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La restauración conservadora 1946-1957 Rubén Sierra Mejía · Editor

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La restauración

conservadora 1946-1957

Rubén Sierra Mejía · Editor

La restauración conservadora 1946-1957

Autores

Tomás BarreroUniversidad de los Andes

Herbert BraunUniversidad de Virginia

Malcolm DeasUniversidad de Oxford

Iván González PuccettiFilósofo

David Jiménez PanessoUniversidad Nacional de Colombia

Myriam JimenoUniversidad Nacional de Colombia

Rocío Londoño BoteroUniversidad Nacional de Colombia

Carlos Niño MurciaUniversidad Nacional de Colombia

Rubén Sierra Mejía Universidad Nacional de Colombia

Leonardo Tovar González Universidad Santo Tomás

Ángela Uribe BoteroUniversidad Nacional de Colombia

Rubén Sierra Mejía · Editor

La restauración conservadora

1946-1957

La restauración conservadora, 1946-1957

Cátedra de Pensamiento Colombiano

© Universidad Nacional de Colombia

Primera edición, 2012

© Rubén Sierra Mejía, editor

© Varios autores

Universidad Nacional de Colombia

Facultad de Ciencias Humanas

Comité Editorial

Sergio Bolaños Cuéllar, decano

Jorge Rojas Otálora, vicedecano académico

Luz Amparo Fajardo, vicedecana de investigación

Jorge Aurelio Díaz, profesor especial

Ángela Robledo, profesora asociada

Yuri Jack Gómez, profesor asociado

Diseño de colección interior: Diana Murcia

Diseño de cubierta y logo: Mariela Agudelo

Preparación editorial

Centro Editorial

Esteban Giraldo, director

Jorge Enrique Beltrán Vargas, coordinación editorial

Diana Marcela Murcia Molina, coordinación gráfica

[email protected]

www.humanas.unal.edu.co

Bogotá, 2012

Prohibida la reproducción total o parcial por cualquier

medio sin la autorización escrita del titular de los

derechos patrimoniales.

Catalogación en la publicación Universidad Nacional de Colombia

La restauración conservadora / Rubén Sierra Mejía, editor. – Bogotá: Universidad Nacional de Colombia. Facultad de Ciencias Humanas. 2012.424 p.

Son ensayos originados en el trabajo colectivo de la Cátedra de Pensamiento Colombiano

Incluye referencias bibliográficas

ISBN : 978-958-761-267-7

1. Partido Conservador – Historia – Colombia 2. Partido Liberal – Historia – Colombia 3. Colombia – Historia - Periodo de la Violencia, 1947-1957 4. Colombia - Política y gobierno - 1946-1957 I. Cátedra de Pensamiento Colombiano II. Sierra Mejía, Rubén, 1937-

CDD-21 986.10632 / 2012

Rubén Sierra Mejía · Editor

Pensamiento Colombiano2012

La restauración conservadora

1946-1957

Contenido

Nota preliminar 7

De palabras y distincionesHacia un entendimiento del comportamiento cotidiano 11entre los colombianos durante la Violencia de los años cincuenta

Herbert Braun

La lectura conservadora de Simón Bolívar 79Rubén Sierra Mejía

Laureano Gómez y la democracia 105Tomás Barrero

La noción de subdesarrollo en Colombia 129Malcolm Deas

¿Puede el uso de metáforas ser peligroso? 151

Sobre las pastorales de monseñor Miguel Ángel BuilesÁngela Uribe botero

El anticomunismo en Colombia 169Rocío Londoño botero

Democracia y socialismo en Antonio García 205Leonardo Tovar González

El apocalipsis y el idilio 235David Jiménez panesso

Novelas de la violencia: en busca de una narrativa compartida 291Myriam Jimeno

La carrera décima de Bogotá 341Carlos Niño Murcia

La revista Bolívar y el discurso conservador 371 sobre hispanidad y nación

Iván González Puccetti

Los autores 409

Índice de nombres 413

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Nota preliminar

Este es el cuarto libro que publica la Cátedra de Pensamiento Colom-biano1, de la Facultad de Ciencias Humanas (Universidad Nacional de Colombia). El periodo que cubre es relativamente corto, pero muy intenso en acontecimientos políticos y sociales: comprende los años de los gobiernos de Mariano Ospina Pérez, Laureano Gómez y Gustavo Rojas Pinilla. Está delimitado por dos hitos muy precisos en la histo-ria de Colombia: el asesinato del líder popular Jorge Eliécer Gaitán, en 1948, y el comienzo del Frente Nacional pactado, en 1957, entre los liberales y los conservadores con el fin de alternarse el gobierno na-cional durante los siguientes dieciséis años y repartirse por mitades la administración pública. Se esperaba que este pacto impusiera la paz en el país y que, como consecuencia, los dos partidos tradicionales pudie-sen lograr el poder a través del voto popular, e imponer la aceptación de sus programas por medio de la propaganda y del diálogo entre las fuerzas políticas representadas en el Congreso de la República.

Aquellos doce años de gobiernos conservadores fueron —en opinión del historiador americano John D. Martz— una época de «autoritarismo reaccionario con matices reminiscentes del sistema corporativo italiano de Mussolini», y que asumió, agrega, caracterís-ticas que evocan «la orientación ideológica de la España franquista»2. Sin lugar a dudas es Laureano Gómez la figura política que mejor representa todo el periodo, no tanto por sus realizaciones como go-

1 Los tres libros anteriores son los siguientes: Miguel Antonio Caro y la cultura de su época (Bogotá: Universidad Nacional de Colombia, 2002); El radicalismo colombiano del siglo XIX (Bogotá: Universidad Nacional de Colombia, 2006), y República Liberal: sociedad y cultura (Bogotá: Universidad Nacional de Colombia, 2009).

2 J. D. Martz, Colombia: un estudio de política contemporánea (Bogotá: Universidad Na-cional de Colombia, 1969), 10 y 11.

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bernante, pues fueron pocos los meses que estuvo al frente de la presi-dencia (por razones de salud lo sustituyó Roberto Urdaneta Arbeláez), sino porque su pensamiento sintetiza las aspiraciones de un grupo conservador que pretendía instaurar un gobierno totalitario, para lo cual, siguiendo las indicaciones del propio Gómez, se propuso modifi-car, de manera sustancial, la Constitución de 1886. Fue un proyecto de reforma que buscaba eliminar el sufragio universal como medio para la conformación del Senado, y darle a este un carácter corporativo; inau-gurar, además, un modelo de Estado que concentrara en el Ejecutivo, al lado de sus funciones tradicionales, las propias del poder legislativo. El golpe militar de Gustavo Rojas Pinilla, que en manera alguna re-presentó una apertura que pudiese conducir a la democracia, evitó sin embargo que se aprobara el proyecto de Constitución que en 1953 ya se encontraba redactado. Estos años, además, se caracterizaron por la presencia de extremados dogmatismos políticos y religiosos. La ten-sión que habían producido las realizaciones sociales, educativas y cul-turales durante los dieciséis años de la República Liberal (1930-1946) se presenta ahora con programas oficiales que buscaban el regreso a un pasado en el que la Iglesia era considerada como la única institución con autoridad para orientar moralmente al ciudadano colombiano. El periodo de que se ocupa este volumen se conoce como «época de la violencia», haciendo alusión a la lucha armada que libraron los dos partidos tradicionales, una verdadera guerra civil, la más sangrienta y más larga de la historia de Colombia, «la guerra de los siete mil días», como la llamó John D. Henderson3.

Fueron, sin embargo, años de creación de riqueza y de moder-nización; también de producción artística y literaria, acorde con las tendencias mundiales del momento. Una bonanza cafetera y la recu-peración de los mercados internacionales que había perdido Colombia durante la Segunda Guerra Mundial propiciaron grandes cambios en la vida social: el urbanismo y la arquitectura, por ejemplo, se beneficia-ron en especial de las nuevas circunstancias; por su parte, la instalación de los servicios de televisión produjo cambios notables en la vida fa-miliar y privada, cambios que pusieron al colombiano de cara al mun-do que estaba viviendo. La violencia política sirvió, sin duda, para que el escritor y el pintor modificaran su falta de comprensión crítica de su medio y de su época. En esos años, el artista y el escritor colombianos

3 James D. Henderson, La modernización en Colombia (Medellín: Universidad Nacio-nal de Colombia / Universidad de Antioquía, 2006), 340.

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produjeron una obra que, sin renunciar a su cuidado estético, dejaron un asombroso testimonio de la violencia que se vivía a diario.

Los ensayos recogidos en este volumen, originados en el trabajo colectivo de la Cátedra de Pensamiento Colombiano, no pretenden ofrecer un panorama completo de los temas y las tendencias de pen-samiento de todo el periodo, solo abordar aspectos que no habían sido objeto de atención de los historiadores o que merecían un nuevo tra-tamiento de acuerdo con los intereses intelectuales de ahora. La varie-dad de temas y la diversidad de enfoques y puntos de vista adoptados en los artículos que conforman el volumen provienen de las diferentes disciplinas científicas de sus autores, pues el seminario es, por defini-ción, multidisciplinario, conformado por un grupo de investigadores que no se propone una conclusión final de los problemas de que tratan los ensayos recogidos en el volumen.

Rubén Sierra Mejía

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De palabras y distincionesHacia un entendimiento del comportamiento cotidiano entre los colombianos durante la Violencia de los años cincuenta

Herbert BraunUniversidad de Virginia

No cabe duda de que la casa de Balconcitos [Icononzo,

Tolima] también era uno de los mayores orgullos de

[ Juan de la Cruz] Varela. Además de ser una de las

más grandes y mejor construidas de la zona, tenía un

cuarto destinado exclusivamente a los libros que hasta

entonces él había conseguido [...]. [S]u hijo Juan de

Dios (profesor de física) recuerda que Juan de la Cruz

guardaba en un armario sus libros predilectos: «Las

biblias, las mitologías y los libros de poemas», y que,

como le gustaba mucho leer poesía, «siempre estuvie-

ron a la mano El Parnaso colombiano, los poemas

de Julio Flórez, de Santos Chocano, de Guillermo

Valencia, y novelas francesas como Los miserables

y varios libros de Alejandro Dumas». [...] Sobre los

hábitos de lectura de Varela, Rosa [su esposa] recuerda

que compraba «códigos, libros botánicos y libros de leyes,

y todo libro que le gustaba, y por eso el doctor Augusto

Ramírez Moreno quedó maravillado de esa biblioteca,

cuando nos visitó antes de la Violencia». [...] Cuando

le preguntamos si su esposo le sugería algunas lecturas,

respondió: «¡No! Él nunca me invitó nunca ni a que

militara en cualquier movimiento [...]. Después de que

él se separó de mí, yo empecé a militar en la Unión de

Mujeres Demócratas y vine a Bogotá como delegada al

primer encuentro femenino, que fue en Bavaria».

Rocío Londoño botero, Juan de la Cruz Varela. Sociedad y

política en la región de Sumapaz (1902-1984), p. 415.

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Hombres como Manuel Bedoya Ruiz

Es una persona correcta. Nos enteramos de él casualmente cuando en una mañana en enero de 1949 se dirige al Ministerio de Correos y Telégrafos en el Edificio Murillo Toro, en el centro de Bogotá, su ciu-dad capital. A los editores de la prensa capitalina, del periódico con-servador El Siglo, y la revista liberal, Semana, les parece que el caso de este hombre es lo suficientemente curioso como para dedicarle unos párrafos, sacándolo así del anonimato casi total en el cual él vive, como lo hace la gran mayoría de los colombianos, hombres y mujeres, que rara vez llegamos a conocer1. Manuel Bedoya Ruiz resulta ser una per-sona respetuosa de los demás, especialmente de aquellos que son más importantes que él dentro de la sociedad. Se ha desempeñado durante cincuenta y siete años continuos como el telegrafista de Roldanillo, un pequeño pueblo bastante conservador localizado al norte del departa-mento del Valle del Cauca. Lo más seguro es que por lo general él tra-te bien a los que no son tan notables como lo es él en su pueblo, y a los de menos recursos que viven a su alrededor. Llegó a este mundo hace más de setenta años, en 1878. Si no hubiera sido por un breve lapso durante la Guerra de los Mil Días entre 1899 y 1902, habría vivido toda su vida sin salir de su pueblo. Ha viajado a Bogotá para reclamarle al gobierno el pago de su pensión, que por alguna razón u otra, aún no le ha llegado. Se ha retirado de su puesto hace tan solo unas dos o tres semanas. Su vida en público en Roldanillo y ahora durante estos días en Bogotá se desenvuelve dentro de una extendida cultura de cortesía, un modo de ser que tiene matices muy colombianos, aunque no se practique de igual manera en todas las regiones del país.

Al señor telegrafista de Roldanillo no le ha ido tan mal en la vida. Lo vemos en una fotografía que le toman para la revista Semana sen-tado frente a una maquinita, su rostro angosto y angular esculpido por altos pómulos y profundas arrugas. Lleva puesta una camisa blanca de cuello almidonado, una corbata y un chaleco, parte de su vestido negro de tres piezas. Su cabello suavemente gris lo trae perfectamente pei-nado hacia un lado. El viejo parece ser extremadamente flaco. Pero no se le ve que sea frágil. Claramente visible se aprecia la cadena, quizá de oro, de su reloj, que lleva en el bolsillo del chaleco. En una solapa del saco porta un pañuelo blanco, finamente doblado. Seguramente trae

1 Semana, «La Capital: el último mensaje», enero 29, 1949; El Siglo, «Viejo telegrafista del Ministerio de Correos se retiró», enero 19, 1949.

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otro en un bolsillo. No logramos ver sus zapatos, pero sabemos que son negros y que los tiene bien lustrados.

Don Manuel es un hombre formal, así como lo son los líderes de su sociedad, los jefes políticos de los dos partidos tradicionales, los abogados, los terratenientes y los empresarios, y también muchos de los funcionarios del gobierno que han logrado ubicarse en puestos que pueden llegar a ser mejores y más prestigiosos que el suyo. Él y ellos se visten de manera similar. Su traje quizás es menos fino y algo menos costoso como los que visten esos otros hombres de la sociedad, espe-cialmente los de la ciudad capital. Pero las diferencias se harán notar tan solo ante una inspección más minuciosa. Manuel Bedoya Ruiz no es precisamente un hombre distinguido, especialmente en las alturas de Bogotá, pero se viste casi como si lo fuera. Su presencia pública, su persona ante otros, es de vital importancia para él, así como lo es para prácticamente todos sus compatriotas en esos años.

La prensa nos informa que el telegrafista de Roldanillo vive en «extrema penuria que lo ha llevado a hospedarse en un hotel de tercera categoría, en donde no lo dejan dormir los trasnochadores que com-parten su cuarto»2. Pero Bedoya Ruiz no es un hombre pobre que en Roldanillo vive en la extrema penuria. No tiene muchos lujos, pero ahí tiene su puesto y su lugar. Y como tantos colombianos en sus pueblos, Manuel Bedoya Ruiz es bien conocido ahí. Tiene su reputación. Es uno de los notables del pueblo, aun cuando no se meta mucho en polí-tica, que es una de las mejores maneras para hacerse notar. Además, el viaje a Bogotá es costoso, y de hecho si le hubieran llegado los trámites de la pensión, no lo tendría que haber emprendido. La vida en Bogotá es bastante más cara que en Roldanillo. Aun un hotelucho, y unos restauranticos de por ahí, son gastos extras. Cuestan dinero. Para el que vive en la extrema penuria, hasta un hotel de tercera le queda caro, especialmente si es cosa de pasar más de una noche allí.

Los periodistas buscan ofrecerle a su público lector una visión realista de Bedoya Ruiz cuando se refieren a las limitaciones econó-micas que se imaginan sufre el telegrafista de provincia. La pobreza la entienden como una condición natural en la cual vive la gran mayoría de la gente, y no por culpa de ellos mismos. No sienten que están menoscabando al telegrafista. Al revés. Al anotar las circunstancias limitadas de su vida, logran apuntar que aun un hombre como él ha logrado viajar hasta la capital y presentarse por sí mismo ante el go-

2 Semana, «La Capital: el último mensaje», enero 29, 1949.

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bierno para defender sus intereses. El hombre tiene su gracia. Se re-fieren a él como el «viejecillo», una palabra con un toque de cariño que la palabra «viejo» no conlleva. Al mismo tiempo establecen que el telegrafista es un hombre en las postrimerías de su vida, de quien no se puede esperar demasiado, o quien ya ha logrado más de lo que se pudiera esperar.

Durante estos años a mediados del siglo XX, y quizás antes y des-pués también, los colombianos en Bogotá y en los pueblos se refieren perennemente a la pobreza y las dificultades que a diario tantos de ellos padecen. Lo hacen con naturalidad, en la prensa, en sus conver-saciones diarias en los cafés y en sus hogares. El referirse con palabras a la pobreza de otros, a sus inevitablemente estrechas posibilidades, el profundizar en las diferencias sociales y culturales, el señalar la pro-funda ignorancia de este y aquel, de algún conocido o un fulano de tal, es un comportamiento culturalmente significativo, así como lo es también el enaltecer a los que son más cultos y poderosos en el or-den social. Dentro de esta jerarquía, los colombianos tienden a marcar continua y abiertamente las distinciones entre unos y otros.

Nos encontramos con Manuel Bedoya Ruiz parado frente a la oficina de personal del Ministerio, algo inseguro de sí mismo en ese momento, como si no se atreviese a pasar por entre esas puertas altas de madera. El conserje del Ministerio encargado de las comunicacio-nes, del ya extenso correo del país, del servicio telefónico y telegráfico, y también de las crecientes transmisiones radiales, acaba de llamar su nombre para hacerle saber que el jefe de personal está dispuesto a recibirlo. Don Manuel está a punto de verse con el jefe de personal para ver si logra obtener su pensión, que de justicia le pertenece. Su comportamiento ante este funcionario tendrá sin duda mucho que ver con el resultado de sus esfuerzos.

Bedoya Ruiz llega a la fría capital luego de un largo, hasta pe-ligroso recorrido de casi dos días y cerca de 250 kilómetros en buses intermunicipales, por sinuosas y estrechas, y casi todas destapadas ca-rreteras en el Valle del Cauca, y después por la cordillera central, en-trando en el valle del río Magdalena para entonces subir penosamente por la carretera excavada en las laderas de la cordillera oriental, hasta llegar a la sabana de Bogotá. Grandes piedras se deslizan periódica-mente. Los derrumbes son bastante comunes. Las carreteras quedan intransitables por algunas horas, un día, a veces hasta toda una sema-na. La extensa llanura de la sabana que rodea la ciudad capital ayuda a aislarla de la accidentada geografía de esas cadenas montañosas, y de

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los que viven en los municipios y los pueblos, y en las aún más peque-ñas veredas. La plácida visión de la sabana llevó al explorador español Gonzalo Jiménez de Quesada a asentarse, exhausto y aliviado, en este lugar, para fundar a Santafé del Nuevo Reino de Granada en 1538. Curiosamente, los líderes del Partido Liberal que llegaron al poder en 1930 para traerle grandes cambios al país, se referían a los pueblos como aldeas, una palabra que se oía más durante la Colonia y en el siglo XIX.

El hombre de Roldanillo viaja mientras se van extendiendo los enfrentamientos entre quienes viven en los pueblos y en las veredas. Cuando estas confrontaciones se van extendiendo después de que los conservadores regresan al poder en 1946, se les empieza a entender como un fenómeno colectivo y la gente de ese entonces habla de ellos como la llegada a sus vidas de la violencia. Algunos años después, cuando estos choques van quedando en el pasado, se transforman en el imaginario nacional en la Violencia, con una «V» mayúscula para distinguirla de otros periodos conflictivos en la historia del país y, qui-zá menos conscientemente, para contrastar esos años de los muchos de considerable paz que los colombianos habían disfrutado durante las primeras cuatro y media décadas del siglo3.

Tan solo nueve meses antes de que Bedoya emprenda su viaje hacia Bogotá, el enormemente popular y ampliamente odiado líder disidente liberal Jorge Eliécer Gaitán es asesinado en el centro de Bo-gotá el 9 de abril de 1948, incitando una horrenda tarde de destruc-ción, tumulto y muerte en la normalmente sosegada ciudad capital. El presidente Mariano Ospina Pérez y su minoría de conservadores han vuelto al poder desde agosto de 1946, después de dieciséis frustrantes

3 La historiografía sobre la Violencia es considerable, pero menos significativa que el lugar de los eventos mismos en la historia del país. Estos estudios comienzan con un libro que contiene algunas fotografías, al que se aludirá en la nota 80. Como veremos (notas 13 y 14), las investigaciones más recientes se han centrado en estudios cuida-dosos de las localidades y las regiones. Citas a otros trabajos aparecerán a lo largo del ensayo. El estudio de la Violencia comienza con un énfasis en el nivel nacional y en las varias áreas geográficas: Paul Oquist, Violence, Politics and Conflict in Co-lombia (New York: Academic Press, 1980); Russell W. Ramsey, Guerrilleros y solda-dos (Bogotá: Ediciones Tercer Mundo, 1981); Gonzalo Sánchez y Donny Meertens, Bandoleros, gamonales y campesinos: El caso de la violencia en Colombia (Bogotá: El Ancora, 1983); Daniel Pécaut, Orden y violencia: Colombia, 1930-1954, 2 vols. (Bogotá: Siglo XXI Editores, 1987); Vernon Lee Fluharty, Dance of the Millions: Military Rule and the Social Revolution in Colombia, 1930-1956 (Pittsburgh: Pittsburgh University Press, 1957); Francisco Posada, Colombia: Violencia y subdesarrollo (Bogotá: Universi-dad Nacional de Colombia, 1968).

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años en la oposición. La mayoría liberal había llegado a las urnas divi-dida entre Gaitán y Gabriel Turbay, y los dos liberales juntos lograron reunir más votos que las del ganador. Los conservadores a lo largo y ancho del país creen que muchos de los liberales se niegan a aceptar la legitimidad de su gobierno, ya que no ganaron una mayoría electo-ral y porque están también convencidos de que los conservadores de alguna manera tuvieron algo que ver con la muerte de Gaitán. Es así que ellos ven que estos liberales han optado por acciones subversivas e ilegales, promoviendo el desorden e incluso unas rebeliones aquí y allá en contra de su presidente y su gobierno. Los conservadores entienden que los liberales son los responsables del desorden rural que estalla en distintos lugares.

Muchos de los liberales están convencidos de que los conservado-res se están aprovechando del hecho de encontrarse sorpresivamente en el poder para afianzar, arbitrariamente y por la fuerza, sus puestos y su influencia en los pueblos, ya que siendo minoría nacional no lograrían mantenerse en el poder en Bogotá más allá de las próximas elecciones en junio. No dudan, además, que ellos y sus líderes debieron haber re-gresado al poder en Bogotá en la noche misma del 9 de abril cuando un pacto traidor entre los jefes de los dos partidos, luego de dilatadas conversaciones llevadas a cabo en el Palacio de la Carrera hasta las primeras horas de la mañana siguiente, permitió que los conservadores se quedaran con las riendas del poder. Ahora buscan cómo llegar a las urnas en números tan elevados como sea posible con el fin de salir vic-toriosos nuevamente en el sufragio en junio y, especialmente, en mayo de 1950, cuando serán realizadas las próximas elecciones presidenciales. Los liberales entienden que los conservadores se encuentran empeña-dos en no dejarlos votar, sea como fuera, en un pueblo tras otro. Por lo tanto, son los conservadores los responsables de los muchos disturbios que están ocurriendo a lo largo y ancho del país.

Ni los unos ni los otros se equivocan. Es decir, ambos, conserva-dores y liberales, tienen amplias razones y abundante evidencia para saber, para estar convencidos, de que están en lo cierto. No ha habido entre los colombianos de ambos bandos tantas causas de conflicto en-tre ellos como las que están viviendo en esos momentos.

Desde los comienzos del siglo XIX los liberales se refieren a los conservadores como godos, un término que tiene su origen en las tri-bus bárbaras que invadieron España en el siglo quinto, y que se asocia de ahí en adelante, aunque parezca extraño, con los aristócratas espa-ñoles, y luego en Colombia con los criollos, los nacidos en Colombia

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de alguna ascendencia española y que llegan a apoyar a la monarquía española durante las luchas de la Independencia a comienzos del si-glo XIX4. Los liberales se refieren además a los conservadores, tam-bién de manera despectiva, como los azules, aludiendo a su tradicional reverencia por la simbología mariana del azul en las fachadas de las iglesias, y por la capa azul de las pinturas y reproducciones que tan a menudo cubre de modo protector la cabeza y el rostro de la Virgen María. Para distinguirse, los liberales se apropian del color rojo como su símbolo, pues ellos se sienten hombres de convicción, pasión y co-raje. Ya en los años de la Violencia, los conservadores aseguran que los liberales son rojos porque son comunistas. Tal como ocurre en casi todas partes del mundo, los colores se convierten en insultos políticos. Y los conservadores saben, para sí, que los liberales son libre pensa-dores, pues aquellos se entienden por ser personas que simplemente inventan cualquier cosa sin consideración por las antiguas tradiciones, sin el debido respeto por las costumbres, por todo aquello que a su modo de ver los colombianos han aceptado y mantenido durante lar-go tiempo atrás. Los libres pensadores son los que piensan solo en sí mismos, en lugar de pensar en los demás, en las necesidades de todos, del país. Son individualistas, lo cual quiere decir que son personas que solo persiguen su interés personal. Son egoístas. No son colombianos tan buenos como lo son ellos, los conservadores.

Manuel Bedoya Ruiz espera su turno en el Ministerio de Comu-nicaciones. Alguien, quizá el conserje mismo, le da un ligero empujon-cito en la espalda, ciertamente no un codazo, y de repente se encuentra en la oficina del jefe de personal, de pie frente al amplio escritorio. No se le había ocurrido que un hombre tan importante lo recibiera. Don Manuel sabe algo de la condición humana, pues ha tratado con mu-chos miles de sus compatriotas que han aparecido frente a él, algunos de los cuales conoce, a otros no, en momentos de ansiedad y felicidad, algunos llorando y otros sonriendo, listos para mandar un mensaje sobre la muerte de un ser querido, por causas naturales o no, la pérdida de una propiedad, un matrimonio felizmente consagrado o el naci-miento de un nuevo niño, un nuevo auto lujoso. Los colombianos se comunican, y mucho, por las redes telegráficas del país. Con el corazón en la mano, se esfuerza por mantener la calma.

4 Helen Delpar, Red Against Blue: The Liberal Party in Colombian Politics, 1863-1899 (University, Alabama, The University of Alabama Press, 1981), 65.

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Sentado detrás del escritorio, el jefe de personal pudo no haberse incorporado para saludarlo. Una persona de su posición en el Minis-terio trata principalmente con personas de más peso. Manuel Bedoya Ruiz, el hombre cuyo grueso expediente tiene sobre su escritorio y que ahora está de pie frente a él, no es precisamente uno de ellos. Pero el jefe seguramente lo trata con algo de amabilidad. Al fin y al cabo, el telegrafista tampoco es una persona cualquiera. No sabemos con qué palabras el jefe de personal se dirige al hombre de Roldanillo. Es muy poco probable que lo despache sin atender a su petición, tal como, seguramente, lo ha hecho de vez en cuando con otros. Pero este hombrecillo de Roldanillo ha trabajado fielmente para el Ministerio durante toda su vida, y eso es de reconocerse. Así que bien puede él haber dicho: «Buenas tardes. Tengo su expediente aquí a la mano». O puede también haberle dicho algo como «¿en qué le puedo servir?», para poner en marcha el encuentro, a pesar de que él sabe por qué ha venido aquel hombre. Probablemente no le dice «a la orden» o «a sus órdenes». Cuando los colombianos dicen estas palabras, como lo hacen una y otra vez, ellos entienden que con ellas no se les está autorizando a dar órdenes o mandar al que las dice. Son una formalidad cortés, a menudo indispensable. Si el funcionario de gobierno hubiera usado una de estas frases, ambos entenderían que sus papeles no se habían invertido y que el hombre de Roldanillo pudiera empezar a exigirle al jefe de personal. En cualquier caso, «a la orden» es entonces una de las expresiones más comunes que la gente usa en sus cuidadosas y públicas presentaciones5. Todavía se usa hoy ampliamente en Colom-bia. Aquellos de posiciones inferiores la emplean con facilidad para dirigirse a los que están por encima de ellos. Más significativamente, como hemos ya insinuado, es muy posible que quienes se encuentran en una posición superior la usen también cuando están recibiendo a los que están debajo de ellos6.

Para Bedoya esta es una reunión de suma importancia. Sus expe-riencias como sargento durante la Guerra de los Mil Días, la última y

5 Luis Flórez, El español hablado en Colombia y su atlas lingüístico (Bogotá: Instituto Caro y Cuervo, 1963), 23.

6 Una mirada cuidadosa de estas formas de cortesía y distinción en Colombia, espe-cialmente por parte de los profesionales urbanos, se encuentra en Kristine L. Fitch, Speaking Relationally: Culture, Communication and Interpersonal Connection (New York: The Guilford Press, 1998). Véase también María Elena Placencia et. ál., eds., Research on Politeness in the Spanish Speaking World (Mahwah, N. J: Lawrence Erl-baum, 2007); Martina Schrader-Kniffki, ed., La cortesía en el mundo hispánico: Nuevos contextos, nuevos enfoques metodológicos (Frankfurt: Vervoert, 2006).

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más amplia conflagración bélica entre algunos líderes de los partidos Liberal y Conservador, y sus seguidores, le vienen a la memoria en este momento. Bajo la dirección del doctor Luis Enrique Bonilla, Bedoya había servido durante ese conflicto como el telegrafista para la jefatura civil y militar de su departamento del Valle. No ha olvidado la mínima disciplina militar que aprendió entonces. De frente a su superior, con su figura erguida, se pone de atención, quizás incluso golpeando sus talo-nes ligeramente. Después declara que «he venido, mi doctor, a que me reconozcan mi pensión. Toda mi vida he trabajado para el gobierno. Si el país ahora sigue necesitando mis servicios, seguiré trabajando»7. Las palabras le llegan a este hombre con una gran naturalidad.

Don Manuel simplemente sabe cómo expresarse. Sin duda siente mucha ansiedad. Está pidiendo algo que claramente se le debe, su pensión, algo que debe simplemente haberle sido reconocido con an-terioridad. No debería haber sido necesario hacer ese viaje. Le ha tra-bajado fielmente al país durante toda su vida. En ese instante, Bedoya se pone de nuevo al servicio del hombre al que se está dirigiendo y al país que comparten. Mide sus derechos y sus deberes. Don Manuel no deseará ser tomado por el jefe de personal como alguien que le está formulando un reclamo en ese momento, precisamente cuando busca obtener su pensión. Ambos claramente entienden que el país no le va a pedir al viejo telegrafista que siga trabajando. Sus obligaciones han sido más que cumplidas. El telegrafista, un hombre con tan solo una educación rudimentaria, y que viene de un pequeño pueblo de la Colombia rural, se ha expresado con una elegancia retórica que es bastante común entre los hombres pueblerinos.

Bedoya se refiere al funcionario que está sentado frente a él con el tradicional título honorífico de «doctor», y lo hace en la forma más personal de todas, «mi doctor», un término y una frase también de uso común en Colombia en esos años. También se sigue empleando hoy en día, aun cuando los intercambios cotidianos se han vuelto bastan-te más informales. Para 1963 el título de doctor se habrá expandido hasta el punto de que puede ser usado para dirigirse a «todo hombre de clase más o menos alta»8. A mediados de siglo y antes, se reserva principalmente para aquellos hombres que han obtenido títulos en jurisprudencia, que son abogados, pero también se usa a veces más ampliamente por seguidores cuando quieren o sienten la necesidad,

7 Semana, «La Capital», enero 29, 1949.8 Flórez, El español hablado en Colombia, 14.

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o el deseo de reconocer la posición superior de aquellos a quienes se dirigen. El jefe de personal posiblemente no tiene un diploma en de-recho de alguna de las universidades del país, pero esto no es algo que Bedoya pueda saber. Referirse a él como un doctor parece sin duda lo más adecuado y prudente. Este lenguaje y esta conducta por parte de aquellos en posiciones inferiores en la sociedad les facilitan su necesa-rio encuentro con sus superiores.

Aferrándose a esta distancia que ha construido entre ellos, a esta costumbre de las diferencias reconocidas, Bedoya se asegura de que el jefe de personal no se sentirá desafiado o irrespetado por el hombre que se ha sentido obligado a viajar desde Roldanillo para exponer su caso. Don Manuel logra hacer su petición sin humillarse, pues no está ale-gando su situación frente a un hombre de cierta posición y envergadura.

El telegrafista de Roldanillo entiende sin duda que él es un hom-bre de menos mundo y cultura que el funcionario del gobierno. Don Manuel es de provincia, de un pequeño pueblo. El jefe de personal es de la ciudad capital y estas diferencias geográficas marcan sin duda los imaginarios culturales de estos dos hombres, y los llevan a ver algunas diferencias considerables entre ellos que dan cuenta de lo que son en ese momento. No podemos decir mucho acerca de sus diferencias y semejanzas raciales, pero es probable que algunas pequeñas distincio-nes entre ellos traigan consecuencias personales para ambos. Si la tez del jefe de personal es ligeramente más blanca que la de Don Manuel, la distancia entre ellos se expandirá en algo. Pero si los rasgos faciales de Don Manuel son más aquilinos, rectos, si sus labios son más delga-dos, estas características revelarán la influencia de un ancestro español blanco, influencia que los colombianos ampliamente sienten como su-perior, y él ganará un poco. Cualesquiera sean las deficiencias que Don Manuel podrá sentir que tiene en este momento y en otros, él sabe que puede superarlas de vez en cuando, si no enteramente, por una bue-na crianza, al presentarse correctamente ante otros, y también quizá siendo un buen trabajador. La honestidad y la integridad le pueden ser útiles también, aunque sean más difíciles de percibir. El jefe de perso-nal tiene una mejor posición, con un ingreso más alto, aun habiendo trabajado muchos menos años que Don Manuel, y sabe que una vez se retire, su pensión será bastante más alta que la del telegrafista. Esto podrá hacer que le sea más fácil otorgarle a este hombre su pensión. Don Manuel parece ser un hombre que sabe cómo comportarse. Su edad y sus largos años de experiencia sin duda le han ayudado. Puede ser que hubiera nacido así, con ese temperamento calmado.

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Don Manuel y la gran mayoría de sus compatriotas se compor-tan tal como se les enseña en las escuelas públicas. «El respeto a las autoridades —dice El libro del ciudadano— se muestra no sólo en el obedecimiento a sus disposiciones, sino en el modo de tratarlas. Cuando entremos a las oficinas públicas debemos descubrirnos la cabeza, saludar al empleado que nos reciba, hacer la solicitud que llevamos con palabras cultas, sin ademanes violentos, sin nada que revele mala educación»9.

Resulta que Don Manuel no tiene que demorarse mucho en la oficina del jefe de personal. Es bastante obvio en su caso que la buro-cracia del gobierno colombiano durante todo este tiempo ha manteni-do buenos registros, y que en Bogotá hay de hecho un expediente que da cuenta de sus muchos años de trabajo allá en Roldanillo.

Al poco tiempo sale del edificio, visiblemente contento y más tranquilo. Al día siguiente se entera de que su caso ha llegado al co-nocimiento del ministro de Correos y Telégrafos, José Vicente Dá-vila Tello, quien ha declarado que el telegrafista de Roldanillo es un hombre con un «alto sentido de la responsabilidad» y un «modelo de funcionario público digno a imitarse»10. De nuevo a Don Manuel no le hacen falta las palabras. «Está bueno que después de más de medio siglo de trabajo, ahora me feliciten porque me quedo cesante». No se le hubiera ocurrido hablarle de esta manera al jefe de personal. Le habría faltado al respeto a su superior. Además, podría haber peligrado su pensión. Pero ahora ya en la calle, y ante otras personas más bien como él, y ya sabiendo que le llegarán sus dineritos mensualmente, habla con más soltura. Se expresa con humor y con la alegría que sien-te. Al mismo tiempo, sus palabras son ligeramente mordaces. Siente una decepción. Ahora se le está reconociendo por todos sus años de abnegada labor. Finalmente. Y así debe ser. Es apenas justo. Sin em-bargo, recordándose ahora de todos sus años de labor, se le ocurre que alguien lo debería haber hecho con anterioridad. Y ahora que el señor ministro se ha dado cuenta de él, tan solo dice unas palabras para un periódico. Después de su exitosa visita al Murillo Toro, y después de haber viajado tan largo trecho, y ahora que se encuentra en Bogotá, y ha estado en el mismo edificio en el cual el señor ministro tiene su despacho, parece que Don Manuel hubiera querido que por lo menos el ministro lo recibiera. Don Manuel es un hombre que alberga unas

9 Roberto Cortázar, El libro del ciudadano: Especial para escuelas y colegios de primera enseñanza (Bogotá: Editorial Voluntad S. A., 1950), 100.

10 El Siglo, «Viejo telegrafista del Ministerio», enero 19, 1949.

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expectativas de sus superiores, alguna forma de reconocimiento, unas pocas palabras de gratitud quizás expresadas ahí mismo, y en persona. Es un hombre deferente, pero no precisamente humilde.

El habitus de los colombianos

¿Cómo son Manuel Bedoya Ruiz y sus compatriotas? ¿Cuáles son sus «estructuras de personalidad»?, para usar el concepto de Norbert Elias. El sociólogo alemán busca conectar la estructura de poder de una sociedad con «actitudes, formas de expresarse, ideas fundamenta-les acerca de los seres humanos» que están profundamente arraigadas en las personas, a las que denomina habitus11. Con este término Elias busca alejarse de una concepción inmutable y esencialista del «carácter nacional» de la gente. «Un habitus nacional de la gente no es algo bio-lógicamente determinado… pero está estrechamente conectado con el proceso particular de formación del Estado que les ha correspondido»12. Como todas las personas, los colombianos obviamente no son todos iguales. Muestran las diferencias evidentes de clase, raza y género, de cultura y de geografía. Sin embargo, trataremos de lograr una idea general de ellos. Plantearemos de hecho la difícil pregunta ¿cómo son los colombianos? Al hacer esto en un breve ensayo nos estaremos refi-riendo especial pero no exclusivamente a los hombres, quienes por lo general son los que articulan la Violencia. Las mujeres pierden a sus esposos, son forzadas a irse, sus cuerpos son mutilados, y son violadas, se unen a algunas de las guerrillas liberales, y buscan la oportunidad de proteger a sus hombres. Nos ocuparemos de los líderes de la élite urbana en las ciudades y de los hombres notables en los pueblos. Los campesinos serán algunas veces partícipes activos en estas escaramu-zas. Más a menudo se convertirán en carne de cañón.

Tal como lo expresa Mary Roldán, la historiadora del departa-mento de Antioquia en los años de la Violencia, en sus «narraciones geográficamente específicas», la historia de esos años «yace en los deta-lles de la historia local»13. Esta apreciación está apoyada por los recientes

11 Norbert Elias, The Germans: Power Struggles and the Development of Habitus in the Nineteenth and Twentieth Centuries (New York: Columbia University Press, 1996).

12 Elias, The Germans, 2.13 Mary Roldán, Blood and Fire: La Violencia in Antioquia Colombia, 1946-1953

(Durham: Duke University Press, 2002), 110.

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estudios regionales y locales de estos años de conflicto14. Sin embargo, también podemos comprender la Violencia en el amplio ámbito nacio-nal15. Nos centraremos en las expectativas de un trato social deferente, de honor y de dignidad, de los colombianos dentro de un orden jerár-quico. Presentaremos unos bosquejos de tres hombres notables de los pueblos. Ya conocimos a Manuel Bedoya Ruiz. Miguel Ángel Builes es un obispo de la Iglesia católica estrechamente conectado con el Par-tido Conservador. Saúl Fajardo se convierte en un líder de la guerrilla liberal. Nos referiremos brevemente además a Manuel Murillo Toro y a Alberto Lleras Camargo, un liberal radical del siglo XIX y un liberal moderado del XX, y a Laureano Gómez y Joaquín Estrada Monsalve, dos conservadores de derecha de los años de la Violencia.

Elias percibe códigos de conducta entre los alemanes durante el «autocrático y jerárquico» siglo XIX, que son marcados por un fuerte deseo por una «jerarquía estable de dominación y subordinación, ex-presada no menos en rituales estrictamente formalizados de distancia social». Estos ritos, declara,

14 Estudios recientes enfocados en lo local y lo regional incluyen: Jaime Arocha, La violencia en el Quindío: Determinantes ecológicos y económicos del homicidio en un mu-nicipio caficultor (Bogotá: Tercer Mundo Editores, 1979); Carlos Miguel Ortiz Sar-miento, Estado y subversión en Colombia. La violencia en el Quindío, años cincuenta (Bogotá: Fondo Editorial Cerec Uniandes, 1985); James D. Henderson, Cuando Colombia se desangró: un estudio de la violencia en metrópoli y provincia (Bogotá: El Áncora Editores, 1948); María Victoria Uribe, Matar, rematar y contramatar: Las ma-sacres de la Violencia en el Tolima, 1948-1964 (Bogotá: Cinep, 1990); Darío Betancourt y Martha L. García, Matones y cuadrilleros: Origen y evolución de la violencia en el occidente, 1946-1965 (Bogotá: Tercer Mundo Editores, 1990); Julio Casas Aguilar, La Violencia en Los Llanos Orientales (Bogotá: Ecoe Ediciones, 1986); Ulises Casas, De la guerrilla liberal a la guerrilla comunista (Bogotá: n. p., 1987); Darío Fajardo, Violencia y desarrollo: Transformaciones sociales en tres regiones cafetaleras del Tolima, 1936-1970 (Bogotá: Fondo Editorial Suramérica, 1979); Elsy Marulanda, Colonización y conflic-to: Las lecciones de Sumapaz (Bogotá: Tercer Mundo Editores, 1991). Rocío Londoño Botero, Juan de la Cruz Varela. Sociedad y política en la región de Sumapaz (1902-1984) (Bogotá: Universidad Nacional de Colombia, 2011)

15 Gonzalo Sánchez, uno de los más eminentes historiadores de Colombia y de la Violencia, enuncia nuestra búsqueda presente ya en 1985, cuando la imagen nacional se reemplazaba por imágenes regionales y locales: «Dicho simplemente, las contri-buciones recientes sobre la Violencia suscitan dos problemas que son tanto políticos como metodológicos: la conexión entre la variación regional y la unidad nacional (o para decirlo más exactamente, parafraseando a Marco Palacios, la necesidad de plan-tear “la cuestión regional como un problema nacional”) y la búsqueda de una manera adecuada de formular el vínculo inseparable entre la fragmentación real de lo que se estudia —la Violencia en todas sus múltiples expresiones— y el reto permanente de la síntesis». Gonzalo Sánchez, «La Violencia in Colombia: New Research, New Questions», Hispanic American Historical Review 65, n.° 4 (nov., 1985): 804.

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trazaron fronteras precisas alrededor del espacio para la toma de decisio-

nes de cada individuo o, en otras palabras, ofrecieron a cada cual un firme

soporte al tomar sus decisiones, asignando áreas restringidas de responsa-

bilidad. Así se permite el control relativamente simple sobre las tensiones

personales, que habrían inmediatamente aumentado si esta estructura so-

cial jerárquica se hubiera debilitado o incluso comenzado a tambalearse.16

La vida diaria de los colombianos en el siglo XIX y en la prime-ra mitad del XX es en gran medida menos autocrática, y menos una jerarquía de dominación y obediencia de lo que era en la Alemania durante el mismo periodo. Elias rastrea estos códigos germánicos de comportamiento en una cultura militarista de clase alta. En Alemania, «una variedad particular de clase media entró en escena: la burguesía adoptó el estilo de vida y las normas de la nobleza militar como los suyos propios»17. Esta es una experiencia histórica bastante alejada de las vidas de hombres como Manuel Bedoya Ruiz en los pueblos de Colombia, y del jefe de personal en la ciudad, para quien estas sen-tidas relaciones jerárquicas entre ellos tienen orígenes civiles. De he-cho, no hay una nobleza de alguna envergadura en Colombia. Patricia Londoño-Vega cuenta una amena historia real sobre dos mujeres de la sociedad de Medellín que fueron adonde el arzobispo para pedirle que autorizara un nuevo colegio para educar a las mujeres de la nobleza local. El arzobispo, quien es por supuesto un hombre profundamente educado, «contestó que harían mejor importando primero un par de nobles europeos»18.

Los colombianos viven con la convicción de que valen, de que cuentan, como seres humanos, como personas, como colombianos, católicos, liberales, conservadores, padres y madres de familia, inte-grantes de su región, pobladores de sus pueblos. Esperan abiertamente el respeto de los demás, ya sea de los que se encuentran mejor o peor situados que ellos. Las distancias entre los colombianos son cercanas, fluidas, volátiles, flexibles y a veces hasta superables. Los colombianos son sensibles ante los demás. Esperan que se les respete. Los notables en los pueblos se defienden, protegen a sus familias y a sus amigos, y a la fuerza si les es necesario. Desde jóvenes estarán en guardia, pen-

16 Elias, The Germans, 69.17 Elias, The Germans, 15 y 64.18 Patricia Londoño-Vega, Religion, Culture and Society, Medellín and Antioquia, 1850-

1930 (Oxford: Clarendon Press, 2002), 93.

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dientes de los muchos signos que les indican cómo se les está consi-derando, atentos al trato social que les corresponde en sus calles y en los bares de sus pueblos, dispuestos a enterarse de qué es lo que se está diciendo de ellos, qué es lo que se está murmurando. El chisme es una realidad vital en la vida de los hombres notables en los pueblos.

Esta proximidad vivida es una profunda realidad, en buena parte no bien reconocida, en la historia de una gran parte de América La-tina. Alma Guillermoprieto, la fina cronista de las vidas contempo-ráneas de los latinoamericanos lo expresa muy bien en 1994 cuando analiza la vida y obra del novelista peruano y figura pública Mario Vargas Llosa. Las relaciones entre los peruanos a los que se refiere el novelista son muy a menudo más descarnadas de lo que tienden a ser entre los colombianos. También se centra en las emociones más mor-daces de la vida humana, en los «conflictos y frustraciones» que por supuesto siempre son parte de nuestra historia.

En la sociedad peruana multicolor, y quizás en todas las sociedades con

muchas razas y desigualdades extremas, blanco y cholo son términos que

se refieren a otras cosas además de la raza o el grupo étnico: sitúan a la

persona social y económicamente, y muchas veces son estos factores los

que determinan su clasificación. Esto último es flexible y puede cambiar,

dependiendo de las circunstancias y las vicisitudes de los destinos indivi-

duales. Uno siempre es blanco o cholo con respecto a otra persona, porque

uno siempre está mejor o peor situado que otros, o es más o menos im-

portante, o tiene más o menos rasgos occidentales o mestizos, o indígenas

o africanos o asiáticos que los otros; y toda esta cruda nomenclatura que

decide buena parte del destino de alguna persona se mantiene en virtud de

una efervescente estructura de prejuicios y sentimientos —desdén, envidia,

amargura, admiración, emulación— que muchas veces, bajo ideologías, va-

lores, y desprecio, es la explicación profunda de los conflictos y frustracio-

nes de la vida peruana.19

El historiador Jaime Jaramillo Uribe anota positivamente la au-sencia de caudillos en la historia de Colombia, y la preponderancia de soluciones cívicas a los conflictos armados en el siglo XIX, y por el comportamiento civilista de sus líderes, principalmente, pero no ex-clusivamente, en Bogotá. En el periodo colonial y hasta el siglo XIX, se desarrolló en la ciudad capital, escribe él, «un tipo psicológico […] un

19 Alma Guillermoprieto, «The Bitter Education of Mario Vargas Llosa», The New York Review of Books, mayo 26, 1994.

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tipo gestor político», quien, con una larga experiencia de estar cerca al poder, es un «experto en letras, derecho, teología, y trato social; inte-ligente, ingenioso, flexible […]». De estas élites bogotanas, continúa para concluir de manera más crítica, «ha irradiado esa especie de bi-zantinismo que para muchos observadores caracteriza al colombiano educado», hombres y también mujeres que viven con un agudo enfo-que en las costumbres, en la forma y el estilo, en la discusión, esto es, en las buenas maneras y las palabras elegantes20.

El filósofo Rubén Sierra Mejía se refiere a una «cultura verbalista que se amparaba, no en el conocimiento de la realidad nacional, sino de la gramática y la retórica», que los liberales que llegaron al poder en 1930 se esforzarían por reformar. Cita a Jorge Zalamea, quien mantie-ne que existe en el país una preponderancia del «decir sobre el hacer», de la «palabra sobre la acción», «la expresión sobre la cosa expresada», que forma parte de una «cultura conservadora»21. Más que conserva-dora, la veneración de la palabra escrita y oral es una cultura nacional en la cual los liberales, quienes ahora intentan construir un quehacer más empírico y racional, han participado plenamente. Y no solo es una cultura de las élites urbanas, sino que de ella participan también los hombres notables de los pueblos.

Los colombianos van elaborando su vida cotidiana dentro de una «serie de engranajes con complejas interrelaciones entre ellas», con rayos que van y vienen entre los pueblos, las capitales de los departa-

20 Jaime Jaramillo Uribe, La personalidad histórica de Colombia y otros escritos (Bogotá: Instituto Colombiano de Cultura, 1977), 151 y 152.

21 Jorge Zalamea, «La cultura conservadora y la cultura del liberalismo», en Literatura, política y arte, Biblioteca Básica Colombiana, edición a cargo de J. G. Cobo Borda (Bogotá: Instituto Colombiano de Cultura), 612 y 613, citado en Rubén Sierra Mejía, «Política y cultura durante la República Liberal», en República Liberal: sociedad y cultura, ed., Rubén Sierra Mejía (Bogotá: Universidad Nacional de Colombia, 2009), 378. Sesenta años después, el 19 de diciembre del 2009, El Tiempo escribe: «Suele decirse que Colombia es un país de gramáticos y que esta es —o fue— una vía de acceso al poder político. ¿Cuál es esa ciencia tan poderosa que ha seducido a ilustres personajes desde los tiempos de griegos y romanos? Según clara y sencilla definición de la Gramática de la Lengua Castellana, publicada por la Real Academia Española en 1890, “es el arte de hablar y escribir correctamente”. Arte difícil, pues su estudio constituye enorme catedral del saber por donde circulan reglas, prohibiciones, ex-cepciones y definiciones a menudo abstrusas». El tiempo.com, «Una gramática para todos», diciembre 19, 2009, http://www.eltiempo.com/opinion/forolectores/una-gramatica-de-todos_6803177-1.

En Colombia hoy en día ya no se escribe como antes. Hasta podríamos decir que el respeto ante la palabra escrita prácticamente ha dejado de existir, si no en los libros, por lo menos en los periódicos.

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mentos y la ciudad capital de Bogotá. El historiador Robert H. Dix entiende que estas relaciones a larga distancia son de orden demográfi-co, económico, cultural y político22. Los colombianos ricos, medianeros y pobres, las élites, los notables de los pueblos y la gente en el campo, algunos con más poder y otros con menos, algunos con un poco de ambos, se encuentran enlazados por estos rayos. Las diferencias o las distinciones son para ellos mismos muy difíciles de detectar, lo que los lleva a hablar de ellas sin cesar. Más que vidas distantes y aisladas que resultan necesariamente explotadoras cuando se confrontan unas con otras, los colombianos viven existencias que frecuentemente se traslapan, que pueden ser cordiales o conflictivas, o más bien, son una mezcla de las dos. Lo que es notable en la historia de Colombia es la difusión de palabras elegantes, del lenguaje civil de las ciudades a los pueblos; de comportamientos formales y cuidadosamente refinados de la gente culta de los centros urbanos hacia a aquellas gentes menos educadas de los pueblos. Esta difusión se hace posible gracias a que los notables son los que buscan aproximarse a sus jefes, a estar en comuni-cación con ellos. Rara vez se vuelcan en contra de ellos.

La civilidad es una fuerza expansiva en la historia colombiana tan profundamente arraigada que las tensiones entre los colombianos pueden estallar súbitamente mientras se encuentran unos con otros en las esquinas, en los bares, en el trabajo, precisamente cuando esos idea-les civiles de respeto mutuo no se logran cumplir. Durante el periodo excepcional de la Violencia a mediados del siglo XX, quienes vivían en los pueblos y sus alrededores se enemistaban entre ellos cuando no lograban mantener los intercambios verbales con sus jefes de las ciu-dades. Se volcaban unos contra otros cuando sentían que la deferencia que merecían de los que estaban inmediatamente por encima o por debajo de ellos no se les concedía.

En Colombia hay poco que se le parezca a una cultura militar. El sentimiento de valor en la guerra nunca ha sido demasiado apreciado. Algunas veces como en las hazañas de Simón Bolívar y otros líderes contra los ejércitos reales españoles durante las guerras de Indepen-dencia y quizás en algunos momentos en los que algún general sin formación y sus harapientos partidarios de los llamados ejércitos libe-rales y conservadores en el siglo XIX, se han podido suscitar algunos

22 Robert H. Dix, Colombia: The Political Dimensions of Change (New Haven: Yale Uni-versity, 1967), 22. Dix cita a John M. Hunter, Emerging Colombia (Washington, D. C.: Public Affairs Press, 1962), 10.

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sentimientos de este tipo. Puede haber surgido entre los soldados y algunos otros durante la corta guerra contra el Perú entre 1932 y 1933, o cuando se envió un batallón colombiano a Corea en 1952 y 1953. Sin embargo, dice el destacado líder conservador Manuel Serrano Blanco, el conflicto con Perú fue una «seudo-guerra […] sin combates, sin lucha, sin muertos, sin sangre, sin dolor, gloria, ni pasión»23. Sin un pa-sado marcadamente feudal no hay aristocracias rurales poderosas con una independencia legal y efectiva del centro24, y sin una nobleza lo-cal de alguna trascendencia, y sin una clase guerrera, los colombianos, y quizá los latinoamericanos en general, escasamente habrán podido sentir en carne propia y en su imaginación, el heroísmo y la gloria de la batalla militar.

La experiencia subjetiva de las diferencias sociales, la búsqueda de relaciones desiguales dentro de una sociedad jerárquica, ha sido sig-nificativa tanto para los alemanes como para los colombianos —como para muchos otros pueblos también, claro está— pues ni en el uno ni en el otro se ha deseado que estos códigos de comportamiento se tambaleen. Sin embargo, las diferencias entre alemanes y colombianos son profundas. Si Elias concibe a los alemanes como individuos que tienden a dominar y a obedecer, los colombianos tanto en las ciudades como en los pueblos con frecuencia se expresan con un sentido fina-mente atenuado y persuasivo de su lugar en el orden social. Bastante menos firmes y categóricos que los alemanes, los colombianos con fre-cuencia son pulidos en su comportamiento en el intento de colocarse por encima de algunos y por debajo de otros. Los mejores desaires son los desaires leves, suficientemente explícitos para ser dolorosos, pero no tan agresivos para forzar la reacción física del otro. Es mejor con-testar un insulto con ingenio y sarcasmo, y dejar al opositor sin saber bien lo que las palabras injuriosas significan exactamente.

Cuando empecé a estudiar el comportamiento de las figuras pú-blicas de la nación, atribuí gran parte de su énfasis en la jerarquía y las distinciones sociales al ethos católico y a su distintiva cultura política, con un contraste implícito frente a sociedades protestantes supuesta-mente más igualitarias. Hay algo particular en estas distinciones, pero las expresiones culturales jerárquicas son un fenómeno más cercana-

23 Manuel Serrano Blanco, «El libro de la raza», en Obras completas, Colección Pensa-dores Políticos Colombianos (Bogotá: Cámara de Representantes, 1987), 161.

24 Para los orígenes patrimoniales en la historia de América Latina, ver especialmen-te Mario Góngora, Studies in the Colonial History of Spanish America (Cambridge: Cambridge University Press, 1975).