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expediciones
DERECHOS RESERVADOS
EDITORIAL CERRO NEGRO
diseño JUÁN SEBASTIÁN MOYANO
edición limitada
2004
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expediciones
N U B E S B E R M E J A S y negras oscurecen el cielo iracundo
de Kandahar cuando las prisioneras salen a la calle. El
opaco burq’a que las cubre de pies a cabeza les da la apa-
riencia de sombras livianas que se deslizan entre los hom-
bres de turbante y barba oscura que las escoltan con
semblante grave y un fusil ruso colgado al hombro. Ca-
minan cabizbajas y en silencio hasta el lugar donde las
esperan los doctos ulemas que interpretarán la Ley.
Los ulemas escuchan con atención los primeros
diez casos: una viuda de guerra que hacía cañizos para
venderlos y comprar comida para sus hijos, una costure-
ra que ejercía clandestinamente su profesión, una mujer
que les enseñaba a leer a sus hijas en casa... Casi todas
están acusadas de contravenir los edictos que prohíben a
las mujeres trabajar o estudiar. Otras han cometido adul-
La primera noche
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terio o han salido a la calle vestidas indecorosamente, es
decir sin el burq’a. Todas, con excepción de la viuda, son
condenadas a muerte.
Un segundo grupo de mujeres es llevado ante los
jueces. Mientras un muftí de barba blanca y rostro aper-
gaminado recita sus crímenes, se escuchan nueve dispa-
ros de fusil, penetrantes y secos, en el patio donde se llevan
a cabo las ejecuciones. Con estas últimas, llega a mil el
número de mujeres ajusticiadas desde que los comba-
tientes del Talibán entraron a la ciudad. Las mujeres se
estremecen y comienzan a llorar. El muftí continúa enu-
merando los cargos. Cuando termina hace una venia y se
sienta. Los ulemas se preparan a dictar sentencia.
Una de las mujeres se acerca al muftí y le dice algo
al oído. Este las mira horrorizado. Los ulemas le pregun-
tan qué ha dicho la prisionera. El muftí responde que la
mujer ha pedido permiso para dirigirse a ellos. Los jueces
se miran unos a otros, asombrados. La curiosidad final-
mente los vence y le indican a la mujer que se acerque e
que hable.
Una voz dulce y cristalina como un arroyo de
montaña emerge entonces del burq’a y comienza a con-
figurar una historia ordinaria: niñez en la aldea, los bom-
bardeos, la fuga, la travesía por las montañas, la llegada
de Quetta. Y luego la historia dela padre trabajando de
sastre en Peshawar y del primo Rashid que repara bicicle-
tas, y de Nissim el vecino traficante de heroína, y de Ma-
mad el mendigo ciego que delataba a los otros a la policía
paquistaní, y de la madre tratando de ganarse la vida en
los bazares, y de los otros refugiados, como Abulhasan el
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electricista y Zafar el contador honesto. Y entonces la
historia tuerce el rumbo, crece y se desborda en la de un
hermano que se une al mujaheidn y es enviado a Jalalabad
en una misión clandestina en la que se hace pasar por un
comunista de Baluchistán. Y a la historia que va aumen-
tando de caudal como un torrente que baja del Hindu
Kush se e unen afluentes de Kabul. Y la del mecánico de
Hyderabad que hizo una fortuna trabajando como sol-
dador en las plataformas petroleras de Golfo Pérsico. Y
las de la mujer que engañaba a su marido, un agente
viajero iraní, con su sobrino adolescente. Y así, más y
más historias formando ramales, meandros y recodos,
historias que van a contracorriente y que a veces conflu-
yen en otras, formando remolinos o islas, cayendo en
cascadas, mientras otras desembocan lentamente en re-
mansos y vegas.
El almuecin llama a las plegarias. La luna de des-
infla pinchada por el minarte de una mezquita .Anoche-
ce en Kandahar y Sherezade continúa contando historias,
entreteniendo, postergando eternamente la muerte.
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AUN MÁS SORPRENDENTE, dijo entonces Roberto, fue lo que
me sucedió el día que tomé el tren de Mombasa a Nairobi.
Era fin de año y necesitaba ir con urgencia a la capital
para obtener una visa. Todos los vuelos estaban llenos.
Conocía Kenia lo suficientemente bien para saber que
viajar a Nairobi por carretera no es nunca una buena
idea. Todos los días aparecen en las páginas del East African
o The Nation fotografías horribles de accidentes de trán-
sito en los que veinte o treinta personas han muerto que-
madas vivas o apachurradas en autobuses o matatus. Y no
es de extrañarse: los choferes suelen conducir como si
estuvieran corriendo en el Rally Safari, trabajan sin des-
cansar hasta cuarenta y ocho horas y mastican todo el
tiempo miraa para no quedarse dormidos al volante.
—Tómate el tren—, me sugirió un amigo keniano.
El viajero insomne
Toda esa noche y todo el día,
la intolerable lucidez del insomnio
se abatió contra él....
—J.L. BORGES, Las ruinas circulares
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—Sales de Mombasa a las cinco de la tarde, lees el perió-
dico y, a las ocho en punto, te sientas en una mesa con
servilleta y mantel almidonados en el dining car y te co-
mes un roast beef con Yorkshire pudding como se debe,
servido en vajilla de plata. Luego duermes toda la noche y
llegas a Nairobi al día siguiente fresco como una lechuga.
Eso sí, asegúrate de que viajas en primera clase, o te en-
contrarás compartiendo el asiento con una mama gorda
de un lado y un canasto de gallinas vivas del otro—.
Seguí su consejo y esa misma tarde me encontré
camino a la estación. Hacía calor y una suave brisa pro-
cedente del Océano Indico soplaba en lo alto, acarician-
do apenas las hojas de los mangos. El viejo tren se
encontraba ya en el andén y lo abordé de inmediato. Sa-
limos con sólo media hora de retraso. Leí un rato mien-
tras nos alejábamos de la gran ciudad portuaria y su costa
sórdida y pegajosa como el olor a perro muerto.
Después de una hora de rápido avance el tren
empezó a perder impulso hasta detenerse con un frenazo
súbito. Dejé el libro que leía y me asomé a la ventanilla.
Ante mis ojos se abrían, nítidos en la luz dorada del atar-
decer, los agrestes espacios de la gran sabana de África
Oriental con su horizonte de acacias, cuellos de jirafa y
obeliscos de termitas. Allí estaba, otra vez, ese paisaje es-
téril y vital, lleno de serpientes negras, enroscados cuer-
nos de antílope y espinas de diez centímetros de largo;
hostil y atrayente a la vez, extrañamente familiar, pues lo
llevamos grabado en nuestra memoria genética desde que
nuestros ancestros lo cruzaron caminando erguidos por
primera vez. Es por eso que al verlo siempre sentimos
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nostalgia, la nostalgia lejana del fabricante de herramien-
tas de pedernal, del nómada cazador de gacelas.
El sol desaparecía con una rapidez poco natural,
provocándome, no sé por qué, una extraña sensación de
pérdida y desasosiego. Mientras tanto un torrente de som-
bras horizontales y frías fue inundando la llanura. Pron-
to reinó la oscuridad más completa. Me imaginé viendo
mi vagón desde afuera, desde alguna colina cercana. En
la distancia sus luces tenues serían apenas visibles y el
tren, pequeño y vulnerable, no sería más que un juguete
abandonado en la sabana inmensa, oscura y pavorosa,
ridículamete aferrado a unos rieles que no eran sino un
delgado hilo de metal, un trazo, un rasguño en la tierra
antigua de África.
Después de un rato el tren arrancó. Lenta y silen-
ciosamente, como con miedo, se fue deslizando por la
vía férrea, adentrándose tímidamente en la inmensidad
de la noche. Una neblina gris que parecía emanar del
suelo reptaba hacia nosotros. Volví a mi libro. Las horas
pasaban lentamente y el tren avanzaba con dificultad. De
pronto el aullido de una hiena, mezcla de llanto de bebé
y risa satánica, se escuchó con desconcertante claridad
en la cercanía. Afuera, en la oscuridad, se adivinaban
formas grotescas, bultos que se desplazaban de manera
extraña, seres noctámbulos con orejas enormes como
alas de murciélagos, que pululaban por el suelo. Quise
ver mejor y pegué la cara al vidrio de la ventana. De pron-
to algo espantoso surgió de las tinieblas frente a mí: algo
como una máscara horrible y distorsionada, larga y con
ojos desencajados y fosforescentes que a gran velocidad
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se abalanzaba sobre mí. Instintivamente me tiré hacia
atrás. El espectro golpeó la ventana y desapareció, sumer-
giéndose de nuevo en la penumbra con un espantado
relincho, mostrándome al mismo tiempo la crin erizada
de su lomo y unos cuartos traseros pintados de rayas ne-
gras y blancas: la horrible aparición no había sido nada
más que una pobre cebra extraviada en la neblina.
Antes de que pudiera recuperarme del susto, un
ruido brusco a mis espaldas me hizo voltearme sobresalta-
do. Ya no me encontraba solo en el compartimiento de
primera clase: un hombre moreno y corpulento, vestido
con un traje blanco, que por sus facciones parecía ser oriun-
do del Oriente Cercano o quizás del norte de la India, se
encontraba frente a mí. Unas ojeras enormes hacían resal-
tar aún más la profundidad de sus ojos negros y brillantes
que me observaban con atención. Al ver mi cara de espan-
to, el desconocido se disculpó en el más correcto inglés
británico: —Mil perdones, caballero, no quise asustarlo.
Este es mi asiento. Si Usted lo permite me sentaré a su
lado—. A pesar de su impecable cortesía, no pude dejar de
sentir cierta inquietud cuando se sentó junto a mí.
—Pronto cruzaremos el puente sobre el río Tsavo—,
comentó después de un largo y silencioso intervalo. Sin
esperar respuesta ni muestra de interés alguno de mi par-
te, el extraño prosiguió: —Al este de aquí, el río forma una
ligera curva en su descenso de las tierras altas del
Kilimanjaro. Allí se encuentran las fuentes de Mzima cu-
yas aguas, abundantes en hipopótamos y cocodrilos, sir-
ven a los Masai de abrevadero para sus reses en la estación
seca. No muy lejos, en un lugar donde son comunes las
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emanaciones sulfurosas y hay corrientes de lava que sur-
gen de la tierra, se encuentran unas cavernas que los nati-
vos llaman Shaitani, lo que en el idioma swahili significa
nada menos que ‘el Diablo’. Según sus creencias, en esas
profundidades se encuentran prisioneras las almas de los
trabajadores que murieron construyendo este ferrocarril.
Como Ud. sabrá, la mayor parte de ellos eran coolies del
Punjab y de Gujarat en la India, que fueron traídos aquí
por los ingleses a finales del siglo pasado. Muchos murie-
ron en accidentes de trabajo, otros a causa de las fiebres
tropicales. Un número considerable fueron víctimas de
los leones. ¿Quizás Ud. habrá oído hablar de los
‘devoradores de hombres de Tsavo’? Los africanos creían
que no se trataba de fieras comunes y corrientes sino de
espíritus que buscaban vengarse de aquellos que herían la
faz de la Madre Tierra con sus herramientas de hierro...—
—Una metáfora imaginativa y de gran poder—
admití, —consistente con formas de vida y filosofías más
respetuosas de la naturaleza que las nuestras...—
—¿Una metáfora?—, levantó la voz el desconoci-
do. —¿No sabe Ud. que los africanos, y entre ellos me
incluyo yo, creemos firmemente en la verdad de todas las
historias, en su verdad literal, y no sólo en su simbolismo?
Nuestro concepto de la objetividad es diferente, más
amplio y rico, sin duda que el de Uds. los europeos—.
—No soy europeo—, contesté. —Además, trato
siempre de mantener una mente abierta ante cualquier
fenómeno natural—.
El hombre me miró por primera vez con curiosi-
dad y prosiguió: —Tener una mente abierta, sopesar la
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evidencia que se nos presenta, ser ‘escéptico, ecuánime y
objetivo’. Ese fue el credo que me enseñaron en el Impe-
rial College of Science and Technology de Londres. Pero
desde entonces he comprobado que hay dimensiones, ni-
veles de experiencia y de conocimiento vedados al intelec-
to, realidades distintas a la concreta y tangible en la que
creemos encontrarnos. Existen en este mundo misterios y
preguntas sin respuesta, y esto no es sólo un lugar común,
ni mucho menos una conjetura o una intuición mía, sino
una verdad comprobable. Permítame que sustente mi afir-
mación con un ejemplo de algo que me sucedió hace al-
gunos años cuando viajaba en este mismo tren—.
—Habrá de saber usted que pertenezco a una co-
munidad pequeña y hermética: la de los parsis. Fuimos
durante mucho tiempo perseguidos por cristianos y mu-
sulmanes, pero encontramos en la isla de Zanzíbar, en
donde yo nací, el refugio que buscábamos para practicar
en paz nuestra religión, la cual, incidentalmente, fue la
primera en proponer la existencia de ángeles y demo-
nios, una creencia adoptada luego por el judaísmo y las
otras dos grandes religiones monoteístas. Nuestra pre-
sencia en estas regiones es antiquísima y se remonta al
año 975 de la era cristiana cuando el sultán de Shiraz, Ali
ben Hasan, soñó que una rata enorme con dientes de
hierro socavaba los cimientos de su palacio. Los adivinos
de la corte interpretaron esto como un presagio del fin de
su reinado. Para evitar la erradicación de su dinastía, el
sultán embarcó a su familia y a algunos de sus seguidores
en una flotilla de siete barcos que zarparon del puerto de
Bushir, navegaron a través del estrecho de Ormuz y llega-
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ron al Océano Indico, en donde una gran tormenta los
separó. Siguiendo rutas diferentes, las siete embarcacio-
nes pudieron finalmente alcanzar las costas orientales
de África. Entre los tripulantes estaba un astrólogo parsi
que fundó el clan al que pertenezco—.
—La práctica de la nigromancia fue una tradición
en mi familia durante siglos. Fue finalmente abandona-
da por mi abuelo, que prefirió el estudio de la medicina
occidental, graduándose de cirujano en Glasgow. Mi pa-
dre, por interés tanto como por temperamento, quiso
resucitar la vieja tradición familiar pero mi abuelo se lo
impidió. Cuando este falleció, mi padre decidió iniciarse
en el estudio de las artes esotéricas con un viejo maestro
muy respetado en nuestra comunidad. Bajo su tutela se
dedicó a leer durante cinco años el Zendavesta y otros
textos antiguos. Luego, imprevistamente, partió hacia la
tierra de nuestros ancestros. Vivió como asceta en desier-
tos y montañas. Volvió al cabo de doce años, desgreñado
y con los ojos extraviados. Antes de morir llegó a confe-
sarme que en un recinto circular coronado por una figu-
ra de piedra había soñado con un dios ciego y burlón
cuyos símbolos son un espejo, un tigre y un laberinto.
Murió al poco tiempo de una fiebre desconocida, profi-
riendo a gritos que un secreto extraordinario y terrible le
había sido revelado al fin—.
—Y es aquí, estimado caballero, donde mi relato
desemboca en lo funesto, lo absurdo, lo demencial. Dos
semanas después de su entierro, mientras viajaba a
Nairobi en este tren, volví a verlo. Fue sólo un instante,
cuando el tren se detuvo en una estación desierta y oscu-
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ra en una noche como ésta. No había nadie esperando en
el andén silencioso y del tren tampoco descendió nadie.
De pronto, entre las tinieblas distinguí una figura escue-
ta y sombría que avanzaba con pasos decididos hacia mí.
Lo reconocí de inmediato: era mi padre. Cuando se acer-
có pude ver claramente a la luz de la luna su rostro des-
carnado y sus ojos vacíos, incapaces ahora de presenciar
otra cosa que los inhóspitos desiertos de la muerte. Llegó
hasta mi ventana y se quedó mirándome con expresión
ambigua, mezcla de ternura y de espanto. Parecía estar a
punto de decirme algo, pero en el último momento se
arrepintió. Con gran alivio sentí que el tren comenzaba a
moverse. Entonces la sombra que había sido mi padre
hizo un gesto, que en ese momento no comprendí: se
señaló a sí mismo y luego a mí. Después desapareció,
como en un violento torbellino, arrebatado por una in-
fernal jauría de espectros y demonios de los cuales era,
¿cómo saberlo?, cruel amo o infeliz cautivo...—
—Como Ud. sin duda lo estará haciendo en este
momento, busqué una explicación racional para este
encuentro sobrenatural. Agoté todas las posibilidades:
un juego de siluetas, un espejismo, una alucinación
provocada por el cansancio o por la pérdida reciente de
un ser querido, incluso la locura. Me quedé al fin con
la más obvia y terrible: decidí que lo que había visto era,
en efecto, una pesadilla. Pero, he allí el horror: no era yo
quien la soñaba—.
—¿Se da cuenta?—, me dijo mirándome fijamente con
sus ojos negros. —El intrascendente y trivial misterio
que mi atormentado e ingenuo padre me reveló cuando
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yo viajaba en este mismo tren, y que ahora he tenido
ocasión de comprobar, es lo que todos presentimos en
algún momento de nuestras vidas pero preferimos olvi-
dar: somos seres ficticios imaginados por otros o acaso
por nosotros mismos. Cuando alguien escribe o pronun-
cia nuestro nombre nos está inventando, nos convierte
en personajes de una narración. Es por eso que, como
enseña la Cábala, el verdadero nombre de Dios es impro-
nunciable y secreto y su conocimiento impensable—.
El desconocido enmudeció. No supe qué decir. Se
me ocurrió que podía estar tomándome el pelo o estar
completamente loco, pero algo me dijo que su desespe-
ración y su congoja eran genuinas. Silenciosamente le
ofrecí un trago de la pequeña botella de whisky que lleva-
ba conmigo, pero él la rechazó con firmeza.
—Desde aquella noche aciaga no he vuelto a dormir—,
dijo. —Más que el espanto me motiva la piedad: temo
que mis sueños engendren criaturas melancólicas y trans-
parentes condenadas, como Ud. y como yo, al tormento
de existir y ser conscientes de ello—.
El extraño viajero se levantó y sin decir nada más salió
del compartimiento. Pensé que desearía estar a solas un
poco para calmar sus emociones. Como no volvió des-
pués de un buen rato, salí al pasillo. Lo busqué en vano y,
preocupado de que en su turbación pudiese cometer un
acto intempestivo, llamé al guardia. —No—, respondió
éste, —no he visto pasar a nadie por aquí, pero si Ud.
desea iré a buscarlo—. Sin sorpresa vi al guardia regresar
después de media hora moviendo negativamente la ca-
beza. No pude dormir esa noche y tampoco la siguiente.
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La tercera noche, en un hotel de Nairobi, con la televi-
sión y una botella de whisky por compañía, recibí por
fin, no sin sobresaltos, pero con profundo alivio, el don
del sueño.
Confieso que años más tarde las palabras de aquel
fantasma insomne aún me perturban. Pero con el tiem-
po he aprendido a resignarme y ahora, consciente de mi
condición, espero con fatalismo, con ansiedad incluso, a
que mi narrador encuentre las palabras que pondrán fin
para siempre a mi relato.
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S E G Ú N MI ABUELO, Tiu-sim es el nombre de un ave de
enorme envergadura cuyo cuerpo está cubierto, no de
plumas como el de las demás, sino de un pelaje corto y
afelpado de un color blanco-azulado y una textura pare-
cida a la gamuza, y que habita en las cumbres nevadas de
la cordillera Tien-shan. Este ser fabuloso se caracteriza
además, por su disposición dulce y bondadosa que lo
lleva a acudir al auxilio de aquellos viajeros que, habién-
dose perdido en aquellas alturas inhóspitas, estarían con-
denados a morir de frío. El ave desciende cuidadosamente
sobre ellos con su aleteo gris e imperceptible y, posándose,
los cubre con sus grandes alas acercándolos al calor de su
propio pecho y envolviéndolos en un suave manto de piel.
Sabiéndolo, aquellos que se dedican a su caza (su esplén-
dida piel es muy codiciada en Occidente) no tienen más
Ingratitud
The spirit who bidet by miself
In the land of mist and snow,
He loved the bird that loved the man
Who shot him with his bow.
—S.T. COLERIDGE
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que tirarse en la nieve cerca de los pajares donde un ejem-
plar ha sido atisbado y fingir que mueren de frío. Cuando
el gran ave, con infinita compasión, se posa sobre él para
salvarlo de la muerte, el cazador le clava un largo y agudo
puñal de hierro forjado (muy delgado para no dañar exce-
sivamente la piel) que le atraviesa el corazón.
No es necesario añadir que dicha ave está desde
hace muchísimos años extinta.
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LO TRAJERON ANTE MÍ sangrando abundantemente y con la
espalda cruzada a latigazos. El pelo blanco, largo y muy
ralo, cubría apenas un cráneo frágil como el de un recién
nacido. Sus párpados arrugados se entreabrían de cuando
en cuando para descubrir unos ojos grises, vacíos de luz.
Estaba desnudo de la cintura para arriba. Las oscuras y
repugnantes quemaduras que cubrían su pecho endeble
supuraban un líquido blanquecino en donde el hierro
candente había sido aplicado a la piel lechosa y
apergaminada. Sus manos huesudas y de dedos retorcidos
como raíces, temblaban ligeramente. Parecía respirar con
gran dificultad y se quejaba suavemente. Dos hombres lo
sostenían por los brazos. Tendría quizá unos ochenta años.
Después de hacerle varias preguntas que se negó a
contestar, ordené que fuera sometido al tormento del potro.
El alquimista
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El cirujano opinó que no era conveniente, dada la debili-
dad del prisionero, pero yo insistí. Como representante
máximo del Santo Oficio en nuestra provincia, mis órde-
nes fueron acatadas de inmediato. Se lo llevaron casi a
rastras dejando atrás gotitas de sangre en el piso de madera.
Me quedé solo, mirando las torres amarillas de la
ciudad a través de la ventana. Creí volver a oír los gemi-
dos del viejo, como si se hubieran quedado encerrados
en la habitación después de que se lo llevaran.
Al cabo de algún tiempo un verdugo barbudo con
dientes grandes, a quien yo no conocía, entró y con un
conato de sonrisa que traslucía un cierto orgullo profesio-
nal me informó que, segundos antes de que su débil costi-
llar cediera a la tremenda tensión, destrozándole el corazón
y los pulmones, el prisionero había confesado (moviendo
de manera perceptible la cabeza a las preguntas que se le
hacían) haber sido un hechicero maligno, adorador de Sa-
tanás, y que en las noches de luna llena grotescas brujas y
demonios del abismo solían reunirse en su cabaña para
celebrar los más obscenos y espantosos ritos.
En la mísera casucha del viejo fue hallado un gran
número de textos en griego, árabe y latín. Entre sus escri-
tos encontré un recetario y un herbario con las descrip-
ciones de más de dos mil plantas con usos medicinales,
además de muchísimas substancias animales y minera-
les con cualidades curativas. Hay también varios tratados
sobre aritmética, astronomía, y esquemas para la cons-
trucción de un instrumento que facilitaría la observa-
ción de los astros. La mayor parte de las notas y apuntes
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describen con gran detalle las propiedades de cientos de
metales y compuestos distintos, desde el arsénico hasta el
bismuto, y los procedimientos necesarios para transfor-
mar pedazos de vidrio en zafiros y esmeraldas. El viejo
alquimista dedicó muchos años al estudio de los solven-
tes y en especial al de cierto ácido derivado del azufre.
Llegó a creer, incluso, que dicho ácido, capaz de corroer
el hierro, sería un día más valioso y útil que el mismo
oro. En sus últimos años trabajó febrilmente en la bús-
queda del solvente universal, una substancia de una
corrosividad tan grande que sería capaz de disolver cual-
quier recipiente que la contuviera y que dejaría expues-
tos al alcance del hombre los tesoros de las profundidades
de la tierra.
El viejo debió haber encontrado la fórmula del
solvente universal puesto que una reacción violenta se
produjo en su cabaña y esto, precisamente, fue lo que
atrajo la atención de los aldeanos hacia las actividades del
huraño alquimista.
Tengo ante mí los manuscritos: minuciosamente
ilustrados algunos, todos ellos escritos con una caligrafía
laboriosa y precisa. Me encuentro ante este dilema: ¿debo
cumplir con mi deber y entregar esta obra que representa
la labor paciente de un hombre a lo largo de sesenta años
de intensa búsqueda y esfuerzo, para que sea consumida
por el fuego y todo el conocimiento que contiene se pier-
da irremediablemente? ¿o debo acaso darla a conocer para
que sea usada para el provecho de todos los hombres,
aunque esto suponga un gravísimo riesgo para aquel que
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expediciones
se atreva a defender los escritos de un brujo y hereje con-
feso? Nunca antes he vacilado en defender a fuego y san-
gre a nuestra Madre, la Santa Iglesia de Cristo, contra los
perfidiosos ataques de sus enemigos. Pero ahora me en-
cuentro con estos escritos ¿Son acaso obra o inspiración
de Satán? Puede ser de algún modo contraria a la volun-
tad divina la búsqueda de un conocimiento cuyo objeto
es la erradicación del dolor y la ignorancia? Me persigue
un pensamiento monstruoso que me niego a aceptar pues
equivaldría a blasfemar: la obra del alquimista encierra
una verdad mayor y más profunda que aquella en la que
yo hasta ahora he creído.
En la clara luminosidad de mi certidumbre pasa-
da irrumpe con ciega insistencia una imagen apenas
intuída: la del alquimista. Y con ella, infinitamente más
pavorosa, la mancha indeleble de la duda...
Fragmentos de una carta escrita por el obispo renegado
Jacques Rambouillet, muerto en la hoguera en la ciudad
de Nimes, el 11 de octubre de 1283.
(N. del t.)
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expediciones
Destellos
1. EL ALCALDE DE MACONDO
AURELIANO BOAVIDA, el alcalde, nunca había oído hablar
de Gabriel García Márquez. Tampoco podía creer que
alguien en su sano juicio fuese capaz de emprender se-
mejante viaje a través de un país en guerra tan sólo por-
que una vez había leído el nombre de su pueblo en un
libro. El turismo literario, el turismo a secas, no era una
actividad que pudiera razonablemente justificar la pre-
sencia de nadie en aquel apartado rincón de Angola. Así
que decidió que el deshidratado y maltrecho extranjero
que había llegado el día anterior tenía que ser un espía,
un traficante de armas, un misionero o, lo que no era
inconcebible, las tres cosas a la vez.
Terminó de lavarse la cara y las manos con el agua
que Abilia, su hija menor, había traído del río esa maña-
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na, se puso la camisa que tenía menos agujeros, su único
par de zapatos y un pantalón de paño, demasiado calien-
te para el clima, y salió dispuesto a enfrentarse solo y
desarmado a la ofensiva solar de las once y media de la
mañana. Caminó por la calle polvorienta y sin sombra
hasta la choza donde el forastero había pasado la noche,
recuperándose del largo viaje y de la copiosa diarrea que
lo había acompañado desde que salió de Luanda.
Si le hubiesen dicho que en el resto del mundo
Macondo se tenía por un lugar fantástico donde suce-
dían cosas milagrosas, se hubiese sorprendido. Para él,
como para los otros habitantes de aquel poblado perdido
en la áspera sabana del alto Zambeze, tan alejado del mar
como era posible estar sin salirse del mapa, Macondo era
una aldea pobre y triste como cualquier otra. Aunque de
vez en cuando sí sucedían cosas extraordinarias, como
cuando llegaba el camión que traía la cerveza de Lumbala
Kaquengue, o como el día que Benedita Ndozi encontró
un diamante incrustado en la corteza de uno de los árbo-
les que rodeaban la choza del loco Durão.
2. LA INCREÍBLE Y NO TAN TRISTE HISTORIA DE LA CÁNDIDA
BENEDITA
BENEDITA NACIÓ EN MACONDO. Cuando llegó la guerra, su
padre la llevó a ella y a su madre a Zambia. El padre
volvió a Angola y nunca se volvió a saber nada de él.
Benedita se crió en un campamento de refugiados en
Meheba. Su madre se puso a vivir con un hombre que,
cuando Benedita tenía doce años, la quiso violar. Benedita
se escapó y volvió a Macondo a vivir con su abuela. Un
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expediciones
día, buscando leña en el mato, cerca de donde había vivi-
do antes un loco que asustaba a las mujeres y a los niños,
Benedita vio en el tronco de un árbol algo que resplande-
cía con el sol. Se acercó a ver qué era y encontró, incrus-
tado en la corteza, un pequeño cristal de piedra
semi-transparente. Se lo llevó y se lo mostró a su amiga
Abilia. Esta se lo mostró a su padre, Aureliano Boavida, el
alcalde. Aureliano, tras examinar el cristal, dijo: «es un
diamante. Lejos de aquí, en el mundo, vale muchísimo
dinero». —¿Puedo comprar mandioca con él?—, pre-
guntó Benedita. —No—, dijo Aureliano. —Los ricos no
comen mandioca, comen pan, ensalada de tomate y sopa
de gallina—.
3. EL ‘MALUCO’ DURÃO
—DESDE QUE VI EL NOMBRE EN EL MAPA, quise ir allí—, dijo
Roberto cuando le preguntamos por qué había arriesga-
do su vida para ir a aquel lugar tan remoto. —Imagínen-
se, poder decir que estuve en Macondo. Claro que no
tiene nada que ver con Cien años de soledad. O tal vez sí...
La verdad es que no fue fácil llegar: de Luanda a Benguela
en el avión de carga de una agencia humanitaria, dos días
en el tren a Luena y dieciseis horas en un convoy con
escolta militar a causa de los ataques de UNITA. Luego
una semana en Lumbala Kaquengue esperando que sa-
liera el camión ruso que lleva la cerveza. Tampoco fue
fácil hablar con la gente, pues al alcalde se le había meti-
do en la cabeza que yo era un espía o un mercenario y al
principio nadie quiso contarme nada. Poco a poco fui
ganándome su confianza, demostrándole que, en efecto,
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expediciones
sólo era un pobre loco interesado en oír historias de la
guerra. Así fui oyendo cosas y atando cabos. Lo que des-
cubrí es esto: una avioneta privada sudafricana que venía
de la zona controlada por UNITA se estrelló cerca de la
frontera con Zambia. Un viejo llamado Durão, al que
apodaban ‘o maluco’, el loco, que vivía por allí, vio caer la
avioneta del cielo. Ninguno de los tripulantes sobrevivió
el impacto. Entre los restos Durão encontró una peque-
ña caja de metal llena de diamantes en bruto. La escon-
dió debajo de su cama y no le contó nada a nadie. Un día
pasaron por allí dos desertores del ejército de Mobutu
que habían sido garimpeiros en Lunda Norte. Andaban
buscando a un zambiano que tenía contactos en
Lubumbashi y en Kapiri Mposhi y que pagaba en efectivo
por diamantes de buena calidad. El loco les rogó que le
mostraran los diamantes que llevaban. Uno de ellos sacó
un paquetito hecho con papel periódico doblado y le
mostró seis o siete astillas transparentes y brillantes, como
de vidrio. Cuando las vio, el viejo comenzó a reírse a
carcajadas, diciéndoles que él tenía muchísimas de esas y
mucho más grandes. Los zaireños lo obligaron a llevarlos
hasta su choza y enseñarles las gemas. Cuando las vieron,
se abalanzaron sobre ellas. El viejo maluco, que había
sido soldado en la guerra contra los portugueses, había
metido en la caja con los diamantes una granada que
también se había encontrado entre los restos de la avio-
neta. Antes de que los otros se dieran cuenta, tiró la espo-
leta y salió corriendo. La explosión destruyó
completamente la choza. El loco, que resultó ileso, re-
gresó tranquilamente a donde había estado su casa y se
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expediciones
puso a buscar entre los escombros. Al día siguiente llegó
a la tienda del comprador zambiano y puso sobre el mos-
trador la cabeza de uno de los garimpeiros. En ella esta-
ban incrustados como esquirlas veintisiete diamantes de
primera calidad—.
4. DE ZEEMEERMIN
—De Zeemeermin. No se te podía ocurrir un peor lugar
para encontrarme, Kinois—, dijo el hombre blanco, un
cincuentón fornido con bigotazos grises y pelo muy cor-
to. —Se nota que no conoces Amberes. Esta zona es del
Vlaams Blok, por si no lo sabías. Y a esos nazis de mierda
no les agrada mucho ver a los negros en sus bares—.
—Tranquilo, de Voos—, dijo el africano, grande y relu-
ciente, sorbiendo con deleite su copa de gueuze. —No
hay problema. Aquí en este lugar nadie se fija en los de-
más pues todos andan metidos en negocios turbios. Ade-
más, el que tendría que preocuparse soy yo. Con ese corte
de pelo que tienes pareces uno de ellos—. Y largó una
recia carcajada.
—No sé para qué me llamaste, te dije que ya no ando
metido en esos negocios—, dijo de Voos de mal humor.
—Tú siempre andas metido en cualquier cosa que dé di-
nero, hermano, y esto te va a dar muchísimo dinero—.
—Ya lo creo—, contestó de Voos burlón. —Un puñado de
diamantes de categoría inferior que algún pobre diablo
trajo desde Lusaka o Johannesburgo de contrabando en el
culo. ¿Cuánto estás ofreciendo? ¿veinte por ciento?—
—Para tí, mi amigo, en honor a los viejos tiempos, vein-
ticinco por ciento—, dijo el Kinois. —Y ojo que no son
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expediciones
piedras inferiores sino de la mejor calidad. Veintisiete
gemas perfectas, todas de un mismo yacimiento, pulidas
y trabajadas exquisitamente por los habilidosos orfebres
de la Pelikaanstraat. Con tus contactos en Suiza no ten-
drás ningún problema para encontrar un comprador—.
—Tendré que verlos primero—, dijo de Voos levantán-
dose de la mesa y encaminándose a la puerta. El Kinois,
sonriente, lo siguió.
5. A GIRL’S BEST FRIEND
EL ARQUITECTO DESSAUGES se sentía con ganas de celebrar.
Su compañía había sido seleccionada para remodelar el
edificio de la nueva Organización Internacional para la
Eliminación de Tarifas Comerciales (OITC) en Ginebra.
El contrato, de un valor de veinticuatro millones de fran-
cos suizos, se firmaría la semana próxima. A pesar de lo
caro de la mano de obra en Suiza y de que había tenido
que competir contra compañías extranjeras que ofrecían
términos más favorables, su atrevida propuesta había ter-
minado por impresionar a los directores de la OITC que
buscaban crear una imagen joven y dinámica para su
nueva organización.
Dessauges se sentía bien consigo mismo. La co-
misión que investigaba el blanqueo de dinero ruso en la
industria de la construcción no había podido encontrar
ninguna evidencia de que su compañía estuviese
involucrada. Afortunadamente. Además Nathalie, que
esta noche estaba radiante con su vestido de seda negro,
había por fin aceptado cenar con él. Tomó dos copas de
champagne de la bandeja de plata que le acercó un mozo
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expediciones
vestido de frac y se dirigió hacia el otro lado del salón
donde Nathalie se encontraba conversando con un gru-
po de mujeres. Mientras se acercaba, sonriendo y salu-
dando a conocidos y amigos, Dessauges se preguntó qué
diría Pierrette, su ex-esposa, si lo viera con Nathalie. Sin
duda sonreiría con sarcasmo y haría algún comentario
acerbo acerca de la diferencia de edades entre él y Nathalie.
Igual que cuando supo que Dessauges se había compra-
do un Porsche Carrera nuevo y le dijo que una dosis de
Viagra y un transplante de pelo le hubiesen salido mu-
cho más baratos. Su ironía mordaz era una de los aspec-
tos que más le disgustaban de su ex-esposa.
Nathalie y las otras mujeres estaban admirando el
collar de diamantes de Madame Fragnière. —Han subi-
do de precio enormemente en los últimos años—, co-
mentó ésta. —Mi esposo se queja de lo caro que es la
póliza del seguro y dice que dentro de poco, ya nadie se
podrá permitir el lujo de tener joyas en Suiza—.
Mientras le ofrecía una copa de champagne a
Nathalie, Dessauges comentó: —Es increíble, pero pare-
ce que los diamantes en sí mismos no tienen ningún
valor. No son tan raros como se cree. Lo que sucede es
que la compañía que los comercializa manipula la ofer-
ta. Dicen que en Sudáfrica hay bóvedas subterráneas que
esconden miles de toneladas. Si una fracción de todas
esas gemas saliera al mercado un día los precios se ven-
drían al suelo...—
—No me importa—, dijo Nathalie mirándolo con
lo que él quiso interpretar como admiración. —Yo no los
veo como una inversión—. Y sonriendo con coquetería,
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expediciones
añadió: —Simplemente los adoro. Haría por ellos cual-
quier cosa. Como dice la canción: diamonds are a girl’s
best friend...—
6. ROJO ENCENDIDO
NATHALIE ABRIÓ LA CAJA forrada de terciopelo negro y su
rostro se iluminó con el gélido resplandor. Radiante de
felicidad besó a Dessauges, dejándole una mancha color
rojo encendido y sabor de lápiz de labios en la boca. Cuan-
do se ponía el broche de oro en forma de caballito de mar,
las veintisiete gemas irradiaron un fulgor rojo, espeso y
viscoso, que por un instante salpicó su cara y su pecho
con reflejos siniestros y estáticos como los de un eclipse
de sol. Pero no había ninguna razón para inquietarse: era
sólo la luz del atardecer que las aguas frías del Ródano
reflejaban en la nieve lejana de los Alpes y en la seda roja
de su blusa.
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expediciones
LOS OJOS DEL AMANECER arden lentamente de insomnio. La
aldea desnuda murmura siluetas de fuego con sus viejas
voces de madera y adobe. La luz incipiente sorprende a
una leona joven en su escondite sombrío. En las chozas de
paja una historia olvidada resucita en un idioma antiguo.
La leyenda de Kaswa, el profeta que llegó caminando un
día con largas zancadas de jirafa y plantó sus pies en la
tierra de Ufipa. Pertenecía a la cofradía secreta de los herre-
ros mágicos, y vivió hace muchos años, antes de que Nandi
Kapuufi, el hospitalario y confiado rey de los Fipa, abriese
la puerta de nuestro kraal al leopardo y al perro salvaje.
Kaswa habló en las aldeas. Bailó e hizo sonar sus
amuletos de hueso. Pero los Fipa no le hicieron caso.
Sus palabras se enredaron en las ramas de los baobabs y
se perdieron. El nos previno de algo que se acercaba
La leyenda de Kaswa
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expediciones
inexorablemente. Una plaga que venía del este, avanzan-
do como la langosta. Algo con forma humana y poderes
antinaturales que vendría con el sol pero traería sólo os-
curidad. Los inventores monstruosos. Traerían guerras y
odio. Su riqueza nos dejaría pobres y hambrientos, su
extraña sabiduría nos haría ignorantes y sus fiestas nos
darían tristeza. Su ingeniosa locura conquistaría la tie-
rra. Robarían las nubes de las montañas, los peces de los
ríos y la dignidad de los hombres. Le pondrían precio a
todo. No se nos permitiría ni siquiera cantar nuestros
cantos. Se llevarían a nuestros hijos, cegándolos a la be-
lleza de la tierra y dejándolos sordos a sus propias voces.
Un día por fin se marcharían y nuestros hijos tomarían
su lugar. Pero ya no podríamos entenderles pues todos
hablarían lenguas extrañas. Y aunque sus rostros serían
los nuestros, ya no serían hijos nuestros sino de los hom-
bres blancos.
Kaswa se marchó y nunca volvió. Nos dejó su le-
yenda como arena en la boca.
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expediciones
Un best seller
improbable
AQUEL BAR RUIDOSO en una calle cercana a la Hauptbanhof
no era el mejor lugar para hablar de negocios, pensó el
representante de la prestigiosa editorial extranjera. Miró
a su alrededor, buscando dónde sentarse. Vio a un grupo
festivo de obreros turcos y prostitutas rusas riéndose apa-
ratosamente y decidió sentarse lejos de ellos. Atontado
por la música estruendosa, se fue adentrando cautelosa-
mente en la penumbra azul de humo de cigarrillos bara-
tos hasta divisar una mesa. Caminó trastabillando hasta
ella, se sentó y esperó a que el hombre joven de pelo y
barba negros que lo seguía con dos tarros de cerveza en la
mano se sentara a su lado. Detestaba Frankfurt y le pesa-
ba tener que acudir aquí cada año a una Feria del Libro
cada vez más inmensa e impersonal. Miró con descon-
fianza al joven cejijunto que, después de tomar un largo
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expediciones
sorbo de cerveza, sacó un grueso libro de su mochila y lo
tiró sobre la mesa.
—Este es el libro del que quería hablarte—, dijo,
tuteándolo a pesar de la diferencia de edades. Era el agen-
te de ventas de una editorial sudamericana de dudosa
reputación, con la que su empresa había tratado en el
pasado con resultados poco satisfactorios. Su manera
excesivamente familiar lo irritó. —Es uno de los best sellers
más improbables de los últimos años. Hemos vendido
más de trescientos mil ejemplares en seis meses. Ya he-
mos negociado ediciones en diecinueve idiomas, inclu-
yendo el ucraniano, el vietnamita y el islandés—, agregó
muy ufano.
El representante de la editorial exranjera había
oído hablar del libro y sabía que varias compañías esta-
ban interesadas en adquirir los derechos de edición en su
país, pero fingió ignorancia. Acercó el libro que el otro
había puesto sobre la mesa y aparentando indiferencia
leyó, escrito en letras blancas sobre un fondo negro:
‘Terrine De Celacanto a la vainilla y otras recetas para mer-
cenarios gourmets’, por Johan de Voos. Editorial Cerro Ne-
gro, 1999. Traducción al castellano de Ermes Marana.
—El autor es un ex-mercenario belga que nos
envió un manuscrito bastante incoherente que preten-
día ser una especie de manual de entrenamiento para
comandos europeos en África, algo así como el manual
para la guerra de guerrillas del Che Guevara, salpicado de
anécdotas y memorias autobiográficas—, explicó el jo-
ven barbudo. —Una hojeada nos bastó para decidir que
no nos interesaba y terminó en el cesto de la basura. A
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expediciones
una colega que había ido a tirar unos papeles le llamó la
atención una palabra y se detuvo a leer una página del
manuscrito. Así se dio cuenta que el capítulo que descri-
bía las diferentes técnicas para sobrevivir en la selva in-
cluía una pequeña sección con recetas para cocinar todo
tipo de animales raros: cocodrilos, elefantes, chimpan-
cés... A esta colega se le ocurrió entonces que, con el de-
bido packaging y marketing, esto podría llegar a ser lo que
habíamos estado esperando durante tanto tiempo: una
alternativa masculina a todos esos libros de amor con
recetas de cocina escritos por mujeres latinoamericanas
que han inundado las librerías en los últimos años. Era
la combinación perfecta: los hombres podían mostrar
que tenían un lado —sensible—, que se interesaban tam-
bién por el hogar y la cocina, y al mismo tiempo dar
rienda suelta al lado macho de su personalidad y a sus
fantasías de aventuras en países lejanos. Fue una idea
genial: ¡Un libro de cocina para hombres! Habíamos des-
cubierto un mercado nuevo que nunca había sido explo-
tado. El único problema fue convencer a de Voos. Se
empecinó en que esa no era la intención de su libro, que
lo que le sugeríamos significaba traicionar sus ideales y
no sé cuántas estupideces más, pero cuando le dijimos lo
que podía llegar a ganar, cambió de opinión. ¡El tipo,
después de todo, es un mercenario!—
El representante de la editorial extranjera no pudo
reprimir más su curiosidad. Recogió el libro, lo abrió al
azar y leyó:
TERMITAS A LA JULIENNE DE LÉGUMMES
(para dos personas)
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expediciones
Ingredientes: 300 gramos de termitas frescas, de pre-
ferencia vivas. Una zanahoria. Un puerro. Un
échalote grande. Dos cucharadas de aceite de palma.
Una cucharada de jugo de limón. Sal y pimienta al
gusto.
MANERA DE HACERSE: Lavar las verduras (con agua
esterilizada) y cortarlas en julienne. Freir las termitas
en el aceite de palma, agregándoles el jugo de limón,
la sal y la pimienta. Agregar las verduras y cocinar a
fuego lento durante diez o doce minutos. Servir acom-
pañado de arroz, nsima o matoke (ver recetas).
Este plato tan sencillo como nutritivo será
tan popular con los oficiales como con la tropa.
Los ingredientes son muy fáciles de obtener. La
primera vez que comí termitas, si bien recuerdo,
fue durante la guerra de Biafra. Durante una bata-
lla mi amigo Billy Bones y yo nos encontramos
separados del resto de nuestros camaradas y andu-
vimos perdidos por las cenagosas riberas del río
Benue durante veinte días. Sobrevivimos gracias a
estos insectos blancos y gordos, ricos en proteínas,
que abundan en África. Finalmente logramos al-
canzar las montañas de Adamaoua y cruzar a
Camerún, donde los pigmeos Baka nos dieron te-
cho y comida. Allí, observando en secreto a una
vieja desdentada que guardaba celosamente los
secretos culinarios de la tribu, obtuve los conoci-
mientos necesarios para desarrollar la siguiente
receta:
PAUPIETTES DE PANGOLÍN FONTANGES.
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expediciones
Ingredientes: Un lomo de pangolín, 8 rodajas de ja-
món crudo de okapi, 120 gramos de Boursin u otro
queso similar, 20 gramos de manteca de hipopótamo
enano, medio litro de vino de palmera, un decilitro de
crema agria. Sal y pimienta al gusto.
MANERA DE HACERSE: El pangolín es un mamífero
desdentado parecido a un lagarto, cubierto de esca-
mas duras y puntiagudas. Vive en los árboles y cuan-
do es perseguido se enrolla, haciéndose una bola
impenetrable con su armadura de escamas. Su car-
ne, muy estimada en las regiones selváticas de África
central, es de una textura y un sabor similar al corde-
ro, aunque más firme y menos grasa. El mejor corte es
el lomo. Las paupiettes se hacen cortando la carne en
pequeños filetes de diez a doce centímetros de largo
por cinco de ancho que se cubren con una rodaja de
jamón crudo (el de okapi, una especialidad de la re-
gión del alto Ibenga, un afluente menor del Ubangui,
es el más indicado para este plato, pero si no es posible
obtenerlo, y la verdad es que el okapi es un animal
cada vez más raro, se puede sustituir por el jamón de
dik-dik ahumado) y se untan con el Boursin. Luego se
enrollan y se sujetan con un palillo de dientes. Las
paupiettes se cocinan en la manteca de hipopótamo
enano y luego se les añade la crema y el vino de pal-
mera. Se sirven con croquetas de mandioca (ver rece-
ta) y puré de frijoles blancos à la crème.
Billy Bones, como buen inglés, prefirió
siempre el roast de pangolín con salsa de menta y
papas al horno. Años después de nuestra aventura
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expediciones
en Camerún, él y otros trece mercenarios británi-
cos fueron fusilados en Angola por tropas de
Holden Roberto, que los había contratado para
combatir al MPLA. En Libreville escuché rumo-
res de que Billy y los otros fueron acusados de de-
serción y ejecutados por su propio comandante,
un chipriota llamado Costas Dimitrakis, como
pretexto para quedarse con unos diamantes que
tenían escondidos cerca de un pueblo llamado
Maquela do Zombo, en el noroeste de Angola.
Dimitrakis, un vendedor callejero de shish kebabs
en Camden Town que decidió hacerse mercenario
después de ver la película —Los perros de la gue-
rra— en el cine, buscó en vano el mapa que seña-
laba el lugar donde estaban los diamantes. Diez
años más tarde mi amigo Hans Matzerath, vetera-
no como yo de Katanga, se encontró en el —
Admiral Benbow—, un bar de marineros en
Ciudad del Cabo, con un holandés borracho que
ofreció venderle el mapa extraviado por doscien-
tos rands. Hans lo compró y unos meses más tarde
partió hacia el norte de Angola, en donde desapa-
reció sin dejar rastro.
La siguiente receta que presento es una variante
del poulet moab, una especialidad congoleña a la
que he agregado algunos elementos europeos.
Aprendí esta receta en Katanga en 1961 cuando
Hans y yo nos encontrábamos luchando a favor de
Moïse Tschombé en contra de la Balubakat
Jeunesse. Recuerdo que un día uno de nuestros
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expediciones
askaris se robó una gallina de nuestro campamen-
to. Hans se encontraba leyendo una novela de Rider
Haggard. Cuando el centinela le informó del robo,
se levantó, tomó su fusil FAL y se dirigió al campa-
mento de los africanos cantando esta canción:
Fuchs, du hast die Gans gestohlen.
Gib sie wieder her.
Sonst wird dich der Jäger holen
mit dem Schiessgewehr.1
Entonces oímos un disparo y vimos a Hans
acercarse con la gallina en la mano. Al día siguien-
te encontramos el cadáver del askari con un agu-
jero en la sien.
Eso era entonces. Hoy en día es diferente.
Cuando el Ejército Patriótico Ruandés y los rebel-
des tutsis derrotaron a su ejército, el Mariscal
Mobutu Sese Seko le pidió a mi compatriota
Christian Tavernier que contratara mercenarios
para defenderlo, como en los viejos tiempos. Esta
vez no sirvió de nada. Las cosas han cambiado en
África. Los blancos hemos perdido el aura de
invencibilidad que teníamos antes. En el Congo
en 1964 un mercenario blanco valía más que cien
askaris negros. Cincuenta hombres decididos bas-
taron para conquistar las islas Comores en 1978.
Ahora es diferente. Los paracaidistas belgas que trein-
ta años antes habían llegado a Stanleyville como
espíritus caídos del cielo, aterrorizando a los
lumumbistas, ahora se dejan desarmar y cortar en
pedacitos por los mequetrefes del Interahamwe...
52
expediciones
—No hay duda. Tiene todos los elementos para conver-
tirse en un best seller internacional—, pensó el represen-
tante de la prestigiosa editorial extranjera, cerrando el
libro. —Tiene el éxito asegurado. Si se vende tan bien
como espero, mi jefe no tendrá más remedio que darme
el ascenso que le pedí—.
—Naturalmente hemos recibido algunas críticas
negativas—, admitió el barbudo, intuyendo erróneamen-
te cierto grado de resistencia de parte de su interlocutor.
—Por ejemplo, que el libro presenta una visión
estereotipada de las culturas africanas, que glorifica la
injerencia extranjera en los países del tercer mundo, que
promueve la extinción de especies selváticas, etc., pero la
verdad es que la controversia nos ha dado publicidad y ha
contribuído a que el libro se venda aún más—.
—Es un producto interesante—, dijo entonces
con fingida ecuanimidad el otro. —Aunque no sé si es
nuestro estilo. Somos una editorial seria. Nuestro catálo-
go incluye más bien obras literarias. Pero creo que podría
persuadir a mi jefe de que nos arriesgáramos lanzando
una primera edición de, digamos, unos cien mil ejem-
plares para sondear el mercado y luego seguir con otros
doscientos o trescientos mil.—
El agente de ventas de la editorial sudamericana
sonrió complacido y tomó un largo sorbo de cerveza.
1 Canción de cuna alemana cuya traducción literal es:
«Zorro, te robaste el ganso./ Devuélvelo./
O si no, el cazador te cazará/ con la escopeta.»
(N. del t.)