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INTRODUCCION A «LA REGENTA»(*) John Rutherrd LA REGENTA H acia finales de 1884, a la edad de treinta y dos años, Leopoldo Alas, ca- tedrático de Derecho Romano \de la Uni- versidad de Oviedo, al norte de España, terminó el primer volumen de su primera novela, La Regenta. Había publicado previamente gu- nos cuentos, y más adelante escribiría otra novela, Su único hijo (1891). En abril de 1885 el segundo y fin volumen de La Regenta estaba acabado. La velocidad de redacción de Alas era notable, espe- cimente por el hecho de que tenía poco tiempo para dedicarse a su novela. En efecto, no sólo era prosor (y e un prosor abnegado). Como este empleo estaba mal pagado, necesitaba Qtras en- tes de ingresos, y así había llegado a ser muy conocido como el temido y odiado crítico literario «Clarín» , que en artículos periódicos que apare- cían en los diarios nacionales arrojaba burlas in- geniosas contra la multitud de poetas aficionados y de autorzuelos que eran la plaga de la España de su tiempo. Se hizo tantos enemigos que a su pro- pio esfuerzo literario no le podía tocar en suerte el recibir elogios objetivos. Fue atacado como em- plo de monstruosidad obscena e irreligiosa, y de plagiar la .Madame Bovary de Flaubert. Los ciu- dadanos notables de Oviedo (capital de la provin- cia de Asturias), se asombraron al darse cuenta de que la Vetusta de la novela era inconfundible- mente su propia ciudad. Algunos vieron en la no- vela retratos bien poco elogiosos de sus personas, incluso libelos, aunque nadie se dio cuenta de que el grotesco don Saturnino Bermúdez es en buena medida un autorretrato. Sólo unos pocos críticos trataron de hacer una valoración desapasionada de la obra, e incluso así no supieron qué hacer con ella. Por tanto oecieron un elogio vago y silen- cioso de sus descripciones y de gunas caracteri- zaciones, pero expresaron su inquietud ante lo que consideraban que era la dudosa moralidad de los ataques directos contra la Iglesia, y el trata- miento anco de temas sexuales. El eminente crí- tico católico Marcelino Menéndez y Pelayo in- rmó a Alas respecto a que le gustaba el estilo de la novela y la calidad pintoresca de algunos de los personajes menores, pero encontraba que los per- sonajes principales eran demasiado complicados, y que parte del argumento era de mal gusto. La Regenta fue pronto olvidada. Leopoldo Alas murió en 1901. Su novela permaneció en una rela- tiva oscuridad hasta hará unos veinte años, pero tan grande ha sido la reciente revisión de la opi- nión, que hoy hay muy pocos críticos o novelistas de habla española que no la consideren uno de los 40 clásicos españoles. Fue, pues, una novela que se adelantó a su época, y, por tanto, fue rechazada por ésta, de tal rma que la sociedad sólo ha sido capaz de apreciarla muchos años más tarde. No obstante, aún es poco conocida era de España, y ésta es su primera traducción inglesa. Aunque Alas recibió la influencia de las teorías de su conocido contemporáneo ancés, Émile Zola, La Regenta es más bien una novela realista y no una novela naturalista. Al contrario que Zola, a Alas no le impresionaron los descubrimientos científicos de su época. La única referencia ex- tensa en su novela al materialismo científico del siglo XIX es burlona, y aparece cuando nos da a conocer el curso de lectura de don Alvaro Mesía: «Sin embargo, bueno era ilustrarse, fundar en algo aquel materialismo que tan bien ca- saba con sus demás ideas respecto del mundo y la manera de explotarlo. Había pedido a un amigo libros que le probasen el materialismo en pocas palabras. Empezó por aprender que ya no había tal metasica, idea que le pareció excelente, porque evitaba muchos rompeca- bezas. Leyó Fuerza y materia de Buchner y algunos libros de Flammarion, pero estos le disgustaron; hablaba mal de -la Iglesia y bien del cielo, de Dios, del alma... y precisamente él quería lodo lo contrio. Flammion no era chic. También leyó a Moleschott y a Wirchow y a Wogt traducidos, cubiertos con papel de color de azaán. No entendió mucho, pero se iba al grano: todo era masa gris; corriente, lo que él quería. Lo principal era que no hubiese infierno. » El novelista que practica el realismo difiere de su contrapartida naturalista e que no trata de confirmar teorías, sino de explotar la experiencia. Para el naturalista, la novela es una ilustración de la validez de la aproximación científica al conoci- miento; para el realista se trata de otra clase de conocimiento. A pesar de lo que sostenían los naturalistas como Zola, la novela realista es más objetiva que la naturalista y más capaz de soportar la prueba del paso del tiempo; y esto ocurre preci- samente porque está menos influenciada por las ideas científicas de su propio período, que, antes o después, han de ser superadas por otras. De este modo las novelas de los naturalistas son interesan- tes tanto en cuanto que son capaces de zarse de las garras de su propia teoría. Así que, igual- mente, la novela realista pudo hacer descubri- mientos que serían empleados por los psicologis- tas muchos años después. Me parece que esto es lo que hace posible que la mayor parte de la psicología de La Regenta parezca tan sorprendentemente moderna. Pienso ahora por ejemplo en las descripciones de los sín- tomas de neurosis en general y de la histeria en particular de los monólogos interiores de Ana, especialmente en los capítulos III y XXVII; y en la precisión con la que muchos de esos monólogos interiores recapturan la rapidez y la lta de lógica

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INTRODUCCION A

«LA REGENTA»(*)

John Rutherford

LA REGENTA

Hacia finales de 1884, a la edad de treinta y dos años, Leopoldo Alas, ca­tedrático de Derecho Romano \de la Uni­versidad de Oviedo, al norte de España,

terminó el primer volumen de su primera novela, La Regenta. Había publicado previamente algu­nos cuentos, y más adelante escribiría otra novela, Su único hijo (1891). En abril de 1885 el segundo y final volumen de La Regenta estaba acabado. La velocidad de redacción de Alas era notable, espe­cialmente por el hecho de que tenía poco tiempo para dedicarse a su novela. En efecto, no sólo era profesor (y fue un profesor abnegado). Como este empleo estaba mal pagado, necesitaba Qtras fuen­tes de ingresos, y así había llegado a ser muy conocido como el temido y odiado crítico literario «Clarín» , que en artículos periódicos que apare­cían en los diarios nacionales arrojaba burlas in­geniosas contra la multitud de poetas aficionados y de autorzuelos que eran la plaga de la España de su tiempo. Se hizo tantos enemigos que a su pro­pio esfuerzo literario no le podía tocar en suerte el recibir elogios objetivos. Fue atacado como ejem­plo de monstruosidad obscena e irreligiosa, y de plagiar la .Madame Bovary de Flaubert. Los ciu­dadanos notables de Oviedo (capital de la provin­cia de Asturias), se asombraron al darse cuenta de que la Vetusta de la novela era inconfundible­mente su propia ciudad. Algunos vieron en la no­vela retratos bien poco elogiosos de sus personas, incluso libelos, aunque nadie se dio cuenta de que el grotesco don Saturnino Bermúdez es en buena medida un autorretrato. Sólo unos pocos críticos trataron de hacer una valoración desapasionada de la obra, e incluso así no supieron qué hacer con ella. Por tanto ofrecieron un elogio vago y silen­cioso de sus descripciones y de algunas caracteri­zaciones, pero expresaron su inquietud ante lo que consideraban que era la dudosa moralidad de los ataques directos contra la Iglesia, y el trata­miento franco de temas sexuales. El eminente crí­tico católico Marcelino Menéndez y Pelayo in­formó a Alas respecto a que le gustaba el estilo de la novela y la calidad pintoresca de algunos de los personajes menores, pero encontraba que los per­sonajes principales eran demasiado complicados, y que parte del argumento era de mal gusto.

La Regenta fue pronto olvidada. Leopoldo Alas murió en 1901. Su novela permaneció en una rela­tiva oscuridad hasta hará unos veinte años, pero tan grande ha sido la reciente revisión de la opi­nión, que hoy hay muy pocos críticos o novelistas de habla española que no la consideren uno de los

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clásicos españoles. Fue, pues, una novela que se adelantó a su época, y, por tanto, fue rechazada por ésta, de tal forma que la sociedad sólo ha sido capaz de apreciarla muchos años más tarde. No obstante, aún es poco conocida fuera de España, y ésta es su primera traducción inglesa.

Aunque Alas recibió la influencia de las teorías de su conocido contemporáneo francés, Émile Zola, La Regenta es más bien una novela realista y no una novela naturalista. Al contrario que Zola, a Alas no le impresionaron los descubrimientos científicos de su época. La única referencia ex­tensa en su novela al materialismo científico del siglo XIX es burlona, y aparece cuando nos da a conocer el curso de lectura de don Alvaro Mesía:

«Sin embargo, bueno era ilustrarse, fundar en algo aquel materialismo que tan bien ca­saba con su.s demás ideas respecto del mundo y la manera de explotarlo. Había pedido a un amigo libros que le probasen el materialismo en pocas palabras. Empezó por aprender que ya no había tal metafísica, idea que le pareció excelente, porque evitaba muchos rompeca­bezas. Leyó Fuerza y materia de Buchner y algunos libros de Flammarion, pero estos le disgustaron; hablaba mal de -la Iglesia y bien del cielo, de Dios, del alma ... y precisamente él quería lodo lo contrario. Flammarion no era chic. También leyó a Moleschott y a Wirchow y a Wogt traducidos, cubiertos con papel de color de azafrán. No entendió mucho, pero se iba al grano: todo era masa gris; corriente, lo que él quería. Lo principal era que no hubiese infierno.»

El novelista que practica el realismo difiere de su contrapartida naturalista eri que no trata de confirmar teorías, sino de explotar la experiencia. Para el naturalista, la novela es una ilustración de la validez de la aproximación científica al conoci­miento; para el realista se trata de otra clase de conocimiento. A pesar de lo que sostenían los naturalistas como Zola, la novela realista es más objetiva que la naturalista y más capaz de soportar la prueba del paso del tiempo; y esto ocurre preci­samente porque está menos influenciada por las ideas científicas de su propio período, que, antes o después, han de ser superadas por otras. De este modo las novelas de los naturalistas son interesan­tes tanto en cuanto que son capaces de zafarse de las garras de su propia teoría. Así que, igual­mente, la novela realista pudo hacer descubri­mientos que serían empleados por los psicologis­tas muchos años después.

Me parece que esto es lo que hace posible que la mayor parte de la psicología de La Regenta parezca tan sorprendentemente moderna. Pienso ahora por ejemplo en las descripciones de los sín­tomas de neurosis en general y de la histeria en particular de los monólogos interiores de Ana, especialmente en los capítulos III y XXVII; y en la precisión con la que muchos de esos monólogos interiores recapturan la rapidez y la falta de lógica

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de los esquemas asociativos del pensamiento (los párrafos finales del capítulo XV presentan uno de los muchos ejemplos).

Y también pienso en la presencia del sexo como principal (aunque a menudo de forma subcons­ciente) motivador de la acción. La Regenta ofrece una explicación detallada de lo que los psicologis­tas llaman suoJimación (en Ana especialmente, pero también en personajes menores como Visita, que chupa caramelos como substitución del sexo); de la importancia de los tram1Jas infantiles (los acontecimientos ocurridos tras la noche que Ana y Germán pasan en el ferry más que lo ocurrido durante la misma noche); y de las variadas aberra­ciones sexuales que aparecen en contextos poco apropiados, como el latente fetichismo de los pies, y el sadomasoquismo y lesbianismo de la proce­sión de Viernes Santo en el capítulo XXVI. El empleo de perspectivas múltiples en la caracteri­zación da interés a la novela desde la posición que ahora denominamos psicología del comporta­miento interpersonal.

En el libro de Michael Argyle que lleva ese título (Penguin Books, 1967, especialmente en su capítulo 7), se presentan muchos de los rasgos

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esenciales de caracterización que ya están en LaRegenta como descubrimientos recientes sobre el comportamiento humano -por ejemplo la creación de imágenes de nosotros mismos y las modifica­ciones subsiguientes que hacemos de esas imáge­nes de acuerdo con el principio de lo que creemos que otras personas piensan de nosotros; y también del moldear nuestra imagen a semejanza de nues­tros amigos y de figuras ficticias ideales. Las ca­denas de la imitación en La Regenta son muchas y muy complejas: por ejemplo, Paco Vegallana y Pepe Ronzal buscan parecerse a Alvaro Mesía quien a su vez busca un modelo en la figura del Don Juan de la literatura española, y en la del caballero parisino de la época; y aquellos hombres de menor importancia buscan su modelo en Paco o en Pepe. Cuando hablo de la psicología modernade La Regenta, pienso también en los sueños y suinterpretación, en particular en los sueños de Anaen el capítulo XIX y la interpretación que ella lesda en el capítulo XXI, con sus reveladores puntososcuros: el deseo suprimido de una relación se­xual con el canónigo De Pas se encarna de formadisfrazada en sueños, y luego sigue suprimiendoese deseo cuando recuerda los sueños más ade­lante. Además tenemos el funcionamiento de lamemoria, en los capítulos III y IV, cuando Anarecuerda su infancia, y se pregunta sobre la vali­dez de sus recuerdos: ¿son recuerdos de aconte­cimientos, o recuerdos de recuerdos, o recuerdosde recuerdos de recuerdos? Las relaciones perso­nales en La Regenta poseen toda la intensa com­plejidad que asociamos normalmente con las for­mas de escribir modernas, y que consisten, enambos aspectos, de sentimientos positivos y nega­tivos: atracción, admiración, amor, buena volun­tad, y a la vez de repulsión, envidia, odio, malicia(por ejemplo en las relaciones entre Mesía y Ron­zal, y entre De Pas y don Custodio). Un rasgo deesta novela que nos sorprende de forma especiales la comunicación no verbal, tanto deliberadacomo involuntaria, que aparece a lo largo de laobra. Veamos una escena entre Ana, su esposo,Víctor Quintanar, y su amigo Alvaro Mesía, si­tuada al comienzo del capítulo XXIX, que tam­bién muestra a los personajes ocupados en una desus actividades favoritas, en manipularse y jugarunos con otros:

«A los postres, el amo de la casa se quedó pensativo. Seguía con la mirada disimulada­mente las idas y venidas de Petra, que servía a la mesa. Después del café pudo notar don Alvaro que su amigo estaba impaciente. Desde aquel verano, desde que habían vivido juntos en la fonda de La Costa, don Víctor se había acostumbrado a la comensalía de don Alvaro; le encontraba a la mesa más decidor y simpático que en ninguna otra parte y le con­vidaba a comer a menudo. Pero otras veces, después de charlar cuanto quería, Quintanar solía levantarse, dar una vuelta por el parque, vestirse, siempre cantando, y dejar así media

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hora larga solos a Anita y a su amigo. Y ahora no, no se movía. Ana y Alvaro se miraban preguntándose con los ojos qué novedad sería aquella.

La Regenta se inclinó un instante para re­coger una servilleta del suelo, y don Víctor hizo a Mesía una seña que quería decir clara­mente:

-Me estorba ésa; si se fuera ... hablaríamos.Mesía encogió los hombrosCuando Ana levantó la cabeza sonriendo a

don Alvaro, éste, sin verlo Quintanar, apuntó a la puerta sin mover más que los ojos.

Ana salió en seguida. -¡ Gracias a Dios!- dijo su marido, respi­

rando con fuerza. Creí que no se marchaba hoy esa muchacha.

Ni siquiera recordaba que otras veces quien se marchaba era él.

-Ahora podremos hablar.-Usted dirá -respondió tranquilamente Al-

varo, chupando su habano y tapándose la cara con el humo, según su costumbre de enturbiarel aire cuando le convenía.»

Si Alas hubiera recibido gran influencia de las teorías psicológicas de su época, éstas habrían estrechado su visión y hubieran impedido que su descripción de la conducta humana fuera tan per­ceptiva como llegó a ser. Estoy seguro que sola­mente la cronología nos ha salvado de encontrar­nos con grandes estanterías rebosantes de tesis sobre «La deuda de Leopoldo Alas con Freud» . Semejantes tesis harían referencia específica al tratamiento que Alas hace del arquetipo español de Don Juan (y, por extensión a la totalidad del ethos del machismo). Porque La Regenta fue el primer examen crítico de Don Juan como hombre cuyo valor, vigor y virilidad están bien lejanos de aquello que parece que deberían ser, y por tanto se anticipa a los análisis Freudianos de Don Juan hechos por algunos escritores españoles del siglo XX quienes lo han contemplado como a un hom­bre cuya incapacidad para amar a una sola mujer es el resultado no de su hombría, sino de todo lo contrario.

La Regenta es también notable por el intenso y sutil uso de muchas de las técnicas desarrolladas por los novelistas del realismo del siglo XIX. Alas identificó a uno en su aguda recensión de La des­heredada, la novela que en 1881 escribió Benito Pérez Galdós bajo la influencia de las teorías natu­ralistas de Zola.

«Otro procedimiento empleado por Galdós -es­cribía Alas- y en esta ocasión con mayor insisten­cia y éxito que otras veces, es aquel empleado por Flaubert y Zola con resultados tan impresionan­tes: el reemplazar las observaciones que el autor hace con frecuencia por medio de su propia voz sobre la situación de un personaje, por las obser­vaciones propias del personaje, empleando el es­tilo de este último, pero no por medio del monó­logo, sino como si el autor estuviese dentro del

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pensamiento del personaje.» De este modo la no­vela de Galdós puso en manos de Alas las posibi­lidades expresivas de la proyección compartida, y éste empleó tal técnica en La Regenta con mayor insistencia y en un número mucho más amplio de personajes de lo que lo hicieron Galdós, Zola, o incluso Flaubert. En mi Critica! Guide to La Re­genta (Guía crítica de La Regenta; Grant & Cutler, 1974), he discutido el hábil manejo que Alas hace de este recurso, al que él también llamaba «habla soterrada de la consciencia» , y «estilo latente».Muchos años después los críticos franceses de Flaubert le darían el nombre por el que hoy se conoce normalmente, style indirect libre (y la creación del mito de que había sido Flaubert su creador). El estilo latente le permitió a Alas tanto ofrecer una visión panorámica de la sociedad como explorar la vida interior de sus individuos. Pero esto implica un cambio frecuente de perspec­tiva. En el pasaje que sigue a continuación, por ejemplo, sólo un lector atento podrá seguir el mo­vimiento de la perspectiva:

«La crisis nerviosa se resolvía, como la no­che anterior, en lágrimas, en ímpetus de pia­dosos propósitos de fidelidad conyugal. Su don Víctor, a pesar de las máquinas inferna­les, era el deber, y el Magistral sería la égida que la salvaría de todos los golpes de la tenta­ción formidable.

Pero Quintanar no estaba enterado. Venía del teatro muerto de sueño -¡ no había dor­mido la noche anterior!- y lleno de entu­siasmo liricodramático. »

Las sutilezas del estilo latente no eran captadas por aquellos lectores acostumbrados a los cuentos de aventuras y amores de tercera categoría, y a malas traducciones de novelas extranjeras (la no­vela española comenzaba por entonces a revivir, tras siglos de descuido). La dificultad principal del estilo latente es que carece de rasgos de identidad formales o gramaticales que lo distingan del dis­curso del autor. En el pasaje que acabo de citar, es el lector el que tiene que decidir por su cuenta las cuestiones de estilo para atribuir la primera frase al (lejano) narrador, la segunda a Ana, la tercera (hasta el final del paréntesis) a Quintanar, y las últimas palabras al (ahora irónico) narrador. Los juicios sobre el estilo rara vez pueden ser definitivos. Podríamos atribuir todo el pasaje a la voz del narrador, si creyésemos que este narrador habla con una mezcolanza de estilos y que inte­rrumpe la narración a menudo para informarnos del curso que tomará el futuro ( «y el magistral sería ... » ). La ambigüedad esencial del estilo indi­recto libre ha sido explotada por muchos novelis­tas. Jane Austen lo emplea mucho para reflejar los pensamientos de sus crédulas heroínas, de tal modo que el lector tiene libertad suficiente para poder considerarlos como comentarios omniscien­tes del autor:

«Si bien Harriet no era inteligente, en cam­bio tenía una disposición dulce, dócil y agra-

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dable; estaba totalmente libre de engaños; y no deseaba otra cosa que ser guiada por cual­quiera que ella admirase.» (Emma,. capítulo 4).

Sin embargo, en La Regenta hallamos con fre-. cuencia el estilo indirecto libre complicado por un recurso cuyo efecto principal es el de destruir su ambigüedad, y en consecuencia (cuando se deta­llan los pensamientos de un personaje) de incre­mentar la ilusión de esa proyección: el uso de corchetes para encerrar la expresión. Esto puede parecer a primera vista extraño y poco gramatical, y confuso, para los lectores modernos:

«Cuando, ya cerca de la noche, mientras subían cuestas que el ganado tomaba al paso, el nuevo Presidente de la Sala le preguntaba si era él por ventura el primer hombre a quien había querido, Ana inclinaba la cabeza y de­cía con una melancolía que le sonaba al ma­rido a voluptuoso abandono:

-Sí, sí, el primero, el único.[No le amaba, no; pero procuraría amarle] . »

Los corchetes que encierran la última frase fuerzan al lector a considerarla como parte del pensamiento de Ana, al igual que ocurre en el siguiente extracto de Emma (capítulo 25), aquí las comillas dejan bien claro que las palabras que encierran son lo que los Coles dicen, y no necesa­riamente «la verdad» :

«Los Coles se expresaron con mucha pro­piedad -había mucho de atractivo auténtico en sus modos- tanta consideración por su pa­dre. 'Habían solicitado tal honor con anterio-

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ridad, pero habían estado esperando la llegada de Londres de un biombo con el que espera­ban poder evitarle al señor Woodhouse cual­quier corriente de aire, y por tanto inducirle con mayor rapidez a proporcionarles el honor de su compañía'.»

(La primera frase de esta cita es otro ejemplo de estilo indirecto libre ambiguo).

El lector de La Regenta se enfrenta al problema de una narración que salta de un punto a otro no sólo por lo que atañe a la perspectiva. Aquí tene­mos una descripción de la mujer del empleado de Banca, Visitación, y de la joven viuda Obdulia:

«Don Alvaro, en el seno de la confianza, hablaba con desprecio de Visitación y hacía gestos mal disimulados de asco. Aseguraba que tenía el pie bonito y una pantorrilla mu­cho mejor de lo que podía esperarse; pero calzaba mal. .. , y enaguas y medias dejaban mucho que desear. .. ; ya se le entendía. Y solía limpiar los labios con el pañuelo después de decir esto.

Paco V egallana juraba que usaba aquella señora ligas de balduque, y que él le había conocido una de bramante. Todo esto, por supuesto, se decía nada más entre hombres, y habían de ser discretos.

Los bajos de Obdulia, en cambio, eran irre­prochables; no así su conducta: pero de esto ya no se hablaba de puro sabido. Ella, sin embargo, negaba a cada uno de sus amantes todas sus relaciones anteriores, menos las de Mesía. Eran su orgullo. Aquel hombre la ha­bía fascinado, ¿para qué negarlo? Pero sólo él. Era viuda y jamás recordaba al difunto; parecía la viuda de Alvarito; «¡ era su único pasado! » .

Aquella tarde estaban guapas las dos; era preciso confesarlo. Por lo menos Paco Vega­llana lo confesaba ingenuamente.»

Incluso los pasajes más extensos de «habla so­terrada de la consciencia» aparecen sembrados de interrupciones cuando el mundo exterior incide en la atención del personaje y reconduce su corriente de pensamiento. De tal forma, los monólogos inte­riores se convierten en animados ejemplos de dia­léctica entre los mundos subjetivos y objetivos. Algunos de los rasgos de la inquieta forma de escribir de Alas son con toda probabilidad des­concertantes para cualquier lector. Es extraño, por ejemplo -especialmente en una novela del si­glo XIX- el encontrarse con el hecho de que el tiempo es manejado con total libertad, el encon­trar que es raro que los acontecimientos aparez­can en orden cronológico y que en cambio hayan saltos abruptos hacia delante, casos retrospecti­vos, retrospección dentro de la retrospección ... En ciertos puntos parece haber un desorden de los tiempos verbales, en particular cuando el narrador oscila entre los puntos de vista del testigo presen­cial y el del historiador, entre el presente y el

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pasado. Estas inquietantes cualidades de La Re­genta han dado lugar a que haya habido críticos que consideren que al menos ciertas partes son confusas y ·desordenadas. Estimo que esta crítica es totalmente errónea (y por tanto no me he im­puesto la tarea de aclarar La Regenta en ningún punto al traducirla). Semejantes ataques se fun­damentan en la suposición de que una novela debe, al menos en cuanto a forma y estilo, presen­tar el menor número posible de problemas a sus lectores, de que debe ser objeto de consumo in­mediato (es extraño, incidentalmente, el que tan­tos críticos que alaban los contenidos inquietantes rechacen las formas inquietantes).

Más bien tengo el parecer de que, por el contra­rio, es ésta una de las funciones más importantes de la literatura, el invitar al lector al juego, a frustrar aquello que espera, a confundirlo, y así a invitarlo a reexaminar sus presupuestos. Y La Regenta hace esto. La España de la Restauración, sin embargo, no estaba preparada para ser pertur­bada así.

Además la farisaica y provinciana sociedad de la España de Alas era incapaz de apreciar el hu­mor satírico e irónico de la novela. La Regenta abunda en un sarcasmo airado que expresa la exasperación de Alas ante la mediocridad que le rodeaba:

«Don Robustiano nunca había leído a Vol­taire, pero su admiración por Voltaire era tan intensa como el desprecio que sentía Gloces­ter, quien tampoco había leído nunca a Vol­taire. »

Pero la novela contiene también una ironía de especie más tranquila: un giro que presenta algo inquietante, una palabra que parece extraña o ina­propiada, ante lo que el lector responde pregun­tándose si todo es como parece ser, o si es preciso introducir una interpretación irónica como alterna­tiva. Realmente desde la primera frase, con su paso abrupto de lo sublime a lo ridículo, con un ritmo de repiqueteo tras un comienzo de aparien­cia grandiosa, nos invita a leer toda la novela en clave irónica.

La Regenta, rica en humor e ingenio, es además una obra de gran seriedad moral. Pero el público de Alas, las clases medias y altas, estaba com­puesto fundamentalmente por la misma clase de gente superficial, frívola y pagana de sí misma que la que aparece retratada en La Regenta. Una no­vela que propone una serie de preguntas que in­quieren sobre nuestra posibilidad de controlar nuestro destino y hallar la plenitud individual, so­bre el interés que Dios tiene en nuestras activida­des -y que ofrece unas respuestas pesimistas a estas preguntas- no podía ser aceptada en seme­jante atmósfera. El tema de La Regenta, la vida en una ciudad provinciana española a finales del siglo XIX puede parecer anticuado y de poco al­cance. Pero gracias a sus temas universales, in­trospección psicológica y una técnica atrevida, ha

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demostrado ser bien merecedora de la atención de hombres y mujeres modernos. La Regenta es am­biciosa -asombrosamente ambiciosa para un hom­bre de treinta y dos años que escribe su primera novela. Es una gran novela, rica en la tradición del siglo XIX -y no es sólo una novela larga, sino que al condensar en un solo lugar muchos estilos y modos, que van del humor grueso hasta los senti­mientos más profundos e intensos, es capaz de no degenerar hacia el sentimentalismo, al ser contro­lada por la ironía de Alas.

LA ESPAÑA DE LA RESTAURACION

La acción de La Regenta comienza a finales de la década de 1870, y se extiende exactamente du­rante tres años. Los primeros quince capítulos, que constituyen el primer volumen en las dos edi­ciones preparadas por el autor (Barcelona, 1884-5, y Madrid, 1901) se desarrollan el día de San Fran­cisco de Asís (4 de octubre) y en los dos días que lo preceden, probablemente -teniendo en cuenta las referencias de pasada a la guerra Ruso-Turca en los capítulos VI y XIX- del año 1877. Pero tal cálculo no es importante, ya que la acción no está fechada con exactitud y cualquier alusión obvia a hechos contemporáneos (aunque los días en los que trascurre la acción normalmente aparecen de­finidos por referencia al calendario cristiano). Queda claro, no obstante, que La Regenta sitúa su acción en los primeros años de la Restauración.

El siglo XIX fue en España un período de decli­nar y de inquietudes. Entre 1810 y 1820 la mayor parte del imperio español en América había sido liberado, quedando solamente como posesiones Cuba y Puerto Rico. El mantenimiento de estos restos era inseguro e iba a desaparecer en 1898. A lo largo del siglo XIX, sin embargo, los españoles de clase baja -en especial los del norte- siguieron emigrando a Cuba, y había algunos que volvían con fortunas. En España había habido una larga serie de rebeliones y guerras civiles, ya que con­servadores y liberales no habían podido encontrar medios pacíficos para resolver sus diferencias. Cuando Fernando VII muere en 1833, los conser­vadores apoyaron a su hermano Carlos en sus pretensiones al trono, pero los liberales se decla­raron a favor de la regencia de la viuda de Fer­nando, María Cristina, mientras duraba la minoría de su hija Isabel; así que estalló la primera guerra carlista entre Carlistas y Cristinos. Terminó en 1839, año en que los carlistas fueron derrotados. La mayoría de Isabel fue decretada en 1843, cuando tenía trece años, y su reinado se extendió durante veinticinco inquietos años, y finalizó cuando la «Revolución Gloriosa» de septiembre de 1868, la primera revolución contra la dinastía Borbónica, la apartó del poder. Siguieron seis años de confusión. El Parlamento, reunido en 1869 se decidió a favor de un monarca que no fuese Borbón, pero no se pudo encontrar ninguno. Finalmente se eligió . rey al príncipe Amadeo de

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Saboya en noviembre de 1870, quien abdicaría en febrero de 1873, tras un reinado que jamás tuvo la más mínima probabilidad de tener éxito. Tras un breve período de republicanismo anárquico, Al­fonso, hijo de Isabel, fue proclamado rey de Es­paña en diciembre de 1874. Al cabo de seis años, los Borbones habían sido restaurados en el trono. El fracaso de la revolución liberal antimonárquica de 1868 y de los conservadores extremistas, los carlistas (que ahora apoyaban las pretensiones del nieto de Carlos, Carlos María), en la tercera gue­rra carlista de 1874, colocaron a los conservadores moderados, acaudillados por Cánovas del Castillo, en una posición predominante. Los liberales mo­derados -con el nombre de Partido liberal dinás­tico- estuvieron de acuerdo en colaborar dentro de los límites impuestos por el nuevo régimen. La conservación de una sociedad ordenada fue el in­terés común tanto de los «conservadores dinásti­cos» como de los «liberales dinásticos». Y esto pudo alcanzarse por espacio de veinticinco años

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gracias al sistema conocido como «turno pací­fico», el alternarse pacíficamente en el poder, de tal manera que los conservadores gobernaron la mayor parte del tiempo, aunque garantizando a los liberales una razonable presencia en el parla­mento, y de vez en cuando les permitían hacerse cargo del gobierno. Así, se manipulaban y falsifi­caban las elecciones para alcanzar esos fines, aunque se mantenían las apariencias de una de­mocracia parlamentaria. El poder local estaba en manos de los caciques, esto es, de los jefes políti­cos provinciales. La España de la Restauración disfrutó de paz y de crecimiento económico gra­cias al sistema político, que abarcaba a todos los partidos con las excepciones de la extrema dere­cha, los carlistas, y de la extrema izquierda, los republicanos. El turno pacífico aparece satirizado en el comienzo del capítulo VIII de La Regenta.

La Regenta trata sobre una época conservadora y una sociedad conservadora: de las clases aco­modadas de una ciudad provinciana, orgullosa,

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antigua, y vuelta hacia el pasado (el adjetivo espa­ñol vetusto -en femenino vetusta- significa «anti­guo», y es de por sí una palabra arcaica). No había sector alguno de la sociedad española que fuese más resueltamente reaccionario que la Igle­sia, en la que se apoyaba especialmente la causa carlista. La Iglesia aprovechó toda ocasión en que las circunstancias políticas fuesen propicias para recuperar el poder y riquezas que había perdido bajo los gobiernos liberales. Como resultado del Concordato de 1851, la Iglesia española dependía más del estado de lo que era su gusto, ya que el Ministerio de Gracia y Justicia tenía el control de la economía eclesiástica. A pesar de este obs­táculo, la Restauración fue un período de expan­sión para la Iglesia.

En La Regenta el canónigo Fermín De Pas es un sacerdote característico de la época, y al ser un hombre de talento formidable, disfruta de grandes éxitos. Aunque no es un dignatario eclesiástico, sino un mero prebendado, ha sido nombrado por el obispo, para envidia de sus colegas de superior jerarquía, no sólo magistral, sino además provisor general. Estos dos puestos en el capítulo catedra­licio son complementarios. Le dan respectiva­mente prestigio y poder, que en conjunto signifi­can el dominio de Vetusta. Como magistral -el canónigo encargado de predicar sermones en so­lemnidades especiales- recibe la admiración pú­blica, especialmente de las señoras ricas y piado­sas, sus hijas espirituales. Como provisor general de un obispo indolente trabaja en la sombra de la curia diocesana para alcanzar un enorme poder y amasar una fortuna.

No sólo en su descripción de la Iglesia da La Regenta una aguda y penetrante explicación de su tiempo. El retrato de las clases obreras industria­les en La Regenta es de gran interés. Vistos desde la perspectiva aristocrática de los protagonistas, se trata de una presencia misteriosa y amenaza­dora que está en el ambiente, están vivos con la tosca vitalidad que los aristócratas secretamente temen y envidian. Pero en la mayoría de las oca­siones Alas nos muestra con detalles vívidos y esclarecedores el absurdo e inmutable mundo de mediocridad, apariencias, hipocresías, aburri­miento y capricho de una decadente sociedad pro­vinciana. En contraste con este telón de fondo, Fermín De Pas y Ana Ozores aparecen como po­derosos protagonistas. El canónigo de teología y la mujer del juez, son en español, el magistral y la regenta, palabras con sugerencias incidentales, pero que jamás se pierden, y que son imposibles de preservar al traducirlas: «el hombre que es el amo», y «la mujer que rige».

ESTA TRADUCCION

He hecho la traducción según la excelente edi­ción de Gonzalo Sobejano (Editorial Noguer, Bar­celona, 1976, ahora agotada, pero hay una versión mejor en Clásicos Castalia, 1981), y también te-

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niendo en cuenta las dos ediciones revisadas por el propio Alas. Al igual que Sobejano, me ha pa­recido necesario incluir un buen número de notas aclaratorias. Ocurre esto porque La Regenta con­tiene muchas referencias a la Biblia, a otras obras del Cristianismo, a la cultura clásica, a la historia y literatura españolas, a la literatura europea con­temporánea, a la ciencia, pintura, filosofía, dere­cho, y a la música con especial referencia a la ópera. No he anotado todas y cada una de las referencias culturales, sino que en conjunto, me limito a ofrecer comentarios allí donde pueden contribuir a la comprensión del texto.

Diremos algo sobre los nombres y tratamientos en español, que no pueden traducirse convenien­temente (aunque he modificado uno o dos en un intento de reproducir juegos de palabras). El tra­tamiento habitual de un hombre de cierta catego­ría social es Don o Señor Don), que siempre se emplea con el nombre· de pila; los equivalentes femeninos son Doña y Señora Doña. Señor y Se­ñora se emplean por lo común únicamente con el apellido (a veces, no obstante, pueden ser usados como tratamiento junto a un nombre de pila, en el caso de que se refieran a personas de cierta posi­ción pero no de la bastante como para llevar el Don/Doña, por ejemplo en el caso de los aldeanos

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ricos). Ilustrísimo y Excelentísimo son títulos ofi­ciales que se dan a hombres de considerable im­portancia. La mujer española no pierde el apellido de soltera al casarse, así que Doña Ana Ozores, tras su boda con Don Víctor Quintanar, pasa a llamarse Doña Ana Ozores, o Doña Ana Ozores de Quintanar. Los diminutivos afectuosos se for­man de varios modos: Ana-Anita, Anunciación­Anuncita, Visitación-Visita (1), Fermín-Fermo, Francisco-Paco-Paquito, Alvaro-Alvarín, Alva­ro-Alvarico, Ronzal-Ronzalillo.

El traducir es un extraño negocio que la gente sensata trata de evitar. Según mis cálculos he em­pleado al menos cinco veces más horas al escribir esta versión inglesa que las que Alas empleó al escribir La Regenta. Hasta qué punto esto es con­secuencia de los talentos naturales de Alas como novelista, o de mi falta de talento como traductor, o de los problemas propios de la traducción, esalgo que desconozco. Lo único que espero, alcabo, es que le haya hecho alguna justicia a estamaravillosa novela. Si no ha sido así, no habrásido por falta de buenos consejos, ni habrá sidoachacable a ninguno de tantos colegas, alumnos yotros amigos que tan generosamente me han ayu­dado de tantísimas formas. No puedo mencionar­los a todos. Pero quiero agradecer especialmenteal novelista infantil Peter Carter el haberme ense­ñado la vitalidad, complejidad y elegancia de laoración inglesa ( que desearía haber aprendido conmayor rapidez), y al eminente crítico Gonzalo So­bejano sus pacientes y detalladas respuestas a to­das mis preguntas sobre La Regenta. De entretodos quiero recordar al fallecido Cyril Jones,pues sin su aliento no habría realizado la traduc­ción, y a Rugo Donnelly, Luis Miravalles, PeterRussell, Rosa Rutherford y Ron Trumao. He te­nido la suerte de que alguien tan experta y pa­ciente como Patricia Lloyd me mecanografiase yvolviese a mecanografiar las sucesivas versionesde esta traducción, y1quiero manifestar mi agrade­cimiento por el permiso sabático y las becas deviaje a mi college y a mi universidad.

(Traducción española de S. G. Fernán­dez-Corugedo)

NOTAS

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(*) La introducción a La Regenta hecha por J. Rutherford, profesor del Queen's College de la Universidad de Oxford, donde enseña literatura española e hispanoamericana, aparece frente a su muy buena versión inglesa de la novela, editada por Penguin Books Ltd. (Harmondsworth, 1984), en Gran Bretaña, y por Allen Lane en los Estados Unidos.

(1) El original presenta la probable errata «Vista», por loque hemos reconstruido la forma más normal española de «Visita», que es la que aparece siempre en La Regenta.

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