, tumbada en el parqu, al pie de una de las

    vitrinas, se apoyaba en los codos y hojeaba muy seria un

    cuaderno de clase. No es muy prctica me subray, habra que

    encontrarle un escritorio para que pudiera hacer los deberes. Yo tena la misma sensacin que un rato antes cuando

    me recibieron en el saln: los Valadier estaban acampados

    en aquella casa. Debi de notar mi sorpresa, porque aadi: No s si nos quedaremos mucho tiempo aqu.

    Adems, a mi marido no le gustan demasiado los muebles...

    Me sonrea, siempre con aquella sonrisa irnica. Me pre-gunt dnde viva yo. Le expliqu que haba encontrado una

    habitacin en un antiguo hotel. Ah, s... nosotros tambin hemos vivido mucho tiempo

    en hotel...

    Quera saber en qu barrio. Cerca de la place Blanche. Pero si es el barrio de mi infancia me dijo frunciendo

    levemente el ceo. Yo he vivido en la rue de Douai. Y en aquel momento se pareca tanto a esas

    estadounidenses rubias y fras, esas protagonistas de pelculas policiacas, que pens que tena la voz doblada como en el cine de tanto que me extraaba orla hablando en francs.

    Cuando regresaba a casa del instituto Jules-Ferry rodeaba la manzana y pasaba por la place Blanche.

    Haca mucho que no haba vuelto por el barrio. Vivi aos y aos en Londres. All haba conocido a su marido. La

    nia ya no nos haca el menor caso. Segua tumbada en el suelo y escriba en otro cuaderno, sin parar un instante, con

    aire absorto. Est haciendo los deberes me dijo. Ya ver... con siete aos tiene casi letra de adulta... Haba anochecido y, no obstante, apenas eran las cinco. El silencio a nuestro

    alrededor, el mismo que el que conoc en Fossombronne-la-Fort, a aquella misma hora y a la misma edad que la pequea. Creo que yo tambin, a esa edad, tena letra de

    adulta. Me gan una regaina por no escribir ya con

  • portaplumas, sino con bolgrafo. Por curiosidad mir con qu estaba escribiendo la nia: un bolgrafo. Seguramente en su escuela de la rue de la Ferme dejaban a los alumnos utilizar

    los bic cristal y de capuchones negros, rojos o verdes. Sabra hacer ya las maysculas? En todo caso, creo que ya no

    enseaban los trazos gruesos y los finos. Me acompaaron hasta la planta principal. A la izquierda

    estaba abierta una puerta de dos hojas que daba acceso a una

    gran sala vaca, al fondo de la cual haba un escritorio. El se-or Valadier estaba sentado en la esquina del escritorio, al te-lfono. Una araa difunda una luz viva. Hablaba en un idio-

    ma de extraas consonancias que slo podra haber entendido Moreau-Badmaev, a lo mejor el persa de las praderas. Sostena

    un cigarro en la comisura de los labios. Me hizo un gesto con el brazo.

    Salude de mi parte al Moulin-Rouge me susurr la seora Valadier mientras me clavaba una mirada triste, como si me envidiara por tener que regresar a aquel barrio.

    Adis, seora. Se me escap as, pero ella me reprendi: No. Adis, Vra. As que repet: Adis, Vra. Era su nombre de verdad

    o lo haba elegido porque no le gustaba su verdadero nombre una tarde de depre en el patio del instituto Jules-Ferry?

    Se diriga hacia la puerta con paso airoso, el paso de las rubias fras y misteriosas.

    Acompaa a la seorita una parte del camino inst a su hija. Anda, s buena.

    La pequea movi la cabeza y me lanz una mirada de

    angustia. Cuando se hace de noche la suelo mandar a dar

    una vuelta a la manzana... La divierte... Le da la impresin de ser una persona mayor. La otra noche dijo incluso que le apeteca darse otra vuelta... Quiere entrenarse para no volver

    a tener miedo nunca ms... Del fondo de la sala me llegaba la suave voz del seor

    Valadier entre largos silencios, y en cada ocasin me

    preguntaba si habra cortado ya su conversacin telefnica.

  • Pronto dejars de tenerle miedo a la oscuridad y no har falta que te dejemos la luz encendida para que te duermas.

    La seora Valadier abri la puerta de entrada. Cuando vi que la cra se dispona a salir vestida simplemente con su falda

    y la camisa, dije: A lo mejor tendras que ponerte un abrigo... Pareci sorprendida y casi tranquilizada de que le

    diera aquel consejo, y se volvi hacia su madre. S, s... ve a ponerte un abrigo. Subi a toda prisa por la escalera. La seora Valadier no

    dejaba de mirarme fijamente con sus ojos claros. Se lo agradezco me dijo. Sabr cuidarla bien... A ve-

    ces estamos tan perdidos mi marido y yo... Me diriga siempre una mirada que me daba la

    impresin de que iba a echarse a llorar. Sin embargo, el rostro

    se le quedaba impasible, sin la menor lgrima en la comisura de los ojos.

    *

    Superamos la manzana. Dije a la nia: Ahora tendras que volverte... Pero ella quera acompaarme todava un poco ms. Le

    expliqu que tena que coger el metro.

    A medida que bamos andando por aquella avenida, me pareca que ya haba recorrido el mismo camino. Los rboles del bosque de Boulogne, el olor a hojas muertas y tierra

    mojada me recordaban a algo. Poco antes haba tenido la misma sensacin en la habitacin de la nia. Aquello de lo que

    haba querido olvidarme hasta entonces o, mejor, en lo que procuraba no pensar como quien se esfuerza en no mirar hacia atrs para evitar el vrtigo, todo eso iba a resurgir poco a

    poco, y ahora estaba dispuesta a mirarlo de frente. Caminbamos por el camino que bordea el jardn de Acclimatation, y la cra se me cogi de la mano para cruzar la

    avenida en direccin a la porte Maillot.

  • Vives lejos? Me lo pregunt como si esperara que me la fuera a llevar

    a casa. Llegamos a la boca de metro. Sent sin lugar a dudas

    que bastaba una palabra ma para que me siguiera y bajara conmigo por las escaleras y no volviera nunca ms a casa de

    sus padres. La entenda perfectamente. Hasta me pareca que entraba en el orden de las cosas.

    Ahora me toca a m acompaarte. Pareci decepcionada ante la perspectiva de regresar a su

    casa. Le dije que la semana prxima la llevara al metro. ba-mos recorriendo el camino en sentido contrario. Era dos o

    tres semanas despus del da en que cre reconocer a mi madre en los pasillos de la estacin de Chtelet. Me imaginaba

    que a aquellas horas estara cruzando el patio del bloque de viviendas, en la otra punta de Pars, con su abrigo amarillo. En las escaleras se paraba en cada rellano. Cita fallida. Nunca

    se volver a recuperar lo perdido. A lo mejor, dentro de veinte aos, la cra, como yo, volva a encontrarse con sus padres

    una tarde, a la hora punta, en esos mismos pasillos donde estn indicados los transbordos.

    Haba luz en una de las puertas acristaladas de la planta

    principal, la de la sala donde el seor Valadier hablaba por te-lfono haca un rato. Llam al timbre, pero no acuda a abrir nadie. La nia estaba muy tranquila, como si estuviera acos-

    tumbrada a ese tipo de situacin. Al cabo de un ratito, me dijo: Se han marchado, y sonri, encogindose de hombros. Yo

    ya estaba pensando en llevrmela a casa para que pasara all la noche, y ella seguramente me estaba adivinando el pensamiento. S..., estoy segura de que se han marchado...

    Quera advertirme de que ya no tenamos nada que hacer all, pero por prurito de conciencia me acerqu a la puerta

    iluminada y mir a travs del cristal. La sala estaba vaca. Llam otra vez al timbre. Por fin vino alguien a abrir y, en el instante en que se entornaba la puerta, dejando salir un rayo

    de luz, la cara de la pequea expres una tremenda decepcin. Era su padre. Llevaba un abrigo.

    Llevaban ah mucho rato? nos pregunt con cortesa e indiferencia. Quieren pasar?

    51

  • Se diriga a nosotras como si furamos una visita que acabara de llamar de improviso.

    Se inclin hacia la pequea:

    Entonces, te has dado un buen paseo? Ella no contest.

    Mi mujer se ha marchado a cenar a casa de unos amigos me dijo, y precisamente iba a reunirme con ella...

    La pequea dudaba en pasar. Me dirigi una ltima

    mirada al tiempo que me deca Hasta maana con voz angustiada, como si no estuviera segura de que fuera a volver. El seor Valadier esboz una vaga sonrisa. Luego se cerr la

    puerta tras ellos. Yo estaba quieta al otro lado del bulevar, bajo los rboles.

    En el segundo piso se ilumin la ventana de la habitacin de la cra. Al poco vi salir y echar a andar, con paso apresurado, al seor Valadier. Se subi a un coche negro. La nia deba de

    estar sola en la casa y dejaba la lmpara encendida para dor-mirse. Pens que habamos tenido suerte: un poco ms tarde

    y no nos habra abierto nadie.

  • Un domingo, el de la semana en que empec a cuidar a la cra o el domingo siguiente, volv a Vincennes. Prefer ir por all ms pronto que de costumbre, antes de que anocheciera. Esta vez me baj al final de la lnea, en la

    estacin de Chteaude-Vincennes. Haca sol ese domingo de otoo y, de nuevo, al pasar por delante del castillo, y, en el momento en que me meta por la rue du Quartier-de-Cavalerie,

    tuve la impresin de estar en una ciudad de provincias. Iba andando yo sola y oa tras el muro, al principio de la calle, un repiqueteo regular de cascos.

    Entonces me puse a fantasear con lo que podra haber sido: tras aos y aos de ausencia, acababa de bajarme del

    tren en una estacin pequea, la de mi Tierra Natal. Ya no s en qu libro descubr la expresin tierra natal. Esas dos palabras deban de corresponder a algo que me tocaba de

    cerca o me evocaba un recuerdo. A fin de cuentas, tambin yo en mi infancia haba conocido una estacin de pueblo, a la

    que llegu desde Pars, con aquella etiqueta en la que haban apuntado mi nombre y que llevaba colgando del cuello.

    Me bast con ver el bloque de viviendas al final de la calle para que se me disipara la fantasa. No haba tierra natal, sino unas afueras donde no me esperaba nadie.

    Pas por la verja y llam a la puerta de la portera. Ella asom la cabeza por el resquicio. Creo que me reconoci, pese

    a que slo hubiramos hablado antes una vez. Era una mujer bastante joven, de pelo moreno muy corto. Llevaba una bata de lana rosa.

    Quera preguntarle una cosa respecto a la seora... Bor...

  • Dud con el nombre y tema que no supiera ya de quin se trataba. Pero esta vez no necesit consultar la lista de los inquilinos que estaba pegada en la puerta.

    La del cuarto A? S. Yo recordaba perfectamente el nmero del piso. Desde

    que me lo saba, sola imaginrmela subiendo los escalones con paso cada vez ms lento. Una noche hasta so que se caa

    por la caja de la escalera y, al despertarme, no habra sido capaz de asegurar si se trataba de un suicidio o un accidente. O, incluso, si la haba empujado yo.

    Usted ya vino el otro da, creo... S. Me estaba sonriendo. Pareca que yo le inspiraba

    confianza. Sabe usted que ha vuelto a hacer de las suyas... Lo dijo con indiferencia, como si ya no pudiera

    sorprenderla nada de lo que viniera de parte de la mujer del cuarto A.

    Es usted familia? Me dio miedo contestar que s. Y atraerme la antigua

    maldicin, la vieja lepra.

    No. Qu va. Me haba librado a tiempo de un buen atolladero. Conozco a gente de su familia le aad. Y me han en-

    viado para saber de ella... Y qu quieren que les cuente yo? Es siempre lo mismo,

    ya sabe. Se encoga de hombros. Ahora ya no quiere ni dirigirme la palabra. O busca la

    menor excusa para ponerme a parir. Esta ltima expresin me result perfectamente atenta y

    anodina. Despus de todos los aos transcurridos vi reaparecer, como resurgiendo de las profundidades, la cara retorcida, los ojos dilatados y casi la baba en los labios. Y la

    voz desgaitndose, y la retahila de insultos. Un extrao no se hubiera imaginado nunca aquel cambio brusco en un rostro tan hermoso. Sent que el miedo volva a apoderarse de m.

    Vena a verla?

  • No. Debera avisar a los de su familia. Ya no paga el alquiler. Aquellas palabras y a lo mejor tambin el barrio en

    que cada tarde iba a buscar a la cra me hicieron pensar en un piso, cerca del bosque de Boulogne, del que, muy a mi pesar,

    segua acordndome: la habitacin enorme con los tres escalones forrados de felpa, el cuadro de Tola Soungouroff, mi cuarto an ms vaco que el de la cra... En aquella poca,

    cmo haca para pagar el alquiler? Ser difcil echarla a la calle. Adems, es muy conocida

    en el barrio... Hasta le han puesto un mote...

    Cul? Me mora de ganas de saberlo. Y s era el mismo que el

    que le haban puesto haca veinte aos? La llaman Engaalamuerte. Lo dijo amablemente, como si se tratara de un mote afec-

    tuoso. A veces da la impresin de que va a dejarse morir, y

    luego, al da siguiente, est estupenda y tan simptica, o te suelta una grosera.

    Para m, aquel mote adquira un sentido muy distinto. Yo

    crea que haba muerto en Marruecos y ahora me enteraba de su resurreccin en un lugar de las afueras.

    Hace mucho que vive aqu? le pregunt. S, claro! Lleg mucho antes que yo... Debe hacer ms

    de seis aos...

    As que ella estaba viviendo en aquel edificio mientras yo segua en Fossombronne-la-Fort. Me acordaba de un terreno abandonado, no lejos de la iglesia, donde haban prosperado

    la hierba y los matojos. El jueves por la tarde nos entretena-mos escondindonos o sumergindonos lo ms lejos posible

    en aquella jungla que se llamaba el Prado del Boche. Ha-ban encontrado all un casco y una guerrera medio podrida que debi de abandonar algn soldado al final de la guerra,

    pero siempre tenamos miedo de descubrir su esqueleto. Yo no entenda qu quera decir la palabra boche. Frdrique, la mujer que conoca a mi madre y me recogi en su casa, no estaba el da en que pregunt a su amiga, la morena con cara

  • de boxeador, qu quera decir boche. A lo mejor se crey que me daba miedo aquella palabra y pretenda tranquilizarme.

    Me sonri y me dijo que as es como llamaban a los alemanes, pero que no era algo tan malo. A tu madre tambin la llamaban "la Boche"... Era de broma... A Frdrique no le

    hizo ninguna gracia que la morena me revelara aquello, pero no me dio la menor explicacin. Ella era amiga de mi madre. Debieron de conocerse en la poca en que mi madre era

    bailarina. Se llamaba Frdrique Chatillon. En la casa de Fossombronne-laFort siempre haba amigas suyas, hasta

    cuando no estaba: Rose-Marie, Jeannette, Madeleine-Louis, otras de cuyos nombres me he olvidado y la morena, que tambin conoci a mi madre cuando era bailarina y que no

    le tena aprecio. Vive sola? pregunt a la portera. Durante mucho tiempo vena a verla un hombre... Tra-

    bajaba en los caballos, por aqu... Un seor que tena un tipo norteafricano.

    Y ya no viene? ltimamente, no. Empezaba a mirarme con cierta desconfianza debido a

    mis preguntas. Tentada estuve de contrselo todo. Mi madre lleg a Pars de pequea. Hizo ballet. La llamaban la Boche. A

    m me llamaron Joyita. Era demasiado largo y complicado de contar all en medio, en aquel patio.

    El problema es que me debe doscientos francos... Yo siempre llevaba dinero encima, en un bolsito de lona

    atado con un cordn a la cintura. Hurgu en el bolso. Me quedaba un billete de cien francos, un billete de cincuenta y

    algo suelto. Le di los dos billetes, dicindole que volvera para traerle el resto.

    Muchas gracias. Se los meti con rapidez en uno de los bolsillos de la

    bata.

    Su desconfianza se esfum de inmediato. Podra haberle preguntado cualquier cosa sobre Engaalamuerte.

    En cuanto al alquiler... Ya le explicar cuando vuelva usted por aqu.

  • Yo no tena ninguna intencin de volver. De qu ms me iba a enterar? Y para qu?

    Le han cortado varias veces la luz. Y cada vez me digo que mejor para ella. Porque gasta una manta elctrica... Es peligroso...

    Me la imagin enchufando el cable de la manta a una toma de corriente. Siempre le haban gustado ese tipo de accesorios que durante cierto tiempo parecen muy

    modernos y luego caen en desuso o terminan por convertirse en objetos sin inters. Record que en aquella poca, ms afortunada para ella, cuando vivamos en el piso grande, cerca

    del bosque de Boulogne, alguien le haba trado una caja forrada de cuero verde con la que poda orse la radio. Ms

    tarde comprend que era el primer aparato transistor. Debera usted aconsejarle que no vuelva a utilizar una

    manta elctrica.

    Pero no, la cosa no era tan sencilla. Acaso haba sido ca-paz de prestar atencin a un buen consejo alguna vez en su

    vida? Y, en todo caso, era demasiado tarde. No sabe cmo se llama el hombre que vena a verla? Conservaba una carta suya, que haba enviado haca tres

    meses para pagar el alquiler. Por el resquicio de la puerta la vi hurgando entre papeles en una caja grande.

    No la encuentro... De todos modos, creo que este seor ya no volver...

    Seguramente era a l al que llamaba por telfono al caer

    la tarde, desde la cabina. Al cabo de doce aos le quedaba todava, milagrosamente, alguien con quien contar. Pero tambin a l haba terminado por desencantarlo. Ya en la

    poca en que yo me llamaba Joyita, a veces le daba por permanecer das enteros encerrada en su habitacin,

    apartada del mundo, sin ver a nadie, ni a m, y al cabo de cierto tiempo yo ya no saba si segua all o me haba abandonado en aquel piso inmenso.

    Y su casa, cmo es? le pregunt. Dos cuartitos y una cocina con una ducha. Haba grandes posibilidades de que el colchn estuviera

    puesto directamente en el suelo, junto a la toma de corriente.

  • As era ms sencillo enchufar el cable de la manta elctrica. Debera usted subir... Se llevara una sorpresa de tener

    una visita...

    Si nos volviramos a encontrar cara a cara, no sabra siquiera quin era yo. Se haba olvidado de Joyita y de todas

    las esperanzas que haba depositado en m en la poca en que me puso ese nombre. Desgraciadamente para ella, no me haba convertido en una gran artista.

    Puede hacerme un favor? Se puso a hurgar en la caja grande y me tendi un sobre. Es una notificacin por el alquiler. No me atrevo a

    drsela, no sea que se ponga a insultarme otra vez. Cog el sobre y atraves el patio. En el momento de pasar

    por el porche de la escalera A sent un peso cerca del corazn que me cortaba la respiracin. Era una escalera de peldaos de cemento y barandilla de hierro como an se encuentran en

    las escuelas o los hospitales. En cada rellano, una cristalera grande difunda una luz clara, casi blanca. Me par en el pri-

    mer rellano. Una puerta a cada lado y otra en medio, de la misma madera oscura, con los nombres de los inquilinos. Yo trataba de recobrar el aliento, pero el peso era cada vez

    ms intenso y tuve miedo de ahogarme. Entonces, para calmarme, me puse a imaginar cul podra ser el nombre que figurara en su puerta. El verdadero o el nombre artstico

    que tuvo? O sencillamente LA BOCHE o ENGAALAMUERTE. Cuando yo me llamaba Joyita y regresaba sola a la casa, cerca

    del bosque de Boulogne, me quedaba un rato largo en el ascensor. Estaba protegido por una verja negra, y para pasar adentro haba que empujar dos hojas acristaladas. En el

    interior haba un banco de cuero rojo, cristales a cada lado, un globo luminoso en el techo. Como si fuera una

    habitacin. Del ascensor es de lo que me acuerdo con ms detalle.

    En el segundo rellano volv a sentir aquel peso que me

    ahogaba. Entonces trat de recordar la otra escalera con su alfombra roja muy gruesa y los pasamanos de cobre. Slo una puerta grande de dos hojas en cada rellano. Blanca.

    Me dio un ataque de vrtigo. Me alejaba todo lo posible de

  • la barandilla, casi me pegaba a la pared. Pero estaba decidida a subir hasta el final. De nuevo oa a la seora Valadier o, ms bien, Vra dicindome a propsito de la nia: Ella so-lita se da una vuelta a la manzana, de noche... Quiere entrenarse para no volver a tener miedo nunca ms....

    Bueno, pues lo mo era parecido. Seguira subiendo, ira hasta la puerta de Engaalamuerte y llamara con timbrazos breves hasta que me abriera. Y en el momento en que se

    abriera la puerta, entonces, recobrara toda la calma y le dira con indiferencia: No debera usar una manta elctrica... Es una solemne estupidez.... Y observara con mirada fra cmo

    se le iba deformando la cara, cmo se le iba poniendo plida de rabia. Me acordaba de que no le haca mucha gracia que le

    vinieran con detalles prosaicos. Pero eso era en la poca del piso grande, cuando quera hacerse la misteriosa.

    Llegu al cuarto. Tambin all haba tres puertas, pero te-

    nan la pintura desconchada, como la pintura de las paredes, de un beige sucio. Una bombilla encendida colgaba

    del techo. En la puerta de la izquierda estaba pegada con cello una hoja de papel cuadriculado, y en ella pona, con letra grande y desordenada, en tinta negra: BOR.

    Yo estaba delante de la puerta, sin llamar. A menudo, cuando regresaba sola al piso grande de cerca del bosque de

    Boulogne y llamaba, no me abra nadie. Entonces bajaba por la escalera y me iba a un caf, un poco ms all, en la avenida, a telefonear. El dueo me miraba con amabilidad, igual que los

    clientes. Daba la impresin de que saban quin era yo. Se habran informado. Un da, uno de ellos dijo: Es la nia del 129. Yo no tena dinero y no me hacan pagar la llamada.

    Entraba en la cabina telefnica. El aparato, fijo en la pared, estaba demasiado alto para m y tena que ponerme de

    puntillas y estirarme para marcar el nmero: PASSY 13 89. Pero en casa de la condesa Sonia O'Dauy no contestaba nadie. Un breve instante tuve la tentacin de tocar el timbre.

    Estaba casi segura de que vendra a abrir. Para empezar, el apartamento era demasiado pequeo para que el sonido del

    timbre se perdiera en la lejana, corno en la hilera de habitaciones de PASSY 13 89. Y, luego, las visitas eran ms

  • bien raras y ella estaba al acecho del menor acontecimiento que pudiera romper su soledad. O a lo mejor todava esperaba la visita de ese hombre que ya no vena desde haca cierto

    tiempo el seor de tipo norteafricano... Pero quiz, al cabo de doce aos, se le haban agravado aquellos accesos de

    huraa que le daban a ratos y la hacan encerrarse en su cuarto o desaparecer durante varios das.

    Dej el sobre encima del felpudo. Y baj las escaleras a

    toda velocidad, y en cada rellano me iba sintiendo ms ligera, como si me hubiera librado de un peligro. Ya en el patio me extraaba ser capaz de respirar. Qu alivio pisar un suelo

    duro, andar por una acera tranquilizadora... Un momento antes, delante de la puerta, habra bastado un gesto, un

    paso, para hundirme en el atolladero.

    *

    Me quedaba suficiente suelto para coger el metro. Dentro del vagn, me dej caer en el asiento. Tras la euforia que senta al alejarme del edificio me sobrevino una sensacin de

    extrema fatiga y abatimiento. De nada me vala procurar convencerme, decirme que aquella mujer a la que llamaban Engaalamuerte ya no tena nada que ver conmigo y ni

    siquiera me reconocera si nos encontrbamos frente a frente: no consegua ahuyentar el agobio. Dej pasar Nation, donde

    tena que haber cambiado de lnea, y, como volva a sentir aquella dificultad de respirar, sal al aire libre.

    Estaba ante la estacin de Lyon. Ya era de noche y las

    agujas del gran reloj sealaban las cinco. Me hubiera gustado coger un tren y llegar muy temprano al Midi al da siguiente.

    No me bastaba con haber huido de aquella casa sin tocar el timbre de la puerta. Deba irme de Pars lo antes posible. Desgraciadamente ya no tena dinero para un billete de tren.

    Haba dado a la portera todo lo que me quedaba en el bolso. Qu ocurrencia ms peregrina, decidirme a pagarle las deudas a Engaalamuerte... Pero me acordaba de que en el piso

    grande de cerca del bosque de Boulogne yo era la nica a la

  • que llamaba cuando se senta mal. Tras sus ausencias de varios das reapareca con la cara hinchada, la mirada extraviada. Siempre era a la misma hora. A las cinco de la

    tarde. Y en el mismo sitio. En el saln, en los tres peldaos forrados de felpa y que formaban una especie de estrado

    donde ella haba dispuesto unos cojines. Se tapaba la cara con las manos. Y cuando me oa acudir, siempre me deca la misma frase: Masajame los tobillos. Y durante unos

    instantes me crea que an estaba en el piso grande. Todo iba a volver a empezar.

    No me senta con nimos para bajar al metro. Prefera re-

    gresar a pie. Pero estaba tan absorta en mis pensamientos que iba andando al tuntn. Pronto me percat de que estaba

    dando vueltas por las escasas calles de bloques macizos que se cruzan un poco ms all de la estacin. Luego, al final de una de ellas, me encontraba en el boulevard Diderot, desde

    donde se ve el ir y venir de los viajeros alrededor de la estacin y los letreros luminosos: Caf Europen.

    Htel Terminus. Me dije que tendra que haber alquilado una habitacin en aquel barrio. Vivir cerca de una estacin te cambia completamente la vida. Tienes la impresin de estar

    de paso. Nada es definitivo jams. Un da u otro te subes a un tren. Son barrios abiertos al porvenir. Sin embargo, la esfera del gran reloj me sugera algo muy lejano. Creo que en aquella

    esfera aprend a leer la hora en la poca en que me llamaba Joyita. Entonces ya coga el metro. La lnea era directa de

    Porte-Maillot a Gare-de-Lyon. Catorce estaciones que yo iba contando segn avanzbamos para no equivocarme. Y me bajaba en Gare-de-Lyon, como acababa de hacer ahora.

    Cuando llegaba arriba del todo de las escaleras comprobaba en la esfera del gran reloj que no iba tarde. l me esperaba

    delante de la boca de metro. O, en ocasiones, en la terraza del Caf Europen. Era mi to, el hermano o el hermanastro de mi madre. En todo caso, as me lo haba presentado ella. Y al

    telfono yo la oa decir a menudo: De eso se encargar mi hermano... Le enviar a mi hermano.... Durante las ausencias de mi madre, a veces se encargaba de m. Se quedaba a

    dormir en el piso. Me llevaba por la maana a la escuela.

  • Pronto empec a ir solita y cada vez menos... Los jueves y domingos coga el metro hasta la estacin de Lyon para reunirme con l. Al principio vena a buscarme por la maana

    al piso. Pero mi madre le dijo que no vala la pena que se molestara por m y que yo poda coger el metro solita... Creo

    que no se atreva a contrariarla, pero a menudo, sin decrselo, me esperaba al pie de la casa.

    Era la primera vez desde haca mucho que andaba

    por aquel barrio. Seguira viviendo l por all? Dejbamos la estacin de Lyon detrs de nosotros, luego tirbamos a la izquierda y seguamos por una de las callejuelas de hace un

    rato. E bamos a dar a una avenida bordeada de rboles. Y all entrbamos en un garaje que siempre estaba vaco. Subamos

    por una escalera hasta la puerta de un piso. Cruzbamos un vestbulo que daba a una sala en cuyo centro haba una mesa de comedor. l no se apellidaba igual que mi madre, pese a

    que supuestamente eran hermanos. Se llamaba Jean Bori. Su foto estaba en la caja de galletas y lo reconoc

    enseguida. Detrs de la foto estaba escrito su nombre a lpiz. Segua sintiendo la opresin de aquel peso. Me hubiera

    gustado pensar en otra cosa. Sin embargo, ese Jean Bori

    haba sido bueno conmigo. l no era un mal recuerdo como mi madre. Llegu a la avenue Daumesnil y resulta que se pareca a la avenida del garaje. Iba caminando, mirando a

    ambos lados, a ver si localizaba un garaje. Habra preguntado por el seor Jean Bori. Tal como lo recordaba en mi

    memoria, estaba convencida de que me habra atendido muy bien, como antes. A lo mejor no me habra reconocido. No, tena que acordarse de m. Seguro que era mi to? En

    cualquier caso, era la nica persona que podra haber contestado a mis preguntas. Desgraciadamente, por ms que

    miraba las fachadas de los edificios a derecha e izquierda de la avenida, no reconoca nada. Ni sombra de garaje. No me sonaba nada. Una tarde, en aquel mismo barrio, cerca de la

    estacin de Lyon, me llev al cine. Yo era la primera vez que iba. La sala me pareci enorme y echaban El cruce de los arqueros, la pelcula en la que poco antes yo haba interpretado un papelito junto a mi madre. No me reconoc

  • en la pantalla y, encima, cuando me o la voz, cre que Joyita era una nia distinta de m.

    S, haca mal en pensar en todo aquello, hasta en Jean

    Bori. No era culpa suya, pero tambin formaba parte de ese periodo de mi vida. Ese domingo no tena que haber subido

    las escaleras hasta la puerta de la que en su da fue la Boche y hoy Engaalamuerte. Ahora iba andando al tuntn y esperaba ir a parar pronto a la place de la Bastille, donde cogera el

    metro. Intentaba tranquilizarme. En cuestin de poco tiempo, en cuanto llegara a mi habitacin, ira a llamar por telfono a MoreauBadmaev. Siendo domingo por la tarde, seguramente

    estara en casa. Le invitara a cenar conmigo al caf de la place Blanche. Se lo explicara todo, le hablara de mi

    madre, de Jean Bor, del piso de cerca del bosque de Boulogne y de la nia a la que llamaban Joyita. Yo segua siendo la misma, como si hubieran conservado a Joyita, intacta, en un

    glaciar. Con el mismo pnico apoderndose de m en la calle y que me despertaba con un sobresalto sobre las cinco de la

    madrugada. Sin embargo, haba conocido periodos de calma en que acababa por olvidarme de todo. Pero ahora que crea que mi madre no estaba muerta, ya no saba qu camino

    coger. En la placa azul le: avenue Ledru-Rollin. Se cruzaba con una calle al fondo de la cual vi de nuevo la mole de la estacin de Lyon y la esfera luminosa del reloj. Haba estado

    caminando en crculo y haba regresado al punto de partida. La estacin era un imn y me atraa, y eso era una seal del

    destino. Tena que subirme a un tren, enseguida, y QUEMAR LAS NAVES. Se me metieron de golpe en la cabeza estas palabras y ya no poda librarme de ellas. An me infundan

    algo de valor. S, haba llegado la hora de QUEMAR LAS NAVES. Pero, en lugar de dirigirme hacia la estacin, continu

    por la avenue Ledru-Rollin. Antes de quemar las naves tena que ir hasta el final, sin saber muy bien qu quera decir hasta el final. No haba ningn transente, era natural, un

    domingo por la tarde, pero, a medida que yo avanzaba, la avenida se iba oscureciendo cada vez ms, corno si esa tarde me hubiera puesto gafas de sol. Me pregunt si no estara per-

    diendo vista. Un poco ms all, en la acera de la izquierda, el

  • letrero luminoso de una farmacia. Yo no le quitaba los ojos de encima por miedo a encontrarme de nuevo en la oscuridad. Mientras brillaba con su luz verde, yo segua siendo capaz de

    guiarme. Esperaba que permaneciera encendida hasta llegar a su altura. Una farmacia de guardia, aquel domingo, en la ave-

    nue Ledru-Rollin. Todo estaba tan oscuro que perd la nocin del tiempo, y me deca para m que estbamos en plena noche. Al otro lado del cristal, detrs del mostrador, estaba sentada

    una mujer morena. Llevaba una bata blanca y un moo muy estricto que contrastaba con la dulzura de su rostro. Estaba poniendo orden en una pila de papeles y, de vez en cuando,

    anotaba algo con un bic de capuchn verde. Acabara por darse cuenta de que la estaba mirando, pero era ms fuerte

    que yo. Su semblante era tan distinto del de Engaalamuerte, tal como lo vi en el metro o me lo imagin tras la puerta del cuarto piso... Era imposible que aquella cara se le deformara

    de rabia y que se le torciera la boca para soltar una retahila de insultos... Era tan apacible, tan graciosa bajo aquella luz

    tranquilzadora, una luz clida como la que yo haba conocido al atardecer en Fossombronne-la-Fort... De verdad haba conocido aquella luz? Empuj la puerta de cristal. Un leve

    timbre, cristalino. Alz la cabeza. Avanc hacia ella, pero sin saber qu decirle.

    Se siente mal? Pero no era capaz de pronunciar n palabra. Y el mismo

    peso, que segua ahogndome. Se me acerc.

    Est usted palidsima... Me cogi de la mano. Yo deba de asustarla. Y, sin embar-

    go, senta la presin de su mano en la ma.

    Sintese ah... Me arrastr, pasado el mostrador, hasta una

    trastienda donde haba un viejo silln de cuero. Yo estaba sentada en el silln y ella me pona la mano en la frente.

    No tiene fiebre... Pero tiene las manos heladas... Cul es el problema?

    Haca aos que yo no le contaba nada a nadie. Me lo haba guardado todo para m.

    Sera demasiado complicado de explicarle contest.

  • Por qu? Nada es complicado... Romp a llorar. No me haba ocurrido desde la muerte del

    perro. Y haba que remontarse a doce aos, como mnimo.

    H