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CONTENIDO

Página

Presentación 9

Preámbulo 13

Introducción 15

El espejo 19

Se levantó muy despacito y sin hacer el menor ruido

20

Olvidar 27

Todos en el pueblo 28

La partida 32

Vivir para olvidar los recuerdos 33

¡Silencio! 40

El origen de la narrativa. Siguiendo a Lorenzo Ñachama, el soñante Ticuna

32

Colombia 48

Nubgidili 49

Costumbre 60

El otro yo de Myriam 61

A partir de ti 67

El librito anaranjado 69

Claroscuro 78

Recuerdos de un recuerdo 81

Venganza 90

Sólo con palabras 91

Dejavú 99

El tesoro de Sergio 100

Pobres 116

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El mundo de Santiago 117

Sobre esta piel 125

Colores que se escuchan y hablan 127

Pecadores 136

Mirar para ver 137

El tope 147

Armando logaritmos metafóricos 148

¿Para qué? 158

Las fiestas de la Virgen de la O 159

Resistencia 166

Un silogismo para sí misma 167

La mirada 173

Respuestas 174

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El espejo

De pronto, comprendió  que no había en el mundo  quien comprendiera mejor  

la soledad de su alma  que su propio espejo…  y nunca se mintieron.

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SE LEVANTÓ MUY DESPACITO Y SIN HACER EL MENOR RUIDO

  

Tan pobre me estoy quedando que ya ni siquiera estoy 

conmigo, ni sé si voy conmigo a solas viajando. 

Antonio Machado   

Virginia se levantó sin hacer el menor ruido, muy despacito, como todos 

los días; se lavó los dientes, se dio una ducha con agua muy caliente y luego de 

secarse  se  vistió  con  cada  una  de  las  prendas  que  usaría  ese  día  para  ir  a  la 

oficina. Concluyó su arreglo, rociando un poco de perfume detrás de sus orejas y 

poniendo en cada rotito de ellas unos pequeños topos de fantasía que querían 

asemejarse a un par de perlas. Después de tomarse una taza de café con  leche 

acompañada  de  un  trozo  de  pan  fresco  untado  con mermelada  de  fresa,  se 

anudó  al  cuello  una  bufanda  de  seda  de  color  azul  oscuro,  pues  el  aúllo  del 

viento  le anunciaba que hacía  frío  y, además  jugaba  con  su mirada  triste  y el 

tono gris de su vestido de paño. 

 Vivía sola y cuando estaba en su casa no hablaba con nadie porque no tenía con 

quien hacerlo. Se había acostumbrado tanto al permanente ruido de los carros y 

buses que circulaban día y noche por la congestionada calle que se veía desde la 

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ventana de su alcoba,  la misma que se percibía desde su pequeño estudio y de 

su salón‐comedor, que ya ni siquiera los escuchaba. Como todos los días, bajó a 

las siete de la mañana a tomar el pequeño bus blanco pintado con rayas rojas y 

verdes  que  en  el  transcurso  de  una  hora  la  conduciría  a  sentarse  detrás  del 

pequeño  escritorio,  adjudicado  en  el  bufete  de  abogados  en  el  cual  laboraba 

como secretaria. 

 Su  trabajo  transcurría entre contestar al  teléfono y preparar café para sus dos 

jefes. Uno de ellos, el doctor Arévalo, era un hombre amable, de cabellos canos 

y  una  cuidada  barba  blanca;  se  dirigía  a  ella  sin  siquiera  darse  cuenta  de  su 

presencia, pues al pasar a su lado, apenas si le ofrecía un buenos días, siguiendo 

con  su  lento  andar  hasta  una  elegante  oficina  atosigada  de  libros  incunables, 

papeles entre amarillentos y blancos, cuadros donde se apreciaban siluetas de 

ciudades lejanas, retratos familiares de muchos tamaños con personas de todas 

las edades posibles y varios muebles carcomidos por la vejez.  

 El otro jefe era el doctor Cuellar, un gordito simpático, de baja estatura, vestido 

siempre  con  chaqueta  a  cuadros  y  zapatos  con  enormes  suelas  de  goma, 

encargadas de anunciar su llegada al escucharse su fastidioso rastrillar contra el 

piso de caucho color arena; al entrar,  siempre  lucía  sonriente y  todos  los días 

emitía un característico y gutural sonido cuando decía: ¿Cómo amaneció usted, 

señorita  Virginia?  Pregunta  a  la  que  ella  cotidianamente  respondía  con  las 

primeras palabras del día: Muy bien, gracias, ¿y usted? – También bien, gracias, 

era la respuesta de siempre, antes de encaminarse a otra oficina, más pequeña, 

con  escasos  muebles,  unas  cuantas  carpetas  llenas  de  papeles,  un  viejo 

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computador que  tardaba quince minutos en dar vía  libre y muchos  lápices  sin 

punta regados por todas partes. 

 El aparato  telefónico de Virginia  generalmente  sonaba a eso de  las diez de  la 

mañana,  justo cuando ella acababa de  terminar de pasar  la  segunda  ronda de 

tazas de café; ella sabía que al otro  lado del auricular se encontraba  la esposa 

del doctor Arévalo a quien le urgía saber dónde iba a almorzar ese día su marido, 

a pesar de que siempre lo hacía en casa debido a que no le podía faltar su cuarto 

de hora para la siesta. De todas maneras, ella amablemente siempre respondía: 

Arévalo y Cuellar, bufete de abogados, ¿a la orden? Habla Virginia – Buenos días 

señorita,  soy  la  esposa  del  doctor  Arévalo,  ¿me  podría  comunicar  con  él,  por 

favor?    Y,  así  lo  hacía  después  de  decir:  Claro  señora,  con mucho  gusto,  en 

seguida la comunico. 

 Luego  llegaba  la  hora  de  almorzar  y  Virginia  salía  a  un  restaurante  barato 

ubicado en una esquina a dos cuadras de la oficina, en el que le servían siempre 

lo mismo: un plato de sopa bastante escasa de sal, con trozos de papa, verduras 

y  pasta moldeada  como  la  concha  de  un  caracol,  ingredientes  que  nadaban 

libremente y a sus anchas en una alberca de caldo; luego le pasaban una bandeja 

ovalada  llena de arroz y papa  sancochada, en  la que en uno de  sus bordes  se 

asomaba  una  ensalada  con  algunas  gotas  de  limón  puestas  sobre  unas 

marchitadas  lechugas y unas mal tajadas rodajas de tomate y, en otro angosto 

espacio, un pequeñísimo  trozo de carne de  res o de pollo asado; ésta siempre 

estaba acompañada de un aguado jugo de la fruta de cosecha y, como postre un 

caramelo envuelto en un papel de hermoso e  impredecible color. Comía sola y 

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pausadamente,  para  regresar  a  sentarse  en  el  mismo  sitio  a  responder  las 

llamadas dirigidas a sus jefes, las cuales por la tarde se incrementaban.  

 En  la  oficina  cada  jefe  tenía  su  propia  línea  telefónica  y  ella  deducía  que  los 

asuntos de  los abogados debían poderse  resolver  fácilmente por esta vía pues 

en el poco  tiempo que  llevaba  trabajando allí, muy pocas personas  se habían 

acercado a visitarlos. A eso de las 5:30 de la tarde, una vez manifestados los dos 

Hasta mañana, doctor, salía para retomar el bus blanco pintado con rayas rojas y 

verdes  que  se  trasladaba  en  sentido  contrario,  para  conducirla  a  su 

apartamento, donde comía cualquier cosa y se iba a recostar a la cama a ver las 

telenovelas  que  pasaban  todos  los  días,  a  la misma  hora  y  en  las  que  nunca 

sucedía nada extraordinario. Eran  las tragedias que presentaban en el noticiero 

de las 10:00 de la noche, las que la invitaban a dormir hasta el día siguiente, en 

el que también se levantaba muy despacito y sin hacer el menor ruido. 

 Un martes cualquiera, cuando estaba cayendo un  torrencial aguacero  sobre  la 

ciudad, hacia  las 11:30 de  la mañana  llegó al bufete un muchacho  joven, alto, 

delgado  y muy  bien  parecido,  estilando  por  todas  partes  agua  ya  llovida.  Al 

intentar  entrar,  se  abstuvo  de  hacerlo  pues  notó  que  los  enormes  ojos  de 

Virginia lo miraban con sorpresa; él se convenció de que la expresión de aquella 

bella  joven  se  debía  al  lamentable  estado  de  su  emparamado  traje.  Como 

Virginia no  sabía qué hacer,  intentó una  amable  sonrisa, pero  su  rostro no  le 

respondió.  Sus  músculos  faciales  permanecieron  estáticos,  sus  labios  no  se 

movieron de su acostumbrado  lugar y por más que  lo ansiaba, no podía hacer 

que  su  boca  se  estirara  y  se  anchara  para  que  de  ella  saliera  esa  mueca 

característica de toda leve sonrisa. 

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 Muy  asustada  corrió  al  baño  para mirarse  en  el  espejo,  pero  su  cara  estaba 

quieta,  los músculos de sus mejillas no se movían ni un milímetro, aunque con 

las  yemas  de  los  dedos  de  ambas manos  pretendiera  estirarlas  hacia  donde 

concluyen  las orejas.  Intentó este ejercicio más de una vez, se golpeó el rostro 

con  las palmas de sus manos, pero su expresión seguía siendo neutral, como si 

se  estuviera  secando o  se hubiera  estancado.  Lo que más  la  aterró  fue darse 

cuenta de que sus ojos no tenían ningún movimiento, no giraban para mirar a la 

izquierda  ni  a  la  derecha,  sino  que  resolvieron  estacionarse  en  el  centro  del 

globo ocular  y Virginia no pudo  lograr que  se  apartaran del  espejo  en  el que 

mirándose asombrados se reflejaban. 

 Decidió echarse agua fría y luego caliente, pero al no obtener ningún resultado, 

volvió a salir para atender al visitante, sin poder entender ni dejar de pensar en 

lo que  le estaba sucediendo. El  joven  le explicó que venía a dejar unos papeles 

que le habían enviado a los abogados sobre un caso y ella debía firmar copias de 

las cartas donde se verificaría que todos  los documentos habían sido recibidos. 

Ella  firmó  sin  darse mucha  cuenta  de  lo  que  hacía  y  sin mirar  de  frente  al 

muchacho quien, usando como pretexto una dulce mirada, la estaba invitando a 

charlar un poco. 

 El  apuesto  mensajero  salió  desconcertado  y  desorientado  por  lo  ocurrido, 

mientras  Virginia,  sin  pensarlo  dos  veces,  regresó  al  espejo,  frente  al  cual 

nuevamente volvió a ensayar a ampliar su boca hacia ambos lados, pero al igual 

que antes,  la quietud de su expresión se mantenía  intacta e  inamovible. Probó 

otros  gestos,  pero  le  resultaron  imposibles;  su  cara  no  tenía  la  capacidad  de 

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sorprenderse, ni de hacerse la triste, ni la displicente, ni la coqueta, a través de 

muecas actuadas de manera voluntaria. Muy despacio, pronunció cada una de 

las  tres  primeras  vocales:  las  “Aes”,  las  “Ees”  y  las  “Íes”  le  sonaban  fingidas, 

aunque elegantes y bastante refinadas. Las “Óes” y las “Úes”  le resultaban más 

cómodas y  fáciles de articular, a pesar de que en el  interior de  su cerebro  las 

escuchaba con un acento un poco afrancesado. Pasó la hora del almuerzo y ella 

continuaba estacionada gesticulando  frente al espejo,  tratando  inútilmente de 

sacar cualquier expresión de su inerte cara. 

 Al recibir las llamadas telefónicas diarias, ella sentía que su voz sonaba extraña, 

pero  como ninguno de  sus  jefes  le  comentó nada,  ella  continuó  con  su  labor 

hasta  llegar  a  su  casa,  donde  ante  el  espejo  nuevamente,  volvió  a  tratar  de 

enviarse  una  sonrisa  para  sí  misma,  sin  obtener  ningún  resultado.  Al  día 

siguiente resolvió visitar al médico, quien  le dijo no notar nada extraño, ningún 

tipo de atrofia muscular, ni señales de una parálisis facial, ni nada que resultara 

fuera de lo que podría considerarse como normal. Antes de salir de la consulta, 

con cierto tono jocoso el doctor le dijo: En ocasiones los músculos no responden 

a  los  impulsos enviados por el  sistema nervioso y entonces  se vuelven duros o 

flácidos por  la  falta de uso.  Le  recomiendo que piense y  recuerde hace  cuánto 

que  no  sonríe…  quizá  eso  nos  ayude  a  encontrar  la  causa  y  el  origen  de  su 

problema.  

 Concluida  la  cita  médica  y  camino  a  su  oficina,  Virginia  cerró  los  ojos  para 

recordar  cuánto  tiempo  hacía  que  en  su  rostro  no  se  había  dibujado  alguna 

expresión de alegría, de dolor o de tristeza y trató de precisar con exactitud  la 

última vez que había sonreído o, al menos, contenido una  sonrisa. A pesar de 

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reconocer su  juventud, se dijo a sí misma: Debió haber sido hace muchos, pero 

muchos años y nadie  lo había notado, ni  siquiera yo. Quizá  las pocas historias 

vividas  durante  su  existencia  se  habían  encargado  de  endurecerle  el  ánimo  y 

secarle  la sonrisa; cuando esto ocurre, pensó para sí misma, se abre paso a  la 

nostalgia  y  cuando  la nostalgia  se  apodera de  la  vida  se pierde el  rumbo que 

conduce a la alegría.  

 Al  otro  día,  con  su  vieja  cara  nueva,  volvió  a  trabajar  como  si  nada  hubiera 

sucedido; la mañana se convirtió en una interminable tarde que se fue haciendo 

noche  a pesar del  resplandor del  sol  y,  como  siempre,  ese día nadie  la notó, 

nadie  la miró de  frente, nadie se dio cuenta de su presencia ni de su soledad, 

nadie se preocupó por ella y, nadie notó que ese día ella continuaba cosiendo su 

historia con hilos invisibles de arena y de sombra, y también ese día, como cada 

uno de todos sus días, ella se levantó muy despacito y sin hacer el menor ruido.

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Olvidar

A los 48 años, aquel hombre,  comenzó a dejar de recordar  

hasta que, cierto día,  logró olvidarlo todo. 

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TODOS EN EL PUEBLO   

Vámonos inmóviles de viaje  para ver la tarde de siempre con otra mirada,  

para ver la mirada de siempre  con distinta tarde.  Xavier Villaurrutia

  

Todos  en  el  pueblo  miraban  extrañados  la  actitud  corporal  que 

últimamente había  adoptado Alejandra, pues  aunque  la  conocían desde hacía 

mucho  tiempo, nunca se habían percatado de que ella  tuviera algún problema 

en  los músculos o en  los huesos de  la espalda o del  cuello.  La  verdad es que 

consciente  y  voluntariamente,  desde  hacía  un  mes,  ella  misma  se  había 

empeñado  en  caminar  echando  la  cabeza  cada  vez más  hacia  atrás,  como  si 

estuviera mirando de una manera curiosa y persistente cada centímetro azul de 

cielo, por lo general repleto de flotantes e irregulares nubes.  

 En efecto, Alejandra no bajaba jamás  la cabeza; ni siquiera cuando su tobillo se 

doblaba al pisar  los  innumerables huecos que brotan de  las aceras pueblerinas, 

como si fueran cicatrices que con el sol se afianzan y saben que nunca sanarán; 

por el contrario, cada vez con más ahínco recostaba su cabeza de una manera 

muy aguda sobre la parte más alta de su espalda y se concentraba en memorizar 

las  figuras  que  formaba  el  roto  pavimento  al  tiempo  que  iba  picoteando  el 

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asfalto, sin dejar de pensar que quizá ese día podría ocasionarle estragos en los 

ligamentos de alguno de sus pies. 

 Cuando estaba sentada, su posición corporal era  idéntica, a tal punto que optó 

por  comprar unos asientos muy bajitos,  casi a  ras del piso, para  trabajar más 

cómodamente en el computador y para estar más segura de que el bocado de 

comida que se llevaría a la boca sin mirar el tenedor o la cuchara no se caería, o 

para no dejar escurrir ni una sola gota del  líquido caliente o  frío que con gran 

esfuerzo  bebía.  Todos  en  el  pueblo  también  se  preguntaban  cómo  dormiría, 

cómo haría para voltearse en  la cama del  lado  izquierdo para el derecho y del 

derecho para el  izquierdo,  cómo podría descansar boca arriba o boca abajo…, 

cómo miraría  la  televisión…, cómo sabría que ya  iba a hervir  la  leche o que el 

arroz ya estaba a punto… 

 ‐  La  señorita Alejandra debe  tener algún problema  serio  en  la parte de arriba de  la columna vertebral‐ comentó alguien un día, haciendo correr la misma  idea por la mente de  los habitantes de todo el pueblo, voz que se  volvió  cotidiana entre  las personas del  lugar, quienes al  comienzo  la miraron con esa piedad que se va tornando en costumbre. 

 Pasaron  los años y Alejandra continuó caminando  torcidamente por el mundo. 

Todos en el pueblo se habían ido acostumbrando a su inusitado gesto postural y 

a  conversar  con  ella  sin mirarla  a  los  ojos  sino  a  su  estirado  cuello. Hasta  la 

costurera se puso en  la tarea de elaborar unos moldes especiales para que  los 

vestidos de Alejandra no se arrugaran ni se le formaran bolsas llenas de aire en 

la espalda ni se estirara fingidamente la tela que iba colocada sobre su pecho. 

 

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Pero un día, Alejandra salió a  la calle caminando como cualquier mortal, con  la 

cabeza erguida y muy bien puesta sobre su  largo cuello que, como por arte de 

magia, permanecía más  vertical que nunca.  Sin ningún esfuerzo, miraba hacia 

arriba o hacia abajo  según  lo exigieran el  camino,  los huecos de  la acera  y el 

momento. Todos en el pueblo pensaron que se había curado de su mal y no se 

explicaban  cómo  había  ocurrido  tan milagrosa  sanación,  pues  también  todos 

sabían  que  ella  jamás  se  había  acercado  a  un  médico  para  consultarle  su 

enfermedad. Precisamente, aunque en ese momento no se atrevió a decírselo 

de frente, fue el médico del pueblo el primero en manifestar su asombro al ver 

caminar a Alejandra por  la calle principal, sin ningún peso  sobre  sus hombros, 

llevando su espalda bien alineada y con la naturalidad que la había caracterizado 

desde cuando era una niña. 

 Pasaron otros años y Alejandra comenzó a envejecer tan derecha como un poste 

de  la  luz.  Caminaba  con  su  espalda  y  su  nuca  desdobladas  y  jamás  notó  que 

alguien en el pueblo se hubiera fijado en sus cambios posturales, hasta cuando 

el mismo médico una  tarde  la detuvo para  interrogarla acerca de  su mal y  su 

repentina cura. Ella, extrañada y desparpajadamente, le dijo: 

 ‐ Mire doctor,  le voy a  contar mis pensamientos aunque  creo que quizá usted no los entenderá. Todo mi mal se ocasionó por la voluntad de vivir, por  la necesidad de  librarme de mis propias batallas  físicas  y mentales. Cuando de una manera voluntaria mi cuerpo adoptó esa posición, era una época  que  para  mí  significaba  la  incompatibilidad  de  los  verbos conjugados en  futuro con  las acciones venideras; a  todo  instante yo me decía ‘quisiera… desearía… amaría… pudiera ser…’, pero éstos eran verbos que sólo tenían cabida en una cajita de sueños y que yo bien sabía, nunca podría abrir.   

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En  ese  tiempo,  estaba  yo  enamorada  de  un  amor  imposible  y  a  todo momento me  daban  ganas  de  que  se me  enredaran  las  palabras  para decir  lo  que  nunca  había  dicho;  pero  también  y,  especialmente,  sentía muchos  deseos  de  llorar;  sin  embargo,  al mismo  tiempo  yo  no  quería dejarme  vencer  por  los  deseos.  Por  eso,  me  concentré  en  asentir  y repetirme que el pasado era  lo único que podía reconocer como seguro… Fue entonces cuando me sumergí en la lectura, en leer cualquier libro que encontrara en mi camino.   Un día leí y me enamoré de la Ley de la Gravitación, esa que afirma que la gravedad es una fuerza de atracción mutua que experimentan dos objetos que tienen masa; además, la misma Ley dice que el efecto de la fuerza de gravedad  sobre  un  cuerpo  suele  asociarse;  dicho  en  lenguaje  más cotidiano, me obsesioné con el concepto del término “peso”, que es el que en  últimas  hace  que  los  objetos  caigan  con  una  enorme  y  constante aceleración sobre la Tierra, ocasionando una atracción entre ambos.   ¿Ya me entiende doctor? Sé que no es fácil comprender las razones de mi actitud. Yo, con la cabeza echada hacia atrás, lo único que quería era que mis  lágrimas no salieran de mis ojos y, para contrarrestar  las  leyes de  la física, lo mejor que encontré fue la explicación de Newton; él fue el único que pudo ayudarme a que mi llanto se mantuviera estacionado dentro de las cuencas de mis ojos, hasta cuando finalmente y pasado tanto tiempo, se evaporó y dio  lugar a  la  inevitable necesidad de olvido… Eso significó que había  llegado  la hora de caminar normalmente y sin correr el riesgo de ver ni sentir resbalar una gota de llanto sobre mi rostro.  

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La partida

A pesar de estar ahí,  ella se había ido mucho antes  

de que él emprendiera  la partida. 

             

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VIVIR PARA OLVIDAR LOS RECUERDOS   

Y, ¿somos esa imagen que soñamos, sueños al tiempo hurtados, 

sueños del tiempo por burlar al tiempo? Octavio Paz

  

Al  cumplir  sesenta  años,  a Alicia no  le  era difícil dar un paseo por  sus 

recuerdos; con solo cerrar  los ojos,  las evocaciones pasadas y recientes surgían 

como imágenes que transitaban del blanco y negro a los colores fuertes y ácidos, 

de una forma tan rápida, que ella apenas notaba el cambio tonal. Rememorar su 

tranquila  e  inhóspita  niñez,  la  llevaba  a  apreciar  las  comodidades  que  hoy 

permiten los avances científicos y tecnológicos… Con un tono algo nostálgico les 

contaba a sus nietos:  

 ‐  Era  una  época  sin  televisión,  sin  celular,  sin  computadora  ni  juegos virtuales, sin centros comerciales… sólo salíamos a jugar a la calle con los vecinos  para  divertirnos  dando  papirotazos  a  las  canicas…,  nos montábamos  en  los  carritos  de  balineras  para  echarnos  a  rodar  calle abajo… corríamos mucho y nuestras rodillas eran espacios propicios para diagnosticar  que  sufríamos  de  sangrado  crónico.  Cuando  llovía,  las muñecas  de  trapo  hechas  con  retazos  de  telas multicolores  y  texturas infinitas,  eran  nuestras  amigas  más  cercanas  y,  cualquier  cachivache considerado digno de ser  llevado al basurero, se convertía mágicamente en lo que cada quien quisiera que fuera. 

 

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Entre  juegos,  castigos,  regaños  y  coscorrones,  Alicia  aprendió  a  leer 

silábicamente para luego hacerlo de corrido respetando puntos y comas, signos 

de admiración e  interrogación, así como a escribir o mejor a reescribir con una 

impecable  letra,  lo que ya estaba escrito en  los  libros conformados por dibujos 

alusivos y palabras apeñuscadas,  cuyo objetivo estaba explícito en el  título de 

una preciosa cartilla, y era el de confirmar que había una “Alegría de leer”; allí se 

leían y releían frases como mi mamá me ama, mi mamá me mima, yo amo a mi 

mamá o Anita lava la tina, alegría que igualmente se traducía en el intento por 

evitar  parecerse  al  pálido  niño  allí  dibujado  con  un  enorme  gorro  de  burro 

colocado sobre su rubia cabeza, forma de castigarlo por ser un mal estudiante, 

quizá  porque  no  había  distinguido  la  palabra  “uva”  junto  a  un  racimo  de 

pelotitas moradas o al enano que se encontraba sentado con cara de aburrido 

junto a la letra “e”.         

 Pensar  su  adolescencia  remitía  a  Alicia  a  los  novios  a  escondidas,  cuyos 

encuentros  a  duras  penas  se  producían  en  las  inocentes  fiestas  vespertinas, 

donde no se pensaba siquiera en un inocente beso.  

 ‐  Sólo  bailábamos  música  tropical,  muy  alejados  de  nuestra  pareja  y cantábamos  los  románticos  boleros  que  en  ese  entonces  estaban  de moda. Si nos gustaba algún muchacho o si alguna de nosotras le llamaba la atención a uno de ellos, esta atracción pasaba  inmediatamente a  ser reserva del sumario, pues en ese entonces era  inconcebible pensar en un ser  del  sexo  opuesto  o  soñar  en  que  alguien  algún  día  nos  amaría  con pasión… era algo extraño, pues a pesar de que nos enseñaban a bordar, a cocinar, a coser, a arreglar y ordenar la casa para cuando nos casáramos, nos  impedían  imaginar con quién  íbamos a hacerlo, hasta cuando  fuera un  hecho  pactado  por  nuestros  progenitores  y  los  de  nuestro  futuro esposo…  hasta  que  la  muerte  nos  separara.  Ese  día  llegaba  de  un momento a otro, muy a  las cinco de  la mañana y  sin que nos diéramos 

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mucha  cuenta; así  comenzaba nuestra nueva  vida de  señoras, amas de casa y madres, atendiendo todo a nuestro alrededor confiando en que las enseñanzas recibidas eran las más acertadas, indiscutibles  y verdaderas.  

 Al final de esta época, Alicia estaba concentrada en estudiar y repetir lo que no 

sabía si le gustaba o no, en un colegio regentado por un grupo de monjitas que a 

duras penas  sabían  leer y escribir, pues desde que nacieron,  sus  familiares  las 

habían  destinado  al  convento  y  los  años  para  algunas  escasos  y  para  otras 

suficientes,  los  habían  dedicado  a  repetir  padrenuestros,  salves,  credos  y 

avemarías,  sin  explicación  alguna.  Desde  luego,  igual  era  su  sistema  de 

enseñanza, y Alicia debía volver a reincidir día tras día en aprender de memoria 

las  tablas  de  multiplicar…,  las  fechas  marcadas  como  importantes  sobre  los 

desteñidos  libros  de  historia…,  las  capitales  de  cada  uno  los  departamentos, 

intendencias y comisarías en  las que entonces estaba fraccionada Colombia, así 

como las de aquellos países que quizá nunca conocería…, los poemas heroicos o 

aquellos que  le hablaban de una patria tan muda como su propia esperanza de 

vivir  una  vida  que mereciera  ser  recordada…  pero  que,  al menos  todo  así  lo 

indicaba, también culminaría en un mutismo inexplicable para finalmente llegar 

a una inconsecuente desesperanza y olvido.      

 La  época  de  la madurez  de  Alicia  llegó  rápidamente.  Su  vida  se  desenvolvía 

tomando decisiones  importantes que se movían entre  la cocina y  los múltiples 

quehaceres  y  nohaceres  domésticos;  en  su  mundo  era  necesario  definir  los 

deliciosos aromas y sabores de  las tres comidas diarias y en escoger  los colores 

que  se destacarían  sobre  los  suntuosos platos de porcelana heredados de  sus 

abuelas.  Acostumbraba  a  apuntar  en  una  libreta muy  ordenada  cada  receta 

culinaria que sus amigas le regalaban y siempre la ensayaba en familia antes de 

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prepararla para atender las múltiples cenas sociales organizadas por su esposo y, 

además, para enorgullecerse al sentir que sus viandas eran  las más apetecidas 

por quienes frecuentaban su casa.  

 Igual  ocurría  con  los  bordados  y  tejidos  con  los  que  acicaló  su  hogar  o  con 

aquellos  que  iba  guardando  para  cuando  tuviera que  hacer un  regalo  o  se  le 

ofreciera  cumplir  con un  compromiso.  Tejer  se  convirtió  en  su  razón de  vida, 

pues era  como un  ritual en el que armoniosamente danzaban  sus manos,  sus 

brazos y sus ojos, siguiendo el mismo ritmo con el que se desenrollaba el hilo de 

la madeja y con la misma cadencia con la que se mecían cada una de las palabras 

que pronunciaba al ir formando las lazadas, que muy lentamente y una a una se 

iban convirtiendo en un  individual, un mantel, un suéter o una llamativa franja. 

Alicia  tejió  siempre,  extraviada  en  su  mundo  anónimo,  catando  recuerdos, 

bordando  querencias,  recreando  sus mejores  remembranzas  y,  sin  importarle 

que  sus manos  se  fueran  haciendo  viejas  y  se  volvieran  torpes  para manejar 

adecuadamente las agujas, manos que fueron llenándose de unas manchas cada 

día más  oscuras,  que  según  ella misma  decía,  se  encargaban  de  ir marcando 

aristocráticamente el paso del tiempo.    

 En  ese  entonces  ella  pensó  que  su misión  ya  había  sido  cumplida  y  se  veía 

reflejada en sus seis hijos casados y con nuevos hijos, su marido que permanecía 

siempre en casa pues había tomado la decisión de pensionarse, su casa a la que 

nada le faltaba, sus amigos de todos los días que cada vez eran más escasos, sus 

canas que parecían pintadas con un fino pincel, su falta de temas para pensar y 

de problemas por resolver. Es este el momento en el que ella recapacitó sobre la 

razón del vivir, en el porqué había vivido y en el para qué seguirlo haciendo; es 

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también  el momento  de  los  recuerdos,  de  repetir  y  repetir  de  una manera 

permanente  a  quienes  estaban  dispuestos  a  escucharla,  lo  que  había  sido  su 

vida, jamás lo que sería, porque ya no podía ser otra cosa que la cotidianidad de 

hacer  lo  que  se  hace  cuando  los  años,  los  días,  las  horas  y  los minutos  se 

suceden sin que nada los marque con algo importante, sino que van llenándose 

con movimientos oscilantes marcados por el permanente tic‐tac del tiempo que 

pasa sin dejar promesas, sin permitir la existencia de unos sueños que no dejan 

huellas sino sólo un montón de frases deshilvanadas.  

 Fue así, con un opaco brillo en sus ojos y  los recuerdos apelmazados dentro de 

su  cabeza blanca,  como Alicia  llegó a  la dignidad de  la  vejez. De  tanto  contar 

repetidamente  los momentos  que  hacían  la  historia  de  su  vida,  se  le  fueron 

mezclando todas las innumerables recetas de cocina, las puntadas de sus tejidos, 

bordados y costura, los nombres y caras de aquellos que aún amaba, los hechos 

vividos que dentro de  su cabeza y a  través de  sus palabras  iban  recordando y 

repitiendo  sin  cesar,  además  de  ir  adquiriendo  una  enorme  y  fantástica 

capacidad de olvidar y desconocer el presente de su entorno, porque para ella 

carecía  de  importancia  aquello  que  acontecía  a  su  alrededor,  aunque  en 

ocasiones  de  le  escapara  una  puntada  de  ternura.  Quizá,  ella  no  deseaba 

soportar sus antiguas penurias y por eso dejó de nombrarlas, derogándolas por 

sus dolorosos silencios.  

 Su familia se preocupó y el diagnóstico del mal de Alzheimer no tardó en llegar y 

con él muchas consultas médicas, más de diez pastillas de diversos colores para 

injerir diariamente, millones de cuidados que afianzaban  la  idea y favorecían el 

progresivo diagnóstico de su  irreversible  invalidez mental, acompañada de una 

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evidente delgadez, no  sólo hacia  lo ancho de  su  cuerpo  sino  también hacia  lo 

alto; me estoy encogiendo, se decía cada vez que se miraba al espejo con el fin 

de revisar la enorme ropa que hacía escasos tres meses  le había confeccionado 

sobre medidas una experta costurera.  

 Debido  a  que  según  afirmaban  sus  seres  cercanos  la  inconciencia  de  Alicia 

persistía,  los  cuidados  hacia  sus  vivencias  y  quehaceres  eran  cada  vez  más 

vigilados por quienes la rodeaban. Asignaron a alguien para que le suministrara 

los remedios, dispusiera lo que debía comer y beber, a dónde podía ir y a dónde 

no, qué  tenía que pensar y cómo debía manejar  sus pensamientos,  con quién 

podía hablar y  lo que era más prudente decirle a su  interlocutor, quiénes eran 

sus amigos y a quiénes debía negársele el estar con ella. Aquella vida en  la que 

ser  responsable  de  tanto  y  de  tantos,  había  concluido  en  un mundo  invisible 

construido  de  falsas  esperanzas  y  laberínticas  suposiciones,  dentro  del 

encerrado espacio de su apartamento, reflejándose en instantes de silencio o de 

ira o de dolor que, aunque le permitían seguir respirando para sentirse viva, no 

le  ratificaban unas cuantas  razones para masticar sus pensamientos o darse el 

lujo de soñarse a sí misma.  

 Sí, se puede decir que ahora Alicia sólo vivía para ir adquiriendo la destreza, para 

ir desarrollando  la competencia de olvidar sus propios recuerdos, mediante un 

interminable  proceso  de  purificación  que  le  ayudaba  a  espantar  las miserias 

mientras  daba  paso  a  las  reminiscencias  dichosas.  Todo  esto  hacía  que  ella 

permaneciera horas enteras tejiendo ayeres o destejiendo mañanas, sentada en 

algún  lugar de su casa, amortajando rutinas hechas de espectros de sueños sin 

hacer, poniendo  toda su atención en el  sigilo o,  tal vez pensando, pensando y 

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pensando en mil cosas, como si la experiencia pudiera engañar a la conciencia, al 

unísono con  las  largas agujas acompasadas por el melancólico sonido del reloj, 

que cada segundo le gritaba calladamente su preocupación por sentirse solidario 

con ella.