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CONTENIDO
Página
Presentación 9
Preámbulo 13
Introducción 15
El espejo 19
Se levantó muy despacito y sin hacer el menor ruido
20
Olvidar 27
Todos en el pueblo 28
La partida 32
Vivir para olvidar los recuerdos 33
¡Silencio! 40
El origen de la narrativa. Siguiendo a Lorenzo Ñachama, el soñante Ticuna
32
Colombia 48
Nubgidili 49
Costumbre 60
El otro yo de Myriam 61
A partir de ti 67
El librito anaranjado 69
Claroscuro 78
Recuerdos de un recuerdo 81
Venganza 90
Sólo con palabras 91
Dejavú 99
El tesoro de Sergio 100
Pobres 116
El mundo de Santiago 117
Sobre esta piel 125
Colores que se escuchan y hablan 127
Pecadores 136
Mirar para ver 137
El tope 147
Armando logaritmos metafóricos 148
¿Para qué? 158
Las fiestas de la Virgen de la O 159
Resistencia 166
Un silogismo para sí misma 167
La mirada 173
Respuestas 174
El espejo
De pronto, comprendió que no había en el mundo quien comprendiera mejor
la soledad de su alma que su propio espejo… y nunca se mintieron.
20
SE LEVANTÓ MUY DESPACITO Y SIN HACER EL MENOR RUIDO
Tan pobre me estoy quedando que ya ni siquiera estoy
conmigo, ni sé si voy conmigo a solas viajando.
Antonio Machado
Virginia se levantó sin hacer el menor ruido, muy despacito, como todos
los días; se lavó los dientes, se dio una ducha con agua muy caliente y luego de
secarse se vistió con cada una de las prendas que usaría ese día para ir a la
oficina. Concluyó su arreglo, rociando un poco de perfume detrás de sus orejas y
poniendo en cada rotito de ellas unos pequeños topos de fantasía que querían
asemejarse a un par de perlas. Después de tomarse una taza de café con leche
acompañada de un trozo de pan fresco untado con mermelada de fresa, se
anudó al cuello una bufanda de seda de color azul oscuro, pues el aúllo del
viento le anunciaba que hacía frío y, además jugaba con su mirada triste y el
tono gris de su vestido de paño.
Vivía sola y cuando estaba en su casa no hablaba con nadie porque no tenía con
quien hacerlo. Se había acostumbrado tanto al permanente ruido de los carros y
buses que circulaban día y noche por la congestionada calle que se veía desde la
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ventana de su alcoba, la misma que se percibía desde su pequeño estudio y de
su salón‐comedor, que ya ni siquiera los escuchaba. Como todos los días, bajó a
las siete de la mañana a tomar el pequeño bus blanco pintado con rayas rojas y
verdes que en el transcurso de una hora la conduciría a sentarse detrás del
pequeño escritorio, adjudicado en el bufete de abogados en el cual laboraba
como secretaria.
Su trabajo transcurría entre contestar al teléfono y preparar café para sus dos
jefes. Uno de ellos, el doctor Arévalo, era un hombre amable, de cabellos canos
y una cuidada barba blanca; se dirigía a ella sin siquiera darse cuenta de su
presencia, pues al pasar a su lado, apenas si le ofrecía un buenos días, siguiendo
con su lento andar hasta una elegante oficina atosigada de libros incunables,
papeles entre amarillentos y blancos, cuadros donde se apreciaban siluetas de
ciudades lejanas, retratos familiares de muchos tamaños con personas de todas
las edades posibles y varios muebles carcomidos por la vejez.
El otro jefe era el doctor Cuellar, un gordito simpático, de baja estatura, vestido
siempre con chaqueta a cuadros y zapatos con enormes suelas de goma,
encargadas de anunciar su llegada al escucharse su fastidioso rastrillar contra el
piso de caucho color arena; al entrar, siempre lucía sonriente y todos los días
emitía un característico y gutural sonido cuando decía: ¿Cómo amaneció usted,
señorita Virginia? Pregunta a la que ella cotidianamente respondía con las
primeras palabras del día: Muy bien, gracias, ¿y usted? – También bien, gracias,
era la respuesta de siempre, antes de encaminarse a otra oficina, más pequeña,
con escasos muebles, unas cuantas carpetas llenas de papeles, un viejo
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computador que tardaba quince minutos en dar vía libre y muchos lápices sin
punta regados por todas partes.
El aparato telefónico de Virginia generalmente sonaba a eso de las diez de la
mañana, justo cuando ella acababa de terminar de pasar la segunda ronda de
tazas de café; ella sabía que al otro lado del auricular se encontraba la esposa
del doctor Arévalo a quien le urgía saber dónde iba a almorzar ese día su marido,
a pesar de que siempre lo hacía en casa debido a que no le podía faltar su cuarto
de hora para la siesta. De todas maneras, ella amablemente siempre respondía:
Arévalo y Cuellar, bufete de abogados, ¿a la orden? Habla Virginia – Buenos días
señorita, soy la esposa del doctor Arévalo, ¿me podría comunicar con él, por
favor? Y, así lo hacía después de decir: Claro señora, con mucho gusto, en
seguida la comunico.
Luego llegaba la hora de almorzar y Virginia salía a un restaurante barato
ubicado en una esquina a dos cuadras de la oficina, en el que le servían siempre
lo mismo: un plato de sopa bastante escasa de sal, con trozos de papa, verduras
y pasta moldeada como la concha de un caracol, ingredientes que nadaban
libremente y a sus anchas en una alberca de caldo; luego le pasaban una bandeja
ovalada llena de arroz y papa sancochada, en la que en uno de sus bordes se
asomaba una ensalada con algunas gotas de limón puestas sobre unas
marchitadas lechugas y unas mal tajadas rodajas de tomate y, en otro angosto
espacio, un pequeñísimo trozo de carne de res o de pollo asado; ésta siempre
estaba acompañada de un aguado jugo de la fruta de cosecha y, como postre un
caramelo envuelto en un papel de hermoso e impredecible color. Comía sola y
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pausadamente, para regresar a sentarse en el mismo sitio a responder las
llamadas dirigidas a sus jefes, las cuales por la tarde se incrementaban.
En la oficina cada jefe tenía su propia línea telefónica y ella deducía que los
asuntos de los abogados debían poderse resolver fácilmente por esta vía pues
en el poco tiempo que llevaba trabajando allí, muy pocas personas se habían
acercado a visitarlos. A eso de las 5:30 de la tarde, una vez manifestados los dos
Hasta mañana, doctor, salía para retomar el bus blanco pintado con rayas rojas y
verdes que se trasladaba en sentido contrario, para conducirla a su
apartamento, donde comía cualquier cosa y se iba a recostar a la cama a ver las
telenovelas que pasaban todos los días, a la misma hora y en las que nunca
sucedía nada extraordinario. Eran las tragedias que presentaban en el noticiero
de las 10:00 de la noche, las que la invitaban a dormir hasta el día siguiente, en
el que también se levantaba muy despacito y sin hacer el menor ruido.
Un martes cualquiera, cuando estaba cayendo un torrencial aguacero sobre la
ciudad, hacia las 11:30 de la mañana llegó al bufete un muchacho joven, alto,
delgado y muy bien parecido, estilando por todas partes agua ya llovida. Al
intentar entrar, se abstuvo de hacerlo pues notó que los enormes ojos de
Virginia lo miraban con sorpresa; él se convenció de que la expresión de aquella
bella joven se debía al lamentable estado de su emparamado traje. Como
Virginia no sabía qué hacer, intentó una amable sonrisa, pero su rostro no le
respondió. Sus músculos faciales permanecieron estáticos, sus labios no se
movieron de su acostumbrado lugar y por más que lo ansiaba, no podía hacer
que su boca se estirara y se anchara para que de ella saliera esa mueca
característica de toda leve sonrisa.
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Muy asustada corrió al baño para mirarse en el espejo, pero su cara estaba
quieta, los músculos de sus mejillas no se movían ni un milímetro, aunque con
las yemas de los dedos de ambas manos pretendiera estirarlas hacia donde
concluyen las orejas. Intentó este ejercicio más de una vez, se golpeó el rostro
con las palmas de sus manos, pero su expresión seguía siendo neutral, como si
se estuviera secando o se hubiera estancado. Lo que más la aterró fue darse
cuenta de que sus ojos no tenían ningún movimiento, no giraban para mirar a la
izquierda ni a la derecha, sino que resolvieron estacionarse en el centro del
globo ocular y Virginia no pudo lograr que se apartaran del espejo en el que
mirándose asombrados se reflejaban.
Decidió echarse agua fría y luego caliente, pero al no obtener ningún resultado,
volvió a salir para atender al visitante, sin poder entender ni dejar de pensar en
lo que le estaba sucediendo. El joven le explicó que venía a dejar unos papeles
que le habían enviado a los abogados sobre un caso y ella debía firmar copias de
las cartas donde se verificaría que todos los documentos habían sido recibidos.
Ella firmó sin darse mucha cuenta de lo que hacía y sin mirar de frente al
muchacho quien, usando como pretexto una dulce mirada, la estaba invitando a
charlar un poco.
El apuesto mensajero salió desconcertado y desorientado por lo ocurrido,
mientras Virginia, sin pensarlo dos veces, regresó al espejo, frente al cual
nuevamente volvió a ensayar a ampliar su boca hacia ambos lados, pero al igual
que antes, la quietud de su expresión se mantenía intacta e inamovible. Probó
otros gestos, pero le resultaron imposibles; su cara no tenía la capacidad de
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sorprenderse, ni de hacerse la triste, ni la displicente, ni la coqueta, a través de
muecas actuadas de manera voluntaria. Muy despacio, pronunció cada una de
las tres primeras vocales: las “Aes”, las “Ees” y las “Íes” le sonaban fingidas,
aunque elegantes y bastante refinadas. Las “Óes” y las “Úes” le resultaban más
cómodas y fáciles de articular, a pesar de que en el interior de su cerebro las
escuchaba con un acento un poco afrancesado. Pasó la hora del almuerzo y ella
continuaba estacionada gesticulando frente al espejo, tratando inútilmente de
sacar cualquier expresión de su inerte cara.
Al recibir las llamadas telefónicas diarias, ella sentía que su voz sonaba extraña,
pero como ninguno de sus jefes le comentó nada, ella continuó con su labor
hasta llegar a su casa, donde ante el espejo nuevamente, volvió a tratar de
enviarse una sonrisa para sí misma, sin obtener ningún resultado. Al día
siguiente resolvió visitar al médico, quien le dijo no notar nada extraño, ningún
tipo de atrofia muscular, ni señales de una parálisis facial, ni nada que resultara
fuera de lo que podría considerarse como normal. Antes de salir de la consulta,
con cierto tono jocoso el doctor le dijo: En ocasiones los músculos no responden
a los impulsos enviados por el sistema nervioso y entonces se vuelven duros o
flácidos por la falta de uso. Le recomiendo que piense y recuerde hace cuánto
que no sonríe… quizá eso nos ayude a encontrar la causa y el origen de su
problema.
Concluida la cita médica y camino a su oficina, Virginia cerró los ojos para
recordar cuánto tiempo hacía que en su rostro no se había dibujado alguna
expresión de alegría, de dolor o de tristeza y trató de precisar con exactitud la
última vez que había sonreído o, al menos, contenido una sonrisa. A pesar de
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reconocer su juventud, se dijo a sí misma: Debió haber sido hace muchos, pero
muchos años y nadie lo había notado, ni siquiera yo. Quizá las pocas historias
vividas durante su existencia se habían encargado de endurecerle el ánimo y
secarle la sonrisa; cuando esto ocurre, pensó para sí misma, se abre paso a la
nostalgia y cuando la nostalgia se apodera de la vida se pierde el rumbo que
conduce a la alegría.
Al otro día, con su vieja cara nueva, volvió a trabajar como si nada hubiera
sucedido; la mañana se convirtió en una interminable tarde que se fue haciendo
noche a pesar del resplandor del sol y, como siempre, ese día nadie la notó,
nadie la miró de frente, nadie se dio cuenta de su presencia ni de su soledad,
nadie se preocupó por ella y, nadie notó que ese día ella continuaba cosiendo su
historia con hilos invisibles de arena y de sombra, y también ese día, como cada
uno de todos sus días, ella se levantó muy despacito y sin hacer el menor ruido.
27
Olvidar
A los 48 años, aquel hombre, comenzó a dejar de recordar
hasta que, cierto día, logró olvidarlo todo.
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TODOS EN EL PUEBLO
Vámonos inmóviles de viaje para ver la tarde de siempre con otra mirada,
para ver la mirada de siempre con distinta tarde. Xavier Villaurrutia
Todos en el pueblo miraban extrañados la actitud corporal que
últimamente había adoptado Alejandra, pues aunque la conocían desde hacía
mucho tiempo, nunca se habían percatado de que ella tuviera algún problema
en los músculos o en los huesos de la espalda o del cuello. La verdad es que
consciente y voluntariamente, desde hacía un mes, ella misma se había
empeñado en caminar echando la cabeza cada vez más hacia atrás, como si
estuviera mirando de una manera curiosa y persistente cada centímetro azul de
cielo, por lo general repleto de flotantes e irregulares nubes.
En efecto, Alejandra no bajaba jamás la cabeza; ni siquiera cuando su tobillo se
doblaba al pisar los innumerables huecos que brotan de las aceras pueblerinas,
como si fueran cicatrices que con el sol se afianzan y saben que nunca sanarán;
por el contrario, cada vez con más ahínco recostaba su cabeza de una manera
muy aguda sobre la parte más alta de su espalda y se concentraba en memorizar
las figuras que formaba el roto pavimento al tiempo que iba picoteando el
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asfalto, sin dejar de pensar que quizá ese día podría ocasionarle estragos en los
ligamentos de alguno de sus pies.
Cuando estaba sentada, su posición corporal era idéntica, a tal punto que optó
por comprar unos asientos muy bajitos, casi a ras del piso, para trabajar más
cómodamente en el computador y para estar más segura de que el bocado de
comida que se llevaría a la boca sin mirar el tenedor o la cuchara no se caería, o
para no dejar escurrir ni una sola gota del líquido caliente o frío que con gran
esfuerzo bebía. Todos en el pueblo también se preguntaban cómo dormiría,
cómo haría para voltearse en la cama del lado izquierdo para el derecho y del
derecho para el izquierdo, cómo podría descansar boca arriba o boca abajo…,
cómo miraría la televisión…, cómo sabría que ya iba a hervir la leche o que el
arroz ya estaba a punto…
‐ La señorita Alejandra debe tener algún problema serio en la parte de arriba de la columna vertebral‐ comentó alguien un día, haciendo correr la misma idea por la mente de los habitantes de todo el pueblo, voz que se volvió cotidiana entre las personas del lugar, quienes al comienzo la miraron con esa piedad que se va tornando en costumbre.
Pasaron los años y Alejandra continuó caminando torcidamente por el mundo.
Todos en el pueblo se habían ido acostumbrando a su inusitado gesto postural y
a conversar con ella sin mirarla a los ojos sino a su estirado cuello. Hasta la
costurera se puso en la tarea de elaborar unos moldes especiales para que los
vestidos de Alejandra no se arrugaran ni se le formaran bolsas llenas de aire en
la espalda ni se estirara fingidamente la tela que iba colocada sobre su pecho.
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Pero un día, Alejandra salió a la calle caminando como cualquier mortal, con la
cabeza erguida y muy bien puesta sobre su largo cuello que, como por arte de
magia, permanecía más vertical que nunca. Sin ningún esfuerzo, miraba hacia
arriba o hacia abajo según lo exigieran el camino, los huecos de la acera y el
momento. Todos en el pueblo pensaron que se había curado de su mal y no se
explicaban cómo había ocurrido tan milagrosa sanación, pues también todos
sabían que ella jamás se había acercado a un médico para consultarle su
enfermedad. Precisamente, aunque en ese momento no se atrevió a decírselo
de frente, fue el médico del pueblo el primero en manifestar su asombro al ver
caminar a Alejandra por la calle principal, sin ningún peso sobre sus hombros,
llevando su espalda bien alineada y con la naturalidad que la había caracterizado
desde cuando era una niña.
Pasaron otros años y Alejandra comenzó a envejecer tan derecha como un poste
de la luz. Caminaba con su espalda y su nuca desdobladas y jamás notó que
alguien en el pueblo se hubiera fijado en sus cambios posturales, hasta cuando
el mismo médico una tarde la detuvo para interrogarla acerca de su mal y su
repentina cura. Ella, extrañada y desparpajadamente, le dijo:
‐ Mire doctor, le voy a contar mis pensamientos aunque creo que quizá usted no los entenderá. Todo mi mal se ocasionó por la voluntad de vivir, por la necesidad de librarme de mis propias batallas físicas y mentales. Cuando de una manera voluntaria mi cuerpo adoptó esa posición, era una época que para mí significaba la incompatibilidad de los verbos conjugados en futuro con las acciones venideras; a todo instante yo me decía ‘quisiera… desearía… amaría… pudiera ser…’, pero éstos eran verbos que sólo tenían cabida en una cajita de sueños y que yo bien sabía, nunca podría abrir.
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En ese tiempo, estaba yo enamorada de un amor imposible y a todo momento me daban ganas de que se me enredaran las palabras para decir lo que nunca había dicho; pero también y, especialmente, sentía muchos deseos de llorar; sin embargo, al mismo tiempo yo no quería dejarme vencer por los deseos. Por eso, me concentré en asentir y repetirme que el pasado era lo único que podía reconocer como seguro… Fue entonces cuando me sumergí en la lectura, en leer cualquier libro que encontrara en mi camino. Un día leí y me enamoré de la Ley de la Gravitación, esa que afirma que la gravedad es una fuerza de atracción mutua que experimentan dos objetos que tienen masa; además, la misma Ley dice que el efecto de la fuerza de gravedad sobre un cuerpo suele asociarse; dicho en lenguaje más cotidiano, me obsesioné con el concepto del término “peso”, que es el que en últimas hace que los objetos caigan con una enorme y constante aceleración sobre la Tierra, ocasionando una atracción entre ambos. ¿Ya me entiende doctor? Sé que no es fácil comprender las razones de mi actitud. Yo, con la cabeza echada hacia atrás, lo único que quería era que mis lágrimas no salieran de mis ojos y, para contrarrestar las leyes de la física, lo mejor que encontré fue la explicación de Newton; él fue el único que pudo ayudarme a que mi llanto se mantuviera estacionado dentro de las cuencas de mis ojos, hasta cuando finalmente y pasado tanto tiempo, se evaporó y dio lugar a la inevitable necesidad de olvido… Eso significó que había llegado la hora de caminar normalmente y sin correr el riesgo de ver ni sentir resbalar una gota de llanto sobre mi rostro.
32
La partida
A pesar de estar ahí, ella se había ido mucho antes
de que él emprendiera la partida.
33
VIVIR PARA OLVIDAR LOS RECUERDOS
Y, ¿somos esa imagen que soñamos, sueños al tiempo hurtados,
sueños del tiempo por burlar al tiempo? Octavio Paz
Al cumplir sesenta años, a Alicia no le era difícil dar un paseo por sus
recuerdos; con solo cerrar los ojos, las evocaciones pasadas y recientes surgían
como imágenes que transitaban del blanco y negro a los colores fuertes y ácidos,
de una forma tan rápida, que ella apenas notaba el cambio tonal. Rememorar su
tranquila e inhóspita niñez, la llevaba a apreciar las comodidades que hoy
permiten los avances científicos y tecnológicos… Con un tono algo nostálgico les
contaba a sus nietos:
‐ Era una época sin televisión, sin celular, sin computadora ni juegos virtuales, sin centros comerciales… sólo salíamos a jugar a la calle con los vecinos para divertirnos dando papirotazos a las canicas…, nos montábamos en los carritos de balineras para echarnos a rodar calle abajo… corríamos mucho y nuestras rodillas eran espacios propicios para diagnosticar que sufríamos de sangrado crónico. Cuando llovía, las muñecas de trapo hechas con retazos de telas multicolores y texturas infinitas, eran nuestras amigas más cercanas y, cualquier cachivache considerado digno de ser llevado al basurero, se convertía mágicamente en lo que cada quien quisiera que fuera.
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Entre juegos, castigos, regaños y coscorrones, Alicia aprendió a leer
silábicamente para luego hacerlo de corrido respetando puntos y comas, signos
de admiración e interrogación, así como a escribir o mejor a reescribir con una
impecable letra, lo que ya estaba escrito en los libros conformados por dibujos
alusivos y palabras apeñuscadas, cuyo objetivo estaba explícito en el título de
una preciosa cartilla, y era el de confirmar que había una “Alegría de leer”; allí se
leían y releían frases como mi mamá me ama, mi mamá me mima, yo amo a mi
mamá o Anita lava la tina, alegría que igualmente se traducía en el intento por
evitar parecerse al pálido niño allí dibujado con un enorme gorro de burro
colocado sobre su rubia cabeza, forma de castigarlo por ser un mal estudiante,
quizá porque no había distinguido la palabra “uva” junto a un racimo de
pelotitas moradas o al enano que se encontraba sentado con cara de aburrido
junto a la letra “e”.
Pensar su adolescencia remitía a Alicia a los novios a escondidas, cuyos
encuentros a duras penas se producían en las inocentes fiestas vespertinas,
donde no se pensaba siquiera en un inocente beso.
‐ Sólo bailábamos música tropical, muy alejados de nuestra pareja y cantábamos los románticos boleros que en ese entonces estaban de moda. Si nos gustaba algún muchacho o si alguna de nosotras le llamaba la atención a uno de ellos, esta atracción pasaba inmediatamente a ser reserva del sumario, pues en ese entonces era inconcebible pensar en un ser del sexo opuesto o soñar en que alguien algún día nos amaría con pasión… era algo extraño, pues a pesar de que nos enseñaban a bordar, a cocinar, a coser, a arreglar y ordenar la casa para cuando nos casáramos, nos impedían imaginar con quién íbamos a hacerlo, hasta cuando fuera un hecho pactado por nuestros progenitores y los de nuestro futuro esposo… hasta que la muerte nos separara. Ese día llegaba de un momento a otro, muy a las cinco de la mañana y sin que nos diéramos
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mucha cuenta; así comenzaba nuestra nueva vida de señoras, amas de casa y madres, atendiendo todo a nuestro alrededor confiando en que las enseñanzas recibidas eran las más acertadas, indiscutibles y verdaderas.
Al final de esta época, Alicia estaba concentrada en estudiar y repetir lo que no
sabía si le gustaba o no, en un colegio regentado por un grupo de monjitas que a
duras penas sabían leer y escribir, pues desde que nacieron, sus familiares las
habían destinado al convento y los años para algunas escasos y para otras
suficientes, los habían dedicado a repetir padrenuestros, salves, credos y
avemarías, sin explicación alguna. Desde luego, igual era su sistema de
enseñanza, y Alicia debía volver a reincidir día tras día en aprender de memoria
las tablas de multiplicar…, las fechas marcadas como importantes sobre los
desteñidos libros de historia…, las capitales de cada uno los departamentos,
intendencias y comisarías en las que entonces estaba fraccionada Colombia, así
como las de aquellos países que quizá nunca conocería…, los poemas heroicos o
aquellos que le hablaban de una patria tan muda como su propia esperanza de
vivir una vida que mereciera ser recordada… pero que, al menos todo así lo
indicaba, también culminaría en un mutismo inexplicable para finalmente llegar
a una inconsecuente desesperanza y olvido.
La época de la madurez de Alicia llegó rápidamente. Su vida se desenvolvía
tomando decisiones importantes que se movían entre la cocina y los múltiples
quehaceres y nohaceres domésticos; en su mundo era necesario definir los
deliciosos aromas y sabores de las tres comidas diarias y en escoger los colores
que se destacarían sobre los suntuosos platos de porcelana heredados de sus
abuelas. Acostumbraba a apuntar en una libreta muy ordenada cada receta
culinaria que sus amigas le regalaban y siempre la ensayaba en familia antes de
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prepararla para atender las múltiples cenas sociales organizadas por su esposo y,
además, para enorgullecerse al sentir que sus viandas eran las más apetecidas
por quienes frecuentaban su casa.
Igual ocurría con los bordados y tejidos con los que acicaló su hogar o con
aquellos que iba guardando para cuando tuviera que hacer un regalo o se le
ofreciera cumplir con un compromiso. Tejer se convirtió en su razón de vida,
pues era como un ritual en el que armoniosamente danzaban sus manos, sus
brazos y sus ojos, siguiendo el mismo ritmo con el que se desenrollaba el hilo de
la madeja y con la misma cadencia con la que se mecían cada una de las palabras
que pronunciaba al ir formando las lazadas, que muy lentamente y una a una se
iban convirtiendo en un individual, un mantel, un suéter o una llamativa franja.
Alicia tejió siempre, extraviada en su mundo anónimo, catando recuerdos,
bordando querencias, recreando sus mejores remembranzas y, sin importarle
que sus manos se fueran haciendo viejas y se volvieran torpes para manejar
adecuadamente las agujas, manos que fueron llenándose de unas manchas cada
día más oscuras, que según ella misma decía, se encargaban de ir marcando
aristocráticamente el paso del tiempo.
En ese entonces ella pensó que su misión ya había sido cumplida y se veía
reflejada en sus seis hijos casados y con nuevos hijos, su marido que permanecía
siempre en casa pues había tomado la decisión de pensionarse, su casa a la que
nada le faltaba, sus amigos de todos los días que cada vez eran más escasos, sus
canas que parecían pintadas con un fino pincel, su falta de temas para pensar y
de problemas por resolver. Es este el momento en el que ella recapacitó sobre la
razón del vivir, en el porqué había vivido y en el para qué seguirlo haciendo; es
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también el momento de los recuerdos, de repetir y repetir de una manera
permanente a quienes estaban dispuestos a escucharla, lo que había sido su
vida, jamás lo que sería, porque ya no podía ser otra cosa que la cotidianidad de
hacer lo que se hace cuando los años, los días, las horas y los minutos se
suceden sin que nada los marque con algo importante, sino que van llenándose
con movimientos oscilantes marcados por el permanente tic‐tac del tiempo que
pasa sin dejar promesas, sin permitir la existencia de unos sueños que no dejan
huellas sino sólo un montón de frases deshilvanadas.
Fue así, con un opaco brillo en sus ojos y los recuerdos apelmazados dentro de
su cabeza blanca, como Alicia llegó a la dignidad de la vejez. De tanto contar
repetidamente los momentos que hacían la historia de su vida, se le fueron
mezclando todas las innumerables recetas de cocina, las puntadas de sus tejidos,
bordados y costura, los nombres y caras de aquellos que aún amaba, los hechos
vividos que dentro de su cabeza y a través de sus palabras iban recordando y
repitiendo sin cesar, además de ir adquiriendo una enorme y fantástica
capacidad de olvidar y desconocer el presente de su entorno, porque para ella
carecía de importancia aquello que acontecía a su alrededor, aunque en
ocasiones de le escapara una puntada de ternura. Quizá, ella no deseaba
soportar sus antiguas penurias y por eso dejó de nombrarlas, derogándolas por
sus dolorosos silencios.
Su familia se preocupó y el diagnóstico del mal de Alzheimer no tardó en llegar y
con él muchas consultas médicas, más de diez pastillas de diversos colores para
injerir diariamente, millones de cuidados que afianzaban la idea y favorecían el
progresivo diagnóstico de su irreversible invalidez mental, acompañada de una
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evidente delgadez, no sólo hacia lo ancho de su cuerpo sino también hacia lo
alto; me estoy encogiendo, se decía cada vez que se miraba al espejo con el fin
de revisar la enorme ropa que hacía escasos tres meses le había confeccionado
sobre medidas una experta costurera.
Debido a que según afirmaban sus seres cercanos la inconciencia de Alicia
persistía, los cuidados hacia sus vivencias y quehaceres eran cada vez más
vigilados por quienes la rodeaban. Asignaron a alguien para que le suministrara
los remedios, dispusiera lo que debía comer y beber, a dónde podía ir y a dónde
no, qué tenía que pensar y cómo debía manejar sus pensamientos, con quién
podía hablar y lo que era más prudente decirle a su interlocutor, quiénes eran
sus amigos y a quiénes debía negársele el estar con ella. Aquella vida en la que
ser responsable de tanto y de tantos, había concluido en un mundo invisible
construido de falsas esperanzas y laberínticas suposiciones, dentro del
encerrado espacio de su apartamento, reflejándose en instantes de silencio o de
ira o de dolor que, aunque le permitían seguir respirando para sentirse viva, no
le ratificaban unas cuantas razones para masticar sus pensamientos o darse el
lujo de soñarse a sí misma.
Sí, se puede decir que ahora Alicia sólo vivía para ir adquiriendo la destreza, para
ir desarrollando la competencia de olvidar sus propios recuerdos, mediante un
interminable proceso de purificación que le ayudaba a espantar las miserias
mientras daba paso a las reminiscencias dichosas. Todo esto hacía que ella
permaneciera horas enteras tejiendo ayeres o destejiendo mañanas, sentada en
algún lugar de su casa, amortajando rutinas hechas de espectros de sueños sin
hacer, poniendo toda su atención en el sigilo o, tal vez pensando, pensando y
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pensando en mil cosas, como si la experiencia pudiera engañar a la conciencia, al
unísono con las largas agujas acompasadas por el melancólico sonido del reloj,
que cada segundo le gritaba calladamente su preocupación por sentirse solidario
con ella.