Introduccion a La Política

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Ramón Cotarelo

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COMITÉ CIENTÍFICO DE LA EDITORIAL TIRANT LO BLANCH

Manuel asensi Pérez Catedrático de Teoría de la Literatura y de la Literatura Comparada

Universitat de València

raMón CotareloCatedrático de Ciencia política y de la Administración de la Facultad de Ciencias Políticas y Sociología

de la Universidad Nacional de Educación a Distancia

Mª teresa eChenique elizondoCatedrática de Lengua Española

Universitat de València

Juan Manuel Fernández soriaCatedrático de Teoría e Historia de la Educación

Universitat de València

Pablo oñate rubalCabaCatedrático de Ciencia Política y de la Administración

Universitat de València

Joan roMeroCatedrático de Geografía Humana

Universitat de València

Juan José taMayo Director de la Cátedra de Teología y Ciencias de las Religiones

Universidad Carlos III de Madrid

Procedimiento de selección de originales, ver página web:

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Introducción a la política

RAMÓN COTARELO

Valencia, 2015

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Copyright ® 2015

Todos los derechos reservados. Ni la totalidad ni parte de este libro puede reproducirse o transmitirse por ningún procedimiento electrónico o mecánico, incluyendo fotocopia, grabación magnética, o cualquier almacenamiento de información y sistema de recuperación sin permiso escrito del autor y del editor.

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ISMAEL CRESPO MARTÍNEZCatedrático de Ciencia Política y

de la Administración en la Universidad de Murcia

PABLO OÑATE RUBALCABACatedrático de Ciencia Política y

de la Administración en la Universidad de Valencia

© Ramón Cotarelo

© TIRANT LO BLANCH EDITA: TIRANT LO BLANCH C/ Artes Gráficas, 14 - 46010 - Valencia TELFS.: 96/361 00 48 - 50 FAX: 96/369 41 51 Email:[email protected] http://www.tirant.com Librería virtual: http://www.tirant.es ISBN: 978-84-9086-888-1 MAQUETA: Tink Factoría de Color

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I. LA NATURALEZA DE LA POLÍTICA

1) LA POLÍTICA COMO REALIDAD E IDEA

El término Política es polisémico y por ello mismo designa un con-cepto confuso. Etimológicamente es coincidente con lo social. La política es todo lo relativo a la Polis, esto es la ciudad-Estado grie-ga, la comunidad, la sociedad helénica. Por eso suele traducirse el zoon politikon de Aristóteles por “animal social” y no “animal político”. No obstante, por razón del uso, lo político ha acabado identificado con aquella parte de lo social en la que se dan las rela-ciones de poder y autoridad o de mando y obediencia.

El mundo de la polis está hecho a escala humana. La polis es-tá presente en todos los momentos de la vida de los ciudadanos y estos participan directamente en su administración y organiza-ción. Es más, participan porque son ciudadanos y son ciudada-nos porque participan. A su vera se encuentran los esclavos, los extranjeros y las mujeres, que no son ciudadanos. Este asunto es importante y ofrece un campo abonado a las consideraciones de ética política. De momento, dejamos constancia de que la polis está hecha a escala humana porque la vida de los seres humanos es política, aunque luego esa vida no sea vivida con igual dignidad por todos.

A partir precisamente de la Política de Aristóteles, el término adquiere un significado más preciso. En el corpus aristotélico la Política viene después de la Ética nicomaquea y, aunque existan muchas dudas sobre el correcto contenido de la Política e incluso sobre si se trata de una sola obra o de dos incluso de diferentes épocas, son los contenidos habituales de la obra los que han ve-nido constituyendo las preocupaciones de la política ya como el conocimiento de esa realidad: las formas de gobierno, la condición de ciudadano, la organización de la polis, etc.

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A los efectos de nuestra exposición, la parte más importante de la Política es la doctrina sobre las formas de gobierno que, con muchas variantes a lo largo de los siglos, se mantiene hoy como el armazón de la ciencia política en el plano descriptivo. Las tres formas “puras”, monarquía, aristocracia y politeia y las tres co-rruptas, tiranía, oligarquía y democracia. Una interpretación ge-neralmente admitida entre los estudiosos sustituye politeia por democracia y en lugar de la democracia pone la demagogia. Se entiende que es una pura cuestión nominal, aunque tiene su inte-rés. Aristóteles proponía como forma pura la politeia porque era la que él conocía y se trataba de un régimen intermedio entre la aristocracia y la democracia, un sistema que puede equipararse al concepto de democracia limitada o democracia teorizada por Ma-dison en el siglo XVIII (Aristóteles, 2000).

En la politeia, que es la forma que él conoce porque es en la que vive, hay un orden político al que el estagirita dedica el primer libro de la obra. Describe este orden, diríamos como el orden natural de las cosas, no como una forma de gobierno entre otras sino como aquella que se impone por necesidad y es en la que vivimos y en donde nos educamos. La polis es una suma de familias patriarcales regidas por varones y compuestas por estos, sus mujeres, sus hijos y sus esclavos. Los cabezas de familia son reyes en ellas y la concepción del poder político será patriarcal. Esta concepción patriarcal influirá luego en la elaboración del Patriarcado como defensa del derecho divino de los reyes en la obra de Robert Filmer en el siglo XVII.

No obstante, esta consideración de la Política como modelo no puede ignorar que es una propuesta típicamente aristotélica pues consiste en la descripción de una realidad. La doctrina de las for-mas de gobierno tiene un fuerte elemento empírico. El análisis de las teorías platónicas al respecto y las de otros filósofos menores y la descripción de las constituciones existentes en Esparta, Creta y Cartago sirven al estagirita para formular la mencionada doctrina de las formas de gobierno y la hipótesis de su carácter cíclico.

Se dice que la Filosofía no es sino una sucesión de glosas de los diálogos platónicos. Igualmente puede decirse que la ciencia política, ciencia práctica, es una sucesión de glosas a las obras de Aristóteles.

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2) LA DOCTRINA DE LAS FORMAS DE GOBIERNO

La pregunta por la mejor forma de gobierno corre como un hilo de oro por la historia del pensamiento político. Hace una larga escala en Roma, de donde nos llega la teoría de la forma mixta de gobierno, del historiador griego Polibio, rehén en la Roma republicana. Polibio ensalzaba el régimen romano al verlo como una mezcla de las tres formas clásicas: la monárquica (los cónsu-les), la aristocrática (el Senado) y la democrática (los comicios) (Polibio, 1981).

Durante la Edad Media, la doctrina de las formas de gobierno aparece mediada por un elemento teocrático procedente del pre-dominio cristiano. El cesaropapismo es la forma de gobierno del cristianismo oriental y el occidental y, aunque tienen raíz común, conocen desarrollos distintos. Frente a la concepción oriental de un solo poder unificado, la occidental reconoce pronto la separa-ción de poderes, el temporal y el espiritual a través de la doctrina de las dos Espadas, del Papa Gelasio. En su juicio el poder espi-ritual prevalecía sobre el temporal. Pero ello no obsta para que se reconozcan dos. En lo sucesivo, el cesaropapismo del Imperio carolingio y del Sacro Imperio Romano Germánico será una larga historia de enfrentamientos y luchas por asegurar el predominio del Emperador o del Papa, alternativamente, uno de cuyos mo-mentos culminantes es la guerra de las investiduras. Y no es extra-ño que los teóricos y hasta los poetas (como Dante) tomen partido en la controversia en favor de la supremacía de uno de los dos poderes sobre el otro.

La Edad Media desemboca en las guerras de religión durante las cuales, por razón de la multiplicidad de conflictos que en ellas se ventilaron (tiranía, resistencia, libertad de cultos, tolerancia) hu-bo un renacimiento de la teoría política con replanteamiento de las formas de gobierno. El debate se hacía en presencia de una idea nueva, el contrato social, que sería determinante en la historia pos-terior de las ideas políticas. Sobre la base del contrato social podía justificarse la monarquía absoluta, como hace Hobbes, aunque lo más frecuente es que la monarquía absoluta derivara su justifica-

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ción teórica de la doctrina del pater familias romano que, a su vez, procede de la familia patriarcal de Aristóteles.

Lo peculiar de Hobbes, ciertamente, es justificar la monarquía absoluta como consecuencia del contrato social (Hobbes, 1996). Este ha solido emplearse más para legitimar regímenes representa-tivos, como en el caso de Locke (Locke, 1997) o, incluso, democrá-ticos, como en el de Rousseau.

La idea del contrato social llevó al desarrollo de la concepción del Estado de derecho. La sociedad era el producto del contrato social y todos los contratos han de estar amparados en un ordena-miento jurídico que garantice su cumplimiento. La función del Es-tado es básicamente encauzar y proteger las relaciones de la socie-dad civil a través de la ley como la máxima garantía de la libertad. Por ello el Estado de derecho se caracteriza por someterse a la ley que él mismo crea. Surge así la teoría liberal o liberalismo político, que es uno de los más vigorosos troncos del pensamiento hasta nuestros días, en busca también de la mejor forma de gobierno.

El liberalismo identifica dicha mejor forma de gobierno con el Estado de derecho en su forma mínima. Esto es, la idea de que el Estado debe reducir su intervención en la sociedad civil a las fun-ciones de orden público, garantía del cumplimiento de los contra-tos y defensa exterior. De todas estas cuestiones se tratará con más detenimiento en los capítulos posteriores.

El Estado de derecho, en cuanto forma política concentrada en el imperio de la ley no predetermina cómo se produce esta. En principio, si la monarquía absoluta puede justificarse a través del contrato social, también es pensable un intento de cohones-tarla con alguna forma de Estado de derecho. No puede olvidarse que ningún teórico del absolutismo o del derecho divino de los reyes (última fórmula secularizada del cesaropapismo medieval) lo identificaba con la arbitrariedad o el despotismo. Al contrario, el monarca absoluto, por ejemplo en Bodino, está limitado por las antiguas leyes del reino, el derecho natural y la ley divina. El poder es absoluto, pero hasta el poder absoluto tiene límites (Bodino, 2006).

En la evolución de la historia, el Estado de derecho hubo de re-presentar la supremacía de la ley pero tal como se formulaba en los

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órganos representativos. La ley no era ya la voluntad del Rey, ni siquiera la del Rey en Parlamento (como defendía el llamado libe-ralismo doctrinario o teoría de la doble soberanía) sino que acabó siendo exclusivamente la manifestación de la voluntad parlamen-taria. A su vez esta, la manifestación de la voluntad del Parlamento era la de una pluralidad de ciudadanos a través del derecho de su-fragio, que empezó siendo censitario y como tal caracterizó el ré-gimen representativo liberal del siglo XIX. Las grandes teorías del Estado de derecho en la iuspublicística alemana (Gierke, 2002) y francesa (Duguit, 1921) con elementos de la inglesa (Dicey, 1982) se elaboraron a lo largo de los años en que el sufragio fue amplián-dose paulatinamente.

Finalmente, la irrupción del sufragio universal en el siglo XX obligó a adaptar la doctrina del Estado de derecho a una situa-ción en que este es el producto de la voluntad de la nación, pero a su vez la nación es coincidente con el pueblo, con el conjunto de los ciudadanos. Todos los ciudadanos son titulares de derechos. Al respecto debe hacerse notar una salvedad. Durante muchos años ha venido llamándose “sufragio universal” una situación en la que el derecho de voto correspondía únicamente a los varones. El su-fragio solo fue verdaderamente universal cuando se incorporaron a él las mujeres, bastantes años después y no en todos los países al mismo tiempo.

La negación del sufragio femenino es un asunto que trae causa de una condición legal subalterna de las mujeres en todos los ór-denes que no estaban emancipadas sino sometidas a permanente tutela con menos derechos que los varones. Sin embargo, esta si-tuación no se reputaba contradictoria con el principio de igualdad de los ciudadanos ante la ley, como fundamental del Estado de derecho. Hoy, cuando se plantea la conveniencia de una discrimi-nación positiva, suele argumentarse en contra que atenta contra el principio de igualdad ante la ley, constitutivo del Estado de dere-cho. Pero no se recuerda que, cuando se daba la situación inversa, esto es, discriminación negativa, no parecía tener tan perniciosos efectos.

La mezcla del Estado de derecho con la democracia de sufragio universal dio una primera oleada de teorías política elitistas. En

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el sistema político las decisiones no pueden ser tomadas por las masas sino que, de un modo u otro (según los pareceres de los distintos teóricos de las elites, Pareto, 1917; Mosca, 1984; Orte-ga, 1987) lo serán por las minorías. Esta visión elitista acabaría fundida con la realidad democrática a través de la teoría elitista de la democracia de Schumpeter, como se verá en el capítulo III. A mediados del siglo XX, la teoría se fragmentaría después en otras concepciones llamadas de la democracia pluralista (Lipset, 1966) y la poliarquía (Dahl, 2002).

A lo largo de la evolución de las formas democráticas se alzó una forma alternativa y opuesta de gobierno que, aun definiéndo-se como auténticamente democrática, se denominaba a sí misma dictadura del proletariado y se acompasaba con un cambio funda-mental en las relaciones de producción. Durante buena parte del siglo XX, las formas de gobierno estuvieron divididas en dos cam-pos enfrentados: el capitalismo y el socialismo o el liberalismo y el marxismo. Las instituciones solo eran formalmente comparables por cuanto respondían a formas de organización social radical-mente distintas. Presentaban asimismo el inconveniente de utilizar términos análogos, como gobierno, parlamento, partido, eleccio-nes, pero con alcance y significados muy distintos.

El capitalismo liberal profesaba el principio del libre mercado con muy diversas excepciones tanto por los llamados fallos del mercado (formación de monopolios, por ejemplo) como por la de-liberada intervención pública en la forma de la economía social de mercado. Pero el principio general era el de la libertad de las relaciones mercantiles. Los países socialistas, en cambio, habían suprimido el mercado y organizaban la producción por un sistema de planificación centralizada que, a su vez, también fue objeto de numerosas reformas a lo largo del tiempo. Estas no pudieron im-pedir, sin embargo, el hundimiento del modelo.

La desaparición de los sistemas socialistas dejó la escena inter-nacional bajo predominio del modelo del capitalismo liberal. De hecho, el teórico norteamericano de origen japonés, Francis Fuku-yama, se hizo célebre por escribir un ensayo y acuñar la fórmula que mejor se creía caracterizaba la situación: vencido el comunis-mo, triunfante el capitalismo liberal como única forma de organi-

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zación política y económica, se había llegado al fin de la historia (Fukuyama, 1996).

La propuesta parece evidente: la mejor forma de gobierno es la democracia liberal, por acuerdo mayoritario en el planeta en el que, sin embargo, no faltan excepciones tanto en el ámbito musul-mán como en el de los antiguos países comunistas asiáticos, cuyos sistemas políticos plantean grandes problemas a los especialistas. No obstante, siendo la sociedad humana intrínsecamente conflicti-va, no faltan tendencias, opciones, ideologías, que argumentan en contra de este criterio de general aceptación y tratan de sustituirlo por otros. Es tarea precisamente de la ciencia política dar asimis-mo cuenta de las propuestas alternativas.

3) EL CONOCIMIENTO CIENTÍFICO DE LA POLÍTICA. CUESTIONES METODOLÓGICAS

Mejor o peor determinado el objeto de la política, corresponde averiguar qué método sea el más adecuado para aprehenderlo, pa-ra entenderlo, explicarlo y, en la medida de lo posible, predecirlo. Innecesario señalar que, por la naturaleza peculiar del objeto, el método está prácticamente predeterminado no en el ámbito de las ciencias naturales y/o experimentales, sino en el de las llamadas culturales o del espíritu o, más modernamente, sociales.

Efectivamente, el objeto de la ciencia política, el poder, las for-mas de gobierno, las relaciones de mando y obediencia, son rela-ciones entre seres humanos y los seres humanos están dotados de libertad, de libre albedrío, no están sometidos a la necesidad (aun-que, por supuesto, esta sumisión también se da) y, por lo tanto, son impredecibles.

El objeto de la ciencia política, por lo demás, como el de to-das las ciencias sociales, desde el derecho hasta la psicología, pa-sando por la economía o la historia, tiene una peculiaridad que condiciona absolutamente la cuestión del método y es la coinci-dencia de naturaleza entre él mismo como objeto y el sujeto que

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lo estudia. Al estudiar y explicar el comportamiento político, el politólogo lo hace en una identidad substancial con su objeto, lo cual tiene indudables consecuencias en el terreno epistemológico entre otros.

Piénsese en un factor que es esencial en el comportamiento polí-tico y supone uno de los mayores problemas en las teorías contem-poráneas sobre comunicación política, esto es, en la acción política el ser humano puede engañar. En las demás también, pero eso aquí es indiferente. Y no solo puede engañar sino que puede engañarse a sí mismo. Posibilidades que seguramente el politólogo conoce por experiencia propia.

Las escuelas filosóficas postkantianas propusieron una clasifi-cación de las ciencias que atendiera a las diferencias esenciales en el objeto. Así, Windelband distinguía entre ciencias nomotéticas y ciencias idiográficas, esto es, ciencias que proceden a la explicación y predicción mediante el enunciado de leyes de validez universal y ciencias que, como la historia, la ciencia idiográfica por anto-nomasia, han de habérselas con fenómenos únicos e irrepetibles (Windelband, 1907). De igual modo, su colega Rickert dividía las ciencias en ciencias de la naturaleza y ciencias del espíritu. Las pri-meras son de carácter experimental, las segundas, no, y en ellas no se procede tanto mediante explicación como mediante compren-sión (Rickert, 1995).

El método de la “comprensión” o método Verstehen (compren-der) está en la base de la metodología hermenéutica que primero Schleiermacher (1984) y después Dilthey (1981) tomaron de los estudios de exégesis bíblicas en su tiempo y extendieron a todas las demás facetas de la vida humana y de la historia. La hermenéutica que aparece hoy en la base de la fenomenología y de los enfoques más productivos de las teorías de la construcción social de la rea-lidad es también un enfoque de la ciencia política. Se manifiesta en concepciones de tipo sintético o “holista”, como la Teoría General de Sistemas, cuya aplicación en el campo político ha tenido un gran desarrollo en el enfoque sistemista de David Easton. (Easton 1979).

La perspectiva hermenéutica, en cuanto comprensión de las formas de comunicación verbales y no verbales fundamenta los

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procedimientos de metodología cualitativa, uno de cuyas manifes-taciones más productivas es el Análisis Crítico del Discurso (Dijk, 2000) las entrevistas y los grupos de discusión.

En la polémica sobre el positivismo en las ciencias sociales, es-pecialmente a partir de la obra de Popper, fue abriéndose paso la convicción de que los enfoques interpretativos, a través del histo-ricismo, la hermenéutica, el análisis del discurso y la metodología cualitativa, no eran suficientes para dar cuenta del vasto campo de los fenómenos políticos y que era preciso igualmente prestar atención a la ciencia política como disciplina práctica dotada de un fundamento empírico (Popper, 1973).

Van abriéndose paso así los enfoques positivos, hoy predo-minantes en muchos ámbitos de nuestro estudio, que recurren a la metodología cuantitativa habitual asimismo en otras ciencias sociales a través de la formulación de modelos matemáticos, las técnicas estadísticas y la operacionalización de los procedimientos. Estos enfoques están más desarrollados en los campos de la vida política que por su naturaleza más se prestan a ello, como el com-portamiento electoral, o las teorías de las coaliciones.

Un enfoque que ha dado resultados especialmente prometedo-res y que mezcla métodos cuantitativos y cualitativos en la medi-da que obliga a un trabajo de comprensión de las motivaciones de los agentes y también de formalización de su comportamiento es la teoría de juegos. La comprensión de la política como insti-tucionalización del conflicto hace de la teoría de juegos un instru-mento particularmente adecuado para el estudio y comprensión de los comportamientos y, en buena medida asimismo su predic-ción.

La base filosófica de la teoría de juegos, el utilitarismo, en prin-cipio y su derivación posterior en la teoría de la decisión racional (Buchanan, 1980) constituyen la base cualitativa del enfoque que adquiere luego su dimensión cuantitativa mediante la formaliza-ción de los modelos. De hecho, la teoría económica de la democra-cia (Downs, 1973) que parte del supuesto de que la acción política puede estudiarse con los parámetros del comportamiento de los agentes en el mercado y que, por tanto, se vale de los modelos de

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juegos, es el terreno en el que más han florecido los estudios sobre comportamiento electoral.

Así pues el conocimiento científico de la política es posible me-diante un procedimiento mixto, consistente en mezclar métodos cualitativos y cuantitativos que hagan justicia a la señalada com-plejidad de nuestro objeto.

Debe advertirse por último que la consecución de objetivos óp-timos en el empeño científico aparece muchas veces dificultada por una cuestión que afecta asimismo a todas las demás ciencias so-ciales: la cuestión axiológica o cuestión de los valores. Por cuanto la política es la distribución de valores por quien tiene autoridad para ello, como decíamos más arriba, siguiendo a Easton y, siendo los valores que el politólogo estudia, aquellos mismos que profesa o frente a los que se sitúa como ciudadano o como persona, se hace imprescindible tomarlos en consideración.

Esta actividad de autoexamen del politólogo, por así decirlo, es previa al trabajo científico y condición de este. Debe hacerse de modo exhaustivo para evitar el peligro que la ciencia política comparte con otras ciencias sociales, aunque de modo exacerbado, el de que se pretenda instrumentalizarla al servicio de intereses de parte en los conflictos políticos. El peligro de convertir el enfoque científico en ideología.

Dado que los valores son inevitables en una sociedad que se edifica sobre ellos, no es realista plantearse un conocimiento cien-tífico-político axiológicamente neutral, aunque sea deseable acer-carse a él lo más posible. Como segunda línea debe postularse la exigencia de que, al tiempo que se compromete a neutralizarlos cuanto pueda, el politólogo, declare los suyos de antemano y no los dé por supuestos. Entre otras cosas a los efectos de que otros estudiosos puedan abordar el examen de sus conclusiones con ma-terial cierto para la interpretación.

A tales efectos, conviene recordar que hay escuelas de la teoría política (Strauss, 1989) que sostienen que no existe verdadero co-nocimiento político sino se parte del carácter apodíctico de ciertos valores. En otros casos no solamente no se excluyen los valores sino que se postula su coexistencia como un pluralismo de estos, rasgo distintivo de la forma liberal del Estado (Berlín, 1996).

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Por último, debe advertirse que la consideración de la política como conocimiento científico no se agota en las cuestiones meto-dológicas. La política es un objeto complejo que se puede cosificar para estudiarlo en sus manifestaciones institucionales (parlamen-tos, gobiernos, partidos) pero también puede considerarse en su aspecto puramente relacional (poder, autoridad, obediencia, re-sistencia). En ambos casos se entrecruzan interacciones humanas en muy diversas vertientes que, a su vez, son objeto específico de estudio de otras ciencias sociales, como la historia, la economía, el derecho o la sociología.

El conocimiento de la política requiere, por tanto, un enfoque multidisciplinar, igualmente impuesto por el carácter multifácetico del objeto. Una definición de la política que veremos más adelante y la define como poder, como cratología o conocimiento del po-der, no solamente es aplicable al campo institucional más amplio, sino a otros ámbitos más restringidos. La economía, los intercam-bios sociales de todo tipo, las relaciones jurídicas son todas ellas relaciones de poder, inteligibles, además, en los términos de sus respectivas ciencias. Todas, por lo tanto, guardan relaciones con la política de forma que la ciencia política se articula en ese entrecru-zamiento de otras disciplinas que pasamos a considerar.

4) LA POLÍTICA Y LA HISTORIA

En los orígenes de la política como conocimiento autónomo, la historia tuvo una importancia capital porque se constituía en ar-gumento de autoridad y banco de pruebas. Esta perspectiva, con-sistente en ir a buscar en el pasado los elementos y claves para la comprensión del presente es la forma de razonamiento de Maquia-velo. La ciencia política empezó siendo historicista en este sentido fundamental que no coincidirá luego con el significado que le atri-buya la escuela historicista, aunque sí, en parte, la concepción de la historia como ciencia nueva, de Giambattista Vico quien, con su concepción del verum factum, esto es, “la verdad se crea” puede

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considerarse como el padre de todas las doctrinas constructivistas en las ciencias sociales y, por supuesto, la política (Vico, 1960).

En un sentido más práctico y restringido, la perspectiva históri-ca es imprescindible para el politólogo por dos razones fundamen-tales, esto es, porque coadyuva al conocimiento de los fenómenos políticos en sí mismos y para sí mismos.

En sí mismos, los fenómenos políticos son el resultado de espe-cíficas evoluciones históricas. Un ejemplo sencillo: el parlamento británico es el resultado de una evolución de un milenio, desde el Witan anglosajón (que muchos reputan legendario) hasta el bica-meralismo actual, con las recientes reformas laboristas de la Cá-mara de los Lores, apareciendo la primera mención al Parlamento como tal en el siglo XIII.

La perspectiva histórica es imprescindible en el estudio de re-laciones políticas que han tenido muy diversas manifestaciones en lugares y épocas también distintas. Por ejemplo, la esclavitud. Pocas relaciones humanas concentrarán tanta condena unánime y pocas también habrán sido más generalizadas y frecuentes y ha-brán revestido formas más diversas.

Para sí mismos, los fenómenos políticos tienen también una fa-ceta histórica que el politólogo no puede ignorar. Enlazando con la consideración anterior sobre la esclavitud, nadie que ignore esta institución en el Imperio romano y la rebelión de Espartaco podrá entender el significado de la Liga Espartaquista, tan importante durante la política alemana de la primera posguerra mundial y en el origen del Partido Comunista Alemán en la revolución de 1918. Como tampoco entenderá por entero la Conspiración de los igua-les en Francia, obra de Graco Baboeuf si ignora la función de los Graco en los conflictos sociales del siglo II a. C. en Roma.

La importancia de la historia en la comprensión de los fenó-menos políticos para sí mismos es decisiva. En algunos casos, la base misma de la legitimidad enraíza en la historia. Por ejemplo, en la institución de la monarquía, cuya legitimidad dinástica es exactamente su conservación a lo largo de la historia de forma que la institución es el resultado de sus sucesivas adaptaciones a lo largo de los siglos. Hubo monarquías electivas. Los primeros reyes de Asturias fueron electivos, como los francos merovingios entre

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otros bárbaros y el Sacro Imperio. Poco a poco, sin embargo, fue generalizándose el principio hereditario, aunque todavía quedan vestigios de monarquía electiva en los casos del Vaticano o los Emi-ratos Árabes Unidos o Malasia, entre otros. A su vez, el principio hereditario ha admitido variantes, siendo la más frecuente que la sucesión estuviera reservada o no a los sucesores varones. En cuan-to a las relaciones con los otros poderes del Estado, la Monarquía también ha pasado por épocas distintas, adoptando naturalezas también distintas. Casi todas las monarquías tuvieron una etapa absolutista y muchas de ellas son hoy monarquías parlamentarias, esto es, adecuadas al sistema parlamentario cuyo ejemplo clásico es el modelo de Westminster. Quedan, sin embargo, asimismo ves-tigios de la monarquía absoluta, en el caso del Vaticano, que a su vez se rige por una Ley Fundamental de 2000, promulgada por el Papa Juan Pablo II.

El conocimiento de la historia del politólogo no puede limitarse al de la historia política convencional sino que debe ampliarse al de la historia de las ideas en su sentido más amplio. Es frecuente encontrar fenómenos políticos que solo pueden entenderse si es posible calibrar la autoimagen de estos cuando la hacen depender de su interpretación de ideas o concepciones del pasado. Por ejem-plo, el fundador del partido mayoritario de la derecha española, Manuel Fraga, profesaba admiración por don Antonio Cánovas del Castillo, principal artífice de la primera restauración borbóni-ca, líder del partido conservador cuyas ideas políticas se reflejan en la Constitución de 1876. Seguramente, Fraga, político práctico, pero también teórico político que dedicó un ensayo a la figura del político malagueño, lo tomaba como modelo para su idea de la función de la derecha en la segunda restauración en la Transición y de la configuración de esta última, inspirándose asimismo en el parlamentarismo británico, como había hecho Cánovas (Fraga, 1976, 1997). Corresponde al politólogo estudiar cómo se configu-ra ese canovismo de la derecha y solo podrá hacerlo si conoce la obra de su creador.

Pero a su vez, este, firme defensor del liberalismo doctrinario y autor de una Historia de la decadencia de España, además del modelo británico, que tenía muy presente, estaba convencido de

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que la legitimidad de la monarquía española dependía de lo que llamaba su constitución interna o histórica, esto es, su arraigo en la historia de la nación en la doble forma del Rey y las Cortes. Al día de hoy, buena parte del nacionalcatolicismo como ideología es incomprensible si no se tiene en consideración ese supuesto con el añadido de que la Monarquía ha de ser católica. Así lo proclama el pretendiente Alfonso (luego Alfonso XII) en el Manifiesto de San-dhurst, redactado por Cánovas y en la Constitución de 1876 que reconoce el carácter confesional católico del Estado, en la línea de prácticamente todas las Constituciones anteriores.

Tampoco basta con la historia de las ideas o las concepciones. Los fenómenos políticos se dan en la sociedad y en una proporción apreciable de casos versan sobre cuestiones económicas. El politó-logo viene entonces obligado al conocimiento de visiones y enfo-ques de la historia que también son relativamente recientes en el desarrollo de la propia historiografía. Es el caso de la historia social y económica. No le es exigible, obviamente, un conocimiento espe-cializado de las profundidades de estos aspectos del pasado pero sí que tenga un conocimiento discreto de ellos. A la hora de valorar las facetas políticas de la Reforma y las guerras de religión, a partir de las cuales se generaliza el principio de tolerancia no es posible igno-rar que se dan en un contexto de agitación social con sublevaciones de campesinos, jacqueries y levantamientos populares.

El nacimiento de los fascismos y los totalitarismos en general es incomprensible si no es sobre el trasfondo de la crisis económi-ca de 1929 como lo es también el Estado del bienestar en cuanto cristalización de las medidas que se fueron tomando para evitar la repetición de las crisis cíclicas del capitalismo. Se trata del mismo Estado del bienestar que la actual crisis económica ha puesto en cuestión desde el comienzo y en torno al cual, a su restauración, modificación o progresivo desmantelamiento se dan los debates actuales tanto en el campo de las políticas públicas como en el de las justificaciones teóricas.

Esa necesaria familiaridad del politólogo con la historia social y económica lo lleva a orientar a veces su investigación en el com-portamiento de los agentes económicos y, en consecuencia, a va-lerse de la economía.

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5) LA POLÍTICA Y LA ECONOMÍA

Si bien la economía puede trazar sus orígenes como disciplina in-dependiente a la antigüedad griega (Jenofonte, 1968), en los pri-meros pasos de la constitución de la Teoría del Estado, en la Ca-meralística del siglo XVII, aparece conjuntamente con la Política. De hecho la Cameralística engloba la economía, la administración pública y la política como “ciencia de la policía”, que tendría desa-rrollo en España en cuanto Tratado de la policía (Valeriola, 1977). Incluso en sus desarrollos posteriores, la economía siguió siendo parte de la política bajo la denominación de “Economía nacional” Nationalökonomie de donde derivaría luego la Volkswirtschaft, en terminología más germánica.

Compartiendo la cuna, es lógico que ambas disciplinas hayan seguido en paralelo puesto que mantienen abundantes relaciones mutuas que obligan al politólogo a prestar atención a los fenóme-nos económicos tanto en un plano objetivo como en otro metodo-lógico.

En el plano objetivo basta con recordar la definición de política como distribución de bienes entre opciones alternativas y hacer hincapié en el concepto de bienes. Muchos conflictos políticos son trasuntos de relaciones económicas y muchos agentes políticos re-presentan en su acción intereses económicos, por ejemplo, los gru-pos de presión, los sindicatos o las organizaciones empresariales. El debate político versa en gran medida sobre opciones de política económica y es frecuente que las acciones políticas consistan en agregación de intereses económicos.

Es saber convencional que la ley más importante de cada pe-riodo de sesiones del legislativo es la de presupuestos. La ley de presupuestos viene siendo la materialización práctica periódica de los compromisos fijados en el programa del partido (o coalición de partidos) que ganó las elecciones. Constituye también la fórmula del acuerdo al que en cada caso hayan llegado las distintas fuerzas políticas parlamentarias (aunque no solamente estas) en el curso de su interrelación política.

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El impacto de las medidas de política económica, muchas ve-ces adoptadas por razones ideológicas, se entiende básicamente en términos económicos y su evaluación debe figurar en todas las explicaciones científicas de la política. De ahí que deba exigirse a los politólogos familiaridad con los marcos de referencia eco-nómicos.

En el plano metodológico, la ciencia política mantiene una rela-ción directa con la disciplina económica en la medida en que ha de dar cuenta del comportamiento de unos agentes que suelen actuar como agentes económicos. De hecho, el enfoque de la teoría de la decisión racional, que es una teoría del comportamiento de los mercados está a caballo entre la economía y la política. Su versión más estrictamente politológica es la ya mencionada teoría econó-mica de la democracia (Downs, 1973).

La vinculación entre la economía y la política se da en una do-ble faceta teórica y práctica. En el plano teórico, se presume que el conjunto de la acción política está orientado al bien común. No es solamente que este concepto del “bien común” forme parte de la historia de las ideas políticas desde antiguo sino que en el debate actual hay corrientes políticas, sobre todo en los ámbitos alterna-tivos que postulan la supremacía del bien común, llamando a su orientación “economía del bien común”. No es preciso señalar que ese concepto de “bien común” en favor del cual se postulan accio-nes colectivas es materia de debate e interpretaciones encontradas, es decir, materia de conflicto político.

En el plano práctico, el paradigma metodológico dominante de la elección racional o decisión pública parte del estudio de los comportamientos de unos agentes movidos exclusivamente por el criterio egoísta de la maximización del beneficio y la minimización del perjuicio, criterio egoísta que se considera quintaesencia del comportamiento racional.

Tal es la base práctica para el análisis del comportamiento elec-toral desde el punto de vista de la teoría económica de la demo-cracia, esto es, considerar que este, como comportamiento racional del egoísta ilustrado, se basa en un cálculo de costes-beneficios. El comportamiento electoral tiene unos posibles beneficios en el sen-tido de las ventajas que pueda reportar el triunfo de “los nuestros”

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y también unos costes, el más característico de los cuales es la bús-queda de información para tomar la decisión que más convenga a los propios intereses. Por supuesto en la ciencia política exis-ten opiniones distintas acerca de las motivaciones de los electores. Junto a las concepciones de la decisión racional, hay corrientes que postulan motivaciones distintas al análisis de costes beneficios, por ejemplo, las que se basan en los valores no materialistas (Inglehart, 1990) o las que toman en cuenta los criterios de historia y tradi-ción familiar.

Es sabido que el pensamiento liberal cree haber resuelto el evi-dente conflicto entre los intereses privados y el bien común. Esta explicación constituye quizá el núcleo de las explicaciones libe-rales del funcionamiento del mercado y, por tanto, del capitalis-mo. Prima facie, el comportamiento individual sobre el modelo del egoísmo racional del cálculo de costes-beneficios conduce a un principio de maximización sin límites que puede llegar a poner en peligro la supervivencia del conjunto. El caso más práctico evi-dente y frecuentemente aducido es el de las actividades humanas, productivas o recreativas, dañinas para el medio ambiente, en su forma más conocida, la aparición de externalidades. Desde una perspectiva teórica, en el marco de la Teoría General de Sistemas, que se verá en el capítulo siguiente, el peligro de este comporta-miento que amenaza la supervivencia del sistema implica un error del circuito de retroalimentación y necesitará por tanto algún tipo de intervención externa.

Pero la teoría liberal del mercado sostiene que dicha inter-vención externa será perjudicial. El mercado tiene mecanismos internos para corregir estas disfunciones y restablecer el equili-brio, esto es, lo que los teóricos generales de sistemas llaman la homeostasis y lo hace de modo automático. De acuerdo con la doctrina del Bernard de Mandeville en La fábula de las abejas, en el siglo XVIII, la sociedad se mantiene en equilibrio porque, precisamente los vicios privados acaban produciendo virtudes públicas (Mandeville, 2004). Esto se consigue a través de la fa-mosa mano invisible de Adam Smith (Smith, 1970). El ejemplo que los teóricos liberales suelen aducir para explicar por qué no hay disfuncionalidades en un mercado libre perfecto es la imposi-

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bilidad de los monopolios: cuando un empresario ha conseguido establecer un monopolio, el alza de precios de sus productos in-centiva a otros productores a entrar en competencia con él para beneficiarse de aquella, con lo que vuelven a caer y la situación retorna al punto de partida con dos o más empresas compitiendo por prestar los servicios o vender las mercancías al precio más bajo posible fijando el máximo margen de beneficio compatible con su mantenimiento en el mercado.

En donde la relación entre la política y la economía se hace más evidente a la par que más frecuente es en el enfoque político de los bienes públicos. Trátase aquí de aquellos bienes que, por su natu-raleza, no son divisibles, como la defensa, la educación o también en buena medida el medio ambiente. La política es entonces una actividad que tiene como finalidad determinar la naturaleza y la cantidad de los bienes públicos, así como su coste y la forma de sufragarlos.

El caso más evidente de relación entre la economía y la política es el Estado del bienestar. Sin perjuicio del análisis más detallado de este que se hará en el capítulo siguiente, esta forma de Estado supone que la vida política gira en gran medida en torno a la polí-tica económica y la política social de los Estados.

6) LA POLÍTICA Y EL DERECHO

La relación entre la política y el derecho es tan estrecha que, en muchas ocasiones, parecen una sola actividad. Ayuda a ello el he-cho de que algunos elementos de ambas disciplinas son comunes, por ejemplo, la Constitución. Esta se enfoca desde el punto de vista del derecho constitucional y el de la ciencia política. Es más, no era raro leer referencias al derecho constitucional como ciencia política. En el caso concreto de las Constituciones estas aparecen divididas en dos campos cada uno de ellos abierto a un enfoque distinto: la Constitución formal, esto es, el conjunto de normas para el tratamiento jurídico y la Constitución material, esto es, el

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conjunto de instituciones y relaciones para el tratamiento polito-lógico.

Por lo demás, aunque hay numerosos fenómenos y relaciones sociales básicamente accesibles desde una perspectiva sociológica, las instituciones políticas clásicas se expresan en términos jurídicos y el politólogo está obligado a entender este lenguaje. La misma definición de la forma de Estado, considerada en su momento, co-mo Estado de derecho subraya la preeminencia de la Jurispruden-cia en el funcionamiento de los sistemas políticos. Las sociedades, los sistemas políticos deben ser justos y la justicia es una provincia en la que se mueven la moral y el derecho, los dos aspectos con los que la política mantiene un diálogo permanente.

El Estado de derecho, como vimos, postula el principio de su-premacía de la ley. La política en el Estado de derecho es una ac-tividad legal. Sin embargo, esto no quiere decir que se agote en el Estado de derecho. A lo largo de la historia ha habido y sigue habiendo y pudiera volver a haber más Estados que no fueran de derecho. Y en ellos hay política en cuanto que esta versa sobre relaciones de poder. Otra cosa es que su conocimiento científico esté permitido o no. Como igualmente son políticas las activida-des alegales e incluso las ilegales en los Estados de derecho. Basta con pensar en las organizaciones que, por las razones que sean subsistan en la clandestinidad. Otra cosa es que el conocimiento científico ponga a los politólogos en una incómoda relación con las fuerzas de seguridad y los jueces, como sucede con otros pro-fesionales que, por razón de su objeto de estudio, tienen acceso a información que aquellos pueden considerar necesaria.

El imperio de la ley no es solamente un principio abstracto, jurídico y político. Es también una práctica con arreglo a la cual se organizan los poderes del Estado y, en particular, sus tres insti-tuciones esenciales, el Parlamento, el gobierno y los tribunales de justicia.

La actividad legislativa es la más importante del Parlamento u órgano representativo y el politólogo debe ser conocedor del iter legis, tanto en orden normal como en el extraordinario por cuanto, aparte de otros factores, es en él en el que inciden las actividades de los grupos de presión. E igualmente debe estar al corriente de

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la diversidad normativa en los Estados de derecho porque, de otra manera, pudiera resultar que estos siguen estando considerados como dicta la teoría pero no como son en la realidad. Un ejemplo aclarará la situación: la teoría sostiene que, en efecto, la función más importante del Parlamento es la actividad legislativa. Corres-ponde al órgano representativo la iniciativa legislativa que es la que pone en marcha el proceso de elaboración de las leyes en sede parlamentaria a través de las proposiciones de ley presentadas por los grupos parlamentarios.

Ahora bien, esa es la teoría. En la práctica, debido a diversas circunstancias (como urgencia, necesidad, falta de conocimientos específicos o concretos en determinados campos) la iniciativa legis-lativa suele recaer sobre los gobiernos quienes la ejercen a través de los proyectos de ley que las cámaras deben debatir y aprobar en su caso. Distinguir un proyecto de una proposición de ley es algo elemental en la relación entre política y derecho. Las otras tienen que ver con las normas en concreto que regulan los conflictos po-líticos.

La actividad legislativa está muy influida por esta intervención creciente del gobierno que también ejerce la iniciativa legislativa. Incluso el mismo carácter de la ley está cambiando, sino en su aspecto formal, sí en el material o de contenido. Las leyes van perdiendo los caracteres de universalidad y generalidad y tienden a configurarse como normas orientadas a fines específicos. Son las llamadas “leyes medida” que muchas veces son meros vehículos de políticas concretas de los gobiernos.

Estos, los gobiernos, a su vez, además de su parte de iniciati-va legislativa y de su ordinaria competencia ejecutiva, disponen de otra normativa propia adecuada a sus cometidos que toma la forma de decretos y reglamentos. No es preciso recordar cómo, muchas veces, desde un punto de vista politológico, es más im-portante cómo se articulan y aplican los reglamentos que cómo se aprueban y entran en vigor las leyes. Es más, esta preeminencia de la norma reglamentaria sobre la legal forma parte de la sabiduría convencional en la sociedad: “tú haz la ley y déjame hacer el regla-mento”. La potestad reglamentaria es el procedimiento de que se

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valen los gobiernos para modular la interpretación de las leyes y ahormarlas a sus políticas.

Esa actividad que se da en términos normativos es también po-lítica. En ella intervienen los partidos, la oposición parlamentaria y extraparlamentaria, los medios de comunicación y la opinión pública en las nuevas formas poco articuladas pero cada vez más influyentes, de las redes sociales. La solución final de los conflictos que puedan plantearse dependerá de las decisiones de un Tribunal Constitucional. Este tiene que casar los dos mundos, el jurídico y el político, cuando se enfrentan o se desajustan. Y lo hace tomando como criterio de referencia la Constitución, cuyo monopolio inter-pretativo le ha sido otorgado por ley.

El Tribunal Constitucional debe ser un órgano especialmente familiar al politólogo porque en él se dirimen cuestiones eminen-temente políticas en términos jurídicos. Y estos son el marco de manifestación de aquellas. Tómese, por ejemplo, el asunto de la condición nacional de Cataluña. La pretensión del nacionalismo de que España considere a Cataluña como una nación encontró acomodo en el nuevo Estatuto de 2006 que formalmente era una reforma del anterior, el Estatuto de Sau de 1979. Pero fue negada de hecho por la sentencia del Tribunal Constitucional de 31/2010, de 28 de junio de 2010 sobre el Estatuto recaída en el recurso de inconstitucionalidad presentado por el Partido Popular cuatro años antes.

Dicha sentencia fue la invocada por el nacionalismo catalán soberanista para iniciar un proceso de autodeterminación, en cuyo desarrollo vive la Comunidad Autónoma catalana desde aquella fecha. Y un proceso de autodeterminación con un posible hori-zonte de secesión es un problema típicamente político. Y uno que obliga al politólogo a estudiarlo no solamente desde el punto de vista institucional sino también desde el cultural y el social. ¿Hay diferencias culturales y sociales entre comunidades que justifiquen la pretensión de articularse por distintas vías políticas y jurídicas? Es una vía de relación entre la política y la sociedad o entre la cien-cia política y la sociología.

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7) LA POLÍTICA Y LA SOCIOLOGÍA

El estudio de la sociedad y los fenómenos sociales corre en paralelo con el de la política. La sociedad en sus manifestaciones organiza-tivas más elementales, especialmente la familia, causan un impacto decisivo en los debates políticos. La tradición familiar tiene mucha fuerza social y una parte importante del debate contemporáneo es acerca de si solo se admite un modelo único de familia, tendencia en los países católicos, o se toleran formas distintas, con formas también distintas de paternidad y maternidad.

Todo cuanto tiene que ver con las instituciones y mecanismos de reproducción social presenta una innegable vertiente política. Los procesos de socialización no pueden ser desconocidos para el politólogo porque en ellos enraíza, entre otras cosas, un factor de identidad que actúa como memoria y a veces es útil para explicar comportamientos políticos, singularmente los electorales.

Aparte de la familia, dos factores juegan en el proceso de so-cialización: el entorno vital en sentido amplio y la escuela. En un entorno urbano rápidamente cambiante, el concepto de barrio, referido al ámbito de la convivencia tiene poco que ver con el de las poblaciones agrarias. Según datos de la ONU, en 2014, el 54 por ciento de la población mundial (3.900 millones de personas) habitaba en ciudades y, para 2050 se supone será el 66 por cien-to. Grandes ciudades, conurbaciones, megalópolis, las políticas de ordenación del territorio y desarrollo y sostenibilidad urbanos es-tán en cabeza del orden de prioridades y son objeto de conflictos políticos agudos así como frecuentes focos de corrupción que es un fenómeno político en sí mismo, por no hablar de las cuestio-nes de integración y/o marginación de poblaciones inmigrantes, la tendencia a recluirlas en ghetos y el hecho de si estas interacciones provocan o no fenómenos de xenofobia que, a su vez, se encuen-tran en el origen del renacimiento de partidos de extrema derecha.

En cuanto a la importancia de la educación, la escuela, en el proceso de socialización, es imposible ignorar su impacto sobre el proceso político. La educación transmite valores, igual que la familia y el barrio, pero de una forma más rigurosa y sistemática,

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condicionando igualmente el comportamiento político de los adul-tos. Nada tiene de extraño, por tanto, que la educación sea uno de los caballos de batalla del debate político en sus diversos aspectos, en cuanto a su coste, su confesionalidad y su duración. La diferen-cia en el modo de enfocar el sistema educativo sigue siendo uno de los aspectos que más nítidamente distinguen a la izquierda de la derecha en los sistemas políticos contemporáneos.

Igualmente cuenta y mucho para el tipo de política que se prac-tique el grado de asociacionismo voluntario. En este campo de las organizaciones sociales hay grandes diferencias entre los países. Algunos presentan un denso entramado de asociaciones volunta-rias en las que interactúan los agentes y en otros, como en España, el grado de asociacionismo es muy bajo. Ese diferente grado de asociacionismo social nos da la medida del también diferente gra-do de densidad de las redes y, por tanto, del capital social en las sociedades.

Esto nos lleva a una división actual del pensamiento político en dos grandes troncos que funcionan como el núcleo de distintas actitudes políticas y constituyen una especie de horizonte ideoló-gico: son el comunitarismo y el liberalismo, dentro del cual a su vez se dan innumerables interrelaciones. La diferencia reside en el supuesto (comunitarista) de que los lazos de pertenencia a la comunidad son un factor político de primer orden mientras que el liberalismo no presta tanta atención a los factores identitarios, si es que presta alguna. Esa diferencia arranca de la celebrada distin-ción sociológica de Tönnies entre “Comunidad” (Gemeinschaft) y “Sociedad” (Gesellschaft) (Tönnies, 1979), paralela a su vez a la de la “solidaridad orgánica” y “solidaridad mecánica”, de Émile Durkheim (1967). En ambos casos se trata de considerar por sepa-rado dos tipos de organizaciones sociales que, por supuesto, fun-cionan como “tipos ideales” weberianos: uno basado en vínculos emotivos y otro basado en cálculo racional. Lo que mueve a la co-munidad es el sentimiento, lo que mueve a la sociedad es el interés.

El politólogo debe tener en cuenta las distintas perspectivas porque estas explican actitudes ideológicas, propuestas distintas de organización política y comportamientos muy diferentes en ese orden. Sin perder de vista las interrelaciones de que se hablaba

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más arriba. Entre el comunitarismo y el liberalismo (que, a su vez, tienen puentes entre sí) suele darse el conservadurismo, que mez-cla elementos comunitarios y liberales, criticando en los primeros su tendencia al autoritarismo y en los segundos la suya al racio-nalismo. El liberalismo suele albergar tendencias progresistas de transformación social pero estas también enlazan con elementos comunitaristas cuando justifican dichas reformas por su deseo de mayor armonía social.

Uno de los conceptos sociológicos más importantes para la ciencia política es el de clase social. El debate sobre su conteni-do y su eficacia analítica está lejos de cerrarse y sigue vivo en la Sociología con aportaciones recientes de gran interés (Bourdieu, 1972; Wright, 2014) que, en parte innovan y en parte reelaboran enfoques clásicos como el marxista o el weberiano.

Aparte de ello, la clases sociales en cuanto constructos de agrega-ción de intereses, han estado presentes en diversos aspectos de la vi-da política y siguen estándolo, si bien con muchas variantes. El caso más evidente es el de los partidos políticos. En el siglo XIX se articu-laron los llamados “partidos de clase”, así como otras organizacio-nes, por ejemplo los sindicatos, que agrupaban a sus miembros en función de su estatus socioeconómico, a su vez el criterio fundamen-tal para la adscripción de clase. Dichos “partidos de clase” fueron importantes en la primera mitad del siglo XX pero, posteriormente, al evolucionar la sociedad en un sentido de mayor diferenciación esos partidos de clase, comprobando que reducían su base electoral por razones ideológicas, mudaron su ser para representar intereses no estrictamente clasistas, sino de amplias mayorías de la población con independencia de las clases. Surgieron así en la segunda mitad del siglo XX y se prolongan luego en el XXI los llamados “partidos atrapalotodo” los Volksparteien o “partidos populares”.

La pérdida de vigencia de las concepciones tradicionales de cla-se social llevó al auge de los populismos y el reciente desarrollo de los nuevos movimientos sociales al amparo de la revolución digital está introduciendo elementos nuevos que alteran el orden heredado sin ofrecer gran seguridad respecto al futuro. Al menos en lo que hace a las formas de agregación de intereses para la ac-ción política.

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No es tan solo la revolución digital la que introduce un ele-mento de novedad e incertidumbre en la acción política. Lo es en mayor medida incluso la propia evolución material de la sociedad. Esta está caracterizada por la ola mundial de migraciones. Según el informe de la ONU sobre emigración, en 2013 el número de migrantes en todo el mundo fue de 231,5 millones de personas, el 3,2 por ciento de la población mundial. De ellos, 135,5 millones migraron a los países desarrollados, lo que equivale al 10,8 por ciento de la población de estos. De aquí que, según opinión ge-neralizada entre estudiosos, no es que las sociedades occidentales (y sus sistemas políticos) hayan de prepararse para cuando sean sociedades multiculturales sino que, en muchos casos, ya lo son.

Las sociedades occidentales acogen en su seno porcentajes cre-cientes de población de otras culturas y religiones, lo cual plantea problemas de integración a veces muy complejos, según como sean las características culturales de las sociedades de acogida. Uno de los más evidentes fenómenos de causa-efecto en el ámbito políti-co, como ya se ha dicho, es el surgimiento de partidos xenófobos en sociedades más o menos mixtas, multiculturales y los debates concomitantes sobre derechos de las poblaciones inmigradas y las políticas de integración.

En estas circunstancias y también al amparo de una crisis del modelo productivo, la xenofobia apenas oculta su afinidad racista. Dado que el racismo tiene una generalizada mala prensa, empe-ñada en considerarlo no como una opción política sino como un delito, los xenófobos huyen del término pero no de su significado y, en donde antes decían raza hoy dicen “cultura”, algo tan difícil de definir como la raza pero de efectos igualmente movilizadores cuando se trata de establecer las líneas del conflicto político: ami-go/enemigo, nuestra cultura/otras culturas. Y es en este terreno en el que se dan los debates sobre integración de las comunidades culturales extrañas entre los dos polos de la asimilación y la mar-ginación. Una divisoria que tampoco coincide claramente con la tradicional entre la derecha y la izquierda.

Si el carácter multicultural de nuestras sociedades obliga a un análisis político que dé cuenta de él, con más razón su carácter multiconfesional. Las relaciones entre las religiones e iglesias y los

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Estados en Occidente constituyen una abigarrada historia llena de altibajos en las que han ido forjándose muchos conceptos e insti-tuciones que determinan la acción política en muchos casos, por ejemplo, el principio de tolerancia, el de separación de la Iglesia y el Estado y la aparición de los partidos radicales, la articulación de las confesiones religiosas en tanto que respuesta como opcio-nes políticas, por ejemplo, las democracias cristianas. La aparición de cultos distintos que tienen efectos sociales y también políticos inmediatos, singularmente el culto mosaico y el musulmán, plan-tean cuestiones a la articulación de las instituciones políticas que estamos lejos de haber resuelto. No hay fórmulas sencillas para conseguir que los Estados democráticos admitan las comunidades musulmanas en el marco de la igualdad jurídica de las mujeres.

La ciencia política y la sociología son ciencias hermanas. La primera estudia el poder, pero aplicado a las condiciones concre-tas que la segunda expone. Como se las expone al derecho o a la economía. Ahora bien, el núcleo esencial en todas ellas es el poder. Aunque las otras disciplinas traten de alejarse de la política e in-cluso sostengan que, en la medida en que se “politizan”, pierden rigor y fiabilidad, lo cierto es que la misma raíz de sus respectivos objetos de estudio es siempre el poder. Se trata de facetas y ver-tientes distintas, de cómo se expresa el poder a través de la ley (el derecho), de cómo se administra y se emplea en las relaciones de riqueza-pobreza (le economía), de cómo se institucionaliza y encauza en las relaciones sociales (la sociología) pero, en último término, es siempre el poder. Y la ciencia política es la única que lo aborda con carácter exclusivo.

8) LA NATURALEZA DEL PODER

Con todas estas consideraciones generales y metodológicas esta-mos ya en situación de adentrarnos en la naturaleza del objeto científico político por definición. Hay incluso, como ya vimos, quien propone rebautizar la ciencia política como una “cratolo-

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gía” (Löwenstein, 1965) o ciencia del poder. Lo cual nos aboca a la necesidad de definir el poder, que no es otra cosa, según parecer compartido en la doctrina, que la capacidad de un sujeto para conseguir que otro u otros hagan o dejen de hacer lo que el sujeto quiere o deja de querer. El poder es una relación humana y, por lo tanto, un intercambio entre dos subjetividades.

En determinados momentos de la historia, y según las circuns-tancias, el poder tiende a objetivarse, exteriorizarse en manifesta-ciones de uno u otro tipo. Son los símbolos del poder, muy abun-dantes a lo largo de los siglos. Las banderas se cuentan entre los más típicos. Su origen está en la necesidad de distinguir las fuerzas propias de las enemigas en la confusión de las batallas. De aquí los elementos iconográficos en los petos de unos guerreros que, al ir recubiertos por la armadura, no era posible diferenciar de los adversarios. Los petos, las gualdrapas de los caballos, los colores de los guiones, hasta llegar a la estilización de las banderas, gracias a las cuales era posible saber en qué campo se estaba. Las bande-ras son los símbolos de los países, de sus órdenes políticos y de su soberanía e imperio. Desde siempre ha sido costumbre que los territorios descubiertos y de los que se toma posesión en nombre de un poder foráneo, se señalen con una bandera. Como lo ha sido asimismo, señalar la conquista de una posesión (territorio, ciudad, fortaleza) izando en ella la bandera del conquistador. La bandera es la enseña de una identidad colectiva y también, a veces, de una ideología política. El momento más simbólico del fin de la segun-da guerra mundial fue cuando los soldados del ejército soviético izaron la bandera roja sobre las ruinas del Reichstag alemán. Igual que el símbolo del poderoso desarrollo estadounidense fue la ban-dera de las barras y estrellas plantada en la luna.

La bandera significa que, allí en donde ondea, se ejerce el poder de aquel o aquello que representa. A su vez, no es extraño que el poder que la bandera representa legisle sobre ella. El ultraje a la bandera suele ser delito en diversos países y las normas de proto-colo tanto internacional como doméstico, suelen ser muy celosas respecto a las relevancias de las respectivas banderas. En cualquier reunión de territorios de un Estado compuesto (federación, estado autonómico, Estado regional), lo habitual será ver las banderas de

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los territorios subestatales en situación de igualdad, presididas por la bandera de todos, la que simboliza el poder general. Así como en los órganos de administración territorial será normal ver las banderas municipales, regionales, del Estado federado, etc., con la bandera general o común en lugar preferente.

Además de los colores, el poder se objetiva o reifica en otros símbolos. Los más frecuentes son los escudos. Los escudos, que algunas veces van insertos en las banderas, cumplen función aná-loga a la de estas, pero de otra forma. Así como las enseñas dan una imagen visual e instantánea del poder que representan gracias a los colores, los escudos son estructuras narrativas, cuentan una historia, normalmente, el origen y vicisitudes del poder. Utilizan para ello un conjunto muy variado de elementos, colores, formas geométricas, edificaciones, fenómenos naturales (mares, ríos, mon-tañas, etc.), objetos, figuras de animales, de personas y filacterias con leyendas. A lo largo de los siglos se ha ido desarrollando esta forma de representación del poder hasta llegar a la actualidad en que cabe decir que la llamada ciencia del blasón sienta plaza de ciencia exacta, no especulativa, pero sí descriptiva. El campo del escudo (que, a su vez, puede venir acompañado de otros elemen-tos como cimeras, columnas, etc.) está dividido en cuarteles, las medidas de estos son exactas, como también lo son las figuras que en ellos se representan, así como su disposición y, por supuesto, el significado de los colores.

La objetivación del poder ha tomado también aspectos sacros, sobre todo en la medida en que este fundamentaba su legitimidad en su origen divino. Las apoteosis de algunos emperadores roma-nos los identificaban con los dioses y en los siglos posteriores fue abundante la representación del poder en relación con la divini-dad. Incluso en la obra de algún teórico político materialista, que no vinculaba la autoridad del monarca con Dios, como Hobbes, sino con el contrato social, se relacionaba el poder con la divinidad al escoger a Leviatán como símbolo del Estado y considerarlo un “Dios mortal”.

El uso de la representación legendaria, divina, mitológica ha sido recurso habitual de la legitimación del poder. Zurbarán pintó la serie de los trabajos de Hércules en grandes proporciones para

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exponerla en el palacio del Buen Retiro en Madrid como símbolo de monarquía española en tiempos de Felipe IV. Y Hércules es hijo de un dios y él mismo fue deificado.

La legitimación del poder afecta no solamente a las artes plás-ticas sino también a las narrativas y literarias. Son muchas las obras que los escritores y tratadistas han dedicado a justificar el poder, enaltecerlo y magnificarlo. La Eneida de Virgilio es una glorificación del Imperio de Augusto; la Monarchia Hispanica, de Campanella del reinado de Felipe III, la Henriade de Voltaire, del rey Enrique IV, etc. De hecho, en gran medida el arte occidental se concibe como un medio de embellecimiento del poder hasta bien entrado el siglo XIX, cuando las obras artísticas empiezan a cotizarse en los mercados. Y todavía desde entonces, se han dado intentos de obras de arte que tenían una función legitimatoria del poder, pero han sido mucho menos numerosas y se han diver-sificado más, con lo cual, también se han secularizado. No tiene mucho sentido —aunque no falten tendencias a ello— represen-tar a un magnate de la industria o de las finanza como un dios, al modo, por ejemplo, en que le gustaba retratarse a Luis XIV, pero lo habitual será que la retratística de estos personajes también acuse caracteres sobrehumanos.

En cuanto a la obra narrativa son importantes las obras de los tratadistas en torno al poder. Recientemente, un politólogo nortea-mericano, Joseph S. Nye, ha propuesto una clasificación del poder básicamente hecha sobre el de los Estados Unidos, pero que tiene vocación de extenderse a otros países: la que se da entre el “poder blando” (soft power) y el “poder duro” (hard power) (Nye, 1990). La distinción es muy sencilla y se entiende casi de modo intuitivo pues el “poder suave” responde a lo que llamaríamos “fuerza de convicción” por medios pacíficos, por ejemplo, la propaganda y todos sus factores concomitantes; por “poder duro”, obviamente, la fuerza bruta, la violencia, la capacidad militar de doblegar.

Se trata en realidad de una actualización de la vieja distinción romana entre la potestas y la auctoritas. La primera es la fuerza coactiva. La segunda, el respeto y sentimiento de comunidad que el poder sea capaz de inspirar gracias a su conocimiento. Ambas son, a su vez, materialización de dos principios que, aunque, empa-

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rejados, son distintos: la legalidad y la legitimidad. La legalidad es lo que aplica ordinariamente la potestas o el hard power, mientras que la legitimidad es lo que va en paralelo con la auctoritas, o soft power.

Los dos elementos son en realidad las dos caras de una misma realidad, la realidad del poder. Porque, aunque la doctrina suele recomendar una mezcla prudente de elementos de potestad y auto-ridad, siempre es poder. Tanto cuando se trata de la sola autoridad del magistrado sin fuerza coactiva para imponerse (por ejemplo, los gobiernos legítimos cautivos en una situación de sublevación o insurrección) como de la pura violencia sin sometimiento a legiti-midad alguna, de poder se trata siempre.

La formulación más feliz de las relaciones entre el poder y aquellos a quienes se dirigen es la célebre de John Locke, padre del liberalismo, según la cual solo es legítimo el gobierno que lo es por consentimiento (Locke, 1997). Esta definición, que tan útil resulta para resolver la cuestión originaria de la ciencia política como la hemos tratado en este capítulo acerca de la mejor forma de gobierno, solo tiene un punto débil que ha constituido uno de los asuntos de mayor interés especulativo de la disciplina, en concreto el conocido con el nombre del discurso de la servidum-bre voluntaria (Etienne de la Boétie, 1980) La cuestión se plantea siempre que se considera la posibilidad de que la gente dé su consentimiento a una forma de gobierno que prohíba a la gente dar su consentimiento. Es la paradoja del voto a los nazis o la imposibilidad de encontrar una defensa de la democracia que sea democrática.

En principio, desde el punto de vista de la teoría lockeana del gobierno por consentimiento, la tiranía será siempre tiranía, aun-que esté consentida. Ahora bien esto plantea el problema de que invalida la fuerza de la teoría porque supone que el consentimiento sería la fuerza de legitimación de la tiranía, siendo así que la tiranía es ilegítima por definición. Y, de paso, plantea el problema añadido de que pudiera no recaer acuerdo acerca del propio concepto de tiranía, si bien esto es más improbable porque, por aquiescencia, llamamos tiranía al gobierno no sometido a leyes.

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9) PODER, OBEDIENCIA Y DERECHO DE RESISTENCIA

Frente al ejercicio del poder, la población presta obediencia. Todos los poderes, sean del tipo que sean, se piensan acreedores a la obe-diencia civil. El gobierno por consentimiento parte del principio de que exigir obediencia a la gente es un mero acto de coherencia ya que si la población consintió en ser gobernada en principio, deberá aceptar las consecuencias de sus actos. Más difícil resulta entender la situación de una defensa de la obligación de obedecer a un gobierno inicuo o tiránico. Cuándo podrá tildarse de tal a un gobierno es materia intrínsecamente opinable

En cualquiera de los dos casos, el gobierno legítimo y el gobier-no de facto siempre cabe la posibilidad de que algún ciudadano o grupo de estos consideren que el gobierno (legítimo o no) tome una medida que el interesado puede considerar inicua e inmoral y por supuesto no merecedora de obediencia.

Esto nos lleva a la consideración de un fenómeno muy típico de estas relaciones de poder, la de la desobediencia civil. En prin-cipio, la relación entre la legalidad y la legitimidad es íntima y directa. Las leyes son legítimas porque se obedecen y se obedecen porque son legítimas. Todo sistema político democrático presume la legitimidad de su ordenamiento legal. Las leyes se cumplen con independencia de las convicciones íntimas de las personas y nin-gún ordenamiento puede dispensar del cumplimiento de la ley por razón de esas convicciones íntimas.

Ahora bien, siendo así que las leyes frecuentemente atañen al ámbito interno de las personas, sus principios morales, no son de extrañar los conflictos por razones de conciencia. Muchos ciuda-danos no están dispuestos a obedecer las leyes que, a su juicio, contradicen tales principios morales y/o religiosos. Es fama que la rebelión de los cipayos de 1857, durante el imperio inglés en la India, comenzó cuando estos se sublevaron por negarse a acatar la orden de morder los cartuchos de los fusiles una vez se entera-ron de que estaban untados con sebo de vaca. Dicha rebelión, que cambió el sentido mismo del colonialismo británico en el subcon-

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tinente, desembocó en un enfrentamiento armado y, por lo tanto, no nos sirve como ejemplo de desobediencia civil. Pero sí nos sirve para entender que las personas no solo estén dispuestas a quebran-tar la ley por razones egoístas, de provecho personal, sino también por razones de convicción.

Tal es la base de la desobediencia civil: el quebrantamiento de la ley por razones morales, lo que plantea el problema en el terreno de la legitimidad. Está claro que el Estado, ya se ha dicho, no puede permitir el incumplimiento de la ley por ninguna razón, incluyendo las morales. Pero también lo está que, de hecho, el juicio que mere-cen quienes rompen la ley es distinto según se trate de móviles mo-rales o de móviles de provecho material propio. En realidad se trata de la aplicación de un principio de equidad al funcionamiento ordi-nario de la justicia. La experiencia muestra que, cuando se dan casos mantenidos de desobediencia civil (el movimiento por los derechos civiles en los Estados Unidos en los años de 1960) el ordenamiento jurídico acaba admitiéndolos y reformándose en consecuencia. Ese ánimo de reforma viene propiciado por el cambio incremental que se hace en las reacciones de hecho de las instituciones frente al in-cumplimiento de la ley por razones de conciencia.

Y no solamente se exige el móvil moral para admitir un incum-plimiento de la ley, esto es, de la voluntad del poder, como desobe-diencia civil. También se requiere que sea pacífico. Por acuerdo mayoritario se entiende que el empleo de la violencia deslegitima la desobediencia civil. Mayoritario, no unánime, porque la apari-ción de la violencia suscita dos tipos de reservas: en primer lugar, cabe sostener que el recurso a la violencia puede admitirse cuando se trate de casos de legítima defensa. En segundo lugar, puede no haber acuerdo respecto a qué se entienda por violencia. Cuando se hable de violencia en legítima defensa frente a una violencia previa, es menester saber si, en el caso de la previa, se trata de vio-lencia legal o ilegal. Igualmente pueden no estar claros los límites de la violencia en la misma desobediencia. No es lo mismo negarse a identificarse a requerimiento de la autoridad que ocupar un es-pacio público y causar algún tipo de perjuicio a terceros, incluida la imposibilidad del libre tránsito. Negarse pacíficamente a cum-plir una orden legal sin perjuicio para otros es una cosa, impedir

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deliberadamente, aunque sea sin violencia, que esos otros puedan ejercer sus derechos, otra muy distinta que estos puede considerar violencia que se les hace.

Además de las razones morales y el carácter pacífico del incum-plimiento de la ley, la figura de la desobediencia civil requiere que sea público, no oculto o secreto. El valor moral de la desobediencia civil viene dado también por su publicidad.

La desobediencia civil será por tanto un acto de incumplimien-to de la ley público, pacífico y por razones de conciencia. Ningún orden político puede permitir el quebrantamiento de la ley. Pero, al mismo tiempo, la fuerza moral de la desobediencia civil muchas veces acaba consiguiendo que las instituciones modifiquen el or-denamiento jurídico para adaptarlo y dar respuesta a las nuevas reivindicaciones. Así progresa la sociedad, así cambia el derecho.

El caso más conocido es el del sufragismo femenino el siglo XIX. La lucha por la emancipación de las mujeres recorre prácti-camente todo aquel siglo y se adentra en el XX sin que quepa decir que haya concluido en sentido estricto. Sí es cierto, sin embargo, que consiguió el reconocimiento del derecho de sufragio para las mujeres por el que había comenzado su lucha. Inicialmente, el su-fragismo se articuló a través de acciones públicas de las mujeres, protestas, manifestaciones, marchas y se coronó con un amplio movimiento de desobediencia civil. A mediados del siglo, bastantes movimientos feministas comprendieron que compartían causa con la de los esclavos negros y sellaron una alianza contra la esclavi-tud, razón por la cual, ya en sus orígenes, el movimiento feminista estuvo muy relacionado con el abolicionismo y los dos en el hori-zonte de la desobediencia civil.

Solo en una breve temporada se rompió la relación entre femi-nismo y pacifismo y fue a raíz de la irrupción en el primero de la orientación representada por Emmeline Pankhurst en un primer momento y algunas de sus hijas después. Las Pankhurst fundaron en 1903 la Unión Política y Social de las Mujeres y protagoniza-ron actos de creciente confrontación con las autoridades, violencia callejera, asaltos y, finalmente, atentados con incendios. Con la pri-mera guerra mundial, Emmeline Pankhurst moderó notablemente su actividad y, en sus últimos años de vida (finales del decenio de

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1920) fue diputada del Partido Conservador. El movimiento femi-nista retornó a su carácter pacífico y, aunque este es el dominante, durante este periodo intermedio al día de hoy, han aparecido oca-sionalmente algunas tendencias feministas que han recurrido a la violencia, pero nunca han prosperado de forma que el feminismo sigue siendo el más extendido y antiguo movimiento de emancipa-ción resultado de la desobediencia civil.

No obstante, el ejemplo al que más suele recurrirse en este te-rreno es el movimiento por la independencia de la India acaudilla-do por Gandhi, una actitud de resistencia frente al imperialismo británico que acabó coronada por el éxito y estaba basada en un postulado filosófico enraizado en la no violencia de las concepcio-nes hinduistas, llamado Satyagraha o principio de no violencia.

La desobediencia civil es la forma más característica de un de-recho que se ha reconocido tradicionalmente a quienes se supone que han de obedecer los mandatos del poder cuando este toma una deriva despótica, que es el derecho de resistencia. En su for-mulación más actual lo encontramos en el artículo 11 (4) de la Ley Fundamental alemana que dice que “todos los alemanes tie-nen derecho de resistencia contra quien trate de destruir el orden (del Estado federal democrático y social alemán) cuando se hayan agotado los demás medios” (paréntesis, nuestro). El derecho de re-sistencia reviste diversas formas, según circunstancias, tradiciones, épocas y países y fue muy importante en la consolidación de la Teoría del Estado de derecho en Occidente.

Uno de sus aspectos, sin embargo remite a un problema que se ha dado repetidas veces en la historia y aún hoy sigue sin tener una solución definitiva, esto es, el problema del hundimiento del Esta-do de derecho y su sustitución por cualquier forma de despotismo y/o tiranía civil o militar y sus consecuencias en cuanto al deber de obediencia del ciudadano a los mandatos de la autoridad, esto es, el principio de obediencia debida que afecta sobre todo a los fun-cionarios civiles, de orden público o militares de una dictadura que cumplen los mandatos de esta incluso cuando son notoriamente inicuos y hasta inhumanos. ¿Se puede obligar a las personas a po-ner en peligro su libertad incluso su vida por incumplir órdenes que consideren inhumanas?

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Esta es la cuestión medular de la mayoría de los procesos de transición que se han vivido en los países en los que unas u otras formas de dictadura o tiranía han dejado vía libre a Estados de de-recho y se han configurado como lo que se conoce con el nombre “justicia postransicional”. El punto central de la polémica reside en el valor que tengan las a su vez llamadas “leyes de punto final”, por las cuales los sistemas políticos de las transiciones, muchas veces, tratan de amnistiar los crímenes de quienes los cometieron durante la dictadura y de garantizar su impunidad. La base de la argumentación suele ser generalmente ese principio de obediencia debida ya mencionado.

Precisamente en España se ha venido discutiendo desde el co-mienzo de la Transición democrática el valor de la Ley de Amnistía de 1977, que muchos consideran una “ley de punto final” para tratar de eximir de responsabilidad a los culpables de los crímenes de la dictadura de Franco. Efectivamente, concebida en un primer momento como medio para exonerar de responsabilidad a quienes hubieran sido condenados o acusados por razones políticas de su oposición a la dictadura, cabó exonerando a los propios crimina-les al servicio de esta.

10) TIPOS Y TITULARES DEL PODER

Habiendo definido el poder y considerado una primera clasifica-ción dicotómica entre poder como fuerza coactiva y autoridad co-mo capacidad de convicción, atenderemos a otra sobre los tipos y titulares del poder que se han dado a lo largo de la historia, co-menzando, sin embargo con una muy antigua diferenciación que también mantiene una gran influencia al día de hoy, esto es, la que se da entre el patriarcado y el matriarcado como formas origina-rias del poder en la noche de los tiempos, en las etapas de salvajis-mo y barbarie, muy anteriores a la civilización.

Hasta mediados del siglo XIX, aproximadamente, había sido convicción general que el poder primitivo se basaba en el dominio

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del varón sobre la mujer, en la forma que luego se llamaría patriar-cado. La figura del pater familias, que se encuentra en el derecho romano y posee antecedentes en el derecho germánico y en el hin-dú (Maine, 2014) da el nombre a la institución, patriarcado, que se quiere de carácter universal y que es fundamental en los órdenes monárquicos. Numerosas instituciones arcaicas, vestigios de otras y tradiciones diversas parecerían abonar la veracidad de la teoría, desde la descendencia calculada patrilinealmente hasta la reserva del derecho sucesorio a los varones, todo parecía hablar en favor de un estadio humano prepolítico basado en el poder de los hom-bres sobre las mujeres, del llamado patriarcado.

Sin embargo, a partir de mediados del siglo XX, una serie de investigaciones en diversas disciplinas, como la antropología, la sociología, la lingüística comparada, la arqueología, la historia del derecho, pareció apuntar a la existencia de una organización social mucho más antigua, basada en la sucesión matrilineal que pudiera haber dado lugar a una forma de matriarcado primigenio. Tal cosa pareciera desprenderse de las investigaciones de Morgan sobre las sociedades primitivas (Morgan, 1971), recogidas luego por Engels en El origen de la propiedad privada, la familia y el Estado (En-gels, 1992) que encontraron eco en las filosóficas y filológicas de Johann Bachofen quien escribió un grueso y muy complejo tratado sobre El derecho materno, cuyo punto más brillante quizá sea una interpretación del sentido de la trilogía de Esquilo, La Orestiada como conservadora de una tradición precivilizatoria de carácter matriarcal. Las furias que persiguen a Orestes son divinidades pri-migenias, ctónicas, que reflejan un mundo anterior al olímpico en el que el mayor crimen que podía cometerse era asesinar a la ma-dre, mientras que los “dioses nuevos”, los olímpicos, como Apolo y Palas Atenea sostienen, al revés, que el crimen mayor es el asesi-nato del padre/esposo, como corresponde a un mundo patriarcal en el que el poder lo ejercen los hombres (Bachofen, 1975). La Orestiada es, según esta concepción, una obra de transición.

Algo similar es la interpretación que algún otro autor hará de la literatura homérica y, en concreto, de La Odisea. Basándose en la compleja estructura narrativa del poema de Ulises, Samuel Butler llegaría a la conclusión de que la Odisea no solamente refleja los

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vestigios de un mundo matriarcal ya desaparecido sino de que, en realidad, el autor del poema fue una mujer y hasta sospecha de Nausicaa, la hija del rey de los feacios, que se enamora de Ulises (Cotarelo, 2012b). Esta misma opinión es compartida por el gran ensayista, poeta e investigador, Robert Graves, para quien prác-ticamente toda la mitología griega está concebida para justificar y, en parte, ocultar la victoria definitiva del gran orden patriarcal frente a la tradición de la gran diosa blanca (Graves, 1960).

Actualmente, la controversia ha perdido casi todo su interés. Apenas hay posibilidades racionales de respaldar el panorama ma-triarcal, pero lo cierto es que tampoco la tesis patriarcal goza de mucha más salud cuando nos remitimos a la formas de poder y dominación de las hordas primitivas. No obstante, ambos térmi-nos, matriarcado y patriarcado, en cuanto división del poder en términos de género, conservan una vida conceptual con significado relativamente distinto del que tuvieron en los orígenes en el siglo XIX que les devuelve su importancia en el debate político de hoy.

De un lado, el matriarcado se configura como una especie de referencia en el pasado ignoto según suele suceder en los discursos emancipadores y revolucionarios, como una perdida edad de oro que ahora correspondería recuperar. De otro lado, el patriarca-do funciona hoy como una definición crítica del orden político contemporáneo, caracterizado como Patriarcado, esto es, dominio político absoluto del hombre sobre la mujer. Según la actitud más o menos radical que se adopte frente a dicho patriarcado, nos en-contraremos con feminismos más radicales o más moderados.

Desde el punto de vista de su cometido intrínseco, el poder ha revestido diversas fórmulas que en muchas ocasiones presentan formas híbridas: poder militar, religioso, civil, mercantil, con la variante tecnocrática.

El poder militar

En los orígenes el poder parece haber sido de base militar. La na-turaleza de la horda primitiva, tanto en el paleolítico como en el neolítico, sometida a la incertidumbre de una existencia en perpe-

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tuo riesgo, hacía que aquella se pusiera bajo la protección de un caudillo guerrero. El poder surgió por tanto durante siglos de la fuerza de las armas y, convertidas estas en ejercicio profesional, de una casta de guerreros que garantiza la supervivencia de la colec-tividad al tiempo que la administra. Incluso cuando la evolución deja paso a otras formas más elaboradas del poder que la fuerza bruta, los guerreros siguen teniendo un enorme peso social y, lle-gado el caso, vuelven a ocupar el lugar preeminente de mando. Los guerreros son importantes en la división en clases sociales del Estado platónico ideal y también lo eran en los Estados reales de la antigua Hélade, como demuestran los casos de Esparta o Tebas. De hecho, hay una importante corriente en Teoría del Estado que busca el origen de este en la guerra (Oppenheimer, 1919).

Hay una relación bidireccional entre la política y la guerra que abona el terreno en el que se da esta preeminencia de las armas como factor de organización política. De un lado sabemos que la guerra es la continuación de la política por otros medios (Clau-sewitz) y recientemente hemos cerrado el círculo reconociendo que, a su vez, la política es la continuación de la guerra por otros medios (Foucault, 2003), lo cual implica que las experiencias, en-señanzas, recomendaciones y conclusiones de ambas actividades sean intercambiables y que, por lo tanto, otorgar competencia po-lítica a los militares o militar a los políticos ha sido práctica habi-tual hasta tiempos muy recientes y, aunque a día de hoy, tienden a delimitarse ambas esferas, todavía hay abundancia de ejemplos en el mundo de sistemas políticos regidos por militares.

Las primeras configuraciones del poder político militar enal-tecido son las Monarquías, que descansan sobre la existencia de reyes vencedores en los campos de batalla. Casi todas las monar-quías tienen carácter militar y, por descontado, igualmente los im-perios. Los símbolos del poder que más han arraigado y a los que nos hemos referido con anterioridad tienen origen militar y la pro-pia idea de nobleza que, en los tiempos modernos vino a sustituir a la aristocracia griega, se basa en dinastías militares como se echa de ver en la distinción francesa propia de la monarquía absoluta entre la noblesse d’épée (“nobleza de espada”) y noblesse de robe (“nobleza de toga”).

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Por lo demás, el elemento militar de la política se encuentra asimismo en otras variantes, algunas de las cuales han sido de-terminantes en órdenes políticos distintos en diferentes épocas y diferentes países: los señores de la guerra en la antigua China, que provocaron siglos de caos y anarquía; los samurais, japoneses; los condotieri italianos, algunos de los cuales fundaron dinastías. Ni siquiera en la época contemporánea, cuando ya los ejércitos están más institucionalizados se elimina por entero el riesgo de la inter-vención militar en el poder. La larga historia de asonadas milita-res en España (la última en 1981) como la tradición de militares africanistas y la abundancia de caudillos y dictadores militares en América Latina, son buena prueba de ello.

El poder religioso

Paralelamente al poder militar solía existir en las sociedades an-tiguas un poder religioso o sacerdotal. Así como el militar estaba basado en la superioridad de las armas y el derecho de conquista, el sacerdotal lo estaba en la pretendida posesión de un saber priva-tivo y único de los sacerdotes que, por lo demás, solían tener rela-ción directa con los dioses. Las castas sacerdotales raramente han ejercido el poder aisladamente sino por regla general en estrecha asociación de conveniencia con el poder militar,

En algunos lugares, como en el antiguo Egipto, la función de los sacerdotes en el mantenimiento del imperio era esencial, hasta el punto de ser determinante en algunos acontecimientos de tras-cendencia histórica, como en la revolución monoteísta del faraón Akenaton, de la dinastía 18, hacia 1330 a.C., quien quiso sustituir el politeísmo egipcio tradicional por el monoteísmo pero fracasó en una rebelión instigada por los sacerdotes que dio origen luego a la entronización de Tutankamon y que, indirectamente, se encuen-tra en la leyenda de Moisés quien, según ciertas interpretaciones (por ejemplo, la de Freud, 2015) en lugar de ser un judío, pudo ha-ber sido un sacerdote de Aton, perseguido por la corte del faraón.

Raras veces se han dado teocracias en la historia, si bien curio-samente, sobrevive al día de hoy la más antigua de todas en el Va-

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ticano, pero algunas ha habido. De teocracia suele caracterizarse la España visigótica porque los reyes godos gobernaban siguiendo las instrucciones de los concilios. El mencionado cesaropapismo bizantino y el intento (fracasado) de implantarlo en Europa du-rante la Edad Media, también fueron muestras de ello. En algunos momentos especialmente radicales de la Reforma hubo tendencias a establecer teocracias, como la que instituyó Calvino en la Gine-bra del siglo XVII.

En la actualidad, al desprenderse el saber de sus vínculos ecle-siásticos, los sacerdotes tendieron a ser sustituidos por los letrados, dando lugar al gobierno de los legistas, de notable tradición en la antigua China bajo la influencia confuciana.

Hoy día, las últimas manifestaciones de gobiernos hierocráticos que, en sus formas más radicales quieren alcanzar la condición de teocracias se dan en el mundo musulmán, en sus dos variantes de chiíes y suníes.

El poder civil

La progresiva secularización de la sociedad, la difusión de la im-prenta y las universidades y la aparición de una clase de letrados y legistas fueron los elementos sobre los que lentamente fue edi-ficándose el poder político de las clases medias, de carácter me-ritocrático que, si bien fueron un sostén de enorme importancia para las monarquías absolutas, también dieron origen a las formas republicanas de gobierno como más adecuadas a sus fines.

Fue esta opción republicana la que hizo una traslación de las virtudes teológicas al ámbito de la vida política, convirtiendo el republicanismo en un constructo político moral que alimentaría la construcción del Estado moderno, el ascenso de la burguesía y, finalmente, la separación entre la Iglesia y el Estado que en algunos países, como España, por ejemplo, aún no se ha conseguido.

Una faceta específica del poder civil es el poder mercantil. La burguesía es una clase fundamentalmente comercial. La acumula-ción primitiva de capital en Occidente se hizo originariamente en su mayor parte por el desarrollo de las actividades mercantiles y, en

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consecuencia, no era de extrañar que, junto a los letrados y legistas (que tenían en buena medida una función puramente instrumen-tal) apareciera una clase de banqueros, comerciantes y mercaderes que, conscientes de su importancia económica y sabedores de que el Estado no podría sobrevivir militarmente sin su cooperación, al facilitar los medios económicos para la supervivencia de este, aca-baría exigiendo asimismo el reconocimiento de sus derechos, entre ellos, el de gobernar el Estado, como planteó claramente el abate Sieyès a raíz de la revolución francesa.

No obstante, cuando la burguesía se lanza al asalto del poder por considerarse la clase universal en los años de la mencionada revolución francesa, ya ha tenido una larga experiencia de gobier-no en algunas ciudades alemanas de la Liga Hanseática, en algunas repúblicas de la baja Edad Media y comienzos del Renacimiento en Italia (como Florencia o Venecia) o en los Países Bajos recién independizados de España y, aunque enseguida constituidos como una monarquía, organizados según criterios puramente represen-tativos y republicanos.

Una vez bien asentada la supremacía del poder civil en su ver-tiente meritocrática solo era cuestión de tiempo para que se retor-nara a la especulación platónica del Rey filósofo, convertido ahora en científico gobernante, si bien esta sustitución no se ha dado por entero. Es cierto que la filosofía contemporánea ha encontrado muchos caminos para cohonestar su actividad con el avance de la ciencia y la tecnología. Y es cierto asimismo que, según la teoría social más avanzada, la sociedad contemporánea se entiende como una sociedad del conocimiento, siendo este el elemento que más se valora en el concepto del “capital social”. Pero también lo es que los científicos en estado puro no están hoy más cerca de ocu-par los puestos de gobierno de la sociedad de lo que estaban los filósofos en tiempos de Platón. Mas no por carencias intrínsecas de aquellos sino por el hecho de que los llamados especialistas, técnicos o expertos, esto es, versados en conocimientos positivos, pero no científicos en sentido estricto muestran mayor capacidad para sobrevivir e imponerse en el ámbito altamente competitivo de la política.

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Surge así la última manifestación del poder civil bajo la forma de la tecnocracia, un sistema que suele considerarse inherente a las sociedades industriales desarrolladas y que, al tiempo que impreg-na gran parte de la vida política contemporánea, se enfrenta a dos retos de muy distinta importancia: de un lado, la experiencia de que la competencia técnica en la época de la revolución tecnológi-ca obliga a cambios permanentes de formas básicas y no básicas de organización, con el fin de la supervivencia del sistema y de la clase de tecnócratas que lo maneja. De otro, un incremento de la crítica humanista tradicional que pone de relieve cómo el desarro-llo tecnológico se hace en detrimento de las condiciones humanas de convivencia y, por lo tanto, de las mismas promesas de emanci-pación que representa el avance científico-técnico.

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II. LAS FORMAS DE GOBIERNO

1) FORMAS DE GOBIERNO EN LA HISTORIA

Siempre ha habido formas de gobierno en sentido amplio, tanto en la prehistoria como en la historia. Esto es, formas de organizar la sociedad según los factores de poder y obediencia que hemos con-siderado. En el neolítico, las hordas primitivas se hicieron seden-tarias. Así probablemente se institucionalizaron las relaciones po-líticas. Surgen los primeros amagos de poderes territoriales. Cabe hablar por aproximación de “gobierno” en estas tribus primitivas pero lo más probable es que nos refiramos a formas elementales de relación de poder y obediencia fundamentadas en las interacciones de las familias, estuvieran estas constituidas del modo que fuera.

Con el comienzo de la civilización y la aparición de la escritu-ra esos poderes se afianzaron y tuvieron muy agitada existencia durante muy largo tiempo. Las configuraciones políticas más ha-bituales que se dan en el mundo, singularmente en el occidental y también de la China, de las que tenemos más información, son muy variadas y cambian con el tiempo.

Hay grandes imperios y entes políticos menores, incluso ciuda-des, reinos, señoríos, etc., en muy variadas relaciones de suprema-cía y vasallaje, condiciones tributarias, ligas y alianzas. Durante mucho tiempo, estas entidades políticas convivieron en relaciones de estado de naturaleza entre ellas y sin líneas claras de demarca-ción de unos territorios frente a otros, incluso sin una clara idea de que fueran “territorios”. Todavía en tiempos del Imperio romano en toda su complejidad no existía nada parecido al concepto de frontera. Los límites del Imperio eran el limes, cuyo plural da limi-tes. No está clara su naturaleza porque se referían a cosas distintas, muchas veces fortificaciones y extensiones en torno a ellas; otras, murallas. En todo caso los límites muchas veces no separaban a

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unos pueblos con un ordenamiento jurídico de otros en similar situación, sino al Imperio romano de una masa indistinta de bár-baros. Tal era el caso del limes germanicus o el limes britannicus.

Tómese un ejemplo de imperio sobre el que hay alguna doctri-na más o menos elaborada, el caso de los llamados despotismos orientales (Wittfogel, 1957). Estos imperios, básicamente el babi-lónico-caldeo, el egipcio y el chino (entre el 3.000 y el 500 a.C., aproximadamente) se han estudiado como realización de la forma postulada por Marx al hablar del modo de producción asiático. (Marx, 1975b). Las características de este modelo son las que se encontraban en los estudios sobre las tres formas imperiales cita-das. Grandes masas territoriales, dotadas de sistemas públicos de irrigación centralizados y administrados por una burocracia legiti-mada por una casta sacerdotal que disponía de una fuerza militar y mano de obra esclava de carácter público. La existencia de la jerarquía burocrática, el ejército y los esclavos prueba que estos imperios vivían depredando sus confines, como se muestra con la historia de los cautiverios de Babilonia. Y, cuando los imperios perecían, lo hacían a manos de depredadores venidos del exterior, como los hititas.

Los sistemas públicos de regadío eran el elemento esencial de producción, factor y medio de producción y elemento determinan-te de sus relaciones. Tanto es así que el propio Wittfogel propone como sinónimo de despotismo oriental, despotismo hidráulico. En los estudios sobre el modo de producción asiático (Godelier 1975; Chesnaux, 1975) tomaron en consideración estructuras similares en el imperio inca. El concepto también se aplicaría posteriormente a la Unión Soviética y la República Popular China como socieda-des de despotismo oriental, con gran incomodidad de los estable-cimientos ideológicos, sobre todo en el primer país (Bahro, 1977).

Una diferencia muy importante entre los modos de producción asiáticos y el modo esclavista de producción en la concepción mar-xista es el régimen de propiedad de los esclavos. Frente a la propie-dad estatal de los imperios hidráulicos, en Grecia, Roma. Fenicia, Cartago y otros órdenes políticos de la antigüedad había esclavos como propiedad pública y esclavos como propiedad privada. Que la esclavitud privada es una institución compatible con el capita-

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lismo se demuestra porque las últimas sociedades esclavistas, con compra-venta de seres humanos se dieron en el siglo XIX. La es-clavitud fue abolida oficialmente en los Estados Unidos a raíz de la Guerra de Secesión entre 1861 y 1865 y en las colonias españolas de Puerto Rico y Cuba en 1873 y 1880/1886 respectivamente.

A partir del hundimiento del Imperio romano de Occidente en 476 se inicia lo que convencionalmente conocemos como Edad Media y que dura casi mil años, hasta la caída definitiva del de Oriente con la conquista de Constantinopla por los turcos en 453. A lo largo de esos mil años, una cambiante estructura de Impe-rio Romano Germánico, organizado a partir del Carolingio, co-existe con una multiplicidad de formas políticas, ciudades libres, principados, señoríos diversos, obispados, ducados, en resumen, la poliarquía medieval (Hegel, 1956). Las relaciones entre estas enti-dades políticas son de práctica guerra de todos contra todos, con formas cambiantes de alianzas, particiones, conflictos dinásticos, conquistas territoriales, anexiones y separaciones. En donde hubo feudalismo, esto es, en casi toda Europa con excepción de partes de la España musulmana, estas relaciones tenían la doble condi-ción de públicas y privadas pues el poder político se organizaba piramidalmente a base de enfeudaciones, servidumbre y lealtad a cambio de protección en lo público y en lo privado.

La poliarquía medieval sobrevive más o menos en estas condi-ciones hasta la Paz de Westfalia de 1648, que pone fin a la Guerra de los Treinta Años entre el Imperio y varios Estados europeos y la Guerra de los Ochenta Años, entre España y la República holande-sa. Por acuerdo general, la Paz de Westfalia consagra la aparición del moderno sistema de Estados y con el objeto, la doctrina. Surge así una de las matrices de la ciencia política contemporánea, la Teoría del Estado, en su vertiente práctica, bajo la mencionada forma del Cameralismo.

Con el sistema de Estados aparece la idea del equilibrio de po-der entre ellos, la intangibilidad de las fronteras, la no injerencia en los asuntos internos de otros Estados y, sobre todo, la idea de soberanía, cuyo principio esencial es el cuius regio eius religio, ba-se de las iglesias nacionales y modulada después por el principio de tolerancia que había imperado trabajosamente desde el fin de las

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guerras de religión. Con la soberanía aparece igualmente la idea de un orden jurídico internacional en el que los Estados son los suje-tos. Surge el derecho internacional como derecho de los Estados. Grocio y Pufendorf desarrollan esta doctrina internacionalista to-mando pie en una mentalidad claramente iusnaturalista (Grocio, 1925; Pufendorf, 2007).

La Teoría del Estado surge en el momento en que se designa o conceptualiza su objeto. La primera acepción en cuanto Estado, como lo stato o conjunto de instituciones del poder político apa-rece en El Príncipe, de Maquiavelo. Hay debate sobre si el concep-to de Estado del teórico florentino está más ligado a la tradición patrimonial premoderna o la acepción posterior, más abstracta, weberiana. En todo caso, la doctrina arranca con él (Maquiave-lo, 1971) y ya en su mismo siglo está tan admitida que florece la discusión sobre la razón de Estado (Botero) (capítulo VI), un tema sobre el que girará parte de la ciencia política posterior dividi-da entre quienes atribuyen al Estado una razón moral de libertad (Hegel, 1970a) y quienes creen que su razón es inmoral y tiránica (Bakunin, 1973).

La razón de Estado es la razón de Westfalia y, con algunas va-riantes, es la que rige hoy a escala planetaria. Hay hoy 193 Estados en la tierra que son miembros de la Asamblea General de la ONU. De todas las condiciones, tamaños y circunstancias. Pero todos ellos tienen una de dos formas: monarquía o república.

2) FORMAS DE ESTADO

Las monarquías tienen principalmente una justificación históri-ca. La esencia de la institución radica en su pasado. Pasado de la institución monárquica como tal, que ya aparece en el origen de los tiempos en los imperios asiáticos y pasado de cada forma en concreto, por cuanto suele fundamentarse en una dinastía. Con escasas excepciones, esparcidas a lo largo de los siglos, como las ciudades-Estado griegas o las repúblicas italianas o ciudades han-

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seáticas, la monarquía ha sido la forma dominante de Estado en todo el mundo hasta el siglo XIX.

La mentalidad monárquica impregna la cultura y la lengua de los Estados y naciones más antiguos, que han influido a su vez en los demás. Muchas instituciones, especialmente en Europa, derivan su origen de tiempos remotos. Las Cortes españolas vienen de las cortes medievales y siguen llamándose así, igual que la Cámara de los Lores y la de los Comunes o el Privy Council en Gran Bretaña. La corona es el vértice de una difusa pirámide nobiliaria que sigue vigente, con estatutos especiales, en casi todos los países, incluso los que sustituyeron la monarquía por la república. Originaria-mente, la nobleza fue siempre militar. Posteriormente se admitió la de los letrados y togados y, por último, en nuestro tiempo aun se ha abierto más a méritos económicos o políticos. Franco, actuando como si fuera el rey, nombró conde de Fenosa, esto es, de Fuerzas Eléctricas del Norte de España, SA, a Pedro Barrié de la Maza mientras que Juan Carlos I nombró Duque de Suárez a Adolfo Suárez, primer presidente del gobierno elegido por él después de la muerte de Franco.

Estas consideraciones hacen decir a muchos que la monarquía no es una forma de Estado fácilmente compatible con la democra-cia, dada su naturaleza dinástica, hereditaria, vitalicia y no elec-tiva. Otros, sin embargo, contradicen este argumento señalando por vía empírica que tanto Gran Bretaña como las monarquías nórdicas muestran que la institución monárquica es compatible con la democracia y, además, junto a la holandesa y la belga, son consideradas de las más adelantadas del mundo.

No puede quedar sin reseñar que este vínculo entre monar-quía y democracia es el punto esencial de la teoría política con-servadora que otorga una importancia capital al carácter orgá-nico de la institución monárquica, procedente de su naturaleza familiar. Ese organicismo de la institución es el que permite que el conjunto de la sociedad pueda ir cambiando, reformándose, progresando pero de modo paulatino, gradual, sin saltos, ni sa-cudidas. Sin revoluciones. Hay, ciertamente, un conservadurismo republicano pero el ámbito en el que esta doctrina se siente a gusto es el monárquico.

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Todavía hoy las monarquías admiten formas muy diversas. Bas-ta pensar en la de Arabia Saudí, pero las importantes a los efectos de nuestra disciplina son las monarquías parlamentarias, caracte-rizadas por unos rasgos comunes en cuanto a la interacción de las instituciones del Estado.

La más peculiar es la figura del rey, que es el jefe del Estado. La institución se rige entre otras cosas por tres convenciones consti-tucionales básicas:

El Rey nunca muere

O, dicho en términos más llanos y castizos, “a Rey muerto, Rey puesto” y quiere decir que la Corona es hereditaria de forma que, incluso cuando el heredero es menor de edad se nombra un regen-te.

El rey reina, pero no gobierna

Es decir, el rey no tiene poder, carece de potestas, no puede tomar decisiones por su cuenta ya que necesita siempre el permiso de la autoridad política correspondiente en forma de refrendo. Puede sancionar y promulgar las leyes, igual que la legislación en Gran Bretaña, en realidad, son “actos del rey en parlamento”. Pero se trata de vestigios puramente simbólicos y ceremoniales. Tan poco poder tiene el rey parlamentario que viene obligado a promulgar incluso leyes que sean contrarias a sus convicciones. Un monarca católico parlamentario tiene que promulgar una ley que permita el aborto. Solo en una ocasión, excepcionalmente, se permitió que el Rey Balduino de Bélgica, profundamente católico, vacara el trono el tiempo necesario para que se aprobara y promulgara la ley que autorizaba la interrupción voluntaria del embarazo en su país. Y fue algo excepcional.

El rey es el jefe de las fuerzas armadas, pero la política militar pertenece al gobierno. El rey declara la guerra, pero no la aprueba y firma la paz, pero no la negocia. El rey firma los tratados y acre-

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dita los embajadores que el gobierno le presenta. El rey no gobier-na. Su función es simbólica, representativa y ceremonial.

El rey nunca se equivoca

Es la contrapartida del hecho de que su función sea puramente simbólica, que no tiene responsabilidad. El responsable de los ac-tos del monarca es siempre el ministro o autoridad que los haya refrendado. El rey no tiene responsabilidad política. Nombra al presidente del gobierno, pero no a quien él quiera, sino a quien le propone la mayoría parlamentaria. En la hipotética circunstancia de que un rey se obstinara en proponer un presidente malquisto, el parlamento podría incluso aceptarlo y votar luego una moción de censura para echarlo, obligando al rey a nombrar al candidato en ella propuesto. El gobierno caería, pero no el rey.

La corona carece de responsabilidad política. La cuestión de la responsabilidad penal por los actos cometidos de modo personal, al margen del obligado refrendo es cosa controvertida que no de-biera ser tal en un Estado de derecho, en donde nadie debe estar por encima de la ley. El rey, tampoco.

La función, por tanto, de la monarquía es básicamente simbó-lica y moral. Se le otorga cierta competencia de arbitraje y mode-ración en función de su auctoritas. El rey es parte del soft power de Nye.

En las monarquías parlamentarias, el parlamento, que puede ser unicameral o bicameral, es el órgano máximo de poder del Estado, es un órgano representativo y electivo con potestad de dictar la ley. Ejerce el monopolio legislativo con los matices que se señalaron en el capítulo anterior. Los sistemas para elegir los parlamentos son muy variados, aunque en lo esencial se agrupan en dos polos: sistemas mayoritarios y sistemas proporcionales, con diversos tipos de mezclas, como se verá en el Capítulo V. A su vez, allí en donde hay una segunda cámara, esta puede ser o no electiva o serlo solo en parte.

Aparte de la de legislar, la función más importante del parla-mento es designar el gobierno que, aunque nombrado por el rey,

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es, en realidad, una especie de comisión del parlamento puesto que es este quien lo nombra y lo inviste, bien al presidente, bien al pre-sidente con sus ministros. Por tal motivo suele decirse que, aunque la monarquía parlamentaria se base en el principio de la división de poderes, en realidad, en su funcionamiento real, lo que se da es una fusión de ellos. Si el gobierno depende de apoyo parlamenta-rio y el parlamento de que el gobierno no lo disuelva, no puede decirse que los poderes estén tan separados como en las repúblicas presidencialistas y, aun así, no hay duda de que están separados en cuanto a sus funciones.

Una vez el gobierno nombrado, sigue siendo responsable ante el parlamento y no ante el rey. Gobierno y parlamento mantienen una interacción que, en teoría, descansa sobre la doble posibilidad de que el parlamento controle al gobierno al extremo de hacerlo dimitir y el gobierno controle al parlamento mediante una disolu-ción anticipada y convocatoria de elecciones.

El juego entre sistema electoral proporcional y multipartidismo lleva a que en las monarquías parlamentarias sean muy frecuentes los gobiernos de coalición. Se volverá sobre ello en el capítulo VI.

Aunque la justicia se administre en nombre del rey, los tribuna-les en la monarquía parlamentaria, en cuanto tercer poder del Es-tado, son independientes y forman habitualmente una estructura jerárquica, coronada por un tribunal supremo. Y esa organización jerárquica es muy parecida tanto si se trata de sistemas de derecho de tradición romana, germánica o del common law.

La articulación del poder judicial con los otros poderes del Es-tado se hace mediante un órgano político, no judicial, que canaliza las relaciones entre el poder político y la administración de justicia bien mediante un ministro de Justicia o un Attorney General, equi-valente a una mezcla de ministro de justicia y fiscal general.

Las repúblicas pueden remontarse a un pasado casi tan remoto como las monarquías. Solo con que se recuerden las ciudades-es-tado griegas de la antigüedad clásica se habrá cumplido ese obje-tivo comparativo. Pero, si bien las repúblicas han podido ser tan antiguas como las monarquías, sin duda han sido mucho menos frecuentes y han tenido menos ocasión de impregnar tradiciones culturales occidentales. Tanto en la república ateniense y en otras

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de la Hélade, como en la romana, que es la que más huella ha dejado, se acuñaron unos códigos de virtudes republicanas que se han transmitido a lo largo de los siglos hasta hoy. Pero se reduce a principios y normas de comportamiento cívico, sin mayor vistosi-dad como en el caso de las monarquías.

Las repúblicas responden básicamente a dos tipos que pode-mos considerar como ideales, esto es, la república parlamentaria y la presidencialista. En cuanto a la república parlamentaria, es válido todo cuanto se ha dicho algo más arriba acerca de la mo-narquía parlamentaria. Lo único que debe cambiarse es la forma de la jefatura del Estado, en la monarquía un rey y en la república un presidente. El presidente es siempre electo y suele serlo por un sistema de votación indirecta. Ello es así a causa de la muy obvia intención de que la presidencia de la república siendo, como el rey, una magistratura honorífica y simbólica, carente de poder real, tuviera una legitimidad mediata a través de una elección indirecta y no inmediata a través de una elección directa.

El resto de las instituciones de la república parlamentaria fun-ciona como el de la monarquía también parlamentaria.

La variante republicana aparece con la república presidencia-lista. El rasgo más característico de esta forma es el llamado “eje-cutivo monista”. En efecto, así como los sistemas parlamentarios son “ejecutivos duales” en el sentido de que la jefatura del Estado y la presidencia del gobierno son cargos distintos encomendados a distintas personas, en las repúblicas presidencialistas, ambas ma-gistraturas coinciden y el presidente de la república es, al mismo tiempo, presidente del gobierno. Su legitimidad se debe a su carác-ter electivo por votación directa. Así como el rey lo es por sucesión dinástica y el presidente de la república por elección indirecta. Los mismos ciudadanos que eligen a sus representantes son los que en votación aparte eligen al presidente de la república y este, como jefe del gobierno, no depende de una votación en el parlamento. Es más, no son extrañas las situaciones en las que el presidente de la república presidencialista gobierna con una mayoría parlamenta-ria en contra. El ejemplo son los mismos Estados Unidos.

La última situación puede darse porque en el presidencialis-mo, a diferencia del parlamentarismo, la separación de poderes

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es taxativa. El presidente de la república y el gobierno no pueden disolver las cámaras ni convocar elecciones anticipadas. Igualmen-te el gobierno y el presidente de la república no son políticamente responsables ante el parlamento y este no puede deponerlos. La única responsabilidad que se substancia ante el parlamento, la in-habilitación del presidente es por causa penal.

La organización del poder judicial es en todo análoga a la de los sistemas parlamentarios.

Existe un debate que algunos autores han contribuido a clarifi-car (Linz, 1989) acerca de cuál de las dos formas sea la deseable, si la parlamentaria o la presidencialista y ello sin olvidar los casos híbridos, como Finlandia y Francia, sin que obviamente quepa un pronunciamiento concreto porque la decisión sobre la forma de Estado, como sabemos, suele tener una justificación histórica no encajable en consideraciones racionales. Los dos sistemas, parla-mentario y presidencialista, dan lugar a culturas políticas muy dis-tintas. En todo caso, todos ellos cuentan con una constitución es-crita, norma básica de organización de las instituciones y fórmula jurídico-política de organización del poder. Solas excepciones son Gran Bretaña e Israel, de quienes se dice que tienen “constitucio-nes no escritas”, si bien la expresión no es enteramente correcta, como se comenta en el capítulo VI.

3) LA ORGANIZACIÓN TERRITORIAL

Desde el momento del pacto de Westfalia, cuando se acuñan los tres elementos constitutivos del Estado, poder, pueblo y territorio, el territorio ha sido un elemento decisivo. El Estado se concibe como un territorium clausum. El concepto de soberanía, acuñado durante las guerras de religión se aplica de modo señalado al suelo. Desde el punto de vista institucional, un poder soberano es aquel que no tiene ningún otro por encima de él. Desde el punto de vista territorial, la soberanía implica que el poder se ejerce en régimen de monopolio sobre una extensión determinada y que no tolera

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ningún otro que pueda medirse con él. Esa soberanía territorial se ejerce hacia el interior y hacia el exterior. Hacia el interior signifi-ca, según hemos dicho, que el Estado no tolera ningún otro poder en su jurisdicción. En los supuestos en que dos (o más) poderes se atribuyan la titularidad de la soberanía sobre un mismo territorio, se estará hablando de una guerra, bien sea internacional, bien ci-vil. Hacia el exterior, la soberanía supone que el Estado no admite injerencia alguna en su territorio y que sólo él lo representa en condición de sujeto jurídico de derecho internacional.

De la exigencia de un “territorio cerrado” se sigue que la cues-tión de las fronteras pasa a ser determinante. Las fronteras son lí-neas imaginarias de demarcación entre distintas soberanías o entre una soberanía cierta y un territorio no sometido a ninguna, con-siderado como una res nullius, situación de la que ya se habló al tratar del limes en la República y el Imperio romanos. A día de hoy prácticamente todas las fronteras en el mundo separan soberanías ciertas y distintas.

Las fronteras pueden ser de tres tipos: terrestres, marítimas y aéreas. Entre las terrestres y las marítimas se hallan las fluviales y lacustres. Cada uno de estos tipos de fronteras presenta problemas específicos de delimitación y régimen con una enorme variedad de casos y ejemplos. A los efectos de este texto, bastará con mencio-nar dos supuestos que se han dado y, en ocasiones siguen dándose hoy día.

El primero es el de los cambios en las fronteras. En la teoría tra-dicional del Estado, las fronteras son líneas ciertas, permanentes, invariables. Pero en la práctica, a veces cambian. Cuando lo hacen mediante la violencia, por la agresión armada de un Estado a otro que puede acabar, por ejemplo, en la anexión del Estado agredido o de parte él, se aplica un derecho de conquista cuya naturaleza ha cambiado mucho desde que se fundó la Organización de las Naciones Unidas y sigue cambiando de forma que esta situación es cada vez menos frecuente. Un ejemplo especial de apropiación de un territorio de otro Estado se da con la existencia de enclaves, esto es, partes del territorio de un Estado que se encuentran en otro. Es el caso de los territorios palestinos, pertenecientes a la Au-toridad Nacional Palestina, que se encuentran dentro del Estado

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de Israel, algo similar a los famosos bantustanes incluidos en la antigua Unión Sudafricana del Apartheid.

El principio, hoy universalmente admitido en el derecho in-ternacional, es que las fronteras existentes son intangibles y solo pueden mudar por negociación y común acuerdo de las partes. Precisamente en torno a esta cuestión se convocó la Conferencia sobre Seguridad y Cooperación en Europa en Helsinki en 1973. La iniciativa fue de la Unión Soviética, muy interesada en conse-guir una sanción internacional de las fronteras establecidas a raíz de la segunda guerra mundial y que no habían sido reconocidas en ningún tratado internacional como había sido costumbre has-ta entonces. Viendo los países occidentales el gran interés de los soviéticos por consagrar las fronteras de la posguerra, plantearon acceder a su deseo a cambio de contraprestaciones en la forma de una mayor liberalización y democratización de los países someti-dos a su influencia. Esta exigencia retrasó el logro de un acuerdo que sólo llegó a firmarse en 1975, dos años después, como Tratado de Seguridad y Cooperación en Europa en el que se consagraba el deseo soviético. Sin embargo, la realidad fue por otro lado, con el hundimiento del bloque comunista, veinticinco años después del tratado, las fronteras de Europa habían cambiado como nunca. Y el espíritu del tratado ha encarnado en una organización de cierta relevancia europea, la Organización para la Seguridad y la Coope-ración en Europa (OSCE).

El segundo supuesto es el que puede llamarse teoría de la fron-tera abierta y se refiere a la influencia que una situación como esta de frontera abierta en el sentido de que, del otro lado, no hay poder político soberano, ejerce en el Estado que la tiene. Es la llamada Frontier Theory, de Frederick Jackson Turner, como un elemento determinante en la organización interna y el carácter de los Estados Unidos de América. Según Turner, el hecho de que la frontera occidental pudiera desplazarse en territorio indio cientos y miles de kilómetros, dotó a la sociedad estadounidense de un carácter emprendedor, abierto y dinámico que dura hasta el día de hoy (Turner, 2008). Las otras grandes adquisiciones de territorio de los Estados Unidos ya se correspondieron a formas más tradi-cionales de actuación en este terreno. A veces se trató de adquisi-

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ciones, como en el caso de Alaska, comprada a Rusia o la Luisiana a Francia, o una compensación económica y un tratado como en el de la Florida a España. A veces, de un derecho de conquista, como en el caso de las enormes extensiones de territorio que México hu-bo de ceder a los Estados Unidos a raíz de la guerra entre los dos países (1846-1848).

A su vez, el territorio cierto, entre fronteras firmes puede orga-nizarse de varias formas. Las dos fundamentales son la organiza-ción centralizada y las variantes de descentralización. El Estado unitario centralizado conoce una única jerarquía de poderes. Su organización piramidal, con el poder del Estado en la cúspide de la pirámide, afecta a todos los demás poderes territoriales que le están supeditados en ese orden jerárquico de forma que estos, sea cual sea su extensión, solo pueden comprenderse como represen-taciones menores del poder central, a él sometidos, ante él respon-sables y sin margen alguno de autonomía.

La organización descentralizada, según la cual el Estado cen-tral delega determinadas funciones y competencias en institucio-nes territoriales de distinto tipo admite tres variantes, si bien la intermedia, puede parecer poco precisa: a) la descentralización administrativa; b) la descentralización autonómica o regional; c) la descentralización federal. En este último caso de la federación y también en ocasiones en el autonómico, suele hablarse de “Estado compuesto” frente al Estado centralizado, que recibe el nombre de “Estado unitario”. Hoy son pocos los Estados unitarios que hay en el mundo sobre todo a partir de la moda de la descentralización regional que se abrió camino en los años ochenta del siglo XX y que llegó a hacer mella incluso en el modelo típico del Estado cen-tralizado que había sido hasta entonces Francia.

La descentralización administrativa implica que el Estado central delega competencias y facultades en autoridades menores que no impliquen potestad legislativa, aunque sí pueden tener cierta capa-cidad normativa siempre que sea de rango inferior. Su justificación es acercar la administración a los administrados sobre todo en los ámbitos locales menores a efectos de agilizar la gestión pública. Las grandes líneas de las políticas públicas están elaboradas por el go-bierno central y a las entidades administrativas subordinadas solo

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les queda un pequeño margen interpretativo, pero sin autonomía para la formulación de dichas políticas. Por supuesto, con excepción de algunos tributos locales, la financiación de los entes territoriales menores depende de la hacienda del Estado central.

La descentralización política más completa es la federal. El federalismo es una forma de organización del Estado compues-to muy extendida hoy, cuyos orígenes se remontan a Roma y se manifiestan todavía en la época premoderna en el Sacro Imperio Romano-Germánico. En su forma actual su primera implantación se da en los Estados Unidos de América que son quienes sentaron la pauta, por así decirlo y más o menos siguiendo esta pauta se han establecido muchas federaciones en el mundo, algunos países lati-noamericanos y el Canadá, Alemania, Austria y Suiza en Europa, la India y algunos otros Estados en otras partes del planeta.

Los Estados federales son producto de un pacto entre entidades políticas que eran antes soberanas o podían serlo pero renuncia-ban a la soberanía para formar parte de un ente distinto y supe-rior a la suma de todas ellas, el Estado federal. Este Estado carece de territorio propiamente hablando, con independencia de que los órganos federales estén residenciados en uno específico, como un distrito federal o en alguno de los Estados federados. En realidad su territorio es la suma de territorios de estos Estados federados. El resto de la estructura del Estado federal está duplicado. La fe-deración tiene una constitución y también la tienen los estados federados. Hay un gobierno federal, un parlamento federal y un tribunal federal y lo mismo en los estados federados.

El principio que rige esta organización general del Estado es que la norma federal prevalece sobre la federada en todos los órdenes y poderes del Estado. Ello es especialmente visible en la existencia de las constituciones. Estas son las normas institucionales básicas de los estados federados y normalmente no es posible modificarlas sin el acuerdo de estos. No obstante, no son soberanos y sus constitu-ciones no contienen el derecho de autodeterminación y/o secesión. En cierto modo, cabe hablar de una soberanía compartida entre la federación y los estados.

Los poderes del gobierno y el parlamento federales se refieren a las competencias que tienen atribuidas. Normalmente hay una ex-

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presa adjudicación por separado de competencias a la federación y a los estados. Y suele incluirse también una llamada “cláusula resi-dual” para adjudicar competencias sobrevenidas que puede operar a favor de la federación o de los estados. Porque, siendo los Esta-dos federales muy flexibles, sobre la base del principio de descen-tralización política, esto es, competencia legislativa a los estados, los grados de descentralización varían según sean las federaciones.

El Estado autonómico español trata de ser una forma interme-dia. Desarrollado a partir del Estado integral de la segunda Re-pública y tomando en cuenta la organización del Estado regional italiano de la constitución de 1948 (con regiones de dos tipos), rehuyó configurarse como federal pero trató de superar el nivel meramente regional. Según un parecer muy extendido, aunque no unánime, de la doctrina, el Estado español autonómico es, a casi todos los efectos, un Estado federal, excepto en el nombre. Los estatutos de autonomía no son constituciones pero están tan blindados como estas frente a reformas no admitidas por las co-munidades autónomas afectadas. El grado de descentralización de competencias es muy elevado y la autonomía legislativa de las comunidades, completa. Lo que no quiere decir que no haya fre-cuentes conflictos competenciales que han de substanciarse en el tribunal constitucional.

El Estado autonómico se enfrenta a un cuestionamiento cre-ciente en los movimientos nacionalistas, especialmente el catalán y el vasco, que pugnan por encontrar un encaje distinto en la Cons-titución vigente o, incluso, por prescindir de la Constitución y pro-clamar la independencia. En resumen, el Estado autonómico no ha acabado de encontrar su consolidación definitiva.

La vinculación entre los conflictos territoriales y los movimien-tos y partidos nacionalistas es un típico asunto de investigación politológica del que nos ocupamos más detenidamente en el capí-tulo IV. El nacionalismo es una formulación ideológica que postula formas específicas de constitución territorial del Estado. Se plantea aquí una doble vía de debate de carácter jurídico y de políticas prácticas y también ideológico en el que se ponen en cuestión con-ceptos que son nucleares en la ciencia política como soberanía,

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pueblo, derechos históricos, derechos colectivos, autodetermina-ción, etc.

Es en el curso de estos debates en donde suele invocarse una última forma de organización territorial del poder que es la confe-deración. Una unión confederal de Estados solo por aproximación puede considerarse como un Estado compuesto ya que los elemen-tos componentes siguen siendo soberanos y no comparten ningún poder estatal. Cada Estado conserva su gobierno y su propia Jus-ticia, de forma que los conflictos no se resuelven por vía judicial sino diplomática. Tampoco se comparte el órgano representativo, constituido aquí por una especie de dieta o asamblea parlamen-taria cuyas decisiones han de ser aceptadas expresamente por los legislativos de los Estados. En realidad, las confederaciones tienen muchos rasgos de organizaciones internacionales y resultan siste-mas inestables que suelen pasar a federaciones como sucedió con los Estados Unidos, Suiza y Alemania. Otras formas, como la Co-munidad de Estados Independientes, sucesora de la extinta Unión Soviética, son de futuro incierto.

También en España se presentan a veces propuestas confedera-les, animadas por los nacionalismos y a veces por el anarquismo, propuestas que pueden incluir a Portugal o no. Pero nunca han pasado de ser proyectos minoritarios de escasa relevancia pública.

4) EL ESTADO DE DERECHO

La definición aceptada generalmente, en términos de tipo ideal we-beriano, es que el Estado de derecho presupone la supremacía de la ley (el rule of law de los anglosajones), esto es, el Estado se somete al derecho que él mismo crea y por eso es emanación del derecho y se llama “Estado de derecho” (el Rechtsstaat alemán y el État de Droit en francés). Esa definición suele enfrentarse a una crítica, típica del llamado “realismo político”, según la cual la expresión Estado de derecho es redundante ya que todo Estado tiene un de-recho. Sin él, no podría existir.

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Ciertamente, todos los Estados tienen derecho. Se basan en un uso del derecho como instrumento para los fines del Estado, es decir, como un instrumento de la razón de Estado. El resultado es poner el derecho al servicio de la injusticia. Obviamente, la arbi-trariedad y el despotismo también se articulan a través de mecanis-mos jurídicos y, en ese sentido, forman parte de un concepto lato de derecho, aunque no de uno estricto como veremos de inmedia-to. Los ejemplos más conocidos de estos casos son las lettres de ca-chet de la monarquía absoluta francesa y los Bills of Attainder, ex-presamente prohibidos por la Constitución de los Estados Unidos.

Las lettres de cachet (órdenes reservadas o secretas) eran de-cisiones emanadas directamente del monarca con el refrendo del ministro correspondiente y el sello real mediante las cuales podía encarcelarse a alguien sin juicio previo, sin proceso alguno y te-nerlo en prisión por tiempo indefinido, incluso toda la vida, sin comunicarle ninguna acusación. A su vez, los Bills of Attainder eran leyes debidamente aprobadas en parlamento por las que se privaba a determinados ciudadanos, personalmente designados, de sus derechos de todo tipo, especialmente del de propiedad. Eran normas jurídicas por las que se ponía fuera del derecho y se per-seguía a personas por razones políticas. Precisamente la violación del derecho de habeas corpus, ya consagrado en la Declaración de derechos inglesa de 1689. El equivalente moderno de la proscrip-ción romana.

Un ejemplo más cercano y representativo de esta objeción. Las leyes de Nürnberg, de 1935, las llamadas leyes raciales, fueron aprobadas por el Reichstag alemán. La primera, la Ley de protec-ción de la sangre y el honor alemanes prohibía los matrimonios mixtos de alemanes y judíos y la segunda, la Ley de la ciudada-nía alemana, declaraba que los “no alemanes” eran “súbditos del Reich”, mientras que los “alemanes” eran ciudadanos del mismo Reich. Es decir clasificaba a la gente en ciudadanos de primera clase y ciudadanos de segunda, privados de derechos.

Ahí es donde está la diferencia con el Estado de derecho en la doctrina clásica. Sin duda el Estado, todos los Estados, se valen del derecho desde un punto de vista formal, pero algunos tienen también una concepción del derecho como contenido. Un derecho

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injusto no es derecho aunque lo sea formalmente. Las Leyes de Nürnberg son injustas aunque estén vigentes como derecho posi-tivo. La diferencia entre el Estado de derecho y el Estado que no es de derecho, aunque tenga derecho es el contenido. En el fondo, el Estado de derecho es un Estado de derechos: el derecho que re-conoce la condición jurídica de los ciudadanos como titulares de derechos subjetivos. El primero de todos, el de igualdad ante la ley.

Hasta aquí, la teoría. La práctica puede ser algo distinta. La supremacía de la ley se mantiene incluso cuando el contenido y el espíritu de la ley cambian. Un ejemplo es el de la legislación que permitió la tortura en los EEUU. Por supuesto, las normas jurídicas son siempre interpretables y determinados conceptos se prestan a versiones distintas, según las circunstancias. En asuntos atingentes a la seguridad colectiva, los criterios con que se abordan las prácticas de las fuerzas de seguridad pueden variar. ¿En qué momento una técnica de interrogatorio pasa de ser “dura” a ser una tortura? La raya que separe a la una de la otra puede ser osci-lante en función de la percepción del peligro que pueda darse para la dicha seguridad y/o el grado de impresionabilidad de quienes hayan de tomar las decisiones.

Puede darse el caso de que el Parlamento apruebe legislación o sanciones injustas y legitime un comportamiento arbitrario del gobierno. Se trataría de una situación en que sería la propia fuente de legitimidad del Estado de derecho, el legislador, la que actuara en contra de aquel. La cuestión que se plantea en este caso es cuál sea la defensa del Estado de derecho frente a la actividad contraria del propio Estado, esto es, cuál sea el defensor de la democracia. El órgano encargado de zanjar las diferencias en la interpretación de la ley y que esta se ajuste a los preceptos del Estado de derecho será un órgano judicial supremo, bien un tribunal constitucional o un tribunal supremo con jurisdicción constitucional. Las deci-siones de ese tribunal son la defensa de la constitución y, como consecuencia de ello, del Estado de derecho. Pasado ese límite, es-taremos ya en el terreno de la revolución.

A veces se argumenta que es incongruente que la defensa del Estado de derecho que se basa en la supremacía de la ley y, por tanto, del órgano legislativo, sea cosa de un órgano restringido y

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no electo y se concluye que el Estado de derecho no es enteramente democrático porque reconoce un poder por encima de la soberanía popular. Es una contradicción imposible de resolver. Sin duda, por encima de la voluntad popular se cuenta la de un órgano no electo. Pero este no está por encima de la ley sino que su actuación deriva precisamente de la supremacía de esta. Se recordará que la base de toda la teoría política occidental es que la libertad descansa sobre la obediencia a la ley.

La seguridad jurídica y la obediencia a la ley son la base de la libertad en la concepción occidental. Todo esto presupone la concepción liberal del Estado de derecho en la tradición del go-bierno por consentimiento, cuyo límite último es la mencionada decisión del defensor de la constitución, el tribunal constitucional. Pero, en tanto se llega a esta situación extrema de cuestionar la constitucionalidad de una ley, se plantean situaciones ordinarias en cuanto a las relaciones entre la ley y los derechos del indivi-duo, que no siempre serán sencillas, pero que están recogidas en el principio del gobierno por consentimiento. Este obviamente re-quiere la existencia de unos límites del Estado de derecho porque es tal precisamente en la medida en que es el poder y el poder en régimen de monopolio. Pero el poder debe tener límites. Lo cual no significa que ostente unas u otras competencias, siempre de in-terpretación problemática, sino que tenga enfrente un ámbito en el que no pueda entrar, esto es, una especie de contrapoder o de “poderes de equilibrio”, la doctrina de los countervailing powers, esto es, los poderes que contrarresten los otros poderes en la doc-trina anglosajona tradicional, recogida en la Constitución de los Estados Unidos.

Estos countervailing powers pueden entenderse en un sentido institucional, que es lo habitual, o en un sentido más amplio, so-cial. En otros términos, se plantea la cuestión de si el Estado de de-recho puede intervenir en la sociedad civil o no, teniendo en cuenta que esta sociedad civil es el ámbito de las relaciones privadas, la familia y el mercado. La idea de que esta sociedad civil forma una especie de dique de contención del activismo estatal, que pone lí-mites a su interferencia en las relaciones entre personas privadas forma parte del núcleo de la teoría política contemporánea. Esta es

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una especie de reflexión general sobre el modelo de la teoría liberal del Estado de derecho.

Se trata del problema de cómo se relaciona el Estado con la sociedad civil.

5) REGÍMENES POLÍTICOS. LAS DICTADURAS

En su acepción más simple, la dictadura es una forma de gobierno no sometida a la ley y, por lo tanto, lo contrario del Estado de Derecho. En sus orígenes, es una institución del derecho romano según la cual, en circunstancias extraordinarias, el Senado ordena-ba a los cónsules el nombramiento de un magistrado, un dictador, con un mandato absoluto, por encima de la ley. Como institución excepcional y transitoria, tenía una duración de seis meses, reno-vables por otros seis durante los cuales el dictador había de tomar las medidas que considerara necesarias para el restablecimiento del orden jurídico anterior. En este sentido, aunque la dictadura era, en efecto, un poder por encima de la ley, tenía un marco ju-rídico de obligado cumplimiento, estaba obligado a devolver los plenos poderes al órgano que se los había otorgado y sus decisio-nes, de las que estaba obligado a rendir cuentas posteriores, debían estar encaminadas al restablecimiento del statu quo ante y no a la perpetuación de su poder personal. Precisamente para evitar esta circunstancia, la figura quedó abolida a comienzos del principado y ya no volvió a emplearse durante el imperio que, a muchos efec-tos, en realidad venía siendo una dictadura perpetua.

Durante los años y siglos posteriores, no hubo lugar a la institu-ción. Mejor dicho, no lo hubo para el nombre, pero sí para la cosa, pues toda la Edad Media prácticamente y excepción hecha de las repúblicas italianas y algunas ciudades libres centroeuropeas, el poder se concentraba en manos de una sola persona, noble, rey, emperador y en aquellas repúblicas tampoco era raro que se pro-dujera esa personificación del poder, como se demuestra en el caso de algunas dinastías, como los Medici en Florencia o los Sforza en

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Venecia. Y si bien las realidades materiales y económicas así como las teorías de los legistas y consejeros de príncipes obligaban a estos a admitir determinados límites a su poder, lo cierto que es la evolución llevaba un sentido muy distinto y acabó desembocando en el poder absoluto del rey de la monarquía de derecho divino.

Ya vimos que siempre hubo un interés por determinar límites de algún tipo al poder real, pero el hecho es que este acabó siendo absoluto y estando por encima de la ley y del propio Estado. La célebre expresión de Luis XVI, el Rey Sol de “el Estado soy yo”, concluye por entonces el itinerario de una concepción del Estado que acaba configurado como un monopolio del poder absoluto, una soberanía personal que, aliada posteriormente con los avances del siglo de las luces y el racionalismo, se conocería con el nombre de despotismo ilustrado.

Tanto en este caso como en el de las primeras monarquías de la baja Edad Media encontramos dos ejemplos de lo que Hegel llamaba la astucia de la razón, esto es, circunstancias que explican cómo es posible que, cuando los seres humanos adoptan medidas tendentes a un fin, el resultado sea otro, quizá no querido, pero más acorde con la interpretación de la historia como un proceso ascendente (Hegel, 1970b). Respecto a las primeras monarquías absolutas, el hecho de que solo pudieran afirmarse en lucha contra los nobles territoriales, celosos de sus privilegios, obligó a los reyes a desarrollar un aparato del Estado completo, apoyado en una fuerza militar permanente capaz de derrotar a los levantiscos se-ñores feudales y respaldado por una hacienda pública. Los dineros para poner en marcha todo el aparato burocrático los obtendrían los monarcas recurriendo a los empréstitos de las clases burguesas, los mercaderes y banqueros de las ciudades que, a su vez, exigían contrapartidas de distinto orden, como acceso a los cargos de la corte o privilegios reales. Es decir, para combatir a los de su propia clase, los reyes se echaban en brazos de la clase burguesa que aca-baría venciéndolos a todos e instaurando su poder.

Algo similar sucede con el despotismo ilustrado. La alianza en-tre la monarquía absoluta y la clase burguesa se amplía a la noble-za no ya feudal sino cortesana, imbuida del espíritu de las luces. Burgueses y nobles son los principales inspiradores de la Ilustra-

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ción y protagonistas de las tres revoluciones burguesas por exce-lencia: la inglesa del siglo XVII, la americana de Independencia y la francesa de 1789. El caso francés es el más claro. Justo hasta el momento de la revolución, nadie había cuestionado la concentra-ción de poder en el monarca absoluto, a pesar de que la base de la doctrina de la Ilustración era, precisamente, la difusión de las luces como medio de acabar con la superstición, la sumisión de la gente, la falta de derechos y de conseguir una creciente emancipa-ción y afianzamiento de los derechos individuales, considerados piezas esenciales de la sociedad. Es más, el despotismo ilustrado descansaba sobre la conocida fórmula constitucional de todo para el pueblo, pero sin el pueblo.

Fue en el curso del siglo XIX cuando, sobre todo a raíz de la re-volución norteamericana, volvió a recurrirse a la inagotable fuente del derecho romano. Este se había redescubierto en la universidad de Bolonia a través de la obra de los glosadores del siglo XI y se había ido extendiendo a lo largo de los siglos, pero su emergencia a fines del siglo XVIII vino dada por la citada revolución y el he-cho de que este consagrara numerosas instituciones romanas: el federalismo, el senado, el Capitolio, las dos figuras del presidente y el vicepresidente, variante jerarquizada de la de los dos cónsules, etc. No era nada extraño que esta nueva familiaridad con los usos jurídicos romanos se extendiera también por el continente europeo en el siglo XIX.

Este es el sentido de una de las expresiones medulares del mar-xismo y sobre la que se ha debatido mucho. Sostenía Marx, aun-que no de modo sistemático y sí con ribetes metafóricos que, una vez que el proletariado hubiera alcanzado el poder, desplazando a la burguesía, tendría que instaurar una dictadura del proletariado. El uso y la superficialidad de muchos análisis marxistas han inter-pretado que por tal forma había de entenderse un gobierno despó-tico, no sometido a leyes y de duración indefinida, en tanto durara la resistencia que ofrecieran las clases derrotadas (Marx/Engels, 1987). Es más o menos la concepción que prevalecería a partir de la interpretación de Lenin y que, obviamente, no era, ni podía ser la que le daba Marx que, en el espíritu del derecho romano, consi-deraba esta dictadura como un régimen transitorio y de duración

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limitada y ello sin contar con el hecho determinante de que, siendo la dictadura una magistratura personal solo de modo metafórico puede hablarse de una dictadura de un sujeto colectivo, sea clase, fracción o partido (Lenin, 1974, 2012). En último término, el po-der de la dictadura lo ejerce siempre una persona.

Posteriormente, en efecto, en el siglo XX, la concepción de dic-tadura que se generalizaría sería la expuesta más arriba: un gobier-no de arbitrariedad personal y no sometido a leyes. La dictadura es un régimen político contrario al Estado de derecho, al que se llega de varios modos: mediante un golpe de Estado más o menos de-clarado, como en el caso del fascismo italiano; por una revolución, como en el del comunismo ruso; o una guerra civil como en el del franquismo en España; o bien mediante una involución interna, como en el caso del nazismo alemán. Este último ejemplo es ilus-trativo acerca de cómo puede un Estado de derecho convertirse en una dictadura mediante una especie de mutación legal y sin rup-tura aparente del ordenamiento. Dadas las tumultuosas circuns-tancias de Alemania en los años veinte del siglo XX, la República de Weimar se vio obligada a recurrir con cierta frecuencia a la le-gislación de excepción. Mediante sucesivas “leyes de habilitación” (Ermächtigungsgesetze) el Parlamento concedía plenos poderes al gobierno para que este resolviera situaciones de excepción. Hasta que el 23 de marzo de 1933 se aprobó la “ley de superación del estado de necesidad del Pueblo y el Reich” (Gesetz zur Behebung der Not von Volk und Reich), que puso fuera de juego la República y su orden constitucional e instauró la dictadura de Hitler.

El siglo XX fue prolífico en dictaduras. Las más características de su primera mitad, los fascismos y comunismos, se articularon confesada o inconfesadamente mediante la doctrina del totalita-rismo, que dio lugar a un amplio cuerpo de doctrina en la teoría política de la época (Arendt, 1999; Neumann, 1984, etc.). Luego de la segunda guerra mundial, aunque muy desprestigiadas por la derrota de las potencias del Eje, las dictaduras no solo no desa-parecieron sino que se multiplicaron. Aparte de las dos europeas de la preguerra (Portugal y España) y de la sobrevenida en Grecia en los años sesenta, aparecieron muchas en los países del Tercer Mundo: en América Latina llegaron a ser verdadera plaga en los

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años setenta y ochenta. Siguiendo la vieja tradición hispana del “caudillismo”, se trataba de dictaduras militares con sus particu-laridades (Finer, 2002) o de juntas cívico-militares. También en el África y en Asia aparecieron regímenes dictatoriales, generalmente dirigidos por militares, bajo la bandera y al amparo de las ideolo-gías desarrollistas y modernizadoras.

La ciencia política de la época, atenta a estos fenómenos del de-sarrollo económico (Rostow, 1973) y de la modernización (Apter, 1974) establecieron vínculos entre el crecimiento y el desarrollo económico y el carácter de las instituciones políticas. Esta relación sería la que posteriormente se postularía a la hora de ver qué in-cidencia pueden tener las crisis económicas sobre la estabilidad de las democracias (Crozier, Huntington, Watanuki, 1975).

La confluencia entre dictaduras cívico-militares y programas de desarrollo era, en realidad, una forma de manifestarse del conflicto básico que recorría toda la política de la época, nacional e interna-cional, el conflicto de la llamada guerra fría en la que, entre 1947 y 1991, durante casi medio siglo, se contrapusieron en el mundo dos bloques políticos, uno liderado por los Estados Unidos y otro por la Unión Soviética (más o menos, la Rusia actual) que enfrentaba al “mundo libre” con las “dictaduras comunistas” o a las “socie-dades socialistas” con las “sociedades capitalistas”, según el centro de respectiva propaganda política a la que se prestara atención.

Lo más interesante de esta situación, ya superada, era la con-vicción generalizada de que había una diferencia cualitativa entre el totalitarismo capitalista y el comunista. Consistía esta en que, al afectar el totalitarismo comunista a las relaciones sociales fun-damentales, sobre todo, las de propiedad, al abolir el mercado y la propiedad privada, estas dictaduras instauraban órdenes irre-versibles mientras que las dictaduras capitalistas o de derechas, al no afectar al modo de producción, siempre podrían ser reversibles. Esta convicción manifiestamente errónea sirvió, sin embargo, de base teórica para justificar la política exterior de los países occi-dentales frente al bloque soviético, la doctrina del containment, del telón de acero, la carrera de armamentos, la política de destrucción mutua asegurada y, por último, la teoría de la convergencia de los sistemas políticos distintos.

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Las dictaduras, en todas sus variantes, monárquicas, republica-nas, militares, civiles, mediante juntas u organizaciones religiosas al estilo de las que suelen aparecer en el Islam son los regímenes políticos que con mayor frecuencia cuestionan el Estado de dere-cho. El otro régimen, la democracia, suele asimilarse de tal modo a ese mismo Estado de derecho que muchos autores los tratan como sinónimos no siéndolo. El campo es tan vasto que, en lugar de tratarlo en un solo epígrafe, se le dedicará el capítulo siguiente en la creencia de que la democracia es el régimen político hoy más generalmente extendido y aceptado en sus muchas formas.

6) EL ESTADO DEL BIENESTAR

En el debate actual sobre teoría política no es infrecuente encon-trar advertencias acerca de cómo el Estado del bienestar lleva en su seno el germen del totalitarismo y, dejado a su dinámica normal, es capaz de convertir el Estado de derecho en una dictadura (Hayek, 1982). Para otros, en cambio, el Estado del bienestar no solamente es compatible con el Estado del derecho sino que es el verdadero Estado de derecho, en la medida en que convierte en realidad ma-terial y práctica, las promesas y concepciones teóricas de aquel.

La discrepancia arranca del núcleo definitorio del Estado del bienestar, concebido como el que garantiza la intervención del Es-tado en los mecanismos del mercado con la finalidad de corregir desigualdades, garantizar la justicia social, el desarrollo y el cre-cimiento sostenido. Es una definición obtenida por inducción de las sucesivas justificaciones teóricas que han venido dándose del Estado del bienestar especialmente a partir de la aplicación de las fórmulas keynesianas para superar la crisis de los años treinta, que arrancó con el crack de la bolsa neoyorquina en 1929 y culminó en la segunda guerra mundial. El Estado interviene en el libre funcio-namiento del mercado para eliminar disfuncionalidades, corregir desigualdades, garantizar el empleo y la demanda agregada. Lo hace a través de la política económica mediante un sistema de pla-

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nificación indicativa u orientativa que no tiene nada que ver con la planificación imperativa propia de las sociedades comunistas en las que se había suprimido el mercado. Por el contrario, el Estado del bienestar, respetuoso con el mercado libre, se erigía sobre algo que los teóricos llamaba “economía social de mercado”.

Desde el punto de vista del liberalismo clásico en lo económico y lo político, esta política keynesiana era una aberración pues rom-pía el sacrosanto deber de no injerencia pública en la sociedad civil o, si se quiere, el equilibrio de los countervailing powers. A la larga, la intervención del Estado en la economía con fines regulatorios es contraproducente, despilfarradora y se presta a prácticas corrup-tas que tarde o temprano acabarán con el Estado de derecho. En definitiva, dicho en términos más claros: a largo plazo, el Estado del bienestar (pensado para garantizar sanidad, educación, vivien-da y pensiones con fondos públicos) es inviable y está condenado a la quiebra. La única forma que tiene de evitarlo, según la crítica neoliberal, es recurrir a la dictadura.

Los orígenes del Estado del bienestar se remontan a mediados y finales del siglo XIX. Dado que este Estado descansa sobre todo en la política social, también suelen citarse como precedentes las medidas de carácter benéfico, como las legislaciones de pobres en los siglos XVII y XVIII, pero su carácter sistemático comenzó con la crisis industrial que se produjo en el XIX: el proceso de aban-dono de los campos, la emigración a las ciudades industriales, la aparición de barrios obreros, los conflictos de clase por las con-diciones laborales, los sindicatos, la primeras legislaciones indus-triales. Aquí y allá fueron tomándose medidas que iban siempre en la misma dirección: las leyes inglesas sobre fábricas de la primera mitad del siglo XIX, los talleres nacionales de la Revolución fran-cesa del siglo XVIII, la legislación social de la Alemania Guillermi-na a fines del siglo XIX, los acuerdos tripartitos entre sindicatos, empresarios y gobierno de los años treinta en Suecia, la legislación estadounidense del New Deal en los mismos años, la legislación social del Frente Popular francés también en los años treinta. Todo apuntaba en la misma dirección de surgimiento de una nueva for-ma de Estado de derecho.

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Su culminación se da cuando, al convertir en programa electo-ral el Informe Beveridge, el Partido Laborista británico ganó las elecciones de 1945 y puso en marcha el primer modelo de Welfare State que se dio y al que siguieron otros en Europa, singularmente en Alemania, Francia e Italia. Se trataba de Estados basados en poderosos sectores públicos de industrias nacionalizadas por uno u otro medio, con consolidación de servicios públicos universales, como la educación, la sanidad, la vivienda, prácticamente gratui-tos y dentro de un ordenamiento jurídico en el que había crecido y se había consolidado un derecho del trabajo cuyo punto esencial era la contratación colectiva.

Esta forma de Estado adquirió un desarrollo sin precedentes y, en los años que van desde la postguerra a la crisis del petróleo de 1973 (más o menos, el tiempo de una generación), garantizó desarrollo, crecimiento sostenido, ascenso del nivel de vida gene-ral, más igualdad en las sociedades y un alto grado de afección ciudadana. Desde el punto de vista teórico esta forma de Estado se consideraba como un desarrollo del Estado de derecho en la medida en que, junto a las declaraciones tradicionales de dere-chos de carácter fundamental y cívico o derechos de la primera generación (como la inviolabilidad del domicilio, el secreto de la correspondencia, el habeas corpus, las garantías procesales, etc.), vienen los derechos políticos de la segunda generación (manifesta-ción, reunión, información) y, por último, se abre paso una tercera de derechos sociales y económicos (vivienda digna, educación, sa-lud, medio ambiente, pensiones, etc.) que configuran la condición actual de ciudadanía (Marshall, 1992) y prestan su marca especial al Estado del bienestar como desarrollo y forma del Estado de de-recho y en ningún modo de su oposición.

Desde el punto de vista práctico, esta fórmula del Estado del bienestar se apoyó sobre un sólido consenso de la posguerra en el que participaron las tres fuerzas políticas más importantes enton-ces, esto es, la socialdemocracia, la democracia cristiana (en cierto modo empujada a una actitud más colectivista a partir de la “doc-trina social de la Iglesia” del Papa León XIII) y los liberales. Surgió así un solo Estado del bienestar como principio, pero que dio lugar a varios modelos (Esping-Andersen, 1993). Este pacto político de

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la posguerra basado, como todos, en la cláusula rebus sic stanti-bus, se mantuvo mientras respondió a lo que, en líneas generales podemos llamar una especie de óptimo de Pareto en el que se basó el consenso de la posguerra. Cuando empezó a ser evidente, sobre todo en la crisis de 1973, que sería más inteligente para alguna de las partes del consenso, en concreto, el capital, los empresarios, la banca, romperlo, procedieron a ello.

Ya en la crisis de los años setenta comenzó a argumentarse que el viejo recetario keynesiano no era adecuado para resolver los problemas y que había llegado la hora de recurrir a la doctrina clásica, de substituir la economía keynesiana de la demanda por la neoclásica de la oferta. Se acumularon los vectores críticos fren-te al Estado del bienestar, que habían venido preparándose desde años antes. Esos vectores críticos tenían dos orígenes en sectores aparentemente opuestos del espectro político, pues procedían de la crítica marxista a la izquierda y la liberal a la derecha. Pero tenían un elemento común: su conclusión. El Estado del bienestar era in-viable a fuer de ruinoso. De seguir las cosas como hasta entonces, todo lo que cabía esperar era la bancarrota del Estado (Martin, 1983). Un panorama apocalíptico pero que era el que vaticinaban al unísono los dos extremos políticos.

En la izquierda, los economistas marxistas de la escuela del lla-mado “capitalismo monopolista de Estado” (Baran/Sweezy, 1970), sostenían que, dado el modelo de acumulación y reproducción del capital, basado en el “complejo militar-industrial”, lo que debería producirse y se produciría inevitablemente a medio plazo era una “crisis fiscal del Estado” (O’Connor, 1973).

En la derecha había discrepancias en los detalles, pero no en las consecuencias ni en las motivaciones. Lo que para los marxis-tas era resultado de la codicia de los capitalistas, su fusión con los aparatos del Estado y la traición de la socialdemocracia, era para los liberales consecuencia de la codicia de los burócratas, su captura del Estado en busca de rentas y la traición de los parti-dos liberales. Pero, el final había de ser siempre el mismo: crisis y hundimiento de la democracia. A mayor insistencia, los neolibe-rales señalaban con frecuencia que se cumpliría la ley inexorable que opera en toda acción humana y cuya ignorancia solo puede

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traernos desgracias, esto es, que “no existe el almuerzo gratis”, There Is No Such a Thing As a Free Lunch (o principio TINS-TAAFL).

Lo anterior dibuja el modo de gestionar la crisis general de los años 70 y 80 (que vieron el ascenso de dos adalides de la acción práctica neoliberal a la par que neoconservadora, Thatcher en In-glaterra y Reagan en los Estados Unidos) y que dejó el Estado del bienestar muy dañado. La segunda crisis sistémica, estructural, mucho más grave que la de los 70 ha presenciado un segundo ata-que al Estado del bienestar, cuya viabilidad más elemental se pone hoy en cuestión.

El ataque primero había comenzado resucitando la Ley de Wag-ner, esto es, la doctrina de que, en condiciones normales de creci-miento y desarrollo, el gasto público en los países industriales no hace más que crecer hasta llegar a ser insostenible (Wagner, 1977). Fueron muchos los estudios e investigaciones que se hicieron para tratar de encontrar una explicación a este fenómeno y, por supues-to, un remedio. Sobre todo porque se prestaba a una utilización demagógica que haría mucho daño a la idea del bienestar y según la cual, el Estado del bienestar era incapaz de frenar el ascenso del gasto público lo que obligaba a aprestar los ingresos también públicos necesarios e incrementar ad infinitum la presión fiscal, lo cual, como parecía demostrar la curva de Laffer, llevaba indefec-tiblemente a los Estados a la recaudación cero y, por tanto, a la bancarrota (Laffer, 1974).

Resultó, sin embargo, que el vaticinio no había de cumplirse (o, al revés, ser una “profecía que se autocumplía”) por cuanto, adver-tidos los Estados de los riesgos de sobreendeudamiento, redujeron drásticamente el gasto público. Para ello, según se vio, no hicieron falta complicadas ecuaciones sino la simple voluntad política de hacerlo. De hecho, el gasto público medio de los países de la OC-DE a partir de los años 70, tras siete décadas de crecimiento, se estabilizó en torno al 50% del PIB, con las conocidas diferencias entre algunos países nórdicos, como Suecia (en donde llegó a estar en el 60% del PIB) y los Estados Unidos y el Japón, en donde ape-nas pasa del 30%. La Ley de Wagner, por tanto, no era inexorable.

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Pero la crisis estructural del capitalismo se ha reproducido y su elemento más característico es, precisamente, el exceso de deu-da pública y el déficit presupuestario. Como es sabido, la causa de la crisis fue el estallido de la burbuja inmobiliaria basada en las llamadas “hipotecas subprime” (una forma de designar las hi-potecas basura y, en realidad, fraudulentas), pero su repercusión y alcance se hicieron en el contexto de una capitalismo financie-ro altamente especulativo que amenazó al conjunto de sistema bancario, en la medida en que este, más en unos lugares que en otros, estaba atrapado en la especulación con deudas soberanas de países que, de pronto, se vieron abocados a la quiebra. En estas condiciones las fuerzas conservadoras impusieron políticas económicas de ajuste que se conocieron como políticas de aus-teridad, cuyo rasgo esencial fue recortar cuando no desmantelar directamente el Estado del bienestar. El credo de la nueva política económica antikeynesiana consistió en tres apartados seguidos al pie de la letra: reducción del gasto público sin miramientos, des-censo general de los salarios, reforma laboral para reducir costes salariales, elevación de los impuestos y prioridad del pago de la deuda y reducción del déficit sobre cualquier otra consideración de política social o gasto público.

El debate actual acerca de la crisis del capitalismo es el debate sobre la permanencia del Estado del bienestar. En su formulación más contundente, el neoliberalismo quiere substituirlo por una economía de libre mercado sin cortapisas ni regulaciones ni inter-venciones públicas de ningún tipo, esto es, una economía presidida por un Estado mínimo (Nozick, 1974) o incluso por ningún Esta-do (Rothbard, 1998). Para la izquierda poscomunista o neocomu-nista, igual que para la socialdemócrata, se trata de retornar a la forma de Estado de bienestar anterior a la crisis, si bien realizando las reformas que exigen los grandes desarrollos tecnológicos de nuestra era.

En cualquiera de los dos casos no es infrecuente encontrar ale-gatos mejor o peor argumentados sobre la refundación del capi-talismo.

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7) EL SISTEMA POLÍTICO

Una ciencia política volcada sobre todo en la teoría del Estado pre-senta un aspecto institucional. Sin embargo, la política es básica-mente relacional y dinámica. Importa, desde luego, el conocimien-to de las instituciones, pero también es decisivo el de las relaciones entre ellas. El poder, ya se ha visto, es sobre todo una relación so-cial entre quienes mandan y quienes obedecen. Por supuesto, tiene un aspecto material incuestionable que adquiere muchas formas (armamento, ejército, policía, tribunales, cárceles, reformatorios) pero lo esencial en él son las relaciones de jerarquía, orden, orden, mando, consenso, consentimiento. El capital por ejemplo, según Marx, también es una relación y el capital no es otra cosa que una materialización del poder en forma de dinero (Marx/Engels, 1975).

Para el estudio de estas relaciones no nos sirve tanto la teoría del Estado, que es una disciplina estática, institucional y descripti-va como otro enfoque capaz de dar cuenta de las relaciones entre instituciones, entre quienes las componen y entre estos y aquellas, es decir, una concepción que haga justicia al carácter eminente-mente dinámico de la política. Para ello, la ciencia política echó mano de un paradigma dominante en las ciencias sociales a lo lar-go de gran parte del siglo XX, el funcionalismo que, corregido posteriormente con el estructuralismo, daría la formulación mixta del estructuralismo funcional. La corriente que mejor se adaptaba a estas necesidades era la teoría general de sistemas. Propuesta en un primer momento para la biología por Ludwig van Bertalanffy, se expandiría luego a otras disciplinas sociales, la antropología, la sociología, la economía, el derecho y, singularmente, la ciencia política.

La teoría general de sistemas es un enfoque sintético u holista basado en el principio de que el objeto de estudio (un organismo, una sociedad, una economía, una tribu, una organización política) es una realidad compleja distinta y superior a la mera suma de sus partes. Se trata de un enfoque orgánico en el que los dos conceptos fundamentales son la estructura y la función. La primera será la

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parte estática, institucional y la segunda será la parte dinámica, relacional.

El enfoque sostiene tener una vasta validez metodológica, mul-tidisciplinar. Puede aplicarse a cualesquiera situaciones siempre que quepa identificar claramente el sistema y el medio con el que interactúa. Desde este punto de vista, la TGS está basada en un cri-terio convencional: el establecimiento de un modelo de sistema es siempre un intento de poner orden en una realidad compleja y en-tender, y explicar, cómo funciona. Los dos conceptos esenciales de la teoría general de sistemas son, en efecto, el sistema y el medio. Si por sistema se entiende un conjunto de partes interrelacionadas distinto y superior a la suma de todas ellas, el medio es el contexto material en que el sistema vive, del que vive y con el que interactúa.

Para Van Bertalanffy, la vida son interacciones de sistemas. Los sistemas son realidades que intercambian información con el medio. La información es también un tipo de alimentación. Esta información, debidamente procesada en el interior del sistema ge-nera una respuesta, que este puede orientar hacia su parte interna, la parte externa o ambas a la vez, que es lo más frecuente. Se esta-blece así lo que se llama un “circuito de retroalimentación” y que sirve al sistema para modificar su comportamiento, tomando las decisiones oportunas para conseguir su fin último que es la super-vivencia en condiciones de equilibrio (Bertalanffy, 1979).

La teoría general de sistemas entendida como un enfoque sin-tético del funcionamiento de entes complejos tiene muchas apli-caciones. Sirve para entender el funcionamiento de los mercados, de las minorías étnicas y culturales en contextos de otro tipo, la vida en los bosques o cualquier otro ecosistema, un termostato y, por supuesto, la política, hasta el punto de que, David Easton, el principal impulsor de la aplicación de la TGS a la ciencia política, considera que esta hará bien en substituir la terminología del viejo derecho público y la teoría del Estado por la sistémica (Easton 1979).

Para Easton, el sistema político comprende un núcleo compues-to por las instituciones clásicas del Estado, que son los poderes legislativo, ejecutivo y judicial. Este núcleo adopta las decisiones (“productos” o outputs) “con autoridad” que servirán para repar-

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tir los bienes entre opciones alternativas, utilidad última de la po-lítica. Dichas decisiones, al impactar en el conjunto de la sociedad civil, el mercado, las relaciones personales, etc., generarán unas respuestas (“insumos” o inputs) que cerrarán el bucle de la re-troalimentación, trasmitiendo la información de nuevo al sistema para que el proceso se reproduzca. Esta información es procesada por unos mecanismos de mediación y filtro que se encuentran en el umbral de entrada del sistema, a los que llamamos “porteros” (Gatekeepers) cuya función consiste en clasificar la información según diversos criterios, siendo los más obvios y naturales, los que reflejan apoyo o rechazo y todos los demás mixtos de estos (Eas-ton, 1981)

En la teoría eastoniana del sistema político esos “porteros” son los medios de comunicación, los partidos políticos, los grupos de presión y últimamente es obligado añadir los nuevos movimientos sociales que escapan a la clasificación al uso, sobre todo los que se articulan en el ciberespacio.

El enfoque sistémico ha conseguido imponerse en la ciencia política si bien no desplazando por entero las visiones más clási-cas del derecho constitucional y la teoría del Estado. Sin perjuicio del reconocimiento de las ventajas (mayor flexibilidad conceptual, más dinamismo en la visión, mejor explicación de los factores pu-ramente relacionales) son cuatro las carencias que se achacan a la teoría general de sistemas y, aunque no son inhabilitantes, sí conviene tenerlas presentes para compensarlas en los estudios de ciencia política.

En primer lugar no puede olvidarse que el enfoque es funda-mentalmente sintético y no analítico. De hecho, el propio título de la obra pionera de Easton, A Framework for Political Analysis (“Marco del análisis político) (Easton, 1965) induce a error. El de sistema es un concepto complejo y el enfoque sistémico consiste en dar cuenta de él como tal realidad compleja, no dividiéndola en sus partes componentes como quiere el procedimiento analítico. De hecho, la descomposición de un sistema —de cualquier siste-ma— en sus partes componentes, jamás podrá ser una explicación del funcionamiento del sistema como tal. Hay ocasiones en que, efectivamente, en una perspectiva analítica, es preciso enfocar un

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sistema como una realidad indivisible y única. Se trata de aquellas circunstancias en que, como suele suceder en la teoría de conjun-tos, que son como sistemas, un conjunto es, a su vez, subconjunto de otro conjunto más amplio. Por ejemplo, el sistema político es-pañol es un sistema considerado en sí mismo, pero es, a su vez, un subsistema dentro de un sistema mayor que es la Unión Europea.

En segundo lugar y en parte relacionado con lo anterior, no todos los elementos componentes de un sistema tienen el mismo grado de materialidad e importancia. Por ejemplo, entre los “por-teros” de Easton aparecen los partidos políticos y los medios de presión. Hace ya tiempo que la ciencia política viene considerando que los partidos políticos en un sistema configuran a su vez un sub-sistema o sistema de partidos (Merkl, 1980) políticos para el cual el conjunto del sistema político es el medio y tiene a su vez, una consistencia propia de una estructura invariante sistémica. Recien-temente se está procediendo del mismo modo con los medios de comunicación de forma que también se identifica otro subsistema que es el sistema mediático (Hallin y Mancini, 2008).

En tercer lugar, la objeción hace referencia a un criterio más epis-temológico. La teoría general de sistemas en general y la aplicada al sistema político en concreto deja que desear a la hora de dar cuenta de la evolución, de los cambios, de las soluciones de continuidad, de las revoluciones, en definitiva. Su vieja raíz funcionalista le hace ponerlo todo al servicio de la causa última de todo organismo vivo, que es la supervivencia y el mantenimiento del equilibrio.

En cuarto y último lugar y en relación con las tres anteriores aparece la insuficiencia de la teoría general de sistemas a la hora de dar cuenta de las motivaciones de los actores. Siendo estos agre-gados, antes que individuos, resulta difícil encontrar un criterio válido de explicación de los comportamientos de los sujetos. Es tarea de la que se ocupa preferentemente la teoría de la decisión racional, ya mencionada, pero esta ignora los sujetos colectivos y prefiere tratar exclusivamente con personas físicas. Tal posición es muy adecuada a la hora de explicar el comportamiento electoral, pero no ayuda nada cuando se trata de dar razón de las decisiones colectivas, un tribunal, un gobierno, un parlamento. Las personas físicas tienen la indudable ventaja de que son centros muy cla-

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ros de imputación de responsabilidad por los actos realizados o no realizados. Pero la cosa se pone más complicada cuando nos encontramos con sujetos colectivos y sus decisiones. En este ca-so solo cabe proseguir adjudicando a los entes colectivos una so-la responsabilidad por la manifestación de una única voluntad: los tribunales suelen adoptar decisiones con votos en contra; los parlamentos aprueban normas con votos también en contra de la oposición. Pero, a todos los efectos, el acto válido del órgano será la decisión que origine la responsabilidad, con independencia de la actitud que hayan tomado otros miembros de él pero hayan que-dado en minoría, igual que la decisión de los tribunales es única y los votos particulares se registran a cualesquiera efectos excepto el de cuestionar la dicha decisión.

Una última consideración. Dentro de la teoría general de siste-mas, la aportación fundamental de Luhmann consiste en subrayar la importancia del carácter autopoyético de los sistemas. Esto es, obviamente, los sistemas dependen de sus relaciones con el medio para sobrevivir. Pero, una vez esto sentado, no hay duda de que es autónomo, independiente, toma sus propias decisiones sin dar cuenta a nadie, según sus mecanismos de retroalimentación. Salvos casos extremos y excepcionales (guerras, invasiones, etc.) la repro-ducción del poder político en los sistemas es exclusiva responsabi-lidad de ellos.

8) LA ACCIÓN Y PARTICIPACIÓN POLÍTICAS

La política, ya se ha dicho varias veces, no es una realidad físi-ca o material (aunque también lo sea) sino relacional. La acción política implica la interrelación entre personas en un contexto de conflicto, esto es, de lucha por el poder, desde la participación en las elecciones, acciones políticas de diverso carácter, hasta la mi-litancia en los partidos y asociaciones y la participación en muy distintos tipos de movilizaciones, como marchas, manifestaciones de uno u otro signo, ocupaciones, etc.

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La acción política es básicamente comunicativa. Tanto que de-dicamos un capítulo a la comunicación. Esta, por supuesto, se re-fiere a su forma verbal y no verbal. ¿Cuáles son los límites de la comunicación política? Los da el carácter del conflicto. Todos los incruentos son políticos. Respecto a los cruentos es preciso ha-cer una observación. Cuando el conflicto es bélico, se interrumpen todas las relaciones entre los contendientes, empezando por las diplomáticas. La política se acaba; entra la guerra. Los políticos ceden el puesto a los militares. Ahora bien, la célebre frase de Clau-sewitz de que la guerra es la continuación la política por otros medios, no puede entenderse en sentido excluyente. Los medios bélicos no anulan por entero los políticos, que generalmente pro-siguen por vías secretas. La misma propaganda de guerra es polí-tica siempre, apunta a las razones morales de nuestro bando y las sinrazones del enemigo. Por no mencionar la figura de los espías, elementos esenciales en todo esfuerzo de guerra que generalmente actúan políticamente.

Del mismo modo, cuando Foucault hace el ingenioso retrué-cano con la fórmula de Clausewitz que hemos citado y sostiene que la política es la continuación de la guerra por otros medios, tampoco debe entenderse de modo excluyente. Predominan con-flictos incruentos, sin duda. Pero hay una presencia permanente de elementos bélicos. Casi todos los sistemas políticos cuentan con ejércitos y tienen en vigor legislación de excepción para casos de conflictos armados. Hay incluso quien dice que el Estado de excep-ción es, en realidad, la forma ordinaria de funcionamiento de los sistemas políticos occidentales (Agamben, 2003).

En algunos países, como España, hay una tradición de tratar los asuntos de orden público con un enfoque militar. No hace fal-ta mencionar la célebre Ley de Jurisdicciones de 1909. La mera existencia de la Guardia Civil, un cuerpo tradicionalmente depen-diente del ministerio del Interior y del de Defensa ya lo dice todo. Pero en otros países es similar: la última razón en todo conflicto político es el ejército, garante del monopolio estatal de la violencia. En los Estados Unidos, por ejemplo, si la policía de un Estado no da cuenta de un conflicto, un tumulto o disturbio, interviene la Guardia Nacional y, tras esta puede llegar el ejército.

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Pero la intervención del espíritu militar en la política no se li-mita a las situaciones excepcionales en que es preciso oponer la violencia a la violencia, sino a la permanencia de un código moral bélico en el que, por naturaleza, todo vale. Cierto que existen los convenios de Ginebra, pero no suelen respetarse y las consecuen-cias, en todo caso, se pagan, si se pagan, después de la guerra. Esa inmoralidad radical de la guerra trasladada a la política es destruc-tiva. Suelen decir los políticos que en política no vale todo, pero actúan como si valiera. Y esa es la razón de la creciente desafección popular hacia la política de que se hablará en el capítulo V. Lo que hace que la gente se interese poco por ella y sea reticente a la par-ticipación, la acción política.

Decir en público que se está en la acción política no es elegante. La propia política está desprestigiada. Identificarse como militan-te, cargo de un partido, político, es ser etiquetado de inmediato como alguien poco seguro, de escasos escrúpulos y a quien pueden pedirse favores pero no fiarse de él. La política aparece como el ámbito de la doblez y la falsedad y lo mejor que pueden hacer los ciudadanos sensatos es no mezclarse en la acción política, ocupar-se de sus asuntos y prosperar en su círculo íntimo, en donde sabe a qué atenerse.

Pero esto no ha sido siempre así. En sus orígenes la acción po-lítica estuvo rodeada de una aureola de mérito. El ciudadano, el polites Aristotélico es la realización plena del individuo que vive en armonía con su ciudad y conoce sus derechos y deberes hacia ella. Sale de aquí una concepción normativa de la ciudadanía en cuan-to titularidad de derechos que alimenta buena parte de la teoría política democrática del siglo XX, en la democracia participativa, por ejemplo.

Esta concepción normativa daría paso a la polémica sobre la libertad de los antiguos y la libertad de los modernos (Constant, 1989). En esencia, era una réplica de los debates habituales acerca de los antiguos y los modernos en otras ramas de las artes y las letras. Para los antiguos, la libertad consistía en el cumplimiento de los deberes del ciudadano y en su participación en los asuntos de la polis. Para los modernos, la libertad solo se entiende si el

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ciudadano puede renunciar a su interés por los asuntos colectivos, por la ciudad y aun así mantener su condición de ciudadano.

El argumento a favor de los modernos es que la acción política, la participación política, no puede imponerse y la abstención es una opción legítima. Algunos países tienen o han tenido sistemas de elección con voto obligatorio, pero la conversión de un derecho en un deber no es muy convincente cuando es el derecho el que explica la condición de ciudadano libre y el deber apunta a otra condición.

En todo caso, la acción y participación políticas que tradicio-nalmente se fraguaban en los procesos de socialización política en la familia, el barrio y el lugar de trabajo, están experimentando enormes cambios con la implantación de internet en todos los ám-bitos de la política pero muy especialmente en el de la participa-ción. La comunicación se da cada vez más en el ciberespacio y los partidos se adaptan a ello y van convirtiéndose en ciberpartidos o partidos que tienen una amplia actividad en el ciberespacio.

9) TEORÍA DEL CONFLICTO

La política como “Ciencia del Poder” (cratología) tiene una rama práctica que, en realidad la invade entera, que es la lucha por el poder. Siendo el conflicto tan inherente a la naturaleza humana que hasta se da en el fuero del individuo, de él nace el poder. Si no hubiera conflicto, no habría poder. Pero una de las legitimaciones del poder es que sirve para eliminar conflictos, con la misma lógica de la máxima romana de “si quieres la paz, prepara la guerra”, si vis pacem para bellum, lo que, muy apropiadamente, ha dado nombre a una famosa marca de pistolas.

El conflicto es el universal y lógicamente previo. Porque la ac-ción humana es producto del conflicto. Las ideas sobre sociedades armónicas, carentes de enfrentamientos pertenecen al ámbito de lo utópico retrospectivo de las edades de oro o al prospectivo de las utopías, bien productos de la especulación filosófica (Moro), de

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la iluminación religiosa (los cátaros) o de la ideología (Bakunin, 1973). La sociedad es conflicto. Puede ser latente o manifiesto.

El conflicto manifiesto no precisa mayor comentario. Sí hay que recordar que el latente también es conflicto potencial y jus-tificación del poder porque si algo es el poder es, precisamente, potencia. La preparación de la contingencia. Un ejemplo claro es el Ejército Zapatista de Liberación Nacional, que ejerce un grado elevado de autonomía en el estado de Chiapas, habiendo comen-zado en 1993 con una 1ª Declaración de la Selva Lacandona en la que prácticamente declaraba la guerra al Estado mexicano. La última declaración, la Sexta, de 2005, habla otro lenguaje más ins-titucional, pero mantiene el conflicto latente, ampliándolo a todo México y el mundo entero, al proclamar su solidaridad con los gobiernos revolucionarios de América Latina.

Los conflictos pueden resolverse de dos modos: a) por la victo-ria de un parte sobre otra o b) por una negociación. Utilizamos de necesidad terminología militar por lo dicho de Foucault y porque es la más clara: victoria total de una parte sobre otra o negociación y acuerdo. La realidad se encuentra en la multiplicidad de formas intermedias.

La victoria total puede ser por destrucción del enemigo, arra-samiento de su hábitat, exterminio o expulsión de sus habitantes, como en el caso de la guerra judía que narró Flavio Josefo (Josefo, 1989). También puede ser mediante la rendición incondicional de los vencidos para que luego el vencedor haga lo que quiera con los vencidos.

La historia está llena de ejemplos intermedios en los que una rendición incondicional se disfraza de muchas cosas. Por ejemplo, la rendición de España ante los Estados Unidos fue incondicional y las drásticas condiciones de la capitulación consagradas en el Tra-tado de París de 1898, por el que el país dejaba de ser un imperio. O de lo que quedaba de él. En realidad un tratado impuesto. Como hicieron los EEUU con México en la guerra de 1846-1848 en el de Guadalupe-Hidalgo. Estos tratados, así concebidos, pueden pasar por contratos si bien, al ser dictados por una de la partes bajo amenaza de mayor violencia y exterminio, civilmente serían nulos.

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Según sea el equilibrio de fuerzas posterior al conflicto, se darán las denominaciones. En el extremo, puede llegar a llamarse victo-ria a algo tan cercano a una derrota que, en ciertos aspectos, puede serlo. El ejemplo típico es la victoria pírrica, que trae cuenta de las de Pirro, Rey de Epiro, contra los romanos en Heraclea y Auscu-lum, con las que no hizo otra cosa que perder la guerra de Italia.

Allende la victoria pírrica se da la negociación. Un terreno en el que vuelve a entrar la política. Los estadistas sustituyen a los mi-litares y, aunque a veces sean las mismas personas, se supone que actúan con motivaciones diferentes. La historia abunda también en casos en que los militares objetan a las negociaciones de los políticos por considerarlas traición.

El ejemplo histórico más típico es la famosa teoría de la puña-lada por la espalda muy generalizada en los círculos militaristas y revanchistas alemanes de la primera posguerra. Mientras los mili-tares daban la vida por la Patria y el Kaiser, los políticos negocia-ban traicioneras capitulaciones y se aprestaban a firmar tratados como el de Versalles, cuyo repudio fue la base del movimiento ul-tranacionalista alemán, en el que se alimentó el nazismo.

Toda negociación presupone que las dos partes están interesa-das en ella y ninguna en aplicar la alternativa de la violencia. Y dura lo que dure esta circunstancia de equilibrio que puede llegar hasta feliz conclusión o fracasar antes. Si el equilibrio se rompe, el resultado depende de una serie de factores que se irán ponderando y pueden dar resultados muy distintos, según cuál acabe siendo la relación de fuerzas. La política y la historia están hechas en buena medida de sucesivas negociaciones. Aquella identificación militar entre negociaciones y traiciones suele argumentar que las negocia-ciones son conjuras, conspiraciones. Se plantea aquí le polémica sobre la validez de la llamada “teoría conspirativa de la historia”. Pero esta crítica suele no especificar su punto débil: la conspiración no aspira a ser teoría por cuanto no existe una teoría única de la historia. Pero nada hay más común en la política y la historia que las conjuras y las conspiraciones.

Los acuerdos y negociaciones son más plausibles en conflictos domésticos, civiles, internos. Y, en consonancia con ello, también es más fácil recurrir a mecanismos de mediación y arbitraje, aunque

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estos no sean desconocidos en el ámbito internacional. La cesación de conflictos por vía negociada es cuestión puramente política, in-cluso aunque haya de conseguir una suerte de validación militar. La política termina en guerra y la guerra termina en política, como muestra de un modo patente la situación de Colombia en los últi-mos cuarenta años y como está empezando a suceder en amplias partes de México en los últimos tiempos. Y no precisamente en Chiapas.

Con ánimo de establecer una posición intermedia entre la gue-rra y la política, un poco echando mano, no muy convincentemen-te, de la tradición pírrica, durante la guerra fría se quiso establecer una tercera fórmula que fue la teoría de la destrucción mutua ase-gurada como mecanismo disuasorio para consagrar la situación de no-guerra y no-paz. La situación de “paz armada” o de guerra fría, que es el término que al final se impuso. Una situación extraordi-nariamente favorable al desarrollo de los estudios de polemología o irenología, que ambos nombres recibe esta rama de la ciencia política dedicada al estudio de la guerra y la paz. Unos progresos que llevaron a la polemología a planteamientos críticos con doctri-nas tradicionales, como la idea de que la paz no sea sino “ausencia de guerra”. A partir de ahora, la paz se considerará como aquel estado de desarrollo, progreso y emancipación humana que hagan impensable la guerra (Galtung, 1982).

Algo de esto tomaba ya en cuenta la doctrina de la destruc-ción mutua asegurada puesto que las que iban a destruirse eran las sociedades más avanzadas del planeta, las más desarrolladas y con mayor dominio tecnológico. Una guerra sin vencedores, todos vencidos. No era una forma de resolver el conflicto sino de perpe-tuarlo por miedo, una especie de alucinación colectiva retratada sarcásticamente en las siglas inglesas de MAD (Mutual Assured Destruction). Pero, precisamente de ahí, de ese equilibrio del mie-do o el terror, paradójicamente surge una de las justificaciones de la democracia en cuanto a su peculiar forma de resolver los con-flictos.

Porque en la mayoría de los casos, la democracia no resuelve los conflictos, sino que los institucionaliza. Normaliza y civiliza sus cauces y procedimientos. Pero no los zanja porque no es su

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misión hacerlo. La democracia tiene un significado profundo, pero es también procedimiento. Su misión es que los distintos intereses y convicciones convivan pacíficamente, se toleren cuando menos. La mejor aportación hasta la fecha a esta teoría de la democracia es la de Isaiah Berlin para quien esta forma de gobierno implica convivencia de valores distintos (Berlin, 1996). De esa concepción de la democracia como tolerancia, cuyo padre es Locke, se llega luego a la de la democracia como pluralismo (Locke, 1998). Cier-tamente, la institucionalización de los conflictos es también una forma de perpetuarlos, civilizada, tolerante y, conveniente. No es buena práctica tratar de exterminar al adversario. Lo antagoniza. Lo convierte en enemigo. Se rompen las reglas, se amenaza la ins-titucionalización.

El peligro obvio de la institucionalización es la esclerosis. Toda institucionalización, en cuanto articulación, tiene rutinas, rigide-ces, inadaptaciones. Si no hay capacidad de adaptación a las no-vedades y flexibilidad surgirán las crisis. La democracia es un régi-men político exigible en el ámbito público. Pero no en el privado, aunque cada vez haya más voces que exijan llevar los procedimien-tos democráticos a la sociedad civil, por ejemplo, las empresas o los medios de comunicación que también son empresas pero con una explícita proyección pública. O a los mismos partidos políti-cos que, considerándose puntales de la democracia, son reticentes a aceptarla en su funcionamiento interno. Sea cual sea el resultado de estas propuestas, sigue siendo cierto que la sociedad civil es el ámbito de libertad y que de él surgen las innovaciones que obligan a las instituciones a adaptarse quieran o no. La democracia vive en una crisis permanente y en perpetuo cambio. En eso también se distingue de las dictaduras, mucho más rígidas.

Las crisis toman formas diversas y los cambios no se ajustan a pautas. Las democracias son sistemas vivos, en permanente in-teracción con el medio y en permanente transformación. Siendo cambios autopoiéticos, la labor del politológo es muy compleja porque no dispone de medios ni información suficientes para pre-decirlos. De ahí que sus modelos deban siempre predecir escena-rios alternativos, según cuáles sean en cada momento las relacio-nes entre las variables que actúan, pero también reaccionan a las

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actuaciones y en contextos de información deficiente, errónea o simplemente falsa o falseada. Tampoco puede pronosticar cuando acude a los últimos adelantos del cálculo con plétora de datos (big data). Es posible que estos análisis en el futuro puedan predecir comportamientos como los resultados electorales con cierta segu-ridad. De momento, no tienen más que el azar.

Tipos de cambios hay muchos, desde las modificaciones legales de ciertas prácticas políticas, como las circunscripciones electo-rales o la forma de escrutinio electoral, hasta alteraciones insti-tucionales sustanciales que afecten a la misma forma del Estado. La democracia puede tratar de resolver un conflicto étnico dentro de sus fronteras proponiendo una redistribución de distritos o cir-cunscripciones electorales, sin necesidad de cambiar el sistema. O asignando cupos de representación parlamentaria por razones de confesión o cultura. En su límite, así debe entenderse la reciente reivindicación de obligar por ley a la representación paritaria y de cremallera en todas las instituciones del Estado.

Aunque, viendo la resistencia que se opone a la implantación de una medida feminista de cupos de género igualitarios, universales, por ley, casi pareciera que nos encontráramos ya en un terreno de alteraciones institucionales de calado (en este caso de mentalida-des, que son las manifestaciones que más se anquilosan), esto es, ya abiertamente en el terreno de las revoluciones.

10) LA REVOLUCIÓN

El concepto de revolución procede de una ciencia exacta o cuasi exacta, como la física y tiene un sentido neto: es la trayectoria de un punto girando en torno a un eje. Por eso aparece en el famoso tratado de Copérnico, cuya importancia se trasluce en la expresión giro copernicano, con que Kant alude a su cambio de perspectiva en filosofía, análogo al de Copérnico en la astronomía (Copérnico, 1982) Con independencia de si ese “giro” radical debe conside-rarse “revolución” o no en el sentido moderno, está claro que la

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idea es entender las revoluciones como resultado de las leyes del universo.

El término pasa luego al ámbito político y se hace polisémi-co. Seguramente el primero en aplicar el término a la Revolución francesa iba por el significado antiguo: la revolución es el resta-blecimiento de la ley universal quebrantada por el despotismo de los Capetos. Pero el uso se asoció por contagio inmediato con el hecho físico de la alteración del orden y fenómenos concomitantes. Era el propio acto de retornar a la ley universal el que la alteraba a través del recurso a lo único, excepcional, el tumulto, la violencia, el crimen y, en último término, el terror.

Tal fue desde el principio la visión de los conservadores cuyo adelantado en la denuncia de las falacias del derecho natural y los excesos de la Revolución como algo contrario al desarrollo orgá-nico de los pueblos y a sus libertades fue Edmund Burke en sus Reflexiones sobre la Revolución francesa (Burke, 1978). Más éxito y difusión que Burke tuvo el novelista Charles Dickens quien, en su Historia de dos ciudades, obra publicada por entregas y muy aclamada, fijó los estereotipos de la visión conservadora de la Re-volución y los años del terror (Dickens, 1989).

La visión procedente del espíritu liberal y revolucionario es otra. Desde una concepción resignada pero positiva en la obra de Alexis de Tocqueville (El antiguo régimen y la revolución) (Toc-queville, 2004), hasta la defensa de un Jules Michelet (Historia de la Revolución francesa), hay una valoración creciente como hito histórico de la humanidad a cargo de la civilización francesa y como punto de arranque de un concepto de nación que luego se ha extendido por el mundo entero, como una nación liberal, distinta del concepto étnico y romántico del nacionalismo alemán (Miche-let, 1995). En la sedimentación del siglo XIX, la revolución apa-reció legitimada como la expresión de la nación francesa, en cuyo sendero había de caminar el pueblo unido. El éxito ideológico fue muy grande y, al finalizar ese siglo, aunque el país había ensayado tres repúblicas (y aun le quedarían otras dos en el XX) la forma republicana de gobierno quedó sólidamente enraizada y gozó y goza de una aceptación generalizada de forma que los únicos que se oponen a ella son grupos minoritarios y no significativos de

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monárquicos que suelen refugiarse bajo el concepto-paraguas de legitimistas, aunque la legitimidad de la que hablan tiene matices diversos, según qué derechos dinásticos defiendan.

De forma que la Revolución francesa, que fue mejor recibida en Alemania que en Inglaterra, al menos en las élites intelectua-les y académicas, prolongó una doble consideración del fenómeno revolucionario, en un sentido negativo (en el espíritu legitimista y reaccionario) y otro positivo (en el republicano, progresista).

El comunismo alemán de mediados del siglo XIX, que se re-conocía en la Revolución, glorificaba esta y hasta el nombre. La revolución era la forma natural, histórica, en la que la burguesía asaltaba el poder. Lo había hecho en varias etapas: 1789, 1830, 1848, por ceñirnos a Francia, pero con fechas señaladas en otros lugares: la guerra de secesión estadounidense, la revolución de-mocrática española de 1869, el proceso de unificación italiano. Todo apuntaba en el sentido de llevar a la burguesía finalmente a conquistar el poder político y convertirse en la clase dominante. A partir de entonces, siempre según el comunismo, la nueva clase dominada, el proletariado, tomaba posiciones e iniciaba el relevo con la revolución obrera: 1871.

El comunismo europeo del siglo XX se articula en torno a la creencia de que la revolución bolchevique de 1917 es heredera de la francesa del 89 y albacea de la Comuna de París de 1871. E inaugura una concepción progresiva, lineal, de la historia como algo que evoluciona a golpe de revoluciones. No gradualmente sino a saltos y siempre en el sentido de acercarnos a una sociedad emancipada.

Sin duda, el concepto negativo de la revolución como aquella situación de anarquía, violencia y terror etc. sigue funcionando. Pero la hegemonía de la visión positiva se ha hecho tan completa que el término se ha extendido a acciones políticas que reúnen es-casos requisitos para acceder a la condición revolucionaria, como por ejemplo, la revolución de 1968, la llamada revolución de los Panteras Negras, la de los claveles en Portugal o la de Terciopelo en Checoslovaquia. Y si en el campo político el concepto revolu-ción se ha expandido, el toque definitivo del triunfo de la visión positiva lo da que haya desbordado al ámbito comercial en donde

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raro es el producto que no se presenta como “revolucionario”. El concepto de “revolución” se ha fetichizado en la misma medida en que los objetos cuya producción retrata, las mercancías, también están sometidos a ese vicio del fetichismo (Marx).

En ese maremágnum es difícil acordar unos puntos comunes susceptibles de soportar teoría alguna. Hay bastante doctrina for-mulada, tanto de carácter filosófico (Arendt, 1998) como histórico (Tilly, 1992) o más descriptivo, empírico (Brinton, 1965) pero son pocos los consensos. A la larga poco más puede hacerse que levan-tar constancia de que una revolución es, en efecto, un giro coper-nicano o, en términos jurídico-políticos un cambio de legitimidad, no de mera legalidad. En sí mismas pueden considerarse como ac-tos del poder constituyente, que es originario, quebranta la lega-lidad e impone un principio de legitimidad contrario al existente. No existen leyes de las revoluciones y los fenómenos de violencia que suelen acompañarlas son meros efectos, pero no causa de ellas.

Cuatro revoluciones hay que destacan en los últimos 350 años por su repercusión en el mundo entero: la inglesa del siglo XVII, la americana y francesa del XVIII y la rusa del XX. Las cuatro promulgaron declaraciones de derechos, el Bill of Rights británico de 1689, la Declaración de Virginia y de Independencia norteame-ricana de 1776 y la de derechos de 1789, la Declaración francesa de 1789 y la de Declaración de Derechos del Pueblo Trabajador y Explotado soviética de 1918. Pero ninguna de esas revoluciones tuvo nada que ver con las otras en otro sentido que en el del ejem-plo que pudieran darse.

El mundo ha vivido después muchos ejemplos de revolución con cambios radicales de legitimidad (monarquías por repúblicas, por ejemplo o repúblicas en dictaduras o a la inversa), sobre todo en el siglo XX. La revolución china de 1949, la cubana de 1959, la iraní de 1979, la sandinista del mismo año, entre otras. Ha vivi-do asimismo revoluciones pacíficas, como la portuguesa de 1974 (aunque no sin presencia armada), la de Berlín de 1989 u otras en que la violencia solo fue unilateral, como la independencia de la India en 1948 o que empezaron sin violencia pero siguieron con ella, incluso con guerras civiles, como la llamada “primavera ára-be” de 2011.

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Al estudiar las revoluciones es frecuente no considerar sino las triunfantes, con independencia del plazo que haya sobrevivido. Sin embargo quizá más abundantes sean y tan interesantes desde el punto de vista del análisis político, las fracasadas. La derrota de la revolución de 1848 en varios países europeos, tuvo una gran repercusión en la acción política posterior, con la radicalización de los movimientos e incluso el retorno a las actividades terroristas. El fracaso de la revolución de 1869 en España, plasmado en la des-trucción de la Iª República en 1873 fue decisivo para la evolución posterior del país, como el de la revolución alemana de 1918 o el de la española de 1936-1939.

El cambio del principio de legitimidad sitúa la cuestión en el te-rreno normativo, del deber ser, frente al principio de legalidad que lo sitúa en el terreno positivo, del ser. La revolución está más allá del derecho positivo porque aspira a generar uno nuevo. Si triun-fa, será el orden normativo revolucionario. Si fracasa, el amargo producto de la traición. Todo opciones políticas de vencedores y vencidos, como en las guerras.

Precisamente uno de los títulos que la democracia exhibe a ve-ces es que evita la guerra. Es el precipitado de la famosa teoría del politólogo Kummel, esto es, que las democracias entre sí no gue-rrean. Guerrean las dictaduras con las dictaduras y las dictaduras con las democracias pero las democracias, entre sí, no.

De todo esto se trata en el capítulo siguiente.

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III. LA DEMOCRACIA. TEORÍA Y PRÁCTICA

1) ORIGEN Y EVOLUCIÓN HISTÓRICA

Como se expuso en el capítulo I, hoy venimos a entender por de-mocracia lo que Aristóteles llamaba “Politeia” un gobierno mode-rado, ponderado, representativo por mayoría, mientras que lo que el estagirita consideraba “democracia” como forma corrupta es lo que hoy llamaríamos “demagogia” (Aristóteles, 2000). Originaria-mente la democracia aparecía vinculada al gobierno de la masa, de la muchedumbre, el desorden, el abuso y, en efecto, la demagogia. Es una acepción que, directa o indirectamente, ha venido afectan-do al concepto a lo largo de su historia a medida que ha ganado aceptación en el campo de la teoría y de las instituciones. La teoría política elitista, autoritaria, antidemocrática, ha sido prevaleciente a lo largo de siglos en Occidente y hoy continúa teniendo adep-tos de significación en las orientaciones políticas tradicionalistas y más conservadoras.

Frente a las otras formas de gobierno, la democrática tiene des-de el comienzo dos datos definitorios: es un gobierno representati-vo y las decisiones se adoptan por mayoría de los representantes. Ambas cuestiones no son sinónimas, como se cree a veces, ya que es posible que unos órganos no representativos tomen decisiones por mayoría y, a la inversa que los que sean representativos las tomen siguiendo criterios distintos. Uno de los momentos más célebres en que ambos principios entraron en colisión y contiene grandes enseñanzas fue el del movimiento conciliarista durante la época del Cisma de Occidente (1378-1417). En el sínodo de Cons-tanza (1413-1418) que, bajo la influencia teórica de Guillermo de Occam y Marsilio de Padua, consagró la doctrina conciliarista, se determinaba que la autoridad final de la Iglesia católica, directa-mente emanada de Jesucristo, residía en el concilio como órgano

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de representación y que hasta el Papa estaba sometido a sus de-cisiones (Padua, 2009). Esta solución no duraría mucho pues el mismo Papa elegido para poner fin al cisma, Martin V, se negó a autorizar los decretos de Constanza. Con el subsiguiente concilio de Basilea, se retornó a la organización monárquica absolutista de la Iglesia, si bien el cierre definitivo de esta organización del poder eclesiástico, la infalibilidad pontificia, no se proclamaría hasta el siglo XIX.

Las enseñanzas que se derivan del movimiento conciliarista afectan a dos asuntos típicos de la ciencia política, aparentemente muy alejados: el del procedimiento de adopción de decisiones y el del concepto de nación. La supremacía del concilio es decisión a la que se llega mediante el pronunciamiento de la mayoría de los asistentes al concilio, siguiendo el principio de la maior pars, que acabó imponiéndose a los otros posibles en los cónclaves eclesiás-ticos, como el de la sanior pars, la melior pars(que en Marsilio de Padua aparece a veces como valentior pars) o la senior pars, todos ellos criterios posibles, por supuesto, pero que presentan un ele-mento de validación común que, en realidad viene a dar a la regla de la mayoría un significado apodíctico por cuanto el criterio de adopción de las demás formas de decisiones solo puede fijarse por tal regla mayoritaria. Tanto si son los más viejos, como los mejores o los más sabios quienes hayan de decidir, la decisión sobre esta decisión no puede ser de ellos mismos sino de la mayoría de todos.

El segundo antecedente del Concilio de Constanza de impor-tancia para la ciencia política contemporánea es la aparición de un concepto de nación intermedio entre la idea medieval y la moder-na. Las distintas fracciones del concilio votaron según nationes y es de reseñar que, a comienzos del siglo XV, la Iglesia reconocía en Europa cinco de ellas: la inglesa, la alemana, la francesa, la italiana y la española.

Las formas de representación y la regla de la mayoría van jun-tas también en la organización de la República romana. En el Se-nado, órgano de representación de los padres de la patria pero no del conjunto de la población, las decisiones se adoptaban por mayoría. En el resto de las asambleas (comitia tributa, comitia cen-turiata) las decisiones también era por mayoría, pero la base de la

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representación no era universal sino condicionada a unas u otras circunstancias sociales.

Pasada la Edad Media, por mayoría se adoptaban las decisiones en las asambleas estamentales. Por mayoría de cada estamento. Era un sistema también representativo, como el romano, pero no fundamentado en la noción de un derecho universal, que diera lugar a una representación igual. Siendo la cantidad de represen-tados vastamente distinta según los estamentos (minoritaria en el caso del clero y la nobleza y abrumadoramente mayoritaria en el tercer estado o estado llano), en el fondo se trata de una forma de voto ponderado, de la que también se dieron algunas formas en el siglo XIX y que asimismo se encuentra en otras organizaciones representativas actuales, como los consejos de administración de las sociedades mercantiles, los colegios profesionales, las universi-dades, etc.

Algunas de las ciudades-estado italianas entre los siglos X y XV tuvieron igualmente una estructura republicana y representativa de base fundamentalmente gremial, no sometidas a señorío ajeno, como en los casos de Milán, Florencia, Venecia o Lucca. Algunas, asimismo, alcanzaron cierta expansión territorial, antes de desapa-recer englobadas en organizaciones monárquicas más poderosas o principados, como Módena, Toscana o Piamonte. Algo similar a la existencia de una gran cantidad de ciudades libres en Alemania, Países Bálticos, Polonia, Países Bajos, Bélgica, pertenecientes a la poderosa Liga Hanseática, solo nominalmente sometidas a una so-beranía exterior. Representativo gremial era asimismo el gobierno de la República holandesa, desde la independencia de España en 1581 hasta 1795.

La representación empieza a generalizarse como forma de go-bierno con el acceso de la burguesía al poder político y el citado ejemplo de Holanda sirve también como precedente de formas de organización política, social y económica de gran interés para otros análisis. La primera estructura política de las Provincias Uni-das fue una confederación de entidades políticas libres, goberna-das por unos estados provinciales que se reunían en unos estados generales. De Holanda dícese asimismo que es el primer Estado

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nacional del mundo, la primera economía completamente capita-lista y el primer imperio de base mercantil.

El acceso paulatino de la burguesía al poder político se hace al paso de la ampliación del derecho de sufragio, desde el censitario al universal masculino y, por último, al femenino. Esta cuestión de la ampliación del sufragio y su aspecto de perspectiva de género es más importante de lo que parece a primera vista. Durante mucho tiempo se ha explicado la historia política con un criterio paterna-lista que invisibiliza a las mujeres y cuya manifestación más evi-dente es que pueda llamarse “universal” a un derecho que solo se reconoce a una parte de sus posibles titulares. Se volverá sobre ello al hablar del principio del imperio de la ley.

Excluyendo esta visión del pasado, el proceso de expansión de la democracia en los últimos doscientos años ha sido analizado por Huntington en su teoría de las oleadas democráticas. Sostiene el teórico estadounidense que ha habido tres: la primera, desde comienzos del siglo XIX hasta 1922, con la expansión imperial de las potencias europeas y hasta el ascenso de los fascismos en el continente, fijado en el año de la marcha de Mussolini sobre Roma en 1922; la segunda se abre con el fin de la segunda guerra mun-dial en 1945, coincide con el desarrollo del Estado del bienestar y comienza a mostrar signos de debilidad en los años sesenta y se-tenta sobre todo en los últimos, cuando se generalizan en América Latina y otros lugares formas dictatoriales de carácter militar. La tercera ola que estamos viviendo en la actualidad parece duradera y arranca de finales de los años setenta y primeros ochenta (Hun-tington, 1993).

Tomando, pues, los criterios de representación y mayoría, las democracias parecen ser los regímenes dominantes hoy día, tanto en el terreno de las realidades materiales como en el retórico y le-gitimatorio. La democracia régimen y forma de organización goza hoy de una aceptación universal, hasta el punto de que se autode-signan democracias regímenes que no lo son, bien porque no sean representativos, porque no adopten las decisiones por mayoría o porque carezcan de algunos otros elementos auxiliares de la demo-cracia que se examinarán en este capítulo.

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Como ya se ha señalado, la democracia moderna, la que depen-de del ascenso de la burguesía al poder, viene vinculada al desa-rrollo del capitalismo. De hecho puede sostenerse que la extensión del sufragio hasta convertirse en universal es paralela a la implan-tación del impuesto directo sobre la renta. Los súbditos pasan a ser ciudadanos con plenitud de derechos porque contribuyen al mantenimiento de las cargas del Estado, por cuanto la condición de ciudadano incluye un catálogo de derechos y deberes.

2) EL TIPO DOMINANTE, LA DEMOCRACIA LIBERAL

Tanto cuando se hace descansar la democracia sobre la representa-ción como sobre la regla de la mayoría, al tratarse en ambos casos de cuestiones procedimentales, se echa en falta el tratamiento de algún otro asunto de mayor alcance y contenido. Los dos criterios de regla de la mayoría y representación son medios orientados a la consecución de un fin superior. La forma democrática de gobierno se fundamenta en una idea del ser humano y del sentido de las in-teracciones sociales que tiene hondas raíces en la filosofía política occidental.

La regla de la mayoría, no ofrece dificultad. Las decisiones colectivas son mayoritarias porque el gobierno es por consenti-miento. Esto implica que, como ciudadano, tengo derecho a pro-nunciarme sobre todo aquello que me concierne y acepto que la decisión de la mayoría pueda ser contraria a mi pronunciamiento y obligarme a obedecerla. La decisión de la mayoría plantea diversos tipos de cuestiones pero algo es incontrovertible: las mayorías son meros agregados de decisiones individuales. Lo que cuenta son los individuos. La idea de que las mayorías desinvidualizan será cierta en otros aspectos, pero no en el de su constitución misma que es por estricta vía de agregación individual.

La representación, a su vez, es un mecanismo complejo que re-quiere algún análisis. Cabe representar territorios y cabe represen-

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tar personas. El alcance de la representación también es variado según el negocio de que se trate. Las formas premodernas cuando no había una clara distinción entre el ámbito del derecho público y el del privado, prefieren el mandato imperativo. El representante se limita a trasladar su mandato en los estrictos términos en los que lo ha recibido, sin interpretarlo. Más que un representante, es un delegado.

Las formas modernas de organización prefieren el mandato re-presentativo que atribuye al representante un vasto campo de in-terpretación para decidir de acuerdo con su criterio y los dictados de su conciencia antes que según los términos del mandato. Y este es el núcleo del problema del concepto moderno de representa-ción política. Por su propia naturaleza, la representación política no puede ser sobre asuntos específicos, ya que afecta a cuestiones muchas veces difíciles de abarcar, cuestiones morales, de principio, aspectos de estrategias y futuros colectivos, generalmente opina-bles, hasta el extremo de que, a veces, se acusa al representante de actuar en sentido contrario a su mandato. El mandato democráti-co tiende a ser representativo, esto es, que deja a la conciencia del representante la forma de actuar en pro de sus representados.

En algunos países existen normas de revocación de cargos elec-tos tasadas hasta cierto punto y con unos requisitos que, cuando se cumplen, posibilitan la destitución de dichos cargos por vías electorales. Pero la mayoría de los sistemas aplica una fórmula intermedia de hecho. Dado que las democracias y los Estados modernos son Estados de partidos (Leibholz, 1973), viene admi-tiéndose que el mandato democrático es representativo en teoría, pero es imperativo en la práctica, ya que el mandato procede del partido. Si el partido expulsa a un militante representante electo, acto seguido le pedirá que abandone su correspondiente acta para entregársela al siguiente en la lista o a quien el partido disponga. Esta intención normalmente choca con una interpretación mucho más restrictiva de los tribunales quienes entienden que, siendo el mandato en la ley representativo, el representante es titular de su escaño y no cabe privarlo de él si no es con su consentimiento. De aquí que, a lo largo de una legislatura, no sea raro que los vaivenes de los conflictos internos de los partidos y sus grupos parlamen-

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tarios, se reflejen en una variada composición del grupo mixto, al que se adscriben los representantes expulsados de las formaciones partidistas, pero que no han renunciado a su acta.

Si bien se mira, los dos elementos procedimentales que hemos considerado con cierto detenimiento, se articulan en torno a una idea del individuo como agente que parte de un postulado filosófi-co: el individuo como titular de derechos, propio de la concepción iusnaturalista. Se trata del fundamento mismo de la filosofía libe-ral. De ahí que la democracia en su forma más amplia y primera, sea conceptuada como “democracia liberal”.

El gobierno por consentimiento y mecanismo complementario de la tolerancia funciona por la voluntad de la mayoría en cuanto agregación de decisiones individuales de unos sujetos titulares de derechos, el primero de los cuales es pronunciarse individualizada-mente sobre asuntos del común. Cuenta la voluntad del individuo como ser autónomo, responsable de sus actos y enfrentado al Es-tado. Su base misma es el individualismo

La idea de la democracia liberal lleva otros elementos conco-mitantes, como la ya mencionada tolerancia, el pluralismo, el con-senso, entre otras. Es decir, el funcionamiento de la democracia liberal no descansa exclusivamente en el de la regla de la mayo-ría y el principio de representación, sino sobre una serie factores adyacentes de variado tipo, como convenciones parlamentarias, costumbres, prácticas de la sociedad civil que, en conjunto, suelen englobarse en un concepto genérico de cultura política democráti-ca, muy diferente en los diferentes países. Por ejemplo, en algunas sociedades europeas suelen identificarse prácticas de representa-ción corporativa, lo que dio lugar a un enfoque neocorporativista de la ciencia política. Más específicamente el fenómeno llamado de verzuiling de algunas democracias centroeuropeas, como los Países Bajos apuntan en el mismo sentido de ser una especie de modulación del funcionamiento estricto de los principios demo-crático-liberales, que parten del supuesto de la relación directa del ciudadano-elector con los poderes públicos.

Esta concepción de la democracia corporativa trata de ser un punto intermedio entre la tendencia absorbente de un Estado que solo quiere tratar con individuos aislados a los que puede someter

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sin problemas y una sociedad atomizada de individuos autóno-mos sin restricción alguna, que posibilite la ley del más fuerte. Es decir, un punto intermedio entre un hipotético totalitarismo y un no menos hipotético Estado de naturaleza hobbesiano. Tiene una larguísima tradición, pues ya se manifiesta en Roma, pero se con-solida en la época de las guerras de religión y el debate sobre el derecho al tiranicidio, en el origen del ascenso social y político de la burguesía. Esta práctica se concreta en la defensa de los llama-dos “cuerpos intermedios” (Montesquieu, 1960), como instancias que canalizan la acción de los individuos agrupados por diferen-tes motivos (confesionales, económicos, políticos, culturales, etc.) frente al Estado.

El liberalismo en su formulación más extrema abomina de es-tas instancias y quiere destruirlas, pero se trata de una propues-ta tan minoritaria que es casi irrelevante. En su formulación más extensa y aceptada, el liberalismo se acomoda con estos cuerpos intermedios, los partidos, los sindicatos, las iglesias, etc. En defini-tiva, la condición ambigua de estos cuerpos intermedios refleja la incertidumbre e inseguridad de la forma democrática de gobierno cuya única defensa real descansa sobre la voluntad expresa de los ciudadanos de seguir gobernándose de forma democrática: la ten-dencia al totalitarismo o al estado hobessiano de naturaleza es una amenaza que metafóricamente puede asimilarse al funcionamiento del segundo principio de la termodinámica.

La teoría de la democracia liberal suele considerar que el mayor peligro que se plantea al funcionamiento de esta forma de gobierno es la tiranía de la mayoría. Obviamente, la sumisión de la minoría a las decisiones de la mayoría, que hemos dado por supuesta en un epígrafe anterior, tiene un límite. Exactamente el mismo que tienen los derechos de la mayoría sobre la minoría. En este terreno es en donde se dirime una de las cuestiones más delicadas de la teoría política contemporánea, la ya mencionada de los mecanismos de defensa de la democracia que consideraremos con mayor detalle en otro epígrafe más abajo.

La mayoría puede hacer lo que proyecte siempre que no concul-que los derechos fundamentales de la minoría. Sobre cuáles sean estos no hay un acuerdo universal detallado pero sí parece haberlo

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en que no se atente contra el principio fundamental de la igualdad de los ciudadanos ante la ley ni se conculquen los derechos a la libertad, propiedad y búsqueda de la felicidad. En el caso de que eso suceda, la democracia liberal habrá entrado en crisis.

3) LAS FORMAS DE DEMOCRACIA

Como se ha dicho, el tipo ideal de “democracia liberal”, aparece luego matizado por la acción de factores de cultura política. Hay abundancia de formas reales de democracia y también de teorías al respecto. Dado el carácter bifronte de la teoría política, a veces es difícil distinguir si lo que se defiende es una propuesta empírica o normativa. Por ello, lo más productivo será considerar uno a uno algunos de los modelos concretos de democracia que se supone existen y aquellos otros que se recomiendan y hacerlo notar en cada caso.

La democracia elitista

Quiere ser un diagnóstico y un postulado al mismo tiempo. Desde el punto de vista de los teóricos de las élites, la democracia consiste en elegir para el mando a las correspondientes elites, teóricamente más capacitadas para ejercerlo. La perspectiva elitista clásica su-pone que las elites son fijas frente a una masa indiferenciada tam-bién fija. Son las minorías selectas (Ortega, 1976). Otra fórmula presume el carácter alternativo de estas minorías y Vilfredo Pareto habla de “circulación de las élites” (Pareto, 1917). Esta viene sien-do también la que late en la teoría de Schumpeter de democracia como elección entre élites (Schumpeter, 1962). Se trata tanto de un criterio normativo, en el caso del citado Ortega, como empírico, en el de Schumpeter. En ambos, aunque más claramente en el prime-ro, resuena el eco de la concepción madisoniana de la democracia, concebida como democracia limitada, la que constituye el funda-

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mento mismo de la estadounidense. Originariamente, el sistema de elección del presidente de los Estados Unidos, indirecto, corres-ponde a esta idea de poner coto a la participación de los individuos en las decisiones colectivas.

Especial interés tiene aquí observar cómo ha evolucionado es-ta práctica política democrática porque tal observación contiene una enseñanza importante respecto al funcionamiento de la regla de la mayoría. A día de hoy, las elecciones presidenciales nortea-mericanas siguen siendo formalmente indirectas, ya que los vo-tantes eligen unos compromisarios que son una manifestación de los “grupos intermedios” de que se hablaba más arriba pero, en realidad, son materialmente directas, ya que los dichos compromi-sarios carecen de libertad de elección a su vez y están obligados a votar por el candidato al que apoyan, sin que se admita un cambio de parecer. Se trata de un ejemplo claro de mandato imperativo. Cuando se sabe cuántos compromisarios tiene cada candidato no hace falta esperar a que estos voten pues ya se conoce quién será el presidente electo. Por tanto, la regla de la mayoría acaba im-poniéndose, si bien quedan reminiscencias de la forma limitada por cuanto no es infrecuente que gane el candidato que, teniendo más compromisarios, obtiene menos votos populares. Esto, por supuesto, es resultado de la mecánica de elecciones de los compro-misarios estado por estado.

La democracia de masas

La generalización del sufragio, su conversión en universal, consa-gró la evolución última del proceso de expansión de la clase bur-guesa que se había iniciado en los siglos XVII y XVIII y se afirmó cuando, junto a ella, que había estado luchando por su intereses, se articuló otra clase en buena medida generada por la expansión de la burguesía, la clase trabajadora o proletariado que luchaba por conseguir los mismos derechos que los burgueses ya que, desde el comienzo y durante casi todo el siglo XIX, el derecho de sufra-gio fue censitario. De hecho, las primeras formas de organización política de los obreros, a comienzos del siglo XIX en Inglaterra,

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se articularon fundamentalmente en demanda del derecho de su-fragio. El cartismo, que deriva su nombre del documento llamado People’s Chart (o “Carta del Pueblo”), firmada en 1838 era bási-camente una reivindicación en favor del sufragio universal para la clase obrera (para los hombres mayores de 21 años) y de la repre-sentación de estos en el Parlamento.

En realidad, esta exigencia política se fue imponiendo casi en paralelo con la introducción del impuesto universal sobre la ren-ta, que se inició en algunos países a mediados del siglo XIX y se generalizó a finales. Casi podría decirse, con cierta ironía, que el sufragio, en realidad, sigue siendo censitario: votan quienes pagan. El sufragio universal es un derecho paralelo al deber universal de tributación por todo tipo de rentas. En verdad, la injusticia del sufragio restringido resultó especialmente evidente a partir del momento en que la obligación fiscal se universalizó. Y, en el fon-do, algo similar sucedió con el derecho de voto de las mujeres. El sufragio universal siguió siendo masculino hasta que, sobre todo con motivo de la Primera Guerra Mundial, fue forzoso incorporar a las mujeres al proceso productivo (por los hombres estaban en las trincheras), pagarles un salario y exigirles el cumplimiento de sus deberes tributarios. Resultaba imposible seguir negándoles el derecho al voto.

Con el sufragio universal se abre el camino a la democracia lla-mada “de masas”, que viene a ser la contrapartida de la elitista. Esa es la forma que vino adoptando la democracia durante la mayor parte del siglo XX. Los partidos se hicieron de masas. Los medios de comunicación, también. Los “partidos de masas”, al adaptarse al sufragio universal, superaron los “partidos de notables” (Weber, 1988), propios de las épocas censitarias y también los “partidos de clase”, que reflejaban los conflictos sociales y económicos de la revolución industrial, para dar paso a los llamados “partidos de todo el pueblo, Volksparteien, en alemán, que pasaron a ser conocidos como “partidos atrapalotodo” catch-all parties (Kir-chheimer, 1966) en el ámbito anglosajón, en donde siempre hay una perspectiva más electoral de las cuestiones partidistas. Por su-puesto, este cambio en la orientación del mensaje de los partidos hacia su electorado, tendrá consecuencias a la hora de considerar

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el carácter de la comunicación política electoral, como haremos en su momento.

La democracia directa

En realidad, la teoría clásica de la democracia comienza con la directa. Es cierto que la polis griega conoce las instituciones repre-sentativas, pero también lo es que, para las cuestiones colectivas esenciales, se cuenta con la intervención directa de la ciudadanía, con su participación inmediata. Lo mismo en gran parte sucede con los comicios de la República romana. Muy destacados teóricos de la democracia han defendido la forma directa, por considerarla la más genuina. El más conocido de todos, Jean Jacques Rousseau, gran adalid de esta forma de democracia que consideraba toda representación como un ataque y una negación de los derechos de los ciudadanos. Ciertamente, muchos comentaristas han puesto de manifiesto que Rousseau hablaba de lo que veía, en concreto, de la ciudad de Ginebra, de la que él era oriundo, algo muy parecido a la polis griega en muchos sentidos (Rousseau, 1963). Generalmen-te es esta cuestión del ámbito territorial de la democracia directa el que suele invocarse para justificar su imposibilidad. En otros términos, no suele atacarse el principio directo porque, a primera vista, cumple todos los requisitos. Pero suele argumentarse que las grandes dimensiones territoriales de los Estados modernos y sus cifras de población en millones, docenas y hasta centenas de millo-nes, hacen inviable todo intento de democracia directa.

Recientemente, sin embargo, internet, la existencia del ciberes-pacio, las redes sociales y lo digital, hacen posible reconsiderar las prácticas de democracia directa, que prescinden de toda media-ción, gracias a los avances de las tecnologías de la información y la comunicación. En teoría, el ámbito digital posibilitaría consultas populares referendarias sobre cualesquiera asuntos de interés ge-neral y, una vez exista garantía total de secreto del voto electróni-co, este podría emplearse en todas las elecciones democráticas. La existencia del voto electrónico, en efecto, al ser solo una cuestión técnica, no plantea más problemas que los de esta índole, esto es,

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de encriptado y, una vez resueltos, no será difícil adoptarlo en ge-neral. Cosa distinta cuando se trate de consultas referendarias, ya que estas requieren un proceso de información y deliberación que no cabe hurtar a la ciudadanía. Sigue habiendo reticencias res-pecto a la democracia directa pero lo cierto es que el ciberespacio proporciona tantas ocasiones para la deliberación pública como el ágora democrática más tradicional y exigente. El problema de la deliberación, como el del acopio de información para adoptar decisiones queda notablemente facilitado con el uso de internet.

La democracia deliberativa

Se trata de una visión más teórico-normativa que empírica de la democracia. Se parte del supuesto de que la democracia represen-tativa es deliberativa, pero se levanta constancia de que, por diver-sas razones, no lo es o no le es suficientemente, en lo que se articula como una de las más habituales críticas a la representación, cuyo aspecto más visible, ya mencionado, es la negativa a la democra-cia directa. Nadie se niega a fomentar los aspectos deliberativos, pues no sería compatible con la teoría de la democracia. Es más, la irrupción de internet en el ámbito político está produciendo una verdadera revolución en la práctica de la deliberación. La exis-tencia de las redes sociales y los rasgos de internet (tiempo real, hipervínculos, gratuidad y universalidad de la información) hacen que las democracias contemporáneas sean potencialmente demo-cracias deliberativas.

El problema con la democracia deliberativa no está en su viabi-lidad técnica, sino en la disposición política y moral de los ciuda-danos a participar en ella. De nuevo surge aquí la cuestión de la li-bertad de los antiguos y la de los modernos. Una de las ventajas de la democracia representativa es que implanta cierta división social del trabajo. Los ciudadanos que prefieren ocuparse de sus asuntos antes que de los colectivos, están dispuestos a sufragar los gastos de los mecanismos de representación para que otros deliberen y adopten decisiones en su lugar sobre asuntos que no les interesan o de los que no entienden o de los que no tienen tiempo para ocu-

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parse. Hay poco que objetar a este punto de vista, salvo que acabe convirtiéndose la deliberación en una especie de imperativo moral de la ciudadanía, cosa a la que tienden los partidarios de la llama-da “democracia participativa”.

La democracia participativa

Suele esta presentarse como un colofón de la democracia delibe-rativa. De hecho, deliberar ya implica en cierto modo participar. Pero los principales teóricos de esta forma de democracia (Pate-man, 1970) llevan la oportunidad de la participación a la inter-vención directa de los ciudadanos en la adopción de decisiones que los afectan. Por supuesto, conscientes de la crítica que se les hace en el sentido de que propugnar el ejercicio de determinados derechos (la participación puede configurarse como uno de ellos) indica tendencias autoritarias, los partidarios de esta teoría suelen argumentar que siempre será voluntaria. Lo que sucede es que, como muestra la experiencia, la inclinación de los ciudadanos a involucrarse desinteresadamente en la gestión del bien público es escasa, con lo cual lo que suele conseguirse es que los órganos de participación estén controlados por grupos organizados que mu-chas veces actúan según directrices de los partidos políticos. De este modo, la concepción de la democracia participativa como un mecanismo para reducir o eliminar la prevalencia de los partidos sobre la acción política democrática acaba provocando lo contra-rio de lo que pretende.

La democracia popular

Tipo ideal basado en una concepción distinta del modo de produc-ción. Es un concepto derivado de la teoría y la práctica políticas del marxismo. En la formulación leninista de este, que constituiría el cuerpo doctrinal fundamental del comunismo, la organización política subsiguiente a la revolución será la dictadura del proleta-riado (véanse los capítulos I y II). Esta forma política era la impe-

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rante en la URSS porque se consideraba que allí ya se habían abo-lido las contradicciones de clase y se caminaba hacía la forma del Estado de todo el pueblo, como rezaba la Constitución de 1936. En los otros países, en cambio, en los que se implantó el socialis-mo de planificación central después de la Segunda Guerra Mun-dial, al tratarse de sociedades capitalistas en transición hacia el socialismo, no era prudente instaurar la dictadura del proletariado sino formas políticas más acordes con las instituciones formales de la democracia a las que se llamó de este modo, democracias po-pulares para subrayar que superaban el nivel formal democrático para alcanzar otro material, igualitario y revolucionario, también democrático. Andando el tiempo, esas democracias populares se convertirían en dictaduras del proletariado.

En la actualidad no quedan democracias populares, como no sean las reminiscencias de la República Popular de China y al-gunos de sus países limítrofes, como Corea del Norte, Vietnam o Laos, y Cuba. Pertenece más al pasado que al presente.

La democracia mediática

De nuevo una teoría que echa mano de una amplia y profunda evidencia empírica. Las democracias de hoy son democracias de audiencia (Manin, 1998) y la relación entre el sistema político y el sistema mediático, en muchos casos determinante para explicar la evolución de aquel. Es imposible exagerar la importancia de los medios en el funcionamiento del sistema político. Sartori llama al sistema político democrático videocracia para subrayar la impor-tancia que tiene el vínculo de las autoridades públicas con los me-dios (Sartori, 2008) y Muñoz Alonso se hace eco hablando de una “democracia basada en los medios” (Muñoz Alonso, 1999). Esa relación entre los dos sistemas, el político y el mediático, se consi-dera con más detenimiento en el capítulo V, en el que se aborda la comunicación política.

El impacto de los medios sobre el proceso político es deter-minante. Ya desde el comienzo, cuando Edmund Burke aplicó en 1787 a la prensa escrita el calificativo de cuarto estado o cuarto

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poder, estaba reconociéndose la importancia decisiva de esta rela-ción que, desde entonces, no ha dejado de crecer (Schultz, 1998). En un principio, los medios eran exclusivamente escritos pero, en poco tiempo, adquirieron enorme peso. Durante el siglo XX los periódicos articulaban opciones políticas partidistas y en ellos se substanciaron grandes debates sobre cuestiones de primer orden, como el libre cambio y el proteccionismo, las reformas constitu-cionales, las políticas de alianzas internacionales, etc. A la pren-sa comercial, escindida por lo general en un sector conservador y otro liberal o una derecha y una izquierda burguesas, vinieron a añadirse los periódicos de partidos, especialmente de los partidos obreros.

Parte importante de los acontecimientos políticos de fines del siglo XIX y primeros del XX se debe a la acción de los perió-dicos. El pensamiento revolucionario marxista comenzó a tomar forma en el RheinischeZeitung (1843) y el Neue Rheinische Zei-tung (1848/1849). El radical L’aurore francés, se hizo célebre im-primiendo la proclamación de Émile Zola, “Yo acuso”. Lo prime-ro que hizo Lenin, cuando se dispuso a iniciar una revolución en Rusia, fue fundar un periódico, apropiadamente titulado Iskra, “la chispa”. Lo mismo hicieron los nazis cuando en los años veinte compraron el Völkischer Beobachter o los fascistas españoles de Ledesma Ramos con su periódico La conquista del Estado. Avan-zado el siglo, la radio vino a sustituir a la prensa escrita como medio de movilización y adoctrinamiento de masas porque, entre otras cosas, presentaba la ventaja de que no era preciso que la audiencia estuviera alfabetizada. Tras la radio vino la televisión, a partir de la mitad del siglo XX y el medio de comunicación astro por excelencia. En torno al 85% de la población en España y en otras partes se informa básicamente por este medio y, según el Estudio General de Medios español, cada ciudadano dedica unas cuatro horas diarias a ver la televisión. De ahí que todos los go-biernos, lo primero a que aspiran es a controlar la televisión, el más poderoso medio de manipulación que ha existido nunca. Por eso mismo, uno de los primeros pasos que los golpistas españoles del 23 de febrero de 1981 dieron fue intentar ocupar los estudios

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centrales de RTVE porque sabían que, desde ahí, podía ganarse o perderse la asonada militar.

El predominio de los medios en el ámbito político se ha visto potenciado exponencialmente con la aparición de internet que es más que un medio de comunicación y que ha cambiado la realidad de los sistemas políticos, al extremo de posibilitar la aparición de lo que, a falta de un término mejor, llamaremos ciberpolítica. Estas cuestiones se tratarán con más detenimiento en el capítulo V.

4) DEFINICIONES Y MEDICIONES ACTUALES

Por muy refinado que queramos hacerlo, el concepto de democra-cia no nos servirá de gran cosa si no conseguimos medirlo, com-pararlo y clasificarlo. El asunto no es sencillo porque, para ello, necesitamos encontrar indicadores objetivos con los que construir un índice fiable, algo que nos permita decir con conocimiento de causa que un país es democrático y otro no lo es o que uno es más democrático que otro. No se olvide que el empleo de indicadores depende de la capacidad para desarrollarlos en un territorio, el de la política, en el que la falsedad, la mentira, la ocultación, el engaño, la propaganda ocupan un amplio espacio. Ya se ha ob-servado que, dada la indiscutible aceptación de que hoy goza la democracia en todo el mundo, ningún sistema político acepta no serlo y está dispuesto a manipular lo que sea con el fin de contro-lar la información, censurarla, manipularla y hacerse pasar por un sistema democrático.

Tomaremos dos ejemplos de índices relativamente populares, o sea, mundanos, de democracia que gozan de una amplísima (aun-que no unánime) aceptación: el Índice de democracia de la Uni-dad de Información del Economist y el índice de Libertad en el Mundo, de Freedom House. El primero es un método que mide el grado de democracia de 167 países, de los que 166 son Estados independientes y 165, miembros de las Naciones Unidas. El índice se forma con 60 indicadores agrupados en cinco categorías que

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miden el proceso electoral y el pluralismo, las libertades públi-cas, el funcionamiento del gobierno, la participación política y la cultura política. (V. The Economist Intelligence Unit, http://www.sudestada.com.uy/Content/Articles/421a313a-d58f-462e-9b24-2504a37f6b56/Democracy-index-2014.pdf)

Según este índice, los países más democráticos en 2014 eran los que se conocen como “occidentales”, básicamente los pertenecien-tes a la OCDE, que obtienen las puntuaciones más altas. Siguen luego los países de Europa oriental y casi todos los de América La-tina en su mayoría “democracias defectivas” con algunos ejemplos de regímenes híbridos. En Asia, salvas algunas democracias defec-tivas (la India, Mongolia, Indonesia, Filipinas, el tono dominante es el ocre del autoritarismo. En el África hay mayor variedad pero las democracias son exigua minoría.

Por descontado, parte de los indicadores que se emplean son muy subjetivos y difíciles de cuantificar. De aquí que se construyan a base de una serie de categorías y variables. Ciertamente, toda medición en política incluye sesgos culturales. El investigador ten-drá siempre que tenerlos en cuenta a la hora de estudiar procesos democráticos valiéndose de estos modelos. No obstante, hay un acuerdo bastante generalizado que admite la utilidad del índice elaborado por The Economist.

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Otro índice popular muy difundido a efectos comparativos es el elaborado por la organización Freedom House1. No es propiamente una medición de democracia sino de libertad pero, siendo sus conclusiones muy similares a las de The Economist, puede utilizarse de forma complementaria. La organización “evalúa la condición de la libertad en 195 países y 15 territorios en 2014. Cada país y territorio cuenta con dos notas numéricas, del 1 al 7 para los derechos políticos y las libertades .El uno son los países más libres y el siete los menos libres. Las dos notas se basan en las magnitudes que se adjudican a 25 indicadores más precisos. La media de las notas de los derechos políticos y las libertades públicas determina si un país o territorio es libre, parcialmente libre o no libre” (V. FreedomHouse, cit.). Desde, luego, hay otras posibilidades de establecer índices de democracia que tienen en cuenta otros aspectos. Estos dos índices, sin embargo, en utilización conjunta, proporcionan una idea bastante aceptable de la extensión de la democracia en el mundo contemporáneo. Sin ser una anomalía, como sucedía en siglos pasados, sigue siendo una forma de gobierno minoritaria en cuanto a la extensión territorial.

1 (https://freedomhouse.org/report/freedom-world/freedom-world-2015?gclid=CjwKEAjw876oBRCYr86w6KGfpkgSJAACIidwi4K5_TpHdvvDd4sDBnOQF6o3tDnhWxp0TzzonskmNhoCWLXw_wcB#.VRDFDWCDOpr)

Otro índice popular muy difundido a efectos comparativos es el elaborado por la organización Freedom House1. No es propiamen-te una medición de democracia sino de libertad pero, siendo sus conclusiones muy similares a las de The Economist, puede utili-zarse de forma complementaria. La organización “evalúa la con-dición de la libertad en 195 países y 15 territorios en 2014. Cada país y territorio cuenta con dos notas numéricas, del 1 al 7 para los derechos políticos y las libertades. El uno son los países más libres y el siete los menos libres. Las dos notas se basan en las magnitu-des que se adjudican a 25 indicadores más precisos. La media de las notas de los derechos políticos y las libertades públicas deter-mina si un país o territorio es libre, parcialmente libre o no libre” (V. FreedomHouse, cit.).

1 (https://freedomhouse.org/report/freedom-world/freedom-world-2015?gclid=CjwKEAjw876oBRCYr86w6KGfpkgSJAACIidwi4K5_TpHdvvDd4sDBnO-QF6o3tDnhWxp0TzzonskmNhoCWLXw_wcB#.VRDFDWCDOpr)

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Desde, luego, hay otras posibilidades de establecer índices de democracia que tienen en cuenta otros aspectos. Estos dos índi-ces, sin embargo, en utilización conjunta, proporcionan una idea bastante aceptable de la extensión de la democracia en el mundo contemporáneo. Sin ser una anomalía, como sucedía en siglos pa-sados, sigue siendo una forma de gobierno minoritaria en cuanto a la extensión territorial.

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Junto a estas mediciones y tipologías mundanas, populares, se dan también intentos de elaborar índices con mayor rigor, con ánimo más académico y, sobre todo, que no solamente sirvan a efectos comparativos sino también analíticos. Incluso que puedan funcionar como modelos para actuar de modo constructivo y positivo en los procesos de democratización. No se olvide que la ciencia política combina un enfoque empírico con otro normativo.

Se trata sobre todo de estudios que tratan de evaluar la calidad de la democracia Un buen ejemplo es el modelo desarrollado por el Instituto Internacional para la Democracia y la Asistencia Electoral (IDEA Internacional) en colaboración con Auditoría Democrática (Democratic Audit) con sede en el Reino Unido, el Centro de Derechos Humanos de la Universidad de Essex –también con sede en el Reino Unido– y la red “Estado de la Democracia”, con la publicación de un manual llamado Evaluar la democracia: Guía práctica2en el que se procede conjugando unos principios democráticos con unos valores y unas variables que se cuantifican mediante encuestas, según el cuadro siguiente:

2ToddLandman (Ed.) Evaluar la calidad de la democracia. Una introducción al marcode trabajo de IDEA Internacional. http://www.idea.int/publications/aqd/upload/Overview-Spanish-Web_inlay.pdf

Junto a estas mediciones y tipologías mundanas, populares, se dan también intentos de elaborar índices con mayor rigor, con ánimo más académico y, sobre todo, que no solamente sirvan a efectos comparativos sino también analíticos. Incluso que puedan funcio-nar como modelos para actuar de modo constructivo y positivo en los procesos de democratización. No se olvide que la ciencia política combina un enfoque empírico con otro normativo.

Se trata sobre todo de estudios que tratan de evaluar la calidad de la democracia Un buen ejemplo es el modelo desarrollado por el Instituto Internacional para la Democracia y la Asistencia Elec-toral (IDEA Internacional) en colaboración con Auditoría Demo-

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crática (Democratic Audit) con sede en el Reino Unido, el Centro de Derechos Humanos de la Universidad de Essex —también con sede en el Reino Unido— y la red “Estado de la Democracia”, con la publicación de un manual llamado Evaluar la democracia: Guía práctica2 en el que se procede conjugando unos principios democráticos con unos valores y unas variables que se cuantifican mediante encuestas, según el cuadro siguiente:

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5) La democracia y sus críticos. El hecho de que la democracia sea la forma de gobierno que goza de general aceptación no quiere decir que esta sea unánime ni permanente. Apenas se manifiestan hoy escuelas o enfoques que nieguen esa deseabilidad de la democracia y propugnen en lugar de esta otras formas de gobierno autoritarias, dictatoriales, ácratas. Pero eso no quiere decir que no existan sino simplemente que no están de moda en la academia ni en general en el debate público.

Hace medio siglo, en una parte importante de Europa se defendía la superioridad de la dictadura del proletariado sobre la democracia liberal, calificada de burguesa. Es cierto que se hacía en nombre de una verdadera o auténtica democracia, pero este argumento era mera retórica para justificar formas autoritarias de gobierno. Hace algo más, en España se defendía oficialmente en las universidades y fuera de ellas que la mejor forma de gobierno, la que había superado la democracia liberal, era el caudillaje. La doctrina del caudillaje (Conde, 1942) era la versión española del Führerprinzip de los nazis y la figura del Duce italiana. La pretensión era justificar la tiranía y en todos estos intentos había una crítica a la democracia.

5) LA DEMOCRACIA Y SUS CRÍTICOS

El hecho de que la democracia sea la forma de gobierno que go-za de general aceptación no quiere decir que esta sea unánime ni

2 ToddLandman (Ed.) Evaluar la calidad de la democracia. Una introducción al marcode trabajo de IDEA Internacional. http://www.idea.int/publications/aqd/upload/Overview-Spanish-Web_inlay.pdf

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permanente. Apenas se manifiestan hoy escuelas o enfoques que nieguen esa deseabilidad de la democracia y propugnen en lugar de esta otras formas de gobierno autoritarias, dictatoriales, ácratas. Pero eso no quiere decir que no existan sino simplemente que no están de moda en la academia ni en general en el debate público.

Hace medio siglo, en una parte importante de Europa se de-fendía la superioridad de la dictadura del proletariado sobre la democracia liberal, calificada de burguesa. Es cierto que se hacía en nombre de una verdadera o auténtica democracia, pero este argumento era mera retórica para justificar formas autoritarias de gobierno. Hace algo más, en España se defendía oficialmente en las universidades y fuera de ellas que la mejor forma de gobierno, la que había superado la democracia liberal, era el caudillaje. La doctrina del caudillaje (Conde, 1942) era la versión española del Führerprinzip de los nazis y la figura del Duce italiana. La pre-tensión era justificar la tiranía y en todos estos intentos había una crítica a la democracia.

La raíz profunda de esta crítica a la democracia se encuentra en las tradiciones autoritarias de algunas sociedades occidentales. La importancia del militarismo en el espíritu prusiano, la del ejér-cito en la sociedad española de los siglos XIX y XX forman parte de aquellas. Igualmente el conservadurismo de las iglesias y las clases sociales altas y medias, por no mencionar el campesinado. En esta mentalidad antidemocrática tiene enorme importancia el nacionalismo cuando toma formas agresivas, cuando se convierte en jingoísmo o en chauvinismo, manifestaciones extremas de un patriotismo belicoso.

En ese espíritu de glorificación militarista de la nación se formu-lan los fascismos, la crítica autoritaria más radical a la democracia. Para el fascismo, la regla de la mayoría y el principio democrático, introducen la fragmentación partidista, el faccionalismo y rompen la sagrada unidad de la patria. La única fórmula aceptable es “Un Estado, un pueblo (o una nación), un caudillo” (Ein Reich, ein Volk, ein Führer). La decisión de la mayoría no cuenta frente a la volun-tad del caudillo. La fuente del derecho en la Alemania nazi era la voluntad del Führer por lo mismo por lo que una de las primeras providencias de las autoridades sediciosas en la Junta de Burgos,

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alzada contra la IIª República fue residenciar en el Caudillo el poder legislativo, esto es, la suprema potestad de dictar normas jurídicas de carácter general. Franco dictaba la ley responsable únicamente ante Dios y la historia. No hay nada más antidemocrático.

Crítico con la democracia ha sido siempre el anarquismo. Ob-viamente no por tradición autoritaria sino por la opuesta, la liber-taria. El anarquismo se opone al principio representativo como ex-presión última de la reserva rousseauniana. Toda representación es un abuso y una negación de derechos. Más matizada es la crítica a la regla de la mayoría. El anarquismo colectivista, al estilo de Kro-potkin, la reconoce como forma válida de adopción de decisiones. No así el individualista, al estilo de Stirner, que ni siquiera toma en consideración las decisiones colectivas (Stirner, 2004).

No obstante, el reservorio más provisto de espíritu crítico hacia la democracia es el marxismo. Desde el principio, Marx identificó la democracia liberal como la dictadura de la burguesía y su cé-lebre definición del Estado como el comité que gestiona los asun-tos de clase de la burguesía ha sido la fuente de una crítica cuyo elemento esencial ha consistido siempre en señalar la diferencia y oposición entre la democracia en sentido formal y la democracia en sentido material (Marx/Engels, 1987). La existencia de un mo-do de producción, el capitalismo, considerado injusto y explotador desvirtúa la condición de la democracia.

En los países occidentales, democráticos, esta crítica marxista funcionó siempre como un motor de confrontación doctrinal que contraponía la democracia al capitalismo, en una oposición difícil de justificar teóricamente por cuanto, si bien partía del supuesto de que el capitalismo era contrario a la “verdadera” democracia, no era capaz de configurar una propuesta democrática distinta de la que se manifestaba en las democracias populares de Europa oriental, muy poco atractivas para Europa occidental, tanto por sus instituciones políticas como por su forma de organización socioeconómica.

En realidad la crítica marxista no acababa de precisar las relacio-nes concretas entre los dos niveles de la formación social, no alcan-zaba a determinar el grado de autonomía de las instituciones polí-ticas en el modo de producción que criticaba. El ejemplo más claro fue la polémica que enfrentó en los años 70 del siglo XX a Ralph

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Miliband y Nicos Poulantzas. El primero sostenía que el Estado y, en consecuencia, su forma democrática, actuaba como instrumento del capital que se servía de él por su común composición de clase (Miliband, 1969) mientras que el segundo tenía una visión estructu-ral y sostenía que el Estado no es un mero instrumento del modo de producción capitalista sino parte esencial de este (Poulantzas, 1998).

La crítica marxista a la democracia burguesa como puramente formal y por tanto insatisfactoria será el fundamento mismo de la teoría del Estado del bienestar. Los Estados del bienestar tienden a garantizar no solamente la igualdad jurídica y política sino tam-bién social y económica. No se trata tan solo de una igualdad ma-terial o mecánica, pero, no siendo ella, es difícil de precisar de qué igualdad está hablándose y aquí se precisa echar mano de la “ló-gica difusa”. Desde los tiempos de la Revolución francesa, cuando la igualdad se proclamó como principio universal, el sentimiento de desigualdad es uno de los que más movilizan las sociedades. De hecho, en las sociedades desarrolladas impera el principio de igual-dad ante la ley y se han abolido todos los privilegios que no tengan base legal y los títulos nobiliarios u otras distinciones tienen un valor meramente formal. En algunos países, como en los Estados Unidos incluso están prohibidos.

Pero queda la mucho más ardua cuestión de la igualdad ma-terial. No existe un criterio único que permita determinar nive-les objetivos de igualdad sino solamente tendencias y medidas de acuerdo con las cuales pueda decirse que unas sociedades son más igualitarias que otras en el sentido de que las distancias en térmi-nos de rentas económicas y fortunas sean mayores o menores. El índice más conocido y extendido para medir esta circunstancia es el índice de Gini, que mide la distancia que hay entre sectores de población agrupados por ingresos y que se da a lo largo de un vector en el que el cero es la igualdad absoluta (todos disponen de los mismos ingresos) y el uno, la desigualdad absoluta (uno solo dispone del conjunto de los ingresos). De acuerdo con el índice de Gini, los países de la OCDE reflejan las escalas de igualdad/des-igualdad que pueden verse en los dos cuadros siguientes, antes y después de impuestos y transferencias. Como puede apreciarse, an-tes de impuestos y transferencias, el país más igualitario es Corea

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del Sur y el menos, Italia. Después de impuestos y transferencias, el más igualitario es Islandia y el menos, México. De aquí se deduce y queda corroborado en términos agregados que los sistemas fiscales en la OCDE tienen un fuerte efecto redistributivo e igualitario

Por lo que hace a España, ocupa el vigésimo puesto antes y el vigésimo primero después de impuestos en la OCDE. En relación con la Unión Europea, el lugar de España es el noveno antes de im-puestos pero el décimoquinto después de estos, de donde se sigue que el sistema fiscal español no cumple la función redistributiva e igualitaria como lo hace en otros países.

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La igualdad legal, formal, es el punto clave del Estado de derecho y de la democracia. La igualdad económica y social lo es del Estado del bienestar. De hecho, el concepto de este, según se verá más abajo, es del Estado social y democrático de derecho. A su vez, el elemento determinante de la crítica neoliberal al Estado del bienestar, en Hayek, se centra precisamente en este asunto de la igualdad, que se encuentra comprendido en el ataque del economista austriaco al concepto de “justicia social” (Hayek, 2006).

6) Estabilidad y ruptura democráticas. Al tratar de estos asuntos estamos hablando de la vida y el funcionamiento de las democracias. De acuerdo con la teoría general de sistemas, todos los sistemas tienden a la estabilidad u homeostasis en la medida en que toman las decisiones más adecuadas a su supervivencia interpretando correctamente la información procedente del exterior a través de la retroalimentación, pero también del interior al propio sistema.

La igualdad legal, formal, es el punto clave del Estado de derecho y de la democracia. La igualdad económica y social lo es del Estado del bienestar. De hecho, el concepto de este, según se verá más aba-jo, es del Estado social y democrático de derecho. A su vez, el ele-mento determinante de la crítica neoliberal al Estado del bienestar, en Hayek, se centra precisamente en este asunto de la igualdad, que se encuentra comprendido en el ataque del economista aus-triaco al concepto de “justicia social” (Hayek, 2006).

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6) ESTABILIDAD Y RUPTURA DEMOCRÁTICAS

Al tratar de estos asuntos estamos hablando de la vida y el funcio-namiento de las democracias. De acuerdo con la teoría general de sistemas, todos los sistemas tienden a la estabilidad u homeostasis en la medida en que toman las decisiones más adecuadas a su su-pervivencia interpretando correctamente la información proceden-te del exterior a través de la retroalimentación, pero también del interior al propio sistema.

En lo esencial, las democracias son sistemas estables porque tienen procedimientos legales de reproducción de poder. Como las monarquías, que gozan de un fundamento similar de estabilidad. En la medida en que está preestablecido el procedimiento de repro-ducción del poder político a través de la sustitución regulada de la jefatura del Estado, se resuelven las situaciones más frecuentes y graves de crisis. Los formas más inestables son las dictaduras pre-cisamente porque toda reproducción del poder político se mueve en un terreno no hondamente establecido quizá ni institucional, en el terreno de la conspiración y la incertidumbre.

La estabilidad es un concepto de valor variable, según emplee-mos un enfoque empírico o uno normativo. El más sencillo es el normativo porque se trata de determinar qué factores condicionan la estabilidad, considerada como un bien en sí mismo. Hay un con-senso bastante amplio entre los autores en el sentido de que la esta-bilidad de las democracias está vinculada al desarrollo, el nivel de vida y el carácter igualitario de las sociedades. Suele presuponerse una correlación positiva entre desarrollo económico y democracia. Los pocos casos excepcionales que pueden citarse, como el de la India y la Irlanda posterior a la independencia, casi hasta fines del siglo XX, funcionan precisamente como excepciones.

Desde un punto de vista más empírico, la estabilidad de las democracias toma en cuenta el comportamiento de los factores en los sistemas políticos, según la teoría general de sistemas. A su vez esta, inevitablemente abstracta, puede visualizarse en condiciones de crisis gracias a las tres opciones brillantemente enunciadas por Hirschmann de salida, voz y lealtad. Las tres reacciones contri-

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buyen grandemente a caracterizar el grado de estabilidad de las democracias. La voz y la lealtad pertenecen al supuesto clásico de funcionamiento de los sistemas. La voz viene a ser como las demandas en la concepción de Easton, esto es, protesta y crítica frente al Estado en espera de conseguir que este reaccione de algún modo pero sin seguridad en que lo haga. La lealtad equivale a los apoyos eastonianos. Esto es, aquellas fuerzas sociales y políticas que respaldan a los poderes públicos y están interesados en la esta-bilidad del sistema como se encuentra (Hirschmann, 1970).

La cuestión nueva que plantea Hirschmann es la salida. Sus po-sibilidades, obviamente, no son las mismas en los distintos niveles de gobierno. A la gente le es relativamente fácil cambiar de munici-pio, quizá también de provincia, condado o demarcación superior, pero le es mucho más difícil cambiar de país. Cuando aparece un cambio de este nivel tratándose de salida, solemos hablar de exi-lio o de desplazamientos forzosos de población. Los dos son muy típicos del mundo contemporáneo y, en realidad, se aproximan bastante a la ruptura democrática, por lo menos para las masas de población en movimiento. Porque son los exilios y desplazamien-tos masivos quizá los que más caracterizan la política del siglo XX. Volveremos con más detalle sobre este asunto de las opciones de Hirschmann en relación con la teoría general de sistemas y muy específicamente en lo referente a la tercera, la “salida”.

La mayor ruptura democrática es la guerra. Al respecto es muy de reseñar la teoría de la llamada Paz democrática (Rummel, 1997), según la cual, por experiencia sabemos y la comprobación empírica lo demuestra, las democracias consolidadas entre sí no guerrean. Puede ser cierto y, desde el punto de vista de la teoría normativa de la democracia una razón más para vincular la de-mocracia a la paz. Pero afecta poco a este razonamiento dado que, aunque sea contra dictaduras o tiranías, las democracias guerrean y toda guerra puede ganarse o perderse. Si se pierden, el fenómeno de desplazamiento masivo de población probablemente será con-comitante.

La ruptura democrática no es pensable en la actual teoría de la democracia. Cualesquiera formas no democráticas de gobier-no son consideradas de inmediato como ilegítimas tanto ad intra

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como ad extra. En el interior obliga a mantener el sistema por la violencia, lo que acaba provocando oposición y conflicto. En el exterior se arriesga al aislamiento internacional que, en las formas más radicales, puede llegar al boicot económico.

Las formas de la ruptura pueden darse como una tiranía de la mayoría o como un golpe de Estado o incluso como una mezcla de ambos, en la medida en que se trate de un golpe de Estado alimen-tado quizá por una decisión tiránica de la mayoría.

7) LA DEFENSA DE LA DEMOCRACIA

Frente a estos dos riesgos se plantea la delicada cuestión de la de-fensa de la democracia. Delicada porque, cualquiera sea la defensa propuesta acarrea siempre el riesgo de reducción, falseamiento o extirpación de los procedimientos democráticos en favor de méto-dos autoritarios. Ya se ha dicho que la teoría de la democracia no ofrece fórmulas para la solución de los conflictos en las sociedades que, a fuer de humanas, están esencialmente caracterizadas por es-tos. Dicha teoría, ya lo hemos visto, contribuye a institucionalizar los conflictos; no a resolverlos. Cuando se acumulan o se agudizan, la mentalidad autoritaria tiende a considerar la situación al borde del colapso y aboga por soluciones drásticas, que pongan fin a las manifestaciones de los conflictos. En su forma más extrema, incluso pueden pedir que se les ponga fin de forma definitiva, por ejemplo, eliminando físicamente a los miembros de una etnia, cul-tura, religión u opinión. Así pretendieron los nazis la eliminación del conflicto racial mediante un genocidio al que llamaron “la so-lución final”.

Una cuestión siempre abierta en el funcionamiento de las demo-cracias es el umbral a partir del cual la mentalidad autoritaria con-sidera imprescindible recurrir a métodos extraordinarios. Se deja aquí de lado la cuestión, nada irrelevante por lo demás, de que, muchas veces, en política, ese umbral y las medidas excepcionales que se adopten son un mero pretexto para ocultar propósitos gol-

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pistas o de acabar con la democracia, sustituyéndola por la dicta-dura, que era el objetivo primero, aunque inconfeso. Por ejemplo, durante la segunda República española, el recurso de las fuerzas autoritarias al procedimiento extraordinario de una sublevación armada contra el orden democrático legal se produjo, según ha querido justificar posteriormente la historiografía franquista, en el momento en que la sucesión de disturbios callejeros culminaron con el asesinato del líder de la oposición, José Calvo Sotelo, un 13 de julio de 1936. La sublevación militar con la que iniciaron el más cruento golpe de Estado de la historia del país, tuvo lugar el 18 de julio. Según los historiadores franquistas, en esos cinco días se su-peró el umbral de conflicto de una democracia que estaba en crisis y era inviable. Según los historiadores profesionales (Viñas, 2013) en realidad, el golpe de Estado venía preparándose desde mucho antes, desde antes incluso de las elecciones de febrero de 1936, que dieron el poder a los partidos del Frente Popular.

Es decir, el umbral a partir del cual las clases conservadoras españolas recurrirían a medidas excepcionales, como organizar y financiar una guerra civil, era muy bajo. Debe recordarse que, en un primer momento, los golpistas, los sublevados y sus cómplices se esforzaron en una campaña de propaganda afirmando que el “movimiento”, o sea, la sublevación ilegal, era a favor de la Repú-blica, una mentira palmaria que dejaría de usarse en un par de se-manas por su evidente inutilidad. En otros términos, muchas veces las pretendidas medidas de defensa de la democracia se hacen en nombre de esa misma democracia, aunque las intenciones últimas sean las de acabar con ella.

Para los casos en los que no sea necesario desmentir la propa-ganda, muy habitual en el mundo político, sino de que estemos an-te amenazas reales a la democracia y abordadas con una intención genuina de resolverlas para retornar a las prácticas democráticas, conviene recordar que esta defensa tiene dos figuras: la extraordi-naria y la ordinaria. La extraordinaria adopta la forma tradicional de la dictadura, heredada, como sabemos, de la República romana y una de cuyas últimas manifestaciones fue la popularmente cono-cida “dictadura constitucional” (Verfassungsdiktatur) del artículo 48 de la Constitución de Weimar de 1919. Este artículo salvaguar-

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daba la competencia supervisora del Parlamento pero su intrínseca naturaleza antidemocrática quedó patente cuando fue la base so-bre la que Hitler erigió después su dictadura personal.

En la actualidad, las medidas extraordinarias de defensa de la democracia se articulan más como legislación de excepción (por ejemplo, los estados de alarma, excepción y sitio de la Constitu-ción española) en diferentes gradaciones y con efectos distintos en la solidez de las instituciones democráticas según los distintos países.

La forma ordinaria de defensa de la democracia es la existencia de una jurisdicción constitucional. La defensa de la democracia se identifica con la defensa de la constitución y esta se entrega a los tribunales. Se da aquí una variante de cierta importancia. En el modelo de los Estados Unidos, el primero del mundo en instaurar esta jurisdicción, el control de constitucionalidad de las leyes que-da encomendado al tribunal supremo en cuanto cúspide del poder judicial. Se trata, por tanto de un control de constitucionalidad (siempre inevitablemente político en cuanto a sus cuestiones de contenido) pero ejercido por un órgano judicial (en todos los nive-les de la administración de justicia), es decir, por el poder judicial. Este modelo estadounidense viene acompañado de otras caracte-rísticas que le dan su singularidad y no hacen aquí al caso pero, al estar encomendado a órganos no electos, suele decirse que, en el fondo, la democracia norteamericana sigue siendo limitada por cuanto unos órganos judiciales están por encima de la voluntad popular y la soberanía legislativa popular. En su formulación más célebre (a la par que simplificadora) suele decirse que, en el fondo, los Estados Unidos son un gobierno de jueces.

En algunos países europeos, esa defensa de la democracia se ha-ce según el modelo propuesto por el jurista austriaco Hans Kelsen, quien, preocupado por la falta de eficacia de las normas consti-tucionales, pensó en dotarlas de fuerza siguiendo el ejemplo esta-dounidense de considerar la constitución y su contenido no como proclamas ideológicas —cual era costumbre en el continente euro-peo— sino como derecho positivo. Para ello, propuso la creación de tribunales constitucionales que vigilaran por la constitucionali-dad de la ley (Kelsen, 1995). Pero, desconfiando quizá del carácter

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tradicionalmente conservador de la magistratura europea, o de-seando dar mayor fuerza política a esta jurisdicción, propuso que estuviese encomendada a unos órganos especiales que, llamándose “tribunales” y estando sometidos a la legislación ordinaria en esta materia, sin embargo no lo fueran. Prefirió órganos especiales, de variada composición y nombramiento, pero que monopolizaran la interpretación de la constitución y, en consecuencia, se encar-garan del control de constitucionalidad de la ley. Ese modelo es ambiguo, evita el riesgo del “gobierno de los jueces”, pero apunta a otro: dado que el tribunal constitucional coexiste con otro su-premo ordinario, el riesgo es el de conflicto de competencias o jurisdicciones. Por lo demás, hay una variedad de estos órganos que corresponden a composiciones y orígenes distintos: Tribunal de Garantías Constitucionales en Italia, Tribunal Constitucional en España y Alemania, Consejo Constitucional en Francia, etc.

En Inglaterra, no existiendo constitución escrita, carece de sen-tido la jurisdicción constitucional y en cuanto a la potestad de re-visión judicial de la legislación, esta corresponde a todos los jueces ordinarios y referida a todas las normas legislativas. Un caso espe-cial es de los Países Bajos, en donde hay una constitución escrita pero no una jurisdicción constitucional judicial o política. No hay tribunal constitucional alguno y el control de constitucionalidad de las leyes corresponde al propio parlamento. Este último caso holandés puede en verdad considerarse como la materialización del principio abstracto de que, en el fondo, la única defensa real y efectiva de la democracia es la voluntad democrática de una ciu-dadanía crítica, convenientemente representada en el Parlamento.

8) DEMOCRACIA Y ECONOMÍA

El rasgo esencial de la época contemporánea es la globalización. Hay quien sostiene que no es un fenómeno tan nuevo y que corres-pondería hablar de “globalización” en el momento en que, con el ascenso de la burguesía como clase mercantil por excelencia que

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haría expandirse el comercio por todo el planeta se pondría en marcha lo que se llamaría después una “economía mundo” (Wa-llerstein, 2007). Más o menos a partir del siglo XVII. Esta “econo-mía mundo” se convertiría en una realidad más densa y compleja cuando, ya en el siglo XIX, las metrópolis europeas consolidaron sus respectivos imperios.

Pero es solamente a fines del siglo XX cuando aquella incipien-te “economía mundo” acabaría teniendo una realidad planetaria, hasta el extremo de que hoy cabe afirmar que el mundo entero pa-rece caminar hacia la formación de un mercado mundial. A esto ha ayudado considerablemente la internacionalización de las activi-dades económicas y financieras, por encima de las fronteras de los Estados nacionales. Las empresas multinacionales fueron dejando poco a poco lugar a una evolución aun más característica con las empresas transnacionales, cuya localización concreta en algún país específico en donde tengan sus sedes sociales es cada vez más pro-blemática. Resulta irónico que, mientras la predicción marxista auguraba la internacionalización de la clase obrera en contra del capital, parece que lo único que se ha internacionalizado ha sido precisamente el capital en lucha contra la clase obrera. No obstan-te, ese llamado proceso de globalización es una realidad compleja que no ofrece posibilidad de un enunciado singular. Veamos sucin-tamente los cuatro niveles en los que cabe hablar de globalización.

En el orden financiero, la internacionalización o globalización del capital parece ser casi completa. El predominio de las entidades financieras sobre las políticas es cada día más evidente y un sucinto examen de sus relaciones sirve para entender las auténticas rela-ciones de poder en el mundo de hoy. A fines del decenio de 1990 y a instancias de la Organización Mundial del Comercio, comenzó a estudiarse un proyecto, llamado Acuerdo Mundial de Inversio-nes (AMI) que oficialmente trataba de resolver el problema de la muy escasa afluencia de capital privado en inversiones a los países del Tercer Mundo. Al contrario, en este campo predominaban los capitales públicos en el marco de las políticas de Ayuda Oficial al Desarrollo que, con harta frecuencia, no servían para nada sino para aumentar la corrupción en estos países y la ineficiencia de la política de ayuda al desarrollo. Ahora bien, para garantizar esa

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afluencia de capital privado a países tan pobres, las organizaciones del capital exigían tales mecanismos de seguridad y contraparti-das para el caso de perjuicios que fue forzoso negociar en secreto el AMI. No obstante Le Monde, que tuvo acceso al borrador, lo publicó, lo que dejó al descubierto toda una batería de exigencias políticas de los inversores en los países del Tercer Mundo que, en realidad, convertían sus respectivos gobiernos en marionetas a las órdenes de los inversores, quienes exigían un clima de inversión diáfano de todo tipo de intervenciones y regulaciones y unas ga-rantías de recuperación tanto del principal como del lucro cesante en el caso de disturbios políticos o de cualquier otra índole, por ejemplo, un terremoto. El conocimiento público de esta intención obligó a paralizar el AMI. Pero por poco tiempo. El actual proyec-to de TTIP, esto es, el Tratado Transatlántico de Inversiones que ligaría a la Unión Europea y los Estados Unidos en un acuerdo de libre cambio entre ambas orillas del océano, en buena medida persigue idénticos fines, esto es, en lo esencial, poner los gobiernos de los países al servicio del capital privado.

En el orden comercial, la globalización también está muy avan-zada, gracias sobre todo a la ingente tarea desarrollada por la OMC, antiguo GATT, encargada de allanar el camino con el ob-jetivo último de que todo el planeta sea un mercado único. Sigue habiendo tensiones y enfrentamientos generalmente entre diversos tipos de proteccionismos y la concepción librecambista. Siguen dándose fenómenos de condiciones desiguales de intercambio en las que los países del Tercer Mundo quedaban siempre perjudica-dos frente a los desarrollados en el comercio mundial, pero ahora la situación es relativamente distinta: la ruptura de los mecanismos de dependencia, la universalización de las normas de la OMC, el auge de los países emergentes, sobre todo los del sureste asiático, verdaderas potencias comerciales y, más que nada, la expansión china, que ya es el primer país exportador del mundo, han hecho que cambien las circunstancias, algo más en beneficio de los países menos desarrollados, pero tampoco mucho.

No obstante, el proteccionismo —que siempre tiene mejor prensa con el poder político que el librecambismo— continúa ali-mentándose con algunos factores propios de la competencia inter-

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nacional pero que siguen provocando conflictos y políticas a veces confusas. El primero de todos es el llamado dumping social. Los países emergentes son muy competitivos en los mercados inter-nacionales porque sus sistemas de protección social, así como las condiciones laborales, salariales, etc., de la población trabajadora son ínfimas en comparación con las de Occidente. Los bajos costes laborales y la inexistencia práctica de obligaciones fiscales de las empresas en relación con las externalidades y el medio ambiente hacen que los productos originados en estos países arrasen las po-sibilidades productivas de los países importadores que tienen altos sistemas de protección social y obligan a las empresas a afrontar gastos laborales, sociales y ecológicos muy elevados. Esta situación provoca tensiones en los países desarrollados importadores y ex-plica que se replanteen políticas proteccionistas.

Igualmente suele recurrirse al argumentario proteccionista cuando se plantean algunos problemas específicos del comercio internacional. Sabido es que Francia es abanderada en la Unión Europea de una política que tenga en cuenta la llamada exception culturelle en relación con los productos de carácter ideológico, ar-tístico, cultural. El punto de vista de Francia es que los bienes y servicios que se dan en este campo, sobre todo productos televisi-vos y cinematográficos, pero también todos los demás de este tipo, deben tener un tratamiento especial, no se pueden tratar como otras mercancías, como tornillos o coles, ya que son esenciales en los procesos de socialización de la gente y en la articulación de las mentalidades. Por el contrario, desde el punto de vista estadouni-dense, que es quien más perjudicado resulta por la política de la excepción cultural, el comercio de películas o programas de tele-visión es un comercio normal y sus mercancías también, por muy ideológicas que sean.

En el orden político —el más puramente suyo— la globaliza-ción es un concepto insatisfactorio. En teoría supone que los Es-tados se mantienen como sujetos de derecho internacional cada uno dentro de sus fronteras pero, aparte de que, en muchos casos, estas se han hecho porosas, el mundo se nos aparece cada vez más cohesionado a través de todo tipo de organizaciones internaciona-

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les, coronadas por la familia de las Naciones Unidas en las que los Estados participan activamente.

El principio de soberanía en el orden interno aparece inaltera-do pero en el orden externo se presenta como muy entremezclado de forma que, a raíz de los muchos compromisos en los que in-curren voluntariamente los Estados muchos hablan de soberanía limitada. Lo que sucede es que esta situación está lejos de poder predicarse de todos los Estados por igual. El muy distinto poder de influencia de unos Estados en relación con otros sobre las organi-zaciones internacionales ya es un indicador suficiente de lo insatis-factorio de la teoría. Los cinco miembros permanentes del Consejo de Seguridad de las Naciones Unidas tienen poder de veto y ese poder desnaturaliza toda posible teoría política de la globaliza-ción. Al margen de esto, las ingentes diferencias de poderío militar de los Estados que, aunque en alianzas internacionales, disponen del mando propio sobre sus fuerzas, hace igualmente que sea pre-maturo hablar de una globalización en sentido político. Conexa con este insuficiencia de la globalización política se da la jurídica, mucho más retrasada e insatisfactoria. El mero hecho de que una concepción tan convincente y conveniente como la justicia penal internacional no solo no sea una realidad sino que no tenga visos de serlo, prueba lo que aquí está diciéndose

Política y jurídicamente hablando, la globalización supone un retorno al cosmopolitismo kantiano. La teoría de la democracia ha aceptado este reto y hoy, los sectores más avanzados están formu-lando la teoría de la democracia cosmopolita (Held, 1997; 2010) o cómo hacer posible un gobierno universal por consentimiento que tenga una estructura política y moral al mismo tiempo. Es el último terreno en el que se da la controversia entre los partidarios del cosmopolitismo democrático (Keane, 2009), inevitablemente normativos y los autores que defienden una posición realista, se-gún la cual toda perspectiva normativa es una pérdida de tiempo y que los Estados ahora como siempre solo atienden a la razón de Estado y sus intereses estratégicos (Walzer, 1977).

Es cierto que el ideal de la democracia kantiana solo puede rea-lizarse en la cosmópolis, con una ciudadanía universal. Pero esto es más o menos posible a la vista de las relaciones y correlaciones

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de fuerza y de la situación real. En último término, la democracia debe convivir con la paradoja de defender en teoría unos derechos que niega en la práctica. Un asunto este con insospechadas varian-tes en el derecho de autodeterminación de los pueblos.

9) CONCEPTO Y CLASIFICACIÓN DE LOS DERECHOS

Desde el punto de vista del individualismo metodológico, la unidad de análisis del comportamiento social y político el individuo. Pero no el individuo físico sino el individuo moral, no el sujeto físico, sino el sujeto de derechos, de forma que el concepto fundamental aquí es el de derecho como titularidad subjetiva. El individuo co-mo sujeto de derechos es el ciudadano. El ser humano es ciudada-no cuando está en plena posesión de sus derechos y el constructo fundamental de la democracia es el constructo de ciudadanía.

El concepto de derecho consiste en una capacidad de la que el ciudadano es titular para hacer o dejar de hacer algo a su li-bre albedrío dentro del marco de la ley. Obsérvese el parecido, la práctica identidad, entre el concepto de derecho y el de poder del capítulo I. El derecho es poder y por eso se dice en inglés que el reconocimiento de determinados derechos a unas u otras colec-tividades equivale a su empowerment que a veces se traduce en español como empoderamiento, dado que el apoderamiento pa-rece más reducido al ámbito privado y, en consecuencia, también pueden utilizarse otras expresiones, como la de habilitación.

Es verdad que el reconocimiento de los derechos subjetivos en Occidente ha sido tardío y solamente apunta a raíz de la Ilustra-ción y doctrinas concomitantes que, por cierto, siempre fueron rechazadas en España, llevando el disparate a condenar su base filosófica fundamental, que fue el humanismo aquí considerado al uso español, más como un herejía o algo semiherético, como el llamado erasmismo.

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La doctrina de los derechos subjetivos procede del iusnaturalis-mo, que, como su nombre indica, los hace radicar en la naturaleza. Esto quiere decir, por tanto, que esos derechos son inherentes a la naturaleza humana y que, cuando el Estado los reconoce, levanta constancia de su existencia y se compromete a respetarlos, pero no los crea. El hombre nace con ellos porque, como dice el comienzo del que quizá sea el más controvertido tratado de filosofía política, El contrato social, “el hombre nace libre”. El Estado de derecho se basa en el escrupuloso respeto del Estado a los derechos de los ciudadanos, pero esos derechos, en el fondo, son anteriores a él e ilegislables. En realidad, se trata de actualizar el supuesto de que, así como puede haber derechos sin Estado (otra cosa es que pue-dan ejercerse) no puede haber un Estado sin derechos.

Esto es lo que define la democracia. Se trata de una forma de gobierno en la que se defienden y fomentan los derechos, así con-cebidos y con esta evolución. La democracia es consentimiento, debate, participación y decisión y para todo eso se requieren per-sonas racionales, críticas, titulares de derechos y conscientes de ellos. No súbditos, ni vasallos, ni fieles, creyentes, militantes o sec-tarios. Ciudadanos libres con derechos y capacidad para adoptar decisiones en asuntos que competen a la colectividad.

La doctrina viene distinguiendo tres tipos de derechos que se han impuesto en Occidente en tres oleadas distintas.

En primer lugar aparecen los derechos fundamentales, aquellos que afectan a la esencia misma de la humanidad y su libertad: derecho a la vida, a la libertad, a la propiedad, al proceso justo y a la protección frente a la tiranía. Son los que se formulan en la Declaración de Virginia de 1776 que, a su vez, depura la declara-ción de derechos inglesa de 1689, excluyendo los factores relativos a títulos y privilegios. Esos derechos fundamentales se insertaron luego en la Declaración de Independencia de los Estados Unidos también de 1776 y en donde puede leerse que “todos los hombres son creados iguales; que son dotados por su Creador de ciertos derechos inalienables; que entre estos están la vida, la libertad y la búsqueda de la felicidad”. Posteriormente, dichos derechos funda-mentales, con variantes y ampliaciones, aparecerían en la mucho

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más famosa Declaración de Derechos del Hombre y del Ciudada-no, de 1789 en Francia.

No está de más recordar, porque contiene una interesante en-señanza acerca del valor de los enunciados declarativos en los sis-temas políticos, que estas solemnes proclamas de igualdad natural y libertad originaria convivían con realidades sociales y políticas caracterizadas por la esclavitud y la negación del sufragio a las mujeres. No obstante, estos derechos fundamentales han pasado ya a formar parte del acervo moral y jurídico de la humanidad y han sido también convenientemente consagrados en las declara-ciones universales de derechos de los organismos internacionales, de forma que hoy día nadie se atreve a negarlos explícitamente y todos les rinden oficial acatamiento, incluso aunque su práctica de gobierno vaya en la dirección contraria, de no respetarlos.

En segundo lugar, en el curso de la evolución de la sociedad bur-guesa, en el siglo XIX, cada vez más plural y con niveles mayores de conflicto, fueron apareciendo los llamados derechos políticos, o derechos frente al Estado de los que también es titular el ciudada-no activo: derechos de manifestación, reunión, participación etc. Esto es, una acción positiva del ciudadano frente al Estado y que actualiza de forma práctica el carácter democrático de la política.

Por último, el avance del Estado del bienestar o Estado Social y Democrático de Derecho ha impulsado a considerar como derechos determinadas relaciones de carácter social y económico (vivienda, sanidad, cultura, trabajo, salario mínimo, etc.) que configuran ex-pectativas de los ciudadanos respecto a determinadas prestaciones del Estado. Son los considerados derechos económicos y sociales, o tercera generación de derechos que algunos autores (Marshall, 1992), consideran imprescindibles e inherentes a la condición de ciudadanía plena. La idea general arranca de la considerada crítica marxista a la democracia “formal” y pretende llenar el vacío entre esta y la material, por entender que quien carece de medios míni-mos de subsistencia, no puede ejercer una autentica ciudadanía democrática.

Sin embargo, este punto de vista no es universalmente compar-tido. Desde el momento en que la eficacia y el ejercicio de bastan-tes de estos derechos afectan al funcionamiento de la economía

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según un modelo de libre mercado eran de esperar reacciones con-trarias. Que muchos economistas reconozcan que este modelo de “libre mercado” es en realidad una especie de tipo ideal, manifiesta que parte de la argumentación contraria a la existencia y recono-cimiento de estos derechos no se basa en criterios objetivos y em-píricos sino que tiene naturaleza normativa e ideológica. Pero ello no obsta para estas posiciones críticas se tomen en consideración. Su núcleo fundamental es que, en realidad, toda la política social es dañina al funcionamiento del libre mercado y, por lo tanto, a la prosperidad general. Que la política social y demás elementos del Estado del bienestar son rémoras del desarrollo económico.

El debate democrático actual se da en este terreno. Para la posi-ción neoliberal, considerar que relaciones contrarias a la eficiencia del mercado sean derechos es un dislate. Para los partidarios de la doctrina del Estado del bienestar lo que es un dislate es medir la política social en términos de eficiencia del mercado, teniendo en cuenta que este se mueve por un principio universal del beneficio privado. El cuestionamiento de muchos de estos derechos econó-micos y sociales, considerados inherentes a la condición de ciuda-danos es parte esencial de la teoría política neoliberal. Se considera que no pueden existir derechos colectivos en ámbitos de relaciones contractuales que son esencialmente individuales, incluidas las la-borales. Se cuestiona así el derecho a la contratación colectiva.

El debate teórico y práctico de la democracia contemporánea está en este ámbito. Y no es halagüeño el futuro. De hecho, la propia Constitución española de 1978 no considera que estos de-rechos económicos y sociales de tercera generación sean equipara-bles a los de las otras y ni siquiera se refiere a ellos como derechos sino como “principios rectores de la política económica y social”, lo cual es lógico en un texto que así mismo garantiza libertad de empresa en el marco de la economía de mercado y le otorga una protección superior a los derechos económicos y sociales

Esta degradación progresiva de las condiciones del derecho del trabajo, agudizada a raíz de la crisis iniciada en 2008 es en gran medida responsable de la intensificación de los conflictos sociopo-líticos de los últimos años, que prometen impugnar la estabilidad de algunos sistemas de partidos consolidados, como el español.

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IV. IDEAS E IDEOLOGÍAS POLÍTICAS

1) TRADICIÓN Y CONSERVACIÓN VS. INNOVACIÓN Y RUPTURA

A las ideas políticas les sucede lo que a la mayoría de los productos del espíritu humano a lo largo del tiempo, que oscilan o, incluso llegan a tener un comportamiento pendular, entre dos extremos. Probablemente esto se origine en el hecho de que los hombres per-ciben el mundo fundamentalmente en términos de dualidades. El día y la noche puede ser el ejemplo más elemental que luego se re-produce en términos cada vez más complicados y abstractos hasta llegar a algunos que lo son en grado sumo como el bien y el mal o el ser y la nada. El hecho innegable es que los seres humanos ten-demos a organizar nuestra percepción del mundo en términos di-cotómicos, en dualidades entre las cuales muchas veces oscilamos.

En algunos casos estas oscilaciones pendulares parecen identi-ficarse con mayor facilidad. Por ejemplo, en historia del arte suele decirse que los estilos y espíritus artísticos se mueven entre épocas de reglas que solemos llamar clásicas y otras de falta de estas que solemos llamar románticas. El gótico es “romántico” mientras que el Renacimiento es “clásico”; el barroco, de nuevo “romántico” y el clasicismo, lo que su nombre indica. Del romanticismo no hace falta hablar. En música, en pintura, la actual ruptura de todo tipo de reglas quizá pueda conceptuarse como nuevo romanticismo. En filosofía se oscila entre fiarlo todo a la razón o a factores aje-nos a esta. En psicología entre el yo profundo o la “caja negra”. En sociología entre las personas autodirigidas y las heterodigidas (Riesman, 1953). En Jurisprudencia entre positivismo y diversas formas de iusnaturalismo.

En política, al ser la materia de la que nos ocupamos específi-camente, podemos encontrar varios tipos de dualidades. Una que

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se presenta con el marchamo del historicismo orteguiano, la que se da entre las épocas Kali y las épocas Kitra, que el filósofo había sacado de la cosmología hindú para caracterizar las edades en que las sociedades, carentes de minorías selectas, caían en el desorden y el desfallecimiento mientras que prosperaban y vivían serenamente cuando tales minorías actuaban. Viene a ser una variante de la teo-ría de las élites y, en el fondo, una versión simplificada de los ciclos de la filosofía política clásica entre las formas puras de gobierno y las corrompidas.

De igual modo podemos detectar oscilaciones en la historia política entre épocas autoritarias y épocas más democráticas, con predominio de movimientos reaccionarios o revolucionarios; épo-cas de mayor religiosidad o de mayor secularización. El movimien-to del espíritu humano puede ser un vector al infinito, rectilíneo o curvilíneo, unimodal o multimodal. La única configuración que rompe esta imagen lineal de la flecha en busca del blanco es la del supuesto de una trayectoria circular que sólo podrá ajustarse a aquella otra idea en el supuesto de que el radio del círculo sea infinito. Mientras ese infinito no se materialice —y es obvio que jamás podrá hacerlo por definición— la hipótesis del progreso li-neal habrá de confrontarse con la más audaz de la especulaciones filosóficas, la del eterno retorno que ya se articula en la filosofía hindú y sería recogida por el más revolucionario de los filósofos idealistas alemanes, Friedrich Nietzsche. Se dirá que no es una os-cilación que se dé en el campo de la realidad material sino en el de las ideas. Pero todo recurso cognitivo a planteamientos dicotómi-cos será siempre ideal y problemático.

En el campo de la acción política ordinaria los dos comporta-mientos que suelen confrontarse, tanto en las relaciones interindi-viduales como en las colectivas son el que cabe llamar conservador y el innovador. Las dos mentalidades configuran modos de vida, concepciones, estructuras de personalidad y pautas de compor-tamiento colectivo. Conservadurismo y deseo de innovación son rasgos caracteriológicos En determinadas posiciones vitales, por ejemplo la agrícola, ensalzadora de las virtudes sencillas de la vi-da bucólica que otros tienden a ver como “idiocia agraria”. En el espíritu rural, apegado a la rutina de las estaciones, tienden a con-

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centrarse los rasgos conservadores y tradicionales mientras que en otros, por ejemplo, el comercial o el científica, confluyen más los innovadores, aunque esta división tampoco sea automática. Tam-bién en los empeños científicos, indagadores por naturaleza y poco respetuosos con los procedimientos establecidos, se dan actitudes tradicionales y hasta retardatarias. El caso Edelweiss es uno entre cientos. Tampoco tiene por qué ser automática la asimilación de estos rasgos y determinadas actitudes políticas: en las derechas hay innovadores igual que en las izquierdas hay conservadores.

A su vez estos dos grandes rasgos de conservadurismo y tradi-ción e innovación se cruzan con otros dos que también lo son y como aquellos, traspasan las fronteras tipológicas, el de la men-talidad individualista o la gregaria, entre el individualismo y el colectivismo. Entre los individuos autónomos que toman sus de-cisiones por su cuenta y aquellos otros que lo hacen según pautas colectivas, entre quienes se guían y orientan por su propio juicio y quienes se valen de opiniones externas a las que habitualmente revisten de algún tipo de autoridad. Y, por supuesto, entre unos y otros, se dan muchos tipos intermedios.

2) LAS IDEOLOGÍAS. ACEPCIONES

Además de las adscripciones caracteriológicas citadas, los actores de los procesos políticos habitualmente abordan estos provistos de un conjunto más o menos sistemático y coordinado de ideas refe-ridas a las cuestiones públicas, el ejercicio del poder, los conflictos sociales, en definitiva, ideas y presunciones políticas que llamamos ideologías políticas.

El concepto de ideología es uno de los más controvertidos de la ciencia política. Originariamente, el término es acuñado por el filósofo francés Destutt de Tracy quien por ideología entendía una ciencia cuyo objeto de conocimiento fueran en efecto, las ideas (Tracy, 1970).

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Ya en la propia época del autor, el término comenzó a adquirir una pobre connotación, entendiéndose por tal un conjunto de propuestas artificiosas y poco verosímiles que darían lugar a una pretensión de conocimiento que no era tal. No quedaba nada claro que las ideas pudieran llegar a ser objeto de conocimiento científico. Se recuerda que Napoleón tenía una actitud de escep-ticismo e incredulidad respecto a las posibilidades explicativas que pudieran tener los “ideólogos”, gentes conceptuadas como poco rigurosas.

Fueron luego Marx y Engels quienes impusieron también una concepción negativa de ideología a partir de su obra La ideología alemana que llevaba el curioso subtítulo de Crítica de la crítica crítica y que sometía a un análisis minucioso el conjunto de las concepciones filosóficas del momento Marx, Engels, 2014). Por ideología venían a entender los dos revolucionarios alemanes el conjunto de concepciones y presunciones que las gentes profesa-mos como previas y a través de las cuales entendemos o creemos entender la realidad y procedemos a intentar cambiarla para adap-tarla a nuestras preferencias. La ideología viene a ser como una especie de filtro o cristal a través del cual nos enfrentamos al mun-do, los entendemos y nos regimos en nuestras relaciones con los demás.

Al propio tiempo todas nuestras representaciones mentales, si-guen argumentando Marx y Engels, están decisivamente influidas por nuestra posición material, por el lugar que ocupamos en el proceso productivo y por un conjunto de otros factores sociales. La concepción es suficientemente conocida: las condiciones ma-teriales de existencia influyen de modo decisivo en nuestras con-vicciones (Marx/Engels, 1979) Esta interpretación abre un debate en las ciencias sociales en general y la ciencia política en concreto acerca del alcance y la utilidad del concepto de ideología que está lejos de haberse resuelto.

El debate se plantea en el momento en que se señala que, como todos los seres humanos viven en sociedad y en unas condiciones materiales de existencia determinadas, todos tienen alguna ideolo-gía. Nadie, por tanto, estará libre de filtrar el conocimiento de la realidad a través del medio ideológico. Esto quiere decir, se con-

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cluye, que, siendo la ideología un rasgo universal, su eficacia como instrumento cognitivo es nula. A ello responden los seguidores de Marx y Engels que la universalidad de la ideología no le resta per-tinencia porque se fragmenta luego en atención a los distintos lu-gares que cabe identificar en el conjunto de la acción social. Todas son ideologías, ciertamente, pero unas están enfrentadas a otras, buscan exterminarse mutuamente y no pueden por tanto tratarse como un fenómeno unitario.

En el ámbito político las ideologías son la articulación de las ideas acerca de los conflictos inherentes a todas las sociedades. Los conflictos también se libran en el ámbito ideológico. Y como es una actividad de confrontación, habrá ideologías “buenas” e ideologías “malas”, ideologías de los “nuestros” e ideologías de los “adversarios” de forma que la célebre determinación de Schmitt de que la política es un enfrentamiento amigo/enemigo escala el terreno ideológico y se hace plural (Schmitt, 1941).

Una de las teorías más recientes y de mayor éxito de las ciencias sociales es la de la construcción social de la realidad. Es una de las formulaciones más afortunadas de la sociología del conocimiento, la rama de la Sociología que se ocupa de las ideologías. Según esta teoría, originada en la fenomenología, no conocemos la realidad en sí, la sociedad en sentido objetivo sino que la interpretamos en función de un conjunto de conceptos y valores que hemos ido absorbiendo en el proceso de socialización, un conjunto que puede llamarse ideología en un sentido muy lato. La realidad social es un entramado de significados y las ideologías vienen a ser como atajos cognitivos para orientarnos en ella.

Se trata de una concepción instrumental de las ideologías. Por-que las ideologías son instrumentos y lo que de ellas interesa al po-litólogo son sus efectos reales. Las ideologías son configuraciones mentales de la realidad con la finalidad de justificarla como es o de cambiarla si se considera que es injusta o inaceptable. El juicio so-bre los instrumentos es mayoritariamente pragmático, de acuerdo con el interaccionismo simbólico de George H. Mead. No hay una conmesurabilidad del valor de las ideologías. Solo cabe atender a sus efectos en la realidad. Y teniendo en cuenta que no es fácil en-contrar criterios que permitan valorar esos efectos (Mead, 1969).

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Para los fascistas el efecto del fascismo tenderá a ser beneficioso. Para los antifascistas o los no fascistas, al contrario.

En principio solo hay un criterio de validez generalmente no cuestionada para medir los efectos de las ideologías y es el grado de satisfacción que generan, el consentimiento que producen. El mismo criterio que fundamenta la legitimidad del orden político. Sin olvidar que dicha medición requiere un ámbito de libertad en que tales pesquisas puedan hacerse, que no siempre es el caso.

3) CLASIFICACIÓN DE LAS IDEOLOGÍAS

Al ser construcciones mentales generales, las ideologías afectan a todos los factores y ámbitos de la vida, desde la orientación reli-giosa a las convicciones acerca de la buena educación o la vida matrimonial. Las ideologías descodifican todas las instituciones y relaciones sociales. Cuando afectan a las cuestiones relacionadas con el poder y la obediencia, son ideologías políticas. En socieda-des con pluralismo de valores, estas ideologías están obligadas a coexistir y a ellas nos referiremos de inmediato.

El liberalismo

Posiblemente la ideología que más atrás pueda mirar en su evolu-ción histórica continuada, sin necesidad de remontarse a la anti-güedad en busca de precedentes problemáticos. Quizá asimismo la más ecléctica, la más flexible y capaz de presentar mayor cantidad de matices, lo que a veces obliga a distinguir entre tipos de libera-lismos.

El núcleo del liberalismo tiene un componente individualista. En su primera formulación, en Locke, el individuo aparece como un sujeto titular de derechos que le son dados por la naturaleza y, por lo tanto, son anteriores al Estado (Locke, 1997) Estos de-rechos son los pilares que le permiten atender a la búsqueda de la

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felicidad. El individuo presupuesto en el liberalismo es egoísta ra-cional. Es la idea que subyace en la propuesta del “individualismo posesivo” (Macpherson, 1962).

El individuo posesivo liberal admite y requiere la existencia de un ordenamiento jurídico que regule el ejercicio y los límites de sus derechos y los de todos los demás. Este reconocimiento res-ponde a una motivación tan egoísta racional como el resto de su conducta. El individuo admite que la ley limite el ejercicio de sus derechos porque espera que también limite los de los otros. Para el liberalismo, la ley ampara la libertad en el ejercicio de los derechos porque protege y limita todos los demás igualmente. La libertad y la igualdad, amparados por la ley son los dos principios esenciales del liberalismo.

La ley es el típico producto del poder político. Interesa, pues, saber qué relación guarda el liberalismo con las distintas formas de este. Al respecto, el liberalismo manifiesta una clara indiferencia que se articula en la teoría de la accidentalidad de las formas de gobierno. Pero esa accidentalidad no es universal. Hace referencia a las formas de gobierno, pero no de Estado. El liberalismo no es compatible con un Estado que no sea de derecho, con una dicta-dura o una tiranía. Al menos, no lo es plenamente. La diferencia (desarrollada algo más abajo) entre el liberalismo económico y el político permite hablar de liberalismo económico en el caso de estas formas de Estado, pero no del político. Y no puede hablarse porque estos no garantizan los derechos de los individuos. Dentro del Estado de derecho, el liberalismo es compatible con la monar-quía y con la república e indiferente entre ambas. Lo básico es el consentimiento. De hecho, los grandes avances en la teoría política liberal se hicieron en el siglo XIX en Inglaterra que ha sido ininte-rrumpidamente una monarquía desde la revolución del siglo XVII.

En su formulación contraria a la monarquía absoluta, el libe-ralismo adjudica la soberanía a la nación, al pueblo, habiéndo-sela arrebatado al monarca. En un principio era la fórmula más exaltada. Luego, se abrió paso una más moderada y transaccional, que trataba de aunar la función del monarca y la de la asamblea legislativa. Se formula así, especialmente en Francia, el llamado liberalismo doctrinario, una forma de liberalismo que trata de pre-

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servar garantías de solidez institucional conservadas del ancien ré-gime. Por eso, postula la soberanía compartida. Este liberalismo convierte al monarca en colegislador. Tuvo también su influencia en España, sobre todo en la primera Restauración borbónica, pero desapareció rápidamente del continente en la medida en que los órganos legislativos se consolidaban. Se ha mantenido hasta nues-tros días en el Reino Unido, pero solo a efectos formales, retóricos. La perfección de la ley británica se alcanza con los Acts of the Queen in Parliament. Que es puramente formal se echa de ver en el venerable dicho de que el Rey estaría obligado a convertir en ley un proyecto que aboliera la monarquía.

Igual que con la monarquía, incluso con una monarquía cole-gisladora, el liberalismo ha sido compatible con diversas formas de ejercicio de los derechos. Pero esta compatibilidad es menos sencilla de explicar que la de la accidentalidad de las formas de gobierno porque es, incluso, contradictoria. El ejemplo más claro es el derecho de sufragio. Desde un punto de vista liberal, el único sufragio admisible es el universal. Sin embargo, el liberalismo ha convivido de hecho con el sufragio censitario. Toda restricción de derechos que viole el otro principio fundamental del liberalismo, la igualdad, es contradictorio. El caso más célebre es el de la Decla-ración de Independencia de los Estados Unidos, documento liberal por excelencia en el que se reconocía que todos los hombres eran iguales, cosa que firmaba a continuación un padre de la Patria pro-pietario de cientos de esclavos. Se trata de un caso de disonancia cognitiva que afecta a todas aquellas situaciones en las que el Es-tado garantiza un derecho que no permite ejercer a determinados grupos de población.

En un caso concreto la discrepancia entre el principio invoca-do y la práctica supera con mucho una cuestión de disonancia cognitiva. El sufragio universal se consagró como tal en muchas partes sin cuestionar el hecho de que, estando privadas las mujeres de él, el sufragio no era universal, salvo que se estuviera negando también el principio de igualdad de trato a las personas, cosa que solo podría hacerse negando a su vez la condición de personas a las mujeres. No estando la mentalidad de la burguesía decimonó-nica dispuesta a admitir tal dislate, la inclusión de las mujeres en

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el derecho de sufragio era ya cuestión de tiempo. Lo que sucede es que, en algunos casos, fue de mucho tiempo, hasta bien avanzado el siglo XX.

Llegado el sufragio universal en el sentido pleno, el liberalismo siguió su camino con una vertiente económica y otra política. Por eso suele distinguirse entre un liberalismo económico y otro po-lítico. El liberalismo económico se deriva de la doctrina del libre mercado, cuyo primer desarrollo en sentido moderno debemos a Adam Smith en La riqueza de las naciones. El enunciado más im-portante que una obra tan minuciosa ha dejado tras de sí ha sido la metáfora de la mano invisible, como se vio en el capítulo I, por-que sintetiza el elemento esencial de ese liberalismo económico, el que podríamos llamar resumen de las condiciones del capitalismo (Smith, 1970). La economía, el alma misma de la sociedad civil (de la que también se hablará más abajo) debe poder organizarse con absoluta libertad, sin ningún tipo de interferencia del Estado. Todo lo que el mercado precisa del Estado es un ordenamiento jurídico interno que garantice la libertad y seguridad de las transacciones en el interior y una capacidad de defensa frente al exterior. Nada más. Garantizando libertad de elección y seguridad en las transac-ciones en el interior y en el exterior, el mercado sabrá cuidarse por sí mismo y funcionar en equilibrio gracias a la mano invisible.

En este campo del liberalismo económico es donde a veces se postula la compatibilidad entre liberalismo económico e inexis-tencia de libertades políticas, incluso de Estado de derecho. En el fondo es la idea que se da en el pensamiento autoritario de origen comteano, el que se explicita en el lema de la bandera del Brasil, Ordem e Progresso.

En cuanto al liberalismo político, su identificación con el Esta-do de derecho no impide que en las relaciones jurídico-políticas se den interesantes variantes. En su formulación originaria más evidente, el liberalismo se articula a partir de las relaciones sociales que se derivan de la contraposición entre el individuo y el Estado. Y queda claro que el elemento primordial es el individuo (por eso el liberalismo es individualista) puesto que de él depende la legiti-midad del Estado que solo se da por consentimiento de aquel.

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El individuo, lo vimos más arriba y lo postulaba toda la co-rriente de la filosofía moral escocesa (Ferguson, 1974; Millar, 2010 etc.,), aparece agrupado o compartiendo un ámbito con otros que llamamos la sociedad civil, el ámbito de la libertad. Recuérdese, no obstante, que la sociedad civil no es exactamente coincidente con el mercado libre, regido esencialmente por el egoísmo posesivo racional o afán de lucro, porque incluye una institución de impor-tancia decisiva para la sociedad como es la familia evidentemente alejada de la lógica mercantil en cuanto a su funcionamiento in-terno pero anclada en ella en cuanto a su funcionamiento como unidad de producción/consumo.

En su vertiente más extrema, el liberalismo vería con buenos ojos la desaparición del Estado. Es el caso del llamado anarco-capitalismo, al estilo de Murray Rothbard. De ahí que el partido que suele proponer metas anarcocapitalistas se llame el liberta-rian party o “partido libertario”, con una innegable concomitan-cia con el movimiento anarquista, también llamado libertarismo precisamente para distinguirlo del liberalismo. Como siempre en las ideologías políticas, junto a una opción extrema suele aparecer una más moderada, capaz de llegar a transacciones en asuntos de principios. Así, frente a la doctrina anarquista de la desaparición del Estado, o su extinción, como preveían los marxistas, se formu-laba otra teoría, más moderada, la que pedía no la desaparición del Estado sino su reducción a la mínima expresión a través del Estado mínimo (Robert Nozick, 1974).

Dos cuestiones más respecto al liberalismo. La primera es me-ramente semántica pero interesa aclararla para evitar equívocos y ambigüedades. En toda Europa el liberalismo es lo que se ha expuesto en este epígrafe. En los Estados Unidos el asunto cambia por cuanto el término “liberal” se emplea para designar teorías y prácticas que en Europa tildaríamos de socialistas, socialdemócra-tas o progresistas.

La segunda es que el liberalismo puede haber muerto de éxito pues ha impregnado con sus valores, al menos retóricamente, el orden social en su conjunto. De ahí que en los ambientes ilustra-dos, incluidos los académicos, suela hablarse de democracia liberal y que nosotros mismos aceptemos la expresión a modo de tipo

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ideal que configura el contexto general del análisis político de la democracia. Es interesante observar, sin embargo que quedan po-cos partidos liberales y de escasa fortuna electoral. Es como si el liberalismo, en cuanto fuerza política, se hubiera desgajado en dos secciones: la económica, que ha encontrado refugio en los partidos conservadores y la política, que lo ha hecho en los partidos social-demócratas.

El republicanismo

Algunos autores sostienen que el gran enfrentamiento teórico-po-lítico hoy es entre las dos opciones del republicanismo y el comu-nitarismo (Schaal, 2009). Pero no son simétricas y es dudoso que sea productivo tratarlas como si lo fueran. El republicanismo es una ideología política mientras que el comunitarismo no lo es sino más bien lo que la filosofía neokantiana llamaba una “vivencia” o Erlebnis (Dilthey, 1981). Pero que no lo sea no quiere decir que no merezca la pena considerarla en el análisis político, pues tiene un fuerte impacto. Al contrario.

El republicanismo va a buscar su legitimidad a la Antigüedad clásica, especialmente a Roma. La influencia de las instituciones de la República de Roma es visible en el sistema político estadouniden-se. Desde la idea misma del federalismo a la organización del poder legislativo, con un senado y una cámara de representantes que viene a ser como los comicios. Igualmente el poder ejecutivo. El obligado ticket electoral de presidente y vicepresidente recuerda la naturaleza dual del consulado, con las consiguientes variantes de matices res-pecto a las competencias y jerarquía de ambos mandatarios.

La organización institucional republicana norteamericana ad-quiere en Europa, en donde una tradición secular de organizacio-nes políticas impide la construcción de otra ex novo, un tinte más especulativo. Por asimilación con la doctrina liberal, en Europa viene a entenderse que el rasgo esencial del republicanismo es la existencia de una virtud cívica, frente a los vicios privados. De ahí que Kant utilice siempre el término República al referirse a la organización política cosmopolita (Kant, 1964). El republicanis-

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mo tiene una raíz moral kantiana y representa una conciencia del deber ser ciudadano.

Esta visión especulativa tiene un interesante antecedente en Ma-quiavelo. En el autor de El Príncipe, el republicanismo presenta un fundamento nacional/patriótico. En la medida en que, en tiempos del florentino, se trataba de salvar la República de las injerencias de la Iglesia y los príncipes extranjeros (Maquiavelo, 1971) En este caso, el elemento republicano se identifica con una concepción que podríamos llamar protonacionalista.

Pero el colectivismo del republicanismo no pude pasar de ahí so pena de acercarse tanto a la vertiente colectivista que se concebiría casi como un nacionalismo, con lo que la contraposición de Schaal pudiera no ser tan nítida. El comunitarismo entiende que la acción del individuo viene movida por un sentido de pertenencia que, en el límite, dará la mentalidad y la ideología nacionalista. Una acción no estrictamente racional, lo que contradice los postulados republi-canos, cuyo fundamento es siempre de moral racional. De hecho, la justificación teórica del comunitarismo tira mucho de la crítica al racionalismo en política (Oakeshott, 1991), según la cual la idea de que las decisiones políticas se toman en el marco de las coordenadas del egoísmo racional no pasa de ser un esquema insatisfactorio que ignora las verdaderas motivaciones de los seres humanos.

En la medida en que el republicanismo se articula como un comportamiento con un código de deberes, hace referencia a la autonomía del individuo en la determinación de las estructuras mismas del poder. No es posible exigir de los individuos lealtad a unas instituciones que se sitúan más allá del alcance de la razón, invocando la providencia divina, por ejemplo, o la fuerza de la sangre. Y lo que está más allá de la razón está también más allá de la moral racional. Por ello, aunque se sostenga que hay un re-publicanismo en las monarquías, esto solo será aproximado. El republicanismo en sentido propio es republicano.

El republicanismo es escasamente compatible con la desigual-dad y genera conciencia de igualdad. De los dos principios sobre los que descansa el liberalismo, la virtud republicana privilegia el de la igualdad. El gobierno es cosa pública, res publica y su admi-nistración, así como la participación en ella también es cosa públi-

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ca, sin que se admitan tratos de favor o privilegios por razones que no sean estrictamente de méritos personales y servicio al Estado.

No está enteramente claro si cabe adscribir al republicanismo la radicalización de un pensamiento conservador que da lugar a fe-nómenos como los del Tea party, caracterizados por una mezcla de liberalismo económico extremo, el llamado neoliberalismo y con-servadurismo y tradicionalismo con una fuerte impronta religiosa y un grado alto de hostilidad hacia las confesiones o comunidades culturales que no sean la mayoritaria y dominante.

El comunitarismo no es propiamente hablando una ideología política, como hemos dicho, puesto que, por naturaleza, no se pos-tula como modelo de organización general, válido para todo el mundo. Pero tiene relación con todas las ideologías. De ahí que sea conveniente tratarlo en relación con ellas. De ser algo es un estado de ánimo, una experiencia, una visión del mundo que aporta pers-pectivas interesantes acerca de esas ideologías.

Así, por ejemplo, suele señalarse que el liberalismo, el repu-blicanismo y, en gran medida el anarquismo, al postular sujetos universales, pierden de vista la función determinante que en estos ejercen los factores de pertenencia a unas comunidades u otras, ya que estas ofrecen rasgos culturales y tradiciones muy distintas. Rasgos y tradiciones que son determinantes en los procesos de so-cialización.

A su vez, las ideologías políticas colectivistas, el socialismo y el comunismo, presentan concomitancias con el comunitarismo porque en ellos se subraya la importancia de lo colectivo frente a lo individual. Es cierto que este no se postula como un elemento explicativo de la realidad caracterizada precisamente por una si-tuación de anomia de individualismo egoísta sino como uno futu-rible y deseable en una sociedad considerada más justa. Más que un comunitarismo del ser se trata aquí de uno del deber ser. Pero también se han dado casos de aplicación de perspectiva comunita-rista en las ideologías colectivistas. El llamado “socialismo árabe”, proclamado por Gamal Abdel Nasser en los años cincuenta del siglo XX, conjuntamente con el espíritu del partido Baaz, presente en varios países árabes, venía a decir que la comunidad del Islam añadía un elemento comunitario específico al socialismo. Algo pa-

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recido a la formulación de un comunismo indigenista en América Latina en la obra de José Carlos Mariátegui (1998).

Pero donde la cercanía es más evidente es con el nacionalismo y también con el fascismo en la medida en que este incluye una for-ma extrema de nacionalismo, incluso agresiva. Tanto el naciona-lismo como el fascismo postulan la existencia de una comunidad aparte a la que se debe el individuo. Esta equiparación no supone en absoluto que se esté trazando paralelismo alguno entre el na-cionalismo y el fascismo. Es posible que todo fascismo sea nacio-nalista pero no todo nacionalismo es fascista. En cualquier caso, la perspectiva comunitarista obliga a admitir que en el nacionalismo se postula siempre una comunidad de pertenencia que determina el comportamiento del individuo.

La relación entre el populismo y el comunitarismo es también evidente. Si el sujeto del populismo es el “pueblo”, este concepto es incomprensible si no se acota dentro de los límites de algún tipo de comunidad. Esta suele coincidir con los límites territoriales del Estado y equipararse a la nación. Pero también puede trascender-los, en la medida en, por la razón que sea, lingüística, religiosa, racial, etc., quepa identificar una nación más allá de las fronteras de un Estado concreto, como a veces se ha sostenido de la nación alemana y también del pueblo judío.

Por descontado, esa relación con las ideologías políticas de base religiosa es también innegable. La comunidad de los creyentes es determinante. Ciertamente, la experiencia dice que en muchos ca-sos esas comunidades religiosas y su manifestación política son de base estrictamente estatal-nacional. Así es, en efecto, pero el efecto del comunitarismo en las ideologías político-religiosas no por ello quedaría debilitado. De hecho, las dos confesiones que se postulan como superadores de los límites territoriales, el Islam y el catoli-cismo, actúan siempre dentro del marco de las fronteras estatales.

El socialismo

Es la otra gran ideología política en paralelo al liberalismo en cuan-to a su extensión, su presencia social, su flexibilidad y sus variantes.

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153Introducción a la política

Los pensadores socialistas gustan remontar el origen de su ideología a tiempos de la antigüedad, en las primitivas comuni-dades cristianas y en algunas de las sucesivas herejías cristianas, si bien estas tienden a tener rasgos más radicales, milenaristas. El socialismo, en cuanto ideal de convivencia basado en la propiedad común aparece periódicamente en forma de fogonazos en la histo-ria de la humanidad. Los cátaros, los valdenses en la Edad Media, los diggers ingleses en la Moderna, todos soñaban con un mundo en que no hubiera propiedad privada y todo fuera de todos. Estos postulados tienen rasgos indudablemente utópicos, en la medida en que las primeras utopías solían presentar sociedades imagina-rias basadas en la propiedad común de bienes.

El socialismo comienza a tomar cuerpo teórico con la implan-tación de la sociedad capitalista a partir de fines del siglo XVIII. En un primer momento de la evolución industrial, se preocupó por remediar la condición de las masas de trabajadores desplazadas del campo en sociedades desestructuradas y por conseguir para ellos derechos políticos, especialmente el de sufragio. Las primeras reacciones a la generalización del modo de producción del capita-lismo industrial fueron violentas, a cargo de los ludditas, esto es, supuestos seguidores de Ned Ludd y partidarios de responder por la violencia, mediante incendios y sabotaje al proceso de proletari-zación, destrucción del artesanado y generalización de la produc-ción fabril en el siglo XIX.

La primera manifestación política del socialismo parece haber sido la del movimiento cartista, esto es, los trabajadores que se organizaron en defensa de una serie de reivindicaciones contenidas en una “Carta” (Chart) la primera de las cuales era el derecho de sufragio. Resulta así que en sus orígenes, el socialismo está ligado a la lucha por la democracia en cuanto sistema político basado en el sufragio universal.

En las primeras formulaciones marxistas, el socialismo se ra-dicalizó tanto en el campo filosófico como en el político. Ya no era solamente la respuesta indignada a unas injusticias, sino la consecuencia de la evolución de las leyes sociales, científicamente establecidas por Marx. El socialismo era, al mismo tiempo, el mo-vimiento hacia una sociedad más justa y esa misma sociedad que

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incorporaría un modo de producción cualitativamente distinto del modo de producción burgués. Así como este estaba basado en la explotación del hombre por el hombre, el que habría de sustituirle en función de las leyes de la historia estaría basado en la coopera-ción, el mutualismo, el bien común, la propiedad colectiva de los medios de producción.

En el campo político, para distinguirse de las otras corrientes socialistas, consideradas entonces “utópicas”, el socialismo mar-xista pasó a rebautizarse como comunista. Si bien esta denomina-ción del Manifiesto del Partido Comunista no cuajó en la de los respectivos partidos, que mantuvieron sus nombres como Partidos Socialistas, Laboristas o Socialdemócratas, durante una tempora-da, bajo el dominio ideológico del marxismo, el socialismo fue de hecho comunista.

A partir de la Primera Guerra Mundial, considerada como un fracaso de las posiciones internacionalistas del socialismo, este ad-quiere ya la fisonomía que le será propia hasta el día de hoy. El socialismo se distinguirá del comunismo en su compromiso demo-crático frente a la táctica revolucionaria. Teóricamente los fines son los mismos, la igualdad de la sociedad sin clases y la sociali-zación de los medios de producción, pero las formas, los medios, son muy diferentes ya que los de los socialistas son explícitamente democráticos.

En poco tiempo, los fines tampoco serán los mismos. El replan-teamiento de los fines y de la relación entre fines y medios se hace ya en la llamada polémica del revisionismo, a fines de siglo XIX y primeros del XX. Rosa Luxemburg reprocha a Eduard Bernstein (quien había sido secretario de Friedrich Engels) su abandono de la ortodoxia marxista y de los fines revolucionarios de la socie-dad sin clases. Bernstein venía diciendo, en efecto, que era preciso revisar las conclusiones del marxismo revolucionario, que no era realista postular revolución alguna en el capitalismo, que este tenía capacidad de evolucionar y cambiar gracias entre otras cosas a una socialdemocracia que abandonando la fraseología revolucionaria, se entregara a una práctica reformista. La complejidad de la con-troversia quedaba refleja en una expresión con retruécano. Decía Bernstein que “el fin no es nada; el movimiento, todo” (Bernstein,

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1974). A ello respondía Luxemburg sosteniendo, al revés, que “el movimiento no es nada; el fin, todo” (Luxemburg, 1970).

La definitiva ruptura con el marxismo se produce en el famoso congreso de Bad Godesberg, del SPD alemán en 1959. Ya desde la segunda postguerra, la socialdemocracia o socialismo democrático vino siendo dominante en la izquierda en Occidente y también se había ido adaptando al funcionamiento del capitalismo a través del Estado del bienestar. La fórmula en la que habían de coincidir la socialdemocracia con la democracia cristiana fue la ya mencio-nada (capítulo II) economía social de mercado.

Con la llegada de la crisis y el desmantelamiento del Estado del bienestar, el socialismo se encuentra en un escenario nuevo y se juega su supervivencia si no es capaz de elaborar una interpreta-ción aceptable de la crisis como base teórica desde la que articular propuestas de superación de esta. Prevenir otras futuras es empe-ño que ya se da por inútil. Al abandonar el marxismo que era el último intento de construir una teoría general del capitalismo, la socialdemocracia carece de modelo alternativo a este aunque solo sea en el ámbito ideológico y especulativo. La política socialista democrática, por tanto, se reduce a un debate de políticas econó-micas dentro del marco de la economía de libre mercado a la que cada vez queda menos de social.

La hegemonía contemporánea de la razón neoliberal presen-ta todo recurso a políticas keynesianas como fundamentalmente erróneo y contraproducente. Renunciando al keynesianismo, la socialdemocracia busca refugio en el ámbito minimalista del racio-nalismo crítico popperiano, que consiste en un retorno a las polí-ticas reformistas graduales mediante un procedimiento de prueba y error, en el postulado no de una sociedad igualitaria sino de una menos desigualitaria; no de una alternativa al capitalismo sino de una forma menos inhumana de capitalismo o capitalismo menos depredador.

En este terreno de la ingeniería social gradual popperiana a través del racionalismo crítico se inscriben los recientes intentos de revisión doctrinal del socialismo bajo la forma de tercera vía (Giddens, 1999/Blair), el nuevo centro (Schröder) o el republica-

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nismo cívico (Pettit, 2009/Zapatero). Ninguno de ellos ambiciona ir más allá de las políticas coyunturales para una legislatura.

El socialismo aparece conceptualmente desarbolado frente al liberalismo. No frente al neoliberalismo pero solo en la medida en que esta ideología, siendo extrema, es con frecuencia acusada de consecuencias que tropiezan con rechazo general, incluso entre los mismos liberales. Es decir, el socialismo no entra solamente en con-troversia a causa de los factores específicos de aquella ideología, si-no de una serie de postulados humanistas que comparte con otras.

El comunismo

El comunismo, que fue una ideología política muy importante en el siglo XX, ha decaído considerablemente. El hundimiento de la URSS, el Estado que se originó con la revolución bolchevique y dotó de medios materiales e ideas al comunismo durante 75 años, ha sido decisivo en ese decaimiento. Durante esos 75 años del siglo XX, el mundo vivió por primera vez en la historia confrontado con la posibilidad de organizar la sociedad de un modo radical-mente nuevo, revolucionario. De ahí que el comunismo, al ser una alternativa real, tuviera gran importancia en todos los sistemas políticos del planeta.

El comunismo surge en el curso de la conocida escisión del so-cialismo con motivo de la Primera Guerra Mundial entre socialis-mos nacionales y el internacionalismo. El socialismo internacio-nalista rescata el nombre comunismo, que empleaba Marx en su famoso manifiesto, para distinguirse de los partidos socialdemó-cratas que apoyaban la guerra. Todavía bajo su antigua denomina-ción de Partido Obrero Socialdemócrata Ruso (bolchevique), los comunistas leninistas toman el poder en la Revolución de octubre y establecen el primer estado obrero del mundo. El segundo si se acepta la idea de Engels de que el primero fue la Comuna de París.

La fundación de la IIIª Internacional o Komintern en 1919 do-tó al Estado soviético de la jefatura de un movimiento comunista internacional, bajo su dirección que le permitió influir en la polí-tica de muchos otros Estados, le sirvió de poderosa maquinaria

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de propaganda y actuó como un semillero de conflictos, guerras y revoluciones.

La IIIª Internacional era el faro de la revolución mundial; la Unión Soviética la verdadera patria del proletariado mundial y los partidos comunistas eran, en parte, las divisiones a las órdenes del Estado Mayor mundial de la revolución, el Komintern.

Dirigido y mediatizado por la URSS. Allí se daba el “comunis-mo realmente existente”. La revolución bolchevique evolucionó a mucha velocidad hacia una forma autoritaria y dictatorial, una dictadura de partido único cuyos momentos ya habían sido pre-dichos por los críticos, primero Rosa Luxemburg y luego Trotsky: la voluntad del pueblo, secuestrada por el partido; la del partido, secuestrada por la dirección; la de la dirección por un solo dirigen-te (Luxemburg, 1970; Trotsky, 1971). Así se evolucionó desde el régimen relativamente abierto con Lenin hasta la dictadura omní-moda de Stalin.

La economía de planificación centralizada permitió un gran despegue económico e industrial de la Unión Soviética, que inició una carrera de competencia con los Estados Unidos en el terreno militar y en el comercial y económico durante el tiempo que se lla-mó “la guerra fría”. Esta pasó por diversos momentos de tensión y distensión, de exacerbación y apaciguamiento. Pero incluso en los momentos de distensión, como el que se dio en los años sesenta del siglo XX, a raíz de la “desestalinización” de 1953, el período de Krutschev, el supuesto esencial de la competencia era que las economías de planificación centralizada eran más eficientes que las de mercado libre o planificación indicativa. El propio Krutschev llegó a afirmar en la ONU que el sistema socialista “enterraría” al capitalista.

Aquella “distensión” krutscheviana fue paradójicamente el re-sultado de haberse llegado a un punto en la confrontación de la guerra fría muy próximo al estallido de una guerra nuclear. Fue durante el incidente de los misiles de Cuba en 1962. La guerra fría produjo un bloqueo de los sistemas políticos de la posguerra, en los que había partidos comunistas. Estos partidos comunistas estu-vieron siempre al servicio de la URSS, generalmente en sentido po-lítico, teórico, ideológico. Pero también en ocasiones en el práctico,

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a través de actividades de espionaje, como quedó demostrado en el caso de los famosos espías ingleses, los llamados cinco de Cam-bridge (Philby, Blunt, Burguess, MacLean y Cairncross), miembros del MI6 británico, servicio exterior de inteligencia y agentes so-viéticos al mismo tiempo y como también quedaría probado en parte durante los años del macartismo en los Estados Unidos, si bien es estos de modo menos concluyente por cuanto el propio macartismo tenía evidentes elementos de persecución ideológica que disminuía mucho su valor democrático.

En dos cuestiones fue siempre evidente la supeditación de los partidos comunistas occidentales a los intereses de la Unión Sovié-tica: las críticas al Estado del bienestar y la carrera de armamentos. En ambos frentes, los partidos comunistas actuaron siempre como brazos exteriores de la Unión Soviética y como portavoces de los intereses del Kremlin, muchas veces por encima de los de sus pro-pios países.

La crítica y oposición al Estado del bienestar, que arrancaba de la teoría del capitalismo monopolista de Estado (capítulo II) era, sobre todo, una actitud política. Se trataba de demostrar que la socialdemocracia colaboraba con el capitalismo en introducir unas reformas que, so pretexto de adoptar políticas económicas igualitarias y redistributivas, en realidad, servían para desactivar el potencial revolucionario de la clase obrera e impedir la transición del capitalismo al socialismo. En el fondo, el Estado del bienestar era una forma de impedir el advenimiento del comunismo basado en los privilegios de una aristocracia obrera propia de los países occidentales más desarrollados.

En cuanto a la carrera de armamentos entre los Estados Uni-dos (y sus aliados de la OTAN) y la Unión Soviética (y los suyos del Pacto de Varsovia) era poco lo que los partidos comunistas occidentales tenían que decir que no fuera justificar las distintas actitudes del gobierno soviético y las fórmulas en que se fueron articulando. La crítica comunista fue la contenida en la teoría del exterminismo que es la formulación conceptual de aquella forma de equilibrio del terror que se llamó Destrucción Mutua Asegura-da, MAD, en sus siglas en inglés.

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En los años sesenta, el comunismo vivió su ruptura más es-pectacular entre la URSS y la China. Ruptura que afectó al movi-miento comunista internacional, pero no como se esperaba. China estaba interesada en debilitar a la URSS y conquistar su perfil pro-pio. Pero no en reproducir el modelo de expansión y hegemonía soviética creando, por ejemplo, la Vª Internacional, ya que la IVª era la trotskista. Esta escisión del movimiento comunista interna-cional entre un sector moderado o conservador (seguidor de los soviéticos) y otro más radical (seguidor de los chinos), provocó a su vez escisiones reflejas en casi todos los partidos comunistas occidentales, entre quienes se adaptaban a las pautas democráticas de funcionamiento (los prosoviéticos) y quienes aspiraban a poner en marcha un proceso revolucionario (los prochinos). Esa escisión se materializó en un recurso a la violencia a través de organizacio-nes armadas terroristas que imitaban los movimientos de libera-ción nacional del Tercer Mundo y que actuaron en diversos países europeos durante los años setenta y ochenta hasta su desmante-lamiento por la policía. Los más conocidos fueron la Rote Armee Fraktion (Fracción del Ejército Rojo) en Alemania, las Brigate Rosse (Brigadas Rojas) en Italia, los Zengakuren en el Japón y el Frente Revolucionario Antifascista y Patriótico (FRAP) en España.

Con el hundimiento de la URSS, el comunismo ha perdido re-pentinamente su referente esencial y se ve en la obligación de rein-ventarse. La tarea es harto difícil, sin embargo, porque, a pesar de los muchos años transcurridos del fin del comunismo “realmente existente”, ningún teórico comunista ha ofrecido una explicación del fenómeno, siendo así que está obligado por tratarse de una ideología basada en el marxismo, cuyo postulado esencial es que la historia evoluciona según leyes independientes de la voluntad de los hombres y determinables por procedimientos científicos. Las ciencias sociales, la ciencia política en concreto, no fueron capa-ces de prever el fin repentino del comunismo pero después han acumulado un cuerpo doctrinal explicativo del fenómeno bastante considerable. No así el marxismo, sobre todo el comunista, que, además de no prever el hundimiento de la URSS, tampoco ha ela-borado explicación alguna de este proceso, cuya importancia para la historia posterior de la humanidad no puede exagerarse. Esta

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carencia de capacidad explicativa de sus propios fenómenos no augura nada bueno en cuanto a las posibilidades de supervivencia del comunismo como ideología política, en especial porque lo deja desprovisto de toda posible base de apoyo o referencia a la hora de justificar sus programas electorales en las opciones democráticas de sus sociedades.

El anarquismo

Es problemático considerar sin más el anarquismo con una ideolo-gía política. Que sea ideología parece claro por cuanto presupone un conjunto de ideas que se organizan según algún tipo de sistema y que son congruentes. Que sea ideología política es cuestión que requiere de cierto matiz. Los anarquistas suelen considerarse a sí mismos como ácratas y por acracia debe entenderse, como indica el nombre, un sistema en el que no hay poder. Pero el poder es el elemento nuclear de la política. Desde este punto de vista no cabe considerar a los anarquistas en sentido estricto como seguidores de una ideología política porque el Estado al que aspiran es aquel en el que, no existiendo el poder, no hay política.

Lo que suele hacerse para incluir al anarquismo entre las ideo-logías políticas es considerar su actividad en la lucha por el logro de sus ideales. Para luchar en pro de una sociedad sin política es necesario emplear medios políticos. Esta necesidad permite clasifi-car al anarquismo transitoria o coyunturalmente entre las ideolo-gías políticas y explica así mismo por qué cuando el anarquismo actúa socialmente y busca alianzas suele hacerlo en los territorios de la izquierda, siendo así que también podría hacerlo en los más extremos de la derecha, en concreto en los ya mencionados ultrali-berales del “anarcocapitalismo” del partido libertario al estilo del de los Estados Unidos.

Al igual que el socialismo, el anarquismo va a buscar su abo-lengo a la antigüedad clásica y a las doctrinas filosóficas más ra-dicales, desde los cínicos, los epicúreos o los cirenaicos hasta el estoicismo, con su concepción iusnaturalista y cosmopolita con las que el anarquismo se siente identificado. También encuentra

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sus antecedentes, como los socialistas, en los movimientos mile-naristas y su culminación en algunos episodios insurreccionales, conspirativos y terroristas del siglo XIX.

La primera formulación filosófica del anarquismo procede del utilitarismo y el radicalismo ingleses de fines del XVIII. En respues-ta por un lado a los acontecimientos de la Revolución francesa y también de la reacción de Edmund Burke en sus Reflexiones sobre la Revolución francesa, Godwin escribió su obra más importante, Una investigación sobre la justicia política, que, por acuerdo ge-neral, contiene la primera exposición sistemática del anarquismo y de la visión de una sociedad sin Estado (Godwin, 1985). No hay maldad en la naturaleza humana, sino en las instituciones sociales que la conforman. La naturaleza humana es perfectible y llegará un momento en que las sociedades estén habitadas por personas autónomas e independientes, libres de toda relación de domina-ción y en las que nadie pueda someter a otro bajo ningún concep-to. Siendo hombre ponderado en su razonamiento, Godwin decía haber trazado la imagen de una sociedad anarquista o, cuando menos, miniarquista, en fórmula que recuerda la teoría del Estado mínimo, de Nozick.

Tal es el objetivo general trazado por Godwin. Cómo se llegue hasta él y qué configuración más concreta pueda tener ya depen-derá de las distintas condiciones de actuación, las cuestiones co-yunturales, los factores culturales y hasta los aspectos psicológicos de la personalidad de los actores. Se ofrece así una posible clasi-ficación de las corrientes anarquistas en cuatro direcciones que a su vez pueden cruzarse entre sí: todos pertenecen a la gran familia anarquista y reconocen la paternidad de Godwin pero son muy diferentes unas de otras. Las cuatro grandes corrientes anarquistas son la individualista, la colectivista, la pacífica y la violenta.

La corriente individualista, cuyo modelo paradigmático es El único y su propiedad, de Max Stirner lleva a sus últimas conse-cuencias el principio de autonomía individual de Godwin, de for-ma que se postula un individuo que pretende prescindir del orden social, que no está obligado a obedecer ninguna ley que no sea la suya propia y que debe sobrevivir en una organización colectiva

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cuya fuerza de obligar es negada sistemáticamente por el agente (Stirner, 2004).

La corriente colectivista, cuyo principal representante es Kro-potkin, tiene elementos comunistas. El principio que anima todo orden social es el de la ayuda mutua y el trabajo en común (Kro-potkin, 1977). No tiene nada de extraño que Kropotkin fuera a residir a la Rusia bolchevique al final de sus días. La economía colectivizada parecía llevar en su seno la promesa de realización de sus propuestas en La conquista del pan, un cuarto de siglo antes.

La corriente pacifista pone el acento no en la forma de orga-nizar el orden social del futuro (según criterios individualistas o colectivistas) sino en el carácter de los medios que se aprestan para conseguirlo. Henry David Thoreau, el creador de la desobediencia civil, plantea una justificación moral para el enfrentamiento entre el individuo y el Estado. Cuando el Estado acude a medios que el individuo considera inicuos o inaceptables en conciencia, está legi-timado para resistir a la tiranía de aquel, desobedeciendo las nor-mas pero de modo pacífico y aceptando de antemano la sanción que toda desobediencia conlleva por cuanto su oposición no es al régimen en su conjunto, sino a determinadas actuaciones (Tho-reau, 1993). De hecho, cuando el ejemplo de Thoreau se extendió por el mundo y agarró en León Tolstoy y, sobre todo, en Mahatma Gandhi pudo verse que uno de los pilares esenciales de la desobe-diencia es que el Estado y el resistente compartan un territorio co-mún de legitimidad en el que cabe evaluar las actividades ambos.

Gandhi puso fin al imperio británico en la India y consiguió la independencia del subcontinente operando en los intersticios que el Estado de derecho británico permitía a la acción de las fuerzas opositoras. Desde entonces algunos sistemas políticos, como la vi-gente Constitución alemana, reconocen el derecho de resistencia y otros han acabado confrontados a experiencias de hecho que los han obligado a tratar la desobediencia civil y la resistencia pacífica como un problema específico, necesitado de soluciones nuevas.

La corriente violenta (Bakunin, 1973; Malatesta, 1977), parte del principio de que las injusticias sociales no son producto del azar ni de fuerzas naturales sino de relaciones de explotación de unos hombres por otros, justificadas por los teóricos, intelectuales,

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periodistas, comunicadores y profesores universitarios y defendi-das por la fuerza de las armas a través de un complejo sistema de represión que empieza en la policía y culmina en el ejército, con-tando igualmente con una serie de jueces y tribunales y cárceles y todo tipo de establecimientos penitenciarios. Quien se enfrente a este sistema represivo desarmado bien porque haya creído los cantos de sirena del anarquismo pacifista o porque se haya tomado en serio los cauces que el mismo orden represivo establece para tramitar los conflictos en su seno, estará condenado al fracaso. Desde este punto de vista la única actitud con perspectivas de éxito es la revolucionaria, insurreccional, con empleo de la violencia y el terror.

Las teorías con que el anarquismo violento pretendía justificar sus acciones eran las de la “propaganda del hecho” y la “acción directa” que venían a ser sustancialmente lo mismo. La sociedad es una lucha de exterminio entre clases y la clase trabajadora debe protegerse contra los patronos, los reyes y militares con sus mis-mos métodos. Esta actividad violenta y terrorista alcanzó especial resonancia a fines del siglo XIX y primeros del XX. En España, por ejemplo, se contabilizaron tres magnicidios consumados a ma-nos de anarquistas (asesinatos de Cánovas, Dato y Canalejas), sin contar los que se quedaron en tentativa en unos 25 años, mientras que es bastante habitual sostener que la primera guerra mundial estalló a causa de un atentado anarquista en Sarajevo. Las formas violentas del anarquismo dan lugar también a la adopción de ac-tividades violentas, de empleo de las armas y el terrorismo para conseguir fines políticos que también caracteriza el terrorismo del siglo XX y el actual.

El nacionalismo

Con el nacionalismo tropezamos con otra ideología de difícil en-caje en una tipología de estos fenómenos. Ello se debe a que, así como las demás ideologías de articulan en torno a abstracciones, como la libertad, el colectivismo, el pacifismo, la ausencia de poder o unos valores llamados republicanos, el nacionalismo postula la

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existencia de un ente al que profesa adhesión y en torno al cual gi-ra toda su actividad, que es la nación, con la idea de que esta tenga algún tipo de existencia objetiva.

Sin embargo, resulta que todos los intentos de definir el concep-to de nación de acuerdo con unos criterios objetivos o empíricos, más o menos determinables, como la lengua, la historia, la cultura, la religión o la raza, han fracasado. La pretensión de definir el con-cepto de nación es inútil, básicamente porque la nación no es un concepto sino un sentimiento.

El nacionalismo es la ideología política que pone este senti-miento de nación por encima y delante de cualquier otro factor, incluido el juicio ético del nacionalista. Como tal se entiende más que como una ideología como una metaideología política. Lo cual tiene su lógica pues así como las ideologías políticas discrepan en el modo de organizar e instrumentalizar el poder político, el Es-tado, el nacionalismo consiste en la pretensión de que haya un Estado, con independencia de cómo se organice y con qué fines. Resulta así que es posible ser nacionalista y, al mismo tiempo, libe-ral, socialista, anarquista, republicano, fascista, etc.

Cabe igualmente el supuesto de quien es solamente nacionalis-ta. Los estudios sobre nacionalismo suelen partir de la hipótesis de este tipo de sujeto como el sujeto nacionalista por excelencia. Sin embargo, la experiencia muestra que no es el caso sino el contra-rio. El nacionalista “puro” por así decirlo equivale al ciudadano que carece de toda ideología política, el apolítico, que, según las estadísticas es minoritario.

Los estudios sobre nacionalismo suelen distinguir dos tipos o modelos: el de raíz alemana y el de raíz francesa.

El nacionalismo alemán está basado en una idea de comunidad espiritual. La nación alemana en Europa ha estado basada siem-pre en factores culturales, espirituales, el Volksgeist o espíritu del pueblo que es también nación por cuanto en alemán, Volk significa ambas cosas. Que solamente en tiempos de alteración, guerras y conquistas haya conseguido la nación alemana organizarse bajo la forma de un solo Estado no obsta para que el nacionalismo ale-mán siga articulándose como una comunidad, una Gemeinschaft en la distinción de Tönnies.

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El nacionalismo francés tiene otra estirpe, más política. La nación no identifica a todos los miembros desperdigados de una comunidad que anhelan vivir juntos, aunque estén separados por fronteras políticas, sino a un pueblo unificado, residente en un único territorio, en lucha por sus derechos contra el monarca ab-soluto. La nación francesa es el pueblo francés como titular de la soberanía, es decir como ente autónomo, dueño de sí mismo. Es un nacionalismo liberal, sostenido en la reivindicación popular nor-malmente expresa en una constitución.

Con el tiempo, ambas formas de nacionalismo han acabado fu-sionadas en una sola como se sigue de la doctrina del “patriotismo constitucional”, precisamente elaborada por un alemán (Sternber-ger, 2001) quien postula el principio de que el patriotismo implica una actitud de lealtad a la constitución, que es la que nos convierte en sujetos de pleno derecho en condiciones de igualdad. El patrio-tismo constitucional es la condición de la vida ciudadana digna en un orden político.

Junto a esta primera división, suele señalarse otra de muy dis-tintas ramificaciones, la que se da entre el nacionalismo político y el nacionalismo cultural, que parte de dos ideas distintas de na-ción, la nación política y la nación cultural. En esta segunda divi-sión puede darse cierta imprecisión. A primera vista, la dualidad tendría que emparentarse con los dos nacionalismos, el de estirpe alemana, coincidente con el elemento cultural y el de estirpe fran-cesa, coincidente con el político. Pero el paralelismo no es afor-tunado ya que la primera división entre nacionalismo alemán y francés hace referencia al origen y justificación del nacionalismo mientras que la segunda, entre el nacionalismo cultural y el políti-co se refiere al alcance de las competencias y jurisdicciones de los órdenes nacionales. En otros términos, el nacionalismo cultural hace referencia a una peculiaridad de carácter espiritual que no as-pira a constituirse en Estado propio, mientras que el nacionalismo político parte precisamente de la formulación de un programa de constitución de un nuevo sujeto político en posesión de todos sus poderes. De ahí que la clasificación entre nación cultural y nación política dibuje más una interacción fluida que una oposición rígi-da. La relación entre la nación política y la cultural puede adoptar

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formas diversas, desde la centralista de un Mazzini (1950) a la “federativa” de un Proudhon (2003) o un Pi i Margall (2009).

Esta situación alumbraría el nacimiento del llamado “principio de las nacionalidades”, según el cual, toda nación cultural tiene el derecho a constituirse en nación política o Estado (Blas, 1984). El asunto mostró todas sus dificultades cuando, a raíz de la primera guerra mundial, el presidente Woodrow Wilson vino a Europa a aplicar su plan de paz y reorganización de Europa y del mundo que se contenía en sus famosos 14 puntos que se basaban en esta concepción del principio de las nacionalidades sin hacerlo explí-cito (Wilson, 1918). Con estos 14 puntos se pretendía cimentar un orden internacional estable, pacífico, permanente, que hiciera justicia a aquella explicación de la primera guerra mundial, según la cual era la guerra para acabar con todas las guerras.

La autodeterminación quería resolver los problemas de los imperios centroeuropeos, pero acabó afectando a todos ellos. Su aplicación a Centroeuropa y el imperio turco dejó más problemas sin resolver que los que resolvió. Sirvió para la descolonización a raíz de la segunda guerra mundial y la consiguiente desaparición de los imperios europeos ultramarinos. Luego se invocó durante el hundimiento del último imperio del mundo, el de la URSS. En casi todos los casos, los imperios han explosionado como bombas de racimo liberando naciones anteriores, sojuzgadas o creando otras.

En muchos casos, el principio de autodeterminación, recogido en diversos instrumentos internacionales como derecho de los pue-blos coloniales o sometidos a tutela, ha seguido actuando. Hoy son varios los puntos del planeta en que se replantea una actualización de este que en gran parte supera los límites impuestos por el reco-nocimiento de un derecho únicamente en el caso de pueblos colo-niales o de minorías culturales maltratadas por el Estado central. Son laboratorios, por decirlo así, de gran interés para la ciencia política, en los casos de Quebec en el Canadá, Escocia en el Rei-no Unido y Cataluña en España, en donde se dan realidades que pugnan por romper los límites conceptuales de la doctrina de los derechos y su titularidad.

El término “nacional” tiene una interesante derivación en polí-tica. Siempre que haya un problema de irredentismo, lo más lógi-

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co es esperar la aparición de un partido nacionalista. La cuestión reside en explicar qué alcance tenga el adjetivo “nacional” en el nombre de un partido cuando no hay problemas de irredentismo. La designación “nacional” suele darse en partidos de derecha y de agudizado autoritarismo. El recurso a la nación parece tener una fuerte connotación colectivista a la par que autoritaria. Que suelan ir de consuno es materia digna de reflexión. La nación es un ente supraindividual al que cabe sacrificar precisamente la vida de los individuos. Leviatán, Moloch, Behemoth, los monstruos bíblicos que devoran a los individuos y suelen identificarse con el Estado, no son el Estado sino la nación. Por eso, los partidos más extre-mos, a veces propensos al uso de la violencia contra los enemigos políticos, suelen llamarse “nacionales”. La nación lo justifica todo.

El fascismo

Consideramos aquí el fascismo como análogo al nazismo, advir-tiendo de las divergencias cuando se den. El fascismo es una ideo-logía política de extrema derecha. Aunque su teóricos suelan esfor-zarse en negar la vigencia de la dualidad izquierda/derecha, todos los elementos componentes de la ideología son de derecha.

Su característica esencial es su veneración de la tradición y el pasado. A veces se dice que esto es falso y que fascismo tiene un elemento componente futurista, contradictorio con este supuesto. Ciertamente muchos futuristas eran fascistas, empezando por el fundador del movimiento, Marinetti y, como tales, despreciaban el pasado y solo se interesaban por el porvenir. Pero estas proclamas solían ser falsas: el fascismo italiano busca sus referentes ideoló-gicos en la tradición romana. Hasta el nombre fascismo deriva de los fasces de los lictores romanos. El nazismo alemán también hablaba del Reich de los mil años, pero buscaba su legitimación en el pasado y la tradición mitológica germánica. La Walhalla es el monumento nazi por excelencia.

El fascismo español, también impregnado de futurismo, busca sus raíces y sus símbolos en los Reyes Católicos, con el yugo y las flechas y a veces más atrás, en el rey San Fernando y aún antes,

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con Recaredo y la renuncia al arrianismo que permite la expan-sión confesional a la que alude la expresión nacionalcatolicismo, no enteramente atribuible a la Falange, el típico fascismo español, pero tampoco tan alejada de él, como se ve en su idealización del español “nacional” como mitad guerrero, mitad soldado.

Esta observación nos pone sobre aviso de otra característica del fascismo: la distancia entre la retórica y la realidad. El fascismo, como el comunismo, construye discursos puramente propagandís-ticos. Lo esencial no es la veracidad de lo que se dice sino si consi-gue el efecto que se busca en la movilización de la gente. De aquí que se utilice ideológicamente el lenguaje y los símbolos de otras ideologías, el socialismo o el anarquismo. Los nazis se llamaban a sí mismos socialistas y los falangistas se apropiaron de los colores del anarcosindicalismo español para hablar de su “revolución na-cionalsindicalista”.

Se observa aquí la manifestación de lo que se apuntaba en el epígrafe anterior, esto es, que el uso de adjetivo nacional tiene una connotación conservadora, reaccionaria, e incluso fascista que no tiene mucho que ver con el nacionalismo propiamente dicho.

El respeto y hasta la veneración del orden, la jerarquía y la au-toridad es otro valor fascista propio de la derecha. Su estilo militar, se lleva al extremo. Los fascistas suelen uniformarse y mostrar-se militarizados. Su retórica encendida les hace configurar la vida ideal como una milicia. Hay aquí también otra analogía lejana con el comunismo. Aunque este no adopta atuendos castrenses, el verbo militar en la organización es muy importante en su autocon-cepción vital.

La aceptación incuestionada de la economía de libre mercado hace al fascismo especialmente bienquisto por los empresarios, que son quienes suelen financiar estos movimientos. La sublevación del general Franco y su guerra fue financiada por grandes fortunas españolas, de industrales, banqueros y terratenientes. También el nazismo contó con el apoyo económico de la gran industria alema-na. Añádase la supresión de las libertades sindicales y derechos de los trabajadores así como unas relaciones laborales de semiesclavi-tud y se tendrá el sistema productivo fascista como una economía

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parcialmente de libre mercado y parcialmente constituida como un capitalismo captor de rentas del Estado militarmente garantizada.

El fascismo tiene un elemento totalitario. Sobre el totalitarismo se ha escrito mucho. Su primera teórica de importancia, Hannah Arendt, una exiliada alemana que investiga sus orígenes, lo analiza como producto de la expansión imperial de los Estados, se con-centra en el nazi y el comunista y los distingue del fascismo en que este no exige una supeditación tan completa al Estado (Arendt, 1999). Otros teóricos alemanes, también exiliados, contribuyeron a la elaboración del concepto: Neumann, 1984; Sternberg, 1970, etc. Durante la guerra fría, el totalitarismo alcanzó un grado consi-derable de consenso en cuanto categoría válida para el análisis del nazismo y el comunismo, aunque siempre quedaron algunas voces críticas que siguieron acusando al concepto de ser en sí mismo un producto ideológico de la guerra fría.

La estatolatría del fascismo hace a esta ideología repugnante a ojos de los liberales, incluso en sus aspectos más conservadores. El fascismo es derecha, pero es extrema derecha, enemigo del Estado de derecho y partidario de la dictadura entendida como tiranía personal del Duce, el Führer o el caudillo. Por eso, en último tér-mino, a pesar de todos los análisis sobre los orígenes del fascismo que lo reputan producto de la burguesía y de los partidos de la derecha, estos acabaron combatiéndolo en los campos de batalla y adoptando medidas legislativas en su contra en tiempos de paz. Es-te extremo es algo muy importante en la conciencia de la derecha. Todo fascismo es de derechas, pero no toda derecha es fascista.

La discrepancia es lógica en el terreno teórico. Aunque el fascis-mo arbitre un libre mercado enteramente favorable a los empre-sarios y desfavorable a los trabajadores, la continua interferencia del poder político en la sociedad civil acaba siendo disfuncional para el propio mercado. El fascismo es corrupción a gran esca-la y, por tanto, contrario al desarrollo económico liberal. La idea de que el libre mercado necesita de la democracia y, a la inversa, que la democracia requiere libertad de mercado suele presentarse como una justificación ideológica de la democracia liberal, pero es indudable que tiene cierta fuerza de convicción, basada en la experiencia práctica.

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El fascismo suele ser racista, belicista y expansionista con po-líticas de conquista y agresión en tiempos de guerra. En tiempos de paz frecuentemente elabora discursos xenófobos, especialmente en la época contemporánea en que los movimientos migratorios generalizados por razones económicas, políticas y/o militares pre-anuncian sociedades crecientemente multiculturales. El elemento racista, que suele acompañar al fascismo, se mantiene, aunque di-simulado, en el planteamiento que vacía los prejuicios raciales en el molde cultural. Ya no es la pureza de la raza lo que se pretende salvaguardar sino la de la cultura. En el fondo, se quiere decir lo mismo. Por lo demás, esta forma de racismo atenuado que se evi-dencia en la xenofobia cultural tiene las mismas relaciones ambi-guas con la violencia que el racismo de rancia estirpe y está tan in-clinada a la práctica de la intimidación y el terrorismo como aquel.

Más problemática parece ser aquí la aparición de elementos xenófobos en ideologías de izquierda, siempre al amparo de esos movimientos migratorios masivos que son vistos como amenazas. Resulta interesante que, a veces se acuda al concepto de nacio-nalbolchevismo para designar a aquellos votantes comunistas que mantienen discursos xenófobos o contrarios a la inmigración. Bue-na ocasión, por lo demás, para recordar la connotación autoritaria de lo “nacional” cuando no está en el origen de uno u otro nacio-nalismo.

La derrota de los fascismos en la segunda guerra mundial aca-rreó la mala fama de esta ideología. Los juicios de Nürnberg sen-taron la base problemática de una justicia del vencedor, sí, pero basada en consideraciones que, andando el tiempo, darían lugar a la muy progresista propuesta de la jurisdicción penal universal. Esta propuesta tiene mucha enjundia pues obliga tanto a los justi-ciables como a los jueces. Un Estado gobernado tiránicamente no puede ejercer esa jurisdicción.

El populismo

El populismo reviste tantas formas que se desespera de encontrar un concepto único de aceptación general. Y lo hay, no es difícil.

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Basta acudir al origen y la etimología. Los primeros populistas con nombre de tales son los llamados Narodniki rusos, esto es, los miembros de la organización de rasgos anarquistas Narodnaia Volya o “voluntad del pueblo”. Sin duda esta idea del pueblo su-friente que debe sublevarse contra su infortunio y castigar a los culpables es muy antigua. Pero los primeros en teorizarla son los rusos y de ellos procede el nombre de populismo.

Populismo se consideró también el People’s Party de los Estados Unidos a fines del XIX. Su planteamiento esencial era la política agraria y el peso que esta debiera tener en el conjunto de la política económica de la nación. La peculiaridad de la posición de los agri-cultores en prácticamente todos los sistemas políticos occidentales adquiere aquí carta de naturaleza cuando se los identifica con el conjunto del pueblo.

Posteriormente, reciben el nombre de populismos los movimien-tos latinoamericanos, al estilo del Aprismo de Haya de la Torre, el laborismo, de Getulio Vargas o el justicialismo, de Juan Domingo Perón. Son los populismos más famosos y sobre los que más se ha teorizado. En mayor proximidad al tiempo actual como populis-mo suele conceptuarse también el sandinismo nicaragüense.

Los demás movimientos que reciben este nombre lo hacen por vía metafórica. Se viene llamando populistas a todos los movi-mientos reivindicativos que no encajen en las formas de los siste-mas tradicionales de partidos.

Aquí y allí se han considerado populistas movimientos que más eran nacionalistas o de otra índole, mostrando así que las fronteras entre unos y otros suelen ser porosas, por ejemplo el boulanguismo en Francia o el caso de los brotes de populismo en distintos países europeos, cuyo ejemplo más destacado es el del Partido Popular danés (Dansk Folkeparti). Igualmente es de interés para el politólogo cómo la existencia de la Unión Euro-pea con sus vagas resonancias cosmopolitas y poco nacionalistas, es caldo de cultivo para el nacimiento de formaciones políticas de carácter populista, como el Partido de la Independencia del Reino Unido, PIRU (United Kingdom Independent Party, UKIP), con (escasa) representación en la Cámara de los Comunes y en el Europarlamento.

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En general, la base filosófica del populismo se origina en las reflexiones al estilo de escucha, hombre corriente. Es la llamada a una conciencia nacional-popular, personificada en el hombre in-significante, en el individuo componente de una masa, un discurso muy al estilo del “escucha, hombrecillo” (Listen, Little Man), de Wilhelm Reich, cuando este se encontraba ya en los Estados Uni-dos y en el declive de su influencia intelectual (Reich, 1972). El po-pulismo es el intento de sublevar a los de abajo, a los que padecen explotación económica y opresión política. Es, en realidad, una última derivación de la teoría de las élites. La minoría “egregia” moviliza a la masa del pueblo, atendiendo a sus necesidades que no solamente son de carácter económico, sino también espiritual y simbólico.

En la sociedad mediática, los rasgos populistas de determi-nadas opciones derivan de su forma misma de organización, a través de los medios. Se habla así de media parties y los casos más conocidos son los de Ross Perot y Silvio Berlusconi en donde si bien el primero fracasó antes de iniciarse, el segundo triunfó en varias ocasiones y transformó radicalmente el sistema político italiano. La cuestión es si cabe calificar a Berlusconi de político populista. Y lo mismo cabe decir de otra reciente opción italiana, el movimiento Cinco Estrellas del caricato, cómico y político ita-liano Giuseppe Grillo.

Populismo es también la acusación que se hace a algunas de las formaciones políticas más recientes en España, Podemos por un lado y Ciudadanos por otro. La acusación, sin embargo, no está clara en sí misma. Ambos hacen un llamamiento al “pueblo”, a la “gente”, huyendo de determinaciones de clase, cultura o religión y dividiéndolos en categorías dicotómicas que se consideran de validez universal, como la de los ciudadanos honrados frente a los corruptos o los de abajo frente a los de arriba, un poco en la estela de la teoría postulada por Ernesto Laclau y su idea de los “signifi-cantes flotantes” (Laclau, 2005).

Esta acusación, sin embargo, es problemática, tiene una con-notación interesada muy fuerte, de concepto-instrumento en el curso de un conflicto y un debate políticos, pero nada inequí-voco, porque el concepto de populismo se ha hecho difuso y los

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mismos que lo emplean como arma arrojadiza contra sus ad-versarios, en concreto los partidos institucionales, incurren en aquello que critican. Es saber convencional en la ciencia política (capítulo III) que, debido a diversas causas, los partidos tradicio-nales han acabado convertidos en “partidos de todo el pueblo” o catch-all parties (Kirchheimer, 1966) para distinguirse de las formaciones partidistas habidas hasta entonces en la historia, co-mo partidos de notables y, sobre todo, partidos de clase. Desde el momento en que el sufragio se hace universal, tiene poco sentido restringir la petición de voto a sectores específicos renunciando así de antemano a la posibilidad de conseguir la mayoría. El inte-rés por el populismo ha aumentado en el momento en que hasta sus últimos partidarios han renunciado a la idea de que la clase como sujeto colectivo pueda ser protagonista de la historia. El concepto de clase es muy útil como instrumento heurístico, pero no da resultado cuando se emplea como mecanismo de transfor-mación de la realidad social.

El populismo implica que el sujeto de la historia es el pueblo. La muchedumbre, la multitud. Quienes hasta hace poco aceptaban la validez de los postulados clasistas a la hora de establecer pro-puestas de acción política y social, habiendo presenciado el fracaso de la concepción de la clase como sujeto histórico, han retorna-do al concepto de multitud que aparece ya teorizado en Espinoza (1951) y se afianza en las concepciones del historiador noruego Rudé (1998). Hoy, la acción colectiva y los posibles cambios so-ciales deben esperarse de la incidencia de las multitudes (Negri/Hardt, 2005).

Un paso más allá, como corresponde a la irrupción de las nue-vas tecnologías de la información y la comunicación en los siste-mas políticos actuales y a la prevalencia de la ciberpolítica en el mundo contemporáneo, nos encontramos con el muy prometedor concepto de muchedumbres inteligentes (Rheingold, 2002), como aquel agregado de decisiones individuales en un ciberespacio ca-racterizado por un acceso ilimitado y gratuito a la información en un contexto de redes distribuidas.

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Las ideologías político religiosas

La relación entre la religión y la política que se pierde en la noche de los tiempos, es sumamente aleccionadora. En muchos momen-tos y durante periodos muy largos en diversas culturas han ido unidas. Los faraones egipcios fueron identificados al principio con el dios Horus; luego, fueron considerados hijos de Ra, dios supre-mo y finalmente se los identificaba con Osiris. Siempre después de su muerte. Las apoteosis de algunos emperadores romanos a partir de Decio, eran eso mismo, deificaciones. A veces coincidían los poderes espirituales y los terrenales en una sola persona, como sucedía con el cesaropapismo del Imperio bizantino. Abundan los ejemplos. Las relaciones entre el Imperio y el Papado en Occidente fueron tumultuosas durante siglos, como se prueba con la guerra de las investiduras. Y la existencia de distintas formas de Iglesias nacionales o Iglesias y confesiones de carácter estatal se orienta en el mismo sentido.

La influencia de la religión en la política es evidente. De he-cho, las propias religiones, en cuanto administración material de creencias colectivas, son políticas, pues en ellas, se dan las mismas luchas por el poder que en cualquier otra colectividad. La observa-ción de que hay una diferencia radical en cuanto al objeto, siendo el de las religiones trascendental, no obsta para que los medios sean siempre inmanentes. El curriculum de todos los dignatarios de todas las iglesias está repleto de incidencias y situaciones políti-cas, de relaciones de poder que, como todas las de esta naturaleza, se desarrollan a través de cauces institucionales y fuera de ellos.

No obstante, lo habitual es tratar siempre de la influencia de la religión en la política. Y, efectivamente, una gran cantidad de con-ceptos actuales de política derivan de conflictos político-religiosos: la tolerancia, el derecho de resistencia, el tiranicidio, la libertad de culto, la iglesia nacional, el conformismo, las formas de decisión (la mayoría del capítulo III), la conservación del concepto de cons-titución, recogido del derecho romano, las formas de representa-ción y otros. Pero la influencia no se limita solamente a la pervi-vencia de unos conceptos, sino que abarca aspectos sustanciales de la acción política.

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Para considerarlos nos limitaremos a los ejemplos de los siste-mas políticos occidentales y sus relaciones con la religión cristiana en sus dos ramas de protestante y católica, dejando fuera otros casos como el de la rama ortodoxa del cristianismo y las otras dos religiones de la Biblia, el judaísmo y el islamismo que, por supues-to, ofrecen igualmente abundante campo a cualesquiera investiga-ciones sobre las relaciones entre la religión y la política.

En Occidente, después de siglos de conflictos y guerras en los que llegaron a invocarse fórmulas constitucionales como el cuius regio eius religio, poco a poco va produciéndose, a partir de la segunda mitad del siglo XIX, una separación entre la iglesia y el Estado. Esa separación dio lugar a veces a confrontaciones y con-flictos. El más conocido, el que enfrentó al Vaticano con el nuevo Estado italiano de la unificación de Cavour y Garibaldi en 1870. Al no reconocer la Santa Sede tal Estado, no se autorizaba la partici-pación de los católicos en política. Posteriormente, al normalizarse la situación, pero seguir separadas ambas entidades, los católicos creyeron oportuno organizarse políticamente y surgieron así lo movimientos de Acción católica que, en algunos países, derivaron en la formación de partidos demócrata-cristianos.

La democracia cristiana, en sus dos ramas, protestante y ca-tólica, ha sido determinante en la historia política del continente europeo (y en algún país latinoamericano, como Chile o Venezue-la) desde la segunda guerra mundial. Curiosamente en España y Francia, países católicos, aunque con grados muy distintos de lai-cidad o separación entre las iglesias y el Estado, no ha llegado a fraguar este tipo de partidos. En Francia hubo uno, el Mouvement de Rassemblement Populaire, MRP, que no sobrevivió a la IV Re-pública y en España se intentó en alguna ocasión poner en marcha un partido democristiano que no cristalizó porque su discurso cen-trista ya estaba monopolizado por el partido de los reformistas de la dictadura, la Unión de Centro Democrático, UCD y porque la jerarquía católica no acabó de ver con buenos ojos la participación de los creyentes como tales creyentes en política.

Es difícil adjudicar una u otra ideología política a la demo-cracia cristiana. Casi vale cualquiera. De hecho, no es infrecuen-te que haya penetraciones cristianas en otras ideologías políticas,

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habitualmente en las izquierdas, en el comunismo y el socialismo. Ello tiene que ver con la opción política radical del catolicismo en el caso de la Teología de la liberación, por ejemplo. Es un caso extremo pero las corrientes y comunidades cristianas de base que actúan en política y generalmente con objetivos emancipadores, de redistribución de la riqueza y de justicia social son numerosas. Muchas canalizan su acción a través de Organizaciones No Gu-bernamentales (ONG).

No siendo estos ejemplos de política de orientación izquierdista, siempre minoritarios, el cuerpo general de la democracia cristiana tiende a elaborar un discurso centrista. Dentro de ese ámbito del centro pueden desarrollar su potencialidad para la negociación los pactos, la integración. La democracia cristiana europea es, junto al socialismo democrático, la coautora del Estado del bienestar que todos consideran ahora un punto envidiable de equilibrio entre desarrollo y cohesión social. Pero dentro de la corriente hay sus di-ferencias. La rama más dada a la tradición del Estado del bienestar es la católica probablemente porque atiende a la doctrina social de la Iglesia, que tiene una vertiente más paternalista a la par que providencialista. La protestante mantiene una actitud más liberal clásica y es más proclive a encontrar acuerdos con las políticas de reforma neoliberales, contrarias al Estado del bienestar.

Hay un caso especial que merece consideración en cuanto a las relaciones entre el Estado y las iglesias, que es el de los Esta-dos Unidos. La separación entre los dos ámbitos, el civil y el re-ligioso, es tajante y consta expresamente en la Constitución. Sin embargo, la presencia de las confesiones religiosas y de la religión en general en la vida política es aplastante. Es difícil visualizar la candidatura a la Casa Blanca de un republicano o un demó-crata que dijeran ser ateos. En la cultura política de los Estados Unidos, estos han sido concebidos en libertad pero por Dios, en el que el pueblo confía, como atestiguan los billetes de curso le-gal. Para un político norteamericano pertenecer a una confesión, cualquiera, pero una es algo tan natural como el respeto a la ban-dera y al himno. Los elementos de identificación nacional tienen una fuerte connotación religiosa. Con libertad de cultos. Resulta, por tanto, un interesante ejemplo acerca de cómo, a veces, el so-

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porte material de una relación no guarda correspondencia con su profundidad o alcance espiritual.

4) EL PENSAMIENTO UTÓPICO

Incluir una consideración del pensamiento utópico en un capítulo sobre las ideologías políticas requiere algún tipo de explicación previa. ¿Qué relación puede tener la utopía con las ideologías po-líticas? Estas son discursos programáticos, muchas veces en tex-tos teóricos y filosóficos y aunque, a veces, haya que extraerlos de otros tipos de relatos literarios, por ejemplo o dramáticos, su cuerpo se encuentra algunos textos de tipo especulativo práctico, cuando no en informes oficiales o manifiestos.

La utopía en cambio, es el punto de engarce entre el pensamien-to político y otra actividad creadora del espíritu humano como es la literatura. Prácticamente todas las utopías son novelas. Excep-ción hecha de la República de Platón, las demás propuestas utópi-cas son narraciones ficticias. Desde la que da nombre, al género, la Utopía (More, 2004) hasta las últimas y más recientes, como las de Callenbach, por ejemplo, Ecotopia (Callenbach, 1975). Ficcio-nes literarias de límites imprecisos con otros subgéneros, como la ciencia ficción, la literatura fantástica o los libros de viajes más o menos fabulosos. Una cantidad considerable de utopías toman co-mo pretexto viajes extraños, como los de Gulliver o los de Cyrano de Bergerac a la luna y al sol (Bergerac, 2014) que, en realidad, prolongan una antiquísima tradición que se remonta a Luciano de Samosata quien escribió un viaje a la luna en el siglo II a.d.C. Esto explica por qué el auge del género utópico se da a partir de los siglos XVI y XVII, los de los grandes descubrimientos. En este conjunto abigarrado de influencias mutuas se dan algunos de los rasgos básicos políticos que forman el sustrato de las ideas polí-ticas como los vimos en el epígrafe primero de este capítulo. En Utopía prevalece el elemento colectivista mientras que en el caso de Robinson Crusoe, que no es una utopía, pero comparte elemen-

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tos con ellas, lo hace el individualista. En Mundo feliz se impone la mentalidad progresiva, innovadora, avanzada, mientras que en Erewhon, de Samuel Butler, lo hace la tradicional y hasta regresiva, hasta el extremo de que en ella se narra un episodio de destrucción de máquinas con el fin de conseguir que una colectividad no siga avanzando por el camino del progreso del maquinismo (Butler, 2012).

La vinculación del utopismo con la literatura no se limita a los viajes en el espacio, esto es, a los desplazamientos físicos sino que incluye también un género nuevo, el viaje en el tiempo, que da lugar a una familia propia dentro del género utópico, el de las ucronías. La primera obra de este cariz es El año 2440, de Louis Sébastien Mercier, un ilustrado francés que despierta de un largo sueño unos 670 años más tarde (Mercier, 2015). Posteriormente, el género haría fortuna y se escribieron otras obras ucrónicas, con desplazamientos hacia el futuro. El caso más conocido, aunque sin elementos utópicos, es el de Rip van Winkle, de Washington Irving (1961) y La máquina del tiempo, de H. G. Wells (Wells, 2009), pero lo más vinculados a las utopías por serlo ellas mismas son Mirando atrás, de Edward Bellamy (que dio origen a un curioso movimiento político-ideológico que se llamó nacionalismo, aun-que no tenía nada que ver con los nacionalismos considerados en el epígrafe anterior) (Bellamy, 2014) y El talón de hierro, de Jack London, en la que se prevé el nacimiento del fascismo en Europa (London, 2011).

Lo habitual en el pensamiento utópico es que las utopías re-cuperen una relación con las ideologías políticas en la medida en que la realidad que fabulan suele estar organizada de acuerdo con los postulados de alguna de ellas previa, como el comunismo, por ejemplo, la más frecuente, pero también el libre cambio o el anar-quismo. El pensamiento utópico viene a ser así una especie de ban-co de pruebas de las ideologías políticas, esto es, la forma en que quienes las inventan suponen que van a funcionar.

El primer socialismo fue calificado de “utópico” por los mar-xistas y de aquí arranca una consideración filosófica del utopismo que tiene su interés. El marxismo, impregnado del positivismo del siglo XIX quiso extraer el socialismo del ámbito del pensamiento

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político normativo en cuanto teoría del deber ser para convertirlo en una ciencia, basada en una concepción a su vez científica de la historia, el materialismo histórico. El empeño lo resumió muy bien Friedrich Engels cuando, ante la tumba de su amigo de toda la vida, Karl Marx resumió el sentido de la obra de este diciendo que había hecho por la filosofía y la historia lo mismo que Darwin por la biología: convertirlas en ciencia (Engels, 1974).

La pretensión cientificista no es muy convincente, sobre todo cuando se trata de un material tan contingente como el histórico. Pero no es óbice para que siga buscándose algún tipo de justifica-ción del saber histórico-político que permita predecir y orientar la acción de los seres humanos de algún modo. El filósofo judío marxista Ernst Bloch considera que la utopía materializa su “prin-cipio esperanza” (Bloch, 2007), que viene a ser como el nous de Parménides de Elea y esta idea de que todo pensamiento político debe tener un elemento utópico si quiere ser positivo y creador se encuentra en otras propuestas, como la de Marcuse de el fin de la utopía. (Marcuse, 1968)

La utopía viene a llenar el vacío que las ciencias sociales en ge-neral y la ciencia política en particular muestran en su incapacidad predictiva. Si no podemos predecir el futuro, como las ciencias ex-perimentales, nos lo inventamos. Ahora bien, esas invenciones, en cuanto propuestas teóricas, tienen una relación especial de retroali-mentación con los sistemas políticos reales y presentes. Nadie puede configurar un discurso que vaya más allá del horizonte conceptual de su tiempo y hasta en las más fantásticas fabulaciones de otros mundos laten los elementos conceptuales (ideológicos) del presente. El caso más evidente es el destino de la famosa novela de Orwell, 1984 que, publicada en 1948, no ha dejado de incidir de las más variadas formas en todo tipo de debates y controversias de carác-ter social y político de los siglos XX y XXI y, sobre todo en lo que se refiere a la relación entre política y medios de comunicación de masas. Orwell vivió en la época de mayor desarrollo de la propa-ganda como arma ideológica y eso se echa de ver en su descripción del mundo que le tocó vivir y en el que abundan conceptos que si-guen empleándose en las controversias actuales, como “neohabla”, el “pensamiento doble” o el “ministerio de la verdad”.

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Comparte estos rasgos con otras utopías contemporáneas tam-bién muy famosas, como son Nosotros (Zamiatyn, 1952), Mun-do feliz (Huxley, 1969) o Fahrenheit 451 (Bradbury, 1953). Todas ellas tienen un elemento en común: son distopias. Las sospechas de que las distopias tienen mayor incidencia sobre la realidad hu-mana que las utopías, sobre todo que las eutopías probablemente tendrá algún tipo de explicación que no parece venir avalado por la experiencia empírica. Al contrario. El verso manriqueano, con-vertido en saber convencional de que “cualquier tiempo pasado fue mejor” ha sido abundantemente desmentido por la realidad material y, aunque pretende conservar su fuerza de convicción se-ñalando que se trata de una experiencia subjetiva que todos com-partimos referente al modo en que consideramos nuestro pasado, ni ese hecho podemos dar por válido razonablemente. Al contra-rio, lo que todos los indicadores parecen señalar es que valorando la experiencia humana en su conjunto, cualquier tiempo pasado fue peor y no para unos u otros sectores sociales sino para el con-junto de la especie. El progreso es una realidad filogenética.

Dado que el valor de la literatura utópica viene siempre dado por el hecho de que contenga una crítica a la circunstancia pre-sente, esa preferencia por las distopias refleja un grado elevado de animadversión hacia ese presente. Los escritores políticos suelen tratar de protegerse cuando con sus críticas incurren en el despla-cer de los poderosos. Comprensible por lo demás, pues el compor-tamiento de tiranos y déspotas no es enteramente previsible y no es plato de gusto depender del capricho de la arbitrariedad. De ahí que, a la hora de formular sus críticas, admoniciones y agravios, recurran a artificios literarios. Uno de los más socorridos, en parte relacionado con la literatura de viajes, aunque estos sean imagi-narios, es el de fabular unos diálogos una correspondencia entre amigos en muy lueñes tierras. Las Cartas persas, de Montesquieu, inauguran el género y a él se sumaría luego don José Cadalso con sus Cartas marruecas (Cadalso, 1967). Son obras críticas con la realidad política del momento pero de cuya posible y negativa con-secuencia represiva el autor trata de librarse mediante el artificio literario de simular una situación imaginaria.

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Otro interesante factor del género utópico que apenas se subra-ya aunque sin duda debe tener su explicación y seguramente sus consecuencias es el hecho de que el género utópico sea abruma-doramente francés y anglosajón. No hay utopías en alemán (fuera de la Imágenes del futuro, de Richter, 2007), en italiano (fuera de La ciudad del sol (Campanella, 1953) o en español (fuera de la de Sinapia, atribuida con carácter póstumo a un espíritu ilustrado como Campomanes) y esa carencia de un género tan popular en el resto del continente europeo seguramente tendrá una explicación que deberá darse en el campo de la Sociología del conocimiento.

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V. COMUNICACIÓN, OPINIÓN PÚBLICA Y COMPORTAMIENTO POLÍTICO

1) COMUNICACIÓN E INFORMACIÓN POLÍTICAS

La política es una actividad teórica y práctica en torno al poder. El poder es una relación. En toda relación es esencial la mediación. Esta se hace habitualmente a través de la expresión articulada, o sea, la palabra, pero no solo ella. También hay comunicación mediante expresión no articulada. Lo esencial en la relación es la comunicación.

La comunicación presupone una interacción entre individuos, normalmente algunos de ellos, un grupo de personas. La situación ideal son dos: emisor y receptor. La teoría de la comunicación se hace más compleja cuando, junto a los dos originarios del diálogo se les añade un tercer elemento. No es lo mismo que el tercer actor del teatro griego, pero sí permite una mayor atención a la teoría por cuanto esta ha de prestar atención a una mayor complejidad

Es el momento en que el tercer factor se convierte en un media-dor o relé. Los estudios sobre comunicación experimentaron un gran avance con la teoría del modelo de dos pasos del flujo de co-municación, two steps flow model of communication (Lazarsfeld/Katz, 1979). El proceso comunicativo ya no era el binario de un emisor y un receptor, sino que se configuraba como un esquema triangular, esto es, emisor, mediador (los líderes de opinión) y el público receptor.

A partir de este momento, la comunicación política pasa a ser una subdisciplina de la ciencia política que ha adquirido una súbi-ta relevancia debido a la importancia de los intercambios informa-tivos en nuestras sociedades, que ha llevado a considerar estas co-mo “sociedades mediáticas”. En realidad esto ha sido así a lo largo de la historia y las sociedades humanas han dependido siempre de

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la posibilidad de transmitir información, hasta el extremo de que, cuando esta no ha estado presente, las sociedades se han extin-guido. Es cuando la comunicación se hace de masas y ese carácter impregna los medios cuando pasan a ser medios de comunicación de masas. El mayor responsable de la conversión de la sociedad en sociedad de masas ha sido el desarrollo económico, industrial y co-mercial. Por su propia naturaleza, la actividad industrial y comer-cial, necesita aumentar el consumo, la clientela, y esta solo crece en la medida en que se expande la información. Uno de los capítulos más importantes de la actividad productiva, industrial y comercial de nuestras sociedades es la publicidad, la actividad comunicativa por excelencia. Y en muchas ocasiones es muy difícil distinguir la publicidad de la propaganda.

Del mismo modo, siendo la política esencialmente conflicto en torno al poder, los conflictos han dependido siempre de la comu-nicación que de ellos se hace. La comunicación es una transmisión de una interpretación y está siempre al servicio del que la estable-ce, normalmente, las partes del conflicto. Comunicar un conflicto es interpretarlo. Cualquier ejemplo en la historia puede ilustrarlo. Uno oportuno tanto por su duración como por la incidencia que ha tenido en la historia de España, es el de la famosa leyenda ne-gra. El nombre fue una invención de un autor de comienzos del siglo XX, Julián Juderías, quien escribió un libro para refutarla en un espíritu muy frecuente en la historiografía española desde el siglo XVIII en adelante, según el cual, una de las manifesta-ciones más injustas de la decadencia española se debía a una le-yenda llena de mentiras, patrañas y propaganda difundida por las potencias enemigas en los conflictos y guerras de aquellos siglos, singularmente Holanda e Inglaterra, a las que a veces se adhirió Francia (Juderías, 1974). Según esta leyenda, España es un país bárbaro, atrasado, incivilizado que trata de someter a sangre y fue-go a otros pueblos y culturas, al tiempo que les roba sus riquezas. Así es como se interpreta la presencia española en América que, por el contrario, la historiografía nacional, a su vez, considera un timbre de gloria para el avance de la civilización y el cristianismo en el mundo. Dos interpretaciones de unos mismos hechos cuyas consecuencias llegan al día de hoy. Es importante señalar que las

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fuentes de esta leyenda negra fueron escritos esencialmente espa-ñoles, muy difundidos en el extranjero: los del Padre Las Casas sobre La destrucción de las Indias,(Casas, 1951), las Artes de la Inquisición española de Reinaldo González Montes, la Apología, de Guillermo “el Taciturno” y las Relaciones, de Antonio Pérez (Pérez, 2013n). De este modo, puede colegirse que lo que, en prin-cipio, se presenta como interpretaciones opuestas en un conflicto exterior, internacional entre España y sus enemigas, en realidad, traduce un conflicto o enfrentamiento interno, doméstico, entre las primitivas formas de las dos Españas, la de la Contrarreforma y la liberal, que se arrastra al día d hoy.

Todos los gobiernos tienen gabinetes de comunicación. Es un nombre aséptico para lo que en sistemas políticos anteriores y/o en otros países no había inconveniente en llamar ministerio de In-formación e, incluso, como sucedía en la Alemania nazi, ministe-rio de Propaganda. Tal es una de las cuestiones importantes de la comunicación: separar la información de la propaganda. En su formulación más aséptica, la comunicación no es otra cosa que la necesidad de explicar al público el contenido y la finalidad de unas políticas públicas cada vez más enrevesadas. En su formulación más ideológica, rayana en aquella actividad de propaganda, es la necesidad de participar al mundo los valores que subyacen a deter-minadas políticas públicas.

De todas formas, no hay que olvidar que la expansión de la comunicación afecta a muchos otros ámbitos de la acción social. Prácticamente no hay empresa de cierta importancia que no cuente con un gabinete de comunicación, como los gobiernos y los depar-tamentos ministeriales que, en realidad, es un gabinete de imagen. De hecho, como hemos señalado, parte esencial del progreso del capitalismo mercantil propio del siglo XX se ha dado merced a la publicidad. En realidad, la publicidad no es solamente una indus-tria floreciente a partir de la revolución industrial sino, en buena parte también el cimiento sobre el que se ha organizado la red de medios de comunicación de las sociedades contemporáneas. En muy buena medida la financiación de los medios de comunicación escritos y audiovisuales depende de la facturación publicitaria.

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A su vez, la vida social muestra un gran entrelazamiento de vectores, lo que hace que muchas actividades estén entrecruzadas y que la mercadotecnia industrial recoja elementos y a su vez, in-fluya sobre la política; es decir, que esta descanse esencialmente sobre factores publicitarios. Hay un intercambio permanente de modelos y una de las críticas más frecuentes que suelen hacerse a la política contemporánea radica en que esta se haya “america-nizado”, lo que quiere decir que prácticamente fía todo el debate político a las cuestiones mediáticas y de imagen y a la abrumadora presencia personal de los líderes en las campañas electorales. La defensa de las opciones políticas en las sociedades contemporáneas es propaganda y su imbricación con las técnicas publicitarias, algo inevitable en las condiciones del mercado libre.

La información no es la contrapartida de la comunicación, sino la búsqueda de datos y pruebas que permitan adoptar una deci-sión. Para actuar hay que informarse. La información tiene un va-lor y también un coste, razón por la cual suele tratarse como una mercancía. Lo que sucede es que, al ser su naturaleza inmaterial su forma y sus mecanismos de incidencia están sometidos a los más vertiginosos cambios impuestos por el progreso tecnológico que, a su vez, es el progreso en la administración de esa misma información.

La teoría de la información busca garantizar el acceso más rá-pido, fácil y barato a este bien y, asimismo, garantizar su calidad. Por acceso a la información hemos de entender no solamente lo que este hecho determina aquí y ahora, sino también realidades que tienen importancia histórica y han ejercido influencia determi-nante en el desarrollo de la civilización. Por ejemplo, la invención de la imprenta debe entenderse como la mayor revolución que se haya dado en el acopio y difusión de la información en todos los tiempos hasta la llegada de internet. Con la imprenta aumentó exponencialmente la circulación del material escrito en todas sus formas y se hizo patente la necesidad de acabar con una lacra que hasta entonces quizá no se hubiera visto como tal: el analfabetis-mo. Por supuesto, con la imprenta no solo llegó la alfabetización de crecientes sectores sociales sino también el libre examen, la re-forma protestante con la lectura directa de la Biblia (ahora repro-

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ducida mecánicamente y traducida a las lenguas vernáculas), la tolerancia y la Ilustración. El avance occidental ha ido de consuno con la expansión de la información.

Característica especial de la información es su valor como ca-talizador social. Cuanta mayor sea la información y mayor la can-tidad de gente que a ella acude, más rápido van las cosas, mayor velocidad en la evolución. De hecho, uno de los rasgos que suelen señalarse en la contemporaneidad es la aceleración de los cambios sociales no solo en sí mismos sino en la aceleración de los propios ritmos de cambio social, lo cual obliga a adoptar medidas que cuestionan formas no ya tradicionales sino incluso apenas consa-gradas de organización social.

Igualmente es esencial el tiempo o la velocidad a que cabe dis-poner de la información. Como se sabe este es un factor decisivo en cualquier tipo de estrategia, desde las comerciales a las bélicas, pasando por las políticas, etc. Quien primero dispone de la infor-mación tiene una posición de privilegio frente a sus competidores que puede administrar en función de sus intereses. Que los códi-gos penales hayan incluido un tipo de delito consistente en el uso ilícito de la información privilegiada demuestra el alcance de esta cuestión.

Hoy se valora especialmente la importancia de la “información en tiempo real”. Algún ejemplo puede ayudar a entender la ventaja que proporciona una expresión aparentemente tan imprecisa. Se-gún Esquilo, Clitemnestra comienza a planear su venganza contra Agamenón “en tiempo real”, justo en el momento en que Troya ha caído y los argivos comienzan a embarcar en sus naves de regreso a casa, de todo lo cual tiene información en tiempo real, gracias a una serie de hogueras que ha ordenado ir encendiendo en todos los montes que van desde Argos hasta la vista de la misma Troya, cruzando el Helesponto. Cuando Troya cae, el esclavo que está de guardia en el monte más cercano, tiene orden de alumbrar una hoguera, el siguiente a la vista suya, otra; el siguiente, otra. Así hasta Argos. Clitemnestra se entera, por tanto de la caída de Troya “en tiempo real”, a la velocidad de la luz. Quien advierta de que la Orestiada es una narración fabulosa debe recordar que no otra

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fue la función de la gran muralla china, que mantuvo incólume el imperio del medio durante siglos.

A su vez, el asunto de la calidad de la información es decisivo. Las decisiones adoptadas en función de información deficiente se-rán deficientes. Calibrar sin embargo la calidad de la información es asunto muy difícil por cuanto, al tratarse de un contexto de conflicto, quien busca la información debe contar con la posibi-lidad no solo de que sea errónea, sino también deliberadamente falseada. Es lo que los especialistas en comunicación llaman “rui-do” en la información, por referencia a las interferencias que los gobiernos introducen en las emisiones por ondas que se hacen muchas veces fuera de sus fronteras con intenciones belicosas o simplemente críticas.

Aquí es donde la información cierra el círculo con la comunica-ción. Parte del esfuerzo de comunicación en un conflicto consistirá en comunicar falsedades al adversario con el fin de desorientarlo y vencerlo. Eso es lo que reconoce y elabora cualquier manual de estrategia militar y no es preciso recordar aquí las innegables relaciones entre la política y el arte militar. La relación entre lo verdadero, lo falso y los intereses en cada momento (o lo que en cada momento se percibe como los intereses propios) es muy enre-vesada. Cuando los criterios objetivos entre la verdad y la menti-ra dependen de intereses estratégicos, en realidad, ningún criterio objetivo ni subjetivo es válido. Si el fin justifica los medios (que es de lo que está hablándose aquí) el juicio sobre los medios es impo-sible. Solo por poner un ejemplo: a veces, el mando cree que, para alcanzar los objetivos estratégicos, le interesa mentir a sus propios efectivos. Cabe citar como ejemplo la famosa frase atribuida (aun-que quizá no con mucha justicia) a Arnaldo de Amalric, inquisidor francés y legado del Papa en la cruzada contra los albigenses en el siglo XIII, en la toma de la ciudad de Béziers, cuando se le hizo ver que no había modo de distinguir a la cátaros de los católicos a la hora de matarlos, a lo que el arzobispo parece haber respondido: “matadlos a todos, que Dios reconocerá a los suyos”.

Obviamente, todo análisis de comunicación política tiene que tener una vertiente claramente crítica.

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2) MEDIOS DE COMUNICACIÓN Y SISTEMAS DE MEDIOS

En puridad de las cosas, podemos hablar de medios de comunica-ción siempre que nos encontremos con una realidad, un vehículo semiótico que transmita un significado concebido por alguien (el emisor) y que ha de llegar a otro u otros (los receptores). En este sentido, toda imagen que incorpora un significado puede conside-rarse metafóricamente como un medio de comunicación, desde las pinturas rupestres de las cuevas de Altamira a una gran superpro-ducción de Hollywood. Se diferencian en la cantidad de personas que componen la audiencia, pero no en la calidad ni el contenido de la relación comunicativa.

Las imágenes que las distintas culturas han ido produciendo a lo largo de la historia son un buen ejemplo. Las esculturas de Cal-dea, Asiria y Babilonia, transmiten mensajes respecto a las glorias de sus respectivos reyes. Las imágenes que los egipcios han dejado tras de sí a miles en paredes de tumbas y papiros cuentan a su vez miles de historias de todo tipo, desde leyendas mitológicas a acti-vidades cotidianas.

De los tres pueblos del libro, el hebreo, el agareno y el cristia-no, los dos primeros han profesado una iconoclasia más o me-nos estricta y, en consecuencia no han legado a las generaciones posteriores muchas imágenes y, en algunos casos, cuando las han dejado —precisamente las caldeas y asirias— son destruidas por el fanatismo de los integristas. Esas medidas destructivas tienen más que nada, una función ejemplificadora entre los propios sectarios ya que, en la época d la reproducción mecánica de las obras de arte (Benjamin, 1966), de todas ellas hay abundantes testimonios gráfi-cos que probablemente se conservarán hasta el fin de los tiempos.

La imaginería cristiana sí viene aquí a cuento. Ya en los tiempos de la alta Edad Media, el estilo gótico, fuertemente influido por Bizancio, desarrollaba un programa iconográfico con un mensaje que se quería igual para toda la cristiandad. De aquí que el nom-bre de dicho estilo sea el de gótico internacional. La religión se expresa mediante imágenes a sus seguidores, en su mayoría analfa-

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betos. Posteriormente, con la reforma, el cristianismo protestante, especialmente el puritanismo, retornó a una especie de austeridad casi iconoclasta y la imaginería quedó en gran medida reducida al ámbito católico.

El programa iconográfico católico se estableció en el Concilio de Trento, como lo estuvo toda la adaptación de los mensajes de la mitología en el conjunto de las artes, la música, la arquitectura, el drama, la literatura, a través, por ejemplo, de los “Ovidios mo-ralizados”. Trento constituye el momento decisivo de la reacción contrarreformista. En él se sella la confrontación europea entre protestantes y católicos que llega hasta nuestros días y condiciona decisivamente el destino de España. De todas las causas que suelen aducirse para explicar la razón de la decadencia española, una de las que más arraigo y difusión conocen es la de que la decadencia empezó cuando España se convirtió en abanderada de la contra-rreforma tridentina, una razón tanto más obvia cuanto que el na-cionalcatolicismo español siempre ha identificado el catolicismo con la esencia nacional española.

Mucha de la imaginería que empezó a producirse a partir de entonces se empleó con fines propagandísticos. Aquí se establecie-ron las pautas, se fijó el contenido de las imágenes y sus atributos y todo con el fin de difundir por el mundo el mensaje evangélico de acuerdo con el particular punto de vista de los papistas: la figura del Dios padre como anciano venerable, la del Cristo en sus di-versas manifestaciones, como Pantocrator, crucificado, etc.; la del Espíritu Santo en forma de lengua de fuego o de paloma, la de los mártires con sus atributos, los evangelistas, los santos dando razón de sus leyendas.

Fue la Iglesia católica la que inventó el término de propaganda El término mismo nace en el mundo católico, en 1622, cuando Gregorio VII instituyó la Sacra Congregatio de Propaganda Fide, o “Sagrada Congregación para la propagación de la fe” hoy rebauti-zada como “Congregación para la Evangelización de los Pueblos”. La finalidad de estos dicasterios se cosifica y lexicaliza y hoy, la propaganda tiene el valor y significado que tiene a partir de su uso en la Iglesia de Roma.

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No obstante, toda esta exposición es metafórica. En tanto no aparece la imprenta, como hemos señalado, y, más tarde, los pri-meros periódicos, no cabe hablar de medios de comunicación en el sentido moderno. Analizamos aquí con mayor detalle algunos de los aspectos que apuntamos en el Capítulo III, epígrafe 3.

Los periódicos son del siglo XVIII y están vinculados, como se ve por sus títulos y nombres, en donde no son extraños términos como “el comercio”, “Mercurio”, “el Progreso”, etc., a las activi-dades burguesas, comerciales e industriales. Los medios de comu-nicación son básicamente un instrumento burgués, el instrumento de una clase que está acostumbrada a tomar decisiones a partir de datos, informaciones concretas y no sobre la base de narraciones fantásticas.

La prensa dominó todo el siglo XVIII y el XIX. Tenía el incon-veniente de que solo llegaba a la población culta, las clases medias, que sabían leer y escribir. Pero también se difundía en círculos populares y campesinos, en los que abundaban los analfabetos, a través de las lecturas en grupo que, aparte de difundir la informa-ción, proporcionaban un sentimiento de pertenencia a una causa.

A fines de siglo, con la comunicación por ondas, apareció la radio. En un primer momento, dio la impresión de que el nuevo invento, utilizado comercialmente, sustituiría a la prensa escrita. Se trata de un vaticinio que se ha repetido más veces porque los medios de comunicación han ido sucediéndose unos a otros, to-dos con esa implícita amenaza de sustituirse recíprocamente que nunca llega a realizarse por completo: la radio iba a sustituir a los periódicos; el cine a la radio; la televisión al cine; y hoy internet a todos los demás. Nada de eso es cierto, los medios se adaptan y sobreviven. Quienes peor están pasándolo hoy son los periódicos de papel, hasta que encuentren su hueco dentro de un modelo de negocio en el que la publicidad seguirá siendo necesaria pero ten-drá manifestaciones distintas.

La radio prometía llegar a todos los rincones porque no de-pendía del alfabetismo de auditorio. Fue el instrumento ideal para la movilización permanente de sociedades enteras. Constituyó el pilar de la propaganda de los totalitarismos. Los nazis la convirtie-ron en un medio popular fabricando los famosos Volksempfänger

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o “receptores populares/nacionales” para que la gente recibiera la palabra del Führer y pudiera ser adoctrinada masivamente. En Es-paña fue asimismo un arma eficacísima en la guerra civil así como en la posterior consolidación institucional de un régimen que nece-sitaba movilizar a la población como respaldo a sus políticas, muy mal recibidas por la opinión pública internacional.

La radio fue igualmente un factor esencial en el desarrollo de la guerra fría, parte importante de la cual se libró en las ondas. Se empleaban las emisiones políticas para enardecer a los partidarios propios y desmoralizar a los enemigos. Orwell trabajó para la BBC en ese contexto, el general Queipo de Llano hizo un uso masivo de la radio en su labor de propaganda a favor de los facciosos suble-vados y en contra de los republicanos. Durante la mayor parte del régimen de Franco, una emisora financiada por la Unión Soviética, Radio España Independiente, más conocida como Radio Pirenai-ca, bajo control del Partido Comunista, estuvo radiando en caste-llano para el interior de España, más o menos al modo en que la emisora del gobierno de los Estados Unidos (primero dependiente del ministerio de Asuntos Exteriores y luego de la CIA) The Voice of America los hacía para los países comunistas desde Grecia y en sus respectivas lenguas.

La radio convivió con el apogeo del cine. No suele considerarse a este como un medio de comunicación en sentido estricto quizá por su mayor complejidad tanto respecto a su forma de industria como a su naturaleza de arte y relato con complejidades narrativas de todo tipo. Pero lo es, aunque en un modo distinto a los otros. Empezó a desarrollarse su potencial en primer lugar bajo la for-ma del documental y hay documentales excelentes, muchos de los cuales forman ya parte de la historia del arte (Joris Ivens, Flaherty, etc.). Cuando estos se convierten en instrumentos de propaganda del poder político toman la forma de Noticiarios y Documenta-les (NO-DO) y son también muy importantes, pues contribuyen a mantener un clima de apoyo social a los regímenes que se valen de ellos.

Pero el cine tiene una importancia mucho mayor que un mero medio de comunicación porque narra historias que ejercen influen-cia en los procesos de socialización y aculturación de la gente y,

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por supuesto, en la formación de los imaginarios colectivos. Debi-do a su gran difusión, fácil accesibilidad y comprensibilidad gene-ral, el cine es un elemento decisivo a la hora de configurar lo que podemos llamar “conciencia nacional” y el hecho de que la hege-monía en este terreno pertenezca a los anglosajones, especialmente los norteamericanos, tiene consecuencias cuyo análisis detallado incide en terrenos polémicos y hasta sensibles. Que la industria de Hollywood y, en general, la anglosajona haya sido dominante en la producción cinematográfica en el siglo XX quiere decir que, por ejemplo, las docenas de películas que directa o indirectamente han tratado el enfrentamiento entre España e Inglaterra por el control de Nuevo Mundo se ha visto de modo abrumadoramente mayo-ritario desde la perspectiva anglosajona, lo cual ha contribuido a extender lo que los españoles consideran la mencionada leyenda negra. Y eso sucede con todas las sociedades y conflictos históri-cos. El episodio del sitio de El álamo es decisivo para entender las relaciones entre los Estados Unidos (y Texas en concreto) y Mé-xico, pero las dos únicas películas que narran la historia y se ven tanto en los EEUU como en el país mexicano son norteamericanas, glorifican a los Estados Unidos y vilipendian a México.

La llegada de la televisión fue una verdadera revolución. En un principio pareció que acabaría con el cine, pero al final este ha conseguido sobrevivir al predominio televisivo abriendo nuevas formas de producción (grandes espectáculos, altos presupuestos, etc.) y formas de explotación que fueran competitivas con el ne-gocio televisivo. De hecho, el cine ha sobrevivido mucho mejor al dominio de la televisión que el teatro al del cine. Los teatros están hoy vacíos. Y hay una ósmosis entre la televisión y el cine. En realidad, la televisión es un extraordinario circuito de difusión de productos cinematográficos sin que sus propios productos hayan conseguido rivalizar seriamente con los del cine. El único terreno en el que la televisión ha competido con éxito y tiene una posición segura es en la fabricación de series y la tendencia de las compa-ñías cinematográficas de contratar a las estrellas de las series tele-visivas también habla de esta mutua adaptación.

Por último, internet parece amenazar casi por igual a todos los medios de comunicación. En primer lugar, por su naturaleza, están

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en peligro todos los periódicos, específicamente los de papel. Las grandes cabeceras se encuentran en proceso de adaptación sin que hasta la fecha lo hayan conseguido. Es todo el papel el que sufre, Los libros también. Ya veremos cómo queda el mundo cuando el oleaje de internet se aquiete. El cine se ha mimetizado con internet y la interrelación es completa. Hay películas hechas íntegramen-te con ordenador. Lo mismo pasa con la televisión. El resultado de todo ello es el predominio indiscutible de la televisión. Puede observarse en el cuadro del Estudio General de Medios, corres-pondiente a la tercera oleada de 2014 (febrero a noviembre) que, además, trae una secuencia histórica, desde 1997 al mencionado año. En él cabe ver que todos los medios convencionales arrastran una existencia lánguida, cuando no muestran claro declive (como sucede con las revistas) y, en menor medida, con la prensa de papel que, de 1997 a 2014, casi ha perdido diez puntos porcentuales, situándose actualmente en un escuálido 29,8%. El cine sobrevive a duras penas, habiendo bajado en estos casi veinte años del 8,8% al 3,8%, mientras que la televisión mantiene su reino incuestiona-do como el medio de mayor penetración, con un 86,6%. El único medio que promete hacerle competencia es internet que, en estos veinte años, ha crecido de modo exponencial, del 0,9% al 60,7% (habiéndose multiplicado por 60) y sigue creciendo.

La televisión domina. Es un dominio absoluto. Según el mismo EGM, el tiempo medio que los españoles dedican a ver la televi-sión es de 238 minutos por persona y día. Es decir, los españoles pasan de media unas cuatro horas viendo la televisión, la sexta parte del día. Sobre todo mirando entretenimiento, ya que apenas hay información. En información resiste la radio y resisten los pe-riódicos. Pero, sobre todo, se abre un campo nuevo en la informa-ción digital que tiene consecuencias en la acción política y en las cuestiones de información.

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Los medios de comunicación viven en un vendaval. Pero forman también estructuras relativamente fijas que pueden estudiarse. Así Hallin y Mancini consideran que hay “sistemas de medios”, igual que hay sistemas de partidos y sistemas políticos.

Los medios de comunicación viven en un vendaval. Pero forman también estructuras relativamente fijas que pueden estudiarse. Así Hallin y Mancini consideran que hay “sistemas de medios”, igual que hay sistemas de partidos y sistemas políticos. Y de esta for-

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ma, dicen, se establecen culturas políticas. Aunque los diferentes modelos tienden a mezclarse, los autores establecen una tipología de sistemas de medios dividida en tres clases que se correspon-den con otros tantos tipos de sistemas políticos. Así, el sistema de medios denominado mediterráneo o pluralista polarizado (que comprende España, Francia, Grecia, Italia y Portugal) el modelo de Europa septentrional y central o corporatista democrático (Alema-nia, Austria, Bélgica, Dinamarca, Finlandia, Noruega, Países Bajos, Suecia y Suiza) y el modelo del Atlántico Norte o liberal (Canadá, Estados Unidos, Irlanda, Reino Unido). Cada uno de estos mode-los se cruza con cuatro variables, a saber: 1ª) el tipo de industria (o empresa) de los medios; 2ª) el contexto político; 3ª) la profesiona-lización de los periodistas; y 4ª) la función que cumple el Estado en relación con el sistema de medios. (Hallin y Mancini, 2008).

A su vez, los tres tipos de sistemas políticos se cruzan con otras cinco variables: 1ª) la historia política del país y sus pautas de conflicto o consenso; 2ª) la tradición del gobierno mayoritario o de coalición; 3ª) el pluralismo individualista u organizado; 4ª) la función del Estado; 5ª) el ordenamiento jurídico.

Con todas las precauciones, los autores sugieren que hay algún tipo de correlación entre los casos que se siguen de los distintos cruces y trazan una visión razonablemente explicativa de las rela-ciones entre los distintos sistemas de medios y los políticos en las democracias occidentales que ahora están proyectando hacia los sistemas políticos no occidentales.

3) PROPAGANDA Y MANIPULACIÓN

Como se ha visto en el epígrafe anterior, el término propaganda es una invención de la Iglesia católica y de aquí y de su actividad misionera ha pasado sustantivado a las actividades civiles y secu-lares. Todo quehacer destinado a difundir un producto o servicio del tipo que sea y convencer de sus ventajas a un hipotético públi-co, compuesto de clientes, seguidores, creyentes o militantes será

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propaganda y, aunque en un principio la actividad no tenía una connotación especialmente negativa, acabó por adquirirla, dado el escaso crédito que la gente suele conceder a aquellas actividades que están movidas por el interés.

La era de la propaganda por antonomasia se da con la apari-ción de la prensa escrita.

Especialmente en el siglo XIX. Con la Ley Le Chapelier, dicta-da al amparo de la abolición del antiguo régimen pero que, en la práctica, prohibió la libertad de asociación en Francia durante dos tercios del siglo XIX, muchos periódicos pasaron a cumplir las funciones de verdaderos partidos políticos. De hecho ya lo eran. Los periódicos tomaban partido por unos u otros puntos en las grandes controversias del siglo (proteccionismo/librecambismo, esclavismo/abolicionismo, pacifismo/belicismo, etc.), y, al hacerlo, por su propia naturaleza, se convertían en medios de propaganda al servicio de unas causas y en contra de otras. Eran voceros de determinadas posiciones políticas y económicas, según quién los financiara y explotara (pues la prensa, si no es pública, solo puede existir bajo la forma mercantil de empresas, cosa que suele olvi-darse) pero su cometido no se agotaba en sus libros de pérdidas y ganancias, sino que intervenían de modo más sutil en todos los aspectos de unas sociedades que iban haciéndose cada vez más complejas e interrelacionadas. Porque el objetivo final de toda pro-paganda es puramente político ya que es el poder.

Conscientes de su impacto sobre la sociedad como creadores de opinión, los periódicos defendían o atacaban determinadas posi-ciones y orientaciones según juegos políticos de poder e influencia. El magnate de los medios, William Randolph Hearst, lo que que-ría era vender la mayor cantidad de periódicos posible, crear un emporio mediático frente a su rival, Joseph Pulitzer, e influir sobre las decisiones políticas de la sociedad, en definitiva ejercer el poder por persona interpuesta. Para ello y con la paradójica ayuda de su rival, inventó la prensa sensacionalista (yellow press), que, a pesar de su desprestigio, ha estado y está presente en el mundo de los medios hasta el día de hoy como se prueba con la existencia del emporio de Rupert Murdoch, probablemente el propietario de la más influyente cadena de medios amarillos del planeta.

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En la medida en que los periódicos implican un quehacer in-telectual, podría decirse que la propaganda, un terreno típico de intelectuales, es el campo en el que se da la confluencia entre es-tos y los gobernantes, aunque de formas muy diferentes. El cita-do Hearst abanderó ardorosamente la causa de la guerra de los Estados Unidos contra España a causa de Cuba, sosteniendo que la guerra aumentaba la tirada del diario. La opinión pública no estaba muy a favor y tampoco el gobierno del país, cuyo ejército aún no se había recuperado de la guerra civil unos treinta años an-tes. Pero Hearst consiguió invertir el clima de opinión prevalente. Envió de corresponsal a la isla al famoso pintor Frederick Reming-ton, un artista, un intelectual, con la misión de remitirle dibujos e imágenes que demostraran la crueldad y la barbarie españolas en Cuba para justificar la intervención. Cuando Remington le cable-grafió diciendo que en la isla no pasaba nada y pidiendo permiso para regresar a Nueva York, Hearst le contestó: usted ponga las imágenes y yo pondré la guerra.

La prensa afirmaba así su condición de cuarto poder, como la llamaría Burke (vid. capítulo III) Pero, al margen de sus orígenes eclesiásticos y etimológicos, ¿qué es la propaganda? Atendamos a la definición de una de las primeras instituciones académicas, el Instituto para el Análisis de la Propaganda (IAP), que se dedicó al estudio del fenómeno: “Propaganda es la expresión de opiniones o acciones realizadas deliberadamente por individuos o grupos con vistas a influir en las opiniones o acciones de otros individuos o grupos con fines predeterminados mediante manipulaciones psico-lógicas” (Ellul, 1990). Al propio tiempo, la evolución real del IAP ilustra sobre lo que aquí se trata. Durante la segunda guerra mun-dial el IAP fue acusado de adoptar una actitud neutral, distante, objetiva y académica al tratar un asunto como la propaganda que resultaba ser algo decisivo en el esfuerzo por ganar la guerra, de forma que el Instituto tuvo que cerrar en 1942, cuando los Estados Unidos entraron en la contienda.

Son los dos aspectos que aparecen indisolublemente unidos cuando se trata esta peligrosa vertiente de la comunicación políti-ca que es la propaganda: el punto de vista neutral del estudioso y el del beligerante, a veces imposibles de separar. Walter Lippmann

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(1922) y Harold Lasswell (1971) son, en realidad, los padres del estudio académico de la propaganda y ambos estuvieron directa y personalmente implicados en los acontecimientos político-milita-res de su tiempo. Lasswell, a quien Gabriel Almond considera uno de los politólogos más importantes del siglo XX, se centró en el estudio de la comunicación y la propaganda en los años veinte y treinta del siglo XX y durante la segunda guerra mundial estudió los productos de la propaganda nazi con el fin de entender la capa-cidad de movilización del régimen de Hitler. Con su tarea preten-día desarrollar una teoría de la propaganda y, al tiempo apoyar el esfuerzo de guerra de su país.

En un espíritu similar, no académico pero sí eminentemente práctico, Edward Bernays, quien había trabajado en el Comité de Información Pública de la administración de Woodrow Wilson du-rante la primera guerra mundial, sostenía que la propaganda era un elemento imprescindible para conseguir y mantener la demo-cracia. Bernays partía de una visión psicoanalítica del comporta-miento de las masas influido, entre otros, por Gustave Le Bon y su tío carnal, Sigmund Freud. Su finalidad declarada era contribuir a lo que hoy llamaríamos la gobernanza, mediante lo que él llamaba “la fabricación del consenso”. No obstante el elemento “propa-ganda” acabaría pasando a segundo plano en su concepción que acabó concentrada en la elaboración de una teoría de las relacio-nes públicas, de las que se le considera el padre (Bernays, 1990).

En un principio, la creación del IAP era una respuesta a los abu-sos de la propaganda política durante la primera guerra mundial. Por supuesto, la propaganda ha estado siempre presente en todos los conflictos desde el origen de los tiempos. Los textos clásicos so-bre el arte de la Guerra, desde Sun Tzu a Julio César han señalado siempre la importancia de combatir al enemigo en el frente moral. Uno de los últimos ejemplos de este aspecto es el caso de la famosa 5ª columna durante la Guerra civil Española, esto es la población civil residente en Madrid durante la guerra civil, pero simpatizante con la causa de los sublevados, cuyas cuatro columnas amenaza-ban la capital por el norte, el oeste y el sur. Dicha 5ª columna tenía encomendadas tareas de sabotaje y desmoralización del espíritu de resistencia de la población.

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A medida que su alcance se expandió, la propaganda fue inva-diendo otros territorios que nunca estuvieron del todo al margen pero que ahora se convertían en medios propagandísticos directos. Por ejemplo, la poesía. Ruyard Kipling, acuñó algunos de los ver-sos que transmitieron la idea de la superioridad de la raza blan-ca sobre los pueblos inferiores (Kipling, 1892). Así, la civilización sería defendida por una “delgada línea roja” (a thin red line) en contra de un enemigo semiasiático, los turcos, en la famosa batalla de Balaklava, durante la Guerra de Crimea. Igualmente, todo el sentido de la civilización occidental queda recogido con la expre-sion del mismo poeta a raíz de la guerra hipanonorteamericana: “la carga del hombre blanco” (The White Man’s Burden)3 que no es otro que el de la civilización.

Todos estos antecedentes se vieron arrumbados por el alud de propaganda que trajo la primera guerra mundial. El primer con-flicto industrial que descansaba sobre la capacidad de producción fabril de los contendientes, incluía la producción de medios de co-municación de masas que, por entonces ya contaba también con una incipiente radio. La guerra de propaganda se libró mostran-do la lucha de la civilización contra la barbarie y desarrolló una iconografía tan parcial, partidista y exagerada que probablemente explica asimismo en parte por qué la propaganda ha pasado de te-ner una connotación positiva a otra absolutamente negativa. Du-rante la primera guerra mundial se emplearon algunas de las más famosas imágenes que aún están en uso. Así, el famosísimo cartel de Lord Kitchener (el héroe de Jartúm) señalando con el índice y llamando a los hijos de Inglaterra a filas. El enorme impacto simbólico de esta imagen se basa en la fuerza de la interpelación directa al ciudadano. Fue reproducida con variantes pero siempre con la misma composición en muchos otros países y conflictos, lo que da idea de su valor como medio de propaganda. El mucho más conocido de Montgomey para el ejército de los Estados Uni-dos, US Needs You es buena prueba de ello. La composición sería

3 Kipling: “Take up the White Man’s burden-/Ye dare not stoop to less-/Nor call too loud on Freedom/To cloak your weariness;/By all ye cry or whisper,/By all ye leave or do,/The silent sullen peoples/Shall weigh your Gods and you”.

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luego imitada en la revolución bolchevique (y reeditada más tarde con otro formato pero igual intención) en tiempos de Stalin, en la guerra civil española y por los nazis en la segunda guerra mundial.

La cartelería fue un instrumento esencial en la propaganda de la primera y la segunda guerra mundiales y en el resto de los con-flictos. Grandes artistas trabajaron en ello: con los bolcheviques, Dimitri Moor, Rodchenko, Maiakovsky; con los norteamericanos, Norman Rockwell; con los españoles Josep Renau, Bardasano, etc. En Alemania e Inglaterra, John Heartfield/Johann Herzfeld, céle-bre por sus fotomontajes que, con los documentales cinematográ-ficos sirvieron mucho para trasmitir significados de conflictos.

Innecesario demorarse en la aportación del cine a la propagan-da. Fue decisiva en la segunda guerra mundial y dio origen a la llamada caza de brujas de la era MacCarthy, que se cebó precisa-mente en la industria de Hollywood. Actores ccomo Robert Taylor, guionistas como Dalton Trumbo, novelistas como Dashiell Ham-mett o Howard Fast o directores como Julien Duvivier o Charles Chaplin padecieron persecución judicial y un boicot a sus vidas profesionales. Muchos productos de Hollywood, algunos muy afa-mados, sufrieron las consecuencias de esta campaña anticomunis-ta, por ejemplo, la película Espartaco, producida y protagonizada por Kirk Douglas y dirigida por Stanley Kubrick con un guión de Trumbo. Todo esto, sin embargo, no agota en absoluto un capítulo muy intenso de la vida política de los Estados Unidos y de la gue-rra fría. El hecho de que la censura y represión anticomunistas se cebara en la producción cinematográfica demuestra la importancia del factor de lucha ideológica en las sociedades capitalistas o, si se quiere, lucha por la hegemonía ideológica. Si el macartismo se concentró en Hollywood fue en buena medida porque, a su vez, la labor de penetración y propaganda de la Internacional Comunista (teledirigida desde la Unión Soviética) había empezado por ahí.

Capítulo aparte merece la literatura popular, los tebeos y los comics. Industrias con figuras emblemáticas que saltan la fronte-ra entre la política, el comercio, la industria y, ocasionalmente, la religión con monjas o clérigos que cantan o actúan. Aunque aquí, más que de propaganda, se trata de crítica de la ideología y la hegemonía ideológica. Llevada a sus últimas consecuencias, toda

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hegemonía ideológica puede considerarse propaganda, pero esto sería una exageración, una desmesura. La hegemonía ideológica (“las ideas dominantes son las ideas de las clases dominantes”, decía Marx) trata siempre de imponer como únicas válidas deter-minadas concepciones de clase, grupo o sector. El último intento de imponer una hegemonía única en todo el planeta es el que se denunció en su día como “pensamiento único” (Ramonet, 1995) que trata de presentar la ideología neoliberal como la única acep-table y posible en la actualidad. Aun así, también este empeño se distingue de la propaganda ya que, a diferencia de esta, no trata de falsear groseramente los hechos para imponer su criterio sino que se mantiene en un terreno de debate público en el que la habilidad para el empleo de los recursos retóricos no es siempre la misma en todos los participantes.

Parte importante de la comunicación política afecta a los aná-lisis de esta cultura popular, esto es, el mundo imaginario en que la población emplea sus ocios, las historias que la conmueven, los ejemplos y símbolos en que se mira. Sobre este tipo de producción cultural ideológica se concentró gran parte de la crítica política en los años sesenta, cuando resurgió con fuerza la obra del marxista italiano Antonio Gramsci, especialmente preocupado con las cues-tiones ideológicas (Gramsci, 1966 a/ b). Gracias a esta referencia directa surgieron los fenómenos propios de la llamada Contra-cultura (Roszak, 1972), esto es, la fabricación de historias, mitos, símbolos, personajes, que cuestionasen el orden constituido, con-siderado como capitalista, autoritario, patriarcal y alienante. Todo este movimiento alcanza su culminación en mayo de 1968 y se ex-tiende luego por diversas ramificaciones. Pero no puede evitar una crítica obvia: al plantearse en el terreno ideológico, superestruc-tural, el modo de producción capitalista no tardaría en integrarlo en su circuito. Convirtiendo todas estas manifestaciones de lucha en modos nuevos de mercancías. El caso que suele aducirse como más significativo es el de la incorporación a los circuitos comer-ciales de la imagen mítica del Che Guevara en la célebre fotografía de Alberto Korda. El intento de los sectores más politizados del movimiento contracultural de llevar la confrontación al terreno de la violencia y recurrir a tácticas terroristas (caso del Grupo del

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Ejército Rojo en Alemania o las Brigate Rosse en Italia) tenían que saldarse con sendos fracasos, como así sucedió.

La cuestión de la comunicación política y los fenómenos con-comitantes se hace imperativa con el caso de la televisión, de cuyo absoluto predominio entre los medios de comunicación hemos de-jado ya prueba. La hegemonía ideológica se convierte en masiva y, con ella, la convicción de que la esencia misma de la democracia depende del uso que se haga de este potente medio de comuni-cación. Si la televisión de un país muestra un grado elevado de censura, manipulación y control del poder político la condición democrática del país estará en duda. Es obvio que unos medios públicos audiovisuales que no superen un modesto test de neutra-lidad e imparcialidad no podrán considerarse democráticos. Algo distinto sucederá con los medios privados que, como hemos dicho, funcionan como empresas en un mercado libre pero también aquí cabe hacer algunas precisiones y adoptar medidas que, sin ser una intervención del Estado en el sensible terreno de la información y la comunicación, contribuyan a democratizar el sistema de medios y a garantizar que en los inevitables conflictos que se plantearán entre derechos (como el derecho a la información, la libertad de expresión, el derecho a la intimidad, etc.) no prevalezcan los inte-reses de las grandes empresas en detrimento de los derechos de los individuos.

La parte más compleja de esta cuestión es siempre el problema del sesgo de los medios y la posibilidad de manipulación. Por muy exigente que sea el ordenamiento jurídico, nunca podrá garantizar que esta no se dé. Tampoco lo conseguirán los códigos deontológi-cos. En último término, la existencia de una prensa libre depende de la voluntad de los ciudadanos de imponerla. Es algo parecido a la defensa de la democracia. Por muy alambicados que sean los mecanismos aprestados para defender las instituciones democráti-cas, la salud de estas dependerá siempre, en último término de la voluntad de los ciudadanos de seguir viviendo en democracia.

Por lo demás, la confrontación con la manipulación de los me-dios en nuestras sociedades conflictivas, la respuesta a la videocra-cia (Sartori, 2008) o al poder de los medios en el sistema político no solamente depende de unas medidas legislativas que garanticen

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su funcionamiento democrático, sino también de unos instrumen-tos teóricos que nos pongan en situación de entender los conflictos en que vivimos y su imagen mediática y nos permita formarnos un juicio para adoptar después decisiones. Al respecto hay dos vertien-tes teóricas de distintos orígenes pero que confluyen en una misma finalidad de ponernos en posesión de los medios adecuados para entender el significado de los intercambios discursivos, descubrir sus servidumbres ideológicas, medir sus pretensiones programáti-cas y, en definitiva, formarnos un juicio propio. Ambas corrientes tienen un origen común en la fenomenología husserliana y se han desarrollado sobre todo en los campos de la construcción social de la realidad (Berger y Luckmann, 1966) y el del análisis crítico del discurso, de Theun Van Dijk (2000). Ambos beben en un abre-vadero común que es el análisis de marcos de Erving Goffman y otros (Goffman, 1974), a su vez deudor de la citada fenomenolo-gía y del interaccionismo simbólico de George. H. Mead.

En síntesis, la teoría de marcos afirma que nunca entendemos directamente la realidad en sí, sino a través de marcos conceptuales previos. Comprender es interpretar. En una sociedad conflictiva, la cuestión de la hegemonía ideológica depende de quién impone los marcos de interpretación de la realidad. Si un contendiente acepta los marcos interpretativos y referenciales de su adversario, estará en sus manos, hablará de lo que a este interese y apenas conseguirá imponer su punto de vista. El Análisis Crítico del Discurso es la metodología empírica que nos permite demostrar de modo expe-rimental cómo están en cada momento las relaciones sociales en punto a la hegemonía ideológica y la comunicación política.

Dos asuntos más que hacen referencia a los medios y la comu-nicación política en la era de internet. De acuerdo con la teoría de la prosumición, la era digital ha contribuido decisivamente a cambiar el reparto tradicional de roles en la comunicación en el sentido de que los emisores pueden ser receptores (de hecho, los periódicos de papel y digitales cada vez se nutren más de informa-ciones procedentes de la ciudadanía; incluso las reclaman) y los receptores, emisores y ello sin contar con que el rol del “líder de opinión” de Lazarsfeld hoy puede ser asumido por cualquier ciu-dadano y, de hecho, así sucede.

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205Introducción a la política

La segunda cuestión pertenece a uno de los ámbitos más tradi-cionales de la relación entre los medios de comunicación y el poder político. Desde siempre se ha admitido que los Estados, para so-brevivir debían mantener en secreto ciertas actividades o prácticas por diversas razones. Prácticamente todos los Estados del mundo, incluso los más democráticos, cuentan con una ley de secretos ofi-ciales que sirve para clasificar determinados asuntos y regular los plazos de su desclasificación. Internet y su poder expansivo a la par que intrusivo, es una amenaza permanente a la prevalencia de estos secretos de Estado que, en muchas partes han operado como verdadera razón de Estado.

4) LA OPINIÓN PÚBLICA

Trátase de un concepto impreciso, elusivo, difícilmente cuantifica-ble, difuso, pero al que tradicionalmente se ha atribuido una gran importancia y peso en la evolución social. El término se consagra en la obra de Locke, Ensayo sobre el entendimiento humano, pu-blicado en 1689 y en el que establece que los seres humanos esta-mos sometidos a tres tipos de leyes: la ley divina, la ley humana y la ley de la opinión pública (Locke, 2009). La expresión aparece por primera vez en los Ensayos de Montaigne, en el siglo XVI (Donsbach, 2008) y hace referencia a lo que viene significando en la actualidad: un juicio sobre asuntos determinados y compartido mayoritariamente por una colectividad.

Dado que la democracia es un sistema de adopción de decisio-nes por mayoría, la opinión pública es pieza esencial de análisis en cuanto permite considerar en qué sentido en un conflicto determi-nado se orientará la mayoría. La democracia es, en consecuencia, un régimen de opinión pública.

En La República de Platón se encuentra la famosa distinción entre la episteme (el conocimiento) y la doxa (la creencia u opi-nión) y aunque Platón emplea los términos con acepciones diver-sas, es aceptable entender que, mientras el primero se refiere al

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conocimiento científico (aunque se dé en el campo de las ideas) la segunda representa un conocimiento superficial, fenoménico, pu-ramente opinativo y muchas veces interesado. De aquí se sigue la muy extendida convicción de que la opinión pública es tan voluble y mudable como la opinión en general en la acepción platónica. Pero, en el ámbito político, a diferencia del filosófico, esto no es un valor en sí sobre el que quepa pronunciarse, sino un hecho real. El funcionamiento de la democracia descansa sobre el supuesto de que las mayorías cambien de opinión y ese es el sentido de que se celebren elecciones a plazos fijos en cuanto elemento esencial del sistema democrático. Tal es precisamente el contenido de las cam-pañas electorales, a las que dedicaremos un epígrafe: un intercam-bio en el que unos tratan de que la mayoría no cambie su criterio y otros de que lo haga.

La importancia de los medios en la formación de la opinión pú-blica es inmensa. Las teorías de los medios en buena parte giran en torno a esta tarea. De las diversas teorías que tratan de dar cuenta del funcionamiento de los sistemas políticos democráticos, la de la agenda setting es la más conocida. Los medios determinan forma y fondo de los debates que forman la opinión pública y, en esa medi-da, por cuanto filtran los temas de los debates y los orientan ejer-cen una función decisiva en la formación de la opinión pública. No obstante, por el hecho de ser los medios a su vez, como sabemos, empresas, están inmersos en relaciones de poder que condicionan su enfoque y presentación de la opinión pública. No siempre son neutros. De aquí que, a veces, haya una diferencia entre la “opi-nión pública” y la “opinión publicada”, que no tienen por qué coincidir necesariamente. Es más, cuando se den situaciones de manipulación, lo más probable es que no lo hagan, de forma que inevitablemente se dará una diferencia entre la una y la otra.

Complementariamente con la teoría de la agenda setting es obligado contar con la del análisis de marcos que consideramos en el epígrafe anterior. Los medios establecen, por así decirlo, el orden del día del debate público pero los asuntos son siempre tratados desde una perspectiva de análisis del contexto. La cuestión consis-te en sustituir unos contextos por otros. Pero este planteamiento, aparentemente simple, descuida un aspecto esencial. La sustitución

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de unos frames por otros no es una opción fácilmente abierta a cualquiera. Los términos que se usan están cargados de sentido y deben ser, cuando menos, mínimamente defendibles en el terreno empírico. Es imposible cambiar el debate sobre el despilfarro y la contradicción del salario mínimo por otro sobre la conveniencia del salario universal si previamente no se ha hecho una labor de demostración de que el segundo es además de deseable (aspecto normativo), más viable. De hecho, cualquier tema controvertido que se plantee estará sujeto a estas necesidades. Por ejemplo, la po-lémica sobre crecimiento/decrecimiento. Las dos posibilidades se basan sobre distintas asunciones e, incluso, jerarquías distintas de valores. El pluralismo axiológico, postulado por Berlin y del que se hablaba en los capítulos I y II, se manifiesta aquí de modo rotun-do. Llegar a un pronunciamiento unívoco sobre si son preferibles políticas que incidan en el crecimiento o por el contrario, otras que lo frenen es algo que solo puede hacerse habiendo debatido previa-mente cuestiones esenciales que anidan en el terreno de los valores.

Es en este campo en donde suele recurrirse a la función de unos terceros específicos al estilo de Lazarsfeld, esto es, los creadores de opinión o aquellos a quienes la colectividad reconoce capacidad suficiente para señalar una línea de acción. Es obvio que esta fun-ción de opinión makers o “líderes de opinión” solo puede alcan-zarse, a su vez, mediante un acuerdo general de la opinión pública. Dicho de otro modo; los hacedores de opinión proceden a su vez de la opinión (Lazarsfeld et al., 1979). Hasta hace poco tiempo había cierto consenso para atribuir esta misión a los intelectuales.

Esta subclase requiere cierta explicación paralela, sobre todo desde el momento en que los propios intelectuales han sido objeto de frecuente estudio sociológico y politológico, en razón de la im-portancia que se les atribuye. Suele recordarse que el nacimiento del fenómeno se da con el famoso artículo J’Accuse, de Émile Zola publicado en 1898 en el diario L’Aurore, propiedad de Georges Clemenceau, un radical que llegaría a presidente de la República, en el que pedía la revisión del asunto Dreyfus. El artículo le costó a Zola el exilio y un proceso, pero sentó la base de la figura del in-telectual, esto es, alguien que, revestido de cierta autoridad moral,

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se pronuncia sobre asuntos políticos sensibles de su tiempo (Zola, 1947).

Estos intelectuales vienen a ser los sucesores de los clérigos. De hecho, la expresión del libro de Julien Benda, La rebellion des clercs remite a esa terminología (Benda, 1965). Al margen, no obs-tante, de si no hubo intelectuales anteriores en ese sentido (por ejemplo Montaigne, Goethe, Schiller) o, incluso, de si no se empleó antes el término (en alguna novela de las hermanas Brontë), los intelectuales contemporáneos pueden entenderse en efecto como los clérigos de una sociedad secularizada.

A los efectos de nuestro interés aquí, los intelectuales (cuyo im-pacto social, también se ha señalado a veces es muy distinto en los Estados Unidos y en Europa) pueden asimilarse a los creadores de opinión o líderes de opinión, con la cautela de no hacerlos coinci-dentes. No todos los intelectuales son líderes de opinión ni todos los líderes de opinión son intelectuales.

A veces los intelectuales se pronuncian sobre asuntos conflic-tivos, candentes, formulan teorías que sirven para interpretar la realidad, pero no se convierten en líderes de opinión. Sin embargo, sus teorías calan en la sociedad, aunque de formas insospechadas. Piénsese en las teorías de la sociedad del ocio y la sociedad de consumo. Hoy hay industrias del ocio y la crítica al consumismo es materia tópica en los programas más vistos (y consumidos) de los medios. Han encarnado en la opinión pública, pero lo han he-cho de formas inesperadas para los intelectuales que primero las formularon como teorías. La opinión pública se produce de forma imprevista, es muy difícil de prever, de captar y de medir.

Pero que la opinión pública sea difícil de medir no quiere decir que intentarlo sea inútil. Al contrario: los enfoques cuantitativos son extraordinariamente útiles al respecto.

En primerísimo lugar, los sondeos. Estos se han refinado y ge-neralizado en todos los órdenes. Se han perfeccionado en su ins-trumental analítico, sus técnicas estadísticas, sus metodologías de muestreo, sus técnicas interpretativas y en su grado de fiabilidad. Esta no puede ser absoluta pero, por regla general, los sondeos bien realizados pronostican resultados con márgenes razonables de error, lo que no excluye la posibilidad de errores de bulto. En

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las elecciones británicas de mayo de 2015, prácticamente todos los sondeos erraron la previsión groseramente, lo que asestó un duro golpe al crédito de la actividad demoscópica.

El recurso a los sondeos se da en todos los momentos de los debates políticos y se acentúan en los períodos electorales. En esos momentos en que se encrespa la virulencia de las confrontaciones, los sondeos pueden emplearse con una variedad de fines. Esto quie-re decir que, en determinadas circunstancias, ese empleo pueda ha-cerse con finalidades sino ilícitas, quizá sí inmorales en el sentido de falsear una encuesta con ánimo de desmoralizar al adversario o, por el contrario, elevar la moral de los propios. Obviamente se trata aquí de cuestiones deontológicas. El analista debe partir de que todos los sondeos se hacen de buena fe (aunque con distintos medios técnicos) pero no ignorar la posible existencia de otros de mala fe, cuyo efecto también deberá aquilatar objetivamente.

Los sondeos suelen justificarse como fotos de un instante de un proceso y advertir contra las extrapolaciones que, curiosamente, es para lo que se quieren en general. Pero también tienen un aspecto serial/histórico que es de una importancia enorme porque mues-tran los datos de la opinión en un proceso, correlacionándolos con otras variables que nos interese destacar (mayor nivel cultural, sentimiento religioso, nacionalismo, etc.), permitiéndonos formu-lar tendencias sociales y políticas cautamente.

Junto a los sondeos, hasta ahora los protagonistas incuestio-nables de las proyecciones demoscópicas, también son muy con-venientes los análisis de audiencias de los medios convencionales, sobre todo de la televisión, que hoy son muy completos, detallados y fáciles de desglosar por la interrelación entre la televisión e inter-net. En realidad, la dura batalla que los canales de televisión libran por las audiencias se hace precisamente con el análisis de estas como se ve por el hecho de que prácticamente todos los programas de todas las cadenas tienen análoga distribución de contenidos por tiempos.

Internet es la nueva frontera y, muy especialmente las redes so-ciales, que son una realidad en cuanto a formación de la opinión pública, todavía por explorar. La relación entre la audiencia e in-ternet es hoy mucho más compleja y diversificada de lo que era la

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normal en los medios convencionales. El dato fundamental es que un porcentaje elevado de consumidores en las redes es también de productores. Emerge así la figura del prosumidor que tendrá igual-mente consecuencias en cuanto a la gestión normal del modo de producción. En las redes, muchos consumidores de información la generan en un contexto absolutamente abierto. Las redes más im-portantes son abiertas. Las intranets quedan reducidas a empresas y la administración pública.

Si se tiene en cuenta que, además, las redes suelen ser distribui-das se entiende cuando se dice que también ha cambiado la rela-ción básica del poder entre dirigentes y dirigidos, suministradores y consumidores de información. El primer y más evidente efecto es que los consumidores ya no establecen una línea primordial de información y, en cierto modo, una sola dependencia intelectual, sino que, teniendo en dónde elegir porque las redes han elevado lo público casi a infinito y elegir gratis, los consumidores se fabrican sus propios cestos, por así decirlo, sus menús de información y opinión. De ahí que los debates en las redes, al margen de otras consideraciones, sean muy libres, abiertos y a veces muy duros. No se ha valorado aún lo suficiente el hecho de que las hemerotecas estén ahora al alcance inmediato en tiempo real.

Lo decisivo en el estudio de la opinión pública es la capacidad de predicción. Ahí se concentran siempre la atención investigadora y los recursos económicos. Los sondeos se han perfeccionado mu-cho, pero siguen fallando. Algunas redes sociales traen la promesa de eliminar fallos y llegar a un grado de predicción muy alto. Twit-ter, por ejemplo, basándose en la minería de datos. Ciertamente, las perspectivas son muy halagüeñas, pero las realidades, de mo-mento, siguen dejando bastante que desear.

5) DISCUSIÓN Y DEMOCRACIA DIALÓGICA

La importancia de la comunicación y la información políticas que-da en evidencia al recordar que la democracia es un sistema políti-

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co en el que las mayorías deciden sobre opciones alternativas a la hora de pronunciarse por unas u otras decisiones u opciones.

Ya hemos considerado el problema de qué criterios se emplean para dar validez a las decisiones colectivas, las cuestiones relativas a la regla de la mayoría y los aspectos concomitantes. Aquí trata-mos de la cuestión de cómo se llega a determinar el fondo de las decisiones, de forma que unos las proponen mientras que otros las rechazan. Esto es, no hablamos de criterios formales, sino de razones, de argumentos.

Son las razones y argumentos los que forman el contenido de los debates. Estos deben estar sometidos a unas reglas que acredi-ten su validez como procedimientos para adoptar decisiones co-lectivas. Sobre ello se han elaborado distintas teorías. La que más aceptación parece tener es la de Jürgen Habermas con su concepto de la democracia dialógica. Esta parte de una idea de razón comu-nicativa que lleva a una acción comunicativa (Habermas, 1981) Esta última es el elemento central de toda interacción social y con-duce a una “situación ideal de habla” en la que, cuando se cumplen determinadas condiciones y requisitos, se está en el camino de una sociedad libre de dominación, una sociedad emancipada.

Dichas condiciones o “requisitos de validez” (Geltungsansprü-che) tienen un carácter esencialmente normativo y son: inteligi-bilidad (Verständlichkeit), verdad objetiva (objektive Wahrheit), corrección normativa (normative Richtigkeit) y veracidad subje-tiva (subjektive Wahrhaftigkeit), cuatro óptimos racionales que, de darse, conducirán a la “verdad intersubjetiva” que se dará en la dicha situación ideal de habla, en la que no haya deformación alguna de la comunicación.

La única forma civilizada de adoptar decisiones alternativas es el diálogo. Este, sin embargo, debe darse en unas condiciones y cumpliendo unos requisitos que garanticen tal utilidad. Lo que sucede es que los requisitos de Habermas son normativos y su aplicabilidad depende de circunstancias metateóricas o, en otras palabras, de que las relaciones de poder permitan que se apliquen y que se apliquen correctamente. El problema que aquí se plantea a modo de nudo gordiano de la actividad teórica y su consiguiente praxis es el de averiguar cómo será posible que el poder admi-

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ta articular unas condiciones cuyo fin último es, precisamente la desaparición de él mismo como poder y la articulación de una sociedad libre de dominación.

Es cierto que la palabra es poder. Pero también lo es que el po-der es más que la palabra y que esta puede estar sometida a aquel. Es un caso previsto en la teoría de Habermas, en concreto aquél en el que entablamos un diálogo, una comunicación, no con un fin emancipatorio sino estratégico, esto es, para conseguir nuestros objetivos (Habermas, 1981). Siendo esto así, lo más probable es que sacrifiquemos la veracidad y la verdad de nuestra comunica-ción al fin estratégico y, por tanto, la viciemos, haciéndola inválida. En teoría la libre comunicación que lleva a la “comunidad ideal de habla” habermasiana tropieza con la realidad de las conside-raciones estratégicas y el habitual recurso de los comunicadores a la mentira, el engaño y hasta el autoengaño. La comunicación política rebosa literalmente de estos ejemplos.

El análisis politológico, sin embargo, tiende a abandonar este campo más filosófico para concentrarse en el empírico de cómo dar cuenta de las decisiones de los agentes políticos y en qué se basan.

La información tiene un coste, como nos recuerdan siempre los partidarios de la teoría de la decisión racional que se remite al cál-culo de costes beneficios como modo de determinar dicho coste. Ese cálculo es el básico en las teorías sobre el análisis económico de la democracia (Downs, 1973) en las que se supone que los agen-tes políticos toman sus decisiones por criterios de cálculo racional egoísta, como los actores que intervienen en el mercado.

Dos cuestiones se suscitan al respecto: 1ª) hay que ver de qué tipo de costes y beneficios se trata lo que, en ocasiones, lleva a in-dividualizar tanto el análisis que se convierte en algo subjetivo. El concepto de beneficio tiene una dimensión colectiva fácil de enten-der, pero también tiene otra puramente particular y subjetiva, que requiere otro tipo de enfoque. Puede haber beneficios inmateriales. 2ª) qué sucede cuando, con la llegada de internet, la información va camino de ser de coste cero. Será necesario adoptar un enfoque distinto a la hora de entender el análisis de costes-beneficios como

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explicación del comportamiento humano, singularmente del elec-toral.

Con la irrupción de la ciberpolítica, el diálogo se convierte en un multílogo en las redes sociales que tienen una doble función de foro de debate a la par que medios de organización y acción polí-tica y social. La capacidad de viralizar informaciones y contenidos de las redes carece de parangón en la realidad política práctica y está introduciendo cambios cuyas consecuencias son difíciles de calibrar por ahora, lo cual hace que, aunque los medios de comu-nicación y los partidos políticos se vuelquen en las redes, tengan resultados muchas veces poco favorables. Uno de los aspectos que suelen subrayarse es el de la discrepancia entre la implantación en las redes y el éxito digital de las opciones y su auténtico impacto en la vida real. Un ejemplo será suficiente: el alcalde del pueblo jienniense de Jun, José Antonio Rodríguez era muy activo en twit-ter, gran parte de la política municipal la hacía en esa red y en ella contaba con unos 230.000 seguidores. Cuando el partido entonces gobernante en Andalucía, el PSOE, abrió un proceso de elecciones primarias para elegir a su líder en la Comunidad, el regidor decidió presentar su candidatura para la cual se exigían 6.000 avales. Sin embargo, no los obtuvo.

De modo análogo, el partido Podemos contaba con una impor-tante masa de afiliados o militantes (esto es, personas que, además de seguir en las redes las actividades partidistas, estaban capacita-das para votar en las elecciones y elegir los órganos internos), en torno a los 250.000. Sin embargo, en las votaciones para elegir a las candidaturas autonómicas para las elecciones de mayo de 2015, solo votó el 12% del censo. No existe explicación aceptada para un índice de abstención tan alto que deja muy detrás los por-centajes de las elecciones reales.

Los medios se hacen crecientemente digitales, ya se ha visto. Los periódicos de papel ceden ante los virtuales, incluso ante sus propia versiones digitales. La televisión está perfectamente imbri-cada en la realidad virtual con la que mantiene una interrelación constante. Es muy habitual que las redes recojan en tiempo real el contenido de programas que se están viendo en ese momento en la televisión y que el público pueda opinar sobre su contenido en las

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pantallas, creando una especie de retroalimentación en la que los espectadores tienen la idea de ser participantes.

Algo similar sucede con los partidos políticos. Estos adaptan sus organizaciones y prácticas a las redes sociales. De hecho, en buena medida, las campañas electorales encuentran sus consignas y planteamientos muchas veces en los debates en red.

Nada de esto implica que la realidad digital y el ciberespacio hayan conseguido liberarse de los efectos nocivos de una reali-dad conflictiva en la que domina la comunicación estratégica. Al contrario, las redes multiplican los efectos positivos y negativos por igual de la comunicación dialógica ordinaria. Simplemente, las hacen más veloces, pero las campañas de propaganda, los temas electorales, la comunicación en sentido positivo o negativo (de ata-que al adversario, etc.), tienen las mismas pautas.

6) AFECCIÓN/DESAFECCIÓN DEMOCRÁTICAS

Desde el comienzo de esta obra se ha subrayado la importancia de la base filosófica del buen gobierno según la tesis lockeana de que este es el que lo es por consentimiento. La base de legitimidad de los gobiernos es la aquiescencia de los ciudadanos a ser goberna-dos por ellos. Solamente por la libre aceptación de quienes han de obedecer la ley puede entenderse el derecho de quienes la hacen a promulgarla y hacerla cumplir. La legitimidad es, en consecuencia un elemento subjetivo. No existe un criterio objetivo de legitimi-dad (salvo en el muy restrictivo sentido que ha querido darle la tradición monárquica al especificar que existe una “legitimidad dinástica” en cuanto que se hayan seguido o no las normas que regulan la sucesión en el trono), sino que esta es un sentimiento que brota de una particular relación entre el gobernante y el go-bernado, cuando este reconoce el derecho de aquel a reclamar su obediencia.

La democracia requiere la participación de los ciudadanos en la cosa pública, no tanto como plantean las exigencias de Aristóteles

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pero sí hasta la de que estén disponibles los canales previstos para que quienes deseen aplicarse a dicha participación puedan hacerlo.

Como se deriva de la teoría general de sistemas, en la aplica-ción eastoniana al sistema político, los ciudadanos responden a los productos de este mediante actitudes de apoyos y demandas. En ambos casos se da por supuesto un grado elevado de legitimidad del sistema, tanto cuando se lo apoya como cuando se lo critica porque la crítica parte del supuesto de que el sistema tendrá algún tipo de reacción ante ella, aceptándola o explicando por qué no lo hace.

Actualmente se han desarrollado bastante los procedimientos para calcular el grado de apoyo de los gobernados a las institucio-nes de poder político. Se trata de un elemento esencial a la hora de entender y medir los comportamientos políticos y, por supuesto, los previstos resultados electorales en la actividad demoscópica que ya hemos considerado en el epígrafe anterior.

En los últimos tiempos, prácticamente desde fines del siglo XX, ha venido detectándose un grado considerable de desafección ciu-dadana hacia las instituciones políticas en muchas democracias occidentales, incluso se le dio un nombre: el malestar democrático (Norris, 2000; 2005), que arrancaba de dos hechos reiterados: de un lado, una escasa confianza del electorado en la legitimidad de las instituciones y, consecuentemente, un índice elevado de absten-ción electoral.

En un cuadro comparativo de la OCDE de 2010 en el que se relacionaban el índice de percepción de la corrupción y el grado de confianza en las instituciones nacionales, puede verse que hay una relación inversamente proporcional, aunque muy irregular, entre la corrupción percibida y la confianza en las instituciones, así co-mo también parece haber otra directamente proporcional entre el grado de riqueza de las sociedades y la dicha confianza, con la muy notable excepción de la India.

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En el caso de España, su modesto 50% de confianza en las instituciones, seis puntos por debajo de la media de la OCDE, a su vez, puede desglosarse entre los apoyos que recibe cada una de las instituciones del sistema político. Puede verse en el barómetro del Centro de Investigaciones Sociológicas correspondiente a mayo de 2014: Medida en una escala de 0 a 10 en la que el 0 es máxima desconfianza y 10 máxima confianza, los resultados eran los siguientes:

En el caso de España, su modesto 50% de confianza en las ins-tituciones, seis puntos por debajo de la media de la OCDE, a su vez, puede desglosarse entre los apoyos que recibe cada una de las instituciones del sistema político. Puede verse en el barómetro del Centro de Investigaciones Sociológicas correspondiente a mayo de 2014: Medida en una escala de 0 a 10 en la que el 0 es máxima des-confianza y 10 máxima confianza, los resultados eran los siguientes:

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Se observará que solo tres instituciones aprueban y las tres son cuerpos armados y, por este orden, la guardia civil, la policía y el ejército. En cuanto a las instituciones propias del sistema democrático, en cambio, los partidos políticos, el gobierno, el Parlamento y los parlamentos de las Comunidades Autónomas se encuentran por debajo del tres y en tan poco honrosa posición se encuentran asimismo los sindicatos y las organizaciones empresariales. Los datos ilustran sobre las formas de la desafección democrática. Lo habitual es que la desafección política coincida con un índice alto de abstención electoral. La abstención electoral, la otra cara de la participación, es un fenómeno objeto frecuente de estudio en ciencia política por cuanto, al ser muy distinta en los diferentes países y consistente a lo largo del tiempo, suele ofrecer apoyo empírico a las teorías sobre cultura política. En Europa, en donde la participación política es elevada, destacan Suiza, Reino Unido y España como los tres países con más alta abstención en elecciones nacionales. La media europea no es muy significativa, dado que en algunos países, como Bélgica, Grecia, Luxemburgo o Chipre, el voto es obligatorio o lo ha sido hasta hace poco, como en los Países Bajos y aunque, con matices, Italia, en donde la Constitución lo considera un deber. La abstención en Europa es llamativa precisamente en las elecciones europeas, en donde la media de participación en las elecciones de 2014 fue del 43,09%, con la de España ligeramente por encima. Al margen del abstencionismo llamado “técnico”, esto es, la abstención de personas por razones de fuerza mayor, no hay acuerdo respecto a la interpretación del abstencionismo electoral, ni tiene por qué haberlo, dado que la decisión de abstenerse,

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Se observará que solo tres instituciones aprueban y las tres son cuerpos armados y, por este orden, la guardia civil, la policía y el ejército. En cuanto a las instituciones propias del sistema democrático, en cambio, los partidos políticos, el gobierno, el Parlamento y los parlamentos de las Comunidades Autónomas se encuentran por debajo del tres y en tan poco honrosa posición se encuentran asimismo los sindicatos y las organizaciones empresariales. Los datos ilustran sobre las formas de la desafección democrática. Lo habitual es que la desafección política coincida con un índice alto de abstención electoral. La abstención electoral, la otra cara de la participación, es un fenómeno objeto frecuente de estudio en ciencia política por cuanto, al ser muy distinta en los diferentes países y consistente a lo largo del tiempo, suele ofrecer apoyo empírico a las teorías sobre cultura política. En Europa, en donde la participación política es elevada, destacan Suiza, Reino Unido y España como los tres países con más alta abstención en elecciones nacionales. La media europea no es muy significativa, dado que en algunos países, como Bélgica, Grecia, Luxemburgo o Chipre, el voto es obligatorio o lo ha sido hasta hace poco, como en los Países Bajos y aunque, con matices, Italia, en donde la Constitución lo considera un deber. La abstención en Europa es llamativa precisamente en las elecciones europeas, en donde la media de participación en las elecciones de 2014 fue del 43,09%, con la de España ligeramente por encima. Al margen del abstencionismo llamado “técnico”, esto es, la abstención de personas por razones de fuerza mayor, no hay acuerdo respecto a la interpretación del abstencionismo electoral, ni tiene por qué haberlo, dado que la decisión de abstenerse,

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Se observará que solo tres instituciones aprueban y las tres son cuerpos armados y, por este orden, la guardia civil, la policía y el ejército. En cuanto a las instituciones propias del sistema democrá-tico, en cambio, los partidos políticos, el gobierno, el Parlamento y los parlamentos de las Comunidades Autónomas se encuentran por debajo del tres y en tan poco honrosa posición se encuentran asimismo los sindicatos y las organizaciones empresariales. Los datos ilustran sobre las formas de la desafección democrática.

Lo habitual es que la desafección política coincida con un índi-ce alto de abstención electoral. La abstención electoral, la otra cara de la participación, es un fenómeno objeto frecuente de estudio en ciencia política por cuanto, al ser muy distinta en los diferen-tes países y consistente a lo largo del tiempo, suele ofrecer apoyo empírico a las teorías sobre cultura política. En Europa, en donde la participación política es elevada, destacan Suiza, Reino Unido y España como los tres países con más alta abstención en elecciones nacionales. La media europea no es muy significativa, dado que en algunos países, como Bélgica, Grecia, Luxemburgo o Chipre, el voto es obligatorio o lo ha sido hasta hace poco, como en los Paí-ses Bajos y aunque, con matices, Italia, en donde la Constitución lo considera un deber.

La abstención en Europa es llamativa precisamente en las elec-ciones europeas, en donde la media de participación en las elec-ciones de 2014 fue del 43,09%, con la de España ligeramente por encima.

Al margen del abstencionismo llamado “técnico”, esto es, la abstención de personas por razones de fuerza mayor, no hay acuer-do respecto a la interpretación del abstencionismo electoral, ni tie-ne por qué haberlo, dado que la decisión de abstenerse, como la de participar es subjetiva. Es inevitable su uso partidista, pero este no es significativo desde el punto de vista científico. No es infrecuente que algunos partidos pidan la abstención en una consulta electoral y tiendan a contabilizar como “propia” la abstención en su con-junto siendo así que, en todo caso solo podría serlo la diferencia entre la media histórica de abstención y la que se hubiera dado en aquella consulta concreta.

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Si acaso, algo más ilustra un desglose de índices de abstención por orientaciones políticas. De un texto de Agustí Bosch Gardella i Lluís Orriols Galve de ciencia política para principiantes (2011), extraemos el cuadro siguiente de datos de abstencionismo electo-ral según las posiciones en el espectro de actitudes políticas:

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como la de participar es subjetiva. Es inevitable su uso partidista, pero este no es significativo desde el punto de vista científico. No es infrecuente que algunos partidos pidan la abstención en una consulta electoral y tiendan a contabilizar como “propia” la abstención en su conjunto siendo así que, en todo caso solo podría serlo la diferencia entre la media histórica de abstención y la que se hubiera dado en aquella consulta concreta. Si acaso, algo más ilustra un desglose de índices de abstención por orientaciones políticas. De un texto de Agustí Bosch Gardella i Lluís Orriols Galve de ciencia política para principiantes (2011), extraemos el cuadro siguiente de datos de abstencionismo electoral según las posiciones en el espectro de actitudes políticas:

Resulta interesante comprobar algunos datos: en primer lugar, la abstención es mayor entre la izquierda que entre la derecha. En segundo lugar, es mayor en los dos extremos que en sus respectivos espacios. En tercer lugar, es máxima en el centro, de forma que el gráfico que forman las cantidades es una curva unimodal que, a su vez, se corresponde con las habituales en las que los electores se autoubican en la escala de posiciones políticas puesto que la mayoría se declara de centro. Hay más abstencionistas en el centro porque hay más votantes en el centro. Seguramente esta circunstancia explica por qué los partidos suelen apelar al voto centrista.

Volvemos al asunto apuntado en el Capítulo III y recogemos la notable aportación que ha hecho Hirschmann a este aspecto y en cuanto a la reacción que se sigue en el electorado ante diferentes grados de desafección democrática distinguiendo

Resulta interesante comprobar algunos datos: en primer lugar, la abstención es mayor entre la izquierda que entre la derecha. En segundo lugar, es mayor en los dos extremos que en sus respectivos espacios. En tercer lugar, es máxima en el centro, de forma que el gráfico que forman las cantidades es una curva unimodal que, a su vez, se corresponde con las habituales en las que los electores se autoubican en la escala de posiciones políticas puesto que la mayoría se declara de centro. Hay más abstencionistas en el centro porque hay más votantes en el centro. Seguramente esta circuns-tancia explica por qué los partidos suelen apelar al voto centrista.

Volvemos al asunto apuntado en el capítulo III y recogemos la notable aportación que ha hecho Hirschmann a este aspecto y en cuanto a la reacción que se sigue en el electorado ante diferen-tes grados de desafección democrática distinguiendo entre los tres comportamientos típicos que llama “Voz”, “lealtad”, “salida”.

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Con respecto a la teoría general de sistemas, lo nuevo es la “sali-da”. (Hirschmann, 1970)

La “voz” hace referencia a la política de protesta y confronta-ción, de siempre un capítulo complejo en las democracias, prote-gido por derechos políticos pero objeto de noticias y controversias que se agudizaron en los años 60 y ha llegado al día de hoy con los movimientos alternativos y de alterglobalización, tanto en el plano doméstico como en el internacional. Hace referencia a los dere-chos políticos propios de las democracias contemporáneas, como el derecho de reunión, manifestación y la libertad de expresión.

La “lealtad” hace referencia al apoyo sistémico y puede eviden-ciarse de muchas formas. Los medios de comunicación, las ma-nifestaciones de apoyo a las autoridades, etc. La tendencia de los gobiernos a fabricarse una base de apoyo, aunque sea artificial se junta con el hecho de que, muchas veces, estos gobiernos y apoyos disponen de baluartes o fortalezas electorales.

Por último, la “salida” es la única opción que la teoría general de sistemas no contempla y, sin embargo, en ciertos aspectos tiene mucho interés. En cuanto a su viabilidad, como se dijo en el capí-tulo III, parece más planteada para la política local, ya que la po-sibilidad de salir del municipio siempre es una opción más abierta a los ciudadanos que la de causar baja en el sistema que viene a significar un cambio de nacionalidad.

Eso en cuanto a las posibilidades individuales. Pero el interés se plantea cuando la cuestión de la salida no afecta solamente a los individuos sino también a las colectividades. Se trata del derecho de secesión de poblaciones y territorios. Este asunto engarza con otros aspectos de la ciencia política: las ideologías, el nacionalismo, los conflictos, etc. Aquí lo consideramos únicamente desde el punto de vista del funcionamiento puro de las instituciones democráticas.

¿Puede negar la democracia el derecho de autodeterminación de sus colectividades en su seno? Intervienen aquí otras considera-ciones como el hecho del Estado, la historia, la tradición, las cos-tumbres y el choque de nacionalismos. Y, por supuesto, la cuestión queda abierta, con ejemplos en las dos direcciones de reconoci-miento o no reconocimiento de cierto derecho de autodetermina-ción de los pueblos o naciones dentro de Estados. En el Canadá

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hubo dos referéndums de autodeterminación de la provincia de Quebec en 1980 y 1995 y en el Reino Unido uno de autodetermi-nación en Escocia en 2014. En los tres casos el resultado ha sido negativo para las fuerzas independentistas. En España no se ha permitido hacer referéndum de autodeterminación alguno y, a la vista de ello, la Generalitat catalana convocó una consulta infor-mal al respecto que el gobierno central se negó a reconocer como válida. Queda abierta la cuestión de si es legítimo o no que los Estados democráticos reconozcan el derecho a la secesión de las minorías nacionales en su seno.

7) LA CULTURA POLÍTICA

El concepto de cultura política es uno de esos frecuentes préstamos que toma la ciencia política de otras disciplinas sociales, en este ca-so de la antropología y la sociología. En antropología se entiende por “cultura” el conjunto de artefactos que median en el funcio-namiento normal de una colectividad y su reproducción colectiva. Más o menos, lo mismo que en Sociología.

Para la ciencia política, la cultura política o cívica remite al conjunto de instituciones, valores y creencias que rige en una de-terminada sociedad y condiciona su actividad, su evolución. El concepto aparece en la obra adelantada de Almond y Verba y, des-de entonces se ha empleado en muchas ocasiones y ha sido objeto de muchos estudios y análisis empíricos y teóricos (Almond/Verba, 1963).

La casuística es inmensa. La cultura política se empleó mucho en los estudios sobre modernización y cambio político de la segun-da mitad del siglo XX. La acusación que se hizo a dichos estudios fue la del sesgo ideológico de estar hechos desde perspectivas eu-rocéntricas y occidentales.

El problema de la cultura política es el de la determinación con-ceptual y empírica de sus componentes. Y su distinta valoración. Por descontado que también aquí se da el aspecto muy resbaladi-

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zo de las ideologías, la del observador y la del observado. Como muchos trabajos antropológicos, el estudio de la cultura política de un sistema puede hacerse desde la perspectiva emic (esto es, las pautas y criterios internas al grupo en observación) o la perspec-tiva etic (es decir, las categorías y criterios propios del observador, en este caso el politólogo), siendo, probablemente lo más reco-mendable una mezcla de ambas. Cosa nada sencilla, por lo demás porque en ninguno de los dos casos está garantizada la objetividad y pertinencia de las conclusiones. Tómese como ejemplo un trabajo tan importante en su tiempo y tan decisivo que sienta hoy plaza de análisis histórico; el estudio sobre la personalidad autoritaria que hicieron los miembros de la escuela de Frankfurt en los Estados Unidos. Basta con plantear la cuestión del alcance y dimensiones del mismo concepto de autoritarismo para hacerse una idea de las dificultades del trabajo (Adorno, 1950).

Pasados los tiempos de oro de la cultura política, llegó la época del hundimiento del comunismo. Esta también es muy significa-tiva. Es obvio que 75 años de comunismo, tres generaciones de rusos, tuvieron que dejar una huella muy profunda en la cultura política del país. Hoy ya es otra cosa, pero la cultura política co-munista sigue notándose de múltiples formas en los países suce-sores de la vieja Unión Soviética. Sus dificultades para articular sistemas democráticos homologables con los más establecidos y economías de mercado competitivas dan fe de ellas. En cierto mo-do, las sociedades excomunistas no son ya sociedades cerradas en el sentido popperiano, pero tampoco lo son abiertas y esa condi-ción intermedia tiene obviamente que ver con la cultura política heredada del comunismo.

Posteriormente se abriría la época de la cultura política “post-materialista”, que se atribuye a la obra también pionera de Ronald Inglehart quien tomó como base esencial de análisis la Unión Euro-pea (Inglehart, 1990). Eran los años de la prosperidad keynesiana de la posguerra con el Estado del bienestar funcionando en Europa a todo rendimiento. En mitad de la crisis de 2008 en adelante es buen momento para preguntarse qué ha pasado con aquella cultura política postmaterialista que tan influida estaba por los ecos y re-cuerdos de los años sesenta. Parece haber perdido gran parte de su

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predominio, acuciada por consideraciones propias de la superviven-cia de sectores sociales amenazados por la crisis. Pero muchos de sus postulados están integrados en el comportamiento político actual. De hecho, algunos agentes políticos como los verdes o los altermun-distas, en la medida en que postulan programas conservacionistas y solidarios, reverdecen esos valores posmaterialistas,

Actualmente parece darse un contagio mundial con los valores de la cultura política democrática occidental. Hay dos cuestiones anejas que tratar al respecto:

a) el eurocentrismo. Se trata de un problema más candente que nunca por cuanto se produce hoy la última confrontación entre los valores occidentales/eurocéntricos y los de otro tipo, concretamen-te, los islámicos y los de la República Popular China. El otro gran gigante asiático, la India, que pudiera amenazar esta supremacía, acepta los valores occidentales democráticos. A este respecto, el debate global que se establece en este terreno no se agota en el mo-delo de la lucha de las civilizaciones, de Huntington porque el gra-do de oposición entre ellas es muy variable, sino en una confron-tación sumariamente resumida entre las tres opciones, la cristiana/occidental, la musulmana y la sínica que sí parecen mutuamente irreductibles en punto a la cuestión de las respectivas culturas po-líticas (Huntington, 1996).

b) el feminismo. La cultura política democrática, racionalista, moralizante, de raíz kantiana, parece haberse impuesto en el mun-do entero, si bien con las citadas excepciones musulmana y síni-ca. Pero en los tres casos queda una cuestión por resolver, si bien presenta grados distintos de gravedad, que es la del predominio patriarcal. La condición de la mujer ofrece tres posiciones esca-lonadas en cuanto al reconocimiento eficaz de sus derechos y el acceso a la igualdad en todos los órdenes: el Occidente cristiano, la China y el mundo musulmán. Pero en los tres casos sigue habiendo predominio del patriarcado. El desarrollo de una cultura política no patriarcal es una tarea pendiente de la ciencia política crítica.

En cuanto a España, hay una cuestión de notable interés, que sigue hoy siendo materia de controversia entre los estudiosos, en concreto la del tipo de cultura política que predominaba a la sali-da del franquismo. Se entiende que, de acuerdo con los principios

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y postulados de la personalidad autoritaria que se heredaron del franquismo, la cultura política española de la transición debía de ser de este carácter. Sin embargo, muchos estudios sostienen que, por el contrario, era democrática y a ella achacan que la Transición como paso pacífico de la dictadura a la democracia, fuera posible.

La cuestión que se plantea es la de cuáles pudieron ser las fuen-tes de dicha cultura política tolerante y democrática en España. Parece evidente que, aunque el franquismo quiso establecer una situación de autarquía cultural en toda su historia, no lo consiguió y, aunque el régimen censuró cuanto venía del extranjero e impidió el acceso a ello de los ciudadanos, tampoco lo consiguió. Tanto por la influencia indirecta del cine y de la televisión como por la presencia de millones de extranjeros en las llegadas vacacionales, el talante de los autóctonos españoles tenía que cambiar.

Significativo es que las llegadas que no eran de inmigrantes, a quienes la población local podía permitirse mirar de arriba abajo, sino de turistas a quienes la población local, obligada a servirlos, tenía que mirar de abajo arriba y aceptar como ejemplo, produje-ron ese aparente cambio de mentalidad. Pero era aparente, simula-do, fingido, superficial producto del complejo de inferioridad y los millones que llegaban. Por eso, los análisis de cultura política de los españoles en la transición toman la apariencia por la realidad. No era democrática de fondo, sino solo de forma. En el fondo, seguía siendo autoritaria. Los resultados electorales con mayorías absolutas para las opciones políticas de una derecha que no ha roto sus vínculos con la dictadura franquista y que en el orden ideológico supone un renacimiento de la tradición nacionalcatóli-ca, así lo prueban.

Análisis más refinados lo hubieran detectado.

8) LA PARTICIPACIÓN POLÍTICA

La forma más obvia de hacer realidad el reiterado principio loc-keano de legitimidad del gobierno a través de la aceptación de los

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gobernados es la participación. Para quien la participación es un deber, el asunto no ofrece dudas. Participará siempre que pueda. El problema es para quien, por las razones que sea, no lo cree así. Sin duda, cuanto mayor sea la participación política, más cabrá deducir que el sistema político goza de una buena base de apoyo y legitimidad. Lo esencial, sin embargo, no es que el sistema político consiga la mayor participación política al coste que sea porque eso es algo que suelen conseguir los sistemas políticos no democráti-cos, basados en una movilización permanente de las sociedades sin que ello parezca algo deseable en sí mismo. Lo esencial del gobier-no democrático, por tanto, no es que los ciudadanos participen en masa sino que tengan la posibilidad y los canales para hacerlo cuando quieran dentro de la legalidad. Si después participan o no realmente ya es cosa de su personal incumbencia. Desde luego, los índices de participación son una información muy valiosa so-bre los sistemas políticos pero no necesariamente determinante. Mientras dichos sistemas tengan expedita la posibilidad de par-ticipación de la ciudadanía, si esta no lo hace en un porcentaje elevado bien puede ser también porque, estando satisfecha con el funcionamiento de las instituciones y no dudando de ellas, prefiera realizar otro tipo de actividades.

Otro dato de gran importancia para el análisis politológico y que, siendo previo a la participación política, probablemente es un indicador de qué grado puede esta alcanzar es la densidad de las asociaciones privadas en la sociedad. El asociacionismo de las sociedades contemporáneas admite una enorme gama y variedad en cuanto a sus formas y contenidos, mostrando así su carácter esencialmente pluralista. Desde las asociaciones deportivas a las esotéricas, pasando por cualesquiera otras imaginables, nuestras sociedades no suelen tener otro límite al derecho de asociación que el respectivo código penal.

Los estudios empíricos muestran que hay una correlación po-sitiva entre el grado de densidad del asociacionismo y a participa-ción política, así como entre esta y el grado de desarrollo económi-co, de forma que, simplificando, puede decirse que las sociedades ricas son las que tienen mayor asociacionismo y mayor índice de participación política.

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La teoría política contemporánea clasifica todas estas asociacio-nes que en su conjunto, componen en gran medida lo que llama-mos sociedad civil, como grupos de presión, por supuesto de muy distinto carácter y, como son de muy distinto carácter, cumplen funciones específicas y distintas en las vidas de los individuos. No todos los grupos de presión son iguales en ningún sentido y mu-chos presumen de mantener una relación completamente inexis-tente con la política. Pero esto no es cierto. Todos los grupos de presión tienen algún tipo de relación con el poder político a través de los tres niveles en que actúan: legislativo, ejecutivo y judicial, aunque, por supuesto, no es lo mismo una asociación mística que la organización de patronos de una sociedad o sus sindicatos.

Luego llegan los partidos políticos. Antes de nada conviene re-cordar que la distinción partidos políticos-grupos de presión se da a efectos analíticos, pero tiene muchas dificultades en la práctica. No tanto porque muchos grupos de presión se comporten en la práctica como partidos políticos, cosa que también sucede, como por que los partidos políticos suelen servir de cauce y vehículo de los grupos de presión. Es más, muchas veces los partidos políticos no son otra cosa que grupos de presión, en la medida en que tienen objetivos sectoriales.

Al margen de ello, la participación política a través de los parti-dos ofrece mucha materia de análisis. Hace referencia a la carrera de las personas. Lo habitual es que los partidos sirvan como cauces para las biografías políticas, pero también lo es que los más impor-tantes echen mano de personalidades (incluso de independientes) para sus nombramientos al margen de sus carreras.

La participación en partidos políticos es de naturaleza distinta según se haga a través del sufragio activo o del pasivo. Los vo-tantes son una cosa, los militantes, otra y luego están los dirigen-tes y los cargos electos de los partidos. Se entiende que el grado de compromiso es variable, según sea el del interés que mueve la acción. Para los votantes, la participación puede ser una forma de manifestarse; para los militantes, quizá el cumplimiento de un compromiso estatutario y para los dirigentes, una obligación para el desarrollo de sus carreras.

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Los partidos políticos tienen una naturaleza mixta pues, siendo asociaciones privadas (como los grupos de presión, por ejemplo), tienen un tratamiento legal específico por cuanto su función con-siste en ocupar el poder político mediante elecciones y, desde él, determinar las leyes que han de regir en la colectividad. De este modo, dada la importancia crucial de los partidos en los sistemas políticos contemporáneos, puede decirse que, aunque el poder le-gislativo depende y es reflejo de la voluntad soberana del pueblo, razón por la cual, se considera el más importante del Estado, en realidad, es administrado por los partidos políticos. De hecho, el Estado contemporáneo es un Estado de partidos de forma que son los programas de estos los que determinan la labor legislativa del Estado.

Los partidos políticos, por tanto, son elementos esenciales de los sistemas políticos y esa es una de las razones por las que han comenzado a estar constitucionalizados, con su existencia recogi-da y garantizada en la mayoría de las constituciones que han ido promulgándose después de la segunda guerra mundial. De hecho, los sistemas políticos contemporáneos suelen estar caracterizados por sistemas de partidos bastante duraderos y característicos, co-mo veíamos en el caso de los sistemas de medios unos epígrafes más arriba.

Los dos modelos más frecuentes son los sistemas bipartidistas y los multipartidistas. Suelen estos estar en relación con los sistemas electorales de base mayoritaria (los bipartidistas) o proporcional (los multipartidistas), pero no hay una correspondencia automá-tica entre ambas realidades. Los sistemas bipartidistas suelen ser de gobiernos monocolor en un sistema relativamente polarizado mientras que los multipartidistas suelen ir de consuno con gobier-nos de coalición en un sistema que puede estar o no polarizado en bloques. Esta distinción dicotómica admite otras perspectivas. Los sistemas multipartidistas cuentan con partidos más unificados que los bipartidistas en el sentido de que en estos no es extraño que los dos partidos determinantes sean, a su vez, crisoles de ten-dencias que, en un sistema distinto, formarían partidos diferentes. Esta consideración, por tanto, obliga a matizar la oposición entre bipartidismo y multipartidismo. Es evidente, por lo demás, que los

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sistemas multipartidistas, al propiciar gobiernos de coalición, de-terminan sistemas y procesos políticos distintos a los bipartidistas porque en ellos está viva la cultura de la negociación y el pacto, cosa que no sucede en los otros.

El resto de las formas de participación también tiene que ver con los partidos pero se articulan a través del pronunciamiento personal de los electores. Entre ellas se cuentan los referéndums y demás formas de consulta popular pero, sin duda, la forma decisi-va y determinante de la participación política y la que constituye la sustancia del sistema democrático son las elecciones periódicas, a través de las cuales se articula la voluntad popular.

Las elecciones son la piedra angular de la democracia y, para que sean válidas, han de ser libres, competitivas, secretas y periódi-cas Los cuatro elementos son requisitos. Los tres primeros, obvios; el cuarto también, aunque requiera aclaración. Si las elecciones no son periódicas por ley, dependerán de la voluntad arbitraria de los gobernantes y desaparecerá la seguridad jurídica de su celebración. Hasta en el sistema bipartidista británico en el que no hay plazo predeterminado para las elecciones, la convención requiere que se celebren en el cuarto año de mandato del gabinete, si bien queda a la decisión del primer ministro convocarlas cuando lo considera más conveniente que viene a ser cuando los sondeos le son más favorables.

No suele señalarse y, sin embargo es un hecho importante que la periodicidad de las elecciones es la verdadera y más importante diferencia entre el sistema presidencialista y el parlamentario. En los más de doscientos años de historia de los Estados Unidos, nun-ca ha habido una elección anticipada y mucho menos postergada. Hay elecciones presidenciales cada cuatro años, a la Cámara de Representantes cada dos y al Senado también cada dos por tercios. El resto de órganos políticos individuales y colegiados del país se rige por un calendario tan rígido como este. Nada parecido a nin-gún otro sistema proporcional en ninguna parte del mundo. No es exagerado, por tanto, suponer que la estricta periodicidad de las elecciones en los Estados Unidos, nunca alterada, tendrá algo que ver con la extraordinaria estabilidad de su sistema político que,

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salvo la guerra de Secesión, no ha padecido crisis sistémica alguna en los casi doscientos cincuenta años de su existencia.

Los sistemas electorales pertenecen a dos grandes familias: los mayoritarios y los proporcionales. Estos son los tipos ideales. Los sistemas electorales reales suelen ser híbridos de los dos extremos. La decisión sobre si el sistema electoral ha de ser mayoritario o proporcional es de carácter político y obedece al propósito previo de qué sea lo que con él quiera buscarse, si gobiernos mayoritarios estables (sistema mayoritario) o una representación proporcional a la importancia respectiva de los partidos políticos (sistema pro-porcional), a riesgo de una mayor inestabilidad gubernativa.

Además del principio inspirador los sistemas electorales están compuestos por otra serie de piezas menores, algunas de impor-tancia esencial, sin embargo, que hacen que el estudio de estos fenómenos sea un sector especial de la ciencia política: forma de escrutinio, tipo de listas, circunscripciones electorales, métodos de cálculo, existencia o no de barreras legales y de elementos multiplicadores de los resultados. Todo ello hace que los sistemas electorales concretos en todo su detalle suelan ser, en el fondo, el resultado de opciones políticas encontradas, según que se quiera dar preferencia a unos sectores sociales u otros o a unos territo-rios u otros.

La democracia es ese sistema político en el que las decisiones se adoptan por mayoría pero muchas veces no hay sino admitir que, según sea el sistema electoral, las mayorías se fabrican.

9) LAS CAMPAÑAS ELECTORALES

Las elecciones son el momento de celebración de la democracia. Y no son otra cosa que la culminación de unos periodos que lla-mamos “campañas electorales” durante las cuales se materializa la naturaleza discursiva de la democracia y los aspectos que hemos venido considerando respecto a los medios de comunicación, los debates, la cultura política, etc. De ahí que las campañas electo-

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rales suelan concitar la máxima atención de los politólogos y los especialistas en comunicación política.

Lo primero por dilucidar es la propia naturaleza de las campa-ñas. Estas han cambiado mucho pero, según nos muestran testi-monios venerables, han conservado algunos rasgos genuinos. Por ejemplo, los famosos cuatro cuadros de Hogarth, muestran cómo eran las campañas electorales en Inglaterra en el siglo XVIII y, contemplándolos, veremos que no eran sustancialmente distintas a como son hoy día. La campaña electoral ha consistido siempre en difundir un mensaje y, aunque los avances tecnológicos hayan per-mitido incrementar mucho el grado y amplitud de la difusión, se mantienen las prácticas de llegar a la gente y hablarle directamen-te, como se prueba por la actividad del canvasing y las actividades de movilización popular, sobre todo de los votantes propios.

Algunos testimonios prueban también que las campañas fueron muy iconográficas ya desde el siglo XIX. Basta ver los carteles de la campaña presidencial estadounidense del general Zachary Ta-ylor, el héroe de la guerra en contra de México. Lo que se buscaba con su candidatura era atraer el voto mayoritario a favor de un mi-litar que había llevado al país a la victoria en el campo de batalla, como lo llevaría en el campo político, de acuerdo con la analogía tantas veces repetida entre la guerra y la acción política. Theodor Roosevelt también presentaba rasgos militares pero el candidato que volvió a pedir el voto de sus conciudadanos como general que había llevado el país a la victoria fue Dwight Eisenhower, el gene-ral en jefe de los aliados que habían derrotado a los alemanes en la segunda guerra mundial. No deja de ser un signo simpático del paso del tiempo que la campaña electoral de Eisenhower contara con una pieza innovadora de una potencialidad que estaba por en-tonces por descubrir: el primer spot televisivo en dibujos animados en el que se pedía el voto para el general republicano.

Desde la campaña de Eisenhower, la televisión se ha hecho om-nipresente. Nadie puede pensar en una campaña electoral de los siglos XX o XXI sin la televisión. Esta, a su vez, compensa gran-demente por las acusaciones que se le dirigen mediante su gran versatilidad. En efecto, las críticas habituales a la televisión ponen de manifiesto su carácter irrelevante, superficial, de puro entrete-

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nimiento, inútil para la transmisión de mensajes. Ahora bien, co-mo las elecciones son momentos muy noticiables en los que las televisiones pueden ir a la caza de oportunidades y ocasiones, se esmeran con ellos, de forma que diversifican mucho la oferta in-formativa para las elecciones y al hacerlo se convierten en algo imprescindible.

Mucha gente cree que la intervención de la televisión en las campañas electorales se limita a transmitir los spots publicitarios de los distintos partidos. Sí, esto también; pero no solo esto. La televisión también trata de conseguir que la campaña sea noticia y no es infrecuente que unos u otros aspectos de esta se conviertan en programas por derecho propio, con reportajes, entrevistas, etc., que ayudan a difundir la información de las elecciones.

Pero, sobre todo, el servicio más importante que rinde la te-levisión son los debates entre los candidatos. Es todo un mundo porque tienen consecuencias inesperadas. Un desconocido Kenne-dy ganó las elecciones a Nixon con una entrevista en la televisión y los ejemplos pueden multiplicarse. Por no citar si no otros dos también de consecuencias imprevistas: el de Reagan vs. Carter, cuando el republicano derrotó al demócrata con una frase con-tundente: There you go again (“Ya está usted otra vez”), por refe-rencia a las tendencias estatistas o apaciguadoras de Carter o el de Valéry Giscard’Estaing vs. François Mitterrand en Francia, cuando el socialista Mitterrand sostuvo que Giscard era “el hombre del pasado” y el liberal le respondió que él era el “hombre del pasivo”, para poner de manifiesto su tendencia a incrementar el gasto pú-blico. Estos debates son esenciales y en muchos casos han decidido el destino de unas elecciones. De ahí que estén rodeados de tantas precauciones.

La preeminencia de la televisión no elimina las otras vías de la campaña. Y, por supuesto, en la era de internet, se abre un campo nuevo, prácticamente un continente por explorar con las campa-ñas electorales en las redes sociales.

También es obligado preguntarse, porque es cuestión que se plantea con frecuencia, si las campañas electorales sirven para algo: para convencer a los convencidos o para convencer a los indecisos o para nada. Un asunto de cierta complejidad. Es una

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pregunta directa sobre la eficacia de la campaña. En realidad, no es asunto que pueda resolverse con una fórmula única porque depen-de de una serie de imponderables. Pero, aunque no esté claro si la campaña motiva o no motiva, hay un elemento por el cual resulta siempre imprescindible e inexcusable de forma que no es conce-bible una elección democrática sin una previa campaña electoral, esto es, el hecho de que gracias a ella los partidos tienen ocasión de dar a conocer sus propuestas, sus programas y de someterlos a la crítica pública. Así mismo, también se da a conocer a sus dirigentes y, en realidad no hay mejor terreno en el que comprobar las condi-ciones de liderazgo de un candidato que en una campaña electoral.

Los estudios sobre liderazgo implican una conexión entre la ciencia política, la psicología, la lingüística y la comunicación polí-tica. La cuestión esencial es el liderazgo en sí. Se trata de una fun-ción personal, no colectiva. Y reabre la cuestión del debate acerca de la personalidad del individuo y las leyes de la historia. Aunque se presente de otra forma, tampoco el asunto es tan nuevo. Hay una tradición que va desde las vidas de varones ilustres a los en-sayos filosóficos sobre los héroes y el culto a los héroes. Todas las mitologías tienen héroes. Y todas las leyendas populares. Posible-mente todas las literaturas. Por lo demás, la cuestión del liderazgo en política, conecta los aspectos de las campañas electorales en las democracias con los problemas que plantean los populismos. Una excesiva dependencia del líder respecto al partido puede hacerlo aparecer como falto de visión y fuerza; pero una fuerza excesiva del líder sobre el partido puede despertar temores de una deriva autoritaria, cuando no dictatorial.

Dos aspectos que forman igualmente parte de la cuestión de las campañas electorales y son fuente permanente de problemas y contradicciones son la regulación jurídica de las campañas con el fin de conservar los principios de equidad, justicia y reparto igual o proporcional de oportunidades y, por descontado, la financia-ción de las campañas. Este el núcleo mismo de la corrupción en nuestros sistemas políticos, el principal problema por el que se deslegitiman los sistemas democráticos.

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VI. EL COMPARATIVISMO Y EL ORDEN INTERNACIONAL

1) LA CUESTIÓN DEL COMPARATIVISMO

El comparativismo es un recurso metodológico que incrementa notablemente el acopio de material de estudio a base de permitir-nos establecer similitudes y diferencias entre los objetos de conoci-miento y, por lo tanto, intentar clasificarlos en tipologías. Al cote-jar unas formas políticas con otras se obtiene un distanciamiento crítico que permite, entre otras cosas, sopesar su rendimiento, el grado de aceptación de los respectivos gobernados y otros factores no menos importantes.

La perspectiva comparada ayuda igualmente a entender en mu-chos casos la razón de ser de ciertas instituciones, sus rasgos de familia con las de otros contextos culturales y las peculiaridades de su evolución histórica. Cabe así determinar grandes troncos co-munes según datos objetivos que permiten clasificar y, por tanto, comprender la multiplicidad aparentemente confusa de los fenó-menos políticos.

El comparativismo puede presumir de una larga tradición. Aris-tóteles, que también tiene justo título a ser considerado como el primer comparativista de la historia, escribió su Constitución de Atenas como parte de un conjunto o recopilación de constitucio-nes de 158 Estados griegos y no griegos que hoy se han perdido (Aristóteles, 1970). En un sentido menos específico y más divulga-tivo cabe señalar también como precedente del espíritu comparati-vo las Vidas paralelas de Plutarco, en las que se presentaban de dos en dos las biografías de hombres ilustres de la Antigüedad.

En cierto modo, cabe sostener que este espíritu comparativo ha estado casi siempre presente en muchas de las obras escritas en di-versos campos y épocas, aunque con fines meramente ilustrativos,

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o incluso encomiásticos para los asuntos propios. Las Historias de Herodoto están llenas de comparaciones entre los griegos, los egipcios o los persas (Herodoto, 1981). Y, como se ha señalado al hablar del historicismo primitivo, muchas de las obras históricas del Renacimiento y de la Edad Moderna, recurren a frecuentes comparaciones de la actualidad de entonces con fenómenos pasa-dos, especialmente de la República o el Imperio romanos.

Cabe decir, sin embargo, que el comparativismo en un sentido sistemático y con espíritu científico echa a andar con el desarrollo de la filología comparada a fines del siglo XVIII, que conoció un gran desarrollo en el XIX y acabó consolidando una lingüística comparada como parte de la ciencia filológica en el siglo XX. Los filólogos del siglo XVIII tomaron como base de partida las len-guas europeas que tenían una larga tradición de lenguas escritas y procedieron mediante analogías y reconstrucciones a establecer el tronco común llamado protoindoeuropeo, del que proceden las lenguas indoeuropeas, la mayoría de las hoy habladas en el mundo con sus formas más antiguas, del sánscrito, el latín, el griego y el persa.

El gran avance conseguido en la lingüística animó a otras cien-cias culturales a seguir el camino comparativo también con gran éxito. Parte importante del temprano desarrollo de la antropología se debe a los préstamos filológicos, si bien esta ciencia desarrolló asimismo sus instrumentos comparativos propios a través de los sistemas de parentesco. Igualmente relacionado con esta perspec-tiva se dio también el comienzo del comparativismo en la juris-prudencia en el siglo XIX que permitió establecer cuatro grandes ramas de tradición jurídica en Europa: la romana, la del common law anglosajón, con similitudes con el derecho germánico y el gru-po eslavo.

Como corresponde a su origen mucho más reciente, el compa-rativismo en ciencia política tiene menor tradición, aunque no por ello inferior importancia en los estudios de la materia. Sin duda la comparación política de los tiempos premodernos ofrece muchos ejemplos y está llena de enseñanzas que afectan al auge y caída de los imperios territoriales y marítimos, de las ciudades-Estado y de otras formas de organización política. Pero el comparativismo

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político en sentido estricto solo tiene sentido a partir de la Edad Moderna —lo que hemos llamado la Europa de Westfalia— y de la formación de los Estados naciones. Buena parte de las contribu-ciones más interesantes al comparativismo político primero la ha hecho la escuela historiográfica conocida como escuela de la na-tion building o state building, singularmente en la obra de Charles Tilly y Stein Rokkan (Tilly/Rokkan, 1975).

Este primer comparativismo de carácter histórico tiene nece-sariamente que presentar un carácter diacrónico. Lo que se consi-dera en él son las similitudes y diferencias en la formación de los Estados europeos, según que hayan tenido unas características u otras en su desarrollo histórico. Ello nos permite extraer valiosas conclusiones respecto a la evolución de los respectivos Estados a lo largo del tiempo.

Pero el comparativismo político no se agota en el aspecto dia-crónico sino que, al contrario, este solamente actúa como una especie de introducción al verdaderamente interesante que es el sincrónico. En este comparativismo ya no se cotejan Estados en su conjunto unos con otros sino aspectos parciales de estos, subdivi-didos a su vez en otras dos categorías: comparación de institucio-nes y comparación de comportamientos políticos.

La más frecuente probablemente por ser la más fácil de conside-rar empíricamente es la comparación institucional. Comparamos aquí regímenes, sistemas e instituciones propiamente dichas: go-biernos, parlamentos, organización del poder judicial, planta terri-torial del Estado. Y, por supuesto, relaciones entre ellas. Junto a las comparaciones sobre instituciones legislativas (sistemas unicame-rales o bicamerales y en los bicamerales si las cámaras tienen o no igualdad de competencias) encontramos también muy ilustrativas comparaciones entre presidencialismo y parlamentarismo que, en el fondo, no es otra cosa que organizar las relaciones entre el go-bierno y la institución representativa y legislativa. También son muy recurridas las comparaciones en las gestiones de los gobier-nos, en cuanto a si tienden a ser monopartidistas o de coalición.

En el otro extremo de las instituciones se encuentran las com-paraciones sobre comportamiento político cuyas dimensiones per-tenecen más al ámbito de la intersubjetividad que de la objetividad

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institucional: ¿por qué varía el índice de participación y abstención según los países y, dentro de cada país, según los tipos de elección? ¿Por qué en unos países influye más o menos la confesión religio-sa en las actitudes políticas? ¿Por qué en unos lugares hay más tendencia a las manifestaciones violentas que en otros? ¿Por qué en unos lugares subsisten unas pautas de cultura política que no se dan en otros? ¿Por qué varían más o menos acusadamente los índices de corrupción percibida?

Finalmente, entre ambos aspectos, el objetivo institucional y el intersubjetivo, se da un tercer orden, esto es, el de aquellas realida-des que, sin tener la consistencia de las instituciones del ámbito pú-blico, si presentan una realidad material originada en la sociedad civil, como los partidos políticos o los medios de comunicación. De estos últimos, en concreto, ya hemos citado la perspectiva com-parativa de Hallin y Mancini en el capítulo V.

2) LOS SISTEMAS POLÍTICOS COMPARADOS

Las clasificaciones habituales suelen basarse en varias tradiciones: países de tradición anglosajona y países de tradición continental, ambas originariamente europeas, pero que se han extendido a bue-na parte del mundo. Las antiguas colonias británicas han adoptado generalmente el sistema anglosajón y las del continente, singular-mente las francesas, aunque no solamente ellas, han seguido siste-mas continentales. Por supuesto, los grupos son casi tipos ideales y los sistemas políticos concretos conocen grandes variedades.

Asimismo cabe señalar el caso de los Estados Unidos que, ha-biéndose originado en la tradición anglosajona, incorporó con la Constitución una estructura continental de tradición romana, dan-do así origen a un sistema original y propio de sistema político que mezcla las dos tradiciones para dar lugar a esa forma de república presidencialista que había de ser un unicum hasta que, después de la independencia de las colonias españolas en América, las nacio-nes independientes lo imitarían prácticamente todas.

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Hasta hace poco podía encontrarse en las clasificaciones un modelo eslavo. La tradición de diferenciar unidades políticas y culturales en el viejo continente entre Europa occidental y Europa oriental nace ya en una costumbre de los historiadores de historia moderna que detectan evoluciones divergentes en ambas partes, sobre todo a partir de lo que llaman la segunda servidumbre en Europa oriental en los siglos XVII y XVIII. Luego, ya singulariza-dos como los eslavos, cuyo nombre, en algunas lenguas como el inglés, tiene sospechosas connotaciones con esclavos (slavs, slaves) reafirmarían esa singularidad en siglo XX constituyendo de grado o por fuerza el bloque comunista. Ese bloque constituía el “mode-lo comunista” que, alcanzaba cierta carta de naturaleza al incluir los países comunistas asiáticos y también Cuba. Finalmente, al hundirse el comunismo europeo, volvió a plantearse la cuestión de si hay base para hablar de un “modelo eslavo” o bien estos países eslavos se encuentran en un proceso de integración voluntaria y absorción en los demás sistemas del modelo continental europeo tradicional, esto es, lo que llamamos desde el principio, las demo-cracias liberales. La integración de muchos de ellos en la Unión Europea así lo prueba, lo cual no implica hacer de menos los mu-chos problemas de adaptación que encuentran.

Los antiguos sistemas comunistas que quedan, la República Po-pular de China, la República Socialista de Vietnam, la República Democrática Popular de Laos, la República de Cuba y la Repúbli-ca Democrática Popular de Corea del Norte apenas si tienen algo en común como no sea su pasado comunista, su estructura auto-ritaria y su dictadura de partido único pues ni la ideología oficial del Estado es la misma ya que Corea del Norte ha renunciado al marxismo-leninismo y ha establecido una especie de extraño híbri-do de monarquía y república en el que el presidente de esta lo es con carácter vitalicio y hereditario.

El otro gran conjunto de sistemas políticos que forman un mo-delo a su vez es el del Islam, que ocupa una amplia extensión del planeta y en el que habitan más de 800 millones de personas divi-didas en una multiplicidad de Estados que admiten todas las for-mas, desde las repúblicas formalmente laicas hasta los regímenes teocráticos y varios tipos de monarquías. La diferencia primera,

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la que más importa es la que se da entre el islam árabe y el no árabe (turcos, persas, etc.). Entre los árabes, los más numerosos, también hay una amplia variedad de sistemas, repúblicas laicas y formas monárquicas, entre ellas sultanatos, califatos y emiratos. Por descontado el elemento unificador de esta abigarrada variedad de formas es la vigencia de la ley islámica, la Sharia, que a su vez también conoce casi infinitas variantes.

Los sistemas políticos también pueden compararse no como bloques, sino en un sentido transversal, por instituciones. La prin-cipal de todas ellas, la constitución, se ha ofrecido de siempre a un tipo de comparación que no podía tener sino un valor simbólico y puramente histórico entre constituciones escritas y constituciones no escritas por cuanto el segundo tipo solo contaba con el caso del Reino Unido y, parcialmente, el de Israel. Además, es dudoso que pueda decirse que la constitución británica sea no escrita cuando consiste en un conjunto de documentos escritos que van desde el siglo XIV hasta el XX y de otros no escritos que toman la forma de convenciones constitucionales, tradicionalmente respetadas. Por ejemplo, en ninguna parte está escrito que la reina de Inglaterra haya de nombrar primer ministro al líder de la mayoría parla-mentaria, pero ninguna dejaría de hacerlo. Es fama que la Reina Victoria se llevaba fatal con el liberal Gladstone, a quien odiaba, sin embargo hubo de nombrarlo primer ministro cuatro veces. En cuanto a Israel, el Estado se rige por una serie de Leyes Constitu-cionales (para evitar la expresión “constitución”, un poco en el espíritu de la IIIª República francesa) que regulan por separado las instituciones fundamentales de la república.

El constitucionalismo comparado es muy rico en enseñanzas sobre tipos diversos de articulación de las constituciones, siendo especialmente ilustrativas las comparaciones referentes a las de-claraciones y formas de protección de los derechos, las vías de la reforma constitucional y los sistemas de control de constituciona-lidad de las leyes, así como los órganos a los que está encomenda-da, ya sean órganos judiciales ordinarios, órganos extraordinarios, políticos o el propio parlamento, como sucede con los Países Bajos.

De las demás instituciones constituidas que también se pres-tan a la comparación ofrece especial interés la jefatura del Estado.

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Hay aquí dos clasificaciones que se entrecruzan: de un lado, las repúblicas y de otro, las monarquías, como ya se expuso con ma-yor detenimiento en el capítulo II. Pero así como estas son prác-ticamente todas parlamentarias, pues ya no quedan monarquías absolutas, excepto en el Vaticano, las repúblicas pueden ser pre-sidencialistas o parlamentarias de forma que el presidente de las repúblicas parlamentarias es un jefe de Estado más parecido a un monarca (si bien no es vitalicio ni hereditario) que a un presidente de república presidencialista. Por supuesto en lo que respecta a las competencias. Los reyes reinan pero no gobiernan; los presidentes parlamentarios, tampoco.

La clasificación en razón de las formas de organización terri-torial del Estado es también recurrente. Sobre todo porque no es extraño encontrar conflictos políticos planteados en torno a vi-siones distintas de la distribución territorial del poder por unos u otros motivos. Esta comparación, por lo demás, todo lo que tiene de complicado políticamente lo tiene de simple territorialmente. La clasificación, que ya se analizó con detalle en el capítulo II, se da a lo largo de un eje en el que un extremo representa el Estado unitario centralizado y el otro el Estado compuesto confederal, dándose todo tipo de situaciones intermedias como descentraliza-ción administrativa, Estado regional, Estado autonómico, Estado confederal. Ciertamente, estos estadios intermedios tampoco dejan de plantear problemas. Basta con pensar en el debate español acer-ca de la naturaleza del “Estado autonómico” y si este es o no es en realidad un verdadero Estado federal.

Por supuesto, al hablar de Estado compuesto como Estado con-federal estamos refiriéndonos más bien a una figura ideal que ape-nas se da y, cuando se ha dado (en los casos de las confederaciones de los Estados Unidos y la Helvética) ha sido por breve periodo antes de convertirse en Estado compuesto, sí, pero federal (véase el capítulo II).

No es frecuente encontrar análisis comparativos que tomen co-mo factor de análisis las relaciones de la Iglesia y el Estado. De nuevo la comparación puede hacerse a lo largo de un eje en uno de cuyos extremos se encuentra la separación clara y nítida de la Igle-sia y el Estado (el caso de Francia) y en el otro la fusión absoluta de

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forma que el Estado es la propia Iglesia (el caso del Vaticano). En-tre los dos extremos cierta variedad en las relaciones entre las dos entidades. Ciertamente, casi todos los Estados democráticos tienen separada la Iglesia del Estado, aunque hay muchas variantes de la presencia de aquella en este, bien de forma simbólica, como es el caso de la reina de Inglaterra, cabeza de la religión anglicana o de forma real y material, como es el de España en donde por acuerdo expreso del Estado con el Vaticano, la Iglesia goza de financiación pública, como si fuera una institución más del Estado.

Las comparaciones por órganos legislativos suelen ser bastan-te productivas. No solamente por la comparación evidente en sí misma entre países unicamerales y países bicamerales que, en muchos casos es una necesidad técnica por tratarse de Estados federales sino también por las posibilidades que ofrece para es-tudiar otros aspectos del funcionamiento de los órganos legis-lativos. Por ejemplo, si son o no más funcionales las segundas cámaras allí donde no hay federalismo. Las monarquías nórdicas abolieran las cámaras altas a mediados del siglo XX, pasando así de ser países bicamerales a ser unicamerales y el casi permanente estado de revisión en que se encuentra la Cámara de los Lores en el Reino Unido, a partir de la reforma del gobierno Blair en 1999, que suprimió la mayoría de los pares hereditarios y dejó para una segunda parte de la reforma el nombramiento de los otros. Desde entonces no parece haber acuerdo, pero los intentos de reforma se suceden

Las segundas cámaras, en realidad, son un campo muy rico pa-ra la comparación porque tienen naturalezas muy distintas, más de las que se dan entre las cámaras bajas. Incluso cuando se trata de países federales. No hay parecido alguno entre el Senado de los Estados Unidos y el Bundesrat o Consejo Federal de Alemania. El Senado francés, que es una cámara colegisladora, como el italiano, se elige por votación indirecta de los ciudadanos a diferencia del otro que lo es por sufragio universal.

Para las comparaciones por sistemas de partidos, por sistemas electorales y sistemas de medios, remitimos a las observaciones del capítulo V.

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3) LA SOCIEDAD INTERNACIONAL

Los Estados que se comparan entre sí con las distintas técnicas comparativas, forman parte de sistemas superiores a ellos mismos de caracteres y extensiones territoriales muy diversas. Desde la perspectiva de la teoría general de sistemas el mundo es un lugar dividido en Estados considerados sistemas políticos que forman parte habitualmente de otros sistemas mayores de muy diversa condición, unos por cercanía regional, otros cultural, religiosa, lin-güística, etc. Son sistemas de sistemas, equivalentes en su compor-tamiento a los conjuntos de conjuntos.

En el planeta en general actúa algo parecido a un sistema mun-dial, a cargo de la ONU y su familia de organizaciones. El grado de eficacia de las Naciones Unidas según muy diversas concepciones de cómo debiera ser un gobierno mundial es materia de intenso debate entre estudiosos y especialistas. Pero algo es incuestiona-ble: la ONU es la única organización política con jurisdicción en todo el planeta. La cuestión obvia hace referencia al alcance de esa jurisdicción. Por supuesto, es discutible si como tal organiza-ción política, de gobierno, es eficaz y garantiza la gobernanza, es-to es, el gobierno más eficiente posible. Ciertamente, puede haber diferencias entre los acuerdos adoptados en el foro mundial y sus consecuencias prácticas. Es ya tradición que Israel no cumpla las resoluciones de la Asamblea General. Pero esto sucede con todos los gobiernos del mundo.

En definitiva, cuando hoy se habla de la “sociedad internacio-nal” o el “orden mundial”, en realidad, está haciéndose referencia a un sistema-mundo político, compuesto por subsistemas parciales (regionales o de otro tipo), compuestos a su vez por subsistemas individuales que son los Estados. De este modo, el planeta es una estructura con tres plantas.

Los actores que intervienen en el escenario mundial son de los tres órdenes pues en los tres hay sujetos jurídicos de derecho internacional. Lo son los Estados, los son las agrupaciones espe-cializadas de Estados, militares, comerciales, políticas, regionales y lo es la organización política suprema, las Naciones Unidas y

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sus agencias especializadas. También lo son las organizaciones no gubernamentales, cuando menos las que están reconocidas como tales por la ONU.

Los tres tipos de sujetos interactúan hoy en un medio único, mundial, caracterizado por la volatilidad, la inseguridad y la com-plejidad. La densidad de comunicaciones entre ellas se ha multipli-cado extraordinariamente en el ciberespacio de las redes digitales. Las relaciones internacionales siguen descansando sobre paráme-tros de poder militar, pero el aumento exponencial de densidad de las redes de otro tipo, comerciales, culturales, financieras, etc., plantea no solamente una revisión de las formas consagradas de organizar las relaciones internacionales sino también de la natura-leza misma de aquellos parámetros.

Los conceptos mismos de defensa, capacidad de ataque y de respuesta están modificándose. La mentalidad militar tradicional tiene que dar paso al concepto de ciberguerra o guerra en el ciberes-pacio. Esta potencia hasta el infinito un aspecto que la guerra tra-dicional siempre había tenido muy en cuenta, aunque con alcance limitado, que era los servicios de inteligencia e información. Ya no hacen falta espías a la vieja usanza. Se pueden emplear buscadores capaces de entrar en el sancta sanctorum del enemigo y robarle sus más secretos algoritmos. Y se corre el riesgo de que lo mismo haga el enemigo con uno. Con el agravante de que por “enemigo” cabe dar hoy a todo aquel que tenga competencia tecnológica para reventar los secretos de los distintos niveles del poder.

Las concepciones teóricas sobre las relaciones internacionales suelen oscilar, como pasa frecuentemente con las ciencias sociales, entre una perspectiva normativa, más cercana al deber ser y otra empírica, más cercana al ser. Eso no quiere decir, sin embargo que, a su vez, en el curso de las habituales controversias, no se acusen recíprocamente de defender lo contrario de lo que dicen defender. No es extraño encontrar críticas normativas según las cuales los empíricos (que gustan llamarse “realistas”) en el fondo, parten del supuesto ideológico de una antropología negativa: el hombre es malo, busca siempre su beneficio personal y no trata a los demás como quisiera que lo trataran a él, es decir, es inmoral. De aquí se sigue, según esta visión crítica, que los realistas legitiman y justifi-

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can el orden constituido por injusto que sea. A la inversa, los rea-listas acusan a los normativos (que gustan llamarse cosmopolitas) de pretenden imponer concepciones extrañas, utópicas y ajenas a las tradiciones culturales de las gentes, tratar de ajustar el devenir histórico orgánico de las sociedades según criterios apriorístico, racionales y hacerlo de un modo autoritario.

Para los realistas, prevalece, como siempre en la historia del mundo, la razón de Estado. Para los cosmopolitas la idea del pro-greso de la especie y la perfectibilidad de esta.

4) DE WESTFALIA A HOY

Es opinión generalmente aceptada entre los estudiosos que el sis-tema europeo de Estados en el sentido moderno comienza con la Paz de Westfalia, nombre que se da a varios tratados (Westfalia, Münster, Osnabrück) por los que se pone fin a la guerra de los treinta años en Europa y a la de ochenta años entre Holanda y España. A los efectos españoles, lo más importante del momento es el reconocimiento oficial de la independencia de los Países Bajos. Con ello suele decirse que, en realidad, estos, los Países Bajos, son el primer Estado en el sentido moderno en Europa.

El sistema de Estados establecido en el continente a partir de este momento se mantiene por decisión diplomática como un equilibrio de poderes. Puede darse entonces por nacida la socie-dad internacional, compuesta por poderes territoriales, soberanos, que respetan mutuamente sus fronteras y tratan de resolver sus diferencias mediante negociaciones, alianzas cambiantes y recu-rriendo a la guerra cuando no hay otra salida y siempre después de complicadas negociaciones diplomáticas en las que el criterio determinante es la razón de Estado (capítulo II). El término apa-rece acuñado en la obra de Giovanni Botero, La razón de Estado, publicada en 1589, menos de veinte años después de la matanza de la noche de San Bartolomé (Botero, s.d.). El término viene a signi-ficar, según la teoría política posterior el hecho de que los Estados,

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los reinos, los principados no deben estar regidos por principios de fuerza y amoralidad, como se deduce de la obra de Maquiavelo, sino por la creencia en el fundamento moral de la acción política predicada por Santo Tomás de Aquino, que es lo que Botero pen-saba. Para él, la razón de Estado trae causa de la preocupación del gobernante por el bien común. Resulta una ironía del destino que su acepción posterior la haya identificado con una política ajena a todo de postulado moral y la haya vinculado con la vieja concep-ción medieval de los arcana imperii o “secretos de Estado”.

En este tiempo de comienzo de la Edad Moderna, en el sistema de equilibrio de poderes en Europa, las entidades políticas reco-nocidas son los Estados. Todavía nadie habla de Estado-nación porque, como se indicó en el capítulo III, el concepto de nación que se manejaba en el Concilio de Constanza era premoderno, considerando como tal al conjunto de los nacidos en un mismo te-rritorio. Habrá que esperar a la Revolución francesa y al romanti-cismo alemán para que surjan los dos conceptos de nación que van a ser determinantes en el acaecer político de los siglos posteriores, el francés/liberal y el alemán/étnico. Poco a poco el concepto de nación va tomando dimensiones políticas más precisas y cabe decir que la historia del nacionalismo, del que nos ocupamos en el capí-tulo IV, en realidad es la de las muy problemáticas relaciones entre ambos entes, el Estado y la nación. En verdad, valor indicativo tiene al respecto el hecho de que la sociedad que emerge de la paz de Westfalia se llamara entonces y siga llamándose hoy “sociedad internacional” y no “sociedad interestatal”.

Son los Estados los sujetos de la acción política en los siglos XVII/XVIII en adelante. Muy en especial en el momento en que, una serie de factores concomitantes de evolución intelectual, ade-lantos científicos, desarrollo económico y designios políticos em-pujan a los Estados más allá de sus fronteras en viajes de explora-ción y conquista con lo que se abre el largo periodo de expansión imperial de las potencias europeas. Mientras los dos primeros im-perios, el portugués y el español, se institucionalizan, Holanda, Inglaterra y Francia comienzan a establecer los suyos. En realidad podría decirse que esta expansión imperial allende las fronteras, eliminó mucha presión europea interna para ampliar los territo-

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rios propios a costa de los vecinos y coadyuvó al mantenimiento de una época de paz en el continente.

La expansión imperial del XVII al XIX condicionó decisivamen-te el mundo político posterior. Es obvio que, de no haber estableci-do los británicos sus colonias de la Nueva Inglaterra, los Estados Unidos no existirían y el mundo contemporáneo sería muy distinto. Pero esto es algo evidente. Menos lo son otras influencias y factores surgidos en estos momentos y que merecen consideración.

Por ejemplo, el del estatuto jurídico de las colonias en el Nuevo Mundo. El imperio español fue desde el principio una expansión de la corona y de la Corona de Castilla, más exactamente. Los con-quistadores tomaban posesión de las tierras (y de sus habitantes) en nombre de la reina de Castilla y luego del emperador Carlos. Para entendernos y emplear terminología de hoy, las posesiones es-pañolas eran públicas, estatales. En cambio, las inglesas podían ser propiedad de la corona (como en el caso de España) o, lo que era más frecuente, propiedad de particulares bien como posesiones de particulares o de una compañía mercantil y en ambos casos, pri-vadas. Estas últimas solían disponer de concesiones y cartas reales, pero estos documentos únicamente garantizaban la protección de la corona al ejercicio de un derecho de propiedad que ella recono-cía a los privados. No hay duda alguna de que esta gran diferencia que se da ya en el momento originario de estatuto colonial tenía que mantener una relación de causa efecto con las distintas cul-turas políticas que estaban entonces naciendo: la más orientada al derecho público de los españoles y la más dirigida al derecho privado de los anglosajones. Esta diferencia tiene importancia a la hora de aquilatar años después las respectivas fuerzas de las pro-puestas privatizadoras o socializadoras en las ideologías políticas posteriores.

El siglo XIX es el de la expansión imperial de los Estados eu-ropeos que someten a su soberanía prácticamente todo el mundo conocido. Aunque formalmente la estructura política de los Esta-dos no ha cambiado (los nuevos territorios son posesiones de ul-tramar) si la he hecho el conjunto del sistema productivo. Ya en la segunda mitad del siglo XIX algún teórico puso de manifiesto que, con su expansión allende sus fronteras estatales, el capitalismo ha-

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bía dejado de ser tal para convertirse en imperialismo (Hobson, 2011). En definitiva la competencia capitalista y la presión del mo-vimiento obrero así como los nuevos procesos productivos, forza-ban a las empresas a buscar fuentes energéticas y materias primas en ultramar. A este imperialismo que podríamos llamar “depre-dador”, consistente en apropiarse de las riquezas de las colonias, acompañaría en paralelo otro que podríamos llamar “mercantil” en el sentido de dichas colonias no solamente eran fuentes de ma-terias primas y energía, sino que también constituían mercados en los que las metrópolis podían vender sus productos. El imperia-lismo avanzaba aun más hasta transformar el capitalismo en un mecanismo puramente financiero (Hilferding, 2006).

Sería Lenin quien, posteriormente, recogiendo las aportaciones de Hobson y Hilferding, elaboraría su teoría de que el imperia-lismo era la etapa superior y última de desarrollo del capitalismo (Lenin, 1979). La competencia intercapitalista había llevado al im-perialismo. La competencia entre imperialismos ahora llevaría a la guerra y, según Lenin, lo que el movimiento obrero debería hacer sería transformar esa guerra imperialista en una guerra civil del proletariado contra la burguesía internacional. Una revolución.

Con independencia de lo acertado o no de estas hipótesis, algo sí queda claro a lo largo del siglo XIX: las metrópolis europeas consolidan imperios ultramarinos (o territoriales como sucede en Rusia) de modo duradero, excepto en el caso de España en donde, al revés, el siglo XIX marca el fin de su época imperial. A comien-zos de siglo y hasta la batalla de Ayacucho, se independiza el con-tinente y en la guerra de 1898, el país pierde sus últimas colonias no africanas, Cuba, Puerto Rico, las Filipinas e islas menores. En síntesis, si la construcción de imperios —la época del imperialis-mo— señala el desarrollo del capitalismo para bien o para mal, solo queda admitir que en el caso de España, la evolución real es la inversa y este factor, unido a la ausencia de un fenómeno políti-co que pueda ser equiparable a la Revolución francesa en cuanto ascenso de la burguesía al poder probablemente explica en cierta medida por qué el desarrollo de España en el siglo XIX y gran par-te del XX ha sido anómalo en comparación con el de otros países europeos.

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La expansión imperialista del siglo XIX dejó un mundo con muy pocas posibilidades para integrar a los recién llegados. Así cuando tanto Alemania como Italia terminaron su consolidación como Estados nacionales, prontos a competir con los demás en la búsqueda de nuevos territorios en el decenio de 1870, su presión acabaría produciendo la primera guerra mundial, en la que los imperios centroeuropeos, Alemania, Austria-Hungría y el Imperio Otomano, combatieron contra las llamadas potencias democráti-cas, primero Francia e Inglaterra y luego los Estados Unidos con el añadido del Imperio ruso, si bien este firmó una paz por separado con los imperios centrales a raíz de la revolución bolchevique.

Esta primera guerra mundial dejó una paz inestable a través de algunos tratados algunos leoninos, como el de Versalles, con una Alemania humillada y presta al revanchismo y con la liquidación de los otros dos imperios, el austrohúngaro y el turco a los que se aplicó el principio del derecho de autodeterminación derivado de los 14 puntos de Wilson (capítulo IV).

La crisis económica de 1929 fue un factor agregado de ines-tabilidad en un continente agitado por fuerzas políticas extremas de signo opuesto, en concreto el comunismo, el militarismo y los fascismos. La creación de una Liga de Naciones en la que ni si-quiera estaban presentes los Estados Unidos, que eran los que la habían propuesto, no sirvió prácticamente de nada para aquietar la situación y, por último, luego del fin de la guerra civil española y la política de deliberadas provocaciones nazis (a las que respondie-ron las potencias democráticas con la muy errónea política del lla-mado apaciguamiento), estalló la segunda guerra mundial, muy en la línea territorial de la anterior: Alemania y Austria (anexionada) así como otros países centroeuropeos, con Italia y posteriormente el Japón enfrentadas a Francia, Inglaterra, luego la Unión Soviética y, por último, los Estados Unidos, cuya irrupción en el conflicto decidió el destino de este.

Derrotadas las potencias del eje (Alemania/Austria, Italia y el Ja-pón), se estableció un nuevo orden continental europeo, si bien no mediante la fórmula tradicional de un tratado de paz. Este no llegó a firmarse en esta ocasión por cuanto los contendientes estaban ocu-pados resolviendo cuestiones diplomáticas y de fronteras. Se con-

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sagraba así una situación de hecho, con muchas variantes respecto al status quo anterior a la guerra y que solo llegó a su fin mediante un tratado solemne que consagraba como intocables las fronteras salidas de la segunda guerra mundial firmado en Helsinki, en 1975, treinta años después de la guerra y que, entre otras cosas, dio origen a una nueva organización muy importante en el continente, la Or-ganización para la Seguridad y la Cooperación en Europa (OSCE).

Esos treinta años, desde 1945 a 1975 son los que grosso modo, conocemos con el nombre de guerra fría. Los antiguos aliados, especialmente los Estados Unidos y sus Estados clientes y la Unión Soviética con los suyos, descubren que, derrotado el enemigo co-mún, la Alemania nazi, ahora son enemigos ellos recíprocamente. Con el famoso discurso de Churchill en Fulton sobre el telón de acero que separaba la Europa comunista de la capitalista y los añadidos complementarios de la política exterior estadounidense en 1947 con la doctrina primero de containment (esto es, “frenar” un supuesto avance comunista en Europa desde el Este) y luego, algo más beligerante, la del Roll back (es decir, hacer retroceder a los comunistas, como lo habían conseguido los estadounidenses bajo protección de la ONU en Corea del Norte) (Anderson, 2014).

Así las cosas, los dos bloques, el llamado comunista (que a sí mismo se llamaba “socialista”) y el capitalista (que a sí mismo se llamaba “mundo libre”) adoptaron una política de confrontación en todos los órdenes: en el político, los occidentales se negaron a permitir una Alemania reunificada y neutralizada, como propo-nían los soviéticos e impusieron la división del país en dos, una República Federal prooccidental y otra Democrática prosoviética que, sin embargo, no se reconocían entre sí.

En el orden defensivo, crearon una organización militar, la OTAN, en la que integraron a Alemania Occidental (que, sin em-bargo, no era miembro de la ONU) y que, aunque se definía como “defensiva” era vista como agresiva por los comunistas. Estos pu-sieron a su vez su propia organización defensiva, llamada Pacto de Varsovia, que reunía a todos los países bajo influencia soviética excepto Yugoslavia que se había declarado neutral.

En el económico, pusieron en marcha la reconstrucción de Eu-ropa sobre las bases del capitalismo mediante el Plan Marshall, del

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que dejaron fuera a los países socialistas, excepto Checoslovaquia a la que, sin embargo, sus aliados no permitieron acceder a él. En el orden regional, los occidentales, que tenían una Asociación Europea de Libre Cambio, decidieron crear una unión aduanera más estrecha dando lugar al Mercado Común y el Euratom por el Tratado de Roma de 1957 que venía precedido de otro acuer-do de unificación regional como el Tratado CECA en 1951. De nuevo hubo una respuesta similar del bloque socialista que puso en pie una organización análoga llamada Consejo de Asistencia Mutua Económica (CAME), más conocida por sus siglas en inglés, COMECON.

Los años de la guerra fría pueden resumirse como los del orden internacional bipolar, caracterizado por la confrontación entre las dos potencias, los Estados Unidos y la Unión Soviética. En dicha confrontación, presentada superficialmente como una pugna entre dos por el dominio del mundo, en realidad, los fines eran muy distintos. Del lado estadounidense se siguió una política de conso-lidación de la hegemonía mundial mediante el establecimiento de la pax americana en la que los Estados Unidos habían reservado una función de comparsas a las antiguas metrópolis europeas. Del lado soviético, aunque la propaganda occidental lo presentó como orientado a la dominación mundial, prevaleció una estrategia de-fensiva de supervivencia.

La confrontación tuvo dos facetas, una de una paz incierta ca-racterizada por el equilibrio de la carrera de armamentos y otra más cruenta caracterizada por guerras convencionales limitadas en distintas partes del mundo, libradas por terceros países y fuer-zas, singularmente en el África, Asia y Oriente medio. El final de esta confrontación en ambos casos vino dictado por el triunfo de los Estados Unidos quienes pusieron en marcha un proyecto lla-mado de Iniciativa de Defensa Estratégica (IDE) en tiempos del presidente Reagan que consistía en hacer invulnerable el territorio norteamericano mediante un sistema antimisiles intercontinentales radicado en el espacio. El plan tenía mucho de ilusorio e imagina-rio, pero consiguió su objetivo de que la Unión Soviética abando-nara la carrera de armamentos. En cuanto a las guerras conven-cionales, las sucesivas derrotas de las coaliciones de países árabes

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(respaldadas por la URSS) frente a Israel (apoyado por los Estados Unidos) en el próximo Oriente y el fracaso de la invasión soviética del Afganistán también dejaron patente la incapacidad de la URSS para hacer frente a la hegemonía militar de los Estados Unidos.

Como consecuencia de esta doble derrota y de otros factores concomitantes en el campo de la organización interior de la Unión Soviética y sus relaciones con los países bajo su influencia, el dece-nio de los años 90 del siglo XX se inició con la desaparición de la URSS, el hundimiento del comunismo, la fragmentación del bloque comunista y la veloz absorción de sus países en el marco defensi-vo, económico y político del bloque occidental. Desaparecieron el CAME y el Pacto de Varsovia y muchos países de la antigua esfera soviética pasaron a formar parte de la OTAN y de la Comunidad Europea (Unión Europea más tarde). De este modo, el siglo XXI y el tercer milenio se iniciaron con un nuevo orden mundial, el contemporáneo, de hegemonía unipolar estadounidense, crecien-temente amenazada, sin embargo, por el auge de la República Po-pular China, que prefigura un nuevo mundo bipolar pero también de otras potencias emergentes, como el Brasil o la India en lo que a veces se presenta como posible cristalización de un mundo mul-tipolar, aunque esta perspectiva posea menos fuerza de convicción.

El hundimiento del comunismo, dio pie al celebérrimo enun-ciado del fin de la historia, de Francis Fukuyama, según quien, quedaba respondida la sempiterna pregunta de la teoría política sobre cuál sea la mejor forma de gobierno: la de la democracia liberal (capítulo I). Hoy, ese planteamiento algo idílico aparece cuestionado por una serie de fenómenos que caracterizan el orden internacional de nuestros días, que se configura como un orden global o globalizado.

5) LA GLOBALIZACIÓN

Según consideramos en el capítulo III, la globalización es un fenó-meno contemporáneo consistente en el hecho de que, en una serie

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251Introducción a la política

de aspectos económicos, culturales, políticos, jurídicos y financie-ros, las fronteras estatales han dejado de ser relevantes, de forma que, aunque en grados muy distintos, las relaciones de esos tipos se han hecho internacionales y transnacionales.

Hay quien sostiene que ese orden global no es otra cosa que las nuevas formas que revisten las viejas prácticas del imperialismo, la dominación de los fuertes sobre los débiles y el expolio de los re-cursos naturales de las partes del mundo que no pueden defender-los frente a la superioridad económica y militar de quienes se bene-fician de ellas. Son numerosos los estudios que demuestran cómo la lucha por el control de los recursos naturales, materias primas, fuentes energéticas de vastas regiones del planeta (América Latina, África y parte importante de Asia, sobre todo el sudeste) constitu-ye el núcleo esencial de la geopolítica planetaria contemporánea. La rivalidad entre la República Popular China y los Estados Uni-dos por el control de los recursos del continente africano o entre la China, Rusia, Europa y de nuevo los Estados Unidos por el de las zonas estratégicas de tránsito de oleoductos y gasoductos desde Asia al corazón industrial de Europa, forman parte igualmente del nuevo mapa geoestratégico mundial del siglo XXI.

A este panorama de toma de posiciones para los grandes con-flictos emergentes del futuro han venido a añadirse otro tipo de materias que, siendo recursos, hasta ahora no habían entrado en los cálculos por su control mundial pero ya lo están siendo en un mundo cada vez más amenazado por problemas de contami-nación, cambio climático y agotamiento de la biosfera, siendo el más importante de todos el agua. Poco a poco, la preocupación por asegurar la debida provisión de recursos hídricos va escalando posiciones en el orden de prioridades de los planes estratégicos de los Estados en un mundo globalizado. La preocupación por la relación que pueda existir entre el aumento de las necesidades de los seres humanos y su capacidad para generar recursos con qué satisfacerlas, que conocemos con el nombre de maltusianismo (del clérigo inglés Thomas R. Malthus, 1984) se reformula hoy con nuevos datos y variables que complican el cuadro como “neomal-tusianismo”.

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Efectivamente, un aspecto esencial de la globalización es el de-bate sobre lo que, para resumir, suele conocerse como la amena-za del cambio climático. Al no tratarse de una cuestión sobre la que recaiga una conclusión científica definitiva, el problema forma parte del cuadro de debate contemporáneo y en torno a él se ar-ticulan propuestas, programas y políticas distintas y antagónicas. La preocupación con el medio ambiente planetario ha suscitado la aparición de nuevas corrientes y opciones políticas como los partidos verdes y las organizaciones ecologistas. Los problemas revisten hoy un carácter global. La pérdida de ozono o la concen-tración de dióxido de carbono en la atmósfera, la contaminación de los océanos, el deshielo de los polos o el aumento del nivel del mar, no son problemas que se detengan en los límites de las fronte-ras estatales, lo cual ha dado lugar a la aparición de movimientos políticos que tampoco se detienen ante ellas, sino que tratan de coordinar movimientos transnacionales a través de organizaciones llamadas altermundistas que formulan reivindicaciones contrarias al estilo habitual de formulación de políticas públicas en los Esta-dos, propugnando, por ejemplo, políticas de decrecimiento.

Estas cuestiones, además de los conflictos geopolíticos habitua-les en la historia por afán de dominación o expansión de los Esta-dos, etc., encierran las más claras amenazas de guerras del futuro cuyas consecuencias en un clima de proliferación de armas nuclea-res son imprevisibles.

En este contexto de globalización se ofrece a consideración de los estudiosos la mencionada teoría de la Pax democrática del politólo-go Rudolph Rummel (capítulo III), según la cual, para neutralizar el peligro de guerra bastará con asegurar la expansión general de la democracia en función del postulado esencial de la teoría de que las democracias entre sí no guerrean (Rummel, 1997). La teoría tiene un aspecto incontrovertible siempre que se disponga de sendos con-ceptos más o menos unánimemente aceptados de “democracia” y de “guerra”. Pero, al margen de ello, debe también adaptarse a una situación internacional como la prevalente en la que se dan proble-mas y cuestiones que caracterizan la época contemporánea y obli-gan a redefinir muchos conceptos de uso habitual, entre ellos el te-rrorismo, las migraciones, el multiculturalismo, y la regionalización

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253Introducción a la política

6) EL TERRORISMO

El atentado del 11 de septiembre de 2002 en contra de las Torres Gemelas en Nueva York inauguró una nueva época en el modo en el que los Estados abordaban un problema del terrorismo, que ha-bía ido creciendo con nuevas formas en la segunda mitad del siglo XX y que, como todo por entonces, se había hecho global.

El terrorismo ha sido un aspecto de la acción política más o menos recurrente en los últimos doscientos años y ha venido to-mando diversas formas siendo las más habituales los magnicidios (casos de Nicolás II en Rusia, presidentes McKinley y Kennedy en los Estados Unidos, Sadi Carnot en Francia, Prim, Cánovas, Dato, Canalejas y Carrero Blanco en España) o los atentados indiscrimi-nados entre inocentes con el fin de sembrar el miedo y la insegu-ridad (bomba del Liceu en Barcelona, atentado de Mateo Morral en Madrid, masacres durante la ocupación occidental del Irak). Como común denominador, el terrorismo consiste en el empleo de la violencia con el fin de obtener objetivos políticos y proba-blemente uno de los primeros textos en los que se reflexiona sobre la conveniencia o inconveniencia de recurrir a él para alcanzar los fines revolucionarios es la carta circular que en 1850 dirigió Karl Marx a los miembros de la Liga de los Comunistas como balance y recomendación frente a la derrota de la revolución europea y específicamente alemana de 1848 (Marx/Engels, 1975).

Aunque lo habitual sea atribuir el recurso al terrorismo a indi-viduos u organizaciones radicales, revolucionarios y/o clandesti-nos, no es extraño que también pueda y deba atribuirse a los más diferentes gobiernos y en las más distintas oportunidades. Prácti-cas como ejecuciones extrajudiciales, tortura sistemática, desapa-rición de personas, asesinatos selectivos, matanzas indiscriminadas y genocidio, todas actividades que tratan de ejercer una función “aleccionadora” o “ejemplificadora” se cuentan en el haber de to-dos los Estados del mundo en uno u otro momento. Cuando ta-les actividades que, por supuesto, vician de raíz los fundamentos teóricos del Estado de derecho, salen a la luz —muchas veces por desclasificación de los correspondientes documentos en las instan-

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cias oficiales— los Estados recurren a una batería de argumentos, desde la negación de los hechos hasta su atribución mendaz a otras fuerzas, especialmente las enemigas o, incluso, su intento de justi-ficación por unas u otras vías.

La relación de casos de terrorismo de Estado podría hacerse tan prolongada como se quisiera y ocuparía el resto del capítulo. A título meramente ilustrativo pueden mencionarse la voladura del Maine, provocada por los servicios secretos estadounidenses, que acusaron del hecho falsamente a España; la matanza de ofi-ciales polacos perpetrada por los soviéticos en el bosque de Ka-tyn y de la que acusaron falsamente a los nazis; el bombardeo de Gernika ordenada por los generales franquistas sublevados contra la República y del que acusaron falsamente a los republicanos; el genocidio armenio ordenado por el gobierno turco en 1915 y negado de siempre; los sucesivos actos de terrorismo acometidos por las distintas facciones contendientes (incluida la israelí) en la prolongada guerra de Israel contra los árabes en los territorios ocupados; la guerra sucia de los GAL emprendida por el gobierno español contra ETA en los años 80 del siglo XX; los asesinatos de activistas del IRA irlandés a manos de las autoridades británicas; la red Gladio en Italia, etc.

La nueva consideración del terrorismo como un fenómeno glo-bal que arranca de los citados atentados del 11 de septiembre de 2002 vino a coincidir y reforzar un aspecto esencial de la nueva política exterior estadounidense en tiempos del segundo presiden-te Bush, en concreto, la doctrina de la seguridad nacional, marco en el que se desarrollaron algunos de los postulados a su vez más evidentemente terroristas del Estado. Dicho en otros términos: se esbozaba una actitud de terrorismo en contra del terrorismo. De acuerdo con esta nueva doctrina de la seguridad nacional como criterio determinante de la política de los Estados Unidos, se de-sarrollaron revisiones teóricas de largo alcance que han venido a cambiar las bases del orden internacional.

En primer lugar, se justificó de nuevo la doctrina de la guerra preventiva por la cual los Estados Unidos y quienes, pudiendo ha-cerlo, los imiten, como Israel, se arrogan el derecho a atacar mili-tarmente todo tipo de objetivos sin declaración previa de guerra

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en función de sus cálculos propios. Esta actitud, que contradice las conclusiones más obvias del derecho internacional contempo-ráneo, retrotrae las relaciones internacionales más o menos a los tiempos de la República romana cuando Roma procedía de esta forma para afianzar su seguridad y sus posibilidades de expansión. No es preciso explicar que no hay modo alguno de defender la validez de la guerra preventiva en ningún orden internacional ra-cional y justo. Solo en otro que fuera un mero trasunto del estado hobbesiano de naturaleza o de guerra de todos contra todos. La concepción de la guerra preventiva es emanación lógica de una mentalidad que supedita las concepciones más elementales del de-recho y la justicia a los puros intereses defendidos mediante la fuerza bruta, incluido, por supuesto el derecho al saqueo, la pira-tería y la reducción a la esclavitud de los enemigos.

La nueva concepción de la seguridad nacional parte de un prin-cipio que quiere hacer obsoleta la perspectiva tradicional del dere-cho de la guerra a base de incidir sobre un aspecto que ha sido de siempre motivo de grandes debates en este terreno: el terrorismo en su nueva manifestación internacional es una forma de guerra que carece de precedentes en el sentido de que faltan sus elementos definitorios tradicionales: no hay fronteras territoriales ni estruc-tura estatal algunas, no hay frentes ni ejércitos uniformados. El terrorismo es una amenaza militar pero disfrazada de civil y carece de una ubicación precisa porque está en todas partes, lo cual obli-ga a adoptar las tácticas adecuadas para responder a esta nueva e imprevista situación, con los instrumentos bélicos tradicionales y los que es preciso desarrollar en las circunstancias actuales. De aquí, se dice, la importancia de la guerra preventiva y las activida-des de control, vigilancia y espionaje.

La doctrina de la guerra preventiva rompe el ya de por sí preca-rio principio de legalidad en orden internacional y, por tanto, am-para, justifica y pretende dejar impunes una larga serie de delitos y desmesuras de las autoridades que ponen a su vez en peligro la seguridad jurídica no solamente de todos aquellos grupos y pobla-ciones que directa o indirectamente estén en el punto de mira de los administradores de estos planes represivos sino también la de la propia población que las autoridades que recurren a ellas tienen

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encomendada. El factor esencial en esta confluencia potencialmen-te explosiva de terrorismo difuso y vigilancia generalizada.

Es de conocimiento general que el aumento de las competencias de vigilancia y control de las autoridades administrativas en nues-tras sociedades se ha hecho imparable. Las ciudades se han llenado de cámaras de vídeo que prácticamente observan y graban todos nuestros comportamientos en el ámbito público. Si alguien preten-de defender el derecho a la intimidad en este clima general de vigi-lancia sin límites debería quizá empezar por defender ese derecho no ya solamente en el ámbito público, sino, lo que es más grave, en el privado. La ampliación de facultades que los Estados de derecho van reconociendo a las autoridades administrativas so pretexto de la lucha contra el terrorismo incluye la violación del secreto de las comunicaciones en general y de la correspondencia en particular, el atentado contra el derecho a la intimidad y la inviolabilidad del domicilio. La doctrina de la seguridad nacional pone a los ciuda-danos a merced de la arbitrariedad de las autoridades gubernativas prácticamente sin control de los tribunales.

Y aun hay aspectos en los que la doctrina de la seguridad na-cional tiene efectos más perniciosos, por ejemplo, el recurso a la tortura. Todos los Estados de derecho condenan la tortura sin pa-liativos. Pero la doctrina de la seguridad nacional plantea la nece-sidad de reformular ese concepto en virtud de la obsesión por la defensa nacional. El modo de soslayar el compromiso universal en contra de la tortura ha consistido, como siempre cuando el poder es arbitrario, en un cambio meramente semántico. El gobierno de los Estados Unidos sigue siendo tan beligerante como antes en lo relativo a la tortura pero, por necesidades de eficacia en la lucha contra el terrorismo, plantea la necesidad de redefinir la práctica. De este modo, el gobierno no tortura, sino que recurre a técnicas de interrogatorio endurecidas.

Hay pocas dudas respecto a que si el terrorismo consiguiera que las democracias liberales abandonaran las exigencias del Estado de derecho tanto en la forma como en el fondo, habría obtenido su objetivo último consistente en sustituir la democracia por la arbi-trariedad y la tiranía. El terrorismo indiscriminado como actividad característica de nuestro tiempo tiene unas causas políticas, econó-

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micas, culturales y religiosas y es obvio que, aparte de recurrir a las medidas de vigilancia y represión, si los Estados quieren realmente acabar con esta lacra contemporánea, deben acometer políticas públicas que atiendan a esos factores en sus propios términos.

Si la del terrorismo es una forma sui generis de guerra, parece evidente que será oportuno proceder frente a ella con principios y medios extraídos de la teoría de la pax democrática. Aparte de las respuestas a corto plazo, las medidas que han de resultar más eficaces a medio y largo plazo serán las que garanticen el desa-rrollo económico, la modernización y la democratización de las sociedades en las que se origina. Este punto de vista pone la lucha antiterrorista en contacto con las políticas públicas relacionadas con el desarrollo económico y que afectan igualmente a otro gran problema característico de la sociedad internacional contemporá-nea: el de los movimientos migratorios.

7) LAS MIGRACIONES

Uno de los fenómenos más característicos de la época contempo-ránea y de la globalización es el de los grandes movimientos de po-blación a través de las fronteras. El Fondo de las Naciones Unidas para la Población resume la situación mundial del modo siguiente:

“En 2013 la cantidad de migrantes internacionales en todo el mundo llegó a 232 millones, un aumento de 57 millones, o un 33% en comparación con el año 2000. La mayor parte de los mi-grantes internacionales reside en las regiones desarrolladas (59%). Europa alberga la mayor cantidad de ellos (72 millones), segui-da de Asia (71 millones) y América septentrional (53 millones)”4 Como puede verse en el cuadro correspondiente del Fondo de las Naciones Unidas para la Población, de los diez países que concen-

4 Vid. http://www.unfpa.org/resources/international-migration-2013-wall-chart (Consultado el 17 de mayo de 2015)

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tran la mayor cantidad de migrantes internacionales, cinco son europeos. El décimo es España.

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“Cerca del 3,2% de la población mundial son migrantes internacionales, en

contraste con el 2,8% en 2000. La parte de migrantes internacionales en la población total varía mucho en las distintas zonas de desarrollo. Los migrantes internacionales representan el 10,8% del total de la población en las regiones desarrolladas, en comparación con el 1,6% en las regiones en desarrollo. Oceanía (20,7%), América Septentrional (14,9%) y Europa (9,8%) registran las proporciones más elevadas de migrantes internacionales respecto al total de población.”5

5 Ibíd.

“Cerca del 3,2% de la población mundial son migrantes interna-cionales, en contraste con el 2,8% en 2000. La parte de migrantes internacionales en la población total varía mucho en las distintas zonas de desarrollo. Los migrantes internacionales representan el 10,8% del total de la población en las regiones desarrolladas, en comparación con el 1,6% en las regiones en desarrollo. Oceanía (20,7%), América Septentrional (14,9%) y Europa (9,8%) regis-tran las proporciones más elevadas de migrantes internacionales respecto al total de población”5.

5 Ibíd.

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“A fines de 2012 el mundo tenía cerca de 15,4 millones de refugiados y de

personas en situación similar a la de refugiados. De estas, 10,5 millones se encontraban bajo tutela de la Oficina del Alto Comisionado de las Naciones Unidas para los Refugiados (ACNUR) y 4,9 millones bajo cuidado de la Agencia de las Naciones Unidas para los refugiados palestinos en el Oriente Próximo. Más del 87% de todos los refugiados (13,4 millones) encontraron asilo en países en desarrollo. Asia acogía la mayor cantidad de refugiados (3,1 millones), seguida del África (1,5 millones) y Europa (1,5 millones) “6

Un aspecto esencial de esta cuestión de las poblaciones migrantes en el mundo,

que se adapta a una perspectiva de género en estos asuntos, siempre muy conveniente para aquilatar las consecuencias de los datos es el de la cantidad de mujeres migrantes en relación con los hombres. Como puede verse en el correspondiente cuadro del Fondo de las Naciones Unidas para la Población la cantidad de mujeres migrantes es superior al cincuenta por ciento en Europa, América septentrional, Oceanía y América Latina y el Caribe, mientras que es sensiblemente inferior al 50% en el África y Asia.

6 Ibíd.

“A fines de 2012 el mundo tenía cerca de 15,4 millones de refu-giados y de personas en situación similar a la de refugiados. De estas, 10,5 millones se encontraban bajo tutela de la Oficina del Alto Comisionado de las Naciones Unidas para los Refugiados (ACNUR) y 4,9 millones bajo cuidado de la Agencia de las Nacio-nes Unidas para los refugiados palestinos en el Oriente Próximo. Más del 87% de todos los refugiados (13,4 millones) encontraron asilo en países en desarrollo. Asia acogía la mayor cantidad de re-fugiados (3,1 millones), seguida del África (1,5 millones) y Europa (1,5 millones)”6.

Un aspecto esencial de esta cuestión de las poblaciones migran-tes en el mundo, que se adapta a una perspectiva de género en estos asuntos, siempre muy conveniente para aquilatar las conse-cuencias de los datos es el de la cantidad de mujeres migrantes en relación con los hombres. Como puede verse en el correspondiente cuadro del Fondo de las Naciones Unidas para la Población la

6 Ibíd.

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cantidad de mujeres migrantes es superior al cincuenta por ciento en Europa, América septentrional, Oceanía y América Latina y el Caribe, mientras que es sensiblemente inferior al 50% en el África y Asia.

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“Mientras que el Norte ha experimentado un aumento absoluto superior en

migrantes desde 2000 (32 millones) en comparación con el Sur (25 millones), el Sur presentaba una tasa de crecimiento superior. Entre 2000 y 2013, la tasa media de aumento anual del cambio en la población migrante en las regiones en desarrollo (2,3%) superaba ligeramente la de las regiones desarrolladas (2,1%). Entre las regiones mayores, Oceanía presentaba la tasa mayor de aumento en este periodo (3,0%), seguida por Asia (2,6%), América Latina, y el Caribe y América septentrional (2,1% cada uno) y Europa (2,0)”7.

7 Ibíd.

“Mientras que el Norte ha experimentado un aumento absoluto superior en migrantes desde 2000 (32 millones) en comparación con el Sur (25 millones), el Sur presentaba una tasa de crecimien-to superior. Entre 2000 y 2013, la tasa media de aumento anual del cambio en la población migrante en las regiones en desarro-llo (2,3%) superaba ligeramente la de las regiones desarrolladas (2,1%). Entre las regiones mayores, Oceanía presentaba la tasa ma-yor de aumento en este periodo (3,0%), seguida por Asia (2,6%), América Latina, y el Caribe y América septentrional (2,1% cada uno) y Europa (2,0)”7.

7 Ibíd.

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En el caso de Europa, el cuadro siguiente demuestra asimismo que la migración

es uno de los factores demográficos decisivos en el continente. En el año 2013, según el Eurostat, en los distintos países de Europa registraron casi 2.250.000 inmigrantes si bien esta cifra están comprendidos los ciudadanos comunitarios que se trasladan a vivir de un país de la Unión a otro.

En el caso de Europa, el cuadro siguiente demuestra asimismo que la migración es uno de los factores demográficos decisivos en el continente. En el año 2013, según el Eurostat, en los distintos paí-ses de Europa registraron casi 2.250.000 inmigrantes si bien esta cifra están comprendidos los ciudadanos comunitarios que se tras-ladan a vivir de un país de la Unión a otro.

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Los dos motivos principales de la emigración masiva contemporánea son los

económicos y los políticos. La inestabilidad del continente africano y del próximo y medio oriente es la fuente mayor de poblaciones desplazadas. Al propio tiempo, tanto en un caso como en el otro, estas enormes masas humanas en movimiento son el caldo de cultivo para la actuación de las mafias internacionales y la delincuencia organizada y la forma más frecuente de delitos actualmente es la trata de seres humanos (mujeres y niños fundamentalmente), pero no la única. Con ella conviven otras dos formas de delincuencia que son fuente de pingües beneficios para quienes se dedican a ellas: el tráfico de drogas y el de armas. Beneficios muchas veces derivados de actividades delictivas en masa que desafían a las autoridades y llegan a controlar ciudades y hasta territorios en algunos Estados de América Latina o del África.

Por último, el gran crecimiento de los flujos migratorios en todo el mundo

plantea igualmente un problema para la teoría de la democracia liberal concebida como Estado social y democrático de derecho en relación con los derechos humanos. La mentalidad liberal propugna la libertad de circulación de bienes, personas y capitales y no es estrictamente compatible con las restricciones a la libertad de movimientos de las personas. Sin embargo prácticamente todos los países desarrollados, el normal punto de destino de masas enteras de emigrantes, tienen legislación y políticas públicas destinadas a restringir la entrada de extranjeros en el país. Es una contradicción ya señalada entre la teoría y la práctica de la democracia. Una contradicción que toma carta de naturaleza con la implicación directa de la Unión Europea en el control de sus fronteras marítimas, en actividad suplementaria a la que desarrollan los Estados ribereños de la Unión, sobre todo Italia, Francia y España.

Los dos motivos principales de la emigración masiva contem-poránea son los económicos y los políticos. La inestabilidad del continente africano y del Próximo y Medio Oriente es la fuente mayor de poblaciones desplazadas. Al propio tiempo, tanto en un caso como en el otro, estas enormes masas humanas en mo-vimiento son el caldo de cultivo para la actuación de las mafias internacionales y la delincuencia organizada y la forma más fre-cuente de delitos actualmente es la trata de seres humanos (mu-jeres y niños fundamentalmente), pero no la única. Con ella con-viven otras dos formas de delincuencia que son fuente de pingües beneficios para quienes se dedican a ellas: el tráfico de drogas y el de armas. Beneficios muchas veces derivados de actividades delictivas en masa que desafían a las autoridades y llegan a con-trolar ciudades y hasta territorios en algunos Estados de América Latina o del África.

Por último, el gran crecimiento de los flujos migratorios en to-do el mundo plantea igualmente un problema para la teoría de la democracia liberal concebida como Estado social y democrático de derecho en relación con los derechos humanos. La mentalidad

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liberal propugna la libertad de circulación de bienes, personas y capitales y no es estrictamente compatible con las restricciones a la libertad de movimientos de las personas. Sin embargo práctica-mente todos los países desarrollados, el normal punto de destino de masas enteras de emigrantes, tienen legislación y políticas pú-blicas destinadas a restringir la entrada de extranjeros en el país. Es una contradicción ya señalada entre la teoría y la práctica de la democracia. Una contradicción que toma carta de naturaleza con la implicación directa de la Unión Europea en el control de sus fronteras marítimas, en actividad suplementaria a la que desarro-llan los Estados ribereños de la Unión, sobre todo Italia, Francia y España.

Esta implicación directa de la Unión en el control de la inmi-gración por vía marítima, que obliga a patrullar el Mar Medite-rráneo en actividades de vigilancia y represión, plantea muchos problemas desde el punto de vista de la legalidad internacional, el derecho marítimo y los derechos humanos.

8) EL MULTICULTURALISMO

La consecuencia más evidente del aumento de los flujos migra-torios en el mundo es el carácter crecientemente multicultural de nuestras sociedades. Ya en los tiempos de la descolonización, a mediados del siglo XX, los antiguos Estados metropolitanos, espe-cialmente Gran Bretaña y Francia, pero también Holanda y Bélgi-ca, experimentaron la llegada de antiguos colonos y nativos de las posesiones independizadas.

Poco después, con el auge del Estado del bienestar y el Mercado Común, llegó a estos países pero también a otros como Alema-nia, Austria, Dinamarca, Suiza una nueva oleada de inmigrantes económicos. Su procedencia era mayoritariamente europea: por-tugueses, españoles, italianos, yugoslavos y turcos que emigraban a aquellos países y en ellos se instalaban. En Berlín había barrios con alta proporción de población turca

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Estas poblaciones, compuestas por los llamados Gastarbeiter o Fremdarbeiter en alemán, que tendían a concentrarse en zonas urbanas determinadas en las que llegaban a ser una proporción de-mográfica importante, plantearon los primeros problemas de acul-turación de extranjeros. Los inmigrados traían a sus cónyuges o se casaban en el país de acogida, tenían hijos que iban a las escuelas de ese país, muchas veces obligados al bilingüismo porque los pa-dres no hablaban la lengua y necesitaban un tratamiento especial.

Más tarde, llegó una tercera oleada de inmigración musulmana. Francia ya contaba con un porcentaje de musulmanes procedente de la retirada de Marruecos y la descolonización de Argelia. Pe-ro ahora llegaban procedentes de muchos otros países del Islam, agitados por turbulencias políticas y conflictos armados encade-nados, muchos de ellos a instigación de las potencias occidentales, no solo en el Próximo Oriente sino también en el Medio Oriente.

Esta última oleada es la que plantea más problemas desde el punto de vista de la aculturación. Ninguna de las dos políticas públicas en materia de inmigración que han puesto en práctica las autoridades, la de la integración y la de la asimilación, una más liberal y otra más conservadora, parecen dar buenos resultados. La inmigración musulmana tiene unas peculiaridades culturales y religiosas que los Estados occidentales no parecen enteramen-te preparados para manejar. El islam aparece directa o indirecta-mente como una amenaza de terrorismo, lo cual es probablemente injusto. Pero reiterados episodios de ataques terroristas a publica-ciones occidentales a las que unos grupos de integristas y fanáticos califican de blasfemas, no ayudan a disipar ese posible prejuicio.

Los Estados democráticos están obligados a encontrar políti-cas públicas capaces de resolver el problema de la inmigración sin incurrir en prácticas autoritarias, antidemocráticas o ilegales por-que, en tal caso, habrían triunfado aquellas organizaciones terro-ristas que lo que buscan, se dice, es destruir el modelo del Estado democrático de derecho occidental. Pero eso es muy difícil dado el estado de permanente guerra santa en que siempre parece encon-trarse alguna parte del Islam con Occidente. La importancia de esta solución reside asimismo en que es la única vía posible para atajar el crecimiento de sentimientos xenófobos en la población,

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antesala de la extrema derecha y los fascismos, de nefasta memoria en Europa

Las sociedades occidentales están abocadas al multiculturalis-mo. A las cifras citadas de los movimientos migratorios cabe aña-dir los desplazamientos masivos de turistas. Más de sesenta millo-nes de extranjeros pasan un mes al año en España8. Esa magnitud tiene que tener un impacto considerable. En ese multiculturalismo, los Estados Unidos, que empezaron practicando la segregación ra-cial y han acabado teniendo un presidente afroamericano, llevan bastante delantera. Las sociedades multiculturales plantean pro-blemas de gestión de conflictos que son específicos de las culturas que están en contacto pero, en otros casos, las dificultades son ho-mólogas a las de otras sociedades con similar grado de desarrollo urbanístico e industrial

A este carácter multicultural de las sociedades contemporáneas ayudan mucho las TICs. El ciberespacio todavía está dividido ca-si en exclusiva por límites estatales, nacionales y culturales. Pero contiene la promesa de un más rápido desarrollo del multicultura-lismo. Internet es una red de redes distribuidas (Castells, 2009). Es-to quiere decir que no hay fronteras en materia de comunicación.

Es en este campo en el que suele plantearse una cuestión crítica con el planteamiento del multiculturalismo que conocemos como eurocentrismo, esto es, la pretensión de los europeos y de los occi-dentales en general de que todas las sociedades adopten su sistema de valores. Esta acusación, que lleva implícita la de que sobrevive una especie de colonialismo europeo de carácter cultural, parte sobre todo de autores que reivindican los valores de otras autoc-tonías.

Una cuestión como la condición de las mujeres en las distin-tas culturas es materia permanente de confrontación e ilustra muy bien sobre la cuestión del eurocentrismo. Desde el punto de vis-ta de la tradición occidental, hecha de tradición bíblica, filosofía griega y derecho romano, las mujeres son iguales a los hombres

8 Dato del Ministerio de Industria, Energía y Turismo, http://es.wikipedia.org/wi-ki/Ministerio_de_Industria,_Energ%C3%ADa_y_Turismo,

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en cuanto titulares de los mismos derechos. Luego hay muchas ex-cepciones y falsedades (basta recordar el sacerdocio católico como privilegio masculino) pero el principio es ese. Desde esta tradición es imposible aceptar la condición de inferioridad de las mujeres en todos los órdenes en el mundo musulmán, por no hablar ya de las prácticas de mutilación genital, consideradas delictivas en las sociedades occidentales por muy multiculturales que sean.

La cuestión no tiene solución en términos de un multicultura-lismo que abomine del eurocentrismo como tampoco la tiene en el de la coexistencia de los valores en la idea de Berlin. El valor de la inviolabilidad del ser humano y la integridad de las personas no puede convivir con el de la mutilación forzosa por razones religio-sas. Esta es una monstruosidad, una inmoralidad y un delito y nin-guna concepción multicultural conseguirá convertirla en otra cosa.

Tampoco el concepto de multiculturalismo está condicionado a unas u otras manifestaciones prácticas. Los procesos de mesti-zaje y mezcla serán más o menos rápidos y evidentes en términos demográficos. En términos culturales de hecho, llevan otro ritmo. Ya cuando se establecieron los imperios, los colonos fabricaron productos culturales en los que se reflejaba la presencia de otras culturas, del otro. Pero eran desde su punto de vista, el del colo-no. Y no solamente literatura. Parte importante de la filosofía de la Ilustración procede de la experiencia del otro y, por supuesto, ciencias enteras, como la antropología. Ahora, los productos cul-turales también traen la visión del otro sobre el colono, sobre la metrópoli. Rompió el fuego Franz Fanon (Fanon, 1974) y, desde entonces han proliferado los productos culturales “puente” entre el islam o la India y Occidente. La cultura es el primer lugar en el que el multiculturalismo tenía que realizarse.

Una última consideración respecto a las formas actuales del ra-cismo y la xenofobia. La locura racista llevó a Europa a la peor catástrofe de su historia y nadie quiere que se la adjudiquen. No hay racistas en Europa oficialmente aunque, como todo el mundo sabe, en el continente abundan las organizaciones y movimien-tos racistas o supremacistas. La raza no es un concepto científico. Pero la cultura, sí y a ella se aferra el racismo vergonzante actual para proseguir su discurso excluyente. La cultura se utiliza como

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sucedáneo de la raza y, a estos efectos, con la misma finalidad del racismo: afirmar nuestra superioridad frente a los demás. Además, la cultura tiene un elemento sentimental, a ella se llega por el len-guaje, que es lo primero que se aprende, lo que nos hace personas y nos da nuestra identidad como franceses, alemanes, españoles. No la raza, sino la cultura. Y la cultura debe mantenerse pura porque no es nuestra. Es un legado que hemos recibido y hemos de trasmi-tir impoluta a las generaciones futuras.

Así se alimenta la xenofobia. No se trata del odio al extranjero porque sí, sino del odio a quien viene a destruir nuestra identidad. No es xenofobia, dicen los nuevos racistas, es legítima defensa.

9) LA REGIONALIZACIÓN

Uno de los fenómenos característicos de nuestra época es la frag-mentación de la sociedad internacional en distintos tipos de bloques de Estados o lo que se llama la regionalización. En la actualidad hay básicamente cuatro tipos de bloques: militares y/o defensivos, políticos, económicos/comerciales y culturales. Lo habitual es que estos bloques compartan un mismo territorio más extenso que el de cada uno de ellos, pero no necesariamente. Por ejemplo, los bloques culturales de la Commonwealth, la Communauté francesa y la Comunidad Hispánica de Naciones comprenden Estados que se encuentran en continentes distintos.

Los bloques y pactos militares y/o de defensa proliferaron una vez quedó asentado el mundo después de la segunda guerra mun-dial. La OTAN (1949) y el Pacto de Varsovia (1955-1991) son las dos alianzas militares del ámbito occidental más representativas de la guerra fría. Menor importancia tuvo la UEO (1948-2011) o Unión Europea Occidental. A ellas se añadiría la SEATO (1954-1977) para el Sudeste asiático, la CENTO (1955-1979), ANZUS (1951) para Australia, Nueva Zelanda y los Estados Unidos y el Pacto de Río para los países americanos. Innecesario es decir que esta abundancia de bloques militares (en los que no se incluyen los

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pactos bilaterales) no ha conseguido mitigar la proliferación de guerras convencionales en el planeta.

En paralelo a los bloques militares y/o defensivos también se multiplicaron las organizaciones regionales de carácter político, de muy distintas dimensiones, duración y eficacia en la acción. Así, la OEA, Organización de Estados Americanos (1948) abarca los Estados de las Américas. La liga árabe, la primera de estas organi-zaciones en la postguerra, data de 1945, la actual Unión Europea (que es tanto una organización política como económica) viene de 1958, la Asociación de Naciones del Sudeste Asiático (ASEAN) es de 1967, mientras que la Unión de Estados Africanos (UEA), que abarcaba la totalidad del continente fue de breve duración, de 1958 a 1963.

Poco a poco, la hegemonía ha ido recayendo en los bloques económicos y comerciales. La formación de bloques económicos, empezó más tardíamente que los políticos, pero se fue acelerando a medida que trascurría las segunda mitad del siglo XX y, sobre todo, a raíz de la inestabilidad internacional producida por las me-didas unilaterales norteamericanas agosto de 1971. Los enormes gastos producidos por la guerra de Vietnam impelieron a los Esta-dos Unidos durante la presidencia de Nixon a romper los acuerdos de Bretton Woods, de 1944, sobre los que se basaba el sistema mo-netario mundial, incumplir la promesa de respaldar el dólar con oro y permitir la libre flotación de las divisas. Todo ello produjo un aumento de la incertidumbre financiera y comercial que alentó los movimientos de regionalización económica que, en Europa habían comenzado antes.

En el continente europeo, a diferencia de lo sucedido con las or-ganizaciones políticas y militares, los primeros en poner en marcha una económica de carácter regional fueron los países socialistas, que fundaron el CAME (COMECON) en 1949 y hasta 1991, fe-cha de la desaparición del bloque. Siguió luego el Mercado Común a partir del Tratado de Roma de 1957 que, a su vez, continuaba con la iniciativa de la Comunidad Europea del Carbón y del Ace-ro (CECA), fundada en 1951 y daría lugar a uno de los bloques económicos (aunque también político) de mayor importancia hoy, cuando su nombre es Unión Europea. En parte como respuesta al

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Mercado Común, los países europeo-occidentales que se quedaron fuera de él, Reino Unido, Irlanda, Austria, Suiza, Dinamarca, No-ruega, Suecia, Finlandia, llamado “los ocho exteriores”, crearon en 1960 la Asociación Europea de Libre Cambio (más conocida por las siglas en inglés, EFTA), que no era otra cosa que una unión aduanera, sin mayores pretensiones. Por último, aunque origina-riamente era europea, la Organización de Desarrollo y Coopera-ción Económica (OCDE, 1961), una de las organizaciones econó-micas y de documentación más importante, tiene hoy un alcance mundial.

En el continente americano proliferan asimismo las organiza-ciones integración económica, siendo las más importantes el Mer-cado Común Centroamericano (1960), el Pacto Andino (1969), la Comunidad del Caribe (CARICOM, 1973), la Organización de Estados del Caribe Oriental (1981) o Mercosur (1991). Por último la Asociación de Libre Comercio de América del Norte (ALCAN), establece una unión aduanera entre México, los Estados Unidos y el Canadá, dese 1994.

En el África proliferan menos las organizaciones regionales eco-nómicas. Aparte de las que engloban a los Estados musulmanes, en el África negra tienen una relativa importancia la Comunidad Económica de Estados del África Central (1964) y la Comunidad Económica de Estados del África Occidental (1975). Entre los paí-ses árabes, estén o no en el África, hay una cantidad mayor de or-ganizaciones regionales económicas, siendo las más importantes la Organización Árabe para la Industrialización (1975) y el Consejo Árabe de Cooperación (1989).

En Asia, a la organización más antigua y ya considerada por no ser tan solo económica de la ASEAN (1967) vinieron a añadirse la Asociación del Asia Sudoriental para la Cooperación Económica (1985) y, una vez que los vínculos y relaciones económicas y fi-nancieras entre los dos lados del Pacífico se han ido haciendo más tupidas, la Organización de Cooperación Económica de Asia y el Pacífico (1989).

Aunque no tengan peso económico, político y mucho menos militar, las organizaciones regionales culturales son dignas de atención. Las más importantes hoy día y ya mencionadas, son las

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que corresponden a las antiguas área imperiales de las grandes potencias europeas hasta el siglo XIX. Se trata de la Common-wealth of Nations fundada en 1911 que tiene en la actualidad 53 Estados miembros, la Communauté Française, sucesora de la Union Française en 1958, ha ido decayendo a partir de los años sesenta y, aunque no ha quedado oficialmente abolida y algunos países africanos aún siguen considerándose parte de ella, la refor-ma constitucional francesa de 1995, suprimió toda referencia a la organización en el texto constitucional. A su vez, la Comunidad Iberoamericana de Naciones no es propiamente hablando una or-ganización, ya que no deriva de ningún tratado internacional ni tiene existencia jurídica propiamente dicha. El nombre es el que suele utilizarse para referirse a los encuentros de jefes de Estado y de gobierno de los países iberoamericanos, que se designan habi-tualmente como Cumbres Iberoamericanas.

10) LAS ORGANIZACIONES INTERNACIONALES

La sociedad internacional contemporánea se caracteriza por una gran densidad de organizaciones internacionales con múltiples ob-jetivos. El planeta semeja una gran malla en la que actúa todo tipo de estas organizaciones que, en su inmensa mayoría pertenecen a la familia de las Naciones Unidas y son las más activas e importantes. Para una relación completa de las organizaciones internacionales, también llamada “intergubernamentales” (INGOs), cabe consultar el Anuario de Organizaciones Internacionales que, habiendo sido fundado en 1910 viene publicándose bajo ese nombre desde 1950 por Unión de Asociaciones Internacionales. Prácticamente no hay hoy actividad del tipo que sea en la esfera internacional que no esté regulada por alguna organización internacional.

Algunas de estas organizaciones son anteriores a las Naciones Unidas, por ejemplo, el Comité Internacional de la Cruz Roja, fun-dado en 1863, la Unión Postal Universal, en 1874 o la Unión Inter-nacional de Telecomunicaciones, hay incluida en el sistema de las

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Naciones Unidas y que se llamaba Unión Telegráfica Internacional en su fundación en 1865. No obstante, la inmensa mayoría de las INGOs están hoy incluidas en el sistema de las Naciones Unidas, bien como organismos especializados y dependientes de estas, co-mo el Programa de las Naciones Unidas para el Desarrollo, PNUD, bien en forma de organizaciones autónomas con sus competen-cia específicas, como la UNESCO u Organización de las Naciones Unidas para la Educación, la Ciencia y la cultura.

Las Naciones Unidas se fundaron en 1945, a raíz de la Segunda Guerra Mundial y tiene dos sedes principales, en Nueva York y Gi-nebra, sus principios son los contenidos en su documento funda-cional, la Carta de San Francisco y su organización descansa sobre una Asamblea General en la que participan 193 Estados miem-bros, con un Secretaria encabezado por un secretario general que es el equivalente a un presidente de un gobierno mundial. Dicho secretario está flanqueado por una Consejo de Seguridad, especie de gabinete político, compuesto por quince miembros de los que diez son rotatorios y cinco, permanentes y dotados de poder de veto de las decisiones del órgano: Estados Unidos, Rusia, China, Francia e Inglaterra. Ese Consejo de Seguridad refleja más o menos la situación militar del mundo hacia 1945 (por entonces, Francia, habiendo sido invadida por Alemania no tenía la importancia de los otros miembros) y no la de hoy. En todo caso, es prueba evi-dente de que, si bien la ONU es la única esperanza razonable de llegar a establecer alguna vez algo parecido a un gobierno mun-dial, está muy lejos de serlo ella misma. De hecho, como ya se ha señalado, las Naciones Unidas, que carecen de fuentes propias de ingresos y dependen de las aportaciones y cuotas de los Estados miembros, se ve obligada a aceptar unas relaciones internacionales en las que, lejos de representar a un hipotético gobierno mundial dotado de monopolio legítimo de la violencia, se ve obligada a ac-tuar de comparsa de los Estados más poderosos (como los Estados Unidos) o de sus organizaciones regionales, como la OTAN.

Además de las INGOs, el ámbito internacional aparece pobla-do asimismo por una multiplicidad de entes y sujetos de acción que son las NGOs u organizaciones no gubernamentales, pero que tienen intención de incidir sobre la realidad internacional. Una se-

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rie de factores, entre los que cuentan la desafección democrática y el desprestigio de la propia ONU, ha llevado a incrementar pode-rosamente la cantidad de estas ONGs que ya cuentan con un regis-tro en la ONU y tienen reconocido por tanto un status singular en su seno. En realidad, esta proliferación de NGOs viene a ser como una versión a escala internacional de la tendencia actual en las democracias de la gente al empoderamiento político y social. Igual que en el interior de los sistemas políticos, la gente se autoorganiza de modo autónomo para llevar sus protestas a las autoridades e influir en los compartamientos y decisiones de estas, también en el orden internacional se articula esta forma de organización y pro-bablemente con mayor éxito que en las actividades interiores por razones obvias.

Esta proliferación de las NGOs, complementadas con las lla-madas QGOs, u “organizaciones cuasi gubernamentales) encierra, por su propia naturaleza, la promesa de llegar algún día a organi-zar una verdadera sociedad internacional, dotada de un gobierno mundial, es decir, a hacer realidad el viejo sueño utópico cosmo-polita que arranca ya de los estoicos y llega hasta el proyecto de paz perpetua del ilustrado Kant. Cuenta para ello con una base material hoy día innegable que son las nuevas tecnologías de la información y la comunicación, especialmente internet. La abo-lición completa de las fronteras y las barreras a la comunicación, una probabilidad cada vez más tangible, permite especular con la forma y el contenido que pueda tener esa sociedad cosmopolita desde el punto de vista que interesa en este libro, esto es el de su forma de gobierno.

Si bien algunas de las más famosas distopias, citadas en el capí-tulo IV consideran el futuro de un gobierno mundial sometido a la tiranía y el despotismo muchas veces de oligarquías de científicos y criminales, todo lo considerado a la largo de esta obra permite abrigar la esperanza de que, se llegue como se llegue a la cosmó-polis, la forma de gobierno será democrática por ser la que más permite el pleno desarrollo de las potencialidades del ser humano.

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