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Aldea de Xein A la Ciudadela Minas Minas Cantera La Jaula Puente de los chillones Paso donados Manuel Mérida Comunicación Sellos Infantil, Juvenil & Cómic Penguin Random House Grupo Editorial Luchana, 23 1ª planta, Madrid 28010 (+34) +34 682 03 31 83 [email protected] megustaleer.com LAURA GALLEGO ocupa un lugar de honor entre los autores de literatura infantil y juvenil de nuestro país. Doctora en Filología Hispánica por la Universidad de Va- lencia, empezó a escribir a la temprana edad de once años. Finis Mundi, la primera novela que publicó, obtuvo el premio El Barco de Vapor, galardón que volvería a ganar tres años más tarde con La leyenda del Rey Errante. Además de algunos cuen- tos infantiles, Laura Gallego ha firmado novelas entre las que destacan Crónicas de la Torre, Dos velas para el diablo, Donde los árboles cantan, distinguida con el Premio Nacional de Literatura Infantil y Juvenil, El Libro de los Portales y su aclamada trilogía Memorias de Idhún. En 2011, Laura Gallego recibió el Premio Cervantes Chico por el conjunto de su obra. Las novelas de Laura Gallego han vendido solo en España tres millones de ejemplares y han sido traducidas a dieciséis idiomas. Guardianes de la Ciudadela Síguenos en: @megustaleerkids www.megustaleerkids.com Título: El bestiario de Axlin Autora: Laura Gallego PVP: 16,95 € / Páginas: 480 Fecha de publicación: abril de 2018 Título: El bestiario de Axlin Autora: Laura Gallego PVP: 16,95 € / Páginas: 432 Fecha de publicación: noviembre de 2018 Título: La misión de Rox Autora: Laura Gallego PVP: 18,95 € / Páginas: 432 Fecha de publicación: marzo de 2019

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LAURA GALLEGO ocupa un lugar de honor entre los autores de literatura infantil y juvenil de nuestro país. Doctora en Filología Hispánica por la Universidad de Va-lencia, empezó a escribir a la temprana edad de once años. Finis Mundi, la primera novela que publicó, obtuvo el premio El Barco de Vapor, galardón que volvería a ganar tres años más tarde con La leyenda del Rey Errante. Además de algunos cuen-tos infantiles, Laura Gallego ha firmado novelas entre las que destacan Crónicas de la Torre, Dos velas para el diablo, Donde los árboles cantan, distinguida con el Premio Nacional de Literatura Infantil y Juvenil, El Libro de los Portales y su aclamada trilogía Memorias de Idhún. En 2011, Laura Gallego recibió el Premio Cervantes Chico por el conjunto de su obra. Las novelas de Laura Gallego han vendido solo en España tres millones de ejemplares y han sido traducidas a dieciséis idiomas.

Guardianes de la Ciudadela

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Título: El bestiario de AxlinAutora: Laura Gallego

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SOBRE LA AUTORA:

«Considerada una de las grandes protagonistas de la literatura juvenil en España.»

EFE

«Laura Gallego ha sido capaz de lograr grandes proezas. Para empezar, invertir dos prejuicios en la literatura: primero, romper con el rechazo que sobre el género fantástico pesa en los autores nacionales, y segundo, elevar la fantasía española a la categoría de best seller.»

20 minutos

«Atesora un ejército de lectores fieles»Las Provincias

«Un fenómeno de la literatura juvenil»ABC

«Un fenómeno editorial que alcanzó la enmudecedora cifra de 750.000 ejemplares vendidos con la trilogía de Memorias de Idhún y que ha trascendido ampliamente el ámbito local»

El País

SOBRE LA TRILOGÍA:

«La trilogía Guardianes de la Ciudadela son fruto de cinco años de trabajo meticuloso, en los cuales Gallego ha decidido apartarse de los medios y los eventos, y centrarse en escribir.»

Eldiario.es

«Trama perfecta, ritmo rápido, personajes construídos a la perfección y que evolucionan tras cada página. . . Laura Gallego sabe cómo hacerlo, y muy bien.»

PaperBlog

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En un mundo en el que los humanos de-ben luchar contra monstruos para so-brevivir, una chica embarca en un viaje para descifrar los se-cretos de la especie que aterroriza a su pueblo.

Axlin no es una chi-ca normal. Desde que un monstruo la atacó

de muy pequeña, no ha podido volver a caminar con normalidad. Obligada a permanecer en la precaria seguridad de su pueblo, Axlin se con-vierte en aprendiz del escriba del pueblo. Sin embargo, sus tareas son más bien aburridas, así que en su tiempo libre, Axlin empieza a escribir sobre lo que realmente le interesa: los monstruos.

Basándose en su propia experiencia y la de la gente del pueblo, Axlin empieza a redactar un bestiario con el fin de catalogar todos los mons-truos conocidos. Muy pronto su humilde pueblo se le queda pequeño y cuando se le presenta la oportunidad de acompañar a un comercian-te hasta una nueva ciudad, Axlin no duda en empezar un viaje que le abrirá las puertas a un mundo completamente desconocido.

EMPIEZA A LEER:

«Las pesadillas de Axlin eran seis: los galopantes, las pelusas, los dedoslargos, los nudosos, los cres-tados y los robahuesos. Había sido así desde que tenía memoria, y por esa razón nunca se había planteado la posibilidad de que pudiera existir otro tipo de horrores más allá de la empalizada del enclave en el que vivía.

Su visión del mundo, no obstante, cambió la tar-de en que conoció a Ixa y Rauxan.

Por aquel entonces, Axlin tenía ya nueve años y muchas responsabilidades en la comunidad. Cuando los centinelas anunciaron la llegada de los visitantes, sin embargo, dejó en el suelo el cesto medio lleno con las vainas de guisante que

El bestiario de Axlinestaba recolectando y corrió hacia la puerta con los demás niños. Como de costumbre, y debido a la cojera que arrastraba, llegó la última, pero a nadie le importó.

Los adultos mantuvieron a los niños a una pru-dente distancia de la entrada, a pesar de que los centinelas nunca abrían el portón interior sin haber cerrado antes el exterior. Ellos aguardaron allí, obedientes y expectantes. Muy pocas veces recibían visitas; por lo general solía tratarse de buhoneros que arriesgaban sus vidas para viajar por los enclaves ofreciendo objetos, alimentos y materiales que no eran fáciles de encontrar en otros lugares. Por esa razón, todos se sorpren-dieron al ver entrar a una muchacha de unos doce años, seguida de un chico algo menor que ella. Los acompañaba un hombre adulto, pero los niños del enclave ya no se fijaron en él. To-dos, incluida Axlin, lanzaron una exclamación de asombro y temor al ver a la chica. Nixi estalló en lágrimas.

Ella se detuvo y los contempló, desorientada.

—Se la llevarán los dedoslargos, se la llevarán los dedoslargos. . . —lloriqueaba Nixi; y el pequeño Pax, que no entendía qué estaba sucediendo, se echó a llorar también.

Axlin los abrazó a ambos para consolarlos, pero no podía apartar la mirada de la recién llegada. Jamás había visto una cabellera tan larga y tan rubia como la suya. Inquieta, se pasó los dedos por su propia cabeza, apenas cubierta por una corta pelusilla de color negro.

—¡Ixa! —dijo el otro chico, acercándose a la mu-chacha rubia—. ¿Qué pasa? ¿Por qué nos miran así estos niños pelones?

También él lucía unos desconcertantes rizos peli-rrojos, y Axlin se preguntó cómo era posible que siguieran con vida todavía.

Tux se abrió paso y se plantó ante los recién llegados, con los brazos cruzados ante el pecho. Tenía casi trece años y no tardaría en abando-nar la cabaña de los niños para ir a vivir con los adultos.

—No podéis llevar el pelo largo —informó con fir-meza—. Si queréis pasar la noche aquí, tendréis que cortároslo como nosotros.

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Ixa lanzó una exclamación, consternada, y se re-cogió el cabello con ambas manos, como si pre-tendiese protegerlo de las insidiosas intenciones de aquellos «niños pelones».

—¿Quién te crees que eres para darnos órdenes? —protestó el pelirrojo.

Tux no respondió ni movió un solo dedo.

—No nos cortamos el pelo por capricho —intervi-no Xeira con suavidad, sin comprender por qué tenía que explicar algo tan obvio—. Es la única forma de evitar que se nos lleven los dedoslargos. ¿O es que vosotros conocéis alguna otra?

—¿Dedoslargos? —repitieron a dúo los forasteros, desconcertados.

—Ixa, Rauxan —los llamó entonces el hombre que los acompañaba.

Había estado hablando con Vexus, el líder del enclave, mientras los niños conversaban. Axlin se fijó en que tampoco él cumplía las normas refe-rentes al cabello. No lo llevaba demasiado largo, pero necesitaba afeitarse la barba con urgencia.

Se reunió con ellos y dirigió una mirada pesaro-sa a los «niños pelones».

—Tenéis que rasuraros la cabeza vosotros tam-bién —informó a los suyos—. Es una norma del enclave.

A Ixa se le llenaron los ojos de lágrimas y Rau-xan puso mala cara, pero ninguno de los dos pro-testó. Al fin y al cabo, todo el mundo cumplía las normas de los enclaves. Eso era algo que estaba fuera de toda discusión.

Los otros niños los siguieron con curiosidad y se quedaron a observar mientras les cortaban el pelo. Cuando los bucles rubios de Ixa comenzaron a caer en cascada a su alrededor, la muchacha ya no lloraba; se mantenía en silencio, pálida y asustada.

Cenaron todos, como tenían por costumbre, an-tes de la puesta de sol. Mientras preparaban las mesas, Axlin regresó a donde había tenido lugar el corte de pelo para apropiarse de uno de los mechones de Ixa, que alguien había barrido y acumulado en un rincón, junto con los rizos roji-zos de Rauxan y los restos de la barba del foras-tero adulto, que ya sabía que se llamaba Umax. No tenía muy claro por qué lo hacía. Estaba con-vencida de que ella jamás se dejaría crecer tanto el pelo, y tampoco lo deseaba.

Había una idea, sin embargo, que no cesaba de dar vueltas en su mente, aunque no fuera capaz de darle forma.

Aquella niña, con el cabello tan largo. . ., aquellas personas. . . seguían vivas.

Eso significaba algo, aunque Axlin no podía al-canzar a deducir de qué se trataba. Guardó el mechón rubio entre sus tesoros más preciados antes de correr, renqueante, a reunirse con los demás.

Los niños forasteros no se sentaron junto a ellos en la cena. Se mantuvieron junto a Umax, serios y en silencio, sin acabar de acostumbrarse a su nuevo aspecto.

Los niños del enclave, en cambio, no hablaban de otra cosa.

—¿Cómo es posible que llevaran el pelo tan lar-go? —planteó Xeira, todavía desconcertada—. ¿Quiénes son? ¿Y de dónde vienen?

—He oído que su enclave fue destruido hace unas semanas —informó Tux en voz baja, para que no lo oyeran Pax y Nixi, los más pequeños—. Solo ellos tres han sobrevivido.

Axlin y Xeira lanzaron exclamaciones de horror y conmiseración.

—¿Fueron los dedoslargos?

—No lo creo. —Tux reflexionó—. Es posible que no haya dedoslargos en el lugar de donde vienen.

—¿Existe un lugar donde no hay dedoslargos? —preguntó Axlin, fascinada; se pasó de nuevo la mano por la cabeza, preguntándose si podría de-jarse crecer el pelo allí.

—No lo sé. Es posible.

—Pero, aunque no tuvieran dedoslargos —mur-muró Xeira—, había otros monstruos a los que no pudieron vencer.

Los niños contemplaron de nuevo a Ixa y Rau-xan. Ahora ya no se mostraban tan arrogantes, y la noticia de su tragedia los había conmovido.

—¿Pueden hacer eso los monstruos? —preguntó Axlin con timidez—. ¿Pueden destruir un enclave entero?

Los niños cruzaron miradas tensas, repletas de inquietud.

—Ha pasado algunas veces —respondió Xeira—,

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pero a nosotros no nos sucederá. Sabemos cómo defendernos de todos los monstruos.

No obstante, apenas un rato más tarde descubrió que aquello no era verdad.

Ixa y Rauxan fueron alojados en la cabaña de los niños. No pusieron ningún reparo, dado que su antiguo enclave se había organizado de la misma forma: la casa más segura de la aldea, la más sólida y mejor defendida, se alzaba justo en el centro, lejos de las empalizadas, y era allí donde vivían los niños menores de trece años y las ma-dres con sus bebés. Cuando estos alcanzaban el año de edad, sin embargo, las madres regresaban a las casas de los adultos, que formaban un cin-turón protector en torno a la cabaña central, y sus hijos quedaban al cuidado de los muchachos mayores. Así, los niños crecían sin saber a ciencia cierta quiénes eran sus padres, y los padres se desvinculaban enseguida de los hijos que habían engendrado. Todos eran hermanos entre ellos. Todos los adultos ejercían como padres, y todos los niños eran hijos del enclave.

En la época en que llegaron Ixa y Rauxan vivían en la cabaña cinco niños. También se alojaban con ellos Kalax y su bebé de tres meses. No eran muchos, y precisamente por eso el enclave los protegía con uñas y dientes. Era sumamente difí-cil sobrevivir a la infancia, llegar a la edad adul-ta y aportar una nueva generación a la comu-nidad. Se trataba de algo que los niños mayores sabían muy bien, aunque nunca hablaran de ello.

Hicieron sitio a los recién llegados y prepararon catres para ellos. Ixa examinaba la estancia con aprensión. Cuando alzó la vista al techo, lanzó una exclamación de horror.

—¡Rauxan, no podemos dormir aquí!

Su amigo siguió la dirección de su mirada y com-partió su alarma. Los otros niños tardaron un poco en convencerlos de que no se marcharan, y en comprender que echaban de menos algo llamado «red contra babosos».

—¿Qué es la red contra babosos? —quiso saber Nixi.

—¿Qué son los babosos? —preguntó Axlin a su vez.

Los nuevos las contemplaron sin dar crédito a lo que oían.

—¿No sabéis lo que son los babosos?

No tuvieron ocasión de contestar, porque Kalax entró en aquel momento y los mandó a todos a la cama. Los niños obedecieron y ejecutaron los rituales de costumbre, en orden y en silencio. Hubo algunos murmullos cuando los forasteros extrajeron de sus equipajes unos calcetines grue-sos y burdos que despedían un olor penetran-te. Se los pusieron casi de forma automática, sin prestar atención a las miradas perplejas que cru-zaron los demás.

Solo cuando juzgó que sus pies estaban conve-nientemente protegidos, Ixa alzó la cabeza y con-templó a sus anfitriones con gesto incrédulo.

—Es por los chupones —les explicó, como si fuera obvio.

—Shu-pooo-neees —repitió Pax con su lengua de trapo.

Tux negó con la cabeza.

—No sé de qué estás hablando.

Ixa comenzaba a enfadarse.

—No te creo. He visto que esa niña cojeaba —aña-dió, señalando a Axlin—. Te atacaron los chupo-nes, ¿verdad? No tienes por qué avergonzarte si te faltan algunos dedos; en nuestro enclave había supervivientes que estaban mucho peor que tú.

Sus palabras pretendían ser amables, pero Axlin reaccionó con desconfianza.

—No me falta ningún dedo, muchas gracias —re-plicó, retrocediendo un poco sobre su catre.

Ixa lo tomó como un desafío a sus palabras.

—No te creo —repitió—. Vamos, enséñame ese pie —demandó, y se lanzó sobre ella.

Tras un breve forcejeo, logró sacar el pie descal-zo de Axlin de debajo del embozo. La niña lanzó una risita mientras Ixa lo alzaba en alto para verlo bien.

—Para, para, me haces cosquillas.

Pax rio también, encantado, creyendo que era un juego. Pero fue el único.

—¿Lo ves? —intervino Xeira, un tanto molesta—. Axlin tiene todos los dedos. Si cojea, no es por culpa de esos chupones de los que hablas.

—La atacó un nudoso cuando tenía cuatro años —explicó Tux.»

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EN UN MUNDO LLENO DE MONS-TRUOS, SOLO UN LIBRO PUEDE SAL-VARNOS.

Los caminos de Axlin y Xein vuelven a cru-zarse, pero ellos pa-recen estar más dis-tanciados que nunca. Ella trabaja en la bi-blioteca y sigue reco-pilando información

para completar su bestiario mientras investiga una presencia inusual de monstruos dentro de los muros de la Ciudadela. Además, al intentar ayudar a su amigo Dex con un problema perso-nal se ve envuelta en un conflicto que implica a varias familias aristocráticas de la ciudad vieja.

Xein, por su parte, se ha convertido en uno más de los Guardianes que protegen a los habitantes de la Ciudadela de los monstruos que los ace-chan. Su lealtad a la Guardia lo obliga a man-tener sus nuevos conocimientos ocultos para el resto de la gente y especialmente para Axlin, lo cual levanta otro muro entre los dos.

Todo ello causará enfrentamientos entre ambos cada vez que vuelvan a encontrarse, pero tam-bién hará saltar chispas que arderán con más fuerza a causa de su pasado en común.

EMPIEZA A LEER:

«Algo salido del fondo del pozo se deslizaba por las sombras en la sofocante noche estival de la Ciudadela. Avanzaba pegado a los muros, donde crecía la hierba más alta, buscando humedad. Se detuvo un momento bajo una ventana, se alzó sobre sus patas traseras y husmeó en el aire, di-latando sus orificios nasales.

La ventana estaba enrejada, pero el hueco entre los barrotes era lo bastante ancho como para que el ser del pozo pudiese utilizarlo para entrar en la habitación.

Allí dormían dos niñas en catres contiguos, des-

El secreto de Xeintapadas debido al asfixiante calor; la pequeña se removió inquieta, pero la mayor permaneció sumida en un profundo sueño.

Tal vez fue esto lo que hizo que la criatura se decidiese por ella. Caminó sin hacer ruido por la habitación y trepó a su cama, olisqueando su rastro en la penumbra.

La muchacha abrió los ojos de pronto, sobresal-tada. Vio ante sí un rostro pálido e hinchado, de enormes ojos saltones sin párpados, enmarcado por algo que parecía un amasijo de plantas acuá-ticas húmedas y pegajosas.

Quiso chillar, pero una mano fría y viscosa le cubrió la boca. La criatura abrió la suya, ancha y sin labios como la de un sapo, y se relamió con una lengua gruesa y azulada. La niña se de-batió, tratando de quitársela de encima, pero el monstruo tiró de ella, se la cargó al hombro sin dificultad y salió corriendo.

Todo fue tan rápido que la muchacha no fue ca-paz de asimilarlo. Sintió que salían al exterior, no llegó a saber cómo ni por dónde, y un instante después caía al agua con un grito de sorpresa.

Fue entonces cuando comenzó la verdadera pe-sadilla.

La niña más pequeña se despertó momentos des-pués, con el corazón golpeándole con fuerza en el pecho. Se dio cuenta enseguida de que su her-mana no estaba. Y gritó.

Apenas unos minutos más tarde, toda la familia estaba en pie. Buscaron a la muchacha por toda la casa, pero no la encontraron. La madre se ha-bía sentado en un taburete, presa de la angustia, y no podía dejar de sollozar, estrechando a su hija menor entre sus brazos. El padre se puso la chaqueta, pálido.

—Voy a buscar a los Guardianes —anunció con voz ronca.

—Por favor, date prisa —gimoteó su esposa.

Tras ellos, la abuela de la niña sacudía la cabeza con pesar. Llamó al hijo mayor del matrimonio, un desgarbado adolescente que se mantenía en un rincón aturdido, y le ordenó en voz baja:

—Trae a la chica de la biblioteca.

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Él la miró sin comprender.

—¿La chica. . .?

—De la biblioteca, sí. Morena, cabello corto, cojea al andar. La habrás visto por el mercado. Vive en el sector oeste del segundo ensanche, ve a buscarla y pídele que venga.

—Pero, abuela. . ., no tengo permiso para cruzar la muralla. . .

—Pues le pides a tu amigo que te acompañe. . . Ese chico pelirrojo, ¿no tiene familiares en el segun-do ensanche? Inventaos algo, pero id a buscarla y traedla a casa.

El muchacho salió de la casa detrás de su padre, que ya corría calle arriba en dirección al cuartel más cercano de la Guardia de la Ciudadela.

Un rato más tarde regresó acompañado de una pareja de Guardianes; entraron en la casa con autoridad pero sin aspavientos, imponiendo res-peto con su mera presencia e infundiendo a la vez una llama de esperanza en los corazones de la familia. Eran jóvenes, como casi todos los que servían en el cuerpo. Un chico y una chica, am-bos altos, fuertes y enérgicos; y, no obstante, ca-minaban en silencio, casi con elegancia, con la potencia contenida de los grandes felinos. Ambos vestían el mismo uniforme gris y llevaban el pelo muy corto, a la manera de los Guardianes; pero lo que realmente los distinguía como tales era el insólito color de sus ojos, plateados los de ella, dorados los de él.

El padre los guio hasta la habitación donde había desaparecido su hija. Los Guardianes entraron con las armas a punto; el joven echó un breve vistazo y salió enseguida, la chica examinó los rincones con algo más de atención, pero no tardó en seguirlo. Se detuvieron ante el matrimonio y el Guardián sacudió la cabeza.

—No detectamos monstruos aquí —dijo—. ¿Estáis seguros de que no ha sido obra de un criminal común?

El padre pestañeó, desconcertado.

—No. . . no lo había pensado.

—Es la explicación más probable —prosiguió el Guardián—. Después de todo, vivimos en la Ciu-dadela.

No necesitaba añadir que, en lo referente a los monstruos, aquel era el lugar más seguro del

mundo.

—Examinaremos el resto de la casa de todas for-mas —añadió su compañera, sin embargo.

Los padres, abrumados, asintieron con un nudo en la garganta.

El edificio era de nueva construcción. La familia se había mudado allí recientemente, de hecho, después de haber pasado casi tres años apunta-dos en la lista de espera para poder instalarse en las zonas del anillo exterior que se iban urbani-zando de forma paulatina. Los Guardianes reco-rrieron todas las estancias; la joven era algo más meticulosa, pero su compañero entraba y salía sin apenas detenerse, como si estuviese siguiendo un rastro y fuera consciente de estar buscando en el lugar equivocado. Por fin, ambos anuncia-ron que iban a salir a la calle a inspeccionar los alrededores.

—Especialmente detrás de la casa —añadió él—. Es la zona más cercana a la muralla; si ha sido un monstruo, probablemente habrá llegado des-de allí.

La mujer redobló su llanto. El hombre se estre-meció y logró preguntar:

—¿Ha sido un. . . un monstruo?

El Guardián se encogió levemente de hombros.

—Es posible, pero aún no podemos saberlo con certeza. No hay que descartar ninguna posibili-dad.

—Volveremos para informar —prometió su com-pañera.

Los dos salieron de nuevo a la calle y se perdie-ron en la oscuridad.

—No lo soporto más —declaró el padre—. Voy a salir yo también.

—¡Espera! —lo detuvo su mujer—. ¿Y si el mons-truo sigue por ahí fuera?

—Ya has oído al Guardián. No podemos estar se-guros de que se trate de un monstruo.

Pero recorrió la estancia con la mirada, inquieto. Y fue entonces cuando se percató de la ausencia de su hijo mayor.

—¿Dónde está. . .? —empezó, pero no llegó a con-cluir la frase, porque justo en ese instante entró alguien en la casa.

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Corrieron al recibidor pensando que eran los Guardianes, que regresaban. Pero se trataba del muchacho. Venía acompañado por una joven de cabello corto y negro que avanzaba renqueante y llevaba un pesado zurrón colgado al hombro.

El padre se detuvo, perplejo.

—¿Quién eres tú?

—Me llamo Axlin —respondió ella—. Trabajo en la biblioteca.

—La he mandado llamar —intervino la abuela—. Sabe mucho de monstruos.

—Para eso están los Guardianes —objetó el padre cruzándose de brazos—. Y tú no lo eres.

—Los Guardianes saben cómo luchar contra los monstruos, cuando se enfrentan a uno —dijo ella con suavidad—. Yo sé lo que hay que hacer antes de que lleguen. Y después.

El hombre se mostró indeciso un instante. Miró por encima del hombro de la muchacha, pero los Guardianes no regresaban, y se rindió, comido por la angustia.

—Está bien, pasa. Si logras encontrar a mi hija. . . —Se le quebró la voz antes de concluir la frase.

La anciana guio a Axlin hasta la habitación de sus nietas. Allí, la chica examinó la estancia a la luz de un candil. Se inclinó a los pies del jergón de la niña desaparecida y acercó la lámpara al suelo para estudiarlo con atención.

—¿Y bien? —preguntó el padre sin poder conte-nerse.

—Un piesmojados ha estado aquí —anunció ella.

Les indicó las marcas del suelo. Hacía ya un buen rato que se habían llevado a la niña y, sin embar-go, allí seguían las huellas, charcos de agua con una forma demasiado regular y definida como para haberse creado por azar.

—Piesmojados —repitió el hombre con perpleji-dad. Tras él, su esposa volvió a estallar en llan-to—. Pero. . . las ventanas están enrejadas. ¿Cómo ha podido entrar?

—Los monstruos allanadores siempre encuentran la manera. Son los que se cuelan en los encla-ves, capturan a alguien y se lo llevan a su cubil para. . . sin que nadie se dé cuenta —se corrigió a tiempo—. Los piesmojados suelen salir fuera del agua en noches de lluvia o especialmente húme-

das como esta. —Frunció el ceño, pensativa—. Es-tamos lejos del canal, ¿no es cierto? ¿Hay algún pozo cerca de aquí?

—Sí, uno, y es nuevo —respondió la abuela.

—Estamos en un área recién urbanizada —mur-muró la madre, como si aquel hecho fuera ga-rantía de que ningún tipo de monstruo pudiera rondar por allí.

Axlin fue a decir algo, pero lo pensó mejor.

—Hay que mirar dentro del pozo —resolvió.

—No vas a ir a ninguna parte, ciudadana —dijo de pronto una voz tras ella; una voz que Axlin conocía muy bien, y que la hizo estremecer—. Es demasiado peligroso.

Inspiró hondo para recobrar la compostura antes de darse la vuelta. Y allí estaba Xein, en la puer-ta, mirándola con expresión ceñuda. Llevaba el uniforme de verano de los Guardianes, con una camisa gris sin mangas que dejaba sus brazos al descubierto. Axlin no pudo evitar fijarse en las cuatro cicatrices paralelas, ya blanquecinas por el paso del tiempo, que se había llevado como recuerdo de su enfrentamiento con un velludo al que había capturado solo para impresionarla.

En otro lugar. En otra época. Antes del Bastión.

Se habían visto de lejos en varias ocasiones desde aquella mañana en que Xein había fingido que no la conocía. Por las calles de la Ciudadela, en el mercado, al atravesar alguna puerta que él custodiaba. Los Guardianes siempre estaban allí, vigilantes, protegiendo a los ciudadanos, correc-tos y distantes al mismo tiempo.

Hasta aquel momento, sin embargo, Xein no había tenido necesidad de dirigirse a ella, ni lo había intentado tampoco. Para él, Axlin era una ciudadana más. Y así la miraba, con total indi-ferencia, aunque la joven tenía la sensación de que había un ligero tono irritado en sus palabras, como si estuviese enfadado con ella por alguna razón que todavía se le escapaba.

—¿Habéis buscado en el pozo? —insistió—. A la muchacha se la ha llevado un piesmojados.

—Esto no es asunto tuyo, ciudadana. De los mons-truos nos ocupamos los Guardianes.

Ella clavó su mirada en los ojos dorados de él, firme y serena.»

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LA VERDAD ES UNA JOYA DE MÚL-TIPLES FACETAS.

Rox ha partido a la región del oeste en busca de una aldea perdida habitada por Guardianes. Mientras una riada de super-vivientes acude a la Ciudadela en busca de un refugio seguro, tras sus muros flore-

ce un nuevo movimiento filosófico, la Senda del Manantial, cuyo líder predica el fin del mundo conocido. . . para bien o para mal.

Xein, por su parte, ha sido enviado a la Últi-ma Frontera, de donde pocos regresan con vida. Pero Axlin se ha propuesto rescatarlo.

En esta última entrega de la trilogía Guardianes de la Ciudadela, los destinos de los protagonis-tas vuelven a entrelazarse, condicionados por revelaciones que ponen en peligro su relación, pero que podrían suponer la clave para salvar su mundo.

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«Al otro lado del abismo solo había niebla y si-lencio. El puente se balanceaba un poco, mecido por una leve brisa que removía la bruma sin acabar de despejarla del todo. No parecía parti-cularmente sólido, pero Rox sabía que era capaz de soportar el peso de un carro cargado.

En los últimos tiempos había aguantado hasta el límite de su resistencia, desbordado por la marea de gente que huía de la última ofensiva de los monstruos.

Ahora, sin embargo, el Puente de los Chillones permanecía desierto, como si al otro lado ya no quedara nada que valiera la pena salvar ni nadie vivo para cruzarlo.

—Buena guardia —saludó de pronto una voz tras ella, sobresaltándola—. ¿Vienes a relevarme? To-davía no ha llegado la hora.

La misión de RoxRox se volvió hacia el Guardián, que la observa-ba con curiosidad. Había aparecido de la nada, y la joven alzó la cabeza hacia el puesto de vigi-lancia que se elevaba por encima de las puertas que conducían al puente. Sin duda su compañero había saltado desde allí para aterrizar a su lado con el silencio característico de los de su clase.

—¿Eres el único Guardián que vigila el paso? —preguntó ella a su vez, algo perpleja.

El otro la miró con mayor atención.

—Recién llegada, ¿no es así? ¿No te lo han expli-cado en el enclave? Hace ya días que no cruza nadie ni se avista ningún monstruo al otro lado. Probablemente a estas alturas hayan entrado to-dos en letargo.

Rox frunció el ceño, pensativa, con la mirada clavada en el puente. Era cierto que muchas es-pecies hibernaban si no había humanos cerca; pero otras, en cambio, se desplazaban hasta el lugar habitado más próximo en busca de nuevas presas.

Cuando la joven iba a plantear sus dudas al res-pecto, el Guardián del puente volvió a preguntar:

—¿Han cambiado los turnos? ¿Quién te ha envia-do exactamente?

Rox negó con la cabeza.

—No he venido a relevarte. Voy a cruzar el puen-te. Tengo que llegar al otro lado.

El Guardián la miró con escepticismo, convenci-do de que no hablaba en serio. Al leer la deter-minación en su rostro, sacudió la cabeza descon-certado.

—Al otro lado no hay nada. No queda nadie. ¿Y pretendes cruzar sola? ¿Para qué?

—No va a ir sola —intervino entonces un tercer Guardián, que se acercaba a ellos desde el ca-mino, llevando a su caballo de la brida—. Yo la acompañaré.

Rox se dio la vuelta, perpleja, y su asombro cre-ció todavía más al reconocer al recién llegado, un Guardián algo mayor que ella y también un poco más alto que la mayoría, de cabello negro y gesto sereno y seguro de sí mismo.

—¡Aldrix! —murmuró—. ¿Qué haces aquí?

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Lo había visto por última vez en la Ciudadela, varias semanas atrás, justo antes de partir de viaje. ¿La había seguido hasta allí? Reprimió el impulso de dar un paso atrás, incómoda. Si lo enviaban sus superiores, su viaje terminaría nada más empezar.

Él le dedicó una media sonrisa y se dirigió al Guardián que custodiaba el puente.

—Nos envían desde el cuartel general de la Ciu-dadela —dijo con tono formal—. Se trata de una misión de rescate: tenemos indicios de que aún podría haber personas atrapadas al otro lado.

El Guardián lo miró con incredulidad, mientras Rox se esforzaba por mantener su rostro inexpre-sivo. Ella se había desplazado hasta el Puente de los Chillones por iniciativa propia y, desde luego, no había recibido ninguna instrucción al respec-to por parte de sus superiores.

—Al otro lado ya solo quedan monstruos —re-puso el Guardián del puente—. Y, en todo caso, ninguna misión de rescate formada por una sola pareja de Guardianes llegaría demasiado lejos.

Aldrix se encogió de hombros.

—Yo no soy quién para cuestionar las órdenes de los oficiales —se limitó a responder.

El Guardián se rascó la cabeza, pensativo.

—¿Habéis hablado con el capitán en el enclave?

—¿Estaríamos aquí si no lo hubiésemos hecho?

El Guardián del puente no supo qué contestar. Aldrix le tendió una hoja de papel.

—Aquí tienes. Orden oficial, sellada y firmada por la comandante Xalana.

Rox observó cómo el Guardián del puente tra-gaba saliva de forma ostensible. Lo vio leer la notificación con incredulidad.

—Pero esto. . . no tiene sentido.

—Puedes decírselo a la comandante, si es lo que piensas —replicó Aldrix sin sonreír—. Nosotros nos limitamos a cumplir órdenes.

Tiró de la rienda de su caballo y se encaminó hacia la entrada del puente. Se detuvo allí y se volvió para mirar fijamente al Guardián.

—¿Abrirás el portón o no? —preguntó.

Él tragó saliva de nuevo, muy pálido.

—Pero os envían a una muerte segura. Si habla-mos con el capitán en el enclave, quizá acceda a organizar una patrulla más numerosa para que os acompañe. . .

—Ya he hablado con él. Es una misión rápida: cruzar el puente, acudir a la aldea en cuestión y volver tan deprisa como podamos para informar. Una patrulla más numerosa nos retrasaría.

Rox miró a su compañero, alzando una ceja con desconcierto. Aquella «misión rápida», tal como Aldrix la había descrito, seguía siendo una em-presa suicida. Ella misma había planeado llevarla a cabo en solitario porque tenía motivos perso-nales para hacerlo y estaba dispuesta a correr el riesgo. Y si no había comunicado sus intenciones a sus superiores, se debía a que estaba bastante segura de que de ningún modo habrían aproba-do aquella incursión.

No se le ocurría ninguna razón para que hu-biesen autorizado a Aldrix a acompañarla. Si él la había delatado, lo cual parecía bastante pro-bable, ahora que lo pensaba, sin duda deberían haberlo enviado a detenerla, no a secundarla en aquel viaje descabellado.

Seguía sin comprender qué estaba pasando en realidad, pero permaneció en silencio, en un se-gundo plano, observando a sus compañeros.

—Si no vas a ayudarnos a abrir la puerta —es-taba diciendo Aldrix—, al menos no nos impidas el paso.

El Guardián del puente se quedó mirándolos un momento, indeciso. Después se apartó con cierta reluctancia, aún sosteniendo el documento entre los dedos.

—¿Al menos vais. . . preparados?

Rox echó un vistazo curioso a las alforjas del ca-ballo de Aldrix. Venían bien cargadas, y aquello le confirmó que hablaba en serio. Un escalofrío recorrió su espina dorsal. ¿Sería posible que hu-biese subestimado a los generales de la Guardia? ¿Y si, a pesar de la situación crítica que se vivía en todo el mundo civilizado, ellos estaban real-mente dispuestos a investigar lo que sucedía en una aldea remota que probablemente ya había sido borrada del mapa?

—Vamos preparados —confirmó él—. ¿Nos ayu-darás con la puerta o nos encargamos nosotros solos?

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El Guardián asintió, un tanto avergonzado, y se apresuró a abrir una de las hojas del portón, mientras Rox y Aldrix tiraban de la otra.

Cuando el acceso al puente estuvo despejado por fin, ella se detuvo un momento antes de conti-nuar.

Aquel era el límite de la tierra civilizada. No ha-cía mucho, aquella frontera se situaba bastante más lejos; pero en los últimos tiempos los mons-truos habían arrasado toda la región occidental, y los Guardianes solo habían logrado detenerlos en aquel punto, aprovechando el pavoroso acan-tilado que se abría a sus pies.

Tiempo atrás cualquiera habría podido viajar por la región que se extendía al otro lado del puen-te, bien pertrechado y con la escolta adecuada. Ahora cruzar aquel paso suponía adentrarse en lo desconocido. Y probablemente afrontar una muerte segura, incluso para un Guardián.

Rox inspiró hondo, tiró de las riendas de su ca-ballo y puso un pie sobre la pasarela. Y después otro.

—¡Buena guardia! —se despidió el Guardián del puente.

Aldrix le respondió; ella, en cambio, no pronun-ció palabra.

El puente se mecía ligeramente, pero no se dejó intimidar. Sujetando a su montura de la brida, avanzó hasta adentrarse en las brumas que se alzaban desde el fondo del abismo. Si prestaba atención, podía oír el murmullo lejano del río a sus pies, aunque no fuera capaz de verlo desde allí.

También era muy consciente de la presencia de Aldrix, que la seguía llevando a su caballo tras de sí. Pero no se molestó en volverse, ni siquiera cuando el portón se cerró tras ellos, abandonán-dolos a su suerte.

Solo cuando alcanzaron la mitad del trayecto, la joven Guardiana preguntó:

—¿Por qué me has seguido? ¿Es cierto que te lo han ordenado en el cuartel?

El fino oído de Aldrix captó sus palabras sin pro-blemas.

—No. ¿No te enseñaron a falsificar sellos oficiales en la escuela?

Rox tardó un poco en contestar. Su compañero

había formulado aquella pregunta con total se-riedad, pero le costaba creer que no estuviese bromeando.

—Me temo que tú y yo no fuimos a la misma escuela —respondió.

—Cierto; eres una extraviada —recordó él—. Bue-no, casi todos los Guardianes lo hicimos de niños alguna vez. Para justificar ausencias y cosas pa-recidas. Los instructores tendían a hacer la vista gorda.

—La educación que yo recibí en el Bastión era bastante más severa.

—No estoy hablando del Bastión, sino de la es-cuela preparatoria del primer ensanche. —Aldrix hizo una pausa, reflexionando—. Supongo que, en ciertos aspectos, la disciplina era un poco laxa porque los adultos eran conscientes de que es-tábamos viviendo los últimos años de nuestra infancia.

Rox no respondió enseguida. También su pro-pia infancia había sido muy diferente de la de aquellos niños de la Ciudadela, al parecer. Pero decidió no hacer ningún comentario al respecto.

—Lo que intentas decirme es que no seguimos ninguna orden oficial, en realidad —resumió—. Que has venido por iniciativa propia y. . . ¿le has entregado al centinela un documento falso? —in-quirió con un cierto tono de reproche.

—De lo contrario, no te habría dejado cruzar —razonó él con calma—. Dime, ¿qué pensabas ha-cer si te hubiese negado el paso?

—No lo sé —reconoció ella—. Pero ¿por qué te has molestado en seguirme hasta aquí y engañar al Guardián del puente?

—Porque quiero ir contigo, por supuesto.

—¿En busca de una aldea perdida que a estas alturas probablemente será un erial? —Su com-pañera sacudió la cabeza—. No te creo.

Aldrix hizo una pausa, meditando la respuesta que debía darle.

—¿Sabes cuántos años tengo, Rox? Veintiséis —continuó, antes de que ella pudiese contestar—. ¿Sabes cuántas veces he sido destinado fuera de la Ciudadela?

Ella hizo un rápido cálculo mental. Todos los Guardianes pasaban una temporada en otros en-claves una o dos veces al año.

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—Una docena por lo menos —respondió—. Eso sería lo habitual, al menos.

Él negó con la cabeza.

—Ninguna.

Rox se detuvo en medio del puente y se volvió para mirarlo, no del todo segura de haber oído bien.

—¿Ninguna? Pero. . .

—Cuando cumplí los quince me enviaron al Bastión, y allí me entrené tan duramente como cualquier otro. También me gradué con honores, como tú. Pero después regresé a la Ciudadela y. . . pronto empecé a darme cuenta de que las cosas eran diferentes para mí.

—¿Diferentes en qué sentido?

—Debido al apellido de mi familia. De Vaxanian. ¿Te suena?

Ella esbozó una media sonrisa.

—Y a quién no. Pero el apellido de tu familia no tiene la menor trascendencia en la Guardia, Al-drix. Todos los Guardianes somos iguales. Todos hemos de dejar atrás nuestro pasado y cumplir con las mismas obligaciones.

Aldrix hizo una mueca.

—Sí, eso dicen, y es lo que yo pensaba. Pero du-rante mis primeras semanas de servicio. . . em-pecé a notar que esto no era exactamente así. Cambios de patrulla inexplicables, modificacio-nes de turno de última hora. . . Al principio pensé que se trataba de casualidades. Después empecé a sospechar que no era normal que casi siempre me tocase patrullar en la ciudad vieja o en el primer ensanche. Al cabo de un año, a todos los graduados de mi promoción los habían destinado como mínimo a las Tierras Civilizadas en algún momento. A todos. . ., menos a mí.

—Seguramente se trataría de un error. O de sim-ples casualidades.

—El primer año, tal vez. Pero. . . ¿durante una dé-cada? —Rox no contestó—. Lo consulté en varias ocasiones con mis superiores y siempre me res-pondían que se me destinaba allí donde resultaba más necesario, atendiendo a mi rango y mis ca-pacidades, como sucedía con todos los Guardia-nes, sin excepciones.

»Con el tiempo, dejé de preguntar. Pero, a me-

dida que pasan los años, me resulta más difí-cil creer que se me trata como a uno más. No cuando prácticamente un tercio de los hombres y mujeres con los que me formé en el Bastión han caído en combate desde entonces, mientras que yo. . .

Dejó la frase sin concluir. Aunque su compañera no había apartado la mirada del otro extremo del puente, que ya se distinguía con mayor clari-dad entre las brumas, había estado escuchando su historia con atención.

—¿Y por eso ahora me acompañas en un viaje suicida? —preguntó, con cierta incredulidad—. ¿Porque vas en busca de emociones fuertes?

—No es tan difícil de entender. Tú viajas a la región del oeste para reencontrarte con tu pasa-do. —Hizo una pausa y añadió—: Yo lo hago para escapar del mío.

Rox no supo qué responder, de modo que per-maneció en silencio. Aldrix no añadió nada más, pero la observó con atención. Notó que sus hom-bros se habían relajado ligeramente, pese a que su mirada seguía clavada en el portón que los aguardaba al otro lado del puente, y entonces comprendió que lo había aceptado como compa-ñero de viaje.

No fue necesario hablar más; ambos estaban bien entrenados y habían patrullado juntos en otras ocasiones. En cuanto pusieron de nuevo los pies en tierra, empujaron las hojas del portón sin mediar palabra. Cruzaron al otro lado con precaución, perfectamente coordinados, escudri-ñando las brumas a su alrededor con las armas desenvainadas.

Tras ellos, los caballos resoplaban y cabeceaban, inquietos. Pero sus jinetes no tardaron en rela-jarse de nuevo: sus extraordinarios sentidos de Guardianes les indicaban que no había mons-truos por los alrededores.

—¿Crees de verdad que han entrado todos en letargo? —planteó Rox.

Aldrix no contestó. Estaba examinando la super-ficie del portón, repleta de marcas de garras y salpicada de manchas que, a pesar del tiempo transcurrido, su compañera identificó como res-tos de sangre, cuyo color destacaba entre la nie-bla con una tonalidad casi irreal.»

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¿Quién soy?Soy Laura Gallego, una autora española de litera-tura juvenil, especializada en temática fantástica. Estudié Filología Hispánica en la Universidad de Valencia y en 1999 gané el premio El Barco de Vapor con Finis Mundi, una novela ambientada en la Edad Media. Tres años después volví a ob-tener el mismo galardón con La leyenda del Rey Errante. Actualmente mi obra publicada com-prende veintisiete novelas juveniles y algunos cuentos infantiles, con más de un millón de ejem-plares vendidos sólo en España y traducciones a dieciséis idiomas, entre los que se encuentran el inglés, el francés, el alemán y el japonés. Mis obras más populares entre los jóvenes lectores son Crónicas de la Torre, Dos velas para el dia-blo, Donde los árboles cantan, Alas de fuego, El Libro de los Portales y, especialmente, la trilogía Memorias de Idhún. En 2011 recibí el Premio Cer-vantes Chico por el conjunto de toda mi obra, y en 2012 fui galardonada con el Premio Nacional de Literatura Infantil y Juvenil por mi novela Donde los árboles cantan. Actualmente acabo de publicar una nueva trilogía: Guardianes de la Ciu-dadela.

Empecé a escribir. . ....a los 11 años. Mi amiga Miriam y yo decidimos escribir un libro de fantasía. Se llamaba Zodiac-cía, un mundo diferente, y trataba de una niña que viajaba a una isla mágica donde todo tenía que ver con los horóscopos. Tardamos tres años en acabarlo y salió una cosa muy larga, de casi trescientas páginas. Ese libro nunca se publicó, pero yo ya sabía que quería ser escritora. Y des-de entonces no he dejado de escribir, docenas de novelas, cientos de historias, miles de páginas.

Empecé a publicar. . .. . .a los 21 años. Después de acabar el bachillerato entré en la Universidad de Valencia, a estudiar Filología Hispánica para ser, en un futuro, profe-sora de literatura. Seguía escribiendo y enviando textos a editoriales y concursos, pero no publica-ba nada. Hasta que escribí Finis Mundi, que fue el primer libro que publiqué. Era el libro número 14 que escribía; ninguno de los 13 anteriores ha-bía visto la luz, así que yo no tenía ninguna espe-ranza cuando lo envié al Premio Barco de Vapor (hacía ya varios años que participaba, pero no había suerte). . . ¡pero resultó que gané el Premio!

Desde entonces he seguido escribiendo y publi-cando libros, y tengo la suerte de contar con un gran número de lectores que disfrutan con ellos. También acabé la carrera y realicé un docto-rado, especializándome en literatura medieval y libros de caballerías; pero no llegué a ser profe-sora de literatura, ya que actualmente mi trabajo como escritora ocupa casi todo mi tiempo.

¿Qué hago ahora?Sigo escribiendo libros, la mayor parte de ellos de temática fantástica. (. . .)

También me gusta responder personalmente a las cartas de mis lectores.

¿Qué voy a hacer en el futuro?Me encantaría seguir escribiendo mientras con-serve energías, ilusión por mi trabajo y, natu-ralmente, tenga aún historias que contar. Mi intención es centrarme la faceta más creativa de mi trabajo para seguir compartiendo con mis lectores las historias que me rondan por la cabe-za, que, afortunadamente, no son pocas, al menos por el momento.

De la web oficial de Laura Gallego www.lauragallego.com