La Aventura Del Negro Pescador

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La aventura del negro pescador Washington Irving Obra reproducida sin responsabilidad editorial

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La aventura delnegro pescador

Washington Irving

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Todos conocen al negro Samuel, el viejo pesca-dor, o como se le llama comúnmente, SamuelBarro, que durante medio siglo se ha dedicadoa pescar en el brazo de mar. Hace ya muchosaños, Samuel, que era un negro trabajador co-mo el que más en la provincia, que cumplía suslabores en la hacienda de Killian Suydam, enLong Island, habiendo terminado la faena deaquel día a hora temprana, se dedicó a pescarcerca de Hell-Gate.

Ocupaba una embarcación muy ligera y,como conocía todas las corrientes y remolinos,cambiaba de lugar con frecuencia; tan distraídoestaba con su ocupación que no se dio cuentade que la marea bajaba rápidamente, hasta queel ruido de las corrientes de agua se lo advirtió;le fue muy difícil arrancar su bote de los remo-linos y las rompientes y llevarlo hasta cerca dela costa de la isla de Blackwell. Aquí echó elancla, esperando que al subir la marea pudierallegar a casa. La noche era nublada y soplaban

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ráfagas de viento. Por occidente se cernían ne-gros nubarrones; de cuando en cuando un re-lámpago anunciaba la proximidad de una tor-menta de verano. En consecuencia, Samuel sedirigió a la isla de Manhattan, donde asegurósu bote a un tronco de árbol que se encontrabacerca de unas rocas a flor de agua. Extendióunas mantas sobre el bote, mientras empezabaa desencadenarse la tormenta. El viento arran-caba blanca espuma de las aguas; la lluvia azo-taba las hojas de los árboles; retumbaba el true-no y los rayos iluminaban la escena, pero Sa-muel, refugiado bajo sus mantas, se durmióprofundamente.

Cuando se despertó había renacido la calma.Ya no soplaba el viento y sólo algún débil des-tello de un rayo indicaba hacia oriente la direc-ción que había seguido la tormenta. La nocheera obscura y sin luna; por la altura de la ma-rea, Samuel calculó que debían ser cerca de las12 de la noche. Estaba a punto de soltar su bote

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y tomar el camino de su casa, cuando observóuna luz que brillaba a una cierta distancia sobreel agua y que se acercaba rápidamente. Prontocomprendió que procedía de la linterna de unbote que, protegido por las sombras de la no-che, se acercaba a la costa. Se dirigía a una pe-queña ensenada muy cerca de donde él se en-contraba. Un hombre saltó a tierra y buscando ala luz de la linterna exclamó: «Éste es el lugar;aquí está el anillo de hierro». Aseguraron en-tonces el bote; el hombre volvió a él, dondeayudó a sus compañeros a bajar a tierra un ca-jón pesado. A la luz de su propia linterna, Sa-muel vio que eran cinco hombres que llevabangorros rojos, y que su jefe usaba un sombrerode tres picos; todos ellos estaban armados conlargos cuchillos y pistolas. Hablaban entre sí envoz baja, a veces en un idioma extraño que Sa-muel no podía comprender.

Al desembarcar avanzaron por entre los ár-boles, turnándose para llevar el pesado cajón.

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Samuel sentía ahora una enorme curiosidad;abandonando su bote se ocultó entre unos ar-bustos, que permitían vigilar la dirección queseguían aquellas extrañas gentes. Se detuvieronun momento para descansar, mientras su jefeobservaba los alrededores con su linterna.«¿Habéis traído las palas?», dijo uno de ellos.«Aquí están», respondió el que las llevaba.«Debemos cavar muy hondo, para no correr elriesgo de que alguien lo descubra», dijo un ter-cero.

Samuel sintió un terror pánico. Se imaginóque se trataba de una cáfila de criminales queiban a enterrar a su víctima. Temblaba tantoque le chocaban las rodillas. Su agitación era talque sacudió una de las ramas del árbol bajo elcual se refugiaba. «¿Qué es eso?», gritó uno delos desconocidos. «Alguien se oculta detrás deesos árboles». La luz de la linterna se proyectóen aquella dirección. Uno de aquellos hombres,tocados con gorros rojos, amartilló la pistola y

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la apuntó hacia el mismo lugar donde se ocul-taba Samuel. Éste se quedó quieto, sin moverun músculo, sin respirar, creyendo que elpróximo momento sería el último de su vida.Afortunadamente lo oscuro de su color le favo-reció, puesto que no se distinguía de la negrurade la noche. «No hay nadie», dijo el hombreque llevaba la linterna. «Serías capaz de dispa-rar tu pistola y alarmar a toda la región».

Nuevamente levantaron el cajón, que habíandejado en el suelo, y prosiguieron su camino.Samuel seguía observándolos; sólo cuando es-tuvieron fuera de su vista se atrevió a respirarlibremente. Decidió volver a su bote y escaparde la presencia de tan peligrosos vecinos, perola curiosidad era más fuerte que él. Finalmenteoptó por quedarse. Pronto oyó el ruido de laspalas. «Están cavando la fosa», pensó, y un su-dor frío le corrió por todo el cuerpo. Cada gol-pe de pala le llegaba al corazón; era evidenteque hacían el menor ruido posible; todo tenía

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un aire escalofriante, de misterio y secreto. Sa-muel se inclinaba por lo terrible: un asesinatoejercía una gran fascinación sobre él, que era unasiduo concurrente de todas las ejecuciones. Apesar del peligro, no pudo resistir a la tentaciónde acercarse más a la escena y de vigilar decerca a aquellos caballeros nocturnos. Cuidado-samente se arrastró hacia adelante, evitando lashojas secas, para que el ruido no le traicionara.Llegó hasta un punto donde sólo una roca seinterponía entre él y aquellos hombres; podíaobservar la luz de la linterna que se reflejaba enlos árboles detrás de él. Samuel levantó un pocola cabeza por encima de la roca, observó aaquellos villanos debajo de él, tan cerca que,aunque temía ser descubierto, no se atrevía aretirarse por temor de que el ruido le delatase.En esta postura permaneció mucho tiempo,sobresaliendo su negra y redonda cara por en-cima de las rocas, como el sol sobre el horizon-te.

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Los gorros rojos habían terminado ya sutrabajo; rellenaban otra vez la zanja; reempla-zaban cuidadosamente el pasto y las hojas secasde la superficie, para que no se notara nada.«Ahora -dijo el jefe- desafío al mismo diablo aque encuentre el lugar».

-¡Asesinos! -exclamó Samuel involuntaria-mente. Los cinco hombres se dieron vuelta, ymirando hacia arriba observaron la negra yredonda cabeza de Samuel encima de ellos: losojos casi salidos de las órbitas, castañeteandolos dientes, y toda su cara brillosa de un sudor frío.

-¡Nos han descubierto! -gritó uno.

-¡Matadle! -exclamó otro.

Samuel oyó martillar una pistola, pero noesperó a ver lo que ocurría después. Echó acorrer a través de las rocas y los arbustos, rodócomo una pelota, y saltó por encima de otros

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obstáculos como un gato montés. En todas di-recciones oía a alguno de los de los gorros rojosdetrás de él. Finalmente llegó hasta una rocaque, elevándose como un muro, parecía cortar-le la retirada hacia el río. Afortunadamente,observó una rama que alcanzaba hasta la mitadde la altura. Saltó hacia ella con la fuerza de unhombre desesperado, la agarró con ambas ma-nos y logró subir hasta la parte superior de laroca. Allí se puso de pie, destacándose su figu-ra ampliamente contra el cielo. Uno de aquelloshombres disparó su pistola: la bala silbó al pa-sar muy cerca de la cabeza de Samuel. Por unade esas ocurrencias felices que le vienen a unocuando está en dificultades, gritó y arrojose alsuelo, lo que desprendió un pedazo de roca quefue a parar al río con gran estrépito. «Eso yaestá arreglado -dijo uno a otro de sus compañe-ros que llegaba corriendo-. No se lo contará anadie, excepto a los peces.»

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Samuel se deslizó silenciosamente hacia elagua, desató su bote y se dejó llevar por la rá-pida corriente, que pronto lo alejó de aquel lu-gar. Sólo cuando se encontraba a gran distanciase aventuró a usar los remos; hizo correr enton-ces su bote como una flecha por el estrecho, sinpreocuparse del peligro de las rocas; sólo sesintió completamente seguro cuando se huborefugiado en su cama, en la antigua haciendade los Suydams.

Aquí Peechy Prauw hizo una pausa paratomar un bocado y beber del vaso que estabadestinado al charlatán de la reunión. Los oyen-tes se quedaron con la boca abierta y el cuelloextendido como gallinas que esperan más maíz.

-¿Es eso todo? -exclamó el oficial a mediapaga.

-Esa es toda la historia -afirmó PeechyPrauw.

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-¿Nunca se preocupó Samuel de averiguar loque habían enterrado los gorros rojos? -preguntó Wolfert, siempre preocupado porlingotes de oro y doblones.

-Que yo sepa, no -dijo Peechy Prauw-. Sutrabajo no le dejaba tiempo, y, a decir verdad,no le gustaba la perspectiva de otra carrera en-tre las rocas. Además, ¿cómo podría acordarsedel lugar? Todo tendría un aspecto diferente ala luz del día. ¿Qué utilidad tendría buscar uncadáver cuando no había ninguna posibilidadde colgar a los asesinos?

-¿Está usted seguro de que enterraron uncadáver? -exclamó Wolfert.

-Claro -dijo Peechy Prauw, muy seguro de símismo-. ¿No aparece su espíritu todas las no-ches cerca de allí?

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-¿Así que aparece en ese lugar? -exclamaronvarios de los oyentes, abriendo más los ojos yacercando sus sillas.

-Claro que sí -repitió Peechy-. ¿No ha oídoninguno de ustedes hablar del viejo Gorro Rojo,que aparece en la casa, cerca de Hell-Gate, queardió hace tantos años?

-Sí, he oído contar algo de eso, pero creí queeran simplemente cuentos de viejas.

-Sea así o no -dijo Peechy Prauw-, lo cierto esque esa casa está muy cerca del lugar. Se en-cuentra en un sitio muy solitario de la costa, ydesde tiempo inmemorial está desocupada. Losque pescan en su vecindad han oído a menudoextraños ruidos, y de noche han visto luces queaparecen en diferentes puntos del bosque. Másde una vez se ha visto por allí a un hombre vie-jo con gorro rojo, que se asoma a las ventanasde la casa, y que se supone sea el espíritu delsujeto que fue enterrado allí. Una noche, tres

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soldados se alojaron en el edificio y lo recorrie-ron desde la bohardilla hasta el sótano. Encon-traron al viejo Gorro Rojo en el sótano, junto aun barril de sidra, con una garrafa en una manoy un vaso en la otra. Les ofreció de beber de suvaso, pero cuando uno de los soldados se lollevó a los labios, un río de fuego pasó por todoel sótano, cegando a los tres durante algunosminutos, y cuando recuperaron la vista, habíadesaparecido la garrafa, el vaso y Gorro Rojo,quedando sólo el barril de sidra completamentevacío.

El oficial a media paga, que empezaba adormirse y a cabecear sobre su vaso de licor,estalló como una centella:

-Todo eso es un disparate -dijo cuando Pee-chy hubo terminado su historia.

-Bueno, yo no soy fiador de su veracidad -repuso Peechy-, aunque todos saben que ocurrealgo extraño con esa propiedad. En lo que res-

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pecta a la historia de Samuel Barro, la creo co-mo si me hubiera ocurrido a mí mismo.

El profundo interés con que todos los pre-sentes escuchaban esa historia les había impe-dido darse cuenta de la intensidad de la tor-menta que rugía afuera. Repentinamente losdespertó un terrible trueno, al cual siguió ins-tantáneamente un temblor que pareció sacudirel edificio hasta los cimientos. Todos se levan-taron de sus asientos, imaginándose que era unterremoto o que el mismísimo Gorro Rojo veníaa visitarlos. Escucharon un momento, pero sólooyeron la lluvia que golpeaba las ventanas y elviento que aullaba entre los árboles. Prontoapareció un negro viejo, que en un dialecto casiininteligible explicó que el rayo había caído enla chimenea de la cocina.

Se produjo un silencio momentáneo, a causade una pausa transitoria de la tormenta. En esemomento se oyó un disparo de arma de fuego yun grito, provenientes ambos de la costa. Todos

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se acercaron a la ventanas. Se oyó otro disparoy otro grito, esta vez mezclados con el ruido delviento, cuya fuerza aumentaba nuevamente.Parecía como si el grito proviniera de las pro-fundidades de las aguas; pero aunque los con-tinuos rayos iluminaban la costa, no se veía anadie. Repentinamente se abrió la ventana delcuarto que quedaba encima del salón de la ta-berna, y se oyó al misterioso extranjero gritaralgo. Se cambiaron diferentes gritos entre am-bas partes, pero en un lenguaje que ninguno delos presentes podía entender; sintieron que elextranjero cerraba la ventana y diversos ruidosen su cuarto, como si cambiaran de sitio todoslos muebles. Oyéronle llamar al viejo sirvientenegro, que poco después ayudaba al veterano abajar su misterioso cajón.

El tabernero estaba profundamente asom-brado:

-¡Cómo! ¿Va usted a embarcarse con estatormenta?

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-¿Tormenta? -dijo el otro rabiosamente-.¿Llama usted a esto una tormenta?

-Usted se mojará hasta los huesos y pescaráuna pulmonía mortal -dijo cariñosamente Pee-chy Prauw.

-¡Rayos y centellas! -exclamó el marino-. Nohaga usted pronósticos sobre el tiempo a unhombre que ha cruzado los mares durante untornado.

El obsequioso Peechy volvió a callarse. Seoyó una vez más en un tono de impaciencia lavoz que provenía del mar. Los circunstantesobservaron con terror a este hijo de las tormen-tas que parecía haber venido de las profundi-dades, que le llamaban nuevamente. Con laayuda del negro llevaba lentamente su pesadocajón hacia la costa, mientras los parroquianosde la taberna le observaban con sentimientosupersticioso, creyendo que iba a embarcarse

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en su mismo cajón y desaparecer con él. Le si-guieron a corta distancia con una linterna.

-¡Apaguen esa luz! -gritó una voz ronca des-de la costa-. Nadie la necesita aquí.

-¡Rayos y truenos! -exclamó el veterano, vol-viéndose hacia ellos-. ¡Vayan inmediatamente ala casa!

Wolfert y sus compañeros retrocedieron des-animados. Sin embargo, su curiosidad no lespermitió volverse enteramente. Un rayo lesmostró ahora un bote, lleno de hombres, que seelevaba y descendía con el fuerte oleaje. Semantenía con dificultad mediante un bichero,pues la poderosa corriente tendía a arrastrarlomar afuera. El veterano trató de alzar el cajónpor uno de los extremos dentro del bote, cuan-do la corriente le arrastró lejos de la costa; elcajón se hundió en el agua, arrastrando consigoal veterano. Todos los que se encontraban en lacosta gritaron desesperados y los del bote echa-

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ron una sarta de maldiciones, mientras la em-barcación y el veterano eran arrastrados marafuera por la corriente. La oscuridad se hizoprofunda. Wolfert Webber creyó oír un grito deauxilio y distinguir a un hombre que se ahoga-ba, pero cuando otro rayo iluminó la escena, lasuperficie del mar estaba vacía: no se veía ni alhombre ni al bote, sino sólo las olas que des-aparecían velozmente, reemplazándose lasunas a las otras.

Todos volvieron a la taberna a esperar quecesara la tormenta. Se sentaron de nuevo y seobservaron mutuamente desilusionados. Todoello no había necesitado ni cinco minutos y nose había cambiado más de una docena de pala-bras. Cuando vieron el sillón de brazos, les cos-tó comprender que aquel extraño ser que lohabía ocupado, lleno de vigor, o más bien dehercúleas fuerzas, era ahora un cadáver. Allíestaba todavía el vaso en el cual había bebido, y

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las cenizas de su pipa, como si fueran su últimosuspiro.

Mientras aquellos notables burgers reflexio-naban sobre estas cosas, sentían la terrible con-vicción de que la existencia es algo sumamenteincierto, y cada uno de ellos creyó que aquelejemplo quitaba estabilidad al mismo suelo quepisaban. Sin embargo, como cada uno de ellosposeía esa valiosa filosofía que permite a mu-chos hombres soportar con paciencia las des-gracias de sus vecinos, pronto se consolaron deltrágico fin del veterano. Particularmente el ta-bernero se felicitaba de que el pobre muertohubiera pagado su cuenta antes de irse; hastahizo un discurso de circunstancias:

-Llegó durante una tormenta, se fue en unatormenta; llegó una noche y se fue una noche;vino nadie sabe de dónde y se fue nadie sabeadónde. Por lo que sé, se ha ido al mar en sucajón. ¡Que vaya a molestar a otras gentes al

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otro lado del mundo! Aunque es gran lástimaque no haya dejado su cajón aquí...

-¡Su cajón! ¡San Nicolás bendito nos protejade todo mal! -exclamó Peechy Prauw-. No ten-dría en mi casa ese cajón ni por todo el oro delmundo.

Estoy seguro de que su espíritu se apareceríatodas las noches en busca de él. En lo que res-pecta a su viaje por mar montado en un cajón,me acuerdo de lo que le pasó al barco del capi-tán Onderdonk, en su travesía desde Amster-dam. Murió el contramaestre durante una tor-menta, por lo que lo envolvieron con su coy, lometieron en su propio cajón y lo arrojaron porla borda; pero tenían tanta prisa que se olvida-ron de rezar las oraciones del servicio de difun-tos; la tormenta se hizo más violenta y duranteella vieron al muerto sentado en su cajón utili-zando su coy como vela, persiguiendo de muycerca al barco, mientras el mar se rompía a sualrededor en olas que parecían de fuego. Así

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siguieron durante días corriendo la tormenta,con el contramaestre muerto detrás de ellos,esperando hundirse de un momento a otro.Todas las noches veían al contramaestre queparecía mandar hacia ellos olas enormes de laaltura de una montaña, que se hubieran traga-do al barco, si no fuera por las velas de los di-funtos; así siguieron hasta que le perdieron devista en las nieblas de Terranova, donde elloscreen que cambió de rumbo, y se dirigió a laisla de Los Hombres Muertos (1). Todo eso ocu-rre por no rezar las oraciones de los difuntoscuando se tira un muerto al mar.

(1)Hombres Muertos (isla de). Según una anti-gua leyenda, lugar a donde iban a parar lasalmas de los marineros muertos en el mar

Había cesado la tormenta que impidió quelos parroquianos abandonaran la taberna. Elreloj dio las doce; todos se apresuraron a partir,pues rara vez aquellos tranquilos burgers se

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quedaban hasta tan tarde fuera de sus casas. Alsalir vieron que el cielo estaba otra vez sereno.La tormenta que lo había oscurecido ya no exis-tía, mejor dicho, se encontraba amontonada enel horizonte, en masas lanosas, iluminadas porla luna, que parecía una lámpara de plata col-gada en un palacio de nubes.

Los tétricos hechos de la noche, así como lasfúnebres narraciones con que se habían entre-tenido, dejaron en cada uno de ellos un senti-miento supersticioso. Echaron una mirada me-drosa al lugar donde había desaparecido elbucanero, como si esperaran verle navegar ensu cajón a la fría luz de la luna. Los rayos de luzacariciaban la superficie de las plácidas aguas,y la corriente seguía fluyendo sobre el lugardonde se había hundido. Todos los parroquia-nos se agruparon para dirigirse a sus casas,particularmente cuando pasaron por un camposolitario donde había sido asesinado un hom-bre. Hasta el enterrador, que debería estar acos-

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tumbrado a aparecidos y espíritus y que debíaseguir solo durante un trecho del camino, diouna vuelta antes que pasar por su propio ce-menterio.

Wolfert Webber llevaba a su casa varias his-torias nuevas para rumiarlas. Estos informesacerca de dinero escondido y de tesoros espa-ñoles enterrados aquí y allá y en todas partespor las rocas y bahías de aquella costa solitaria,le volvían loco. «¡San Nicolás bendito!», excla-mó a media voz. «¿No es posible encontrar unode estos tesoros y hacerse rico en menos quecanta un gallo? Debo cavar durante un día yotro para ganar un pedazo de pan, cuando conun feliz golpe de pala podría tener coche parael resto de mi vida».

Mientras daba vueltas en su caletre a todo loque se le había contado de la singular aventuradel negro pescador, su imaginación empezó aatribuir a la historia un sentido totalmente dis-tinto. No veía en aquellos gorros rojos sino una

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tripulación de piratas que enterraba el produc-to de sus saqueos; la posibilidad de hallar lashuellas de esta atractiva riqueza, despertó unavez más sus ansias de oro. Su calenturientafantasía daba a todo el color amarillento de esemetal. Se sentía como el avaro habitante deBagdad, cuyos ojos habían sido frotados con elungüento mágico del derviche, que le permitíaver toda la riqueza de la tierra. Los cajones dejoyas, los montones de oro y las talegas de ex-trañas monedas parecían cortejarle desde loslugares en que estaban ocultos y suplicarle quelos librara de su encierro.

Sus investigaciones acerca de las tierrasdonde aparecía el viejo Gorro Rojo, le confir-maron en sus suposiciones. Se enteró de que lashabían visitado diferentes veces varios experi-mentados buscadores de tesoros, que habíanoído la historia del negro Samuel, pero ningunode ellos había tenido éxito; por el contrario,siempre habían fracasado por una u otra difi-

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cultad que Wolfert atribuía a que no habíantrabajado en tiempo propicio y con el ceremo-nial adecuado. La última tentativa era la deCobus Kuackenbos, que cavó durante toda unanoche, con increíbles dificultades, pues encuanto arrojaba una palada de aquella tierrafuera del pozo, manos invisibles arrojaban dos.Sin embargo, llegó a descubrir un cofre de hie-rro; en aquel momento innumerables figuras seagruparon alrededor de la excavación, que conaullidos y golpes dados por palos invisibles, learrojaron de aquel lugar prohibido. Así lo de-claró Cobus Kuackenbos en su lecho de muerte,por lo que no puede dudarse de ello. Era unhombre que había dedicado muchos años de suvida a la búsqueda de tesoros, por lo que todoscreen que finalmente hubiera tenido éxito, si nohubiese muerto de una fiebre cerebral en elasilo de pobres.

Wolfert Webber se encontraba ahora en unestado de suma impaciencia, pues temía que

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algún aventurero rival se enterase del tesoroenterrado. Determinó buscar privadamente alnegro pescador y pedir que le guiase hasta ellugar donde había sido testigo de tan extrañosacontecimientos. Era fácil encontrar a Samuel,puesto que se trataba de uno de esos seres queviven en una región hasta que se aseguran unlugar entre los monumentos públicos, y se con-vierten en tipos raros conocidos de todos. Nin-gún chiquillo de la ciudad, por muy infeliz quefuera, ignoraba la existencia de Samuel, y creíacarecer de derecho para jugar una mala pasadaal viejo negro. Durante más de medio siglo,Samuel había llevado una vida anfibia en lascostas de la bahía y los bancos de pesca del bra-zo de mar. Pasaba la mayor parte de su tiempoen el agua cerca de Hell-Gate; en mal tiempo sele podía tomar por uno de los espectros queaparecían por aquellos lugares. Se le veía a to-das horas y en toda clase de tiempo; algunasveces anclaba su bote entre remolinos o dandovueltas alrededor de los restos de algún nau-

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fragio donde se cree que los peces son másabundantes. A veces permanecía durante horasenteras sentado en una roca, como un ave car-nívora que vigilara su presa. Sabía al dedillotodos los rincones del brazo de mar, de un ex-tremo a otro; hasta se afirmaba que conocíatodos los peces del río por su nombre particu-lar.

Wolfert le encontró en su choza, la cual noera mayor que una perrera mediana. Estabaconstruida sobre rocas al pie del viejo fuerte,con los restos de naufragio y maderas que habí-an dejado en la playa las corrientes marinas.Todo el lugar olía a viejo y a pescado. Contralos muros del fuerte se apoyaban remos y cañasde pescar; sobre la arena, para que secara, esta-ba tendida una red; el bote yacía en seco sobrela playa; en la puerta de su choza se hallaba elmismo Samuel Barro, entregado al verdaderolujo negro de dormir al sol.

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Habían pasado muchos años desde la aven-tura de Samuel. Las nieves de muchos invier-nos habían puesto un color gris en la motudalana de su cabello. Recordaba perfectamente lascircunstancias, puesto que a menudo se le habíapedido que la relatara, aunque su versión dife-ría en muchos puntos de la de Peechy Prauw,lo que ocurre con frecuencia en el caso de loshistoriadores veraces. En cuanto a las investi-gaciones de los buscadores de tesoros, Samuelignoraba por completo ese aspecto de la cues-tión; el precavido Wolfert se cuidó mucho dedespertar sospechas; su único deseo era asegu-rarse los servicios del viejo Samuel para que leguiara, lo que consiguió fácilmente. El tiempotranscurrido desde la aventura nocturna deSamuel, había borrado de la mente de éste todoel terror que le causaba el lugar; bastó la pro-mesa de una pequeña recompensa para quedespertase en seguida y dejara de tomar el sol.

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No podían hacer el viaje por agua, pues te-nían la marea en contra. Wolfert estaba dema-siado impaciente por llegar a la tierra prometi-da, por lo que siguieron a pie. Una caminata deunos siete u ocho kilómetros los llevó al extre-mo de un bosque que en aquel tiempo cubría lamayor parte del lado oriental de la isla. Era unpoco más allá de la bella región de Bloomen-dael. Allí tomaron por una amplia pradera, enla cual crecía toda clase de malas hierbas. SiWolfert Webber hubiera creído en leyendasrománticas, hubiera supuesto que entraba enuna tierra prohibida sometida al encanto de losgnomos o que las plantas eran algunos de losguardianes que vigilaban el tesoro enterrado.La soledad del lugar y las extrañas historiasrelacionadas con él tenían un efecto definidosobre la mente.

Al alcanzar el extremo de la pradera, se en-contraron cerca de la costa de brazo de mar, enuna especie de anfiteatro rodeado de árboles. El

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lugar había estado dedicado anteriormente a lacría de ganado, pero ahora crecían en él las ma-las hierbas. En el otro extremo, sobre la costadel río, se encontraba un edificio en estadocompletamente ruinoso, del cual se elevabantan sólo las chimeneas como solitarias torres; lacorriente del brazo de mar corría rumorosa a lolargo del edificio; los árboles sumergían sushojas en sus aguas.

Wolfert no dudaba que esta era la casa en-cantada de Gorro Rojo, y recordó la historia dePeechy Prauw. Empezaba a hacerse de noche yla luz que se filtraba en aquellos lugares bosco-sos daba un tinte melancólico al lugar, muyindicado para fomentar cualquier sentimientode terror o superstición. El halcón que describíaamplios círculos en las altas regiones del aire,emitía su grito peculiar. El pájaro carpinteroatacaba de cuando en cuando a un árbol hueco.Wolfert y Samuel llegaron a una empalizada delo que en un tiempo había sido un jardín. Ya no

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era más que un conjunto de maleza, en mediode la cual aparecía algún rosal o un ciruelo. Enel extremo más bajo del jardín pasaron por unedificio poco alto, cuyo frente daba al mar. Lapuerta, aunque mostraba la inclemencia deltiempo, era todavía fuerte y parecía haber sidorecientemente arreglada. Wolfert la abrió. Re-chinaron con estridencia los goznes y parecióchocar con algo así como una caja de la quecayó un cráneo al suelo. Wolfert retrocedió ate-rrorizado, pero se calmó cuando el negro le dijoque era un sepulcro familiar perteneciente a lafamilia holandesa propietaria de los terrenos,afirmación que quedaba corroborada por variosféretros de distinto tamaño. En su niñez, Sa-muel se había acostumbrado a estas escenas,por lo que comprendió que no se encontrabanmuy lejos del lugar que buscaban.

Se dirigieron ahora hacia la costa, teniendoque seguir a lo largo de ella; era muy difícilmantener la dirección, pues tenían que evitar

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los árboles y arbustos que crecían en la mismaorilla, para no caer en la rápida corriente. Fi-nalmente, llegaron a una pequeña bahía, prote-gida por rocas verticales y rodeadas por árbolesque crecían juntos, tanto que casi ocultaban ellugar. La corriente evitaba entrar en aquellabahía y corría oscura y profunda por los puntosextremos de ella.

El negro se detuvo; quitose los restos delsombrero que llevaba en la cabeza y se rascósus motas grises; golpeó las manos y se dirigiócon ímpetu hacia adelante indicando un largoanillo de hierro empotrado en la roca, justa-mente donde una ancha piedra proporcionabaun cómodo lugar para asegurar un bote. Alláhabían desembarcado los gorros rojos. Los añoshabían alternado los aspectos de la escena queestaban sometidos a los cambios de la estación;pero la roca y el hierro ceden sólo lentamente ala influencia del tiempo. Observando más aten-tamente, Wolfert descubrió tres cruces marca-

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das en la roca, más arriba del anillo, lo que sinduda tenía algún significado misterioso.

El viejo Samuel reconoció en seguida la roca,a la cual había afirmado su bote durante aque-lla tormenta. Era mucho más difícil encontrar elcamino que habían seguido los gorros rojosaquella noche. Samuel se había preocupadomás de observar las personas que los lugares;además, un mismo paisaje tiene un aspectoenteramente distinto de día y de noche. Des-pués de dar muchas vueltas, llegaron a un clarodel bosque, que Samuel tuvo por el lugar don-de los gorros rojos habían procedido al ente-rramiento. En uno de los lados se alzaba unaroca vertical como una muralla que Samuelcreyó era la enorme peña desde la cual loshabía observado. Wolfert la examinó atenta-mente, descubriendo finalmente tres crucesidénticas a las que aparecían sobre el anillo dehierro. Estas señales estaban profundamentemarcadas en la superficie de la roca, pero era

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muy difícil notarlas por haber igualado el mus-go toda la piedra. El corazón de Wolfert latía dejúbilo, pues no dudaba ya que eran inscripcio-nes peculiares de los bucaneros. Todo lo quequedaba por hacer era determinar el lugarexacto donde se hallaba el tesoro enterrado,pues de lo contrario tendría que cavar al azarcerca de las tres cruces, sin mucha probabilidadde descubrirlo, y ya estaba harto de cavar sinencontrar nada. El viejo negro no podía ayu-darle en esta tarea, pues por ser sus recuerdossumamente confusos, le era imposible indicarel sitio con certeza y sí varios con aproximacióndudosa. Una vez afirmó que debía ser al pie deun árbol, en seguida declaró que estaba equivo-cado y que era al lado de una gran piedra blan-ca; después aseguró que era al lado de un ar-busto, a poca distancia de la piedra vertical;finalmente Wolfert quedó tan confundido comoél mismo.

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Las sombras de la noche empezaban a ex-tenderse sobre la región: se confundían las ro-cas y los árboles. Era demasiado tarde paraproseguir sus búsquedas; además, Wolfert nohabía traído ni pico ni pala. Satisfecho porhaber determinado aproximadamente el lugar,se limitó a anotar cuidadosamente todas lasmarcas que podían servirle para identificar elsitio y decidió volver a casa, resuelto a prose-guir sin demora su dorada empresa.

Mientras cruzaba aquella región encantada,la ansiedad que le había dominado hasta en-tonces se calmó un tanto, por lo que la fantasíapudo empezar a pintarle mil formas y quimerasdistintas. Cada árbol parecía tener colgado unpirata; casi esperaba ver aparecer algún caballe-ro español, degollado de oreja a oreja, sacu-diendo el contenido de una talega llena de mo-nedas de oro.

Prosiguieron su camino a través del desola-do jardín; los nervios de Wolfert habían llegado

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a un estado tal de tensión que el vuelo de pája-ro, una hoja que temblaba movida por el vien-to, la caída de una baya eran causas suficientespara hacerlos saltar. Al salir del jardín, observa-ron a cierta distancia una figura que avanzabalentamente por uno de los caminos, llevando acuestas un gran peso. Samuel y Wolfert se de-tuvieron y examinaron atentamente al desco-nocido. Por lo que parecía, llevaba un gorro delana y lo que era más alarmante: el gorro era deun rojo sanguinolento. La figura se movía len-tamente y se detuvo delante de la misma puer-ta de la cripta sepulcral. Antes de entrar, echóuna mirada alrededor. Wolfert se aterrorizóhasta el máximo, pues reconoció al bucaneroque se había ahogado la noche anterior. Se leescapó una exclamación de horror. La apariciónlevantó lentamente su puño de hierro y lo sa-cudió en señal de amenaza.

Wolfert no se preocupó de ver más: echó acorrer tan rápidamente como lo permitieron sus

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piernas; en cuanto a Samuel, le seguía tan decerca como se lo admitía su edad y su miedo,pues todo el terror de aquella noche se habíadespertado nuevamente en él. Corrieron a tra-vés de campos y bosques y sólo se sintieronrelativamente seguros cuando llegaron al ca-mino real que conducía a la ciudad.

Pasaron varios días antes de que Wolfertpudiera reunir el valor suficiente para prose-guir su empresa, tanto le había acobardado laaparición del terrible bucanero, vivo o muerto.Entretanto, ¡qué fuerzas contradictorias lucha-ban en su alma! Se despreocupó de todos susasuntos, estuvo intranquilo todo el día, perdióel apetito, no sabía lo que pensaba y lo que de-cía y cometía numerosísimas distracciones.Había desaparecido su tranquilidad; hastacuando dormía la pesadilla del oro le oprimíael pecho. Hablaba de incontables sumas de di-nero; se imaginaba estar entregado a la bús-queda de tesoros; tiraba las mantas a derecha e

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izquierda, creyendo que estaba cavando tierra;se metía debajo de la cama, buscando escondi-dos tesoros, y de allí salía con lo que él creía serun puchero de barro lleno de monedas de oro.

Su esposa y su hija se desesperaban ante loque tenían por los primeros síntomas de locura.Las mujeres holandesas consultan los oráculoscuando se encuentran en dificultades: el dómi-ne y el médico. En este caso se dirigieron alúltimo. En aquella época se encontraba en laciudad un físico, pequeño de cuerpo, oscuro decolor, de edad avanzada e ideas anticuadas,famoso entre todas las mujeres de la ciudad, nosólo por su habilidad en el arte de curar, sinoen materias más extrañas y misteriosas. Se lla-maba doctor Knipperhausen, aunque se le co-nocía más comúnmente por el doctor alemán.Aquellas dos pobres mujeres se dirigieron a élen demanda de consejo y asistencia por lasdesviaciones mentales de Wolfert.

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Encontraron al galeno sentado en su peque-ño consultorio, con su bata de estudioso y sugorra de terciopelo negro, a la manera de Boer-haave (2), Van Helmont (3) y otros sabios mé-dicos de fama; tenía puestos un par de anteojosverdes, montados en cuerno negro; leía un libroalemán que reflejaba el color oscuro de su tez.El médico escuchó con profunda atención ladescripción de los síntomas de la enfermedadde Wolfert, pero cuando se mencionó su maníade buscar dinero enterrado, aquel hombrecillodemostró aún mayor interés y aguzó el oído.Las pobres mujeres no sabían qué clase de ayu-da habían ido a buscar.

(2) Boerhaave (Hernán). Médico y químico;sería casi mejor decir alquimista holandés(1668-1738).(3)Helmont (Francisco Van). Médico y químico;sería mejor decir alquimista belga (1577-1644).

Durante más de la mitad de su vida el doctorKnipperhausen se había dedicado a buscar el

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camino más corto para hacer fortuna, en cuyainvestigación se gasta más de una vida. Habíavivido varios años en las montañas de Harz (4),en Alemania; había obtenido muy valiosos in-formes de los mineros acerca de la mejor mane-ra de buscar tesoros enterrados. Prosiguió susestudios con un sabio ambulante que unía losmisterios de la medicina con los de la magia ylos juegos de manos. En consecuencia, la mentedel doctor estaba llena de toda clase de cono-cimientos teúrgicos y abstrusos; era muy afi-cionado a la astrología, la alquimia y la adivi-nación; sabía encontrar el dinero robado y des-cubrir las fuentes de agua; en una palabra, suoculta sabiduría justificaba el nombre de doctoralemán, que aproximadamente equivale a ni-gromante.

(4). Harz o Hartz. Cadena de montañas deAlemania. famosas por las leyendas unidas aella. Entre sus picos se encuentra el Brocken oBlocksberg, inmortalizado por Goethe en la

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Noche de Walpurgis de Fausto. Otro es el deKyffhäuser. Esta región fue el último refugiodel paganismo alemán antes de la conversióndel país al cristianismo.

El médico había oído con frecuencia los ru-mores acerca de tesoros enterrados en diferen-tes partes del país; hacía mucho tiempo que élmismo los andaba buscando. Tan pronto comose enteró del estado anómalo de Wolfert, com-prendió que se daban todos los síntomas deuna obsesión de hallar dinero oculto; no perdiótiempo en comprobar su hipótesis hasta lasúltimas consecuencias. Wolfert había sentidodesde hacía mucho tiempo la opresión de susecreto; como un médico de familia es una es-pecie de padre confesor, se alegró de tener unaoportunidad de descargar su alma. Lejos decurarle, el médico se contagió de la enfermedadde su paciente. Las circunstancias que Wolfertle reveló despertaron su ansia de riquezas; nipor un momento dudó que el dinero estaba

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enterrado en algún punto cerca de las cruces yse ofreció a ayudar a Wolfert en sus investiga-ciones. Le informó que era necesario guardar elmayor secreto y tomar numerosas precaucionesen empresas de esta clase, que el dinero sólopuede desenterrarse de noche, observando cier-tas formas y ceremonias: quemar plantas aro-máticas, repetir ciertas palabras místicas, y,ante todo, los buscadores de tales riquezasocultas deben estar provistos de una varillaadivinatoria que tiene la maravillosa propiedadde indicar el lugar exacto donde está enterradoel tesoro. Como el médico había estudiado afondo estas cuestiones, quedó encargado detodos los preparativos pertinentes, y como laluna se acercaba a una posición favorable,prometió tener pronta la varilla para una nochedeterminada.

El corazón de Wolfert saltaba de júbilo porhaber encontrado una persona cuya coopera-ción era tan valiosa. Todo se hizo secretamente,

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pero con gran rapidez. El médico mantuvonumerosas consultas con su paciente; las bue-nas mujeres alababan el efecto tranquilizadorde sus visitas. Entretanto, quedó pronta la ma-ravillosa varilla adivinatoria, la clave de todoslos secretos de la naturaleza. El doctor habíaconsultado apresuradamente todos los librosque pudieran serle de utilidad para la ocasión;el negro pescador se comprometió a llevarlospor mar hasta el lugar de sus investigaciones, atrabajar con pico y pala para desenterrar el te-soro y a cargar en su barco los pesados frutosde su empresa que estaban seguros de encon-trar.

Finalmente, llegó la noche fijada para supeligrosa tentativa. Antes de salir de su casa,Wolfert aconsejó a su mujer y a su hija que seacostasen y que no se alarmaran si él no volvíadurante la noche. Como todas las mujeres sen-satas, en cuanto oyeron que no debían alarmar-se, se sintieron poseídas de un pánico mortal.

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Por los gestos de Wolfert comprendieron queocurría algo extraordinario; sintieron con unaintensidad diez veces mayor todos sus temoresacerca de la salud mental de su esposo y padre;se abrazaron a él, rogándole que no se expusie-ra al frío de la noche, pero todo fue en vano.Cuando Wolfert había montado en su burro,era difícil hacerle bajar de él. Era una nocheclara y estrellada. Wolfert abandonó su casa;llevaba un sombrero de anchas alas; tanto suhija como su mujer habían contribuido a prote-gerle del frío, la una con una bufanda, la otracon una capa.

La diligente ama de llaves del doctor, FrauIlsy (5), había armado y protegido al doctor demanera igualmente efectiva. Salió de su casa,con su gorro de terciopelo debajo del sombrero,un libro debajo del brazo y un canasto de hier-bas secas en una mano y en la otra la maravillo-sa varilla adivinatoria.

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(5) Frau Ilsy, en alemán en el original: señoraElisa.

El reloj de la iglesia daba las diez cuando eldoctor y Wolfert pasaron por el cementerio,mientras el sereno, con voz aguardentosa, ex-clamaba estirando mucho las vocales: «¡Lasdiez han dado y sereno!» Un profundo sueño sehabía apoderado de la pequeña villa. Nadainterrumpía el terrible silencio, excepto decuando en cuando los ladridos de algún perrovagabundo y de vida desarreglada o la serenatade amor de algún gato romántico.

Cierto es que Wolfert creyó oír más de unavez pasos furtivos que se mantenían a una cier-ta distancia de ellos, pero se consoló pensandoque era el eco de los propios. Una vez le parecíaobservar una figura alta, que los seguía conmuchas precauciones para que no la vieran yque se detenía en cuanto lo hacían ellos, y queproseguía en cuanto se ponían otra vez en mo-vimiento; pero la luz del alumbrado público era

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tan débil e insegura que todo ello no era proba-blemente más que una mera ilusión.

Encontraron al viejo pescador esperándolos,fumando su pipa. En el fondo del bote se en-contraba ya un pico y una pala, una linternasorda y una botija, que contenía una buena do-sis de coraje holandés, en la cual el honradoSamuel ponía más confianza que el doctorKnipperhausen en sus drogas.

Así se embarcaron aquellos tres valientes enuna cáscara de nuez, emprendiendo su expedi-ción nocturna con una visión y valor difícil-mente igualados en empresas de este género.Subía la marea y corría rápidamente hacia elbrazo de mar. La corriente los llevaba sin quecasi hiciera falta usar los remos. La ciudad es-taba completamente envuelta en la obscuridad.Aquí y allá aparecía una débil lucecilla queprovenía del cuarto de un enfermo o del castillode algún barco, anclado en el río. Ninguna nu-be obscurecía el claro cielo estrellado; las luces

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de los astros se reflejaban en las tranquilasaguas del río; una estrella fugaz recorrió loscielos en la misma dirección hacia la cual ellosavanzaban, lo que el doctor interpretó como debuen augurio.

Poco tiempo después pasaron frente a Cor-lear's Hook, donde estaba la taberna que habíasido escenario de aquellas aventuras nocturnas.No aparecía ninguna luz en la casa. Wolfert seestremeció al pasar por el sitio donde se habíaahogado el bucanero. Se lo indicó al doctorKnipperhausen.

Mientras lo observaban, creyeron ver unbote que recorría el mismo lugar; pero como lacosta producía una sombra tan intensa sobre lasaguas, nada pudieron distinguir. Un poco másadelante les pareció oír ruido de remos, como sialguien los manejara cuidadosamente, para queno quebrasen el silencio. Samuel empezó a mo-ver los suyos con redoblada intensidad y comoconocía todos los remolinos y corrientes del

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lugar, pronto pudo sacar gran ventaja a susperseguidores, si realmente alguien trataba deseguirlos. Finalmente, el negro llegó a la pe-queña ensenada y aseguró el bote el anillo dehierro.

Desembarcaron, encendieron la linterna,reunieron sus herramientas y se dirigieron len-tamente a través del bosquecillo. Cualquierruido los hacía salir de sus casillas; hasta el ru-mor de sus propios pasos sobre las hojas secaso el de una lechuza que se dirigía a su nido enla chimenea de las ruinas cercanas, les helaba lasangre en las venas.

A pesar de todas las precauciones de Wolfertpara encontrar rápidamente las cruces, pasóalgún tiempo antes de que pudieran hallar elclaro del bosque donde suponían que estabaenterrado el tesoro. Finalmente, llegaron a laroca en forma de muralla; al examinar su su-perficie con la linterna, Wolfert reconoció lasmísticas cruces. Sus corazones latieron apresu-

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radamente, pues había llegado el momento deprueba que convertiría en realidad todas susesperanzas.

Wolfert mantenía la linterna, mientras eldoctor utilizaba la varita adivinatoria. Era unarama que se bifurcaba en dos brazos; el doctorla mantenía firmemente por su doble extremo,uno en cada mano.

Recorrió el lugar con ella, pero durante al-gún tiempo no se registró ningún efecto. Wol-fert mantenía la luz de la linterna sobre ella,mientras la vigilaba con el más intenso interés.Finalmente, empezó a moverse. El doctor laapretó con mayor intensidad; le temblaban lasmanos, de puro agitado. La varilla continuómoviéndose gradualmente hasta invertir ente-ramente su posición, indicando perpendicu-larmente hacia abajo, y permaneció en esa posi-ción hacia un punto del claro, como la agujaindica el polo.

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-Éste es el lugar -dijo el doctor con voz casiinaudible.

A Wolfert se le subió el corazón a la boca.

-¿Quieren ustedes que empiece a cavar? -preguntó el negro, agarrando el pico.

-¡Potztausend! (6) ¡No! -respondió el doctorci-llo apresuradamente. Ordenó a sus compañerosque se mantuvieran cerca de él y que no pro-nunciaran una palabra. Debían tomarse algu-nas precauciones y llevar a cabo ciertas cere-monias, para impedir que los espíritus malig-nos, que guardan los tesoros escondidos, leshicieran algún daño.

(6) ¡Potztausend! En alemán en el original. Ex-clamación algo anticuada que equivaldría anuestro caramba.

Trazó un círculo alrededor del lugar, lo sufi-cientemente grande para incluir a los tres. Re-

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cogió ramas y hojas secas y encendió un fuego,al cual arrojó ciertas drogas y hierbas que habíatraído en el canasto. Se produjo una humaredaespesa, que tenía un olor penetrante, con ungusto maravilloso a azufre y asafétida, que pormuy grato que pudiese ser a los nervios olfato-rios de los espíritus, casi ahogó al pobre Wol-fert y le produjo un ataque de tos y de estornu-dos que resonó por todo el claro. El doctorabrió entonces el libro que había tenido siem-pre debajo del brazo, impreso en dos colores:rojo y negro y en idioma alemán. Mientras Wol-fert mantenía la linterna, el médico, provisto desus lentes, leía varios conjuros en latín y ale-mán. Después ordenó a Samuel que asiera picoy pala y empezara a cavar. El suelo era muyduro, lo que demostraba que no había conocidoherramienta humana, nunca, o desde hacía mu-chos años. Después de atravesar una primeracapa de tierra vegetal, Samuel llegó a un estratode arena y grava, que arrojó, a derecha e iz-quierda, con la pala.

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-¡Ojo! -exclamó Wolfert, a quien le parecióhaber oído ruido de pisadas sobre las hojassecas y como si alguien se deslizara entre losarbustos. Samuel se detuvo un momento y to-dos escucharon con atención: no se oía nada.Un murciélago pasó silenciosamente al lado deellos; un pájaro salió de un árbol, asustado porla luz de la linterna, que se reflejaba en las hojasde los árboles. En el profundo silencio del bos-que podían oír la corriente que pasaba a lo lar-go de la costa rocosa, así como el murmullodistante de Hell Gate.

El negro seguía trabajando y había cavadoya un pozo bastante profundo; el doctor leíasus fórmulas o arrojaba más drogas y hierbas alfuego; Wolfert se inclinaba ansiosamente sobrela excavación vigilando cada movimiento de lapala. Cualquiera que hubiera presenciado estaescena iluminada por la luz de la linterna sor-da, hubiera creído que el doctorcillo era algúnnigromante, ocupado en algún encantamiento,

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y el negro de cabellos grises algún espíritu queobedecía sus órdenes.

Finalmente, la pala del pescador chocó conalgo que sonaba a hueco; la vibración del soni-do llegó hasta el corazón de Wolfert. «¡Es uncajón!», dijo Samuel. «¡Lleno de oro!, ¡estoyseguro!», gritó Wolfert, aplaudiendo entusias-mado.

Apenas acababa de pronunciar estas pala-bras, cuando un ruido que provenía de másarriba llegó hasta sus oídos. Levantó la miraday a la luz del fuego que se extinguía encima dela roca, donde muchos años antes había obser-vado Samuel a los gorros rojos, le pareció veralgo que se parecía enormemente a la cara delahogado bucanero, cuya expresión era más queamenazadora.

Wolfert gritó asustado y dejó caer la linterna.Su pánico se comunicó a sus compañeros. Elnegro salió velozmente del agujero, el doctor

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dejó caer el libro y el canasto y empezó a rezaren alemán. Todo era horror y confusión. El fue-go se apagó; la linterna ya no alumbraba más.En su prisa, chocaron los unos con los otros y seconfundieron. Imagináronse que tenían quevérselas con una legión de espíritus y que veíanextrañas figuras con gorros rojos que tratabande cazarlos. El doctor huyó por un lado, el ne-gro por otro, y Wolfert se dirigió hacia la costa.Mientras corría a través del bosquecillo oyó quealguien le perseguía. Las pisadas de su enemi-go se acercaban cada vez más. Sintió que al-guien lo agarraba por el cuello, cuando su ata-cante fue atacado a su vez. Se produjo una lu-cha desesperada. Se oyó un disparo que duran-te un segundo iluminó las rocas y los arbustosy mostró dos figuras que luchaban ferozmente;después todo quedó aún más obscuro. Conti-nuaba la lucha, los combatientes seguían pe-leando, entre gritos; una vez rodaron abrazadospor el suelo. El jadeo de ambos fue interrumpi-do varias veces por maldiciones, en las cuales

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Wolfert creyó reconocer la voz del bucanero.Hubiera huido, pero se encontraba al borde deun precipicio y no podía proseguir. Ambosluchadores se levantaron y siguieron el comba-te de pie. Finalmente uno de ellos fue arrojadopor el precipicio hacia el agua, hacia el profun-do río que murmuraba más abajo. Wolfert oyócómo caía al agua y una especie de murmullo,pero la obscuridad de la noche no le permitíadistinguir nada y la velocidad de la corrientealejaba todo al instante.

Así desapareció uno de los combatientes,pero Wolfert no podía decir si era amigo o ene-migo o si ambos eran enemigos. Oyó cómo seacercaba el sobreviviente, lo que hizo revivir suterror. Vio una forma humana que avanzabahacia él. No había posibilidad de error: era elbucanero. ¿Hacia dónde huir? Por un lado teníaun precipicio, por el otro un asesino.

El enemigo se acercaba: estaba ya frente a él.Wolfert iba a dejarse caer por el precipicio. Se

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agarró a unas ramas que sobresalían sobre sucabeza. Se mantuvo en el aire colgado de ellas.Se imaginó que había llegado su último mo-mento; ya había encomendado su alma a SanNicolás, cuando se rompió la rama y empezó arodar hacia abajo, chocando en su camino conrocas y arbustos. Pasó mucho tiempo antes deque recobrara el sentido. Cuando abrió los ojos,ya se anunciaba la aurora. Se encontraba tiradoen el fondo de un bote. Intentó sentarse, peroestaba demasiado maltrecho para ello. Una vozle ordenó amistosamente que siguiera echado.Wolfert volvió la vista hacia el que hablaba: eraDirk Waldron. A pedido de la señora Webber yde su hija, que con la laudable curiosidad pro-pia de su sexo querían enterarse del motivo delas secretas entrevistas entre el doctor y Wol-fert, había seguido a los tres desde su partida.Dirk se había quedado muy atrás por la veloci-dad del bote del negro, llegando sin embargo atiempo para rescatar al pobre buscador de teso-ros de su perseguidor.

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Así terminó esta peligrosa empresa. El doc-tor y el negro Samuel encontraron el camino deregreso hacia Manhattoes, teniendo cada unosu propia historia que contar acerca de los te-rribles peligros pasados. En lo que respecta alpobre Wolfert, en lugar de volver triunfalmentecargado de talegas de oro, le llevaron a su casaen una camilla seguida por una fila de curiososchiquillos.

Su hija y su mujer vieron a una cierta distan-cia aquella desagradable procesión y alarmarona todo el vecindario con sus gritos. Se imagina-ron que le traían muerto; cuando comprendie-ron que vivía, le metieron rápidamente en lacama; un jurado de matronas de la vecindad sereunió para determinar cómo había de curárse-le.

Toda la ciudad se enteró de la historia de losbuscadores de tesoros. Muchos se dirigieron allugar de las aventuras de la noche anterior,pero aunque dieron con el pozo que había ca-

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vado Samuel, no encontraron nada que loscompensase de las molestias de su viaje. Algu-nos dicen que quedaban fragmentos de un ca-jón de cedro que olía fuertemente a dinero ocul-to y que la cripta de la familia parecía habersido utilizada para guardar artículos de contra-bando, pero todo eso es muy dudoso.

Hasta el día de hoy no se ha revelado el se-creto de esta historia. Todavía es objeto de dis-cusión si existía realmente algún tesoro ente-rrado, si se lo llevaron aquella misma noche losque lo habían ocultado allí, o si todavía quedaoculto allí mismo, guardado por gnomos y es-píritus, hasta que se le encuentre de acuerdocon los métodos indicados para ello. Por miparte, me inclino a compartir la última opinióny no dudo que allí y en otras partes de la islahay dinero enterrado desde los tiempos de losbucaneros y de los colonos holandeses; aconse-jaría seriamente a mis conciudadanos que no seocupan de ninguna otra cosa que se dediquen a

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buscarlo. Se han formado muchas opinionesdiversas acerca de quién era el extraño marinoque dominó la pequeña fraternidad de la taber-na de Corlear's Hook, que desapareció tan mis-teriosamente y reapareció en circunstancias tanterribles.

Algunos suponen que era un contrabandista,establecido en aquel lugar para asistir a suscamaradas en el desembarco de sus artículos.Otros creen que era uno de los antiguos cama-radas de Kidd o de Bradish que volvió pararecoger los tesoros que se habían ocultado ante-riormente en la vecindad. La única circunstan-cia que arroja una luz vaga sobre este misterio-so asunto es un informe acerca de una chalupade construcción extranjera que se observó enaquellos tiempos recorriendo el brazo de mardurante varios días, sin tomar puerto, aunquese vio que de noche iban y venían botes de ellaa la costa; se encontraba en la bahía cuando

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amaneció después de la catastrófica noche delos buscadores de tesoros.

No puedo dejar de mencionar otro informeque yo considero más bien apócrifo, según elcual el bucanero a quien todos creían muertofue visto aquella madrugada con una linternaen la mano sentado en su gran cajón atravesan-do las aguas de Hell-Gate.

Mientras la ciudad se llenaba de estas char-las y rumores, Wolfert guardaba cama enfermoy triste, herido en el cuerpo y en el alma. Suesposa y su hija hicieron todo lo posible paracurar sus heridas tanto corporales como espiri-tuales. La buena mujer no se separó de la camade su marido, junto a la cual estaba sentadatejiendo de la mañana a la noche, mientras suhija pretendía tener algo que hacer cerca de él,no perdiendo oportunidad de demostrarle elmás profundo amor filial. Tampoco sus vecinosdejaron de prestarle asistencia. Por mucho quese diga acerca de los amigos que abandonan a

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uno en la hora de prueba, los Webber no tuvie-ron razón para quejarse; ninguna mujer de lavecindad dejó de abandonar su trabajo paraacudir a la casa de Wolfert para preguntar porsu salud y los detalles de su historia. Ningunavenía, sin embargo, sin algún pote de bálsamoo de hierbas, gozando la oportunidad de seña-lar su bondad y su experiencia médica.

¡Cuántas cosas tuvo que aguantar el pobreWolfert! Pero todo en vano: era conmovedorver cómo se debilitaba día a día, cómo enfla-quecía y cómo la expresión de culpabilidad desu rostro salía de entre las mantas de la cama ycaía sobre un jurado de matronas, cuya bondadlas había reunido alrededor de él para suspirary lamentarse.

Dirk Waldron era el único ser que parecíatraer un rayo de sol a aquel desgraciado hogar.Llegaba con mirada alegre y espíritu viril, in-tentando reanimar el corazón expirante delpobre buscador de tesoros. Pero todo era en

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vano. Wolfert estaba completamente acabado.Sólo faltaba una cosa para completar su deses-peración: un anuncio del municipio, según elcual iba a abrirse una nueva calle a través de sujardín de coles. Nada veía en el futuro sino po-breza y ruina; su último refugio, la huerta desus antepasados, iba a ser destrozado. ¿Quésería de su mujer y de su hija? Sus ojos se llena-ron de lágrimas al seguir con la mirada a su hijacuando ésta salía del cuarto. Dirk Waldron es-taba sentado a su lado; Wolfert tomó su mano,indicó a su hija, y por primera vez desde suenfermedad, rompió el silencio que había man-tenido hasta entonces.

-Me muero -murmuró sacudiendo débilmen-te la cabeza-. Cuando yo haya desaparecido...,mi pobre hija...

-Será mi esposa, si usted lo permite -dijoDirk con entereza-. Yo me encargaré de ella.

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Wolfert observó la cara de aquel joven tanoptimista y fuerte y en ese instante comprendióque no había nadie mejor que él para proteger asu hija.

-Basta -dijo Webber-. Es tuya... y ahora tráe-me un escribano; voy a hacer mi testamento ymorirme.

Llegó el escribano, que era un hombrecilloenérgico, cuidadosamente vestido, y de cabezaredonda, que se llamaba Rollebuck. Al verleambas mujeres rompieron a llorar, pues consi-deraban la redacción de un testamento comoequivalente a la firma de una sentencia demuerte. Wolfert hizo un breve movimiento pi-diéndoles que callaran. Su hija ocultó su cara ysu pesar en las cortinas; la señora de Webbersiguió tejiendo para ocultar su dolor, traicio-nándola, sin embargo, una translúcida lágrimaque se deslizó silenciosamente hasta su narizaguileña; el gato, el único miembro de la fami-

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lia que no parecía muy preocupado, jugó con elovillo de lana que se había caído al suelo.

El gorro de dormir le caía sobre la frente;tenía los ojos cerrados; parecía la misma efigiede la muerte. Pidió al escribano que acortara losprocedimientos, pues creía que se aproximabasu fin y no tenía tiempo que perder. El escriba-no mojó la pluma, extendió el papel y se prepa-ró a escribir.

-Doy y entrego -dijo Wolfert débilmente- mipequeña granja...

-¿Cómo, toda? -preguntó asombrado el es-cribano.

Wolfert entreabrió sus ojos y le miró.

-Sí, toda.

-¿Todo ese terreno tan grande plantado decoles y girasoles a través del cual el municipiova a construir una avenida?

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-El mismo -asintió Wolfert con un profundosuspiro, hundiéndose otra vez entre las almo-hadas.

-Le deseo mucha suerte a quien lo herede -dijo el escribano frotándose las manos involun-tariamente.

-¿Qué quiere usted decir? -preguntó Wolfertabriendo nuevamente los ojos.

-Que será uno de los hombres más ricos dela ciudad -exclamó el pequeño Rollebuck.

El moribundo pareció atravesar nuevamenteel umbral de la vida; sus ojos se iluminaron,sentose en la cama, echó hacia atrás su gorro dedormir y miró fijamente al escribano.

-¡Qué me dice usted! -exclamó.

-Eso es lo que digo -respondió el otro-.Cuando estos campos se dividan en pequeños

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lotes para construir viviendas, quien quiera quesea el propietario será riquísimo.

-¿Lo cree usted? -gritó Wolfert sacando unapierna de la cama-. Si eso es así, no voy a hacertodavía mi testamento.

Para asombro de todos, el agonizante sanó.La chispa vital que estaba a punto de extinguir-se, recibió nuevo alimento con la noticia que elescribanillo le había dado. Otra vez ardió comouna llama. Vosotros, los que queréis hacer revi-vir el cuerpo cuyo espíritu está deshecho, de-béis darle una medicina para el corazón. A lospocos días Wolfert podía levantarse; una sema-na más tarde su mesa estaba cubierta de planosde construcción. Rollebuck estaba constante-mente con él, pues se había convertido en suconsejero y su mano derecha; en lugar de hacersu testamento, le ayudaba en la tarea más agra-dable de hacer fortuna.

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Wolfert Webber era uno de esos habitantesholandeses de Manhattan, que hicieron fortunaa pesar de ellos mismos, que mantuvieron te-nazmente los predios que habían obtenido porherencia, plantando remolachas y coles a lasmismas puertas de la ciudad, labor que les obli-gaba a vivir con una mano atrás y otra adelan-te, hasta que el cruel municipio empezó a cons-truir calles a través de sus tierras, despertándo-los de su letargo, y entonces se vieron súbita-mente ricos.

Antes de que pasaran muchos meses, unabulliciosa calle atravesaba el centro de la huertade Wolfert, exactamente por el mismo lugardonde había esperado hallar un tesoro. Sussueños dorados se habían realizado por fin.Encontró una fuente de riqueza que no espera-ba, pues cuando sus tierras quedaron reparti-das en lotes para edificar y se alquilaron a per-sonas solventes, en lugar de producir algunascarradas de coles, le entregaban una abundante

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cosecha de rentas, tanto que era una gloria ob-servar en los días de pago cómo sus inquilinosllamaban a su puerta de la noche a la mañana,llevando cada uno una talega de monedas, do-rado producto del suelo.

Se conservaba todavía la antigua mansión desus antepasados. En lugar de ser una modestacasilla holandesa con un jardín, se erguía ahoraaudazmente, en mitad de la avenida, la casamás grande de la vecindad, pues Wolfert lahabía ensanchado con dos alas, una a cada la-do, y una cúpula, que servía de cuarto paratomar el té, donde él se refugiaba para fumar supipa en los días de verano. Con el correr deltiempo, toda la casa se convirtió en un verda-dero campo de Agramante de la progenie de lahija de Webber y Dirk Waldron.

Al aumentar en años y en riquezas, Wolfertse compró coche, tirado por dos yeguas fla-mencas negras, cuyas colas barrían el suelo.Para conmemorar el origen de su grandeza, se

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hizo pintar un escudo de armas, con una col,completamente madura, alrededor de la cual seleía la divisa ALLES KOPF, es decir, todo cabeza,lo que quería significar que se había distingui-do por el trabajo cerebral.

Para colmar la medida de su poderío, cuan-do el famoso Ramm Rapelye se fue a dormircon sus antepasados, Wolfert Webber le suce-dió en el sillón de honor de la taberna de Cor-lear's Hook, donde reinó por muchos años,honrado y respetado, tanto que nunca contóuna historia sin que se la creyeran o hizo unabroma sin que todos rieran sobre ella.