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SEGUNDO PREMIO QUIRÓN

DE RELATO CORTO

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PRESENTACION . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 00

JOSÉ MARI . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 00de José María Bernet GranadoRelato ganador

NI MUCHO, NI POCO . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 00de Josefa Morato AscóPrimer accésit

LA MITAD MÁS HERMOSA DE LA VIDA . . . . . . . . . . . . . . 00de Margarita Borrero BlancoSegundo accésit

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Í N D I C E

ISBN, editado por xxxx. Todos los derechos reservados…. Y tb.Primera edición: septiembre 2009

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RUPO HOSPITALARIO QUIRÓN ha consolidado esteaño 2010 una iniciativa que nació el pasado año yque ha despertado un gran interés entre los partici-

pantes. Así, con esta segunda edición del PREMIO QUIRÓN

DE RELATO CORTO continuamos apostando por un galar-dón con el que proponemos la escritura y la lectura comoactividades beneficiosas para el mantenimiento y la recu-peración de la salud.

El objetivo de este proyecto ha sido una vez más esti-mular y dar a conocer la obra de nuevos creadores quepretenden abrirse camino en el campo de las Letras y, porotro lado, ofrecer un servicio adicional y promover la lec-tura entre los pacientes de Grupo Hospitalario Quirón.

Este libro recoge los trabajos literarios del ganador ylos dos accésit, que han sido, en primer lugar, José Mari,de José María Bernet Granado; en segundo Ni mucho, nipoco, de Josefa Morato Ascó; y en tercero La mitad máshermosa de la vida, de Margarita Borrero Blanco.

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A esta II convocatoria del Premio Quirón de Relatohan optado 1.161 candidatos que han presentado aproxi-madamente 1.500 textos. 771 de estos autores procedende España, 363 de Latinoamérica, 25 de distintos puntosde Europa, y el resto están repartidos entre África y Asia.El Premio está dotado con 1.000 euros para el ganador,dos accésit de 500 euros para cada uno de los dos finalis-tas, así como con la publicación de los tres relatos finalis-tas en un libro que se repartirán en las habitaciones detodos los hospitales Quirón.

Nuestro más sincero agradecimiento a todos los parti-cipantes así como a los componentes del jurado del IPremio de Relato Corto del Grupo Quirón, presidido pordoña Pilar Muro, presidenta de Grupo HospitalarioQuirón, y compuesto el Dr. D. Alberto de CeciliaGómez, médico de Hospital Quirón San Sebastián; DoñaAlicia Ibares Carrillo, delegada en Aragón de la AgenciaEuropa Press; Doña Carmen Cordón, periodista y escrito-ra; D. Francisco Martín Martín, filólogo y primer accésitdel Primer Premio Quirón, y el Dr. D. Juan Pérez-Miranda, decano de la Facultad de Ciencias Biomédicasde la Universidad Europea de Madrid.

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JOSÉ MARIJosé María Bernet Granado

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X 5 DÍAS = 5 x 4 semanas = 20 x 11 meses (si des-contamos uno de vacaciones) = 220 x 2 años = 440.

Últimamente me dedico a hacer cálculos. Cálculos absur-dos e innecesarios que carecen de cualquier propósito,como no sea el de ayudar a mantener ocupada la ociosamente de un jubilado. Cuando bajo la escalera para dar mi paseo matinal y meencuentro a la cartera en el portal distribuyendo la corres-pondencia, hago cábalas sobre el número de cartas quepuede llegar a repartir en una mañana, en un mes, duran-te toda su carrera postal... ¿Y yo? ¿Cuántas cartas habrérecibido en mi vida? Muchas, muchas, aunque cada vezmenos y sólo facturas y publicidad; culpa de eso que lla-man las nuevas tecnologías, supongo... Ya de camino, sime cruzo por el barrio con el butanero, me agoto con sóloimaginar la de bombonas que ese sufrido trabajador aca-bará echándose a la espalda al cabo del día, de lasemana… y el total de quilos que eso representa; y

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de pelo rubio tirando a colorado, ojos claros enmarcados-diríase que a conjunto- en unas permanentes y violáceasojeras, y la cara y los brazos muy morenos, casi quemados,seguramente de recibir sobre su piel los abrasadores rayosdel sol y el viento en la cara mientras deambulaba sinrumbo por las calles o de esperar no sé qué o a quién enaquel banco de la estación del “carrilet” (1) de Sant Boi(2). No había que atar muchos cabos para darse cuenta deque se trataba de uno de los enfermos del hospital psiquiá-trico y aquello me hizo sentir aún peor.Al día siguiente, mientras regresaba del trabajo en el tren,iba pensando en cómo podría resarcir a aquel muchacho,caso de volver a verle, de mi lamentable actitud del díaanterior. Al apearme lo encontré sentado en el banco desiempre, me miró, pero no se acercó como las otras veces,así que fui yo quien me acerqué hasta él y le pregunté:- ¿No vas a pedirme hoy un cigarro?- No. Ayer te enfadaste, y no quiero que te enfades conmigo.- Lo sé. Tienes razón. Discúlpame por la forma en que mecomporté... ¿Cómo te llamas?- José Mari.- José Mari ¿Quieres un cigarro?- Sí, gracias.- Quédate el paquete si quieres.- No, con uno me basta. Gracias otra vez. ¿Por qué no tesientas y te fumas tu uno?- Es que me esperan en casa para comer... Peo bueno,

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cuando el domingo viene a visitarnos mi hija y veo a minietecita comiéndose un potito, pienso en la cantidad deellos que llegará a zamparse antes de que le salgan losdientes.Esos cuatrocientos cuarenta son, por ejemplo, los ciga-rrillos que aproximadamente le di a José Mari hace yabastante tiempo. Durante el tiempo que disfruté de suamistad.

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Recuerdo que cuando le di el primero no le presté aten-ción, al darle el segundo me molesté un poco, y cuando aldía siguiente me pidió un tercero, le increpé furioso:- ¿¿Es qué piensas pedirme un cigarro todos los días??¡¡Vamos, hombre!! Ésta sí que es buena... ¡¡Ni qué fuera yoel único viajero que baja del tren!!- Perdona, pero es que tú tienes cara de buena persona -me contestó- cosa que me dejó algo desconcertado, enclaro “fuera de juego”. A pesar de ello, ese día no le di elcigarrillo.

Camino a casa desde la estación empecé a sentir un ciertomalestar por mi brusco comportamiento con aqueljoven. Debía tener unos treinta y cinco años, y mante-nía un cierto aire de elegancia a pesar de vestir una ropaalgo pasada de moda. Era alto, preocupantemente delgado,

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tación. No tienes que hacer nada de eso por mí -medecía- es tu familia, no la mía, y a mí me basta con tuamistad y con charlar cada día un rato contigo mientrasfumamos un cigarrillo.Y durante aquellos dos años, he de reconocer que JoséMari se convirtió en mi mejor amigo. Y ahora que el tiem-po ha pasado, miro hacia atrás y admito mi vanidad y miprepotencia al pensar, en un primer momento, que elhablar conmigo le iría bien para sus problemas, que le ser-viría de terapia conversar con alguien "normal". Y tam-bién ahora me doy cuenta, al clasificarme a mí mismo de"normal", de mi ignorancia, de mis estúpidos prejuicios,de lo poco que me importaban los demás y sus circunstan-cias. "Normal"… Me avergüenzo tanto de haber tachadoentonces de anormal a José Mari y a tantos otros JoséMaris que en ocasiones veía y veo todavía pasear por LaRambla de Sant Boi cuando cualquiera de nosotros o denuestros allegados podemos llegar a encontrarnos en unasituación similar en algún momento de nuestra existencia.¡Qué terrible error! Perdón, perdón...Pero, afortunadamente, pronto abrí los ojos y comprendíque José Mari era tan normal como podía serlo yo, y, quede haberlo, el mayor beneficiado por aquellos quinceminutos de terapia diaria era yo; pues a José Mari podíacontarle abiertamente todas mis cosas, todos mis proble-mas… El incierto panorama laboral y el mal ambienteque eso generaba en la fábrica; aquel mazazo que significó

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tampoco me va de cinco minutos...

Y a partir de aquel momento, cada día, cuando llegaba detrabajar, a eso de las dos y veinte, me esperaba José Maripara fumar juntos un cigarrillo y charlar un rato.Me contó que, en efecto, estaba ingresado en el HospitalPsiquiátrico de Sant Boi, pero que no estaba loco. Hoy endía todos lo estamos un poco -le comenté- pretendiendoquitarle importancia y dramatismo a su confesión, pero élme aseguró que no, que no estaba loco, solamente algodeprimido, triste sin duda, y muy, muy decepcionado deuna vida dura e injusta. De la persona que prometió anteel altar quererle el resto de su vida, pero que incumplió supromesa, y del que creía que era su mejor amigo y resultóser sólo un traidor, cobarde y canalla. De una familia queen un principio le apoyó y se preocupó, y que acudía avisitarle todos los domingos hasta que dejó de hacerlouno, sin saber porqué, a pesar de que habían quedado enla estación a las cuatro en punto. Como de costumbre… Pero que aún no arrojaba la toalla y estaba convencido deque, tarde o temprano, llegaría un día en que recobraría lailusión y las fuerzas y subiría a uno de esos trenes que vepasar sin descanso y, todo, volvería a comenzar…Fueron varias las ocasiones en que le invité a casa paraalmorzar juntos, pero nunca aceptó; en otras cuantas lepropuse acompañarme algún sábado a ver a mi nieto jugaral fútbol pero, una tras otra, declinaba invitación tras invi-

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la separación de mi hija y su marido con unos niños tanpequeños; la terrible enfermedad que padeció mi mujer yque mutiló su pecho…Él, con su filosofía de la vida sencilla, sincera, fun-damentada en alguien con estudios, preparada, que undía llegó a tenerlo todo y que ahora no tenía nada,me hacía ver lo importante de las cosas pequeñas, cotidia-nas, de esas cosas de la vida que no valoramos lo suficien-te la gente corriente, probablemente, porque las poseemoso porque estamos inmersos en nuestros problemas, ennuestras rutinas, en nuestros afanes y en nuestros, en sumayoría, banales y caprichosos anhelos y ambiciones que,generalmente, sólo suelen acarrearnos estrés, apuros eco-nómicos, frustración e infelicidad.No importaba que el ardiente sol del mes de julio cayeraa plomo sobre los dilatados raíles, ni que en el melancóli-co otoño la fina lluvia hiciera brillar las ennegrecidas pie-dras del balasto como pulidos azabaches… Allí estábamos,fieles a nuestra “no cita”, los dos amigos, charlando yechando un cigarrillo mientras veíamos pasar los trenes.En aquel banco nos encontrábamos de lunes a viernestodas las semanas, mes a mes, estación tras estación; en laestación del "carrilet" de Sant Boi, los dos amigos...Hasta que llegó un día en que los rumores que desde hacíameses se venían escuchando se hicieron realidad y laempresa donde yo trabajaba decidió cerrar sus puertas. Yno es que les fuera mal el negocio, ni que hubieran pérdidas,

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simplemente, la trasladaban a un país "emergente" deleste de Europa. Cuestión de productividad vinculada alcoste por unidad y al beneficio final, nos dijeron…Resumiendo, que los trabajadores más veteranos jubiladoso prejubilados, y los más jóvenes, a la calle. Y sé que puede parecer extraño, pero a la hora de tomarmi último tren, puntualmente, a las dos y siete, no mepreocupaba el despido, ni lo que me quedaría de pen-sión, ni a lo que dedicaría el resto de mis días, ni, siquie-ra, si llegaría a sentirme viejo e inútil. Lo único que mepreocupaba es que no volvería a encontrar a mi amigo JoséMari al final de cada jornada, que no charlaría con él yque no fumaríamos juntos nuestro cigarrillo.

Al salir del túnel, muy cerca ya de la desembocadura delrío LLobregat, la deslumbrante claridad obliga a cerrar losojos unos instantes, al abrirlos, la aparatosa sencillez de laiglesia de San Baudilio destaca austera sobre el horizontesamboyano, momentos después, el tren entra en la estación. Al apearme aquel último día, me detuve pensativo unosinstantes en el andén. Los demás viajeros pasaban apresu-rados a mi alrededor mientras miraba a José Mari sentadoen el banco; al verme, se incorporó al punto, acercándosehasta donde yo estaba y preguntándome:- Algo te pasa, ¿Me equivoco?- No, no te equivocas. Sentémonos… Pasa que hoy ha sido la última vez que me has visto bajar

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- ¿¡Entonces!? Es qué no te das cuenta de que ya no nosveremos… Que no podremos charlar, fumar nuestro ciga-rrillo… ¿Quién se sentará junto a ti? ¿Quién me aconseja-rá en mis problemas? ¿Quién me echará una mano con laquiniela? Y a quién le gorrearás el tabaco…- Pero tú eres un tipo simpático -dijo mientras pasaba subrazo por mi espalda y me cogía del hombro-, agradable,algo cascarrabias a veces, pero buena persona. Tendrás másamigos, conocerás a otros jubilados con los que podráspasear, jugar a la petanca, pegarles una paliza al dominó…- Ya. Pero tú eres mi mejor amigo... Si quisieras podríamosseguir viéndonos cada día… Puedo acercarme hasta laestación; o si lo prefieres, paso a buscarte por el hospitaly…- ¡No! Por el hospital, no.- Entonces quedaremos aquí, igual que siempre, y ya sinprisas podremos conversar tranquilamente, caminar hastael río, ir a tomar café, a leer el periódico a la biblioteca…Sí, haremos eso, todo seguirá igual ¡Qué digo igual! ¡Serámucho mejor! Quedamos el lunes a las dos y veinte, aquí,como si nada pasara. ¿Eh, José Mari? Como si nada pasara…De acuerdo Valentín, nos vemos el lunes; pero, ante todo,intenta disfrutar al máximo de esta nueva etapa de tu vida,vive intensamente todas sus posibilidades, cuida de tumujer, haz ese viaje, ayuda a tus hijos y a tus nietos...Valora todo lo que tienes y, recuerda, que nada es parasiempre.

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de ese tren. ¿Te acuerdas lo que te había contado sobre losrumores del traslado de la fábrica? Pues bien, hoy se hanconfirmado. Cierran y me jubilan.- ¿¡Jubilado!? ¡Pero si esa noticia es estupenda...! ¡No sabescuánto me alegro! Se acabó el tener que levantarte a lascinco cada mañana y el pasar ocho horas diarias encade-nado a esa incansable e insaciable cadena de montaje.Recuerda lo harto que me decías que estabas del déspotade tu jefe y del egoísmo de alguno de tus compañeros.Ya verás, ahora, dispondrás de todo el tiempo del mundopara hacer lo que tú quieras: escuchar las tertulias de laradio, hacer de tus jilgueros unos campeones, salir máscon tu mujer e incluso realizar juntos ese viaje a Canariasque tantas veces le has prometido… Imagina qué mara-villa poder ir a buscar a tus nietos al colegio cada tarde, lle-varlos un rato al parque, y cuando vuelvas a casa agotadode corretear tras ellos, sentarte en tu sillón preferido para,sin el agobio de estar que estar mirando el reloj a cadamomento para cenar pronto e irte a dormir, ver un pro-grama de televisión o intentar acabar de una vez alguno deesos dichosos crucigramas de números que tanto te deses-peran y siempre dejas a medias. Ya has trabajado bastante en tu vida, y lo que toca a par-tir de este momento es descansar, cuidarse y vivir. - Todo eso ya lo sé. Pero no es precisamente eso lo quemás me preocupa.- ¿Entonces?

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En pocos minutos llegué hasta la estación. Me senté ennuestro banco y abrí la carta. Carta que aún conservo yque dice así:

“ Querido Valentín: Hoy empiezas una nueva vida repleta de esperanzas yoportunidades; algunos miedos también, lo sé… Liberadopor fin de las obligaciones laborales que durante tantosaños has soportado y que quizás te daban un motivo porel que levantarte todas las mañanas. Pero ya verás queexisten otras muchas razones que irás descubriendo día adía y que seguro que te sorprenderán… Y he pensado que si tú vas a ser capaz de hacerlo, yo tam-bién debería de ser capaz de hacerlo; por eso, aunque sólosea por solidarizarme contigo, con mi compañero, con miamigo, voy a subir a uno de esos trenes que he visto pasardurante tanto tiempo y, también yo, voy a comenzar unanueva vida.Nunca te olvidaré; y a eso de las dos y veinte encenderé uncigarrillo y lo fumaré junto a ti, donde quiera que yo esté.

Tu amigo, José Mari”

(1) Nombre con el que popularmente son conocidos los ferrocarriles de víaestrecha de la Generalitat de Cataluña. (2) Población cercana a Barcelonaconocida por albergar el complejo hospitalario de salud mental más impor-tante de Cataluña.

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El lunes, como habíamos quedado, fui hasta la estación,pero José Mari no estaba. Esperé varias horas, pero noapareció. Regresé el martes, el miércoles… Nada. El jueves, a pesar de que sabía que no le iba a gustar, deci-dí acercarme hasta el hospital convencido de que estabaenfermo o de que le había sucedido algo. Pregunté por él a la enfermera de recepción quien, ama-blemente, me informó que tras salir de paseo el pasadodomingo no había regresado; que los cuerpos de seguridadya tenían el aviso y la descripción para, caso de encontrar-lo, retornarlo al centro; y que, como es preceptivo, habíancontactado con su familia pero que desconocían tanto elparadero de José Mari como quién podía ser ese talValentín Dengra para el que había dejado una carta sobresu mesita de noche. Le dije que ese tal Valentín Dengra erayo, y, tras enseñarle el carné de identidad, me la entregó.Abandoné el hospital con la carta en la mano. Caminandojunto al muro del psiquiátrico que discurre paralelo a lacarretera y a las vías del tren, me di cuenta de que nuncahabía reparado en él y en lo grandioso de aquel com-plejo hospitalario. De los diversos pabellones que lo for-man y en donde, por separado, hombres y mujeres tra-tan de poner en orden sus ideas y encajarlas en un laberin-to de sentimientos; recluidos, aislados por el alto muro delresto de la gente como si de peligrosos delincuentes se tra-tara... ¿Cuántos dramas encerraría aquella pared?¿Cuántos sufrimientos? ¿Cuánta incomprensión...?

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NI MUCHO, NI POCOJosefa Morato Ascó

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CUÁNTO LE CONTRARIABA encontrar la cama deshe-cha después del trabajo! Y él lo sabía. Se lo habíarecordado, como tantas otras veces, aquella mañana

cuando, dominada por un instinto primario, dio un golpeseco sobre el lecho partiendo aquel molesto ronquido queacompañaba sus noches y sus amaneceres desde hacía yauna eternidad. La sacaba de quicio, anhelaba ser perversa:pellizcarlo, empujarlo…, pero siempre acababa realizandoaquel sonido oclusivo con el que, inexplicablemente, éldespertaba un segundo, rezongaba y se daba la vuelta. Deno aprovechar aquella tregua, sus noches se convertían enun infierno de desvelos encabritados y obsesiones perdi-das. No soportaba levantarse a las siete y examinar, ya conlos zapatos de tacón de aguja colocados, la silueta larvadabajo el edredón, aquel belfo inferior hundido en la boca,las aletas taponadas y, de repente, lo peor: la eclosión, elodiado ruidito lanzando su lava acuosa, aquellos hilillospegajosos que la obligaban a desperdiciar su tiempo enaquella almohada sucia de líquidos. “Pja”… “pja”…

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Él soñaba la lascivia de mujeres ingrávidas, de ninfastransparentes que se lanzaban solícitas sobre el trono de surey. En las entretelas del sueño, los rostros de aquellashembras se revelaban y confundían. Ondinas imaginadasque al acercarse mudaban en rostros amigos. Y la instan-tánea de un beso, el regalo de unos labios ardientes queiban a posarse sobre los suyos, se rompió con una fuertesacudida que lo despertó. La impresión lo dejó palpitan-do ahogadamente, aturdido por la premura del tránsitoentre la vigilia y el sueño. Sabía que odiaba que lo desper-tasen así y ella seguía haciéndolo todas las mañanas. Lohacía a propósito, estaba seguro. No podía soportar irse atrabajar y que él pudiera quedarse un poco más descan-sando. Jamás había entendido ni respetado su ritmo desueño, de hábitos, de vida… diferente. Ahora, tras la pata-da, vendría el beso en la frente y el rosario de reglas quecomenzaba con el mandamiento de hacer la cama y con-tinuaba con otros que él se negaba a retener en la memo-ria. Ella no valoraba nada, hiciera lo que hiciese. Vomitabareniegos que impregnaban el aire como la estela asfixiantede su perfume. Hubo un tiempo en el que sus noches las poblaba sóloella, en el que veía la adoración en su mirada, en su impos-tura, en su cama. Hubo un tiempo en el que la evasión erainnecesaria. Un tiempo en el que ella lo idolatraba comolas náyades que acababan de esfumarse. ¡Dios, cómo sehabía prendado de aquella sonrisa! Añoraba los primeros

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“pja”…, el morro temblequeante al compás de cada “pja”,disminuyendo en intensidad como las sacudidas hirientesde su deseo congelado y la vuelta a la perpetua, intermi-nable, inaguantable y odiosa sucesión de “pjas”.El caso es que el matrimonio, al principio, tuvo susmomentos; cuando no había niños, cuando todo erarecién estrenado, cuando la jornada desembocaba en unanhelado intercambio de fluidos aún no repugnados.Aunque de joven ya apuntaba maneras; a la pregunta:“¿Me quieres?”, aquel “bastante” contestado con indolen-cia, aquella invariable y monótona palabrita que al princi-pio sorprendía por su originalidad, se convirtió con eltiempo en un suplicio, pues escondía –lástima no habersedado cuenta a tiempo- una manera más consciente queinconsciente de plantificar su santa voluntad en todo. Ledolía recordar todo aquello. La ambigüedad de sus res-puestas, cada vez más frecuentes, había conseguido ningu-nearla y la hacía sentirse muy poquita cosa. Los comienzos añorados se desdibujaban cuando lo veíaallí panza arriba con la boca abierta y la ira arremetía con-tra el recuerdo. Por un instante comprendió a los que,enajenados, se dejan llevar sin rendir cuentas a la concien-cia, sin remordimientos. Entendió que el odio era posible;por eso dio aquella patada que lo despertó y cuando, atur-dido, preguntó: “¿Qué pasa?”, se acercó y besándole lafrente susurró: “Nada cariño. Me voy al trabajo. No tardesen levantarte. Y haz la cama.”

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Tras dejar al tercero, el del descuido, en la escuela, llegó altrabajo. Se quitó el abrigo y se colocó los auriculares.Ensayó la postura. Dispuso la sonrisa. Arregló los papelesque descansaban, junto a las dos mandarinas que el régi-men le permitía, en la exigua mesita oculta bajo el mos-trador, fuera del alcance de miradas indiscretas, dondetambién quedaban olvidados los zapatos de tacón esperan-do durante ocho horas su rescate. Allí iba a contestar unpromedio de ciento veinticinco veces ese día cómo llegara tal o cual habitación. Caras anónimas que preguntabansin mirarla de frente. No era que le resultara desagradable,no. Se había acostumbrado, ya eran veinte años. Aunquele hubiese gustado acabar la licenciatura que tuvo quedejar cuando quedó embarazada del primero. La carreradel marido siempre parecía prevalecer sobre la suya: pri-mero la pasantía para abrirse camino; el ingreso en elbufete de los Giner –el más prestigioso de la ciudad-; pre-parar los casos hasta altas horas de la madrugada y, añosmás tarde, empezó aquello de instruir a los más jóvenes.Todos habían disfrutado de él, todos menos ella. Se pasmade que su mente haya usado esa palabra “disfrutar”; másbien quería decir que desconocidos compartían sus logrosy ella sólo recogía, al final del día, cansancios y precarie-dades. Aún recuerda la amargura de aquel tiempo en quelo contemplaba acicalarse como nunca por las noches paralas cenas de empresa, sus caprichosas exigencias: camisasde todos los colores; los caros perfumes, siempre diferen-

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tiempos, el perfume fresco de entonces, el aturdimiento,la timidez; aquella inexperiencia que desembocaba encompases de un baile apasionado, despojados de recato,que lo dejaban conturbado en el centro de una ternuradesvestida de placer limpio y salvaje: el eterno sueño mas-culino. Ahora, aquella sequedad disfrazada de cariñomaternal lo sacaba de quicio: los besos en la frente, lasmiradas de reproche, el continuo desencuentro de susvidas. Lo que más le irritaba era su intencionado uso deciertas palabras. Recordó la ocasión en que lo llamó “ácra-ta”. Libertó el vocablo como el vómito de un borracho yél no pudo evitar una sonrisa que aún consiguió enfure-cerla más. Cuando, iracunda, le preguntó: “¿Reconoces ono que eres un ácrata?” Él, con un atisbo de cinismo–tenía que reconocerlo-, solamente contestó: “Depende”.Sabía que aquel tipo de respuestas no era plato de sugusto, pero nunca era tan sincero como cuando las usaba.Todo es relativo. Si con ácrata se refería a que no acepta-ba su autoritarismo, era correcto; si por el contrario que-ría decir que era partidario de la supresión de toda autori-dad, es que no lo conocía en absoluto. Pero dejarse arras-trar por aquel tipo de disertaciones sabía que traía comoconsecuencia un período de silencios cada vez más largo.Hacía años que había decidido evitar esos enfrentamien-tos. Aquel “Depende” que debía haber silenciado, salió sincontrol. Craso error. Y, aunque cada vez se dominaba más,en ocasiones…

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permitirse ningún descuido. Aquel día le aguardaban dos grandes satisfacciones. Laprimera, no por conocida menos esperada y de la que nohabía querido desprenderse nunca a pesar de ser gato viejoen estas lides: el reconocimiento público de su triunfo. Lasegunda le llegó por teléfono: “¡Mi enhorabuena!, un tra-bajo excelente. Le espero en el restaurante de siempre paracelebrarlo, todo el bufete acudirá. He de anunciar algo.No admito excusas.” Aquello era la felicidad. Su respues-ta: “No faltaré”, sonó como campanas de gloria en suoído. El anuncio no podía ser otro que su tan ansiadoascenso al sillón de socio. Sin saber por qué empezó a tara-rear una canción que su hijo mayor ponía continuamenteen casa y que ignoraba que supiese, algo así como: “tododepende, de según cómo se mire...” Qué gran verdad.Tendría que llamarla para que no le esperase a cenar. Lemolestó que ni siquiera preguntase el motivo de su ausen-cia. Hacía tiempo que no le interesaban sus éxitos. La res-puesta: “Te guardaré el asado para mañana” pronunciadacon un tono frío, consiguió que el júbilo sentido se amor-tiguara. Pero no estaba dispuesto a renunciar a su momen-to de gloria por una nimiedad. La diosa Fortuna le sonre-ía y no iba a dejarla sola.Su entrada en el restaurante fue un torrente de cordiali-dad, de atenciones, de parabienes, de palmaditas en laespalda, del deseado anuncio que lo colocó en el trono. Élcorrespondió con gran animación relatando los casos más

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tes. Y el nombre de aquella pasante nueva: Sofía. La dig-nidad le impedía ser paño de lágrimas y aún más rebajar aalguien a ese papel, así que escondió su enojo en la ram-plona monotonía diaria ahogando los rebrotes de los sue-ños del pasado. Cuando a las nueve de la noche sonó el teléfono y él lecomunicó que no cenaría en casa no se extrañó ni pregun-tó el motivo, ¡tanto daba!

A las 9,30 horas entró con paso recio por la puerta delbufete del que soñaba ser socio. Se recreó en la imagen quele devolvía el espejo de la entrada: hombre bien propor-cionado a pesar del promontorio abdominal, ojos obstina-dos, porte enérgico, bien vestido... Ese era él. Había con-solidado una madurez atractiva y un carácter dicharache-ro, envidia de todos sus colegas. Nunca se había abando-nado en brazos ajenos, a pesar de presentir que su arrojohabría obtenido la coartada perfecta. “Me he contentadocon reclamar atención”, pensó mientras realizaba el reco-rrido matinal entre sonrisas y deseos de buenos días. Conla excelente disposición de siempre, se sentó ante el escri-torio y se concentró en el caso que le esperaba en el juzga-do cerca del mediodía. Un duelo: ganancia contra justicia,el experimentado contra el novel, poder contra verdad; encircunstancias parecidas nunca dudaba del éxito, peroaquel contrincante tan parecido a él en su juventud, tanambicioso... le pronosticaba una dura batalla. No podía

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importantes y las estrategias empleadas durante sus añosde abogado. Bebió más de la cuenta. Se dejó llevar por laoleada de elogios. Realmente era el rey, su sueño habíaresultado premonitorio.Llegó a casa a altas horas de la madrugada y la encontródurmiendo, acurrucada. Si pudiera contarle el día glorio-so que había tenido, como antaño cuando compartíantodos sus triunfos y ella los recibía emocionada, cuando lacomplicidad entre los dos todavía latía y cada pálpito erareconocido al unísono.Podía intentarlo, sólo era cuestión de encontrar elmomento. Sí, lo haría, rescataría la ilusión que había quereinventar cada mañana.

Cenó poco y sola. Su monólogo interior, cada vez másramplón por la forzada mediocridad a la que se veía con-denada, la llevó a desmayadas y ofuscadas repeticiones. Seengañaba convencida de que el pensamiento fluía y, sinembargo, la atrapaba en callejones sin salida, infructuososdiscursos, murmullos interiores que poblaban su cabezaaumentando de volumen hasta hacerse insoportables. Cuando exhausta de tanta pseudo reflexión indigesta porfin se acomodó entre las sábanas, un sólo pensamiento laraptó: vencer el cansancio, el sueño. Quizá esperarlo des-pierta. Quizá no ir a trabajar. Adaptarse a su tiempo, a suritmo, rescatar el diálogo olvidado.

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Él contempló su rostro y se acercó para besarle el pelo, eratan bonita como cuando la conoció, las incipientes arru-gas no menguaban su atractivo. Pero la bebida habíaentorpecido sus movimientos y al acercarse para depositarsu ósculo como había planeado se derrumbó sobre lacama.

El golpe la despertó y, ella, de forma inconsciente, miró elreloj despertador de la mesita.

Odiaba que mirara la hora cuando llegaba a casa despuésde una cena. Intentó pasar por alto el detalle.

Ella logró incorporarse en la cama: “¿Lo has pasado bien?”

Él paseó sus dedos entre la maraña de cabellos desordena-dos, dispuesto a contarle. Pero, sin saber por qué extrañamaldición, sólo alcanzó a contestar: “Bastante”.

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LA MITAD MÁS HERMOSA DE LA VIDAMargarita Borrero Blanco

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ORENA echó un vistazo hacia el ala derecha delavión, que en ese momento atravesaba una hilera denubes densas como algodones. Enseguida volvió aescudriñarse las uñas con ánimo voraz. Después de

una semana sin mordisquearlas, las cutículas ya no sangra-ban y los pedazos de queratina habían perdido al fin lahuella de sus dientes. Era su único triunfo contra la ansie-dad. Llevaba más de dos días sin dormir y en lugar de sen-tir un suave aleteo de mariposas en el estómago que siem-pre le había producido la evocación de su amante virtual,sentía una bandada de murciélagos hambrientos que leproducían una sensación de dolor y de frío cavernario. Planeaba encontrarse con un hombre que había conocidopor Internet llamado Daniel Márquez y deseaba de todocorazón que no sólo se llamara así, si no que hubiera sidotan sincero como ella durante los tres meses que llevabanchateando de forma febril, él desde Madrid y ella desdeBogotá. Se trataba de un cuarentón, diez años mayor queella, divorciado y potencialmente peligroso según las ami-gas que le habían desaconsejado aquel viaje demencial.

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agitado como el suyo.–Relájate, relájate –se dijo en voz baja con los ojos cerra-dos y moviendo los labios mientras lo repetía, aferrada ala solapa de su libro, ajena a todo lo que le rodeaba.Consiguió dominar su respiración, sus latidos se hicieronmás lentos y siguió repitiendo la palabra «relájate», comosi fuera un conjuro contra la ansiedad. Al abrir los párpa-dos y retomar conciencia de dónde se encontraba, tuvoque defenderse con su sonrisa infantil de la mirada recri-minatoria de su compañera de asiento. Era una señora decejas depiladas en dos arcos simétricos y un peinado reciénsalido de la peluquería, oloroso a laca. Miraba a Lorenacon desprecio, como reprochándole sus excesivos conjuroscontra el terror y ella se censuró por haber atraído la aten-ción de una mujer como aquella. A leguas se le notaba queera capaz de elevar las cejas hasta la raíz del pelo si alguienoprimía el tubo del dentífrico por la mitad, o dejaba elcepillo de dientes fuera del lugar que le correspondía. Paraolvidarse de ella, Lorena se metió un chicle en la boca yvolvió a abrir el libro en la página donde lo había cerradode golpe. Era de un humorista colombiano, compatriotasuyo, que narraba experiencias paranormales basadas enhechos de la vida real. Hizo un esfuerzo sobrehumanopara concentrarse en la lectura.“….También se han dado casos en que los espíritus delmás allá se valen de medios de comunicación modernoscomo el teléfono, el fax y el Internet para transmitirlemensajes a sus seres queridos. Uno muy famoso y publici-

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Todas coincidieron en afirmar que el amor por chat era unengaño y que al hacer ese viaje ella se arriesgaba a unacaída libre al pozo sin fondo de la desilusión. Pero Lorenano escuchó las súplicas de sus amigas más sensatas. Sólotenía oídos para el conversador invencible que habíacomenzado a conquistarla entre línea y línea, que habíarematado la faena del flechazo gracias al teléfono, con suvoz baritonal y su forma de hablar que diferenciaba la pro-nunciación de la “C” de centella, la “S” de serpiente y laZ de Zancudo. Por el mero placer de escucharse, amboshabían visto subir su cuenta telefónica hasta cifras astro-nómicas y al final eso fue lo que los decidió a comprar amedias un pasaje de avión y encontrarse cara a cara.Nunca lo había visto en foto, ni él a ella, pero hablabanpor teléfono a diario, con un encarnizamiento de adoles-centes. Acordaron que cuando se encontraran ambos ves-tirían de rojo y negro –el título de la novela favorita deambos– y se identificarían con una frase de Stendhal queutilizaban como su santo y seña en el Chat: «el hombreque no ha amado apasionadamente, ignora la mitad máshermosa de su vida».

–Necesito relajarme –se ordenó Lorena a sí misma.Acarició el libro que llevaba sobre los muslos. Habíatomado dos pastillas para los nervios antes de abordarel avión y comenzaba a sospechar que la dosis resulta-ba insuficiente, pero, en realidad, ningún narcótico enel mundo hubiera conseguido sosegar un espíritu tan

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Sólo en la intimidad su esposo la llamaba mi fundita por-que el abultado pecho de ella siempre le había parecidomejor lugar para reposar la cabeza que la funda de laalmohada. Tras escuchar aquel apelativo en la voz de sudifunto esposo, la señora Alfonsillo superó rápidamenteen palidez al abogado. Sin atreverse a contrariar muerto almarido a quien tantas veces contrarió en vida, la funditaAlfonsillo levantó en alto la mano derecha que tenía librey que en esos momentos temblaba tanto como la izquier-da, e hizo un gesto mímico para solicitar pluma y papel.El hijo mayor, el más rápido de los tres, se apresuró a darlela suya y con una velocidad sorprendente, tomó una de lashojas del testamento y la puso por el reverso para facilitar-le a su madre la labor de escribir. –Mire, la clave es seis a la izquierda, dos a la derecha, cua-tro a la izquierda, y siete a la derecha. Hasta luego mi fun-dita –fue lo último que dijo. Y colgó.La clave quedó temblorosamente garabateada en la hoja yseguidamente la señora Alfonsillo, quien era una estrictaobservadora del protocolo incluso en casos tan extraordi-narios como ese, procedió a desmayarse tan aparatosa-mente como le fue posible”.

Lorena no pudo contener la risa al terminar de leer aque-llo. ¡Cuánto necesitaba una válvula de escape para sus ner-vios! Su vecina la miró con un gesto de espantar pájaros yLorena se rió más todavía imaginando lo perfectamenteridículo que debía lucir el dentífrico de aquella señora,

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tado en la prensa nacional fue el de Marta Jiménez viudade Alfonsillo. Su difunto esposo, con quien estuvo casadapor más de 38 años, se había llevado a la tumba el secretode dónde estaba la caja fuerte de la casa y cuál era la com-binación para abrirla.

»Trascendió que el día de la lectura del testamen-to en la oficina del abogado, a donde habían asistido muypuntualmente y de negro hasta los pies vestidos MarthaAlfonsillo y los tres hijos del matrimonio, sonó el teléfo-no. El abogado levantó el auricular y palideciendo hastatal punto que su rostro superó en blancura el de los pape-les del testamento, le extendió el aparato a la viuda diciendo:–Es su difunto esposo, señora Alfonsillo.Como era de esperarse, Martha Alfonsillo y sus hijospusieron al unísono su mejor cara de asombro. ¿Cómo eraposible si llevaba una semana enterrado? ¿Qué clase dechiste macabro era el de aquel abogado? Pero el rostro tris-te y lívido del leguleyo no era el de un tipo con talentopara el humor, de modo que la señora Alfonsillo tomó elauricular nerviosamente con la mano izquierda, se lo pusoal oído y saludó incrédula al hombre con quien había vivi-do 38 años, cuatro meses y diez días de su vida.–¿Diga?–¡Hola, mi fundita!, era para decirle que la caja fuerte estádebajo del mueble de los libros. Toca correr la bibliotecahacia la derecha y verá un desnivel en el piso. Y tambiénpara decirle que el número de la combinación es… ¡anote,rápido!

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El acento madrileño de su vecina fue como una bofetadaque la hizo conectar su vida virtual con lo que acababa deleer. ¿Qué tal si Daniel no existía? ¿Qué tal si todos aque-llos meses había estado sosteniendo correspondencia yhablando por teléfono con un tipo tan muerto comomuerta de risa acaba de estar ella? ¿Qué tal si todo era unagran mentira a la madrileña? De la risa pasó al estupor.Guardó el libro, se puso los audífonos para ver una pelí-cula de acción recién comenzada y casi no volvió a mover-se de su puesto, con la excepción de las dos veces que setuvo que levantar al baño, y otra para hundir el libro en elfondo del bolso donde llevaba regalos comestibles para suamor chatero: almojábanas sabaneras, aguardiente de anís,y quesitos rellenos de bocadillo.

–Si por lo menos hubiera comprado unas flores–se reprochó Daniel. Pero era demasiado tarde para pen-sar en aquel detalle porque si dejaba de caminar a todaprisa, de avanzar a zancadas, se arriesgaba a no llegar atiempo a la puerta por donde saldría Lorena. La idea delas flores se le ocurrió al pasar frente a una exposición deCactus, situada en la terminal 1 –cerca de donde habíaestacionado el coche– ya casi había llegado a la puerta dellegada de los vuelos internacionales cuando cambió deopinión y decidió comprar un cactus, al fin y al cabo unaplanta era una planta, de modo que giró sobre sus talonesy cuando estuvo frente a ellos examinó las púas con losdedos para asegurarse de que no fueran demasiado espi-

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impecablemente doblado desde abajo. Tan desquiciadaera su risa que la otra, visiblemente alterada, estiró lamano derecha hacia arriba y oprimió el botón para llamara la azafata. Fue entonces cuando Lorena estalló en estre-pitosas carcajadas, porque ese mismo gesto de levantar lamano con su cara de espantar pájaros le recordó el quedebía haber hecho la señora fundillo, la señora Alfonsillo,para solicitar una pluma. Es más, ¡A lo mejor su vecina erala señora Fundillo! Lorena cruzó los brazos sobre su dia-fragma y se dobló de la risa, y entre las lágrimas vio venirpor el corredor a la azafata, quien con un gesto muy cor-tés procedió a preguntarle a la señora con cara de fundillode pájaro si la podía ayudar en algo. A lo cual ella respon-dió señalando de forma incriminatoria a Lorena. –¡Mirad como se ríe! La chica está trastornada. Me pareceque ha perdido el juicio.Lorena sintió cómo la bola de chicle recorría en dossegundos los 35 centímetros de esófago que separaban suboca de su estómago y recuperó la compostura de formasúbita. Se secó las lágrimas a toda prisa con los dedos ymiró con seriedad a su vecina.–Perdóneme, no sabía que usted fuera española.–¿Y eso qué tiene que ver?–Nada –respondió Lorena. Yo me entiendo. De nuevo leofrezco mis disculpas.Y luego agregó mirando a la azafata:–Ya pasó, señorita. No volverá a ocurrir. Me reía de algoque acababa de leer. Era gracioso.

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y se reían. ¿Qué tenía de gracioso?, ¿sería que su corbataroja quedaba fatal? No estaba acostumbrado a provocarrisas sino miradas coquetas. Siempre se había consideradoun hombre atractivo y se jactaba de que aún entrado enlos cuarenta, su cuerpo de deportista inspiraba en lasmujeres malos pensamientos que en realidad siempre leparecieron los mejores. En conjunto era un tío guapo,pero por algún motivo inexplicable las pasajeras recién lle-gadas de quién sabe dónde lo encontraban gracioso. Hastaquienes buscaban con la mirada los letreritos, cuando lle-gaban al de él se reían. Se sintió ridículo hasta la humilla-ción y optó por guardarlo. Cuando lo iba a doblar parametérselo al bolsillo se dio cuenta que lo había tenido alrevés, con el lado en blanco hacia la salida de los pasaje-ros. Se preguntó con el terror de lo irremediable si una delas mujeres que se habían reído al verlo sosteniendo supapel en blanco podía haber sido Lorena. Estaba a puntode salir corriendo detrás de todas las que vistieran de rojoy negro, gritando su nombre de chat cuando en el portalde vidrio apareció la sonrisa más angelical del mundo y unpar de ojos que inmediatamente se encontraron con lossuyos. Las venas se le llenaron de hielo y fuego simultáne-amente y por eso tardó en darse cuenta que a ella le tem-blaban las piernas montadas sobre unos tacones indoma-bles ¡pobrecita!, aunque por suerte traía una sola maletacon ruedas que arrastraba sin dificultad con una mano. Enla otra sostenía el libro distintivo. Lorena hizo el ademánde avanzar hacia él, pero los nervios o las pastillas para los

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nosos. Uno de los cactus se defendió del mimo indeseabley le clavó una aguja. La gota de sangre tardó exactamenteuna fracción de segundo en salir.–No se tocan las plantas –dijo la encargada con tonomaternal.–¿Y se venden?Meneó la cabeza por toda respuesta y señaló con el índiceun letrero donde se explicaba la naturaleza de la exposi-ción, pero Daniel no tenía tiempo para leerlo, giró sobresus talones una vez más y continuó a zancadas hacia lapuerta de salida internacional. Sin dejar de chuparse eldedo se acercó a la entrada tanto como pudo y se situóentre los que sostenían letreritos con nombres o apellidosde personas a quienes jamás habían visto. Lo del letrero lepareció de pronto una maravillosa idea y pese a conside-rarlo un recurso algo vulgar, buscó una hoja entre su male-tín. Quizás ella le reprocharía después no haber confiadoen su instinto para identificarla, pero le parecía mejoraquello a arriesgarse a un desencuentro. Escribió “Lorena”con unas letras gordas y algo torcidas, rematadas con unapequeña mancha de sangre y sostuvo nerviosamente elletrero a la altura de su pecho. Las manos le temblabantanto que se le cayó y le tocó agacharse a salvarlo de unejército de pies enfundados en sus sandalias que acaban deaterrizar procedentes de algún lugar del Caribe. Cuando alfin atrapó el papel con el índice y el pulgar, lo hizo ondu-lar en el aire como una bandera de triunfo. Una a una salían las pasajeras del avión y todas lo miraban

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nervios, o las trece horas de viaje inmovilizada por el páni-co de que él no existiera, la clavaron al piso como unaestalagmita. En ese momento un pasajero apurado laempujó de forma accidental y de no ser porque Danielreaccionó y corrió a recibirla, Lorena hubiera terminadobesando el suelo español como un Papa.–El santo y seña a medias –le dijo ella temblando mien-tras trataba de recuperar el equilibrio sin soltarse de susbrazos. –El hombre que no ha amado apasionadamente...–... ignora la mitad más hermosa de su vida.

No necesitaron más. El hechizo virtual se desbordó hastaembrujarles la realidad y cualquier persona que los hubie-ra visto en aquel momento alejarse por el pasillo hubierapensado que se trataba de la pareja más enamorada delmundo. Despedían un aura de dulzura tan intensa queparecían dos adolescentes estrenando la novedad del amor.Daniel aún se chupaba el dedo cuando pasaron por el sitiodonde se encontraban expuestos los cactus, uno a unocomenzaron a echar flores entre las espinas y durantemuchos días los empleados del aeropuerto estuvieronintercambiando versiones extravagantes y disparatadaspara explicar aquel prodigio.

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