John Verdon: No confíes en Peter Pan

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No confíes en Peter Pan

John Verdon

Traducción deSantiago del Rey y Javier Guerrero

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A Naomi

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Hay una marea en los asuntos humanosque, tomada en pleamar, conduce a la fortuna.

Si se descuida, toda la travesía de la vidano traerá sino escollos y desgracias.

WILLIAM SHAKESPEARE, Julio César, acto 4, escena 3

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PRIMERA PARTE

Un asesinato imposible

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La sombra de la muerte

E n la zona rural de las montañas Catskill, al norte del es-tado de Nueva York, agosto era un mes inestable que iba yvenía entre las resplandecientes glorias de julio y los griseschubascos del largo invierno que habría de seguir después.

Era un mes capaz de erosionarle a uno el sentido deltiempo y del espacio. En el caso de Dave Gurney, parecía ali-mentar la confusión sobre su propio lugar en la vida: unaconfusión que había comenzado con su retiro del Departa-mento de Policía de Nueva York, tres años antes, y que se ha-bía visto intensificada cuando él y Madeleine se habían mu-dado al campo, abandonando la ciudad natal de ambos: laciudad donde se habían criado, donde se habían educado ydonde habían desarrollado sus carreras.

En aquel momento, una tarde nubosa de la primera se-mana de agosto, con un ronco fragor de truenos a lo lejos,ambos estaban ascendiendo a Barrow Hill por lo que que-daba de un sendero ahora infestado de maleza que unía trespequeñas canteras de piedra caliza, actualmente abandona-das y cubiertas de zarzas salvajes de frambuesas. Gurney ca-

minaba arrastrando los pies por detrás de Madeleine, que yase dirigía a la roca baja donde solían parar a descansar, y pro-curaba seguir el consejo que ella siempre le daba: «Mira a tualrededor. Estás en un sitio precioso. Relájate, absorbe todaesta belleza».

—¿Eso es una poza? —preguntó Madeleine.Gurney parpadeó.

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—¿Cómo?—Esto —dijo ella, ladeando la cabeza hacia la profunda e

inmóvil laguna que llenaba el amplio hueco dejado tiempoatrás por la extracción de la piedra caliza. Más o menos re-donda, se extendía desde donde ellos estaban sentados, juntoal sendero, hasta la hilera de sauces llorones que quedaba alotro lado: una extensión cristalina de tal vez sesenta metrosque reflejaba las ramas caídas de los sauces con tal precisiónque parecía un truco fotográfico.

—¿Una poza?—Estuve leyendo un libro maravilloso de excursiones

por las Highlands escocesas —dijo ella con entusiasmo—, yel autor no paraba de hablar de «pozas». Saqué la impresiónde que era una especie de estanque rocoso.

—Hum.Su parca respuesta dio paso a un largo silencio, que acabó

rompiendo la propia Madeleine.

—¿Ves allá abajo? Ahí es donde pensaba que deberíamosponer el gallinero, justo al lado del plantel de espárragos.Gurney se había quedado mirando lúgubremente el re-

flejo de los sauces. Levantó la vista y siguió la mirada de ellahacia una suave pendiente que descendía a través de un clarodel bosque formado por una pista forestal abandonada.

Aquella roca junto a la vieja cantera se había convertidoen una parada habitual en sus paseos, entre otros motivosporque era el único punto del sendero desde donde era visi-ble toda su propiedad: la antigua granja, los parterres del jar-dín, los manzanos demasiado crecidos, el estanque, el gra-nero recién reconstruido, los prados circundantes de laladera (desatendidos desde hacía mucho y llenos, en estaépoca del año, de algodoncillos y ojos de poeta), la parte delprado contigua a la casa cuya hierba segaban y que llamaban

«el césped», y la franja que ascendía entre el prado bajo quetambién segaban y llamaban «el sendero de acceso». Made-leine, ahora encaramada sobre la roca, siempre parecía com-placida ante aquel marco incomparable.

Gurney no sentía lo mismo. Ella había descubierto por sí sola ese mirador poco después de que se instalaran y, desdela primera vez que se lo había enseñado, lo único que él ha-

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bía pensado era que se trataba de un atalaya ideal para unfrancotirador dispuesto a disparar a alguien que entrara o

saliera de su casa. (Había tenido el buen sentido de no decír-selo a ella. Madeleine trabajaba tres días a la semana en laclínica psiquiátrica local, y Gurney no quería que pensaraque necesitaba que lo trataran contra la paranoia.)

El gallinero, la necesidad misma de construirlo, el ta-maño y las características que debía reunir, y el lugar quetenía que ocupar se habían convertido en tema de conversa-ción diaria: un tema que a ella, por supuesto, la entusiasmabay que a él le irritaba ligeramente. A instancias de Madeleine,habían comprado cuatro gallinas a finales de mayo y lashabían acomodado en el granero. Pero la idea de trasladar-las a unas dependencias nuevas junto a la casa se había idoimponiendo.

—Podríamos construir un pequeño y bonito gallinerocon un corral vallado entre el plantel de espárragos y el

manzano —dijo ella alegremente—. Así, cuando haga calor,tendrán sombra.—Vale. —La respuesta sonó más hastiada de lo que pre-

tendía.La conversación podría haberse deteriorado a partir de

ahí, si no hubiera surgido otra cosa que distrajo la atenciónde Madeleine. Ladeó ligeramente la cabeza.

—¿Qué pasa? —preguntó Gurney.—Escucha.Él tuvo que aguardar, cosa nada infrecuente. Su oído era

normal, pero el de Madeleine era extraordinario. Unos se-gundos después, cuando cesó la brisa que removía el follaje,oyó algo a lo lejos, en algún punto de la ladera, quizás en lacarretera del pueblo que moría al pie de los prados del «sen-dero de acceso». Cuando el ruido aumentó de volumen, Gur-

ney reconoció el rugido de un enorme motor V-8 sin silen-ciador.Él conocía a alguien que conducía un viejo coche de gran

potencia que sonaba justo igual: un Pontiac GTO rojo de1970 parcialmente restaurado. Una persona para la cual eseestridente tubo de escape constituía una presentación ideal.

Jack Hardwick.

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Notó que se le tensaba la mandíbula ante la perspectivade una visita del detective con quien compartía un colorido

historial de experiencias próximas a la muerte, de éxitosprofesionales y choques de personalidades. No es que le pi-llara de sorpresa la visita. De hecho, sabía que se acabaríaproduciendo desde que se había enterado de que Hardwickse había visto obligado a abandonar el Departamento de In-vestigación Criminal de la policía estatal. Y se daba cuentade que la tensión que sentía ahora tenía mucho que ver conlo que había ocurrido antes de esa salida forzada. Había unadeuda muy seria en juego y habría que saldarla de algúnmodo.

Una formación de nubes bajas y oscuras se movía rápida-mente sobre la cumbre del fondo, como retrocediendo anteel violento rugido del coche rojo, el cual ascendía —ahora yavisible desde donde Gurney estaba sentado— por la franjade prado recortado hacia la granja. Sintió por un momento la

tentación de quedarse allá arriba hasta que Hardwick semarchara, pero sabía que así no lograría nada: solo alargar elperiodo de inquietud antes del encuentro inevitable. Con ungruñido de decisión se levantó de su asiento en la roca.

—¿Lo estabas esperando? —preguntó Madeleine.A Gurney le sorprendió que recordara el coche de Hard-

wick.—Me acuerdo del ruido —aclaró ella, tras descifrar su

expresión.Gurney echó un vistazo ladera abajo. El GTO se había

detenido junto a su propio y polvoriento Outback en la im-provisada zona de aparcamiento situada al lado de la casa. Eltremendo motor del Pontiac rugió con más fuerza un par desegundos, mientras su conductor lo revolucionaba antes deapagarlo.

—Lo esperaba en general —dijo Gurney—, aunque noprecisamente hoy.—¿Quieres verle?—Digamos que él quiere verme a mí y que yo prefiero

pasar el trago cuanto antes.Madeleine asintió y se puso de pie.Cuando ya daban media vuelta para bajar por el sendero,

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la superficie espejada de la laguna de la cantera tembló bajouna brisa repentina, fragmentando la imagen invertida de

los sauces y del cielo en centenares de esquirlas verdes yazules.

Si Gurney hubiera sido la clase de persona que cree enpresagios, habría dicho que aquella imagen hecha añicos erauna señal de toda la destrucción que se avecinaba.

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dad». Recuérdenlo: cuando declaren ustedes culpable a KaySpalter de intento de asesinato, como sé que lo harán, re-

cuerden que esto, lo que ven aquí ante sus ojos, es el verda-dero significado de ese anodino término legal: «intento deasesinato». Este hombre en esta silla de ruedas. Esta vida tri-turada y sin esperanza de recuperación. La felicidad extin-guida. Esta es la realidad: una realidad espantosa para la queno hay palabras.

—¡Protesto! —bramó la voz.—Señor Piskin… —rezongó el juez.—He concluido, señoría.El juez dio media hora de descanso y convocó al fiscal y a

la defensa en su despacho.

Gurney volvió a pasar el vídeo. Nunca había visto un ale-gato inicial semejante. Por su tono emotivo y su contenido,

parecía casi un alegato final. Pero él conocía la fama de Pis-kin, y el tipo no era un aficionado. ¿Cuál era, entonces, suobjetivo? ¿Actuar como si la condena de Kay Spalter fuerainevitable, como si la partida estuviese decidida antes de em-pezar? ¿Tan seguro estaba de sí mismo? Y si ese era solo sudiscurso inicial, ¿cómo pensaba superar la acusación de«pura maldad»?

Gurney deseaba ver esa expresión en el rostro de CarlSpalter sobre la que Piskin había pedido al jurado que seconcentrara, pero que la cámara en la sala del tribunal no ha-bía podido capturar. Se preguntó si no habría alguna foto-grafía entre el voluminoso material que le había dejadoHardwick. Cogió la hoja de ruta, buscando algún indicio.

No creyó que fuera casualidad que fuera el segundopunto de la lista:

Número 2: examina los daños. Expediente del DIC, tercera sec-ción gráfica. Todo está en esos ojos. No quisiera ver jamás lo quele haya dejado esa expresión en la cara.

Un minuto después, Gurney sostenía una impresión ta-maño folio de un primer plano de la víctima, hasta los hom-

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bros. Incluso con toda la preparación, con todos los comenta-rios sobre el horror que había en los ojos de la víctima, la ex-

presión resultaba espeluznante. La diatriba final de Piskinno había sido una exageración.

En aquellos ojos había, en efecto, el reconocimiento deuna verdad terrible, de una realidad espantosa. Como lo ha-bía formulado Piskin: algo para la que no había palabras.

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Título original: Peter Pan must die

© 2013, John Verdon

Primera edición en este formato: noviembre de 2013

© de la traducción: Santiago del Rey y Javier Guerrero© de esta edición: Roca Editorial de Libros, S. L.Av. Marquès de l’Argentera 17, pral.08003 [email protected]

ISBN: 978-84-9918-631-3

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