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EL APROVECHAMIENTO DE LA PERPLEJIDAD EN LA FILOSOFÍA DOCTRINAL DE KANT. IGNACIO FALGUHRAS The aim this paper is to show how Kant, in constructing his systematic philosophy, makcs both implicit and cxplicit use of his critical solution to the problem of perplexity, which derives from the mismatch between the demand for cognitive completeness and the limitation of objective knowledge. I. INTRODUCCIÓN. En un trabajo anterior llevé la investigación sobre la per- plejidad en Kant hasta mostrar su conexión con la articulación interna del planteamiento crítico con el que él pretendió evitarla 1 . Sin embargo, sería erróneo pensar que el tratamiento kantiano de la perplejidad se detuvo ahí. Es cierto que la distinción fenómeno- noúmeno y la distribución consiguiente de los opuestos antinómi- cos son remedios básicos que la evitan y que permanecen constan- tes en la obra posterior de Kant, pero no son todo lo que éste hizo con la perplejidad. Precisamente porque Kant admitió la perplejidad en el centro de su planteamiento crítico, aunque en principio lo hiciera para cir- cunscribirla y evitarla, pudo después intentar aprovecharla: si la hubiera superado o suprimido, no habría cabido ningún aprove- chamiento ulterior de la misma. El objetivo de esta conferencia es el de mostrar cómo juega la peculiar solución dada por el Kant crítico al problema de la per- 1 Cfr. I. FALGUHRAS, "Del saber absoluto a la perplejidad. La génesis filosófica del planteamiento crítico", en Anuario Filosófico, 1982 (25), 33-73. Anuario Filosófico, 1991 (24), 209-242 209

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EL APROVECHAMIENTO DE LA PERPLEJIDAD EN LA FILOSOFÍA DOCTRINAL DE KANT.

IGNACIO FALGUHRAS

The aim oí this paper is to show how Kant, in constructing his

systematic phi losophy, makcs both implicit and cxplicit use of his

critical solution to the problem of perplexity, which derives from the

mismatch between the demand for cognitive completeness and the

limitation of objective knowledge.

I. INTRODUCCIÓN.

En un trabajo anterior llevé la investigación sobre la per­plejidad en Kant hasta mostrar su conexión con la articulación interna del planteamiento crítico con el que él pretendió evitarla1. Sin embargo, sería erróneo pensar que el tratamiento kantiano de la perplejidad se detuvo ahí. Es cierto que la distinción fenómeno-noúmeno y la distribución consiguiente de los opuestos antinómi­cos son remedios básicos que la evitan y que permanecen constan­tes en la obra posterior de Kant, pero no son todo lo que éste hizo con la perplejidad.

Precisamente porque Kant admitió la perplejidad en el centro de su planteamiento crítico, aunque en principio lo hiciera para cir­cunscribirla y evitarla, pudo después intentar aprovecharla: si la hubiera superado o suprimido, no habría cabido ningún aprove­chamiento ulterior de la misma.

El objetivo de esta conferencia es el de mostrar cómo juega la peculiar solución dada por el Kant crítico al problema de la per-

1 Cfr. I. FALGUHRAS, "Del saber absoluto a la perplejidad. La génesis filosófica del planteamiento crítico", en Anuario Filosófico, 1982 (25), 33-73.

Anuario Filosófico, 1991 (24), 209-242 209

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plejidad en la construcción de su filosofía doctrinal2. Para ello in­tentaré primero sacar a la luz el aprovechamiento implícito y radical de la perplejidad por Kant, para pasar después a exponer el aprovechamiento explícito, atendiendo expresamente a los desa­rrollos concretos de su filosofía que se benefician de él.

II. EL APROVECHAMIENTO IMPLÍCITO DE LA PERPLEJIDAD.

La perplejidad fue experimentada por Kant como la imposibili­dad de decidir la verdad o falsedad de ciertas proposiciones que versan sobre la totalidad de los objetos mundanos, siendo así que, por una parte, esas proposiciones, por ser antinómicas entre sí no parece que puedan ser verdaderas ni falsas a la vez, y que, por otra, al ser generalizaciones de la experiencia, responden a una exigencia racional insoslayable. Ahora bien, esas proposiciones son pensadas por nosotros y, por lo tanto, implican determinados con­ceptos, pero tales que con ellos no se puede pensar ningún objeto: son pensamientos sin objeto dado, ante los que Kant retrocede con horror. El desajuste entre la exigencia de completitud cognoscitiva y la limitación del conocimiento objetivo es, pues, lo que produce la perplejidad en la filosofía kantiana.

Además, Kant no entendió el escollo de la perplejidad como un problema más, sino como el problema fundamental del saber hu­mano, hasta el punto de que toda su labor critica giró en tomo a la evitación del mismo, según lo demuestra la reiterada presentación de antinomias -que no paralogismos ni ideales de la razón- como paso fundamental en cada una de sus criticas3.

2 En el Prólogo a la KU (cfr. edición de la Academia VI, 170) anuncia Kant que, una vez acabada la labor crítica, pasará a ocuparse de la labor doctrinal, a saber: de la metafísica de la naturaleza y de la metafísica de las costumbres. A tenor de ese texto denomino "filosofía doctrinal" a los desarrollos positivos del pensamiento kantiano mis allá de la estricta tarea crítica. 3 Según Kant, cada facultad cognoscitiva necesita su crítica y, en esa medida, a cada una corresponde una clase de antinomias que por su carácter inevitable y paralizante obligan a la razón a corregir nuestra suposición espontánea de que los objetos sensibles son cosas en sí, y a considerarlos como meros fenómenos. Sin las antinomias no habría labor crítica (cfr. KU §57, 2. Anm., VI 344-346).

Debe notarse, sin embargo, que las antinomias en la obra de Kant exceden el número de tres: la propia KU admite dos tipos de antinomias (las del gusto y las

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Sólo así, es decir, entendida la perplejidad como el estado de permanente vacilación en que cae la razón cuando se hace esas inevitables preguntas para las que no tiene respuesta, y supuesto el valor exclusivo del conocimiento objetivo, puede parecer -como aconteció a Kant- que lo único factible en su respecto sea poner unos límites al uso de nuestra razón, de manera que se evite caer en semejante situación.

Pues bien, precisamente esos límites que nos protegen de la perplejidad marcan la diferencia entre lo que deseamos y lo que podemos saber. Pero, si se distingue entre lo que deseamos y lo que podemos realmente saber, además de poder evitarse la perple­jidad, queda también al descubierto que lo que deseamos natural­mente saber no sólo es más amplio que lo que podemos realmente saber, sino -y esto es lo decisivo- que es independiente de lo obje­tivamente sabible; dicho con más claridad: queda al descubierto que la índole de la razón es fundamental y esencialmente volitiva. Si los deseos de nuestra razón van de modo necesario y natural más allá de lo que nuestro entendimiento pueda alcanzar, entonces es que la energía de la razón no es de índole intelectual, sino oréc-tica o desiderativa.

Así pues, la perplejidad no sólo es un acontecimiento negativo y a evitar por el intelecto, sino que constituye el indicio positivo de la naturaleza oréctica de la razón, base sobre la que se cimentará todo el proyecto filosófico kantiano.

La primera evidencia de lo que digo la podemos encontrar en la importancia concedida por Kant a la facultad de desear. Kant dis­tingue tres facultades del alma: la cognoscitiva, la del sentimiento y la apetitiva4, pero de todas ellas la más amplia e importante es la apetitiva. De hecho, Kant vincula esencialmente la vida a la facul­tad de desear:

"La vida es la facultad que tiene un ente de obrar según las leyes de la fa­cultad apetitiva"5

del juicio teleológico), pero además la razón práctica no sólo tiene su antinomia correspondiente, sino otra adicional, la de la política y la moral (cfr. r¿um ewigen Frieden, Anhang I, VIII 370 ss.); a las que ha de añadirse la antinomia de la historia, a saber, el conflicto entre individuo y género, que da lugar al problema más difícil y último de la especie humana: el del establecimiento de una sociedad civil que se organice de acuerdo con normas universales (cfr. Idee zu einer allgemeinen Geschichte, VIII 22 ss.). 4 KU, Einleitung III, V 177. 5 KpV, V 9, Anmerk.

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"La vida no es más que la facultad apetitiva en su ejercicio más estricto"6.

Si Aristóteles había vinculado vida y entendimiento de manera que el acto supremo de la vida era, para él, el acto de conocer, Kant vincula la vida al apetito y pone el acto supremo de la misma en el acto de la voluntad:

"Toda vida descansa en la facultad interior de autodeterminarse según el arbitrio"7. "Se llama voluntad a la facultad apetitiva cuyo fundamento interno de de­terminación, por consiguiente el propio querer, se encuentra en la razón del sujeto"8.

La vida racional es sobre todo asunto de libre autodetermina­ción del apetito, y en consecuencia la razón pura es esencialmente razón práctica.

Concuerda con este planteamiento, por un lado, la interpreta­ción de los pensamientos como acciones o productos del pensar, lo que lleva aparejado que el pensar sea concebido a su vez como causa9. Justamente ése es también el implícito de la doctrina kan­tiana de la espontaneidad del pensamiento, que es entendida como la facultad de producir por sí mismo, sean ideas -y entonces la espontaneidad será de la razón-, sean representaciones -en cuyo caso tendremos la espontaneidad del intelecto-10. Y, por otro, con­cuerda asimismo con él que el objetivo o meta última de la razón humana no sea el conocimiento o uso teórico, sino la acción o uso práctico de la misma11.

Es también perfectamente congruente con lo dicho el hecho de que las ideas o conceptos de la razón sean interpretadas por Kant como tendencias, disposiciones, intereses o fines naturales. He aquí algunos de los términos que usa para describir la actividad básica de la razón: Reiz, Trieb, Wunsch, Bestrebung, Begierde, Hang,

6 N 1034, XV, 1,465. 7 Tráume, II 327, Anmerk. 8 Metaph. der Sitien, Einleit. I, IV 213. 9 Kant no sólo admite una causalidad de la razón, a saber, la libertad, sino que describe a la persona como causa intelligibilis (cfr. O pus postumum, Conv. I, 11,4, XXI 151). 10 Cfr. KrV A 51, B 75; Grundlegung z. Metaph. der Sitien, IV 452. 11 KrV A 795-801, B 823-829.

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Interesse, Beeiferung, Zweck11, todos altamente indicativos del radical espontáneo y precognitivo de la racionalidad kantiana. De todos ellos, los más elaborados por él son los de Interesse y Zweck, que paso a comentar.

Por "fin" entiende Kant aquel efecto de una causa que tiene como único fundamento de su determinación la representación previa del mismo13. Los fines son, pues, efectos de causas cognos­citivas, por lo que tienen una relación directa con la razón, y más en concreto con la voluntad, que es la potencia fundamental o fa­cultad de producir algo según una idea que se llama fin14. Por eso, la voluntad es definida también como la facultad de los fines15. Dos son los tipos de fines admitidos por Kant: los fines de la natu­raleza y los de la libertad. Y aunque los únicos que pueden ser co­nocidos a priori por nosotros son los fines de la libertad, con todo los fines de la naturaleza son concebidos por él con una amplitud y generalidad mayor, tanto que incluyen a aquéllos como un caso especial suyo16.

Por "interés" entiende Kant la satisfacción que unimos a la re­presentación de la existencia de un objeto17. El interés vincula, por tanto, el sentimiento con la facultad apetitiva18. En su filosofía ca­ben dos tipos básicos de interés: el interés de la inclinación, cuya característica esencial reside en la antecedencia causal del senti­miento de agrado respecto del deseo; y los intereses racionales, en los que ese sentimiento es efecto, no causa, del deseo. Cabría decir también que en este filosofía hay dos clases de deseos, los que son efecto del sentimiento de agrado y los que son causa del mismo:

12 Estas denominaciones están tomadas todas de la KrV. He aquí algunos pasajes en los que aparecen, recogidos según el orden alfabético de los términos: A 4-5, B 8; B XXI; B XV; A 676, B 704; A 687, B 715; A 818, B 846; A 797, B 825; A 796, B 824; A 669, B 697; A 804, B 832. 1 3 KU §77, V 408; cfr. §10, V 219-220. 14 Über den Gebrauch leleol. Principien, VIII 181. 15 KU §64, V 370. 16 Über den Gebrauch leleol. Principien, VIII 182. 17 KU §2, V 204. 18 Metaph. der Sitien, Einleit. VI, VI 212. Según Kant, el intereses propio de la voluntad finita: sólo la voluntad divina obraría sin interés o por puros motivos racionales. En esa medida, el interés indica dependencia respecto de los principios de la razón. Pero, aunque la voluntad finita obre siempre con interés, no necesariamente obra por interés. Una cosa es tener interés en la acción, otra tener interés en el objeto de la acción. Sólo el segundo tipo de interés es pa­tológico (Cfr. Grundle%un% z. Melaph. der Sitien, IV 413 Anmerk).

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los primeros son los deseos sensibles o inclinaciones, los segundos son los deseos racionales. Pero lo más notable es que, entendida así, o sea, como sentimiento de agrado que se sigue a manera de efecto a partir de los deseos de la razón, Kant llega a admitir la existencia de una propensio intellectualis, es decir, la existencia de ciertos deseos y sentimientos habituales, nacidos espontáneamente de la razón, que ponen en marcha la actividad del entendimiento, y que generan el interés especulativo de la misma19. Pero en cual­quier caso, debe quedar bien claro que todo interés es práctico, y que incluso el interés especulativo se subordina funcionalmente al práctico20.

Si se tiene en cuenta que, como se ha visto, los fines son los fundamentos o causas objetivas de la determinación de la voluntad, y que los intereses son sentimientos vinculados a la facultad de de­sear, podrá comprenderse que unos y otros integran respectiva­mente las dimensiones objetiva y puramente subjetiva de la acción práctica, y están estrechamente relacionados entre sí, tanto que querer algo, sentir satisfacción en su existencia y tener interés en ello son una misma cosa21.

Pues bien, tres son los intereses de la razón, según Kant: el in­terés del entendimiento, el interés del sentimiento y el interés de la voluntad en sentido estricto, los cuales determinan respectivamente un horizonte lógico, un horizonte estético y un horizonte prác­tico22. Esos tres intereses de la razón se corresponden con las tres siguientes preguntas: ¿qué puedo saber?, ¿qué me es permitido es­perar?, ¿qué debo hacer? La primera pregunta es puramente espe­culativa, la segunda es a la vez teórica y práctica, y la tercera es puramente práctica23. Y entre esas tres preguntas, unidas a la de ¿qué es el nombre? se completa el campo entero de la filosofía como sabiduría. A la primera pregunta responde la Metafísica, que determina las fuentes del saber; a la segunda responde la Religión, que fija los límites de la razón humana; a la tercera responde la Moral, que establece el ámbito del uso posible y útil de todo saber; y a la cuarta, la Antropología, a la que en última instancia se

19 Metaph. der Sitien, Einleit. VI, VI 213. 2 0 KpV, VI 121. 21 KU §4, V 209. 2 2 Logik, Einleit. VI, 1X40. 2 3 KrV A 805, B 833 ss.

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refieren todas las demás, y que es la más necesaria, difícil y des­cuidada por los filósofos24.

Si a esto se añade que Kant concibe la filosofía en su sentido más alto como la ciencia de los fines últimos de la razón humana, y que, además de atribuirle la más alta dignidad, por versar sobre los fines últimos la considera la única con valor propio y capaz de dar valor y unidad sistemática a todas las demás ciencias25, será fácil aceptar lo que a mi juicio es evidente: que la interpretación kantiana de la razón en términos de apetición, interés o finalidad, es decir, en términos volitivos, que deriva de su tratamiento de la perplejidad, es el criterio supremo que otorga unidad y coherencia a su pensamiento.

Con esto concuerda que la filosofía en su sentido sapiencial sea, para Kant, filosofía práctica y Sócrates el modelo de filósofo26. De manera que no es sólo que exista una perfecta correspondencia entre facultades, saberes, fines e intereses de la razón humana, sino que son los fines e intereses de la razón los que determinan nues­tras facultades27 y nuestros saberes.

III. EL APROVECHAMIENTO EXPLÍCITO DE LA PERPLEJIDAD.

La perplejidad es una experiencia intelectual negativa que se vincula en el planteamiento kantiano con los conceptos de la razón o ideas, en la medida en que éstas son la expresión para el enten­dimiento de aquellos deseos, intereses o fines de la razón que son puramente subjetivos, es decir, que carecen de correlato objetivo.

Las ideas de la razón son conceptos sin intuición posible, es de­cir, conceptos relativos a objetos que nunca pueden ser conocidos por ellos28, son pensamientos con los que no se piensa objetiva­mente nada. El uso que se haga de tales ideas determinará o bien la

24 Logik, Einlcit. III, IX 25. 2 5 Ibid. 23-24. 2 6 Ibid. 2 7 Cfr. Idee z.e.a. GesMchte, Erstcr Satz, VIII 18. 28 ATÍ7 §57 l.Anmcrk, V 342.

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caída en la perplejidad, o bien su evitación. Comprender la natu­raleza de las ideas y fijar sus posibles usos es, pues, decisivo para establecer los límites que separan la certeza de la perplejidad.

Por lo pronto, las ideas son útiles al menos en sentido negativo, o sea, para obligar a la razón a ponerse límites a sí misma en su uso especulativo, por cuanto que siendo conceptos inobjetivos de­muestran que no todo lo que aparece en nuestro pensamiento puede ser aceptado sin más como conocimiento. No es lo mismo pensar que conocer.

Pero además, aunque sean conceptos trascendentes a nuestra fa­cultad de conocimiento (objetivo), no por eso las ideas son inútiles o superfluas, sino que sirven de principios regulativos, y no sólo para contener (negativamente) -como ya he dicho- las pretensiones totalizadoras del entendimiento, sino especial y positivamente para conducirlo en su conocimiento de los datos de la naturaleza de acuerdo con un principio de integridad, favoreciendo así el fin úl­timo del conocimiento29.

Resulta así que las ideas, o manifestaciones racionales de los fi­nes de la razón, no pueden ser utilizadas como verdaderos cono­cimientos, pero sí como medios de orientación para procurar conscientemente esos fines. El aprovechamiento concreto de las ideas y, por tanto, de la perplejidad, como medios positivos para la prosecución de los fines de la razón se realiza en la filosofía kan­tiana mediante el recurso al conocido ais ob.

Lo mismo que en las matemáticas es posible resolver cienos problemas admitiendo que lo muy aproximado es equivalente en la práctica a lo exacto (lo que se llama error despreciable) -por ejemplo, postulando que una serie convergente coincide con su lí­mite en el infinito-, así propone Kant usar las ideas no como ver­daderos principios de síntesis constitutivas de conocimiento, sino "como si" lo fueran. "Como si" significa que no lo son, pero que en la práctica pueden tomarse para ciertos fines por verdaderos conocimientos objetivos, y entonces sirven de principios de síntesis meramente regulativos. Naturalmente, se trata de una ficción o hi­pótesis teórica con resultados positivos para la práctica30.

De tal manera que si fingimos que a las ideas "mundo, "yo" y "Dios" les corresponden objetos que podrían llegar a ser conocidos

2 9 KU, Vorredc, V 167-168. 30 Un desarrollo algo más detallado puede verse en I. FALGl'HRAS, "La idea de Estado en Kant", en Razón y Libertad. Homenaje a Antonio Millán Puelles, Madrid, 1990,351-353.

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en el infinito, tales objetos se convierten cada uno en un focus imaginarias de una tarea asintótica o inacabable en la que se mani­fiesta y realiza el correspondiente fin natural de la razón. Así pues, las ideas, analógicamente tratadas, nos permiten tomar con­ciencia de los fines, intereses o deseos naturales de nuestra razón, y, lo que es más, nos permiten realizarlos racionalmente.

El método analógico kantiano no intenta ni consigue hacer de las ideas conocimientos directos, pero sí intenta y consigue hacer de ellas ciertos objetos (no dados) de conocimiento, merced a lo cual pueden quedar al alcance de la reflexión las fuentes de nues­tros conocimientos a priori. Por eso el método analógico está vin­culado estrechamente con la Filosofía Trascendental, o sea, con aquella parte de la metafísica kantiana que preside y unifica todo su filosofar.

La Filosofía Trascendental es aquel saber que se singulariza en­tre los saberes especulativos por el hecho de que para él ninguna cuestión concerniente a objetos dados a la razón pura es insoluble o puede quedar sin respuesta31, es decir, aquel saber que excluye de sí la perplejidad y es capaz, por eso, de evitarla e incluso de aprovecharla. Y la razón por la que excluye de sí la perplejidad estriba en que el mismo concepto que funda la pregunta concer­niente a objetos dados a la razón debe capacitarnos perfectamente para poder responderla, ya que el objeto por el que se pregunta en tales cuestiones no existe fuera del concepto. Ahora bien, eso es justamente lo que ocurre con las ideas: son ellas las que suscitan cuestiones que en principio no podemos contestar, luego en ellas mismas tienen que estar las indicaciones que nos descubran el ver­dadero sentido de aquellas preguntas, y consiguientemente, las respuestas adecuadas32. El ais ob es el procedimiento que permite convertir en respuesta positiva lo que en principio era sólo causa de perplejidad. Desde luego, tales respuestas no se acomodan a nuestras expectativas iniciales (teóricas)33, pero no por ello care­cen de sentido (práctico), de manera que a su través podemos co­nocer las fuentes de donde derivan nuestros conocimientos a priori

3* KrV A 477, B 505. 32 KrV A 478-484, B 506-512. 33 KrV A 804, B 832: "(die Ideen) die ... ihre Absicht auf eine zwar nutzliche, aber unserer Erwaríung gar nicht gemásse Art gefüllen".

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(fines e intereses naturales de la razón)34. Por todo ello, aunque la Filosofía Trascendental es sólo una parte de la Metafísica kantiana constituye, no obstante, el núcleo fundamental de su saber filosó­fico.

Considerado así, el ais ob no es un método particular de la Crítica de la razón pura o un procedimiento aislado para la resolución de ciertos problemas en la filosofía kantiana, sino el método general según el cual se unifican los saberes en la misma. Puesto que, como se dijo más arriba, son los fines e intereses de la razón los que determinan nuestras facultades y saberes, el procedimiento que nos permita conocer y realizar esos fines será, sin duda, el más general y básico para el saber, el que sirva de guía y unifique todos los saberes.

En cierto modo puede decirse que el ais ob es el complemento metódico de la autolimitación del conocimiento a la experiencia sensible. Si el uso del entendimiento dentro de los límites de los datos sensibles permite aislar la perplejidad y obtener conoci­mientos fenoménicos seguros, el tratamiento de las ideas según el ais ob las convierte en objetos que nos suministran, por un lado, un indicio práctico de la naturaleza nouménica de lo a priori, y, por otro, una información teórica acerca de los criterios con los que podemos ordenar los datos fenoménicos en saberes formal­mente distintos.

De acuerdo con lo expuesto, si se sigue el hilo de las ideas con el procedimiento analógico del ais ob, ellas mismas nos deben conducir a las explicaciones pertinentes y, por lo mismo, a los sa­beres más seguros y más altamente filosóficos que podamos alcan­zar.

Paso a continuación, en buena lógica, a analizar el uso del ais ob kantiano en relación con cada una de las ideas trascendentales, lo que -si es verdad cuanto he dicho- deberá permitirnos reconstruir las directrices de la filosofía doctrinal de Kant al menos en sus lí­neas esenciales.

34 A la Filosofía Trascendental le corresponde investigar el origen de los conocimientos a priori (Über eine Entdeckung, 2.Abschn., VIII 244) (Cfr. N 4873 y N 5133, XVIII 16 y 101).

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1. El uso del ais ob respecto de la ¡dea de mundo.

En términos estrictos, mundo es, para Kant, la totalidad incon-dicionada de los fenómenos del sentido extemo, o sea, el universo sensible. Supuestos como dados los fenómenos externos y la forma serial en que se presentan, según la cual unos son condición de otros, la razón exige que estén también completamente dadas las condiciones de su posibilidad, las cuales a la manera de las premi­sas de un razonamiento hagan buena la conclusión, en este caso: la existencia de los fenómenos. De ahí que la razón adelante por su cuenta el concepto de totalidad de los fenómenos. Ahora bien, la totalidad de los fenómenos no es ni puede ser un fenómeno, por lo que el concepto de mundo no sirve en absoluto para conocer obje­tivamente nada, sino que es una mera idea de la razón.

Con la idea de mundo se vinculan intrínsecamente las ideas cosmológicas, que no son sino la distribución de aquélla según la tabla de las categorías, una vez eliminadas las categorías no perti­nentes35. En concreto, tales ideas son la de composición (cantidad), división (cualidad), origen (relación) y dependencia (modalidad), y dan lugar a las antinomias en las que se expresa la perplejidad.

Pero si en vez de pretender la existencia de un objeto "mundo", que corresponda a la idea de mundo, tomamos esta idea como principio meramente regulador, es decir, hacemos consciente­mente la ficción de la existencia de ese objeto, entonces esa misma idea nos prescribe que, al explicar los fenómenos dados, conside­remos su serie "como si" fuera infinita, o sea, nos prescribe que procedamos indefinidamente en la explicación de los fenómenos36, lo que da lugar a un ejercicio inacabable de ordenación de los mismos. Y, además, quedamos en condiciones de poder interpretar dicha idea como el efecto de una tendencia natural de la razón ha­cia lo incondicionado, bien sea entendido como la totalidad de la serie de los fenómenos, bien lo sea como el principio o causa de esa serie37, pero en cualquiera de los casos se tratará de una ten­dencia hacia la unidad sistemática o unidad formal suprema.

Tal tendencia tiene su origen en el interés especulativo o teórico de la razón, que es el que la conduce a través del campo empírico y la arrastra de manera irresistible a las ideas cosmológicas, las

35 KrV A 408-415, B 435-443. 36 Á>VA685, B713. 37 KrV A 417-418, B 445-446.

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cuales al suscitar la ilusión dialéctica, o sea, la experiencia de la perplejidad, la obligan a refrenar sus ímpetus y a ceñirse a la ex­periencia38. Pero también la obligan a reflexionar sobre las fuentes del conocimiento humano, suscitando la pregunta ¿qué podemos saber?, y determinando la admisión exclusiva del entendimiento como facultad de conocimiento teórico, razón por la cual aquel interés fue llamado también por Kant interés del entendimiento39.

Pero además, y de modo positivo, esa tendencia nos muestra que nuestros conocimientos, en la medida en que están regidos por la razón, deben integrar un todo sistemático, y no ser una mera rap­sodia, siendo ésta la única manera en la que nuestros conocimien­tos pueden apoyar y promover los fines de la razón40. Por lo que, en concreto, el resultado práctico-teórico del uso regulativo de la idea de mundo viene a ser el sistema.

Antes que nada, debe advertirse que "sistema" es, para Kant, un concepto de la razón o idea, es decir, la expresión de un fin, ten­dencia o interés de la razón, no un todo objetivo de conocimientos. Pero gracias al uso no constitutivo, sino regulativo de esa idea se puede realizar una incesante tarea de aproximación a la misma, que en la práctica da como resultado una ordenación sistemática de conocimientos concretos, y que no por inacabable deja de ser una ordenación41.

A pesar de que lo sistemático está muy unido histórica y temáti­camente al dogmatismo, Kant concede gran importancia científica al sistema: la unidad sistemática es requisito formal para conseguir que el conocimiento ordinario se convierta en científico, y, aún más, la forma sistemática otorga certidumbre apodíctica a los co­nocimientos42. Sin embargo, ese requisito es de índole puramente subjetiva y formal: si fuera una condición objetiva y material, es decir, si se exigiera el conocimiento objetivo del "todo" como condición para el de las partes, el dogmatismo sería inevitable. Por eso, el sistema es, congruentemente, para Kant, sólo una idea, o sea, una meta práctica, no teórica, del saber, pues las metas prácti­cas, a diferencia de las teóricas, no por ser inalcanzables tienen que dejar de ser metas.

38 KrV A 797, B 825. 3 9 Logik, Einleit. VI, IX 40. 4 0 KrV A 832, B 860. 4 1 Cfr. I. FALGUERAS, 0.c, 350 ss. 4 2 KrV A 832, B 860; Metaph. Ánfangsg. d. Naturwissenschaft, Vorrede, IV 467-468.

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Un sistema total y absoluto de los conocimientos humanos no existe ni puede existir, puesto que la experiencia no está acabada ni puede ser cerrada por nosotros: lo realmente posible es sólo una sistematización progresiva de los conocimientos que se van adqui­riendo. En este sentido, el horizonte histórico de nuestro conoci­miento no tiene límites43. En cambio, sí que cabe una sistematiza­ción formal completa o, lo que es igual, una ordenación total de las formas a priori en que han de subsumirse todos nuestros cono­cimientos. Paralelamente, el horizonte racional del conocimiento humano sí tiene límite.

A las partes de la filosofía que pueden alcanzar una sistematiza­ción perfecta en sentido lógico, es decir, una determinación de­ductiva completa de sus principios a priori las denomina Kant "metafísica" en sentido general. Y entiende por tal un saber ex­traído de la esencia misma de la facultad de pensar, que, aun no procediendo de la experiencia, no por eso es inventado, sino que contiene las acciones puras del pensar, los conceptos y las proposi­ciones fundamentales que unifican legítimamente la diversidad de las representaciones empíricas44. Las "metafísicas" han de ser, por tanto, sistemas de conocimientos apodícticos y, por lo mismo, plena y rigurosamente científicos, merced a los cuales se pueden sistematizar los conocimientos empíricos. En este sentido amplio, bajo el nombre de metafísica queda incluida toda la filosofía de la razón pura, también la critica45.

Pero en sentido estricto, el nombre de metafísica es reservado por Kant en especial para la parte especulativa o teórica de la ra­zón pura o Metafísica de la Naturaleza, que él divide en Filosofía Trascendental y Fisiología46. De las tres partes en que se subdivide la última, sólo fue desarrollada expresamente por Kant una sección de la Fisiología racional, que es la que se recoge en Los primeros principios metafísicos de la Ciencia Natural, obra que se ocupa de exponer los fundamentos que hacen posible la aplicación de las matemáticas a la teoría de los cuerpos, o sea, los principios de la construcción de conceptos relacionados de manera general con la posibilidad de la materia.

4 3 Logik, Einleit. VI, 1X41. 44 Metaph. Anfangsg. d. Nalurwissenschaft, Vorrcde, IV 472 ss.; la melafísica debe exponer el conocimiento puro a priori en la unidad sistemática (KrV A 845, B 873). 45 KrV A 841, B 869. 4* KrV A 845-847, B 873-875.

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Es interesante advertir que el concepto fundamental sobre el que se construye toda la Ciencia Natural de Kant es el de espacio absoluto o vacío, el cual -sin embargo- es una mera idea o con­cepto de la razón tan necesario como incomprensible. La sistema­tización se hace, pues, sobre la base de una tendencia de la razón a lo incondicionado, que nos permitirá organizar el saber relativo al mundo material, pero no intuir su unidad47.

Además, el carácter puramente formal o lógico de esta sistema­tización completa implica, obviamente, que la espontaneidad de las acciones racionales que responden al interés especulativo se ejerce aquí sobre una materia extraña o ajena, y que, por tanto, la capa­cidad legisladora a priori de tal sistematización es heterónoma.

2. El uso del ais ob respecto de la idea del yo.

Kant habla al menos de tres yoes: 1. el yo empírico, objeto del sentido interno; 2. el yo puro, que es la unidad trascendental de la conciencia o unidad de la apercepción, y que no es fenómeno ni noúmeno; 3. la idea del yo o idea de una substancia simple e in­mutable, o de una inteligencia simple e independiente48.

De esta idea del yo, utilizada de modo debido, es decir, utilizada "como si" le correspondiera un objeto, aunque bien sabido que no fenoménicamente, sólo resultan ventajas. La ventaja fundamental consiste en servir para la distinción entre los fenómenos en el es­pacio y los fenómenos internos o actos del pensar, distinción que evita la tentación de aplicar leyes empíricas de fenómenos corpo­rales a los fenómenos del sentido interno, a la vez que permite unificar los fenómenos de este último.

Con ser notables, estas ventajas de carácter puramente relativo son superadas por otra mucho más radical y decisiva. En efecto, la idea de que el yo es una substancia simple e independiente, pero no conocible en el orden de los fenómenos, abre la posibilidad de que sea un noúmeno. Tal posibilidad no puede ser negada, aunque tampoco ratificada por el entendimiento, dada la ausencia de intui­ción intelectual, pero sí puede ser confirmada, en cambio, por la razón práctica.

4 7 Melaph. Anfangsg. d. Naturwissenschaft, IV 539, 564-565. 4 8 KrV A 682-684, B 710-712.

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La noción de yo, como substancia simple e inmutable o como inteligencia simple e independiente, coincide con la noción de espíritu, que según Kant es la idea que nos queda cuando se le quita a un ente pensante todo lo material y se le deja el puro pen­sar. Si se afirma que tales espíritus se dan como cosas en el uni­verso material, esa idea no es más que una fantasmagoría, un ens rationis ratiocinantis, acerca del cual nada podemos decidir, pues el único pensamiento que conocemos es el del hombre, es decir, un pensamiento en relación con un cuerpo. Pero si, en vez de afirmar o negar su existencia material o su conocimiento teórico, se limita uno a considerarlo como mera idea, y se lo asocia al uso práctico de la razón, entonces es posible exponer su realidad objetiva49.

La noción de espíritu subraya expresamente en la filosofía kan­tiana la separación e independencia del entendimiento respecto de la sensibilidad50, pero el aspecto práctico de tal independencia es recogido y desarrollado por la noción de libertad, cuyas variadas formas (libertad empírico-psicológica, libertad moral y libertad trascendental) presentan como rasgo común la independencia ope­rativa del sujeto humano: independencia del acto de la voluntad respecto de los motivos externos, independencia del mismo res­pecto de los impulsos y deseos internos, y finalmente independen­cia operativa en sentido positivo, es decir, autonomía. De manera que la libertad viene a ser la exposición práctica51 de la realidad objetiva del espíritu o idea del yo.

Esto supuesto, también la libertad es, por su parte, una idea52, aunque una idea absolutamente peculiar, pues es la única idea o concepto de la razón que cuando se lo toma "como si" existiera eo ipso existe53. Así pues, en ella la ficción teórica coincide con la realidad práctica, el uso puramente regulativo coincide en la práctica con el constitutivo, la fingida suposición (hipótesis) fe­noménica coincide con la categorización nouménica.

Precisamente esa singularidad es la que determina que, aun siendo una idea y careciendo, por tanto, de pruebas teóricas de la

4 9 KU §91, V 467-468. 50 Welche sind die wirkliche Fortschritten ..., XX 309; cfr. N 4728 y N 5612, XVII 689 y XVIII 252-3. 51 Verkündigung ... z. e. Frieden in der Philosophie, VIII 417. 52 Cfr. Grundlegung z. Metaph. d. Sitien, IV 455, y Metaph. d. Sitien, VI 221. 53 Vorlesungen uber die philos. Religionslehre, Pólitz, Leipzig, 1817, 121; cfr. Grundlegung z. Metaph. d. Sitien, IV 448 (texto y nota); cfr. Recensión von Schulz's Versuch, VIII 13.

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posibilidad de su objeto, en la práctica este su objeto sea un hecho y deba ser contado entre los scibilia54. Porque las ideas de la razón práctica, a diferencia de las ideas de la especulativa, no son tras­cendentes, es decir, algo de lo que no podemos estar ciertos si le corresponde un objeto, sino que como prototipos de la perfección práctica sirven de guía inmanente y de medida de comparación para la conducta moral55. Por todo ello la libertad es una realidad, pero no fenoménica, sino nouménica56, la única realidad noumé-nica a la que tenemos acceso. No cabe, pues, duda de que bajo aquella modesta formulación del ais ob se encierra un grito de heureka por parte de Kant: se ha descubierto un hecho de la razón. Y en este descubrimiento se basa el relativo optimismo de la filo­sofía kantiana.

Sin embargo, el hecho singular que acabo de referir es algo más complejo de lo que a simple vista parece. En efecto, la Crítica de la razón práctica menciona la existencia de un hecho de la razón pura en apariencia distinto y al que califica de único: se trata del imperativo categórico. Lo singular del imperativo categórico reside en que siendo en sí un puro pensamiento problemático, se nos impone por su forma como una ley57.

Pues bien, Kant sostiene que ambos hechos son, en realidad uno solo:

"Se da, sin embargo, -dice- un algo {Etwas) en la razón humana que no puede ser conocido por medio de la experiencia y que, no obstante, de­muestra su realidad y verdad en efectos que se presentan en la experiencia y que, por consiguiente, pueden también ser absolutamente ofrecidos en ella (y por cierto según principios a priori). Este algo es el concepto de li­bertad y la ley del imperativo categórico, es decir, absolutamente mandado, que de él procede"58.

La libertad y el imperativo categórico integran, pues, ese Etwas o hecho singular de la razón humana, del que en consecuencia se ha de pensar que es un hecho complejo y analizable.

54 KU §91, V 468 y 474. 55 KpV, V 127, Anmerk. 56 W'elche sind die wirkliche Fortschritíe..., XX 2C)2. 57 KpV, V 31, Anmerk. 58 Verkündigung ... z. e. Frieden i. d. Philosophie, VIH 416.

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Por un lado, la existencia de la libertad está contenida implíci­tamente en el imperativo categórico59 como un postulado suyo; por otro, el imperativo categórico nos da el sentido exacto de la libertad nouménica:

"nosotros conocemos nuestra propia libertad ... sólo a través del impera­tivo categórico"60.

La libertad es, según esto, esencialmente autonomía moral. Pero la autonomía moral implícita en el imperativo categórico se re­suelve analíticamente en la idea del deber. El deber es una idea61, la idea de la necesidad objetiva de una acción, necesidad nacida del carácter vinculado de una voluntad no absolutamente buena62. Es éste quizá el concepto más característico de la filosofía kantiana, y de acuerdo con él el ser libre se determina a obrar de cierta ma­nera no como consecuencia de una inclinación o deseo, ni como medio condicional para obtener un propósito concreto, sino por puro respeto a la propia índole racional de su libertad. Esa índole racional no es otra cosa que la superioridad y antecedencia de lo general sobre lo particular. Se puede decir, por tanto, que la constricción moral consiste aquí en una autorreferencia de la pro­pia naturaleza racional, según la cual ella sólo es dignamente tal cuando supedita lo particular a lo general. En eso consisten la res­ponsabilidad y la libertad moral dentro de este pensamiento63.

He aquí, pues, la complejidad a que antes aludí: el imperativo categórico implica la libertad como una condición indispensable de su facticidad, como un postulado o imperativo práctico a priori, pero a la vez nos aclara y manifiesta el verdadero sentido de la li-

5 9 Verkündigung... z. e. Frieden i. d. Philosophie, VIII 418. El hecho de la razón está inseparablemente unido a la conciencia de la libertad y es homogéneo con ella (KpV, V 42); más aún ese factura contiene y expresa la autonomía de la voluntad tanto en el sentido negativo de independencia respecto de toda materia o contenido de la ley, cuanto en el sentido positivo de autodeterminación, que son también -como se vio- los sentidos básicos de la libertad (KpV, V 33). 6 0 Metaph d. Sitien, VI 239. 61 Cfr. Die Religión innerh. d. Grenzen d. b. Vernunft, VI 49. 6 2 Grundlegung z. Metaph. der. Sitien, IV 434. 6 3 La autonomía moral implica que sólo se es responsable ante uno mismo, ante la propia conciencia de la dignidad. Paralelamente, el bien y el mal morales son también, para Kant, exclusivamente formales: no afectan a nuestro ser haciéndonos mejores o peores, sino sólo a nuestra conciencia. Del mismo modo, la remuneración futura en la que Kant cree será una remuneración extrínseca para la conciencia.

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bertad, que es el sentido moral: si se finge "como si" existiera la libertad moral y el deber, eo ipso existen.

Sin embargo, la libertad no es el único postulado necesario para dfactum del imperativo categórico, también lo son Dios y la in­mortalidad. Sólo que estos otros dos postulados forman parte del séquito del imperativo categórico y de la libertad, la cual en cierto modo los introduce y encabeza64. Cuando en la práctica nosotros nos comportamos "como si" los objetos de las ideas de Dios y de la inmortalidad estuvieran dados, en virtud del mencionado Etwas sus ideas reciben realidad, aunque exclusivamente práctico-mo­ral65. Tales ideas, junto con la del bien supremo, son objeto de fe, mas no la de la libertad66, y eso significa que si bien todas son postulados, es decir, no cosas u objetos existentes en sí que pudie­ran ser objeto de conocimiento teórico, sino máximas o reglas de la acción, las de Dios y la inmortalidad no son objeto ni tan si­quiera indirectamente de experiencia alguna, mientras que la de la libertad es objeto indirecto de experiencia práctica.

Precisamente a eso aludía el texto del Etwas antes citado. Los "efectos que se presentan en la experiencia" en él mencionados son, sin duda, las acciones prácticas, las cuales tienen todas que ver con fines, o sea, con objetos de la voluntad, y connotan indirecta­mente la libertad.

Y es que en la filosofía kantiana se distingue netamente entre conocimientos teóricos y prácticos: los teóricos son aquéllos que expresan lo que es y tienen como objeto un ser; los prácticos son los que expresan qué debe ser y tienen como objeto una acción67. Los conocimientos prácticos se dividen en imperativos y en fun­damentos para posibles imperativos, siendo los primeros los más propiamente prácticos, pues los segundos lo son sólo en potencia. A su vez, los imperativos se subdividen en hipotéticos y categó­rico: hay imperativos hipotético-técnicos (como los preceptos del médico o del envenenador, que sólo indican qué se ha de hacer para conseguir un fin posible) e hipotético-pragmáticos (re­lacionados con la felicidad o bienestar y con mero valor de con­sejo, es decir, cuya necesidad es válida sólo bajo determinadas condiciones subjetivas y ocasionales); y por último está el impera-

6 4 Verkündigung...z. e. Frieden i. d. Philosophie, VIII 418-419. 65 O.c, VIII 416. 6 6 KU §91, V 469. Kant afirma que la idea del sumo bien y las de la existencia de Dios y la inmortalidad son las únicas que pueden ser llamadas "resfidei". 67 Logik, IX 86.

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tivo categórico, de índole exclusivamente moral, que impone su necesidad absoluta al comportamiento libre en virtud del carácter puramente formal del deber moral68. Pues bien, ese carácter puramente formal tanto del imperativo categórico como de la idea del deber, nos puede ayudar a comprender por qué sostiene Kant que el sistema perfecto del saber lo constituye la Filosofía moral. Y es que al prescindir la moral por entero de toda referencia a lo empírico, lo que para el sistema teórico del saber era un defecto de sistematicidad da lugar aquí a una sistematización completa69, es decir, a una sistematización en que con solo lo formal se tiene todo en la práctica. De hecho, Kant la denomina también "metafísica", aunque en sentido lato70, lo que implica que es conocimiento apo-díctico además de completo. Por eso, una vez averiguado y esta­blecido el principio supremo de la moralidad en la Grundlegung zur Metaphysik der Sitien, pudo proceder a deducir ordenada y exhaustivamente de aquél todos los deberes tanto los jurídicos o externos como los deberes puros, internos o éticos71.

De esta manera, la idea del yo entendida como idea de la liber­tad nos ha llevado merced al ais ob al descubrimiento del hecho fundamental de la razón que funda el relativo optimismo kantiano y a través del cual se establece el concepto fundamental de toda la filosofía práctica kantiana, la idea del deber. En la idea del deber se expresa el interés de la voluntad, tal como queda recogido en la pregunta ¿qué debo hacer? El interés de la voluntad es interés práctico, y en la medida en que es puro o nacido de la sola razón es inmediato y autónomo, en contraste con el interés lógico, que es sólo mediato, en cuanto que supone propósitos de su uso72. No es,

68 Grundlegung z. Metaph d. Sitien, IV 414 ss. Del en fren t amiento entre los imperativos hipotético-técnicos de los políticos y el imperativo categórico de los moralistas nace el conflicto entre política y moral que Kant resuelve, como siempre, proponiendo el carácter ideal, en este caso, del deber, el cual como fin utópico o inalcanzable permite, empero, un proceso de constante y creciente acercamiento a la paz perpetua, meta práctica de la política (Cfr. Zum Ewigen Frieden, VIII 370-379). 6* KrV A 840, B 868. ™ KrV A 841-842, B 869-870. 71 Metaph. d. Sitien, VI 239 ss.; cfr. Grundlegung z. Metaph. d. Sitien, IV 421, Anmerk. 7 2 Grundlegung z. Metaph. d. Sitien, IV 459-460, Anmerk.

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pues, de extrañar que lo práctico puro constituya el fin último na­tural de la razón73 y el destino del hombre74.

3. El uso del ais ob respecto de la idea de Dios.

Dios es, para Kant, el ideal de la razón. El ideal es, por un lado, lo máximo en perfección75, y por otro, es la idea no sólo in con­creto, sino in individuo16. Lo mismo que las ideas, el ideal no po­see fuerza creadora, pero sí fuerza práctica: es el arquetipo que guía nuestras acciones y nos permite establecer comparaciones y valoraciones. Desde luego, no tiene ningún valor objetivo, pero no es una mera quimera, sino que constituye un modelo indispensable a la razón, el modelo de lo completamente perfecto en su especie, sin el cual no podemos apreciar ni medir el grado de insuficiencia de lo que es imperfecto.

El verdadero fin que persigue la razón con el mencionado ideal es la determinación completa de nuestros conocimientos, según re­glas a priori. Pues si la determinación de un conocimiento exige que de cada par de predicados contrapuestos dados sólo uno con­venga al concepto en cuestión, el carácter completo de la determi­nación exige que de cada par de predicados contrapuestos posibles sólo uno le sea aplicable. Esto significa que para conocer una cosa por completo es preciso, según Kant, conocer previamente todo lo posible y determinar después -sea de modo positivo o negativo- el conocimiento de la cosa a partir de ello77. Por buscar la determi­nación, el ideal de la razón exige particularidad, y por buscar la determinación completa de los conocimientos exige la totalidad. El ideal de la razón expresa, pues, la tendencia a reunir dos extremos del conocimiento: la particularidad con la generalidad. Más en concreto, reúne la omniposibilidad o generalidad máxima con la omnideterminación o individualidad absoluta; en términos de Kant: la omnitudo realitatis con el ens realissimum1%. Se trata, por tanto, de una versión del Dios de Leibniz, cuya omniposibilidad se

7 3 /OVA801,B829. 74 KrV A 840, B 868. 75 De mundi sensib. atq. intelligib. forma el principas §9, II 396. 7 6 KrV A 567-571, B 595-599. 7 7 KrV A 571-574, B 599-602. 7 8 KrV A 576, B 604.

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determinaba a sí misma como existente; sólo que Kant lo entiende como mero ideal o regla a priori del conocimiento, de manera que la idea de Dios se relaciona con conceptos, no con esquemas ima­ginativos ni con datos sensibles, y expresa la antecedencia absoluta de lo subjetivo sobre lo objetivo en el conocimiento.

El ideal de la razón no es, por tanto, más que el ideal del cono­cimiento completo y perfecto, un cierto adelanto del universal concreto o saber real hegelianos, pero bien sabido que en Kant di­cho ideal es inalcanzable: un punto hacia el que tiende asintótica-mente la razón, pero que nunca llega a incorporar. No obstante, ese ideal está en la base de la completa determinación que necesa­riamente encontramos en todo cuanto existe para nosotros, y cons­tituye la suprema y absoluta condición material de su posibilidad, condición a la que tiene que retrotraerse el pensamiento de los objetos en general según su contenido79.

Por un engaño natural de la razón, solemos tomar este ideal como principio de todas las cosas, en vez de como lo que es, o sea, como principio de todos los fenómenos en cuanto que fenóme­nos80. De manera que lo que en verdad sólo es un principio regu­lativo para la unificación de la experiencia, primero, es objetivado por nosotros, cuando atribuimos a su concepto realidad; luego, es hipostasiado, cuando otorgamos a su concepto la facultad exclusiva de determinarse por completo a sí mismo, representándonoslo como individuo; y, por último, lo personificamos -como se explica más adelante-, cuando le atribuimos inteligencia81.

Pero si, en vez de objetivar la idea de Dios, la tomamos "como si" fuera un objeto (aquel objeto que nos permite unificar toda la experiencia) y "como si" fuera el fundamento supremo y omnisu-ficiente de todos los fenómenos, y "como si" los objetos procedie­ran de él como de su arquetipo, entonces el concepto trascendental de Dios viene a ser en sentido propio un concepto deísta, cuya va­lidez objetiva no queda indicada, sino sólo su utilidad al servicio de la suprema y necesaria unidad de toda experiencia posible82.

79 ¡bid. *° KrV A 582, B 610. 81 KrV A 583, B 611 Anmerkung. 82 Por concepto deísta de Dios entiende Kant el de la teología trascendental, o sea, el de ens realissimum y ens originarium. Tal concepto, que aleja a Dios de todo lo intuitivo incluido lo práctico-moral, es insuficiente para nuestro autor, por lo que propone sucesivas ampliaciones del concepto de Dios. (Cfr. KrV A 631, B659ss.; KU §59, V 353).

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Sin embargo, ese concepto deísta de Dios ha de ser ampliado, debido, en primer lugar, a la índole peculiar de ciertos fenómenos naturales, a saber, los seres orgánicos, que son los que introducen la impresión de contingencia en el mundo físico. Esta clase espe­cial de fenómenos no puede ser entendida por nosotros, según Kant, más que si los pensamos como fines de la naturaleza o fines objetivos, es decir, "como si" en ellos el enlace de las causas efi­cientes fuera efecto de causas finales. El fundamento para la posi­ble comprensión de tales fenómenos absolutamente singulares lo encontramos en la experiencia de la producción técnica, en la que se coordinan entendimiento y voluntad, es decir, conceptos objeti­vos con fines subjetivos. De manera que si, por analogía, aunque sea remota, con nuestra producción técnica, pensamos a los seres orgánicos como productos naturales de una causa intencionada, se nos hace comprensible la no incompatibilidad de eficiencia y fina­lidad en los seres orgánicos83.

Con esto incurre Kant en una grave y clara confusión entre los fines libres y las causas finales, confusión que aun hoy sigue disuadiendo a los teóricos de la vida para admitir entre sus con­ceptos la noción de causa final. Pero a los efectos internos de la filosofía kantiana ello implica tan sólo la admisión de una causa de la naturaleza que obra según fines, o sea, la ampliación de la no­ción de Dios como mera causa de la serie de los fenómenos a la de una causa inteligente de la naturaleza.

Naturalmente, puesto que se trata de una analogía, la idea de Dios ha de ser tomada "como si" fuera la de una causa inteligente, y esto es suficiente para unificar con ella el campo entero de la experiencia posible, incluidos los fenómenos orgánicos84.

Pero, en segundo lugar, la ampliación de un concepto deísta de Dios a otro teísta es exigida también, y sobre todo, por la moral. La idea de Dios es, en efecto, una condición a priori de la vida moral, ya que sin ella no cabría el imperativo categórico: el impe­rativo categórico implica obligatoriedad, es decir, dependencia de

8 3 KU §§65 y 75, V 372 ss. y 397 ss. Cfr. Über d. Gebrauch teleol. Pnnzipien VIII, 181. 84 Se da aquí cierta circularidad. La idea de Dios como causa inteligente es una hipótesis necesaria para explicar los fenómenos orgánicos y es formada por analogía con la producción técnica humana, pero el hombre es también un ser orgánico que ha de ser explicado según aquella hipótesis. De manera que la naturaleza es entendida como si fuera un prcxlucto humano, y el hombre es entendido como si fuera un prcxlucto natural.

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la razón respecto de una ley objetiva, que le viene impuesta en la medida en que en ella existen inclinaciones naturales que pueden ser contrarias a aquélla y a las que ha de resistir la voluntad para actuar éticamente. De ahí resulta que nosotros no podamos hacer­nos comprensible una obligación o necesidad moral sin pensar en otro que nos la imponga u ordene, y esa es precisamente la función de la idea de Dios85, pero concebida ahora como la idea de una inteligencia omnisuficiente y santa para la que toda máxima es a la vez ley moral, y que constituye el modelo al que deben aspirar a aproximarse indefinidamente los seres racionales finitos en su vida práctica. Sin embargo, esta idea de Dios no supone en absoluto su existencia, sino que es pura y simplemente eso, una idea, o lo que es igual, un producto de nuestra mente, de manera que la obliga­ción que ella impone es una auto-obligación, no propiamente un deber hacia Dios, sino un deber para consigo mismo86. En este sentido, tomada "como si" existiera, la idea de Dios es un ingre­diente esencial del imperativo categórico y, en esa medida, es el fundamento del mundo moral.

Por donde se concluye que la tendencia a hacer de Dios, pri­mero un objeto, luego una hipóstasis y finalmente una persona puede ser aprovechada con fruto, siempre y cuando se la corrija debidamente con el ais ob.

Esto supuesto, Dios es también un postulado de la razón prác­tica, sólo que en este caso lo que se postula es su existencia, no su idea, es decir, se postula la existencia del ideal de la razón, que había sido admitido en la parte teórica sólo ex hipothesi, o sea, "como si" existiera. En esquema, he aquí la lógica de dicha postu­lación: la existencia de Dios y la inmortalidad del alma son condi­ciones de posibilidad del ideal del sumo bien, pero el ideal del sumo bien es el objeto completo de la razón pura práctica, cuya indudable realidad fáctica hace que ambos hayan de ser admitidos ex thesi, aunque sólo en sentido práctico, tal como explico a conti­nuación.

85 Metaph.d. Sitien, VI487. 86 Ibidem. Nótese que una responsabilidad ante sí mismo no pasa de ser un espejismo de responsabilidad. Lo serio de la responsabilidad consiste en que lo que hacemos y pensamos afecta directamente a lo que vamos a ser, a nuestra destinación. La mera conciencia de la propia dignidad no tiene poder vinculante alguno: sólo el destino puede hacernos responsables de nuestros actos en la medida en que somete el presente al futuro.

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El bien supremo es la idea que reúne la máxima moralidad con la máxima felicidad, esto es, la santidad con la b: venturanza. Como objeto de la razón práctica, esta idea da lugar a una antino­mia peculiar, pues si en la práctica buscamos con nuestras obras la felicidad, entonces no obramos conforme al deber ni, por consi­guiente, nuestra conducta es, según Kant, ética; pero si, por el contrario, obramos según el deber, entonces no seguimos las co­nexiones empíricas, que son las que pueden procurarnos en esta vida una relativa felicidad. Para resolver la antinomia, distingue Kant entre lo moral, nouménico, y la consecución, fenoménica, de la felicidad; de forma que mientras que un obrar interesado en la felicidad es imposible que sea virtuoso, no es imposible, en cam­bio, que una actividad moral práctica pueda producir indirecta­mente la felicidad, como premio del autor inteligente de la natu­raleza a la virtud, en otra vida.

Para que el objeto completo de la razón práctica tenga, pues, sentido real, ha de postularse la existencia de una causa inteligente de la naturaleza que sea a la vez remuneradora. Se exige, por tanto, primero que el ideal de la razón sea ampliado, y después que exista. La ampliación consiste en reunir el ideal de la razón como causa inteligente del mundo, o Dios personal, con la idea de ser supremo, fundamento del mundo moral, en cuanto que ordena se­guir la virtud y evitar el vicio, y además los sanciona en otra vida. De esta manera, la idea de Dios se convierte en el ideal del bien supremo, en el que se conjugan la índole de causa inteligente junto con la índole de fundamento del mundo moral, unión a la que Kant denomina también razón suprema*1, que sería la que unifica ar­mónicamente tanto la razón especulativa como la práctica. Y de esta razón suprema es de la que se postula la existencia.

El ideal del bien supremo, aunque la incluya como su porción más importante, va más allá de la estricta moralidad, en la medida en que nos permite esperar la felicidad: como fundamento del mundo moral no es para nosotros objeto de deber, sino de espe­ranza. La esperanza aparece en Kant indisolublemente ligada a la idea de felicidad. Como afecto, la esperanza es el sentimiento de alegría que produce en nosotros la apertura del panorama de la felicidad88. Pero la felicidad no es un ideal de la razón, sino de la

87 KrV A 810, B838. 88 Amhropologie §76, VII 255.

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imaginación89. Es una idea, ciertamente, y por ello es expresión de un fin natural humano, pero que no es un fin puro de la razón, sino de la razón en cuanto que vinculada con la sensibilidad. No es una idea con objeto concreto y preciso, sino vago e indeterminado: es la idea de una situación o estado90, a saber, la de un estado per­fecto del ente racional en el mundo, al que todo sucedería según su deseo. El fundamento de dicha idea sería la coincidencia de la na­turaleza sensible con los fines racionales, tanto libres o morales como espontáneos91. Esta idea no expresa por sí sola ni la suprema meta natural del hombre ni el ideal del sumo bien, pero dada la índole de nuestra racionalidad, tampoco puede ser desechada como extraña a ambos, pues la mera moralidad no es el sumo bien, sino la conjunción ordenada de una y otra.

La idea de Dios como sumo bien nos ofrece, por consiguiente, el hilo conductor para responder a la pregunta: ¿qué puedo espe­rar?, pregunta cuya respuesta pertenece al ámbito de la religión.

La idea del sumo bien es objeto de fe para la razón: su concepto carece de experiencia posible, pero su uso es prescrito a la razón por la idea del deber para la realización del mayor bien posible en este mundo. Es decir, que siendo una utopía teórica, si se admite "como si" existiera, se obtiene un rendimiento práctico neto: nos permite tender hacia la realización práctica del mayor bien posi­ble. Pero, a la vez, la idea de sumo bien es para la razón pura práctica objeto de esperanza y eso significa que, no siendo asequi­bles tampoco en la práctica ni la santidad ni la bienaventuranza para una criatura finita cuya vida y poder están radicalmente li­mitados, si imaginativamente prolongamos su poder y su existencia hasta el infinito, se nos hace posible pensar y desear'que ambas se reúnan armónicamente más allá de los límites temporales. El ob­jeto de la esperanza es también, pues, un focus imaginarius, una utopía práctica, pero que nos permite actuar en esta vida de la única manera que conviene a un hombre, a saber: obrando moral-mente, que es el modo de hacerse digno de ser feliz. No sabemos qué es la felicidad, ni si existe o no, pero sabemos que es posible y cómo se podría obtener.

Por una limitación inevitable, nuestra facultad racional práctica busca en todas sus acciones el resultado de las mismas, para en-

89 Grundlegung z. Metaph. d. Sitien, IV 418. 90 KU §83, V 430. 9* KpV, V 124.

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contrar en él algo que pueda mostrar la pureza de su intención, ya que lo último en la ejecución es lo primero en la intención. La pu­reza de intención está en entredicho, porque nuestra voluntad práctica se determina inexorablemente por fines, y puesto que los fines son objeto también de la inclinación se asocian siempre a la idea de placer. Por estas razones la ley moral, que de suyo es sólo objeto de respeto y que no necesita de ningún motivo para impo­nerse a nuestra conciencia, ha de ampliarse, debido a la constitu­ción misma de nuestra razón limitada, con la admisión de un fin último moral entre sus fundamentos de determinación. El impera­tivo categórico se amplía así con la máxima "haz del mayor bien posible en este mundo tu fin último". Tal máxima, que se funda en el imperativo categórico, va más. allá de él y se introduce ya en el campo de la religión, pues si ha de pensarse que la observancia de las leyes morales es la causa de la producción del bien supremo como fin, y el hombre no es capaz de obtener en esta vida ese bien supremo -que reúna la felicidad efectiva con el merecimiento de la misma-, entonces ha de postularse la existencia de un ser moral soberano del mundo, que sea capaz de reunir ambos extremos, y ese ser es Dios. La moral nos lleva como de la mano a la Reli­gión92.

Por su lado, la religión está en parte unida a la moral y en parte separada de ella. En la religión se ha de distinguir lo formal y lo material. Lo formal de la religión pertenece al mundo moral y está constituido por la consideración*del deber como mandato di­vino93, a que antes he aludido.

Lo formal de la religión coincide con la autolegislación moral y con las obligaciones respecto de sí mismo, entre las que se enume­ran la cultura de la habilidad, o desarrollo tanto de las potencias del espíritu, como de las del alma y de las del cuerpo94, es decir, de la perfección natural, y la cultura de la disciplina, o elevación moral95. El cumplimiento de estas dos obligaciones está en la raiz de la historia y del conflicto que la caracteriza, pues las capacida­des naturales no pueden desarrollarse completamente en el indivi­duo, sino en la especie, y además ese desarrollo es procurado por la naturaleza mediante el antagonismo de las referidas disposicio-

9 2 Religión innerh. d. Grenzen d. b. Vernunft, l.Vorrede, VI 4-6 y Anmcrkung. 9 3 Metaph. d. Sitien, VI 487. 9 4 Metaph. d. Sitien, VI 444-445. 9 5 Metaph. d. Sitien, VI 446-447; cfr. KU §83, V 432.

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nes naturales dentro de la sociedad. Surge así el más grande y difícil problema de la especie humana, el del establecimiento de una constitución civil perfecta, respecto del cual la naturaleza no nos impone alcanzar una solución, sino sólo tender indefinida­mente hacia ella, lo que equivale a decir que se trata de una idea que, tomada "como si" fuera posible, permite el progreso indefi­nido de la humanidad96.

Sin embargo, hay otro ámbito de la religión que no cae dentro de la ética ni de la filosofía práctica kantiana, a saber: lo material de la religión, los deberes propiamente religiosos, esto es, lo que concierne al servicio que se ha de prestar a Dios. Tales deberes no se pueden deducir como mandatos divinos a partir de la sola ra­zón, sino que sólo son conocibles empíricamente como pertene­cientes a la religión revelada. Ellos no sólo suponen la idea de Dios en sentido práctico, sino también su existencia como dada mediata o inmediatamente en la experiencia97. La religión no di­fiere, pues, de la moral por sus contenidos, ya que ambas versan, según Kant, sobre las obligaciones, sino por su forma, que en el caso de la religión revelada es la de una legislación de la razón que refuerza, mediante la idea de Dios por ella producida, el influjo de la moral sobre la voluntad humana a favor del cumplimiento de todos sus deberes98. Y esa es la razón por la que no hay más que una religión, aunque sean diversas las maneras de creer en una re­velación divina, y diversos los modos de representarse sensible­mente la voluntad de Dios. Entre todas las formas históricas de la religión única estima Kant que el cristianismo es la más conve­niente, o sea, la que mejor concuerda con la razón pura.

Pues bien, la fe bíblica es una fe histórica y, por lo mismo, em­pírica, cuya certificación racional no puede venirnos dada por el saber divino, ya que es absolutamente imposible, según Kant, que el hombre venga a tener conocimiento de Dios por medio de sus sentidos. Incluso si Dios hablara con el hombre, no podría éste sa­ber nunca que es Dios quien le habla. La única manera de certifi­car racionalmente el origen divino de la Biblia o de cualquier otro código de conducta moral empírico consiste en verificar la capaci­dad del mismo para fundar o recuperar, caso de haberse perdido, la religión del corazón humano; pero tanto lo uno como lo otro es

96 Cír.Idee z. e. allgemeinen Geschichte i. w. Absicht 5. Satz ss. 97 Metaph.d. Sitien, VI487. 98 Der Streit d. Fakultáten, VII 36.

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sólo obra de la naturaleza y resultado de la cultura progresiva del género humano. Y ese es precisamente, a juicio de Kant, el mérito de la Biblia y del cristianismo". Por eso, y sólo por eso, tomada la Biblia "como si" fuera una revelación divina, merece ser conser­vada, utilizada moralmente y puesta en la base de la religión «orno su guía100. De nuevo nos encontramos con el ais ob\ la Biblia no es una verdadera revelación, o al menos es imposible saber si lo es o no, hasta el punto de que es mera superstición creer que tener una fe histórica sea un deber y que sirva para la salvación101. Pero si se tdma "como si" lo fuera, entonces puede servir a la moralidad, mereciendo en esa misma medida ser conservada, utilizada y puesta en la base de la religiosidad. Es, en consecuencia, la razón práctica la que mide e impone sus límites a la revelación, mientras que ésta es convertida en su sierva, justo a la inversa que en S. Agustín, para quien es la revelación la que desde su superioridad permite y fomenta el autotrascendimiento de la razón. Kant no niega la compatibilidad de fe y razón, pero previo confinamiento de la fe dentro de los límites de la razón.

En estricta coherencia con lo anterior, es lógico que el único saber racional posible acerca de la religión en sentido material sea la determinación de la concordancia o armonía de la revelación como sistema histórico con la razón pura práctica, y que tal de­terminación dé lugar a una doctrina de la religión dentro de los límites de la mera razón102.

Esa concordancia, que sólo es posible en el plano práctico mo­ral, viene a ser una concordancia entre la razón y sus productos históricos, o sea, una concordancia de la razón consigo misma. Se puede decir, por tanto, que cuando se toma la Biblia "como si" fuera revelación divina, se puede establecer racionalmente una armonía de la razón con sus productos, que en definitiva es la ar­monía de la razón consigo misma. Sólo que como semejante armonía se produce a posteriori y de modo aparentemente casual, ofrece la impresión de una coincidencia gratuita, de un favor o gracia que da lugar al más elevado sentimiento estético, pero cuyo

9 9 Der Streit d. Fakultáten, VII 62-64. Nótese que en materia de religión el supremo intérprete es la razón (VII 41), y que el cristianismo no es sino la idea de aquella religión que está fundada en la razón, o sea, la religión natural (VII 44). 100 Der Streit d. Fakultáten, VII 65. 101 Ibidem. 102 Metaph. d. Sitien, VI488.

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único fundamento es la unidad de la razón que produce los efectos históricos con la razón que reflexiona sobre ellos.

Si se tiene en cuenta que el gusto es en el fondo para Kant la fa­cultad de juzgar la sensibilización de las ideas morales103, no puede evitarse la sensación bien fundada de que la religiosidad que no cae dentro del campo moral es, para él, un asunto del gusto, una cues­tión estética, habida cuenta de que, como se ha dicho, la revelación no es en su filosofía más que una sensibilización o manifestación empírica de ideas morales.

Como podemos ver, la idea de Dios sirve en Kant de medio de unión o enlace entre la generalidad máxima y la individualidad, entre fenómenos orgánicos e inorgánicos, entre sensibilidad y ra­cionalidad, entre naturaleza y moralidad, entre razón y fe. Es, pues, expresión del interés por la armonía o concordia universal, a la par que guía para perseguirla prácticamente. Pero dicho interés no produce otra verdad que una verdad subjetiva, que es la que corresponde a la consonancia del conocimiento con el sujeto y con las leyes de la apariencia sensible, justamente lo que Kant deno­mina verdad estética104. Por consiguiente, el interés por la armo­nía o concordia equivale al interés de la facultad del sentimiento y determina el horizonte estético, que es el de quien busca adecuar la ciencia al gusto del público, de manera que pueda ponerla a la al­tura de los no entendidos105. Se trata también aquí de encontrar la armonía entre lo sensible y lo racional, tarea propia de la facultad de juzgar reflexionante y que se cumple en todos los casos me­diante la heautonornia de la razón, o sea, dándose a sí misma un principio trascendental que permita armonizar, y ese principio trascendental que lo armoniza todo es la idea de Dios.

IV. CONCLUSIÓN.

Al hilo del tratamiento analógico de las ideas del mundo, del yo y de Dios, me he esforzado en reconstruir -creo que con éxito- las enseñanzas más características de la filosofía doctrinal de Kant, si se exceptúan las que habrían de responder a la cuarta de las cono-

103 KU §60, V 356. 104 Logik, Einlcit., IX 39. 105 Logik, Einleit., IX 40.

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cidas preguntas formuladas por él, a saber, la pregunta ¿qué es el hombre?, es decir, si se exceptúa la Antropología.

Sin embargo, si se tiene en cuenta que cada una de las ideas no hace más que expresar una tendencia natural de la razón, se puede entonces afirmar que cuanto ellas nos han dado a conocer no ha sido sino la propia naturaleza de la razón, primero en su preten­sión de sistematicidad cognoscitiva, luego en su afirmación de la propia dignidad en el cumplimiento del deber, y por último en la esperanzada comprobación de la armonía entre nuestra sensibili­dad y nuestra racionalidad. El conjunto de los saberes humanos no es, en definitiva, más que autoconocimiento, pero no intuición in­telectual ni autoconocimiento teórico de sí mismo, sino mero autoconocimiento práctico, o sea, toma de conciencia y prosecu­ción activa de nuestras tendencias racionales: de nuestra tendencia a regular los conocimientos fenoménicos, de nuestra tendencia a regular nuestra conducta práctica, de nuestra tendencia a armoni­zar nuestros productos práctico-sensibles con nuestra razón. Por lo que queda conjurada inde ab initio toda tentación de saber absoluto al estilo de los idealistas. De manera que toda la filosofía kantiana se resuelve últimamente en conocimiento fáctico del hombre, y venimos así a comprobar que, como ya nos había advertido el propio Kant, todos los otros saberes remiten a la Antropología, como al más necesario, difícil y descuidado de los saberes.

Esta tesis es corroborada por la ampliación de su sistema em­prendida por Kant en los últimos años de su vida y que se orien­taba en una doble dirección: hacia abajo, mediante la "ciencia del tránsito", y hacia arriba, mediante la "filosofía trascendental".

El primer empeño consistía en deducir a priori por el lado del objeto, no del sujeto, ciertas condiciones requeridas en aquél para que resulte cognoscible. Se trataba, por tanto, de una deducción a priori que afecta indirectamente a la cosa en sí, pero no porque la intuyamos, sino para que podamos recibir sus efectos en nosotros mismos. Según he dicho más arriba, tanto las categorías como los principios metafísicos de la Ciencia Natural son perfectamente sistemáticos y, en esa medida, imprescindibles para la sistematiza­ción relativa que permite el saber objetivo humano. Pero al ser ambos saberes por completo heterogéneos respecto de los conoci­mientos experienciales, presentan un grave problema para su uni­ficación con estos últimos. Dicho problema fue denominado por Kant el problema del "tránsito" (Übergang), y tiene ciertas analo­gías con el problema de la participación en el Parménides de Pla-

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ton, pues deriva al igual que éste de un planteamiento dualista. La solución que parece intentar Kant consiste en establecer un nuevo y adicional sistema a priori, el sistema de las fuerzas dinámicas de la naturaleza, o el conjunto de todas las relaciones dadas a priori de las fuerzas motrices de la materia, y que son requeridas por el sistema empírico, o sea, por la Física. Así pues, entre la Física empírica y los Principios Metafísicos de la Ciencia Natural habría de incluirse un tercer saber, la Física general, también a priori y, en cuanto que tal, perfectamente sistemático. El tránsito consistiría en llevar el agregado de las representaciones empíricas al sistema de la experiencia, deducido éste a priori a partir del principio del entendimiento como fenómeno de lo múltiple según lo formal, y a la manera de un conjunto de reglas a priori que posibilitan la ex­periencia.

Descendiendo a lo concreto, es interesante notar que el princi­pio a priori necesario para la sistematización de la experiencia es lo contrapuesto al concepto de espacio vacío, en que terminaban los Principios Metafísicos de la Ciencia Natural. Kant admite lla­mar a este principio tanto calórico como éter, y entiende por él el espacio perceptible o la materia original y sin forma, el continuum de todos los cuerpos, la substancia extensa, es decir, no un cuerpo, sino un elemento que llena por completo el espacio cósmico y abre la posibilidad de la unidad del conjunto de la experiencia posible. Esta materia no es una cosa, pero tampoco un elemento hipotético fingido para poder explicar ciertos fenómenos, sino un elemento cósmico real y dado a priori por la razón. El fundamento de esta afirmación radica en que el espacio es una forma pura, la forma sintética de una intuición, pero él mismo no es un objeto sensible, y, aunque necesario, sin algo sintetizable en general no podría producir la intuición concreta de ningún objeto real ni en general ni en particular; de manera que si no ha de quedar en pura forma vacía para la experiencia, será necesario admitir como condición de posibilidad de esta última un elemento originario que exista sólo en el pensamiento, pero que dé al espacio la posibilidad de ser objeto de los sentidos, y tal elemento es el calórico o el éter.

Así pues, en su búsqueda de la sistematización formal completa de la experiencia, Kant se vio abocado a admitir una autoafección del sujeto sobre sí mismo, de tal índole que se pueda hacer for­malmente receptivo de la multiplicidad propia de los datos sen­soriales, pues de suyo la forma pura del espacio es tan uniforme-

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mente abstracta que no puede ser materialmente determinada por la particularidad de los datos sensibles.

Por otro lado, también en los últimos años de su vida, Kant in­tentó pergeñar una filosofía trascendental, que habría de contener el sistema de las ideas del sujeto pensante, y que habría de ser la unidad sistemática más alta, el todo absoluto de los principios del filosofar. Parece que el intento kantiano consiste en utilizar las matemáticas, como saber constructivo de conceptos, al servicio de la filosofía. Lo que a mi juicio significa que dicha filosofía tras­cendental ha de construir a priori los conceptos de Dios, del mundo y del yo, pero no como objetos de una intuición, sino como puros objetos del pensamiento. Tampoco puede tratarse de una de­ducción formal a priori, algo paralelo a la deducción de las cate­gorías en la Analítica trascendental. Se trata, más bien, de cons­truir prácticamente un sistema de la razón, un sistema subjetivo, un sistema sintético a priori de formas puras, pero que funda la posibilidad de todo otro sistema. En concreto, las ideas de Dios y del mundo que, siendo supremas y únicas, se distinguen entre sí como lo cualitativo y lo cuantitativo, podrían ser unidas sintética­mente por la idea del yo, sujeto juzgante, o habitador del mundo. Decir que Dios existe o que existe el mundo son proposiciones análogas a las que afirman que hay un espacio y un tiempo, o sea, que al igual que el espacio y el tiempo, las ideas del mundo y de Dios son objetos del saber producidos totalmente por nosotros mismos. Por lo que en el fondo y definitivamente, lo formal de todo sistema estriba en la idea de la autoconstrucción, algo así como la pura inteligencia del mismo sujeto. La filosofía trascen­dental es un constructo del sujeto humano por el que se hace a la vez autor de sí mismo.

Con todas las cautelas que la peculiar situación del Opus Postu-mum obliga a tomar, parece que se puede afirmar que el último Kant ha intentado llevar al límite las líneas maestras de su plante­amiento filosófico. Así en efecto, sin renegar nunca de su postura crítica y, sin caer, por tanto, en el idealismo absoluto de sus inme­diatos seguidores, Kant ha procurado cerrar la malla sistemática sobre su pensamiento, tanto por el lado de la materia como por el de las ideas. El sistema de las ideas sería el sistema más altamente formal de todos, y la vía para acometerlo se encuentra en la idea del yo, que es la fundamental, no sólo porque une a las otras dos como dimensiones suyas, sino por estricta congruencia: porque es ella la que se identifica con la razón práctica y funda así a las otras

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dos. Por el otro cabo, lo general de la materia, lo que la unifica, sea el calórico o el éter, es también una dimensión de la razón hu­mana, una autoafección de la misma. El autoconocimiento práctico a que antes me referí equivale, en definitiva, a una autoconstruc­ción o autoproducción fáctica del hombre por el hombre.

De manera que tanto histórica como doctrinalmente el aprove­chamiento por Kant de la perplejidad desemboca en un filosofar que se curva sobre sí mismo. Obligando, por un lado, a una auto-limitación en el uso del entendimiento, y aprovechando, por otro, en sentido exclusivamente práctico cuanto excede de esa limita­ción, la perplejidad ha eliminado el trascender intencional del in­telecto, y ha dado como resultado que sólo conozcamos nuestras propias tendencias y lo que las satura (fenómenos, acciones y esperanzas), es decir, que en todos nuestros conocimientos, teóri­cos o prácticos, nunca hagamos otra cosa que conocer fácticamente al hombre. Esta imposibilidad para hacerse otro, es decir, para conocer -pues propiamente conocer es hacerse intencionalmente otro-, este volver siempre al sujeto humano ha sido denominado por algunos inmanentismo, pero a mi juicio por carecer de la ver­dadera inmanencia (que es la del acto de entender) es más bien un pan-antropologismo práctico: hacer del mundo y de Dios meras dimensiones de la razón humana equivale a hacer del hombre no ya el centro del universo, sino el universo del conocer.

Ahora que hemos acompañado a Kant hasta el final conviene que recorramos sinópticamente los hitos fundamentales de su pen­samiento.

Para Kant conocer es objetivar y no hay más conocimiento que el conocimiento objetivo. En su ansia por objetivarlo todo, tro­pieza con lo extraobjetivo, con lo que no se deja objetivar, y lo interpreta como simplemente inobjetivo, retrocediendo ante ello como ante lo absurdo. Es la perplejidad, que ha surgido por el desmedido ansia de objetivarlo todo, y que no deja reconocer lo extraobjetivo como extra-, sino sólo como in-objetivo; es decir, induce a interpretar la no objetivación de lo extraobjetivo como un defecto de nuestro conocimiento y no como indicio de otros modos de conocimiento existentes en nosotros. En realidad, la ausencia de intuición intelectual no es ningún defecto, pues lo propio del en­tendimiento no es objetivar, sino poseer y usar habitualmente los primeros principios. Pero los primeros principios no son objetivables en absoluto, y el no objetivarlos no implica, por tanto, que los desconozcamos, sino que, al no ser ellos objetos, si los

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conocemos lo hemos de hacer de una manera superior. Sólo quien no admita como conocimiento más que el conocimiento objetivo, es decir, el racionalista, hará aquella falsa inferencia, pero junto con ella aparecerá inexorablemente la perplejidad, o sea, la imposibilidad de tratar como objeto a lo extraobjetivo.

Kant no cedió ante tamaño obstáculo, sino que lo tomó como punto de referencia central de todo su filosofar, por un lado, para poder circunscribirlo y evitarlo, y por otro para aprovecharlo en la construcción de una filosofía objetiva al margen de toda duda y perplejidad. El resultado de ambos esfuerzos conjuntos acaba de ser reseñado: una filosofía que se reduce a Antropología como co­nocimiento fáctico del hombre.

El ejemplo de Kant debería servirnos de lección para evitar empeñarnos en un objetivismo a ultranza, y como acicate para re­conocer y desarrollar modos de conocimiento superiores capaces de abrirnos a lo trascendente y, por consecuencia indirecta de esto último, a un conocimiento teórico del hombre.

Prof. Dr. D. Ignacio FALGÜERAS SALINAS Departamento de Filosofía Universidad de Málaga Avda. Estación s.n. 29017 Málaga España

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