Laclau, Ernesto - Hegemonia Y Estrategia Socialista

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7/29/2019 Laclau, Ernesto - Hegemonia Y Estrategia Socialista [PDF] http://slidepdf.com/reader/full/laclau-ernesto-hegemonia-y-estrategia-socialista-pdf 1/326 Hegemonía y estrategia socialista Hacia una radicalización de la democracia Ernesto Laclau Chantal Mouffe Siglo XXI, Madrid, 1987 Título original:  Hegemony and socialist strategy. Towards a radical democratic politics , 1985 Los números entre corchetes corresponden a la paginación de la edición impresa

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Hegemonía yestrategia socialista

Hacia una radicalizaciónde la democracia

Ernesto LaclauChantal Mouffe

Siglo XXI, Madrid, 1987

Título original: Hegemony and socialist strategy.

Towards a radical democratic politics, 1985

Los números entre corchetes correspondena la paginación de la edición impresa

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[VII]

PREFACIO A LA EDICIÓN ESPAÑOLA

Este libro se publicó en inglés en enero de 1985, y ha estado desdeentonces en el centro de un conjunto de debates, a la vez teóricos y

 políticos, que tienen lugar actualmente en el mundo anglosajón.

Digamos tan sólo algunas palabras acerca de este contexto, para que

resulte más clara, al lector de lengua española, el sentido de nuestra

intervención.

Desde el punto de vista teórico, tres cuestiones han sido domi-

nantes en estos debates: la crítica al esencialismo filosófico, el nuevo

 papel asignado al lenguaje en la estructuración de las relaciones

sociales y la deconstrucción de la categoría de «sujeto» en lo que

respecta a la constitución de las identidades colectivas. El primer 

aspecto es bien conocido y no requiere demasiados esclarecimientos:

desde distintas tradiciones —la crítica wittgeinsteniana a la noción de

un sentido determinable al margen de los distintos «juegos de lengua-

 je», la af irmación de la facticidad e historicidad del ser en Heidegger, la

crítica postestructuralista a la fijación de la relación significan-

te/significado en la constitución del signo— las principales corrientes

del pensamiento contemporáneo encuentran un denominador común

en el rechazo de la metafísica de la presencia, que había constituido la

 piedra angular del pensamiento filosófico tradicional.

Esta crítica presenta una segunda característica: la centralidad

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atribuida al lenguaje en áreas cada vez más amplias de las relaciones

sociales. Nuevamente, éste es un rasgo común en la obra de pensadores

tan diferentes como Wittgenstein y Heidegger, Derrida y Lacan. Sin

embargo, esto no ha significado la explicación simplemente lingüística

(en el estrecho sentido de lenguaje hablado o escrito) de lo social, sino

más bien el reconocimiento de que aquellas lógicas relacionales que

fueran originariamente analizadas en el campo de lo lingüístico (en el

sentido restringido), tienen un área de pertinencia mucho más amplia

que se confunde, de hecho, con el campo de lo social. Es decir, que en

el mismo momento en que se generaliza [VIII] en las ciencias sociales el

modelo lingüístico, se desarrolla también una creciente duda acerca de

los límites del lenguaje. El concepto de «discurso», que presentamos en

el capítulo tercero, se vincula a esta perspectiva teórica.

Finalmente, los efectos de las dos transformaciones anteriores se

han combinado para hacer entrar en crisis la categoría de «sujeto»,

aquella unidad cartesiana que era atribuida por las ciencias humanas

tradicionales a los agentes sociales. Estos son actualmente concebidos

como sujetos «descentrados», como constituidos a través de la unidad

relativa y débilmente integrada de una pluralidad de «posiciones de

sujeto».

En nuestro libro hemos tratado de analizar el impacto potencial

que tiene este conjunto de perspectivas teóricas, para una serie de

debates políticos recientes en la izquierda europea. Nuestro discurso se

liga, en primer término, a la llamada «crisis del marxismo». Hemos

subrayado el hecho de que esta crisis lejos de ser un fenómeno recien-

te, se enraíza en una serie de problemas con los que el marxismo se

veía enfrentado desde la época de la Segunda Internacional. En tal

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sentido, nuestro texto sugiere que el hilo de Ariadna que preside la

subversión de las categorías del marxismo clásico es la generalización

de los fenómenos del «desarrollo desigual y combinado» en el capita-

lismo tardío, y el surgimiento de la «hegemonía» como nueva lógica de

constitución de lo social que recompone, a un nivel distinto del postu-

lado por la tradición marxista, los fragmentos sociales, dislocados y

dispersos por esa desigualdad del desarrollo. Pero esto significa que la

hegemonía, como lógica de la facticidad y la historicidad que no se liga,

 por tanto, a ninguna «ley necesaria de la historia», sólo puede ser 

concebida sobre la base de una crítica a toda perspectiva esencialista

acerca de la constitución de las identidades colectivas. Este es el punto

en el que la lógica político-argumentativa de Gramsci puede ser ligada

a la crítica filosófica radical que antes señaláramos.

Esto no es todo, sin embargo. Según argüimos en el texto, el pen-

samiento de Gramsci es sólo un momento transicional en la decons-

trucción del paradigma político esencialista del marxismo clásico.

Porque para Gramsci, el núcleo de toda articulación hegemónica

continúa siendo una clase social fundamental. Es aquí justamente

donde la realidad de las sociedades industriales avanzadas —o postin-

dustriales— nos obliga a ir más allá de Gramsci y a deconstruir la

noción misma de «clase social». Y esto porque la noción tradicional de

«clase» suponía la unidad de las posiciones de sujeto de los diversos

agentes; [IX] en tanto que en las condiciones del capitalismo maduro,

dicha unidad es siempre precaria y sometida a un constante proceso de

rearticulación hegemónica. Este es el punto en el que, en nuestro texto,

intentamos ligar la problemática teórica de la crítica al esencialismo y a

la concepción del sujeto unitario y fundante, con el conjunto de pro-

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 blemas vinculados a la emergencia de nuevos antagonismos y a la

transformación de la política en el mundo contemporáneo.

Esto nos ha conducido a redefinir el proyecto socialista en térmi-

nos de una radicalización de la democracia; es decir, como articulación

de las luchas contra las diferentes formas de subordinación —de clase,

de sexo, de raza, así como de aquellas otras a las que se oponen los

movimientos ecológicos, antinucleares y antiinstitucionales—. Esta

democracia radicalizada y plural, que proponemos como objetivo de

una nueva izquierda, se inscribe en la tradición del proyecto político

«moderno» formulado a partir del Iluminismo, e intenta prolongar y

 profundizar la revolución democrática iniciada en el siglo XVIII,

continuada en los discursos socialistas del siglo XIX, y que debe ser 

extendida hoy a esferas cada vez más numerosas de la sociedad y del

Estado. Nuestra tesis es que para llevar a su conclusión un proyecto tal,

es necesario abandonar un cierto número de tesis epistemológicas del

Iluminismo, ya que es sólo a través de una crítica del racionalismo y

del esencialismo como es posible dar cuenta, de manera adecuada, de

la multiplicidad y diversidad de las luchas políticas contemporáneas.

Este conjunto de problemas es abordado, en el presente libro, a

 partir de una reflexión teórica y política que tiene como punto de mira

las luchas sociales en los países del capitalismo maduro. Debemos

decir, sin embargo, en el momento en que este trabajo se hace asequi-

 ble a un público más amplio del mundo español e hispanoamericano,

que no consideramos que su validez se restrinja a áreas sociales o

geográficas particulares. Pensamos, por el contrario, que la experiencia

del «desarrollo desigual y combinado», de la dislocación que es su

resultante y de las consiguientes recomposiciones hegemónicas —hete-

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rodoxas respecto a las categorías clasistas del marxismo— es más

evidente todavía en los países de la periferia capitalista. En ellos

asistimos constantemente a la redefinición de las fronteras de lo

 político, y a la emergencia de identidades populares y colectivas que no

se recortan en términos de la divisoria de clases. Y también —ni qué

decirlo— el conjunto de problemas vinculados a la experiencia de la

democracia y a las posibilidades de su radicalización, es aún mucho

más apremiante que en [X] las sociedades industriales avanzadas. Es

 por eso por lo que queremos cerrar este prefacio con una incitación a

que este discurso en torno a la democracia, a las dificultades de consti-

tución de la misma y a la pluralidad de sus puntos de partida sea

continuado y expendido por otros —y, por supuesto, también criticado

y contradicho cuando corresponda— desde una variedad de experien-

cias y situaciones concretas. Si el pluralismo que nuestro texto preco-

niza ha de ser realizado en la práctica, sólo puede hacerlo incorporan-

do otros textos, tradiciones y experiencias, que expandan constante-

mente el tejido argumentativo a través del cual un sentido común

democrático se construye.

Londres, agosto de 1987

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[1]

INTRODUCCIÓN

El pensamiento de izquierda se encuentra hoy en una encrucijada. Las

«evidencias» del pasado —las formas clásicas de análisis y cálculo

 político, la determinación de la naturaleza de las fuerzas en conflicto, el

sentido mismo de las propias luchas y objetivos— aparecen seriamente

cuestionados por una avalancha de transformaciones históricas que ha

hecho estallar el terreno en el que aquéllas se habían constituido.

Algunas de estas transformaciones corresponden, sin duda, a desilu-

siones y fracasos: de Budapest a Praga y al golpe de Estado polaco, de

Kabul a las secuelas de los triunfos comunistas en Vietnam y Cambo-

dia, lo que ha sido crecientemente cuestionado es toda una forma de

concebir al socialismo y a las vías que habrán de conducir a él; y este

cuestionamiento ha realimentado un pensamiento crítico, corrosivo

 pero necesario, acerca de los fundamentos teóricos y políticos que

habían constituido tradicionalmente el horizonte intelectual de la

izquierda. Pero no se trata tan sólo de eso. Un conjunto de fenómenos

nuevos y positivos está también en la base de aquellas transformacio-

nes que hacen imperiosa la tarea de recuestionamiento teórico: el

surgimiento del nuevo feminismo, los movimientos contestatarios de

las minorías étnicas, nacionales y sexuales, las luchas ecológicas y

antiinstitucionales, así como las de las poblaciones marginales, el

movimiento antinuclear, las formas atípicas que han acompañado a las

luchas sociales en los países de la periferia capitalista, implican la

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extensión de la conflictividad social a una amplia variedad de terrenos

que crea el potencial —pero sólo el potencial— para el avance hacia

sociedades más libres, democráticas e igualitarias.

Esta proliferación de luchas se presenta, en primer término, como

un «exceso» de lo social respecto a los cuadros racionales y organiza-

dos de «la sociedad» —esto es, del «orden» social. Numerosas voces,

 procedentes especialmente del campo liberal-conservador, han insisti-

do en la crisis de gobernabilidad de las sociedades occidentales, en el

 peligro igualitario que amenaza [2] con disolverlas. Pero las nuevas

formas que ha asumido la conflictividad social han hecho también

entrar en crisis otros marcos teóricos y políticos, más cercanos a

aquéllos con los que intentamos dialogar críticamente en este volumen:

los correspondientes a los discursos clásicos de la izquierda y a sus

modos característicos de concebir a los agentes del cambio social, a la

estructuración de los espacios políticos y a los puntos privilegiados de

desencadenamiento de las transformaciones históricas. Lo que está

actualmente en crisis es toda una concepción del socialismo fundada

en la centralidad ontológica de la clase obrera, en la afirmación de la

Revolución como momento fundacional en el tránsito de un tipo de

sociedad a otra, y en la ilusión de la posibilidad de una voluntad

colectiva perfectamente una y homogénea que tornaría inútil el mo-

mento de la política. El carácter plural y multifacético que presentan

las luchas sociales contemporáneas ha terminado por disolver el

fundamento último en el que se basaba este imaginario político,

 poblado de sujetos «universales» y constituido en torno a una Historia

concebida en singular: esto es, el supuesto de «la sociedad» como una

estructura inteligible, que puede ser abarcada y dominada intelectual-

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mente a partir de ciertas posiciones de clase y reconstituida como

orden racional y transparente a partir de un acto fundacional de

carácter político. Es decir, que la izquierda está asistiendo al acto final

en la disolución del imaginario jacobino.

La misma riqueza y pluralidad de las luchas sociales contem-

 poráneas ha generado, por consiguiente , una crisis teórica, y es en

este punto intermedio, de reenvíos recíprocos entre lo teórico y lo

 político, donde se ubicará nuestro discurso. Hemos intentado evitar 

en todo momento que los vacíos teóricos generados por la crisis

fueran llenados por un descriptivismo impresionista y sociologizan-

te, que vive de ignorar las condiciones de su propia discursividad. Lo

que nos hemos propuesto hacer es exactamente lo contrario: concen-

trarnos en ciertas categorías discursivas que nos parecían constituir,

 prima facie, puntos privilegiados de una pluralidad de aspectos de la

crisis que analizábamos, e intentar desentrañar, en las varias facetas

de esta refracción múltiple, el sentido posible de una historia. Aquí,

desde luego, todo eclecticismo o vacilación discursiva estaba exclui-

da desde un comienzo. Según se dice en un «manifiesto» inaugural

de los tiempos clásicos, al orientarse en un terreno nuevo es necesa-

rio proceder a semejanza de «los viajeros que, encontrándose perdi-

dos en algún bosque, no deben errar, tornando primero en una

dirección y luego en otra, ni mucho me-[3]nos detenerse en un

 punto, sino marchar siempre lo más rectamente que puedan en una

misma dirección y no cambiarla por ligeras razones aun cuando al

comienzo haya sido sólo el azar el que los haya determinado a

elegirla; pues de este modo, si no van exactamente adonde desean,

llegarán al menos finalmente a alguna parte donde estarán proba-

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 blemente mejor que en el medio de un bosque». (Descartes, Discurso

del método, tercera parte).

El hilo conductor de nuestro análisis lo han constituido las trans-

formaciones del concepto de hegemonía, en tanto superficie discursiva

y punto nodal fundamental de la teorización política marxista. Nuestra

conclusión básica al respecto es la siguiente: detrás del concepto de

«hegemonía» se esconde algo más que un tipo de relación política

complementario de las categorías básicas de la teoría marxista; con él

se introduce, en efecto, una lógica de lo social que es incompatible con

estas últimas. Frente al racionalismo del marxismo clásico, que presen-

taba a la historia y a la sociedad como totalidades inteligibles, consti-

tuidas en torno a «leyes» conceptualmente explicitables, la lógica de la

hegemonía se presentó desde el comienzo como una operación suple-

mentaria y contingente, requerida por los desajustes coyunturales

respecto a un paradigma evolutivo cuya validez esencial o «morfológi-

ca» no era en ningún momento cuestionada. (Determinar cuál es esa

lógica específica de la contingencia es una de las tareas centrales de

este libro). Por eso la ampliación de las áreas de aplicación del concep-

to, de Lenin a Gramsci, fue acompañada de la expansión del campo de

las articulaciones contingentes y de la retracción al horizonte de la

teoría de la categoría de «necesidad histórica», que había constituido la

 piedra angular del marxismo clásico. Según argumentaremos en los

dos últimos capítulos, es la expansión y determinación de la lógica

social implícita en el concepto de «hegemonía» —en una dirección que

va, ciertamente, mucho más allá de Gramsci— la que nos provee de un

anclaje a partir del cual las luchas sociales contemporáneas son

 pensables en su especificidad, a la vez que nos permite bosquejar una

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nueva política para la izquierda, fundada en el proyecto de una radica-

lización de la democracia.

Queda por responder una pregunta: ¿por qué encarar esta tarea a

 partir de una crítica y deconstrucción de las diversas superficies

discursivas del marxismo clásico? Digamos, en primer término, que no

existe un discurso y un sistema de categorías a través del cual lo «real»

hablaría sin mediaciones. AI operar deconstructivamente en el interior 

de las categorías marxis-[4]tas no pretendemos estar haciendo «histo-

ria universal», es decir, intentando inscribir nuestro discurso como

momento de un proceso lineal y único del conocimiento. Así como ha

concluido la era de las epistemologías normativas, ha concluido

también la de los discursos universales. La aproximación a conclusio-

nes políticas similares a las que se formulan en este libro podría

haberse hecho desde formaciones discursivas muy diferentes —desde

ciertas formas de cristianismo, por ejemplo, o desde discursos liberta-

rios ajenos a la tradición socialista— sin que ninguna de ellas pueda

aspirar a constituirse en la verdad de la sociedad (o en la filosofía

insuperable de «nuestro tiempo» de la que hablara Sartre). Pero, por 

eso mismo, el marxismo es una de las tradiciones a partir de la cual esa

nueva concepción de la política resulta formulable, y para nosotros la

validez de ese punto de partida se funda, simplemente, en el hecho de

que él constituye nuestro propio pasado.

Ahora bien, si redimensionamos de tal modo las pretensiones y el

área de validez de la teoría marxista, ¿no estamos rompiendo con algo

 profundamente inherente a dicha teoría, a saber, la aspiración monista

a rescatar a través de sus categorías la esencia o el sentido subyacente

de la Historia? La respuesta es necesariamente afirmativa. Es solamente

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renunciando a toda prerrogativa epistemológica fundada en la presun-

ta posición ontológicamente privilegiada de una «clase universal», que

el grado de validez actual de las categorías marxistas puede ser seria-

mente discutido. En este punto es necesario decirlo sin ambages: hoy

nos encontramos ubicados en un terreno claramente posmarxista. Ni la

concepción de la subjetividad y de las clases que el marxismo elabora-

ra, ni su visión del curso histórico del desarrollo capitalista, ni, desde

luego, la concepción del comunismo como sociedad transparente de la

que habrían desaparecido los antagonismos, pueden seguirse mante-

niendo hoy. Pero si nuestro proyecto intelectual en este libro es pos-

marxista, está claro que él es también posmarxista. Es prolongando

ciertas intuiciones y formas discursivas constituidas en el interior del

marxismo, inhibiendo y obliterando otras, como hemos llegado a

construir un concepto de hegemonía que, pensamos, puede llegar a ser 

un instrumento útil en la lucha por una democracia radicalizada,

libertaria y plural. Aquí la referencia a Gramsci, si bien parcialmente

crítica, es capital. En nuestro texto hemos tratado de rescatar en alguna

medida la variedad y riqueza que existió en el campo de la discursivi-

dad marxista en la era de la Segunda Internacional, y que la imagen

empobrecida y monolítica del «marxismo-leninismo» de las [5] eras

estalinista y posestalinista tendería a borrar —imagen que reproducen

casi sin cambios, aunque con propósitos opuestos, ciertas formas

actuales de «antimarxismo»—. Los defensores de un «materialismo

histórico» glorioso, homogéneo e invulnerable, y los profesionales de

un antimarxismo al estilo «nouveauxphilosophes», no advierten hasta

qué punto sus apologías y denigraciones respectivas se fundan en una

concepción igualmente ingenua y primitiva del papel y grado de

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unidad de una doctrina —concepción que, en todas sus determinacio-

nes esenciales, sigue siendo tributaria del imaginario estalinista.

 Nuestra aproximación a los textos marxistas ha sido, por el con-

trario, un intento de rescatar su pluralidad, las numerosas secuencias

discursivas —en buena medida heterogéneas y contradictorias— que

constituyen su trama y su riqueza, y que son la garantía de su perdura-

ción como punto de referencia del análisis político. La superación de

una gran tradición intelectual nunca tiene lugar bajo la forma súbita de

un colapso, sino más bien como las aguas que, procedentes origina-

riamente de un cauce único, se diversifican en una variedad de direc-

ciones y se mezclan con corrientes procedentes de cauces distintos.

Este es el modo en que aquellos discursos que constituyeron el campo

del marxismo clásico pueden contribuir a la formación del pensamien-

to de una nueva izquierda: legando parte de sus conceptos, transfor-

mando o abandonando otros, y diluyéndose en la intertextualidad

infinita de los discursos emancipatorios, en la que la pluralidad de lo

social se realiza.

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[8]

1. HEGEMONÍA: GENEALOGÍA DE

UN CONCEPTO

Intentaremos, en el presente capítulo, trazar la genealogía del concepto

de «hegemonía». Digamos, ante todo, que ésta no será la genealogía de

un concepto dotado desde el comienzo de una positividad plena.

Podríamos más bien afirmar, usando un tanto libremente una expre-

sión de Foucault, que se trata de establecer la «arqueología de un

silencio». El concepto de hegemonía no surgió para definir un nuevo

tipo de relación en su identidad específica, sino para llenar un hiato

que se había abierto en la cadena de la necesidad histórica. «Hegemo-

nía» hará alusión a una totalidad ausente y a los diversos intentos de

recomposición y rearticulación que, superando esta ausencia origina-

ria, permitieran dar un sentido a las luchas y dotar a las fuerzas

históricas de una positividad plena. Los contextos de aparición del

concepto serán los contextos de una falla (en el sentido geológico), de

una grieta que era necesario colmar, de una contingencia que era

necesario superar. La «hegemonía» no será el despliegue majestuoso de

una identidad, sino la respuesta a una crisis.

El concepto de «hegemonía», según veremos, aun en sus humildes

orígenes en la socialdemocracia rusa, donde estaba llamado a cubrir un

área limitada de efectos políticos, aludía ya a un tipo de intervención

contingente requerida por la crisis o el colapso de lo que hubiera sido

un desarrollo histórico «normal». Más tarde, con el leninismo, será una

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 pieza clave en la nueva forma de cálculo político requerido por la

contingencia de las «situaciones concretas» en las que se verificaba la

lucha de clases en la era imperialista. Por último, con Gramsci, el

término habrá de adquirir un nuevo tipo de centralidad que trasciende

sus usos tácticos o estratégicos: «hegemonía» es ahora el concepto

clave para la comprensión del tipo mismo de unidad existente en toda

formación social concreta. Pero cada una de estas extensiones del

término fue acompañada de una expansión de lo que, provisoriamente

 podríamos llamar una «lógica de lo contingente» —resultante, a su vez,

de la quiebra [8] y retracción al horizonte explicativo de lo social de la

categoría de «necesidad histórica»—, que había constituido la piedra

angular del marxismo de la Segunda Internacional. Las alternativas de

esta crisis progresiva y las distintas respuestas a la misma —de las que

la teoría de la hegemonía constituye tan sólo una— es lo que se trata,

 por tanto, de estudiar.

LOS DILEMAS DE ROSA LUXEMBURGO

Evitemos toda tentación de los «orígenes». Puncemos simplemente un

momento del tiempo e intentemos detectar en él la presencia de ese

vacío que la lógica de la hegemonía se esforzará por llenar. Este co-

mienzo arbitrario, proyectado en una variedad de direcciones, nos

dará, si no el sentido de una trayectoria, al menos las dimensiones de

una crisis. Es en los meandros de la multiplicidad de refracciones en el

espejo quebrado de la «necesidad histórica» que comenzará a insinuar-

se una nueva lógica de lo social, la cual sólo logrará pensarse a sí

misma cuestionando la propia literalidad de los términos que articula.

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En 1906 Rosa Luxemburgo publicó su Huelga de masas, partido y

 sindicatos. Un breve análisis de este texto —que presenta ya todas las

ambigüedades y áreas críticas importantes para nuestro tema— nos

dará un primer punto de referencia. Rosa Luxemburgo discute un tema

 preciso: la eficacia y el sentido de la huelga de masas como herramienta

 política; pero este tema implica, para ella, la consideración de dos

 problemas vitales para la causa socialista: la unidad de la clase obrera y

el curso de la revolución en Europa. La huelga de masas, forma domi-

nante de lucha en la primera Revolución rusa, es discutida tanto en sus

mecanismos específicos como en sus posibles proyecciones para las

luchas obreras en Alemania. Las tesis de Rosa Luxemburgo son bien

conocidas: mientras que el debate en torno a la eficacia de la huelga de

masas en Alemania se había centrado casi exclusivamente en la huelga

 política, la experiencia rusa mostraba que hay una interacción y enri-

quecimiento mutuo y constante entre las dimensiones política y econó-

mica de la huelga de masas. En el contexto del Estado zarista ningún

movimiento reivindicativo aislado quedaba encerrado en sí mismo, sino

que se transformaba en un ejemplo y un símbolo de resistencia y, de tal

modo, realimentaba y daba origen a otros movimientos. Estos movi-

mientos surgían en [9] puntos no preconcebidos y tendían a expandirse

y generalizarse en formas imprevisibles; de tal modo, estaban más allá

de la capacidad de regulación y organización de ninguna dirección

 política o sindical. Este es el sentido del «espontaneísmo» luxembur-

guiano. La unidad entre lucha económica y lucha política —es decir, la

unidad de la clase obrera en cuanto tal  — es la resultante de este movi-

miento de realimentación e interacción. Pero, a su vez, este movimiento

no es otra cosa que el proceso mismo de la revolución.

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Si pasamos de Rusia a Alemania, nos dice Rosa Luxemburgo, la

situación que encontramos es muy distinta. El espectáculo dominante

es la fragmentación entre distintas categorías de obreros, entre diver-

sos movimientos reivindicativos, entre lucha económica y lucha

 política.

Es sólo en el aire caldeado del período de la revolución que todo pequeñoconflicto parcial entre el capital y el trabajo puede dar lugar a una explosión

general. En Alemania los choques más violentos, más brutales entre

trabajadores y patrones tienen lugar diariamente sin que la lucha sobrepase

el límite de las ramas particulares, o de las ciudades particulares en las que

ella tiene lugar, o incluso el de las fábricas individuales [...]. Ninguno de

estos casos [...] da lugar súbitamente a una acción general de clase. Y

cuando se transforman en huelgas de masa aisladas que tienen una induda-

 ble coloración política, ellas no dan lugar a una tormenta generalizada1. 

Y este aislamiento y fragmentación no es un hecho aislado: es un

efecto estructural del Estado capitalista, que sólo es superado en un

clima revolucionario.

De hecho la separación entre lucha política y lucha económica y la indepen-

dencia de cada una de ellas no es sino un producto artificial del período

 parlamentario, si bien está históricamente determinado. Por un lado, en el

curso pacífico y «normal» de la sociedad burguesa la lucha económica se

fragmenta y disuelve en una multitud de luchas individuales en cada

empresa y en cada rama de producción; por el otro, la lucha política no es

1 D. Luxemburgo, Themass strike, thepoliticalparty and the trade unions, Lon-

dres, sin fecha, p. 48. [Huelga de masas, partido y sindicatos, Madrid, Siglo XXI de

España, 1974].

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dirigida por las propias masas a través de la acción directa, sino de acuerdo

a la forma del Estado burgués, de un modo representativo, a través de la

representación legislativa2. 

En estas condiciones, y dado que los estallidos revolucionarios en

Rusia podrían explicarse por factores tales como el [10] comparativo

atraso del país, la falta de libertades políticas, la pobreza del proletaria-do ruso, ¿no estaban pospuestas sine die las perspectivas de una revolu-

ción en Occidente? Aquí la respuesta de Rosa Luxemburgo comienza a

ser hesitante y menos convincente y toma un curso característico: tratar 

de minimizar las diferencias entre los proletariados ruso y alemán,

mostrando la existencia de zonas de pobreza y ausencia de organización

en numerosos sectores de la clase obrera alemana, a la vez que la presencia de fenómenos inversos en los sectores más avanzados del

 proletariado ruso. Pero aun así, ¿esos bolsones de atraso en Alemania no

eran sectores residuales que serían barridos por la expansión capitalis-

ta? ¿Qué garantizaba, en esas circunstancias, la emergencia de una

situación revolucionaria? La respuesta a nuestra pregunta —Rosa

Luxemburgo no la formula explícitamente en ningún momento en estetexto— nos viene, abrupta e inequívoca, pocas páginas después: «(Los

socialdemócratas) deben ahora y siempre apresurar el desarrollo de las

cosas y esforzarse por acelerar los acontecimientos. Pero esto no lo

 pueden hacer, sin embargo, lanzando sorpresivamente en cualquier 

momento el «eslogan» de la huelga de masas, sino, primero y princi-

 palmente, haciendo claro a los más amplios estratos del proletariado eladvenimiento inevitable de este período revolucionario, los factores

2 Ob. cit., pp. 73-74.

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 sociales internos que conducen a él y las consecuencias políticas que de

él se derivan»3. (Los subrayados son de R. Luxemburgo). Es decir, que

las leyes necesarias del desarrollo capitalista se erigen en garantía de la

futura situación revolucionaria en Alemania. Y a partir de aquí todo está

claro: como no había más transformaciones democrático-burguesas por 

llevar a cabo en Alemania (sic), el advenimiento de una situación

revolucionaria sólo podía resolverse en una dirección socialista; el

 proletariado ruso, que luchaba contra el absolutismo, pero en un

contexto histórico dominado por la madurez del capitalismo mundial

 —lo que le impedía estabilizar sus luchas en una etapa burguesa—, era

así la vanguardia del proletariado europeo y mostraba a la clase obrera

alemana su propio porvenir. El problema de las diferencias entre

Oriente y Occidente, que de Bernstein a Gramsci habría de tener tanta

importancia en la discusión estratégica del socialismo europeo, era

resuelto así en la dirección de su anulación4. [11]

Analicemos varios momentos de esta notable secuencia. En lo

que se refiere al mecanismo constitutivo de la unidad de la clase, la

 posición de Rosa Luxemburgo es clara: en la sociedad capitalista la

3 Ob. cit., pp. 64-65.

4 Es importante observar que Bernstein, en su intervención en el debate en torno

a la huelga de masas (Der Politische Massenstreik und die Politische Lage der 

Sozialdemokratie in Deutschland), planteará dos di-[11]ferencias básicas entre Oriente

y Occidente —la complejidad y resistencias de la sociedad civil en Occidente y la

debilidad del Estado en Rusia— que serán luego centrales en la argumentación de

Gramsci. Sobre el conjunto del debate alemán en torno a la huelga de masas, véase L.Salvadori, «La sozialdemocrazia tedesca e la rivoluzione russa del 1905. Il dibattito sullo

sciopero di massa e sulle differenze fra Oriente e Occidente», en E. J. Hobsbawm et al.

(comp.), Storia del marxismo, vol. II, 1979, pp. 547-594.

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clase obrera está necesariamente fragmentada, y la recomposición de

su unidad sólo se da en el proceso mismo de la revolución. Pero la

 forma de esa recomposición revolucionaria la constituye una opera-• / f f  . • 1 • 1 • • /

ción muy específica que tiene poco que ver con cualquier explicación

mecanicista. Es aquí donde el espontaneísmo entra en juego. Podría

 pensarse que la teoría «espontaneísta» afirma, simplemente, laimposibilidad de prever el curso de un proceso revolucionario dada la

complejidad y variedad de formas que éste adopta. Pero esta explica-

ción no es suficiente, ya que lo que está en juego no es tan sólo la

complejidad y variedad propias de una dispersión de luchas, cuando

es contemplada desde el punto de mira de un analista o un dirigente

 político, sino también la const itución de la unidad del sujeto revolu-cionario a partir de dicha complejidad y variedad. Esto sólo ya nos

muestra que, al intentar determinar el sentido del «espontaneísmo»

luxemburguiano, debemos concentrarnos no sólo en la pluralidad de

las formas de lucha, sino también en las relaciones que éstas estable-

cen entre sí y en los efectos unificantes que se siguen de las mismas. Y

aquí el mecanismo de esa unificación está claro: en una situaciónrevolucionaria es imposible fijar el sentido literal  de cada lucha

 parcial, porque cada una de ellas es desbordada en su li teralidad y

 pasa a representar, en la conciencia de las masas, un simple momento

de una lucha más global contra el sistema. Es así que, mientras en un

 período de estabilidad la conciencia de clase del obrero —como

conciencia global constituida en torno a sus «intereses históricos»— es «teórica» y «latente», en una situación revolucionaria pasa a ser 

«práctica» y «activa». Esto significa que, en una situación revoluciona-

ria, el sentido de toda movilización aparece, por así decirlo, desdobla-

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do: aparte de sus revindicaciones literales específicas cada moviliza-

ción representa al proceso revolucionario como conjunto; y estos

efectos totalizantes son visibles en la sobredeterminación [12] de unas

luchas por otras. Ahora bien, esto no es otra cosa que la característica

definitoria del símbolo: el desbordamiento del significante por el

significado5. La unidad de la clase obrera es, por tanto, una unidad 

 simbólica. Este es, sin duda, el punto más alto del análisis luxembur-

guiano, el que establece un máximo de distancia con los teóricos

ortodoxos de la Segunda Internacional (para quienes la unidad de la

clase está dictada, simplemente, por las leyes de la infraestructura).

Aunque en muchos otros análisis del período se prevé un lugar para lo

contingente, para lo que excede el momento de la teorización «estruc-

tural», en pocos textos como en el de Rosa Luxemburgo se avanza más

en la determinación de los mecanismos específicos de esta contingen-

cia y en la extensión acordada a sus efectos prácticos6. 

Por un lado, pues, el análisis de Rosa Luxemburgo ha multi-

 plicado los puntos de antagonismo y formas de lucha —los que, desde

5 Cf. T. Todorov, Théories du symbole, Paris, 1977. «[...] Podría decirse que hay

condensación cada vez que un solo significante nos induce al conocimiento de más de

un significado; o más simplemente: cada vez que el significado es más abundante que el 

 significante. Es así que ya definía al símbolo el gran mitólogo alemán Creuzer: por «la

inadecuación del ser y de la forma y por el desbordamiento del contenido en compara-

ción con su expresión [...]», p. 291.

6 Si la obra de Rosa Luxemburgo es el punto más alto en la elaboración teórica

del mecanismo de la huelga de masas, esta última fue postulada como forma funda-mental de lucha por el conjunto de la Neue Linke. Véase, por ejemplo, A. Pannekoek,

«Marxist theory and revolutionary tactics», en A. Smart (comp.), Pannekoek and 

Gorter's Marxism, Londres, 1978, pp. 50-73.

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ahora, podemos comenzar a llamar  posiciones de sujeto — hasta el

 punto de hacer estallar toda capacidad de control y planificación por 

 parte de una dirección sindical o política; por otro lado, ha propuesto a

la sobredeterminación simbólica como mecanismo concreto de unifi-

cación de las mismas. Aquí, sin embargo, comienzan los problemas, ya

que para Rosa Luxemburgo la unidad que se constituye como resultan-

te de este proceso es una unidad muy precisa: es una unidad de clase.

Ahora bien, no hay nada en la teoría del espontaneísmo que asegure

lógicamente esta conclusión. Al contrario, la lógica misma del espon-

taneísmo parecería implicar que el tipo de sujeto unitario resultante

debería ser, en gran medida, indeterminado. En el caso del Estado

zarista, si la condición de la sobredeterminación de los puntos de

antagonismo y luchas diversa es el contexto político represivo, ¿por 

qué los límites de clase no pueden ser desbordados y resultar en la

construc-[13]ción de sujetos parcialmente unificados cuya determina-

ción fundamental sea una determinación popular, por ejemplo, o una

determinación democrática? Incluso en el texto de Rosa Luxemburgo, y

 pese a la rigidez dogmática de la autora, para quien todo sujeto tiene

que ser un sujeto de clase, en varios puntos se muestra el desborda-

miento de las categorías clasistas. «A través de toda la primavera de

1905 y hasta mediados del verano, fermentó en el conjunto del imperio

una huelga económica ininterrumpida de la casi totalidad del proleta-

riado contra el capital —una lucha que absorbió por un lado todas las

 profesiones pequeñoburguesas y liberales— y que, por el otro, se

extendió a los servidores domésticos, a los oficiales menores de policía

e incluso al estrato del lumpenproletariado, y simultáneamente se

expandió de la ciudad a la campaña e incluso golpeó a las puertas de

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hierro de los cuarteles»7. 

Repárese en el sentido de nuestra pregunta: si la unidad de la cla-

se obrera fuera un dato infraestructural constituido fuera del proceso

de sobredeterminación revolucionaria, la pregunta acerca del carácter 

clasista del sujeto revolucionario no surgiría. Por el contrario, lucha

 política y lucha económica serían expresiones simétricas de un sujeto

clasista constituido con anterioridad a las luchas mismas. Pero si la

unidad es ese proceso de sobredeterminación, hay que proveer una

explicación independiente de por qué habría una superposición

necesaria entre subjetividad política y posiciones de clase. Aunque

Rosa Luxemburgo no provee esta explicación —en realidad, ni siquiera

 percibe el problema— está claro, dado el trasfondo de su pensamiento,

cuál hubiera sido ésta: la afirmación del carácter necesario de las leyes

objetivas del desarrollo capitalista, que conducen a la proletarización

creciente de los sectores medios y del proletariado. Con la cual los

efectos renovadores de la lógica del espontaneísmo aparecen, desde el

comienzo, estrictamente limitados8. [14]

7 R. Luxemburgo, ob. cit., p. 30.

8 Recientemente una serie de estudios han discutido el carácter fatalista o no del

espontaneísmo luxemburguiano. En nuestra opinión estos estudios han puesto excesivo

énfasis en un problema relativamente secundario como lo es la alternativa entre

colapso mecánico e intervención consciente de la clase. La afirmación de que el

capitalismo se derrumbará mecánicamente es tan absurda que, hasta donde sabemos,

no ha sido sostenida por nadie. El problema decisivo es, en cambio, el de saber si el

sujeto de la lucha anticapitalista constituye o no su identidad en el interior de lasrelaciones de producción capitalista y como resultado exclusivo de las leyes que

gobiernan a dicho modo de producción. Y la posición de Rosa Luxemburgo a este

respecto es inequívoca-[14] mente afirmativa. Por tanto, las afirmaciones acerca de la

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Limitados, sin duda, en tanto el área en que operan es sumamente

circunscripta. Pero limitados también en un segundo y más importante

sentido, en tanto la lógica del espontaneísmo y la lógica de la necesidad

no confluyen como dos principios distintos y positivos a explicar 

determinadas situaciones históricas, sino como dos lógicas antitéticas

que sólo interactúan entre sí a través de la limitación recíproca de sus

efectos. Observemos con atención el punto en que estas dos lógicas

divergen. La lógica del espontaneísmo es una lógica del símbolo en

tanto opera, precisamente, a través de la subversión de todo sentido

literal. La lógica de la necesidad es una lógica de lo literal: opera a

través de fijaciones que, justamente por ser necesarias, establecen un

sentido que elimina cualquier variación contingente. Pero en ese caso

la relación entre ambas lógicas es una relación de fronteras, que

 pueden expandirse en una u otra dirección, pero que no logran nunca

superar el dualismo irreductible que se ha introducido en el análisis.

En realidad, asistimos aquí a la emergencia de un doble vacío.

Vista desde la categoría de «necesidad», la dualidad de lógicas se

confunde con la oposición determinable/indeterminable; es decir, que

inevitabilidad del socialismo no son simples concesiones a la retórica de la época, o la

resultante de una necesidad psicológica, como Geras sostiene (Cf. N. Geras, Thelegacy

of Rosa Luxemburgo, Londres, 1976, p. 36), sino el punto nodal fundamental que da

sentido a toda su estructura teórica y estratégica. Porque el advenimiento del socialis-

mo tiene que explicarse para Rosa Luxemburgo a partir de la lógica del desarrollo

capitalista, el sujeto revolucionario sólo puede ser la clase obrera. (Sobre la adhesión

dogmática de R. Luxemburgo a la teoría de la pauperización de Marx como fundamentode la determinación revolucionaria de la clase obrera, véase G. Badia, «L'analisi dello

sviluppo capitalistico in Rosa Luxemburgo», Annali, Instituto G. Feltrinelli, Milán, p.

252).

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señala tan sólo los límites de operatividad de dicha categoría. Pero lo

mismo ocurre desde el punto de vista del espontaneísmo: el campo de

la «necesidad histórica» se presenta como límite a la operación de lo

simbólico. Los límites son en realidad limitaciones. Si la especificidad

de la limitación de efectos no es inmediatamente evidente, es porque se

la piensa como confluencia de dos principios explicativos positivos y

diferentes, ambos válidos en sus áreas respectivas, y no como lo que

cada uno de ellos es: el reverso puramente negativo del otro. Con esto

el doble vacío que el dualismo crea resulta invisible. Pero hacer invisi-

 ble un vacío no significa, desde luego, llenarlo. [15]

Antes de estudiar los avatares de ese doble vacío podemos, por un

instante, instalarnos en él y practicar el único juego al que nos autori-

za: el movimiento de las fronteras que separan a las dos lógicas opues-

tas. Si ampliamos el área correspondiente a la necesidad histórica, el

espectáculo que surge es una alternativa bien conocida: o bien el

capitalismo conduce a través de sus leyes necesarias a la proletariza-

ción y a la crisis; o bien esas leyes necesarias no operan en la dirección

esperada, en cuyo caso, siguiendo la lógica misma del discurso luxem-

 burguiano, la fragmentación entre las distintas posiciones de los

sujetos deja de ser un «producto artificial» del Estado capitalista y

adquiere caracteres permanentes. Es el juego suma-cero de todas las

concepciones economicistas y reduccionistas. Si, por el contrario,

movemos la frontera en el sentido opuesto, al punto que la identidad

clasista de los sujetos políticos pierda su carácter necesario, el espectá-

culo que surge ante nuestros ojos no tiene nada de imaginario: es el

espectáculo de las formas originales de sobredeterminación que han

asumido las luchas sociales en el Tercer Mundo, con la construcción de

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identidades políticas que tienen poco que ver con estrictos límites de

clase; es el surgimiento del fascismo, que quebrantaría brutalmente la

ilusión en el carácter necesario de ciertas articulaciones clasistas; son

las nuevas formas de lucha en los países del capitalismo avanzado,

donde en las últimas décadas hemos asistido a la constante emergencia

de nuevos tipos de subjetividad política que cortan transversalmente

las categorías de la estructura económica y social. El concepto de

«hegemonía» surgirá precisamente en un contexto dominado por la

experiencia no sólo de la fragmentación, sino también de la indetermi-

nación de las articulaciones entre distintas luchas y posiciones de

sujeto, y como intento de proveer una respuesta socialista en un

universo político-discursivo que había asistido a la retracción de la

categoría de «necesidad» al horizonte de lo social. Frente a aquellos

intentos de responder a la crisis de un monismo esencialista a través de

una proliferación de dualismos —voluntad/determinismo; ciencia/éti-

ca; individuo/colectividad; causalidad/teleología— la teoría de la hege-

monía elaborará su respuesta sobre la base de desplazar el terreno que

hacía posible la alternativa monismo/dualismo.

Un último punto antes de abandonar a Rosa Luxemburgo. La li-

mitación de efectos que las «leyes necesarias» operan en su discurso

funciona también en otra dirección importante: como limitación de las

conclusiones políticas que podían derivarse de las «tendencias obser-

vables», en el capitalismo avanzado. [16] La función de la teoría no era

la de elaborar intelectualmente las tendencias observables a la frag-

mentación y a la dispersión, sino, al contrario, garantizar el carácter 

transitorio de dichas tendencias. Hay así una escisión entre «teoría» y

«práctica» que es claramente el síntoma de una crisis. Esta crisis —de

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la que la emergencia del marxismo ortodoxo constituye una de las

respuestas— es el punto de partida de nuestro análisis. Pero esto

requiere ubicarnos en un punto anterior a la misma para determinar 

cuál era el paradigma que había entrado en crisis. Para esto contamos

con un documento excepcional por su claridad y sistematicidad: el

comentario de Kautsky, de 1892, al programa de Erfurt, que constituyó

el manifiesto liminar de la socialdemocracia alemana9. 

EL GRADO CERO DE LA CRISIS

 La lucha de clases es un típico documento kautskiano, que presenta

una unidad inescindible entre teoría, historia y estrategia10. Leído

desde la perspectiva actual, nos resulta, desde luego, extremadamente

ingenuo y simplista. Es necesario indagar, sin embargo, las varias

dimensiones de esta simplicidad porque ellas nos permiten entender, a

la vez que los rasgos estructurales del paradigma en cuestión, las

razones que habían de conducir a su crisis a fines de siglo.

El paradigma es simple, en un sentido primero y literal, por cuan-

to Kautsky nos presenta, de modo perfectamente explícito, una teoría

9 K. Kautsky, The class struggle, Nueva York, 1971.

10 «[...] El objetivo de toda su batalla (de Kautsky) contra el revisionismo había de

ser el de preservar una concepción del programa entendido no como conjunto de

reivindicaciones políticas determinadas, destinadas a establecer la iniciativa del partido

en fases específicas de lucha, y como tales modificables de tanto en tanto, sino como un

 bloque indisoluble de teoría y política, en el in terior del cual los dos té rminos pe rd íansus respectivos campos de autonomía y el marxismo pasaba a ser la ideología finalística

del proletariado.» (L. Paggi, «Intelettuali, teoria e partito nel marxismo della Seconda

Internazionale», Introducción a M. Adler, IIsocialismo egliintelettuali, Bari, 1974.)

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de la creciente simplificación de la estructura social y de los antago-

nismos en el interior de la misma. La sociedad capitalista avanza hacia

una creciente concentración de la propiedad y la riqueza en manos de

unas pocas empresas; hay una rápida proletarización de los más

diversos estratos sociales y categorías profesionales y una creciente

 pauperi-[17]zación de la clase obrera. Esta pauperización y las leyes

necesarias del desarrollo capitalista que están en su origen impiden

una real autonomización de esferas y funciones en el interior de la

clase obrera: la lucha económica sólo puede tener éxitos modestos y

 precarios, lo que conduce a la subordinación de facto de la organiza-

ción sindical a la organización partidaria, única que puede modificar 

sustancialmente la situación del proletariado a través de la conquista

del poder político. Los diversos momentos estructurales o instancias de

la sociedad capitalista tampoco tienen ningún tipo de autonomía

relativa. El Estado, por ejemplo, es presentado en términos del más

 burdo instrumentalismo. En este primer sentido, por tanto, la simpli-

cidad del paradigma kautskiano consiste en una simplificación del

sistema de diferencias estructurales constitutivo de la sociedad capita-

lista.

Pero el paradigma kautskiano es también simple en un segundo

sentido —menos frecuentemente señalado, pero de una importancia

capital para nuestro análisis. En éste segundo sentido se trataría no

tanto de la reducción del número de diferencias estructurales pertinen-

tes, cuanto de la fijación, para cada una de ellas, de un sentido único

concebido como localización precisa en el seno de una totalidad. En el

 primer sentido el análisis de Kautsky era simplemente economicista y

reductivo; pero si ése fuera el problema, el correctivo se limitaría a

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 plantear las «autonomías relativas» de lo político y lo ideológico, y a

una complejización que operaría como multiplicación de instancias en

el interior de una topografía de lo social. Pero cada una de estas

instancias o momentos estructurales tendría una identidad tan fija y

única como las instancias del paradigma kautskiano. Es en esta unici-

dad de sentido donde reside la segunda forma de simplicidad a que nos

refiriéramos. Observemos cómo Kautsky presenta la relación entre

lucha económica y lucha política: «En ocasiones se ha intentado oponer 

la lucha política a la lucha económica y declarar que el proletariado

debería prestar atención exclusiva a una o a otra. El hecho es que las

dos no pueden ser separadas. La lucha económica requiere derechos

 políticos, y éstos no caerán del cielo. Para asegurarlos y mantenerlos es

necesaria la más vigorosa acción política. Por otra parte la lucha

 política es, en último análisis, una lucha económica»11. También Rosa

Luxemburgo planteaba la unidad entre los dos tipos de lucha, pero en

su caso se partía de una diversidad inicial y la unidad era una [18]

unificación, el resultado de una sobredeterminación de elementos

disímiles sin ninguna forma de articulación fijable a priori; en el caso

de Kautsky, en cambio, la unidad de la clase obrera es el punto de

 partida: es por un cálculo económico que la clase obrera lucha en el

 plano político. Podemos pasar de una lucha a la otra en términos de

una mera transición lógica. En el caso de Rosa Luxemburgo el sentido

de cada lucha no era único: según hemos visto, se desdoblaba en una

segunda dimensión simbólica; tampoco era fijo, porque dependía de

articulaciones variables que en su perspectiva espontaneísta rechaza-

 ban —dentro de los límites que señaláramos— toda determinación

11 K. Kautsky, ob. cit., pp. 185-6.

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aprioristica. Kautsky, en cambio, simplifica el significado de todo

elemento o antagonismo social al reducirlo a una localización estructu-

ral específica, fijada de antemano por la lógica del modo de producción

capitalista. La historia del capitalismo consiste, así, en puras relaciones

de interioridad. Podemos pasar de la clase obrera a los capitalistas, de

la esfera económica a la esfera política, de la manufactura al capitalis-

mo monopolista, sin que necesitemos apartarnos un instante de la

racionalidad e inteligibilidad internas de un sistema cerrado. El

capitalismo nos es presentado, ciertamente, como actuando sobre una

realidad social exterior a sí mismo, pero el papel de esta última se

limita a disolverse al entrar en contacto con aquél. El capitalismo

cambia, pero este cambio no es sino el despliegue de sus tendencias y

contradicciones endógenas. Aquí la lógica de la necesidad no es

limitada por nada: esto es lo que hace del texto de Kautsky un texto

anterior a la crisis.

Finalmente, la simplicidad está presente en una tercera dimen-

sión: en cuanto al papel propio de la teoría. Hay un rasgo de este

temprano texto kautskiano que nos sorprende si lo comparamos con

otros de la tradición marxista anterior o posterior, y es que no se

 presenta como una intervención destinada a desentrañar el sentido

latente de la historia, sino como la sistematización y generalización de

una experiencia transparente, que está a la vista de todo el mundo. No

hay jeroglífico social que debelar y, por tanto, hay una perfecta adecua-

ción entre las teorías y las prácticas del movimiento obrero. Adam

Przeworski ha mostrado la peculiaridad del texto kautskiano en lo que

se refiere a la constitución de la unidad de la clase: mientras que los

textos marxistas, a partir de la Miseria de la filosofía, planteaban la

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unidad entre inserción económica y organización política de la clase

como un proceso no acabado —éste era el hiato que intentaba llenar la

distinción entre [19] «clase en sí» y «clase para sí»—, Kautsky presenta

a la clase obrera como habiendo completado su formación unitaria.

«Parecería que Kautsky haya creído que, hacia 1890, la formación del

 proletariado como clase era un fait accompll; ya se habría constituido

como clase y permanecería como tal en el futuro. Al proletariado

organizado sólo le restaba encaminarse a su misión histórica, y el

 partido debía tan sólo part icipar en su realización»12. De la misma

manera, cuando Kautsky habla de proletarización y pauperización

crecientes, de las crisis inevitables del capitalismo, o del necesario

advenimiento del socialismo, no parece estar hablando de tendencias

 potenciales que sólo se revelan al análisis, sino de realidades empíricas

observables en los dos primeros casos y de una transición de corto

 plazo en el tercero. Pese a que su discurso está dominado por la

categoría de necesidad, la función de ésta no es la de instituirse en

garante de un sentido trascendente a la experiencia, sino la de sistema-

tizar a esta última.

En realidad, la combinación de elementos que está a la base de es-

ta simplicidad y optimismo, pese a ser presentada como parte de un

 proceso universal de consti tución de la clase obrera, era tan sólo la

coronación de un proceso histórico muy específico: el de formación de

la clase obrera alemana. La autonomía política de la clase obrera

alemana era, en primer lugar, el resultado, de dos fracasos: fracaso de

la burguesía alemana posterior a 1849, que no logra constituirse en

12 A. Przeworski, «Proletariat into a class. The process of class formation from

Karl Kautsky's The class struggle to recent controversies», Politics and Society, 7, 1977.

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fuerza hegemónica de un movimiento liberal-democrático, y fracaso

del lassallismo en su intento de integración corporativa de la clase

obrera al Estado bismarckiano. En segundo lugar, la gran depresión

1873-96 y la inseguridad económica de todos los estratos sociales que

la acompañó, alimentaba un optimismo generalizado respecto a la

inminencia del derrumbe capitalista y de la revolución proletaria. En

tercer lugar, la complejidad estructural de la clase obrera era débil: los

sindicatos eran incipientes y subordinados política y financieramente

al partido; en el contexto de un veintenio de depresión las perspectivas

de mejoras obreras a través de la acción sindical se presentaban como

sumamente limitadas. La Comisión General de los sindicatos alemanes,

constituida en 1890, sólo logrará imponer su hegemonía sobre el

movimiento obrero con dificultad, en medio de la re-[20]sistencia de

los poderes sindicales locales y del escepticismo general de la social-

democracia13. 

En estas condiciones la autonomía de la clase, su unidad y el co-

lapso del sistema capitalista, se presentaban casi como datos de la

experiencia. Estos eran los parámetros de lectura que daban su acepta-

13 En el Congreso de Colonia del SPD en 1893, por ejemplo, Legien protestaba con-

tra afirmaciones del Vorwärts, según las cuales «la lucha por el poder político permane-

ce en todo momento como la más importante, mientras que la lucha económica

encuentra a los obreros siempre divididos, y cuanto más desoladora es la situación,

tanto más aguda y dañosa se hace la división. La pequeña lucha tendría ciertamente

también sus ventajas, pero éstas serían de importancia secundaria para el objetivo final

del partido. ¿Estas argumentaciones de un órgano del partido, son adecuadas paraatraer al movimiento a los obreros indiferentes? Lo dudo seriamente». Tomado de la

antología de documentos sobre la relación partido-sindicatos, de N. Benvenuti, Partito

e sindicatiin Germania (1880-1914), Milán, 1981, pp. 70-71.

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 bilidad al discurso kautskiano. Pero ésta era una situación estrictamen-

te alemana —o típica al menos de ciertos países europeos en los que la

 burguesía liberal era débil— y no correspondía cier tamente a los

 procesos de formación de la clase obrera en aquellos países donde

existía una fuerte tradición liberal: Inglaterra; democrático-jacobina:

Francia, o donde las identidades étnicas y religiosas predominaban

sobre las de clase: Estados Unidos. Pero como, según la Vulgata

marxista, la historia avanzaba hacia una simplificación creciente de los

antagonismos sociales, esta situación de extremo aislamiento obrero

adquiría el prestigio de un paradigma hacia el cual las otras situaciones

nacionales tenían que convergir y respecto al cual eran tan sólo

aproximaciones insuficientes14. 

El fin de la depresión acarreó el comienzo de la crisis de este pa-

radigma. La transición hacia el «capitalismo organizado» y el boom

que le acompañó —que había de prolongarse hasta 1914— tornó

inciertas las perspectivas de una «crisis general del capitalismo». En las

nuevas condiciones, tuvo lugar una oleada de luchas económicas

exitosas por parte de los sin-[21]dicatos, los cuales consolidaron su

 poder organizativo y su influencia en el seno de la socialdemocracia.

14 Esta forma de aproximarse al problema de la unidad de la clase, según el cual

las desviaciones respecto a un paradigma son conceptualizadas en términos de

«obstáculos» e «impedimentos» contingentes respecto a la plena vigencia del mismo,

sigue dominando ciertas tradiciones historiográficas. Mike Davis, por ejemplo, en un

artículo estimulante y pleno de interés («Why the us working class is different», New

 Left Review, num. 123, septiembre-octubre, 1980), a la par que muestra las especificida-des del proceso de formación de la clase obrera norteamericana, conceptualiza dichas

especificidades como desviaciones respecto a un módulo que, en algún momento de la

historia, terminará por imponerse.

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Pero en este punto comenzó también una tensión constante, en el

interior del partido, entre sindicatos y dirección política, que tornó

crecientemente problemáticas tanto la unidad de la clase como su

determinación socialista. En realidad, se estaba asistiendo en todas] las

áreas sociales a una autonomización de esferas, que implicaba que

cualquier tipo de unidad sólo podía lograrse a través de formas inesta-

 bles y complejas de articulación. Desde esta nueva perspectiva, la

secuencia simple y aparentemente lógica de los distintos momentos

estructurales del paradigma kautskiano de 1892 aparecía seriamente

cuestionada. Y como la relación entre teoría y programa era una

relación de implicación total, la crisis política se desdobló en una crisis

teórica. En 1898, Thomas Masaryk acuñará una expresión que pronto

habría de popularizarse: la «crisis del marxismo».

Esta crisis, que constituirá el trasfondo de todos los debates

marxistas desde fines del siglo hasta la guerra, aparece dominada por 

dos momentos fundamentales: la nueva conciencia de la opacidad de lo

social, de las complejidades y resistencias de un capitalismo creciente-

mente organizado; y la fragmentación de las distintas posiciones de los

agentes sociales respecto a la unidad que, de acuerdo al paradigma

clásico, hubiera debido existir entre las mismas15. En un famoso pasaje

de una carta a Lagardelle, Antonio Labriola afirmaba, al comienzo del

debate en torno al revisionismo: «En verdad, por detrás de todo este

rumor de disputa, hay una cuestión grave y fundamental: las esperan-

15 Debemos aclarar que cuando hablamos de «fragmentación» o «dispersión» essiempre desde el punto de vista de un discurso que postula la unidad de los elementos

dispersos y fragmentados. Considerada al margen de todo discurso, la aplicación de

términos tales como «dispersión» o «fragmentación» carece de sentido.

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zas ardientes, vivísimas, precoces de hace algunos años —aquellas

expectativas de detalles y contornos demasiado precisos— vienen

ahora a chocar contra la más complicada resistencia de las relaciones

económicas y contra los engranajes más complejos del mundo políti-

co»16. 

Sería erróneo ver en esta crisis tan sólo un momento pasajero;

 por el contrario, a parti r de ella el marxismo perdió definit ivamente la

inocencia. A medida que el paradigma marxista se vio sometido a la

«presión estructural» de situaciones cada vez más atípicas desde el

 punto de vista de la secuencia de sus categorías, encontró cada vez más

difícil reducir las rela-[22]ciones sociales a momentos estructurales

internos a aquéllas. Una proliferación de cesuras y discontinuidades

 pasan, a parti r de entonces, a quebrantar la unidad de un discurso que

se consideraba profundamente monista. El problema del marxismo a

 partir de entonces habrá de ser el de cómo pensar esas discontinuida-

des y, a la vez, el de las formas de reconstitución de la unidad de los

elementos heterogéneos y dispersos. Las transiciones entre distintos

momentos estructurales habían perdido su transparencia lógica

originaria y mostraban la opacidad de relaciones contingentes y

trabajosamente construidas. Es en la forma de concebir a este momen-

to relacional —cuya importancia crece en la misma medida en que su

naturaleza pasa a ser menos evidente— donde reside la especificidad

de las distintas respuestas a la crisis del paradigma, que pasaremos

ahora a analizar.

16 A. Labriola, Saggi sul materialismo storico, Roma, 1968, p. 302.

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PRIMERA RESPUESTA A LA CRISIS: LA CONSTITUCIÓN

DE LA ORTODOXIA MARXISTA

La ortodoxia marxista, tal como se constituye en Kautsky y Plejánov,

no es la simple continuación del marxismo clásico. Es una inflexión

muy particular de este último, caracterizada por el nuevo papel que se

le asigna a la teoría. Esta ya no cumple —como en el texto kautskianode 1892— la función de sistematizar tendencias históricas observables,

sino la de erigirse en garantía de una futura coincidencia entre estas

tendencias y el tipo de articulación social postulado por el paradigma

marxista. Es decir, que el campo de constitución de la ortodoxia es el

campo de una escisión creciente entre teoría marxista y práctica

 política de la socialdemocracia. Esta escisión encuentra el terreno desuperación, para la ortodoxia, en las leyes de movimiento de la infraes-

tructura, que aseguran a la vez el carácter pasajero de las tendencias

 presentes y la futura reconsti tución revolucionaria de la clase obrera

 —y que son garantizadas por la ciencia marxista.

Veamos, en tal sentido, la posición de Kautsky acerca de la rela-

ción entre partido y sindicatos, en el curso de su polémica con los

teóricos del movimiento sindical17. Kautsky es perfectamente conscien-

te de las fuertes tendencias a la fragmentación [23] que operan en el

seno de la socialdemocracia alemana —surgimiento de una aristocra-

cia obrera; oposición entre obreros sindicalizados y no sindicalizados;

intereses contrapuestos de distintas categorías salariales; política

consciente de la burguesía tendente a la división de la clase obrera;

17 Los principales escritos de Kautsky sobre esta cuestión están reunidos en la an-

tología de Benvenuti, ob. cit.

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 presencia de masas de obreros católicos sometidos a un populismo de

Iglesia que los aleja de los socialdemócratas, etc. Es también consciente

de que cuanto más predominan los intereses materiales inmediatos,

más se afirman estas tendencias a la fragmentación y que, por tanto, la

mera acción sindical no garantiza ni la unidad ni la determinación

socialista de la clase obrera18. Estas últimas sólo pueden consolidarse si

se subordinan al Endziel, al objeto socialista final, y esto supone la

subordinación de la lucha económica a la lucha política y, por tanto, de

los sindicatos al partido19. Pero el partido sólo puede representar esta

instancia totalizante en la medida en que es el depositario de la ciencia

 —es decir, de la teoría marxista—. El hecho evidente de que la clase

obrera no se orientaba en una dirección socialista —de lo que el caso

del sindicalismo inglés constituía un ejemplo clamoroso y que a

 principios de siglo ya no podía ser ignorado— lleva a Kautsky a

asegurar a los intelectuales aquel nuevo papel privilegiado que había

18 «La naturaleza de los sindicatos no está, por tanto, definida desde el comienzo.

Pueden llegar a ser un instrumento de la lucha de clases, pero pueden llegar a ser 

también un freno para esta última», Kautsky, ob. cit., p. 186.

19 «El partido busca [...] alcanzar un objetivo que liquide de una vez por todas la

explotación capitalista. Respecto a este objetivo final el trabajo sindical, pese a su

indispensabilidad e importancia, puede ser bien definido como un trabajo de Sisifo, no

en el sentido de un trabajo inútil, sino de un trabajo que no concluye jamás y que debe

ser siempre recomenzado.

De todo esto resulta que allí donde existe un partido socialdemócrata fuerte y te-

nido en consideración, él tiene la posibilidad, mucho más fácilmente que los sindicatos,

de establecer la línea necesaria para la lucha de clases y, por esto, también de indicar ladirección en la cual deben moverse las organizaciones proletarias individuales que no

hacen parte directamente del partido; de tal modo puede ser salvaguardada la indispen-

sable unidad de la lucha de clases.» Kautsky, ob. cit., p. 195.

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de tener tanta influencia sobre el Qué hacer? de Lenin. Y esta media-

ción intelectual —si bien reducida en sus efectos por cuanto, de

acuerdo a la fórmula espinoziana, su única libertad consiste en ser 

conciencia de la necesidad— implica la emergencia de un nuevo nexo

articulante que no puede ser simplemente referido a la cadena de la

necesidad histórica monísticamente concebida. [24]

La grieta abierta en la identidad de la clase, la creciente disloca-

ción entre las distintas posiciones de sujeto de los obreros, sólo serán

superadas por un futuro movimiento de la infraestructura, cuyo

advenimiento está garantizado por la ciencia marxista. En consecuen-

cia, todo depende de la capacidad predictiva de esta ciencia y del

carácter necesario de estas predicciones. No en vano la categoría de

«necesidad» tiene que ser afirmada cada vez con mayor virulencia. Es

sabido cómo esa «necesidad» fue concebida por la Segunda Internacio-

nal: como una necesidad natural, fundada en la asimilación entre

marxismo y darwinismo. La influencia darwiniana ha sido con frecuen-

cia presentada como sustituto, en el marxismo vulgar, de la dialéctica

hegeliana; pero la verdad es, por el contrario, que en la concepción

ortodoxa hegelianismo y darwinismo se combinaron para formar un

híbrido que pudiera satisfacer los requerimientos estratégicos. El

darwinismo por sí sólo no ofrece «garantías del futuro»: la selección

natural no opera en un sentido predeterminado desde el comienzo20. Es

20Cf. las observaciones de Lucio Colletti, Tramonto dell'ideologia, Roma, 1980,

 pp. 173-6. Y Jacques Monod, Le hasard et la nécessité, Paris, 1970 [El azar y la necesi-

dad, Barcelona, Barrai, 9.a ed., 1977] señala: «queriendo fundar sobre las leyes de la

 pro pia nat ural eza el edificio de sus doctrinas sociales, Marx y Engels han deb ido, ellos

también, hacer uso, pero más clara y deliberadamente que Spencer, de la "proyección

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sólo si se añade al darwinismo una teleología de tipo hegeliano —total-

mente incompatible con él— que es posible presentar a un proceso

evolutivo como garantía de transacciones futuras.

Esta concepción de la unidad de la clase como unidad futura ase-

gurada por la acción de leyes ineluctables producía efectos a varios

niveles: en cuanto al tipo de articulación atribuido a las distintas

 posiciones de sujeto; en cuanto a la forma de tratar las diferencias

inasimilables al paradigma; y en cuanto a la estrategia de análisis de los

acontecimientos históricos. Respecto al primer punto, es claro que si el

sujeto revolucionario constituye su identidad clasista al nivel de las

relaciones de producción21, su presencia a otros niveles sólo puede ser 

[25] de exterioridad  y debe adoptar la forma de «representación de

intereses». El campo de la política sólo puede ser una superestructura

en la medida en que es un campo de lucha entre agentes cuya identi-

dad, concebida bajo la forma de «intereses», se ha constituido en otro

 plano. Esta identidad esencial estaba, pues, fijada de una vez para

animista" [...] El postulado de Hegel: que las leyes más universales que gobiernan el

universo en su evolución son de orden dialéctico, encuentra su lugar en el interior de

un sistema que no reconoce realidad permanente más que al espíritu [...] Pero conser-

var estas "leyes" subjetivas como tales, para hacerlas gobernar un universo puramente

material es efectuar la proyección animista en toda su claridad, con todas sus conse-

cuencias, comenzando por el abandono del postulado de objetividad», pp. 46-7.

21 Esto no está en contradicción con nuestra afirmación anterior de que para

Kautsky los intereses materiales inmediatos no pueden consti-[25]tuir la unidad e

identidad de la clase. Lo que ocurre es que la instancia «científica», como momentoseparado, es la que determina la totalidad de las implicaciones de esa inserción en el

 proceso product ivo. La ciencia, por ta nto, reconoce los intereses, de los que la parciali-

dad de los distintos fragmentos de clase no tienen conciencia plena.

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siempre, como un dato invariable, respecto a las distintas formas de

representación —políticas e ideológicas— en las que la clase obrera

entraba22. 

En segundo lugar, esta problemática reduccionista trataba las di-

ferencias inadmisibles a sus categorías mediante dos tipos de argumen-

to: los que podemos llamar  argumento de apariencia y argumento decontingencia. Argumento de apariencia: todo lo que se presenta como

diferente puede ser reducido a identidad. Este argumento puede

adoptar dos formas: o bien la apariencia es un mero artificio de

ocultamiento, o bien es una forma necesaria de manifestación de la

esencia. (Ejemplo de la primera forma: «el nacionalismo es una panta-

lla que oculta los intereses de la burguesía»; ejemplo de la segunda: «elEstado liberal es una forma política necesaria del capitalismo».)

Argumento de contingencia: un sector o categoría social es efectiva-

mente irreductible a las identidades postuladas como centrales a una

forma de sociedad, pero su marginalidad respecto a la línea fundamen-

22 Esto, obviamente, simplificaba el problema del cálculo en una situación en que

la claridad y transparencia de los intereses reducía el problema de las estrategias a las

condiciones ideales de una «.rational choice». Michel de Certeau afirmaba recientemen-

te: «Denomino "estrategia" al cálculo de las relaciones de fuerza que resulta posible a

 part ir del momento en que un su jeto de voluntad (un propie tar io , una empresa, una

ciudad, una institución científica) es aislable de un "ambiente" [...] La racionalidad

 polí tica, económi ca y cientí fica se const ruye sobre este modelo es tratégico. De nomi no,

 por el contrar io "tác tica" a un cálculo que no puede contar sobre algo propio , ni por 

tanto sobre una frontera que distingue al otro como totalidad visible.» L'invention du

quotidien, París, 1980, vol. i, pp. 20-21. A la luz de esta distinción está claro que, en la

medida en que los «intereses» de los sujetos kautskianos son transparentes, todo

cálculo es de naturaleza estratégica.

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tal del desarrollo histórico nos permite desdeñarlo como irrelevante.

(Ejemplo: «el capitalismo conduce a la proletarización de las clases

medias y del campesinado y, por consiguiente, podemos ignorar a

aquellos sectores y concentrar nuestra estrategia en el conflicto bur-

guesía/proletariado».) En el argumento de contingencia la identidad es

así [26] reencontrada en una totalidad diacrónica —es decir, en una

sucesión necesaria de estadios que permite dividir la realidad social

 presente en fenómenos contingentes y necesarios en términos del

estadio que, de acuerdo a la teoría, se aproxima a su madurez. La

historia es, así, la progresiva concretización de lo abstracto, la aproxi-

mación a una pureza paradigmática que se presenta como sentido y

dirección del proceso.

Finalmente, en tanto que analítica del presente, el paradigma or-

todoxo postula una estrategia de reconocimiento. En la medida en que

el marxismo pretende conocer —en sus determinaciones esenciales— 

el curso ineluctable de la historia, entender un acontecimiento presente

sólo puede consistir en identificarlo como momento en una sucesión

temporal fijada a priori. De ahí discusiones tales como: ¿es la revolu-

ción del año x en el país z la revolución democrático-burguesa? O ¿qué

formas habrá de adoptar la transición al socialismo en tal o cual país?

Las tres áreas de efectos que hemos analizado presentan, pues, un

rasgo común: la reducción de lo concreto a lo abstracto. Las diversas

 posiciones de sujeto se reducen a manifestaciones de una posición

única; la pluralidad de diferencias son o bien reducidas o bien des-

hechadas como contingentes; el sentido del presente es debelado a

través de su localización en una sucesión aprioristica de etapas. Es

 precisamente porque lo concreto es así reducido a lo abstracto que la

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historia, la sociedad y los agentes sociales tienen, para la ortodoxia,

una esencia que opera corno principio de unificación de los mismos. Y

como esta esencia no es inmediatamente visible, se hace necesario

distinguir entre una superficie o apariencia de la sociedad y una

realidad subyacente a la misma y a la que —cualquiera sea la comple-

 jidad del sistema de mediaciones— debe necesariamente remitirse el

sentido último de toda presencia concreta.

Es clara la concepción estratégica que podía derivarse de esta vi-

sión del curso del capitalismo. El sujeto de la estrategia era, desde

luego, el partido obrero. Kautsky rechazaba con vigor la concepción

revisionista de un «partido popular», ya que ella involucraba, según él,

la transferencia de los intereses de otras clases al interior del partidoobrero y, por consiguiente, la pérdida del carácter revolucionario del

movimiento. El pretendido radicalismo de su posición era, sin embar-

go, la pieza esencial de una estrategia fundamentalmente conservado-

ra23; [27] estando fundado en el rechazo de todo compromiso o alianza

y en el desarrollo de un proceso cuyo desenlace no dependía de inicia-

tivas políticas, dicho radicalismo conducía al quietismo y a la espera.Propaganda y organización eran las dos tareas esenciales —en realidad

únicas— del partido. La propaganda no tendía a la formación de una

«voluntad popular» más amplia sobre la base de ganar nuevos sectores

a la causa socialista, sino, esencialmente, a un reforzamiento de la

identidad obrera; en cuanto a la organización, su expansión no signifi-

caba una participación política creciente en una variedad de frentes,sino la construcción de un ghetto en el que la clase obrera llevara una

23Cf. E. Matthias, Kautsky e ilkautskismo, Roma, 1971, passim.

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existencia segregada y centrada en sí misma. Esta progresiva institu-

cionalización del movimiento correspondía bien a una concepción

según la cual la crisis final del sistema capitalista vendría del propio

trabajo que la burguesía llevaba a cabo en la dirección de su ruina, en

tanto que a la clase obrera sólo le correspondía prepararse para

intervenir en el momento apropiado. Desde 1881 Kautsky había

afirmado: «Nuestra tarea no es organizar la revolución, sino organiza-

mos para la revolución; no hacer la revolución, sino aprovecharnos de

ella»24. 

Obviamente las alianzas no representaban, para Kautsky, ningún

 principio estratégico fundamental. Una variedad de alianzas resultaba

 posible en circunstancias concretas, al nivel de las tácticas empíricas; pero a largo plazo, así como insistía en el carácter puramente proleta-

rio de la revolución, debía también subrayar el aislamiento de la clase

obrera en la lucha anticapitalista. Los análisis de Kautsky acerca de las

contradicciones internas de los otros sectores tienden, precisamente, a

mostrar la imposibilidad de establecer con ellos alianzas democráticas

y anticapitalistas a largo plazo. En el caso del campesinado, intenta probar que es un sector en disgregación y que, por tanto, la defensa de

sus intereses por parte de la clase obrera constituiría una política

reaccionaria, opuesta a la línea general del progreso económico. En el

caso de las clases medias, el análisis kautskiano del imperialismo

tiende a presentar al conjunto de ellas como a un sector crecientemente

unificado bajo el dominio ideológico del capital financiero y del24 Symmachos (K. Kautsky), «Vershworung oder Revolution», en Def 

Sozialdemokrat , 20/21881, citado por H. J. Steinberg, «II partito e la formazione

dell'ortodossia marxista», en E. J. Hobsbaw m et al., ob. cit., vol. 2, p. 190.

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militarismo. Es característico que en ningún momento se le ocurre a

Kautsky pensar que dicha captación política e ideológica [28] acentúa

 peligrosamente el aislamiento obrero, y que a la ofensiva ideológica del

capital la clase obrera deba responder con una contraofensiva destina-

da a ganar a los sectores medios para la causa anticapitalista: este

curso de pensamiento le está cerrado, ya que el carácter progresiva-

mente reaccionario de los sectores medios responde, según él, a

 procesos objetivos que no está en el poder de nadie modificar. Por la

misma razón, tampoco el aislamiento obrero representa un peligro

 para el socialismo, ya que este último está garantizado por leyes

históricas frente a las cuales todas las maquinaciones burguesas se

revelarán a la larga impotentes.

Un buen ejemplo de la forma en que Kautsky concebía a la lucha

 proletaria lo encontramos en su concepto de «guerra de desgaste». Con

este concepto no se refería a una táctica especial, sino al conjunto de

acciones políticas que la clase obrera había llevado a cabo desde la

década de 1860. La guerra de desgaste supone tres cosas: 1) la identidad

 preconst ituida de la clase- obrera, que mina progresivamente el poder 

del adversario y que no modifica en ningún sentido esencial su identi-

dad a través de esa lucha; 2) una identidad igualmente preconstituida

de la burguesía, que acrecienta o reduce su capacidad de dominio, pero

que bajo ninguna circunstancia cambia de naturaleza en dicho proceso;

3) una línea de desarrollo prefijada —nuevamente, las «leyes inexora-

 bles»— que da sentido tendencial a la guerra de desgaste. Esta estrate-

gia ha sido comparada a la «guerra de posición» gramsciana25. En reali-

25 Esta es la posición sostenida por Perry Anderson, «The antinomies of Antonio

Gramsci», New Left Review, num. 100, noviembre 1976-diciembre 1977, pp. 5-78 [Las

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dad, los dos conceptos son profundamente diferentes. La guerra de

 posición presupone el concepto de «hegemonía» que, como veremos, es

incompatible con la idea de un desarrollo linear y predeterminado y,

sobre todo, con el carácter preconstituido de los sujetos kautskianos.

El papel asignado por el marxismo ortodoxo a la teoría nos en-

frenta, por tanto, a una paradoja. Por un lado este papel se acrecientacada vez más, en la medida en que el hiato entre «conciencia actual» y

«misión histórica» de la clase se amplía y sólo puede ser llenado desde

el exterior, a través de una intervención política. Pero por otro lado,

como la teoría en que la intervención política se funda se presenta

como conciencia de una determinación necesaria y mecánica, el

análisis se vuelve cada vez más determinista y economicista en lamisma medida [29] en que la constitución de las fuerzas históricas

depende cada vez más de la mediación teórica. En el caso de Plejánov

esto resulta aún más claro que en el de Kautsky. El incipiente desarro-

llo capitalista en Rusia no había creado una civilización burguesa; de

ahí que sólo por comparación con el desarrollo capitalista de Occidente

 pareciera posible desentrañar el sentido de la realidad rusa. Los

fenómenos sociales de su país eran, para los marxistas rusos, los

símbolos de un texto que los trascendía y que sólo podía leerse de

modo completo y explícito en el Occidente capitalista. De ahí que el

 papel de la teoría tuviera en Rusia una importancia incomparablemen-

te más alta que en Occidente: si las «leyes necesarias de la historia» no

eran universalmente válidas, la realidad huidiza de una huelga, de una

manifestación, de un proceso de acumulación, amenazaba con disol-

antinomias de Antonio Gramsci, Barcelona, Fontamara, 1978].

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verse. Un reformista como Guglielmo Ferrerò podía ironizar 26 acerca

de la pretensión ortodoxa de presentar al marxismo como un campo

teórico coherente y homogéneo: finalmente, si la doctrina era hetero-

génea y ecléctica, eso, para él, afectaba poco la materialidad de una

 práctica social que estaba sancionada por el conjunto de las institucio-

nes proletarias y que, en la controversia en torno al revisionismo,

comenzaba a establecer relaciones de exterioridad con la teoría. Pero

ésa no podía ser la actitud de Plejánov, que se enfrentaba con fenóme-

nos cuyo sentido no apuntaba espontáneamente en una dirección

 precisa, sino que dependía de su inserción en un sistema interpreta ti -

vo. Cuanto más el sentido de lo social dependía de una formulación

teórica, tanto más la defensa de la ortodoxia pasaba a ser un problema

 político.

Partiendo de esta base, no es extraño que en Plejánov encon-

tremos una formulación de los principios de la ortodoxia marxista

infinitamente más rígida que en Kautsky. Es sabido que a él se debe la

expresión «materialismo dialéctico», así como el naturalismo radical

que había de conducir a la estricta separación entre base y superestruc-

tura y a la consideración de la segunda como un conjunto de formas

necesarias de la primera. Además, la base económica es concebida sin

ninguna intervención de las fuerzas sociales: hay una determinación

completa del proceso económico por las fuerzas productivas, las cuales

son concebidas como tecnología27. Esta rígida determinación permite,

26

Guglielmo Ferrero, L'Europagiovane. Studi e viaggi nei paesi del Nord, Milán,1897, p. 95.

27 Cf. Andrew Arato, «L'antinomia del marxismo classico: marxismo e filosofia»,

en E. J. Hobsbawm et al ob. cit., vol. 2, pp. 702-707.

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 por tanto, presentar a la sociedad como a [30] una estricta jerarquía de

instancias, con grados decrecientes de efectividad: «1) el estado de las

fuerzas productivas; 2) las relaciones económicas por ellas creadas; 3)

el orden socio-político que surge a partir de una determinada base

económica; 4) la psicología del hombre social, en parte determinada

 por la economía, en parte por el orden socio-político surgido de la

economía; 5) las ideologías diversas que reflejan las características de

dicha psicología»28. Sobre la base de esta estricta separación de mo-

mentos estructurales Plejánov había elaborado en El socialismo y la

lucha política y en Nuestras diferencias una igualmente estricta suce-

sión de etapas por las que el proceso revolucionario había de pasar,

que eliminaba todo «desarrollo desigual y combinado» del campo de

las estrategias. Todo el análisis inicial del marxismo ruso, desde el

«marxismo legal» de Peter Struve hasta el Desarrollo del capitalismo en

 Rusia, de Lenin, pasando por Plejánov como momento central, tiende a

 borrar el análisis de las especificidades, a mostrar que éstas no son otra

cosa que formas aparienciales o contingentes de una realidad esencial:

el desarrollo abstracto del capitalismo, por el que toda sociedad debe

 pasar.

Concluyamos estas consideraciones sobre la ortodoxia. La escisión

creciente entre objetivo final y prácticas políticas presentes sería

revertida, según vimos, en algún momento futuro que operaba como

coincidentia oppositorum. Pero este ejercicio de recomposición no

 podía dejarse enteramente librado al futuro; de un modo u otro había

28 G. Plejánov, Fundamental problems of Marxism, Nueva York, 1969, p. 80 [Las

cuestiones fundamentales del marxismo, Barcelona, Fontamara, 1976].

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que luchar en el presente contra las tendencias a la fragmentación.

Ahora bien, como esta lucha suponía formas de articulación que, al

 presente, no brotaban espontáneamente de las leyes del capitalismo, era

necesario introducir una lógica social distinta de la determinación

mecánica, un cierto espacio que restaurara la autonomía de la iniciativa

 política. Este espacio, aunque mínimo, existe en Kautsky: está constitui-

do por las relaciones de exterioridad entre clase obrera y socialismo,

que requieren la mediación política de los intelectuales. Hay aquí un

eslabón que no puede ser explicado simplemente por la determinación

histórica «objetiva». Y para aquellas tendencias que más intentaban

romper con el quietismo y producir efectos políticos en el presente29,

[31] ese espacio debía ser más amplio: el espontaneísmo de Rosa

Luxemburgo y, en general, las estrategias políticas de la Neue linke son

testimonio de ello. Las tendencias más creativas dentro de la ortodoxia

se esforzaron por limitar los efectos de la «lógica de la necesidad», pero

el resultado inevitable es que instalaron su discurso en un permanente

dualismo, que escindió a aquél entre una «lógica de la necesidad» que

 producía cada vez menos efectos en términos de política práctica, y una

«lógica de la contingencia», que, al no determinar su especificidad, era

incapaz de pensarse a sí misma teóricamente.

29 Esta relación entre lógica de la necesidad y quietismo era claramente percibida

 por los crít icos de la ortodoxia. Sorel af irmab a: «Leyendo las obras de los socialis tas

democráticos uno queda sorprendido por la se-[31]guridad con la que ellos disponen

del porvenir; ellos saben que el mundo se encamina hacia una revolución inevitable, dela que conocen las consecuencias generales. Algunos de ellos tienen una fe tal en su

 pro pia teoría que concluyen en el qu ie ti smo.» (Georges Sorel, Saggi di critica del 

marxismo, Palermo, 1903, p. 59.)

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Demos un par de ejemplos del dualismo que estas tendencias par-

ciales de «abrir el juego» creaban. El primero es el concepto de previ-

 sión morfológica en Labriola. Afirma Labriola:

La previsión histórica [...] no implica [en el Manifiesto comunista], como no

implica todavía, ni una fecha cronológica ni la pintura anticipada de una

configuración social, como fue y es propio de las antiguas y nuevas profecí-as y apocalipsis [...]. (E)n la teoría del comunismo crítico, es la sociedad

toda entera, que en un momento del proceso descubre la causa de su fatal

marcha, y en un punto saliente de su curva se hace luz a sí misma para

declarar la ley de su movimiento. La previsión a la que el Manifiesto por 

 primera vez aludía era, no cronológica, de preanuncio o de promesa; sino

que era, por decirlo en una palabra que en mi opinión expresa todo en

 breve, morfológica30. 

Labriola está librando una doble batalla. Por un lado contra las

tendencias críticas del marxismo —Croce, Gentile31 —, que fundan la

imprevisibilidad de la historia en el carácter no sistemático de los

hechos, los cuales sólo encuentran un orden unitario en la conciencia

del historiador. Frente a estas tendencias, Labriola afirma el carácter objetivo de las leyes históricas. Pero, de otro lado, estas tendencias son

morfológicas, es decir, que restringen su área de validez a ciertas

tendencias fundamentales. Aquí Labriola libra su segunda batalla:

contra las formas de dogmatismo que transforman a las tendencias

30 Antonio Labriola, «In memoria del Manifesto dei Comunisti», en Saggi sul 

materialismo storico, Roma, 1968, pp. 34-35.31 Acerca de la intervención de Labriola en la discusión en torno a la revisión del

marxismo, véase Roberto Racinaro, La crisi del marxismo nella revisione de fine secolo,

Bari, 1978, passim.

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[32] generales en datos inmediatamente legibles en la superficie de la

vida histórica. Ahora bien, está claro que la forma en que esta doble

 batalla se ha librado sólo puede tener como resultado la instauración

de un dualismo, que en Labriola se traduce en la contraposición del

desarrollo histórico como narración y como morfología y, en general,

en la disminución de la capacidad histórico-explicativa del paradigma

dialéctico engelsiano32. Pero además, esta dicotomía nos presenta el

mismo doble vacío que encontráramos en el caso de Rosa Luxemburgo.

Porque los elementos «narrativos» se contraponen a los «morfológi-

cos» no como algo positivo, dotado de una necesidad interna propia,

sino como el reverso contingente de la necesidad morfológica. Según

señala Badaloni, «(e)l desarrollo real de los hechos puede dar lugar 

[para Labriola] a intrincadas e imprevisibles vicisitudes. Lo que cuenta

es, sin embargo, que la comprensión de esas vicisitudes acontezca en el

interior de la hipótesis genética [la contradicción entre las clases y su

 progresiva simplificación]. El proletariado no se ubica así en un tiempo

histórico indeterminado, sino en aquel tiempo histórico particular que

está dominado por la crisis de la formación social burguesa»33. Es

decir, que la «necesidad morfológica» constituye un campo teórico-

discursivo que abarca no sólo lo que le es propio, sino también lo que

excluye de sí mismo —la contingencia—. Si un conjunto de «hechos»

son conceptualizados como «contingentes», no son conceptualizados

en absoluto, excepto por la ausencia de ciertos atributos presentes en

las tendencias morfológicas a las que se oponen. Pero, dada la creciente

complejización de la vida social respecto a las categorías morfológicas

32Cf. Nicola Badaloni, IImarxismo di Gramsci, Turin, 1975, pp. 27-28.

33 Ob. cit., p. 13.

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del discurso marxista —complejización que es el punto de partida de la

teorización de Labriola— la única resultante posible es la creciente

irrelevancia de la teoría en tanto herramienta explicativa de procesos

sociales concretos.

A un cierto punto, a menos de caer en un total agnosticismo, se

hace, por tanto, necesario introducir otras categorías explicativas

 —Labriola mismo lo hace, por ejemplo, en sus análisis concretos. En

ellos las diversas áreas sociales no son conceptualizadas simplemente

en su «contingencia», sino que cada una de ellas posee una cierta

necesidad o legalidad propia. Ahora bien, ¿cuál es la relación entre

estos complejos estructurales «factuales» y las estructuras que son

objeto de la previsión morfológica? Una primera solución sería «dialéc-

[33]tica»: mantener una perspectiva monista que conciba a la comple-

 jidad como sistema de mediaciones34. Pero ésta no podía ser la solu-

ción de Labriola, por cuanto lo hubiera obligado a extender los efectos

de la necesidad a la superficie misma de la vida histórica, que es

 precisamente el área de donde él quería desplazarlos. Pero si se rechaza

la solución dialéctica, no es posible transitar lógicamente del análisismorfológico a las legalidades propias de las totalidades parciales; este

tránsito asume, por tanto, caracteres de exterioridad. Pero esto equiva-

le, simplemente, a decir que la conceptualización de esas legalidades es

34 Esta es la solución que, según Badaloni, Labriola debería haber seguido: «Qui-

zás la alternativa planteada por él era errónea y la verdadera alternativa estaba, en

cambio, en una profundización y desarrollo de la morfología histórica, demasiadosimplificada en la exposición engelsiana», ob. cit., p. 27. Con esto, desde luego, el

dualismo hubiera sido suprimido, pero al precio de eliminar el área de indeterminación

morfológica cuya existencia era esencial para el proyecto teórico de Labriola.

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externa a la teoría marxista. La teoría marxista no puede, en conse-

cuencia, ser el «sistema completo y armonioso del mundo» que Plejá-

nov nos presentaba y que sólo es pensable en un modelo cerrado. El

dualismo necesidad/contingencia abre así paso a un pluralismo de

legalidades estructurales cuyas lógicas internas y relaciones mutuas es

 preciso determinar.

Esto se percibe aún más claramente si pasamos a considerar el

austromarxismo, nuestro segundo ejemplo de «ortodoxia abierta». Con

mucha más radicalidad que en el caso de Labriola, encontramos aquí

un esfuerzo sistemático por diversificar los puntos de partida, por 

multiplicar las categorías teóricas y por autonomizar áreas sociales en

sus determinaciones específicas. En su nota necrológica sobre MaxAdler, Otto Bauer se refería en estos términos a los comienzos de la

escuela: «Mientras que Marx y Engels comenzaban con Hegel, y los

marxistas posteriores con el materialismo, más recientemente los

austromarxistas tuvieron como punto de partida a Kant y Mach»35. Esta

 pluralidad de puntos de partida hubiera sido anatema para un orto-

doxo de estricta observancia. Los austromarxistas eran conscientes delos obstáculos que se oponían a la unidad de la clase obrera en la doble

monarquía y de que está unidad dependía de una constante iniciativa

 política. De ahí que percibieran bien lo que, desde otra perspectiva

sería descrito en la tradición leninista como «desarrollo desigual y

combinado». [34]

35 Otto Bauer, «Was ist Austro-Marxismus», Arbeiter-Zeitung, 3-11-1927. Tradu-

cido en la antología de textos austromarxistas de Tom Bottomore y Patrick Goode,

 Austro-Marxism, Oxford, 1978, pp. 45-48.

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En la monarquía austrohúngara hay ejemplos de todas las formas económi-

cas que pueden encontrarse en Europa, Turquía incluida [...]. La luz de la

 propaganda socialista brilla en todas partes, en medio de estas divergentes

condiciones económicas y políticas. Esto crea un cuadro de una extrema

diversidad [...]. Lo que existe en la Internacional como desarrollo cronológi-

co —el socialismo de los artesanos, jornaleros, trabajadores de la manufac-

tura, obreros de fábrica y obreros agrícolas, que experimenta alteracionescon el aspecto político, social o intelectual del movimiento que predomina

en cada momento— ocurre en Austria en forma contemporánea36. 

En este complejo mosaico de situaciones sociales y nacionales era

imposible pensar en las identidades nacionales como «superestructura-

les» y a la unidad de la clase como resultado necesario de la infraes-

tructura; esta última dependía, por el contrario, de una compleja

construcción política. En palabras de Otto Bauer: «Es una fuerza

intelectual la que mantiene la unidad [...] el "austromarxismo", como

 producto de la unidad y como fuerza en el mantenimiento de la

unidad, no es nada, sino la ideología de unidad del movimiento de los

trabajadores»37 . 

El momento de la unidad de la clase es, pues, un momento políti-

co. El centro de constitución de lo que podríamos llamar la configura-

ción relacional o forma articulatoria de una sociedad se desplaza hacia

el campo de las superestructuras y, en verdad, la misma distinción

 base/superestructura pasa a ser borrosa y problemática. Tres principa-

les tipos de intervención teórica del austromarxismo están estrecha-

36 Editorial del primer número de Der Kampf  1907-8. Reproducido en T. Botto-

more y P. Goode, ob. cit., pp. 52-56.

37 Ob. cit., p. 55.

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mente ligados a esta perspectiva estratégica: las iniciativas que intenta-

 ban limitar el área de validez de la «necesidad histórica»; las que

intentaban diversificar los frentes de lucha sobre la base de aceptar la

nueva complejidad de lo social propia del capitalismo maduro, y las

que se esforzaban en pensar de manera no reduccionista la especifici-

dad de posiciones de sujeto distintas de las de clase. El primer tipo de

intervención se liga, principalmente, a la reformulación filosófica de

Max Adler, y a la peculiar forma de neokantismo que él adoptara. El

repensamiento del marxismo en clave kantiana producía varios efectos

liberadores: ampliaba la audiencia del socialismo en tanto la justicia de

sus postulados podía plantearse en términos de una universalidad [38]

que trascendiera los límites de clase; rompía con la concepción natura-

lista de las relaciones sociales y, a través de un concepto tal, como el de

«a priori social», introducía un elemento estrictamente discursivo en la

constitución de la objetividad social; finalmente, permitía ver al campo

 propio de la infraestructura como a un área cuya consti tución depen-

día de formas de conciencia y no del movimiento, naturalísticamente

concebido, de las fuerzas de producción. El segundo tipo de interven-

ción ponía también en cuestión la distinción base/superestructura: en

la discusión en torno a la Vía al poder, de Kautsky, por ejemplo38,

Bauer intentaba mostrar hasta qué punto es incorrecto concebir a la

economía como un campo homogéneo, dominado por una lógica

endógena, ya que en la fase monopolística e imperialista las transfor-

38 Acerca de esta discusión y, en general, acerca de la trayectoria político-intelectual del austromarxismo, véase la excelente introducción de Giacomo Marramao

a su antología de textos austromarxistas, Austromarxismo e socialismo di sinistra fra le

dueguerre, Milán, 1977.

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maciones políticas, técnico-organizativas y científicas son parte

creciente del aparato industrial. Si las leyes de la concurrencia antes

operaban, según Bauer, como potencias naturales, ahora tienen que

 pasar por la cabeza de los hombres. De ahí la afirmación del creciente

entrelazamiento entre Estado y economía, que conduciría al debate en

torno al «capitalismo organizado» en los años veinte. Esta nueva

configuración del capitalismo conducía también a una visión distinta

de los nuevos puntos de ruptura y antagonismo que generaba: ya no se

concentraban solamente en las relaciones de producción, sino en una

variedad de áreas de la estructura social y política; de ahí la nueva

importancia atribuida a la dispersión propia de las luchas cotidianas

(revolutionäre Kleinarbeit) concebida en un sentido que no era ni

evolucionista ni reformista39, y a la nueva importancia que consecuen-

temente adquiría el momento de la articulación política. Esto se refleja,

entre otras cosas, en la nueva forma de plantear el proble-[36]ma de la

relación entre partido e intelectuales40. Por último, las nuevas posicio-

nes de sujeto y la consecuente ruptura con el reduccionismo de clase:

39 «Ver el proceso de transformación de la sociedad capitalista en sociedad socia-

lista, no ya corno siguiendo los tiempos de un mecanismo lógico-histórico unitario y

homogéneo, sino como resultante de una multiplicación y proliferación de factores

endógenos de mutación de las relaciones de producción y de poder, si por un lado

implica en el plano teórico un gran esfuerzo de desagregación empírico-analítico, de la

 previs ión morfológ ica de Marx, y en el plano político un sobrepasa mi en to de la al te rnati-

va mistificatoria "reforma" y "revolución", por el otro no implica en absoluto una

alternativa de tipo evolucionista —como si el socialismo fuera realizable en dosishomeopáticas.» (Giacomo Marramao, «Tre bolscevismo e socialdemocrazia: Otto Bauer e

la cultura politica dell' austro-marxismo», en E. J. Hobsbawm et al, ob cit., vol. 3, p. 259).

40 Véase, al respecto, la obra de Max Adler, Il socialismo e gliintelettuali.

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 baste, a este respecto, mencionar la obra de Bauer sobre la cuestión

nacional y la de Renner sobre las instituciones legales.

Resulta, pues, clara la línea general de la intervención teórico-

estratégica austromarxista: en la misma medida en que se amplía la

efectividad práctica de la intervención política autónoma, el discurso

de la «necesidad histórica» pierde relevancia y se retira al horizonte de

lo social (exactamente lo mismo que Dios, en el discurso deísta, sin

desaparecer, limita drásticamente los efectos de su presencia en el

mundo); pero esto exige, a su vez, una proliferación de nuevas formas

discursivas que ocupen el campo dejado vacante. Los austromarxistas

no llegan, sin embargo, al punto de romper con el dualismo, eliminan-

do el momento de la necesidad «morfológica». En el universo teórico-

 politico del marxismo de fines de siglo, este paso decisivo será dado

sólo por Sorel, a través de su contraposición entre «mélange» y «bloc»,

a la que nos referiremos más adelante.

SEGUNDA RESPUESTA A LA CRISIS: EL REVISIONISMO

La respuesta ortodoxa a la «crisis del marxismo» consistió, pues, en la

superación de la escisión entre «tendencias observables del capitalis-

mo» y «teoría» a través de la afirmación intransigente de la validez de

la segunda y del carácter artificial o transitorio de las primeras. Sería

muy sencillo concluir que la respuesta revisionista fue simétricamente

opuesta; tanto más cuanto que en repetidas ocasiones Bernstein

insistió en que no tenía mayores disidencias con el programa y las

 prácticas del SPD tal como se habían materializado a partir del Congre-

so de Erfurt, y en que el único sentido de su intervención había sido

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una operación de aggiornamento que adaptara la teoría a las prácticas

concretas del movimiento. Pero esta conclusión nos haría pasar por 

alto ciertas dimensiones importantes de la intervención bernsteineana.

 Nos llevaría, especialmente, a identificar erróneamente reformismo y

revisionismo41. Los líderes [37] sindicales que eran portavoces de una

 política reformista en el seno del SPD manifes taron escaso interés en las

 propuestas teóricas de Bernstein y durante la controversia subsiguiente

mantuvieron estricta neutralidad —en los casos en los que no apoya-

ron abiertamente a la ortodoxia42. Por lo demás, en varios debates

 políticos cruciales tales como la discusión en torno a la huelga de

masas43, o la actitud a adoptar ante la guerra, la posición de Bernstein

fue no solamente distinta, sino estrictamente opuesta a la de los líderes

reformistas, tanto políticos como sindicales. Al intentar precisar, pues,

la diferencia entre reformismo y revisionismo, debemos indicar que lo

esencial en la práctica reformista es el quietismo político y el encerra-

41 «Se desconoce la peculiaridad del revisionismo cuando se le pone acriticamen-

te en el mismo plano que el reformismo, o se le concibe sin más como expresión, desde

1890, de la práctica socialreformista del par-[37]tido. El problema del revisionismo

debe, pues, limitarse sustancialmente a la persona de Bernstein y no puede ser 

extendido a Vollmar o a Höchberg.» (Hans Josef Steinberg, Il socialismo tedesco da

 Bebel a Kautsky, Roma, 1979, p. 118).

42 Sobre la relación entre revisionismo y sindicatos, véase Peter Gay, The dilemma

of democratic socialism, Londres, 1962, pp. 137-140.

43 La defensa de Bernstein de la huelga de masas como arma defensiva suscitó,

 por ejemplo , el sigu iente comentario del líder sind ical Bömelburg: «En un ciertomomento Eduard Bernstein no sabe cuan lejos él Puede moverse hacia la derecha, en

otro momento él habla de la huelga política de masas. Estos litterati [...] están haciendo

un flaco favor al movimiento obrero». Citado por Peter Gay, ob. cit., p. 138.

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miento corporativo de la clase obrera. El dirigente reformista intenta

defender las conquistas e intereses inmediatos de la clase y tiende, por 

tanto, a considerar a ésta como a un sector segregado, dotado de

identidad y fronteras perfectamente definidas. Ahora bien, para esto no

es necesaria una teoría «revisionista»; una teoría «revolucionaria»

 puede cumplir la misma función —en muchos casos mejor— en la

medida en que aísla a la clase obrera y remite a un futuro indetermina-

do todo cuestionamiento de las estructuras de poder existentes. Ya

hemos visto el carácter conservador del radicalismo kautskiano. El

reformismo no se identifica con ninguno de los dos términos en la

alternativa revisionismo/ortodoxia, sino que corta transversalmente a

ambos.

Lo que enfrenta básicamente a revisionistas y ortodoxos no es,

 por tanto, la cuestión del reformismo. Tampoco lo es el problema de la

transición pacífica o violenta del capitalismo al socialismo —punto

respecto al cual, por lo demás, los «ortodoxos» estaban lejos de tener 

una posición clara y unánime. El punto central de divergencia es que,

mientras para los ortodoxos la superación de la fragmentación ydivisión propias de la nueva etapa capitalista había de ser la resultante

de un movi-[38]miento de la infraestructura, para el revisionismo

había de resultar de una intervención política autónoma. La autonomía

de lo político respecto a la infraestructura es la verdadera novedad de

la intervención bernsteineana. Según se ha señalado44, detrás de cada

una de las críticas de Bernstein a la teoría marxista había el intento deretomar la iniciativa política en campos específicos. En sus mejores

44 Leonardo Paggi, ob. cit., p. 29.

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momentos el revisionismo fue un esfuerzo real por romper con el

aislamiento corporativo de la clase obrera. Pero es también cierto que,

en el mismo momento en que se produce esta emergencia de lo político

como instancia autónoma, ella lo hace sancionando la validez de una

 práctica «reformista», que es, en gran medida, su opuesto. Esta es la

 paradoja que debemos intentar explicar. Ella nos reenvía a ciertas

limitaciones en la ruptura de Bernstein con el economicismo que, en

rigor, sólo serán superadas en Gramsci. Autonomía de lo político y sus

límites: debemos ver cómo se estructuran estos dos momentos.

Es preciso reconocer que Bernstein percibió más claramente que

ningún representante de la ortodoxia la naturaleza de los cambios que

afectaban al capitalismo al entrar en la era monopolista. En tal sentido,sus análisis estaban más cercanos de la problemática de un Hilferding

o un Lenin que de las teorizaciones ortodoxas corrientes 45. Bernstein

comprendió también las consecuencias políticas que se derivaban de la

reorganización capitalista: los tres cambios fundamentales —asimetría

entre concentración de las empresas y concentración de los patrimo-

nios, subsistencia e incremento de los estratos medios, rol de la planifi-• / / • i • ' 1 1 • • ' 1 1 ' • • n»

cación económica en la prevención de las crisis— sólo podían signifi-

car un cambio total en los supuestos en los que la socialdemocracia se

había fundado hasta entonces. Ni la evolución económica conducía a la

 proletarización de las clases medias y del campesinado y a la polariza-

ción creciente de la sociedad, ni la transición al socialismo podía

esperarse de un estallido revolucionario subsiguiente a una dura crisis

económica. En tales condiciones, el socialismo debía cambiar de45

Cf. Lucio Colletti, De Rousseau a Lénine, Paris, 1974, p. 120.

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terreno y de estrategia. Y el momento teórico central en esta transición

era la ruptura con la rígida distinción base/superestructura, que

impedía pensar la autonomía de lo político —instancia a la cual

aparecía ahora transferido, en el análisis revisionista, el momento de la

recomposición y superación de la fragmentación. [39]

Ciencias, artes, toda una serie de relaciones sociales, son hoy mucho menosdependientes que antes de la economía, o más bien, a los efectos de evitar 

todo malentendido, el punto de desarrollo económico hoy alcanzado deja

más espacio a los factores ideológicos, especialmente a los éticos, de lo que

ocurría antes. Como consecuencia de esto la interdependencia de causa y

efecto entre la evolución técnica, económica y otras tendencias sociales pasa

a ser siempre más indirecta, por lo que la necesidad inherente a las prime-

ras está perdiendo mucho de su poder de dictar la forma de las segundas46. 

Es solamente esta autonomización de lo político frente a los dic-

tados de la infraestructura lo que le permite a aquél jugar este papel de

recomposición o reunificación frente a tendencias infraestructurales

que, si son abandonadas a sí mismas, sólo pueden conducir a la

fragmentación. Esto se ve claramente en la concepción de Bernstein

acerca de la dialéctica unidad/división de la clase obrera. Económica-

mente la clase obrera aparece siempre más y más dividida. El proleta-

riado moderno no es la masa desposeída de la que Marx y Engels

hablaran en el Manifiesto: «Es justamente en las industrias manufactu-

reras más avanzadas que se encuentra toda una jerarquía diferenciada

de trabajadores, entre los cuales sólo existe un moderado sentimiento

de identidad»47. Y esta diversificación de intereses —que llegaba a su

46 E. Bernstein, Evolutionary socialism, Nueva York, 1978, pp. 15-16.

47 Ob. cit., p. 103.

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 punto más alto en el caso de Inglaterra— no es simplemente el residuo

de un pasado guildista, como Cunow le objetara, sino la resultante

misma del establecimiento de un Estado democrático: si en condicio-

nes de represión política la unidad en la lucha hace pasar a segundo

 plano los intereses sectoriales, éstos tienden a aflorar en un contexto

de libertad.

Pero si la tendencia a la división está inscrita en la misma estruc-

tura del capitalismo moderno, ¿de dónde procede el momento opues-

to, el de la tendencia a la unificación? Según Bernstein, del partido.

Habla así de la «necesidad de un órgano de la lucha de clases que

mantenga unida a la totalidad de la clase pese a la fragmentación

resultante de los diferentes empleos; este órgano es la socialdemocra-

cia como partido político. En él el interés especial del grupo económi-

co es pospuesto al interés general de todos aquellos que dependen de

un ingreso procedente de su trabajo, de todos los no privilegiados»48.

Tam-[40]bien en Kaustky, según vimos, el partido representaba el

momento de la universalidad de la clase; pero mientras que en él esta

unidad política era la anticipación científica de una unidad real que

había de resultar de los movimientos de la infraestructura, en el caso

de Bernstein el momento de la articulación política es irreconducible

a aquéllos. La especificidad del vínculo político escapa a la cadena de

la necesidad; el espacio irreductible de lo político, que en Kautsky se

limitaba al papel mediador de la intelligentsia, aparece aquí conside-

rablemente dilatado.

48 E. Bernstein, Die heutige Sozialdemokratie in Theorie und Praxis (citado por 

Peter Gay, ob. cit., p. 207).

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Sin embargo, en el análisis bernsteineano de la mediación política

como constitutiva de la unidad de la clase se ha deslizado una ambigüe-

dad apenas perceptible, pero que pone en cuestión toda su construcción

teórica. Es ésta: si la clase en la esfera económica aparece cada vez más

dividida, y si su unidad se construye autónomamente a nivel político,

¿en qué sentido esta unidad política es una unidad de clase? Este

 problema no se planteaba para la ortodoxia, por cuanto el desajuste

entre identidad económica e identidad política sería finalmente resuelto

 por la misma evolución económica. Pero en el caso de Bernstein la

conclusión lógica parecería ser que es sólo superando las limitaciones

de clase de las distintas fracciones obreras que se constituye una

identidad política y que, por tanto, debería haber un hiato estructural

 permanente entre subjetividad económica y subjetividad política. Esta

es, sin embargo, una conclusión que Bernstein nunca llegó a extraer de

su análisis. Si por un lado insiste en que el partido socialdemócrata debe

ser un partido de todos los oprimidos y no sólo de los obreros, por el

otro concibe a esta unidad como la de un conjunto de sectores que

«aceptan el punto de vista de los obreros y que los reconocen como la

clase dirigente». Como su biógrafo Peter Gay señala49, Bernstein nunca

fue más allá de este punto. Pero, en ese caso, hay un eslabón que falta en

el razonamiento. El carácter  clasista de la unificación entre lo político y

lo económico no se produce en ninguna de las dos esferas y el argumen-

to queda suspendido en el vacío.

Sin embargo, esta conclusión es quizás excesiva, en la medida enque supone que el razonamiento de Bernstein se mueve en el mismo

49 P. Gay, ob. cit., p. 120.

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 plano que el de Kautsky o Rosa Luxemburgo: es decir, que está hablan-

do de sujetos necesarios de un proceso histórico ineluctable. Pero

Bernstein, precisamente, ha desplazado la discusión de ese plano al

negar que la historia esté [41] dominada por una lógica determinista

abstracta. Su concepción de la centralidad obrera parece más bien estar 

referida a un tipo de argumentación histórico-contingente —por 

ejemplo, al argumento de que, dado su grado de concentración y

organización, la clase obrera está mejor preparada que otros sectores

 para desempeñar el papel líder—. Pero subsiste, sin embargo, el

 problema de por qué estas ventajas —que son, cuando más, coyuntura-

les— son presentadas por Bernstein como logros irreversibles. La

misma ambigüedad puede encontrarse en el famoso dictum de Berns-

tein, según el cual «el camino lo es todo y la meta es nada». Tradicio-

nalmente éste ha sido considerado como un eslogan típico del «gradua-

lismo»50. Pero en algunos sentidos del mismo — que producen efectos

teóricos y políticos en el interior del discurso revisionista — el gradua-

lismo no está lógicamente implicado. Lo único que dicha afirmación

implica de modo necesario es que no es cierto que la clase obrera no

 pueda obtener logros concretos en el interior del sistema capitalista y

que, por tanto, no puede considerarse a la revolución como a un

50 Antes hemos distinguido entre reformismo y revisionismo. Ahora debemos es-

tablecer una segunda distinción entre reformismo y gradualismo. El punto básico de

diferenciación es que el reformismo es una práctica política y sindical, en tanto que el

gradualismo es una teoría acerca de la transición al socialismo. El revisionismo se

distingue de ambas en tanto es, según vimos, una crítica al marxismo clásico basada enla autonomización de lo político. Estas distinciones son importantes si, como argüimos

en el texto, cada uno de estos términos no implica necesariamente a los otros y tiene un

área de efectos teóricos y políticos que los puede conducir en direcciones divergentes.

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momento absoluto por el que se pasa de la desposesión completa a la

liberación radical. Pero esto no implica necesariamente el carácter 

lento, unilinear e irreversible de los avances que es propio de la con-

cepción gradualista. Sin embargo, es cierto que para Bernstein el

argumento acerca de la especificidad de los puntos de ruptura y avance

democrático está de hecho ligado a la postulación de una perspectiva

gradualista. Debemos, pues, nuevamente, plantearnos el problema del

terreno en el que se unifican estos dos momentos estructurales que no

están implicados lógicamente.

Esto nos conduce a nuestra segunda cuestión: las formas concre-

tas que asume la ruptura de Bernstein con el determinismo ortodoxo, y

el tipo de conceptos con los que intenta llenar el espacio dejado libre

 por el colapso de aquél. El cuestionamiento de la validez de un meca-

nismo general explicativo del movimiento histórico asume en Berns-

tein una forma característica: no critica el tipo de causalidad histórica

 postulado por [42] la ortodoxia, sino que intenta crear un espacio

dentro del cual pase a ser posible el libre juego de la subjetividad en la

historia. Es decir, que Bernstein acepta la identificación entre objetivi-

dad y causalidad mecánica y trata, simplemente, de limitar sus efec-

tos51. Él no niega la cientificidad de una parte del marxismo, pero sí se

niega a extender esta cientificidad hasta el punto de constituir un

sistema cerrado, que abarque tanto los aspectos científicos como la

 predicción política. La crítica del racionalismo dogmático de la orto-

doxia adopta la forma de un dualismo kantiano. Tres puntos en

especial se oponían, según Bernstein, a la consideración del marxismo

51 De ahí su aceptación de un concepto ingenuo y tecnologista de la economía, idén-

tico en última instancia al de Plejánov. Cf. al respecto Lucio Colletti, ob. cit., pp. 122 ss.

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como sistema científico cerrado: 1) el marxismo había fracasado en

demostrar la necesidad del socialismo como resultante del derrumbe

inevitable del capitalismo; 2) esta demostración era imposible, porque

la historia no es un simple proceso objetivo: la voluntad juega en ella

un rol y la historia sólo puede explicarse, por tanto, como resultado de

la interacción entre factores objetivos y subjetivos: 3) siendo el socia-

lismo un programa de partido, fundado, por tanto, en la decisión ética,

no podía ser totalmente científico —es decir, basado en afirmaciones

objetivas cuya verdad o falsedad deba ser aceptada por todos. La

autonomía del sujeto ético era, por tanto, la base en la que Bernstein se

fundaba para romper con el determinismo.

Ahora bien— y este punto es capital— tampoco la intervención

del sujeto ético puede servir para disipar las ambigüedades que antes

encontráramos en su razonamiento. La libre decisión de un sujeto ético

 puede cuanto más crear un área de indeterminación en la historia, pero

no sirve como fundamento a una tesis gradualista. Es aquí donde

interviene otro supuesto que es para Bernstein el verdadero terreno en

el cual se unifican lo político y lo económico y que da sentido tenden-

cial a toda conquista concreta: el postulado del progreso y del carácter 

ascendente de la historia humana. El concepto de evolución, de

 Entwicklung 52, juega un rol capital en el discurso bernsteineano: es, en

realidad, el concepto fundamental a partir del cual todo su esquema

histórico adquiere coherencia. La esfera política y la esfera económica

no se unifican a partir de articulaciones precisables teóricamente, sino

52 Acerca de las características de la Entwiklung bernsteineana, véase Vernon L.

Lidtke, «Le premesse teoriche del socialismo in Bernstein», Annali, Istituto

Giangiacomo Feltrinelli, xv, 1973, pp. 155-158.

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a partir de un [43] movimiento tendencial idéntico, subyacente a

ambas y fijado por las leyes evolutivas. Estas leyes son para Bernstein

muy distintas que para la ortodoxia —incluyen para él procesos

armoniosos y no sólo procesos antagónicos—; pero se trata, en ambos

casos, de contextos totalizantes que fijan a priori el sentido de todo

evento. De ahí que si «los hechos» se liberan de las conexiones esencia-

listas que en la concepción ortodoxa los ligaban entre sí, es para volver 

a unificarse en una teoría general del progreso que no se liga a ningún

mecanismo determinable. La ruptura con el objetivismo mecanicista

que consideraba a las clases como sujetos trascendentes se verifica a

través de la postulación de un nuevo sujeto trascendente —el sujeto

ético— que en una humanidad crecientemente liberada de la necesidad

económica pasa a imponer su dominio53. A partir de aquí es imposible

avanzar hacia una teoría de la articulación y la hegemonía.

Esto pone en claro por qué la autonomización de lo político pue-

de estar ligada en Bernstein a la aceptación de una práctica reformista

y de una estrategia gradualista. Porque si todo avance es irreversible,

dado el postulado de la Entwicklung, la consolidación de esos avances

ya no depende de una articulación inestable de fuerzas y deja de ser 

un problema político. Si el conjunto de los avances democráticos

dependiera de una correlación contingente de fuerzas, en ese caso la

53 Adviértase el sentido de nuestra crítica. No ponemos en cuestión la necesidad

de juicios éticos en cualquier fundamentación de una política socialista —la negación

de esta posibilidad por parte de Kautsky, y la pretensión de reducir la adhesión al

socialismo a simple conciencia de su necesidad histórica es absurda y ha sufrido unadevastadora crítica. Nuestro argumento es distinto: es que de la presencia de juicios

éticos no se sigue que los mismos puedan ser atribuidos a un sujeto trascendente,

constituido al margen de toda condición discursiva de emergencia.

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consideración abstracta de la justicia de cada demanda no puede ser 

un argumento suficiente para afirmar su progresividad —una deman-

da ultraizquierdista, por ejemplo, o su reverso, la ausencia de iniciati-

vas políticas radicales en una coyuntura crítica determinada, pueden

 provocar un real ineamiento negativo de fuerzas—. Pero si el conjunto

de los avances democráticos depende tan sólo de una ley del progreso,

en ese caso cada lucha y demanda específica define su progresividad

independientemente de su correlación con otras fuerzas en un mo-

mento determinado. Como las demandas del movimiento obrero son

consideradas justas y progresivas y se las juzga al margen de su

correlación con otras fuerzas, se ha borrado la única base a [44] partir 

de la cual podía criticarse el encerramiento corporativo de la clase

obrera. Esto establece las premisas para una coincidencia entre

revisionismo teórico y reformismo práctico: la ampliación de la

iniciativa política a una variedad de frentes democráticos no entra

nunca en contradicción con el quietismo y corporatismo de la clase

obrera.

Esto se ve claramente si se considera la teoría revisionista del Es-

tado. Para la ortodoxia el problema era claro: el Estado era un instru-

mento de la dominación de clase y la socialdemocracia sólo podía

 participar en sus inst ituciones a los efectos de difundir su ideología y

defender y organizar a la clase obrera. Su participación, por tanto,

estaba signada por la exterioridad. Bernstein ve el problema desde el

ángulo opuesto: el incremento del poder económico de la clase obrera,

el desarrollo de la legislación social, la «humanización» del capitalis-

mo, están conduciendo a una «nacionalización» de la clase obrera; el

obrero ya no es tan sólo un proletario: pasa a ser también un ciuda-

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dano. Por consiguiente, las funciones de organización social dentro

del Estado pesan, según Bernstein, cada vez más respecto de las de

dominación de clase; la democratización del Estado lo está transfor-

mando en un Estado «de todo el pueblo». Nuevamente Bernstein ha

comprendido mejor que la ortodoxia un hecho fundamental: que la

clase obrera está ya en el terreno del Estado y que es un estéril dogma-

tismo pretender que se mantengan con este último relaciones de

exterioridad. Pero eso inmediatamente se transforma en su discurso,

de manera totalmente ilegítima, en la afirmación de la existencia de

una progresiva democratización del Estado como consecuencia

necesaria de la «evolución histórica».

Llegados a este punto, podemos proceder con Bernstein al mis-mo experimento que con Rosa Luxemburgo: seguir las líneas lógicas

de su argumento, pero eliminando los supuestos esencialistas que

limitan sus efectos —en el presente caso, el postulado del progreso

como línea unificadora tendencial. Dos conclusiones surgen, inmedia-

tamente, de este experimento. La primera, que los avances democráti-

cos dentro del Estado dejan de ser acumulativos: pasan, por el contra-

rio, a depender de una relación de fuerzas que es imposible determi-

nar  a priori. La lucha no es simplemente un combate por avances

localizados, sino por formas de articulación de fuerzas que permitan

consolidar esos avances y que son siempre reversibles. Y en ese

combate la clase obrera debe luchar desde donde realmente está: a la

vez desde dentro y desde fuera del Estado. Pero —y esta es la segunda

conclusión— la misma clarividencia de [45] Bernstein abre una

 posibilidad mucho más inquietante. Si el obrero ya no es solamente el

 proletar io , sino también el ciudadano, el consumidor, el participante

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en una pluralidad de posiciones dentro del aparato institucional y

cultural de un país; y si, de otro lado, ese conjunto de posiciones ya no

es unificado por ninguna «ley del progreso» (ni tampoco, desde luego,

 por las «leyes necesarias» de la ortodoxia) , entonces la relación entre

las mismas pasa a ser una articulación abierta que nada nos garantiza

a priori que adoptará una u otra forma determinada. Es más, surge la

 posibilidad de posiciones de sujeto contradictorias y de la neutraliza-

ción de unas por parte de otras. En ese caso más que nunca el avance

democrático depende de una proliferación de iniciativas políticas en

distintas áreas sociales —como lo requiere el revisionismo; pero, a

diferencia de éste, el sentido de cada iniciativa pasa a depender de su

relación con las otras. Pero pensar esta dispersión de elementos y

 puntos de antagonismo, y concebir su articulación al margen de todo

esquema unificante aprioristico es algo que escapa con mucho al

campo del revisionismo, si bien éste planteó por primera vez el

 problema en sus términos más generales; los comienzos de una

respuesta adecuada al mismo se encontrarán tan sólo en la concep-

ción gramsciana de «guerra de posición».

TERCERA RESPUESTA A LA CRISIS: EL SINDICALISMO

REVOLUCIONARIO

La consideración del revisionismo nos ha conducido al punto en que

Bernstein, paradójicamente, se enfrenta al mismo dilema que el

conjunto de las corrientes ortodoxas (incluida su archienemiga Rosa

Luxemburgo): la infraestructura es incapaz de asegurar, en el presente,

la unidad de la clase; pero el único terreno en el que esa unidad presen-

te puede construirse —el campo de la política— no puede asegurar 

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convincentemente el carácter  clasista de los sujetos unitarios. Esta

antinomia se percibe aún más claramente cuando pasamos al sindica-

lismo revolucionario, que constituyó un tercer tipo de respuesta a la

«crisis del marxismo». En Sorel la antinomia se dibuja con trazos

 particularmente nítidos, por cuanto fue más consciente que Bernstein

o que cualquier teórico de la ortodoxia de las verdaderas dimensiones

de la crisis y del precio que la teoría debía pagar para salir satisfacto-

riamente de la misma. En Sorel encontramos no sólo la postulación de

un área de «con-[46]tingencia» y «libertad», que viene a reemplazar a

los eslabones rotos de la cadena de la necesidad, sino también un

esfuerzo por pensar la especificidad de esa «lógica de la contingencia»,

de ese nuevo terreno en que un campo de efectos totalizantes se

reconstituye. Es instructivo, a este respecto, referirse a los momentos

centrales de su evolución54.

Aun en los comienzos relativamente ortodoxos de su carrera

marxista, tanto la fuente de la preocupación política de Sorel como los

supuestos teóricos de su análisis eran distintos de los habituales y

considerablemente más sofisticados que los de un Kautsky o un

Plejánov. Lejos de dar por sentado el presupuesto de un mecanismo

histórico subyacente, que unificaría tanto a una forma de sociedad

como a las transiciones entre formas diversas, el centro de la preocu-

54 Entre los trabajos contemporáneos acerca de Sorel, hemos encontrado particu-

larmente útiles los siguientes: Michele Maggi, La formazione dell'egemonia in Francia,

Bari, 1977; Michel Charzat, Georges Sorel et la révolution au XXe siècle, París, 1977;

Jacques Juilliard, Fernand Pélloutier et les origines du syndicalisme d'action directe,

Paris, 1971; Gregorio de Paola, «Georges Sorel, della metafisica al mito», en E. J.

Hobsbawm et al., ob. cit., vol. 2, pp. 662-692; y con serias reservas, Zeev Sternhell, Ni

droite ni gauche. L'idéologie fasciste en France, Paris, 1983.

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 pación de Sorel —de ahí su frecuente referencia a Vico— es el tipo de

cualidades morales que permite mantener a una sociedad unida y en

 proceso ascendente. De tal modo, las transformaciones sociales no son

 para él procesos cuya positividad esté garantizada, sino que están

 penetradas por la negatividad como uno de sus desenlaces posibles; a

una forma de sociedad no se opone tan sólo otra, distinta y positiva

destinada a reemplazarla, sino también una perspectiva muy diferente:

la de su desintegración y decadencia, como fue el caso del mundo

antiguo. Lo que atraerá a Sorel en el marxismo no es, por tanto, una

teoría de la estructura necesaria del devenir histórico, sino la teoría de

la formación de un nuevo agente —el proletariado— capaz de operar 

como fuerza aglutinante que reconstituya en torno a sí una forma más

alta de civilización y detenga la declinación de la sociedad burguesa.

Esta dimensión del pensamiento de Sorel está presente desde un

comienzo; pero en sus escritos anteriores a la controversia revisionista,

aparece combinada con la aceptación de las tendencias del desarrollo

capitalista tal cual las postulaba la ortodoxia. En estos escritos, Sorel ve

al marxismo como una «nueva metafísica real». Toda ciencia real,

según él, se constituye sobre la base de un «soporte expresivo», que

introduce [47] en el análisis un elemento da artificialidad. Este puede

ser el origen de errores utópicos o míticos, pero en el caso de la socie-

dad industrial hay una unificación creciente del campo social en torno

a la figura del mecanismo. El soporte expresivo del marxismo —el

carácter social del trabajo y la categoría de «mercancía», que elimina

crecientemente las distinciones cualitativas— no es un soporte arbitra-

rio, ya que es el paradigma que moldea y constituye las relaciones

sociales. El socialismo, en tanto apropiación colectiva de los medios de

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 producción, es así la culminación necesaria de esta creciente socializa-

ción y homogeneización del trabajo. El imperio creciente de este

 paradigma productivista depende de las leyes de movimiento del

capitalismo que Sorel, en este momento de su carrera, no cuestiona;

 pero el agente consciente de sus intereses, que habrá de hacer pasar la

sociedad a una forma más alta, no se constituye por un simple movi-

miento objetivo. Aquí interviene el otro elemento del análisis sorelia-

no: para él el marxismo no es sólo el análisis científico de la sociedad;

es también la ideología que unifica al proletariado y da sentido tenden-

cial a sus luchas. Los «soportes expresivos», por tanto, operan como

elementos de condensación y aglutinación de fuerzas históricas —a las

que Sorel habrá de llamar «bloques»—. Respecto al marxismo orto-

doxo, Sorel ha desplazado el terreno en un punto decisivo: el campo de

las llamadas «leyes objetivas» ha perdido su carácter de sustrato

racional de lo social y ha pasado a ser el conjunto de formas a través de

las cuales una clase se constituye como fuerza dominante y se impone

al resto de la sociedad. Pero la distancia respecto a la ortodoxia no es

finalmente tan grande, en la medida en que la vigencia de esas leyes no

está en disputa.

La separación comienza en el momento en que, a partir del debate

revisionista, Sorel aceptará en bloque las críticas de Bernstein y Croce

al marxismo, pero para extraer de ellas conclusiones muy diversas. Lo

que impresiona en Sorel es la radicalidad de su aceptación de las

consecuencias de la «crisis del marxismo». No hay en él el más leve

intento de reemplazar el racionalismo histórico de la ortodoxia por 

una visión evolucionista alternativa —como en el caso de Bernstein—.

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La posibilidad de disgregación de una forma de civilización está

siempre abierta en su análisis. La totalidad como sustrato racional

fundante se ha disuelto y lo que existe es «mélange». ¿Cómo concebir,

en estas circunstancias, la posibilidad de un proceso de recomposición?

A través de las clases sociales, que ya no ocupan el rol de localizaciones

estructurales en un sistema [48] objetivo, sino de polos de reagregación

a los que Sorel denomina «blocs». La unidad que pueda existir en la

sociedad es así referida a la voluntad de ciertos grupos de imponer su

 propia concepción de la organización económica. Esto supone, en

 primer término, que como el futuro es imprevisible y depende de la

lucha, la filosofía de Sorel —que recibirá el impacto de Nietszche y

muy especialmente de Bergson— será una filosofía de la acción y la

voluntad. En segundo término, el nivel en que las fuerzas en lucha

encuentran su unidad es el de un conjunto de imágenes o «figuras del

lenguaje» —la prefiguración de la teoría del mito. Pero, en tercer 

término, la consolidación de esas clases como fuerzas históricas

cimentadas por una «idea política», depende de su enfrentamiento con

fuerzas opuestas. Su identidad, al dejar de estar fundada en un proceso

de unificación infraestructural (a este nivel sólo hay mélange), pasa a

depender de una escisión respecto a la clase capitalista, que sólo puede

ser consumada en la lucha contra esta última; la «guerra» es así condi-

ción de la propia identidad obrera y la búsqueda de áreas en común

con la burguesía sólo puede conducir al debilitamiento de aquélla. Esta

conciencia de la escisión es para Sorel una conciencia jurídica —es a

través de la conciencia de un conjunto de derechos que oponen al

 proletariado a la clase adversaria, y de la consti tución de un conjunto

de instituciones que los consoliden, como Sorel ve el proceso de

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constitución de una subjetividad revolucionaria55. Sin embargo a estas

alturas Sorel, dreyfusard ardiente, no ve una contradicción necesaria

entre la pluralidad de posiciones de la clase en los sistemas político y

económico: es partidario de la democracia y de la lucha política del

 proletariado y considera incluso la posibilidad de que la clase obrera

 —a la que nada une económicamente a los sectores medios— pueda

ser un polo de reagrupamiento político para estos últimos.

Vemos, pues, el módulo de la evolución de Sorel: como todas las

tendencias en lucha contra el quietismo de la ortodoxia se ve obligado

a desplazar al plano político el momento de la constitución de la

unidad de la clase; pero como su ruptura con, la categoría de «necesi-

dad histórica» es mucho más radical que en otras tendencias, se veobligado también a precisar más la naturaleza del vínculo que funda

esa unidad política. Esto se ve aún más claramente cuando pasamos a

la tercera etapa de su pensamiento. Esta corresponde a la gran desilu-

sión subsiguien-[49]te al triunfo de la coalición dreyfusard. El socia-

lismo á la Millerand es integrado al sistema; la corrupción se generali-

za; hay una pérdida constante de la identidad proletaria y con ello sediluye la energía de la única clase con posibilidad, según Sorel, de un

futuro heroico capaz de remodelar la declinante civilización burguesa.

Sorel pasa a ser un enemigo decidido de la democracia; en realidad, ve

en ella el principal responsable de esa fragmentación y dispersión de

 posiciones de sujeto con la que el marxismo se enfrentaba desde fines

de siglo. Era necesario, a todo precio, volver a la escisión y reconstituir 

55Cf. al respecto Shlomo Sand, «Lutte de classes el conscience juridique dans la

 pensée de Sorel», Esprit , 3 de marzo de 1983, pp. 20-35.

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a la clase como sujeto unitario. La vía soreliana para lograrlo fue, como

es sabido, el repudio de la lucha política y el mito sindicalista de la

huelga general:

[...] (S)abemos que la huelga general es, en verdad, lo que he dicho: el mito

que abarca a todo el socialismo; es decir, un conjunto de imágenes capaces

de evocar instintivamente todos los sentimientos que corresponden a las

diferentes manifestaciones de la guerra que el socialismo lleva a cabo contra

la sociedad moderna. Las huelgas han generado en el proletariado los más

nobles, profundos y emotivos sentimientos que él posee; la huelga general

agrupa a todos ellos en un cuadro coordinado y, al unirlos, da a cada uno de

ellos su máximo de intensidad; apelando a las penosas memorias de los

conflictos particulares, él tiñe con una vida intensa todos los detalles del

cuadro presentado a la conciencia. Así obtenemos esa intuición del socia-lismo que el lenguaje no puede darnos con claridad perfecta —y la obtene-

mos como una totalidad, percibida de manera instantánea [...]56. 

La «huelga general» sindicalista o la «revolución» de Marx son

mitos en tanto funcionan como puntos ideológicos de condensación de

una identidad proletaria constituida a partir de una dispersión de

 posiciones de sujeto. Es el único tipo de vínculo recompositivo que

resta una vez que la lucha política ha sido descartada, y que se conside-

ra que la economía de los monopolios y del imperialismo —vista por 

Sorel como un proceso de refeudalización— sólo puede acentuar las

tendencias disgregatorias. Esto es generalizado en la afirmación de que

la tendencia «natural» de las sociedades es a la decadencia y que la

tendencia a la grandeza es «artificial» —el viejo tema de la anti-

56 G. Sorel, Reflections on violence, Nueva York, 1961, p. 127 [Reflexiones sobre la

violencia, Madrid, Alianza, 1967].

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 physis —. La violencia es así la única fuerza que puede mantener vivo el

antagonismo descrito por Marx: «[...] Si la clase capitalista es enérgica,

ella afirma constantemente su vo-[50]luntad de defenderse; su actitud

franca y perfectamente reaccionaria contribuye al menos tanto como la

violencia proletaria al mantenimiento nítido de esa distinción entre las

clases que es la base de todo socialismo [...]»57. 

Desde esta perspectiva poco importa si la huelga general es reali-

zable o no: su papel es el de un principio regulatorio que permita al

 proletariado pensar la mélange de las relaciones sociales como organi-

zada en torno a una línea de demarcación clara; la categoría de totali-

dad, que ha sido eliminada en tanto descripción objetiva de la realidad,

es reintroducida como elemento mítico que funda la unidad de la

conciencia obrera. Según se ha señalado58, la noción de «instrumento

cognoscitivo» —o soporte expresivo— cuya artificialidad era recono-

cida desde el comienzo, ha sido ampliada hasta el punto de incluir las

ficciones.

Para Sorel, por tanto, la posibilidad de una división dicotómica de

la sociedad no se da como dato de la estructura social, sino comoconstrucción al nivel de los «factores morales» de los enfrentamientos

entre los grupos. Aquí nos encontramos, sin embargo, con el problema

que hemos visto volver persistentemente en estas páginas, cada vez que

una corriente marxista intentaba romper con el economicismo y

fundar, a algún otro nivel, la unidad de la clase: ¿por qué ese sujeto

reconstituido política o míticamente tiene que ser un sujeto de clase?

57 Ob. cit., p. 182.

58 G. de Paola, ob. cit., p. 688.

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Con un agravante en el caso del sindicalismo revolucionario: mientras

que en Rosa Luxemburgo o en Labriola el carácter insuficiente de su

ruptura con el economicismo había creado las condiciones de invisibi-

lidad del doble vacío que se había constituido en su discurso, en el caso

de Sorel la radicalidad misma de su antieconomicismo hace ese vacío

 plenamente visible. Tanto, que parte de sus seguidores, una vez aban-

donada toda esperanza de una recuperación revolucionaria de la clase

obrera, se lanzarían a la búsqueda de algún otro mito sustitutivo, que

 permit iera luchar contra la decadencia burguesa. Lo encontrarían,

como es sabido, en el nacionalismo. Este- fue el camino por el que

 parte de la herencia intelectual de Sorel contribuiría a la emergencia

del fascismo. Su discípulo Edouard Birth podía así afirmar en 1912:

[... ] Es necesario, en efecto, que el doble movimiento nacionalista y sindica-

lista, paralelo y sincrónico, conduzca a la expulsión [51] completa del reino

del oro y al triunfo de los valores heroicos, contra este innoble materialismo

 burgués en el que la Europa actual se asfixia. Es preciso, en otros términos,

que este despertar de la Fuerza y de la Sangre Contra el Oro, del cual Pareto

ha señalado los primeros síntomas, y del cual Sorel, con sus Réflexions sur la violence, y Maurras, con su Si le coup de force est possible, han dado la

señal, concluya con la derrota completa de la plutocracia [...]59. 

Esta es, desde luego, tan sólo una de las posibles prolongaciones

del análisis de Sorel, y sería históricamente falso y analíticamente

infundado concluir que es un resultado necesario del mismo60. Históri-

59 Citado por Z. Sternhell, ob. cit., p. 105.

60 Esto es lo que debilita el análisis de Sternhell (ob. cit.) pese a su riqueza de

información. La historia que allí se nos presenta aparece organizada en torno a un

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camente falso, porque la influencia de Sorel se ejerció en una gran

variedad de direcciones —fue, por ejemplo, una de las influencias

decisivas en la constitución del pensamieneo gramsciano. Pero —más

importante— analíticamente infundado, por cuanto esta visión teleo-

lógica supone que la transición de la clase a la nación es una transición

necesaria y determinada por la estructura misma del pensamiento de

Sorel, con lo que se elude el momento más específico y original del

mismo, que es el carácter indeterminado y no fijable aprioristicamente

de los sujetos míticamente constituidos. Y esta indeterminación no es

una insuficiencia de la teoría, ya que ésta afirma, precisamente, que la

realidad social misma es indeterminada (mélange) y que su unificación

depende de las prácticas recompositivas de un bloc. En tal sentido, no

hay ninguna razón teórica por la cual la reconstitución mítica no pueda

avanzar en la dirección del fascismo, pero tampoco ninguna por la que

no pueda avanzar en otras direcciones —el bolchevismo, por ejemplo,

al que Sorel habría de saludar entusiásticamente—. Lo decisivo —y

esto es lo que hace de Sorel el pensador más profundo y original de la

Segunda Internacional —es que la identidad misma de los agentes

sociales ha pasado a ser indeterminada y que toda «fijación mítica» de

la misma depende de una lucha. El concepto de «hegemonía» tal como

surgió en la socialdemocracia rusa, y que, como veremos, supone

también una lógica de la contingencia, fue desde este punto de vista

mucho menos radical. Ni Lenin ni Trotski fueron capaces de [52] poner 

en cuestión el carácter clasista necesario de los agentes sociales.

Solamente en Gramsci las dos tradiciones confluyen a través de su

teleologismo extremadamente simple, según el cual toda ruptura con una perspectiva

materialista o positivista sólo Puede ser considerada como precursora del fascismo.

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concepto de «bloque histórico», en el que se reúne en una nueva

síntesis el concepto de «hegemonía», que le viene del leninismo, y el

concepto de «bloc», que le viene de Sorel.

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[53]

2. HEGEMONÍA: EL DIFÍCIL NACIMIENTO DE

UNA NUEVA LÓGICA PÓLITICA

Llegados a este punto, es necesario establecer la relación existenteentre el doble vacío que hemos visto surgir en el discurso esencialista

de la Segunda Internacional y el peculiar desajuste de etapas respecto

al cual la problemática de la hegemonía habrá de constituir una

respuesta política. Puntualicemos, para comenzar, aquellos rasgos de

ese doble vacío que permiten compararlo con el desajuste que está a la

 base de la sutura hegemónica1. En primer término, ese doble vacío se

1 El concepto de «sutura», que usaremos frecuentemente, está tomado del psi-

coanálisis. Su formulación explícita procede de Jacques-Alain Miller («Suture: elements

of the logic of the signifier», Screen, invierno de 1977-78, vol. 18, num. 4, pp. 23-24),

 pero él opera imp líc it amente en el conjunto de la teoría lacaniana. Es usa do para

designar la producción del sujeto sobre la base de la cadena de su discurso; es decir, de

la no-correspondencia entre el sujeto y el Otro —lo simbólico— que impide el cierre de

este último como presencia plena. (De ahí la constitución del inconsciente como borde

que produce la un ión-d iv isi ón entre el su jeto y el Otro.) «[... ] la sut ura nombra la

relación del sujeto a la cadena de su discurso; veremos que él figura ahí como el

elemento que está ausente, en la forma de un sustituto. Porque si bien está allí como lo

que falta, no está pura y simplemente ausente. Sutura, por extensión —la relación

general de «falta» a la estructura de la que es un elemento en la medida en que implica

la posición de un tomar-el-lugar de [...]» (Miller, pp. 2526). Este momento de falta es,

sin embargo , sólo un aspecto. Como Stephen Heat h señala «[... ] la sutu ra nom br a nosólo una estructura de falta, sino también la disponibilidad del sujeto, un cierto cierre

[...]. No es so rpr end ente [... ] por consiguiente que el uso que Lacan hace del término

"sutura" [...] le dé el sentido de una "pseudo-identificación", lo defina como "función

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 presenta [54] bajo la forma de un dualismo: el discurso que lo instituye

no pretende determinar grados diferenciales de efectividad en el 

interior de una topografía de lo social, sino poner límites a la capaci-

dad abarcante y determinante de toda estructura topográfica. Esto es lo

que hace posible fórmulas tales como aquélla según la cual la infraes-

tructura no determina todo, porque hay una intervención de la «con-

ciencia» o la «voluntad» en la historia; o la afirmación de que, dado el

carácter morfológico de toda previsión, la teoría general no puede dar 

cuenta de las situaciones concretas. Este dualismo se construye a través

de una hipóstasis de lo indeterminado qua indeterminado: las entida-

des que escapan a la determinación estructural son concebidas como el

reverso negativo de esta última. Esto es lo que hace del dualismo una

relación de fronteras. Pero si observamos bien, esta respuesta no

rompe en absoluto con el determinismo estructural: se reduce tan sólo

a limitar sus efectos. Es posible afirmar, por ejemplo, que hay vastas

áreas de la vida social que escapan al determinismo económico; pero

esto puede ir perfectamente unido a una concepción de la economía

de lo imaginario y lo simbólico" [...] Lo que está en juego es claro: el "yo" es una

división, pero une al mismo tiempo, el sustituto es la falta en la estructura, pero, no

obstante y simultáneamente, la posibilidad de una coherencia, de un llenar  [...]» (S.

Heath, «Notes on suture», Screen, ibid., pp. 55-6). Es este doble movimiento el que

intentaremos subrayar en nuestra extensión del concepto de sutura al campo de la

 po lí tica. Las práct icas heg em ónicas son suturantes en la ped id a en que su campo de

acción está determinado por la apertura de 1° social, por el carácter finalmente no-fijo

de todo significante. Esta «falta» originaria es precisamente lo que las prácticas

hegemónicas intentan llenar. Una sociedad totalmente suturada sería aquélla en la que[54] este llenar habría llegado a sus últimas consecuencias y habría logrado, por 

consiguiente, identificarse con la transparencia de un sistema simbólico cerrado. Este

cierre de lo social es, como veremos, imposible.

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según la cual, en el área limitada en que ésta ejerce sus efectos, estos

últimos deben ser entendidos de acuerdo a un paradigma determinista.

Pero la dificultad de este planteamiento es obvia: para afirmar que algo

es absolutamente determinado y establecer una línea nítida que lo

separe de lo indeterminado, no es suficiente establecer la especificidad 

de la determinación; es preciso además afirmar la necesidad  de la

misma. El pretendido dualismo es, por tanto, un dualismo espúreo: los

dos polos del mismo no están al mismo nivel. Lo determinado, al

establecer su especificidad como necesaria, establece los límites de

variación de lo indeterminado. Lo indeterminado se reduce, pues, a ser 

un simple suplemento2 de lo determinado.

 En segundo lugar, este aparente dualismo responde, según vimos,

a la imposibilidad de encontrar en la determinación estructural un

fundamento al tipo de lógica política que permite combatir, en el

 presente, las tendencias a la fragmentación. Pero inmediatamente

vemos que el único terreno que hacía [55] posible pensar la especifici-

dad de dicha lógica se ha borrado, en la medida en que, al estar toda

especificidad teóricamente determinable referida al campo de la

infraestructura y del sistema de clases resultante de la misma, la

especificidad de toda otra lógica desaparece y se subsume en el campo

general de la variación contingente, o de entidades tales como la

voluntad o la decisión ética que escapan a toda determinación teórica.

2 En el sentido en el que Jacques Derrida ha hablado de una «lógica del suplemen-

to». La suplementariedad de lo «indeterminado» desaparece, desde luego, si el vínculoentre la especificidad y la necesidad de lo «determinado» es roto. Hemos visto que esto

es lo que ocurre con el mito en Sorel. En este caso, sin embargo, el único terreno que

hacía posible la emergencia del dualismo también desaparece.

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 En tercer lugar, finalmente, hemos visto que la unidad clasista de los

agentes sociales se fundaba, en el discurso de la Segunda Internacional,

en bases crecientemente débiles y que consistían en un juego de

espejos: la fragmentación económica no lograba constituir la unidad de

clase y reenviaba a la recomposición política; pero la recomposición

 política no podía fundar el carácter clasista necesario de los agentes

sociales.

Comparemos ahora este conjunto de grietas presentes en el dis-

curso teórico de la Segunda Internacional con los desajustes que el

concepto de hegemonía intentará suturar. Perry Anderson3 ha estudia-

do el surgimiento del concepto de hegemonía en la socialdemocracia

rusa —de ahí lo tomarán los teóricos del Komintern y, a través de ellos,

llegará a Gramsci— y las conclusiones de su estudio son claras: el

concepto de hegemonía viene a llenar un espacio dejado vacante por la

crisis de lo que, de acuerdo a los cánones del «etapismo» plejanoviano,

hubiera sido un desarrollo histórico normal. La hegemonización de

una tarea o de un conjunto de fuerzas políticas pertenece, por tanto, al

campo de la contingencia histórica. En la socialdemocracia europea el

 problema central había sido la dispersión de posiciones de la clase

obrera y el quebrantamiento de la unidad que la teoría marxista

 postulaba entre las mismas. El propio grado de madurez de la civiliza-

ción burguesa reflejaba su orden estructural en el interior de la clase

obrera y subvertía la unidad de esta última. Por el contrario, en el caso

de la teoría de la hegemonía tal como fuera formulada en el contexto

ruso, serán los límites de una civilización burguesa insuficientemente

3Cf. Perry Anderson, «The antinomies of Antonio Gramsci», New Left Review,

num. 100, pp. 15 ss.

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desarrollados los que obligarán a la clase obrera a salir de sí misma y a

asumir tareas que no le son propias. El problema residirá, por tanto, no

ya en asegurar la unidad de la clase, sino en cómo lograr dotar de un

máximo de eficacia política a sus luchas, en un terreno histórico en el

que la contingencia surgía de las debilidades estructurales de la

 burguesía para asumir sus propias tareas. [56]

Veamos cómo se estructuran los pasos que habrán de conducir al

surgimiento del concepto de hegemonía. En los escritos de Plejánov y

Axelrod, el término «hegemonía» es introducido para describir el

 proceso por el cual la impotencia de la burguesía rusa para llevar a

cabo las que hubieran sido sus tareas «normales» de lucha por la

libertad política, obligaba a la clase obrera a intervenir decisivamente

en la realización de las mismas. Hay, pues, una escisión entre la

naturaleza de clase de la tarea y el agente histórico que ha de llevarla a

cabo. Esta escisión crea un espacio de indeterminación cuyas dimen-

siones variarán considerablemente —serán mínimas en Plejánov y

máximas en Trotski—, pero que, en todo caso, constituyen el punto

crucial a partir del cual las orientaciones revolucionarias se dividen. La

Revolución rusa —la revolución «contra El Capita », según Gramsci—,

debió justificar su estrategia a través de una ampliación máxima del

espacio de indeterminación propio de la lucha hegemónica. Surge así la

oposición entre un interior necesario —correspondiente a las tareas de

clase en un desarrollo «normal»— y un exterior contingente —el

conjunto de tareas ajenas a la naturaleza de clase de los agentes

sociales, que éstos deben asumir en un momento determinado.

Las diferencias entre estos desajustes históricos respecto al para-

digma ortodoxo, y los que hemos encontrado en Europa occidental son

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notorias. Tal como en el caso de Europa occidental, el desajuste

 produce aquí un desplazamiento; pero mientras que en el primer caso

se trataba de un desplazamiento de niveles de lo económico a lo

 político en el interior de la misma clase, aquí el desplazamiento es

mucho mayor por cuanto tiene lugar entre clases diversas. En Europa

occidental —excepto en el caso del austromarxismo, en el que la

multiplicidad de situaciones nacionales era presentada, según vimos,

como desajuste de etapas — en todos los otros casos se trataba de la

disociación entre momentos estructurales de un paradigma sincrónico.

El pensamiento de la disociación no podía, por tanto, adoptar la forma

de una narración, como lo será en el caso de la socialdemocracia rusa.

Finalmente, en tanto que el desajuste y crisis del paradigma era, en los

otros casos, un fenómeno negativo, aquí es un fenómeno positivo: el

desajuste entre tareas burguesas y capacidad de la burguesía para

realizarlas es la pasarela hacia una toma del poder político por parte

del proletariado. Por eso mismo, en el caso europeo la conceptualiza-

ción de las formas del desajuste podía limitarse a las categorías negati-

vas de una transitoriedad y contingencia que era preciso vencer; en el

caso ruso, por el contrario, al ser [57]los desajustes coyunturas positi-

vas que permiten el avance de la clase obrera —una cierta forma que

ésta encuentra de infiltrarse en la historia— era preciso caracterizar de

algún modo el nuevo tipo de relación que se establecía entre la clase

obrera y aquellas tareas —ajenas a su naturaleza de clase— que ésta

debía asumir en un momento determinado. «Hegemonía» fue el

nombre dado a esta relación anómala.

Debemos ahora estudiar la especificidad de la relación hegemóni-

ca en el discurso de la socialdemocracia rusa. «Hegemonía», designa en

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él, más que una relación, un espacio dominado por la tensión entre dos

relaciones muy diferentes: a) la relación entre la tarea hegemonizada y

la clase que es su agente «natural», y b) la relación entre la tarea

hegemonizada y la clase que la hegemoniza. Si la coexistencia de ambas

relaciones bajo formas conceptuales imprecisas es suficiente para dar 

al término «hegemonía» un espacio referencial, la precisión de la

articulación lógica entre ambos es la condición sine qua non para

transformar a la hegemonía en una categoría teórica. Ahora bien, basta

observar ambas relaciones detenidamente para advertir que no se

articulan lógicamente en ningún punto.

En primer término, en ninguno de los análisis procedentes de la

socialdemocracia rusa las tareas burguesas de lucha contra el absolu-

tismo dejan de ser burguesas por el hecho de ser asumidas por el

 proletariado. La identidad de clase se constituye a partir de las relacio-

nes de producción; es allí, en el interior de esta estructura primaria,

donde surge para la ortodoxia el antagonismo entre clase obrera y

 burguesía. Pero esta estructura primar ia se organiza como una narra-

ción —la que podemos llamar  narración primera — ya que su movi-

miento es contradictorio y tiende a su autoeliminación. En la estructu-

ración de esta narración las leyes del desarrollo capitalista constituyen

la trama y las clases capitalista y proletaria los personajes, con sus

 papeles perfectamente asignados. Ahora bien, la nitidez de esta narra-

ción es empañada por la emergencia de una anomalía: la clase burgue-

sa no puede cumplir su papel y éste tiene que ser asumido por el otro

 personaje. Esto da lugar a una sustitución de papeles que podemos

llamar  narración segunda —en términos de Trotski, la revolución

 permanente. ¿Cuál es la relación estructural entre estas dos narracio-

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nes? Una breve ojeada a los textos del debate estratégico es suficiente

 para convencernos de que la articulación entre ambas se produce en un

campo teórico que está signado por la dominancia de la primera. Tres

consideraciones bastan para probar el punto: 1) el orden de aparición

de los personajes no es alterado por la se-[58]gunda narración: si la

 burguesía es incapaz de cumplir «sus» tareas, éstas pasan necesaria-

mente al proletariado —pero la necesidad de este pasaje sólo resulta

evidente si se asume la totalidad del esquema evolutivo constituido al

nivel de la primera narración. 2) La naturaleza de clase de las tareas no

depende del hecho de que ellas sean asumidas por una u otra clase

 —las tareas democráticas siguen siendo burguesas aun cuando su

agente histórico lo sea la clase obrera. 3) Finalmente, la identidad

misma de los agentes sociales está dictada por sus posiciones estructu-

rales en la narración primera. Es decir, que la relación entre ambas

narraciones es una relación desigual: las relaciones hegemónicas

 suplementan a las relaciones de clase. Usando una distinción de

Saussure, podríamos decir que las relaciones hegemónicas son siempre

hechos de parole, en tanto que las de clase son hechos de langue.

Es decir, que el sentido e identidad tanto de la tarea hegemoniza-

da como de sus agentes realizadores se fija enteramente en el interior 

de la relación a). Esto significa, por tanto, que la relación entre los dos

componentes de la relación b) sólo puede ser de exterioridad. ¿Qué es

una relación de exterioridad? Podemos considerarla bajo dos aspectos:

como relación de exterioridad y como relación de exterioridad. Respec-

to al primer aspecto no hay dificultad: la relación es de exterioridad si

la identidad de sus componentes se constituye enteramente fuera de la

relación. En cuanto al momento relacional, para que la relación sea de

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estricta exterioridad es preciso que se afirme a la vez la relación y la

imposibilidad de atribuir toda especificidad conceptual a la misma

(pues de no ser así, dicha especificidad se transformaría en un momen-

to estructuralmente definible; esto requeriría una teoría especial de las

formas de articulación entre este momento estructural y aquéllos otros

que constituyen a la clase como tal y, por tanto, la identidad de esta

última resultaría necesariamente modificada). Es decir, que la relación

de exterioridad sólo puede pensarse como contingencia pura. Pero con

esto encontramos reproducido en la teoría de la hegemonía, y por las

mismas razones que en el discurso de la Segunda Internacional, el

dualismo espúreo de este último. Las relaciones a) y b) no pueden

articularse de modo conceptual, simplemente porque la relación b)

carece de toda especificidad conceptual positiva y se reduce a ser un

campo de derivación contingente en las relaciones entre agentes

constituidos fuera de la misma. Pero, podría objetarse, ¡en la socialde-

mocracia rusa, de Plejánov y Axelrod a Lenin y Trotski hay una teoría

 positiva y crecientemente compleja de [59] la hegemonía! Esto es

verdad, pero no es una objeción a nuestro argumento, ya que dicha

 positividad y complejidad se refieren a la tipología de las situaciones

que permiten el surgimiento de relaciones hegemónicas entre las clases

y a la variedad de las relaciones entre grupos sociales que actúan en

una coyuntura determinada, pero la especificidad del vínculo hegemó-

nico como tal no es nunca discutida —o, más bien, hay un escamoteo

sutil por el que se la torna invisible.

Veamos de qué modo este escamoteo tiene lugar. Para esto es

conveniente examinar no tanto aquellos enfoques en los que las formas

«normales» del desarrollo dominan el curso histórico y en los que el

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momento hegemónico ocupa un lugar claramente marginal —tal es el

caso de Plejánov, para quien la intervención de la clase obrera se

reducía a ejercer presión sobre la burguesía para que ésta cumpliera

sus propias tareas; sino a aquellos otros enfoques en los que la transfe-

rencia hegemónica de las tareas constituye la trama misma de la

revolución —y en los que, por tanto, hacer invisible la especificidad del

vínculo hegemónico resulta comparativamente más difícil. En tal

sentido, los textos de Trotski, dado su extremo énfasis en las peculiari-

dades del desarrollo ruso respecto al desarrollo capitalista de Europa

occidental, son de una claridad ejemplar. Como es sabido, en un

conjunto de escritos publicados en los años inmediatamente anteriores

y posteriores a la Revolución rusa de 19054, Trotski defendía —frente a

la concepción menchevique del establecimiento de una república

 burguesa democrática a la caída del zarismo, y frente a la concepción

 bolchevique de un gobierno obrero y campesino que restringiera sus

reformas al marco democrático-burgués— la posibilidad de un

gobierno obrero que efectuara una transición directa al socialismo.

Esta posibilidad la derivaba de las peculiaridades del desarrollo

histórico ruso —debilidad de la burguesía y la civilización urbana;

crecimiento desmesurado del Estado como maquinaria militar y

 burocrát ica que se autonomizaba de las clases; inserción de formas de

capitalismo avanzado resultantes del «privilegio del atraso»; frescura

4 Acerca de la formulación inicial de la tesis de la revolución permanente por 

 part e de Trot sk i, véase A. Brossat, Aux origines de la révolution permanente: la pensée

du jeune Trotsky, París, 1974 [En los orígenes de la revolución permanente, Madrid,

Siglo XXI, 1976]; y Michael Lowy, The politics of combined and uneven development,

Londres, 1981, cap. 2.

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del proletariado ruso como consecuencia de la ausencia de tradiciones

que lo ligaran a una sociedad civil compleja, etc. En tales circunstan-

cias, la bur-[60]guesía había llegado muy tarde para asumir las tareas

históricas de lucha contra el absolutismo, y el proletariado pasaba a ser 

el agente fundamental en la realización de las mismas. Este desajuste

en el paradigma etapista y la consiguiente transferencia hegemónica

que habría de superarlo, eran, pues, el eje mismo de la teoría de la

revolución.

Aparentemente, no podría esperarse una centralidad mayor de la

relación hegemónica, ya que la posibilidad misma de la revolución

giraba en torno a ella. Observemos más de cerca, sin embargo, las

formas que asume esta centralidad en el discurso trotskista. En dos puntos capitales el análisis de Trotski se ve confrontado con la especi-

ficidad de relaciones sociales que parecen cuestionar el estricto reduc-

cionismo de clase —es decir, el carácter necesario de la relación a) — y

en ambos casos se niega a avanzar teóricamente en la determinación de

esa especificidad. El primero es el relativo a la correlación existente

entre debilidad estructural de la burguesía y papel excepcional desem- peñado por el Estado en la formación histórica de la sociedad rusa. Al

desafío teórico que le presenta el historiador bolchevique Pokrovski

 —quien desde un punto de vista burdamente economicista insiste en

que atribuir al Estado esa importancia implica desligarlo de sus bases

de clase—, Trotski no responde en absoluto con un análisis teórico

alternativo acerca de los grados relativos de autonomía del Estado enlas diversas formaciones sociales capitalistas, sino con una apelación al

verdor de la vida frente al gris de la teoría:

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[...] El pensamiento del camarada Pokrovski está encadenado por el vicio de

categorías sociales rígidas que él substituye a las fuerzas históricas vivas

[...]. Donde no hay «rasgos especiales» no hay historia, sino una especie de

geometría seudomaterialista. En lugar de estudiar la materia viva y cam-

 biante del desarrollo económico, se piensa que es suficiente señalar ciertos

síntomas externos y adaptarlos a unos pocos clichés preconcebidos [...]5. 

Con lo cual el rasgo especial constituido por la autonomización

del Estado respecto a las clases, tiene asignado desde el comienzo un

terreno que limita severamente sus efectos: se trata de circunstancias,

de algo perteneciente, por tanto, a un orden eminentemente factual,

que es susceptible de ser incorporado a un relato —de ahí el tono

 predominantemente narrativo del análisis de Trotski—, pero no de ser 

 precisado conceptualmente. [61]

Esto no sería necesariamente negativo en la medida en que todas

las determinaciones sociales fueran sometidas al mismo tratamiento.

En tal caso Trotski, para desarrollar su argumento, se vería obligado a

narrar, al nivel mismo de las especificidades rusas, los procesos por los

cuales la economía logra determinar en última instancia a las otrasrelaciones sociales. Pero esto no ocurre así; si hay una narración de las

«especificidades», los rasgos considerados comunes a toda formación

social capitalista no son sometidos a un tratamiento narrativo: que la

economía determina últimamente a los procesos históricos es algo que

se establece para Trotski a un nivel tan extrahistórico y de un modo tan

dogmático como en el caso de Pokrovski. Quedan así irremediablemen-te enfrentados un orden de las «esencias» y un orden de las «circuns-

5 L. Trotski, 1905,, Londres, 1971, pp. 333, 339.

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tancias». Y estos dos órdenes se reproducen en el interior mismo de los

agentes sociales: lo que en ellos es historizable se reduce a aquel

conjunto de rasgos que los desvía de un paradigma normal —la

debilidad de la burguesía en Rusia, la frescura de su proletariado,

etc.—; pero estos «rasgos especiales» se presentan tan sólo como

facilidades o dificultades empíricas en la prosecución de objetivos

clasistas preestablecidos al nivel de las «esencias». Esto se muestra

claramente en el segundo punto capital en el que el análisis de Trotski

toca los límites de la concepción reduccionista de las clases: en el

análisis de la hegemonía. Hay, según vimos —y esto se aplica también

al análisis de Trotski— un desdoblamiento entre el agente «natural» de

una tarea histórica y el agente concreto que lleva a cabo la misma. Pero

vimos también que la naturaleza de clase de una tarea no es cambiada

 por el hecho de este desdoblamiento en lo que respecta a su agente

realizador. Este último, por tanto, no se identifica con la tarea que

realiza; su relación con ella se mantiene al nivel de un cálculo circuns-

tancial —aun cuando se trata de «circunstancias» que pueden adquirir 

dimensiones epocales. El desdoblamiento de la tarea es un desdobla-

miento empírico que no afecta la naturaleza de aquélla; en cuanto al

agente, su conexión con la tarea es también empírica y crea las bases

 para la escisión permanente, desde el punto de vista de su identidad,

entre un «interior» y un «exterior». En ningún momento encontramos

en Trotski la idea de que la identidad democrática y antiabsolutista de

las masas constituya una posición específica de sujeto que las distintas

clases puedan articular y de que, al hacerlo, modifiquen también su

 propia naturaleza. Las tareas democráticas incumplidas son simple-

mente una pasarela para que la clase obrera avance hacia el logro de

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sus obje-[62]tivos estrictamente clasistas. Así se crean las condiciones

 para que la especificidad del vínculo hegemónico sea sistemáticamente

escamoteada, puesto que el carácter meramente factual o circunstan-

cial rechaza toda construcción conceptual de dicha especificidad; pero

se crean también las condiciones de invisibilidad de ese escamoteo, ya

que la inserción de la relación hegemónica en un relato de ajustes y

recomposiciones —en una sucesión que no puede ser subsumida bajo

el principio de repetición— parece dar un sentido a esa presencia

conceptualmente evanescente. La forma histórico-narrativa en que las

«especificidades» rusas nos son presentadas juega así un papel ambi-

guo: si por un lado las limita al campo de lo circunstancial, por el otro,

el hecho de que puedan ser pensadas, aun bajo la forma débil de un

relato, les da un principio de organización, una cierta presencia

discursiva. Presencia, por lo demás, sumamente efímera, ya que la saga

de la hegemonía concluye muy pronto: no hay especificidad que

asegure la supervivencia de un Estado soviético, ni para Lenin ni para

Trotski, sin una revolución socialista en Europa en la que las clases

obreras victoriosas de los países industriales avanzados vengan en

auxilio de los revolucionarios rusos. Aquí la «anormalidad» del des-

ajuste de etapas en Rusia viene a engarzarse con el desarrollo «normal»

de Occidente; lo que hemos llamado «narración segunda» se reintegra a

la «narración primera»; la «hegemonía» encuentra sus límites.

LA «ALIANZA DE CLASES»: ENTRE DEMOCRACIA

Y AUTORITARISMO

Esta concepción de la exterioridad del vínculo hegemónico respecto a

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la identidad clasista de los agentes no es privativa, desde luego, del

trotskismo, sino que caracteriza al conjunto de la tradición leninista.

Para el leninismo, la hegemonía es considerada como dirección política

en el seno de una alianza de clases. El carácter político del vínculo

hegemónico es fundamental, ya que este último se establece en un

terreno distinto de aquel en el que los agentes sociales se constituyen;

siendo el campo de las relaciones de producción el terreno específico

de constitución de las clases, la presencia de éstas en el campo político

sólo puede concebirse como representación de intereses. Las clases, a

través de sus partidos representativos se unen, bajo el liderazgo de una

de ellas, en una alianza contra el enemigo común. Pero esta unidad

circunstancial no afecta [63] la identidad de las clases componentes de

la alianza, identidad que es concebida bajo la forma de «intereses» que,

en última instancia, son estrictamente incompatibles («golpear juntos y

marchar separados»). La identidad de los agentes sociales, concebida

racionalísticamente bajo la forma de «intereses», y la transparencia de

los medios de representación respecto a lo representado, son las dos

condiciones que permiten fundar la exterioridad del vínculo hegemó-

nico. Esta exterioridad está en la base de las típicas situaciones paradó-

 jicas en las que el militante comunista habría de encontrarse: teniendo

con frecuencia que ser la vanguardia en la lucha por libertades demo-

cráticas con las que no podía identificarse, ya que él hubiera sido el

 primero en abolirías una vez superada la etapa «democrático-

 burguesa».

Es importante en este punto advertir la ambigüedad y los efectos

contradictorios que se derivan de esta nueva centralidad del concepto

de hegemonía en el discurso leninista. Por un lado el concepto se

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asocia, sin ninguna duda, a las tendencias más autoritarias y negativas

de la tradición leninista, en tanto que supone el establecimiento, a

 partir de diferenciaciones clasistas, de una clara separación entre

sectores dirigentes y dirigidos en el seno de las masas. (Esta separación

está ausente, evidentemente, en la estrategia de la ortodoxia kautskia-

na, en la medida en que hay una coincidencia completa entre dirección

 política y base social de un proceso revolucionario; es decir, en la

medida en que este proceso se verifica sin desajuste de etapas y, por 

tanto, sin el requerimiento de recomposiciones hegemónicas). Pero,

 por otro lado, la relación hegemónica supone una concepción de la

 política que es potencialmente más democrática que nada que haya-

mos encontrado en la tradición de la Segunda Internacional, ya que la

coexistencia en una misma coyuntura histórica de tareas y reivindica-

ciones que, de acuerdo al economicismo clasista hubieran debido

corresponder a etapas diferentes, conduce a aceptar la validez política

 presente de una pluralidad de antagonismos y puntos de ruptura y

evita la concentración exclusiva de la legitimidad revolucionaria en la

clase obrera. Surge así un desajuste estructural entre «masas» y «cla-

ses», ya que la línea que separa a aquéllas de los sectores dominantes

no se yuxtapone con la explotación de clase. El desarrollo desigual y

combinado es, por tanto, el terreno que permite al marxismo, por 

 primera vez, complejizar su concepción acerca de la naturaleza de las

luchas sociales.

¿A qué se debe, pues, la paradoja de que, en el mismo momento

en que se amplía la dimensión democrática de la lucha [64] de masas se

afirme una concepción crecientemente antidemocrática y vanguardista

de la práctica política socialista? Simplemente, a que el privilegio

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ontológico acordado a la clase obrera por el marxismo ha sido transfe-

rido de la base social a la dirección política del movimiento de masas.

En la concepción leninista, la clase obrera y su vanguardia no trans-

forman su identidad de clase fusionándola con la pluralidad de reivin-

dicaciones democráticas que las prácticas hegemónicas recomponen

 políticamente, sino que consideran a estas últimas como etapas, como

 pasos necesarios pero transitorios en la prosecución de sus propios

objetivos clasistas. En tales condiciones, las relaciones entre «vanguar-

dia» y «masas» no pueden sino tener un carácter predominantemente

externo y manipulatorio. De ahí que —en la misma medida en que se

diversifican las reivindicaciones democráticas y se complejiza el

terreno en que la lucha de masas tiene lugar— la vanguardia, en tanto

que continúa identificándose con los «intereses objetivos de la clase

obrera», debe incrementar crecientemente el hiato entre su identidad y

la de los sectores que intenta dirigir. La propia expansión del potencial

democrático del movimiento de masas da lugar, en una concepción

estrechamente clasista, a una práctica crecientemente autoritaria de la

 política. Si la democratización de la lucha de masas depende de la

 proliferación de puntos de ruptura que desborden los límites de clase,

el autoritarismo político surge a partir del momento en que, para

fundar el carácter hegemónico necesario de la clase, se establece una

distinción entre dirigentes y dirigidos en el seno de los movimientos de

masas. Si esta distinción se fundara en la mayor capacidad de ciertos

sectores para organizarse en la lucha por objetivos con los que el

conjunto del movimiento se identifica, las consecuencias no serían

necesariamente autoritarias; pero la distinción, según vimos, se plantea

en términos muy distintos: se plantea en términos de un saber,, por 

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 parte de un sector, acerca del movimiento subyacente de la historia y

acerca, por tanto, del carácter temporario de las reivindicaciones que

unifican, en el presente, al conjunto de las masas. La centralidad

atribuida a la clase obrera no es una centralidad práctic ; es una

centralidad ontológica, sede a su vez de un privilegio epistemológico:

en su calidad de clase «universal» el proletariado —o más bien su

 partido— es el depositario de la ciencia. En este punto, la escisión

entre la identidad de la clase y la identidad de las masas pasa a ser 

 permanente. La posibilidad  de este giro autoritario estaba, de algún

modo, presente desde la constitución misma de la ortodoxia marxista;

es decir, desde el mo-[65]mento en que un actor limitado —la clase

obrera— era elevado al rango de «clase universal». Si ninguno de los

teóricos de la Segunda Internacional avanzó en esta dirección autorita-

ria es porque para ellos la centralidad política de la clase obrera había

de coincidir con la proletarización de los otros estratos sociales y no

había lugar, por tanto, para una escisión entre clase y masas. Pero

 bastó que surgiera la posibilidad de concebir la toma del poder como

un acto de masas más amplias que la clase obrera, y que se mantuviera,

sin embargo, en los términos clásicos, el principio de la centralidad

 política de esta última, para que el giro autoritar io fuera inevitable.

Unamos, en este punto, varios eslabones de nuestro argumento.

Podemos ahora ver con más claridad por qué la tensión entre las dos

relaciones que cubría el concepto de hegemonía —la relación entre la

tarea hegemonizada y la clase que la hegemoniza, y la relación entre la

tarea hegemonizada y la clase que es su agente «natural»— no podía

ser nunca resuelta en una articulación conceptual efectiva: porque la

condición del mantenimiento de la unidad e identidad de la clase en el

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terreno del etapismo economicista —el único terreno que la pueda

constituir en «clase universal»— era que las tareas hegemonizadas no

transformaran la identidad de la clase hegemónica, sino que establecie-

ra entre ambas una relación meramente externa y factual. Y la única

forma de asegurar el carácter externo de esta relación era que, en lo

que respecta a la naturaleza de la tarea hegemonizada, se soldara el

vínculo que la ligaba a la clase que constituía su agente «natural». El

campo de las relaciones hegemónicas era, pues, un campo de discursos

esencialmente pragmáticos. (De ahí que todas las novedades termino-

lógicas que el leninismo y el Komintern introducen en el marxismo

 pertenezcan al vocabulario militar —alianza, táctica, línea estratégica,

tantos pasos para adelante y tantos para atrás, etc.—, pero que no haya

ninguna que se refiera a la estructuración misma de las relaciones

sociales, como aquéllas que Gramsci habrá de introducir: bloque

histórico, Estado integral, etc.—, al intentar ir, precisamente, más allá

de la concepción leninista de la hegemonía.) Ahora bien, esta tensión

existente entre las dos relaciones que el concepto de hegemonía cubre

no es distinta de lo que hemos caracterizado como ambigüedad entre

una práctica democrática y una práctica autoritaria de la hegemonía,

ya que el carácter externo y manipulatorio de la relación entre una

clase hegemónica y una tarea o reivindicación democrática sólo puede

existir en la medida en que se suelda el lazo que une a esta última con

una clase [66] diferente y con una etapa necesaria en el interior de un

 paradigma evolucionista. Por el contrario , el potencial democrático

sólo puede ser desarrollado en la medida en que ese lazo se quiebra y

desaparecen, por tanto, las condiciones que permitían la emergencia de

una rígida separación entre dirigentes y dirigidos en el seno de las

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masas. Debemos plantearnos, pues, en este punto, las condiciones de

una práctica democrática y de una práctica autoritaria de la hegemonía

que permitan superar, en una dirección o en otra, la ambigüedad

inicial.

 Práctica democrática

Según señalamos, el campo de la recomposición hegemónica es,

 potencialmente, un campo de profundización y expansión de la prácti-

ca política socialista. Sin hegemonía, la práctica socialista sólo puede

concentrarse en las reivindicaciones e intereses de la clase obrera; por 

el contrario, en la medida en que el desajuste de etapas obliga a la clase

obrera a actuar en un terreno de masas, ella debe abandonar su ghetto

clasista y transformarse en el articulador de una multiplicidad de

antagonismos y reivindicaciones que la desbordan. Pero está claro, por 

todo lo que hemos dicho, que la profundización de una práctica

democrática de masas que eluda la manipulación vanguardista y

rompa con el carácter externo de la relación entre hegemonía clasista y

tareas democráticas, sólo puede verificarse en la medida en que se

rechace el carácter clasista necesario de estas últimas y se renuncie

radicalmente el etapismo. En esa medida, al romper con la fijación de

las tareas democráticas a una etapa burguesa, se elimina el obstáculo a

una relación permanente entre democracia y socialismo. Cuatro

consecuencias fundamentales se siguen de esto. Primero, la propia

identidad de las clases es transformada por las tareas hegemónicas que

ellas asumen: la rígida línea demarcatoria entre lo interno y lo externo

ha caído. Segundo, en la medida en que las demandas democráticas

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 pierden su carácter necesario de clase, el campo de la hegemonía deja

de ser una maximización de efectos fundado en un juego suma-cero

entre las clases; por tanto, la concepción de una «alianza de clases» es

claramente insuficiente, ya que la hegemonía supone la construcción

de la propia identidad de los agentes sociales y no la coincidencia

racionalista entre agentes preconstituidos. Tercero, el campo de la

 política no puede ser ya más considerado como «representación de

intereses», dado [67] que la supuesta representación modifica también

la naturaleza de lo que es representado. (En realidad, la noción misma

de representación como transparencia pasa a ser insostenible. Lo que

está aquí puesto en cuestión es, en verdad, el propio modelo ba-

se/superestructura). Finalmente, en la medida en que la identidad de

los agentes sociales deja de estar referida exclusivamente a su inserción

en las relaciones de producción y pasa a ser el resultado de la articula-

ción precaria entre varias posiciones de sujeto, es la identificación

misma entre agentes sociales y clases lo que esta implícitamente

cuestionado.

 Práctica autoritaria

Aquí las condiciones son las opuestas. Es necesario fijar  a priori el

sentido clasista de cada reivindicación o tarea. Hay demandas burgue-

sas democráticas, demandas pequeñoburguesas, etcétera, y su progre-

sividad relativa se establece a través de un cálculo político que analiza

toda coyuntura en términos del modelo tradicional de las etapas y de

las alteraciones introducidas por su combinación desigual. Obviamen-

te, la separación entre tareas hegemónicas de la clase obrera e identi-

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dad clasista de esta última es completa. La concepción militar domina

el conjunto de los cálculos estratégicos. Pero, desde luego, la identifica-

ción de la clase obrera real con sus «intereses históricos» está lejos de

ser completa; en esta medida, la disociación entre la materialidad de la

clase y la instancia política en la que se concentra su «verdadera

identidad» se torna permanente. Del ¿Quéhacer? de Lenin a la bolche-

vización de los partidos comunistas bajo el Komintern, esta línea

demarcatoria es sometida a un enrigidecimiento progresivo, que se

refleja en el creciente giro autoritario de la política comunista. Es

importante precisar qué es lo que hace ese giro inevitable. No preten-

demos negar la necesidad de la mediación política en la determinación

socialista de la clase obrera; ni, mucho menos, oponer a la misma un

obrerismo que se funde en una mítica determinación socialista espon-

tánea de la clase. Pero lo decisivo es cómo se concibe la naturaleza de

ese vínculo político; y es evidente que el leninismo no intenta construir 

a través de la lucha una identidad de masas no predeterminada por 

ninguna ley necesaria de la historia. Por el contrario, sostiene que hay

un «para sí» de la clase al cual sólo tiene acceso la vanguardia esclare-

cida —que, por tanto, tiene una actitud meramente pedagógica respec-

to a [68] la clase obrera. Es en este entrecruzamiento entre ciencia y

 política donde está la raíz de la política autoritar ia—. A partir de él no

hay ningún problema, desde luego, en considerar al partido como

representante de la clase —bien entendido: no de la clase de carne y

hueso, sino de esa entelequia constituida por sus «intereses históri-

cos»—. Mientras que la práctica democrática de la hegemonía conduce

a poner crecientemente en cuestión la transparencia del proceso de

representación, la práctica autoritaria ha sentado las bases para

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transformar a la relación de representación en el mecanismo político

fundamental. Una vez que toda relación política es concebida como

relación de representación, se crean las bases para un sustitutivismo

infinito que procede de la clase al partido (representación de los

intereses objetivos del proletariado) y del partido al Estado soviético

(representación de los intereses del movimiento comunista a nivel

mundial). Una concepción marcial de la lucha de clases se cierra así en

una épica escatológica. (Las raíces de esta transferencia de la unidad de

la clase a la esfera política se remontan, según hemos visto, a la orto-

doxia de la Segunda Internacional. Como para el kautskismo, esta

constitutividad del momento político no implica para el leninismo

atribuir un papel preponderante a las superestructuras, ya que el

 privilegio acordado al partido no es «topográfico», sino «epistemológi-

co»: no se funda en la eficacia del nivel político en la construcción de

las relaciones sociales, sino en el monopolio de la cientificidad por 

 parte de una determinada perspectiva de clase y en la consiguiente

superación, al nivel de la teoría, de la escisión entre tendencias visibles

del capitalismo y sentido subyacente de su evolución. La diferencia

entre el kautskismo y el leninismo es que para el primero la escisión es

 puramente temporaria e interior a la clase, y el proceso de su supera-

ción está inscrito en las tendencias endógenas de la acumulación

capitalista; en tanto que para el leninismo la escisión es el terreno de

un desajuste estructural entre «clase» y «masas» que define las condi-

ciones permanentes de la lucha política en la era imperalista).

Este último punto es decisivo: las tareas hegemónicas son cada vez

más centrales en la estrategia comunista en la medida en que están

dictadas por las condiciones mismas de desarrollo del sistema capitalis-

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ta mundial. Para Lenin la economía mundial no es un simple dato

económico, sino una realidad política: es una cadena imperialista. Y en

ella los punto de ruptura no se producen en los eslabones más avanza-

dos desde el punto de vista de la contradicción entre fuerzas producti-

vas y relaciones de producción, sino en aquéllos en que se ha acumulado

un [69] mayor número de contradicciones, en que se ha fundido en una

unidad ruptural un mayor número de aquellas tendencias y antagonis-

mos que, para una perspectiva ortodoxa, pertenecen a estadios muy

diversos6. Pero esto significa que el proceso revolucionario sólo puede

concebirse como articulación política de elementos disímiles: no hay

revolución sin una complejización social exterior al antagonismo entre

las clases; o, en otros términos, no hay revolución sin hegemonía. Y este

momento de articulación política pasa a ser cada vez más fundamental

en la medida en que en el estadio del capitalismo monopolista se asiste a

una disolución creciente de las viejas solidaridades y a una politización

general de las relaciones sociales. Lenin percibe claramente la transición

a una nueva política burguesa de masas —que él bautiza como Lloyd

6 «[...] No hay milagros en la naturaleza o en la historia pero cada abrupto giro en

la historia, y esto se aplica a toda revolución, presenta tal riqueza de contenidos,

despliega tan inesperadas y específicas combinaciones de formas de lucha y alinea-

mientos de fuerzas opuestas, que para la mente profana hay mucho que debe aparecer 

como milagroso [...]. Que la revolución haya triunfado tan rápidamente y —apa-

rentemente, a la primera mirada superficial— tan radicalmente, es sólo debido al hecho

de que, en una situación extremadamente única, corrientes absolutamente divergentes,

intereses de clase absolutamente heterogéneos, tendencias políticas y sociales absolu-

tamente contrarias se han fusionado de un modo sorprendentemente armonioso [...].»Lenin, Letters from Afar, «First letter, the first Stage of the first revolution», Collected 

Works, vol. 23, pp. 297, 302. [«Cartas desde lejos. Primera carta. La primera etapa de la

 primera revolución», en Obras escogidas, Madrid, Akal, volumen 2, 1975].

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Georgismo7 — que está transformando profundamente la arena históri-

ca en la que [70] tiene lugar la lucha de clases. Esta posibilidad de

articulaciones insospechadas —que alteran las identidades sociales y

 políticas permisibles e incluso pensables dentro de la lógica del etapis-

mo clásico— disuelve cada vez más la obviedad de las categorías de este

último. Trotski habrá de sacar las consecuencias del proceso: según él, el

desarrollo desigual y combinado es la condición histórica de las luchas

sociales en nuestro tiempo. Esto sólo puede significar la incesante

expansión de las tareas hegemónicas respecto a las puramente clasistas,

cuyo terreno se estrecha como una piel de zapa. Pero en estas condicio-

nes, si no hay proceso histórico que no implique una combinación

«heterodoxa» de elementos, ¿qué es un desarrollo normal?

7 «[...] La mecánica de la democracia política trabaja en la misma dirección. Nada

en nuestros tiempos puede hacerse sin elecciones; nada puede hacerse sin las masas. Y

en esta era de imprenta y parlamentarismo es imposible ganar la adhesión de las masas

sin un sistema ampliamente ramificado, sistemáticamente dirigido y bien equipado de

adulaciones, mentiras, fraudes, ejercitando malabarismos con expresiones populares y

de moda, y prometiendo a derecha y a izquierda toda clase de reformas y bendiciones a

los obreros —en la medida en que éstos renuncien a la lucha revolucionaria por el

derrocamiento de la burguesía. Yo llamaré a este sistema Lloyd-Georgismo, por el

ministro inglés Lloyd George, uno de los principales y más hábiles representantes de

este sistema en el país clásico del "partido laborista burgués". Un manipulador burgués

de primera clase, un astuto político, un orador popular que puede pronunciar todos los

discursos que se quieran, incluso revolucionarios, a una audiencia obrera, y un hombre

que es capaz de obtener considerables sobornos para los trabajadores dóciles bajo la

forma de reformas sociales (seguros, etc.). Lloyd George sirve a la burguesía espléndi-

damente, y la sirve precisamente entre los trabajadores, proporciona su influencia precisamente al proletariado, donde la burguesía más lo necesita y donde encuentra

más difícil sujetar moralmente a [70] las masas [...].» Lenin, «Imperialism and the split

of socialism», Collected Works, vol. 23, pp. 117-8.

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El discurso comunista, crecientemente dominado por el carácter 

hegemónico que debía adquirir toda iniciativa política en el nuevo

terreno histórico de la era imperialista, había de oscilar contradicto-

riamente entre lo que hemos llamado práctica democrática y práctica

autoritaria de la hegemonía. En los años veinte el etapismo economi-

cista domina ampliamente, y el alejamiento de las perspectivas revolu-

cionarias conduce a un enrigidecimiento de las líneas de clase. Siendo

la revolución europea concebida en términos exclusivos de una centra-

lidad obrera, y considerándose a los partidos comunistas como repre-

sentantes de los «intereses históricos» de la clase, la única función de

aquéllos era la de mantener viva la conciencia revolucionaria del

 proletariado frente a las tendencias socialdemócratas a la integración;

esto significaba que en los períodos de «estabilización relativa» había

que mantener aún con mayor intransigencia la barrera de clase. De ahí

la consigna de bolchevización de los partidos comunistas a partir de

1924. Zinoviev planteaba en estos términos el sentido y objetivo de la

 bolchevización:

[...] Bolchevización significa firme voluntad de luchar por la hegemonía del proletariado, significa odio ardiente por la burguesía, por los jefes contrarre-

volucionarios de la socialdemocracia, por el centrismo y los centristas, por 

los semicentristas y por los pacifistas, por todos los abortos de la ideología

 burguesa [...] Bolchevización es el marxismo en acción, es dedicación a la

idea de la dictadura del proletariado, a la idea del leninismo [... ]8. [71]

8 Pyatyi vsemirnyi Komunistischekogo Internatsionala. 17iuniya-8 iuliya 1924 g.

Stenograficheskiiotchet , Moscú-Leningrado, 1925, I, pp. 482-3, Citado en M. Hajek, «La

 bolscevizzazione dei par tit i comunist i» , en E. J. Ho bsbawm et al. (comp.), Storia, Turin,

1980, vol. 3, p. 468.

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Como la reanudación del proceso revolucionario había de ser 

consecuencia necesaria de una agudización de la crisis económica, la

 periodización política estaba calcada sobre la económica, y la única

tarea de los partidos comunistas en los períodos de estabilización era

la de acumular fuerzas en términos de una identidad integralmente

clasista y rupturista que, a la llegada de la crisis, había de abrir las

 perspectivas de una nueva iniciativa revolucionaria. (Característica-

mente, la política de «frente único» sería interpretada como frente

único desde la base, y como ocasión de desenmascarar a los jefes

socialdemócratas). En estas condiciones, la concepción manipuladora

de la relación con otras fuerzas sociales y políticas no podía sino

 prevalecer.

La ruptura con esta concepción reduccionista y manipulatoria

 —o más bien los comienzos de una ruptura, ya que la misma nunca fue

realmente superada en la tradición comunista— se liga a la experiencia

del fascismo y al ciclo de las revoluciones anticoloniales. En el primer 

caso, la crisis del Estado liberal-democrático y el surgimiento de

ideologías popular-radicales de derecha conduce a poner en cuestión

el carácter burgués de los derechos y libertades democráticos; al mismo

tiempo, la lucha antifascista crea una subjetividad popular y democrá-

tica de masas que es posible fusionar con una identidad socialista. En

términos de nuestro análisis anterior, comienza a disolverse el vínculo

que une la tarea hegemonizada a la clase que, según el etapismo,

constituía su agente natural, y pasa a ser posible fusionar a aquélla con

la identidad de la clase hegemónica. La hegemonía es concebida, en

esta nueva perspectiva, como la reconstrucción democrática de la

nación en torno a un nuevo núcleo de clase. La experiencia de las

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diversas resistencias nacionales contra la ocupación nazi habría de

reforzar luego esta tendencia. Este es el cambio que tiene lugar en la

 política comunista a parti r del VII Congreso del Komintern y del

informe Dimitrov, en el que se abandona formalmente la línea estraté-

gica de «clase contra clase» del tercer período y se inicia la política de

los frentes populares9. Se deja aquí implícitamente atrás la concepción

de la hegemonía como simple y externa alianza de clases, y se pasa a

concebir a la democracia como terreno común que no se deja absorber 

 por ningún sector social específico. En estas condiciones, la posibilidad

de mantener una estricta separación entre tareas hegemónicas e [72]

identidad clasista resulta cada vez más difícil. Una transformación del

vocabulario político acompaña a este cambio estratégico: fórmulas que

van desde la «nueva democracia» de Mao hasta la «democracia progre-

siva» o las «tareas nacionales de la clase obrera» de Togliatti intentan

ubicarse en este terreno —difícil de definir teóricamente en términos

de los parámetros marxistas, en la medida en que lo «popular» y lo

«democrático» son realidades tangibles al nivel de la lucha de masas,

 pero imposibles de adscribir en términos de una estricta pertenencia

de clase. En cuanto a las revoluciones del mundo periférico, en la

medida en que tuvieron lugar bajo liderazgo comunista, nos enfrentan

con un fenómeno similar: de China a Vietnam o Cuba, la identidad

 popular de masas es distinta y más amplia que la identidad de clase. La

escisión estructural entre «masas» y «clase», que habíamos visto

insinuarse desde el comienzo mismo de la tradición leninista, ha

 producido aquí la totalidad de sus efectos.

9Cf. E. Laclau, Politics and ideology in marxist theory, Londres, 1977, pp. 138 ss.

[Política e ideología en la teoría marxista, Madrid, Siglo XXI, 3.a ed., 1986].

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El discurso comunista se ve confrontado en este punto por dos

series de problemas: la primera se refiere a la forma de caracterizar esa

 pluralidad de antagonismos que surgen en un terreno de masas

concebido como distinto del de las clases; la segunda, a la posibilidad

de mantener el carácter estrictamente proletario de la fuerza hegemó-

nica, una vez que ésta ha incorporado a su identidad las reivindicacio-

nes democráticas de las masas. Respecto a lo primero, la línea domi-

nante consistió en la implementación de un conjunto de estrategias

discursivas a través de las cuales, si bien se permanecía formalmente

en el terreno clasista, el tipo de relación que se establecía entre las

clases desbordaba el carácter específicamente clasista de estas últimas.

Consideremos, por ejemplo, el uso de la enumeración en los discursos

comunistas. Enumerar no es nunca una operación inocente, sino que

implica importantes desplazamientos de sentido. La enumeración

comunista tiene lugar en el interior de un espacio dicotómico que

establece el antagonismo entre sectores dominantes y sectores, popula-

res; y la identidad de unos y otros se construye sobre la base de enume-

rar los sectores de clase que los constituyen. Del lado de los sectores

 populares se incluirá, por ejemplo, a la clase obrera, al campesinado, a

la pequeña burguesía, a las fracciones progresistas de la burguesía

nacional, etc. Ahora bien, esta enumeración no se limita a afirmar la

 presencia separada y literal de ciertas clases y fracciones de clase en el

 polo popular; sino que afirma, además, la equivalencia entre todos

estos sectores desde el punto de vista de su enfrentamiento común con

el polo dominante. Una rela-[73]ción de equivalencia no es una rela

ción de identidad entre objetos. La equivalencia no es nunca tautológi-

ca, ya que la sustituibilidad que ella establece entre ciertos objetos sólo

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es válida para determinadas posiciones en el interior de un contexto

estructural dado. En tal sentido, la equivalencia desplaza la identidad

que la funda, de los objetos mismos a los contextos de su aparición o

 presencia. Pero esto significa que la identidad del objeto en la relación

de equivalencia está escindida: por un lado conserva su propio sentido

«literal»; por el otro simboliza la posición contextual respecto a la cual

es un elemento sustituible. Esto es exactamente lo que ocurre en la

enumeración comunista: desde el punto de vista estrictamente clasista

no hay identidad alguna entre los distintos sectores del polo popular,

ya que cada uno de ellos tiene intereses diferenciados e incluso anta-

gónicos; pero la relación de equivalencia que se establece entre ellos, en

el contexto de su oposición al polo dominante, construye una posición

discursiva «popular» diferente e irreductible a las posiciones de clase.

En los discursos marxistas de la Segunda Internacional no había

enumeraciones equivalentes. Para Kautsky, cada sector de clase

ocupaba un lugar diferencial específico en la lógica del desarrollo

capitalista; uno de los rasgos constitutivos del marxismo había sido,

 precisamente, la disolución del «pueblo» en tanto categoría amorfa e

imprecisa y la reducción de todo antagonismo social a una confronta-

ción de clases que se agotaba en su propia literalidad, sin ningún

reenvío equivalencial. En cuanto al discurso del «desarrollo desigual y

combinado», hemos visto que los desajustes de etapas y las recomposi-

ciones hegemónicas eran tan sólo pensadas como un movimiento más

complejo entre las clases, cuyo carácter factual daba lugar a una

narración de las excepcionalidades, pero no a una conceptualización de

las especificidades. Es en Rosa Luxemburgo donde se está más cerca de

un desdoblamiento simbólico-equivalencial que subvierta el sentido

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literal de toda lucha concreta; pero, según hemos visto, el carácter 

necesariamente clasista que ella atribuye al agente social resultante,

 pone un límite rígido a la lógica expansiva de las equivalencias. Por el

contrario, es en las prácticas enumerativas de los frentes populares

donde, tímidamente al comienzo, el «pueblo», ese agente central de las

luchas políticas y sociales del siglo XIX, vuelve a reemerger en el campo

de la discursividad marxista.

Resulta claro en lo que llevamos dicho que la condición de emer-

gencia del «pueblo» como agente político en el discurso comunista ha

sido la relación de equivalencia entre las clases, [74] que desdobla la

identidad de estas últimas y que, a través de este desdoblamiento,

constituye una polarización de nuevo tipo. Ahora bien, este proceso

tiene lugar íntegramente en el campo de las prácticas hegemónicas. La

enumeración comunista no es la constatación de una situación de

hecho, sino que tiene un carácter performativo; la unidad de un

conjunto de sectores no es un dato: es un proyecto de construcción

 política. Hegemonizar a un conjunto de sectores no es, por tanto, un

simple acuerdo coyuntural o momentáneo; es construir una relación

estructuralmente nueva y, según hemos visto, diferente de la relación

de clases. Esto nos muestra que el concepto de «alianza de clases» es

totalmente insuficiente para caracterizar a la relación hegemónica, ya

que reducir esta última a aquél tiene tan poco sentido como pretender 

describir un edificio adicionando la descripción de todos los ladrillos

que lo componen. Pero la relación de equivalencia, por su misma lógica

interna, no puede limitarse a mostrar su presencia a través de la

sustituibilidad ocasional de sus términos; a una cierta altura debe dar 

lugar a la emergencia de un equivalente general, en el que cristalice

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simbólicamente la relación en cuanto tal. Así es como surgen, en el

caso político que estamos analizando, símbolos nacional-populares o

 popular-democráticos que consti tuyen posiciones de sujeto distintas

de las de clase; a partir de este punto, la relación hegemónica pierde

definitivamente su carácter factual o episódico y pasa a ser un compo-

nente estable de toda formación político-discursiva. En tal sentido, los

análisis de Mao acerca de la contradicción, si bien son de un valor 

filosófico que es próximo a cero, tienen el gran mérito de haber presen-

tado al campo de las luchas sociales como una proliferación de contra-

dicciones, no todas ellas reconducibles al principio de clase.

La otra serie de problemas con la que el discurso comunista había

de enfrentarse es la de cómo mantener la identidad clasista del sector 

hegemónico. Formulada en sus términos más generales, la cuestión es

la siguiente: si en la nueva concepción la hegemonía transforma la

identidad del sector hegemónico, y si la condición de las luchas socia-

les en la era imperialista implica que éstas tienen lugar en un terreno

crecientemente complejo y dominado por prácticas recompositivas,

¿no implica esto que la identidad clasista de los sujetos hegemónicos

está puesta en cuestión? ¿En qué medida podemos seguir hablando de

un núcleo de clase como principio articulador de las distintas posicio-

nes de sujeto? Dos respuestas —o, mejor dicho, dos vías hacia una

respuesta— son aquí posibles, que dependen fi-[75]nalmente de las

dos concepciones (democrática y autoritaria) de la hegemonía que

antes describiéramos. Para una de ellas, que caracterizó al grueso de la

tradición comunista, la solución se encuentra en la extensión ad 

nauseam del modelo de la representación. Cada instancia es la repre-

sentación de otra, hasta llegar a un último núcleo de clase que, presun-

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tamente, da sentido a toda la serie. Está claro que esta respuesta niega

toda opacidad o espesor a las relaciones políticas, que son el escenario

desnudo en el que personajes constituidos fuera de ellas —las clases— 

libran su lucha. Además, la clase que es así representada no puede ser 

sino la clase «para sí», la perspectiva finalística que se encarna en la

cosmovisión «científica» del partido; es decir, el agente ontológicamen-

te privilegiado. Así se elimina todo problema concreto acerca de la

forma en que la representación se ejerce. La otra respuesta consiste en

sustituir el principio de representación por el de articulación; es decir,

en aceptar tanto la diversidad estructural de las diversas relaciones en

que los agentes sociales están inmersos, como el hecho de que el grado

de unificación que pueda existir entre las mismas no es la expresión de

una esencia común subyacente, sino la resultante de una lucha y

construcción políticas. En tal sentido, que la clase obrera como agente

hegemónico sea el sector que haya logrado articular en torno a sí una

variedad de luchas y reivindicaciones democráticas, no depende de

ningún privilegio estructural apriorístico, sino de una iniciativa

 política en las que la clase se ha empeñado. En tal caso, el sujeto

hegemónico es un sujeto de clase sólo en el sentido de que es a partir 

de posiciones de clase que se ha articulado prácticamente una cierta

formación hegemónica. Pero, en ese caso, se trata evidentemente de los

obreros concretos y no de esa entelequia constituida por sus «intereses

históricos». En el mundo de la Tercera Internacional hubo un sólo

 pensador en quien esta concepción de la política y de la hegemonía

como articulación —con todos sus límites y ambigüedades— encontró

una expresión teóricamente madura. Nos referimos, desde luego, a

Antonio Gramsci.

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LA DIVISORIA DE AGUAS GRAMSCIANA

La especificidad del pensamiento gramsciano suele ser presentada de

dos modos distintos y aparentemente contradictorios. Una primera

lectura ve en él a un teórico eminentemente ita-[76]liano, cuyas

innovaciones conceptuales están relacionadas con las particulares

condiciones de atraso de la Italia de su tiempo: fracaso del proyectorisorgimentalista de constituir un Estado nacional unificado; fuerte

división regional entre un norte industrial y un Mezzogiorno agrario;

falta de integración de las masas católicas a la vida política del país

como consecuencia de la cuestión vaticana; desarrollo insuficiente y

contradictorio del capitalismo, etc. En suma, Gramsci habría sido un

teórico original y un estratega político del «desarrollo desigual», perosus conceptos serían, escasamente relevantes para las condiciones de

un capitalismo maduro. Una segunda concepción, por el contrario,

hace de él un teórico de la revolución en Occidente10, cuya visión

estratégica estaría fundada en la comprensión de la complejidad de las

civilizaciones industriales avanzadas y de la densidad que adquieren en

ellas las relaciones sociales y políticas. Uno de sus intérpretes llega al punto de ver en él un teórico de la reestructuración del capitalismo

subsiguiente a la crisis mundial de 1929 y de la complejización de la

lucha de masas que la acompañó, en el contexto de un entrecruzamien-

to cada vez mayor de política y economía11. En realidad, la innovación

10Cf. especialmente Ch. Buci-Glucksmann, Gramsci etl'Etat , París, 1975 [Gramsci

 y el Estado,, Madrid, Siglo XXI, 1978].11 B. de Giovanni, «Lenin and Gramsci. State, politics and party», en Ch. Mouffe,

Gramsci and marxist theory, Londres, 1979, pp. 259-288. Para una crítica de la concep-

ción de Giovanni, véase la introducción de Ch. Mouffe a ese volumen.

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teórica de Gramsci se ubica en un plano más general, que hace posibles

 —y parcialmente válidas— esas dos lecturas. Lo que hay en Gramsci de

radicalmente nuevo es una ampliación, mayor que en cualquier otro

teórico de su tiempo, del terreno atribuido a la recomposición política

y a la hegemonía, a la vez que una teorización de la naturaleza der 

vínculo hegemónico que va claramente más allá de la categoría leninis-

ta de «alianza de clases». Las categorías gramscianas resultaban

crecientemente aplicables en la medida en que las condiciones de la

lucha política, tanto en los países industriales avanzados como en los

de la periferia del mundo capitalista, se alejaban cada vez más de las

imaginadas por el etapismo ortodoxo; pero esto significa que la

relevancia del gramscismo ha de buscarse al nivel de la teoría general

del marxismo y no en su dependencia de contextos históricos o geográ-

ficos determinados.

El punto de partida fue, sin embargo, un enfoque estrictamente

leninista. En Notas sobre la cuestión meridional (1926), [77] el primer 

texto gramsciano en el que el concepto de hegemonía es empleado, se

afirma:

[... ] El proletariado puede llegar a ser la clase dirigente y dominante en la

medida en que logre crear un sistema de alianzas que le permita movilizar a

la mayoría de la población trabajadora contra el capitalismo y el Estado

 burgués. En Italia, dadas las reales relaciones de clase que allí existen, esto

significa: en la medida en que logre ganar el consentimiento de las amplias

masas campesinas [...]12

.

12 A. Gramsci, «Notes on the southern question», en Selections from political wri-

tings, 1921-26, edición y traducción de Q. Hoare, Londres, 1978, p. 443 [«Algunos temas

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La condición para afirmar este papel dirigente es que la clase

obrera no permanezca encerrada en la defensa estrecha de sus inter-

eses corporativos, sino que se abra en la defensa de los intereses de

otros sectores. Pero se trata todavía de una mera lógica de intereses de

sectores sociales preconstituidos, que es perfectamente compatible con

la concepción de una alianza de clases. Como en Lenin, el liderazgo es

aún meramente político y no «intelectual y moral».

Es en este movimiento del plano «político» al plano «intelectual y

moral» donde se opera la transición decisiva hacia un concepto de

hegemonía que va más allá de la «alianza de clases». Porque si un

liderazgo político puede establecerse sobre la base de una coincidencia

coyuntural de intereses que mantenga separada la identidad de los

sectores intervinientes, un liderazgo intelectual y moral supone que

hay un conjunto de «ideas» o «valores» que son compartidos por varios

sectores —en nuestra terminología, que ciertas posiciones de sujeto

corten transversalmente a varios sectores de clase. Un liderazgo

intelectual y moral constituye para Gramsci una síntesis más alta, una

«voluntad colectiva» que, a través de la ideología, pasa a ser el cemento

orgánico unificador de un «bloque histórico». Todos estos son concep-

tos nuevos que producen un efecto de desplazamiento respecto a la

óptica leninista: la especificidad relacional del vínculo hegemónico ya

no es escamoteada, sino que pasa a ser plenamente visible y teorizada.

Una serie nueva de relaciones entre los grupos, que escapan a su

ubicación estructural en el esquema evolutivo y relacional economicis-

ta, es definida conceptualmente, a la vez que se señala el terreno

de la cuestión meridional», en Manuel Sacristán, comp., Antonio Gramsci. Antología,

México, Siglo XXI, 1970].

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 preciso de su constitución, que es el de la ideología. [78]

Todo depende, pues, de cómo se conciba a la ideología13. Aquí

Gramsci lleva a cabo dos nuevos y fundamentales desplazamientos

respecto a la problemática clásica. El primero es su concepción acerca

de la materialidad de la ideología. La ideología no se identifica para

Gramsci con un «sistema de ideas» o con la falsa conciencia de los

actores sociales, sino que es un todo orgánico y relacional, encarnado

en aparatos e instituciones que suelda en torno a ciertos principios

articulatorios básicos la unidad de un bloque histórico. Se cierra con

esto la posibilidad de una lectura «superestructuralista» de lo ideológi-

co. En verdad, a través del concepto de bloque histórico y de la ideolo-

gía como cemento orgánico que lo unifica, se introduce una nuevacategoría totalizante que supera la antigua distinción base/superes-

tructura. Pero esto no es suficiente, sin embargo, ya que él liderazgo

moral o intelectual podría ser entendido como inculcación ideológica

de un conjunto de sectores subordinados por parte de la clase hegemó-

nica. En tal caso, no habría posiciones de sujeto que cortaran transver-

salmente a las clases, ya que aquellas que parecieran hacerlo pertene-rían en realidad a la clase dominante y su presencia en los otros

sectores sólo podría entenderse como fenómeno de falsa conciencia.

Pero este es el punto en el que Gramsci introduce su tercero y más

importante desplazamiento: la ruptura con la problemática reduccio-

13 Con respecto a la relación entre hegemonía, ideología y Estado en Gramsci,

véase Ch. Mouffe, «Hegemony and ideology in Gramsci», en Gramsci and Marxist 

theory, pp. 168-204; ibid., «Hegemony and the Integral State in Gramsci: towards a new

concept of politics», en G. Bridges y R. Brunt (comps.), Silver linings: some strategies for 

the eighties, Londres, 1981.

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nista de la ideología. Ni los sujetos políticos son para Gramsci «clases»

 —en el sentido estricto del término—, sino «voluntades colectivas»

complejas; ni los elementos ideológicos articulados por la clase hege-

mónica tienen una pertenencia de clase necesaria. Respecto al primer 

 punto la posición de Gramsci es clara: la voluntad colectiva resulta de

la articulación político-ideológica de fuerzas históricas dispersas y

fragmentadas. «[...] De esto podemos deducir la importancia del

"aspecto cultural", incluso en la actividad (colectiva) práctica. Un acto

histórico sólo puede ser llevado a cabo por el "hombre colectivo", y

esto presupone el logro de una unidad "cultural-social" a través de la

cual una multiplicidad de voluntades dispersas, con objetivos hetero-

géneos, son soldadas en torno a [79] un único objetivo sobre la base de

una común e igual concepción del mundo [...]»14. 

 Nada más distante de este «hombre colectivo», «soldado en torno

a un único objetivo», que la alianza leninista de clases. Con respecto al

segundo punto, está igualmente claro que para Gramsci la ideología

orgánica no representa una visión puramente clasista y cerrada del

mundo, sino que está constituida sobre la base de elementos que,

considerados en sí mismos, no tienen una pertenencia de clase necesa-

ria. Considérense los dos pasajes siguientes que son, al respecto,

fundamentales.

[... ] Lo que importa es la crítica a la que tal complejo ideológico es sometido

 por los primeros representantes de una nueva fase histórica. Esta crítica

hace posible un proceso de diferenciación y cambio en el peso relativo que

los elementos de las viejas ideologías poseían. Lo que previamente era

14 A. Gramsci, Quaderni dal carcere, ed. V. Gerratana, Turin, 1975, vol. 2, p. 349

[Cartas desde la cárcel, Madrid, Cuadernos para el Diálogo, 1975].

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secundario y subordinado, o incluso incidental, es ahora considerado

 primario —pasa a ser el núcleo de un nuevo complejo ideológico y teórico.

La vieja voluntad colectiva se disuelve en sus elementos contradictorios

desde que aquellos (elementos) subordinados se desarrollan socialmente

[...] ¿Cómo, por otro lado, debe ser formada esta conciencia teórica,

 propuesta como conciencia autónoma? Cada elemento impuesto ¿tendrá

que ser repudiado a priori? Tendrá que ser repudiado en la medida en que

es impuesto, pero no en sí mismo; es decir, que será necesario darle una

nueva forma que es específica del grupo dado [...]16. 

Vemos, pues, el punto capital que distingue a Gramsci de otras

 posiciones antieconomicistas elaboradas en el seno del movimientocomunista de aquellos años, como las de Lukács y Korsch. En el caso de

estos últimos había también un redimensionamiento del campo

clásicamente atribuido a las superestructuras, pero esto ocurría en el

marco de una perspectiva reduccionista de clase, que identificaba al

sujeto revolucionario con la clase obrera, y en la cual la hegemonía en

el sentido gramsciano de «articulación» resultaba estrictamenteimpensable. Una vez que esta última ha sido introducida, las condicio-

nes que posibilitan el dualismo que habíamos visto emerger en el

discurso de la Segunda Internacional y reproducirse en es-[80]cala

ampliada en el de la Tercera, aparecen radicalmente subvertidas. Por 

un lado, la contingencia histórica parece haberse expandido más

ampliamente en el campo de las relaciones sociales que en cualquiera

15Ibid, p. 1058.

16 Ibid, vol. 3, p. 1875.

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de los discursos anteriores, ya que los elementos sociales han perdido

la conexión esencial que los constituía en momentos del paradigma

etapista, y su sentido mismo depende de articulaciones hegemónicas

cuyo éxito no está garantizado por ninguna ley de la historia. En

términos de nuestro análisis anterior, los distintos «elementos» o

«tareas» carecen de toda identidad al margen de su relación con la

fuerza que los hegemoniza. Pero, por otro lado, estas mismas formas

de articulación precaria comienzan a recibir nombres, a ser pensadas

teóricamente, y se incorporan a la propia identidad de los agentes. Esto

explica la importancia atribuida por Gramsci a lo nacional-popular y la

elaboración de un concepto tal como el de «Estado integral», en el que

el sector dominante, a través de la práctica de la hegemonía, modifica

su propia naturaleza e identidad: para Gramsci una clase no toma el 

 poder  del Estado, sino que deviene Estado. Aparentemente están

reunidas aquí todas las condiciones para lo que hemos llamado prácti-

ca democrática de la hegemonía.

Y, sin embargo, el conjunto de la construcción gramsciana reposa

sobre una concepción finalmente incoherente, que no logra superar 

 plenamente el dualismo del marxismo clásico. Porque, para Gramsci,

incluso si los diversos elementos sociales tienen una identidad tan sólo

relacional, lograda a través de la acción de prácticas articulatorias,

tiene que haber siempre un principio unificante en toda formación

hegemónica, y éste debe ser referido a una clase fundamental. Con lo

cual vemos que hay dos principios del orden social —la unicidad del

 principio unificante y su carácter necesario de clase— que no son el

resultado contingente de la lucha hegemónica, sino el marco estructu-

ral necesario dentro del cual toda lucha hegemónica tiene lugar. Es

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decir, que la hegemonía de la clase no es enteramente práctica y

resultante de la lucha, sino que tiene en su última instancia un funda-

mento ontológico. La infraestructura no asigna a la clase obrera su

victoria, sino que ésta depende de su capacidad de liderazgo hegemó-

nico; pero a una falla en la hegemonía obrera sólo puede responder 

una reconstitución de la hegemonía burguesa. La lucha política sigue

siendo, finalmente, un juego suma-cero entre las clases. Este es el

último núcleo esencialista que continúa presente en el pensamiento de

Gramsci, y que pone en él un límite a la lógica deconstructiva de la

hegemonía. Pero afirmar que la hegemonía [81] debe siempre respon-

der a una clase económica fundamental no es sólo volver a afirmar la

determinación en última instancia por la economía; es también afirmar 

que, en la medida en que esta última constituye un límite infranquea-

 ble a las posibilidades de recomposición hegemónica de la sociedad, la

lógica de constitución del espacio económico no es ella misma el

resultado de la intervención de prácticas hegemónicas. Aquí el prejui-

cio naturalista que ve en la economía un espacio homogéneo, unificado

 por leyes necesarias, vuelve a resurgir con toda su fuerza.

Esta ambigüedad fundamental se ve con claridad en la concep-

ción gramsciana de «guerra de posición». Es conveniente recordar la

función que las metáforas militares jugaban en el discurso marxista

clásico. No es exagerado decir que la concepción marxista de la políti-

ca, de Kautsky a Lenin, reposa sobre un imaginario que depende en

gran medida de Clausewitz17. El principal efecto que estas metáforas

17 Véanse los ensayos contenidos en el volumen Clausewitz en el pensamiento

marxista, México, 1979, especialmente el trabajo de Clemente Ancona, «La influencia de

 De la guerra de Clausewitz en el pensamiento marxista de Marx a Lenin», pp. 7-38.

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ejercían es lo que podemos llamar un efecto de segregación, ya que

concebir las relaciones con otras fuerzas sociales como relaciones

militares implica mantener siempre separada de ellas la propia identi-

dad. De la «guerra de desgaste» de Kautsky al extremo militarismo de

la bolchevización de los partidos comunistas y de la línea de «clase

contra clase», el establecimiento de esta estricta línea divisoria era

considerado como condición misma de la política —«política» para

esta concepción era, simplemente, uno de los terrenos de la lucha de

clases. Pero para Gramsci la «guerra de posición» es, por el contrario,

la progresiva disgregación de una civilización y la construcción de otra

en torno a un nuevo núcleo de clase. La identidad de los contrincantes,

 por tanto, lejos de estar fijada desde un comienzo, cambia constante-

mente en el proceso. Está claro que esto tiene poco que ver con una

«guerra de posición» en el sentido estrictamente militar, ya que esta

última no consiste en un pasaje continuo de fuerzas adversarias a las

 propias filas: la metáfora militar se metaforiza aquí en la dirección

opuesta. Si en el leninismo había una militarización de la política, en el

caso de Gramsci hay una desmilitarización de la guerra18. Y, sin embar-

go, esta transición a [82] una concepción no militar de la políticaencuentra un límite, precisamente en el punto en que se afirma que el

núcleo de clase de la nueva hegemonía —y también, desde luego, de la

Estos ensayos se refieren más, sin embargo, a la relación entre guerra y política que a la

metaforización política de los conceptos militares.

18 En un sentido literal, que incluye a las mismas confrontaciones armadas. De

Mao en adelante la «guerra popular» es concebida como un [82] proceso de constitu-

ción de una «voluntad colectiva» de masas, en la que los aspectos militares estaban

subordinados a los políticos. La «guerra de posición», por consiguiente, trasciende la

alternativa lucha armada, lucha pacífica.

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antigua— se mantiene constante a través de todo el proceso. En ese

sentido hay un elemento de continuidad en el enfrentamiento, y la

metáfora de los dos ejércitos en lucha puede mantener parte de su

 productividad.

El pensamiento de Gramsci aparece, pues, suspendido en torno a

una ambigüedad básica en torno al status de la clase obrera que lo

conduce, finalmente, a una posición contradictoria: por un lado la

centralidad política de la clase obrera depende de su salir fuera de sí,

del transformar su propia identidad articulando a la misma una

 pluralidad de luchas y reivindicaciones democráticas —tiene, por 

tanto, un carácter histórico— contingente; pero, por otro lado, parecie-

ra que ese papel articulador le estuviera asignado por la infraestructura

 —con lo que pasaría a tener un carácter necesario. Es imposible evitar 

la impresión de que el pasaje de una concepción esencialista y morfo-

lógica á la Labriola, a otra historicista radical19 no se ha verificado

coherentemente.

En todo caso, si comparamos el pensamiento de Gramsci con las

diversas tendencias del marxismo clásico de la Segunda Internacional,la novedad radical que introduce su concepción de la hegemonía

19 Althusser ha asimilado erróneamente el «historicismo absoluto» gramsciano a

las otras formas de «izquierdismo» de los años veinte, tales como los trabajos de Lukács

y Korsch. Hemos argumentado en otro lado (véase E. Laclau, «Togliatti and politics»,

 Politics and Power, 2, Londres, 1980, pp. 251-258) que esta asimilación se funda en un

malentendido, en la medida en que lo que Gramsci llama «historicismo absoluto» es

 prec isa me nte el radical rechazo de todo esencial ismo y de toda teleología ap riori st ica, yes por consiguiente incompatible con la noción de «falsa conciencia». Con respecto a la

especificidad de la intervención de Gramsci en este punto, véase C. Buci-Glucksmann,

ob. cit.

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resulta evidente. Kautsky20 formulaba después de la guerra una con-

cepción democrática de la transición al socialismo que usaba como

contramodelo la experiencia bolchevique —responsable, a sus ojos, de

 prácticas dictatoriales que eran inevitables en la medida en que se

intentara efectuar una [83] transición al socialismo en condiciones de

atraso tales como las rusas. Pero la alternativa que planteaba era una

espera a que las míticas leyes del desarrollo capitalista simplificaran

los antagonismos sociales y crearan las condiciones para una desapari-

ción del desajuste entre «masas» y «clases» y, por tanto, para una

coincidencia objetiva que borrara toda posible escisión entre dirigentes

y dirigidos. La teoría gramsciana de la hegemonía acepta, por el

contrario, la complejidad social como condición misma de la lucha

 política, y a través de los tres desplazamientos que verifica respecto a la

«doctrina de clases» leninista sienta las bases para una práctica demo-

crática de la política, compatible con una pluralidad de sujetos históri-

cos21. 

20 Un estudio adecuado de las posiciones adoptadas por Kautsky después de la

guerra, particularmente en lo que respecta a la revolución de Octubre, puede encontrar-se en A. Bergounioux y B. Manin, La social-democratie ou le compromis, Paris, 1979,

 pp. 73-104.

21 Esto es lo que hace tan inconvincente la crítica formulada por M. Salvadori

(«Gramsci and the PCI: two conceptions of hegemony», en Ch. Mouffe (comp.), Gramsci

and Marxist theory, pp. 237-258) a los teóricos del Partido Comunista Italiano. De

acuerdo a su crítica, el Eurocomunismo no podría legítimamente apelar a la tradición

gramsciana corno fuente de su estrategia democrática, porque el pensamiento deGramsci continúa atribuyendo una importancia esencial al momento de la ruptura y de

la toma del poder. Gramsci constituiría, así, el momento más alto de un leninismo

adaptado a las condiciones de Europa occidental. No hay duda de que para Gramsci la

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Respecto a Bernstein, Gramsci comparte con él la afirmación del

 primado de la política y la aceptación de una pluralidad de luchas y

reivindicaciones democráticas que no pueden reducirse a una mera

 pertenencia de clase. Pero su pensamiento diverge del de Bernstein, en

tanto que para este último esas luchas y reivindicaciones permanecen

separadas y se unifican sólo episódicamente a través de la acción de

una general del progreso. Para Gramsci, por el contrario, no hay

 Entwicklung ; el sentido de las luchas depende de su articulación

hegemónica, y su progresividad —desde el punto de vista socialista— 

no aparece garantizada de antemano. La historia, por tanto, no es vista

como un continum ascendente de reformas democráticas, sino como

una serie discontinua de formaciones hegemónicas o bloques históri-

cos. En términos de una distinción que planteáramos anteriormente,

Gramsci podría compartir [84] con Bernstein su «revisionismo», pero

ciertamente no su «gradualismo».

Finalmente, en lo que respecta a Sorel, la situación es más com-

 pleja. La concepción soreliana de «bloc» y «mito» rompe, sin duda, más

radicalmente que la de Gramsci con la concepción esencialista de unamorfología subyacente de la historia. Desde este punto de vista, pero

«guerra de posición» es meramente un preludio a la «guerra de movimiento»; sin

embargo, esto no justifica hablar de un «leninismo estructural» en Gramsci. Esto sólo se

 just if ica ría si la al ternat iva reforma-revolución, vía pac if ica- vía violenta , fuera la sola

distinción relevante; pero, como hemos visto, la totalidad del pensamiento gramsciano

se mueve en la dirección de restar importancia y eliminar el carácter absoluto de estaalternativa. En aspectos más importantes, ni la concepción gramsciana de la subjetivi-

dad política, ni su forma de conceptualizar los vínculos hegemónicos, es compatible

con la teoría leninista de la «alianza de clases».

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sólo desde éste, la noción de bloque histórico de Gramsci representa un

retroceso. Pero, por otro lado, la perspectiva de Gramsci implica un

claro avance respecto a Sorel, por cuanto la teoría de la hegemonía

como articulación supone la idea de una pluralidaddemocrática, en

tanto que el mito soreliano estaba simplemente destinado a recrear la

unidad de la clase, y sus sucesivas versiones trataban siempre de

asegurar una línea de partición radical en el seno de la sociedad y

nunca de construir, a través de un proceso de reagregación hegemóni-

ca, un nuevo Estado integral. La idea de una «guerra de posición» es

radicalmente extraña a la perspectiva soreliana.

LA SOCIALDEMOCRACIA: ENTRE ESTANCAMIENTO

Y PLANISMO

El vacío teórico y político que el giro hacia una política hegemónica

intentaba colmar está también presente en la práctica de los partidos

socialdemócratas durante la primera posguerra. Aquí el desajuste entre

las tareas estrictamente clasistas y las nuevas tareas políticas que el

movimiento debía afrontar adoptó una forma característica: la de unacontradicción entre el limitado elenco de propuestas y demandas que

 brotaban del movimiento obrero, y la diversidad y complejidad de los

 problemas políticos con los que la socialdemocracia —literalmente

arrojada en el poder como resultado de la crisis de la posguerra— se

veía confrontada. Era una nueva y peculiar forma de desarrollo «des-

igual y combinado», que sólo podía producir efectos políticos parali-

zantes en fuerzas sociales que habían puesto todas sus apuestas en el

desarrollo progresivo de las fuerzas productivas —el cual sólo había de

conducirlas al poder cuando hubieran madurado las «condiciones

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objetivas». La mentalidad estrechamente clasista de los partidos

socialdemócratas había de producir aquí todas sus consecuencias

negativas. Esto se ve, en primer término, en la escasa capacidad de los

 partidos socialdemócratas de hegemonizar la amplia varie-[85]dad de

reivindicaciones y antagonismos resultantes de la crisis posbélica.

[... ] Desde fin de siglo hasta el fin de la primera guerra mundial, el movimientosocialista europeo, bajo su ropaje de partido revolucionario, era, pues, un

mero instrumento del sindicalismo. Su actividad real se restringía a los

 problemas sindicales, su acción constructiva a cuestiones de salarios y horas,

seguridad social, problemas de tarifas, y cuanto más, a la reforma electoral. La

lucha contra el militarismo y la prevención de la guerra, pese a su importan-

cia, era «incidental» respecto al trabajo principal del partido [...]22. 

Y esta mentalidad había de dominar el conjunto de la actividad

socialdemócrata entre el fin de la guerra y la Gran Depresión. En

Alemania, por ejemplo, la mayor parte de los decretos del Consejo

Socialista de Comisarios del Pueblo, a partir de noviembre de 1918, se

refirieron casi exclusivamente a reivindicaciones sindicales y a refor-

mas del sistema de sufragio, sin que existiera intento alguno por 

afrontar problemas políticos y económicos fundamentales. Esta

estrecha mentalidad clasista habría de reflejarse no sólo en la incapaci-

dad de encarar serias transformaciones económicas en una dirección

socialista, sino también en la ausencia total de una política de demo-

cratización radical en aquellas sociedades en las que los socialdemó-

cratas accedieron al gobierno. La mentalidad clasista —reformista o

22 A. Sturmthal, The tragedy of European Labour, 1918-1939, Londres, 1944. Este

temprano trabajo es un intento altamente penetrante de establecer una relación entre

los límites de la política socialdemócrata y la mentalidad corporativa de los sindicatos.

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revolucionaria, poco importa— cerraba el camino a la construcción de

una voluntad colectiva que articulara una variedad de reivindicaciones

y antagonismos democráticos en un nuevo bloque hegemónico-

 popular. Ni el Ejército ni la burocracia fueron sometidos a reforma

alguna y, en lo que respecta a la política exterior, los gobiernos social-

demócratas —y, más aún, los ministros socialistas cuando participa-

 ban en gabinetes dominados mayoritariamente por otras fuerzas— se

limitaron a seguir las tendencias dominantes sin elaborar ninguna

 política alternativa.

En el campo estrictamente económico, la política dominante de las

socialdemocracias fue la de las nacionalizaciones (llamadas «socializa-

ciones»). En Der WegZum Sozialismus23, Otto Bauer proponía una serie

escalonada de nacionalizaciones que [86] serían acompañadas de la

gestión democrática de las empresas. Proyectos de nacionalización

surgieron en varios países y en algunos de ellos, como Alemania, Gran

Bretaña y Suecia, se formaron comisiones para estudiar planes de

socialización. Pero nada resultó de esto. «[... ] Si bien los socialdemócra-

tas formaron o participaron en gobiernos en varios países, los resulta-

dos globales de los primeros intentos de socialización fueron nulos: con

la excepción de la industria francesa de armamentos en 1936, ni una sola

compañía fue nacionalizada en Europa occidental por un gobierno

socialdemócrata en todo el período de entreguerras [...]»24. A partir del

fiasco de las socializaciones, la socialdemocracia no tuvo el menor 

 proyecto económico alternativo hasta la Gran Depresión.

23 Viena, 1919.

24 A. Przeworski, «Social democracy as a historical phenomenon», New Left Re-

view, num. 122, julio-agosto de 1980, p. 48.

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Las razones de este fracaso son varias, pero pueden reconducirse

finalmente a dos que son fundamentales. La primera es la ausencia de

todo proyecto hegemónico: habiendo renunciado a todo intento de

articular un vasto frente de luchas democráticas, y aspirando a repre-

sentar pura y simplemente los intereses obreros, la socialdemocracia

era impotente para alterar la lógica social y política de los aparatos del

Estado. Y en este punto una opción surgía claramente: o bien participar 

en gabinetes burgueses para obtener un máximo de medidas sociales

que favorecieran a los sectores obreros; o bien entrar en una oposición

que redoblaba su impotencia. La naturaleza de mero grupo de presión

de los intereses sindicales que caracterizaba a la socialdemocracia

imponía casi siempre la primera alternativa.

Pero hay una segunda razón que explica la parálisis de la social-

democracia respecto a la posibilidad de todo cambio estructural, y es la

 persistencia del economicismo de la Segunda Internacional, la idea de

que la economía constituye un espacio homogéneo dominado por leyes

necesarias y que no es susceptible de regulaciones conscientes. A.

Sturmthal comenta perceptivamente:

[...] Paradójicamente, la tradición radical marxista, todavía viva en

Hermann Müller y otros líderes de derecha, incrementaba su testarudo

apoyo al laissez-faire. La creencia en que «el capitalismo no puede ser 

reformado» era parte del credo marxista, concebido en los comienzos del

 partido socialista como medio de separarlo de todos los movimientos de

reforma de clase media. Se suponía que el capitalismo seguía sus propias

leyes; sólo una revolución socialista [...] permitiría eliminar todas las malas

consecuencias del [87] viejo sistema. La implicación obvia de esta teoría era

la creencia en los métodos revolucionarios más que en los democráticos,

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 pero incluso cuando el movimiento socialista aceptaba la democracia, él no

abandonaba completamente la ideología básica de su teoría originaria. El

gobierno capitalista tenía que ser administrado, de acuerdo con esta visión,

dentro del marco tradicional de la economía capitalista [...]. Así Hermann

Müller tenía el apoyo de los radicales, que por lo demás desconfiaban de él

 profundamente [...]25. 

Fue la Gran Depresión la que obligó a modificar esta perspectiva y

dio, a la vez, una nueva base para redefinir la política socialdemócrata.

El «planismo» de los años treinta fue la primera expresión del nuevo

tipo de actitud. La recepción del keynesianismo, si condujo por un lado

a establecer una nueva alternativa económica basada en el Welfare

State, permitió, por el otro, atribuir una dimensión «universalista» a

los intereses obreros, ya que una política de altos salarios, a través de

su contribución a la expansión de la demanda agregada, se tornaba un

estímulo para el crecimiento económico26. 

Pero el planismo, en su momento de apogeo, tal como fuera for-

mulado en las obras de su principal exponente Henri de Man27, fue

mucho más que una simple propuesta económica: fue un intento deredefinir los objetivos del movimiento socialista en una nueva versión,

radicalmente antieconomicista. Todos los elementos que hemos visto

emerger en la crisis de la concepción economicista y reduccionista del

marxismo están presentes en De Man: la crítica a la visión racionalista

de la subjetividad, fundada en «intereses» económicos —fue uno de los

25 A. Sturmthal, ob. cit., pp. 39-40.

26 A. Przeworski, «Social democracy», p. 52.

27 Cf. en particular  Au-delà du marxisme, 1927; y L'idée socialiste, 1933.

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 primeros socialistas en estudiar seriamente el psicoanálisis—; la crítica

al reduccionismo clasista y la afirmación de la necesidad de construir un

 bloque da masas más amplio que la clase obrera; la necesidad de

 plantear al socialismo como alternativa nacional, como reconstrucción

orgánica de la nación sobre una nueva base; el requerimiento de un

mito —en el sentido soreliano— que aglutinara a los distintos compo-

nentes de una voluntad colectiva socialista. El «Plan» no era, por tanto,

un simple instrumento económico; era el eje mismo de reconstitución

de un bloque histórico que permitiera combatir la declinación de la

sociedad burguesa y contrarrestar el avance del fascismo. (La orienta-

ción profascista que De Man personalmente siguió con posterioridad a

1938, y la evolución similar de [88] Marcel Déat y los neosocialistas en

Francia, no debe hacernos olvidar lo que el planismo significó como

esfuerzo real por permitir al socialismo retomar la iniciativa política en

el clima social transformado de la posguerra y la depresión. Muchos de

sus temas pasaron a ser patrimonio común de la socialdemocracia

 posterior a 1945 —especialmente sus aspectos económico-tecno-

cráticos; en tanto que sus atisbos más radicales y renovadores tendieron

en gran medida a ser desechados).

Es instructivo a este respecto advertir una ambigüedad que ha si-

do con frecuencia señalada28 y que está en el centro de los límites de la

 política socialdemócrata en la segunda posguerra. Para los sustentado-

res de izquierda del planismo, el proyecto era establecer un sistema de

economía mixta en el que el sector capitalista iría desapareciendogradualmente; era, pues, una vía de transición al socialismo. Para una

28 Véase, por ejemplo, A. Bergounioux y B. Manin , ob. cit., pp. 118-120.

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segunda versión de tipo tecnocrático se trataba tan sólo, por el contra-

rio, de establecer un área de intervención estatal que corrigiera — 

especialmente a través del manejo del crédito— los desajustes propios

de la evolución capitalista. Los términos de esta alternativa nos hacen

ver de modo particularmente nítido el terreno común en el que está

construida: tanto en sus versiones de izquierda como de derecha se

trata de alternativas de política económica, en tanto que el proyecto de

una democratización radical y la construcción de una nueva voluntad

colectiva, o bien están ausentes o bien ocupan un lugar marginal. La

razón de esta ausencia hay que buscarla, antes de 1945, en el clasismo

inveterado de los movimientos socialdemócratas, que excluía todo

intento de articulación hegemónica. Posteriormente a 1945 —con la

instauración del Welfare State — el clasismo de la socialdemocracia se

relaja considerablemente, pero no en la dirección de un proceso de

democratización sino acompañando, simplemente, la expansión de un

Estado keynesiano en el que los intereses de los distintos sectores ya no

se recortan según nítidas líneas de clase. La socialdemocracia, en tal

sentido, pasa a ser una alternativa político-económica en el interior de

una cierta forma de Estado, no una alternativa radical a dicha forma.

(Con esto no nos referimos, desde luego, a una alternativa «revolucio-

naría» que pase por el derrocamiento violento del Estado existente,

sino a una profundización y articulación de una variedad de antago-

nismos tanto dentro del Estado como de la sociedad civil que permitan

establecer una «guerra de posición» respecto a las formas hegemónicas

dominantes.) El resultado de esta ausencia de [89] alternativas hege-

mónicas había de reducir a la socialdemocracia a una mezcla de

relación pragmática privilegiada con los sindicatos y de propuestas

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económicas tecnocráticas —más o menos de izquierda, pero que en

todo caso hacían depender todo de soluciones implementadas al nivel

del Estado. Esta es la raíz de la absurda concepción según la cual el

grado de «izquierdismo» de un programa se mide por el número de

empresas que se propone nacionalizar.

EL ÚLTIMO REDUCTO DEL ESENCIALISMO:

LA ECONOMÍA

 Nuestro análisis anterior puede ser visto desde dos perspectivas

diferentes pero que son, en rigor, complementarias. Desde un primer 

 punto de vista; el cuadro que hemos presentado es el de un proceso de

escisiones y fragmentaciones a través del cual se verifica la disgrega-

ción del paradigma ortodoxo. Pero el espacio que ocupaba ese para-

digma no queda vacío; es por eso que, desde un segundo punto de

vista, el mismo proceso puede ser visto como la emergencia y expan-

sión de la nueva lógica articulatoria y recompositiva de la hegemonía.

Sin embargo, hemos visto que esta expansión encontraba un límite. Ya

se considere a la clase obrera como líder político de una alianza de

clases (Lenin), o como núcleo articulador de un bloque histórico

(Gramsci), su identidad fundamental se constituye en un terreno

distinto de aquél en el que las prácticas hegemónicas operan. Hay así

un umbral que ninguna de las concepciones estratégico-hegemónicas

traspasa. En consecuencia, al mantener la validez del paradigma

economicista en una cierta instancia —última pero decisiva, ya que

constituye el sustrato racional de la historia— se le atribuye una

necesidad que sólo deja lugar para pensar las articulaciones hegemóni-

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cas como simple contingencia. Y este último sustrato racional, que da

sentido tendencial a los procesos históricos, tiene una ubicación

específica en la topografía de lo social: en el nivel económico.

Pero el nivel económico debe reunir tres condiciones muy especí-

ficas para jugar ese papel de constitutividad respecto a los sujetos de la

 práctica hegemónica. En primer término, sus leyes de movimiento

deben ser estrictamente endógenas y excluir toda indeterminación

resultante de intervenciones externas (políticas, por ejemplo, ya que de

lo contrario la función constituyente no podría referirse con exclusivi-

dad a la economía). En segundo término, la unidad y homogeneidad de

los agentes so-[90]ciales constituidos al nivel económico debe resultar 

de las propias leyes de movimiento de ese nivel (está excluida toda

fragmentación y dispersión de posiciones que requiera una instancia

recompositiva externa a la propia economía). En tercer término, la

 posición de estos agentes en las relaciones de producción debe dotarlos

de «intereses históricos»; es decir, que la presencia de dichos agentes a

otros niveles sociales —ya sea a través de mecanismos de «representa-

ción» o de «articulación»— debe ser finalmente explicada a partir de

intereses económicos. Estos últimos, por tanto, no están limitados a

una esfera social determinada, sino que son el punto de anclaje de una

 perspectiva globalizante acerca de la sociedad.

Incluso las tendencias marxistas que más lucharon para superar 

el economicismo y el reduccionismo siguieron, de una u otra forma,

manteniendo la concepción esencialista acerca de la estructuración del

espacio económico que acabamos de describir. A partir de aquí la

discusión entre tendencias economicistas y antieconomicistas dentro

del marxismo se redujo necesariamente a una cuestión secundaria: al

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 peso relativo que debe atribuirse a las superestructuras en la determi-

nación de los procesos históricos. Pero aún la más «superestructuralis-

ta» de las concepciones continuó manteniendo una visión naturalista

de la economía —aun cuando tratara de limitar el área de sus efectos—.

Es este último reducto del esencialismo ortodoxo el que atacaremos en

el resto de este capítulo, intentando mostrar, a través de ciertos debates

contemporáneos, que el espacio mismo de la economía se esructura

como espacio político y que en él, tanto como en los otros niveles de la

sociedad, operan plenamente las que hemos caracterizado como

 prácticas hegemónicas. Antes de comenzar esta tarea es necesario, sin

embargo, distinguir dos problemas muy distintos pero que con fre-

cuencia se han confundido en la crítica al economicismo: el primero es

el referido a la naturaleza y constitución del espacio económico; el

segundo, que no tiene relación alguna con el primero, se refiere al peso

relativo del espacio económico en la determinación de los espacios

sociales externos al mismo. El primero es el problema decisivo, y el que

constituye el terreno de un corte radical con los paradigmas esencialis-

tas. El segundo, por razones que intentaremos aclarar en este libro, es

una cuestión imposible de determinar al nivel de una teorización

general de lo social. (En rigor, una afirmación como la siguiente: «lo

que acontece a todos los niveles de la sociedad en una cierta coyuntura

está absolutamente determinado por lo que acontece a ni-[91]vel de la

economía», no es lógicamente incompatible con una respuesta antie-

conomicista a nuestra primera cuestión.)

Las tres condiciones que hemos planteado para que el nivel eco-

nómico pueda desempeñar el papel de constitución última de los

sujetos hegemónicos —es decir, de las clase sociales fundamentales— 

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fueron reunidas mediante tres tesis básicas del esquema marxista

clásico. La condición del carácter endógeno de las leyes de la economía,

mediante la tesis de la neutralidad de las fuerzas productivas. La

condición de la unidad a nivel económico de los agentes sociales,

mediante la tesis de la homogeneización y pauperización crecientes de

la clase obrera. La condición de que las relaciones de producción sean

el locus de «intereses históricos», que trasciendan la esfera de la

economía, mediante la tesis de que la clase obrera tiene un interés

fundamental en el socialismo. Intentaremos, pues, mostrar que estas

tres tesis son falsas.

El desarrollo de las fuerzas productivas juega, para el marxismo,

un papel capital en la evolución histórica hacia el socialismo, ya que «el

 pasado desarrollo de las fuerzas productivas hace posible el socialismo,

y su futuro desarrollo hace necesario el socialismo»29. Son ellas las que

están en la base de la formación de un proletariado cada vez más

numeroso y explotado, al cual se le adjudica la misión histórica de

apropiarse y dirigir colectivamente fuerzas productivas altamente

socializadas y desarrolladas, para cuyo progreso las relaciones de

 producción capitalista constituyen un obstáculo insuperable. La

contradicción entre burguesía y proletariado es, por tanto, presentada

como la expresión social y política de una contradicción principal de

tipo económica que combina una ley general de desarrollo de las

fuerzas productivas con las leyes específicas de desarrollo del modo de

 producción capitalista. Es decir, que si la historia tiene un sentido y un

sustrato racional, es esta ley general de desarrollo de las fuerzas

29 G. A. Cohen, Karl Marx's theory of history, Oxford, 1978, p. 206 [La teoría de la

historia de Karl Marx., Madrid, Siglo XXI - Pablo Iglesias, 1986].

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 productivas la que lo establece. A partir de aquí es posible concebir a la

economía como una mecánica de la sociedad, que actúa sobre los

fenómenos objetivos independientemente de la acción de los hombres.

Ahora bien, para que esta ley general del desarrollo de las fuerzas

 productivas tenga plena vigencia, es necesario que todos los elementos

intervinientes en el proceso productivo estén sometidos a sus determi-

naciones; para esto el marxismo debió recurrir a [92] una ficción: el

considerar a la fuerza de trabajo como una mercancía. Sam Bowles y

Herbert Gintis han mostrado cómo esta ficción va a hacer al marxismo

ciego a toda una serie de características de la fuerza de trabajo en tanto

que elemento del proceso de producción capitalista. Contrariamente a

los otros elementos necesarios a la producción, no es suficiente para el

capitalista comprar la fuerza de trabajo; le es preciso además hacerla

 producir trabajo. Este es un aspecto esencial que escapa a la concep-

ción de la fuerza de trabajo como mercancía, cuyo valor de uso sería el

trabajo. Porque si fuera una mercancía como las otras, es evidente que

su valor de uso podría hacerse automáticamente efectivo a partir del

hecho mismo de su compra. «[... ] La designación del trabajo como

valor de uso de la fuerza de trabajo para el capital, oscurece la distin-

ción absolutamente fundamental entre insumos productivos encarna-

dos en personas capaces de una práctica social y todos aquellos otros

insumos respecto a los cuales la propiedad del capital es suficiente para

asegurar el "consumo" de sus servicios productivos.»30 Una gran parte

30 S. Bowles y H. Gintis, «Structure and practice of the labour theory of value», Review of Radical Political Economics, vol. 12, num. 4, p. 8. Esta idea había sido ya

criticada por Castoriadis en un artículo de 1961, «Le mouvement révolutionnaire sous le

capitalisme moderne», Capitalisme moderne et révolution, Paris, 1979, vol. 1.

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de la organización capitalista del trabajo es sólo inteligible a partir de

la necesidad de extraer trabajo de la fuerza de trabajo que el capitalista

ha comprado. La evolución de las fuerzas productivas resulta inteligi-

 ble sólo si se comprende esta necesidad del capitalista de ejercer su

dominación en el seno mismo del proceso de trabajo. Y esto pone en

cuestión, desde luego, la idea del desarrollo de las fuerzas productivas

como un desarrollo natural, espontáneamente progresivo. Estos dos

elementos de la concepción economicista —la fuerza de trabajo como

mercancía y el desarrollo de las fuerzas productivas como un proceso

neutro— se refuerzan pues mutuamente. No es extraño, por tanto, que

el estudio del proceso de trabajo haya sido en gran medida desdeñado

en la tradición marxista.

Es la publicación del libro de Braverman, Labor and monopoly

capitalis 31 el que finalmente inició el debate en este terreno. En él se

defiende la tesis de que el principio director de la tecnología bajo el

capitalismo es la separación de la ejecución y de la concepción, que

 produce un trabajo cada vez más [93] degradado y «descalificado». El

taylorismo es el momento decisivo en esta lucha de los capitalistas por 

dominar a los obreros y controlar el proceso de trabajo. Braverman

 postula que es la ley de acumulación de capital la que está detrás de

esta necesidad del capital de arrancar el control del proceso de trabajo

al productor directo, pero no da ninguna real justificación de por qué

esto se expresa a través de un esfuerzo incesante por destruir las

calificaciones de los obreros y reducirlos a simples ejecutantes. Pero,

31 H. B. Braverman , Labour and monopoly capital. The degradat ion of work in the

twentieth century, Nueva York, 1974.

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sobre todo, presenta esta lógica de dominación como una fuerza

todopoderosa, que parece operar sin trabas, como si las fuerzas eco-

nómicas a disposición del capital no permitieran a la clase obrera

resistir e influir el curso del desarrollo. La vieja concepción de la fuerza

de trabajo como mercancía, enteramente sometida a la lógica del

capital, sigue aquí produciendo sus efectos.

Por el contrario, la crítica a la concepción de la fuerza de trabajo

como mercancía cuyo valor de uso sería el trabajo nos permite, a

diferencia de Braverman, entender la necesidad del capital de controlar 

el proceso de trabajo. En efecto, una vez comprada la fuerza de trabajo,

es necesario extraerle el máximo de trabajo posible. Esto explica por 

qué el proceso de trabajo no puede existir sin una serie de relaciones

de dominación. Esta es la razón por la que la organización capitalista

del trabajo es siempre a la vez técnica de producción y técnica de

dominación; y esto desde bastante antes del capitalismo monopolista.

Este aspecto ha sido puesto de relieve por una serie de trabajos como

los de Stephen Marglin y Katherine Stone32, que defienden la tesis de

que la fragmentación y especialización de la fuerza de trabajo no

guarda relación alguna con una supuesta necesidad de eficacia sino

que son el efecto de la necesidad del capital de ejercer su dominación

sobre el proceso de trabajo. Como por otra parte el obrero es capaz de

 prácticas sociales, podrá resistir a los mecanismos de control que le

son impuestos y forzar al capitalista a emplear técnicas diferentes. No

es pues la lógica exclusiva del capital la que determina la evolución del

 proceso de trabajo, y este último no es sólo el lugar en el que se ejerce

32 S. Marglin, «What do Bosses Do », Review of Radical Political Economics, vol. 6,

num. 2, 1974; K. Stone, «The origins of the job structure in the steel industry», ibid.

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la dominación del capital sino el terreno de una lucha.

Una serie de estudios recientes, realizados tanto en Europa occi-

dental como en los Estados Unidos, han analizado la evolución del

 proceso de trabajo desde el punto de vista de la rela-[94]ción de fuerzas

entre obreros y capitalistas, y de las resistencias obreras. Ellos revelan

la existencia de una «política de la producción», y ponen en cuestión la

idea de que el desarrollo del capitalismo sea únicamente el efecto de las

leyes de la competencia y de las exigencias de la acumulación. Richard

Edwards, en Contested terrain33 , distingue tres formas principales de

control: el control simple basado en la vigilancia; el control técnico que

corresponde a la subordinación del obrero al ritmo de la máquina tal

como se la encuentra en la cadena de montaje; y, finalmente, el control

 burocrático que consiste en inscribir el control no ya en la estructura

física del proceso de trabajo —como en el caso precedente— sino en su

estructura social, y que se manifiesta a través de la institucionalización

del poder jerárquico—. Según él, son las resistencias obreras las que

explican la necesidad del capital de experimentar formas nuevas.

Similarmente, Jean-Paul de Gaudemar distingue, en el caso de Francia,

cuatro ciclos de tecnologías de dominación: «[...] un ciclo panóptico;

un ciclo de disciplinarización extensiva (fábrica y fuera de la fábrica);

un ciclo fundado sobre un doble proceso de interiorización de la

disciplina en un proceso de trabajo remodelado sobre el maquinismo,

ciclo que propongo llamar  ciclo de disciplina maquinística; un ciclo,

 finalmente, de disciplina contractual, en el que la interiorización de la

disciplina procedería de modos formales o reales de delegación parcial

33 R. Edwards, Contested terrain: the transformation of the workplace in the

twentieth century, Nueva York, 1979.

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del poder [...]»34. Finalmente, la corriente operaista italiana, en los años

sesenta, ha mostrado cómo el desarrollo del capital, lejos de imponer 

ciegamente su lógica a la clase obrera, está sometido a las luchas de

esta última. Mario Tronti35, por ejemplo, muestra que son las luchas

obreras las que han forzado al capital a modificar su composición

interna y la forma de su dominación, ya que son ellas las que, al

imponer un límite a la jornada de trabajo, lo han forzado a pasar de la

 plusvalía absoluta a la plusvalía relativa. Esto es lo que conduce a

Panzieri a sostener la tesis de que la producción es un «mecanismo

 político» y que es preciso analizar «[...] la tecnología y la organización

del trabajo como sanción de una relación de fuerzas entre las clases

[...]»36. La idea común a estos [95] trabajos es que no puede compren-

derse la evolución de las formas de organización del proceso de trabajo

únicamente en términos de la diferencia entre plusvalía absoluta y

 plusvalía relativa, sino que es necesario estudiar las formas históricas

determinadas del control capitalista en función del contexto de las

relaciones sociales globales. Un análisis histórico comparado revela,

 por lo demás, diferencias significativas entre los diversos países. La

fuerza de los sindicatos en Gran Bretaña ha permitido, por ejemplo,una resistencia al cambio mayor que en otros lugares.

Pero las luchas obreras, concebidas en estos términos, no pueden

obviamente explicarse por ninguna lógica endógena del capitalismo, ya

que ellas surgen, precisamente, en razón de la imposibilidad de sub-

34 Jean-Paul de Gaudemar, L'ordre et la production. Naissance et formes de dis-

cipline d'usine, Paris, 1982, p. 24.

35 M. Tronti, Ouvriers et capital, Paris, 1977, p. 106.

36 Panzieri, citado por B. Coriat, «L'operaisme italien». Dialectiques, núm. 30, p. 96.

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sumir su dinámica bajo la forma «mercancía» que adopta la fuerza de

trabajo. Ahora bien, si como hemos mostrado esta escisión entre una

lógica del capital y una lógica de las resistencias obreras influye en la

organización misma del proceso capitalista de trabajo, ella tiene que

afectar decisivamente la naturaleza y el ritmo de expansión de las

fuerzas productivas. Con lo cual pierde todo fundamento la tesis de la

neutralidad de estas últimas y la posibilidad de concebirlas en térmi-

nos de un desarrollo natural y unilinear. Pero con esto se disuelve

también el único terreno en el que era posible concebir a la economía

como un universo autónomo y autorregulado. La primera condición,

 por tanto, del privilegio exclusivo acordado al espacio económico en la

constitución de los agentes sociales no se cumple.

Esta conclusión debería ya hacernos sospechar que la segunda

condición tampoco se cumple, ya que la economía difícilmente podría

constituir sujetos unificados a través de una lógica única que ella

misma no posee. Es sin embargo importante explorar las diversas

formas que adopta el descentramiento de las varias posiciones del

sujeto «clase obrera». En primer término, el mismo concepto de clase

obrera en Marx recubre dos relaciones distintas y cuyas leyes de

movimiento son diversas: la relación salarial, constituida a través de

la venta de la fuerza de trabajo —que hace del obrero un proletario—;

y la emergente de su ubicación en el proceso de trabajo —que lo

constituye en obrero manual—. Esta dicotomía está en la base de la

importante distinción establecida por Michael Burawoy37 entre

relaciones de producción y relaciones en la producción. Si para [96]

37 M. Burawoy, «Terrains of contest: factory and State under capitalism and so-

cialism», Socialist Review, num. 58.

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Marx la distinción entre ambas no es evidente, esto se debe no sólo al

hecho de que al nivel de su experiencia histórica inmediata ambas

relaciones tendían a coincidir, sino también a que, siendo la fuerza de

trabajo reducida en su concepción, según vimos, a una simple mer-

cancía, tendía naturalmente a restar toda autonomía y relevancia a las

relaciones establecidas en el proceso de trabajo. Pero está claro que

ambas relaciones han evolucionado en forma diferente, haciendo

 problemático el rótulo —«clase obrera»— que unificaba a ambas: en

tanto que en el capitalismo avanzado la forma salarial se ha generali-

zado, la clase de los obreros industriales no ha hecho sino disminuir 

en número y significación. Esta disimetría es la que está en la base de

las ambigüedades que han dominado el debate reciente en torno a los

límites de la clase obrera.

Una vez que la teoría de la pauperización como mecanismo especí-

fico de constitución de la unidad de la clase se mostró insostenible, dos

nuevos intentos de buscar un fundamento económico a dicha unidad

han sido formulados: la propuesta de la «descalificación» (deskilling)

como sustituto a la pauperización, que unificaría a la totalidad de la

clase, y la búsqueda de un núcleo más restringido de trabajadores que

constituiría la «verdadera» clase obrera. La primera es la tesis de

Braverman38 quien a partir de sus análisis de la taylorización afirma que,

vista la degradación del trabajo generada por la separación entre

concepción y ejecución, estratos cada vez más extendidos de trabajado-

res, independientemente de que sean empleados o no en los sectores

 productores de mercancías, pasan a constituir una clase obrera cada vez

más numerosa y proletarizada. Según él, la polarización prevista por 

38 Braverman, passim.

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Marx estaría en proceso de realización, y la degradación creciente en sus

condiciones de trabajo habrá de empujar a la clase obrera a organizarse

y luchar políticamente contra el sistema. Pocos estudios sobre la clase

obrera norteamericana comparten, sin embargo, la tesis de Braverman

sobre la homogeneización. La tendencia general es, por el contrario, a

insistir en la división y la fragmentación. Los trabajos de Edwards,

Gordon y Reich39, por ejemplo, muestran cómo la evolución de las

formas de control en el proceso de trabajo, en combinación con el

racismo y el sexismo, han creado una segmentación del mercado de

trabajo que ha crista-[97]lizado en la división de la clase obrera en

facciones40. Otros trabajos realizados en Europa occidental41 van tam-

39 D. Gordon, R. Edwards y M. Reich, Segmented work , divided workers, Cam-

 br idge, 1982 [Trabajo segmentado, trabajadores divididos, Madrid, Ministerio de

Trabajo, 1986].

40 Ellos distinguen la existencia de tres mercados de trabajo correspondientes a

tres diferentes secciones de la clase obrera. El primero incluye a la mayoría de las

ocupaciones de tipo profesional. Es el dominio de los sectores medios que gozan de un

empleo estable con posibilidades de promoción y de salarios relativamente altos. Estas

características pueden también encontrarse en el primer mercado subordinado, con la

diferencia de que los obreros de este sector —la clase obrera «tradicional» conjun-

tamente con los obreros semicalificados del sector terciario— sólo posee calificaciones

específicas adquiridas en la empresa, y que su trabajo es repetitivo y ligado al ritmo de

las máquinas. En tercer lugar encontramos el «mercado secundario» que es el de los

obreros no calificados, que no tienen posibilidades de promoción, ninguna seguridad

de empleo y bajos salarios. Estos trabajadores no están sindicados, su cambio de

empleo es rápido, y la proporción de mujeres y negros es alta.

41 Véase, por ejemplo, M. Paci, Mercato del lavoro e classi sociali in Italia:

 Richerche sulla composizione delproletariato, Bolonia, 1973. Para una perspectiva más

general acerca de las sociedades industriales, véase S. Berger y M. Piore, Dualism and 

discontinuity in industrialsocieties, Cambridge, 1980.

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 bién contra la tesis de una progresiva simplificación de la estructura

social y confirman que la tendencia actual es, por el contrario, hacia

una polarización entre dos sectores de la economía: un sector general

 protegido y bien pagado y un sector periférico de trabajadores no

calificados y semicalificados para los que no existe ningún tipo de

seguridad. Si a esto se añade un tercer sector, el de los desocupados

estructurales cuyo número aumenta constantemente, es preciso

concluir que la tesis de la homogeneización no es verdaderamente

defendible. La descalificación, por lo demás, no tiene el carácter 

general que Braverman le atribuye: si aumenta en ciertos sectores, hay

también un proceso paralelo de creación de nuevas calificaciones.

Por lo demás, esta creación de un mercado dual de la fuerza de

trabajo debe ser puesta en relación con las diferentes estrategias

utilizadas por los capitalistas para hacer frente a las resistencias que

los obreros presentan a las dos formas de control patronal, y no puede

ser vista como un simple efecto del desarrollo capitalista, como algu-

nos afirman. Andrew Friedman ha mostrado cómo en el caso de Gran

Bretaña los capitalistas emplean estrategias diferentes en función de la

relativa capacidad de los diversos grupos de trabajadores para resistir a

su autoridad42. En el interior de un mismo país y en el interior de la

misma empresa se establecerá así una distinción en-[98]tre trabajado-

res centrales y trabajadores periféricos, correspondientes a mercados

de trabajo diferentes, y cuyas condiciones de trabajo y de salarios

reflejan la desigualdad entre las distintas capacidades de resistencia.

Las mujeres y los inmigrantes se encuentran generalmente en el

42 A. L. Friedman, Industry and labour. Class struggle at work and monopoly

capitalism, Londres, 1977.

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mercado no protegido. Pero en esta segmentación Friedman no ve el

resultado de una conspiración para dividir a la clase obrera, sino la

consecuencia de relaciones de fuerza en las que los mismos sindicatos

 juegan un papel importante. Las divisiones internas en la clase obrera

deben pues ser vistas como más profundas de lo que muchos quieren

admitir, y resultan en parte de las propias prácticas de los obreros.

Ellas son de orden político y no simplemente económico.

Es pues imposible, hablar hoy día de una homogeneidad de la cla-

se obrera, y menos aún referirla a un mecanismo que esté inscrito en la

lógica de la acumulación capitalista. Es para hacer frente a esta situa-

ción —y salvar la idea de una identidad obrera constituida en torno a

intereses comunes derivados de la inserción de la clase en las relacio-

nes de producción— que la segunda tendencia que antes mencionára-

mos intenta localizar a la verdadera clase obrera sobre la base de una

definición restringida de la misma. La fragmentación es aceptada

 plenamente y se trata tan sólo de atribuir la identidad unitar ia a uno de

los fragmentos. Es instructivo, a este respecto, el debate que ha opuesto

Erik Olin Wright a Nicos Poulantzas43. Según Poulantzas, el trabajo

 productivo es el criterio de identificación de los límites de la clase

obrera44. En cuanto a los asalariados no productivos, constituyen según

43 N. Poulantzas, Classes in contemporary capitalism, Londres, 1975 [Las clases

 sociales en el capitalismo actual, Madrid, Siglo XXI, 1977]; E. Olin Wright, Class, crisis

and the State, Londres, 1978 [Clase, crisis y Estado, Madrid, Siglo XXI, 1983].

44 El concepto de «trabajo productivo es más restringido en Poulantzas que en

Marx, ya que él define al mismo como "trabajo que produce plusvalía a través de la

reproducción directa de los elementos materiales que sirven como sustrato a la relación

de explotación: trabajo que está directamente implicado en la producción material a

través de la producción de valores de uso que incrementan la riqueza material "» (p. 216).

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él la «nueva pequeña burguesía». La heterogeneidad de los sectores

incluidos en esta categoría no crea un problema especial para Poulant-

zas ya que para él las clases no pueden ser definidas tan sólo a nivel

económico; en tal medida, y dado que según él la antigua y la nueva

 pequeña burguesía ocupan la misma posición ideológica respecto al

 proletariado y a la burguesía, es justificado englobarlas bajo una

misma categorización de clase. Esta posición ha sido [99] criticada por 

Olin Wright, que rechaza no solamente la definición que Poulantzas da

del trabajo productivo, sino la propia idea de que tal criterio pueda

servir para delimitar las fronteras de la clase obrera. Su argumento es

que la distinción entre trabajo productivo y no productivo no indica en

modo alguno que los trabajadores improductivos tengan intereses de

clase diferentes y que no estén interesados en el socialismo. Según

afirma: «[...] Para que dos posiciones dentro de la división social del

trabajo sean ubicadas en clases diferentes sobre la base de criterios

económicos, es necesario que ellas tengan intereses de clase fundamen-

talmente diferentes al nivel económico [...].»45 La solución que propone

es distinguir entre posiciones de clase «ambiguas» y «no ambiguas».

Estas últimas caracterizan al proletariado, a la burguesía y a la pequeña burguesía46. Junto a estas tres posiciones no ambiguas, Olin Wright

45 Wright, ob. cit., p. 48.

46 Los criterios de pertenencia al proletariado son los siguientes: 1) ausencia de

control sobre las inversiones y el proceso de acumulación; 2) ausencia de control sobre

los medios físicos de producción; 3) ausencia de control sobre la fuerza de trabajo de

otras personas. La burguesía, por el contrario, es definida por su ejercicio de controlsobre los tres puntos, en tanto que la pequeña burguesía controla las inversiones, el

 proceso de acumu la ci ón y los medios físicos de producci ón —ella no ejerce cont ro l

sobre la fuerza de trabajo de otras personas.

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distingue las que denomina «posiciones de clase contradictorias», ya

que se sitúan a medio camino entre dos posiciones no ambiguas. En el

caso en que los criterios económicos son contradictorios, afirma que la

lucha política e ideológica va a jugar el papel determinante en la

definición de los intereses de clase. El motivo de esta búsqueda á la

Diógenes de la «verdadera» clase obrera es, desde luego, político: se

trata de determinar aquella categoría de trabajadores cuyos intereses

económicos los ligan directamente a una perspectiva socialista, y que

están por tanto destinados a encabezar la lucha anticapitalista. El

 problema con estos enfoques que parten de una definición restringida

de la clase obrera es, sin embargo, que se fundan en una noción de

«interés objetivo» carente de todo basamento teórico y que es escasa-

mente más que la atribución arbitraria de intereses, por parte del

analista, a cierta categoría de agentes sociales. En la concepción clásica

la unidad de la clase se construía en torno a intereses, pero esa unidad

no era un dato de la estructura social; era un proceso de unificación

consecuente a la pauperización y proletarización que acompañaban al

desarrollo de las fuerzas productivas. La homogeneización a través del

deskilling de Braverman se ubica en el mismo nivel [100] explicativo.

Los intereses objetivos eran intereses históricos, en tanto dependían de

un movimiento racional y necesario de la historia, susceptible de

conocimiento científico. Lo que no puede hacerse es abandonar esta

concepción escatológica de la historia y mantener una noción de

«interés objetivo» que sólo tiene sentido en el interior de aquélla. Tanto

Poulantzas como Olin Wright parecen suponer que la fragmentación de

la clase obrera es una fragmentación de posiciones entre distintos

agentes sociales, y no tienen en cuenta un hecho más real y del que el

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marxismo clásico era bien consciente: que existe una fragmentación de

 posiciones en el interior mismo de los agentes sociales, los cuales

carecen, por tanto, de una identidad racional última. La tensión entre

lucha económica y lucha política, análisis tales como el del «aburgue-

samiento» de la clase obrera, o la afirmación de Bernstein de que con el

 progreso democrático el obrero deja de ser un proletario y pasa á ser 

un ciudadano, implicaban que la clase obrera estaba constituida por 

una pluralidad de posiciones de sujeto débilmente integradas y en

muchos casos contradictorias. Aquí la alternativa es clara: o bien se

tiene una teoría de la historia según la cual esa pluralidad contradicto-

ria será eliminada y a la hora del quiliasmo proletario emergerá una

clase obrera absolutamente unitaria y transparente respecto a sí misma

 —en cuyo caso sus «intereses objetivos» pueden determinarse desde

un comienzo—, o bien dicha teoría es abandonada, en cuyo caso no

hay ningún fundamento para privilegiar ciertas posiciones de sujeto

antes que otras en la determinación de los intereses «objetivos» del

agente como un todo —en verdad, esta última noción pasa a carecer de

todo sentido—. Si se quiere avanzar en la determinación de los anta-

gonismos sociales lo que hay que hacer, por tanto, es analizar esta

 pluralidad de posiciones diversas y en muchos casos contradictorias, y

abandonar la idea de un agente perfectamente unificado y homogéneo

tal como la «clase obrera» del discurso clásico. La búsqueda de la

«verdadera» clase obrera es un falso problema, y como tal carece de

toda relevancia teórica o política.

Lo anterior no implica, evidentemente, que haya una incompati-

 bilidad entre clase obrera y socialismo sino la af irmación, muy distinta,

de que no es posible deducir lógicamente intereses fundamentales en el

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socialismo a partir de determinadas posiciones en el proceso económi-

co. La afirmación opuesta, de que este vínculo puede establecerse en la

medida en que está en el interés del obrero evitar la absorción del

excedente económico por parte del capitalista, sólo sería válida si se

añadiera [101] uno de estos dos supuestos: a) que el obrero es un

 Homo oeconomicus, que trata de maximizar el excedente económico

tanto como el capitalista; b) que es un ser espontáneamente cooperati-

vo que aspira a distribuir socialmente el producto de su trabajo. Pero

ni siquiera estas dos hipótesis poco plausibles proporcionarían la

 prueba buscada, ya que no hay relación lógica alguna entre posiciones

en las relaciones productivas y mentalidad de los productores. La

resistencia que éstos opongan a ciertas formas de dominación depen-

derá de las relaciones que ocupen en el conjunto de las relaciones

sociales y no sólo en las de producción. Es obvio a esta altura que las

dos últimas condiciones que habíamos impuesto al espacio económico

 para acordarle la exclusividad en la constitución de los agentes de la

hegemonía —que éstos debían ser integralmente constituidos como

sujetos en el interior de dicho espacio, y que debían estar dolados de

«intereses históricos» constituidos a partir de sus posiciones de clase— 

tampoco se cumplen.

ENCARANDO LAS CONSECUENCIAS

Extraigamos las conclusiones. Ni el campo de la economía es un

espacio autorregulado y sometido a leyes endógenas; ni hay un princi-

 pio constitutivo de los agentes sociales que pueda fijarse en un último

núcleo de clase; ni las posiciones de clase son la sede necesaria de

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intereses históricos. Al llegar aquí, las consecuencias se siguen rápida-

mente. El marxismo sabía, desde Kautsky, que no hay determinación

socialista espontánea de la clase obrera y que esta determinación

dependía de la mediación política de los intelectuales. Pero esta

mediación no era concebida como articulación —es decir, como

construcción política que parte de elementos disímiles— ya que tenía

un fundamento epistemológico: los intelectuales socialistas leían en la

clase obrera su destino objetivo. En Gramsci, por el contrario, la

 política es concebida como articulación, y a través de su concepto de

 bloque histórico se introduce una complejidad radical y profunda en la

teorización de lo social. Pero, incluso para Gramsci, el sujeto hegemó-

nico constituye el núcleo último de su identidad en un punto exterior 

al espacio que articula: la lógica de la hegemonía no ha desplegado

todos sus efectos deconstructivos en el espacio teórico del marxismo

clásico. Pero hemos visto caer este último reducto del reduccionismo

de clase, en la medida en que la unidad y homogeneidad misma de

[102] los sujetos de clase se disgrega en un conjunto de posiciones

 precariamente integradas que, al abandonarse la tesis del carácter 

neutro de las fuerzas productivas, no pueden ser referidas a ningún

 punto necesario de unificación futura. La lógica de la hegemonía como

lógica de la articulación y de la contingencia ha pasado a implantarse

en la propia identidad de los sujetos hegemónicos. Varios puntos se

siguen de esta conclusión, que habrán de representar otros tantos

 puntos de partida de nuestro análisis ulterior.

1. La no-fijación ha pasado a ser la condición de toda identidad

social. El carácter fijo de todo elemento social en las primeras teoriza-

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ciones de la hegemonía procedía, según vimos, del Vínculo indisoluble

existente entre la tarea hegemonizada y la clase que se suponía que era

su agente natural; en tanto que el lazo entre la tarea y la clase que la

hegemonizaba era meramente factual o contingente. Pero en la medida

en que la tarea ha cesado de tener todo vínculo necesario con una

clase, su identidad le es dada tan sólo por su articulación en el interior 

de una formación hegemónica. Su identidad, por consiguiente, ha

 pasado a ser puramente relacional. Y como este sistema mismo de

relaciones ha dejado de ser fijo y estable —lo que hace a las prácticas

hegemónicas posibles— el sentido de toda identidad social aparece

constantemente diferido. El momento de la sutura «final» nunca llega.

Con esto, sin embargo, no solamente cae la categoría de necesidad,

sino que tampoco es posible dar cuenta de la relación hegemónica en

términos de simple contingencia, ya que se ha disuelto el espacio que

hacía inteligible la oposición necesario/contingente. La idea de que el

vínculo hegemónico podía ser aprehendido teóricamente a través de un

mero ejercicio narrativo, ha mostrado ser un espejismo. Por el contra-

rio, el vínculo debe ser definido en términos de nuevas categorías

teóricas cuyo estatus —en la medida en que intentan aprehender un

tipo de relación que nunca logra ser idéntico a sí mismo— constituye

un problema.

2. Refirámonos brevemente a las dimensiones en las que esta no-

fijación de lo social produce sus efectos. Hemos visto que en Rosa

Luxemburgo la dimensión simbólica que ligaba a los distintos antago-

nismos y puntos de ruptura era la matriz de nuevas fuerzas sociales

 —a las que Gramsci denominaría «voluntades colectivas»—. Esta

lógica de la constitución simbólica de lo social encontraba, sin embar-

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go, límites precisos en la persistencia, a nivel morfológico, de la concep-

ción economicista de la historia. Pero una vez que ésta se ha disuelto, el

desbor-[103]damiento de los límites de clase por las varias formas de

 protesta social puede operar libremente. (Libremente, desde luego,

respecto a cualquier carácter clasista a priori de las luchas y reivindica-

ciones —obviamente no en el sentido de que toda articulación sea

 posible en una coyuntura determinada—). Pero si esto es así,, tres

importantes consecuencias se derivan para nuestro análisis. La primera

se refiere al vínculo existente entre socialismo y agentes sociales concre-

tos. Hemos mostrado que no hay relación lógica o necesaria entre los

objetivos, socialistas y las posiciones de los agentes en las relaciones de

 producción, y que la articulación entre ambos es externa y no procede

de ningún movimiento natural de cada uno de ellos para unirse con el

otro. En otras palabras, que su articulación debe ser vista como una

relación hegemónica. De esto se sigue que, desde el punto de vista

socialista, la dirección de las luchas obreras no es uniformemente

 progresiva; ella depende, tanto como cualquier otra lucha social, de sus

formas de articulación en un contexto hegemónico determinado. Por la

misma razón, una variedad de otros puntos de ruptura y antagonismos

democráticos pueden ser articulados a una «voluntad colectiva» socia-

lista en un mismo pie de igualdad con las demandas obreras. La era de

los «sujetos privilegiados» —en el sentido ontológico, no práctico— de

la lucha anticapitalista ha sido definitivamente superada. La segunda

consecuencia se refiere a la naturaleza de los «nuevos movimientos

sociales», que han sido tan discutidos durante la última década. En este

 punto, las dos tendencias de pensamiento dominantes son incompati-

 bles con nuestra posición teórica. La primera, considera la naturaleza y

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eficacia de estos movimientos dentro de una problemática del sujeto

 privilegiado del cambio socialista: así, ellos son considerados o bien

como marginales o periféricos con respecto a la clase obrera (el sujeto

fundamental en la visión ortodoxa), o bien como el sustituto revolucio-

nario de una clase obrera que ha sido integrada al sistema (Marcuse).

Pero todo lo que hemos dicho hasta ahora, sin embargo, indica que no

hay puntos privilegiados para el comienzo de una política socialista;

ésta gira en torno a la construcción de una «voluntad colectiva» que es

trabajosamente construida a partir de una variedad de puntos disímiles.

Tampoco podemos estar de acuerdo, por consiguiente, con la otra

tendencia dominante en la discusión de los nuevos movimientos

sociales, que consiste en afirmar  a priori su carácter progresivo. El

significado político del movimiento de una comunidad local, de una

lucha ecológica, de una minoría sexual, no está dado desde el comienzo:

depende fundamental-[104] mente de su articulación hegemónica con

otras luchas y reivindicaciones. La tercera consecuencia se refiere a la

forma de concebir la relación entre diferentes posiciones de sujeto, que

nuestro análisis ha tendido a detotalizar. Si la operación de descentra-

miento hubiera concluido en este punto, sin embargo, sólo habríamos

logrado afirmar una nueva forma de fijación: la de las varias posiciones

de sujeto descentradas. Pero si estas mismas no son fijas, está claro que

una lógica de la detotalización no puede afirmar simplemente la separa-

ción de las diferentes luchas y reivindicaciones, y que la articulación no

 puede ser concebida tan sólo como la ligazón de elementos disímiles y

 plenamente constituidos. Es aquí que la radicalización del concepto de

«sobredeterminación» nos dará la clave para entender la lógica específi-

ca de las articulaciones sociales.

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3. La lógica de nuestro análisis parecería implicar, sin embargo,

que la misma noción de «hegemonía» debería ser puesta en cuestión.

Las áreas discursivas de emergencia y validez de esta categoría estaban

limitadas originariamente al terreno teórico de un corte. Una clase

constituida al nivel de las esencias se veía confrontada por contingen-

cias históricas que la forzaban a asumir tareas ajenas a su propia

naturaleza. Pero hemos visto, por un lado, que este corte no puede

sobrevivir al colapso de la distinción entre esos dos planos; y, por el

otro, que en la medida en que hay un avance en la dirección democrá-

tica, la tarea hegemonizada altera la identidad del sujeto hegemónico.

¿Significa esto que «hegemonía» fue un concepto meramente transito-

rio, un momento en la disolución del discurso esencialista, e incapaz

 por tanto de sobrevivirlo? En los próximos dos capítulos intentaremos

mostrar que ésta no es una respuesta adecuada, y que las tensiones

inherentes al concepto de hegemonía son también inherentes a toda

 práctica política o, más estrictamente, a toda práctica social.

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[105]

3. MÁS ALLÁ DE LA POSITIVIDAD DE LO SOCIAL:

ANTAGONISMO Y HEGEMONÍA

Se trata, pues, de constituir teóricamente el concepto de hegemonía.

 Nuestro análisis anterior nos ha proporcionado algo más y algo menos

que una localización discursiva precisa a partir de la cual esa construc-

ción discursiva resulte posible. Algo más, por cuanto el espacio de la

hegemonía no es simplemente el de un «impensado» localizable: es el

del estallido de una concepción de la inteligibilidad de lo social quereduce sus distintos momentos a la interioridad de un paradigma

cerrado. Algo menos, por cuanto las distintas superficies de emergen-

cia de la relación hegemónica no confluyen armoniosamente en la

constitución de un vacío teórico que un nuevo concepto debería

colmar; por el contrario, algunas de ellas parecerían ser superficies de

disolución del concepto, ya que al afirmar el carácter relacional de todaidentidad social, se disuelve la diferenciación de planos, el desnivel

entre articulante y articulado en que el vínculo hegemónico se funda.

Construir el concepto de hegemonía no supone, pues, un mero esfuer-

zo especulativo en el interior de un contexto coherente, sino un movi-

miento estratégico más complejo, que requiere negociar entre superfi-

cies discursivas mutuamente contradictorias.

De todo lo dicho hasta ahora se desprende que el concepto de

hegemonía supone un campo teórico dominado por la categoría de

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articulación. Y ésta supone la posibilidad de especificar separadamente

la identidad de los elementos articulados. (Cómo es posible especificar 

«elementos» independientemente de las totalidades articuladas es algo

sobre lo que volveremos más adelante.) En todo caso, si la articulación

es una práctica y no el nombre de un complejo relacional dado, implica

alguna forma de presencia separada de los elementos que la práctica

articula o recompone. En el tipo de teorización que nos interesa

analizar, los elementos sobre los que operan las prácticas articulatorias

fueron inicialmente especificados como fragmentos de una totalidad

estructural u orgánica perdida. A partir del siglo XVIII, la generación

romántica alemana va a hacer de la [106] experiencia de la fragmenta-

ción y de la división el punto de partida de su reflexión teórica. El

colapso, a partir del siglo XVII, de la concepción del cosmos como unorden significativo dentro del cual el hombre ocupa un lugar determi-

nado y preciso, y su reemplazo por una concepción del sujeto como

autodefinido, como una entidad que mantiene relaciones de exteriori-

dad con el resto del universo —el desencanto weberiano del mundo— 

da lugar en la generación romántica del Sturm und Drang  a una

 búsqueda anhelosa de la unidad perdida, de una nueva síntesis que permita vencer la división. La visión del hombre como expresión de

una totalidad integral trata de romper con todos los dualismos

 —cuerpo/alma, razón/sent imiento, pensamiento/sentidos— que el

racionalismo había instituido a partir del siglo XVII1. Es sabido que esta

experiencia de la disociación era concebida por los románticos como

estrictamente ligada a la diferenciación funcional y a la división de lasociedad en clases, a la creciente complejidad de un Estado burocrático

1 C. Taylor, Hegel, Cambridge, 1975, p. 23 y, en general, el capítulo 1.

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que asumía relaciones de exterioridad con las otras esferas de la vida

social.

Dada esta especificación de los elementos a rearticular como

 fragmentos de una unidad perdida, resultaba claro el carácter  artificial 

de toda recomposición, frente al carácter  natural de la unidad orgánica

 propia de la cultura griega. Hölderlin af irma: «[...] Hay dos ideales denuestra existencia: uno es la condición de la mayor simplicidad, en que

nuestras necesidades concuerdan entre sí, con nuestros poderes y con

todo aquello con lo que estamos en relación, solamente a través de la

organización de la naturaleza, sin ninguna acción de nuestra parte. El

otro es una condición del más alto cultivo, en la que este acuerdo tiene

lugar entre necesidades y poderes infinitamente diversificados, yfortalecidos a través de la organización que seamos capaces de darnos

a nosotros mismos [...]»2. Ahora bien, todo depende de cómo se

conciba esta «organización que seamos capaces de darnos a nosotros

mismos», que reconduce los fragmentos a una nueva forma de unidad:

o bien esa organización es contingente y, por tanto, externa a los

fragmentos, o bien tanto los fragmentos como la organización sonconsiderados como momentos necesarios de una totalidad que los

trasciende. Es claro que sólo la primera forma de «organización» puede

ser considerada como articulació ; la segunda es, en el estricto sentido

del término, una mediación. Pero está claro también que [107] las

distancias entre una y otra se han presentado en los discursos filosófi-

cos, más que como una clara divisoria de aguas, como una nebulosazona de ambigüedades.

2 Hölderlin, Hyperion fragment , citado por C. Taylor, ob. cit., p. 35.

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Esta es la ambigüedad que, desde nuestra perspectiva actual, pre-

senta el pensamiento de Hegel en lo que se refiere a la dialéctica entre

unidad y fragmentación. Su obra constituye el momento mal alto del

romanticismo alemán y, a la vez, la primera reflexión moderna acerca

de la sociedad —si entendemos a esa modernidad en un sentido

 preciso, posiluminista: no una crítica de la sociedad a partir de la

utopía, ni una descripción y teorización de los mecanismos que hacen

 posible un orden que se acepta como cierto y dado; sino una reflexión

que parte de la opacidad de lo social respecto a aquellas formas elusi-

vas de racionalidad e inteligibilidad, que sólo es posible detectar 

refiriéndonos a una astucia de la razón que reconduce la separación a

unidad. Hegel aparece así ubicado en la divisoria de aguas entre dos

épocas. En un sentido es el punto más alto del racionalismo: el momen-

to en que éste intenta abarcar en el campo de la razón, sin dualismos,

la totalidad del universo de las diferencias. La historia y la sociedad

tienen, por tanto, una estructura racional e inteligible. Pero, en un

segundo sentido, esta síntesis presenta todas las semillas de su disolu-

ción dado que la racionalidad de la historia sólo ha podido ser afirma-

da al precio de reintroducir la contradicción en el campo de la razón.Bastará pues tan sólo con mostrar que esta última es una operación

imposible, que sólo puede verificarse al precio de una constante

violación del método que ella misma postula —como lo mostró ya en

el siglo XIX Trendelenburg3 — para que el discurso hegeliano comience

a presentarse como algo muy diferente: como una serie de transiciones

contingentes y no lógicas. Es aquí, precisamente, donde reside la

3 A. Trendelenburg, Logische Untersuchungen, Hildesheim, 1964 (primera

edición, 1840).

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modernidad de Hegel: ninguna identidad es, para él, positiva y cerrada

en sí misma, sino que se constituye como transición, relación, diferen-

cia. Pero si dichas relaciones han dejado de ser relaciones lógicas; si,

 por el contrario, son transiciones contingentes, en ese caso la conexión

entre las mismas no puede ser fijada como momento de una totalidad

subyacente o suturada. Es decir, que se trata de articulaciones. En la

tradición marxista, esta zona de ambigüedad se muestra en los usos

discursivos contradictorios que se han hecho del concepto de «dialécti-

ca». Por un lado este último ha sido introducido acriticamente cada vez

que se [108] intentaba escapar a la lógica de la fijación —es decir, cada

vez que se intentaba pensar la articulación—. (Piénsese, por ejemplo

en la idea pintoresca que Mao Zedong tiene de lo que es la dialéctica;

 pero la misma incomprensión del carácter lógico de las transiciones

dialécticas sirve en su discurso para liberar una lógica de la articula-

ción que logra así, bajo un disfraz dialéctico, introducirse en el nivel

 político-discursivo.) Por otro lado, la «dialéctica» ejerce un efecto de

cierre en aquellos casos en que se acuerda dar más peso al carácter 

necesario de una transición apriorísticamente fijada, que al momento

discontinuo de una articulación abierta. No hay que reprochar excesi-vamente a los marxistas estas ambigüedades e imprecisiones si, como

Trendelenburg ya lo señalara, están presentes... en el mismo Hegel.

Pero esta zona de ambigüedad, constituida por los diversos usos

discursivos de la «dialéctica», es la primera que debemos disolver.

Debemos ubicarnos firmemente en el campo de la articulación, y para

ello debemos renunciar a la concepción de la sociedad como totalidad

fundante de sus procesos parciales. Debemos pues considerar a la

apertura de lo social como constitutiva, como «esencia negativa» de lo

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existente, y a los diversos «órdenes sociales» como intentos precarios y

en última instancia fallidos de domesticar el campo de las diferencias.

En este caso la multiformidad de lo social no puede ser aprehendida a

través de un sistema de mediaciones, ni puede el «orden social» ser 

concebido como un principio subyacente. No existe un espacio sutura-

do que podamos concebir como una «sociedad», ya que lo social

carecería de esencia. Aquí son importantes tres observaciones. La

 primera es que las lógicas de lo social que ambas perspectivas suponen

son muy distintas: en el caso de las «mediaciones» se trata de un

sistema de transiciones lógicas, que concibe las relaciones entre

objetos como siguiendo una relación entre conceptos; en el segundo

caso se trata de relaciones contingentes cuya naturaleza debemos

intentar determinar. La segunda observación es que una crítica a la

concepción de la sociedad como conjunto unificado por leyes necesa-

rias no puede reducirse a señalar el carácter no necesario de la relación

entre elementos, ya que esto mantendría el carácter necesario de la

identidad de los elementos mismos. Una concepción que niegue todo

enfoque esencialista de las relaciones sociales debe también afirmar el

carácter precario de las identidades y la imposibilidad de fijar el

sentido de los «elementos» en ninguna literalidad última. Finalmente,

esto nos indica el sentido en que podemos hablar de «fragmentación».

[109] Un conjunto de elementos aparecen fragmentados o dispersos

sólo desde el punto de vista de un discurso que postule la unidad entre

los mismos. Obviamente, no es posible hablar de fragmentación, ni

siquiera especificar elementos, desde el exterior de toda formación

discursiva. Pero una estructura discursiva no es una entidad meramen-

te «cognoscitiva» o «contemplativa»; es una práctica articulatoria que

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constituye y organiza a las relaciones sociales. En tal sentido, podemos

hablar de una complejización y fragmentación creciente de las socie-

dades industriales avanzadas, no en tanto que, consideradas sub

 species aeternitatis, sean más complejas que otras sociedades anterio-

res, sino en tanto que se constituyen en torno a una asimetría funda-

mental: la existente entre una creciente proliferación de diferencias

 —entre un exceso de sentido de lo social—, por un lado, y, por otro, las

dificultades que encuentra toda práctica que intenta fijar esas diferen-

cias como momentos de una estructura articulatoria estable.

Debemos, pues, comenzar analizando la categoría de articulación,

que habrá de darnos el punto de partida para elaborar el concepto de

hegemonía. La construcción teórica de esta categoría requiere dos pasos: fundar la posibilidad de especificar los elementos que entran en

la relación articulatoria y determinar la especificidad del momento

relacional en que la articulación como tal consiste. Aunque esta tarea

 podría iniciarse desde muchos puntos diversos, preferimos comenzarla

 por un détour, analizando en detalle ciertos discursos teóricos en que

algunos de los conceptos que habremos de elaborar están presentes, pero inhibidos en su desarrollo por su coexistencia con categorías

 básicas del discurso esencialista. Consideraremos, en tal sentido, la

trayectoria de la escuela althusseriana: radicalizando algunos de sus

temas en una dirección que haga estallar sus conceptos básicos,

intentaremos establecer un terreno que nos permita construir un

concepto adecuado de «articulación».

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FORMACIÓN SOCIAL Y SOBREDETERMINACIÓN

Althusser comenzó su trayectoria teórica intentando diferenciar drás-

ticamente su concepción de la sociedad como «conjunto estructurado

complejo», de la concepción hegeliana de la totalidad. La totalidad

hegeliana podía ser muy compleja, pero se trataba siempre de la

complejidad inherente a una pluralidad de momentos en un procesoúnico de autodespliegue. «[...] La [110] totalidad hegeliana es el desa-

rrollo alienado de la Idea; es decir, que, hablando estrictamente, es el

fenómeno, la automanifestación de este principio simple que persiste

en todas sus manifestaciones, y por consiguiente incluso en la aliena-

ción que prepara su restauración [...]»4. Frente a esta concepción que,

al identificar las diferencias con mediaciones necesarias en el autodes- pliegue de una esencia reduce lo real al concepto, la complejidad

althusseriana es de naturaleza muy distinta: es la complejidad inheren-

te a un proceso de sobredeterminación. Este es el concepto clave

introducido por Althusser y, dado el uso indiscriminado e impreciso

que posteriormente se ha hecho del mismo, es necesario precisar su

sentido originario y los efectos teóricos que estaba llamado a producir en el discurso marxista. El concepto procede del psicoanálisis, y su

extensión tuvo mucho más que un carácter superficialmente metafóri-

co. Althusser es muy claro al respecto: «[...] Yo no inventé este concep-

to. Como he señalado, él ha sido tomado de dos disciplinas existentes:

de la lingüística y del psicoanálisis. En estas disciplinas él tiene una

"connotación" dialéctica objetiva, y —especialmente en el psicoanáli-

4 L. Althusser, For Marx, Londres, 1969, p. 203 [La revolución teórica de Marx,

México, Siglo XXI, 21.a ed., 1985].

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sis— una lo suficientemente relacionada formalmente al contenido que

él designa aquí como para que su adopción no fuera arbitraria [...]»5.

Para Freud la sobredeterminación no es cualquier proceso de «fusión»

o «mezcla» —que lo reduciría en última instancia a una metáfora

establecida por analogía con el mundo físico, compatible con cualquier 

forma de multicausalidad—; es, por el contrario, un tipo de fusión muy

 preciso, que supone formas de reenvío simbólico y una pluralidad de

sentidos. El concepto de sobredeterminación se constituye en el campo

de lo simbólico, y carece de toda significación al margen del mismo.

Por consiguiente, el sentido potencial  más profundo que tiene la

afirmación althusseriana de que no hay nada en lo social que no esté

sobredeterminado, es la aserción de que lo social se constituye como

orden simbólico. El carácter simbólico —es decir, sobredeterminado— 

de las relaciones sociales implica, por tanto, que éstas carecen de una

literalidad última que las reduciría a momentos necesarios de una ley

inmanente. No habría, pues, dos planos, uno de las esencias y otro de

las apariencias, dado que no habría la posibilidad de fijar un sentido

literal último, frente al cual lo simbólico se constituiría como plano de

significación segunda y derivada. La sociedad y los [111] agentes

sociales carecerían de esencia, y sus regularidades consistirían tan sólo

en las formas relativas y precarias de fijación que han acompañado a la

instauración de un cierto orden. A partir de este punto, parecía abrirse

la posibilidad de elaborar un nuevo concepto de articulación fundado

en el carácter sobredeterminado de las relaciones sociales. Y, sin

embargo, esto no ocurrió. El concepto de sobredeterminación tendió a

desaparecer del discurso althusseriano y se operó un cierre creciente

5 Ibid., p. 206 (nota al pie de página).

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que conduciría al establecimiento de una nueva variante de esencia-

lismo. Este proceso, que se inicia ya en «Sur la dialectique matérialis-

te», habrá de culminar en Lire le Capital.

Si el concepto de sobredeterminación no pudo producir la totali-

dad de sus efectos deconstructivos en el interior del discurso marxista,

fue porque desde el comienzo se le intentó hacer compatible con otromomento central del discurso althusseriano, que es, en rigor, contra-

dictorio con el primero: la determinación en última instancia por la

economía. Consideremos las implicaciones de este concepto. Si esta

determinación última es una verdad válida para toda sociedad, esto

significa que la relación entre la determinación y las condiciones que la

 posibilitan no procede a través de una articulación histórica y contin-gente, sino que es una necesidad aprioristica. Adviértase que el pro-

 blema que discutimos no es si la economía tiene sus condiciones de

existencia —esto es una tautología: si algo existe es porque se dan las

condiciones que posibilitan su existencia—; el problema es que si «la

economía» es determinante en última instancia para todo tipo de

 sociedad, debe también definirse con independencia de todo tipo particular de sociedad; y las condiciones de existencia de la economía

deben también definirse al margen de toda relación social concreta.

Pero si las condiciones de existencia se definen haciendo abstracción

de toda relación social, su única realidad es la de asegurar la existencia

y el papel determinante de la economía, es decir, que son un momento

interno de la economía como tal. O sea, que la diferencia no es consti-tutiva6. 

6 Como puede observarse, nuestra crítica coincide en algunos puntos con la de la

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Pero hay algo más. Althusser comienza afirmando la necesidad de

no hipostasiar lo abstracto, dado que no hay realidad que no sea

sobredeterminada. En tal sentido, cita aprobatoriamente tanto el

análisis de Mao de la contradicción como el rechazo por Marx, en la

Introducción de 1857, de abstracciones [112] tales como «producción»,

que sólo tienen sentido en términos de un sistema concreto de relacio-

nes sociales. Pero él recae en el vicio que critica: hay un objeto univer-

sal abstracto —la «economía»— que produce efectos concretos

 —determinación en última instancia, aquí y ahora—; hay otro objeto

igualmente abstracto —condiciones de existencia— cuyas formas

varían históricamente, pero se unifican en un papel esencial prefijado:

asegurar la reproducción de la economía y su centralidad; finalmente,

como la economía y su centralidad son invariantes de todo arreglo

social posible, se abre la posibilidad de dar una definición de la socie-

dad. Aquí el análisis ha vuelto circularmente al punto de partida. Si la

economía es un objeto que puede determinar en última instancia a

todo tipo de sociedad, esto significa que, al menos en lo que se refiere a

esa instancia, nos enfrentamos con una determinación simple y no con

una sobredeterminación. Y si la sociedad tiene una última instancia

que determina sus leyes de movimiento, se sigue que las relaciones

entre las instancias sobredeterminadas y la última instancia que opera

 según una determinación simple y unidireccional deben ser concebidas

en términos de esta última. De lo cual puede deducirse que el campo de

la sobredeterminación es sumamente limitado: es el campo de la

variación contingente frente a la determinación esencial. Y si la socie-

escuela de Hindess e Hirst en Inglaterra. Pero tenemos, sin embargo, algunos puntos

fundamentales de desacuerdo con su enfoque, a los que nos referiremos más adelante.

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dad tiene una determinación esencial y última, la diferencia no es

constitutiva, y lo social se unifica en el espacio suturado de un para-

digma racionalista. Es decir que estamos enfrentados exactamente al

mismo dualismo que hemos visto reproducirse desde fines del siglo XIX

en el campo de la discursividad marxista.

Este va a ser el punto en que la desarticulación del racionalismoalthusseriano va a comenzar. Es importante advertir que el dualismo

inconsistente del punto de partida va a trasmitirse a las formas teóricas

mismas que habrán de presidir la disgregación del esquema inicial. Se

 presentaba, en efecto, una doble posibilidad: la primera consistía en

desarrollar todas las implicaciones del concepto de sobredetermina-

ción, lo que había de conducir a mostrar la imposibilidad de unconcepto tal como «determinación en última instancia por la econo-

mía», a la vez que el carácter relacional y precario de toda identidad. La

segunda consistía en probar la inconsistencia lógica de los lazos

necesarios que se postulaban entre elementos de la totalidad social, y

en mostrar por consiguiente, por otro camino, la imposibilidad del

objeto «sociedad» como totalidad racionalmente unificada. El caminoque se siguió fue este último, y la consecuencia fue que la crítica al

racionalismo originario se veri-[113]ficó en un campo que aceptaba los

supuestos analíticos del racionalismo, a la vez que negaba la posibili-

dad de una concepción racionalista de lo social. El resultado de esta

escala deconstructiva fue, según intentaremos mostrar, que el concepto

de articulación había de resultar estrictamente impensable. Es la críticaa esta línea de pensamiento la que nos proveerá de una base distinta

 para construir nuestro concepto de articulación.

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La tentativa de romper las conexiones lógicas entre los distintos

momentos del paradigma racionalista althusseriano comenzó con una

autocrítica por parte de Balibar 7, y fue llevada hasta sus últimas

consecuencias en ciertas corrientes del marxismo inglés8. El módulo de

la autocrítica de Balibar consistió en introducir hiatos en diferentes

 puntos del argumento de Lire le Capital, mostrando que en ellos tienen

lugar transiciones lógicas de carácter ilegítimo. Estos hiatos los llena,

sin embargo, a través de una diversificación de las entidades que,

supuestamente, han de verificar la transición de lo abstracto a lo

concreto. Así, la comprensión de los fenómenos de la transición

requiere expandir el campo de la lucha de clases, cuyo desarrollo

desigual impide su reducción a la simple lógica del modo de produc-

ción; la reproducción implica procesos superestructurales que no

 pueden reducirse a esa lógica; y los desniveles entre los diversos

aspectos de una coyuntura deben entenderse en términos de una

combinación en la que se disuelve la identidad abstracta de los elemen-

tos intervinientes. Pero es claro que estos análisis sólo consiguen

reproducir en escala ampliada las dificultades del planteo inicial. ¿Qué

son, en efecto, esas clases cuyas luchas deben dar cuenta de los proce-

sos de transición? Si se trata de agentes sociales constituidos en torno a

intereses determinados por las relaciones de producción, la racionali-

7 E. Balibar, «Sur la dialectique historique. (Quelques remarques critiques à pro-

 pos de Lire le Capital)», en Cinq études du matérialisme histeorique, Paris, 1984.

8 B. Hindess y P. Hirst, Pre-capitalist modes of production, Londres, 1975 [Los

modos de producción precapitalistas, Barcelona, Península, 1979]; B. Hindess y P. Hirst,

 Mode of production and social formation, Londres, 1977; A. Cutler, B. Hindess, P. Hirst

y H. Hussein, Marx's capital and capitalism today, Londres, 1977, 2 vols.

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dad de su acción y las formas de su cálculo político pueden ser deter-

minadas a partir de la lógica del modo de producción. Si, por el contra-

rio, ésta no agota la identidad de las clases, ¿dónde se constituye esta

última? Del mismo modo, no nos hace avanzar demasiado el saber que

las superestructuras intervienen en el proceso de reproducción, si [114]

sabemos también desde el comienzo que son superestructuras, que

tienen por tanto un lugar asignado en la topografía de lo social. Un

 paso más adelante en esta línea deconstructiva se llevó a cabo en la

obra de Barry Hindess y Paul Hirst, en la que los conceptos de «deter-

minación en última instancia por la economía» y de «causalidad

estructural» fueron sometidos a una crítica devastadora y en la que,

dado el carácter no necesario de la correspondencia que se establece

entre fuerzas productivas y relaciones de producción, se concluirá en la

necesidad de abandonar el concepto de modo de producción como

objeto legítimo del discurso marxista. Habiendo así abandonado toda

 perspectiva totalizante, el tipo de articulación existente a una forma-

ción social concreta es planteado en los siguientes términos:

[...] La formación social no es una totalidad gobernada por un principio deorganización, determinación en la última instancia, causalidad estructural o

cualquier otro. Debe ser concebida como una serie determinada de relacio-

nes de producción conjuntamente con las formas económicas, políticas y

culturales que aseguran sus condiciones de existencia. Pero no es necesario

que estas relaciones de existencia sean aseguradas, y no hay ninguna

estructura necesaria de la formación social en la que estas relaciones y

formas deban combinarse. En lo que respecta a las clases [...] si ellas son

concebidas como clases económicas, como categorías de agentes económi-

cos que ocupan posiciones definidas de posesión o separación de los

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medios de producción, ellas no pueden ser consideradas al mismo tiempo

como constituyendo fuerzas políticas y formas ideológicas, o como siendo

representadas por estas últimas [...]9. 

Se nos propone, por tanto, una concepción de la formación social

que especifica ciertos objetos del discurso marxista clásico —rela-

ciones de producción, fuerzas productivas, etc.— y que reconceptualizala relación entre dichos objetos en términos de «asegurar las condicio-

nes de existencia». Intentaremos mostrar: a) que el criterio de especifi-

cación de los objetos es ilegítimo; b) que la conceptualización de la

relación entre los mismos en términos de «asegurar las condiciones de

existencia» no provee ningún concepto de articulación.

Respecto al primer punto, el análisis de Cutler  et al. comienza con

una afirmación inobjetable: que, a menos de caer en una concepción

dogmáticamente racionalista que intente determinar a nivel conceptual

un mecanismo general de reproducción de la formación social, es

imposible derivar de las con-[115]diciones de existencia de un cierto

tipo de relación especificable conceptualmente, la necesidad de que

esas condiciones sean reunidas o las formas específicas que las mismasadoptarán. Pero esta afirmación es seguida, sin embargo, por otra

 perfectamente ilegítima: que las relaciones de producción de una

formación social determinada son objetos especificables separadamen-

te de las formas concretas que aseguran sus condiciones de existencia.

Observemos el problema con atención. Las condiciones de existencia

de las relaciones de producción capitalista —las condiciones legalesque aseguran la propiedad privada, por ejemplo— son condiciones

9 Cutler et al, ob. cit., vol. 1, p. 222.

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lógicas de la existencia de aquéllas, en tanto que implicaría una con-

tradicción afirmar la posibilidad de la existencia de las relaciones de

 producción si esas condiciones no fueran reunidas. Es también una

conclusión lógica la de que no hay nada en el concepto de «relaciones

de producción capitalista» que implique el que éstas deban asegurar 

sus propias condiciones de existencia; de lo cual se sigue, al mismo

nivel del discurso que constituye a las primeras como objeto, que las

segundas deben ser aseguradas externamente. Pero por eso mismo es

inadecuado afirmar que no se sabe cómo en cada caso estas relaciones

de producción van a ser aseguradas, ya que la distinción relaciones de

 producción-condiciones de existencia es una distinción lógica en el

interior de un discurso acerca del concepto de relación de producción

en general, que no se diversifica en una variedad de casos concretos.

Por tanto, si se afirma que en Gran Bretaña, por ejemplo, las condicio-

nes de existencia de las relaciones de producción capitalista son

aseguradas por tales o cuales instituciones, se está efectuando una

doble trasposición discursiva ilegítima. Por un lado se está sosteniendo

que ciertos discursos y prácticas institucionales concretas aseguran las

condiciones de existencia de una entidad abstracta —relaciones

capitalistas de producción— perteneciente a otro orden discursivo; por 

otro lado, si se usa el término abstracto «relaciones de producción

capitalista» para designar a las relaciones productivas en Gran Bretaña,

está claro que se está usando el objeto especificado en un discurso

como nombre para apuntar, en tanto referentes, a los objetos consti-

tuidos por otras prácticas y discursos —los que constituyen al conjun-

to de las relaciones productivas británicas. Pero en este caso, como

éstas no son meras «relaciones de producción capitalistas en general»

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sino el locus de una multiplicidad de prácticas y discursos, se ha

disuelto el terreno que permitía determinar  apriorísticamente la

exterioridad de las relaciones de producción respecto a sus condiciones

de exis-[116]tencia. Más aún, como la posibilidad de especificar los

objetos se fundaba en un criterio lógico, es la propia pertinencia de ese

criterio la que está en cuestión. Si como afirman Cutler  et al., de una

relación entre conceptos no se sigue una relación entre los objetos

especificados en dichos conceptos, tampoco de una separación entre

los conceptos puede derivarse una separación entre los objetos. Cutler 

et al. sólo consiguen mantener la identidad de cada uno de los objetos

y la separación entre los mismos, sobre la base de especificar uno de

los objetos en un tipo de discurso y el otro en un tipo de discurso

diferente.

Pasemos a nuestro segundo problema. ¿Puede considerarse el

«asegurar las condiciones de existencia» como una articulación de

elementos? Cualquiera que sea la concepción que se tenga de una

relación de articulación, ésta debe incluir, en todo caso, un sistema de

 posiciones diferenciales; y, dado que este sistema constituye una

configuración, surge necesariamente el problema del carácter relacio-

nal o no de la identidad de los elementos intervinientes. ¿Puede consi-

derarse que el «asegurar las condiciones de existencia» constituye un

terreno analítico adecuado para plantear los problemas que suscita

este momento relacional? Es evidente que no. Asegurar la condición de

existencia de algo es llenar un requerimiento lógico de la existencia de

un objeto, pero no constituye una relación de existencia entre dos

objetos. (Ciertas formas jurídicas, por ejemplo, pueden aportar las

condiciones de existencia de ciertas relaciones de producción sin que la

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existencia de estas últimas, sin embargo, se verifiquen). Por otro lado,

si consideramos las relaciones existentes —y no meramente la compa-

tibilidad lógica— entre un objeto y la o las instancias que aseguran sus

condiciones de existencia, es evidente que aquellas relaciones no

 pueden pensarse a parti r del hecho de que esas instancias aseguren las

condiciones de existencia de ese objeto, simplemente porque ese

aseguramiento no constituye una relación. En consecuencia, es necesa-

rio pasar a un terreno diferente si se quiere pensar la especificidad de

la relación de articulación.

Hirst y Wooley afirman: «[...] Él (Althusser) concibe a las relacio-

nes sociales como totalidades, como un conjunto dominado por un

 principio determinativo último. Este conjunto debe ser coherente

consigo mismo y sujetar a todos los agentes y relaciones de su domi-

nio. Nosotros, por el contrario, consideramos a las relaciones sociales

como agregados de instituciones, formas de organización, prácticas y

agentes que no responden a ningún principio causal o coherencia

lógica única, que pueden diferir y en realidad difieren en forma, y que

no son esen-[117]ciales los unos con relación a los otros [...]»10. Este

 párrafo encierra todos los problemas que una deconstrucción pura-

mente lógica plantea. El rechazo de la noción de totalidad se verifica en

términos del carácter no esencial de los lazos que unen a los elementos

de esa presunta totalidad. En esto no tenemos desacuerdos. Pero una

vez que se han especificado elementos tales como «instituciones»,

«formas de organización», «agentes», etc., podemos preguntarnos: si

estos agregados son considerados —a diferencia de la totalidad— 

10 P. Hirst y P. Wooley, Social relations and human attributes, Londres, 1982, p.

134.

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objetos legítimos de la teorización social, ¿debemos concluir que las

relaciones entre los elementos internos componentes de cada uno de

ellos son esenciales y necesarias? Si la respuesta es sí, está claro que

hemos pasado de un esencialismo de la totalidad a un esencialismo de

los elementos; hemos simplemente reemplazado a Spinoza por Leib-

nitz, con la diferencia de que el papel de Dios ya no consistiría en

establecer ninguna armonía entre los elementos, sino en asegurar la

independencia de los mismos. Si, por el contrario, se afirma que las

relaciones entre esos elementos internos no son ni esenciales ni

necesarias, entonces, aparte de tener que especificar la naturaleza de

relaciones que han sido caracterizadas de modo puramente negativo,

estamos obligados a explicar por qué esas relaciones no necesarias

entre componentes internos de los objetos «legítimos» no pueden

existir  entre los propios objetos legítimos. En el caso de que esto

último fuera posible, una cierta noción de totalidad podría ser reintro-

ducida, con la diferencia de que en este caso ya no se trataría de un

 principio subyacente que unificaría a la «sociedad», sino de un conjun-

to de efectos totalizantes en el interior de un complejo relacional

abierto. Pero si nos movemos tan sólo dentro de la alternativa exclu-yente «relaciones esenciales o identidades no relaciónales», todo

análisis social consiste en un espejismo: en la búsqueda de esos elusi-

vos átomos lógicos que serían irreductibles a toda división ulterior.

El problema es que toda esta discusión acerca de la separación

entre elementos y objetos ha eludido una cuestión previa y fundamen-

tal: la del terreno en el que la separación se verifica y que, por tanto, la

explica. Pero está claro que al eludirse este problema del terreno, dos

alternativas muy clásicas vuelven a introducirse de contrabando en el

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análisis o bien los objetos están separados en tanto son elementos

conceptualmente no implicados —en cuyo caso se trata de una separa-

ción lógi-[118]ca; o bien están separados en tanto objetos empírica-

mente dados —en cuyo caso es imposible eludir la categoría de «expe-

riencia». Es decir, que al no especificar el terreno de la unidad o

separación entre objetos, volvemos a recaer en la alternativa raciona-

lismo o empirismo que la corriente Hindess/Hirst intenta por todos los

medios eludir. Esta situación insatisfactoria estaba, en realidad,

 predeterminada desde un comienzo: desde el instante en que la crítica

al racionalismo althusseriano adoptara la forma de una crítica a las

conexiones lógicas que aquél postulara entre los diversos elementos de

la «totalidad». Y esto en razón de que dicha deconstrucción lógica sólo

 puede hacerse en tanto que se especifican y fi jan conceptualmente los

«elementos» desconectados; es decir, en tanto que se adjudica a éstos

una identidad inequívoca y plena. A partir de este punto el único

camino abierto es una pulverización lógica de lo social y un descripti-

vismo teóricamente agnóstico de las «situaciones concretas».

Y, sin embargo, en la formulación althusseriana original había elanuncio de una empresa teórica muy distinta: la de romper con el

esencialismo ortodoxo, no a través de la desarticulación lógica de sus

categorías y de la consecuente fijación de la identidad de los elementos

desagregados, sino de la crítica a todo tipo de fijación, de la afirmación

del carácter incompleto, abierto y políticamente negociable de toda

identidad. Esta era la lógica de la sobredeterminación. Para ella el

sentido de toda identidad está sobredeterminado en la medida en que

toda literalidad aparece constitutivamente subvertida y desbordada; es

decir, en la medida en que, lejos de darse una totalización esencialista

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o una separación no menos esencialista entre objetos, hay una presen-

cia de unos objetos en otros que impide fijar su identidad. Los objetos

aparecen articulados, no en tanto que se engarzan como las piezas de

un mecanismo de relojería, sino en la medida en que la presencia de

unos en otros hace imposible suturar la identidad de ninguno de ellos.

El examen de la historia del marxismo que hemos emprendido en los

dos capítulos precedentes nos ha mostrado, en tal sentido, un espectá-

culo bien distinto del que nos pinta el positivismo ingenuo del socia-

lismo «científico»: lejos de un juego racionalista en el que agentes

sociales perfectamente constituidos en torno a intereses libran una

lucha que es definida por parámetros transparentes, hemos visto las

dificultades de la clase obrera para constituirse como sujeto histórico;

la dispersión y fragmentación de sus posicionalidades; el surgimiento

de forma de reagregación social y política —«bloque histórico»,

«voluntad colectiva», [119] «masas», «sectores populares»— que defi-

nen nuevos objetos y nuevas lógicas de constitución de los mismos. Es

decir, que estamos en el campo de la sobredeterminación de unas

identidades por otras y de la relegación de toda forma de fijación

 paradigmática al horizonte último de la teoría. Es esta lógica específicade la sobredeterminación la que debemos ahora intentar determinar.

ARTICULACIÓN Y DISCURSO

En el contexto de esta discusión, llamaremos articulación a toda

 práctica que establece una relación tal entre elementos, que la identi-

dad de éstos resulta modificada como resultado de esa práctica. A la

totalidad estructurada resultante de la práctica articulatoria la llama-

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remos discurso. Llamaremos momentos a las posiciones diferenciales,

en tanto aparecen articuladas en el interior de un discurso. Llamare-

mos, por el contrario, elemento a toda diferencia que no se articula

discursivamente. Estas distinciones, para ser correctamente entendi-

das, requieren tres tipos de precisiones básicas: en lo que se refiere al

tipo de coherencia específica de una formación discursiva; en cuanto a

las dimensiones de lo discursivo, y en cuanto a la apertura o el cierre

que una formación discursiva presenta.

1. Una formación discursiva no se unifica ni en la coherencia lógi-

ca de sus elementos, ni en el a priori de un sujeto trascendental, ni en

un sujeto que es fuente de sentido —como en Husserl— ni en la

unidad de una experiencia. El tipo de coherencia que atribuimos a unaformación discursiva es cercano —con las diferencias que especifica-

remos luego— al que caracteriza al concepto de «formación discursi-

va» elaborado por Foucault: la regularidad en la dispersión. En la

 Arqueología del saber, Foucault rechaza cuatro hipótesis acerca del

 principio unif icante de una formación discursiva —la referencia al

mismo objeto, un estilo común en la producción de enunciados, laconstancia de los conceptos y la referencia a un tema común— y hace

de la dispersión misma el principio de unidad, en la medida en que

esta dispersión está gobernada por reglas de formación, por las com-

 plejas condiciones de existencia de los elementos dispersos11. Una

observación es necesaria en este punto. Una dispersión gobernada por 

reglas puede ser vista [120] desde dos perspectivas simétricamente

11 M. Foucault, Archeology of knowledge, Londres, 1972, pp. 31-39 [La arqueolo-

 gía del saber, México, Siglo XXI, 11.a ed., 1986].

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opuestas. En primer término, en cuanto dispersió ; esto exige deter-

minar el punto de referencia respecto al cual los elementos pueden ser 

 pensados como dispersos. (En el caso de Foucault es claro que puede

hablarse de dispersión sólo con referencia al tipo de unidad ausente

constituida en torno al objeto común, al estilo, a los conceptos y al

tema). Pero la formación discursiva puede ser vista también desde la

 perspectiva de la regularidad en la dispersión y pensarse en tal sentido

como conjunto de posiciones diferenciales. Este conjunto de posiciones

diferenciales no es la expresión de ningún principio subyacente

exterior a sí mismo —no es susceptible, por ejemplo, ni de una lectura

hermenéutica ni de una combinatoria estructuralista—, pero constitu-

ye una configuración, que en ciertos contextos de exterioridad puede

ser  significada como totalidad. Dado que nuestro interés primario es

en las prácticas articulatorias, es en este segundo aspecto en el que

debemos concentrarnos especialmente. Ahora bien, en una totalidad

discursiva articulada, en la que todo elemento ocupa una posición

diferencial —en nuestra terminología: en la que todo elemento ha sido

reducido a momento de esa totalidad— toda identidad es relacional y

dichas relaciones tienen un carácter necesario. Benveniste, por ejem-

 plo, af irma respecto al principio saussuriano de valor:

[...] Decir que los valores son «relativos» significa que ellos son relativos los

unos respecto a los otros. Pues bien, ¿no es ésta justamente la prueba de su

necesidad? [...] Quien dice sistema dice ordenamiento y adecuación de las

 partes en una estructura que trasciende y explica sus elementos. Todo esaquí tan necesario que las modificaciones del conjunto y del detalle se

condicionan recíprocamente. La relatividad de los valores es la mejor 

 prueba de que ellos dependen estrechamente el uno del otro en la sincronía

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de un sistema siempre amenazado, siempre restaurado. Es que todos los

valores son de oposición y no se definen más que por su diferencia [...]. Si la

lengua es algo diferente de un conglomerado fortuito de nociones erráticas

y de sonidos emitidos al azar, es porque hay una necesidad inmanente a su

estructura, como a toda estructura [...]12. 

La necesidad no deriva, por tanto, de un principio subyacente, si-no de la regularidad de un sistema de posiciones estructurales. En tal

sentido, ninguna relación puede ser contingente o de exterioridad, ya

que pensar una relación como contingente implica especificar la

identidad de sus elementos intervinientes [121] al margen de las

relaciones. Pero esto no es otra cosa que afirmar que, en una formación

discursivo-estructural constituida de este modo, la práctica de laarticulación es imposible, ya que ésta supone operar sobre elementos,

mientras que aquí nos encontramos con momentos de una totalidad

cerrada y plenamente constituida, en la que todo movimiento es

subsumido de antemano bajo el principio de la repetición. Según

veremos, si la contingencia y la articulación son posibles es porque

ninguna formación discursiva es una totalidad suturada, y porque, por tanto, la fijación de los elementos en momentos no es nunca completa.

2. Nuestro análisis rechaza la distinción entre prácticas discursi-

vas y no discursivas y afirma: a) que todo objeto se constituye como

objeto de discurso, en la medida en que ningún objeto se da al margen

de toda superficie discursiva de emergencia; b) que toda distinción

entre los que usualmente se denominan aspectos lingüísticos y prácti-

12 E. Benveniste, Problems in generallinguistics, Miami, 1971, pp. 47-48 [Proble-

mas de lingüística general, México, Siglo XXI, 2 vols., 1971-74].

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cos (de acción) de una práctica social, o bien son distinciones incorrec-

tas, o bien deben tener lugar como diferenciaciones internas a la

 producción social de sentido, que se estructura bajo la forma de

totalidades discursivas. Foucault, por ejemplo, que ha mantenido una

distinción —incorrecta en nuestra opinión— entre prácticas discursi-

vas y no discursivas13, cuando intenta determinar la totalidad relacio-

nal que funda la regularidad de las dispersiones de una formación

discursiva, sólo puede hacerlo en términos de una práctica discursiva:

[... ] La medicina clínica debe ser vista] como el establecimiento de una

relación, en el discurso médico, entre una serie de elementos distintos,

algunos de los cuales se refieren al papel de los médicos, otros al lugar 

técnico e institucional desde el que ellos [122] hablan, otros a, su posicióncomo sujetos que perciben, observan, describen, enseñan, etc. Puede

afirmarse que esta relación entre elementos distintos (algunos de los cuales

son nuevos, en tanto que otros ya existían) es establecida por el discurso

13 En un penetrante estudio acerca de los límites del método arqueológico de

Foucault, B. Brown y M. Cousins («The linguistic fault: the case of Foucault's archaeolo-

gy», Economy and Society, agosto de 1980, vol. 9, num. 3) afirman: «[Foucault] no

efectúa una distribución de los fenómenos en dos clases de ser, el Discurso y lo no-

discursivo. Para él la cuestión es siempre la identidad de las formaciones discursivas

 par ticula res . Lo que está fuera de una formac ión discurs iva par ti cu la r, es tá si mpleme n-

te fuera de ella. No se incorpora por esto a las filas de una forma general de ser, lo no-

discursivo». Esto es indudablemente cierto en lo que respecta a una posible «distribu-

ción de los fenómenos en dos clases de ser», es decir, en lo que respecta a un discurso

que estableciera divisiones regionales en el interior de una totalidad. Pero esto noelimina el problema relativo a la forma de concebir lo discursivo. La aceptación de

entidades no-discursivas no tiene solamente una importancia topográfica; modifica

también el concepto de discurso.

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clínico; es éste, en cuanto práctica, que establece entre todos ellos un

sistema de relaciones que no está «realmente» dado o constituido a priori; y

si hay una unidad, si las modalidades de enunciación que él emplea, o a las

que él da lugar no están simplemente yuxtapuestas por una serie de contin-

gencias históricas, es porque él hace uso constante de este grupo de relacio-

nes [...]14.

Dos puntos deben subrayarse aquí. El primero, que si se analizan

los presuntos complejos no-discursivos —instituciones, técnicas,

organización productiva, etc.— solamente nos encontraremos con

formas más o menos complejas de relaciones diferenciales entre

objetos, que no brotan de una necesidad exterior al sistema que las

estructura y que sólo es posible concebir, por tanto, como articulacio-nes discursivas. El segundo es que la lógica misma del argumento de

Foucault acerca del carácter articulante del discurso clínico implica

que, al menos parcialmente, la identidad de los elementos articulados

debe ser modificada por dicha articulación; es decir, que la categoría de

dispersión permite pensar sólo parcialmente la especificidad de las

regularidades. El estatus de las entidades dispersas se constituye enalguna región intermedia entre los elementos y los momentos15. [123]

14 M. Foucault, ob. cit., pp. 53-54. H. L. Dreyfus y P. Rabinow, en su libro sobre

Foucault (Michel Foucault. Beyond structuralism an hermeneutics, Chicago, 1982, pp.

65-66), advierten la importancia potencial de este pasaje, pero rechazan demasiado

rápidamente sus implicaciones, en favor de una concepción de las instituciones como

«no-discursivas».15 Lo que, estrictamente, está implicado aquí es el concepto de «formación». El

 problema puede ser formulado, en su forma más genera l, de la sigu iente manera: si lo

que caracteriza a la formación es la regularidad en la dispersión, ¿cómo es posible

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 No podemos entrar aquí en todas las complejidades de una teoría

del discurso tal como la concebimos, pero debemos indicar al menos

los siguientes puntos básicos a los efectos de impedir las incompren-

siones más habituales.

a. El hecho de que todo objeto se constituya como objeto de dis-

curso no tiene nada que ver con la cuestión acerca de un mundoexterior al pensamiento, ni con la alternativa realismo/ idealismo. Un

terremoto o la caída de un ladrillo son hechos perfectamente existentes

en el sentido de que ocurren aquí y ahora, independientemente de mi

voluntad. Pero el hecho de que su especificidad como objetos se

construya en términos de «fenómenos naturales» o de «expresión de la

ira de Dios», depende de la estructuración de un campo discursivo. Loque se niega no es la existencia, externa al pensamiento, de dichos

objetos, sino la afirmación de que ellos puedan constituirse como

objetos al margen de toda condición discursiva de emergencia.

entonces determinar los límites de esa formación? Supongamos que hay una entidad

discursiva o diferencia que es exterior a la formación, pero que es absolutamente

regular en esta exterioridad. Si el sólo criterio en juego es la dispersión, ¿cómo es

 posible establecer la «ex ter iori dad» de esa di fe renc ia? La primera cues tión a decidi r 

debe ser, en tal caso, si la determinación de los límites depende o no de un concepto de

«formación» que se sobreimpone al hecho arqueológico. Si aceptamos la primera

 pos ib il idad , est am os si mplem ente introducien do una entid ad del mismo tipo de

aquéllas que habían sido metodológicamente excluidas al comienzo —«obra», «tradi-

ción», etc. Si aceptamos la segunda posibilidad, está claro que, dentro del propio

material arqueológico, deben existir ciertas lógicas que producen efectos de totalidadcapaces de construir los límites y, por tanto, de constituir la formación. Como argu-

mentaremos más tarde en el texto, éste es el papel desempeñado por las lógicas de la

equivalencia.

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b. En la raíz del prejuicio anterior se encuentra un supuesto que

debemos rechazar: el del carácter  mental del discurso. Frente a esto,

afirmaremos el carácter  material de toda estructura discursiva. Supo-

ner lo contrario es aceptar una dicotomía muy clásica: la existente

entre un campo objetivo constituido al margen de toda intervención

discursiva y un «discurso» consistente en la pura expresión del pensa-

miento. Esta es, precisamente, la dicotomía que numerosas corrientes

del pensamiento contemporáneo han tratado de romper 16. La teoría de

los actos de lenguaje, por ejemplo, ha subrayado el carácter performa-

tivo de los mismos. Los juegos de lenguaje, en Wittgenstein, incluyen

en una totalidad inescindible al lenguaje y a las acciones que están

entretejidas con el mismo. «[...] A está llevando a cabo una construc-

ción: hay bloques, pilares, losas y vigas. B tiene que pasar las piedras, y

en el orden en que A las nece-[ 124] sita. A estos efectos ellos usan un

lenguaje que consiste en las palabras "bloque", "pilar", "losa", "viga". A

las pide. B las lleva en el orden en que él ha aprendido, a llevarlas en

respuesta a un tal pedido [...]»17. La conclusión es inevitable: «[...]

16 Comenzando por la fenomenología. Merleau-Ponty concibió el proyecto de

una fenomenología existencial como el intento de superar el dualismo entre el «en-sí» y

el «para-sí» y de establecer un terreno que permitiera ir más allá de las oposiciones que

una filosofía como la de Sartre consideraba insuperables. El fenómeno es así concebido

como el punto en que se establece un contacto entre «la cosa» y «la mente», y la

 percepción como un nivel fundante más primario que el Cogito. Los límites de la

concepción del sentido inherente a toda fenomenología, en la medida en que se basa en

la irreductibilidad de «lo vivido», no deben hacernos olvidar que en algunas de sus

formulaciones —y particularmente en la obra de Merleau-Ponty— encontramosalgunos de los intentos más radicales por romper con el esencialismo inherente a toda

forma de dualismo.

17 L. Wittgenstein, Philosophical investigations, Oxford, 1983, p. 3.

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Llamaré también al conjunto, consistente en el lenguaje y en las

acciones en las que él está entretejido, "juego de lenguaje" [...]»18. Está

claro que las propiedades materiales mismas de los objetos forman

 parte aquí de lo que Wittgenstein llama «juego de lenguaje», que es un

caso de lo que hemos llamado discurso. Lo que constituye una posición

diferencial y, por tanto, una identidad relacional con ciertos elementos

lingüísticos, no es la «idea» de piedra o de losa, sino la piedra y la losa

en cuanto tales. (La conexión con la idea de piedra no ha sido suficien-

te, hasta donde sepamos, para construir ningún edificio.) Los elemen-

tos lingüísticos y no lingüísticos no están meramente yuxtapuestos,

sino que constituyen un sistema diferencial y estructurado de posicio-

nes —es decir, un discurso. Las posiciones diferenciales consisten, por 

tanto, en una dispersión de elementos materiales muy diversos19. 

Podría argüirse que, en el caso anterior, la unidad discursiva es la

unidad ideológica de un proyecto; pero esto no es así. El mundo

18 Ibid, p. 5.

19 A la objeción de cierto tipo de marxismo, que sostiene que tal punto de vista

acerca de la primacía de lo discursivo pondría en cuestión el «materialismo», lesugerimos simplemente una ojeada a los textos de Marx. Y especialmente a El capital:

no sólo al famoso pasaje acerca de la abeja y el arquitecto al comienzo del capítulo

sobre el proceso de trabajo, sino también al conjunto del análisis de la forma valor,

donde la lógica misma del proceso de producción de mercancías —el fundamento de la

acumulación capitalista— es presentada como una lógica estrictamente social, que sólo

se impone a través de establecer una relación de equivalencia entre objetos material-

mente distintos. Desde la primera página se afirma (como comentario a la afirmación

de Barbon) de que «[...] las cosas tienen una virtud intrínseca que tiene en todas partes

la misma virtud, como el imán de atraer el hierro [...]»: «[...] La propiedad del imán de

atraer el hierro sólo pasó a ser útil cuando condujo al descubrimiento de la polaridad

magnética [...]».

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objetivo se estructura en secuencias relaciónales que no tienen un

sentido finalístico y que, en verdad, en la mayor parte de los casos,

tampoco requieren ningún sentido precisable: basta que ciertas regula-

ridades establezcan posiciones diferenciales para que podamos hablar 

de una formación discursiva. Dos importantes consecuencias se siguen

de esto: la primera, que la materialidad del discurso no puede encon-

trar el momento de su unidad en la experiencia o la conciencia de un

[125] sujeto fundante, ya que el discurso tiene una existencia objetiva y

no subjetiva; por el contrario, diversas posiciones de sujeto aparecen

dispersas en el interior de una formación discursiva. La segunda

consecuencia es que la práctica de la articulación como fija-

ción/dislocación de un sistema de diferencias tampoco puede consistir 

en meros fenómenos lingüísticos, sino que debe atravesar todo el

espesor material de instituciones, rituales, prácticas de diverso orden, a

través de las cuales una formación discursiva se estructura. El recono-

cimiento de esta complejidad y del carácter discursivo de la misma se

fue abriendo camino oscuramente en el campo de la teorización

marxista, y adoptó una forma característica: la afirmación creciente, de

Gramsci a Althusser, del carácter material de las ideologías, en tanto

que estas no son simples sistemas de ideas, sino que se encarnan en

instituciones, rituales, etc. Lo que, sin embargo, constituyó un obstácu-

lo para la plena explicitación teórica de esta intuición fue que, en todos

los casos, ella era aplicada a las ideologías;es decir, a formaciones cuya

unidad era pensada bajo el concepto «superestructura». Se trataba, por 

tanto, de una unidad apriorística respecto a la dispersión de su mate-

rialidad, lo que exigía apelar ya sea al papel unificante de una clase

(Gramsci), ya a los requerimientos funcionales de la lógica de la

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reproducción (Althusser). Pero una vez que este supuesto esencialista

es abandonado, es el estatus teórico de la categoría de articulación el

que cambia: la articulación es una práctica discursiva que no tiene un

 plano de consti tución a priori o al margen de la dispersión de los

elementos articulados.

c. Finalmente, debemos preguntarnos por el sentido y la produc-tividad de esta centralidad que hemos asignado a la categoría de

discurso. La respuesta es que a través de ella logramos una ampliación

considerable del campo de la objetividad, y la creación de las condicio-

nes que nos permiten pensar numerosas relaciones con las que el

análisis de los capítulos anteriores nos enfrentara. Supongamos que

intentáramos analizar las relaciones sociales sobre la base del tipo deobjetividad que construye el discurso de las ciencias naturales. Esto

inmediatamente establece límites estrictos, tanto a los objetos que es

 posible construir dentro de este discurso, como a las relaciones que

 pueden establecerse entre los mismos. Ciertas relaciones y ciertos

objetos están de antemano excluidos. Por ejemplo, la metáfora como

relación objetiva entre dos entidades es imposible. Pero esto excluye la

 posibilidad de pensar la especificidad de una amplia variedad de

relaciones entre objetos del campo social y político. Lo que hemos

caracterizado como «enumera-[ 126] ción comunista», por ejemplo, se

funda en el establecimiento de una relación de equivalencia entre

diversos sectores de clase en el interior de una división del espacio

social en dos campos antagónicos. Ahora bien, esta equivalencia

supone la operación del principio de analogía entre contenidos literal-

mente diversos; ¿y qué es esto, sino una transposición metafísica? Es

importante advertir que la equivalencia constituida a través de la

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enumeración comunista no es la expresión discursiva de un movimien-

to real que se constituiría al margen del discurso; por el contrario, este

discurso enumerativo es una fuerza real, que contribuye a moldear y

constituir las relaciones sociales. Lo mismo ocurre con una noción

como la de «contradicción» —sobre la que volveremos más adelante—.

En la medida en que consideremos las relaciones sociales desde el

 punto de vista de un paradigma naturalista, la contradicción está

excluida. Pero en la medida en que las relaciones sociales se construyen

discursivamente, la contradicción pasa a ser posible. si la clásica

noción de «objeto real» excluye la posibilidad de la contradicción, el

carácter discursivo de lo social pasa a hacerla posible, ya que puede

existir una relación de contradicción entre dos objetos de discurso. La

 principal consecuencia de romper con la dicotomía discursivo/extra-

discursivo es abandonar también la oposición pensamiento/realidad y,

 por consiguiente, ampliar inmensamente el campo de las categorías

que pueden dar cuenta de las relaciones sociales. sinonimia, metoni-

mia, metáfora, no son formas de pensamiento que aporten un sentido

segundo a una literalidad primaria a través de la cual las relaciones

sociales se constituirían, sino que son parte del terreno primariomismo de constitución de lo social. El rechazo de la dicotomía pensa-

miento/realidad debe ir acompañada de un repensamiento e interpene-

tración de las categorías que hasta ahora habían sido pensadas como

exclusivas de uno u otro de sus dos términos.

3. Sin embargo, la transición a la totalidad relacional que hemos

denominado «discurso» difícilmente solucionaría nuestros problemas

iniciales, si la lógica relacional y diferencial de la totalidad discursiva

se impusiera sin limitación alguna. En tal caso nos encontraríamos con

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 puras relaciones de necesidad y, según señaláramos anteriormente, la

articulación sería imposible, ya que todo «elemento» sería ex definitio-

ne «momento». Esta conclusión se impone, sin embargo, sólo si

aceptamos que la lógica relacional del discurso se realiza hasta sus

últimas [127] consecuencias y no es limitada por ningún exterior 20.

Pero si aceptamos, por el contrario, que una totalidad discursiva nunca

existe bajo la forma de una positividad simplemente daday delimitada,

en ese caso la lógica relacional es una lógica incompleta y penetrada

 por la contingencia. La transición de los «elementos» a los «momentos»

nunca se realiza totalmente. Se crea así una tierra de nadie que hace

 posible la práctica articulatoria. En este caso no hay identidad social

que aparezca plenamente protegida de un exterior discursivo que la

deforma y le impide suturarse plenamente. Pierden su carácter necesa-

rio tanto las relaciones como las identidades. Las relaciones, como

conjunto estructural sistemático, no logran absorber a las identidades;

 pero como las identidades son puramente" relaciónales, ésta no es sino

otra forma de decir que no hay identidad que logre constituirse plena-

mente. En tal caso, todo discurso de la fijación pasa a ser metafórico: la

literalidad es, en realidad, la primera de las metáforas.

Con esto llegamos a un punto decisivo de nuestro argumento. El

carácter incompleto de toda totalidad lleva necesariamente a abando-

nar como terreno de análisis el supuesto de «la sociedad» como

20 Con este «exterior» no estamos reintroduciendo la categoría de lo «extradis-

cursivo». El exterior está constituido por otros discursos. Es la naturaleza discursiva deeste exterior la que crea las condiciones de vulnerabilidad de todo discurso, ya que

nada lo protege finalmente de la deformación y desestabilización de su sistema de

diferencias por parte de otras articulaciones discursivas que actúan desde fuera de él.

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totalidad suturada y autodefinida. «La sociedad» no es un objeto

legítimo de discurso. No hay principio subyacente único que fije —y

así constituya— al conjunto del campo de las diferencias. La tensión

irresoluble interioridad/exterioridad es la condición de toda práctica

social: la necesidad sólo existe como limitación parcial del campo de la

contingencia. Es en el terreno de esta imposibilidad tanto de la interio-

ridad como de una exterioridad totales, que lo social se constituye.

Pero el hecho mismo de que la reducción de lo social a la interioridad

de un sistema fijo de diferencias es imposible, implica que también lo

es la pura exterioridad, ya que las identidades, para ser  totalmente

externas las unas respecto a las otras, requerirían ser totalmente

internas respecto a sí mismas: es decir, tener una identidad plenamente

constituida que no es subvertida por ningún exterior. Pero esto es

 precisamente lo que acabamos de rechazar. Este campo de identidades

que nunca lo-[128]gran ser plenamente fijadas es el campo de la

 sobredeterminación.

 Ni la fijación absoluta ni la no fijación absoluta son, por tanto,

 posibles. Consideremos a estos dos momentos sucesivos. La no fija-

ción, en primer término. Hemos hablado de «discurso» como de un

sistema de identidades diferenciales —es decir, de momentos. Pero

acabamos de ver que un sistema tal sólo existe como limitación parcial

de un «exceso de sentido» que lo subvierte. Este «exceso», en la medida

en que es inherente a toda situación discursiva, es el terreno necesario

de constitución de toda práctica social. Lo designaremos con el nombre

de campo de la discursividad  —tratando de señalar con este término la

forma de su relación con todo discurso concreto: él determina a la vez

el carácter necesariamente discursivo de todo objeto, y la imposibili-

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dad de que ningún discurso determinado logre realizar una sutura

última. En este punto, nuestro análisis confluye con varias corrientes

del pensamiento contemporáneo que —de Heidegger a Wittgenstein— 

han insistido en la imposibilidad de fijar significados últimos. Derrida,

 por ejemplo, parte de una cesura radical en la historia del concepto de

estructura, constituida por el momento en que el centro —el significa-

do trascendental bajo sus diversas formas: eidos, arche, telos, energeia,

ousía, alétheia, etc., es abandonado y con él la posibilidad de fijar un

 sentido exterior al flujo de las diferencias. En este punto Derrida

generaliza el concepto de discurso en un sentido coincidente con el de

nuestro texto.

[... ] se tornó necesario pensar tanto la ley que de algún modo gobierna eldeseo de un centro en la constitución de la estructura, y el proceso de la

significación que ordena los desplazamientos y sustituciones respecto a esta

ley de la presencia central —pero como una presencia central que nunca ha

sido idéntica a sí misma en su propio sustituto. Este sustituto no sustituye

nada que haya de algún modo existido antes de él, por consiguiente fue

necesario comenzar a pensar que no hay ningún centro, que el centro no

 podía ser pensado bajo la forma de un estar-presente, que el centro notenía ningún sitio natural, que no era un lugar fijo sino una función, una

especie de no-lugar en el que un número infinito de sustituciones de signos

 pasaba a operar. Este fue el momento en que el lenguaje invadió la proble-

mática universal, el momento en que, dada la ausencia de un centro u

origen, todo pasó a ser discurso —en la medida en que nos pongamos de

acuerdo sobre esta palabra—, es decir, un sistema en el que el significadocentral, el significado originario o trascendental, no está nunca absoluta-

mente presente más allá de un sistema de diferencias. [129] Esta ausencia

del significado trascendental extiende infinitamente el campo y el juego de

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la significación [...]21. 

Pasemos ahora a nuestra segunda dimensión. La imposibilidad de

fijación última del sentido implica que tiene que haber fijaciones

 parciales. Porque, en caso contrario , el flujo mismo de las diferencias

sería imposible. Incluso para diferir, para subvertir el sentido, tiene

que haber  un sentido. Si lo social no consigue fijarse en las formasinteligibles e instituidas de una sociedad, lo social sólo existe, sin

embargo, como esfuerzo por producir ese objeto imposible. El discurso

se constituye como intento por dominar el campo de la discursividad,

 por detener el flujo de las diferencias, por constituir un centro. Los

 puntos discursivos privilegiados de esta fijación parcial los denomina-

remos puntos nodales. (Lacan ha insistido en las fijaciones parciales através de su concepto de points de capito, es decir, de ciertos signifi-

cantes privilegiados que fijan el sentido de la cadena significante. Esta

limitación de la productividad de la cadena significante es la que

establece posiciones que hacen la predicación posible —un discurso

incapaz de dar lugar a ninguna fijación de sentido es el discurso del

 psicotico).

El análisis saussuriano de la lengua la consideraba como sistema

de diferencias, sin términos positivos; el concepto capital era el de

valor, según el cual el significado de un término es puramente relacio-

nal y se determina sólo por su posición a todos los otros. Pero esto ya

nos hace ver que las condiciones de posibilidad de un sistema tal son

las de un sistema cerrado: sólo en él es posible fijar de tal modo elsentido de cada elemento. Cuando el modelo lingüístico fue importado

21 J. Derrida, Writing and difference, Londres, 1978, p. 280.

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al campo general de las ciencias humanas, fue este efecto de sistemati-

cidad el que predominó, y de tal modo el estructuralismo se constituyó

como una nueva forma de esencialismo: como la búsqueda de las

estructuras subyacentes que constituyen la ley inmanente de toda

 posible variación. La crítica al estructuralismo se llevó a cabo en

ruptura con esta concepción del espacio estructural como espacio

 plenamente consti tuido; pero como al mismo tiempo se rechazó todo

retorno a una concepción de unidades cuya delimitación estaría dada,

al modo de una nomenclatura, por su referencia a un objeto, la concep-

ción resultante fue la de un espacio relacional que no logra, sin embar-

go, llegar a constituirse como tal, de un campo dominado por el deseo

de una estructura que está siempre finalmente ausente. El signo [130]

es el nombre de una escisión, de una imposible sutura entre significan-

te y significado22. 

Tenemos, pues, todos los elementos analíticos necesarios para

 precisar el concepto de articulación. En la medida en que toda identi-

22 Una serie de trabajos recientes han extendido esta concepción acerca de la im-

 pos ib il idad de sutura y, por consigu iente, de una últ ima inte ligibi lidad interna de todo

sistema relacional, al propio sistema que era tradicionalmente presentado como

modelo de una pura lógica estructural: es decir, la lengua. F. Gadet y M. Pecheux, por 

ejemplo, han señalado respecto a Saussure: «[...] Frente a las teorías que aislan lo

 poét ico como un lugar de efectos especiales, el trabajo de Saussu re [...] hace de lo

 poét ico un des lizamien to inter no a todo lengua je : lo que Saussu re ha es tablecido no es

una propiedad del verso saturniano, ni siquiera de la poesía, sino una propiedad del

 pro pio lenguaje [...]» {La langue introuvable, París, 1981, p. 57). Cf. también F. Gadet,«La double faille», Actes du Colloque Sociolinguistique de Rouen, 1978; C. Normand,

«L'arbitraire du signe comme phénomène de déplacement», Dialectiques, 1972, nums.

1-2; J. C. Milner, L'amour de la langue, Paris, 1978.

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dad es relacional, pero el sistema de relación no consigue fijarse en un

conjunto estable de diferencias; en la medida en que todo discurso es

subvertido por un campo de discursividad que lo desborda; en tal caso

la transición de los «elementos» a los «momentos» no puede ser nunca

completa. El estatus de los «elementos» es el de significantes flotantes,

que no logran ser articulados a una cadena discursiva. Y este carácter 

flotante penetra finalmente a toda identidad discursiva (es decir,

social). Pero si aceptamos el carácter incompleto de toda formación

discursiva y, al mismo tiempo, afirmamos el carácter relacional de toda

identidad, en ese caso el carácter ambiguo del significante, su no

fijación a ningún significado, sólo puede existir en la medida que hay

una proliferación de significados. No es la pobreza de significados,

sino, al contrario, la polisemia, la que desarticula una estructura

discursiva. Esto es lo que establece la dimensión sobredeterminada,

simbólica, de toda formación social. La sociedad no consigue nunca ser 

idéntica a sí misma, porque todo punto nodal se constituye en el

interior de una intertextualidad que lo desborda. La práctica de la

articulación consiste, por tanto, en la construcción de puntos nodales

que fijan parcialmente el sentido; y el carácter parcial de esa fijación

 procede de la apertura de lo social, resultante a su vez del constante

desbordamiento de todo discurso por la infinitud del campo de la

discursividad.

Toda práctica social es, por tanto, en una de sus dimensiones, ar-

ticulatoria, ya que al no ser el momento interno de una totalidad

autodefinida, no puede ser puramente la expresión de [131] algo

adquirido —no puede, en consecuencia, ser íntegramente subsumida

 bajo el principio de repetición— sino que consiste siempre en la

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construcción de nuevas diferencias. Lo social es articulación en la

medida en que lo social no tiene esencia —es decir, en la medida en

que la «sociedad» es imposible. Decíamos antes que, en lo que se

refiere a lo social la necesidad sólo existe como esfuerzo parcial por 

limitar la contingencia. Esto implica que las relaciones entre «necesi-

dad» y «contingencia» no pueden concebirse como las existentes entre

dos áreas delimitadas y exteriores la una a la otra —al estilo, por 

ejemplo, de la previsión morfológica en Labriola—, ya que lo contin-

gente sólo existe en el interior de lo necesario. Esta presencia de lo

contingente en lo necesario es lo que hemos llamado subversión, y se

manifiesta bajo las formas de simbolización, de metaforización, de

 paradoja, que deforman y cuestionan el carácter literal de toda necesi-

dad. La necesidad, por tanto, no existe bajo la forma de principiosubyacente, de fundamento, sino como esfuerzo de literalización que

fija las diferencias de un sistema relacional. La necesidad de lo social es

la necesidad propia de identidades puramente relaciónales —como en

el caso del principio lingüístico del valor 23 —; no la «necesidad» natural

o la necesidad de un juicio analítico. «Necesario», en tal sentido,

equivale simplemente a «sistema de posiciones diferenciales en unespacio suturado».

Esta forma de acercarnos al problema de la articulación parecería

contener todos los elementos necesarios para resolver las aparentes

antinomias a que nos enfrentara la lógica de la hegemonía: por un lado,

el carácter abierto e incompleto de toda identidad social permite su

articulación a diferentes formaciones histórico-discursivas —es decir,

23 Cf. lo que hemos señalado antes en lo que respecta a la crítica de Benveniste a

Saussure.

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a «bloques», en el sentido de Sorel y Gramsci; por otro lado, la identi-

dad de la misma fuerza articulante se constituye en el campo general

de la discursividad —lo que elimina toda referencia a un sujeto tras-

cendental u originario. Sin embargo, antes de formular nuestro con-

cepto de hegemonía, dos cuestiones previas deben ser tratada. La

 primera se vincula al estatus preciso que en nuestro análisis acordare-

mos a la categoría de «sujeto»; la segunda, al concepto de antagonismo,

ya que, en una de sus dimensiones capitales, la práctica articulatoria en

que la hegemonía consiste define su identidad por oposición a prácti-

cas articulatorias antagónicas. [132]

LA CATEGORÍA DE «SUJETO»

La discusión en torno a esta categoría requiere distinguir dos proble-

mas bien distintos, que con frecuencia han sido confundidos en

debates recientes: el problema relativo al carácter discursivo o predis-

cursivo del sujeto, y aquel relativo al tipo de relación existente entre

distintas posiciones de sujeto.

El primer problema es el que ha recibido una atención más con-

secuente, y ha adoptado la forma de un cuestionamiento creciente de la

«constitutividad», que tanto el racionalismo como el empirismo

atribuían a los «individuos humanos». Esta crítica ha tomado básica-

mente tres formas: la crítica a una concepción del sujeto que hace de él

un agente racional y transparente a sí mismo; la crítica a la supuesta

unidad y homogeneidad entre el conjunto de sus posiciones, y la crítica

a la concepción que ve en él el origen y fundamento de las relaciones

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sociales (el problema de la constitutividad en sentido estricto). No

necesitamos referirnos en detalle a los rasgos esenciales de esa crítica,

ya que sus momentos clásicos —Nietzsche, Freud, Heidegger— son

 bien conocidos. Más recientemente, Foucault ha mostrado de qué

modo las tensiones de la «analítica de la finitud» característica de lo

que ha llamado la «Edad del Hombre», se resuelve en un conjunto de

oposiciones —lo empírico/lo trascendente, el Cogito/lo impensado, la

retirada/el retorno del origen—, que son insuperables en la medida en

que se mantenga la categoría de «Hombre» como sujeto unificado 24.

Otros análisis han mostrado las dificultades en romper con la categoría

de «sujeto originario», que continúa entrando de contrabando en las

mismas concepciones que intentan llevar a cabo la ruptura con ella25.

Respecto a esta alternativa y a sus diversos elementos constituti-

vos, nuestra posición es inequívoca. Siempre que en este texto utilice-

mos la categoría de «sujeto», lo haremos en el sentido de «posiciones

de sujeto» en el interior de una estructura discursiva. Por tanto, los

sujetos no pueden ser el origen de las relaciones sociales, ni siquiera en

el sentido limitado de estar dotados de facultades que posibiliten unaexperiencia, ya que toda «experiencia» depende de condiciones discur-

sivas de [133] posibilidad precisas26. Sin embargo, esto es sólo una

respuesta a nuestro primer problema, que no anticipa en nada la

solución que habrá de darse al segundo, ya que del carácter discursivo

24Cf. Michel Foucault, The order of things, Londres, 1970.

25 Cf  respecto a este punto, B. Brewster, «Fetishism in Capitai and Reading Capi-

tal», Economy and Society, 1976, voi. 5, num. 4; y P. Hirst, «Althusser and the theory of 

ideology», Economy and Society, 1976, vol. 5, num. 4.

26  Cf.ibid.

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de toda posición de sujeto no se sigue nada acerca del tipo de relación

que pueda existir entre dichas posiciones. Justamente por ser toda

 posición de sujeto una posición discursiva, participa del carácter 

abierto de todo discurso y no logra fijar totalmente dichas posiciones

en un sistema cerrado de diferencias. Las razones por las cuales estos

dos problemas bien distintos han podido ser confundidos son claras.

Como la afirmación del carácter discursivo de toda posición de sujeto

iba unida al rechazo de la noción de sujeto como totalidad originaria y

fundante, el momento analítico que debía afirmarse era el de la disper-

sión, la detotalización, el descentramiento de unas posiciones respecto

a las otras. Todo momento de articulación o relación entre las mismas

rompía los efectos cognoscitivos de la metáfora de la dispersión y

conducía a la sospecha de una retotalización que reintroduciría

subrepticiamente la categoría de sujeto como esencia unificada y

unificante. De ahí había sólo un paso a transformar esa dispersión de

 posiciones de sujeto en una separación efectiva entre las mismas. Pero

la transformación de una dispersión en separación crea obviamente,

todos los problemas analíticos que antes señaláramos —especialmente

los inherentes a un reemplazo del esencialismo de la totalidad por unesencialismo de los elementos. Si toda posición de sujeto es una

 posición discursiva, el análisis no puede prescindir de las formas de

sobredeterminación de unas posiciones por otras —del carácter 

contingente de toda necesidad que, según hemos visto, es inherente a

toda diferencia discursiva.

Consideramos dos casos que han dado lugar a importantes discu-

siones recientes: el del estatus de categorías aparentemente abstractas

 —«Hombre», en primer lugar— y el relativo al «sujeto» del feminismo.

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El primero está en el centro de todo el reciente debate en torno al

humanismo. Si el estatus del «Hombre»27 fuera el de una esencia, su

ubicación respecto a otros rasgos de los «seres humanos» se inscribiría

en una escala lógica que procedería de lo abstracto a lo concreto. Esto

abre el camino para todos los artificios de un análisis de las situaciones

concretas en términos de «alienación» y «falsa con-[135]ciencia». Pero

si, por el contrario, «Hombre» es una posición de sujeto discursiva-

mente construida, su carácter presuntamente abstracto no anticipa en

nada la forma de su articulación con otras posiciones de sujeto. (La

gama es aquí infinita, y desafía la imaginación de todo «humanista». Es

sabido cómo, por ejemplo, la equivalencia entre «derechos del Hom-

 bre» y «valores europeos» en los países coloniales ha consti tuido una

forma frecuente y eficaz de construir discursivamente la aceptabilidad

de la dominación imperialista). La confusión de E. P. Thompson en su

ataque a Althusser 28 reside justamente en este punto. Thompson

27 La ambigüedad emergente del uso de «hombre» para referirse al mismo tiempo

al «ser humano» y al «miembro masculino de la especie», es sintomática de las

ambigüedades discursivas que estamos intentando mostrar.

28 E. P. Thompson, The poverty of theory, Londres, 1978 [Miseria de la teoría,

Barcelona, Crítica, 1981]. No debemos, sin embargo, llegar demasiado rápidamente a la

conclusión de que Thompson simplemente ha malinterpretado a Althusser. El proble-

ma es considerablemente más complejo, porque si bien Thompson propone una falsa

alternativa al oponer un «humanismo» basado en el postulado de una naturaleza

humana, a un antihumanismo fundado en la negación de esta última, es igualmente

verdad que el enfoque de Althusser respecto al humanismo no deja otra posibilidad que

su relegación al campo de la ideología. Porque si la historia tiene una estructurainteligible dada por la sucesión de los modos de producción, y si es ésta la estructura

que es accesible a la práctica «científica», esto sólo puede ser acompañado por una

noción de «humanismo» como de algo constituido en el plano de la ideología —un

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confunde al hablar de «humanismo» el estatus de ese concepto, y así

cree que negar a los valores humanistas el estatus de una esencia

implica negarles toda validez histórica. Por el contrario, de lo que se

trata es de demostrar cómo el «Hombre» ha sido producido en los

tiempos modernos; cómo el sujeto «humano» —es decir, el portador de

una identidad humana sin distinciones— surge en ciertos discursos

religiosos, se encarna en prácticas jurídicas y se construye diversamen-

te en otras esferas. La comprensión de esa dispersión es la que nos

 puede hacer entender la fragilidad de los mismos valores «humanis-

tas», la posibilidad de su perversión a través de su articulación equiva-

lencial con otros valores y la limitación de los mismos a ciertas catego-

rías de la población —la clase propietaria, por ejemplo, o la población

masculina—. Lejos de considerar que el «Hombre» tiene el estatus de

una esencia —acordada, presumiblemente, por un don del cielo—,

dicho [135] análisis nos puede mostrar las condiciones históricas de su

emergencia, y las razones presentes de su vulnerabilidad, permitiéndo-

nos así luchar más eficazmente, y sin ilusiones, en defensa de los

valores humanistas. Pero es también evidente que el análisis no puede

quedarse simplemente en el momento de la dispersión, ya que la

«identidad humana» no es sólo un conjunto de posiciones dispersas,

sino también las formas de sobredeterminación que se establecen entre

 plano que, aunque no es concebi do como falsa concienc ia, es onto lógic amente su-

 bordinado a un meca nismo de reproducc ión social es tablecido por la lógica del modo

de producción. La forma de escapar al callejón sin salida al que estos dos esencialismos

 —co nstituidos en torno al «Hombre» y al «modo de producc ión»— conducen , es la

disolución de la diferenciación de planos en que la distinción apariencia-realidad se

funda. En tal caso, los discursos humanistas tienen un estatus que no es ni privilegiado

a priori ni subordinado a otros discursos.

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las mismas. El «Hombre» es un punto nodal fundamental a partir del

cual se ha podido proceder, a partir del siglo XVIII, a la «humanización»

de una variedad de prácticas sociales. Insistir en la dispersión de las

 posiciones desde las cuales el «Hombre» ha sido producido, constituye

tan sólo un primer momento; en una segunda etapa es necesario

mostrar las relaciones de sobredeterminación y totalización que se

establecen entre las mismas. La no fijación del sistema de diferencias

discursivas, su apertura, es lo que hace posible estos efectos de analo-

gía e interpenetración. Otro tanto puede decirse acerca del «sujeto» del

feminismo. La crítica al esencialismo feminista ha sido llevada a cabo

especialmente por la revista inglesa m/f en la que, en una serie de

importantes estudios, se rechaza la unidad de una categoría preconsti-

tuida «opresión de las mujeres» —cuya causa habría que buscar en la

familia, en el modo de producción, o en cualquier otra parte— y se

intenta estudiar «el momento histórico particular, las instituciones y

 prácticas a través de las cuales la categoría de mujer es producida

[...]»29. Este rechazo de la existencia de un mecanismo único de opre-

sión de las mujeres abre un vasto campo de acción a la política femi-

nista. Se comienza así a percibir la importancia de las luchas localiza-

das contra toda forma opresiva de construcción de las diferencias

sexuales, ya tengan lugar al nivel del derecho, de la familia, de la

 política social o de las múltiples formas culturales a través de las cuales

la categoría de lo femenino es constantemente producida. Estamos,

 pues, en el campo de la dispersión de posiciones de sujeto. La dificul-

tad con este enfoque, sin embargo, reside en que se unilateraliza el

momento de la dispersión al punto de sostenerse que sólo hay un

29 m-f, 1978, núm. 1, nota editorial.

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conjunto múltiple y heterogéneo de diferencias sexuales construidas a

través de prácticas que no tienen ninguna relación entre sí. Ahora bien,

si es absolutamente correcto cuestionar la idea de una división social

originaria que sería a posteriori representada en las prácticas sociales,

debe también reconocerse que la sobredetermina-[136]ción entre las

distintas diferencias sexuales produce un efecto sistemático que

constituye una división sexual30. Hay un invariante que funciona en

toda construcción de diferencias sexuales y es que, pese a su multipli-

cidad y heterogeneidad, ellas construyen siempre lo femenino como

 polo subordinado a lo masculino. Es por esto que puede hablarse de un

sistema de sexo/género31. El conjunto de las prácticas sociales, de las

instituciones y de los discursos que producen a la mujer como catego-

ría, no están completamente aislados, sino que se refuerzan mutua-

mente y actúan los unos sobre los otros. Esto no significa que haya una

causa única de la subordinación femenina. Lo que afirmamos es que

una vez establecida la connotación entre sexo femenino y género

femenino, al que se atribuyen características específicas, esta «signifi-

cación imaginaria» produce efectos concretos en las diversas prácticas

sociales. Hay así una correlación estrecha entre la «subordinación», en

30 Cf. C. Mouffe, «The sex-gender system and the discursive construction of 

women's subordination», en S. Haninen y L. Paldan, comps., Rethinking ideology: A

marxist debate, Berlin, 1983. Una introducción histórica a la política feminista desde

este punto de vista puede encontrarse en S. Alexander, «Women, class and sexual

difference», History Workshop, 17, primavera de 1984. Acerca de la cuestión más

general de la política sexual, véase J. Weeks, Sex, politics and society, Londres, 1981.31 Este concepto ha sido desarrollado por G. Rubin, «The traffic in women: notes

on the "political economy" of sex», en R. R. Reiter, comp., Toward and anthropology of 

women, Nueva York-Londres, 1975, pp. 157-210.

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tanto que categoría general que informa al conjunto de las significa-

ciones que constituyen la «feminidad», y la autonomía y el desarrollo

desigual de las diversas prácticas que construyen las formas concretas

de subordinación. Estas últimas no son la expresión de una esencia

femenina inmutable; pero en su construcción, el simbolismo que está

ligado en una sociedad dada a la condición femenina juega un papel

 primordial. Estas diversas formas de subordinación concretas, a su vez,

reactúan contribuyendo al mantenimiento y reproducción de ese

simbolismo32. Puede, pues, criticarse la idea de un antagonismo

originario entre hombres y mujeres, constitutivo de la división sexual,

sin por esto [137] negar la existencia de un elemento común presente

en las diversas formas de construcción de la «feminidad», que tiene

 poderosos efectos sobredeterminantes en términos de la división

sexual.

Pasemos ahora a considerar las diversas formas que en la tradi-

ción marxista ha adoptado la determinación de los sujetos sociales y

 políticos. El punto de partida y leitmotiv constante es claro: los sujetos

son las clases sociales, cuya unidad se constituye en torno a intereses

determinados por su posición en las relaciones de producción. Sin

embargo, más importante que insistir en este tema común es estudiar 

32 Este aspecto no es totalmente ignorado por las editoras de m-f. Así, P. Adams y

J. Minson afirman: «[...] hay ciertas formas de responsabilidad "global" que cubren una

multiplicidad de relaciones sociales —las personas son consideradas "responsables" en

general, en una variedad de evaluaciones (y son consideradas "irresponsables" en el

 po lo negativo). Pe ro por más difusa que esta res ponsa bilid ad global parezca ser, está

aún sujeta a la satisfacción de condiciones sociales definidas, y una responsabilidad

"global" debe ser construida como un conglomerado heterogénero de estatus [...].»

«The "Subject" of feminism», m-f, núm. 2, p. 53.

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las formas precisas en que el marxismo ha respondido teórica y

 políticamente a la diversificación y dispersión de las posiciones de

sujeto de los agentes clasistas respecto a las que hubieran debido ser 

las formas paradigmáticas de su unidad. Una primera forma de res-

 puesta —la más elemental— consiste en un pasaje ilegítimo a través

del referente. Se funda en afirmar que la lucha política y la lucha

económica de los obreros, por ejemplo, están unificados por el agente

social concreto —la clase obrera— que las lleva a cabo. Este tipo de

razonamiento —muy frecuente, por lo demás, no sólo en el marxismo,

sino en el conjunto de las ciencias sociales— se basa en una falacia: la

expresión «clase obrera» es usada de dos modos distintos —por un

lado, para definir una posición específica de sujeto en las relaciones de

 producción; por otro, para nombrar  a los agentes que ocupan esa

 posición de sujeto. Así se crea la ambigüedad que permite deslizar la

conclusión —lógicamente ilegítima— de que las otras posiciones que

ese agente ocupa son también posiciones «obreras». (Obviamente lo

son en el segundo sentido, pero no necesariamente en el primero.) El

supuesto implícito de la unidad y transparencia de la conciencia de

todo agente contribuye a consolidar la ambigüedad —y, por consi-guiente, la confusión.

Este subterfugio, sin embargo, sólo puede funcionar cuando se

trata de afirmar la unidad entre posiciones empíricamente dadas; no

cuando se trata de explicar —como ha sido el caso más frecuente en la

tradición marxista— la esencial heterogeneidad de unas posiciones

respecto a las otras (es decir, la escisión característica de la «falsa

conciencia»). En este caso, según hemos visto, la unidad de la clase es

concebida como unidad futura; la forma presente de esa unidad se

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funda en la categoría de representación: la escisión entre los obreros

reales y sus intereses objetivos exige la representación de estos últimos

 por parte del partido de vanguardia. Ahora bien, toda relación de

representación se funda en una ficción: la de la pre-[138]sencia a un

cierto nivel de algo que, estrictamente, está ausente del mismo. Pero

 por el hecho mismo de que se tra ta a la vez de una ficción y de un

 principio organizado de ciertas relaciones sociales, la representación es

el terreno de un juego cuyo resultado no está predeterminado desde el

comienzo. A un extremo del abanico de posibilidades tendríamos la

disolución del carácter ficticio de la representación: en ese caso, habría

una total transparencia de los medios y del campo de la representación

respecto a lo representado; al otro extremo tendríamos la opacidad

total entre representante y representado: la ficción pasaría a ser 

estrictamente literal. Es importante advertir que estos dos extremos no

constituyen situaciones imposibles, ya que ambos tienen condiciones

de posibilidad bien definidas: un representante puede ser sometido a

condiciones tales de control, que lo que pasa a ser una ficción es el

 propio carácter ficticio de la representación; y, al contrario , la ausencia

total de control puede tornar a la representación literalmente ficticia.

La concepción marxista del partido de vanguardia presenta esta

 peculiaridad: que el part ido no representa a un agente concreto, sino a

sus intereses históricos y que, por tanto, aquí no hay ficción alguna, ya

que el mismo discurso constituye, y en el mismo plano, a representante

y representado. Esta relación tautológica, sin embargo, sólo existe en

su forma extrema en las pequeñas sectas que se autoproclaman van-

guardia del proletariado —sin que el proletariado se entere, desde

luego, de que tiene una vanguardia—; en toda lucha política de una

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cierta significación encontramos una situación muy distinta: el esfuer-

zo por ganar agentes sociales concretos para sus presuntos «intereses

históricos». Se trata, pues, de ver el tipo de relación que implica este

«ganar para» y su conexión con ese terreno resbaladizo que constituye

el campo de la representación. Si se abandona la tautología de un

discurso único que constituye tanto a representante como a represen-

tado, es preciso concluir que representante y representado se constitu-

yen a niveles distintos. Una primera tentación es, por tanto, transfor-

mar en total esa separación de planos y derivar del carácter ficticio de

la relación de representación, la imposibilidad de la misma. Así, por 

ejemplo, se ha afirmado: «[...] Negar al economicismo es rechazar la

concepción clásica de la unidad económica-política-ideología de las

clases. Es mantener que las luchas políticas e ideológicas no pueden ser 

concebidas como luchas de las clases económicas. No hay camino

intermedio [...] Los "intereses" de clase no son dados a la política y la

ideología por la economía. Ellos surgen dentro de la práctica [139]

 política y no determinados en tanto efecto de modos definidos de

 práctica poli tica. La práctica política no reconoce en primer término

intereses de clase y los representa luego: ella constituye los propios

intereses que representa [...]»33. 

Esta afirmación, sin embargo, sólo se sostendría si la práctica po-

lítica constituyera un campo' perfectamente delimitado, cuyas fronte-

ras respecto a la economía pudieran trazarse more geometrico —es

decir, si excluyéramos por principio toda posible sobredeterminaciónde lo político por lo económico y viceversa. Pero sabemos que esta

33Cf. A. Cutler et al,, ob. cit., vol. 1.

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separación sólo puede establecerse a priori en una concepción esencia-

lista, que deriva de la separación conceptual entre elementos su

separación real —es decir, que transforma la especificación conceptual

de una identidad en una posición discursiva plena y absolutamente

diferenciada. Si aceptamos el carácter sobredeterminado de toda

identidad la situación, sin embargo, cambia. Hay otro camino, que no

sabemos si es intermedio pero que es, en todo caso, un tercer camino.

El ganar agentes para sus «intereses históricos» es, simplemente, una

 práctica articulatoria que construye un discurso en el que las deman-

das concretas de un grupo —los obreros industriales— son concebidas

como pasos hacia una liberación total que implique la superación del

capitalismo. No hay, sin duda, ninguna necesidad esencial de que esas

demandas sean articuladas de este modo, pero tampoco hay ninguna

necesidad esencial de que sean articuladas de modo diferente ya que,

según hemos visto, la relación de articulación no es una relación de

necesidad. Lo que el discurso de los «intereses históricos» hace es

hegemonizar  ciertas demandas. En este punto Cutler  et al. tienen

 perfectamente razón: la práctica política construye los intereses que

representa. Pero si observamos bien veremos que esto, lejos de conso-

lidar la separación entre lo político y lo económico, la elimina, ya que

la lectura en términos socialistas de las luchas económicas inmediatas

articula discursivamente lo político y lo económico y, de tal modo,

disuelve la exterioridad de niveles existentes entre ambos. La alternati-

va es clara: o bien la separación entre lo político y lo económico se

verifica en un plano extradiscursivo que la asegura apriorísticamente;

o bien, si esa separación se verifica a través de prácticas discursivas, no

es posible inmunizarla a priori de todo discurso que construya su

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unidad. Si la dispersión de posiciones es una condición de toda prácti-

ca articulatoria, esa dispersión no tiene por qué adoptar  necesariamen-

te la [140] forma de una separación entre la identidad política y la

identidad económica de los agentes sociales. En el caso en que la

identidad económica y la identidad política de los agentes fuera

suturada de este modo, obviamente las condiciones de toda relación de

representación desaparecerían: habríamos vuelto a la situación tauto-

lógica en que representante y representado constituirían momentos de

una identidad relacional única. Aceptemos, en cambio, que ni la

identidad política ni la identidad económica de los agentes cristaliza en

momentos diferenciales de un discurso unificado, sino que la relación

entre ambos es la unidad precaria de una tensión. Ya sabemos lo que

esto significa: la subversión de cada uno de los términos por una

 polisemia que impide su articulación estable. En tal caso, lo económico

está y no está presente en lo político y viceversa; la relación no es de

diferenciaciones literales sino de analogías inestables entre los dos

términos. Pues bien, esta forma de presencia a través de la trasposición

metafórica es lo que trata de pensar la fictio iuris de la representación.

La representación se constituye, por tanto, no como un tipo definido derelación, sino como el campo de una oscilación inestable cuyos puntos

de fuga son, según hemos visto, o bien la literalización de la ficción a

través del corte de todo lazo entre representante y representado, o bien

la desaparición de la identidad separada de ambos a través de su

absorción como momentos de una identidad única.

Todo esto nos hace ver que la especificidad de la categoría de su-

 jeto no puede establecerse ni a través de la absolutización de una

dispersión de «posiciones de sujeto», ni a través de la unificación

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igualmente absolutista en torno a un «sujeto trascendental». La catego-

ría de sujeto está penetrada por el mismo carácter polisémico, ambiguo

e incompleto que la sobredeterminación acuerda a toda identidad

discursiva. Por esto mismo, el momento de cierre de una totalidad

discursiva, que no es dado al nivel «objetivo» de dicha totalidad,

tampoco puede ser dado al nivel de un sujeto que es «fuente de senti-

do», ya que la subjetividad del agente está penetrada por la misma

 precariedad y ausencia de sutura que cualquier otro punto de la

totalidad discursiva de la que es parte. «Objetivismo» y «subjetivismo»;

«totalismo» e «individualismo» son expresiones simétricas del deseo de

una plenitud que es permanentemente diferida. Por esa misma falta de

sutura última es por lo que tampoco la dispersión de las posiciones de

sujeto constituye una solución: por el mismo hecho de que ninguna de

ellas logra consolidarse finalmente como posición separada, hay un

 juego de sobredeterminación entre las mismas que reintroduce el

horizonte de una [141] totalidad imposible. Es este juego el que hace

 posible la articulación hegemónica.

ANTAGONISMO Y OBJETIVIDAD

La imposibilidad del cierre (es decir, la imposibilidad de la «sociedad»)

ha sido presentada hasta aquí como la precariedad de toda identidad,

que se muestra como movimiento continuo de diferencias. Ahora, sin

embargo, debemos preguntarnos ¿no hay ciertas «experiencias», ciertas

formas discursivas, en que se muestra no ya el continuo diferir del

«significado trascendental», sino la vanidad misma de este diferir, la

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imposibilidad final de toda diferencia estable y, por tanto, de toda

«objetividad»? La respuesta es que sí, que esta «experiencia» del límite

de toda objetividad tiene una forma de presencia discursiva precisa, y

que ésta es el antagonismo.

Los antagonismos han sido ampliamente estudiados en la litera-

tura histórica y sociológica. Del marxismo a las diversas formas de«teoría del conflicto», se ha intentado toda la gama de explicaciones

acerca de por qué y cómo surgen los antagonismos en la sociedad. Esta

variedad teórica presenta, sin embargo, un rasgo en común: en ella la

discusión se ha centrado casi exclusivamente en la descripción de los

antagonismos y de sus causas originantes, pero rara vez se ha analiza-

do lo que constituye el núcleo de nuestro problema —es decir, qué esuna relación antagónica, qué tipo de relación entre objetos supone—.

En nuestro análisis partiremos, por tanto, de una de las pocas discu-

siones que han intentado abordar esta cuestión: la iniciada por Lucio

Colletti acerca de los méritos respectivos de la «oposición real» y la

«contradicción» para ser la categoría que dé cuenta de la especificidad

de los antagonismos sociales34

Colletti parte de la distinción kantiana entre oposición real (Real-

repugnan ) y contradicción lógica. La primera coincide con el principio

de contrariedad y obedece a la fórmula «A-B»: cada uno de sus términos

tiene una positividad propia, independiente de su relación con el otro.

La segunda es la categoría de contradicción y obedece a la fórmula «A-

no A»: la relación de cada término con el otro agota la realidad de

34 L. Colletti, «Marxism and the dialectic», New Left Review, septiembre-octubre

de 1975, núm. 93, pp. 3-29; e ídem, Tramonto dell'ideologia, pp. 87-161.

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ambos. La contra-[142]dicción tiene lugar en el campo de la proposi-

ción; sólo a un nivel lógico-conceptual podemos incurrir en contradic-

ciones. El primer tipo de oposición, en cambio, tiene lugar en el campo

de los objetos reales, ya que ningún objeto real agota su identidad en su

oposición a otro objeto, sino que tiene una realidad propia, indepen-

dientemente de aquélla35. De ahí Colletti concluye que si Hegel, en tanto

filósofo idealista que reducía la realidad al concepto podía introducir la

contradicción en el seno de lo real, esto es incompatible con una filoso-

fía materialista como el marxismo, que parte del carácter extramental de

lo real. Los marxistas pues, habrían incurrido en una lamentable

confusión al considerar los antagonismos como contradicciones. El

 programa de Colletti consiste en reinterpretar a estos últimos, conci-

35 Kant resume en los siguientes cuatro principios las características de la oposi-

ción real en lo que la diferencia de la contradicción. «[...] En primer lugar, las determi-

naciones que se oponen mutuamente deben encontrarse en el mismo sujeto: si

 pla nteam os, por ejemplo, que una deter minac ión es tá en una cosa, y otr a determina-

ción, cualquiera que ella sea, en otra cosa, no se sigue una oposición real. Segundo: en

una oposición real una de las determinaciones opuestas no puede ser nunca el

contrario contradictorio de la otra, pues en tal caso el contraste sería de naturaleza

lógica, y como vimos anteriormente, imposible. Tercero: una determinación no puede

nunca negar algo diferente de aquello que la otra presenta, pues en tal caso no habría

ninguna oposición en absoluto. Cuarto: si está en contraste, ninguna de ambas puede

ser negativa, pues en tal caso ninguna de ellas presentaría algo que fuera anulado por la

otra. Es por esto que en toda oposición real ambos predicados deben ser positivos, pero

en tal forma que sus consecuencias, en su unión en el mismo sujeto, se anulen mutua-

mente. Así, en el caso de aquellas cosas cada una de las cuales es el negativo de la otra,el resultado es cero [...]» (I. Kant, «II concetto delle quantità negative», en Scritti

 precritici, Bari, 1953, pp. 268-269). La positividad de cada uno de los dos términos es,

 por tan to, la caracter ís ti ca defi nitoria de la opos ic ión real .

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 biéndolos en términos de oposiciones reales.

Observemos que Colletti parte de una alternativa excluyente: o

bien algo es oposición real, o bien es contradicción; esto procede de

que, en su universo hay lugar solamente para dos tipos de entidades:

objetos reales y conceptos. Lo que equivale a decir que el punto de

 partida y supuesto permanente de todo su análisis es la separación pensamiento/realidad. De ahí se sigue un conjunto de consecuencias

que, según intentaremos mostrar, destruye las credenciales tanto de la

«oposición real» como de la «contradicción» para ser categorías que

den cuenta de los antagonismos. La oposición real, ante todo. Es

evidente que el antagonismo no puede ser una oposición real. Un

choque entre dos vehículos no tiene nada de antagónico: es un hecho

material que obedece a leyes físicas positivas. Aplicar el mismo [143]

 principio al campo social equivaldría a decir que lo antagónico en la

lucha de clases es el acto físico por el que un policía golpea a un

militante obrero, o los gritos de un grupo en el Parlamento que impi-

den hablar a un representante del sector opuesto. «Oposición» es aquí

un concepto de mundo físico extendido metafóricamente al mundo

socia'h o a la inversa; pero es claro que es escasa la utilidad de preten-

der que hay un núcleo común de sentido que es suficiente para explicar 

el tipo de relación implícito en ambos casos. Esto resulta aún más claro

si, para referirnos a lo social, reemplazamos «fuerzas opuestas» por 

«fuerzas enemigas», ya que en este caso la trasposición metafórica al

mundo físico, al menos en un universo poshomérico no ha tenido

lugar. Y si se intenta afirmar que no es el carácter físico de la oposición

lo que cuenta, sino tan sólo su carácter  extralógico, se ve todavía

menos claramente en -qué sentido aquello que el choque de dos

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fuerzas sociales y el-choque de dos piedras comparten en su oposición

à la contradicción lógica, puede constituir la base para una teoría de la

especificidad de los antagonismos sociales36. 

Por lo demás, como han señalado tanto Roy Edgley37 como Jon

Elster 38, en este problema se han mezclado dos aserciones muy diver-

sas: la aserción según la cual lo real es contradictorio, y la aserciónsegún la cual existen contradicciones en la realidad. Respecto a lo

 primero no puede haber dudas: la afirmación es incongruente. La

célebre crítica de Popper a la dialéctica39 es, desde este punto de vista,

inobjetable. Lo segundo, sin embargo, es también innegable: es un

hecho que existen en lo real situaciones que sólo pueden ser descritas

en términos de contradicción lógica. Las proposiciones son también parte de lo real y, en la medida en que existen empíricamente proposi-

ciones contradictorias, es evidente que existen contradicciones en lo

real. La gente argumenta y, dado que un conjunto de [144] prácticas

36 Es interesante señalar que Hans Keteen, en su polémica con Max Adler, perci-

 bió cl aram en te la necesidad de ir más allá de la al te rnat iva exclusiva opos ic ión real-

contradicción, al caracterizar los antagonismos que pertenecen al mundo social. Cf  con

respecto a esto el resumen de la posición de Kalsen en R. Racinaro, «Hans Kelsen e il

debattito su democrazia e parlamentarismo negli anni Venti-Trenta», introducción a H.

Kelsen, Socialismo e Stato. Una ricerca sulla teoria politica del marxismo, Bari, 1978, pp.

CXXII-CXXV.

37 R. Edgley, «Dialectic: the contradictions of Colletti», Critique, 1977, núm. 7.

38 J. Elster, Logic and society: contradictions and possible worlds, Chichester,

1978.

39 «What is dialectic?», en Conjectures andrefutations, Londres, 1969, pp. 312-335

[Conjeturas y refutaciones, Barcelona, Paidos Ibérica, 1982].

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sociales —códigos, creencias, etc.— pueden adoptar una estructura

 proposicional, no hay razones por las cuales no puedan engendrar 

 proposiciones contradictorias. (En este punto, sin embargo, Edgley

incurre en una obvia falacia, al creer que la existencia real de proposi-

ciones contradictorias prueba la corrección de la dialéctica. La dialécti-

ca es una doctrina acerca de la naturaleza esencialmente contradictoria

de lo real, no acerca de la existencia empírica de contradicciones en la

realidad.)

Parecería, pues, que el lugar de la contradicción en el seno/ de lo

real estuviera asegurado y que pudiéramos, a partir de esta categoría,

caracterizar a los antagonismos sociales. Pero una simple reflexión

 basta para convencernos de que esto no es así. Todos participamos ennumerosos sistemas de creencias que son contradictorios entre sí y, sin

embargo, ningún antagonismo surge de estas contradicciones. La

contradicción no implica pues, necesariamente, una relación antagóni-

ca40. Pero si hemos excluido tanto a la «oposición real» como a la

«contradicción» como categorías que permitan dar cuenta del antago-

nismo, parecería que la especificidad de este último fuera inaprehensi- ble. Las descripciones usuales de los antagonismos en la literatura

sociológica o histórica confirman esta impresión: ellas explican las

condiciones que hicieron los antagonismos posibles, pero no los

antagonismos como tales. (La descripción procede a través de expre-

40 En este punto, nuestra opinión difiere de la expresada por uno de los autores

de este libro en un trabajo anterior, en el que el concepto de antagonismo es asimiladoal de contradicción. (E. Laclau, «Populist rupture and discourse», Screen Education,

 primaver a de 1980). Para rep en sar nuestra pos ic ión an teri or han sido extremadamente

útiles los comentarios que nos hiciera en una serie de conversaciones Emilio de Ipola.

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siones tales como «esto provocó una reacción» o «en tal situación los X 

o Z se vieron obligados a reaccionar», etc.; es decir, que se salta de una

explicación que se nos está dando hasta ese punto, a una apelación a

nuestro sentido común o experiencia para que complete el sentido del

texto: o sea, que la explicación se interrumpe.)

Tratemos de desentrañar el sentido de esa interrupción. Y co-mencemos para ello preguntándonos si la imposibilidad de asimilar el

antagonismo tanto a la oposición real como a la contradicción, no es la

imposibilidad de asimilarlo a algo que estos dos tipos de relaciones

comparten. Hay algo, en efecto, que los dos comparten, y es que ambos

son relaciones objetivas —entre objetos conceptuales en el segundo

caso y entre objetos reales en el primero—. Pero en ambos casos, esalgo que [145] los objetos ya son lo que hace inteligible la relación. Es

decir, que en los dos casos se trata de identidades plenas. En el caso de

la contradicción, es por el hecho de que A es plenamente A, por lo que

el ser a la vez no-A es ama contradicción —y, por consiguiente, una

imposibilidad—. En el caso de la oposición real, es porque A es tam-

 bién plenamente A por lo que su-relación con B produce un efecto

objetivamente determinable. Pero en el caso del antagonismo nos

encontramos con una situación diferente: la presencia del «Otro» me

impide ser totalmente yo mismo. La relación no surge de identidades

 plenas, sino de la imposibilidad de constitución de las mismas! La

 presencia del Otro no es una imposibilidad lógica, ya que existe —es

decir, no es una contradicción; pero tampoco es subsumible como

momento diferencial positivo en una cadena causal, ya que en ese caso

la relación estaría dada por lo que cada fuerza es, y no habría negación

de ese ser—. (Es porque una fuerza física es una fuerza física por lo que

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otra fuerza idéntica y de sentido contrario conduce al reposo; por el

contrario, es porque un campesino no puede ser un campesino, por lo

que existe un antagonismo con. el propietario que lo expulsa de la

tierra.) En la medida en que hay antagonismo yo no puedo ser una

 presencia plena para mí mismo. Pero tampoco lo es la fuerza que me

antagoniza: su ser objetivo es un símbolo de mi no ser y, de este modo,

es desbordado por una pluralidad de sentidos que impide fijarla como

 positividad plena. La oposición real es una relación objetiva —es decir,

 precisatile, definible, entre cosas—; la contradicción es una relación

igualmente definible entre conceptos; el antagonismo constituye los

límites de toda objetividad —que se revela como objetivación, parcial y

 precaria—. Si la lengua es un sistema de diferencias, el antagonismo es

el fracaso de la diferencia y, en tal sentido, se ubica en los límites del

lenguaje y sólo puede existir como disrupción del mismo —es decir,

como metáfora—. Entendemos así por qué los relatos sociológicos e

históricos deben interrumpirse y llamar a llenar sus hiatos a una

«experiencia» que trasciende sus categorías: porque todo lenguaje y

toda sociedad se constituyen como represión de la conciencia de la

imposibilidad que los penetra. El antagonismo escapa a la posibilidadde ser aprehendido por el lenguaje, en la medida en que el lenguaje

sólo existe como intento de fijar aquello que el antagonismo subvierte.

El antagonismo, por tanto, lejos de ser una relación objetiva, es

una relación en la que se muestran —en el sentido en que Wittgenstein

decía que lo que no se puede decirse puede [146] mostrar  — los límites

de toda objetividad. Pero si, como hemos visto, lo social sólo existe

como esfuerzo parcial por instituir la sociedad —esto es, un sistema

objetivo y cerrado de diferencias— el antagonismo, como testigo de la

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imposibilidad de una sutura última, es la «experiencia» del límite de lo

social. Estrictamente hablando, los antagonismos no son interiores

sino exteriores a la sociedad; o, mejor dicho, ellos establecen los límites

de la sociedad, la imposibilidad de esta ultime de constituirse plena-

mente. Esta afirmación puede parecer paradójica, pero sólo si se

introducen de contrabando en el argumento ciertos supuestos que la

 perspectiva teórica que hemos esbozado debe cuidadosamente excluir.

Dos de estos supuestos, en particular, tornarían absurda nuestra tesis

acerca de la localización teórica de los antagonismos. El primero es la

identificación de la «sociedad» con un conjunto de agentes físicamente

existentes, que habitan un territorio determinado. Si se aceptara este

criterio, es evidente que los antagonismos tienen lugar  entre dichos

agentes y no son exteriores a los mismos. Pero de la coexistencia

«empírica» de los agentes, no se sigue necesariamente que las relacio-

nes entre los mismos tengan que configurarse de acuerdo a un módulo

objetivo e inteligible. (El precio de la identificación de la «sociedad»

con el referente sería vaciarla de todo contenido racionalmente especi-

ficable.) Pero, aceptando que la «sociedad» es un conjunto inteligible y

objetivo, introduciríamos otro supuesto incompatible con nuestro

análisis si atribuyéramos a dicha totalidad racional  el carácter de

 principio subyacente de lo social concebido como totalidad empírica,

ya que entonces no habría aspecto de segunda que no pudiera ser 

reabsorbido como momento de la primera. En cuyo caso los antago-

nismos, como todo lo demás, deberían constituir momentos positivos

internos de la sociedad. Habríamos vuelto así a la astucia hegeliana de

la razón. Pero si, como lo hemos hecho hasta ahora, consideramos lo

social como espacio no suturado, como campo en que toda positividad

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es metafórica y subvertible, en ese caso no hay forma de reconducir la

negación de una posición objetiva, a una positividad —causal o de

cualquier otro tipo— subyacente, que daría cuenta de la misma. El

antagonismo como negación de un cierto orden es, simplemente, el

límite de dicho orden y no el momento de una totalidad más amplia

respecto a la cual los dos polos del antagonismo constituirían instan-

cias diferenciales —es decir, objetivas— parciales. (Bien entendido, las

condiciones que hicieron posible el antagonismo pueden ser descritas

como positividades, pero el antagonismo como tal es irreductible a las

mismas.) [147]

Esta «experiencia» del límite de lo social debemos considerarla

desde dos puntos de vista diferentes. Por un lado, como experiencia de

fracaso. Si el sujeto es construido a través del lenguaje, como incorpo-

ración parcial y metafórica a un orden simbólico, toda puesta en

cuestión de dicho orden debe constituir necesariamente una crisis de

identidad. Pero, por otro lado, esta experiencia del fracaso no es el

acceso a un orden ontológico diverso, a un más allá de las diferencias,

simplemente porque [...] no hay más allá. El límite de lo social no

 puede trazarse como una frontera separando dos territorios, porque la

 percepción de la frontera supone la percepción de lo que está más allá

de ella, y este algo tendría que ser objetivo y positivo, es decir, una

nueva diferencia. El límite de lo social debe darse en el interior mismo

de lo social como algo que lo subvierte, es decir, como algo que destru-

ye su aspiración a constituir una presencia plena. La sociedad no llega

a ser totalmente sociedad porque todo en ella está penetrado por sus

límites que le impiden constituirse como realidad objetiva. Debemos,

 pues, pasar a considerar la forma en que esta subversión se construye

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discursivamente, lo que significa, según hemos visto, la determinación

de las formas que asume la presencia de lo antagónico como tal.

EQUIVALENCIA Y DIFERENCIA

¿Cómo tiene lugar esta subversión? Según hemos visto, la condición dela presencia plena es la existencia de un espacio cerrado en el que cada

 posición diferencial es fi jada como momento específico e irremplaza-

 ble. Por tanto, la primera condición para subvertir dicho espacio, para

impedir el cierre, es disolver la especificidad de cada una de esas

 posiciones. Este es el punto en el que adquiere toda su relevancia lo

que antes dijéramos acerca de la relación de equivalencia. Demos unejemplo. En un país colonizado, la presencia de la potencia dominante

se muestra diariamente en una variedad de contenidos; diferencias de

vestimenta, de lenguaje, de color de la piel, de costumbres. Cada uno de

estos contenidos, por tanto, se equivale con los otros desde el punto de

vista de su diferenciación respecto al pueblo colonizado y, por tanto,

 pierde su condición de momento diferencial y adquiere el carácter 

flotante de un elemento. Es decir, que la equivalencia crea un sentido

segundo que, a la vez que es parasitario del primero, lo sub-[148]vierte:

las diferencias se anulan en la medida en que son usadas para expresar 

algo idéntico que subyace a todas ellas. El problema es, pues, en qué

consiste ese algo idéntico, presente en los varios términos de la equiva-

lencia. Si a través de la cadena de equivalencias se han perdido todas

las determinaciones objetivas diferenciales de sus términos, la identi-

dad sólo puede estar dada, o bien por una determinación positiva

 presente en todos ellos, o bien por su referencia común a algo exterior.

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Lo primero está excluido: una determinación positiva común se

expresa en forma directa, sin requerir mostrarse en una relación de

equivalencia. Pero la referencia común a algo exterior tampoco puede

ser la referencia a algo positivo, pues en tal caso la relación entre los

dos polos podría construirse también en forma directa y positiva, y

esto haría imposible la anulación completa de diferencias que implica

una relación de equivalencia total. Es el caso, por ejemplo, de la

relación equivalencial tal como es analizada por Marx. La no materiali-

dad de trabajo como sustancia del valor se expresa a través de la

equivalencia entre mercancías materialmente distintas. Pero la mate-

rialidad de las mercancías y la no materialidad del valor no se equiva-

len. Es por esto que la distinción valor de uso/valor de cambio puede

ser entendida en términos de posiciones diferenciales y, por tanto,

 positivas. Pero si todos los rasgos diferenciales de un objeto han

 pasado a equivalerse, es imposible expresar nada positivo acerca de

dicho objeto; esto sólo puede implicar que a través de la equivalencia

se expresa algo que el objeto no es. Una relación de equivalencia que

absorba todos los rasgos positivos del colonizador en su oposición al

colonizado no crea uní sistema de posiciones diferenciales positivas

entre ambos, simplemente porque ella disuelve toda positividad: el

colonizador es construido discursivamente como el anticolonizado. Es

decir, que la identidad ha pasado a ser puramente negativa. Es porque

una identidad negativa no puede ser representada en forma directa

 —es decir, positivamente— que sólo puede hacerlo de modo indirecto

a través de una equivalencia entre sus momentos diferenciales. De ahí

la ambigüedad que penetra a toda relación de equivalencia: dos térmi-

nos, para equivalerse, deben ser diferentes (de lo contrario se trataría

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de una simple identidad). Pero, por otro lado, la equivalencia sólo

existe en el acto de subvertir el carácter diferencial de esos términos.

Este es el punto en el que, según dijimos antes, lo contingente subvierte

lo necesario impidiéndole constituirse plenamente. Esta no constituti-

vidad —o contingencia— del sistema de diferencia se muestra en la no

fijación que las equivalencias introducen. El [149] carácter  final de esta

no fijación, la precariedad final de toda diferencia, habrá pues de

mostrarse en una relación de equivalencia total en la que se disuelva la

 positividad diferencial de todos sus términos. Esta es precisamente la

fórmula del antagonismo, que así establece su carácter de límite de lo

social. Observemos que en esta fórmula no se trata de que un polo

definido como positividad se enfrente a un polo negativo: puesto que

todos los rasgos diferenciales de un polo se han disuelto a través de su

referencia negativo-equivalencial al otro polo, cada uno de ellos

muestra exclusivamente lo que no es.

Insistamos una vez más: ser algo es siempre no ser algo distinto

(ser A implica no ser B). No es esta banalidad lo que estamos afirman-

do, ya que ella tiene lugar en un terreno lógico dominado enteramente

 por el principio de contradicción: el no ser algo es simplemente la

consecuencia lógica de ser algo distinto —la positividad del ser domina

la totalidad del discurso—. Lo que afirmamos es algo diferente: que

ciertas formas discursivas, a través de la equivalencia, anulan toda

 positividad del objeto y dan una existencia real a la negatividad en

cuanto tal. Esta imposibilidad de lo real —la negatividad— ha logrado

una forma de presencia. Es porque lo social está penetrado por la

negatividad —es decir, por el antagonismo— que no logra el estatus de

la transparencia, de la presencia plena, y que la objetividad de sus

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identidades es permanentemente subvertida. A partir de aquí la

relación imposible entre objetividad y negatividad ha pasado a ser 

constitutiva de lo social. Pero la imposibilidad de la relación subsiste:

es por eso que la coexistencia de sus términos no puede concebirse

como relación objetiva de fronteras, sino como subversión recíproca de

sus contenidos.

Este último punto es importante: si negatividad y objetividad sólo

coexisten a través de su subversión recíproca, esto significa que ni las

condiciones de una equivalencia total ni las de una objetividad diferen-

cial total, son nunca plenamente logradas. La condición de una equiva-

lencia total es que el espacio discursivo se divida estrictamente en dos

campos. El antagonismo no admite tertium quid. Y es fácil ver por qué.

Porque si pudiéramos diferenciar la cadena de equivalencias respecto a

algo distinto de aquello a lo que se opone, ya sus términos no podrían

definirse de modo exclusivamente negativo; le habríamos adjudicado

una posición específica en un sistema de relaciones: es decir, la habría-

mos dotado de una nueva objetividad. La lógica de la subversión de las

diferencias habría encontrado aquí un límite. Pero así como la lógica de

la diferencia no consigue nunca constituir un espacio plenamente

suturado, tampo-[150]co lo logra la lógica de la equivalencia. La disolu-

ción del carácter diferencial de las posiciones del agente social a través

de la lógica equivalencial, no es nunca completa. Si la sociedad no es

totalmente posible, tampoco es totalmente imposible. Esto nos permite

formular la siguiente conclusión: si la sociedad no es nunca transparen-

te respecto a sí misma porque no logra constituirse como campo

objetivo, tampoco es enteramente transparente a sí mismo el antago-

nismo, ya que no logra disolver totalmente la objetividad de lo social.

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Debemos en este punto entrar a considerar la estructuración de

los espacios políticos a partir de las lógicas opuestas de la equivalencia

y la diferencia. Demos ciertos ejemplos polares de situaciones de

 predominio de una y otra. un ejemplo extremo de lógica de la equiva-

lencia lo constituyen los movimientos milenaristas. Aquí el mundo se

divide, a través de un sistema de equivalencias paratácticas, en dos

campos: la cultura campesina, que representa la propia identidad; y la

cultura urbana, que encarna el mal. La segunda representa el reverso

negativo de la primera. Se ha llegado al máximo de separación: ningún

elemento de un sistema de equivalencias entra en otras relaciones que

las de oposición con los elementos del otro sistema. No hay una, sino

dos sociedades. Y cuando la rebelión milenarista tiene lugar, el asalto a

la ciudad es feroz, total e indiscriminado: no existen discursos capaces

de establecer diferencias en el interior de una cadena equivalencial en

la que todos y cada uno de sus términos simboliza el mal. (La única

alternativa es la emigración masiva a otra región para constituir la

ciudad de Dios, totalmente segregados de la corrupción del mundo.)

Consideremos un ejemplo opuesto: la política de Disraeli en el si-

glo XIX. Disraeli como novelista había partido de su concepción de las

«dos naciones»; es decir, de la división tajante de la sociedad entre los

dos extremos de pobreza y riqueza. A esto habría que agregar la

división igualmente tajante del espacio político europeo entre los

«antiguos regímenes» y el «pueblo». (La primera mitad del siglo XIX,

 bajo los efectos combinados de la revolución industr ial y de la revolu-

ción democrática, fue la era de las cadenas frontales de equivalencia.)

Esta era la situación que Disraeli se proponía cambiar, y para ello el

 primer objetivo era superar la división paratáctica del espacio social

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 —es decir, la imposibilidad de consti tuir la sociedad—. Su fórmula era

clara: «una nación». Para esto fue necesario romper con el sistema de

equivalencias que constituía la subjetividad popular revolucionaria, y

que abarcaba desde el república-[151]nismo hasta una variedad de

demandas sociales y políticas. El método de esta ruptura, era la absor-

ción diferencial de demandas, que las segregara de sus cadenas de

equivalencias en el polo popular, y las transformara en diferencias

objetivas al interior del sistema —es decir, que las transformara en

«positividades» y desplazara así la frontera del antagonismo a la

 periferia de lo social—. Esta constitución de un puro espacio de

diferencias será una línea tendencial que habrá de expandirse luego y

afirmarse con el desarrollo del Welfare State. Este es el momento de la

ilusión positivista de la absorción del conjunto de lo social en los

marcos inteligibles y ordenados de una sociedad.

Vemos, pues, que la lógica de la equivalencia es una lógica de la

simplificación del espacio político, en tanto que la lógica de la diferencia

es una lógica de la expansión y complejización del mismo. Tomando un

ejemplo comparativo de la lingüística, podríamos decir que la lógica de

las diferencias tiende a expandir el polo sintagmático del lenguaje, el

número de posiciones que pueden entrar en una relación combinatoria

y, por consiguiente, de contigüidad las unas con las otras; en tanto que

la lógica de la equivalencia expande el polo paradigmático —es decir,

los elementos que pueden sustituirse el uno al otro— y de este modo

reduce el número de posiciones combinatorias posibles.

Cuando hemos hablado de antagonismo lo hemos hecho hasta es-

te punto en singular, para simplificar nuestro argumento. Pero está

claro que el antagonismo no surge necesariamente en un sólo punto.

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Cualquier posición en un sistema de diferencias, en la medida en que

es negada, puede constituirse en sede de un antagonismo. Con esto está

claro que hay una multiplicidad de posibles antagonismos en lo social,

muchos de ellos de signo contrario. El problema importante es que las

cadenas de equivalencia que habrán de constituirse a partir de cada

uno de ellos, serán radicalmente distintas. Y, también, que ellas pueden

afectar y penetrar contradictoriamente la identidad del propio sujeto.

De esto se deriva la siguiente conclusión: cuanto más inestables sean

las relaciones sociales, cuanto menos logrado sea un sistema definido

de diferencias, tanto más proliferarán los puntos de antagonismo; pero,

a la vez, tanto más carecerán éstos de una centralidad, de la posibilidad

de establecer, sobre la base de ellos, cadenas de equivalencia unifica-

das. (Esta es, aproximadamente, la situación descrita por Gramsci bajo

el rótulo de «crisis orgánica»).

Pareciera, pues, que nuestro problema se redujera a determinar,

en el análisis de los espacios políticos que son el funda-[152]mento de

los antagonismos, los puntos de ruptura y los diferentes tipos de

articulación que pueden existir entre los mismos. Entramos aquí, sin

embargo, en un terreno peligroso, en el que ligeros desplazamientos en

nuestro razonamiento pueden conducirnos a conclusiones radicalmen-

te falsas. Partiremos pues de una descripción impresionística, e inten-

taremos luego determinar las condiciones de validez de dicho cuadro

descriptivo. Aparentemente una característica diferencial importante

 podría establecerse entre las sociedades industriales avanzadas y las de

la periferia del mundo capitalista: en las primeras, la proliferación de

los puntos de antagonismo permitiría la multiplicación de las luchas

democráticas; pero estas luchas, por su misma diversidad, no tenderían

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a constituir un «pueblo», es decir, a equivalerse y a dividir el espacio

 político en dos campos antagónicos. En los países del Tercer Mundo,

en cambio, la explotación imperialista y el predominio de formas

 brutales y centralizadas de dominación, tendería desde el comienzo a

dotar a la lucha popular de un centro, de un enemigo claramente

definido y único. Aquí la división del espacio político en dos campos

está presente desde un comienzo, pero la diversidad de luchas demo-

cráticas es más reducida. Podríamos llamar  posición popular de sujeto

a la que se constituye sobre la base de dividir al espacio político en dos

campos antagónicos, y posición democrática de sujeto a la que es sede

de un antagonismo localizado, que no divide a la sociedad en la forma

indicada.

Ahora bien, esta distinción descriptiva nos confronta con una se-

ria dificultad. Porque si una lucha democrática no divide el espacio

 político en dos campos, en dos series paratácticas de equivalencias,

esto significa que el antagonismo democrático ocuparía una ubicación

 precisa en un sistema de relaciones con otros elementos, que un

sistema de relaciones precisas se establecería entre ellos, y que, como

consecuencia, disminuiría la carga de negatividad del antagonismo.

De ahí hay sólo un paso a afirmar que las luchas democráticas —el

feminismo, el antirracismo, el movimiento gay, etc.— son luchas

secundarias, y que sólo es realmente radical la lucha por la «toma del

 poder» en el sentido clásico, que supone, precisamente, la división del

espacio político en dos campos. La dificultad procede, sin embargo, de

que en nuestro análisis hemos mantenido en estado de indefinición

esta noción de «espacio político», y de esta manera, subrepticiamente,

hemos terminado por hacerla coincidir con la formación social empíri-

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camente dada. Pero esta identificación es, desde luego, ilegítima. Toda

lucha democrática emerge en el interior de un conjunto de posiciones,

de un espacio po-[153]lítico relativamente suturado, formado por una

multiplicidad de prácticas que no agotan, sin embargo, la realidad

referencial y empírica de los agentes que forman parte de las mismas-

El cierre relativo de dicho espacio es necesario para la construcción

discursiva del antagonismo, ya que una cierta interioridad excluyente

es requerida para constituir una totalidad que permita dividir a ese

espacio en dos campos. En tal sentido, la autonomía de los movimien-

tos sociales es algo más que un requerimiento para que ciertas luchas

 puedan desarrollarse sin interferencias: es un requerimiento para que

el antagonismo como tal pueda emerger. El espacio político de la lucha

feminista es el conjunto de prácticas y discursos que crean las diferen-

tes formas de subordinación de la mujer; el espacio de la lucha antirra-

cista tiene lugar en el interior del conjunto sobrédeterminado de

 prácticas y discursos que constituyen la discriminación racial. Esto

explica por qué, cuando las luchas sociales no se dirigen contra objetos

constituidos dentro de su espacio propio sino contra simples referentes

empíricos —los hombres, o los blancos como referentes biológicos, por 

ejemplo— se encuentran en dificultades, ya que ignoran la especifici-

dad de los espacios políticos en los que se constituyen los otros anta-

gonismos democráticos. ¿Qué ocurre, por ejemplo, con un discurso que

 presenta como enemigo al hombre en tanto realidad biológica, cuando

es necesario desarrollar antagonismos tales como la lucha por la

libertad de expresión, o la lucha contra la monopolización del poder 

económico, que afectan igualmente a hombres y mujeres? En cuanto al

terreno en el que esos espacios se autonomizan los unos con respecto a

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los otros, él está en parte constituido por las formaciones discursivas

que han institucionalizado las varias formas de subordinación, y en

 parte es el resultado de las luchas mismas.

Ahora bien, si hemos construido así el terreno teórico que permi-

te explicar el carácter antagónico radical de las luchas democráticas,

¿qué queda de la especificidad del campo popular? La no coincidenciaentre «espacio político» y «sociedad» como referente empírico, ¿no

anula el único criterio diferencial entre lo «popular» y lo «democráti-

co»? La respuesta es que el espacio político popular se constituye en

aquellas situaciones en las que, a través de una cadena de equivalencias

democráticas, hay una lógica política que, tendencialmente, apunta

hacia una eliminación de la brecha entre espacio político y sociedadcomo referente empírico. Esto significa que las luchas populares,

concebidas de este modo, sólo se dan en el caso de relaciones de

extrema exterioridad entre los grupos dominantes y el [154] resto de la

comunidad. En el caso del milenarismo que antes indicáramos, el

 punto resulta evidente: entre la comunidad campesina y la comunidad

urbana dominante no hay prácticamente elementos en común y, en esa

medida, todos los rasgos de la cultura urbana pueden ser símbolos de

la anticomunidad. Y si consideramos el ciclo de constitución y expan-

sión de los espacios populares en Europa occidental, observamos que

en todos los casos han coincidido con el fenómeno de la externalidad o

la externalización del poder. Los comienzos de un patriotismo populis-

ta en Francia tienen lugar durante la guerra de los Cien Años; es decir,

en el momento de una división del espacio político en términos de algo

tan externo como la presencia en el propio territorio de una potencia

extranjera. La construcción simbólica de un espacio nacional a través

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de la acción de una figura plebeya como Juana de Arco, es uno de los

 primeros momentos de emergencia del «pueblo» como agente histórico

en Europa occidental. En el caso del Antiguo Régimen y la Revolución

francesa, la frontera de lo popular'ha pasado a ser una frontera inter-

ior, y la condición de la misma es la separación y el parasitismo de la

nobleza y de la monarquía respecto al resto de la nación. Pero en los

 países del capitalismo avanzado, por el proceso que hemos indicado,

desde mediados del siglo XIX la multiplicación de posiciones democrá-

ticas y el «desarrollo desigual» de las mismas, va diluyendo su simple y

automática unidad en torno a un polo popular. Debido en buena parte

a su mismo éxito, las luchas democráticas tienden cada vez menos a

unificarse bajo la forma de luchas «populares». Las condiciones de la

lucha política en el capitalismo maduro se alejan cada vez más del

modelo del siglo XIX de una tajante «política de fronteras», y tienden a

adoptar un nuevo módulo que intentaremos analizar en el próximo

capítulo. La producción de «efectos de frontera» —que son la condi-

ción de expansión de la negatividad propia de los antagonismos— deja

 por tanto de fundarse en una separación evidente y dada, en un marco

referencial adquirido de una vez para siempre, y transforma en el 

 primero de los problemas políticos a la producción misma de ese

marco, a la constitución de las identidades mismas que habrán de

enfrentarse antagónicamente. Esto amplía inmensamente el campo de

las prácticas articulatorias y recompositivas, a la vez que torna a toda

frontera en algo esencialmente ambiguo e inestable, sometido a

desplazamientos constantes. Llegados a este punto, tenemos todos los

elementos teóricos necesarios para determinar la especificidad del

concepto de hegemonía. [155]

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HEGEMONÍA

Debemos ver pues, cómo se engarzan las distintas categorías teóricas

que hemos elaborado hasta aquí, a los efectos de formular el concepto

de «hegemonía». El campo general de emergencia de la hegemonía es el

de las prácticas articulatorias, es decir, un campo en el que los «ele-

mentos» no han cristalizado en «momentos». En un sistema cerrado deidentidades relaciónales, en el que el sentido de cada momento está

absolutamente fijado, no hay lugar alguno para una práctica hegemó-

nica. un sistema plenamente logrado de diferencias, que excluyera a

todo significante flotante, no abriría el campo a ninguna articulación;

el principio de repetición dominaría toda práctica en el interior del

mismo, y no habría nada que hegemonizar. Es porque la hegemoníasupone el carácter incompleto y abierto dé lo social, que sólo puede

constituirse en un campo dominado por prácticas articulatorias.

Esto, sin embargo, plantea inmediatamente el siguiente problema:

¿quién es el sujeto articulante? Ya hemos visto cuál era la respuesta que

el marxismo de la Tercera internacional daba a esta pregunta: de Lenin

a Gramsci se afirma —con todos los matices y diferencias que antes

analizáramos— que el núcleo último de una fuerza hegemónica lo

constituye una clase social fundamental. La diferencia entre fuerza

hegemonizante y fuerzas hegemonizadas se plantea como una diferen-

cia ontológica entre los planos de constitución de ambas. Las relacio-

nes hegemónicas son relaciones sintácticas fundadas en categorías

morfológicas que las preceden. Pero está claro que ésta no puede ser 

nuestra respuesta, ya que es precisamente esa diferenciación de planos

la que todo nuestro análisis anterior ha intentado disolver. En realidad,

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estamos aquí nuevamente ante el problema de la alternativa interiori-

dad/exterioridad y de las dos soluciones igualmente esencialistas con

las que nos enfrentaríamos si la aceptáramos como alternativa exclu-

yente. El sujeto hegemónico, como el sujeto de toda práctica articulato-

ria, debe ser parcialmente exterior a lo que articula —de lo contrario

no habría articulación alguna—; pero, por otro lado, esa exterioridad

no puede ser concebida como la existente entre dos niveles ontológicos

diversos. Por consiguiente, parecería que la solución consistiría en

reintroducir nuestra distinción entre discurso y campo general de la

discursividad: en este caso, tanto la fuerza hegemonizante como el

conjunto de los elementos hegemonizados se constituirían en un

mismo plano —el campo general de la discursividad—, en tanto que la

exterioridad sería [156] la correspondiente a formaciones discursivas

diversas. Esto es, sin duda, así, pero requiere una precisión: esta

exterioridad no puede ser la correspondiente a dos formaciones

discursivas plenamente constituidas, porque como lo que caracteriza a

una formación discursiva es la regularidad en la dispersión, si esa

exterioridad entre las dos formaciones fuera un rasgo, regular en la

relación entre las mismas, pasaría a ser una nueva diferencia, y las dos

formaciones no serían, estrictamente, exteriores la una respecto a la

otra. (Con lo que, nuevamente, la posibilidad de la articulación se

disiparía). Por tanto, si la exterioridad que la práctica articulatoria

supone se constituye en el campo general de la discursividad, no puede

ser la correspondiente a dos sistemas de diferencias plenamente

constituidas. Se trata, por tanto, de la exterioridad existente entre

 posiciones de sujeto situadas en el interior de ciertas formaciones

discursivas, y «elementos» que carecen de una articulación discursiva

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 precisa. Es esta ambigüedad la que hace posible a la articulación como

institución de puntos nodales que fijan parcialmente el sentido de lo

social en un sistema organizado de diferencias. Debemos ahora consi-

derar la especificidad de la práctica hegemónica dentro del campo

general de las prácticas articulatorias. Partamos de dos situaciones que

no caracterizaríamos como articulaciones hegemónicas. En un extremo

 podríamos señalar, como ejemplo, a la reorganización de un conjunto

de funciones burocrático-administrativas siguiendo criterios de

eficacia o racionalidad. Aquí están presentes elementos centrales de

toda práctica articulatoria: la constitución de un sistema organizado de

diferencias —de momentos, por consiguiente— a partir de elementos

disgregados y dispersos. Y aquí, sin embargo, no hablaríamos de

hegemonía. La razón es que, para hablar de hegemonía, no es suficiente

el momento articulatorio; es preciso, además, que la articulación se

verifique a través de un enfrentamiento con prácticas articulatorias

antagónicas. Es decir, que la hegemonía se constituye en un campo

surcado por antagonismos y supone, por tanto, fenómenos de equiva-

lencia y efectos de frontera. Pero, a la inversa, no todo antagonismo

supone prácticas hegemónicas. En el caso del milenarismo, por ejem-

 plo, tenemos un antagonismo en su forma más pura y, sin embargo, no

hay hegemonía, por cuanto no hay articulación de elementos flotantes:

la distancia entre las dos comunidades es algo inmediatamente dado y

adquirido desde un comienzo, y no supone construcción articulatoria

alguna. Las cadenas de equivalencia no fijan los límites del espacio

comunitario, sino que operan sobre espacios comunitarios preexisten-

tes a las mismas. [157] Las dos condiciones de una articulación hege-

mónica son, pues, la presencia de fuerzas antagónicas y la inestabilidad

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de las fronteras que las separan. Sólo la presencia de una vasta región

de elementos flotantes y su posible articulación a campos opuestos

 —lo que implica la constante redefinición de estos últimos— es lo que

constituye el terreno que nos permite definir a una práctica como

hegemónica. Sin equivalencia y sin fronteras no puede estrictamente

hablarse de hegemonía.

Está claro, en este punto, de qué modo podemos recuperar los

conceptos básicos del análisis gramsciano, radicalizándolos sin embar-

go en una dirección que nos lleva más allá de Gramsci. Una coyuntura

en la que se da un debilitamiento generalizado del sistema relacional

que define las identidades de un cierto espacio social o político y

que/en consecuencia, conduce a la proliferación de elementos flotantes,es lo que, siguiendo a Gramsci, llamaremos crisis orgánica. Ella no se

genera a partir de un sólo punto sino que es el resultado de una

sobredeterminación de circunstancias, y se manifiesta no solamente en

una proliferación de antagonismos, sino también en una crisis genera-

lizada de las identidades sociales. Un espacio social y político relativa-

mente unificado a través de la institución de puntos nodales y de la

constitución de identidades tendencialmente relacionales, es lo que

Gramsci denominará bloque histórico. El tipo de lazo que une a los

distintos elementos del bloque histórico —no la unidad en alguna

forma de a priori histórico sino la regularidad en la dispersión— 

coincide con el correspondiente a nuestro concepto de formación

discursiva. En la medida en que consideremos al bloque histórico

desde el punto de vista del campo antagónico en el que se constituye, lo

denominaremos formación hegemónica. Finalmente, es en tanto que la

formación hegemónica implica un fenómeno de fronteras, que adquie-

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re toda su significación el concepto de guerra de posición. A través de

este concepto Gramsci produce dos efectos teóricos importantes. El

 primero es confirmar la imposibilidad de cierre de lo social: en la

medida en que la frontera es interna a lo social, es imposible subsumir 

la formación social como referente empírico en las formas inteligibles

de una sociedad. Toda «sociedad» constituye sus propias formas de

racionalidad e inteligibilidad dividiéndose: es decir, expulsando fuera

de sí todo exceso de sentido que la subvierta. Pero, por otro lado, en la

medida en que esa frontera varía con los avatares mismos de la «guerra

de posición», cambia también la identidad de los actores del enfrenta-

miento, y es por tanto imposible buscar en ellos ese anclaje último que

no nos [158]b es dado por una totalidad suturada. Antes dijimos que el

concepto de guerra de posición conducía a una desmilitarización de la

guerra; en realidad, hace algo más: introduce una ambigüedad radical

en lo social, que impide fijarlo en ningún significado trascendente.

Pero por esto mismo, éste es el punto en el que el concepto de guerra

de posición muestra sus límites. La guerra de posición supone la

división del espacio social en dos campos, y presenta a la articulación

hegemónica como una lógica de movilidad de la frontera que los

separa. Ahora bien, resulta claro que este supuesto es ilegítimo: la

existencia de dos campos puede ser, en ciertos casos, uno de los efectos

de la articulación hegemónica, pero no la condición apriorística de la

misma; pues en ese caso el terreno en el que la articulación hegemóni-

ca opera no sería, él mismo, el producto de dicha articulación. La

guerra de posición gramsciana supone el tipo de división del espacio

 político que antes caracterizáramos como propio de las identidades

 populares. Su avance respecto a la concepción de «pueblo» del siglo XIX

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consiste en el hecho de que esa identidad popular ya no es para él

simplemente dada, sino que tiene que ser construida —de ahí la lógica

articulatoria de la hegemonía; pero, sin embargo, se mantiene de la

vieja concepción la idea de que dicha construcción opera siempre

sobre la base de la expansión de la frontera al interior de un espacio

 político dicotómicamente dividido. Este es el punto en que la concep-

ción gramsciana resulta inaceptable. Como antes señaláramos, la

 proliferación de los espacios políticos y la complejidad y dificultad de

su articulación es una de las características centrales de las formacio-

nes sociales del capitalismo avanzado. Retendremos, pues, de la

concepción gramsciana, la lógica de la articulación y la centralidad

 política de los efectos de frontera, pero eliminaremos el supuesto de la

unicidad del espacio político como marco necesario para la verifica-

ción de esos fenómenos. Hablaremos pues de luchas democráticas en

los casos en que éstas supongan una pluralidad de espacios políticos, y

de luchas populares, en aquellos otros casos en que ciertos discursos

construyen tendencialmente la división de un único espacio político en

dos campos opuestos. Pero está claro que el concepto fundamental es

el de «lucha democrática», y que las luchas populares sólo constituyencoyunturas específicas, resultantes de una multiplicación de efectos de

equivalencia entre las luchas democráticas.

De lo anterior resulta claro que nos apartamos de la concepción

gramsciana en dos puntos claves: en cuanto al plano de constitución de

los sujetos hegemónicos —para Gramsci éste [159] es, necesariamente,

el plano de las clases fundamentales—; y en cuanto a la unicidad del

centro hegemónico —para Gramsci, excepto durante los interregnos

constituidos por las crisis orgánicas, toda formación social se estructu-

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ra en tornq a un centro hegemónico. Según dijéramos, éstos son los dos

elementos finales de esencialismo que permanecen en el pensamiento

gramsciano. Pero el resultado de abandonarlos es tener que afrontar 

dos series sucesivas de problemas, que no se presentaban para Grams-

ci, y que tenemos que pasar ahora a considerar.

El primer problema se refiere a la separación de planos, al mo-mento externo que la hegemonía —como toda relación articulatoria— 

supone. Según dijimos, esto no presenta problemas para Gramsci, dado

que para él el último núcleo de clase de una «voluntad colectiva» no es

a su vez el resultado de articulaciones hegemónicas. Pero en la medida

en que hemos disuelto el privilegio ontológico de este núcleo último,

surge la siguiente dificultad: si, en el caso de una hegemonía exitosa,

las prácticas articulatorias han logrado construir un sistema estructu-

ral de diferencias, de identidades relaciónales, ¿no desaparece también

el carácter externo de la fuerza hegemónica, no pasa a ser una diferen-

cia más en el seno del bloque histórico? La respuesta debe ser induda-

 blemente positiva. Una situación en la que un sistema de diferencias se

hubiera soldado hasta tal punto, implicaría el fin de la forma hegemó-

nica de la política. En ese caso habría relaciones de subordinación, de

 poder, pero no relaciones hegemónicas en sentido estricto, porque con

la desaparición de la separación de planos, del momento de exteriori-

dad, habría también desaparecido el campo de las prácticas articulato-

rias. La dimensión hegemónica de la política sólo se expande en la

medida en que se incrementa el carácter abierto, no suturado, de lo

social. En una comunidad campesina medieval el área abierta a las

articulaciones diferenciales es mínima y, por tanto, no hay formas

hegemónicas de articulación: se pasa abruptamente de, prácticas

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repetitivas en el interior de un sistema cerrado de diferencias, a

equivalencias frontales y absolutas cuando la comunidad se ve amena-

zada. Por eso la forma hegemónica de la política sólo se impone a

comienzos de los tiempos modernos, en la medida en que la reproduc-

ción de las distintas áreas sociales se verifica en condiciones siempre

cambiantes, que requieren constituir constantemente nuevos sistemas

de diferencias —con lo que se amplía inmensamente el área de las

 prácticas articulatorias. Se alejan así cada vez más las condiciones y la

 posibilidad de una pura [160] fijación de diferencias; cada identidad

social pasa a ser el punto de encuentro de una multiplicidad de prácti-

cas articulatorias, muchas de ellas antagónicas. En estas circunstancias

no es posible llegar a una completa interiorización que cierre totalmen-

te la brecha entre articulante y articulado. Pero, es importante subra-

yarlo, tampoco es posible que permanezca sin cambios la identidad

separada de la fuerza articulante. Ambas están sometidas a un proceso

de subversión y redefinición constantes. Esto es tan así que ni siquiera

un sistema de equivalencias está inmune al peligro de transformarse en

una nueva diferencia: es sabido cómo la oposición frontal de muchos

grupos a un sistema puede perder su carácter de exterioridad al

mismo, y pasar a ser simplemente un lugar contradictorio pero interior 

a ese sistema —es decir, una diferencia más—. Una formación hege-

mónica abarca también lo que se le opone, en la medida en que la

fuerza opositora acepta el sistema de articulaciones básicas de dicha

formación como aquello que ella niega, pero el lugar de la negación es

definido por los parámetros internos de la propia formación. Por tanto,

la determinación teórica de las condiciones de extinción de la forma

hegemónica de la política, nos explica también las razones de la

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expansión constante de esta forma en los tiempos modernos.

El segundo problema se refiere a la unicidad del centro hegemó-

nico. Una vez rechazado el plano ontológico que inscribiría a la hege-

monía como centro de la social (lo cual supondría que lo social tiene

un centro y, por tanto, una esencia), es evidente que no es posible

mantener la idea de la unicidad del punto nodal hegemónico. Hegemo-nía es, simplemente, un tipo de relación política; una forma, si se

quiere, de la política; pero no una localización precisable en el campo

de una topografía de lo social. En una formación social determinada

 puede haber una variedad de puntos nodales hegemónicos. Evidente-

mente algunos de ellos pueden estar altamente sobredeterminados;

 pueden consti tuir puntos de condensación de una variedad de relacio-

nes sociales y, en tal medida, ser el centro de irradiación de una

multiplicidad de efectos totalizantes; pero, en la medida en que lo

social es una infinitud irreductible a ningún principio unitario subya-

cente, la mera idea de un centro de lo social carece de sentido.

Una ver redefinido así el estatus del concepto de hegemonía y la

 pluralidad característica de lo social, debemos interrogarnos por lasformas de relación entre ambos. Esta irreductible pluralidad de lo

social ha sido con frecuencia concebida bajo la forma de una autono-

mización de esferas y formas de lucha. [161] Esto exige que analicemos

 brevemente algunos de los problemas relativos al concepto de «auto-

nomía». En los últimos años, por ejemplo,, se ha discutido abundante-

mente acerca del concepto de «autonomía relativa del Estado»

41

, pero41 Acerca de los varios modos de enfocar el problema de la autonomía relativa del

Estado en las diferentes teorizaciones marxistas contemporáneas, véase Bob Jessop, The

capitalist State, Nueva York y Londres, 1982.

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la mayor parte de estas discusiones se han planteado en términos tales,

que han conducido a un callejón sin salida. La razón es que, en general,

se ha intentado explicar dicha autonomía en un marco que acepta el

supuesto de una sociedad suturada —a través, por ejemplo, de la

determinación en última instancia por la economía— y entonces el

 problema de la autonomía relativa, ya sea del Estado o de cualquier 

otra entidad, resulta insoluble. Porque, o bien el marco estructural

constituido por las determinaciones de base de la sociedad explican no

sólo los límites de la autonomía sino la propia identidad de la entidad

autónoma —en cuyo caso esa entidad es una determinación estructu-

ral más del sistema y el concepto de «autonomía» es redundante; o

 bien la entidad autónoma no es determinada por el sistema, en cuyo

caso hay que explicar dónde se constituye y, en todo caso, hay que

renunciar a la premisa de la sociedad suturada. El haber querido

mantener  a la vez esta premisa y un concepto de autonomía que es

contradictorio con ella, vicia una buena parte de la discusión marxista

contemporánea acerca del Estado —la obra de Poulantzas, especial-

mente. Pero si renunciamos a la hipótesis de un cierre último de lo

social, es preciso partir de una pluralidad de espacios políticos y

sociales que no remiten a ningún fundamento unitario último. La

 pluralidad no es el fenómeno a explicar, sino el punto de partida del

análisis. Ahora bien, si como hemos visto la identidad de cada uno de

estos espacios es siempre precaria, tampoco es posible afirmar, sim-

 plemente, la ecuación entre autonomía y dispersión. Ni la autonomía

total ni la subordinación total son, por consiguiente, soluciones

 plausibles. Esto nos indica claramente que el problema no puede ser 

resuelto en el campo de un sistema estable, de diferencias; que tanto

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autonomía como subordinación —y sus distintos grados de relativi-

dad— son conceptos que sólo adquieren su sentido en el campo de las

 prácticas articulatorias y —en la medida en que éstas operan en

campos políticos surcados por antagonismos— de las prácticas hege-

mónicas. Las prácticas articulatorias no tienen sólo lugar  en el interior 

de espacios sociales y políticos dados, sino entre los mismos. La au-

[162]tonomía del Estado en su conjunto —suponiendo por un instante

que se pueda hablar de él como de una unidad— depende de la cons-

trucción de un espacio político que sólo puede ser el resultado de

articulaciones hegemónicas. Y lo mismo puede decirse del grado de

unidad o autonomía existente entre las distintas ramas y aparatos del

Estado. Es decir, que la autonomización de ciertas esferas no es el

efecto estructural necesario de nada, sino la resultante de prácticas

articulatorias precisas que construyen dicha autonomía. La autonomía,

lejos de ser incompatible con la hegemonía, es una forma de construc-

ción hegemónica.

Lo mismo puede decirse del otro uso importante que se ha hecho

del concepto de autonomía en años recientes: la autonomía ligada al

 pluralismo que requiere la expansión de los nuevos movimientos

sociales. Aquí estamos en la misma situación. Si la identidad de los

sujetos o fuerzas sociales que se autonomizan estuviera constituida de

una vez para siempre, el problema se plantearía solamente en términos

de autonomía. Pero si estas identidades dependen de ciertas condicio-

nes sociales y políticas precisas de existencia la misma autonomía sólo

 puede ser defendida y expandida en términos de una lucha hegemónica

más vasta. Los sujetos políticos feministas o ecologistas, por ejemplo,

son hasta cierto punto — como toda otra identidad social—  significan

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tes flotantes, y es una peligrosa ilusión pensar que están asegurados de

una vez para siempre, y que el terreno que ha constituido sus condi-

ciones discursivas de emergencia no puede ser subvertido. La cuestión

de una hegemonía que vendría a amenazar la autonomía de ciertos

movimientos es, por tanto, un problema mal planteado. En rigor, esta

incompatibilidad sólo existiría si los movimientos sociales fueran

mónadas, desconectadas las unas de las otras; pero si, por el contrario,

cada uno de ellos tiene una identidad nunca definitivamente adquirida,

no puede ser indiferente a lo que pase fuera de sí. Que en ciertas

circunstancias la subjetividad política de los obreros blancos en Gran

Bretaña, por ejemplo, sea sobredeterminada por actitudes racistas o

antirracistas, es obviamente importante para la lucha de los obreros

inmigrantes, ya que influirá en ciertas prácticas del movimiento

sindical que, a su vez, tendrán consecuencias en una variedad de

aspectos de la política estatal y que últimamente repercutirán también

en la propia identidad política de los obreros inmigrantes. Hay aquí

claramente una lucha hegemónica, en la medida en que la articulación

entre militancia sindical de los obreros blancos y racismo o antirracis-

mo no está definida desde un comienzo; pero [163] las formas de esa

lucha por parte de los movimientos antirracistas pasarán en parte por 

la autonomización de ciertas actividades y formas organizativas, en

 parte por sistemas de alianzas con otras fuerzas, y en parte por la

construcción de sistemas de equivalencias entre contenidos de ciertos

movimientos, ya que nada puede consolidar más las propias luchas

antirracistas, que la construcción de formas estables de sobredetermi-

nación entre contenidos tales como antirracismo, antisexismo y

anticapitalismo que, librados a sí mismos, no tienden necesariamente a

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convertir. Nuevamente, la autonomía no se opone a la hegemonía, sino

que es un momento interno de una operación hegemónica más vasta.

(Obviamente, ésta no pasa por la forma «partido», ni por ningún otro

tipo de arreglo precisable a prior).

Si la hegemonía es un tipo de relación política y no un concepto

topográfico, está claro que tampoco puede ser concebida como unairradiación de efectos a partir de un punto privilegiado. Podríamos

decir, en tal sentido, que la hegemonía es esencialmente metonímica:

sus efectos surgen siempre a partir de un exceso de sentido resultante

de una operación de desplazamiento. (Por ejemplo, cuando una• • / • i• i i• • r *

organización sindical o religiosa asume funciones organizativas en una

comunidad determinada, que van más allá de las prácticas tradiciona-

les adscritas a las mismas, y que son combatidas o resistidas por 

fuerzas opuestas). Este momento de desajuste es esencial a toda

 práctica hegemónica: lo hemos constatado desde la emergencia misma

del concepto en la socialdemocracia rusa —bajo la forma de exteriori-

dad de las tareas hegemónicas respecto a la identidad de las clases; y es

en la medida misma de nuestra conclusión de que ninguna identidad

social está plenamente adquirida, que el momento articulatorio-

hegemónico adquiere toda su centralidad. La condición de esta centra-

lidad es, por tanto, el colapso de una clara línea demarcataria entre lo

interno y lo externo, entre lo contingente y lo necesario. Pero esto

conduce a una conclusión inescapable: ninguna lógica hegemónica

 puede dar cuenta de la totalidad de lo social y consti tuir su centro, ya

que en tal caso se habría producido una nueva sutura y el concepto

mismo de hegemonía se habría autoeliminado. La apertura de lo social

es, por consiguiente, la precondición de toda práctica hegemónica.241

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Ahora bien, esto conduce necesariamente a una segunda conclusión: la

formación hegemónica tal como la hemos concebido no puede ser 

reconducida a la lógica específica de una fuerza social única. Todo

 bloque histórico —o formación hegemónica— se construye a través de

la regularidad [164] en la dispersión, y esta dispersión incluye una

 proliferación de elementos muy diversos: sistemas de diferencias que

definen parcialmente identidades relaciónales; cadenas de equivalen-

cias que subvierten a estas últimas, pero que pueden ser transformísti-

camente recuperadas en la medida en que el lugar de la oposición pasa

a ser él mismo regular y, de tal modo, a constituir una nueva diferen-

cia; formas de sobredeterminación que concentran ya sea el poder, ya

sea las diversas formas de resistencia al mismo, etc. El punto importan-

te es que toda forma de poder se construye en forma pragmática e

internamente a lo social, apelando a las lógicas opuestas de la equiva-

lencia y de la diferencia; el poder no es nunca fundacional. Por tanto, el

 problema del poder no puede plantearse en términos de la búsqueda de

la clase o del sector dominante que constituye el centro de una forma-

ción hegemónica, ya que, por definición, dicho centro nos eludirá

siempre. Pero también es incorrecto plantear como alternativa el

 pluralismo, o la difusión total del poder en el seno de lo social, ya que

esto tornaría el análisis ciego a la presencia de puntos nodales y a las

concentraciones parciales de poder existentes en toda formación social

concreta. Este es el punto en el que buena parte de los conceptos del

análisis clásico —«centro», «poder», «autonomía», etc.— pueden ser 

reintroducidos si se define su estatus: todos ellos son lógicas sociales,

contingentes, que como tales adquieren su sentido en contextos

coyunturales y relaciónales precisos, en los que siempre estarán

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limitados por otras lógicas, muchas veces contradictorias; pero ningu-

no de ellos tiene una validez absoluta en el sentido de que defina un

espacio o momento estructural que no pueda, a su vez, ser subvertido.

Es imposible, por tanto, arribar a una teoría de lo social sobre la base

de absolutizar ninguno de estos conceptos. Si la sociedad no es sutura-

da por ninguna lógica unitaria y positiva, tampoco nuestro conoci-

miento de ella puede suministrar esa lógica. Un enfoque «científico»

que intentara determinar la «esencia» de lo social sería, en realidad, la

 primera de las utopías.

Un punto importante antes de concluir. En el argumento anterior 

hemos hablado de «formación social» como de un referente empírico y

de «formación hegemónica» como de una totalidad articulada de

diferencias. El mismo término —«formación»— es usado, por consi-

guiente, en dos sentidos totalmente diferentes, lo que hace necesario

que eliminemos la ambigüedad resultante. El problema, en su forma

más general, puede ser formulado de este modo: si un conjunto de

agentes empíricamente dados (en el caso de la formación social), o un

con-[ 165] junto de momentos discursivos (en el caso de la formación

hegemónica) son incluidos en la totalidad implicada por la noción de

formación, es porque a través de esa totalidad es posible distinguirlos

respecto a algo distinto de esta última. Es decir, que una formación se

conforma como totalidad a partir de sus propios límites. Si en el caso

de la formación hegemónica planteamos el problema de la construc-

ción de estos límites, tendremos que distinguir dos niveles: el relacio-

nado con las condiciones abstractas de posibilidad de toda «forma-

ción», y el relacionado con la diferencia específica que la lógica de la

hegemonía introduce en ellas. Comencemos con el espacio interno de

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una formación concebida como sistema relativamente estable de

diferencias. Resulta claro que la lógica de la diferencia no es suficiente

 para construir límites, porque si ella dominara de modo exclusivo lo

que está más allá de los límites sólo podrían ser otras diferencias, y la

regularidad de éstas las haría formar parte de la formación misma. Si

 permanecemos en el campo de las diferencias, permanecemos en el

campo de una infinitud que hace imposible pensar ninguna frontera, y

que, en consecuencia, disuelve el concepto de «formación». Es decir,

que los límites sólo existen en la medida en que un conjunto sistemáti-

co de diferencias se recorta como totalidad respecto a algo más allá de

ellas, y es solamente a través de este recortarse que la totalidad se

constituye como formación. Si, de acuerdo a lo que hemos dicho, está

claro que este más allá no puede consistir en algo positivo —en una

nueva diferencia— la única posibilidad entonces es que consistirá en

algo negativo. Pero ya sabemos que es la lógica de la equivalencia la

que introduce la negatividad en el campo de lo social. Esto implica que

una formación sólo logra significarse a sí misma —es decir, constituir-

se como tal— transformando los límites en fronteras, constituyendo

una cadena de equivalencias que construye a lo que está más allá de loslímites, como aquello que ella no es. Es sólo a través de la negatividad,

de la división y del antagonismo, que una formación puede constituirse

como horizonte totalizante.

La lógica de la equivalencia, sin embargo, es meramente la condi-

ción más abstracta y general de existencia de toda formación. Para

hablar de formación hegemónica, tenemos que introducir otra condi-

ción provista por nuestro análisis anterior: es decir, la continua

redefinición de los espacios sociales y políticos, y aquellos constantes

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 procesos de desplazamiento de los límites que construyen la división

social que son propios de las sociedades contemporáneas. Es sólo en

estas condiciones [166] que las totalidades conformadas a través de la

lógica de la equivalencia adquieren un carácter hegemónico. Pero esto

 parecería implicar que, en la medida en que esta precariedad tiende a

hacer inestables las fronteras internas de lo social, la propia categoría

de formación es amenazada. Y esto es exactamente lo que ocurre: si

toda frontera desaparece, esto no significa solamente que la formación

es más difícil de reconocer. Como la totalidad no es un dato sino una

construcción, cuando hay una quiebra en las cadenas de equivalencia

que la constituyen la totalidad hace algo más que ocultarse: se disuelve.

De esto se sigue que el término «formación social», cuando esusado para designar a un referente, carece de sentido. Los agentes

sociales, en tanto referentes, no constituyen ninguna formación. Si el

término «formación social» intenta designar, por ejemplo, de una

manera aparentemente neutral, a los agentes sociales que viven en un

determinado territorio, se plantea inmediatamente el problema de los

límites de ese territorio. Y aquí es necesario definir límites políticos

 —es decir, configuraciones constituidas a un nivel diferente de la

simple entidad referencial de los agentes. Hay aquí dos opciones: o

 bien los límites políticos son considerados como un simple dato

externo —en cuyo caso términos tales como «formación social france-

sa», o «formación social inglesa» designan tan sólo «Francia» o «Ingla-

terra», y el término «formación» es claramente excesivo; o bien los

agentes son reintegrados a las varias formaciones que los constituyen

 —y en este caso no hay ninguna razón para que éstas deban coincidir 

con las fronteras nacionales. Ciertas prácticas articulatorias trazarán

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los límites de la formación en cuanto tal. Pero en todo caso éste es un

 proceso abierto que dependerá de las múltiples articulaciones hege-

mónicas que configuran un cierto espacio y, a la vez, operan en el

interior del mismo.

A lo largo de este capítulo hemos intentado mostrar, en varios

 puntos de nuestro argumento, la apertura e indeterminación de losocial, que da un carácter primario y fundante a la negatividad y al

antagonismo, y que asegura la existencia de prácticas articulatorias y

hegemónicas. Debemos ahora retomar la línea de nuestro argumento

 político de los dos primeros capítulos, y mostrar cómo la indetermina-

ción de lo social y la lógica articulatoria que de ella se sigue, permite

 plantear en nuevos términos el problema de la relación entre hegemo-nía y democracia.

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[167]

4. HEGEMONÍA Y RADICALIZACION DE

LA DEMOCRACIA

En noviembre de 1937, exiliado en Nueva York, Arthur Rosenberg

concluía su reflexión acerca de la historia europea contemporánea, a

 partir de la Revolución francesa1. Esta reflexión, que cerraba su vida de

intelectual militante, se centraba en un tema fundamental: la relación

entre socialismo y democracia o, más bien, el fracaso de las tentativasde construir formas orgánicas de unidad entre ambos. Este doble

fracaso —de la democracia y del socialismo— se le presentaba como

un proceso de extrañamiento progresivo, dominando por una cesura

radical. En un primer tiempo, la «democracia», concebida como campo

 popular , es el gran protagonista de los enfrentamientos históricos que

dominan la vida europea entre 1789 y 1848. Es el «pueblo» (en elsentido de plebs y no de populu ), las masas escasamente organizadas

y diferenciadas, las que dominan las barricadas de 1789 y 1848, la

agitación cartista en inglaterra o las movilizaciones mazzinianas y

garibaldinas en Italia. Más tarde viene la gran cesura constituida por la

larga reacción de los años cincuenta, y cuando con posterioridad a la

misma protesta popular se renueva, los protagonistas han cambiado:

1 A. Rosenberg, Democrazia e socialismo. Storia politica degli ultimi cento-

cinquanti anni (1789-1937), Bari, 1971.

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serán o bien los sindicatos, o bien los incipientes partidos socialdemó-

cratas los que, primero en Alemania e inglaterra, y luego en el resto de

Europa, se afianzarán crecientemente en el último tercio del siglo.

Esta cesura ha sido frecuentemente interpretada como la transi-

ción a un momento más alto de racionalidad política por parte de los

sectores dominados: en la primera mitad del siglo el carácter amorfode la «democracia», su ausencia de raíces en las bases económicas de la

sociedad, la habrían hecho esencialmente vulnerable e inestable, y no le

habrían permitido constituirse en una trinchera firme y permanente en

la lucha [169] contra el orden establecido. Sería sólo con la desintegra-

ción de este «pueblo» amorfo, con la sustitución del mismo por una

 base social sólida como la clase obrera, que los movimientos populareshabrían de alcanzar la madurez que permite encarar una lucha a largo

 plazo contra las clases dominantes . Sin embargo, esta mítica transición

a un estadio más alto de madurez social resultante de la industrializa-

ción, y a un grado más alto de eficacia política en el que los estallidos

anárquicos del «pueblo» habrían sido sustituidos por la racionalidad y

solidez de una política de clase, sólo podían parecer una mala broma a

Rosenberg, que escribía su libro mientras España ardía, Hitler se

 preparaba al Anchluss y Mussolini invadía Etiopía. Para Rosenberg,

 por el contrario, el encerramiento clasista había consti tuido el gran

 pecado histórico del movimiento obrero europeo. La incapacidad

obrera de constituir al «pueblo» como agente histórico, era para él la

falla esencial de la socialdemocracia y el hilo de Ariadna que le permi-

tía desentrañar todo el torturado proceso político que se inicia a partir 

de 1860. La constitución de un polo popular unificado, lejos de ser más

simple, resultaba crecientemente más difícil a medida que la comple-

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 jización e institucionalización crecientes de la sociedad capitalista

 —las «trincheras y fortificaciones de la sociedad civil» de que hablara

Gramsci— llevaban a la corporatización y separación de aquellos

sectores que, idealmente, hubieran debido ser unificados «en el seno

del pueblo». Ya en el tránsito de 1789 a 1848 este proceso de creciente

complejización social resultaba evidente:

[...] La tarea de la democracia en 1789 consistía en conducir de modo

unitario la lucha de los campesinos dependientes contra la nobleza propie-

taria y la lucha de los ciudadanos pobres contra el capital. En aquel tiempo

esto era mucho más fácil de lo que lo sería en 1848. En efecto, entre ambos

 períodos el proletariado industrial, si bien aún trabajaba en su mayor parte

en pequeñas industrias, había crecido tanto en importancia que hacíaculminar todo problema político en la confrontación entre proletario y

capitalista [...]. Esto requería de parte del partido democrático una habili-

dad táctica excepcional para lograr la convergencia entre el movimiento de

los obreros y el de los campesinos. Si se quería pasar por encima de la

cabeza de los campesinos propietarios para llegar a la masa de los pequeños

arrendatarios y braceros, era necesaria una táctica absolutamente realista y

 por demás compleja. De este modo la tarea de la democracia social, cin-

cuenta años después de Robespierre, había pasado a ser cada vez más

difícil, a la [169] vez que era menor la capacidad intelectual de los demócra-

tas para resolver los problemas [...]2. 

Y, desde luego, la dificultad en la constitución de un polo popular 

antisistema no había hecho sino aumentar desde 1848. En realidad,Rosenberg trataba de orientarse en un terreno nuevo, dominado por 

2Ibid., p. 119.

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una mutación radical de la que él era sólo a medias consciente: la

declinación de una forma de la política para la cual la división de lo

social en dos campos antagónicos es un dato originario e inconmovi-

ble, previo a toda construcción hegemónica3, y la transición hacia una

situación nueva, caracterizada por la inestabilidad esencial de los

espacios políticos, en la que la propia identidad de las fuerzas en lucha

está sometida a constantes desplazamientos y requiere un incesante

 proceso de redefinición. En otros términos: de modo a la vez clarivi-

dente y hesitante, Rosenberg nos describe el proceso de generalización

de la forma hegemónica de la política —que se impone como condi-

ción de emergencia de toda identidad colectiva una vez que las prácti-

cas articulatorias han llegado a determinar el principio mismo de la

división social—; y, al mismo tiempo, nos muestra lo vano de la

aspiración de la «lucha de clases» a constituirse, de modo automático y

aprioristico, en el fundamento de ese principio.

En rigor, la oposición pueblo/Antiguo Régimen fue el último

momento en el que los límites antagónicos entre dos formas de socie-

dad se presentaron —con la salvedad señalada— bajo la forma delíneas de demarcación claras y empíricamente dadas. A partir de

entonces la línea demarcatoria entre lo interno y lo externo, la divisoria

3 Hablando estrictamente, esta observación es, desde luego, exagerada. El reali-

neamiento de fuerzas durante la Revolución francesa también requirió operaciones

hegemónicas, e implicó ciertos cambios de alianzas: piénsese en episodios tales como la

Vendée. Es sólo desde una perspectiva histórica, y en comparación con la complejidadde las articulaciones hegemónicas que caracterizaría a las fases subsecuentes de la

historia europea, que puede argumentarse acerca de la estabilidad relativa del marco de

divisiones y oposiciones básicas en el curso de la Revolución francesa.

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a partir de la cual el antagonismo se constituye bajo la forma de dos

sistemas opuestos de equivalencias, se tornó crecientemente frágil y

ambigua, y la construcción de la misma pasó a ser el primero de los

 problemas políticos. Es decir, que de ahí en más ya no hubo política sin

hegemonía. Esto nos permite entender la especificidad de la interven-

ción de Marx: su reflexión tiene lugar en un momento [170] en el que la

división del espacio político en términos de la dicotomía pue-

 blo/Antiguo Régimen parecía haber llegado a agotar su productividad y

era, en todo caso, incapaz de construir una visión de lo político que

rescatara la complejidad y pluralidad propias de lo social en las socie-

dades industriales. Marx intenta, por tanto, pensar al hecho primario

de la división social sobre la base de un nuevo principio: el enfrenta-

miento entre las clases. El nuevo principio se ve socavado desde un

comienzo, sin embargo, por una radical insuficiencia, proveniente del

hecho de que la oposición de clases era incapaz de dividir a la totalidad

del cuerpo social en dos campos antagónicos, de reproducirse automá-

ticamente como línea demarcatoria en la esfera política. Por eso es que

la afirmación de la lucha de clases como principio fundamental de la

división política debió acompañarse siempre de hipótesis suplementa-

rias que remitían al futuro su plena vigencia: hipótesis histórico-

sociológicas —la simplificación de la estructura social, que conduciría

a la coincidencia entre luchas políticas reales y luchas de las clases en

tanto agentes constituidos al nivel de las relaciones de producción—;

hipótesis acerca de la conciencia de los agentes —tránsito de la clase

en sí a la clase para sí—. Lo importante, en todo caso, es que este

cambio en el principio político de la división social que el marxismo

introduce, conserva, inalterado, un componente esencial del imagina-

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rio jacobino: la postulación de un momento fundacional de ruptura, y

de un espacio único de constitución de lo político, sólo ha cambiado la

dimensión temporal, ya que se relega al futuro esta división, a la vez

 política y social, en dos campos, al mismo tiempo que se nos propor-

ciona un conjunto de hipótesis sociológicas acerca del proceso que

habría de conducir a la misma.

En este capítulo defenderemos la tesis de que es este momento de

continuidad entre el imaginario político jacobino y el marxista el que

requiere ser puesto en cuestión por el proyecto de una democracia

radicalizada que intentaremos formular. El rechazo de los puntos

 privilegiados de ruptura y de la confluencia de las luchas en un espacio

 político unificado, y la aceptación, por el contrario, de la pluralidad eindeterminación de lo social, nos parecen ser las dos bases fundamenta-

les a partir de las cuales un nuevo imaginario político puede ser cons-

truido, radicalmente libertario e infinitamente más ambicioso en sus

objetivos que el de la izquierda clásica. Esto exige, en primer término,

describir el terreno histórico de su emergencia, que es el campo de lo

que denominaremos como «revolución democrática». [171]

LA REVOLUCIÓN DEMOCRÁTICA

La problemática teórica que hemos presentado excluye no sólo la

concentración de la conflictualidad social en agentes aprioristicamente

 privilegiados, como lo serían las clases, sino también la referencia a

todo principio o sustrato general de tipo antropológico que, a la vez

que unificaría a las distintas posiciones de sujeto, asignaría a la resis-

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tencia contra las diversas formas de subordinación un carácter inevita-

 ble. No hay, por tanto, nada inevitable o natural en las distintas luchas

contra el poder, y es preciso, por consiguiente, explicar en cada caso las

razones de su emergencia y los diversos módulos que ellas pueden

adoptar. La lucha contra la subordinación no puede ser el resultado de

la propia situación de subordinación. Si podemos afirmar, con Fou-

cault, que en todo lugar donde hay poder hay resistencia, es preciso

también reconocer que las formas de resistencia pueden ser extrema-

damente variadas. Es solamente en ciertos casos que las resistencias

adoptan un carácter político y pasan a constituirse en luchas encami-

nadas a poner fin a las relaciones de subordinación en cuanto tales. Si

en el curso de los siglos ha habido múltiples formas de resistencia de

las mujeres a la dominación masculina, es sólo bajo ciertas condiciones

y formas específicas que ha podido nacer un movimiento feminista que

reivindica la igualdad (igualdad jurídica, primero, y en otros aspectos

más tarde). Obviamente, cuando hablamos aquí del carácter «político»

de estas luchas no lo hacemos en el sentido restringido de reivindica-

ciones que se sitúan al nivel de los partidos y del Estado. A lo que nos

referimos es a un tipo de acción cuyo objetivo es la transformación de

una relación social que construye a un sujeto en relación de subordina-

ción. Ciertas prácticas feministas contemporáneas, por ejemplo,

tienden a transformar la relación entre masculinidad y feminidad sin

 pasar de modo alguno por los partidos o por el Estado. Desde luego

que no se trata tampoco de negar que ciertas prácticas requieran la

intervención de lo político en sentido restringido. Lo que queremos

indicar es que la política en tanto que creación, reproducción y trans-

formación de las relaciones sociales, no puede ser localizada a un nivel

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determinado de lo social, ya que el problema de lo político es el pro-

 blema de la institución de lo social, es decir, de la definición y articula-

ción de relaciones sociales en un campo surcado por antagonismos. El

 problema central que queremos plantear es el siguiente: cuáles son las

condiciones discursivas de emergencia de una acción colectiva enca-

minada a luchar contra las desigualdades, [172] y a poner en cuestión

las relaciones de subordinación. Podemos también formularlo de la

manera siguiente: en qué condiciones una relación de subordinación

 pasa a ser una relación de opresión y se torna, por tanto, la sede de un

antagonismo. Entramos aquí en un terreno constituido por numerosos

deslizamientos terminológicos que ha concluido por establecer una

sinonimia entre «subordinación», «opresión» y «dominación». La base

que posibilita esta sinonimia es, claramente, el supuesto antropológico

de una «naturaleza humana» y de un sujeto unificado: si podemos

determinar  a priori la esencia de un sujeto, toda relación de subordina-

ción que la niegue se torna automáticamente en una relación de

opresión. Pero si rechazamos esta perspectiva esencialista, debemos

diferenciar «subordinación» de «opresión», y explicar las condiciones

 precisas en las cuales la subordinación pasa a ser opresiva. Entendere-

mos por  relaciones de subordinación aquélla en la que un agente está

sometido a las decisiones de otro —un empleado respecto a un em-

 pleador, por ejemplo, en ciertas formas de organización familiar, la

mujer respecto al hombre, etc.—. Llamaremos, en cambio, relaciones

de opresión a aquellas relaciones de subordinación que se han trans-

formado en sedes de antagonismos. Finalmente, llamaremos relaciones

de dominación al conjunto de aquellas relaciones de subordinación

que son consideradas como ilegítimas desde la perspectiva o el juicio

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de un agente social exterior a las mismas —y que pueden, por tanto,

coincidir o no con las relaciones de opresión actualmente existentes en

una formación social determinada. El problema es, por tanto, explicar 

cómo a partir de las relaciones de subordinación se constituyen las

relaciones de opresión. Está claro por qué las relaciones de subordina-

ción, consideradas en sí mismas, no pueden ser relaciones antagónicas:

 porque una relación de subordinación establece, simplemente, un

conjunto de posiciones diferenciadas entre agentes sociales, y ya

sabemos que un sistema de diferencias que construye a toda identidad

social como positividad no sólo no puede ser antagónico, sino que

habría reunido las condiciones ideales para la eliminación de todo

antagonismo —estaríamos enfrentados con un espacio social suturado,

del que toda equivalencia quedaría excluida—. Es sólo en la medida en

que es subvertido el carácter diferencial positivo de una posición

subordinada de sujeto, que el antagonismo podrá emerger. «Siervo»,

«esclavo», etc., no designan en sí mismos posiciones antagónicas; es

sólo en términos de una formación discursiva distinta, tal como, por 

ejemplo, «derechos inherentes a todo ser humano» que la positividad

diferencial de [173] esas categorías puede ser subvertida, y la subordi-

nación construida como opresión. Esto significa que no hay relación de

opresión sin la presencia de un «exterior» discursivo a partir del cual el

discurso de la subordinación pueda ser interrumpido4. La lógica de la

equivalencia desplaza, en tal sentido, los efectos de unos discursos

hacia otros. Si, como era el caso de las mujeres hasta el siglo XVII, el

conjunto del dispositivo que las construía como sujetos las fijaba pura

4 Acerca del concepto de «interrupción», véase D. Silverman y B. Torode, The ma-

terial word, Londres, 1980, cap. 1.

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y simplemente en una posición subordinada, el feminismo como

movimiento de lucha contra la subordinación femenina no podía

emerger. Nuestra tesis es que es sólo a partir del momento en que el

discurso democrático va a estar disponible para articular las diversas

formas de resistencia a la subordinación, que existirán las condiciones

que harán posible la lucha contra los diferentes tipos de desigualdad.

En el caso de las mujeres podría citarse como ejemplo el papel jugado

en Inglaterra por Mary Wollstonecraft, cuyo libro Vindication of the

rights of women, publicado en 1792, determina el nacimiento del

feminismo, por el uso que en él se hace de discurso democrático, que

es desplazado así del campo de la igualdad política entre ciudadanos al

campo de la igualdad entre los sexos.

Pero para poder ser movilizado de tal modo era preciso primero

que el principio democrático de libertad e igualdad se hubiera impues-

to como nueva matriz del imaginario social —en nuestra terminología:

que hubiera pasado a constituir un punto nodal fundamental en la

construcción de lo político—. Esta mutación decisiva en el imaginario

 político de las sociedades occidentales tuvo lugar hace doscientos años,

y puede definirse en estos términos: la lógica de la equivalencia se

transforma en el instrumento fundamental de producción de lo social.

Es para designar a esta mutación que, tomando una expresión de

Tocqueville, hablaremos de «revolución democrática». con ella desig-

naremos el fin del tipo de sociedad jerárquica y desigualitaria, regida

 por una lógica teológico-política en la que el orden social encontraba

su fundamento en la voluntad divina. El cuerpo social era concebido

como un todo en el que los individuos aparecían fijados a posiciones

diferenciales. Por tanto tiempo como predominó un modo tal de

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institución «totalista» de lo social, la política no podía ser más que la

repetición de relaciones jerárquicas que reproducían el mismo tipo de

sujeto subordinado. El momento clave en los comienzos de [174] la

revolución democrática puede ubicarse en la Revolución francesa, ya

que, como lo ha señalado François Furet, fue al nivel del imaginario

social que surgió entonces algo verdaderamente nuevo con la afirma-

ción del poder absoluto del pueblo. Es allí donde, según él, se sitúa la

verdadera discontinuidad: en el establecimiento de una nueva legitimi-

dad, en la invención de la cultura democrática. «(L)a Revolución

francesa no es una transición, es un origen, y un fantasma de origen.

Lo que hay de único en ella es lo que constituye su interés histórico, y

es por lo demás este 'único' el que ha pasado a ser universal: la primera

experiencia de la democracia»5. Es esta afirmación del poder absolutodel pueblo la que constituye la originalidad de la Revolución francesa,

si se la compara con la Revolución inglesa o con la Revolución ameri-

cana. Si como ha señalado Hanna Arendt: «[...] fue la Revolución

francesa y no la americana la que puso al mundo en llamas [...]»6, es

 porque ella fue la primera en no fundarse en ninguna otra legitimidad

y en instaurar así un nuevo modo de institución de lo social. Estaruptura con el Ancien Régime, simbolizada por la Declaración de los

Derechos del Hombre, proporcionará las condiciones discursivas que

 permiten plantear a las diferentes formas de desigualdad como ilegíti-

mas y antinaturales, y de hacerlas, por tanto, equivalerse en tanto

5 F. Furet, Venser la Révolution Française, París, 1978, p. 109 [Pensar la Revolu-

ción francesa, Barcelona, Petrel, 1980].

6 H. Arendt, On revolution, Londres, 1973, p. 55 [Sobre la revolución, Madrid, Re-

vista de Occidente, 1967].

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formas de opresión. Esto es lo que va a constituir la fuerza subversiva

 profunda del discurso democrático, que permitirá desplazar la igual-

dad y la libertad hacia dominios cada vez más amplios, y que servirá,

 por tanto, de fermento a las diversas formas de lucha contra la subor-

dinación. Muchas luchas obreras en el siglo XIX construyeron discursi-

vamente sus demandas a partir de las luchas por la libertad política. Es

lo que prueban, por ejemplo, en el caso del cartismo inglés, los trabajos

de Gareth Stedman Jones7, que muestran el papel fundamental que las

ideas del radicalismo inglés, profundamente influido por la Revolución

francesa, ha jugado en la constitución del movimiento y en la determi-

nación de sus objetivos. (De ahí el papel central de la reivindicación del

sufragio universal, que es poco tenida en cuenta por aquellas interpre-

taciones que hacen del cartismo un fenómeno de [175] carácter funda-

mentalmente social, expresión de la conciencia de clase del nuevo

 proletariado industrial).

De la crítica de la desigualdad política se operará, a través de los

distintos discursos socialistas, un desplazamiento hacia la crítica de la

desigualdad económica, lo que conducirá a la puesta en cuestión de

otras formas de subordinación y a la reivindicación de nuevos dere-

chos. Las reivindicaciones socialistas deben ser vistas, por tanto, como

un momento interior a la revolución democrática, y sólo son inteligi-

 bles a parti r de la lógica equivalencial que esta última instaura . Y los

efectos de irradiación se multiplicarán en una variedad siempre

creciente de direcciones. En el caso del feminismo se trató en un

 primer tiempo de hacer acceder a las mujeres a los derechos políticos;

7 G. Stedman Jones, «Rethinking Chartism», en ibid., Languages of class, Cam-

 br idg, Ingla ter ra, 1983 [Lenguajes de clase, Madrid, Siglo XXI, en preparación].

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más tarde a la igualdad económica; hasta llegar al feminismo presente,

que exigirá la igualdad en otros numerosos dominios. Como Tocquevi-

lle señalara: «Es imposible concebir que la igualdad no concluya por 

 penetrar tanto en el mundo político como en otros dominios. No es

 posible concebir a los hombres como eternamente desiguales entre sí

en un punto e iguales en otros; en cierto momento, llegarán a ser 

iguales en todos los puntos»8. 

En todos los casos es la imposibilidad de constituir a las relacio-

nes de subordinación como sistemas cerrados de diferencias, que, a

través de sus posiciones, absorban la identidad tanto de subordinante

como de subordinado —imposibilidad que implica la exterioridad 

recíproca de ambas identidades— la que está a la base de la relación de

opresión. Es instructivo, a este respecto, considerar las transformacio-

nes que ha experimentado el potencial antagónico de las luchas

obreras. Ha habido sin duda en el siglo XIX luchas radicalmente antica-

 pitalistas, pero ellas no han sido las luchas del proletar iado, si por tal

se entiende el tipo de trabajador producido por el desarrollo del

capitalismo, sino más bien de artesanos cuyas calificaciones y modos

de vida eran amenazados por la instauración del sistema capitalista de

 producción. El carácter fuertemente antagónico de las luchas de estos

«radicales reaccionarios» —según la denominación de Craig Cal-

houn—, su puesta en cuestión de la totalidad del sistema capitalista, se

explican por el hecho de que esas luchas expresaban la resistencia a la

destrucción de las identidades artesanales y de todo el conjunto de

formas sociales, culturales y políticas de carácter comunitario que las

8 A. de Tocqueville, De la démocratie en Amérique, París, 1981, vol. 1, p. 115 [La

democracia en América, Madrid, Alianza, 1980].

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[176] acompañaban. De ahí proviene el rechazo total a las nuevas

relaciones de producción que el capitalismo estaba en proceso de

implantar; la completa exterioridad existente entre dos sistemas de

organización social, generaba la división del espacio social en dos

campos que, como sabemos, es la condición de todo antagonismo.

Calhoun, en su crítica a The making of the english working class, de E.

P. Thompson, ha mostrado convincentemente la forma indiscriminada

en que, bajo el rótulo de «clase obrera», ha sido reagrupado un conjun-

to heterogéneo de grupos sociales, sin reconocerse suficientemente la

 profunda diferencia que existía entre los «viejos» y los «nuevos»

trabajadores en lo que se refiere a sus objetivos y a su forma de movili-

zación. Según el, «[...] Los primeros lucharon sobre la base de fuertes

fundamentos comunitarios, pero en contra de las fuerzas preponderan-

tes del cambio económico. Los segundos lucharon a partir de una base

social más débil, pero al interior del orden industrial emergente. Esta

distinción va profundamente en contra de la noción de un desarrollo

continuo y de la radicalización creciente de la clase obrera [...]»9. Es

hacia mediados del siglo XIX en Gran Bretaña, y a fin de siglo en el resto

de Europa, donde va a surgir un movimiento obrero que puede ser 

estrictamente considerado como un producto del capitalismo; pero

este movimiento obrero tenderá cada vez menos a poner en cuestión

las relaciones de producción capitalistas en cuanto tales —que habrán

logrado implantarse sólidamente— y se concentrará en la lucha por la

transformación de las relaciones en la producción. Aquellas luchas que

9 C. Calhoun, The question of class struggle, Chicago, 1982, p. 140. Un argumento

similar puede encontrarse en L. Paramio, «Por una interpretación revisionista de la

historia del movimiento obrero europeo», En Teoría, 8-9, Madrid, 1982.

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la tradición marxista habría de calificar de «reformistas» y considerar 

como un retroceso respecto a las luchas sociales que las habían prece-

dido, corresponden más, en realidad, al módulo que adoptarán las

movilizaciones del proletariado industrial, que las más radicales luchas

anteriores. Las relaciones de subordinación entre obreros y capitalistas

son así en cierta medida absorbidas como posiciones diferenciales

legítimas en un espacio discursivo unificado.

Si consideramos otro período de movilizaciones obreras radicales

el correspondiente a los diversos movimientos conciliares que tienen

lugar tanto en Italia como en Alemania al fin de la primera guerra

mundial, veremos que ellos también tienen en su base un conjunto

sobredeterminado de circunstancias [177] —el colapso del orden socialsubsiguiente a la guerra, la militarización de las fábricas, el comienzo

de la taylorización, la transformación del papel de los obreros califica-

dos en la producción— todas las cuales se ligan, o bien a una crisis

orgánica que reduce la capacidad hegemónica de las lógicas de la

diferencia, o bien a transformaciones que ponen en cuestión formas

tradicionales de identidad obrera. No hay que olvidar, por ejemplo, el

 papel central que en estas luchas desempeñaron los obreros califica-

dos, papel que es generalmente reconocido, pero que es explicado de

maneras diferentes10. Para algunos se trataría de la defensa de las

calificaciones frente al peligro de la taylorización que comenzaba a

implantarse. Para otros es la experiencia que estos obreros habrían

adquirido durante la gran guerra la que los habría hecho pensar en las

10 Acerca de este tema véase C. Siriani, «Workers control in the era of World War 

I», Theory and Society, 9:1 (1980), y C. Sabel, Work and Politics, Cambridge, Inglaterra,

1982, cap. 4.

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 posibilidades de autoorganización del proceso productivo, y los habría

empujado a enfrentarse con los patrones. Pero en ambos casos es la

defensa de una cierta identidad que los obreros habían adquirido (sus

calificaciones o sus funciones de organización en la producción) la que

los empuja a rebelarse. Se puede, pues, establecer un paralelo con los

«radicales reaccionarios» que mencionáramos antes, puesto que

también ellos defendían un tipo de identidad que estaba cuestionado.

 No hay, sin embargo, que entender esta externalidad del poder en

un sentido puramente «etapista», como si el pertenecer a una fase que

está siendo superada fuera la condición necesaria del radicalismo de

una lucha —con lo que este radicalismo sería característico tan sólo de

las luchas defensivas. Si las luchas «anacrónicas» que antes mencioná-

ramos ilustran bien la externalidad del poder que es condición de todo

antagonismo, ciertas transformaciones sociales pueden, al contrario,

constituir nuevas formas de subjetividad radical sobre la base de

construir discursivamente como imposición externa —como formas de

opresión, por tanto— relaciones de subordinación que hasta ese

momento habrían sido aceptadas como incuestionadas. Este es el

 punto en el que el desplazamiento equivalencial propio del imaginario

democrático entra en juego. La imagen de las luchas radicales como

constituyendo luchas del pasado es una imagen perfectamente irrealis-

ta, y que procede en buena medida de la euforia neocapitalista de las

dos décadas posteriores a la guerra —que parecían ofrecer el espectá-

culo de una ilimitada capacidad de absorción transformista [178] por 

 parte del sistema y que mostraban, por tanto, la línea tendencial hacia

una sociedad homogénea, en la que todo potencial antagónico sería

disuelto y toda identidad colectiva fijada en un sistema de diferencias.

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Lo que intentaremos, por el contrario, es mostrar la complejidad y los

aspectos a menudo contradictorios de este proceso de expansión, ya

que la misma satisfacción de una gran variedad de demandas sociales

durante el apogeo del Welfare State, lejos de asegurar la integración

indefinida a las formaciones hegemónicas dominantes, ha hecho con

frecuencia resaltar el carácter arbitrario de todo un conjunto de

relaciones de subordinación. De este modo, ha creado el terreno que ha

 posibilitado una nueva extensión de las equivalencias igualitarias y,

 por tanto, la expansión en nuevas direcciones de la revolución demo-

crática. Es en este terreno en el que han surgido aquellas nuevas

formas de identidad política que, en debates recientes, han sido con

frecuencia englobadas bajo el nombre de «nuevos movimientos

sociales». Debemos, pues, estudiar tanto el potencial democrático

como las ambigüedades de estos movimientos, a la vez que la matriz

histórica de su emergencia.

REVOLUCIÓN DEMOCRÁTICA Y NUEVOS ANTAGONISMOS

El desplazamiento equivalente entre distintas posiciones de sujeto

 —que es condición de emergencia de un antagonismo— puede presen-

tarse, por tanto, en dos variantes fundamentales. Primero, pueden

tratarse de relaciones de subordinación ya existentes que, gracias a un

desplazamiento del imaginario democrático, van a ser rearticuladas

como relaciones de opresión. Para tomar una vez más el caso del

feminismo, es porque se les niega en tanto que mujeres un derecho que

la ideología democrática reconoce en principio a todo ciudadano, que

aparece una fisura en la construcción del sujeto femenino subordina-

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do, de la que puede surgir un antagonismo. Es también el caso de las

minorías de color que reclaman sus derechos cívicos. Pero el antago-

nismo puede también emerger en otras circunstancias, cuando, por 

ejemplo, son derechos adquiridos los que están puestos en cuestión, o

cuando relaciones sociales que no habían sido construidas bajo la

forma de la subordinación comienzan a serlo bajo el efecto de ciertas

transformaciones sociales. En este caso es porque es negada por 

 prácticas y discursos que son portadores de nuevas formas de des-

igualdad, que una [179] posición de sujeto puede pasar a ser la sede de

un antagonismo. Pero, en todos los casos, lo que permite a las resisten-

cias asumir el carácter de luchas colectivas es la existencia de un

exterior discursivo, que impide estabilizar la subordinación como

diferencia.

El término poco satisfactorio de «nuevos movimientos sociales»

amalgama una serie de luchas muy diversas: urbanas, ecológicas,

antiautoritarias, anti-institucionales, feministas, antirracistas, de

minorías étnicas, regionales o sexuales. El común denominador de

todas ellas sería su diferenciación respecto a las luchas obreras, consi-

deradas como luchas «de clase». Es inútil insistir en el carácter pro-

 blemático de esta última noción, resultante, a su vez, de amalgamar 

una serie de luchas muy diferentes que tienen lugar al nivel de las

relaciones de producción, y a las que se separa de los «nuevos antago-

nismos» por razones que dejan traslucir —demasiado claramente— la

 persistencia de un discurso fundado en el estatus privilegiado de las

«clases». Lo que nos interesa de estos nuevos movimientos sociales no

es, por tanto, su arbitraria agrupación en una categoría que los opon-

dría a los de clase, sino la novedad de los mismos, en tanto que a través

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de ellos se articula esa rápida difusión de la conflictualidad social a

relaciones más y más numerosas, que es hoy día característica de las

sociedades industriales avanzadas. Esto es lo que intentaremos analizar 

a través de la problemática teórica presentada anteriormente, que nos

llevará a concebir a esos movimientos como una extensión de la

revolución democrática a toda una nueva serie de relaciones sociales.

En cuanto a su novedad, está dada por el hecho de que ponen en

cuestión nuevas formas de subordinación. Debemos distinguir dos

aspectos en esta relación de continuidad/discontinuidad. El aspecto de

la continuidad se funda en el hecho de que es a partir de la transforma-

ción de la ideología liberal-democrática en «sentido común» de las

sociedades occidentales, que se van a crear las bases para esa progresi-

va puesta en cuestión del principio jerárquico que Tocqueville deno-

minara como «igualización de las condiciones». Es la permanencia de

este imaginario igualitario la que permite establecer una continuidad

entre las luchas del siglo XIX contra las desigualdades legadas por el

«Antiguo Régimen» y los movimientos sociales del presente. Pero

desde un segundo punto de vista puede hablarse de discontinuidad, ya

que buena parte de los nuevos sujetos políticos se han constituido através de su relación antagónica con formas de subordinación recien-

tes, derivadas de la implantación y expansión de las relaciones de

 produc-[180]ción capitalista y de la intervención creciente del Estado.

Es a estas nuevas relaciones de subordinación, y a los antagonismos

constituidos en el seno de las mismas, a las que pasaremos ahora a

referirnos.

Es en el marco de la reorganización posterior a la segunda guerra

mundial donde se opera una serie de cambios al nivel de las relaciones

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sociales, y se consolida una nueva formación hegemónica. Esta última

articula modificaciones al nivel del proceso de trabajo, de la forma

estatal y de los modos de difusión cultural dominantes, que van a

transformar profundamente las formas sociales existentes. Si se

examina el problema desde un punto de vista económico, el cambio

decisivo es lo que Michel Aglietta ha calificado de transición de un

régimen extensivo a un régimen intensivo de acumulación. Este último

se caracteriza por la extensión de las relaciones capitalistas de produc-

ción al conjunto de las relaciones sociales, y la subordinación de estas

últimas a la lógica de la producción para el beneficio. Según Aglietta el

momento fundamental de esta transición es la instauración del fordis-

mo, por el que designa «[...] el principio de una articulación entre

 proceso de producción y modo de consumo [...]»n. Más específicamen-

te, es la articulación entre un proceso de trabajo organizado en torno a

la cadena de montaje semiautomática, y un modo de consumo

caracterizado por la adquisición individual de mercancías producidas

en gran escala para el consumo privado. Este proceso de penetración

de las relaciones capitalistas de producción, iniciado a comienzos de

siglo e incrementado a partir de los años cuarenta, va a transformar a

la sociedad en un vasto mercado en el que se crean sin cesar nuevas

«necesidades» y en el que más y más productos del trabajo humano

son transformados en mercancías. Esta «mercantilización» de la vida

social destruye relaciones sociales anteriores, que reemplaza por 

relaciones mercantiles a través de las cuales la lógica de la acumulación

capitalista penetra en esferas cada vez más numerosas. Hoy no es

11 M. Aglietta, A theory of capitalist regulation, Londres, 1979, p. 117 [Regulación

 y crisis del capitalismo, Madrid, Siglo XXI, 1979].

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solamente en tanto que vendedor de su fuerza de trabajo que el indivi-

duo está subordinado al capital, sino también en cuanto está inscrito

en otras múltiples relaciones sociales: la cultura, el tiempo libre, la

enfermedad, la educación, el sexo e incluso la muerte. No hay prácti-

camente ningún dominio de la vida individual y colectiva que escape a

las relaciones capitalistas. [181]

Pero esta «sociedad de consumo» no ha conducido ni al fin de la

ideología, como lo anunciara Daniel Bell, ni a la creación de un hombre

unidimensional, como lo temiera Marcuse. Al contrario, numerosas

nuevas luchas han expresado la resistencia contra las nuevas formas de

subordinación, y esto desde el interior mismo de la nueva sociedad. Es

así como el despilfarro de los recursos naturales, la polución y ladestrucción del medio ambiente, consecuencias del productivismo, han

dado nacimiento al movimiento ecológico. otras luchas, que Manuel

Castells ha calificado de «urbanas»12, expresan formas diversas de

resistencia a la ocupación capitalista del espacio social. La urbaniza-

ción generalizada que ha acompañado al crecimiento económico, la

transferencia de las clases populares a la periferia urbana o bien surelegación a las «decaying inner cities» y la falta general de servicios y

de equipamiento colectivo, han causado una serie de nuevos problemas

que afectan a la organización del conjunto de la vida social fuera del

trabajo. De ahí la multiplicidad de relaciones sociales que pueden estar 

en el origen de antagonismos y de luchas: el hábitat, el consumo, los

diferentes servicios, pueden todos ellos constituir terrenos para la

12Cf. M. Castells, La question urbaine, París, 1972 [La cuestión urbana, Madrid,

Siglo XXI, 10.a ed., 1985].

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lucha contra las desigualdades y para la reivindicación de nuevos

derechos.

Estas nuevas reivindicaciones tienen también que ser situadas

dentro del contexto del Welfare State keynesiano, cuya constitución ha

sido el otro hecho fundamental de la posguerra. Se trata sin duda de un

fenómeno ambiguo y complejo, pues si de un lado este nuevo tipo deEstado era necesario para cumplir una serie de funciones requeridas

 por el nuevo régimen capitalista de acumulación, él es también el

resultado de lo que Bowles y Gintis han llamado «el acuerdo de posgue-

rra entre el capital y el trabajo»13 —el resultado, por tanto, de luchas

contra cambias en las relaciones sociales generados por el capitalismo.

Es, por ejemplo, la destrucción de los sistemas de solidaridad tradicio-

nal de tipo comunitario y familiar (fundados, no lo olvidemos, en la

subordinación de la mujer) la que ha forzado al Estado a intervenir a

través de diversos «servicios sociales» para los enfermos, los desem-

 pleados, los ancianos, etc. Por otro lado, a consecuencia del empuje de

las luchas obreras, el Estado ha intervenido también para asegurar una

nueva po-[182]lítica del trabajo (salario mínimo, duración de la

 jornada de trabajo, accidentes, seguros contra el desempleo, salarios

indirectos). Si puede aceptarse con Benjamin Coriat14 que este Estado-

 plan interviene en la reproducción de la fuerza de trabajo para subor-

dinarla a las necesidades del capital gracias a la práctica del, contrato

colectivo y de las convenciones negociadas, que ligan la elevación de

13

S. Bowles y H. Gintis, «The crisis of liberal capitalism», Politics and Society, vol.2, num. 1, 1982.

14 B. Coriat, L'atelier et le chronomètre, París, 1979, p. 155 [El taller y el cronóme-

tro, Madrid, Siglo XXI, 2.a ed., 1985].

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los salarios a la de la productividad, no es menos cierto que se trata de

conquistas que han aportado beneficios reales e importantes a los

trabajadores.

Pero esta intervención del Estado a niveles cada vez más amplios

de la reproducción social, se ha acompañado de una burocratización

creciente de sus prácticas que ha llegado a constituir, junto a la mer-cantilización, una de las fuentes fundamentales de desigualdades y

conflictos. En todos los dominios en los que el Estado interviene se ha

 producido una politización de las relaciones sociales que está a la base

de nuevos y numerosos antagonismos. Esta doble transformación de

las relaciones sociales, resultante de la expansión de las relaciones

capitalistas de producción y de las nuevas formas burocrático-estat'ales, se encuentra en combinaciones diversas en todos los países

industriales avanzados. Sus efectos se refuerzan en general mutuamen-

te, aunque éste no es siempre el caso. Claus Offe ha indicado, por 

ejemplo, cómo la provisión por el Estado de servicios ligados al salario

social puede tener efectos que vayan en la dirección de una «desmer-

cantilización»15. Esta última puede afectar adversamente los intereses

de la acumulación capitalista, en la medida en que una serie de activi-

dades que podrían ser fuentes de beneficio pasan a ser provistas por el

sector público. Para Offe este fenómeno, unido al de la «desproletariza-

ción» resultante de las diversas indemnizaciones que permiten a los

trabajadores sobrevivir sin estar obligados a vender su fuerza de

trabajo a cualquier precio, sería incluso un factor importante en la

15 C. Offe, Contradictions of the Welfare State, comp. por John Keane, Londres,

1984, p. 263.

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crisis actual de las economías capitalistas. Pero lo que nos interesa

fundamentalmente para nuestro tema es ver las consecuencias de esta

 burocratización, que está en el origen de la emergencia de nuevos

antagonismos. El dato importante es la imposición de múltiples formas

de vigilancia y regulación en relaciones sociales que habían sido hasta

entonces concebidas como formando parte del dominio privado. Este

[183] desplazamiento de la línea demarcatoria entre lo «público» y lo

«privado» tiene efectos ambiguos: por un lado contribuye a poner a la

luz el carácter político (en el sentido amplio) de las relaciones sociales,

y el hecho de que éstas son siempre el resultado de modos de institu-

ción que les dan su forma y su sentido; pero, por otro lado, dado el

carácter burocrático de la intervención estatal, esta creación de «espa-

cios públicos» no se realiza bajo la forma de una verdadera democrati-

zación, sino a través de la imposición de nuevas formas de subordina-

ción. Es aquí donde hay que buscar el terreno de emergencia de

numerosas luchas contra las formas burocráticas del poder estatal.

Esto, sin embargo, no debe obnubilarnos respecto a otros aspectos,

numerosos y de signo contrario, que dan al Welfare State su ambigüe-

dad característica: la emergencia de lo que se ha dado en llamar 

«democracia social» ha transformado también profundamente el

sentido común dominante, prestando legitimidad a toda una serie de

reivindicaciones por la igualdad económica, y a la exigencia de nuevos

derechos sociales. Movimientos como el «Welfare Rights Movement»

en los Estados Unidos, estudiado por Piven y Cloward16 son un ejemplo

de esta extensión de las demandas dirigidas al Estado, una vez que es

aceptada la responsabilidad de éste por el bienestar de los ciudadanos.

16  Cf. F. Piven y R. Cloward, Poorpeople's movements, Nueva York, 1979.

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Es la noción misma de ciudadanía la que ha sido transformada con el

Estado social, puesto que se atribuyen ahora al ciudadano «derechos

sociales». Como consecuencia, las categorías de «justicia», «libertad»,

«equidad» e «igualdad» han sido redefinidas, y el discurso liberal-

democrático ha sido profundamente modificado por esta ampliación

de la esfera de los derechos. La nueva concepción «socialdemócrata» de

la realidad, que ha llegado a ser hegemónica, se inscribe sin duda en el

cuadro del liberalismo, pero de un liberalismo profundamente trans-

formado por su articulación con la idea democrática. No se puede

comprender la actual expansión del campo de la conflictualidad social

y la consecuente emergencia de nuevos sujetos políticos, sin situar a

ambos en el contexto de mercantilización y burocratización de las

relaciones sociales, por un lado; y de reformulación de la ideología

liberal-democrática —resultante de la expansión de las luchas por la

igualdad— por el otro. Es por esto que hemos propuesto considerar a

esta proliferación de antagonismos, y a esta puesta en cuestión de las

relaciones de subordinación, como un momento de profundiza-

[184]ción de la revolución democrática. Esta ha sido también estimula-

da por el tercer aspecto importante en la mutación de las relaciones

sociales que ha caracterizado a la formación hegemónica de la posgue-

rra: las nuevas formas culturales vinculadas a la expansión de los

medios de comunicación de masas. Ellas van a hacer posible una nueva

cultura de masas, que va a conmover profundamente las identidades

tradicionales. Nuevamente, también aquí los efectos son ambiguos, ya

que junto a efectos incontestables de masificación y uniformización,

esta cultura contiene también elementos poderosos de subversión de

las desigualdades: los discursos dominantes en la sociedad de consumo

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 presentan a ésta como progreso social y avanzada de la democracia, en

la medida en que permite acceder a bienes cada vez más numerosos a

la vasta mayoría de la población. Ahora bien, si es verdad, como lo

señala Baudrillard, que estamos «de más en más lejos de una igualdad

delante del objeto»17, la apariencia de igualdad que reina y la democra-

tización cultural que es consecuencia inevitable de la acción de los

medios de comunicación, permite poner en cuestión privilegios

 basados sobre antiguas formas de estatus. Interpelados como iguales

en tanto que consumidores, grupos de más en más numerosos son

empujados a rechazar las desigualdades reales que subsisten. Esta

«cultura democrática del consumo» ha estimulado sin duda la emer-

gencia de nuevas luchas, que han jugado un papel importante en el

rechazo de las antiguas formas de subordinación, como fue el caso de

la lucha del movimiento negro en Estados Unidos por los derechos

cívicos. El fenómeno de los jóvenes es particularmente interesante, y

no es extraño que ellos constituyan un nuevo eje de emergencia de

antagonismos. A fin de crear nuevas necesidades, ellos son construidos

crecientemente como categoría específica de consumidor, lo que los

impulsa a buscar una autonomía financiera que la sociedad no está en

condiciones de acordarles. Por el contrario, la crisis económica y el

desempleo tornan difícil su situación. Si a esto se añade la desintegra-

ción de la célula familiar y su reducción creciente a puras funciones de

consumo, así como la inexistencia de formas sociales de integración de

estos «nuevos sujetos» que han recibido el impacto de la puesta en

cuestión generalizada de las jerarquías existentes, se comprenden

17 J. Baudillard, Le système des objects, París, 1968, p. 183 [El sistema de los obje-

tos, México, Siglo XXI, 8.a ed., 1985].

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fácilmente las diversas formas que ha adoptado la rebelión de los

 jóvenes en las sociedades industriales. [185]

El hecho de que estos «nuevos antagonismos» sean la expresión

de resistencias a la mercantilización, la burocratización y la homoge-

neizacion crecientes de la vida social, explican que ellos se manifiesten

a menudo a través de una proliferación de particularismos y quecristalicen en la reivindicación de la propia autonomía. Es también por 

esto por lo que se constata una neta tendencia a valorar las «diferen-

cias», y a crear nuevas identidades que tienden a privilegiar criterios

«culturales» (vestimenta, música, lengua, tradiciones regionales, etc.).

En tanto que de los dos grandes temas del imaginario democrático —el

de la igualdad y el de la libertad— era el de la igualdad el que había

tradicionalmente predominado, las demandas de autonomía hacen

adquirir al tema de la libertad una centralidad cada vez mayor. Es por 

esta razón que muchas de estas resistencias no se manifiestan bajo la

forma de luchas colectivas sino a través de un individualismo crecien-

temente afirmado. (La izquierda, desde luego, está mal preparada para

tener en cuenta estas reivindicaciones que, incluso hoy día, tienden a

rechazar como «liberales». De ahí el peligro de que ellas sean articula-

das por un discurso de derecha, de defensa de los privilegios). Pero en

todo caso, y cualquiera sea la orientación política a través de la cual el

antagonismo cristalice —ésta dependerá de las cadenas de equivalen-

cia que lo construyan—  la forma del antagonismo en cuanto tal es

idéntica en todos los casos. Es decir, que se trata siempre de la cons-

trucción de una identidad social —de una posición sobredeterminada

de sujeto— sobre la base de la equivalencia entre un conjunto de

elementos o valores que expulsan y exteriorizan aquellos otros a los

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que se oponen. Nuevamente, nos encontramos con la división del

espacio social.

El último en el tiempo de estos «nuevos movimientos sociales», y

sin duda uno de los más activos al presente, es el movimiento por la

 paz. Nos parece que se inscribe perfectamente dentro del marco teórico

que hemos presentado. Con la expansión de lo que E. P. Thompson hallamado la «lógica exterminista», un número creciente de personas

siente que está puesto en cuestión el más elemental de los derechos: el

derecho a la vida. Además, la instalación en numerosos países de

armas nucleares extranjeras, sobre cuyo uso no existe ningún control

nacional, genera nuevas reivindicaciones fundadas en la extensión al

campo de la defensa nacional de los principios de control democráticoa cuyo ejercicio los ciudadanos tienen derecho en el campo político. El

discurso acerca de la política de defensa —tradicionalmente el coto

vedado de elites militares y [186] políticas restringidas— es así subver-

tido sobre la base del desplazamiento al interior del mismo del princi-

 pio democrático de control.

La idea central que hasta aquí hemos defendido es que las nuevas

luchas —así como la radicalización de luchas más antiguas como la de

las mujeres y las de las minorías de color— deben ser entendidas desde

la doble perspectiva de la transformación de las relaciones sociales

características de la nueva formación hegemónica de la posguerra, y de

los efectos de desplazamiento a nuevas áreas de la vida social del

imaginario igualitario constituido en torno al discurso liberal-

democrático. Es éste el que ha proporcionado la matriz necesaria para

el cuestionamiento de las diferentes relaciones de subordinación y la

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reivindicación de nuevos derechos. Que el imaginario democrático ha

 jugado un papel fundamental en la erupción de nuevas reivindicacio-

nes a partir de los años sesenta, es algo que ha sido perfectamente bien

comprendido por los neoconservadores americanos, que denuncian el

«exceso de democracia» y la ola de «igualitarismo» que ha causado,

según ellos, un «sobrepeso» en los sistemas políticos occidentales.

Samuel Huntington, en su informe a la Trilateral Commission de 1975,

afirmaba que las luchas de los años sesenta en los Estados Unidos por 

una mayor igualdad y participación habían provocado una «erupción

democrática» que había tornado la sociedad «ingobernable». De ahí

concluía que «[...] la fuerza del ideal democrático plantea un problema

 para la gobernabilidad de la democracia [...]»18. Las demandas de más

en más numerosas por una real igualdad han conducido a la sociedad,

según los neoconservadores, al borde del «precipicio igualitario». Es

allí donde ven el origen de la doble transformación que, según ellos, ha

experimentado la idea de igualdad: se ha pasado de la igualdad de

oportunidades a la igualdad de resultados, y de la igualdad entre

individuos a la igualdad entre grupos. Daniel Bell considera que este

«nuevo igualitarismo» pone en peligro el verdadero ideal de la igual-

dad, cuyo objetivo no puede ser la igualdad de resultados sino una

«justa meritocracia»19. La crisis presente es, pues, vista como resultado

de una «crisis de valores», consecuencia del desarrollo de la «cultura

adversaria» y de las «contradicciones culturales del capitalismo». [187]

18 S. Huntington, «The democratic distemper», en N. Glazer e I. Kristol (comps.),

The American Commonwealth, Nueva York, 1976, p. 3.

19 D. Bell, «On meritocracy and equality», The Public Interest, otoño de 1972.

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Hasta aquí hemos presentado a la emergencia de nuevos antago-

nismos y sujetos políticos, como ligada a la expansión y generalización

de la revolución democrática. En realidad, puede también ser vista

como prolongación de varias otras áreas de efectos políticos con las

que nos hemos encontrado recurrentemente a lo largo de nuestros

análisis. Muy especialmente, la proliferación de estos antagonismos

nos hace ver bajo una luz nueva el problema de la fragmentación de los

sujetos «unitarios» de las luchas sociales, con el que el marxismo se

encontrará enfrentado desde su primera crisis, a fin de siglo. Toda la

discusión en torno a las estrategias de recomposición de la unidad de

la clase obrera, vista en perspectiva, no es sino el primer acto de un

reconocimiento —reluctante, es verdad— de la pluralidad de lo social

y del carácter no suturado de toda identidad política. Si leemos sous

rature los textos de Rosa Luxemburgo, de Labriola, del mismo Kautsky,

veremos que este momento inasimilable de la pluralidad está de un

modo u otro presente en su discurso, minando la coherencia de sus

categorías. Está claro que, a diferencia de lo que pensaron los teóricos

de la Segunda Internacional, esta multiformidad no es necesariamente

un momento negativo de fragmentación, o el reflejo de una escisión

artificial resultante de la lógica capitalista, sino el terreno mismo que

hace posible una profundización de la revolución democrática; profun-

dización que, según veremos, se muestra incluso en las ambigüedades

y dificultades con las que se enfrenta toda práctica articulatoria y

recompositiva. La renuncia a la categoría de sujeto como entidad

unitaria, transparente y suturada, abre el camino al reconocimiento de

la especificidad de los antagonismos constituidos a partir de diferentes

 posiciones de sujeto y, de tal modo, a la posible profundización de una

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concepción pluralista y democrática. La crítica a la categoría de sujeto

unificado, y el reconocimiento de la dispersión discursiva en el interior 

de la cual se constituye toda posición de sujeto son, por tanto, algo más

que el enunciado de una posición teórica general: son la condición sine

qua non para pensar la multiplicidad a partir de la cual los antagonis-

mos emergen en sociedades en las que la revolución democrática ha

traspasado un cierto umbral. Esto nos da un terreno teórico a partir del

cual la noción de democracia radicalizada y plural  —que a partir de

este punto será central en nuestra argumentación— encuentra las

 primeras condiciones de su aprehensión: es sólo si se acepta la imposi-

 bilidad de reconducir las posiciones de sujeto a un principio positivo y

unitario fundante de las mismas, que el pluralismo puede ser conside-

[188]rado radical. El pluralismo es radical solamente en la medida en

que cada uno de los términos de esa pluralidad de identidades encuen-

tra en sí mismo el principio de su propia validez, sin que ésta deba ser 

 buscada en un fundamento positivo trascendente —o subyacente— 

que establecería la jerarquía o el sentido de todos ellos, y que sería la

fuente y garantía de su legitimidad. Y este pluralismo radical es demo-

crático, en la medida en que la autoconstitutividad de cada uno de sustérminos es la resultante de desplazamientos del imaginario igualita-

rio. El proyecto de una democracia radical y plural, por consiguiente,

en un primer sentido, no es otra cosa que la lucha por una máxima

autonomización de esferas, sobre la base de la generalización de la

lógica equivalencial-igualitaria.

Este enfoque permite redimensionar y hacer justicia a las mismas

luchas obreras, cuyo carácter es tergiversado cuando se las contrapone

como un bloque a las luchas de los «nuevos sujetos políticos». Una vez

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rechazada la concepción de la clase obrera como «clase universal» es

 posible, en cambio, reconocer la pluralidad de los antagonismos que

tienen lugar en el campo de lo que arbitrariamente se engloba bajo el

rótulo de «luchas obreras», y la importancia inestimable de gran parte

de ellas para la profundización del proceso democrático. Las luchas

obreras han sido numerosas y han adoptado formas extraordinaria-

mente variadas en función de las transformaciones del papel del

Estado, de las prácticas sindicales de las diversas categorías de obreros,

de los antagonismos dentro y fuera de las empresas, y de los equilibrios

hegemónicos existentes. un excelente ejemplo nos lo proporcionan las

llamadas «nuevas luchas obreras», que tuvieron lugar en Francia y en

Italia a fines de los años sesenta. Ellas muestran bien cómo la forma

que van a adoptar las luchas en las fábricas dependen de un contexto

discursivo mucho más vasto que el de las simples relaciones de pro-

ducción. La influencia evidente de las luchas estudiantiles y de los

 slogans que ellas vehiculizaban; el papel central que jugaron los

obreros jóvenes, cuya cultura era radicalmente diferente de la de sus

mayores; la importancia de los inmigrantes en Francia, de los meridio-

nales en Italia; todo ello nos muestra que las otras relaciones socialesen las que el obrero está inscrito van a determinar la manera en la que

él va a reaccionar en la fábrica y que, por tanto, ni la pluralidad de

estas relaciones se borra mágicamente para constituir  una clase obrera,

ni las reivindicaciones obreras pueden ser, por tanto, reducidas a un

antagonismo único cuya naturaleza sería onto-[189]lógicamente

diferente del de los otros sujetos sociales y políticos.

Hasta aquí hemos hablado de una multiplicidad de antagonismos

cuyos efectos, convergentes y sobredeterminados, se inscriben en el

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marco de lo que hemos llamado «revolución democrática». En este

 punto es necesario, sin embargo, precisar que la revolución democráti-

ca es, simplemente, el terreno en el que opera una lógica del desplaza-

miento apoyada en un imaginario igualitario, pero que ella no prede-

termina la dirección en la que este imaginario va a operar. Si esta

dirección estuviera predeterminada habríamos, simplemente, cons-

truido una nueva teleología —estaríamos en un terreno similar al de la

 Entwicklung de Bernstein. Pero en ese caso no habría lugar ninguno

 para una práctica hegemónica. Porque esto no es así; porque ninguna

teleología puede dar cuenta de las articulaciones sociales, es por, lo que

el ámbito discursivo de la revolución democrática abre el campo para

lógicas políticas tan diversas como el populismo de derecha y el

totalitarismo, por un lado; y una democracia radical, por el otro. Si

queremos por tanto construir las articulaciones hegemónicas que

 permitan orientarnos en la dirección de este último, debemos entender 

en toda su radical heterogeneidad el abanico de posibilidades que se

abren en el propio terreno de la democracia.

Es indudable que la proliferación de nuevos antagonismos y de

«nuevos derechos» está conduciendo a una crisis de la formación

hegemónica de la posguerra. Pero la forma de superación de esta crisis

está lejos de estar predeterminada, ya que el modo en que los derechos

van a ser definidos y las formas que van a adoptar las luchas contra la

subordinación no están establecidas de manera unívoca. Estamos aquí

en el campo de una verdadera polisemia. El feminismo o la ecología,

 por ejemplo, existen bajo múltiples formas, que dependen del modo en

que el antagonismo es discursivamente constituido. Tenemos así un

feminismo radical que ataca al hombre en cuanto tal; un feminismo de

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la diferencia, que intenta revalorizar la «feminidad»; un feminismo

marxista para el cual el enemigo fundamental es el capitalismo consi-

derado como indisolublemente unido al patriarcado. Hay, por tanto,

una pluralidad de formas discursivas de construir un antagonismo a

 partir de los diversos modos de subordinación de la mujer. La ecología,

del mismo modo, puede ser anticapitalista, anti-industrial, autoritaria,

libertaria, socialista, reaccionaria, etc. Las formas de articulación de un

antagonismo, por tanto, lejos de estar predeterminadas, son la resul-

tante de una lucha hegemónica. Esta afirma-[190]ción tiene consecuen-

cias importantes, ya que implica que estas nuevas luchas no tienen

necesariamente un carácter progresivo, y que es por tanto un error 

 pensar, como muchos lo hacen, que se sitúan espontáneamente en el

contexto de una política de izquierda. Muchos se han puesto a la

 búsqueda, a parti r de los años sesenta, de un nuevo sujeto revoluciona-

rio privilegiado que vendría a reemplazar a la clase obrera, la cual

habría fracasado en su misión histórica de emancipación. Los movi-

mientos ecologistas, los movimientos estudiantiles, el feminismo y las

masas marginales, han sido los candidatos más populares para el

desempeño de este nuevo papel. Pero está claro que así no se escapa a

la problemática tradicional, sino que simplemente se la desplaza. No

hay posición privilegiada única a partir de la cual se seguiría una

continuidad uniforme de efectos que concluirían por transformar a la

sociedad en su conjunto. Todas las luchas, tanto obreras como de los

otros sujetos políticos tienen, libradas a sí mismas, un carácter parcial,

y pueden ser articuladas en discursos muy diferentes. Es esta articula-

ción la que les da su carácter, no el lugar del que ellas provienen. No

hay por tanto ningún sujeto —ni, por lo demás, ninguna «necesi-

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dad»— absolutamente radical e irrecuperable por el orden dominante,

y que constituya el punto absolutamente asegurado a partir del cual

 pudiera implementarse una transformación total. (Paralelamente, no

hay nada tampoco que asegure permanentemente la estabilidad de un

orden establecido). Es en torno a este punto que consideramos que

ciertos análisis —por lo demás altamente interesantes— como los de

Alain Touraine y André Gorz, no van lo suficientemente lejos en la

ruptura con la problemática tradicional20. Gorz, por ejemplo, puesto

que atribuye a la «no-clase de los no-trabajadores» el privilegio que

niega al proletariado, no hace en realidad otra cosa que invertir la

 posición marxista. Es siempre el lugar o el nivel de las relaciones de

 producción el que es determinante; incluso cuando, como en el presen-

te caso, es por la ausencia de inserción en el mismo, que se define el

sujeto revolucionario. En cuanto a Touraine, su búsqueda del movi-

miento social que pueda jugar en la «sociedad programada» el papel

que jugaba la clase obrera en la sociedad industrial, indica cla-

[191]ramente que él tampoco pone en cuestión la idea de la unicidad

de la fuerza social que puede operar un cambio radical en una sociedad

determinada.

Que las resistencias a las nuevas formas de subordinación son po-

lisémicas y pueden ser perfectamente articuladas en un discurso

antidemocrático, lo prueban claramente en años recientes los avances

20Cf. A. Touraine, L'aprés-socialisme, París, 1980 [Elpost socialismo, Barcelona,

Planeta, 1982]; A. Gorz, Adieux au prolétariat , París, 1980 [Adiós al proletariado,Barcelona, Ediciones 2001, 1980]. Una discusión interesante de Touraine puede

encontrarse en J. Cohen, Class and civil society: the limits of marxian critical theory,

Amherst, 1982.

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de la «nueva derecha». Su novedad consiste en haber logrado articular 

en el discurso neoliberal una serie de resistencias democráticas a la

transformación de las relaciones sociales. Lo que explica el apoyo

 popular al proyecto de Reagan y de Thatcher de desmantelamiento del

Welfare State, es que ellos han logrado movilizar contra este último

toda una serie de resistencias al carácter burocrático de las nuevas

formas de organización estatal. Que las cadenas de equivalencia que

toda articulación hegemónica constituye pueden ser de naturaleza muy

distinta, lo muestra palmariamente este discurso neoconservador: los

antagonismos constituidos en torno a la burocratización son articula-

dos en la defensa de las desigualdades tradicionales de sexo y de

raza.vLa defensa de los derechos adquiridos fundados en la supremacía

de los hombres y de los blancos que alimenta la reacción conservadora,

amplía de tal modo el área de sus efectos hegemónicos. Se construye

así el antagonismo entre dos polos: el «pueblo», que incluye todos

aquellos que defienden los valores tradicionales y la libertad de empre-

sa; y sus adversarios: el Estado y todos los subversivos (feministas,

negros, jóvenes y «permisives» de todo tipo). Se intenta así construir 

un nuevo bloque histórico en el que se articule una pluralidad de

aspectos económicos, sociales y culturales. Stuart Hall ha indicado, por 

ejemplo, cómo el populismo thatcherista «[... ] combina los temas

resonantes del torysmo orgánico —nación, familia, deber, autoridad,

niveles, tradicionalismo— con los temas expresivos de un neolibera-

lismo resucitado —autointerés, individualismo competitivo, antiesta-

tismo [...]»21. En el caso de los Estados Unidos, Allen Hunter muestra

21 S. Hall y M. Jacques (comps.), Thepolitics of Thacherism, Londres, 1983, p. 29.

El modo en que el sexismo ha sido movilizado a los efectos de crear una base popular 

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que el ataque de la New Right contra el Welfare State es el punto en el

que se unen la crítica cultural y la crítica económica. Ambas afirman

que el Estado interfiere «[...] con los rasgos económicos y éticos del

mercado en nombre de un cierto igualitarismo. Ellos también atacan el

Welfare liberalism [192] por crear una cierta intervención en la vida

 privada de la gente y en la estructura moral de la sociedad, en áreas

tales como la socialización de los niños y la relación entre los sexos

[...]»22. Es precisamente este carácter polisémico de todo antagonismo

el que hace que su sentido dependa de una articulación hegemónica, en

la medida en que, según vimos, el terreno de las prácticas hegemónicas

se constituye a partir de la ambigüedad fundamental de lo social, de la

imposibilidad de fijación última del sentido de toda lucha, ya sea en su

forma específica o a través de su localización en un sistema relacional.

Según dijimos, hay prácticas hegemónicas porque esta radical no

fijación impide considerar a la lucha política como un juego en el que

la identidad de las fuerzas enfrentadas esté constituida desde un

comienzo. Esto significa que toda política con aspiraciones hegemóni-

cas no puede considerarse nunca como repetición, como teniendo

lugar en el espacio delimitante de una interioridad pura, sino que debemoverse siempre en una pluralidad de planos. Si el sentido de toda

lucha no está dado desde el comienzo, esto quiere decir que sólo es

 par a el thatch er ismo , aparece ind icado en B. Campbell , Wigan pier revisited: poverty

andpolitics in the 80's, Londres, 1984.

22 A. Hunter, «The ideology of the new right», en Crisis in the public sector. A

reader, Nueva York, 1981, p. 324. Un inteligente análisis de la presente coyuntura en la

 po lí tica norteamericana, puede en co ntrarse en D. Plotke , «The Un ited States in

transition: toward a new order», Socialist Review, num. 54, 1980; e ibid «The politics of 

transition: the United States in transition», Socialist Review, num. 55, 1981.

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fijado —parcialmente— en la medida en que la lucha sale de sí y, a

través de cadenas de equivalencia se estructura en otras luchas. Todo

antagonismo, librado a sí mismo, es un significante flotante, un

antagonismo «salvaje» que no predetermina la forma en que puede ser 

articulado en otros elementos de una formación social. Esto permite

establecer la diferencia radical entre las luchas sociales presentes y las

que tuvieron lugar con anterioridad a la revolución democrática. Estas

últimas tenían siempre lugar en el marco de la negación de identidades

dadas y relativamente estables; por consiguiente, las fronteras del

antagonismo eran plenamente visibles y no requerían ser construidas

 —la dimensión hegemónica de la política estaba en consecuencia

ausente—. Pero en las sociedades industriales actuales, la misma

 proliferación de puntos de ruptura muy diferentes, el carácter precario

de toda identidad social, conducen también a una dilución de las

fronteras. En consecuencia, el carácter  construido de las líneas demarca-

torias se hace más evidente por la mayor inestabilidad de estas últimas,

y los desplazamientos de las fronteras y divisiones internas de lo social

más radicales. [193] Es en este campo y desde esta perspectiva que

adquiere toda su dimensión hegemónica el proyecto neoconservador.

LA OFENSIVA ANTIDEMOCRÁTICA

Lo que la «nueva derecha» neoconservadora o neoliberal pone en

cuestión es el tipo de articulación que ha conducido al liberalismo

democrático a justificar la intervención del Estado para luchar contra

las desigualdades, y a la instalación del Welfare State. La crítica a esta

transformación no es reciente. Desde 1944, en The road to serfdom,

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Hayek lanzaba un violento ataque contra el Estado intervencionista y

las diversas formas de planificación económica que estaban en proceso

de implantarse. Anunciaba que las sociedades occidentales estaban en

vías de pasar a ser colectivistas, y a lanzarse así en la dirección del

totalitarismo. Según él, el umbral del colectivismo es franqueado en el

momento en que, en lugar de ser un medio de controlar la Administra-

ción, la ley es utilizada por aquélla para atribuirse nuevos poderes y

facilitar la expansión de la burocracia. A partir de este punto es inevi-

table que el poder de la ley disminuya, al par que el de la burocracia se

acreciente. En realidad, lo que está en cuestión a través de esta crítica

neoliberal es la propia articulación entre liberalismo y democracia, que

se ha realizado en el curso del siglo XIX23. Esta «democratización» del

liberalismo, que fue el resultado de múltiples luchas, concluyó por 

tener un impacto profundo en la forma en que la misma idea de

libertad era concebida. De la definición liberal tradicional de Locke

 —«La libertad es no estar sometido a restricciones y violencia por 

 parte de otro»— se ha pasado con John Stuart Mill a la aceptación de la

libertad «política» y de la participación democrática como componente

importante de la libertad. Más recientemente, en el discurso socialde-

mócrata, la libertad ha llegado a significar la «capacidad» de efectuar 

ciertas elecciones y de tener abierta una serie de alternativas reales. Es

así que la pobreza, la falta de educación y la gran disparidad en las

condiciones de vida, son hoy consideradas como atentatorias a la

libertad.

23 Esta articulación ha sido analizada por C. B. Macpherson, The Ufe and times of 

liberal democracy, Oxford, 1977 [La democracia liberal y su época, Madrid, Alianza,

1982].

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Es ésta la transformación que el neoliberalismo quiere cuestionar.

Hayek es, sin duda, quien se ha empeñado más tenaz-[194]mente en

reformular los principios del liberalismo, a fin de impedir aquellos

desplazamientos de sentido que impiden la ampliación y profundiza-

ción de las libertades. El se propone reafirmar la «verdadera» naturale-

za del liberalismo, como la doctrina que intenta reducir al mínimo los

 poderes del Estado a fin de maximizar el objetivo político central: la

libertad individual. Esta vuelve a ser definida de modo negativo como

«aquella condición de los hombres en que la coerción de unos por 

 parte de otros es reducida en la sociedad tanto como es posible»24. La

libertad política está ostensiblemente excluida de esta definición.

Según Hayek «la democracia [es] esencialmente un medio, un instru-

mento utilitario para salvaguardar la paz interna y la libertad indivi-

dual»25. Esta tentativa por volver a la concepción tradicional de la

libertad, que la identifica con la no interferencia con el derecho de

apropiación ilimitada y con los mecanismos de la economía capitalista

de mercado, se esfuerza en desacreditar toda concepción «positiva» de

la libertad como siendo potencialmente totalitaria. Ella afirma que un

orden político liberal sólo puede existir en el cuadro de una economía

capitalista de libre mercado. En Capitalism and freedom, Milton

Friedman declara que éste es el sólo tipo de organización social que

respeta el principio de la libertad individual, pues él constituye el único

sistema económico capaz de coordinar las actividades de un gran

24

F. Hayek, The constitution ofliberty, Chicago, 1960, p. 11 [Los fundamentos dela libertad, Madrid, Unión Editorial, 3.a ed., 1978].

25 F. Hayek, The road to serfdom, Londres, 1944, p. 52 [Camino de servidumbre,

Madrid, Alianza, 1978].

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número de personas sin recurrir a la coerción. Toda intervención del

Estado, excepto cuando se trata de materias que no pueden ser regula-

das a través del mercado, es considerada un atentado a la libertad

individual. La noción de justicia social o redistributiva, en tanto es

invocada para justificar la intervención del Estado, es uno de los

 blancos preferidos de los neoliberales. Según Hayek, se trata de una

noción completamente ininteligible en una sociedad liberal, ya que «en

un sistema tal, en que a cada cual se le permite usar su conocimiento

 para sus propios propósitos, el concepto de "justicia social" está

necesariamente vacío y sin sentido, ya que en tal sistema la voluntad de

nadie puede determinar los ingresos relativos de las diferentes perso-

nas, o impedir que ellos dependan parcialmente de accidentes»26. [195]

A partir de una perspectiva «libertaria», Robert Nozick ha cues-

tionado igualmente la idea de que pueda existir una cosa tal corno una

 justicia distributiva que el Estado debería suministrar 27. Según él, la

sola función del Estado compatible con la libertad, es la de proteger lo

que nos pertenece legítimamente, pero él no tiene el derecho de

imponernos impuestos que vayan más allá de las actividades policiales.Contrariamente a los ultralibertarios americanos, que rechazan toda

intervención del Estado28, Nozick justifica la existencia del Estado

mínimo —es decir, el de la ley y el orden—. Pero un Estado que fuera

más allá sería injustificable, ya que en ese caso violaría los derechos de

26 F. Hayek, Law, legislation andliberty, vol. 2, Chicago, 1960, p. 11 [ Derecho, le-

 gislación y libertad, Madrid, Unión Editorial, 2.° ed., 1983].27 Cf. R. Nozick, Anarchy, State and utopia, Nueva York, 1974.

28 Una presentación de su posición puede encontrarse en M. N. Rothbard, For a

newliberty. The libertarian manifesto, Nueva York, 1973.

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los individuos. De cualquier modo, afirma Nozick, no habría nada que

estuviera disponible para ser legalmente distribuido por el Estado, ya

que todo lo que existe sería ya poseído por los individuos o estaría bajo

su control legítimo.

Otro modo de atacar los efectos subversivos de la articulación en-

tre liberalismo y democracia es, a la manera de los neoconservadores,redefinir la noción misma de democracia de modo tal que ella restrinja

su campo de aplicación y limite la participación política a un área cada

vez más estrecha. Así, Brzezinski sugiere «separar crecientemente el

sistema político de la sociedad, y comenzar a concebir a los dos como

entidades separadas»29. El objetivo es sustraer de más en más las

decisiones públicas del control político, y hacer de ellas la responsabi-lidad exclusiva de los expertos. En tal caso el efecto sería una despoliti-

zación de las decisiones fundamentales, tanto a nivel económico como

a nivel social y político. Un tipo semejante de sociedad, según él, sería

democrática «en un sentido libertario; no democrática en términos del

ejercicio de decisiones fundamentales acerca de la elaboración de las

 políticas, sino en el sentido de mantener ciertas áreas de autonomía para la autoexpresión individual»30. Lo que se intenta es, sin atacar 

abiertamente al ideal democrático, vaciarlo de toda su sustancia y

 proponer una nueva definición de la democracia, que en los hechos

serviría para legitimar un régimen en el que la participación política

 podría ser prácticamente inexistente.

29 Z. Brzezinski, citado por P. Steinfelds, The neo-conservatives, Nueva York,

1979, p. 269.

30 Ibid, p. 270.

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En Francia ha tenido lugar, entre los teóricos de la nueva derecha,

una crítica mucho más osada y frontal de la demo-[196]cracia. Es así

que su principal portavoz, Alain de Benoist, declara abiertamente que

la Revolución francesa es una de las etapas fundamentales de degene-

ración de la civilización occidental —degeneración que se inicia con el

Cristianismo, al que califica de «bolchevismo de la Antigüedad»— y

que es el mismo espíritu de la Declaración de los Derechos del Hombre

de 1789 el que hay que rechazar. Recuperando muy hábilmente una

serie de temas libertarios del movimiento de 1968, Alain de Benoist

considera que, al atribuir un papel fundamental al sufragio universal la

democracia pone a todos los individuos sobre un mismo plano, sin

reconocer las importantes diferencias que existen entre ellos. De ahí se

deriva una uniformización y masificación de los ciudadanos, a los quese impone una norma única que muestra el carácter necesariamente

totalitario de la democracia. Frente a la cadena de equivalencias

igualdad = identidad = totalitarismo, la nueva derecha proclama el

«derecho a la diferencia» y afirma la secuencia diferencia = desigual-

dad = libertad. De Benoist escribe: «Yo llamo "de derecha" la actitud

que consiste en considerar la diversidad del mundo y por consiguientelas desigualdades, como un bien, y la homogeneización progresiva del

mundo, preconizada y realizada por el discurso bimilenario de la

ideología totalitaria, como un mal»31. Sería un error menospreciar la

importancia de estas tentativas de redefinir nociones tales como

«libertad», «igualdad», «justicia» y «democracia». El dogmatismo

tradicional de la izquierda, que atribuía una importancia secundaria alos problemas que están en el centro de la filosofía política, se fundaba

31 A. de Benoist, Les idées a l'endroit , París, 1979, p. 81.

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en el carácter «superestructural» de los mismos. La resultante era que

el pensamiento de izquierda sólo concluía interesándose en un rango

limitado de cuestiones vinculadas a la infraestructura y a los sujetos

constituidos en el interior de ella, en tanto que todo el vasto campo de

la cultura y de la definición de la realidad que se elabora a través de

ella, todo el esfuerzo de rearticulación hegemónica de las diversas

formaciones discursivas, quedaba librado a la iniciativa de la derecha.

Y, en efecto, si el conjunto de la concepción liberal-democrática del

Estado y del derecho era simplemente considerada como la forma

superestructural de la dominación burguesa, era difícil —a menos de

caer en un craso oportunismo— considerar como posible una actitud

diferente. Si hemos, sin embargo, abandonado la distinción ba-

se/superestructura, y hemos renunciado a considerar que hay puntos

 privilegiados de desencadenamiento de una [197] práctica política

emancipatoria, está claro que la constitución de una alternativa

hegemónica de izquierda sólo puede provenir de un complejo proceso

de convergencia y construcción política, al que no pueden ser indife-

rentes las articulaciones hegemónicas que se construyan en ningún

 punto de la realidad social. La forma en que al nivel de la filosofía

 política son definidas la igualdad, la democracia y la justicia, puede

tener consecuencias importantes en una variedad de otros niveles

discursivos, y contribuir decisivamente a moldear el sentido común de

las masas. Estos efectos de irradiación no pueden ser considerados,

desde luego, como la simple adopción de un punto de vista filosófico al

nivel de las «ideas», sino como un conjunto de operaciones discursivo-

hegemónicas más complejas, que abarcan una variedad de aspectos,

tanto institucionales como ideológicos, a través de los cuales ciertos

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«temas» se transforman en puntos nodales de una formación discursi-

va (i.e., de un bloque histórico). Si las ideas neoliberales han adquirido

una incuestionable resonancia política, es porque han permitido

articular las resistencias a la creciente burocratización de las relaciones

sociales a la que antes nos refiriéramos. De tal modo, el nuevo conser-

vadurismo ha logrado presentar su programa de desmantelamiento del

Welfare State como una defensa de la libertad individual frente al

Estado opresor. Pero para que una filosofía pueda llegar a ser «ideolo-

gía orgánica», es necesario que existan ciertas analogías entre el tipo de

sujeto que ella construye y las posiciones de sujeto que se constituyen

al nivel de las otras relaciones sociales. Si el tema de la libertad indivi-

dual puede actualmente ser movilizado de manera tan efectiva, es

 porque, pese a su articulación con el imaginario democrático, el

liberalismo ha continuado teniendo como matriz de producción del

individuo lo que Macpherson ha llamado «individualismo posesivo».

Este último construye los derechos de los individuos como existiendo

anteriormente a la sociedad, y a menudo en oposición a ella. En la

medida en que sujetos cada vez más numerosos reivindicaron estos

derechos en el cuadro de la revolución democrática, era inevitable que

fuera quebrantada la matriz del individualismo posesivo, pues los

derechos de unos entraban en colisión con los de otros. Es en este

contexto de crisis del liberalismo democrático que es preciso ubicar la

ofensiva que busca disolver el potencial subversivo de la articulación

entre liberalismo y democracia, reafirmando la centralidad del libera-

lismo como defensa de la libertad individual contra toda interferencia

del Estado, y en oposición al componente democrático que se apoya en

la igualdad de dere-[198]chos y la soberanía popular. Pero tal esfuerzo

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 por restringir el terreno de la lucha democrática y mantener las des-

igualdades existentes en numerosas relaciones sociales, exige la

defensa de un principio jerárquico y anti-igualitario que había sido

 puesto en peligro por el mismo liberalismo. Esta es la razón por la cual

los liberales, actualmente, recurren cada vez más a un conjunto de

temas de la filosofía conservadora, en la que encuentran los ingredien-

tes necesarios para justificar la desigualdad. Estamos así asistiendo a la

emergencia de un nuevo proyecto hegemónico, el del discurso liberal-

conservador, que intenta articular la defensa neoliberal de la economía

de libre mercado con el tradicionalismo cultural y social profundamen-

te anti-igualitario y autoritario del conservadurismo.

LA DEMOCRACIA RADICAL: ALTERNATIVA PARA

UNA NUEVA IZQUIERDA

La reacción conservadora tiene, pues, un carácter claramente

hegemónico. Ella intenta transformar profundamente los términos del

discurso político, y crear una nueva «definición de la realidad», que

 bajo la cobertura de la defensa de la «libertad individual» legitime las

desigualdades y restaure las relaciones jerárquicas que las dos décadas

anteriores habían quebrantado. Lo que aquí está en juego es, en

verdad, la creación de un nuevo bloque histórico. Tornado ideología

orgánica, el liberal-conservadurismo construiría una nueva articula-

ción hegemónica a través de un sistema de equivalencias que unificaría

múltiples posiciones de sujeto en torno a una definición individualista

de sus derechos y a una concepción negativa de su libertad. Nos

enfrentamos, pues, nuevamente, con el desplazamiento de la frontera

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de lo social. Una serie de posiciones de sujeto que eran aceptadas como

diferencias legítimas en la formación hegemónica correspondiente al

Welfare State, son expulsadas del campo de la positividad social y

construidas como negatividad —los parásitos de la seguridad social

(los «scroungers» de mrs. Thatcher); la ineficacia ligada a los privile-

gios sindicales y a las subvenciones estatales; etcétera.

Está claro, por tanto, que una alternativa de izquierda sólo puede

consistir en la construcción de un sistema de equivalencias distintas,

que establezca la división social sobre una base diferente. Frente al

 proyecto de reconstrucción de una sociedad jerárquica, la alternativa

de la izquierda debe consistir en ubicarse plenamente en el campo de la

revolución democrática [199] y expandir las cadenas de equivalenciasentre las distintas luchas contra la opresión. Desde esta perspectiva es

evidente que no se trata de romper con la ideología liberal-

democrática sino al contrario, de profundizar el momento democrático

de la misma, al punto de hacer romper al liberalismo su articulación

con el individualismo posesivo. La tarea de la izquierda no puede por 

tanto consistir en renegar de la ideología liberal-democrática sino al 

contrario, en profundizarla y expandirla en la dirección de una demo-

cracia radicalizada y plural. Las dimensiones de esta tarea las explica-

remos en las próximas páginas pero, en todo caso, su misma posibili-

dad se funda en el hecho de que el sentido de los discursos liberales

acerca de los derechos del individuo no está definitivamente fijado; del

mismo modo que esta no fijación permite su articulación con elemen-

tos del discurso conservador, permite también formas de articulación y

redefinición diferentes que acentúen el momento democrático. Es

decir, que como cualquier otro elemento social, los elementos integran-

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tes del discurso liberal no aparecen nunca cristalizados, y pueden ser el

campo de una lucha hegemónica. No es en el abandono del terreno

democrático sino, al contrario, en la extensión del campo de las luchas

democráticas al conjunto de la sociedad civil y del Estado, donde reside

la posibilidad de una estrategia hegemónica de la izquierda. Es sin

embargo importante entender la radical extensión de los cambios que

son necesarios en el imaginario político de la izquierda, si se quiere

llegar a fundar una práctica política plenamente instalada en el campo

de la revolución democrática, y consciente de la profundidad y varie-

dad de las articulaciones hegemónicas que la coyuntura actual requie-

re. El obstáculo fundamental en esta tarea es el que hemos venido

registrando desde el comienzo de este libro: el apriorismo esencialista,

la convicción de que lo social se sutura en algún punto a partir del cual

es posible fijar el sentido de todo evento, independientemente de

cualquier práctica articulatoria. Esto ha conducido a una incompren-

sión del desplazamiento constante de los puntos nodales que estructu-

ran a una formación social, y a la organización del discurso de la

izquierda en términos de una lógica de «puntos privilegiados apriorís-

ticos», que limita seriamente su capacidad de acción y análisis político.

Esta lógica de los puntos privilegiados ha operado en una variedad de

direcciones. Desde el punto de vista de la determinación de los antago-

nismos fundamentales, el obstáculo básico ha sido, según vimos, el

clasism ; es decir, la idea de que la clase obrera representa el agente

 privilegiado en el que reside el impulso fundamental del cambio social

 —sin [200] ver que la propia orientación de la clase obrera depende de

un balance político de fuerzas y de la radicalización de una pluralidad

de luchas democráticas que se deciden en buena parte fuera de la

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 propia clase. Desde el punto de vista de los niveles sociales en los que

se concentra la posibilidad de implementar cambios, los obstáculos

fundamentales han sido el estatismo —la idea de que la expansión del

 papel del Estado es la panacea para todos los problemas; y el economi-

cismo (especialmente en su versión tecnocrática) —la idea de que de

una estrategia económica exitosa se sigue necesariamente una conti-

nuidad de efectos políticos claramente especificables.

Pero si buscamos el núcleo último de esta fijación esencialista, lo

encontraremos en el punto nodal fundamental que ha galvanizado la

imaginación política de la izquierda: el concepto clásico de «revolu-

ción», calcado sobre el molde jacobino. Desde luego que no habría

nada que objetar al concepto de «revolución» si por tal se entendiera lasobredeterminación de un conjunto de luchas en un punto de ruptura

 político, del cual se seguiría una variedad de efectos esparcidos sobre el

conjunto del tejido social. Si se tratara tan sólo de esto, es indudable

que en numerosos casos el derrocamiento de un régimen represivo es

la condición de todo avance democrático. Pero el concepto clásico de

revolución implicaba mucho más que esto: implicaba el carácter 

 fundacional del hecho revolucionario, la institución de un punto de

concentración del poder a partir del cual la sociedad podía ser reorga-

nizada «racionalmente». Esta es la perspectiva que es incompatible con

la pluralidad y la apertura que requiere una democracia radicalizada.

 Nuevamente, radicalizando ciertos conceptos de Gramsci encontramos

los instrumentos teóricos que nos permiten redimensionar al mismo

hecho revolucionario. El concepto de «guerra de posición» implica

 precisamente la af irmación del carácter  procesual de toda transforma-

ción radical —el hecho revolucionario es, simplemente, un momento

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interno de ese proceso. Multiplicar los espacios políticos e impedir que

el poder sea concentrado en un punto son, pues, precondiciones de

toda transformación realmente democrática de la sociedad. La clásica

concepción del socialismo suponía que la desaparición de la propiedad

 privada de los medios de producción generaría una serie de efectos en

cadena que, a lo largo de todo un período histórico, conducirían a la

extinción de toda forma de subordinación. Hoy sabemos que esto no es

así. No hay vínculos esenciales y paradigmáticos que unan a los

distintos componentes del programa clásico del [201] socialismo. No

hay, por ejemplo, vínculos necesarios entre antisexismo y anticapita-

lismo, y la unidad entre ambos sólo puede ser el resultado de una

articulación hegemónica. Por consiguiente, sólo es posible construir 

esta articulación a partir de luchas separadas, que sólo ejercen sus

efectos equivalenciales y sobredeterminantes en ciertas esferas de lo

social. Esto requiere la automatización de las esferas de lucha y la

multiplicación de los espacios políticos, y es incompatible con la

concentración de poder y saber que el jacobinismo clásico y sus

diversas variantes socialistas suponen. Bien entendido, todo proyecto

de democracia radicalizada supone una dimensión socialista, ya que es

necesario poner fin a las relaciones capitalistas de producción que

están en la base de numerosas relaciones de subordinación; pero el

socialismo es uno de los componentes de un proyecto de democracia

radicalizada y no a la inversa. Por eso mismo, cuando se habla de

socialización de los medios de producción como de un elemento en la

estrategia de una democracia radicalizada y plural, es preciso insistir 

en que esto no puede significar tan sólo la autogestión obrera, pues de

lo que se trata es de una verdadera participación de todos los sujetos a

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quienes interesan las decisiones acerca de lo que va a ser producido, de

cómo va a ser producido y de las formas de distribución del producto.

Es sólo en tales condiciones que puede tener lugar una apropiación

 social de la producción. Reducir la cuestión a un problema de autoges-

tión obrera es ignorar que los «intereses» obreros pueden ser construi-

dos y articulados de tal modo que no tengan en cuenta las reivindica-

ciones ecológicas o de otros grupos que, sin ser productores, son

afectados por las decisiones que se adoptan en el campo de la produc-

ción32.

Los límites que la perspectiva tradicional de la izquierda ha en-

contrado en la formulación de una política hegemónica se ubican, por 

consiguiente, en el intento de determinar  a priori agentes del cambio,niveles de efectividad en el campo de lo social, y puntos y momentos de

ruptura privilegiados. Todos estos obstáculos se fundan en un núcleo

común, que es la nega-[202]tiva a abandonar el supuesto de una

sociedad suturada. Una vez que se abandona ese supuesto surge, sin

embargo, todo un conjunto de nuevos problemas que ahora debemos

 pasar a encarar. Estos pueden resumirse en tres cuestiones que aborda-remos sucesivamente: 1) ¿Cómo determinar las superficies de emer-

 gencia y las formas de articulación de los antagonismos que debe

32 Aparte del hecho de que nuestra reflexión está ubicada en una problemática

teórica muy diferente, nuestro énfasis en la necesidad de articular una pluralidad de

formas de democracia correspondientes a una multiplicidad de posiciones de sujeto,

diferencia nuestro enfoque del de los teóricos de la «democracia participatoria», con loscuales, sin embargo, compartimos muchos puntos importantes. Sobre la «democracia

 par tic ipat or ia», véase C. B. Mac phers on, ob. cit., cap. 5; y C. Pat eman, Participation and 

democratic theory, Cambridge, Inglaterra, 1970.

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abarcar un proyecto de democracia radicalizada? 2) ¿En qué medida el

 pluralismo propio de una democracia radicalizada es compatible con

los efectos de equivalencia que, según vimos, son característicos de

toda articulación hegemónica? 3) ¿Hasta qué punto la lógica implícita

en los desplazamientos del imaginario democrático son suficientes

 para definir un proyecto hegemónico?

Respecto al primer punto, es evidente que, en la medida en que

hemos cuestionado el apriorismo implícito en una topografía de lo

social, es también imposible definir  a priori las superficies de constitu-

ción de los antagonismos. Es por eso que, si hay políticas de izquierda

que resultan concebibles y especificables en ciertos contextos, no hay

una política de izquierda cuyos contenidos sean determinables almargen de toda referencia contextual. Es por eso que todas las tentati-

vas de proceder a esta determinación a priori han tenido que revelarse

unilaterales y arbitrarias, y sin validez en un gran número de circuns-

tancias. La explosión de la unicidad de sentido de lo político que está

ligada a los fenómenos del desarrollo desigual y combinado, disuelve

toda posibilidad de fijación del significado en términos de una diviso-ria entre izquierda y derecha. Tratemos de definir un contenido último

de la izquierda que subyacería a todos los contextos en que el término

ha sido usado: nunca encontraremos uno que no presente excepciones.

Estamos exactamente en el campo de los juegos de lenguaje de Witt-

genstein: a lo más que podemos acercarnos es a encontrar  «family

ressemblances». Demos algunos ejemplos. En años recientes se ha

hablado mucho de la necesidad de profundizar la línea de separación

entre Estado y sociedad civil. No es difícil advertir, sin embargo, que

esta propuesta no proporciona a la izquierda ninguna teoría de la

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superficie de emergencia de los antagonismos, generalizable más allá

de un limitado número de situaciones. Ello parecería implicar que toda

forma de dominación se encarna en el Estado. Pero es claro que la

sociedad civil también es la sede de numerosas relaciones de opresión

y, por consiguiente, de antagonismos y luchas democráticas. Teorías

tales como la de los «aparatos ideológicos del Estado» de Althusser 

intentaban, de modo más o menos confuso, crear un [203] marco

teórico que hiciera posible reflexionar sobre estos fenómenos de

desplazamiento del campo de la dominación. En el caso de la lucha

feminista, el Estado es un medio importante de hacer avanzar, a

menudo contra la sociedad civil, una legislación que combata al

sexismo. En numerosos países subdesarrollados la expansión de las

funciones del Estado central es un medio de establecer una frontera en

la lucha contra formas extremas de explotación por parte de oligarquí-

as terratenientes. Por lo demás, el Estado no es un medio homogéneo,

separado por un foso de la sociedad civil, sino un conjunto dispar de

ramas y funciones sólo relativamente integrado por las prácticas

hegemónicas que tienen lugar en su interior. Sobre todo, no debe

olvidarse que el Estado puede ser la sede de numerosos antagonismos

democráticos, en la medida en que un conjunto de funciones en su

seno —profesionales o técnicas, por ejemplo— pueden entrar en

relaciones antagónicas con centros de poder que, dentro del mismo

Estado, intentan coartarlas y deformarlas. Todo esto no quiere decir,

desde luego, que en ciertos casos la división entre Estados y sociedad

civil no pueda constituir la línea política fundamental de demarcación

 —esto es lo que ocurre cuando el Estado se ha transformado en una

excrecencia burocrática impuesta por la fuerza al resto de la sociedad,

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como en el caso de Europa del Este; o en el caso de la Nicaragua de los

Somoza, en que se trataba de una dictadura sostenida por un aparato

militar. Pero, en todo caso, es claro que es imposible señalar  a priori al

Estado o a la sociedad civil como la superficie de emergencia de los

antagonismos democráticos. Otro tanto puede decirse cuando se trata

de determinar el carácter positivo o negativo, desde el punto de vista

de una política de izquierda, de ciertas formas organizativas. Conside-

remos, por ejemplo, la forma «partido». El partido como institución

 política puede, en ciertas circunstancias, ser una instancia de cristali-

zación burocrática que frene a los movimientos de masas; pero en

otras, puede ser el organizador de masas dispersas y políticamente

vírgenes, y constituirse, por tanto, en instrumento de expansión y

 profundización de las luchas democráticas. El punto importante es que,

en la medida en que ha desaparecido el campo de la «sociedad en

 genera» como marco válido del análisis político, ha desaparecido

también la posibilidad de establecer una teoría general de la política

sobre la base de categorías topográficas —es decir, de categorías que

fijen de modo permanente el sentido de ciertos contenidos en tanto

que diferencias localizables en el seno de un complejo relacional. [204]

La conclusión que se desprende de este análisis es que es imposi-

 ble especificar a priori superficies de emergencia de los antagonismos,

ya que no hay superficie que no esté constantemente subvertida por los

efectos sobredeterminantes de otras, y porque hay, por consiguiente,

un constante desplazamiento de las lógicas sociales características de

unas esferas hacia otras esferas. Este es, entre otras cosas, el efecto de

demostración que hemos visto operar en el caso de la revolución

democrática. Una lucha democrática puede autonomizar un cierto

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espacio dentro del cual se desenvuelve, y producir efectos de equiva-

lencia con otras luchas en un espacio político distinto. Es a esta plura-

lidad de lo social a la que se liga el proyecto de una democracia radical,

y su posibilidad emana directamente del carácter descentrado de los

agentes sociales, de la pluralidad discursiva que los constituye como

sujetos, a la vez que de los desplazamientos que tienen lugar en el seno

de esa pluralidad. Las formas originarias del pensamiento democrático

estuvieron ligadas a una concepción positiva y unificada de la natura-

leza humana, y, en tal medida, tendieron a constituir un espacio único

en el que dicha naturaleza había de manifestar los efectos de su radical

libertad e igualdad: fue así que se constituyó un espacio público ligado

a la idea de ciudadanía. La distinción público-privado constituyó la

separación entre un espacio en el que las diferencias se borraban a

través de la equivalencia universal de los ciudadanos, y una pluralidad

de espacios privados en los que se mantenía la plena vigencia de las

mismas. Es en este punto que la sobredeterminación de efectos ligada a

la revolución democrática comienza a desplazar la línea demarcatoria

entre lo público y lo privado, y a politizar las relaciones sociales; es

decir, a multiplicar los espacios en los que las nuevas lógicas de la

equivalencia disuelven la positividad diferencial de lo social: éste es el

largo proceso que abarca desde las luchas obreras del siglo XIX hasta

las luchas de las mujeres, de las diversas minorías raciales y sexuales,

de los diversos grupos marginales y de las nuevas luchas anti-

institucionales en el presente siglo. De tal modo, lo que ha estallado es

la idea y la realidad misma de un espacio único de constitución de lo

 político. A lo que estamos asistiendo es a una politización mucho más

radical que nada que hayamos conocido en el pasado, porque ella

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tiende a disolver la distinción entre lo público y lo privado, no en

términos de una invasión de lo privado por un espacio público unifica-

do, sino en términos de una proliferación de espacios políticos radi-

calmente nuevos y diferentes. Estamos, pues, enfrentados a la emer-

gencia de un pluralismo [205] de los sujetos, cuyas formas de constitu-

ción y diversidad sólo es posible pensar si se deja atrás la categoría de

«sujeto» como esencia unificada y unificante.

Esta pluralidad de lo político, sin embargo, ¿no estaría en con-

tradicción con la unificación resultante de los efectos equivalenciales

que, como sabemos, son condición de los antagonismos? O, en otros

términos, ¿no habría incompatibilidad entre la proliferación de

espacios políticos propia de una democracia radicalizada y la cons-

trucción de identidades colectivas sobre la base de la lógica de la

equivalencia? Nuevamente, nos enfrentamos aquí con la aparente

dicotomía autonomía-hegemonía a la que ya nos refiriéramos en el

capítulo anterior, y a la que ahora debemos considerar en sus efectos

e implicaciones políticas. Consideraremos la cuestión desde dos

 perspectivas: a) desde el punto de vista del terreno en el que la dico-

tomía puede presentarse como excluyente; b) desde el punto de vista

de la posibilidad y condiciones históricas de emergencia de ese

terreno de exclusión.

Comencemos, pues, planteando la cuestión del terreno de la in-

compatibilidad entre efectos equivalenciales y autonomía. Lógica de la

equivalencia en primer término. Ya hemos señalado que, en la medida

en que el antagonismo tiene lugar no sólo en el espacio dicotómico que

lo constituye, sino en el campo de una pluralidad de lo social que

desborda siempre a ese espacio, es sólo saliendo de sí y hegemonizan-

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do elementos externos, que se consolida la identidad de los dos polos

del antagonismo. El afianzamiento de luchas democráticas específicas

requiere, por tanto, la expansión de cadenas de equivalencia que

abarquen a otras luchas. La articulación equivalencial entre antirra-

cismo, antisexismo y anticapitalismo, por ejemplo, requiere una cons-

trucción hegemónica que, en ciertas condiciones, puede ser condición

de consolidación de cada una de estas luchas. La lógica de la equivalen-

cia, por tanto, llevada a sus últimos extremos, implicaría la disolución

de la autonomía de los espacios en los que cada una de estas luchas se

constituye no necesariamente porque algunas de ellas pasarán a estar 

subordinadas a las otras, sino porque todas ellas habrían, en rigor,

llegado a ser símbolos equivalentes de una lucha única e indivisible. El

antagonismo habría logrado así las condiciones de una transparencia

total, en la medida en que habría eliminado todo desnivel y habría

disuelto la especificidad diferencial de los espacios de constitución de

cada una de las luchas democráticas. Lógica de la autonomía, en

segundo término. Cada una de estas luchas mantiene su especificidad

diferencial respecto a las otras. Los [206] espacios políticos en los que

cada una de ellas se constituye son distintos e incomunicables. Pero es

fácil advertir que esta lógica aparentemente libertaria, sólo se sostiene

sobre la base de un nuevo cierre. Porque si cada lucha transforma al

momento de su especificidad en un principio idéntico absoluto, el

conjunto de estas luchas sólo puede ser concebido como sistema

absoluto de diferencias, y este sistema sólo es pensable como totalidad

cerrada. Es decir, que la transparencia de lo social ha sido simplemente

transferida de la unicidad e inteligibilidad de un sistema de equivalen-

cia, a la unicidad e inteligibilidad de un sistema de diferencias. Pero en

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ambos casos se trata de discursos que tratan de dominar, a través de

sus categorías, a lo social como totalidad. En ambos casos el momento

de la totalidad, por tanto, deja de ser un horizonte y pasa a ser un

 fundamento. Es solamente en este espacio racional y homogéneo que la

lógica de la equivalencia y la lógica de la autonomía son contradicto-

rias, porque es sólo en él que las identidades sociales se presentan

como ya adquiridas y fijas, y es sólo en él, por tanto, que dos lógicas

sociales últimamente contradictorias encuentran un terreno en el que

estos efectos últimos pueden desarrollarse plenamente. Pero como, por 

definición, este momento último nunca llega, la incompatibilidad entre

equivalencia y autonomía desaparece. El estatus de ambas cambia: ya

no se trata de fundamentos del orden social sino de lógicas sociales,

que intervienen en grados diversos en la constitución de toda identidad

social y que limitan parcialmente sus mutuos efectos. De aquí podemos

deducir una precondición básica para una concepción radicalmente

libertaria de la política: la renuncia a dominar —intelectual o política-

mente— todo presunto «fundamento último» de lo social. Toda

concepción que pretenda basarse en un saber acerca de este fundamen-

to se encuentra, tarde o temprano, enfrentada a la paradoja rousseau-niana, según la cual los hombres deben ser  obligados a ser libres.

Este cambio en el estatus de ciertos conceptos, que transforma en

lógicas sociales a los que antes eran fundamentos, nos permite enten-

der la variedad de dimensiones en las que una política democrática se

 basa. Nos permite, para comenzar, precisar el sentido y los límites de lo

que podemos denominar como «principio de equivalencia democráti-

ca». El sentido, por cuanto resulta claro que el simple desplazamiento

del imaginario igualitario no es suficiente para producir una transfor-

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mación en la identidad de los grupos sobre los cuales ese desplaza-

miento opera. Sobre la base del principio de igualdad, un grupo

corporativamente constituido puede reclamar sus de-[207]rechos a la

igualdad con otros grupos, pero en la medida en que las demandas de

los diversos grupos son diferentes y, en muchos casos, incompatibles

entre sí, esto no conduce a ninguna equivalencia real entre las diversas

reivindicaciones democráticas. En todos aquellos casos en que la

 problemática del individualismo posesivo es mantenida como matriz

de producción de la identidad de los distintos grupos, este resultado es

inevitable. Para que haya una «equivalencia democrática» es necesario

algo distinto: la construcción de un nuevo «sentido común» que

cambie la identidad de los diversos grupos, de modo tal que las de-

mandas de cada grupo se articulen equivalencialmente con las de los

otros —en palabras de Marx: «que el libre desarrollo de cada uno sea la

condición para el libre desarrollo de todos los demás». O sea, que la

equivalencia es siempre hegemónica en la medida en que no establece

simplemente una «alianza» entre intereses dados, sino que modifica la

 propia identidad de las fuerzas intervinientes en dicha alianza. Para

que la defensa de los intereses de los obreros no se haga a costa de los

derechos de las mujeres, de los inmigrantes o de los consumidores, es

necesario que se establezca una equivalencia entre estas diferentes

luchas. Es sólo bajo esta condición que las luchas contra el poder llegan

a ser realmente democráticas, y que la reivindicación de derechos no se

lleva a cabo a partir de una problemática individualista, sino en el

contexto del respeto de los derechos a la igualdad de los otros grupos

subordinados. Pero si éste es el sentido del principio de equivalencia

democrática, están también claros sus límites. Esa equivalencia total

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nunca existe; toda equivalencia está penetrada por una precariedad

constitutiva, derivada de los desniveles de lo social. En tal medida, la

 precariedad de toda equivalencia exige que ella sea complementada-

limitada por la lógica de la autonomía. Es por eso que la demanda de

igualdad no es suficiente; sino que debe ser balanceada por la demanda

de libertad, lo que nos conduce a hablar de democracia radicalizada y

 plural. Una democracia radicalizada y no plural sería la que constitui-

ría un solo espacio de igualdad sobre la base de la vigencia ilimitada de

la lógica de la equivalencia, y no reconocería el momento irreductible

de la pluralidad de espacios. Este principio de la separación de espacios

es la base de la demanda de libertad. Es en él donde reside el principio

del pluralismo, y donde el proyecto de una democracia plural puede

enlazarse con la lógica del liberalismo. No es el liberalismo en cuanto

tal el que debe ser puesto en cuestión, ya que en tanto que principio

ético que defiende la libertad del individuo para realizar [208] sus

capacidades humanas, está hoy día más vigente que nunca. Pero si esta

dimensión de libertad es constitutiva de todo proyecto democrático y

emancipatorio, ella no debe conducirnos, como reacción frente a

ciertos excesos «totalistas», a volver pura y simplemente a la defensa

del individualismo «burgués». De lo que se trata es de la producción de

otro individuo, un individuo que ya no sea más construido a partir de

la matriz del individualismo posesivo. La idea de derechos «naturales»

anteriores a la sociedad —y, en verdad, el conjunto de la falsa dicoto-

mía individuo-sociedad— deben ser abandonados y sustituidos por 

otra manera de plantear el problema de los derechos. No es posible

nunca tener derechos individuales definidos de manera aislada, sino

solamente en contextos de relaciones sociales que definen posiciones

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determinadas de sujeto. Se tratará siempre, por consiguiente, de

derechos que involucran a otros sujetos que participan de la misma

relación social. Es en este sentido que es preciso entender la noción de

«derechos democráticos», ya que éstos son derechos que sólo pueden

ejercerse colectivamente y que suponen la existencia de derechos

iguales para los otros. Los espacios constitutivos de las diferentes

relaciones sociales pueden variar enormemente, según que se trate de

relaciones de producción, de ciudadanía, de vecindad, de pareja, etc.

Las formas de democracia deberán ser por tanto plurales, en tanto

tienen que adaptarse a los espacios sociales en cuestión —la democra-

cia directa no puede ser la única forma organizacional, pues sólo se

adapta a espacios sociales reducidos.

Es necesario, pues, ampliar el dominio de ejercicio de los dere-

chos democráticos más allá del restringido campo tradicional de la

«ciudadanía». En lo que se refiere a la extensión de los derechos

democráticos del dominio «político» clásico al de la economía, por 

ejemplo, éste es el terreno principal de la lucha específicamente

anticapitalista. Frente a los sustentadores del liberalismo económico,

que afirman que la economía es el dominio de lo «privado», sede de

derechos naturales, y que los criterios democráticos no tienen ninguna

razón de aplicarse en él, la teoría socialista defiende por el contrario el

derecho del agente social a la igualdad y a la participación en tanto que

 productor y no solamente en tanto que ciudadano. importantes

avances han sido ya realizados en esta dirección por teóricos de la

escuela pluralista como Dahl y Lindblom33, quienes reco-[209]nocen

33 Cf. R. Dahl, Dilemmas of pluralist democracy, New Haven y Londres, 1982; y C.

Lindblom, Politics and markets, Nueva York, 1977.

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que hablar de la economía como dominio de lo privado en la era de las

corporaciones multinacionales carece de sentido; y que es por tanto

necesario aceptar ciertas formas de participación obrera en la gestión

de las empresas. Nuestra perspectiva es ciertamente muy distinta, pues

es la idea misma de que pueda haber un dominio natural de lo «priva-

do» lo que ponemos en cuestión. Las distinciones público-privado,

sociedad civil-sociedad política, son tan sólo el resultado de un cierto

tipo de articulación hegemónica, y sus límites varían según las relacio-

nes de fuerza en cada momento dado. Por ejemplo, es claro que el

discurso neoconservador se esfuerza hoy día por restringir el dominio

de lo político y por reafirmar el campo de lo privado frente a la reduc-

ción a que éste ha sido sometido en décadas recientes bajo el impacto

de las diferentes luchas democráticas.

Retomemos en este punto nuestro argumento acerca de la limita-

ción mutua y necesaria entre equivalencia y autonomía. La concepción

de una pluralidad de espacios políticos es incompatible con la lógica de

la equivalencia sólo en el supuesto de un sistema cerrado. Pero una vez

abandonado ese supuesto, no es posible derivar de la proliferación de

espacios y de la indeterminación última de lo social, la imposibilidad

de que una sociedad pueda significarse —y por tanto pensarse a sí

misma— como totalidad; o la incompatibilidad de este momento

totalizante con el proyecto de una democracia radicalizada. La cons-

trucción de un espacio político de efectos equivalenciales no sólo no es

incompatible, sino que en muchos casos es un requerimiento de la

lucha democrática. La construcción de una cadena de equivalencias

democráticas frente a la ofensiva neoconservadora es, por ejemplo, una

de las condiciones de la lucha hegemónica de la izquierda en las

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circunstancias actuales. La incompatibilidad, por tanto, no reside en la

equivalencia en tanto lógica social. Ella sólo surge a partir del momen-

to en que ese espacio de equivalencias deja de ser considerado como un

espacio político entre otros y pasa a ser concebido como centro, que

subordina y organiza a todos los otros espacios. Es decir, solamente en

aquel caso en que no sólo hay construcción de equivalencias a cierto

nivel de lo social, sino también transformación de ese nivel en princi-

 pio unificador, que reduce los otros a momentos diferenciales internos

a sí mismo. Vemos, pues, que, paradójicamente, es la misma lógica de

la apertura y de la subversión democrática de las diferencias la que

crea, en las sociedades presentes, la posibilidad de un cierre mucho

más radical que en el pasado: en la medida en que la resisten-[210]cia

de los sistemas tradicionales de diferencias es quebrantada, en que la

indeterminación y la ambigüedad torna a más elementos sociales en

«significantes flotantes», surge la posibilidad de un intento de instituir 

un centro que elimine radicalmente la lógica de la autonomía y recons-

tituya en torno a sí la totalidad del cuerpo social. Si en el siglo XIX los

límites de todo intento de democracia radicalizada se encontraban en

la supervivencia de antiguas formas de subordinación en amplias áreasde las relaciones sociales, en el presente esos límites están dados por 

una posibilidad nueva que surge en el terreno mismo de la democracia:

la lógica totalitaria.

Claude Lefort ha mostrado de qué modo la «revolución democrá-

tica», como terreno nuevo que supone una mutación profunda a nivel

simbólico, ha implicado una nueva forma de institución de lo social. En

las sociedades anteriores, organizadas según una lógica teológico-

 política, el poder estaba incorporado a la persona del príncipe, que era

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el representante de Dios —es decir, de la soberana justicia y la sobera-

na razón—. La sociedad era pensada como un cuerpo, la jerarquía de

cuyos miembros reposaba sobre un principio de orden incondicionado.

Según Lefort, la diferencia radical que introduce la sociedad democrá-

tica es que el sitio del poder pasa a ser un lugar vacío y que desaparece

la referencia a un garante trascendente y, con él, la representación de

una unidad sustancial de la sociedad. En consecuencia, hay una

escisión entre la instancia del poder, la del saber y la de la ley, y sus

fundamentos no están ya más asegurados. Se abre así la posibilidad de

una interrogación sin fin: «ninguna ley que pueda ser fijada, cuyos

enunciados no sean contestables, los fundamentos susceptibles de ser 

 puestos en cuestión; en fin, ninguna representación de un centro de la

sociedad: la unidad ya no sabría borrar la división social. La democra-

cia inaugura la experiencia de una sociedad inaprehensible, incontro-

lable, en la que el pueblo será proclamado soberano, pero en la que su

identidad nunca será dada definitivamente, sino que permanecerá

latente»34. Es en este contexto que, según Lefort, es preciso entender la

 posibilidad de emergencia del totali tarismo, que consiste en intentar 

restablecer la unidad que la democracia ha quebrado entre el lugar del

 poder, de la ley y del saber. Una vez que a través de la revolución

democrática han sido abolidas todas las referencias a potencias extra-

sociales, puede surgir un poder puramente social que se presentará

como total y que extraerá tan sólo de sí mismo el principio [211] de la

ley y el principio del saber. Con el totalitarismo, en lugar de designar 

un sitio vacío, el poder pretende materializarse en un órgano que se

supone representante del pueblo UNO. ES bajo el pretexto de realizar la

34 C. Lefort, L'invention démocratique, París, 1981, p. 173.

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unidad del pueblo que se instala la denegación de la división social que

había sido hecha visible por la lógica democrática. Una tal denegación

constituye el centro de la lógica totalitaria, y ella se efectúa en un doble

movimiento: «la anulación de los signos de la división del Estado y de

la sociedad, y de los de la división social interna. Ellos implican una

anulación de la diferenciación de instancias que rigen la constitución

de la sociedad política. No hay más criterios últimos de la ley ni

criterios últimos del conocimiento que estén sustraídos al poder»35. 

Examinados a la luz de nuestra problemática, es posible vincular 

estos análisis a lo que hemos caracterizado como el campo de las

 prácticas hegemónicas. Es porque no hay más fundamentos asegurados

a partir de un orden trascendente, porque no hay más centro queaglutine al poder, a la ley y al saber, por lo que resultará posible y

necesario unificar ciertos espacios políticos a través de articulaciones

hegemónicas. Pero estas articulaciones serán siempre parciales y

sometidas a la contestación, puesto que ya no hay garante supremo.

Toda tentativa por establecer una sutura definitiva y negar el carácter 

radicalmente abierto de lo social que instituye la lógica democrática,conduce a lo que Lefort designa como «totalitarismo», es decir, a una

lógica de construcción de lo político que consiste en instaurar un

 punto a partir del cual la sociedad pueda ser perfectamente dominada

y cognoscible. Que ésta es una lógica política y no un tipo de organiza-

ción social lo prueba el hecho de que no puede ser adscrita a una

orientación política definida: ella puede ser el resultado de una políticade «izquierda», según la cual todo antagonismo puede ser eliminado y

35Ibid, p. 100.

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la sociedad tornada completamente transparente, o bien el resultado

de una fijación autoritaria del orden social en las jerarquías estableci-

das por el Estado, como en el caso del fascismo. Pero en ambos casos el

Estado se erige en el solo detentador de la verdad del orden social, ya

sea en nombre del proletariado o de la nación, y pretende controlar 

todo el tejido de la sociabilidad. Frente a la indeterminación radical

que abre la democracia, se trata de una tentativa por reimponer un

centro absoluto, por restablecer el cierre que habrá de restaurar la

unidad. [212]

Pero si es cierto que uno de los peligros que amenazan a la demo-

cracia es la tentativa totalitaria de querer sobrepasar el carácter 

constitutivo del antagonismo y negar la pluralidad para restaurar la

unidad, ella corre también otro peligro que es el exactamente opuesto.

Este consiste en la ausencia de toda referencia a esa unidad que, si bien

es imposible, es, sin embargo, un horizonte necesario para impedir 

que, en ausencia de toda articulación entre las relaciones sociales, se

asista a una implosión de lo social, a una ausencia de todo punto de

referencia común. Esta disolución del tejido social causada por la

destrucción del cuadro simbólico es otra forma de desaparición de la

 política. A diferencia del peligro totalitario, que impone articulaciones

inmutables de manera autoritaria, se trata en este caso de la ausencia

de articulaciones que permiten establecer significaciones comunes a

los diferentes sujetos sociales. Entre la lógica de la completa identidad

y la de la pura diferencia, la experiencia de la democracia debe consis-

tir en el reconocimiento de la multiplicidad de las lógicas sociales tanto

como en la necesidad de su articulación. Pero esta última debe ser 

constantemente recreada y renegociada, y no hay punto final en el que

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el equilibrio sea definitivamente alcanzado.

Esto nos conduce a nuestra tercera cuestión, la de la relación en-

tre lógica democrática y proyecto hegemónico. Resulta evidente de

todo lo que hemos dicho hasta ahora que la lógica democrática no

 puede ser suficiente para la formulación de ningún proyecto hegemó-

nico. Y esto porque la lógica democrática es, simplemente, el despla-zamiento equivalencial del imaginario igualitario a relaciones sociales

cada vez más amplias y, en tal sentido, es tan sólo una lógica de la

eliminación de las relaciones de subordinación y de las desigualdades.

La lógica democrática no es una lógica de la positividad de lo social, y

es incapaz por tanto de fundar ningún punto nodal en torno al cual el

tejido social pueda ser reconstituido. Pero si el momento subversivo de

la lógica democrática y el momento positivo de la institución de lo

social ya no son unificados por ningún fundamento antropológico que

los transforme en el anverso y el reverso de un proceso único, resulta

claro que toda posible forma de unidad entre ambos es contingente, y

es ella misma por consiguiente el resultado de un proceso de articula-

ción. En tal sentido, ningún proyecto hegemónico puede basarse

exclusivamente en una lógica democrática, sino que también debe

consistir en un conjunto de propuestas para la organización positiva de

lo social. Si las demandas de un grupo subordinado se presentan como

demandas puramente negativas y subversivas [213] de un cierto orden,

sin estar ligadas a ningún proyecto viable de reconstrucción de áreas

sociales específicas, su capacidad de actuar hegemónicamente estará

excluida desde un comienzo. Es la diferencia existente entre lo que

 podría llamarse una «estrategia de oposición» y una «estrategia de

construcción de un nuevo orden». En el caso del primero, el elemento

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de la negación de un cierto orden social o político predomina, pero este

elemento de negatividad no va acompañado de ningún intento real de

instituir puntos nodales diferentes, desde los cuales pueda procederse

a una reconstitución positiva distinta del tejido social —con lo que la

estrategia queda relegada a la marginalidad. Este es el caso de las

distintas políticas de enclave, ya ideológicas, ya corporativas. En el caso

de la estrategia de construcción de un nuevo orden, por el contrario, el

elemento de la positividad social predomina, pero por esto mismo

existe un balance inestable y una tensión constante con la lógica

subversiva de la democracia. Una situación de hegemonía sería aquélla

en la que la gestión de la positividad de lo social y la articulación de las

diversas demandas democráticas han llegado a un máximo de integra-

ción —la situación opuesta, en la que la negatividad social disgrega

todo sistema estable de diferencias, correspondería a una crisis orgáni-

ca. Esto nos permite ver en qué sentido podemos hablar del proyecto

de una democracia radicalizada como alternativa para la izquierda.

Este no puede consistir en la afirmación, desde posiciones marginales,

de un conjunto de demandas antisistema, sino que debe por el contra-

rio fundarse en la búsqueda del punto de equilibrio entre un máximode avance de la revolución democrática en una amplia variedad de

esferas, y la capacidad de dirección hegemónica y reconstrucción

 positiva de esas esferas por parte de los grupos subordinados.

Toda posición hegemónica se funda, por tanto, en un equilibrio

inestable: se construye a partir de la negatividad, pero sólo se consolida

en la medida en que logra constituir la positividad de lo social. Estos

dos momentos no se articulan teóricamente: dibujan el espacio de una

tensión contradictoria que constituye la especificidad de las diversas

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coyunturas políticas. (Según vimos antes, el carácter contradictorio de

estos dos momentos no implica una contradicción en nuestro argu-

mento, ya que, desde un punto de vista lógico, es perfectamente posible

la coexistencia de dos lógicas sociales distintas y contradictorias, que

existen bajo la forma de limitación mutua de sus efectos). Pero si esta

 pluralidad de lógicas sociales es la propia de una tensión, requiere

también una pluralidad de es-[214]pacios en los que ellas se constitu-

yan. En el caso de la estrategia de construcción de un nuevo orden, los

cambios en la positividad social que es posible introducir dependerán

no sólo del carácter más o menos democrático de las fuerzas que

sustentan a esa estrategia, sino también de un conjunto de límites

estructurales establecidos por otras lógicas —al nivel de los aparatos

del Estado, de la economía, etc. Aquí es importante no caer en las

distintas formas de utopismo, que pretenden ignorar la variedad de

espacios que constituyen esos límites estructurales; o de apoliticismo,

que reniegan del campo tradicional de la política en razón del carácter 

limitado de los cambios que es posible implementar a partir del

mismo. Pero también es de la mayor importancia no pretender limitar 

el campo de la política a la gestión de la positividad social y aceptar tan

sólo los cambios que es posible implementar en el presente, rechazan-

do toda carga de negatividad que exceda a los mismos. En años recien-

tes se ha hablado con frecuencia, por ejemplo, de la necesidad de una

«laicización de la política». Si por tal se entiende la crítica al esencia-

lismo del pensamiento tradicional de la izquierda, que procedía con

categorías absolutas del tipo de «el Partido», «la Clase», «la Revolu-

ción», no tendríamos divergencias. Pero con frecuencia se ha entendi-

do por dicha laicización algo muy distinto: la expulsión total de la

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utopía del campo de la política. Ahora bien, sin «utopía», sin posibili-

dad de negar a un cierto orden más allá de lo que es posible cuestionar-

lo en los hechos, no hay posibilidad alguna de constitución de un

imaginario radical-democrático o de ningún otro tipo. La presencia de

este imaginario como conjunto de significaciones simbólicas que

totalizan en tanto negatividad un cierto orden social, es absolutamente

necesaria para la constitución de todo pensamiento de izquierda. Que

las formas hegemónicas de la política suponen siempre un equilibrio

inestable entre este imaginario y la gestión de la positividad social, ya

lo hemos indicado; pero esta tensión, que es una de las formas en las

que se muestra la imposibilidad de una sociedad transparente, debe ser 

afirmada y defendida. Toda política democrática radical debe evitar los

dos extremos representados por el mito totalitario de la Ciudad Ideal, o

el pragmatismo positivista de los reformistas sin proyecto.

Este momento de tensión, de apertura, que da a lo social su carác-

ter esencialmente incompleto y precario, es lo que debe proponerse

institucionalizar todo proyecto de democracia radicalizada. La diversi-

ficación y complejización institucional que caracteriza a una sociedad

democrática debe ser concebida de [215] manera muy diferente de la

diversidad de funciones propia de un sistema burocrático complejo. En

este último se trata siempre y exclusivamente de la gestión de lo social

como positividad, y toda diversificación se da, por consiguiente, en el

seno de una racionalidad que domina al conjunto de las esferas y

funciones. La concepción hegeliana de la burocracia como clase

universal es la perfecta cristalización teórica de esta perspectiva. Ella

ha sido transferida al plano sociológico en la medida en que la diversi-

ficación de niveles al interior de lo social —siguiendo una pauta

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funcionalista, estructuralista, o cualquier otra similar— es ligada a una

concepción de cada uno de estos niveles como momentos de una

totalidad inteligible que los domina y les da su sentido. Pero en el caso

del pluralismo propio de una democracia radicalizada la diversifica-

ción se ha transformado en una diversidad, puesto que cada uno de

estos elementos y niveles diversos ya no es la expresión de ninguna

totalidad que los trascienda. La multiplicación de espacios y la diversi-

ficación institucional que la acompaña no consisten ya en un desplie-

gue racional de funciones, ni obedecen a una lógica subterránea que

constituiría el principio racional de todo cambio, sino que expresan

exactamente lo contrario: a través del carácter irreductible de esta

diversidad y pluralidad, la sociedad construye la imagen y gestión de

su propia imposibilidad. La transacción, el carácter precario de todo

arreglo, el antagonismo, son los hechos primarios, y es sólo en el

interior de esta inestabilidad que el momento de la positividad y su

gestión tienen lugar. Hacer avanzar un proyecto de democracia radica-

lizada significa, por tanto, hacer retirarse progresivamente al horizonte

de lo social el mito de la sociedad racional y transparente. Esta pasa a

ser un «no-lugar», el símbolo de su propia imposibilidad.

Pero, por eso mismo, se borra también la posibilidad de un dis-

curso unificado de la izquierda. Si las varias posiciones de sujeto, si los

diversos antagonismos y puntos de ruptura, constituyen una diversi-

dad y no una diversificación, es evidente que no pueden tampoco ser 

reconducidos a un punto a partir del cual todos ellos podrían ser 

abarcados y explicados por un discurso único. La discontinuidad 

discursiva pasa, pues, a ser primaria y constitutiva. El discurso de la

democracia radicalizada ya no es más el discurso de lo universal; se ha

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 borrado el lugar epistemológico desde el cual hablaban las clases y

sujetos «universales», y ha sido sustituido por una polifonía de voces,

cada una de las cuales construye su propia e irreductible identidad

discursiva. Este punto es decisivo: no hay democracia radica-

[216]lizada y plural sin renuncia al discurso de lo universal y al supues-

to implícito en el mismo —la existencia de un punto privilegiado de

acceso a «la verdad», que sería asequible tan sólo a un número limitado

de sujetos. En términos políticos esto significa que, así como no hay

superficies privilegiadas a priori de emergencia de los antagonismos,

tampoco hay regiones discursivas que el programa de una democracia

radical deba excluir  a priori como esferas posibles de lucha. Las

instituciones jurídicas, el sistema educativo, las relaciones laborales,

los discursos de la resistencia de las poblaciones marginales, constru-

yen formas originales e irreductibles de protesta social y, en tal medi-

da, aportan toda la complejidad y riqueza discursivas sobre la cual el

 programa de una democracia radicalizada debe fundarse. El discurso

clásico del socialismo era de tipo muy distinto: era un discurso de lo

universal, que transformaba a ciertas categorías sociales en depositarí-

as de privilegios epistemológicos y políticos; era un discurso aprioristi-

co acerca de los niveles diferenciales de efectividad en el seno de lo

social —y en tal medida reducía el campo de las superficies discursivas

en las que consideraba que era posible y legítimo operar; era, finalmen-

te, un discurso acerca de los puntos privilegiados de desencadenamien-

to de los cambios históricos —la Revolución, o la Huelga General, o la

«evolución» como categoría unificante del carácter acumulativo e

irreversible de los avances parciales. Todo proyecto de democracia

radicalizada incluye necesariamente, según dijimos, la dimensión

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socialista —es decir, la abolición de las relaciones capitalistas de

 producción—; pero rechaza la idea de que de esta abolición se sucede

necesariamente la eliminación de las otras desigualdades. Por consi-

guiente el descentramiento y autonomía de los distintos discursos y

luchas, la multiplicación de los antagonismos y la construcción de una

 pluralidad de espacios dentro de los cuales puedan af irmarse y desen-

volverse, son las condiciones sine qua non de posibilidad de que los

distintos componentes del ideal clásico del socialismo —que debe, sin

duda, ser ampliado y reformulado— puedan ser alcanzados. Y, según

hemos argumentado abundantemente en estas páginas, esta pluralidad

de espacios no niega sino que requiere la sobredeterminación de sus

efectos a ciertos niveles y la consiguiente articulación hegemónica

entre los mismos.

Concluyamos. Este libro ha sido construido en torno a los avata-

res del concepto de hegemonía, de la nueva lógica de lo social implícita

en el mismo, y de los «obstáculos epistemológicos» que, de Lenin a

Gramsci, impidieron la comprensión [217] de sus radicales potenciali-

dades teóricas y políticas. Es solamente cuando el carácter abierto, no

suturado, de lo social es plenamente aceptado; cuando se renuncia al

esencialismo tanto de la totalidad como de los elementos; que estas

 potencialidades se hacen plenamente visibles y que la «hegemonía»

 puede pasar a consti tuir una herramienta fundamental para el análisis

 política de la izquierda. Estas condiciones surgen originariamente en el

campo de lo que hemos denominado como «revolución democrática»,

 pero sólo son maximizadas en todos sus efectos deconstructivos en el

 proyecto de su democracia radicalizada, es decir, de una forma de la

 política que no se funde en la af irmación dogmática de ninguna

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«esencia de lo social», sino, por el contrario, en la contingencia y

ambigüedad de toda «esencia», en el carácter constitutivo de la división

social y del antagonismo. Afirmación de un «fundamento» que sólo

vive de negar su carácter fundamental; de un «orden que sólo existe

como limitación parcial del desorden; de un «sentido» que sólo se

construye como exceso y paradoja frente al sin sentido —en otros

términos, el campo de la política como espacio de un juego que no es

nunca «suma-cero», porque las reglas y los jugadores no llegan a ser 

 jamás plenamente explícitos. Este juego, que elude al concepto, tiene al

menos un nombre: hegemonía.

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[219]

INDICE DE NOMBRES

Adler, M., 33-34, 36 n., 143 n.Aglietta, M., 180

Alemania, 85

Althusser, L., 109-110, 116, 125, 132 n., 134 y n., 202

Anderson, P., 55

Arendt, H., 174

austromarxismo, 33-36, 56

Axelrod, 56, 58

Badaloni, N., 32-33

Balibar, E., 113

Barbon, 124 n.

Baudrillard, J., 184

Bauer, O., 33-36, 85Bell, D., 181, 186

Benoist, A. de, 196

Benveniste, E., 120, 131 n.

Bergson, 48

Bernstein, E., 10 y n., 36-45, 47, 83- 84, 100, 189

Birth, E., 50 bolchevismo, 51, 60, 67, 70, 82, 196

Bomelburg, 37 n.

Bottomore, T, 34 n.

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Bowles, S., 92, 181

Braverman, H. B., 92-93, 96-97, 99

Brzezinski, Z., 195 y n.

Burawoy, M., 95

Calhoun, C, 175-176

cartismo, 167, 174Castells, M., 181

Castoriadis, 92 n.

Certeau, M. de, 25 n.

Clauserwitz, 81 y n.

Cloward, R., 183

Colletti, L., 141-143Comisión General de los sindicatos alemanes, 19

Consejo Socialista de Comisarios del Pueblo, 85

Coriat, B., 182

Creuzer, 12 n.

Croce, 31, 47

Cuba, 72

Cunow, 39

Cutler, 114,116

China, 72

Dahl, R., 208

darwinismo, 24Davis, M., 20 n.

Déat, M., 88

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Derrida, J., VII, 54 n., 128

Descartes, R., 3

Dimitrov, 71

Diógenes, 99

Disraeli, 150

Edgley, R., 143-144Edwards, R., 94, 96

Elster, J., 143

Engels, F., 24 n., 33, 39

Erfurt, Congreso de, 36

Erfurt, programa de, 16

Ferrerò, G., 29

fordismo, 180

Foucault, M., 7, 119, 122, 132, 171

Freud, S., 110, 132

Friedman, A., 97-98

Friedman, M., 194

Furet, F., 174

[220]

Gaudemar, J.-P. de, 94

Gay, P., 3940

Gentile, 31

Gintis, H., 92, 181Goode, P., 34 n.

Gordon, D., 96

Gorz, A., 190

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Gramsci, A., VIII, 34, 7, 10-11, 38, 52, 55-56, 65, 75-84, 89, 101-102, 125, 131,

151, 155, 157-159, 168, 216

Gran Depresión, 86

Hall, S., 191

Hayek, F., 193-194

Heath, S., 53 n.Hegel, F., 33, 106-110, 142

hegelianismo, 24

Heidegger, M., VII, 128, 132

Hilferding, 38

Hindess, B., 111 n., 114, 118

Hirst, P., 111 n., 114, 116, 118Hitler, A., 168

Höchberg, 37 n.

Hölderlin, 106

Hunter, A., 191

Huntington, S., 186

Husserl, 119

Ipola, E. de, 144

italia, 77

 jacobino, 2, 170, 200

Juana de Arco, 154

Kant, I., 33, 142 n.

Kautsky, K., 16-19, 22-24, 26-30, 35, 40, 43 n., 46, 73, 81-82, 101, 187

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Kelsen, H., 143 n.

keynesianismo, 87-88

Komintern, 55, 65, 67, 71

Korsch, 79, 82 n.

Labriola, A., 21, 31-33, 50, 82, 131, 187

Lacan, J., VII, 129Lagardelle, 21

Lefort, C, 210-211

Leibnitz, 117

Lenin, V. I., 23, 30, 38, 51, 58, 62, 67-69, 76-77, 81 y n., 89, 155, 216

leninismo, 7, 62, 67-68, 70, 76

Lindblom, C, 208Locke, J., 193

Lukacs, 79, 82 n.

Luxemburgo, R., 8-18, 32, 40, 44-45, 50, 73, 102, 187

Lloyd George, D., 69 y n.

Macpherson, 197

Mach, 33

Man, H. de, 87

Mao Zedong, 74, 81 n., 108, 111

Marcuse, H., 103, 181

Marglin, S., 93

Marx, K., 24 n., 33, 35 n., 39, 49, 81 n., 91 n., 95-96, 98 n., 111, 124 n., 148, 169-170, 207

Marramao, G., 35 n.

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Masaryk, Th., 21

Maurras, 51

Merleau-Ponty, M., 123 n.

 Mezzogiorno, 76

m/f  135

Mill, J. S., 193

Maller, J. A., 53 n.monarquía austrohúngara, 34

Mouffe, Ch., 76 n.

Müller, H., 86-87

Mussolini, B., 168

nazis, 71 Neue Linke, 31

 Nicaragua, 203

 Nietzsche, F., 48, 132

 Nozick, R., 195

Offe, C, 182

Panzieri, 94 y n.

Pareto, V., 51

[221]

Piven, F., 183

Plejánov, J. V., 22, 29-30, 33, 46, 56, 58-59

Pokrovski, 60-61

Popper, K., 143

Poulantzas, N., 98-100, 161

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 primera guerra mundial, 85, 176

Przeworski, A., 18

Reagan, R., 191

Reich, M., 96

Renner, 36

Revolución francesa, 154, 168-169, 174, 196Revolución rusa, 8, 59 ss.

risorgimentalista, 76

Robespierre, M. de, 168

romanticismo alemán, 105-107

Rosenberg, A., 167-169

Sartre, J. P., 4

Saussure, F. de, 58, 129-131

segunda guerra mundial, 88, 177, 180

Segunda Internacional, VIII, 4, 8, 12, 24, 51, 53-54, 58, 63, 65, 68, 73, 79, 82, 86,

187

socialdemocracia alemana, 16socialdemocracia europea, 55

socialdemocracia rusa, 7, 51, 55 ss., 163

Somoza, los, 203

Sorel, G., 45-52, 54 n., 84, 131

SPD,36-37

Spinoza, 117

Stedman Jones, G., 174

Sternhell, Z., 51 n.

Stone, K., 93

325