El jeque que me amó

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El jeque que me amóLoreth Anne White

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El jeque que me amó (2005)Título Original: The Sheikh who loved me (2005)

Editorial: Harlequín IbéricaSello / Colección: Intriga 40

Género: ContemporáneoProtagonistas: David Rashid y Jayde Asheen

Reeditado por eLit Septiembre 2018

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Argumento

Una tormenta le había regalado el amor de su vida...Cuando el mar arrastró a aquella bella y misteriosamujer hasta la isla del jeque David Rashid, la vida delguapísimo ejecutivo dio un vuelco. Aquella bellezadespertó poderosas pasiones en él, pero ocultaba unsecreto que podría destruirlos a ambos.Jayde Asheen era una espía británica que tenía lamisión de descubrir la verdad sobre los cuestionablesnegocios de David y que se había visto envuelta enuna red de engaños que ponía en peligro la vida deljeque y la de su pequeña.Pronto Jayde tendría que elegir entre el trabajo al quededicaba su vida... y el hombre al que amaba.

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PrólogoEnormes nubes de arena del desierto se levantaban con el fuerte

viento, oscureciendo un sol rojo sangre sobre un mar negro y alborotado. Elpánico se apoderó de Kamilah. Empezó a trepar duna arriba todo lo rápidoque le permitieron sus piernecitas de niña. No debería estar fuera conaquella tormenta. Su padre se pondría furioso.

Sin embargo, eso ahora no importaba. Tenía que conseguir ayuda o lasirena moriría. Después de tanto tiempo, de tanta espera, al final había ido.

Pero estaba herida.Le escocían los ojos por las lágrimas. Le ardían los pulmones. El viento

parecía arrancarle el cabello. El mar que se extendía a su espalda bramabamientras corría, estrellando sus olas espumeantes contra los arrecifes decoral, derramándose en la bahía, agitando sus aguas de ordinariotranquilas.

«Papá, por favor, ayúdame. Antes de que el mar se la lleve otra vez».Las palabras explotaron en su cerebro, ahogando las ráfagas de viento.Palabras que ansiaban ser pronunciadas en voz alta por primera vez enmucho tiempo.

Un relámpago atravesó el cielo. Kamilah se arrojó al sueloinstantáneamente, cerró los ojos con fuerza y esperó el trueno. El estruendoreverberó en su menudo cuerpo, haciéndola temblar. El corazón le latía tanrápido que creía que iba a estallarle en el pecho.

Pero tenía que moverse. Tenía que llegar a donde estaba su padre.Trepó de nuevo por la duna, pero tropezó con una raíz saliente y cayó haciaatrás. Desesperadamente intentó agarrarse a algo y frenar su caídamientras el dolor le laceraba las manos y las rodillas. La arena le quemabalos ojos.

No podía rendirse. No dejaría que aquel mar se la tragara. Porquemamá le había enviado aquella sirena. ¡Estaba segura!

David Rashid clavó un alfiler amarillo en el gran mapa que ocupaba unapared entera de su despacho. El alfiler señalaba el último pozo de RashidPetróleos Internacionales que había sido reclamado por los rebeldes. Enaquel momento se hallaba a plena producción, extrayendo oro negro de laárida llanura sahariana. Oro negro que durante siglos había permanecido

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enterrado bajo las arenas de Azar, y de cuya existencia siempre habíasabido su padre.

Los alfileres rojos que salpicaban el mapa cerca de las fronteras libia yegipcia señalaban las plazas fuertes que el ejército rebelde poseía en eldesierto. Los dos azules al sudeste de Azar representaban el trofeo másimportante de todos: las minas de uranio Rashid. Porque no era un uranionormal. Su mineral poseía una estructura molecular particular que leconfería un inestimable valor en términos de tecnología nuclear. Aquellasminas, únicas en el mundo, habían vuelto a situar a Azar en el tablerointernacional.

David retrocedió un paso, se cruzó de brazos y sonrió. Era una jugadade la que se sentía orgulloso. Y con la que su padre había soñado. Un pasoadelante que reconstruiría su nación tendiendo un puente con pasadasépocas gloriosas, estimularía la economía y devolvería el orgullo a unpueblo olvidado: los beduinos de Azar, los nómadas guerreros de un paísclavado como una cuña entre Chad y Sudán, con Egipto y Libia al norte.

Habría dado cualquier cosa por que su padre hubiera vivido para veraquel triunfo. Eso y su reconciliación con su hermanastro, Tariq. Se rascó labarbilla mientras estudiaba los grupos de alfileres rojos en el mapa,vagamente consciente del ulular del viento que batía las contraventanas, enlos jardines cubiertos del antiguo castillo. Había una pregunta que nodejaba de hacerse: ¿quién apoyaba y financiaba a los rebeldes?

Pero justo en aquel preciso instante la puerta se abrió de golpe,sacándolo de sus reflexiones. Dio un respingo, girándose en redondo. Elviento de la tormenta le estaba llenando de arena el despacho. En elumbral apareció su hija, ondeante la melena oscura y rizada. Estaba muypálida, con sus grandes ojos castaños desorbitados de terror.

-¡Kamilah! -se apresuró a cerrar la puerta. Cayendo de rodillas anteella, la abrazó. Estaba temblando violentamente.

-¿Kamilah? ¿Qué pasa?Seguía mirándolo con los ojos muy abiertos, como si quisiera

traspasarle el alma. David apenas podía respirar. Estaba intentando decirlealgo con aquellos preciosos y expresivos ojos que tenía. Unos ojos quehabían evitado mirarlo directamente desde hacía casi dos años.

Todos sus músculos se tensaron. El fragor de la tormenta pareció

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desvanecerse en los más recónditos rincones de su mente. Tenía miedo demoverse, de respirar siquiera, temeroso de que el menor gesto rompieraaquella leve conexión entre su hija y él, como un finísimo hilo de seda. Nosabía qué hacer. Nunca sabía qué hacer con aquella hermosa niña. Tragósaliva, retirándole tentativamente un mechón de cabello de la mejilla.

No se apartó. Y eso lo animó, estimuló sus esperanzas. Respiró másprofundamente. Le tomó las manitas entre las suyas, mirándola fijamente alos ojos y bajando la voz hasta convertirla en un dulce murmullo.

-¿Qué pasa, Kamilah? ¿Me lo quieres decir? Vio que soltaba untembloroso suspiro. Y que entreabría los labios. David tuvo la sensación deque el corazón se le detenía. Esperó, absolutamente inmóvil. El rostro de laniña reflejó el doloroso combate por pronunciar las palabras. Hasta que derepente cerró los labios, convirtiéndolos en una fina línea. David bajó lacabeza, derrotado. Cerró los ojos. No debió haberse permitido albergaresperanzas. La esperanza no era más que la semilla de la desesperación.

-La... la sirena -susurró de pronto.David abrió rápidamente los ojos. ¡Hablaba!-Ella... necesita ayuda -continuó Kamilah, vacilante, como intimidada

por el sonido de sus propias palabras.Pero para David eran pura música. Una oleada de emoción le anegó el

pecho. Kamilah no había pronunciado una sola palabra en veintiún largosmeses. Desde el accidente. Desde que fue horrorizado testigo de cómo elmar se tragaba a su madre. Y de los desesperados intentos de su padre porsalvarla.

David ya había empezado a hacerse a la idea de que su hija no volveríaa hablar jamás. Y ahora que acababa de hacerlo, le embargó una sensaciónde pánico. El miedo a que si decía algo equivocado, si cometía cualquiererror... volviera a callar para siempre. Ni siquiera podía encontrar la vozpara decir algo. Lo único que podía hacer era abarcarle las mejillas con lasmanos, asomarse a las profundidades de sus ojos y dejar que la emocióndesbordara los suyos.

-¿Papá?El corazón le dio un vuelco en el pecho. ¿Cómo una sola palabra podía

llegar a ser tan maravillosamente dulce?-Ella... -le tiró de la camisa con gesto urgente-... ella se está muriendo,

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papá.La confusión se mezcló con la euforia en su cerebro. Había estado tan

concentrado en el sonido de su voz, en el hecho de que hubiera hablado,que no había prestado atención al significado de sus palabras. Experimentóuna nueva punzada de pánico. ¿Estaría su sensible hija perdiendo todocontacto con la realidad? ¿O quizá reviviendo el accidente?

-¿Quién se está muriendo, Kamilah?-La... la sirena.-¿La sirena?Vio que asentía y vaciló. Se dijo que no importaba. Con tal de que

continuara hablando, le seguiría el juego, aunque fuese con una imaginariasirena. Ya se ocuparían de lo demás después.

-¿Dónde está esa sirena?-En la bahía de la Media Luna.-¿Has estado allí? ¿Con esta tormenta?Esa vez desvió la mirada.-¡No! -«no te cierres a mí», le suplicó en silencio-. Está bien, Kamilah.

Mírame, por favor. Cariño, cuéntame lo que le pasa a esa sirena.La niña volvió a fijar en él sus enormes ojos oscuros.-Está herida. Tienes que ayudarla antes de que el mar se la lleve de

nuevo.-Sí, sí. Por supuesto que la ayudaré. Iré a buscarla.El brillo de esperanza que vio en los ojos de Kamilah lo llenó de gozo.-Pero escucha, tú tienes que quedarte aquí, en el palacio, con Fayha,

¿de acuerdo? La tormenta es demasiado peligrosa para ti.Lo agarró de la camisa. David intentó apartarse, pero la pequeña lo

seguía reteniendo. Se dio cuenta de que no estaba del todo convencida. Noestaba segura de si podía confiar en él. Porque en su momento confió en élpara que salvara a su madre y fracasó.

Se sintió atravesado por una vorágine de emociones. Suspirandoprofundamente, le puso un dedo bajo la barbilla para alzarle delicadamenteel rostro.

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-Escúchame, Kamilah, te prometo buscar a tu sirena. Si está herida, teprometo que la ayudaré. No te fallaré, cariño -«esta vez no», añadió parasus adentros. Haría cualquier cosa con tal de seguir escuchando su voz-.Dame un abrazo -estrechó su cuerpecillo contra el suyo, levantándola envilo.

Sintió el recorrido de sus diminutas manos hasta su cuello antes de quelo abrazara con fuerza. Lágrimas de emoción asomaron a sus ojos. Porprimera vez en casi dos años, había encontrado una conexión, un puente decomunicación con su hija. El corazón le reventaba de gozo.

Con un renovado fuego corriendo por sus venas, bajó a su hija al suelo.Tenía una tormenta con la que enfrentarse, una sirena que encontrar. Y unahija pequeña que había recuperado la voz y la palabra.

El viento era diez veces más poderoso en la expuesta bahía de la MediaLuna. La espuma burbujeaba en las crestas de las olas y las gotas de lluviale azotaban el rostro. ¿Qué era lo que tanto había impresionado a Kamilah?¿Qué había visto exactamente?

De repente lo descubrió. Una forma pálida entre los despojosarrastrados por el mar. Una forma inequívocamente humana. Y femenina.¡La sirena de Kamilah!

Sobre la arena apelmazada por la lluvia, puso a su semental al galope.Conforme se acercaba, la silueta seguía sin moverse. Desmontórápidamente y se arrodilló a su lado.

Yacía entre algas y restos de medusas. Acercó dos dedos a la piel fríade su cuello, buscando el pulso. Estaba viva. Apenas.

Estaba desnuda de cintura para arriba. La melena empapada seenredaba en su torso como una maraña de algas. Tenía los senos másperfectos que había visto nunca. Pequeños, con duros pezones morenos decolor coral en las puntas. Una desgarrada tela verde le envolvía las piernas.

Desvió la mirada hacia el mar alborotado, con las olas estrellándosecontra los arrecifes de filos cortantes como navajas. Era un milagro que nose hubiera destrozado contra aquellas rocas. Le apartó cuidadosamente elpelo de la cara, buscando alguna herida, y se quedó sin aliento. Era de unabelleza exquisita. Tenía cerrados los ojos rasgados, ribeteados por largaspestañas ambarinas. Su piel, del color de la miel tostada, brillaba por la

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lluvia. Pero por debajo de aquel bronceado estaba mortalmente pálida, y notardó en descubrir por qué. Tenía un corte en una sien, sin sangre, lavadopor el agua de mar.

Continuó examinándola con cuidado. Tenía más cortes, uno en uncostado y una herida en el brazo izquierdo. Inconscientemente advirtió queno llevaba alianza de matrimonio ni anillo de compromiso alguno. Unareacción absolutamente primaria, de puro deseo, le aceleró el pulso.

Un trueno resonó sobre sus cabezas. David esbozó una mueca. El vientoarreciaba y un inmenso muro negro parecía alzarse del agua, como lasfauces de un monstruo engulléndolo todo a su paso. Tenía que arriesgarse amoverla. Afortunadamente el doctor Watson seguía en la isla. El mal tiempole había impedido salir para Jartum aquella misma mañana.

Se sacó la daga curva del cinturón y cortó el tejido que le inmovilizabalas piernas. Tras cubrirla con su propia camisa, la levantó con cuidado y lainstaló sobre el caballo. Rezó para que no tuviera ninguna lesión seria en laespalda, porque el movimiento de la montura podría ser fatal.Lamentablemente, con el avance de la tormenta, no tenía otra elección.

Montó, sujetándola contra su pecho, y espoleó al semental. El caballocorrió a toda velocidad por la duna, ansioso de regresar al hogar. David seinclinó todo lo posible sobre la mujer para protegerla de la violencia delviento. Mezclada con la lluvia, la punzante arena le laceraba la espaldadesnuda, una dolorosa sensación que contrastaba con el delicioso contactode su piel tersa y húmeda contra su pecho.

Y mientras cabalgaba hacia el palacio, en lo más profundo de sucorazón, David Rashid comprendió que estaba en un problema.

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Capítulo 1¿Dónde estaba? Abrió los ojos. Una tenue luz pareció deslizarse hasta el

fondo de su cerebro, donde explotó en una violenta punzada de dolor. Loscerró de nuevo.

Podía escuchar un sonido extraño, fantasmal, como el ulular delviento... o el gemido de un alma en pena. Creyó discernir el fragor de lasolas a lo lejos. O quizá fuera su pulso acelerado, que le atronaba en losoídos. Intentó mover la cabeza, pero el dolor la disuadió de hacerlo. Todo ledolía. El cuerpo entero reverberaba con un sordo y rítmico dolor, como sisus venas y arterias fueran demasiado frágiles para acoger la sangrebombeada furiosamente por su corazón.

Probó nuevamente a abrir los ojos. A través de las pestañas podíadistinguir formas y sombras tambaleantes... ¿El fuego de una chimenea?¿Velas? Percibió un exótico aroma. Pero no podía concentrarse.

Una punzada de pánico le atravesó el corazón. De repente sintió unapresencia. Alguien estaba de pie frente a ella. Una vez más se obligó a abrirlos ojos. Era un hombre, que la miraba... Un hombre hermoso, de tezmorena y rasgos afilados, como cincelados en piedra. De pelo negro comoel azabache y ojos azules de mirada penetrante. Unos ojos que parecíantraspasarle el alma.

¡Peligro! El corazón se le encogió de miedo. Había visto aquella cara enalguna parte. Su visión la había puesto en alerta. Se esforzó portranquilizarse, respirando profundamente varias veces. Y se concentró enaquel rostro, intentando recordar en vano por qué supuestamenteentrañaba una amenaza...

Era alto, fuerte, de torso amplio y brazos musculosos cubiertos de vello.Aunque sus muñecas eran anchas, poderosas, tenía los dedos largos y finos.Su tez morena contrastaba casi dramáticamente con el azul casi eléctrico desus ojos.

La energía presente en aquel rostro recordaba a un depredador, a unave rapaz. Todo menos su boca. Sus labios llenos y finamente delineadosredimían aquel rostro de la dureza del resto de sus rasgos, dándole un airede refinada sensualidad. Vio que llevaba unos pantalones anchos ycómodos, y una galabiya blanca que destacaba contra el moreno de su piel.Encajada en el cinturón de brocado, reconoció una jambiya. El corazón ledio un vuelco. Aquella palabra, galabiya... era la ropa de la mayor parte de

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las tribus del Sahara. ¿Y la jambiya? Sólo los árabes llevaban aquella daga ocuchillo tradicional de forma curva. ¿Quién era él? ¿Dónde estaba? Laconfusión y el miedo volvieron a apoderarse de ella.

Era un hombre profundamente atractivo, pero también un enemigo. Noera de los suyos. Tendría que llevar mucho cuidado: su vida dependía deello. ¿Pero cómo sabía todo eso? ¿Y por qué?

Miró nerviosa a su alrededor. La iluminación procedía de un quinqué: deahí la luz tambaleante, con las sombras cambiantes proyectadas sobre lasparedes encaladas, y el extraño olor. Un ventilador de madera girabasuspendido de un techo increíblemente alto. La habitación estabaamueblada con exquisitas antigüedades de madera oscura y barnizada. Vioel arco de herradura de la pesada puerta del fondo, inconfundiblementemusulmán. Por lo demás, no reconocía nada. No tenía la menor idea dedónde estaba. Intentó sentarse.

El hombre se movió de inmediato, poniéndole una mano sobre elhombro:

-Tranquila, relájate. Cada cosa a su tiempo.Se quedó inmóvil al escuchar el profundo tono grave de su voz. Tenía

acento británico, pese a lo cual se advertía también un eco de la sensualguturalidad del árabe. Su mano descansaba cálida sobre su hombrodesnudo, áspera la palma callosa. Fue entonces cuando se dio cuenta deque estaba completamente desnuda bajo la blanca sábana de algodón.

-No me toque -chilló, alarmada.-Como quieras -retiró instantáneamente la mano-. Pero tienes que

tranquilizarte. Has estado inconsciente.-¿Dónde... dónde estoy?-En mi hogar de la isla Shendi.-¿Dónde está eso?-En el Mar Rojo, cerca de la costa de Sudán. Shendi es mi isla privada.

Me llamo David Rashid.-¿El Mar Rojo? -repitió, aterrada. ¿Por qué estaba ella en el mar Rojo?

Era el ulular del viento lo que había oído antes. Soplaba con fuerza,batiendo las contraventanas. Se sentía aturdida. No podía pensar.

-¿Por qué estoy aquí?

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-Recibiste un fuerte golpe en la cabeza. Te encontramos inconscienteen la playa. Fue un verdadero milagro que no te ahogaras.

¿Ahogarse? ¿Un golpe en la cabeza? Tocándose la frente, palpó con losdedos una línea de puntos de sutura a lo largo de una sien, cerca delnacimiento del pelo. Alarmada, se dio cuenta de que había sido un cortebastante profundo.

-Tienes más cortes -le informó él-. En el costado izquierdo y a lo largodel brazo.

Bajó la mirada a su antebrazo. Más líneas de pequeños puntos negros.Levemente hinchados. Los moretones empezaban a desaparecer.

-¿Qué me ha pasado?-La tormenta te arrastró hasta la playa. Necesitamos saber si ibas en un

barco, si había más gente contigo. Hemos organizado una batida, perohasta el momento no hemos encontrado nada.

La confusión nublaba su cerebro. Intentó ordenar sus pensamientos,pero no pudo. La cabeza le dolía terriblemente.

-No te preocupes -alzó una mano con la idea de tocarla de nuevo, peropareció pensárselo mejor-. Ya nos ocuparemos de eso más tarde. Debe deser el efecto de la conmoción. Empecemos con tu nombre.

Abrió la boca para decírselo, pero no pudo. No le salió. Sintió unapunzada de terror. Frenéticamente intentó recordarlo, encontrarlo en sucerebro... fue en vano. Ni siquiera podía recordar su propio nombre. Noparecía capaz de recordar nada. Cómo había llegado a la isla. Dónde habíaestado. O por qué. Si había habido más gente en el barco...

No podía recordar absolutamente nada.Los ojos del hombre la traspasaron de nuevo, cortándola como un rayo

láser mientras esperaba a que dijera algo. La garganta se le secó. Se apretóla sábana contra el pecho como queriendo protegerse del horror de susituación. El viento seguía ululando. Una contraventana crujió en algunaparte.

Seguía observándola, expectante. Pero algo más se había dibujado ensus rasgos. Piedad. La compadecía. Y eso la hacía sentirse infinitamentepeor. Y furiosa. Porque odiaba la compasión.

-Si me dices tu nombre, una vez que consigamos arreglar el sistema de

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comunicaciones, podremos avisar a alguien de que te encuentras bien.Permaneció callada. No tenía la menor idea de quién podría estar

buscándola.-Estoy seguro de que tiene que haber gente preocupada por ti -insistió.Vio que soltaba un profundo suspiro, todavía en silencio, y frunció el

ceño. Escrutó su rostro, haciéndola sentirse más desnuda que lo que yaestaba debajo de aquella sábana.

-No recuerdas tu nombre, ¿verdad?-Por supuesto que sí.Arqueó una ceja, esperando.-Me llamo... me llamo -no le salía. Estaba segura de que lo sabía, como

si estuviera oculto en algún rincón de su mente, esperando en un cajónsecreto de su cerebro.

Le tocó de nuevo el brazo, y ella se encogió con un respingo. Pero esavez no retiró la mano.

-Tranquila, no pasa nada -le dijo con una voz repentinamente cargadade ternura. Su mano, de palma callosa, era exquisitamente cálida. Esa vezsí que encontró un cierto consuelo en su contacto. Y no se apartó.

-Relájate. Voy a buscar al doctor Watson.-¿Un médico?-Te estuvo atendiendo durante la mayor parte de la noche -sonrió-. Yo

le sustituí durante las últimas horas para que pudiera descansar un poco.Voy a llamarlo ahora mismo.

-No -exclamó, experimentando una punzada de pánico. Se esforzó porsentarse y, envolviéndose en la sábana, bajó los pies al suelo-. No necesitoun médico. Estoy bien.

Estaría bien. Tan pronto como pudiera moverse y la sangre le bombearade nuevo al cerebro. Entonces todo volvería. Su nombre, todo. Estabaconvencida.

-¿Dónde está mi ropa?Vio que ladeaba la cabeza, con un brillo burlón iluminando sus ojos

oscuros.

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-No tienes.–¿Qué?-Apareciste en la costa tan desnuda como el día en que naciste... -

sonrió-... aparte de unos harapos de tela verde alrededor de las piernas.Se lo quedó mirando de hito en hito, avergonzada.-¿Quién me trajo de la playa?-Yo.-¿Cómo?-En mi caballo.Oh, Dios. Cerró los ojos. Tenía que moverse: era la única solución. Una

vez que se moviera, se pondría bien. Se obligó a levantarse, sujetando lasábana. Sentía las piernas como si fueran de plomo. Dio un paso adelante ytodo giró a su alrededor. Tambaleándose, tuvo que apoyarse en el borde dela cama. Él la sujetó de un codo.

-No deberías hacer movimientos bruscos.-He dicho que no me toque -se liberó de un tirón. Dio otro decidido

paso al frente. Y otro. Pero su cuerpo no parecía responder. La habitaciónempezó a girar nuevamente a su alrededor. Sintió que sus piernas cedíanbajo su cuerpo. Todo pareció transcurrir a cámara lenta mientras caía aplomo en el suelo, soltando la sábana.

El desconocido actuó con rapidez y logró sujetarle la cabeza para queno se golpeara con el suelo de baldosas. Ella fue consciente de sus manosde palma callosa sobre su torso desnudo, así como del roce de un antebrazoen un seno antes de que la levantara en vilo.

Después, todo se volvió negro.

David tiró del grueso cordón de una campanilla. Su ama de llaves sepresentó casi de inmediato.

-Fayha, ve a buscar al doctor Watson, por favor. Dile que la paciente harecobrado la consciencia por unos minutos. Creo que ahora está durmiendo.

Fayha asintió con la cabeza y se marchó cerrando sigilosamente lapuerta a su espalda. David se volvió hacia la misteriosa mujer que yacía ensu cama. Poco después escuchaba los pesados pasos del médico

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acercándose por el pasillo.A la luz del quinqué, parecía una escultura de cera, una especie de

ángel extraño, surrealista. Debía de tener veintitantos años. Poseía unaexótica y nada convencional belleza, con sus altos pómulos, sus cejaselegantemente delineadas y sus ojos almendrados, ribeteados de largaspestañas de color ámbar. Era alta y esbelta. Pero, por encima de todo, eransus ojos lo que más lo había cautivado. En aquel momento estabancerrados.

Cuando los había abierto, se había sentido impresionado tanto por sutamaño como por su color, de un profundo verde esmeralda. Un hombrepodía perderse en unos ojos como aquellos. Unos ojos del color del mar.

Un inquietante pensamiento lo asaltó de pronto, quitándole el aliento.Aisha se había ahogado en un mar de aquel color. Mientras él estabatranquilamente buceando, admirando la belleza de un arrecife coralino. Lashabía dejado a ella y a Kamilah solas, en el barco.

Sintió una punzada de dolor, de amor, de duelo y de culpa irracional.Habían transcurrido casi dos años. Los recuerdos no deberían ser tanintensos. Pero lo eran. Y una parte de su ser quería que lo fuesen: buscabaincluso el dolor que le producían, como si aferrándose a aquel dolor pudieraconservar el amor de su esposa. Y como si eso pudiera redimir su culpa dealguna forma.

No se merecía disfrutar de mejores y más agradables recuerdosmientras Kamilah continuara sufriendo. Como tampoco se merecía volver abucear en aquellas aguas, algo que no había hecho desde entonces. Ni unasola vez desde la muerte de Aisha.

La mujer gimió suavemente, distrayéndolo de sus reflexiones. Y sepreparó para el impacto de aquellos increíbles ojos verdes. Pero no sedespertó. Su respiración retomó el ritmo regular, con el pecho subiendo ybajando bajo la sábana de algodón. La melena ya se le había secado,formando deliciosas ondas y rizos que no se cansaba de admirar.

Tenía el cuello largo y fino, elegante. Sus ojos recorrieron su cuerpohasta sus senos de puntiagudos pezones, velados por la sábana. Evocó elleve peso de aquellos senos, desnudos bajo la palma de su mano, o contrasu pecho desnudo. Evocó los pezones morenos, con sus puntas de color rojocoral. Y se le secó la garganta.

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Estaba asombrado de sí mismo. Era algo morboso excitarse con unamujer herida, apenas consciente. Una mujer absolutamente vulnerable.Pero no podía evitarlo. Kamilah tenía razón: si hubiera tenido que conjurarla imagen de una sirena en sueños, habría pensado en el rostro y en elcuerpo de aquella mujer.

Una sonrisa asomó a sus labios. En sus sueños esa sirena estaríacompletamente desnuda, los pezones de sus perfectos senos tendrían elcolor del coral, la melena ambarina le llegaría hasta la cintura... con unosenormes ojos que quitaban el sentido y una cola de pez verde esmeralda...

Sacudió la cabeza. Aquello era ridículo. Sus pensamientos y emocionesestaban escapando a todo control. Aquella mujer era real. Un ser humanonormal. Y lo que había confundido con una cola de pez no eran más que unmontón de harapos verdes. Aun así, no podía evitar una creciente sensaciónde irrealidad, como de un sueño repentinamente realizado.

Extendió una mano y le acarició tentativamente una mejilla, casi parademostrarse a sí mismo que no era un producto de su imaginación. Justo enese instante la oyó murmurar algo. Permaneció sin aliento, expectante, conel corazón acelerado. Se sentía tenso, inquieto. El descubrimiento deaquella mujer en la playa lo había dejado completamente trastornado.

El murmullo se convirtió en un gemido y empezó a moverenérgicamente la cabeza de lado a lado, esbozando una mueca de dolor. Enun impulso, le retiró el pelo de la frente.

-Sss, no pasa nada -musitó-. Te pondrás bien. Aquí estarás a salvo.Observó sorprendido que se quedaba inmóvil, como si lo estuviera

escuchando.-Estás a salvo -susurró de nuevo.Dejó de mover los párpados. La tensión de sus rasgos pareció

desvanecerse. Ya se disponía a retirar la mano cuando se quedó cautivadopor la sedosa textura de su pelo. Era insoportablemente suave.

Levantó un largo mechón, dejando que se enredara entre sus dedos. Yfue entonces cuando sintió un súbito, inmenso y doloroso vacío en el pecho.Bajó la mirada a su mano izquierda. Definitivamente no había señal deanillo, ni marca siquiera, nada que indicara que había podido llevar algunoque se hubiera perdido en la tormenta. Un estremecimiento mezclado deesperanza y deseo lo asaltó a traición.

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Se apartó, sorprendido de la intensidad de su propia reacción física.Justo en aquel instante la puerta se abrió de golpe a su espalda. Se girórápidamente para descubrir al doctor James Watson en el umbral, con elmaletín médico en la mano, el pelo gris ligeramente despeinado.Evidentemente acababa de levantarse de la cama.

-No te he oído llegar -gruñó, irritado de que lo hubiera tomadodesprevenido.

El médico lo miró en silencio, con aquellos ojos grises que parecíansaberlo todo sobre él. Lo cual no hizo sino aumentar su irritación.

-Perdona, David. No quería asustarte -señaló la puerta con la cabeza-.El viento me ha quitado el picaporte de las manos. Fayha debe de habersedejado alguna puerta abierta. Hay mucha corriente por los pasillos -entró enla habitación-. Así que se ha despertado, ¿eh? -le preguntó mientras abría elgran maletín negro que acababa de dejar sobre la mesilla-. ¿Qué tal está?

-Parecía encontrarse bien cuando se despertó. Aparte del hecho de queno tiene ni la menor idea de quién es, de lo que le ha sucedido o de cómoha llegado hasta aquí. Ni siquiera se acuerda de su propio nombre. Selevantó, intentó caminar y cayó como un fardo.

El médico asintió con la cabeza mientras le tomaba el pulso. Procedió amedírselo, fija la mirada ceñuda en su reloj. Mientras tanto, David caminabade un lado a otro de la habitación. Por las rendijas de las contraventanas,vio que el cielo se estaba despejando. Eran casi las cinco y media de lamadrugada, No había dormido nada desde que acostó a Kamilah. Minutosdespués Watson se reunió con él frente a la ventana.

-Respira bien y su pulso vuelve a ser normal. Yo diría que estáperfectamente -le informó en voz baja.

-¿Y la amnesia?-No son extrañas las pérdidas de memoria como resultado de golpes en

la cabeza. La amnesia puede durar segundos, días, meses... Incluso años.-¿Puede llegar a ser permanente?-Es posible. Puede que nunca recuerde el accidente que la trajo hasta

aquí.David escrutó su expresión.-Pero hay algo más que te preocupa -adivinó.

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Watson apretó los labios mientras se volvía para mirar de nuevo a lamujer.

-La amnesia retrógrada es una cosa. Pero el hecho de que ni siquierarecuerde su nombre-... -sacudió la cabeza-. Creo que deberíamos llevarla aun hospital para que le hagan un escáner. A Nairobi quizá, o a El Cairo.Mientras tanto, necesitará permanecer bajo constante observación. Y...

Pero antes de que el médico pudiera terminar la frase, la pacientegimió. Ambos se giraron en redondo. Estaba moviendo los párpados.

David se tensó, preparándose de nuevo para la contemplación deaquellos ojos maravillosos, mágicos. El viento había dejado de soplar. Latormenta había amainado. Los rayos del sol se filtraban por las rendijas delas contraventanas, dibujando su reflejo en el suelo.

De repente abrió los ojos. Se quedó mirando fijamente a David,parpadeando con expresión desorientada. Un nudo de emoción sedesenredó en su pecho. Parecía tan perdida, tan vulnerable...

La maciza silueta de Lancaster se recortó en el umbral de la habitacióndel hotel de Jartum. O'Reilly levantó, la mirada de su ordenador portátil. Yse quedó paralizado ante la sombría expresión del recién llegado.

-¿Malas noticias?-Seguimos sin saber nada de ella -Lancaster se pasó una manaza por su

pelo cortado a cepillo y entró en la habitación, bloqueandomomentáneamente la entrada del sol.

-¿Y Gibbs?-Anoche lo recogió un pesquero sudanés. Está destrozado. Es una

suerte que haya sobrevivido. Dice que la vio hundirse en el mar. Que esimposible que saliera viva.

O'Reilly juró entre dientes.-¿Qué diablos vamos a hacer ahora?-Encontrarla. Viva o muerta. Necesitamos asegurar cualquiera de esas

dos posibilidades.O'Reilly se volvió hacia la ventana.-Si salimos a buscarla, si enviamos partidas con gente armada... Rashid

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se enterará.-Entonces lo haremos de otra manera, con sigilo. Y abortaremos

cualquier información antes de que salga a la luz, empezando por laembajada.

O'Reilly asintió.-Si Rashid la encuentra primero... -se interrumpió-. Es un hombre

peligroso.-Sí -Lancaster lo observó en silencio-. Pero si llegan a encontrarse, ella

también -entrecerró los ojos-. Y ahora mismo es un cabo suelto que nopodemos permitirnos.

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Capítulo 2-Éste es el doctor Watson -David le presentó al hombre corpulento y de

pelo gris con quien acababa de conversar en susurros.«¿Para qué tanto secreto?», se preguntó. ¿Le estarían escondiendo

algo? No pudo evitar una punzada de pánico.El médico se acercó a la cama, sonriendo afable.-¿Cómo se encuentra nuestra Bella Durmiente?De cualquier otra persona, aquel comentario le habría molestado. Pero

de aquel hombre, no. Su aspecto inspiraba confianza.-Yo... he estado mejor otras veces -respondió con voz ronca. Le costaba

trabajo hablar y tenía los labios secos y agrietados.-Quiero que siga esta luz con los ojos -le pidió el médico, sacando un

bolígrafo linterna y moviéndolo frente a su rostro.Hizo lo que le decía, obediente.-Muy bien -apagó la linterna y la miró con detenimiento-. Me han dicho

que sufre usted de amnesia.Intentó recordar lo que había sucedido, cómo había terminado en una

playa del Mar Rojo en mitad de una tormenta... pero fue incapaz. Descubrió,aterrorizada, que no tenía ni la menor idea de quién era.

-Ante todo, no se deje llevar por el pánico. No se asuste.«Ya, claro», replicó para sus adentros. Eso era más fácil de decir que de

hacer. David se apresuró a ofrecerle un vaso de agua.Se incorporó ligeramente sobre un codo, aceptó el vaso y empezó a

beber a grandes tragos, ávidamente. Pero él se lo quitó de las manos antesde que pudiera apurarlo.

-Eh, más despacio.Se sintió como si acabaran de quitarle una fuente indispensable de vida.-Estoy sedienta -lo desafió, con un brillo en los ojos.David le sostuvo la mirada, viendo cómo se oscurecían sus pupilas.-Si bebes demasiado rápido... -le dijo con tono dulce, exquisitamente

tierno-... sólo conseguirás ponerte peor. Confía en mí, yo sé lo que es lased. Soy un hombre del desierto.

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¿Confiar en él? Instintivamente sabía que no debía hacerlo. Pero nopodía dejar de mirarlo, de contemplar el brillo de deseo que ardía como unabrasa en sus ojos. El corazón se le aceleró. La respiración también. Y,consternada, se dio cuenta de que su cuerpo estaba reaccionando a aquellamirada. Estaba reaccionando físicamente a la sed que veía en la mirada deaquel hombre.

Vio que se apartaba lentamente de la cama, sin dejar de mirarla.-Me gustaría hacerle unas preguntas, si no tiene inconveniente -la voz

del médico la devolvió a la realidad-. ¿Sabe quién es este hombre? -señalóa David.

Vaciló, temerosa de quedar nuevamente hipnotizada por su mirada yavergonzada por lo que le había hecho sentir.

-Por supuesto. Se llama David Rashid. Nos... nos conocimos anoche.Me... me dijo que me había encontrado en la playa -«desnuda», añadió parasus adentros, avergonzada.

-Muy bien. Es usted capaz de crear recuerdos desde su accidente. Ahoraveamos qué es lo que sabe del pasado -se interrumpió, pensando-. Dígame,¿sabe quién fue John Lennon?

-Claro.-¿Churchill?-Sí -soltó un suspiro exasperado-. Sí, sé quién era Churchill. Y Hitler. He

estudiado historia. Sé lo que fue la Segunda Guerra Mundial. Y la liberaciónde Nelson Mandela. Y la caída del muro de Berlín... -«y que David Rashidestá traficando con uranio susceptible de ser utilizado como armamento»,se dijo sin pensar.

Se quedó helada. El corazón le dio un vuelco en el pecho. ¿De dóndehabía salido aquella información? ¿Cómo la sabía?

-¿Sus padres?El médico seguía hablándole, pero la mente se le había quedado en

blanco.-¿Sabe cómo se llama su madre? ¿Su padre?Cerró los ojos con fuerza, intentando recordar algo sobre su infancia...

Pero no había nada. Sólo un agujero negro.

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-No -respondió en voz baja, abriendo los ojos pero sin atreverse todavíaa mirar a David-. No me acuerdo.

-¿Puede recordar dónde estudió? ¿Estuvo en la universidad? ¿Quétrabajo tenía?

Negó con la cabeza. Vio que el médico se quedaba pensativo. Podíasentir la concentrada mirada de David fija en ella. La confundía, lainquietaba... Necesitaba vestirse. Un cepillo para el pelo. Quizá entonces sesintiera menos vulnerable.

-¿Recuerdas dónde creciste?-esa vez fue David quien le hizo lapregunta.

Volvió a ruborizarse en el instante en que sus miradas se encontraron.Luchó contra aquella reacción para concentrarse en escrutar sus rasgos.¿Por qué intuía que tenía algo que ver con las armas nucleares? ¿Qué teníaque ver el uranio en todo aquello? ¿De dónde le había venido aquelrecuerdo? Intentó rebuscar en su memoria. Fue inútil. ¿Se lo habríainventado? Quizá había sido un producto de la confusa pesadilla que habíatenido.

En aquel momento no podía confiar en su mente. Ni en su cuerpo, y esoera lo que más la aterraba. No quería que aquella gente supiera lo muyasustada que estaba.

-Esto es ridículo -protestó-. Si me acuerdo de Los Beatles, de lossucesos históricos... ¿por qué no puedo recordar cuándo y cómo accedí aesa información? ¿Por qué no me acuerdo siquiera del lugar donde estudié?No tiene sentido -cerró los ojos, sintiendo el escozor de las lágrimas detrásde los párpados.

-Tiene que darse tiempo -le aconsejó el doctor Watson-. Ya haremosmás pruebas después. Mientras tanto... -añadió mientras cerraba sumaletín-... intente relajarse.

«Oh, sí, claro», pensó entre irónica e irritada, con un nudo de emociónen el pecho.

-Eres británica -pronunció David en voz baja.-¿Es una pregunta? -le espetó ella.Un esbozo de sonrisa asomó a sus labios, lo cual no hizo sino irritarla

aún más. Su actitud agresiva, dado lo vulnerable de su estado, parecía

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divertirla.-Una suposición. Tu acento es inglés. Tal vez viniste aquí de vacaciones,

a bucear... Es lo normal en los turistas que bajan hasta la región del Sudán.A no ser, por supuesto, que vivas en la zona. O que estés trabajando aquí,con una organización de ayuda... ¿Algo de todo lo que acabo de decirte teresulta al menos mínimamente familiar?

-No -cerró los ojos.-¿Sabes bucear?-¡No! -exclamó, volviéndolos a abrir.-¿Sabes dónde está el Mar Rojo?-Por supuesto que sí. No soy una inculta. El problema es que no puedo

recordar quién soy - masculló frustrada.David abrió la boca para hablar. Pero Watson lo detuvo con un gesto.-Es perfectamente normal que se sienta usted frustrada -le dijo el

médico-. Es probable que empiece a recuperar la memoria conforme sevaya sintiendo mejor. Y lo primero es comer un poco.

-Por supuesto -exclamó David-. Te pido disculpas. Haré que Fayha, miama de llaves, te traiga el desayuno. ¿Te apetece algo en especial?

-Yo... yo... -rebuscó en su cerebro-. ¡Maldita sea, no lo sé! -se esforzópor sentarse, sujetándose la sábana.

Algo brilló de repente en los ojos de David. Tenía la mirada fija en susdedos, que aferraban el borde de la sábana sobre sus senos.

-No te preocupes -le aseguró con voz ronca-. Averiguaremos quién eres.Tan pronto como volvamos a tener comunicación con el exterior,contactaremos con las embajadas de la región y con el ministerio delInterior de Sudán. No puedes haber llegado a esta parte del mundo sin unvisado, y por fuerza tienes que aparecer registrada en alguna frontera. Sillegaste a Shendi desde Sudán, tendrá que quedar algún rastro. Tambiénavisaremos a las autoridades de Arabia Saudita y Egipto, en caso de quehayas venido en un viaje organizado de buceo, procedente de alguno deesos dos países. Alguien nos terminará diciendo quién eres.

-Eso espero.-Y una vez que haya desayunado -dijo el doctor Watson-, volveré para

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hacerle unas pocas pruebas más. Mientras tanto... -miró a David... -necesitohacer mi equipaje. Tengo que salir para Jartum esta tarde si queremos queese material médico esté en la mina de Ba'ar para finales de esta semana.

David asintió y el médico se encaminó hacia la puerta. Aquello la llenóde inquietud. Aquel hombre afable iba a marcharse para dejarla a solas conél.

-¿Es usted neurólogo? -le preguntó en un desesperado intento porretenerlo.

El médico se detuvo y se volvió lentamente hacia ella.-No, soy médico general -explicó con una sonrisa-. Pero tengo alguna

preparación en psiquiatría y neurología. Trabajo para David.-¿De veras?-Watson trabaja para Rashid Internacional -le aclaró el aludido-.

Atiende a mis empleados en áreas remotas. Es una suerte que estuvieratodavía aquí cuando te encontré.

Rashid Internacional. El nombre le resultaba familiar... como si hubieratenido algo que ver con aquella empresa. Pero eso no podía ser cierto,porque en ese caso tanto David como Watson sabrían quién era ella... ¿ono?

Un ruido en el pasillo interrumpió sus pensamientos. David también looyó. Se quedó inmóvil, escuchando. Una sonrisa iluminó su rostro.

-¿Kamilah? ¿Estás ahí?La niña asomó la cabeza por la puerta. Sus enormes ojos castaños se

clavaron inmediatamente en ella. Tenía la tez muy morena. El cabello, tannegro como el de David, le llegaba hasta por debajo de los hombros.

-Tal como sospechaba -David se dirigió hacia ella, con los brazosabiertos-. Entra, corazón... Te presento a mi hija Kamilah. Fue ella quien tedescubrió en la playa. Te salvó la vida.

Aquello la dejó perpleja. ¿Una niña le había salvado la vida? Kamilahentró en la habitación, recelosa. Con un nudo de tensión en el pecho, Davidesperó a que se acercara a la mujer acostada en la cama. Kamilah no habíavuelto a pronunciar una palabra desde que rescató a su «sirena» de laplaya, a pesar de todos sus intentos por volver a hacerla hablar.

La primera reacción había sido de un profundo abatimiento. Pero al

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menos lo había mirado a los ojos. Y en ellos había leído una inmensagratitud. Aquella mirada lo había llenado de gozo. Incluso le había apretadola mano cuando la llevó a ver a la «sirena» después de que Watson lepusiera los puntos.

Y después, cuando fue a darle el beso de buenas noches, su hija,sonriente, lo había abrazado como si su vida dependiera de aquel contacto.

Aquello había sido como un rayo de sol en un mundo que llevabademasiado tiempo gris. Pero aun así no podía eludir cierta inquietudmientras la veía acercarse a la mujer. La niña abrió mucho los ojos,aparentemente impresionada.

-Hola, Kamilah -su voz había adquirido un timbre exquisitamente suave,melodioso-. Supongo que tengo que estarte muy agradecida. ¿Cómolograste encontrarme en la tormenta?

Esperó su respuesta. Reinaba un absoluto silencio en la habitación.¿Volvería a hablar? La niña se acercó aún más a la cama. Había transcurridomucho, mucho tiempo desde la última vez que David había depositadotantas esperanzas en su hija. Los dos últimos años se los había pasadorehuyendo a los desconocidos. Se le hizo un nudo en la garganta. ¿Seatrevería a hablar ahora?

-Yo... yo te estaba esperando -pronunció bajando tanto la voz queDavid casi creyó que se había imaginado el sonido.

-¿A mí?-Sí. Durante mucho tiempo.David estaba eufórico. ¡Estaba hablando con una desconocida! Y

durante los últimos años no le había dirigido una sola palabra... a él. Sesintió embargado por una curiosa mezcla de alivio y resentimiento.

-¿Me estabas esperando a mí? -inquirió de nuevo la mujer, confusa,desviando la mirada hacia él.

David pudo leer la tácita pregunta en sus ojos. Pero no se movió, ni dijonada. Se volvió entonces hacia Watson. El médico también permanecía ensilencio, como si ninguno de los dos quisiera romper la magia de aquelmomento.

La mujer volvió a concentrarse en Kamilah, consciente de que se estabaperdiendo algo importante. Un dato fundamental que se le ocultaba.

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-Bueno, pues muchísimas gracias por haberme encontrado -murmuró.Y, con aquellas palabras, se ganó inmediatamente el respeto de David.

A pesar de su estado convaleciente, y de su amnesia, había tenido lasuficiente presencia de ánimo para no someter a Kamilah a uninterrogatorio y ponerla en un compromiso. Simplemente se había limitadoa seguirle la corriente.

David observó cómo Kamilah deslizaba su maravillada mirada desde elrostro de la mujer hasta sus pies... y se tensaba visiblemente.

-¿Qué pasa, Kamilah? -le preguntó ella.La niña la miró a los ojos y volvió a fijarse en la inconfundible forma de

sus piernas bajo la sábana. Y David adivinó exactamente lo que la preocupaba. Aquella mujer no tenía cola de pez. Tenía que hacer algo, deciralgo, cualquier cosa. Se aclaró la garganta.

-Kamilah... eh... bueno, creo que esperaba que tuvieras una cola depez.

Todo el mundo se lo quedó mirando asombrado.-Tú... se suponía que tenías que ser una sirena -añadió-. Con una cola

de pez.La mujer lo miraba con la boca abierta. A David se le hizo un nudo en el

estómago. No tenía ni idea de lo que iba a responder. ¿Y si decepcionaba asu hija? Tenía verdadero terror de que Kamilah pudiera volver a retraersecuando descubriera que no era una verdadera sirena.

-¿Una cola de pez?David asintió.Continuó mirándolo, intentando leer sus pensamientos, adivinar su

juego, hasta que lentamente se volvió hacia Kamilah.-Así que debería tener una cola, ¿eh, Kamilah? Por favor, no me digas

eso. ¿Es que la he perdido?Watson aprovechó el momento para reírse por lo bajo, aligerando la

tensión del momento.-Bueno, si la tenía antes, ya no la tiene. Y sí, yo diría que la ha

perdido...El médico lo había tomado por una broma y la había seguido, socarrón.

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Pero David no lo encontraba tan divertido. Sabía lo mucho que significabapara Kamilah. Y sin embargo, la mujer sí que intuyó aquella importancia:

-Pero tú parece que piensas que debería tenerla, ¿no, Kamilah?La niña asintió con la cabeza, muy seria.-Mmmm -de repente sonrió. Una sonrisa cálida, luminosa. Una sonrisa

que llegó hasta sus ojos verde esmeralda, encendiéndolos con su luz. Davidse la quedó mirando con arrobo, hechizado una vez más por su belleza.

Pero no era sólo su belleza física lo que lo intrigaba. Poseía una especiede latente confianza en sí misma, y en aquel momento se hallaba al mandode aquella situación tan extraña para ella, a pesar de su amnesia. O a pesardel hecho de que estuviera desnuda bajo la sábana, un detalle del que élparecía incapaz de olvidarse.

Asombrado, vio que cubría delicadamente la mano de Kamilah con lasuya.

-Esas cosas suelen pasarles a las sirenas cuando llegan a tierra. A vecespierden la cola a cambio de otra cosa... como un par de piernas -explicó,bajando la voz hasta -convertirla en un murmullo-. Ah, y tienes que recordarque a veces las cosas no son lo que parecen. No son como te dicen tus ojos.Tienes siempre que tener una mente abierta, porque una nunca puede estarsegura de en qué momento surge de repente la magia de un cuento -sonrió-. Pero eso ya lo sabes tú, ¿verdad? Yo creo que lo sabes todo sobre loscuentos.

Durante unos segundos, nadie dijo nada. Diminutas motas de polvobrillaban iluminadas por los dorados rayos del sol que entraban por lasrendijas de las contraventanas.

-¿Cómo te llamas?El susurro de Kamilah cortó el silencio. David soltó un profundo suspiro

de alivio. Su hija se estaba curando.-Kamilah, yo no tengo nombre. Al menos todavía. No puedo recordarlo.

Me di un fuerte golpe en la cabeza, y no puedo recordar quién soy ni dedónde vengo.

Kamilah asintió con expresión solemne, como si la hubiera entendidoperfectamente. Como si resultara normal que las sirenas, al quedar varadasen las playas, no sólo perdieran la cola de pez sino también la memoria. De

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pronto se volvió hacia su padre y se lo quedó mirando expectante.A David se le hizo un nudo en la garganta, sorprendido por el brillo de

urgencia que veía en sus ojos.-¿Qué pasa, Kamilah? ¿Qué es lo que quieres?La niña seguía esperando, con una expresión ansiosa.-¿Kamilah?Seguía sin decir nada. ¿Por qué no le hablaba a él? ¿Por qué él tenía

que adivinarlo todo a partir de su mirada? ¿Qué era lo que quería? Watsonse le acercó entonces para susurrarle:

-Quiere que le des un nombre, David.-¿Qué?-Que le pongas un nombre -lo urgió el médico-. Quiere que le des un

nombre a la sirena.Kamilah asintió, sin dejar de mirarlo fijamente. Y David se sintió

acorralado. Se devanó los sesos intentando encontrar alguno. Kamilahesperaba. Todos esperaban. ¿Por qué de repente había caído semejanteresponsabilidad sobre sus hombros? Era absurdo. Tragó saliva, aclarándosela garganta.

-Sahar -pronunció al fin.Volvió a hacerse un denso e incómodo silencio, como si todo el mundo

estuviera esperando a que explicara su elección. Pero no podía. Ni lo haría.Era algo demasiado personal, una decisión demasiado íntima. Porque Saharsignificaba «despertar». Amanecer. Un nuevo comienzo. Y lo había elegidopor el efecto que su aparición había generado en su hija. Aquella mujerhabía logrado que aquella preciosa y minúscula flor del desierto volviera ala vida después de haberse marchitado.

Y además su cabello tenía el mismo color que los amaneceres en eldesierto del Sahara... La mujer lo miraba desde el otro extremo de lahabitación. Algo extraño e inescrutable pareció dibujarse en sus rasgos.

-Gracias -susurró-. Es un nombre precioso.David se encogió de hombros. Se sentía incómodo. Toda aquella

situación lo había desconcertado. Pero en seguida se vio recompensado porla radiante sonrisa de Kamilah, que asentía con cara de felicidad. El corazón

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le dio un vuelco de gozo. Habría hecho cualquier cosa con tal de ver feliz asu hija.

La mujer, Sahar, se volvió hacia la niña:-Cariño, ¿sabes dónde una sirena como yo podría conseguir un poco de

ropa que ponerse... y un cepillo para el pelo?Kamilah vaciló. Pero al instante se giró en redondo y salió a la carrera

de la habitación. Sólo entonces adivinó David a dónde había ido.-¡No! -gritó-. ¡Espera! ¡Kamilah!Pero Watson lo detuvo de un brazo.-Déjala, David. Necesita hacerlo. Necesita seguir adelante. Los dos lo

necesitáis.David apretó la mandíbula. Se le había acelerado el corazón y le

sudaban las palmas de las manos. Podía sentir la mirada de la mujerclavada en él, expectante. Se sentía expuesto, vulnerable. Humillado por supropia reacción irracional.

Liberándose de Watson, salió de la habitación a grandes zancadas.Caminó por el pasillo, furioso, con las botas resonando en los suelos debaldosas.

-¡Fayha! -tronó. El eco de su voz se multiplicaba en las arcadas delpalacio-. ¿Dónde estás?

-¿Señor? -su ama de llaves apareció en aquel instante, procedente de lacocina.

-Ayuda a Kamilah, por favor -le pidió-. Yo voy a salir a montar un rato.-¿Dónde está?-En... -vaciló-... en la habitación. La habitación de las cosas de su

madre.La mujer abrió mucho los ojos.-Hazlo y ya está -giró sobre sus talones y se encaminó hacia las

cuadras.Ya estaba dentro cuando se dio cuenta. Debería haber sido él quien

estuviera ayudando en aquel momento a Kamilah. Debería estar en aquelpreciso instante en esa habitación, buscando entre las cosas de Aisha.Hurgando en el pasado precisamente para dejarlo atrás. Pero no podía.

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Simplemente no podía ir allí. No había vuelto a abrir aquella puerta desdeque Kamilah y él volvieron al palacio de Shendi.

No había dejado que entrara ningún sirviente en la habitación despuésdel funeral. En el momento, no había sido capaz de tirar o de dar nada.Había amado demasiado a su esposa para hacer algo semejante. Eso habríasido como traicionar de alguna manera su memoria.

Pero ahora... habían pasado ya dos años. ¿de qué podría servirles acualquiera de los dos rebuscar en aquellos viejos recuerdos, tocar la ropa deAisha, acariciar su sedosa textura, aspirar su fragancia? Las lágrimas lequemaban los ojos.

Aferrarse a los recuerdos era una cosa. Rebuscar físicamente en elpasado era algo muy diferente. Él ya se había despedido. Había aceptado elhecho de que Aisha se había ido. No tenía ninguna necesidad de hurgar ensu pasado, y tampoco debería hacerlo su hija. Ambos tenían que mirar haciadelante. No hacia atrás. Y todo era culpa de Sahar. Cerró los puñosmientras atravesaba furioso el jardín, hacia las cuadras. Había polvo yarena por todas partes. Aquella horrible tormenta parecía haber puesto elmaldito mundo cabeza abajo.

Abrió las puertas de las cuadras y aspiró el familiar aroma a heno. Leayudaba a despejarle la cabeza. Fue directamente al pesebre de Sarakah.

Estaba sacando al semental cuando tomó conciencia de lo queverdaderamente le irritaba. Era el hecho de que su pequeña hubierareaccionado tan bien a una completa desconocida. Le había hablado conuna fluidez tal que nadie habría podido pensar que había permanecidomuda hasta aquel momento. Había despertado a la vida, simplemente.

Después de todo lo que había intentado hacer por Kamilah, después detodo el tiempo transcurrido, una misteriosa mujer había aparecido derepente en sus vidas para obrar el milagro. Y todo ello cuando deberíahaber sido él quien rompiera el caparazón bajo el que se había refugiado suhija. Necesitaba esa victoria. Necesitaba saber que su hija le habíaperdonado. Completamente. Y aquella mujer le había robado ese consuelo.

El resentimiento lo devoraba por dentro. Pero a la vez no podía evitarsentir una enorme gratitud hacia Sahar por su milagro. Un sentimientociertamente complejo, en el que prefería no pensar demasiado. Porque leobligaba a enfrentarse al hecho de que aquella mujer no sólo habíadespertado a su hija, sino que había removido algo estremecedor y

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poderoso en él. Había conseguido que volviera a sentirse vivo. Y excitado.El problema era que no quería sentirse así. No quería sentir aquel

insidioso ardor en su bajo vientre, aquel crudo deseo por una mujer que nisiquiera sabía quién era. Y que no tardaría en dejar Shendi y abandonar aKamilah tan pronto como recordara su identidad.

Apretó los dientes. Era mejor que se marchara, más temprano quetarde. Tenía que salir de aquella isla antes de que Kamilah se encariñarademasiado con ella.

Salió a cabalgar con Barakah, disfrutando de la mañana refrescada porla tormenta. El sol se alzaba en el horizonte, arrancando reflejos dorados almar. Mientras montaba al semental sólo podía pensar en lo mucho queaquel color se asemejaba a la larga melena rizada de Sahar.

Soltó un juramento en árabe. Necesitaba que se marchara. No podíaempezar a sentir aquellas cosas por una mujer que tenía otra vida, quizáincluso otro hombre. Y no podía consentir que Kamilah sufriera daño alguno.

Con una punzada de furia, espoleó a Barakah.Necesitaba desahogarse, gastar energías, despejarse la cabeza. Para

cuando volviera, esperaba que su técnico hubiera restablecido lascomunicaciones con la isla. Después, sin perder tiempo, se concentraría enaveriguar quién era aquella mujer y de dónde había venido.

Sólo entonces podría devolverla al lugar al que pertenecía.

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Capítulo 3Sahar se quedó escuchando hasta que los furiosos pasos de David

Rashid se disolvieron en un eco distante. Se llevó una mano a la frente.¿Cómo era que conocía el significado del nombre que acababa de darle?¿Conocía acaso la lengua árabe? ¿O sólo el significado de los nombresárabes? ¿Y por qué se sentía conmovida, emocionada, por el nombre que lehabía puesto?

Watson interpretó mal su confusión:-¿Le duele la cabeza?-Eh... no. Sólo estaba intentando recordar.-No necesita acelerar el proceso. El cuerpo es una máquina perfecta

dotada de sus propios mecanismos de curación... pero hay que darletiempo.

Tiempo. Ella no tenía tiempo. ¿Por qué tenía la sensación de que se leestaba acabando?

-Volveré una vez que se haya vestido y haya comido algo. Luegoharemos unas cuantas pruebas más, ¿de acuerdo?

Sahar asintió con la cabeza mientras el médico se dirigía hacia lapuerta.

-¿Doctor?-¿Sí? -se volvió para mirarla.-Lo de Kamilah... la historia de la sirena...Watson vaciló antes de explicárselo.-Esa niña no ha pronunciado una sola palabra en dos años. Desde la

muerte de su madre.-¿Qué sucedió?-Aisha Rashid se ahogó en un accidente de barco no lejos de las costas

de esta isla -sonrió tristemente-. A David le costó un enorme esfuerzoregresar aquí. Volver a Shendi fue su máximo sacrificio con tal de que suhija volviera a la vida. Ha hecho todo lo humanamente posible paraconseguir que volviera a hablar. Y nada ha funcionado hasta ahora... hastaque llegó usted.

-¿Yo?

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-Eso es. Kamilah Rashid no ha pronunciado una sola palabra en casi dosaños... hasta que la encontró a usted en la playa.

-¿Y ella... ella realmente cree que soy una sirena?-En el hecho de que la tome por una criatura fantástica radica

precisamente la clave de su curación. Usted la ha ayudado a salvar elabismo existente entre su mundo particular, protegido por el silencio, y elmundo real.

-¿Pero entonces... por qué se ha enfadado tanto su padre?-Ah, supongo que en eso intervienen varios factores -sonrió-. A Rashid

le gusta controlar las situaciones. Estar al mando. El quería ser el primeroen curar a su hija. Y ahora se encuentra delante de una sirena que haobrado el milagro por él -rió entre dientes-. Usted ha herido su orgullo, perono se preocupe. Estará perfectamente una vez que se haya lamido susheridas. Volveré después.

Y se marchó, cerrando la pesada puerta a su espalda. Sahar se sintióinmensamente aliviada de poder quedarse un rato a solas. Necesitabapensar. Bajó cuidadosamente los pies de la cama y se incorporólentamente, procurando que no se repitiera el episodio de su desmayo.Sintió la frialdad de las baldosas en las plantas de los pies. Se apoyódurante unos segundos en la cama mientras salía de su aturdimiento.Luego, enredándose en la sábana, se acercó al gran espejo oval del armarioque se hallaba al otro extremo de la habitación.

Titubeó, casi temerosa de mirarse. Aspirando profundamente, se plantóante el espejo. Los ojos que le devolvían la mirada eran los suyos. Al menoseso le decía la lógica. Se acercó más, acariciando su reflejo con las puntasde los dedos. Había algo vagamente familiar en aquella imagen. Era comosi estuviera mirando a alguien con quien se hubiera cruzado una o dosveces, pero sin saber dónde ni cuándo.

Estudió aquel rostro. ¿Quién sería? ¿Una turista? De algún modo, no sesentía una turista. ¿Sabría bucear? Quizá sí. Lentamente se desenredó lasábana y contempló el resto. No llevaba ni joyas, ni pendientes ni pulseras.Ni la menor pista que la ayudara a recordar su identidad.

Pero algo no encajaba. Echaba algo de menos. La sensación persistíacomo un hormigueo en la nuca. Y con un sobresalto, se dio cuenta de quese estaba tocando la mano izquierda, exactamente el dedo donde debería

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llevar una alianza matrimonial... si acaso había tenido una. Frunció el ceño.¿Por qué tenía la incómoda sensación de echarla en falta?

Se tocó los cortes y magulladuras del costado izquierdo. ¿Habría estadoa bordo de un barco cuando estalló la tormenta? ¿Habrían sobrevivido losdemás? No recordaba absolutamente nada sobre cómo había llegado a laisla de David Rashid. Frustrada, volvió a enredarse la sábana en torno alcuerpo y se acercó a las contraventanas. Nada más abrir una, la deslumbróla luz del sol.

Desaparecida la punzada de dolor, con los ojos todavía cerrados, alzó lacara. La caricia del sol resultaba singularmente consoladora. Aspiróprofundamente, sintiendo cómo la tensión empezaba a disiparse. Era comosi acabara de nacer. Sin ropa. Sin identidad. Sin pasado. Sólo el presente.Sólo aquel calor en la cara para transmitirle la sensación de estar viva, depertenecer al mundo. No sabía si tenía familia, o incluso si tenía hijos,aunque intuía que no; la mera idea le resultaba ajena. Quizá tenía unamante, alguien que en aquel preciso instante estuviera terriblementepreocupado por ella. ¿Tendría un empleo? ¿Una casa, un apartamento?

El pánico amenazó con asaltarla de nuevo. Se llevó una mano alestómago, intentando tranquilizarse. El médico le había dicho que esossíntomas serían previsibles: vértigo, ira, rechazo. Era lo normal, le habíaasegurado. ¿Pero qué tenía de normal su situación?

El distante sonido de unos cascos de caballo, amortiguado por la arena,la sacó de sus reflexiones. Abrió los ojos. Protegiéndose los ojos con unamano, se asomó a la ventana. La vista le quitó el aliento. A través del arcode herradura, un mar de color turquesa brillaba al fondo. Las olas lamían lacosta a lo largo de una playa de arena blanca.

La costa iba adquiriendo tonos crema, ocres y anaranjados según ibaascendiendo ladera arriba, hasta llegar a las ondulantes colinas, muy cercade su punto de visión. Una vez allí, la vegetación rodeaba los muros delcastillo en que se encontraba. Parpadeó asombrada. ¿Un castillo?

Se asomó aún más, mirando a derecha e izquierda. Sí, parecía unauténtico castillo árabe. Sus altos muros se extendían a derecha e izquierdade la ventana, con galerías de arcos. Al extremo de uno de ellos, el edificiose prolongaba con un ala que terminaba en un torreón cuadrado conpequeñas torretas. En otras zonas, el tejado presentaba caídas a dos aguascon gruesas tejas de color rojo decoloradas por el sol.

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El sonido de los cascos que había oído fue creciendo. Se apoyó en elalféizar, buscando al jinete. Entonces lo vio. Acababa de rodear el ala máslejana del castillo y estaba atravesando la arena al galope, a lomos de unsemental blanco, hacia una cresta rocosa del terreno. El corazón le dio unvuelco. David y el caballo formaban una oscura y poderosa silueta recortadacontra el mar brillante. Montaba a pelo, sin silla. Como un intrépidoguerrero del desierto.

Pensó que tenía un aspecto tan salvaje y peligroso como el propiodesierto del Sahara. Pero... ¿cómo sabía eso? ¿Había estado en el Sahara?Sus dedos se aferraron a la gruesa laja de piedra del alféizar.

Una vez en lo alto de la cresta, el caballo pareció encabritarse y se pusosobre dos patas. Sahar contemplaba la escena sin aliento. Pero David lodominó sin aparente esfuerzo y bajó la ladera al galope, en direccióncontraria. Podía ver el lomo brillante de sudor del caballo y los reflejos queel sol arrancaba al cabello del jinete. Siguió oyendo el resonar de los cascoshasta que se perdió en la distancia.

Retrocedió un paso, repentinamente consciente de su pulso acelerado.¿Quién era aquel hombre? Le había dicho que dirigía una empresa, RashidInternacional. Un escalofrío le recorrió la espalda, como un malpresentimiento. Quizá tuviera un papel que jugar, alguna misión o encargorelacionado con él y con su empresa. Algo subversivo. Parecía intuirlo en unlóbrego rincón de su mente. Experimentó una punzada de miedo.

Intentó recuperarse. No podía permitirse dejarse arrastrar por el miedo.No tenía a nadie en quien confiar. Aquella batalla tendría que librarla sola.De repente la puerta se abrió de golpe a su espalda. Se giró en redondo.

Pero sólo era Kamilah, con una tímida sonrisa en los labios... y cargadacon un montón de ropa. Consternada, se dio cuenta de que acababa delevantar los puños en posición de ataque, con una pierna preparada parasoltar una patada. Había reaccionado por instinto a una posible agresión...

-Kamilah -forzó una sonrisa-. Me has asustado.La niña entró en la habitación y dejó su carga de ropa sobre la cama.

Sahar se obligó a relajarse. Acercándose a la cama, acarició las finasprendas de seda.

-Son preciosas, Kamilah... ¿de dónde las has sacado?-Eran de mi madre -respondió, bajando la mirada.

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Se quedó helada.-Oh, pero yo no puedo llevar la ropa de tu madre...Lentamente alzó sus enormes ojos castaños. Y Sahar leyó en ellos un

brillo de dolor. Se agachó para quedar a su altura.-No es porque no me guste... Creo que son los vestidos más bonitos que

he visto en mi vida. Pero no creo que tu padre se ponga muy contento si meve con esta ropa. Y yo no quiero molestar a nadie.

Vio que le temblaba ligeramente el labio inferior, y se sintió perdida,desorientada. Aquella pobre niña parecía haber proyectado tanta ilusión enque se pusiera esa ropa... Suspiró.

-De acuerdo, está bien... me probaré uno.La expresión de Kamilah se iluminó. Inmediatamente escogió un

vestido de seda verde.-¿Crees que éste me sentará bien?La niña asintió con la cabeza. Sahar lo aceptó y se volvió hacia el

espejo. Había elegido muy bien. El color verde esmeralda hacía juego consus ojos. Se estaba acercando al espejo oval cuando una luz cegadora leatravesó el cerebro. Contuvo una exclamación mientras se llevaba unamano al corte de la sien. Era como si hubiera visto algo. Como si acabara deexplotar un fragmento de recuerdo que tuviera algo que ver con el color deaquel vestido. Pero la sensación desapareció con la misma rapidez con quehabía surgido. Dejó cuidadosamente el vestido sobre la cama. No. No podíaponérselo. Tenía que encontrar una manera de decírselo a Kamilah sin darleun disgusto. Pero antes de que pudiera decir algo, escuchó de nuevo elinequívoco resonar de los cascos del caballo de Rashid. Se giró de nuevohacia la ventana y allí lo vio, ascendiendo al galope rumbo a la cresta queacababa de bajar. Otra vez contuvo el aliento ante aquella imagen tansugerente, de una belleza básica, primigenia.

-Ese es mi papá -pronunció Kamilah a su lado.-Vaya, desde luego sabe montar. Qué caballo tan bonito.-Tiene muchos caballos. Ese es Barakah, su semental. Lo acaba de

domar -se le notaba el orgullo en la voz.-Es increíble. Parece como si hubiera nacido sobre un caballo.-Más o menos -sonrió la niña.

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-¿Y eso?-Mi... mi papá solía montar con su papá, el jeque Omar Ben Zafir

Rashid, cuando era muy pequeño, en el desierto. Fue allí donde aprendió.-¿Un jeque? ¿Tu abuelo es un jeque? -al ver que asentía, añadió-: ¿Él

también vive aquí?-No. Murió. Como mi mamá. Era el jefe de una tribu nómada del

desierto. Ahora papá es el jeque.Sentía una enorme curiosidad. De alguna manera, instintivamente,

había sabido que David Rashid estaba conectado con el Sahara.-Así que es de allí de donde procede tu padre: del desierto del Sahara.Kamilah volvió a asentir.-Pero también tiene algo de acento inglés. Entonces... ¿es que es de

dos sitios a la vez? ¿De Inglaterra y del desierto? -experimentó una punzadade culpa por presionarla de aquella manera para conseguir información,pero no podía evitarlo.

La niña sonrió tímidamente.-Sí, y me ha estado enseñando a montar. Caballos y también

dromedarios.-Tu papá debe de sentirse muy orgulloso de ti.-No -negó con la cabeza, muy seria-. Está enfadado conmigo.-¿Por qué? Oh, cariño, ¿por qué habría de estar enfadado contigo?-Po-porque no... no puedo hablar.-Oh, pero...-se arrodilló frente a ella-... si estás hablando ahora mismo.

Y muy bien. ¿No te oyes?Vio que los enormes ojos se empezaban a llenar de lágrimas.-Yo... yo... puedo hablar contigo, pero... pero no puedo... hablar con mi

papá. Ni con nadie.-¿Porque yo soy una sirena? ¿Es por eso por lo que hablas conmigo?-Sí -respondió con un hilo de voz-. Porque sabía que mamá te enviaría a

ti desde el mar.Un nudo de emoción le subió por la garganta.

Page 39: El jeque que me amó

-¿Y por eso me estabas esperando? ¿Sabías que tu madre te enviaría aalguien desde el mar, porque fue allí donde se marchó?

Las lágrimas rodaron por las mejillas de Kamilah. Sahar la tomósuavemente de los hombros y la miró a los ojos.

-Kamilah, ¿has hablado con alguien desde que murió tu madre?La niña negó con la cabeza.-¿Con nadie en absoluto?-Yo... yo... tenía que hacerlo -sollozó-. Tenía que decirle a mi padre que

estabas en... en la playa, para que fuera a rescatarte. Tenía que hablar,porque si no el mar te habría tragado.

-¿Y no has vuelto a hablar como él desde que me encontraste?Negó con la cabeza. Sollozó de nuevo y nuevas lágrimas resbalaron por

sus mejillas.-Oh, cariño, ven aquí... -la atrajo hacia sí y la abrazó con fuerza. Hundió

la nariz en su cabello perfumado.Un espontáneo y creciente sentido de la responsabilidad inflamó su

corazón. Quería decirle que ella no era una sirena. Pero ni siquiera sabíaquién era. Tenía un nombre postizo. Carecía de pasado, de futuro. No erauna persona de verdad, al menos a los ojos de aquella niña. Era como uncuento encarnado en un cuerpo de mujer.

Y la sola idea la hizo sentirse tan sola y perdida... como debía desentirse la propia Kamilah. La niña la necesitaba, pero Sahar también lanecesitaba a ella. Necesitaba aquella conexión, aquel abrazo, aquelcontacto humano. De alguna manera le proporcionaba un asidero en elvertiginoso vacío de su mundo.

Aquella niña probablemente necesitara a su madre por las mismasrazones. Para sentirse segura. Querida. Tenía que ayudarla, al precio quefuera. En aquel momento, Kamilah era el único lazo que la ataba a algúnsentido o propósito en la vida. Se le formó un nudo en la garganta cuandosintió sus manitas acariciándole el pelo. Incluso en medio de su situación, laniña se preocupaba de ofrecerle consuelo. Era una preciosidad, unamaravilla. Inteligente y cargada de un silencioso, solitario dolor. Susubconsciente había fabricado el cuento de la sirena para ayudarla aexplicar lo inexplicable: por qué los seres queridos tenían que morir. Aquella

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fantasía la ayudaba de algún modo a justificar la tragedia. Y porfiadamente,contra toda lógica, ahora Kamilah pensaba que Sahar era una las sirenasenviadas por su madre desde el mar con el fin de ayudarla. Un regalo delmar, a cambio de aquello de lo que el mismo mar se había apropiado.

En aquel preciso instante, Sahar se prometió solemnemente hacer todolo posible para ayudar a Kamilah, a cualquier coste. Ella se convertiría real yconscientemente en aquel regalo del mar.

Y, con un poco de suerte, para cuando hubiera recuperado la memoria yrecordado su identidad, Kamilah ya no necesitaría de cuentos y fantasías...y ella podría así abandonar la isla Shendi.

-Kamilah, mírame, cariño.La niña levantó su rostro lloroso hacia ella.-Escúchame, Kamilah. Voy a hacerte una promesa. Te ayudaré a

recuperar tu voz perdida... si tú me prometes Que me ayudarás a recuperarla memoria.

Vio que le empezaban a temblar los labios.-¿Trato hecho, corazón?Kamilah asintió, secándose las lágrimas con la manita, y se lanzó de

nuevo a sus brazos.-Por favor... -susurró, acariciándole el cuello con su aliento-, por favor,

nunca... nunca te vayas... como... como mi mamá. Por favor, no regresesnunca al mar.

-¿Crees que ella está fingiendo? -David apretó con fuerza el vaso quetenía en la mano. Tenía que dominar aquella furia irracional, el extrañoremolino de indefinibles emociones que lo asaltaba cuando pensaba enSahar.

-No, yo no estoy diciendo eso.David dejó el vaso sobre la mesa de un golpe.-¿Entonces qué estás diciendo, Watson?El médico lo miró en silencio, con expresión tranquila:-¿Por qué no te sientas, David?-Estoy bien de pie -esperó a que continuara.

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-De acuerdo. Lo único que estoy diciendo es que su amnesia parece serpsicológica en origen.

-¿Qué quiere decir eso exactamente?El médico bebió un sorbo de té con hierbabuena.-Quiero decir que creo que necesita un especialista, un psiquiatra. Sus

constantes vitales están perfectas. Le he hecho varias pruebas básicas dememoria y aparte del olvido de su identidad y de su historia personal, no hedetectado ninguna otra disfunción con carácter retrógrado, ni señal algunade lesión física.

-Así que todo el problema le viene de la cabeza, ¿eh?-Digamos que sí. Parece tener un desorden disociativo, procedente

principalmente del trauma. Es probable que se trate de algún mecanismo deautodefensa contra algún trauma. Pero para estar al cien por cien seguros,necesitamos que la vea un especialista, David. No quiero apresurarme asacar conclusiones.

-¿Crees que se está negando inconscientemente a recordar todo lorelacionado con su accidente?

-Es posible.-O fingiendo tal vez.El médico dejó su vaso sobre la mesa, suspirando.-Eso siempre es difícil de decir.David se pasó las manos por el pelo. Aquel asunto se estaba tornando

demasiado complicado. Había ocurrido algo muy semejante con Kamilah. Lehabía costado meses aceptar el hecho de que el trauma del accidente habíaenmudecido a su hija. Porque una parte de su ser siempre había creído queKamilah conservaba algún control de sí misma. Que, de alguna manera yvoluntariamente, se había negado a hablar. Que había sido una elecciónsuya.

Había pasado por todas las fases posibles, desde la furia a lafrustración. Hasta llegar a aceptarlo, mal que bien. Aun así, en el fondonunca había podido librarse de la sospecha de que quizá Kamilah loestuviera castigando por no haber sido capaz de salvar a Aisha.

Ningún especialista de Londres había sido capaz de ayudarla. Ytampoco a él. Sólo Watson lo había ayudado a aceptar el hecho de que

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Kamilah no controlaba realmente su capacidad de habla, sino que seencontraba atrapada en una especie de trampa psicológica. Y ahora habíaaparecido aquella mujer. Más problemas de psicología.

-Deduzco de tus palabras que una atención estrictamente médica, queno psicológica, no es urgente.

-Su vida, desde luego, no corre peligro.-Bien -David dejó también su vaso sobre la mesa-. Mi técnico me ha

asegurado que el sistema de comunicación por satélite estará listo paramañana por la mañana. Mientras tanto, cuando esta tarde vayas a Jartum,informa de todos los detalles a la embajada británica y al ministerio delInterior. Espero que difundan avisos a través de Interpol, los periódicos, loque sea, de manera que alguien pueda identificarla durante los próximosdías. Algún pariente o amigo podría venir a recogerla para llevarla a algúnpsiquiatra de su ciudad o de su país... sea cual sea.

Watson apuró su té y se levantó.-Me parece bien. Esta misma tarde me pasaré por la embajada.

Mientras tanto, detalles tan nimios como un aroma familiar o un sonidopodrían ayudarla a recuperar la memoria, disparar el mecanismo delrecuerdo. Una vez que se aferre a un recuerdo en concreto, los demáspodrán volver en cascada.

-Ya. Espero que eso suceda más temprano que tarde.-Podría ser traumático que volvieran todos a la vez, David. Necesitará

que alguien la ayude a superarlo.-Sí -miró su reloj-. El helicóptero ya debería estar listo. Te acompaño.Pero el doctor vacilaba.-¿Qué pasa ahora?-¿Por qué estás tan enfadado, David? Esa mujer no tiene la culpa de

nada.-Ah, no juegues a psicoanalizarme, doctor Watson.-Te preocupa lo del cuento de la sirena. Por Kamilah.David soltó un profundo suspiro, observando el rostro surcado de

arrugas de Watson. Aquel hombre era su amigo. Sus intenciones eranbuenas. No tenía ningún derecho a proyectar su frustración sobre él.

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-Sí -admitió-. Me preocupa que pueda perder todo contacto con larealidad. Y su anormal vínculo con esa mujer -«así como la alarmanteatracción que yo siento por ella», añadió para sus adentros.

-Kamilah ha empezado a hablar, David. Ambos acabáis de dar un pasoenorme. A partir de ahora, todo serán avances.

-Kamilah cree que esa mujer es una criatura de ficción. Esa es la únicarazón por la que ha hablado.

Watson se echó a reír.-Sirena o no sirena, eso ha conseguido derribar sus barreras mentales.

Úsalo, David. Usa los recursos que el azar ha dejado en tus manos.-El único recurso que el azar ha puesto en mis manos es una mujer

anónima que ha aparecido de repente en mi playa en medio de unatormenta. ¿Por qué mi vida no puede ser un poco más sencilla?

-Porque tú no eres un hombre sencillo, David -el médico amplió susonrisa.

-En serio, Watson. Esa mujer se irá en unos días. ¿Cómo nosquedaremos nosotros?

-¿Nosotros? -inquirió, arqueando una ceja.-Me refiero a Kamilah -su lapsus mental lo dejó desconcertado. Y ese

desconcierto debió de reflejarse en su expresión, porque el médico lo mirócon curiosidad.

-Es una mujer muy hermosa, David.-¿Qué diablos tiene eso que ver con nada? -le espetó.Watson alzó una mano en son de burlona rendición.-De acuerdo, de acuerdo... Pero cualquier hombre de carne y hueso no

podría dejar de advertir que es una mujer bellísima.-Y probablemente ya comprometida con alguien -no pudo evitar

comentar David.-Ah, así que tú también lo has advertido... -sonrió-. Hay esperanza para

ti, después de todo.-Esa mujer será historia tan pronto como recupere la memoria. Cuanto

antes se marche, mejor para todos. No vaya a ser que Kamilah se vinculecon ella más de lo que ya está.

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Como tampoco él deseaba sentirse atraído por ella más de lo que yaestaba... El médico asintió, todavía con un brillo divertido en los ojos.

-Para esta misma tarde, la historia de nuestra bella amnésica empezaráa circular por todas partes. Las personas como ella no pasandesapercibidas, David. Sobre todo en un lugar como Sudán. Pronto losabremos.

David observó al médico mientras se marchaba. Pocos eran los detallesque escapaban a su mirada sagaz. Había descubierto la inevitable atracciónque sentía por Sahar, y eso no había hecho sino irritarlo aún más. Al menoshabía podido controlar exteriormente su libido, Que su deseo sexualresultara tan obvio lo sacaba de quicio. Eso significaba que, muyprobablemente, Sahar también se había dado cuenta. Lo cual le otorgabaun poder sobre su persona que no quería que tuviera.

Porque David Rashid siempre se aseguraba de conservar el poder ensus manos.

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Capítulo 4David sacó su copa de brandy a la terraza que dominaba la laguna, con

el mar como telón de fondo. El cielo, limpio de nubes, aparecía salpicado deestrellas.

La cena con Kamilah había sido muy especial. Los dos solos. No habíavuelto a hablar con él, pero se habían comunicado con la mirada. Watsontenía razón. Aquello era un progreso. Y él iba a aferrarse a ese progreso. Sepermitió relajarse. Con la copa en la mano, se dedicó admirar el reflejo dela luna rizándose en el agua. Su yate se mecía suavemente en la laguna.Desde donde estaba podía oír el tintineo de la driza contra el mástil.

Saborear una copa de cuando en cuando era uno de los pocos lujosoccidentales que se permitía. Hijo de inglesa y árabe, la mitad de sueducación había transcurrido en el desierto y la otra mitad en los palaciosde la aristocracia británica. Era un hombre forjado por dos culturas. Susdetractores veían en aquella dicotomía una debilidad. Pero él lo habíaconvertido en su mayor ventaja. En la fuente de su energía, tanto en losnegocios como en la vida. Bebió un sorbo de brandy, estirando las piernas.

-Todo está tan tranquilo...Dio un respingo y casi se atragantó con el brandy.-Parece mentira que hace tan sólo unas horas hubiera una tormenta tan

fuerte.Se volvió para mirarla. Estaba de pie en el arco de la entrada. A su

espalda, la lámpara del comedor proyectaba un halo de fuego en torno a sumelena dorada. La llevaba medio recogida con una cinta, escapadosalgunos mechones que agitaba la brisa. Iba vestida con una amplia camisade algodón que le llegaba hasta los muslos, con unos pantalones blancosdel mismo tejido. En los pies, unas chanclas de cuero demasiado grandes.Se había puesto la ropa de Watson.

Tenía un nudo en la garganta. Había esperado, o más bien temido,verla con la ropa de Aisha. Y allí estaba ahora, con la ropa de Watson que,contra todo pronóstico, le daba una imagen exquisitamente sensual yfemenina. No encontraba la voz para hablar. Durante unos segundos nopudo hacer más que contemplar su silueta a contraluz, admirado. Lo cual leevocó el recuerdo de sus senos pequeños y perfectos, con sus durospezones del color del coral.

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El pulso se le había acelerado. Aquella mujer parecía generar ese efectosobre su cuerpo. Se aclaró la garganta, pero aun así la voz le salió ronca:

-¿Y esa ropa?-Del doctor -sonrió-. ¿Puedo acompañarte?-¿Cómo es que llevas la ropa del doctor Watson? ¿Qué ha pasado con la

que te dio Kamilah?-No me pareció bien ponérmela -respondió, entrando en la terraza-. No

quería molestar a nadie. Le dije a Watson lo que me pasaba y él me ofreciósu guardarropa. Me temo que es lo mejor que he podido encontrar -se miró,sonriendo.

David también sonrió, casi a su pesar. Estaba impresionado. Su tacto ysensibilidad, dadas las circunstancias, hacían que se sintiera como un brutoinsensible.

-Estás fantástica -le dijo, sincero.-Gracias.Se acercó a él, de modo que David pudo embeberse de su limpio y

fresco aroma.-No te has reunido con nosotros en la cena -una parte de su ser había

ansiado volver a verla. Pero otra había reaccionado con alivio cuando noapareció.

-He cenado en los cuartos de los sirvientes.-¿Por qué?Le sonrió. David no podía apartar los ojos de aquella sonrisa. Advirtió

que en una mejilla se le dibujaba un hoyuelo. Aquello le daba un airemalicioso, como si le estuviera ocultando un secreto. O como si estuvierajugando con él.

-No quería interrumpir un momento tan privado, entre Kamilah y tú -vaciló-. El doctor Watson me habló de ella y de su... problema.

Se la quedó mirando en un absorto silencio. Sahar se había acercadomás a su silla. Se le erizó el vello de los brazos, y un calor abrasador se fueextendiendo a partir de su bajo vientre. Su cuerpo parecía indefenso anteella mientras contemplaba embelesado el reflejo de la luz de la luna en susrasgos.

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-¿Cómo fue la cena? Quiero decir... con Kamilah.Aquella pregunta lo pilló desprevenido, por su carga de intimidad.-Especial.Sahar esperó a que continuara.-No me habló, si es eso lo que quieres saber -vio que arqueaba una ceja

ante lo brusco de su tono, y experimentó una punzada de culpa-. Pero secomportó de una manera... insólita en ella -no pudo evitar sonreír alrecordarlo-. Incluso se rió cuando le conté un chiste de dromedarios.

Sahar también sonrió. Pero no fue la misma sonrisa que había vistoantes. Había un sordo dolor en las profundidades de sus ojos, algo quedesmentía su aparente control de sí misma. Era la mirada de alguien a laderiva. Perdido. Incluso un poco temeroso.

Se estaba esforzando por parecer tranquila, confiada. Estaba intentandotrascenderse a sí misma, olvidarse de su propia tragedia preocupándose porKamilah y por él. Pero David había vislumbrado la verdad que ocultaba.Sufría por dentro. Y eso le hizo sentirse nuevamente culpable.

-Me alegro de haberte encontrado -le dijo ella-. Te he estado buscandopor todas partes. Este palacio es un verdadero laberinto.

Su voz sedosa lo tenía hipnotizado. Era tan maravilloso escucharla...-¿Me estabas buscando? -lo había necesitado.Aquello no pudo menos de agradarlo.-Quería preguntarte si habías recibido algún contacto de tierra firme... a

propósito de mi desaparición.Su respuesta lo devolvió de golpe la realidad. Tosió levemente.

Recordando sus buenas maneras, se levantó y le sacó otra silla.-No, me temo que no. Las comunicaciones todavía no están reparadas.

Toma asiento. ¿Te apetece un brandy?-No, gracias. Necesito mantener la mente despejada si quiero llegar a

recordar algo -explicó mientras se sentaba.Intentó parecer despreocupada, pero a David no le pasó desapercibida

la decepción de su tono.-Como no había vuelto a saber de ti... -añadió-... supuse que no habría

ninguna información. No dejaba de decirme que, en el instante en que

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supieras algo, me lo comunicarías en seguida -lo miró-. ¿Me equivocaba?Se había quedado desolado. Sahar había estado esperando todo el día

a que surgiera alguna noticia. Y durante todo ese tiempo él había estadopensando en cómo deshacerse de ella, o al menos minimizar el impactoemocional que le provocaba. Mientras que ella, además, había sido losuficientemente respetuosa como para no ponerse la ropa de Aisha niinterrumpir su cena con Kamilah.

-Por supuesto que te informaría de inmediato -se apresuró a asegurarle,sintiéndose culpable-. Con un poco de suerte, sabremos algo mañana. Mitécnico calcula que para primera hora el sistema de comunicación porsatélite volverá a funcionar.

-¿Lo afectó la tormenta?-Sí, en esas ocasiones la arena lo invade todo. Utilizamos un sistema de

ese tipo para que los teléfonos del palacio puedan funcionar como siestuvieran conectados a una línea fija. El único problema es que la antenade radio tiene que estar instalada en el exterior, con lo que está expuesta alas tormentas.

Sahar se tensó de pronto, abriendo mucho los ojos, y le diobruscamente la espalda. David frunció el ceño. ¿Qué era lo que había dicho?Contempló su perfil. Se estaba abrazando el estómago, con la mirada fija enel mar. ¿Qué habría causado aquel súbito cambio de humor?

-¿Te encuentras bien?-No... quiero decir, sí, estoy bien. Yo sólo... he tenido una sensación.-¿Has recordado algo? -se inclinó hacia ella.-No... no lo sé. Quizá -forzó una sonrisa y se apresuró a cambiar de

tema-. Eres un hombre muy afortunado al poseer semejante paraíso. Estelugar es bellísimo.

-Sí que lo es -repuso, mirándola fijamente a los ojos-. Una preciosidadSahar titubeó ante aquel comentario cargado de doble sentido, pero le

sostuvo la mirada. El aroma a jazmines parecía espesarse en torno a ellos.Al fin se volvió de nuevo, pero no antes de que David vislumbrara un ciertobrillo de interés en sus ojos.

-¿Son frecuentes ese tipo de tormentas por aquí? -le preguntó con vozronca.

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Su evidente reacción física lo había excitado insoportablemente. Se lesecó la garganta. Intentó decirse que todo aquello era ridículo, quecomenzar a pensar en ella de esa manera era un completo absurdo. Era unamujer vulnerable. En su estado, no era capaz de tomar decisionesracionales. Y probablemente tendría un amante esperándola en algunaparte...

-No -respondió-. Las tormentas así son raras. Cuando estallan, no traenlluvia -y añadió, ladeando la cabeza-: Ni sirenas.

Se echó a reír, y el sonido de su risa lo tomó por sorpresa. Era ronco,rico en matices, sensual. Pero incluso mientras sonreía, David advirtió quese estaba frotando nerviosamente un brazo. Como si por dentro todavíasiguiera angustiada.

Se preguntó si podría ayudarla incitándola a recordar algo, lo que fuera.Por otro lado, aún no había descartado del todo la posibilidad de queestuviera fingiendo su amnesia...

-¿Qué es lo que sabes sobre el Mar Rojo? - le preguntó de pronto.-Nada en realidad... me parece.-Es extraño que te haya traído a nuestra costa un mar del que no sabes

absolutamente nada.Sahar dejó de frotarse el brazo.-Lo dices como si no me creyeras.David bebió un largo trago de brandy mientras estudiaba su expresión.

En ningún momento consiguió hacerle bajar la mirada.-No, te creo -declaró al fin-. Al fin y al cabo, ¿qué habrías de ganar

fingiendo una cosa así?-Esa es una pregunta retórica, ¿verdad? No puedo creer que se te haya

ocurrido pensar que me he estado haciendo la enferma.-Exacto.David no era hombre que confiara con facilidad en los demás. Si lo

hubiera hecho, nunca habría alcanzado la posición que ostentaba. De niñohabía aprendido en el desierto que siempre había que vigilar la espalda.Constantemente.

Pero su actitud de sospecha la había ofendido. En aquel instante lo

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estaba mirando furiosa. Pese a ello, le complacía ver que había recuperadosus energías. La furia, la ira, eran cosas con las que podía enfrentarse. Nadaque ver con la desesperada soledad que antes había leído en sus ojos.

-Créeme -empezó Sahar en voz baja, perfectamente tranquila-. Notengo ninguna intención de quedarme en una remota isla del Mar Rojo conun hombre que duda incluso de que haya perdido la memoria -se levantó dela silla-. Si has pensado siquiera por un momento que estaba disfrutandomínimamente de esta situación, te equivocas de medio a medio... y ademáses sencillamente repugnante por tu parte. Porque no puedo esperar a salirde esta maldita isla.

David la agarró de una muñeca cuando se disponía a marcharse.-Perdona. He dicho una inconveniencia, es verdad. Pero es que todo lo

que ha sucedido es tan extraño... Ni siquiera me puedo imaginar lo quesiente una persona al perder la memoria. Te pido disculpas.

Miró indignada la mano con que la estaba agarrando. Pero no parecíadispuesto a soltarla. No hasta que le hubiera dicho todo lo que tenía quedecirle.

-¿Me perdonas? -insistió, y sonrió lenta, de liberadamente, conscientede estar desplegando el famoso encanto de los Rashid.

La sintió relajarse bajo sus dedos. Y experimentó una típica satisfacciónmasculina. Su encanto había suscitado su efecto. Aquella mujer no erainmune. Le soltó el brazo.

-Por favor, toma asiento.Aceptó, pero un brillo de recelo persistía en sus ojos. Así que se sintió

impelido a despejarlo de alguna manera.-Debería hacer algo más que disculparme. Como por ejemplo darte las

gracias por haber conseguido que mi hija vuelva a hablar.La expresión de Sahar se suavizó.-El doctor Watson me dijo que no había hablado durante cerca de dos

años, desde que falleció su madre -vaciló, consciente de que estaba pisandoun terreno inseguro-. Siento mucho lo que os pasó, David. Kamilah y túdebisteis atravesar momentos muy difíciles.

David se tensó. No habría debido abrir aquella puerta. No sabía qué eralo que le había impulsado a hacerlo. Desvió la mirada.

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-Todo eso es historia.Sahar tuvo el buen sentido de no presionarlo. Continuaron sentados en

un incómodo silencio, contemplando el reflejo de la luna en el mar.-David -le dijo ella de pronto.-¿Sí?-Yo... quiero que sepas que pienso hacer todo cuanto esté en mi mano

para ayudar a Kamilah.-¿Por qué?-Porque, de alguna manera, me siento responsable. Yo... -vaciló-. No sé

cómo explicarlo, pero siento que tengo una conexión con ella... como sisupiera perfectamente, por haberlo vivido... todo lo que está pasando.

David quiso tocarla, consolarla, compartir su propio dolor con ella. Pero,en lugar de ello, cerró la puerta que había abierto.

-Probablemente para mañana por la noche ya te habrás ido de aquí -leespetó, brusco.

Un inmenso dolor brilló por un instante en sus ojos. Se apresuró adesviar la vista.

-Sí -repuso en voz baja-. Espero haberme ido para entonces -se levantópara marcharse.

Y él la dejó irse. Soltó un juramento en árabe antes de apurar el restode su copa.

Para colmo, se sentía inevitablemente atraída por aquel hombre a unnivel básico, primario. David le despertaba reacciones en las que demomento prefería no pensar. No cuando, supuestamente, él era unenemigo. Lo grotesco era que, pese a todo, se sentía impulsada aconsolarlo, a aliviar su dolor, a ayudarlo a recuperar a su hija, a conectar denuevo con ella. Eso era justo lo que había intentado hacer. Ayudar. Y era surechazo lo que le dolía tanto.

A pesar de todos sus esfuerzos por evitarlo, se le escapó un sollozo. Unsollozo que convulsionó todo su cuerpo, convirtiendo en lágrimas lafrustración acumulada.

Sahar tuvo que hacer un enorme esfuerzo para no echar a correr.

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Atravesó tranquilamente la terraza y volvió a entrar en palacio. Pero unavez dentro, se apoyó en la fría pared de azulejos y cerró los ojos con fuerzapara no llorar de frustración. Estaba temblando, presa de un caos decontradictorios sentimientos. Sabía exactamente cómo funcionaba elsistema de comunicaciones por satélite de David Rashid. El descubrimientola había dejado consternada en el mismo instante en que él estabaempezando a explicárselo. En un remoto rincón de su cerebro, sabía queesa información concreta resultaba de vital importancia para ella. ¿Pero porqué?

Se estremeció. Cuantos más fragmentos de recuerdos iba reuniendo,más ominosa se tornaba en conjunto su situación. Todo ello la hacíasentirse tremendamente vulnerable, como si un invisible enemigo estuvieraestrechando el cerco en torno a ella.

David estaba furioso consigo mismo. No habría debido dejarla marcharasí. Se levantó como un resorte de la silla, atravesó a grandes zancadas laterraza para entrar al comedor... y se quedó paralizado.

Estaba apoyada en la pared, con la cabeza baja, los ojos cerrados. Y lasmejillas bañadas en lágrimas. Se le cerró la garganta. Él era el culpable deaquello.

-Sahar.Abrió los ojos. Al verlo, ahogó una exclamación e intentó huir, pero él la

detuvo de un brazo.-Yo... yo no quería que me vieras así -susurró.-Oh, Dios mío, Sahar, lo siento de verdad. Yo no quería...-No -se liberó-. No es nada. Simplemente estoy cansada. Necesito

dormir. Supongo que me habré puesto sentimental con el cansancio -forzóuna débil sonrisa-. Bueno, al menos estoy aprendiendo algo sobre mímisma.

Lo miró con aquellos enormes ojos verdes. Unos ojos hipnóticos,embriagadores, cargados de un océano de emociones. David se sintióinexorablemente atraído hacia ella. Estaba tan cerca que podía sentir lacaricia de su aliento en los labios. Tuvo que recurrir a toda su fuerza devoluntad para contenerse.

-Sahar, era sincero cuando antes te di las gracias... por haber ayudado

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a Kamilah.Se lo quedó mirando en silencio, con los labios entreabiertos. La

expresión de dolor y frustración que veía en sus ojos le desgarró el corazón.Le apartó delicadamente un mechón dorado de la frente para recogérselodetrás de una oreja.

-En el desierto -murmuró- la lluvia es un regalo enviado por los dioses.No hay nada más espiritual que la lluvia en el desierto. Porque no sólo traela vida. Es la vida -se aclaró la garganta. Era su mirada lo que lo habíaobligado a decirle aquello. Y ya no podía echarse atrás-. Tú viniste con lalluvia, Sahar. Y como la lluvia, le devolviste la vida a mi pequeña. Tú ladespertaste. Y también a mí. Esa es la razón por la que escogí tu nombre.Sahar. Significa amanecer, despertar. Un tiempo de nuevos comienzos. Decrecimiento. De vida. Quiero que lo sepas. Quiero que sepas por qué loelegí.

El tiempo pareció fundirse en la mirada de Sahar, con una amplia gamade inescrutables emociones desfilando por su rostro.

-Es un nombre muy hermoso, David -pronunció al fin-. Gracias -bajó losojos-. Ojalá fuera el mío de verdad. Quiero decir que... ojalá pudiera llevarlopara siempre.

Aquella frase lo dejó fulminado. Porque sabía que nada en la mujer quetenía delante podría ser para siempre. Sería historia en cuestión de días, yharía bien en recordarlo. Pero, en aquel instante, intentar alejarla de sulado le parecía tan lógico como detener el curso del sol.

-Yo... debo irme a la cama -balbuceó-. Buenas noches, David. Y graciaspor tu hospitalidad, y por tu ayuda -se volvió para marcharse.

La contempló mientras se alejaba, contoneando sensualmente lascaderas, la espalda bien recta, la barbilla alta, con su melena de un doradorojizo cayendo en cascada hasta su cintura. Tenía un nudo en la garganta.En realidad no la había ayudado en nada. Incluso había sospechado de ella.

Se había ocupado solamente de Kamilah y de él mismo, receloso deque su presencia pudiera trastornar su rutina o su relación con su hija. Nose había detenido a pensar en ningún momento en su angustia, en susensación de pérdida, de vacío.

-Buenas noches, Sahar -susurró.Pero ella ya no podía oírlo.

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O'Reilly descubrió a Lancaster en el otro extremo de la barra, a travésde una nube de humo. Se dirigió directamente hacia él, abriéndose pasoentre los clientes del local.

-¿A que no adivinas quién se ha dejado caer esta tarde por la fiesta delembajador?

-¿Quién?O'Reilly miró por encima de su hombro antes de inclinarse hacia él,

bajando la voz:-James Watson. El doctor de David Rashid en persona.Lancaster se tensó.-¿Y?-La tienen. En la isla Shendi.-Dios, tienes que estar bromeando... Sobrevivió a la tormenta...-Puedes apostarlo. Y atento a esto: tiene amnesia. Según el médico, ni

siquiera sabe quién es. Aparte de eso, está bien.Lancaster echó la cabeza hacia atrás y soltó una corta carcajada.-¿Qué quería el médico del embajador? -Rashid lo envió. Nuestro jeque

está intentando descubrir quién es. Quiere que el embajador lo difunda.-Abórtalo.-Eso ya está hecho -sonrió O'reilly-. Rashid nunca se dará cuenta -llamó

al camarero para pedir un whisky. De repente se le ocurrió algo-: ¿Pero ysi...? Quiero decir... ¿y si realmente ha perdido la memoria? ¿Y si realmenteno está fingiendo?

Lancaster concentró la mirada en su copa.-Entonces estamos seguros. Mientras tanto, esperaremos a que

contacte con nosotros. Si no lo hace, nos haremos pasar por parientessuyos, entraremos allí y la neutralizaremos. Si establece el contacto... -sonrió, perverso-... entonces, socio... volveremos al trabajo.

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Capítulo 5Una luz dorada se filtraba por las rendijas de las contraventanas,

proyectando líneas de sombra en las paredes encaladas. Parpadeó variasveces, desorientada, hasta que recordó. Estaba amaneciendo. Seguía enShendi. Y no conservaba recuerdo alguno de su identidad.

Aquel pensamiento la dejó paralizada por un instante. Se quedócontemplando las sombras del techo. Estaba atrapada. Encerrada dentro desu propia mente, en una isla remota con un hombre que la abrasaba pordentro cada vez que la miraba. Un hombre que podía ser peligroso... si almenos pudiera recordar por qué. Un hombre que la había bautizado con elnombre de Sahar. Lágrimas de frustración le quemaban los ojos. ¿Cómodiablos iba a desenvolverse en una situación semejante? Entonces seacordó de Kamilah. Kamilah podía entender algo de la prisión mental enque se encontraba. Quizá por eso se identificaba tan bien con ella. Si lapequeña podía resistirlo, ella también. Cerró los ojos en un esfuerzo porahuyentar el pánico. Todo el mundo cargaba con su propia cuota de dolor.Todo era relativo. Además, ese día podría descubrir quién era. Ese día quizárecibieran alguna noticia de la embajada en Jartum. Las cosas podíanempezar a mejorar. Tenía que pensar en positivo.

Apartó las sábanas y se sentó. Necesitaba correr un poco y hacer algode ejercicio para aclararse la cabeza. Una vez que la sangre empezara abombear enérgicamente por sus venas, quizá su materia gris comenzaratambién a funcionar debidamente. Se puso la ropa del doctor Watson sobrela sencilla ropa interior blanca que le había facilitado Fayha y salió al largo yfresco pasillo. Se detuvo. El día anterior, el ama de llaves le había enseñadolas dos alas de la casa para que pudiera orientarse, pero aquello seguíapareciéndole un laberinto. Como su propia mente.

Giró hacia la izquierda y recorrió varios pasillos y jardines repletos dejazmines, buscando el arco de piedra que la llevara a la franja de playa, dearena blanca como el azúcar, que había divisado el día anterior desde laterraza.

De repente sonó el teléfono de su escritorio. David alzó rápidamente lacabeza de sus papeles. El sistema de comunicación por satélite volvía afuncionar. Se quedó mirando el aparato. ¿Watson, quizá? ¿A las seis de lamañana? Quizá se tratara de alguna noticia de Sahar. Alguien que la

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hubiera identificado.Sonó por tercera vez, y David sintió una inexplicable opresión en el

pecho. Se dio cuenta de que en cierta manera, todavía no estaba preparadopara averiguar quién era ella. Levantó el auricular.

-David, soy Larry Markham. Llevo dos días intentando hablar contigo.Al escuchar la voz de su abogado, soltó un profundo suspiro de alivio.-Markham. Una tormenta nos estropeó el sistema de comunicación.

Hemos estado incomunicados hasta ahora. ¿Todo bien por la oficina deLondres?

-Sí, todo bien. Sólo quería avisarte de que voy a mandarte por fax todosesos papeles que me solicitaste. Tan pronto como les des el visto bueno,haremos que los firme Tariq. Eso lo colocará al frente de la segunda minade uranio y del pozo más septentrional de Azar.

-Gracias. ¿Has hecho los ajustes necesarios en el contrato?-Sí. En caso de fallecimiento tuyo, Tariq mantendrá en su poder esas

minas, pero permanecerá bajo control del consejo de administración que túmismo nombraste. Tus planes para Azar se ejecutarán de todas maneras,sea quien sea quien quede al frente de Rashid Internacional.

-Bien. Envíame esos papeles. Ah, y... gracias, Markham -nada máscolgar el auricular, empezó a funcionar el fax.

Se desperezó, estirando los músculos de la espalda. Luego se quedómirando fijamente el teléfono de nuevo. Pensó que debería llamar a Watsony averiguar lo que había sucedido en la embajada. Miró su reloj. No, erademasiado temprano. Y en aquel momento necesitaba salir a montar.

Pero mientras se dirigía hacia las cuadras, se dio cuenta de que enrealidad sólo estaba posponiendo lo inevitable. Y, definitivamente, noquería preguntarse por qué.

Sahar se descalzó antes de pisar la arena, calentada ya por el sol de lamañana. Saboreó la sensación de su finísima textura en sus plantasdesnudas. Protegiéndose los ojos con una mano, barrió con la vista ladeslumbrante franja de playa. Arena y más arena durante kilómetros ykilómetros. Olas que lamían rítmicamente la costa. Aquello estabaempezando a levantarle el ánimo.

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Comenzó a correr. La brisa marina jugaba con su pelo mientras elejercicio tonificaba sus músculos. Aumentó el ritmo, cada vez más rápido.Se sentía libre. Verdaderamente libre.

Corrió todavía más rápido. Le parecía algo tan natural como respirar.Era como si fuera ella misma... Aquello la hizo detenerse casi en seco: ¿ellamisma? Era la memoria de su cuerpo, de sus células, quien se lo decía. Y lahabía escuchado intuitivamente. Su cuerpo había suspirado por aquellasensación de liberación desde el mismo instante en que se despertó esamañana. Pero su mente, de manera consciente, no había recordado que erauna entusiasta de la carrera. Ni por qué.

¿Qué más sabría su propio cuerpo que no supiera ella?David frenó a Barakah en lo alto de la cuesta y le acarició el cuello.

Hombre y animal sudaban copiosamente. Aspiró profundo, contemplando elmar. Le encantaba aquel lugar. Allí se sentía como si estuviera por encimade todo, como si nada pudiera afectarlo.

Entonces la vio. El corazón le dio un vuelco. Estaba corriendo por lafranja de arena que se extendía al pie de la cresta rocosa. Admiró comohipnotizado sus movimientos rápidos, fluidos, naturales. El sol arrancabareflejos dorados y cobrizos a su melena, que ondeaba al viento. Desdedonde estaba podía distinguir el brillo de sudor de sus brazos.

Silbó de admiración. Para ser una sirena, sabía mover muy bien laspiernas. Vio que se detenía de pronto, inclinándose y apoyando las manosen las rodillas. Luego se incorporó de nuevo y levantó el rostro hacia el sol.Estuvo así durante un buen rato, inmóvil. Se preguntó por lo que estaríapensando.

Vio entonces que juntaba las palmas de las manos cerca del pecho,como si estuviera rezando. Luego elevó los brazos perfectamenteextendidos, sin separar las manos, y adelantó una pierna, flexionándola.Parecía estar haciendo un ejercicio de yoga, como saludando al sol de lamañana.

Se encogió de pronto, para de inmediato lanzar una patada lateral.David- se estremeció ante aquel agresivo a la vez que fluido movimiento.Continuó observándola, cautivado, mientras desarrollaba la secuencia, concada patada o movimiento de brazos fundiéndose perfectamente con elsiguiente. Se preguntó dónde habría aprendido aquella complicada técnica,mezcla de lucha y de ballet.

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Vio que se detenías mirando a su alrededor, confusa. Se acercó a unamontaña de basura y residuos arrojados por el mar. Recogió un pedazo demadera y lo desechó. Siguió buscando, hasta que lo encontró. Una pieza demadera larga, estrecha y aplanada, tan larga como su brazo. Sujetándolacon las dos manos, empezó a blandirla como si fuera una espada, girandosobre sí misma. Se movía rápidamente, combatiendo a un imaginariocontrincante.

Una sonrisa asomó a los labios de David. Era una atleta fantástica. Nose sorprendió demasiado, dadas sus condiciones físicas. El pensamiento desu cuerpo desnudo volvió a excitarlo.

-Vamos, Barakah -enfiló su montura hacia el sendero que bajaba hastala playa-. Veamos cómo se encuentra nuestra sirena esta mañana.

La playa estaba vacía cuando rodeó la cresta y llegó al bosquecillo depalmeras que crecía abajo. Sorprendido, barrió la zona con la mirada. Noestaba por ninguna parte. Si apenas hacía unos segundos que Sahar habíaestado allí... De repente descubrió el montón de ropa sobre la arena. Laropa del doctor Watson. Desvió inmediatamente la vista hacia las olas querompían en la costa.

Estaba jugando en el mar, sin temor alguno. Nadie habría pensado queapenas unos días atrás había sobrevivido a un naufragio. David sacudió lacabeza. Aquella mujer era un verdadero enigma. La observó mientras sedejaba arrastrar por otra ola. El corazón volvió a darle un vuelco en el pechocuando la vio sonreír. A él también le entraron ganas de bañarse... y dejugar. Increíble. No podía recordar la última vez que había sentido aquelimpulso. Habían pasado años.

Se fue acercando con su montura al paso, observándola ávidamente.Sahar dejó finalmente de jugar con las olas y empezó a nadar hacia lacosta. La vio emerger del agua azul turquesa. El sol arrancaba reflejos a lasgotas que perlaban su piel. Alzó los brazos y se echó la melena hacia atráscon un movimiento que hizo temblar levemente sus firmes senos.

Continuó mirándola mientras caminaba por la playa, con su pechosubiendo y bajando rápidamente por el esfuerzo. Conforme se acercaba,pudo distinguir los oscuros y endurecidos pezones bajo la empapadacamiseta blanca. No dejaban nada a la imaginación. Deslizó la mirada porsu cuerpo, atraído por la oscura sombra que se transparentaba entre susmuslos.

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Se le aceleró el pulso. La garganta se le secó. Su semental se agitóinquieto, como si percibiera su excitación. Permaneció en las sombras,escondido, apenas a unos metros de ella. Vio que se dirigía directamentehacia la pieza de madera que había estado blandiendo como una espada.De espaldas a él, se agachó, la recogió y se giró en redondo. Fue entoncescuando lo descubrió.

Barakah se asustó, y David tuvo que tirar con fuerza de las riendas.Sahar soltó un grito de sorpresa y dejó caer la madera al suelo. El sementalse inquietó aún más al oír aquel grito.

-Eh, tranquilo, chico, tranquilo -refrenándolo, lo sacó de las sombras delas palmeras, hacia la playa.

Sahar lo miraba furiosa, con las manos en las caderas:-¿Qué diablos...? -no terminó la frase de lo indignada que estaba.David se sonrió: no pudo evitarlo.-¿Piensas matar a alguien con ese palo? -le preguntó, señalando con la

cabeza el pedazo de madera.-¿Me has estado espiando? -lo acusó.-Bueno, es mi isla y soy libre de ir a donde me apetece.Sahar apretó los dientes, con los pies firmemente plantados en el suelo.

David había esperado que fuera rápidamente a ponerse la ropa. No lo hizo.Ni tampoco retrocedió cuando se le acercó montado en su imponentesemental. Incluso alzó la barbilla.

-¿Qué estabas haciendo con ese palo? ¿Algún tipo de arte marcial?-Yo... -vaciló de pronto-... no estoy segura. Estaba intentando

recordarlo... hasta que tú me interrumpiste.David no podía apartar la mirada de su espectacular cuerpo. Pero ella

no se encogió ante su escrutinio. En lugar de ello lo miraba a los ojos,desafiante. Un desafío que no hizo sino excitarlo aún más, hasta el punto deque llegó un momento en que no pudo hablar. Ni respirar siquiera. Estabahechizado por el reto que veía en aquellos ojos. El mundo parecía habersedetenido.

Justo en aquel instante su caballo resopló de pronto, devolviéndolo a larealidad.

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-¿Se trataba quizá de una técnica de lucha que sólo las sirenasconocen? -intentó bromear.

-Sí -esbozó una mueca-. Probablemente.Recordó los movimientos que le había visto hacer. Algo le dijo que no le

gustaría enfrentarse con ella en un combate a espada. Aunqueprácticamente había nacido con una jambiya en la mano y sabía manejaruna cimitarra como el más consumado jinete árabe, sospechaba que ellapodía hacerle sombra en aquel campo. Lo cual estimuló aún más sucuriosidad. ¿Quién era realmente aquella mujer?

Se inclinó hacia delante, acariciando el cuello de Barakah.-¿Quieres que te lleve a casa?-¿A casa? -abrió mucho los ojos, esperanzada-. ¿Has recibido noticias de

Jartum?-Lo siento -se disculpó, sintiéndose culpable-. Era una manera de

hablar. Me refería al castillo.Una expresión de abatimiento se dibujó en sus rasgos. Luego, con la

mirada fija en el caballo, asintió con la cabeza.-Estoy seguro de que pronto sabremos algo -dijo a manera de consuelo,

esperando al mismo tiempo lo contrario. Quería pasar más tiempo conaquella fascinante mujer. Porque con ella se sentía vivo, excitado, feliz.Como si el mundo ganara en color y en brillo con su presencia...

Sahar alzó sus enormes ojos verdes hacia él.-Es impresionante. He oído que lo acabas de domar.-Sí.-Es como una fuerza de la naturaleza -añadió, acercándose. Sin la

menor vacilación, empezó a acariciarle el poderoso y nervudo cuello, comosi estuviera palpando su fuerza.

Para sorpresa de David, Barakah no se inquietó lo más mínimo,percibiendo su seguridad. Aquella mujer era muy confiada con los caballos.Y más todavía respecto a mostrarse ante alguien en ropa interior. Se estabavolviendo loco por momentos. No podía apartar la mirada del escote de sucamiseta, contemplado desde una posición tan ventajosa. Se humedeció loslabios. Podía imaginarse perfectamente a sí mismo lamiendo la sal deaquella piel finísima, entre sus senos desnudos, mientras veía endurecerse

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los exquisitos pezones.-Sí -pronunció de pronto.Parpadeó, momentáneamente confundido. Se aclaró la garganta.-¿Sí, qué? -inquirió con voz ronca.-Que me gustaría que me llevaras a casa en el caballo -explicó,

mirándolo fijamente a los ojos.-¿No tienes miedo?-¿De qué? ¿De ti?Se removió, incómodo. Por fuerza tenía que haber visto la excitación en

sus rasgos. Y ahora estaba jugando con él. ¿O no?-De mi semental. ¿No te da miedo Barakah?-No.-Entonces tienes experiencia.Un brillo asomó a sus ojos mientras arqueaba una ceja. David se vio

obligado a precisar:-Con caballos, quiero decir.Sahar esbozó una lenta, maliciosa sonrisa.'Por supuesto que estaba

jugando con él.-Supongo que sé algunas cosas -continuó acariciando el cuello del

semental-. Este ejemplar es todo un desafío... -le comentó, ladeando lacabeza y con un brillo travieso en los ojos.

David tragó saliva. No sólo estaba jugando con él. Estaba flirteando.Estaba excitada. Lo sabía por la manera en que sus pezones se tensabancontra la tela de su camiseta. El descubrimiento le suscitó un efectosemejante al de un terremoto.

-¿Acaso tienes tú miedo de algo en mundo?-Supongo que eso tendré que averiguarlo -le sostuvo la mirada.-Barakah no es fácil de montar. Y no llevo silla.-Me lo dices como si me estuvieras desafiando, Rashid.-Tal vez, Sahar -sonrió.-Y yo siempre acepto los desafíos.

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-Adelante, entonces -le ofreció la mano, con la palma hacia arriba.-Espera -se giró en redondo, agitando su melena.Ya casi se le había secado del todo y la sal se la había enredado

convirtiéndola en una maraña de rizos. De espaldas a él, se agachó pararecoger su ropa. Fue un movimiento tan rápido que David ni siquiera tuvotiempo de volverse. Aunque lo hubiera querido.

Se había quedado cautivado por la esbeltez de su espalda, la líneaperfecta de su columna, la forma en que su braga se adaptaba a sus firmesnalgas. Suspirando, desvió la mirada hacia el mar mientras ella se vestíacon la ropa de Watson. No podía hacer aquello. No podía desear nipretender a esa mujer, y precisamente por todas las razones que se habíarecitado mentalmente la noche anterior. Porque seguían siendo igualmenteválidas. Ella tenía otra vida a la que volver y, por encima de todo, esopodría lastimar a Kamilah. Y a él. A ella incluso. Pese a su carácter rebelde,era una mujer vulnerable, por más que le disgustara admitirlo. No estaba encondiciones de tomar una decisión semejante. Por tanto, estabamoralmente obligado a no aprovecharse. Apretó los dientes.

-Estoy lista.Él no. Se volvió para mirarla. Tenía una mano tendida hacia él,

esperando a que la ayudara a montar. Se inclinó, la agarró del brazo y tiróde ella con fuerza. Demasiada.

Reprimió una maldición. No había querido ser tan brusco. Desbordabauna energía nacida de su frustración sexual. Pero ella se adaptó enseguida,deslizándose ágilmente sobre el lomo del caballo e instalándose con todacomodidad. Deslizó las manos por su cintura.

-Adelante.Estaba perdido. Tragó saliva, nervioso, al contacto de sus piernas.

Espoleó a Barakah. Aquello iba a matarlo. Aspirando profundamente, urgióal poderoso semental a desandar el sendero hacia lo alto de la cresta.

Una vez arriba, Barakah empezó a tirar de-las riendas, deseoso degalopar por las colinas tal y como solían hacer cada mañana, pero David lofrenó. Viendo que Sahar montaba con sorprendente facilidad, probó aaflojar un poco las riendas. No tuvo ningún problema en seguir su ritmo, asíque las soltó un poco más... y lo puso al galope.

Sintió sus brazos tensándose sobre su cintura y la oyó reír. Aquel sonido

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lo llenó de gozo. Cabalgaron por las colinas, con Sahar moviéndose fundidacontra él, como formando un solo cuerpo con el suyo. Experimentó unasensación de libertad espiritual casi violenta, salvaje. El corazón se leinflamó de alegría.

Sahar, por su parte, sabía que jamás había experimentado nadasemejante con ningún hombre. Más que un convencimiento consciente, erauna intuición de su propio cuerpo. Cuando descubrió la silueta de aqueloscuro jinete árabe, recortada contra el mar, nunca imaginó que algún díapodría montar con él. Era algo sublime. El viento le azotaba el rostro,haciendo ondear su melena.

Galoparon a lo largo de la cresta y por las colinas, con el mar brillando alo lejos, en dirección al castillo. Sahar intentó decirse que en algúnmomento tendría que despertar de aquel sueño. Pero en aquel momentosólo quería disfrutar del presente. Porque estaba viviendo un verdaderosueño. Un cuento de hadas. Y parte de su ser no quería despertarse.

Sin aliento, eufóricos, con el pulso acelerado, se detuvieron frente a lascuadras. David desmontó primero y te tendió las manos. Sahar se quedóparalizada. La miraba con una extraña fijeza. En sus ojos ardía un brillo queno había visto antes. Una suerte de tácita conexión. Estaba despeinado ytenía el pelo cubierto por una fina capa de polvo. Ella también. Y desmontó,aceptando su ayuda.

No la soltó de inmediato. La mantuvo durante un instante en vilo, losojos ardiendo como brasas. Sahar tuvo la sensación de que el mundo sedetenía. Poco a poco fue perdiendo la consciencia de todo lo que no fuera elritmo de su propia sangre en las venas y la intensidad de la mirada deDavid. Una llamarada de deseo parecía enroscarse en su interior.

La hizo resbalar lentamente todo a lo largo de su cuerpo, estrechándolacontra su pecho hasta que sus pies tocaron el suelo. Su mano derechaquedó detenida en su nuca, enterrados los dedos en su melena. Y la besóen la boca.

Sahar sintió que la vista se le nublaba. Entreabrió los labios y él sededicó a explorar con la lengua el dulce interior de su boca. Creyó que iba adesmayarse de un momento a otro.

David profundizó el beso mientras deslizaba una mano por su espalda,hasta la cintura. Presionó luego la pelvis contra su muslo. Sahar contuvouna exclamación, con lo que no hizo sino abrir más la boca. Podía paladear

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el salado sabor de su piel, sentir su barba áspera, el violento latido de sucorazón contra el suyo. Su cuerpo reverberaba de deseo, de emoción, deanhelo. Todo lo demás se había disuelto en la nada. En sus brazos se sentíacomo se había sentido hacía unos minutos en el mar. Natural. Salvaje. Unser primigenio. El primer ser humano sobre la tierra. Y le devolvió el besocon ansia, con pasión.

Pero David se echó de repente hacia atrás, soltándola. Parpadeó variasveces, cegada por el sol. ¿Por qué la había soltado de esa manera?

Entonces lo vio. Una figura menuda, a lo lejos, bajaba por el senderoque llevaba a las cuadras.

-¡Kamilah! -pronunció con voz ronca, como si lo hubieran sorprendiendohaciendo algo ilícito.

Sahar tragó saliva, todavía consternada.-Ella... no ha podido vernos, David. Está demasiado lejos.La miró con expresión pétrea, sombría.-¿David?-¡Esto es exactamente lo que no tenía que haber sucedido! -y,

girándose en redondo, recogió las riendas de Barakah y lo metió en lascuadras.

Sahar se quedó aturdida, como si estuviera flotando en el aire. Vio sufornida silueta desaparecer en la puerta. Suspirando profundamente, seapartó el pelo de la cara. Poco a poco fue recuperando el sentido de larealidad. David tenía razón. Ambos habían cometido una locura. De resultasde aquel arrebato, habían cruzado una línea fundamental. Una frontera.

En cualquier caso, sabía a ciencia cierta una cosa: que nunca habíaconocido a un hombre como David Rashid. Intentó librarse de la sensaciónde absoluta soledad que la abrumaba. Para ella no podía haber mañana, nifuturo. No mientras no hubiera averiguado quién era realmente. No habíaotra salida.

Se volvió hacia la pequeña figura que seguía descendiendo por elsendero. Kamilah se detuvo ante ella. Asombrada, la mirada de la niñaviajaba entre ella y la puerta de las cuadras, donde debía de haber vistodesaparecer a su padre. Una conmovedora expresión de tristeza asomó asus ojos. Sahar se inclinó hacia ella:

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-¿Estabas buscando a tu papá?Asintió con la cabeza, la mirada todavía fija en la puerta vacía.-¿Para qué lo querías, corazón?-Supongo que tiene que trabajar otra vez -bajó la cabeza-. Siempre

tiene que trabajar. Nunca tiene tiempo para jugar conmigo.-Yo creo que tu papá tiene muchas cosas en la cabeza -le acarició

tiernamente una mejilla-. Es un hombre muy ocupado.-Supongo que sí -repuso en voz baja-. Pero antes de que muriera

mamá, solía jugar conmigo. Entonces no estaba tan ocupado.Con aquellas pocas palabras, Sahar pudo hacerse cargo de la situación.

Mientras que Kamilah se había aislado de su padre y del resto del mundo através de su mutismo, David Rashid se había aislado igualmente pero a sumanera. Se había abismado en su trabajo. Y había perdido la capacidad deconectar con su hija.

Aquel pensamiento le rompió el corazón. Todo era tan trágico... Unpadre y una hija que se querían y necesitaban desesperadamente el uno alotro, pero que no podían encontrar la manera de comunicarse. Como siestuvieran a ambos lados de un abismo, sin siquiera ser conscientes de quenecesitaban un puente. Y Sahar sintió nacer en su pecho un nuevo eincontenible impulso. La necesidad de ayudar a construir ese puente.

-Bueno, dado que tu padre está tan ocupado... -le alzó delicadamentela barbilla con un dedo-... ¿qué te parece si juegas conmigo?

Una sonrisa asomó cauta a los labios de la pequeña.-¿Trato hecho?Kamilah asintió, tomándole una mano y apretándosela con fuerza. Y

Sahar se derritió de emoción. Porque en aquel instante supo que ella notenía una hija o un hijo en alguna parte, esperándola. Era otra intuición. Enel fondo de su alma sabía que no había nadie especial o muy queridoesperándola en el mundo.

Al menos sabía cómo jugar con un niño. Era lo único que podía hacer enese momento: dejarse llevar por el presente. Y esperar a que recuperara lamemoria.

-Vamos, entonces. ¿A qué quieres jugar? -y se alejaron corriendo haciael palacio.

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Capítulo 6David miraba sin ver los documentos que le había enviado su abogado,

incapaz de concentrarse. Pulsó una tecla de su ordenador y la pantallavolvió a la vida. Pero tampoco pudo concentrarse en ella.

Se había duchado y cambiado, pero seguía inquieto por dentro, como siestuviera en una especie de estado de shock. No podía quitarse a Sahar dela cabeza, ni la intimidad con que había conectado con ella a lomos deaquel caballo. No podía identificar exactamente lo que había sucedido. Peroen algún momento habían traspasado una invisible línea que lo había hechoolvidarse de todo: del pasado... y del futuro. Sólo había sido un instante. Labásica, primitiva sensación de estar vivo. Un hombre y una mujerplenamente vivos en un mundo amable y feliz.

Soltó un tembloroso suspiro. Nunca había experimentado nada parecidoen toda su vida. Cerró los dedos en torno al lápiz con tanta fuerza que lorompió sin querer. De la misma manera se había roto la conexión entreellos, en el instante en que vio aparecer a Kamilah a lo lejos. Por muchoque deseara a Sahar, lo último que quería en el mundo era herir o hacerdaño a su pequeña. Porque cuando llegara el momento de su marcha... esolos mataría a los dos.

Tenía que poner fin a todo aquello. Se estaba jugando demasiado.Sahar podría marcharse cualquier día. En cualquier momento. Podía sucederen el instante en que volviera a sonar el teléfono...

Se disponía a descolgarlo cuando se detuvo. Ya lo llamaría Watson encuanto tuviera noticias. Maldijo entre dientes. Ni siquiera era capaz delevantar el maldito teléfono para saber si la habían identificado ya. Él queríaque ella fuera Sahar, y no otra persona. Lanzó los pedazos del lápiz sobre elescritorio, se volvió hacia su ordenador y se obligó a concentrarse en elúltimo informe recibido sobre las minas de uranio de Azar. Las cosasmarchaban bien. Francia y Gran Bretaña estaban elaborando todo el mineralque podían. Empezó a revisar las cifras. Pero no tardaron en desaparecerante sus ojos, bajo la imagen superpuesta de Sahar.

Descargó un puñetazo sobre el escritorio. Era como una droga, un opioque se destilaba en sus sentidos. Se recostó en su sillón de cuero, cerrandolos ojos. Era tan distinta de Aisha...

Aisha había sido una mujer dulce y amable, educada bajo firmesprincipios religiosos. Brillante, sensible, creativa. Una maravillosa consejera

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y amiga. Pese a ello, todo lo había sacrificado y postergado por él, con unasumisión que había halagado su ego masculino. Había participado a su lado,como una discreta y deslumbradora belleza, en los eventos de la altasociedad londinense. Había exhibido una gracia y una elegancia exquisitas,según las pautas de la tradición azarí. Había sido una compañera tan eficazcomo insustituible. Una dulce amante. Una madre maravillosa. Y él nuncahabía imaginado que pudiera llegar a desear algo más.

Hasta que llegó Sahar. Su aparición lo trastocó todo. Lo desafiaba, loprovocaba de una manera que jamás habría hecho Aisha. Su feminidad eraabrumadora. Sus movimientos tenían la gracia y la fluidez de una pantera.Fuerte. Orgullosa. Y peligrosa. Le había hecho perder la concentración. YDavid Rashid nunca perdía la concentración. Porque eso significaba cometererrores. Apretando los dientes, descolgó el auricular y tecleó el número deWatson. El médico respondió a la segunda llamada.

-¿Alguna nueva noticia, Watson?-Rashid, precisamente ahora mismo iba a llamarte.-¿Has recibido algo? -inquirió con un nudo en el estómago.-Nada. Todo esto es demasiado extraño. El embajador británico se ha

comprometido a avisar a las demás embajadas de nuestra parte, pero hastaahora no tenemos nada. Esa mujer es un absoluto misterio.

David se sintió embargado por una mezcla de alivio y expectación.-¿El embajador no ha averiguado nada hasta el momento? -preguntó

para estar bien seguro.-No. Es algo muy extraño, casi surrealista. Nadie ha oído hablar de esa

mujer, nadie ha informado sobre su desaparición. Hemos tocado lasembajadas, el Ministerio del Interior, las líneas aéreas, las agenciasturísticas... Nada tampoco en las bases de datos de la Interpol. Es como sinunca hubiese puesto oficialmente los pies en territorio sudanés.

-¿Quieres decir que no ha entrado oficialmente en el país?-Esa es la conclusión lógica. -Quizá haya bajado de Egipto en alguna excursión de buceo.-Tampoco, David. El embajador dice que su equipo lo ha revisado todo,

incluso las embajadas de allí. Es como si nunca hubiera existido.Un escalofrío lo recorrió: un mal presentimiento. No podía definirlo. Y

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tampoco quería.-Las mujeres como ella no pasan desapercibidas, Rashid -comentó el

médico, riendo entre dientes-. Quizá haya algo de verdad en la hipótesis deKamilah.

-Ya, claro -repuso, irónico.Aquella mujer era un enigma de principio a fin.-O... -el médico vaciló-... o quizá haya algo más en todo esto.-¿Qué quieres decir?-No lo sé. Quizá esté siendo un poco paranoico, pero tengo la sensación

de que alguien aquí, en Jartum, está escondiendo algo.-¿Cómo qué?-Como la identidad de esa mujer.-¿Por qué diablos habría alguien de hacer una cosa así?-Ya me conoces, David. Soy un gran aficionado a las teorías de la

conspiración. No es nada que pueda demostrar a ciencia cierta. Sólo es unasensación.

David frunció el ceño. La intuición de Watson era de las más certerasque conocía. Aun así, no alcanzaba a imaginar por qué alguien habría deintentar mantener en secreto la identidad de Sahar.

-Creo que el sol africano te está afectando, amigo -bromeó-. Esperemosun par de días a ver qué pasa, ahora que ya hemos dado el aviso. ¿Cuándoviajarás a Azar?

-En cuanto haya adquirido los materiales que necesito. Dentro de unpar de días estaré en la nueva mina para montar la clínica. Ah, Rashid...

-¿Sí?-Ten cuidado.-¿Por qué? -rió-. ¿Temes que la sirena me clave un cuchillo en la

espalda?Watson se quedó callado.La imagen de Sahar blandiendo el palo en la playa asaltó la mente de

David, pero la desechó de inmediato.-En serio, Watson, aunque alguien esté escondiendo algo, ¿qué podría

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hacer esa mujer contra mí? -«aparte de trastornarme tanto física comomentalmente», añadió para sus adentros.

-Sólo te estoy aconsejando que tengas cuidado, eso es todo.David colgó y se concentró en la pantalla del ordenador. No podía

permitirse pensar en Sahar ahora. De ninguna manera. Tenía trabajo quehacer.

De repente, unas risas llegaron hasta él a través de las ventanasabiertas. Alzó la cabeza. La brisa transportaba aquel melodioso sonido: unamujer riendo con una niña. Se levantó para acercarse a la ventana y apoyóuna mano en el alféizar. Sahar y Kamilah se estaban persiguiendo una aotra en el césped del patio. Una sonrisa asomó a sus labios. Intrigado, seasomó y vio a Sahar persiguiendo a la pequeña. Era un ser espontáneo,completamente libre, sin inhibiciones. Su sonrisa se amplió. Probablementeporque creía que nadie la estaba mirando.

Una vez más se convirtió en voyeur. Se apoyó contra el marco,ocultándose en las sombras. No quería que interrumpieran su juego, lo cualocurriría inevitablemente si lo veían. Todavía no. Kamilah chillaba coninfantil deleite, y aquello fue como si alguien le descargara un enorme pesodel corazón. Se le humedecieron los ojos. Eso era justamente lo que deberíahaber hecho con su hija durante los dos últimos años. Jugar. Deberíahaberse puesto a correr por el césped con ella, en vez de dejarla en lasmanos de un especialista tras otro en su esfuerzo por resolver susproblemas psicológicos. Quizá la respuesta, durante todo el tiempo, habíaestado en sus propias manos. Y él ni siquiera se había dado cuenta.

Sahar atrapó a Kamilah y las dos rodaron por la hierba. La risacontagiosa de su hija logró emocionarlo. Era un sonido que no habíaescuchado en casi dos años. Una risa que no había resonado en los pasillosde su hogar durante todo ese tiempo. Y que, en aquel momento, le llenabael corazón de un inefable gozo.

Se olvidó de su necesidad de esconderse. Se inclinó hacia delante yabrió la ventana de par en par, deseoso de oír más. Sahar seguía llevandopuesta la ropa del doctor, cubierta todavía del polvo de la cabalgada.Estaba corriendo descalza. Las chanclas demasiado grandes habíanquedado abandonadas en el césped. Su pelo era una fantástica maraña derizos, y en la penumbra podía distinguir sus ojos brillantes de vida.

Era como un ser de otro mundo. Le recordaba a un austero caminante

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del desierto, contento con unas mínimas posesiones, satisfecho deencontrarse en manos de la naturaleza. Era algo con lo que siempre sehabía identificado. Sin reserva alguna.

Era aquella misma sensación de pureza, de hombre solo fundido con lanaturaleza, lo que le había hecho volver al desierto durante la mayor partede su vida. Era la claridad y la transparencia que encontraba allí, la brutalsinceridad, la esencia de la vida que lo empujaba hacia los océanos dearena y los interminables horizontes.

En el Sahara, un hombre quedaba siempre reducido a lo esencial, con elhambre y la sed como únicas constantes. Y el único foco de atención era elpresente. Era duro. Pero verdadero. Y mientras la observaba, comprendió lanaturaleza de la magia con que Sahar lo había hechizado antes, en la playa.La magia de la libertad.

Se preguntó, sin embargo, si sería tan libre una vez que el pasadoapareciera para reclamarla. ¿Perdería aquella magia cuando volviera aocupar su lugar en el mundo de la civilización? ¿Cuando abandonara la ropadel doctor Watson para lucir los elegantes vestidos que a buen seguroestaría acostumbrada a llevar?

Oyó de nuevo la risa de Kamilah, seguida de la de Sahar, melodiosa,cantarina. Siguiendo un impulso, se sentó ante su escritorio, descolgó elteléfono y marcó un número que no había marcado en mucho tiempo. El deuna selecta boutique de El Cairo. Mientras esperaba a que lo atendiera ladependienta, se sintió eufórico y juguetón a la vez. Una sensación que lopilló desprevenido. Y que decididamente le gustaba.

Sahar y Kamilah se refugiaron del calor de mediodía en las sombras deuno de los jardines de palacio. Tomaron asiento en un banco de mármol,con sendos vasos de té de menta con hielo en la mano. Podían escuchar elmurmullo del agua de la fuente, brotando de las bocas de cuatro leones depiedra. El aire estaba cargado del denso aroma de las flores.

Los alrededores del palacio habían provocado una impresión casisurrealista en Sahar. Irreal. Se sentía como Alicia en el País de lasMaravillas, inmersa de pronto en una fantasía oriental. Como si fuera adespertarse en cualquier instante, algo que no estaba muy segura de quererhacer. Porque en aquel sueño figuraba también cierto príncipe árabe,peligrosamente seductor. El recuerdo de su cabalgada empezó a alborotarle

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nuevamente la sangre. Todavía no podía creer cómo se había dejado llevarpor el momento...

Se rió de sí misma. Qué tonta. Por supuesto que se había dejado llevarpor el momento. Sin recuerdos ni pasado alguno al que aferrarse, era loúnico que había podido hacer. Sólo contaba con el presente. Y tampocotenía ningún futuro que contemplar, al menos mientras no contara con unaidentidad. Pero sería una locura abandonarse de nuevo como lo habíahecho. Además, cuando lo miraba a los ojos, seguía intuyendo aquellasensación de peligro, de amenaza. Lo cual, sin embargo, sólo conseguíaintensificar su atractivo. Y cuando David Rashid la miraba con aquellos ojosardientes... Se echó a reír, nerviosa.

-¿De qué te ríes, Sahar?Bajó la mirada a la pequeña, sonriente. Vio que tenía un libro

encuadernado en cuero en el regazo.-Me río porque soy una tonta viviendo un sueño absurdo -respondió-. Y

me río también por no llorar -señaló el libro con la cabeza-. ¿Qué libro estásleyendo?

Kamilah lo levantó y lo depositó en sus manos con un gesto casireverente. Sahar leyó el título y se sonrió. Era un antiguo ejemplar de LaSirenita, de Hans Christian Andersen.

-Es mi favorito.-¿De veras? -le sorprendía la facilidad con que Kamilah se había abierto

a ella después del rato que habían estado jugando. El juego parecía haberroto una nueva barrera.

-Era de mi madre. Solía leérmelo en la cama. ¿Te sabes la historia?Sahar reflexionó por un momento.-Sí. Si mal no recuerdo, habla de una princesita sirena, la hija del rey

del mar, que tenía una voz melodiosa. Se enamoró de un príncipe humano yle entraron unas enormes ganas de ir a tierra para reunirse con él. Peropara poder hacerse con unas piernas y llegar a tierra, tuvo que sacrificar suvoz melodiosa a una malvada bruja. Luego, como ya no tenía voz, no lequedó más re medio que intentar enamorar al príncipe con mímica, sin usarpalabras...

-Así que eso sí que lo recuerdas -había una extraña mezcla de

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curiosidad y acusación en las palabras de la niña.-Kamilah, ya sé que te resultará muy raro. A mí misma me cuesta

entenderlo. Recuerdo muchas cosas, pero no quién soy, o la manera en quehe adquirido esos conocimientos. No tengo ni la más ligera idea de cuándoo dónde leí La Sirenita de Andersen. Sólo sé que una vez lo hice. Quizátambién a mí me lo leyó mi madre.

Los ojos oscuros de Kamilah la estudiaron con reflexiva intensidad.-¿Por qué es tu cuento favorito, Kamilah?La pequeña jugueteó nerviosa con el borde de su vestido.-Porque a mi mamá le gustaba y solía leérmelo.A Sahar se le hizo un nudo de emoción en la garganta. Sonriendo

tiernamente, le acarició la sedosa melena negra.-Supongo que tú eres un poco como la sirenita, ¿eh? Porque tú también

perdiste la voz.-Sí -se quedó callada durante un rato. De repente alzó su mirada

brillante hacia ella-: ¿Te parece que el libro tiene un final feliz?

David recorrió el pasillo. Necesitaba encontrar a Fayha para informarlade que Tariq cenaría con ellos esa noche. Se disponía a atravesar el jardíncuando escuchó las voces de Kamilah y Sahar. Instintivamente se detuvo enseco, a la sombra del pórtico de azulejos.

Estaban a unos pasos de él, sentadas en un banco de mármol, frente ala fuente. Kamilah tenía el rostro vuelto hacia Sahar. La melena de Sahar lecaía en cascada por la espalda, perlada de reflejos dorados. Entre las dosparecían componer una bellísima y antigua pintura. Se quedó paralizado porla impresión, deslumbrado por aquella imagen.

Pudo discernir la voz clara de su hija por encima del murmullo de lafuente. Le estaba preguntando a Sahar si le parecía que el final de un libroera feliz.

-Mmmm. Una pregunta interesante. Supongo que eso depende delpunto de vista con que lo mires. ¿A ti qué te parece?

Kamilah encogió las piernas y se abrazó las rodillas.-La sirenita no se casó con el príncipe.

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-No, no se casó con él.-Porque el príncipe se confundió. Confundió a la sirenita con otra mujer,

y se enamoró de esa otra persona. Esa parte no creo que sea feliz.David se acercó, ávido de seguir escuchando la voz de su hija, aquella

ventana abierta directamente a su alma.-Pero aunque la sirena perdió al príncipe, obtuvo su propia recompensa

-repuso Sahar-. Se sacrificó a sí misma por su amor, y por eso se ganó laposibilidad de tener un alma inmortal, que las sirenas no suelen tener.

-Lo sé -pronunció Kamilah con una voz cargada de una repentina eincreíble tristeza-. Pero aun así creo que debería haberse casado con elpríncipe.

David cerró los puños. Un insoportable dolor se extendió por su pecho.Quería abandonar las sombras, salir al sol, reclamar su lugar al lado de suhija. Pero no podía moverse. Tenía miedo de quebrar la magia, deinterrumpir la conversación y la voz. Observó cómo Sahar le tomaba unamano a la niña.

-Kamilah, cuando la sirenita se lanzó al mar, empezó un fantástico viajepara conseguir un alma inmortal. Se convirtió en un trozo de espuma parapoder flotar por el mundo llevando la felicidad a los niños buenos.

-Lo sé -comentó la pequeña, resignada-. Cuando la sirenita visitaba alos niños buenos, era invisible. Ellos nunca sabían que estaba a su lado,observándolos... -de repente le brillaron los ojos-. Pero yo sabía que si yoera muy, muy buena, podría ver a la sirena algún día. Por eso iba todos losdías a la playa, a esperarte. Pensé que quizá mi mamá me enviaría una.Para que fuera mi amiga... y la amiga de mi papá también.

Aquellas palabras no pudieron conmoverlo más. Era incapaz de respirar.¿Era por eso por lo que su hija había insistido en ir todos los días a la playa,desde que regresaron a Shendi? ¿Cómo podía no haberse dado cuenta?¿Cómo podía haberse distanciado tanto de su hija?

-¿Así que todos los días ibas a esperar a la playa donde meencontraste? -inquirió Sahar.

-Sí. Esperaba en la bahía de la Media Luna porque se parecía a la playadel cuento donde la sirenita solía observar al príncipe.

Sahar se inclinó entonces hacia ella, alzándole delicadamente la barbilla

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con un dedo.-Kamilah, tú sabes que yo no soy realmente una sirena, ¿verdad?David permaneció inmóvil, esperando la respuesta de su hija.

Petrificado. Kamilah miró a Sahar de la cabeza a los pies.-¿Qué eres entonces? No tienes ni ropa, ni casa, ni recuerdos... Tienes

que ser una sirena. Yo quiero que lo seas -le tembló la voz-. Porque si no loeres... te irás. Y yo no quiero que te vayas.

David ya no podía más. Tenía que poner punto final a aquello. Allí,delante de sus ojos, estaba la demostración palmaria de que esa situaciónno podía continuar. Porque su hija se moriría de tristeza cuando Sahar semarchara. Todos tenían que redefinir sus posiciones. Sahar podría quedarseen su isla, pero a condición de mantenerse alejada de su hija. En aquelmomento vio que le pasaba un brazo por los hombros, atrayéndola hacia sí.

-Oh, cariño, ahora mismo me encantaría poder ser tu sirena. Pero...¿sabes una cosa? Quienquiera que sea, que todavía no lo sé, alguien en elcielo dispuso que las dos nos encontráramos. Algo me mandó a aquellaplaya en la que tú estabas esperando. Y por eso intentaremos darle a estahistoria nuestro propio final feliz, ¿de acuerdo?

Kamilah alzó la mirada hacia ella.-¿Trato hecho? -le propuso Sahar.David se tensó.-Sí -respondió al fin su hija-. A mí me gustan los finales felices.-A todos nos gustan, Kamilah.David estaba furioso. Sahar no tenía ningún derecho a hacer promesas

que no pudiera cumplir. Los finales felices eran para los cuentos infantiles.La realidad no contenía promesa alguna de felicidad. Clavándose las uñasen las palmas de las manos, dio un paso al frente. Pero se quedó paralizadoal escuchar sus siguientes palabras:

-¿Te ayudaría hablarme de lo que le pasó a tu madre en ese accidente,Kamilah?

Un nudo de dolor le devoró las entrañas. ¿Qué diablos creía que estabahaciendo? Kamilah alzó la mirada hacia Sahar.

-¿Quieres oírlo?

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-A veces las cosas difíciles es mejor hablarlas, Porque cuando puedescompartir una desgracia con alguien, es más fácil de soportar. Y es mejorsoltar las cosas, porque si las retienes durante mucho tiempo, te duelenmás y puedes ponerte enferma de muchas maneras diferentes.

La pequeña asintió con la cabeza. A David se le desgarró el almacuando escuchó su voz clara como el cristal.

-Estábamos en el barco de papá, en el arrecife. Habíamos ido abucear...

¡No! No podía escucharlo. No lo haría. No quería escuchar aquellaacusación de los labios de Kamilah. Durante dos años había leído aquellaacusación en sus ojos. Pero las palabras no podía escucharlas. Maldijo a lamujer que se había entrometido en sus vidas. Girándose en redondo, salióen busca de Fayha. Ya hablaría más tarde con Sahar. Esa vez había idodemasiado lejos.

Sahar sentía una opresión en el pecho. No sabía a ciencia cierta siestaba haciendo lo más adecuado, pero intuía que eso era lo que la niñanecesitaba. Hablar. Poner en palabras lo que se había callado durante dosaños.

-Mamá se quedó en el barco conmigo mientras papá bajaba a bucear. Ycuando papá estaba muy abajo, buscando al pez, hubo una explosión, conun olor muy extraño, y el barco empezó a arder de repente. Mi mamá corrióa buscar el extintor, pero entonces explotó todo un lado del barco. Laexplosión hirió a mi madre, el barco se inclinó y empezamos a hundirnos.Las dos caímos al agua y mi mamá estaba sangrando -se estremeció-.Mucho.

Sahar se había quedado con la boca abierta. Casi podía verlo. Podíasentirlo. Como si hubiera estado allí.

-Yo estaba lejos de mamá -continuó Kamilah-. Ella estaba al otro ladodel barco en llamas y las olas nos separaban. Papá subió al oír la explosión.Apareció en medio de nosotras. Yo pude ver a mamá hundiéndose en elagua, pero ella gritaba que me salvara a mí... -soltó un sollozo-... que mesalvara a mí primero.

Las lágrimas bañaban sus mejillas. Sahar se había quedado helada.Estaba terriblemente pálida. Abrazó con fuerza a la niña. Literalmente podía

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sentir el agua tragándosela, verse a sí misma hundiéndose poco a poco bajolas enormes olas, sentir la sal ardiente en su propia garganta, la horriblespunzadas de terror... Era como si ella hubiera estado realmente allí. Comosi lo estuviera recordando.

-Papá me rescató y nadó hasta la playa. Luego volvió a por mamá -seestremeció al recordarlo-. Era demasiado tarde. Ya se había hundido. Lointentó de verdad, muchas veces. Yo podía verlo. Se hundía una y otra vezhasta que al final salió tosiendo y llorando, gritando al cielo como un loco...Yo estaba tan asustada, tenía tanto miedo... -otro sollozo convulsionó sucuerpecillo-. Papá lo intentó tanto, tanto... pero las sirenas se la llevaron.

Sahar también estaba llorando mientras estrechaba a la niña contra supecho y le acariciaba el cabello.

-Tranquila, cariño, tranquila. Es bueno hablar. Es bueno sacarlo. Porqueentonces te puedes enfrentar a ello. Tu mamá fue maravillosamentevaliente. Deberías estar orgullosa de lo que hicieron tu papá y tu mamá.Muy orgullosa. Kamilah se sorbió la nariz.

-Estoy muy orgullosa de los dos.Escuchándola, a Sahar se le rompió el corazón. Aquella familia había

vivido una horrorosa tragedia, cuyas heridas apenas habían empezado acurar. Besó a Kamilah en el pelo. Y una vez más se prometió a sí misma noabandonar a aquella niña. Ni a su padre. Haría lo que fuera con tal deayudarlos. Porque de alguna manera, enterrado en lo más profundo de sumemoria, sabía lo mucho que una tragedia semejante podía destrozar a unafamilia. Y sabía también que, sin ayuda, la herida nunca curaría. Muy alcontrario, seguiría profundizándose.

Pero tenía que prometerse otra cosa: resistir la poderosa atracciónfísica de David Rashid. Porque mientras no supiera quién era, y quién laestaba esperando, no podía siquiera plantearse una relación así.

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Capítulo 7David trabajó hasta que el sol llegó a su cenit y el aire empezó a

reverberar de calor. Sabía que Kamilah estaría descansando a esa hora, aligual que la mayoría de los sirvientes. Era la ocasión adecuada para hablarcon Sahar.

Tenía claro lo que pensaba decirle. Que abandonara aquella fantasía dela sirena y se mantuviera lejos de su hija. Se marcharía en unos cuantosdías. Esperaba que se comportara hasta entonces. Si iba a quedarse en suisla, era mejor que conociera sus límites. Y los suyos. Recorrió el palacio,pero no encontró a nadie por ninguna parte. Su frustración crecía con elsofocante calor. Incluso los pájaros se habían quedado callados. Sahar no sehallaba descansando en su habitación. Tampoco estaba en los jardines, nirefrescándose en la piscina.

El último lugar donde miró fue la cocina. Allí encontró a Farouk, el únicosirviente que no estaba durmiendo la siesta. Farouk no tenía problemas conel calor. Estaba ocupado limpiando los mostradores de la cocina.

-¿Has visto a Sahar?Tenía la piel tostada reluciente de sudor. Llevaba la ropa tradicional de

los nómadas de Azar.-¿La mujer venida del mar? -inquirió, enjugándose la frente con una

punta de su manto.-Sí. ¿Dónde está?Farouk señaló con la cabeza el gran arco que daba al exterior.-Es el huerto de la cocina.-¿Con este calor?-Me preguntó si podía ayudar en algo -se encogió de hombros-. Yo le

dije que sería mejor que esperara a que se alargaran las sombras. El solestá muy fuerte hoy. Pero ella me respondió que necesitaba hacer algo útil.Me dijo que estaba cansada de pasarse el día sentada sin hacer nada, asíque le encargué una tarea.

David vaciló un tanto mientras se dirigía hacia el arco.-Sahar es un buen nombre -comentó Farouk a su espalda-. Shendi

parece haber despertado desde que ella llegó.

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David no contestó. El huerto se levantaba entre altos muros de piedra,cruzado por senderos empedrados. El agua dulce hacía posible aquel oasis.Las verduras crecían en sus respectivos cuadrantes, con pequeños bancosde piedra a la sombra de los frondosos frutales. Sahar se encontraba en elextremo más alejado, de espaldas a él. Un ancho sombrero de paja cubríasu cabeza. El sombrero de Watson. Se había recogido la melena con unagruesa trenza a la espalda, pero se le habían soltado varios mechonesrizados, que destellaban al sol.

Se acercó sigilosamente. Estaba agachada, arrancando zanahorias queiba guardando en una cesta. Se había cambiado la ropa de algodón por unaamplia camisa que escondía su figura, de color azul claro, también deldoctor Watson. Llevaba asimismo unos anchos pantalones cortos de colorcaqui, que destacaban sus piernas largas y esbeltas.

Al ver que seguía obstinándose en no llevar la ropa de Aisha, unapunzada de culpa debilitó aún más su resolución. De repente nada lepareció sencillo. ¿Qué era lo que pensaba exigirle? ¿Que se mantuviera lejosde su hija y de él? En aquel momento, semejante exigencia le parecíairracionalmente dura. Tragó saliva. El calor le secaba la garganta yenturbiaba sus pensamientos, cuando habitualmente no solía afectarlotanto.

Permaneció en silencio, observándola. El lenguaje corporal de Saharhablaba de su frustración. Sus movimientos eran demasiado enérgicos yfuriosos para el calor que estaba haciendo. Tenía las manos llenas de tierra.Esta empleando tantas energías en aquella tarea como cuando estuvojugando con Kamilah. Juego y trabajo. De alguna manera, aquel detalle sele antojó singularmente atractivo, seductor.

Arrancó otra zanahoria y la dejó junto a las demás. La cesta estaba casillena. Y David seguía sin hablar: no podía. Estaba fascinado. Había algo tanterrenal, tan vitalmente básico en aquella imagen... Una mujer trabajandoincansable en un centenario huerto que había dado de comer a generacióntras generación...

Se aclaró la garganta. Y Sahar se volvió, sobresaltada.-¡David, me has asustado! -se levantó lentamente, con una pequeña

pala en una mano y una zanahoria en la otra.Tenía tierra en las rodillas. Las manchas de barro atrajeron nuevamente

su mirada hacia sus esbeltas y bien torneadas piernas.

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-¿Siempre te acercas a la gente tan sigilosamente por detrás?Alzó lentamente la mirada hacia sus ojos.-Te he estado buscando -le dijo, acercándose. Podía oler el olor a tierra

fresca, recién removida. Y su aroma. El aire transportaba su fragancia.-Y ahora que ya me has encontrado... -sonrió, vacilante-. ¿Para qué me

quieres?La quería, desde luego. Para muchas cosas. Se humedeció los labios,

intentando concentrarse. Pero no podía. Hipnotizado, se quedó mirando unapequeña perla de sudor mientras resbalaba por su cuello hasta el valle quese abría entre sus senos. Sus ojos siguieron la gota hasta que desapareciódebajo de su blusa. De repente se sintió aturdido, mareado. Intentó decirseque era por él sol. El calor.

Alzó de nuevo los ojos hasta su rostro. Sahar lo observaba recelosa bajoel ala de su sombrero. El tiempo parecía haberse detenido. Su mirada se vioatraída por otra gota de sudor que trazó un húmedo sendero cerca de unojo, como si fuera una lágrima. Y observó cómo se deslizaba lentamentepor el pómulo, para precipitarse bruscamente hacia la barbilla.

Al enjugársela, Sahar se dejó un tiznón oscuro en el mentón. En unimpulso, David extendió una mano y se lo limpió con el pulgar.

-Te has manchado la cara -explicó con voz ronca.-Gracias -girándose en redondo, se arrodilló en el suelo, echó la

zanahoria al cesto y siguió trabajando.Lo estaba rechazando. Eso era lo que él había querido, ¿no? Pero

entonces ¿por qué le dolía tanto?-¿Para qué me buscabas? -le preguntó mientras cavaba con la pequeña

pala.-Necesito hablar contigo de Kamilah. ¿Por qué no pasamos dentro?

Podemos hablar allí, tomar una bebida...-Podemos hablar aquí -replicó con tono brusco.David parpadeó asombrado. No había esperado resistencia. La gente

rara vez contrariaba su voluntad. Agachándose a su lado, agarró unazanahoria, la limpió en sus pantalones y la mordió. Todo ello sin dejar demirarla.

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Algo pareció cambiar en la expresión de Sahar. Pero se apresuró adisimularlo:

-¿Qué ocurre con Kamilah?-Quiero que pongas punto final a esa estupidez de lo de la sirena.Se quedó inmóvil. Y se volvió lentamente para mirarlo, entrecerrando

los ojos.-¿A qué estupidez te refieres exactamente, David?Nuevamente se humedeció los labios. El calor del sol le estaba

quemando la espalda a través de la camisa.-Hace mucho calor. Vas a agarrar una insolación. Venga, vamos dentro.-¿Qué estupidez? -insistió, sin moverse.Soltó un suspiro frustrado. No le estaba dejando otro remedio.-Kamilah ha sufrido mucho, Sahar. No quiero extenderme en detalles

porque no es asunto tuyo. Es un asunto que únicamente concierne a mifamilia, así que espero que te mantengas al margen. Quiero que dejes dellenarle la cabeza de cuentos fantasiosos. La vida no es así. No existen losfinales felices. No quiero que le llenes la cabeza de expectativas irreales.

Sahar se lo había quedado mirando con la boca abierta.-¿Nos has estado escuchando?-Esta es mi isla. Y mi palacio.Se limitó a mirarlo indignada, en silencio. David se removió incómodo.-¿Me entiendes, Sahar? -inquirió, irritado, al ver que seguía sin abrir la -

boca-. Puedes quedarte en esta isla todo el tiempo que quieras hasta querecuperes la memoria, pero no quiero que te entrometas en mi vida.

-¿Tu vida? -se levantó como un resorte.Su reacción lo sorprendió. Alzó la mirada. Error. Con lo que se encontró

fue con sus piernas, los pies firmemente plantados en el suelo. Fuepenosamente consciente del ancho borde de sus pantalones cortos, asícomo de sus largos y esbeltos muslos. Y se excitó. Se levantó rápidamente,buscando la ventaja de su mayor altura, obligando a su cerebro a funcionar.Con lo cual no hizo sino aturdirse aún más.

-No se trata sólo de tu vida, David. No sé si te has dado cuenta, pero

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tienes una hija que necesita desesperadamente compartir lo que ha vivido.Necesita hablar. ¿Se te ha ocurrido pensar alguna vez que quizás seas tú elúnico que ha estado bloqueando sus esfuerzos por abrirse al exterior?

¿Le estaba sermoneando? ¿Cómo se atrevía...?-Sahar... -empezó con un tono de advertencia.Pero ella no dejó que lo interrumpiera:-Te pierde tu propia furia, David. Estás tan ocupado recriminándote a ti

mismo que no ves las necesidades de tu hija. Yo misma vi cómo te cerrastea ella esta mañana. Bajó a las cuadras para estar contigo. Te estababuscando, David. Y tú le diste la espalda.

-Maldita seas, mujer... -masculló, agarrándola de una muñeca yacercándola hacia sí-. ¿Cómo te atreves a decirme algo así? Yo quiero aKamilah más que a nadie en este condenado mundo. Ella es lo único queme queda. He contratado a los mejores especialistas, a los mejores tutores.Por ella he removido cielo y tierra...

-David -lo interrumpió con un tono súbitamente dulce, cariñoso, que lotomó desprevenido-. Kamilah no necesita especialistas. Sólo te necesita ati. Necesita a su padre. Necesita jugar. Necesita ser una niña normal.

Se le formó un nudo en la garganta al escuchar esas palabras. Porquesabía que tenía razón. Se lo había demostrado con su presencia en Shendi.

-Necesita que la abraces, David. ¿Tan difícil es eso?Le apretó la muñeca, pero ella no se amilanó. Seguía traspasándole el

alma con aquellos enormes ojos suyos, desafiándola a que lo contradijera. Yno podía. Porque todo lo que le había dicho era cierto.

Quería castigarla, vengarse de lo que le estaba haciendo. Queríaatraerla hacia su pecho, besar aquella boca increíble, hundirse en ella. Perono se atrevía a moverse. Porque no estaba seguro de lo que podría llegar ahacer. Así que se quedó inmóvil. Demasiado cerca de su boca, de suspreciosos senos. Del aroma que llenaba sus pulmones, infiltrándose en sucerebro, embriagando sus sentidos.

-¿Por qué estás tan furioso, David? -le preguntó en voz baja.Eso era lo mismo que le había preguntado Watson. Soltó un tembloroso

suspiro. Sahar entonces alzó una mano y le acarició una mejilla. Aquelsimple gesto lo destrozó. Necesitó de toda su capacidad de autocontrol para

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contener la emoción que explotó dolorosamente detrás de sus ojos. Aquellamujer lo estaba abriendo en canal. Derribando todas sus barreras paradejarlo expuesto, vulnerable.

-Déjame ayudarte, David -le susurró.-¿Por qué?-Porque puedo ver tu dolor -vaciló-. Porque sé que eres un hombre que

suspira por volver a ser libre. Tan libre como te sentiste a lomos de tucaballo, esta misma mañana...

Era increíble. Aquella mujer podía leerle directamente el alma. ¿Cómopodía haber adivinado lo que había sentido mientras montaba con ella aBarakah? Impresionado, se apartó. Por mucho que ansiara estrecharla ensus brazos, creer en ella, hacer aquel viaje juntos... no podía. Retrocedióotro paso, respirando como si se ahogara. No podía hacer aquello.

Sahar se marcharía. Algún día, en cualquier momento. Tal vez Watsonacababa de recibir información sobre ella en aquel preciso instante. Otendría un mensaje esperándolo en su despacho para que partiera esamisma noche.

-Olvídalo, Sahar. No necesito tu ayuda.Un inefable dolor asomó a sus ojos. Se mordió el labio. Y empezó a

temblar.-Sahar...Desvió bruscamente la mirada. Pero no lo suficiente para esconder una

fugaz lágrima que resbaló por una mejilla.-Sahar... -dio un paso adelante.No quería mirarlo. Alzó una mano, sacudiendo la cabeza.Lo había hecho otra vez, se dijo David. La había presionado demasiado.

Por fuera parecía una mujer fuerte, por dentro se sentía sola, perdida. Y élhabía vuelto a olvidarse de ello.

-Sahar... -insistió, agarrándola de un codo-... ven a sentarte a lasombra.

Esa vez aceptó, dejando que la guiara a uno de los bancos de piedra, ala sombra de un frutal. Parecía súbitamente agotada, exhausta. La energíaque había desplegado unos segundos atrás había desaparecido. David se

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sentía como un verdadero canalla por haberle hecho eso.Se dejó caer en el banco, y él se sentó a su lado. Ambos permanecieron

en silencio.-Todo esto ha sido una equivocación -pronunció al fin-. Lo siento.Sahar se enjugó una lágrima.-No pasa nada. Yo... lo entiendo perfectamente.¿Cómo podía entenderlo?, se preguntó, extrañado. Vio que se quitaba el

viejo sombrero de paja, para enjugarse el sudor de la frente con el faldónde la camisa. Con lo cual no hizo sino ensuciarse aún más la cara.

-Soy yo la que debería disculparse, David -añadió-. Me doy cuenta deque te estoy haciendo muy desgraciado. No es mi intención en absolutohacerle daño a Kamilah, o a ti. Yo sólo quería ayudar. Necesitaba ayudar.No puedo explicarlo -se limpió otra lágrima de la mejilla-. Me iré. DejaréShendi. Tú has sido muy bueno y te lo agradezco, pero me iré mañana porla mañana. El doctor Watson me ha dejado su número de teléfono. Lollamaré para pedirle que me ayude a encontrar un lugar donde quedarme...en alguna parte... quizá Jartum... hasta que averigüe quién soy realmente.

Ahora sí que lo había estropeado todo. Sahar no había elegido ir a parara aquella isla. Ni perder la memoria. No, ella no tenía la culpa de nada. ¿YKamilah? Se quedaría destrozada cuando a la mañana siguiente descubrieraque se había marchado. Estaba en un doble aprieto. Había provocadojustamente lo que había estado intentando evitar desde el principio. Hacerdaño a Kamilah... y permitirse sentir algo por aquella desconocida.

Porque ya no lo era. Era Sahar. Y formaba parte de su vida.-Sahar, quiero que te quedes.Lo miró, llorosa.-Quiero que seas mi invitada. Considéralo como una invitación formal -

forzó una sonrisa, porque por dentro era una maraña de sentimientoscontradictorios.

-David...-No -le puso un dedo sobre los labios-. Ya basta. Me disculpo. Como

anfitrión, he sido el peor del mundo. Quiero que te quedes en Shendi. Perotambién quiero que recuerdes una cosa. Cuando te marches, Kamilah sequedará destrozada. Sólo quiero que lo tengas en cuenta, cuando la trates.

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Supongo que eso es todo lo que estaba intentando decirte.-Sé que se pondrá triste -le tomó la mano-. Me lo ha dicho. Pero quizá

tengas razón, David. No debí haberme entrometido. Ni en su vida ni en latuya. El problema es que no podía no ayudarla. Por eso, tal vez, lo mejor esque me marche ahora.

-No, Sahar -protestó con el corazón acelerado-. No puedo dejartemarchar -era demasiado tarde. Por mucho que, por un lado, quisiera que semarchara, no podía dejarla ir. Simplemente no podía. Y aunque ése fuera elcaso, jamás podría volverse a mirar a la cara. Sahar tenía amnesia. Seencontraba indefensa. No tenía ningún lugar adonde ir. Ni siquiera sabía sunombre-. Dame una oportunidad para mejorarme y convertirme en unmejor anfitrión, Sahar -forzó una carcajada. Sonaba falsa, desesperada-. Nisiquiera te he enseñado este palacio -la tomó suavemente de la barbilla-.¿Qué dices? ¿Te quedarás? ¿Serás mi huésped? Durante todo el tiempo quenecesites.

Sahar vaciló, cautivada por la intensidad de su mirada. Pero, más queotra cosa, fue la profunda sinceridad, la honestidad e integridad quepercibió en su voz lo que la convenció. David Rashid era un hombre que seesforzaba por enmendarse y hacer lo que consideraba correcto. Y lorespetaba por ello.

Además, no tenía ningún lugar adonde ir. El pensamiento deencontrarse sola, perdida y sin identidad en un lugar como Jartum lahorrorizaba.

-Sí -respondió en voz baja-. Me quedaré. Gracias, David.David soltó un suspiro, pasándose las manos por el pelo.-Bien. Ahora que hemos aclarado esto... ¿me permites que te enseñe mi

hogar?Una temblorosa sonrisa asomó a sus labios.-De acuerdo -se enjugó las lágrimas que le quedaban, esforzándose por

recuperarse-. Me encantaría.Se levantó, sonriente, y le ofreció su mano:-Vamos entonces.La aceptó. David cerró los dedos sobre los suyos. Y, en aquel preciso

instante, con aquel gesto, Sahar tuvo la sensación de haber encontrado un

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puente. Un puente firme y seguro, que podría llevarla al otro lado.Hubiera lo que hubiera en el otro lado.

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Capítulo 8-Mi padre compró este castillo cuando yo era niño -le explicó David

mientras la llevaba del brazo por el inmenso salón central.Deslumbrada, Sahar levantó la mirada a la altísima bóveda de cristal

coloreado. Los rayos del sol la atravesaban, iluminando la sala con tonosanaranjados, ocres y verdosos, evocando la imagen de una catedral. Sóloque la arquitectura no podía ser más diferente que la de una catedralcristiana.

-Es arte islámico, ¿verdad?-Exacto. De variante marroquí -abrió las pesadas puertas dobles del

extremo más alejado del salón-. El palacio de Shendi fue levantado por unexcéntrico general francés a principios del siglo XIX.

-Es impresionante. Un estilo maravillosamente... ecléctico -comentómientras estudiaba los mosaicos de una de las habitaciones.

-Esa es la palabra. Shendi es como un crisol de culturas y estilos:árabes, africanos, yemeníes... Cada cultura enriquece a su vez a la anterior,remontándose hasta el primitivo reino de Sheba, el más antiguo de todos.

La súbita intensidad de su voz la hizo levantar la vista. La estabamirando. Su expresión había cambiado. Una cruda y ardiente energía habíadado a sus-rasgos una apariencia pétrea, como si hubieran sido esculpidosen granito. Un brillo peligroso ardía en sus ojos.

Sahar experimentó un estremecimiento. Resultaba obvio que estabaenamorado de su país, de su región: África del Norte y el Sahara. Se diocuenta de que el palacio que acababa de describirle era como él mismo.David Rashid transmitía una sensación de atemporalidad, como si el espíritude las antiguas tribus guerreras o el sabor salvaje y exótico de los señoresdel desierto moldearan todavía sus pensamientos. Con toda aquella energíaencubierta o disimulada bajo el barniz de una exquisita educación británica.

Aquel hombre era un verdadero misterio. Se aclaró la garganta,procurando resistir la penetrante mirada de sus ojos azul oscuro.

-Kamilah me dijo que tu padre había sido jeque.-¿Kamilah te dijo eso?-Sí.Apretó la mandíbula. Le dio la espalda y abrió la pesada puerta que

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comunicaba con otra habitación.-¿Eso quiere decir que tú también lo eres? -le preguntó, curiosa,

entrando con él en la sala.Deteniéndose, se volvió hacia ella.-Soy el jeque David Ben Omar Ben Zafir Rashid. El primogénito de mi

padre. Según las costumbres del pueblo de mi padre, ahora detento esetítulo -se interrumpió, mirándola fijamente-. Pero eso no significa nada -hizoun gesto de indiferencia con el brazo-. Mira, éste es el salón donde el viejogeneral francés solía celebrar sus famosos bailes.

Pero Sahar estaba más interesada en estudiar el rostro de David Rashidque la lujosa habitación.

-¿Por qué dices que no significa nada?-Llevaría tiempo explicártelo. Ven -tomándola del brazo, la hizo pasar a

otro enorme jardín, atravesado por un largo estanque de mármol negro. Elestanque estaba flanqueado por columnas y rodeado por arcos de flores.

Sahar desvió la vista del agua oscura para fijarla de nuevo en sus ojos.Intrigada, insistió:

-Yo tengo mucho tiempo -forzó una carcajada-. Tanto que apenas séqué hacer con él.

-¿Realmente estás interesada?Contempló de nuevo sus ojos ardientes. Desde luego que estaba

interesada.-Sí.-De acuerdo -la tomó de la mano y la llevó a un banco a la sombra,

frente al estanque. Se sentó a su lado, fija la mirada en el agua-. Mi padre,el jeque Omar Ben Zafir Rashid, descendía de una tribu de guerreros deldesierto que hace siglos emigraron desde Arabia hasta el Sahara, cruzandoEgipto. Nómadas y cazadores, su vida estaba gobernada por las estrellas ylas estaciones. Cazaban una especie de venado llamado órix y viajaban deoasis en oasis con sus dromedarios y sus cabras. Vivían bajo un arcaicocódigo ético y eran tan admirados como temidos -se interrumpió por unmomento, con la mirada distante, como si estuviera contemplando aquelloslejanos oasis-. Era un gran pueblo, Sahar. Un pueblo noble. Pero ya noexiste. Yo soy el último líder de una tribu que dejó de existir.

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-¿Qué sucedió?-El mundo cambió -se encogió de hombros-. Mi pueblo no. El desierto se

está muriendo, y con él todo un estilo de vida. Después de años deincesante drenaje, los pozos tradicionales se fueron secando. Los órixdesaparecieron. Las hambrunas se sucedieron. Cabras y dromedariosperecieron. Y los beduinos se vieron obligados a abandonar su forma devida, la misma que había hecho de ellos unos seres libres y orgullosos. Ensu desesperación, se vieron obligados a dirigirse a poblaciones yasentamientos, y empezaron a arrastrar una mísera existencia en losarrabales de la civilización.

Sahar lo miraba entre fascinada y entristecida.-Un pueblo antaño orgulloso perdió así su cultura, los lazos que

vinculaban entre sí a las diferentes tribus. Ahora están desperdigadas yempobrecidas, sobreviviendo en gran medida gracias a las donaciones degrano y otras ayudas de los pueblos del Norte -masculló, indignado-. Poreso es por lo que este titulo no significa nada -apretó la mandíbula-. Pero yole devolveré el orgullo a mi pueblo, Sahar. Yo volveré a reunirlos. Ese fue elsueño de mi padre. Y ahora es el mío.

Sahar seguía mirándolo fijamente. Aquella pasión casi violenta por supueblo, por el desierto, no podía menos de conmoverla.

-¿Cómo podrías hacerlo? ¿Cómo harías para devolver su orgullo a losbeduinos?

-Ya te lo dije antes, es una larga historia.-Quiero escucharla, David -lo necesitaba. Necesitaba descubrir aquello

que parecía quemarle el alma.David le tomó una mano y le acarició con gesto ausente la palma, con

la mirada nuevamente clavada en las aguas oscuras. Sahar se estremeció,pero no retiró la mano. Aquel hombre parecía ejercer un enigmático podersobre ella, algo que desafiaba su capacidad de autocontrol. ¿Sería acasoconsciente de lo que le estaba haciendo?

-Yo me pasé la mitad de mi vida en el Sahara. Mi padre quería que loconociera, que experimentara en carne propia los antiguos usos ycostumbres de mi pueblo. Que saboreara el arcaico estilo de vida de losguerreros del desierto antes de que desaparecieran para siempre de la fazde la tierra.

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Entrelazó los dedos con los suyos, apretándoselos. A Sahar se le aceleróel pulso.

-Mi padre se dio cuenta, cuando todavía era joven, de que aquel mundoestaba agonizando -continuó-. Y comprendió que la única manera de salvara su pueblo era adaptarlo a la era moderna, la misma que lo habíadestruido, para que los nómadas pudieran controlar económicamente supropio destino -se interrumpió-. Consiguió matricularse en Oxford. Habíaescuchado las leyendas beduinas sobre el oro negro, el petróleo, quesupuestamente yacía enterrado bajo las dunas del norte de Azar. Volvió deInglaterra convertido en geólogo, armado de la ciencia moderna y de laantigua sabiduría del desierto -soltó un profundo suspiro-. Encontró ese oronegro, Sahar. Al cabo de muchos años, lo encontró.

Durante un rato ambos permanecieron en silencio, con las manosentrelazadas. Sahar alzó la mirada hacia él.

-Se trajo algo más de Inglaterra -se volvió hacia ella-. Una mujerbritánica... y un hijo.

-¿Tú? ¿Tu madre?-Algunos lo interpretaron como una traición.-¿Porque era británica?-Sí -pronunció con amargura-. Una extranjera.-¿Qué le sucedió a tu madre?-No se adaptó bien al desierto. Era la hija de un aristócrata inglés, y

para ella el desierto no era más que una aventura fascinante que podíallegar a cansar. Para mi padre, en cambio, era su vida. Mi madre empezó asuspirar por regresar a casa, y mi padre la quería demasiado para retenerlaen un lugar en el que no deseaba vivir. Él, por su parte, no podía renunciara su querido desierto para residir de manera permanentemente enInglaterra. Su relación estuvo condenada desde el principio.

-Qué trágico...-Al final, mi madre cayó enferma. Decidió volver a su hogar, con su

gente. Quería llevarme consigo, yo tenía cuatro años en aquel entonces. Asíque me llevó a Inglaterra.

Sahar lo miró. Detrás de aquellos ojos azules, en lo más profundo de suser, se escondía un niño, un niño desgarrado entre dos padres. Dos países.

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Dos culturas.-Desde entonces, he estado dividido. Durante seis meses de cada año

he vivido en el desierto. La otra mitad del año estudiaba en Inglaterra -leapretó la mano, esbozando una irónica sonrisa.

-¿Qué pasó con tu padre después de que tu madre se marchara?-Volvió a casarse... con una mujer azarí. Tuvo otro hijo, ocho años más

joven que yo, Tariq. Algunos piensan que Tariq debería haber heredado eltítulo porque él sí que es puro, como dicen ellos -se encogió de hombros-.De cualquier manera, como te he dicho, es un título que no significa nada.

-¿Te llevas bien con tu hermano?David le lanzó una mirada brillante, no exenta de sospecha. Y retiró la

mano.-¿Por qué estás tan interesada? Es un asunto de los Rashid.-Porque... -se ruborizó-... Porque me importa. Me importas tú. Y

Kamilah.Un músculo latió en su mandíbula. No dijo nada. Se limitó a esperar,

mirándola con expresión inescrutable.-No tengo a nadie más que pueda importarme, David. Yo... estoy

completamente sola. Hasta que averigüe quién soy.Su mirada se suavizó ligeramente. Alzó una mano y le acarició con

ternura una mejilla.-Mi hermano y yo no nos llevábamos nada bien hasta hace dos años.-¿Por qué?-Tariq sentía que yo no era uno de ellos. Que yo no era puro -un brillo

de furia asomó fugazmente a sus ojos.-¿Pensaba que él habría debido ser jeque?-Pensaba que yo habría debido estar muerto.-¿Qué?-Tariq creció lleno de resentimiento contra mí. Envidiaba también el

afecto que me profesaba mi padre. Mi hermanastro no estaba de acuerdocon nuestra idea de incluir a Azar en la economía mundial. Y debido a susradicales puntos de vista, se vio expulsado del testamento de mi padre.

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Pero todo eso fue en aquel entonces. Tariq es ahora mayor, más sabio. Estáempezando a ver más allá de sus estrechas miras. Y finalmente haaceptado mi visión de las cosas. Ahora compartimos el mismo objetivo deampliar las riquezas de nuestro pueblo y compaginar tradiciones ymodernidad, aprovechando los recursos de Rashid Internacional, la empresafundada por nuestro padre. La empresa destinada a hacer realidad susueño.

-¿Qué fue lo que finalmente convenció a Tariq?-Una promesa. Le prometí a mi padre en el lecho de muerte que haría

todo lo que estuviese en mi mano para salvar el abismo que nos separaba.Y le prometí también que continuaría con su misión de levantar de nuevo alpueblo de Azar. Murió con esos dos sueños en los labios.

-¿Pero cómo te las arreglaste para hacerle entrar en razón? Unaideología fundamentalista no es algo a lo que uno pueda renunciar de lanoche a la mañana.

-Es verdad. Pero la sangre puede ser más fuerte que la ideología. Y yonunca me rindo -añadió mientras acariciaba distraídamente la empuñadurade su jambiya. Siguiendo la dirección de su mirada, le explicó-: Es de mipadre. El regalo que me hizo en su lecho de muerte. Y el símbolo de mipromesa. Lo llevo siempre.

Sahar se estremeció al escuchar la intensidad de su voz. Le brillaban losojos. Resultaba obvio que había tocado otro punto sensible, otro de losrasgos definidores de su carácter. Pero, por algún motivo que no consiguióidentificar, volvió a experimentar una extraña inquietud. No tenía ningunaduda de que la violenta pasión que animaba a un hombre tan poderosopodría arrastrarlo al crimen. A matar por sus objetivos.

¿Qué le haría a ella si llegaba a caer en desgracia ante sus ojos... ocometía alguna deslealtad? ¿Y qué haría ella si David se convertía derepente en su enemigo? Tragó saliva, intentando adoptar un tono ligero.

-¿Así que... Azar... está prosperando actualmente?-No lo suficiente -se levantó del banco-. Todavía queda mucho trabajo

que hacer. Ven -tomándola de la mano, la llevó bajo los arcos, de regreso alpalacio-. África es un continente complejo. Y en las tradiciones africanas,nada es sencillo -su voz había recuperado la dulzura anterior-. Una vez quetodos los pozos petrolíferos estuvieron funcionando a pleno rendimiento,

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después de la muerte de mi padre, descubrí una mina de uranio de valorexcepcional. Algo mucho más valioso que el petróleo.

«David Rashid está traficando con uranio susceptible de ser utilizadocomo armamento». La frase asaltó de pronto su mente, a traición. Era lasegunda vez que le sucedía. Sintió una opresión en el pecho. Se esforzó porrespirar. Pero esa vez no pudo desechar el pensamiento con tanta facilidad.Empezó a extenderse por su cerebro como una explosión de tinta en unamasa de agua, tiñéndolo todo.

-Y... ¿qué tiene de especial ese uranio? -fue consciente del temblor desu voz.

Y él también. Se detuvo, arqueando una ceja.-Posee una estructura molecular única que facilita enormemente su

enriquecimiento para usos nucleares.Para armamento nuclear. Se quedó paralizada.-¿Qué te pasa, Sahar?-Oh..., nada. No es nada -se obligó a caminar de nuevo-. Vamos.Pero David la detuvo, frunciendo el ceño.-¿Seguro que te encuentras bien?-Sí, por supuesto. Sigue explicándome lo del uranio.-Ese descubrimiento disparó un intento de golpe de estado en Azar. Una

facción de disidentes azaríes intentó apoderarse del gobierno. Los rebeldesconsiguieron el control del norte y de mis campos petrolíferos,interrumpiendo los flujos de dinero que entraban al país. Luego marcharonhacia el sur, con la idea de apoderarse de Tabara, la capital.

-¿Qué... qué sucedió entonces?-Me enfrenté a ellos. Contraté un ejército privado. Llegué a un acuerdo

con el presidente azarí, según el cual yo financiaría esas tropas a cambio desu permiso para reconquistar y defender mis pozos.

«Yo ya sabía esto. Lo sabía todo», se dijo Sahar. Se frotó las sienes.Quizá lo había leído en la prensa, o visto en la televisión. La herida suturadade la frente empezó a latirle dolorosamente. David malinterpretó sureacción.

-No todos los mercenarios son tan malos, Sahar. Hay equipos que sirven

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a un buen fin. Éste es uno de ellos. Han conseguido empujar a los rebeldeshasta la frontera libia. Y están asesorando y pertrechando al propio ejércitode Azar. Terminarán convirtiéndolo en una fuerza nada desdeñable. Estoyfortaleciendo a mi país.

Sahar se había quedado sin palabras. Lo único que podía hacer eraasentir con la cabeza.

-Vamos -le dijo, tomándola del brazo-. Te lo enseñaré -la condujo a otrasala, a lo largo de una arcada.

El corazón le latía a toda velocidad. Estaba mareada.-Yo... sólo me estaba preguntando por qué habías decidido residir aquí,

en Shendi... si tu corazón está en Azar.-Es el mejor y más seguro hogar para Kamilah. Inglaterra no le iba bien,

y técnicamente Azar sigue en guerra con los rebeldes. Y si Azar es misueño, mi prioridad es Kamilah. Shendi está lo suficientemente cerca de mipaís como para que pueda volar allí siempre que lo necesite -abrió otrapuerta y la hizo pasar primero-. Éste es mi despacho.

Entró en una habitación forrada de paneles de madera, con los mueblestapizados en cuero. Su atención se vio inmediatamente atraída por elenorme mapa de tonos ocres que colgaba en la pared más alejada. Y fuecomo si una explosión, de reconocimiento estallara en su cerebro. Deinmediato comprendió exactamente quién era David Rashid. Como si unmillón de fragmentos dispersos de recuerdos se hubieran recompuesto depronto. Las sienes seguían latiéndole dolorosamente.

Comprendió que el mapa era de Azar, un país encajado como una cuñaentre Chad al oeste, Sudán al este y Libia y Egipto al norte. Incluso conocíael significado de los alfileres de diferentes colores clavados por doquier. Losazules señalaban las dos minas de uranio de Rashid. Los amarillos, suspozos petrolíferos. Y los grupos de alfileres rojos marcaban las posicionesde las tropas rebeldes que habían sido empujadas en dirección norte por elejército de Rashid: una nueva y polémica compañía de mercenarios llamadaForce du Sable, dirigida por el legendario Jacques Sauvage, así como porHunter McBride y Rafrq Zayed.

La habitación comenzó a girar a su alrededor. Parecía como si elcorazón fuera a explotarle en el pecho. Tuvo que apoyarse en el respaldode su sillón.

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-¡Sahar! -exclamó David, apresurándose a sostenerla-. ¿Estás bien?-Sí, sí... sólo un poco... mareada.-Es el calor. No debí haber permitido que bajaras al huerto. Voy a avisar

a Watson.-¡No! -sacudió la cabeza-. Estoy bien..., de verdad.Pero no lo estaba. Porque en el preciso instante en que vio aquel mapa,

recordó que el jeque David Ben Omar Ben Zafrr Rashid era uno de losindustriales más ricos e influyentes del mundo. Un hombre enigmático conambiciosos intereses en el petróleo, el uranio y los diamantes, no sólo enAzar sino en el mundo entero. No tenía la menor idea de cómo sabía todoaquello. Pero lo sabía. En vano intentó ordenar los datos mezclados queiban desfilando por su cerebro. Sabía asimismo que estaba exportandouranio a Libia y vendiéndolo en el mercado negro a Corea. Uranio parafabricar armamento nuclear. Un armamento que podría ser utilizado contraestados Unidos y Gran Bretaña. De modo que David Rashid era... suenemigo.

Se llevó una mano a la frente. La sensación de mareo persistía. ¿Cómohabía descubierto todo aquello? ¿Quién la había informado? ¿Quién era ella?¿Lo habría leído en la prensa, o visto en las noticias de televisión?

-Sahar, dime de una vez lo que te pasa. Estás pálida como un fantasma.Intentó tomarle la mano, pero ella se apartó.-Sólo estaba recordando... -cerró la boca de inmediato. Instintivamente.

Había estado a punto de decirle que recordaba quién era él. Pero algo lahabía hecho detenerse. El miedo a morir. Algo le decía que aquello era unacuestión de vida o muerte.

¿Pero por qué? ¿Sería capaz aquel hombre de matarla si descubría loque sabía? Se le revolvió el estómago. Iba a vomitar. Se dobló sobre símisma.

-Yo... creo que necesito tumbarme un momento -mientras hablaba, leflaquearon las rodillas.

David la levantó rápidamente en brazos y se dirigió hacia la puerta,abriéndola con el pie.

-Te llevaré a tu habitación. Y luego avisaré al doctor Watson.Sus pasos resonaban enérgicos en las baldosas de piedra del pasillo.

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-Por favor, no, David. Yo... sólo necesito descansar. Tú... tú teníasrazón, es el sol. No debí haber salido. Me pondré bien, de verdad...

Un puño frío se cerró sobre su estómago mientras se dejaba llevar aldormitorio. Porque sabía que tenía que esconderle lo que acababa derecordar. Sabía instintivamente que no podía decirle lo que había recordadosobre él. Porque su vida, y la de otras personas, dependía de ello. Sólo queno entendía por qué.

David abrió la puerta de su habitación con el pie y la depositósuavemente sobre la cama. El techo giraba a toda velocidad sobre sucabeza. El ventilador también estaba funcionando... O quizá se tratara sólode su cabeza. Cerró los ojos, pero todo seguía girando en un remolino detonos grises y negros.

David humedeció una toalla y se la aplicó sobre la frente. Su contactoera insoportablemente tierno. Sahar empezó a respirar con menosdificultad. Y sintió cómo el oxígeno fluía finalmente de nuevo a su cerebro.

-Descansa. Voy a llamar al médico para pedirle consejo.-Estoy bien. Ha debido de ser un golpe de calor. Estaré perfectamente

una vez que haya reposado un poco.-Toma -le acercó un vaso de agua a los labios-. Tienes que mantenerte

bien hidratada.Bebió a sorbos, ávidamente, mirándolo por encima del borde del vaso y

leyendo la preocupación en sus ojos.-No me importa lo que digas, Sahar. Pienso llamar a Watson. Puede que

estés teniendo algún problema derivado del golpe en la cabeza.Desde luego que estaba teniendo problemas.Él no sabía ni la mitad. Pero no podía seguir pensando. Vencida por la

fatiga, cerró los ojos.

David cerró sigilosamente la puerta a su espalda. Sahar le había dadoun susto de muerte al desmayarse de esa manera. Pero probablementetendría razón: no debía de haber sido más que un golpe de calor. Aun así, lepreguntaría a Watson acerca de los síntomas.

Se inclinó contra la puerta cerrada, apoyando la cabeza en la madera.Conforme se fue relajando, una sonrisa se dibujó en sus labios. Sahar

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poseía un gran carácter. Era fuerte, tenaz, inteligente, honrada, conprincipios. Terriblemente sexy. Y divertida.

¿Divertida? Ese era un concepto que no había contemplado duranteaños. Sí, Sahar había devuelto aquella palabra a su existencia. Y porprimera vez en su vida se había abierto por completo a otro ser humano,hablándole de su infancia, de su familia, de sus sueños. Lo cual, y eso era lomás curioso de todo, no le había hecho sentirse en absoluto vulnerable.Había compartido todas aquellas cosas e incluso después se había sentidomás fuerte, más confiado. Era como si estuviese vinculado con ella a travésde una invisible conexión.

Y ella... se preocupaba por él. Se lo había dicho. Por primera vez, DavidRashid se atrevía a concebir esperanzas. Se atrevía a soñar que, una vezque Sahar descubriera su identidad, la situación tal vez no cambiaradramáticamente. Que quizá, sólo quizá, tuviera un pasado que nonecesariamente tuviera que alejarla de Shendi. Al menos no de manerainmediata. Porque la quería y apreciaba. Mucho. De muchas y diversasmaneras que trascendían el simple deseo. Su sonrisa se amplió. Se sentíagozoso, eufórico. Porque sabía que había encontrado una amiga. Y era unasensación maravillosa.

De repente, a lo lejos, escuchó el rotor de un helicóptero y se pusoserio, como si el sonido lo hubiera devuelto a la realidad. No. Era unaestupidez imaginar que aquello podría durar. Ponerse a soñar era exponerseal fracaso. Y el fracaso era algo que no soportaba.

Miró su reloj mientras crecía el ruido del helicóptero. Debía de ser Tariq.Bien. Necesitaba volver a concentrarse en su trabajo. Los dos tenían unamontaña de tareas pendientes. Sólo faltaban un par de días para que Tariqsaliera para las minas de Azar. Y reforzar las relaciones con su hermano eratan importante como reconstruir y consolidar su nación. De manera quedesechó cualquier otro pensamiento para dirigirse al encuentro de suhermanastro.

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Capítulo 9Unos suaves golpes en la puerta despertaron a Sahar de su profundo

sueño. Parpadeó varias veces, confundida. La habitación estaba ensombras. Miró el reloj digital de la mesilla... y se quedó asombrada: era yade noche. Justo en aquel instante recordó de golpe todo lo que habíasucedido en el despacho de David.

Los golpes sonaron más fuertes. Se tensó. Todavía no estaba preparadapara volver a enfrentarse con él. Necesitaba pensar.

-¿Quién es? -inquirió con voz ronca.Fayha asomó la cabeza por la puerta.-Soy yo, Sahar.-Oh, Fayha -suspiró, aliviada-. Entra.El ama de llaves abrió la puerta de par en par e hizo pasar a una joven

que empujaba un carrito lleno de cajas decoradas con lazos rojos.-¿Qué es eso?-Ropa -contestó Fayha, radiante-. El señor Rashid la mandó traer de El

Cairo. Acaba de llegar en su helicóptero con el señor Tariq.Sahar frunció el ceño.-¿David ha mandado traer ropa? ¿Para mí?-Un guardarropa entero.-¿De El Cairo?-El señor Rashid mantiene vuelos semanales con El Cairo y Mombasa...

y con otros lugares, cuando lo necesita. Además... -sonrió-... ya iba siendohora de que dejara de vestirse con la ropa del doctor Watson -señaló elcarrito-. ¿Se la dejamos ahí, en la esquina?

-Eh... sí, gracias -repuso, todavía adormilada.Fayha se fue cerrando sigilosamente la puerta a su espalda. Sahar se

levantó para acercarse a la pila de cajas. Las etiquetas doradas eran de lalujosa boutique L'Avalle, El Cairo. Intrigada, recogió la primera de las cajasy la colocó sobre la cama. Cuando la abrió, se encontró con la tela másbonita que había visto en su vida. Era pura seda. La levantó paraexaminarla a la luz, admirando sus reflejos tornasolados, que recorríantodos los tonos de verde, desde el esmeralda al turquesa. Nunca había visto

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nada parecido.Se puso el vestido sobre el pecho y se volvió hacia el espejo. El color

casaba admirablemente con el de sus ojos. Pero al moverse, el tono setransformó en un jade oscuro. Una vez más se quedó inmóvil, presa de unaextraña sensación. Como si aquel tono en particular revistiera una secretapero fundamental importancia.

Desechó aquel pensamiento, hizo a un lado el vestido y se dedicó aabrir el resto de las cajas. David había pensado en todo. Había ropainterior, ropa deportiva y de trabajo, trajes de baño, batas, vestidos denoche, veraniegos vestidos estampados, pantalones cortos, camisetas...todo de su talla. Aquel hombre nunca dejaba de asombrarla. Y no pudoevitar sonreír.

Se sentía como una niña en Navidad, colmada de regalos. No tenía niidea de cuál era su estilo de ropa, pero ese estilo en particular le gustaba.De repente descubrió el sobre que había caído al suelo. Contenía unatarjeta de bordes dorados, con unas líneas escritas a mano:

Reúnete a cenar con nosotros a las nueve en el gran salón comedor.P.D. No te pongas nada del doctor Watson.

Se echó a reír, encantada. Se sentía ligera, eufórica, como una colegialael día de su cita con su príncipe azul. Pero casi inmediatamente se recuperó.Aquello era ridículo. Aquella reacción infantil no podía formar parte de sucomportamiento habitual... ¿o sí?

Se sentó en la cama. David Rashid la confundía, la trastornaba. Volvió acontemplar los regalos mientras repasaba mentalmente lo que sabía sobreél. Era famoso. Y rico. Y misterioso. Quizá incluso peligroso. Eso nosignificaba necesariamente que fuera un malvado, pero... ¿lo era? Muyprobablemente habría leído algo sobre su figura. Si había leído algosiniestro, negativo, seguramente se trataría de especulaciones sin basealguna, puras murmuraciones de tabloide. Porque podía sentir, intuir queera un hombre bueno. Un hombre íntegro y sincero.

Y la razón por la que había experimentado todas aquellas cosas tanextrañas en su despacho... bueno, eso tenía que haber sido un efecto de lainsolación, o una secuela de su accidente. O, al menos, eso fue lo que

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intentó decirse.Porque en el fondo, muy en el fondo, por mucho que se esforzara por

racionalizarla, aquella extraña e inquietante sensación seguía acosándola,advirtiéndola de que tuviera cuidado, que abrirse a él podría resultarpeligroso. Y que su vida y la de otras personas estaban en juego. Por esemismo motivo no podía hablarle de ello a David. Al menos mientras nosupiera más al respecto.

¿En qué la convertía eso? ¿En una mentirosa? Se levantó rápidamentede la carpa para dirigirse al cuarto de baño. En cualquier caso, esa nochepensaba ponerse un vestido de noche y disfrutar de la cena. Por lo demás,simplemente llevaría cuidado. Porque... ¿qué otra cosa podía hacer hastaque recuperara la memoria?

El baño estaba preparado. Se metió en la bañera, hundiéndose en lafragante espuma. Cerró los ojos y se concentró en relajarse, dejando lamente en blanco. Las nubes de vapor se enroscaban en torno suyo,sumiéndola en una cálida neblina. De repente se imaginó a sí mismabailando con aquel precioso vestido verde que David le había comprado.Girando dentro de sus fuertes brazos bajo una bóveda de cristal... Se sonrió.Casi podía sentir el movimiento, admirar las cambiantes tonalidades deaquel exquisito vestido, que recorría todas las gamas del verde, desde elesmeralda hasta el...

¡Jade!Fue como si le hubieran arrojado un cubo de hielo. Ahogó una

exclamación. Se incorporó en la bañera, con la mirada desorbitada y elpulso acelerado. ¡Eso era! Era por eso por lo que había intuido la vitalimportancia de algo asociado a aquel color, a aquel tono de verde. Era poreso por lo que le había resultado tan familiar aquel vestido, por lo que sehabía sentido tan cómoda con él. Jade... no, Jayde. ¡Se llamaba Jayde!

El corazón se le inflamó de gozo. Saltó de la bañera, derramando aguapor todas partes. Agarró una toalla y casi se resbaló en el suelo de mosaico.Tenía que decírselo a David. ¡Había recordado su nombre! Se llamaba JaydeAston. Sí, eso era: su apellido era Aston. Había recuperado su nombre. Yeso sólo bastaría para hacerle recuperar la memoria del resto en cuestiónde minutos, o de horas. Estaba convencida de ello.

Corrió hacia la puerta. Ya la había abierto cuando se quedó paralizada.No podía decírselo a David. Todavía no. Porque Jayde Aston tenía un oscuro

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y profundo secreto que esconder al jeque David Ben Omar Ben Zafir Rashid.Ahora sí que estaba segura de ello.

De repente se dejó caer en la cama, envuelta en la toalla. Habíarecuperado su nombre, pero seguía sin poder recordar nada más. Seguía sinpoder recordar quién era Jayde Aston y la razón por la que sabía, o intuía,todas aquellas cosas sobre David. Y seguía sin poder explicarse la ominosasensación que crecía en intensidad con cada fragmento de recuerdo que ibarescatando del olvido.

Jayde Aston entró en el gran salón comedor a las nueve y cincominutos, nerviosa a la vez que emocionada. El vestido de noche le daba unaire de confianza y atrevimiento. Sabía que estaba preciosa. Se habíarecogido el pelo en lo alto de la cabeza, con algunos mechones sueltosrizándose en torno a su nuca. También se había puesto un exótico brazaletede bronce, y una gargantilla con una piedra de ámbar. Se sentía realmentecomo una diosa.

David presidía la larga mesa de madera oscura. La lujosa cristaleríabrillaba a la luz de los enormes candelabros de plata labrada. Estabaconcentrado hablando con el hombre sentado de espaldas a ella. Observóque tenía el pelo igualmente negro, sólo que más largo. Se oía de fondouna música árabe, con tambores africanos.

David alzó rápidamente la cabeza al percibir su presencia. El otrotambién levantó la mirada. Y a Jayde se le heló la sangre en las venas...porque lo había reconocido al instante.

Era Tariq Rashid, el hermanastro de David. Igual de alto, algo másancho, de tez ligeramente más oscura. Tenía la nariz ancha y algo torcida,como si se la hubieran partido. Experimentó una náusea, pero la reprimió altiempo que forzaba una sonrisa. «Aguanta, Jayde. Las piezas estánencajando. Respira. Piensa. Piensa. ¿De qué conoces a este hombre?», sepreguntó. Aunque ella sí que lo reconoció, ningún brillo de familiaridadasomó a sus ojos negros mientras la miraba con descarado detenimiento.Tragándose su angustia, se acercó a la mesa.

Entonces lo recordó. ¡Lancaster! Estuvo a punto de tropezar. GerryLancaster, su adiestrador, le había mostrado una fotografía de Tariq

Rashid. Y también varias fotos en blanco y negro de David. Se las habíaenseñado a ella... y al agente Michael Gibbs. Con David O'Reilly. En la sala

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de conferencias. En una pantalla. ¡Gibbs y ella habían recibido la misión deespiar a David Rashid!

Sintió que le faltaba el aire, y se tambaleó. Oh, Dios, era una espía...Una agente del gobierno británico. Tenía un adiestrador. Todo estabavolviendo de golpe. El hilo enmarañado de sus recuerdos se desenredaba ensu cerebro a toda velocidad. Se tocó una sien. Tenía que ordenar suspensamientos. Y rápido, antes de que pudiera cometer un terrible error...Maldijo para sus adentros. ¿Por qué la había enviado el gobierno británico aespiarlo?

Porque los servicios secretos británicos y estadounidenses acababan dedescubrir que el uranio de Rashid iba a ser utilizado en un programa nuclearsecreto del gobierno libio. Y una parte iba a ser vendido a Corea a cambiode apoyo tecnológico. El corazón le dio un vuelco. El tiempo pareciódetenerse. Jayde Aston sabía ahora exactamente quien era, de dónde veníay por qué se encontraba en aquel momento en la isla Shendi. Era verdad.David era su enemigo. El labio inferior comenzó a temblarle.

Pero no podía llorar. Ni en ese momento ni en ningún otro. Porque laagente Jayde Aston, MI-4, jamás lloraba. David se levantó para dirigirsehacia ella, con la mano tendida. Y Jayde apretó la mandíbula, cuadrando loshombros. Había conseguido recuperarse a tiempo.

Le brillaban los ojos a la luz de las velas. Su blanca sonrisa de lobocontrastaba con su tez bronceada. La tomó firmemente del brazo, con unaire de posesividad. Su mirada viajó todo a lo largo de su cuerpo, como lade un depredador midiendo a su presa. Jayde experimentó un efectosemejante al de una descarga eléctrica. Contuvo el aliento, estremecida.

-Estás impresionante -murmuró.-Gracias -repuso, intentando dominar el pánico que la atenazaba por

dentro.Se apartó un momento para observarla detenidamente, ladeando la

cabeza.Jade.Palideció instantáneamente, abriendo mucho los ojos. ¡La había

descubierto!-Ese color te sienta maravillosamente bien.

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Lo miraba con la garganta seca, el corazón acelerado.-Y ámbar -añadió, extendiendo una mano para tocar la piedra de la

gargantilla.De nuevo se quedó sin aliento. ¡Ámbar! ¿Estaría jugando con ella? No

podía saber que tenía una hermana gemela llamada Amber, «ámbar» eninglés. ¿Qué más sabía? ¿Quizá que era una espía?

-... el color de la piedra hace juego con el de tu pelo.Suspiró de alivio. No lo sabía. A no ser que se estuviera burlando,

lanzándole palabras cargadas de doble significado... sólo para estudiar sureacción. Tenía que cambiar de tema, comportarse con normalidad, ganartiempo, pensar.

-¿No... no está aquí Kamilah?-Ya está acostada -David se acercó para besarla en una mejilla-. Me

encargó que te diera un beso de buenas noches -añadió, a modo deexplicación.

-¿Qué ella te...?-Sí, por supuesto -un brillo travieso asomó a sus ojos-. Seguí tu consejo.

Estuve jugando con ella antes de cenar. Y la abracé mucho. ¿Sabes? La cosaestá funcionando. Ha empezado a hablarme. A mí.

La emoción le cerró la garganta. ¿Cómo podía ese hombre ser malo? Nopodía creerlo. Pero...

-Vamos -le pasó un brazo por la cintura-. Voy a presentarte a mihermano -la llevó hacia la mesa-. Éste es Tariq. Viene a pasar dos días aquí,por negocios. Tariq, te presento a Sahar. La sirena de Kamilah, la misma dela que te estaba hablando.

Tariq se levantó e inclinó ligeramente la cabeza a modo de saludoantes de sentarse de nuevo.

No correspondió a la sonrisa que había esbozado su hermano cuandohizo aquel último comentario. Por el contrario, se mantenía serio, distante.

Jayde percibió inmediatamente su profunda desconfianza, lo cual nohizo sino aumentar su inquietud.

David le sacó una silla de alto respaldo, invitándola a sentarse. PeroJayde se lo quedó mirando con expresión distraída, sin moverse, intentando

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asimilar lo que había recordado hasta el momento. ¿Habría sobrevividoGibbs a la tormenta? ¿Qué le había sucedido?

-¿Sahar? -la miró preocupado-. ¿Te encuentras bien? Todavía estás algopálida.

-Sí, sí... por supuesto que estoy bien -forzando una leve sonrisa, tomóasiento de una vez.

David le empujó galantemente la silla y se inclinó para susurrarle aloído:

-Veo que no me he equivocado al elegir tu talla -la caricia de su alientoen la nuca la hizo estremecerse, erizándole el vello.

-No debiste haberlo hecho, David, de verdad... ¿Y todo lo mandastetraer de El Cairo?

-Sí. Encargo cosas diariamente -se encogió de hombros-. No es nada. Micosturera habría tardado semanas en proporcionarte un guardarropacompleto -acercó aún más los labios a su oído, hasta rozarle casi el lóbulo-.Además... - susurró-... la ropa de Watson estaba empezando a resultar unpoco aburrida, ¿no te parece?

Nuevamente estremecida, alzó los ojos para mirarlo, buscando en surostro alguna señal de reconocimiento, algo que le indicara que sabía quiénera ella. Algo que le demostrara que realmente estaba traficando con armasnucleares. Pero en su expresión no encontró otra cosa que un oscuro yvisceral deseo... y algo más, algo que trascendía la simple preocupación.Algo que hablaba de amistad, de felicidad. Era una mirada de... de amor. Elcorazón le dio un vuelco.

-Yo... yo nunca podré agradecértelo lo suficiente, David. Has escogidomuy bien y...

-Sss -le puso un dedo sobre los labios, acallándola-. No digas nada.Considera toda esta ropa como un regalo de compensación por toda la vidaque has traído a esta casa. Ya mí, por supuesto.

La cena no pudo ser más refinada, regada con un excelente vino. PeroJayde apenas pudo probarla. Tenía el estómago hecho un verdadero nudo.Y tuvo que hacer un inmenso esfuerzo para aparentar naturalidad.

En todo momento había sentido a Tariq vigilándola discretamente.

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Había algo oculto, velado, en aquellos ojos de párpados constantementeentornados. Siempre que lo había sorprendido observándola, se habíaapresurado a desviar la mirada. Y cuando se había atrevido a mirarladirectamente, lo había hecho con un oscuro apetito que rozaba lainsolencia. Aunque sus palabras decían lo contrario, Tariq la había hechosentirse una intrusa en el castillo de David.

Al término de la cena, Farouk sirvió los cafés, y una vez más percibióJayde la mirada extrañamente fija de Tariq. Un brillo de indignación asomóa sus ojos. Estaba harta. Sin pensárselo dos veces, lo miró a su vez,desafiante.

Pero esa vez Tariq no bajó la vista.-Tu amnesia -pronunció-. Lo encuentro muy extraño.-¿Por qué? -inquirió ella.-Hice una llamada de consulta -respondió mientras se llevaba la

diminuta taza de café a los labios-. Tengo un amigo que es especialista enneurología en Egipto -bebió un sorbo, a la espera de su reacción.

A Jayde se le revolvió el estómago, pero procuró no revelar suinquietud.

-En su opinión, tus síntomas son psicológicos. O también pueden ser...simulados.

Aturdida, desvió la mirada hacia David. Su anfitrión no dijo nada,limitándose a observarla en silencio. Se sintió súbitamente herida,traicionada... a pesar del hecho de que la traidora, en todo caso,precisamente era ella.

Finalmente asintió con la cabeza, cubriéndole una mano con la suya.-Sí. Eso mismo fue lo que sospechó Watson. Me refiero a la primera

posibilidad, claro está.-¿Y tú no me lo dijiste?-No estábamos seguros, Sahar. Decidimos intentar localizar a tus

familiares o amistades y actuar a partir de ahí. Dado que no existíaemergencia médica alguna, pensamos que lo mejor era que te sometieras atratamiento psiquiátrico cerca de tu hogar... una vez que supiéramos cuálera, claro.

Apretando los dientes, retiró la mano y se la llevó a la frente,

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palpándose los puntos de la herida. Desde el principio había pensado que lapérdida de memoria tenía su origen en el golpe que se había dado en lacabeza. ¿Podía...? ¡No! No podía ser. Se le cerró la garganta. ¿Podríahaberle sucedido eso a ella... otra vez? ¿Después de tantos años?

-Sahar -David fue a tomarle la mano-. Vamos, eso no cambia nada.-Lo cambia todo -le espetó, apartándose. Le aterraba analizar quién

era, pensar en su propia identidad y lo que se había hecho a sí misma.Porque sólo ella tenía las llaves de la prisión en que estaba encerrada. ¿Porqué había vuelto a hacerse aquello? Un terror loco se apoderó de sucorazón. ¿Y por qué Tariq se había molestado en informarse sobre ella?Algo debía de sospechar.

Tariq seguía taladrándola con la mirada. Ruborizada, se encaró con él.-Tú, en cambio, no crees que sea psicológico, ¿verdad? Crees que estoy

fingiendo. ¿Es por eso por lo que te has informado sobre mi amnesia?-Tu situación es bien extraña -se encogió de hombros-. Nadie ha

denunciado tu desaparición. No hay noticia de naufragio alguno. Viniste delmar... -chasqueó los dedos-... así, de repente. Y, Francamente, yo loencuentro muy sospechoso. Por eso me informé debidamente.

-¡Tariq! -le advirtió David.-Yo me limito a proteger tus intereses, David -se volvió de nuevo hacia

Jayde, bajando la voz con un tono de amenaza-. Desde la muerte de Aisha,demasiadas cazafortunas han intentado meterse en su vida.

Jayde se levantó bruscamente de la silla.-¡Eso sí que no lo consiento! -exclamó, indignada.-Sahar, tranquilízate -David se levantó también.-No, no quiero tranquilizarme. ¿Cómo has sido capaz de esconderme

algo así? ¿Tú también piensas eso? ¿Que yo... sólo ando detrás de tudinero?

Tariq se sonrió, perverso. Jayde estaba temblando. Y él se había dadocuenta.

-Te diré una cosa sobre mí, Sahar -le espetó David-. Yo no miento.Nunca. Y no soporto a los mentirosos. Mentiría si te dijera que en ningúnmomento se me pasó eso por la cabeza, pero...

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Jayde no quiso seguir escuchando el resto. Giró sobre sus talones yabandonó la sala, pero no por la puerta que llevaba al ala de losdormitorios, sino por la que comunicaba con el jardín. Necesitaba aire, cieloabierto, libertad. De repente aquel palacio le resultaba claustrofóbico, unalaberíntica prisión que no era sino un trasunto exacto de su estado mental.David fue tras ella.

-¡Sahar!Ignorándolo, salió a la terraza, se descalzó y echó a correr por la hierba

hacia la playa de la laguna.-¡Sahar! -oía a David gritando a su espalda.Corrió más rápido, y él se dispuso a perseguirla, pero su hermano lo

detuvo:-Déjala, David. Necesito hablar contigo.-¿Cómo te has atrevido a investigarla? No tenías ningún derecho.-Claro que lo tenía. En este momento ambos nos estamos jugando

muchas cosas. Y esa mujer... -señaló el lugar donde Jayde habíadesaparecido, en lo oscuro-... podría ser algo más que una cazafortunas,David. ¿Has pensado en eso?

-¿Qué quieres decir exactamente?-No confío en ella. Podría estar trabajando para alguien.David se lo quedó mirando con la boca abierta.-¿Quieres decir que podría tratarse de una espía?-Aunque no lo fuera, fíjate en la facilidad con que llegó a tu isla, a tu

hogar -le clavó un dedo en el pecho-. Y se te ha metido en tu casa,hermano. Necesitas tener más cuidado. Y un mejor servicio de seguridad.

Le hervía la sangre de rabia. Tuvo que hacer uso de toda su fuerza devoluntad para mantener un mesurado tono de voz.

-Mi seguridad es la adecuada. Has perdido el juicio si piensas que Sahares una espía.

-Eres un hombre poderoso con una enorme influencia, David. Y esosignifica que tienes enemigos. Hay personas, empresas, superpoderes quedesean destruirte, apoderarse de los pozos de petróleo, acabar con tuinfluencia en este rincón del mundo. Tú lo sabes y yo lo sé. Y esa mujer

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podría estar simulando, trabajando para alguno de ellos. Todo aquello quetú... que nosotros hemos conseguido podría estar en peligro.

David detectó un matiz de sinceridad en las palabras de su hermano. Yvaciló, lo cual no hizo sino irritarlo aún más. Porque, en el fondo de sucorazón, estaba convencido de que Sahar no mentía. Tal vez hubieradudado de ella al principio, como consecuencia de lo extraño de susituación, y además porque no era hombre que confiara con facilidad en lagente. Pero ahora no dudaba en absoluto de ella. No después de haberlavisto con Kamilah, después de haber pasado tiempo con ella, después dehaberse asomado a su alma. No dejaría que Tariq le contagiara suparanoia.

-Sahar estaba herida, Tariq. Apareció de repente en la playa en unestado lamentable, en medio de una tormenta. Vi el golpe que tenía en lacabeza, los moratones y cortes en su cuerpo. Estaba inconsciente. Nadiepuede simular una cosa así.

-¿No acabas de decirlo tú mismo? -se encogió de hombros-. Tú tambiéndudaste de ella.

-Sí, pero eso fue antes de...-¿Antes de qué? -lo miró de pies a cabeza-. ¿Antes de que empezaras a

pensar con un órgano distinto que el cerebro?David soltó un juramento en árabe y dio un paso hacia él.-Puede que no sea quien es realmente Sahar, pero sé cómo es. Y es

una mujer sincera. Lo sé aquí dentro -se golpeó el pecho con un puño-. Telo advierto: a partir de este momento, no vuelvas a meterte en mis asuntospersonales.

Tariq sonrió lentamente, con sus dientes blancos brillando a la luz de laluna.

-Ya te has acostado con ella, ¿verdad? ¿Tan buena es en la cama?Una ola de ira lo barrió por dentro. Cerró con fuerza los puños, tensos

como cables los músculos del cuello.-No -masculló con los dientes apretados-. No me he acostado con ella...

todavía.Se giró en redondo y salió corriendo en pos de Sahar. Era consciente del

fuego irracional que lo quemaba por dentro. El desafío de Tariq sólo había

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reforzado lo que sentía por Sahar. Esos sentimientos estaban ya tan claroscomo el cristal. La quería. Más que cualquier otra cosa en el mundo, queríahacerla suya, reclamarla, demostrarle que creía a pie juntillas en susinceridad.

-Vigila tu espalda, David -oyó que le gritaba Tariq.El corazón le dio un vuelco ante aquel recordatorio.-¡Ni siquiera se llama Sahar! ¡Ese es un nombre que te has inventado

tú! No tienes ni la menor idea de quién es -continuaba gritándole suhermano.

Y David se dio cuenta en aquel preciso instante de lo mucho que queríaque siguiese siendo eso para él. Su Sahar. La Sahar que le pertenecía, quepertenecía a su hija, a Shendi. Y no a ningún otro mundo perdido en elolvido. Maldijo de nuevo. Hasta que la vio.

Estaba sentada en el borde del embarcadero que se internaba en lalaguna, cual una sirena abismada en la contemplación de las oscuras aguas,con la luz de la luna arrancando reflejos a su vestido. Se detuvo en seco,admirándola. Tuvo el presentimiento de que si se acercaba a aquelembarcadero, traspasaría para siempre una línea fatal. Y que si daba esepaso, tal vez no habría nunca marcha atrás. El sentimiento que ardía entreellos era demasiado poderoso.

Hundió las manos en los bolsillos, observando su melena ondeante bajola brisa. Parecía tan sola allí... No podía negar la irresistible atracción queejercía aquella mujer sobre su cuerpo y su mente. Ni podía ni quería. Asíque traspasó aquella línea invisible y bajó al embarcadero.

Tariq observó a David desaparecer en el sendero. Se sacó una pitillerade la camisa y extrajo un largo cigarrillo. Lo encendió, brillante la llama enla oscuridad. Soltó una bocanada de humo y maldijo entre dientes. Estabapreocupado. Y mucho.

Tal vez David no tuviera nada que esconder, pero él, sí. David podíapermitirse confiar en la gente. El no. Aquella mujer era una profesional:habría apostado la vida en ello. Conocía a las de su tipo. Y sabían muy biencómo acercarse a su hermano. Lo había cegado. Sólo tenía que mirarlo conaquellos enormes ojos verdes para ablandarlo. Nunca había visto a Davidtan inerme y vulnerable, ni siquiera con Aisha.

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Aquello era diferente, y lo preocupaba. Inocente o no, una mujer asípodía cambiarlo todo. Para él, era un enemigo, un obstáculo. De maneraque tenía que irse. Tenía dos opciones ante sí: o deshacerse de ella oencontrar alguna prueba que confirmara su traición a ojos de David. Teníaque actuar rápido.

Pero si realmente se trataba de una espía... ¿cómo habría logrado llegarhasta allí? Eso lo dejaba perplejo. ¿La habrían abandonado en la playa enmedio de una tormenta? David le había dicho que la había encontrado entreun montón de basura y residuos del mar. ¿O se había tratado de unverdadero accidente? Tal vez, entre aquella basura, pudiera encontraralguna pista que la vinculara con un gobierno extranjero...

Aplastó el cigarrillo en un macetero de flores. Avisaría a sus hombresesa misma noche y les ordenaría que peinaran las islas más alejadas conlas primeras luces del día, en busca de alguna prueba que pudiera utilizarcontra ella...

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Capítulo 10David caminó lentamente por el embarcadero hacia Sahar. A cada paso

crecía la expectación que le hervía en la sangre. Mientras se acercaba,observó cómo jugaba la brisa con los rizos sueltos de su peinado, pegándoleel vestido al cuerpo.

Tragó saliva. Ya se había enervado lo suficiente por culpa de sudiscusión con Tariq. La furia lo había alterado, calentándole la sangre. Sehumedeció los labios.

Y dio aquel paso final, definitivo.-Sahar.Nada más sentir su mano en el hombro, una explosión de calor le

recorrió la espalda. No quería verle la cara, para no exponerse a aquelpoder capaz de derretirla por dentro.

Esa vez no estaba llorando, aunque poco le faltaba. No, no lloraría.Llorar no formaba parte del adiestramiento de Jayde Aston. Las lágrimaseran señal de debilidad. Y ella no era una mujer débil. Sólo estúpida. Unaimbécil ingenua, por haberse permitido enamorarse de David Rashid. Porhaber permitido que su cerebro volviera a hacerle aquella jugada, despuésde tantos años.

Los médicos ya le habían advertido que volvería a sucederle. Quepodría sufrir con mayor facilidad una recaída en aquel estado de disociaciónmental, como mecanismo de evasión. Pero, durante todos esos años, jamáshabía creído que sucedería. Se había creído demasiado fuerte y resistentepara eso.

En aquel momento, sin embargo, ya no pensaba lo mismo. Tenía unagrieta, una fisura incurable en su personalidad. Y carecía de control algunosobre ello, lo cual la llenaba de terror. Pero lo que la aterraba aún más querecaer de nuevo en aquel estado era la forma en que la amnesia habíadebilitado su resistencia a la emoción. La manera en que se habíanderrumbado los muros protectores que había levantado en torno a sucorazón desde que tenía ocho años.

¿Cómo era posible que aquella laguna en su memoria le hubiesepermitido abrirse de una manera tan completa a un hombre como DavidRashid, cuando la habían adiestrado bajo las premisas de que se trataba deun enemigo? ¿Y por qué razón se sentía en aquel momento rechazada y

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traicionada por David, la persona a la que supuestamente debía espiar ytraicionar?

¿Qué significaba todo aquello? ¿De dónde nacían esos sentimientos?David no le debía nada. Tenía perfecto derecho a sospechar y a desconfiarde su historia. Diablos, si apenas tenía sentido para ella... En un principiohabía aceptado participar en una operación de seguimiento, haciéndosepasar por la esposa de Gibbs en una expedición de buceo por las costas dela isla Shendi. Pero luego la tormenta... Lo siguiente que recordaba erahaberse despertado en la cama de David Rashid, sin ropa y sin la menoridea de quién era y cómo había llegado hasta allí.

Incluso aunque la hubieran enviado a espiar a David Rashid, su amnesiaera auténtica. Y el deseo, el amor que había ido creciendo en su interiortambién lo era. Aterrador, pero igualmente verdadero. Ella no había tenidoninguna intención de involucrarse tanto en la vida de David y de su hija. Demanera consciente, jamás lo habría hecho. Y ahora no sabía qué hacer alrespecto. Jayde Aston no tenía ni la más remota idea sobre aquellossentimientos. Punto.

-¿Sahar? -la pasión que traslucía su voz le llegó directamente alcorazón. Le apretó suavemente el hombro-. Sahar, te pido disculpas. Por micomportamiento, por el de Tariq...

Más que cualquier otra cosa en el mundo, ansiaba en aquel momentodarse la vuelta, enterrarse en sus brazos. Ansiaba ser Sahar. Una mujer sinun pasado del que preocuparse. Sin adiestradores esperando en Jartum aque vigilara y traicionara al hombre que tanto la había cuidado. Sinpreocuparse de si David Rashid estaba ayudando o no secretamente a ungobierno corrupto deseoso de hacerse con un arsenal de armas nucleares...

-Sahar, háblame.Soltó un tembloroso suspiro. Seguía sin atreverse a mirarlo, con la

mirada clavada en las oscuras aguas.-No tienes nada de que disculparte, David -intentó disimular el temblor

de su voz-. Tienes todo el derecho a dudar de mí. ¿Crees acaso que yo nome he preguntado por qué no ha venido nadie a buscarme, o al menosinteresarse por mí? Y ahora me dices que no existen evidencias físicas de miamnesia, que todo es una jugada de mi subconsciente. Tienes razón. Tariqestá en lo cierto. Todo esto suena demasiado absurdo. Ni yo misma loentiendo. ¿Cómo puedo esperar que puedas comprenderlo tú?

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-Mírame, Sahar -tomándola suavemente de los hombros, la obligó avolverse.

Recelosa, alzó la mirada hacia él. Un brillo enloquecido, salvaje, brillabaen sus ojos negros. Una energía densa, visceral, parecía emanar de suspupilas en lentas oleadas.

-Quiero que sepas algo, Sahar. Suceda lo que suceda, yo estaré contigo,¿entiendes? -le delineó la curva del cuello con un dedo, despertandosensibilidades dormidas. La oyó contener el aliento como respuesta. Luego,tomándola delicadamente de la nuca, la acercó lentamente hacia sí-.Cuando recuperes la memoria, no estarás sola. Watson me avisó de quepodría ser duro, que todos tus recuerdos podrían volver de golpe. Pero yoestaré contigo, a tu lado. Quiero que lo sepas.

Jayde reprimió un sollozo, emocionada.-¿Por qué, David? ¿Por qué querrías estar a mi lado? No tienes ni la

menor idea de quién soy... de quién podría ser.Le alzó el rostro sujetándole firmemente la barbilla con el pulgar. Jayde

pudo sentir su latente poder, el absoluto control que parecía ejercer sobreella con un solo dedo. Se estremeció bajo su contacto.

-No necesito ningún documento de identidad para conocer y tocar tualma.

Su cuerpo respondió al significado que envolvían aquellas palabras conuna violenta punzada de calor y deseo. Vio que se disponía a besarla. Suboca estaba tan cerca... Le flaquearon las rodillas. Toda ella parecíaderretirse de expectación.

Pero no la besó. Simplemente susurró contra sus labios:-Te deseo, Sahar. Te deseo con locura.Se le nubló la vista. Abrió la boca para hablar, pero no pudo. Sus labios

casi estaban tocando los suyos.-No -se retiró de pronto-. No puedo hacer esto, Sahar. No puedo hacerte

esto.«¡Sí que puedes!», gritaba en silencio cada célula de su cuerpo. Lo

necesitaba. Era como si David Rashid hubiera encarnado en su persona todoel poder de la vida, de la naturaleza. Necesitaba experimentar, aprovecharaquella fuerza, aquella ardiente energía, con una desesperación que

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desafiaba toda lógica.Se apoyó en él. Y su mundo estalló en aquel preciso instante. Bastó

para ello la sensación de su cuerpo duro, con su miembro erectopresionando contra la seda de su vestido. Nada más importaba ahora. Nadamás podía importar. Apretó la pelvis contra su excitación y alzó una pierna,arrebatada por aquella pulsión básica, primaria.

David le sostuvo la rodilla con una mano y gimió mientras ella sefrotaba contra él. Fue un gemido gutural, animal. Con la otra mano laagarró de las nalgas, estrechándola contra su cuerpo.

-Sahar... -masculló-. Te arrepentirás de esto. Hay... puede que hayaalguien en tu vida que...

-No -susurró contra sus labios-. No... no hay nadie.Se quedó repentinamente paralizado y la apartó suavemente.

Acunándole el rostro para que lo mirara a los ojos, preguntó:-¿Estás segura?--Estoy segura -lo estaba. Completamente. Nunca antes la había

consumido un fuego semejante. Nunca antes había experimentado aquelanhelo por ningún hombre. Jayde Aston jamás se había permitido sentir unsentimiento tan profundo por alguien... no desde que tenía ocho años.

-¿Cómo lo sabes?-Yo... simplemente lo sé. Puedo sentirlo en mi corazón -musitó. No

podía haber nadie más. Aquella respuesta pareció satisfacerle. Su sonrisabrilló a la luz de la luna, y un fulgor casi diabólico asomó a sus ojos.

La besó. Con pasión, con violencia. Su lengua exploró el dulce interiorde su boca. Jayde sintió su mano bajando por un muslo, buceando bajo elvestido de seda.

Entonces sintió sus dedos. Duros, cálidos, ásperos. Aquellosmaravillosos dedos buscando, hallando, mientras retiraba su ropa interior.Ella levantó aún más la rodilla, facilitándole el acceso. Un dedo se hundió ensu sexo al tiempo que un leve gemido escapaba de su garganta. Leflaquearon las rodillas y se sumergió en aquella maravillosa sensación,dejándose mecer por su mano.

David profundizó el beso, moviendo la lengua, el dedo, insertandootro... Sintió la palma de su mano presionando contra su clítoris. Apenas

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podía respirar. Se movía y frotaba contra la palma de aquella mano,desesperada, ávida, enloquecida. Ciega a cualquier otra cosa que no fueraaquel instante mágico.

-Mi yate -susurró él contra su pelo.-Está... está en medio de la laguna -replicó jadeante, con el corazón a

punto de salírsele del pecho.-Tomaremos la zodiac -la levantó sin esfuerzo para dirigirse a la lancha

amarrada en el extremo del embarcadero.La dejó en el suelo y saltó a bordo de la lancha, para volverse

rápidamente hacia ella con la mano extendida. Jayde se dispuso a saltartambién, pero justo en aquel instante se levantó una ola que alejó laembarcación... y perdió el equilibrio.

Todo sucedió demasiado rápido. David sintió su mano escurriéndoseentre sus dedos. Luego oyó la zambullida cuando cayó al agua. Contuvo elaliento.

-¡Sahar!Silencio. Oscuridad. No podía ver nada excepto el reflejo de la luna

rizándose en las oscuras aguas. Oh, Dios. Sahar. En aquel preciso momentoDavid Rashid comprendió que nunca jamás querría perder a esa mujer. Yque haría lo que fuera para mantenerla a su lado. La retendría en aquellaisla. Por él mismo y por Kamilah.

-¡Sahar! -tronó mientras se despojaba frenéticamente de la camisa y delos zapatos, dispuesto a saltar a por ella.

Fue entonces cuando oyó una carcajada. Y experimentó un inmensoalivio. Se giró en redondo. ¿Dónde estaba?

Jayde se rió de nuevo. El sonido de aquella risa, suspendido sobre lasolas, le embriagaba los sentidos. ¿Pero dónde diablos estaba? Al fin la vio.Había asomado la cabeza al otro lado de la lancha. La luna arrancabareflejos a su larga melena, flotando en las aguas. A su alarma inicial sucedióun maravillado, asombro. ¡Parecía una sirena! Su sirena. Debía de haberbuceado bajo la Zodiac para salir al otro lado... sólo para darle un susto.

-¡Sahar! -exclamó medio aliviado, medio furioso.Ella se echó a reír. Y aquello fue como añadir gasolina al cóctel de

sentimientos contradictorios que ardía en su interior. Lo estaba desafiando.

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Jugando con él. De la misma manera que la había visto jugar entre las olas.O con su hija.

Y rió. La risa brotó de lo más hondo, reverberando en su pecho, engozosa liberación. Echó la cabeza hacia atrás y lanzó una carcajada al cieloestrellado, como no lo había hecho desde que era niño.

Jayde seguía riéndose mientras nadaba hacia el interior de la laguna.David se excitó una vez más: allí estaba, tentadora, llamándolo como unasirena, con los pliegues del vestido de seda flotando a su alrededor.Tentándolo a él, un hombre del desierto, a que se reuniera con ella en suelemento: el agua. A que se lanzara a las profundidades que durante añoshabía intentado evitar. Porque desde el primer instante en que vio sus ojosde color esmeralda, comprendió que terminaría sucumbiendo y ahogándoseen ellos.

-¿Vienes?No pudo resistir aquella llamada de sirena. Así que dejó la seguridad de

la lancha y se lanzó al agua.Jayde no se dirigió hacia el yate anclado en el centro de la laguna, sino

que se desvió hacia un bajío. El agua le llegaba hasta el pecho. David hizopie y se apresuró a reunirse con ella.

Pero ella seguía tentándolo de lejos, flotando en el particular mar de suvestido de seda, jugando e inflamando su deseo. Desesperado, intentóagarrarla. Pero Jayde se sumergió con rapidez, dejando sólo un rastro defosforescentes burbujas.

Miró a derecha e izquierda. Nada. De repente ahogó una exclamacióncuando sintió que le tiraba de las piernas para emerger justo delante,pegada a su cuerpo. La seda del vestido lo envolvió también a él, con suseróticos pliegues. La lechosa luz de la luna se derramaba sobre su cutis. Sumirada era oscura y misteriosa. Sus ojos, mágicos. Los ojos de una sirena.Los ojos de una mítica criatura sin nombre, sin origen, sin recuerdos.

Sentía el frescor del agua, pero por dentro estaba ardiendo. La agarrófirmemente con una mano para evitar que se sumergiera de nuevo. Y con laotra se dedicó a acariciar el elegante perfil de su cuello, aquel cuello quetanto había admirado cuando la veló durante su convalecencia. Ellarespondió apretándose a él y deslizando una mano por su pecho desnudo,los dedos bien abiertos, para descender lentamente hacia su vientre. Y más

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abajo. Estaba insoportable y dolorosamente excitado, tensa la tela de lospantalones.

David se concentró entonces en bajarle un tirante del vestido,desnudando un seno. Un seno brillante y blanco como la leche. Contuvo elaliento, tocando el pezón con la punta de los dedos. Lo sintió endurecersede inmediato, en respuesta. Inclinó la cabeza y buscó la rosada punta conlos labios. Y comenzó a lamérselo y a succionárselo con avidez. Habíaansiado hacer aquello desde el primer día que la descubrió en la playa.Desde que la estuvo observando mientras yacía inconsciente en la cama,con su pecho subiendo y bajando bajo la blanca camisa de algodón. Desdeque sintió el leve roce de aquellos senos contra su espalda desnuda cuandomontaron los dos en su caballo.

Pero el placer trascendió con mucho todo lo que había podido imaginar.Capturó un pezón entre los dientes y lo mordisqueó suavemente.

Ella gimió, arqueando la espalda, apretándose contra él, ofreciéndosepor entero. Su reacción lo inflamó aún más. Deslizó los labios todo a lolargo de cuello, lamiéndole la piel salada, haciéndola retorcerse denecesidad.

De repente la tomó de la nuca, alzándole el rostro para apoderarse desus labios. Con un gruñido, exploró con la lengua el dulce interior de suboca. Y ella respondió solícita, con la lengua acudiendo al encuentro de lasuya. Aquello hizo estallar su mundo en un vertiginoso arco iris. Se estaballenando de luz, de gozo, de felicidad. Llenando un vacío interior que nisiquiera había sabido que existiera. Se echó hacia atrás, consternado, sinaliento.

-¿Eres real? -susurró-. ¿O eres una imagen conjurada por el mar? -en sudelirio sensual, casi lo creía así.

-Puedo ser lo que tú quieras que sea, David.-Quiero que seas mía -murmuró contra sus labios. «Mi Sahar», añadió

en silencio.Jayde no quería empezar a pensar en lo que estaba haciendo. En lo que

él le estaba haciendo a ella. Sus resistencias habían quedado destruidas yen aquel momento estaba completamente indefensa frente a la poderosafuerza que las había abatido. Simplemente se hallaba prisionera delpresente, del deseo, de la desesperada pasión que sentía por aquel

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hombre.Lo único que podía hacer era entregarse. Ser su Sahar. Porque en lo

más profundo de su ser, de hecho se había convertido en Sahar. Una mujercon sentimientos, apasionada, con el corazón lleno de amor. Una mujer quehabía desaparecido muchos años atrás, víctima de una terrible experiencia.Hasta ahora. Porque, en aquel momento, ansiaba desesperadamenterecuperar todo lo que había perdido. Lo miró. El deseo tensaba sus rasgos,iluminando su mirada.

-Tómame, David -susurró-. Tómame.La besó ávidamente, y ella correspondió a su urgencia, con su lengua

acudiendo nuevamente al encuentro de la suya, sus manosdesabrochándole los pantalones bajo el agua... hasta que sintió su miembrobajo los dedos, caliente y duro en contraste con el frescor del agua. Y Davidya no pudo detenerse. Fue como una tormenta rápida, furiosa,desesperada. Bajo los pliegues del vestido que seguía flotando en el agua,le rasgó la braga.

Ella enredó las piernas en torno a su cintura.David se apoderó una vez más de su boca, exigente. Vio que arqueaba

la espalda y abría aún más las piernas, deseosa de sentirlo dentro.Sosteniéndola de las nalgas, entró en ella al tiempo que la atraía hacia sí.Estaba caliente, duro contra su sedosa suavidad. Gruñendo, se hundió aúnmás profundamente.

Jayde perdió el aliento. El contraste de temperaturas en su interioragudizaba al máximo cada sensación, despertándole hasta la últimaterminación nerviosa. Su cuerpo gritaba en un gozo delirante, callado.Apenas podía respirar. Cada movimiento, cada profundo embate la elevabamás alto, la hundía en el clímax más absoluto. Entre los dos habían formadoun vertiginoso remolino, levantando olas que se rizaban luminosas en lasoscuras aguas de la laguna.

Se sentía a punto de estallar. Una desesperada necesidad de gritar alaire de la noche subió por su garganta. Podía sentir toda la longitud de sumiembro incendiándola cada vez más, a cada momento. Y cuando lo sintióestremecerse, supo que estaba cerca.

Ese descubrimiento fue la gota que colmó el vaso. Se le nubló la vista.Ciega, deslumbrada, olas escarlata estallaron en su cerebro, colorearon su

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mente. Su cuerpo se meció sobre el suyo al compás de poderosascontracciones. Hasta que David alcanzo el orgasmo, vertiéndose en ella conuna violenta convulsión final.

Se abrazaron saciados, gozosos, relajados. Pero la realidad volvió con lafrialdad del agua. Jayde pensó que él tenía razón. Era una fantasía. Sóloque no podía imaginar hasta qué punto. Y se sintió súbitamente enferma.Lo estaba engañando. No podía hacerle eso.

Antes, sin embargo, de que pudiera empezar a apartarse, David deslizóla callosa palma de su mano por sus senos.

-¿Qué te parece si esta vez lo intentamos en el yate?Ella misma se quedó sorprendida de la oleada de calor que le atravesó

el vientre. Experimentó una nueva punzada de culpabilidad, pero el deseose impuso.

-Sí -le susurró al oído.Mañana podría esperar. Esa noche era tiempo robado. A sus años

perdidos.

Hicieron el amor durante toda la noche. Y cuando las luces del albaasomaron en el horizonte, Jayde ansió con todo su corazón no tener queabandonar jamás la isla Shendi. Ni a David. Estaban hechos el uno para elotro.

«No», se corrigió. Sahar y David estaban hechos el uno para el otro.Jayde Aston había sido entrenada para algo muy diferente. Sólo que esamisión ya no parecía encajar con ella. Una parte de su ser se habíaconvertido en otra persona, una mujer apasionada, gozosa, enamorada.

Se había dividido en dos. Y sabía que va nunca podría volver a ser unasola. Al menos no como ella verdaderamente quería. No con David Rashid.Porque cuando él descubriera quién era en realidad, jamás la perdonaría. Selo había dicho durante la cena. No había nada que aborreciera más en elmundo que la mentira. Y los mentirosos.

En teoría, un hombre tan íntegro no podía estar traficando con uraniodestinado a Libia y Corea... Aparentemente, Libia estaba desmantelando suprograma de armas nucleares, pero al mismo tiempo el líder libio estabaapoyando a Falal, un grupo extremista empeñado en apoderarse de dichoprograma... y utilizar el uranio de Rashid para ello. Jayde era una de las

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pocas personas en el mundo que lo sabían.Siguió tendida de espaldas en la enorme cama del lujoso yate, con la

mirada en el techo, escuchando el chapoteo del agua contra el casco. Y elreconfortante sonido de David preparando el café en la cocina. No, no podíacreer que estuviera involucrado en ello. Y ella no podía seguir son sumentira. No lo haría. Tenía que encontrar una manera de liberarse deLancaster. Cerró los ojos. Cuánto deseaba no tener que hacer eso...

-Buenos días, preciosa.Abrió los ojos de golpe. Allí estaba, completamente desnudo, un

verdadero dios griego, con una taza de café en cada mano y unapecaminosa sonrisa en los labios. Se sonrió casi a su pesar mientras seentretenía en admirarlo detenidamente. Su ancho y atezado pecho, con lafina línea de vello que corría por su abdomen... hacia su glorioso sexo.

-Oh-oh. Vas a tener problemas si me sigues mirando de esa manera.Jayde se echó a reír.-Bueno, ahora mismo estoy viendo crecer esos problemas.David esbozó una mueca, dejó las tazas a un lado y recogió un kikoi. Se

ató la colorida prenda africana a la cintura para esconder aquella evidenteseñal de su interés.

-Qué pena -se lamentó, burlona.-Eso lo podemos arreglar...Su respuesta la excitó de inmediato. David se sentó en la cama,

inclinándose sobre ella. Y Jayde no perdió el tiempo en quitarse el kikoi.Pero el sonido de un motor en la bahía los interrumpió en seco. Alguien

se acercaba al yate a toda velocidad. David se incorporó y se pusorápidamente el kikoi. Antes sin embargo de que pudiera subir a cubierta,Jayde sitió el leve golpe de una lancha en el costado del barco. Y acontinuación escuchó la voz de Tariq haciéndose oír por encima del ruidodel motor.

-Tengo que hablar contigo, David. Ahora mismo.-¿Qué pasa? -preguntó, claramente irritado.-Aquí no. En privado. Hay algo que tienes que ver. No puede esperar.Jayde oyó a David volver al camarote.

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-¿Qué es lo que quiere Tariq? -quiso saber, inquieta. ¿Habría averiguadoalgo sobre ella? Acunándole el rostro entre las manos, la besó en los labios.

-Negocios. Espérame. Hay comida en la cocina. Sírvete tú misma.-David... -lo llamó, desesperada.-En seguida vuelvo -le lanzó un beso al aire.Se le encogió el corazón. Escuchó el motor de la lancha de Tariq,

alejándose con David. Un ominoso presentimiento hizo presa en ella. Podíaintuir la desgracia.

Sabía que David ya no volvería. Al menos de la manera que ella quería.Todo había terminado.

David se quedó mirando lo que Tariq acababa de colocar sobre la mesade su despacho como si fuera una serpiente surgida del infierno.

-¿Dónde has encontrado esto?-En uno de los islotes de la costa. Emprendimos un pequeño rastreo

esta mañana temprano, y encontramos los restos de un naufragio, ropa,chalecos salvavidas, equipo de submarinismo... -Tariq señaló con la barbillael objeto-... y esto.

-¿Por qué el rastreo?-Estoy intentando ayudarte, David. Nadie ha reclamado a esa mujer.

Estuve buscando pistas sobre su identidad.David recogió la bolsa impermeable de documentación. Abrió la

cremallera y volcó el contenido sobre la mesa. Dos permisos de unaempresa de buceo. Billetes de avión de Londres. Dos pasaportes británicos.Un contrato de alquiler de embarcación... Y una alianza de matrimonio.

El corazón empezó a latirle acelerado. Se le secó la garganta. Extendióuna mano, recogió los pasaportes, abrió uno. La fotografía era de Sahar.Sólo que no era Sahar. Era Melanie Wilson. Abrió el otro documento.Pertenecía a Simon Wilson.

Un nudo le subió por el pecho. Revisó los permisos de buceo, a nombrede Simon y Melanie Wilson. Luego hizo lo mismo con el contrato de alquiler.Firmado por el señor y la señora Wilson. Le costaba respirar. Lentamenterecogió la alianza dorada. La hizo girar entre sus dedos y leyó las palabrasgrabadas: Simon y Melanie, eternamente.

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Se dejó caer en el sillón de la oficina, desmadejado, apretando el anilloen el puño. La señora Melanie Wilson. Estaba casada. Tuvo la sensación deque una parte fundamental de su vida se le moría, agonizaba.

-¿Hay algún indicio de... de su marido?-No.-¿Algún indicio de alguien más?-Nada.David cerró los ojos, apoyando la cabeza en el respaldo del sillón.

Intentó normalizar su respiración. Y se detestó a sí mismo por pensar lo queestaba pensando: que si su marido había muerto... todavía quedaría algunaoportunidad para él. Abrió los ojos. Dejó con fuerza el anillo sobre elescritorio, mirando furioso a Tariq.

-¿Por qué entonces ese señor Wilson no se ha presentado buscando asu esposa? ¿Qué clase de hombre se despreocuparía de esa manera por sumujer?

-David...-No -alzó la mano-. No me hables. Telefonea a esa maldita empresa de

buceo y descubre por qué nadie se ha preocupado de buscar a la señoraWilson. ¡Averigua por qué nadie se ha puesto a buscar su barco! ¡Averigualo que le ha sucedido a ese señor Wilson! ¡Y averigua también por qué lamaldita embajada británica parece ignorar que han desaparecido dos de sussúbditos!

Se levantó. Tenía que ir a buscar a Sahar. Decirle que ya habíandescubierto su identidad. No, se corrigió. A Sahar, no. Ella no era Sahar. Yano. La fantasía había terminado. Era Melanie Wilson, una mujer casada.

Mientras se dirigía de regreso a la bahía, contempló su yate en el agua,brillando al sol. Se detuvo. Ella estaba allí. Esperándolo. Todos sus músculosreverberaron de tensión. Porque ahora ya no podía tenerla. Pertenecía aotro hombre. Y eso quería decir que debía guardar las distancias. La simpleidea de no tocarla le hacía sentirse como una bomba a punto de explotar.Iba a necesitar de toda su capacidad de control, tanto físico comoemocional.

Y no sabía si podría hacerlo.Tenía que pensar rápido. Existía la posibilidad de que Tariq hubiera

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requerido a David por algún otro asunto de urgencia. Y si Tariq no la habíadescubierto, se le presentaban dos opciones. Continuar engañando a Davido explicarle sinceramente quién era.

No podía hacer ninguna de las dos cosas. Engañarlo quedabadescartado. Simplemente no era capaz de infligirle conscientemente aqueldaño a David y a Kamilah. ¿Y decírselo? Eso arriesgaría una operación deespionaje internacional. Y podría poner en peligro muchas vidas. No eraconcebible.

Pero había una tercera opción. Abortar la misión. Eso sería lo que haría.Tenía que encontrar alguna manera de ponerse en contacto con Lancaster einformarlo de que la misión se había visto comprometida. Lo antes posible.Miró el antiguo reloj de pared: David llevaba fuera casi una hora.

Intentó no darle importancia. Era un hombre muy ocupado. Tariq y éltenían negocios que atender. Podía volver a la costa en la zodiac si leapetecía, o ponerse a nadar. Pero, a pesar de sus razonamientos, seguíaacosándola un mal presentimiento. Como si todo fuera a estropearse de unmomento a otro. Inconscientemente, hizo el gesto nervioso de tocarse elanillo, de girarlo en el dedo. Entonces se dio cuenta. No estaba. La alianzacon las palabras grabadas que le habían entregado como parte de sumaterial de camuflaje. Se había quitado el anillo en el barco por comodidad,y lo había guardado en la bolsa plástica de documentos junto con los otrospapeles que Gibbs le había entregado.

Había sido un error. Si lo hubiera conservado, tal vez habría podidorecordar su identidad y lo que había estado haciendo en las costas de la islaShendi a partir de las palabras que llevaba grabadas. Y, de esa forma, quizánunca habría llegado tan lejos en su relación con David Rashid. Pero sehabía olvidado de todo. Se sentó en la cama, con las manos en la cabeza.¿Cómo podía haberle sucedido aquello? ¿Por qué había vuelto a sufrir deamnesia tantos años después?

Cerró los ojos.Fue la tormenta. El accidente del barco. Tenía que haber sido eso.

Aquello debió de haberla hecho retroceder al terrible temporal que padecióen las costas de Cornualles, cuando sólo contaba seis años... la misma edadde Kamilah. Por eso había experimentado desde el principio una conexióntan íntima con la niña.

Se levantó para dirigirse al cuarto de baño. Apoyada en el lavabo, se

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miró en el espejo. Y se tocó la piedra de ámbar que colgaba de lagargantilla. Amber. El nombre de su hermana gemela. Con la piedra en lamano, volvió a cerrar los ojos. Por un segundo, la última noche que habíapasado con David desfiló por su mente. Él sólo le había hecho uncomentario acerca de la piedra. No sobre la hermana que se había ahogadocon su padre en aquel horrible accidente, cuando sólo tenía seis años.

Jayde y Amber. Jade y ámbar. Sus padres habían dado a las gemelaslos nombres de dos piedras semipreciosas. Habían sido inseparables. Elnudo de emoción que le subió por la garganta la obligó a dejarse caer denuevo en la cama. Comenzó a temblar. Hasta respirar le costaba. Estabaempezando a revivir los terroríficos momentos que su mente habíaintentado bloquear.

Estaban de vacaciones, visitando a su abuelo en Cornualles. Amber yella habían salido en un barco con su padre. Una terrible tormenta habíasurgido de la nada, oscureciendo el cielo y el mar. En vano habían intentadoesquivarla. Olas colosales habían barrido el barco, haciéndolo naufragar. Supadre la había salvado a ella primero, instalándola en la lancha salvavidas.

«Aguanta, cariño, ahora vuelvo»: sus últimas palabras resonaron en sucerebro. Se abrazó, tambaleándose. No volvió. Fue a buscar a Amber. Peroestaba demasiado cansado de luchar contra el mar. Estaba herido,sangrando. Las olas eran demasiado altas. El agua demasiado fría.

Nunca volvió a ver a su padre y a su hermana. Durante dos días habíapermanecido ovillada en la lancha a la deriva, envuelta en una niebla gris.Cuando finalmente la rescataron, estaba inconsciente. Según los periódicos,había sido un milagro que sobreviviera.

Su madre no había estado en el barco aquel día. Había ido al cine conuna antigua compañera de estudios. La culpa por no haber estado allí, paraayudarlos, la había devorado por dentro como un cáncer. Al final no pudoresistirlo más, cuando recurrió a un frasco de píldoras y una botella dewhisky para apagar el dolor. Ella tampoco volvió.

Jayde tenía ocho años cuando eso sucedió. Había encontrado a sumadre nada más despertarse por la mañana. Su piel estaba fría. Tenía unafotografía entre los dedos, aquella en la que estaba toda la familia reunida,feliz, bajo un gran árbol de Navidad. Había telefoneado para pedir ayuda. Yluego había esperado junto al cuerpo de su madre a que llegara la policía.Pero fue inútil. Nadie había sido capaz de despertarla.

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Y cuando la policía se la llevó, sufrió la primera amnesia. Cayó en unestado de evasión disociativa, tal y como la denominó el médico.Simplemente se olvidó de su nombre y del dolor que había asolado sumundo. Tardó dos años en salir de ello. Dos años perdidos. Dos añosescondiéndose de la tortura de sus propios recuerdos. Los médicos leaseguraron después que los riesgos de recaer en aquel estado eran muchomás altos que con anterioridad a las traumáticas experiencias.

Se pasó las manos por la cara, intentando ordenar sus pensamientos.Eso era lo que debía de haber sucedido. Cuando la tormenta castigó lacosta de la isla Shendi, cuando el barco en el que viajaba con el agenteGibbs empezó a hundirse bajo las olas, debía de haber revivido losrecuerdos de su primer naufragio. Y el antiguo mecanismo de defensa sehabía activado nuevamente. Había vuelto a perder la memoria.

Y ahora la había recuperado. Hasta en los detalles más escabrosos.Cerró los ojos. Le quemaban, pero no le salían las lágrimas. Porque ella eraJayde Aston, agente del servicio secreto británico. Y todo el mundo sabíaque Jayde Aston jamás lloraba. Que nada la afectaba. Lo cual la habíaconvertido en una de las mejores en su especialidad.

¿Pero ahora? Ahora su misión se había visto comprometida. Ahoratendría que informar al MI-6 de la debilidad mental que les había ocultado.Jamás había imaginado que algún día eso podría perjudicar a sus colegas,aparte de a ella misma. Suponía que Lancaster y O'Reilly sabían que estabaallí, en Shendi. ¿Sabrían también que había padecido amnesia? ¿Opensarían que había sido un falso papel que estaba jugando? Fuera lo quefuese, probablemente estarían esperando a que estableciera contacto.Tenía que encontrar alguna manera de comunicarse con ellos. Pero antesde que pudiera ocurrírsele algo, escuchó el ruido de un motor acercándoseal yate.

¡David estaba volviendo! El corazón le dio un vuelco de pánico. Aspiróprofundamente, intentando controlar el temblor de sus piernas. Sintió elleve golpe de la Zodiac contra el costado del barco, y lo oyó saltar acubierta. Contuvo el aliento. Su silueta se recortó en el umbral, bloqueandola poca luz que entraba en el camarote. Estaba pálido. Un músculo latía ensu mandíbula. Tenía los labios apretados en una fina línea.

En sus penetrantes ojos azules, Jayde vio una mirada que sólo habíavisto una vez antes: los ojos de los agentes enfrentados a una imposible

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misión, de la que sabían que nunca volverían. Una mirada de distanciaemocional mezclada con una férrea determinación. ¿Qué había sucedido?¿Qué le habría enseñado Tariq? ¿Acaso había descubierto que era unatraidora?

-¿David? -inquirió con voz ronca.No dijo nada. Se sacó algo del bolsillo y se lo tendió. Jayde se lo quedó

mirando fijamente. Sabía muy bien lo que era. Un pasaporte. Un pasaportebritánico. Entonces extrajo algo más del bolsillo. La alianza matrimonial.Nada más verla, un brillo de terror asomó a sus ojos.

-Estás casada -le dijo con voz hueca, reprimiendo una mueca de dolor-.Eres la señora Melanie Wilson. Estás casada con otro hombre.

¡No sabía que era una agente del MI-6! Por supuesto que no lo sabía.Solamente había descubierto su camuflaje, no su verdadera personalidad.Suspiró aliviada,.. Pero al instante tomó conciencia de algo horrible. Davidse había quedado devastado, pero no por el hecho de que fuera una espía,que no lo sabía, si no por el hecho de que estaba casada.

David, tan fuerte, tan duro, destrozado por el descubrimiento de quepertenecía a otro hombre, o al menos eso creía él. Destrozado por eldescubrimiento de que no era suya. Se ahogaba con la emoción que lesubía por la garganta. «¡No es cierto! ¡No estoy casada! ¡No pertenezco anadie!», quería gritarle para consolar su dolor. El suyo. Lo quería. Lo queríacomo jamás había querido a ningún hombre.

Pero no podía hacerlo. No podía tenerlo. No podía decirle que aquellaalianza que sostenía entre los dedos era una mentira. Una mentira diseñadapara espiarlo.

Ansiaba gritarle la verdad. Pero la verdad podía costar vidas. Y laverdad sería peor. Porque entonces descubriría que era una mentirosa. Y,según sus propias palabras, David era un hombre que aborrecía la mentira.¿Qué haría cuando descubriera el alcance de su engaño?

Se cubrió la cara con las manos. Y la agente Jayde Aston lloró. Porprimera vez en su vida desde que tenía ocho años, Jayde Aston se vinoabajo.

David ansiaba desesperadamente abrazarla, consolarla. Pero no podíamoverse. Los miembros no parecían responderle, tenía el cerebro espeso,

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como velado por una niebla. Lo único que logró pronunciar fue:-Tariq está haciendo más investigaciones ahora que tiene los datos.Alzó sus enormes ojos verdes para mirarlo. Y en ellos vio David

reflejado su propio e inmenso dolor.Se miraron en silencio. No había palabras que pudieran aliviar la tensión

o el sufrimiento. No había tópico ni tema de conversación alguno quepudiera llenar el abismo temporal y espacial que acababa de abrirse entreellos. Apenas unos minutos atrás se habían sentido tan unidos... En aquelinstante era como si un océano los separara. Desde el principio habíasabido que aquel momento llegaría. Pero había subestimado su poder.Había sido un completo estúpido al soñar con que aquella relación podríafuncionar. Se merecía lo peor. Pero ella no. Ella era del todo inocente.Debería haberla protegido, y no haberse aprovechado de ella. Toda la culpaera suya.

Fue ella quien rompió el silencio, enjugándose las lágrimas.-David, lo siento... yo... no... sé qué decir -se levantó, dio un vacilante

paso hacia él y fue a tomarle la mano.Él se tensó, apartándose. Una parte de su ser había recibido con alivio

la poca alegría que le había producido el descubrimiento de su identidad. Loque significaba que lo quería lo suficiente para lamentar perderlo. Y aKamilah también. Pero si consentía que lo tocara en aquel instante, sabíaque ninguna fuerza en el mundo podría impedir que la estrechara en susbrazos... y la retuviera a su lado para siempre.

-Te llevo al palacio -le dijo con voz ronca, espesa-. Con un poco desuerte conseguiremos más detalles pronto.

-Sí. Gracias.-Ahora que ya sabes... -añadió, titubeante... ahora que ya sabes tu

nombre... ¿te ayuda eso a recordar algo más?Un brillo de incertidumbre asomó a sus ojos antes de asentir con la

cabeza.-Sí. Creo... que me están volviendo los recuerdos... poco a poco. Me

parece... que estaba haciendo una excursión de buceo.David cerró los puños. Tenía que preguntarlo.-¿Con tu marido... Simon?

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Jayde desvió la mirada.-Sí -respondió en voz baja.-Entiendo -repuso con un nudo en el estómago-. Espero que se

encuentre bien.Asintió de nuevo, pero estaba temblando como una hoja.-¿Recuerdas si había alguien más en el barco?-No... -no, no había nadie más. Sólo nosotros dos.-Ven, te llevaré a mi despacho. Veremos si Tariq está haciendo algún

progreso. ¿Recuerdas ahora de dónde zarpasteis? En los papeles del barcofigura Port Sudán. ¿Es cierto? -tenía la voz tensa por el esfuerzo deaparentar normalidad, cuando lo único que quería era darse de puñetazoscontra la pared.

-Sí. Embarcamos en Port Sudán -dijo, negándose a mirarlo.David frunció el ceño.-¿Por qué crees que nadie denunció la desaparición del barco... o la

vuestra?-No... no tengo ni idea.-¿Os registrasteis en la embajada de Jartum cuando llegasteis a Sudán?-Sé que era aconsejable, pero no nos molestamos en hacerlo.

Queríamos zarpar lo antes posible.-¿Recuerdas todo esto ahora? -una mano helada se cerró sobre su

corazón. Aquello era muy extraño.Jayde seguía temblando, abrazándose el estómago como si fuera a

vomitar de un momento a otro.-Yo... supongo que bloqueé todos los recuerdos... como consecuencia

del accidente. ¿Te importa que haga yo misma las llamadas necesarias?Necesito hacerlo... averiguar si mi... mi marido sigue desaparecido.

-Por supuesto -tras esas palabras, David comprendió que aquello era elfinal. Estaba dispuesta a buscar a su marido.

Nada más podría haber entre ellos.

David la hizo pasar a su despacho. No había señal alguna de Tariq, de

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lo cual Jayde se alegró enormemente. En aquel momento no se sentíacapaz de enfrentarse a su mirada acusadora. Y necesitaba hacer aquello enprivado. Necesitaba establecer contacto con Lancaster y pedirle que fuera abuscarla.

-¿Te... te importa dejarme sola? David vaciló.-¿Seguro que no me necesitas?-Sí.Una expresión de dolor se dibujó en sus rasgos.-Por supuesto -y se marchó de la habitación.Tragándose su remordimiento, Jayde levantó el teléfono del escritorio

de David... y vaciló. Llamar a su adiestrador desde aquel aparato era unriesgo. Pero tenía que aceptarlo. Era la única manera de establecercontacto. Marcó rápidamente el número.

-¿Sí? -resonó la bronca voz de Lancaster al otro lado de la línea.-Soy Jayde.Pudo escuchar cómo contenía la respiración.-¿Estás bien?-Sí. ¿Y Gibbs?-Disfruta de una salud excelente. Lo recogió un pesquero. Buen truco lo

de la amnesia, Aston. Estábamos esperando a que contactaras.-No fue... un truco. Fue real.Se hizo un silencio.-Pero ahora te encuentras bien, ¿verdad? ¿Lo recuerdas todo ahora?-Sí. Pero la misión ha quedado comprometida. Necesito que me retiréis

lo antes posible.-¿Te han descubierto?-No. Es que no soy capaz de... La amnesia ha comprometido mi misión.-Aston, te necesitamos allí ahora mismo. En su casa. La operación no

habría podido salirnos mejor. Tienes que permanecer firme.Puso los ojos en blanco, frustrada. ¿Qué demonios quería aquel

hombre? ¿Que tuviera que suplicárselo?

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-Lancaster, no puedo seguir. Estoy descalificada para la misión.Además, creo que Rashid es inocente -«y confío en él. Y me ha hecho sentircosas que jamás había creído posibles. Y he hecho el amor con él. Lo...amo», quiso gritarle. Tuvo que tragarse el sollozo que le subía por lagarganta.

Siguió otro momento de silencio.-¿Tienes alguna prueba de su inocencia?-No.-¿Y Rashid ignora quién eres en realidad?-Sí. No sabe nada.-Tenemos un nuevo dato, Aston -le informó Lancaster al cabo de otro

silencio-. Llegó anoche. Escúchame y luego toma la decisión que quieras. Sisigues queriendo salir de allí, te sacaremos lo antes posible.

-Soy toda oídos.-Puede que estés en lo cierto. Existe la posibilidad de que Rashid sea

inocente.El corazón le dio un vuelco. ¡Lo sabía! Su intuición se lo había dicho

desde el principio.-El agente de la CIA en Libia ha hecho grandes avances. Vio a Tariq

Rashid abandonando la base de Falal en Libia cerca de la frontera azarí,hace dos días. Él es uno de ellos.

-¿Tariq es de Falal? -susurró.-Sí. Y según el agente, es él quien está organizando los embarques de

uranio y petróleo de Rashid para Falal. Puede que su hermano no esté altanto de ello, ya Tariq Rashid posee actualmente el control de esas minas.También acabamos de descubrir que Falal está financiando a los disidentesde Azar. Falal está utilizando a los rebeldes azaríes para encubrir un nuevointento de apoderarse de los campos petrolíferos y las minas de uranio deRashid. Una vez que se hagan con el control, estarán en condiciones deorganizar un golpe de estado y hacerse con el país entero.

-Pero Falal es sólo un instrumento del gobierno libio... -de repente cayóen la cuenta-. Lancaster, eso quiere decir que Libia pretende anexionarseAzar sirviéndose de Falal. David y la Force du Sable no sólo están luchandocontra los rebeldes, sino contra todo un país.

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-Ésa sería la conclusión lógica de nuestro último informe,efectivamente.

-Pero Tariq... esto no tiene sentido. ¿Por qué habría de incorporarseTariq a un grupo enfrentado a su propio hermano, un grupo que pretendeapoderarse de las minas de Rashid, esto es, sus propias minas, su propiopaís? -una vez más, ella misma encontró la respuesta. Un fundamentalistasiempre era un fundamentalista. Tariq nunca había perdonado a suhermanastro. Y le estaba engañando. A David Rashid lo estabandestruyendo desde dentro, desde su propia familia.

-Todavía existe la posibilidad de que David Rashid también esté detrásde esto, Aston. Puede que esté orquestando toda la operación.

-No, no me lo creo.-De una manera u otra, los Rashid juegan un papel central en las

relaciones entre Libia y Azar. Y sea cual sea ese papel, terminaráncomprometiendo la estabilidad del continente. Si David Rashid es inocente,necesitamos una prueba.

-Yo te la conseguiré. Me quedo en Shendi.-Ah, ésta es la Aston que yo quería oír.Colgó el teléfono, indignada. Era consciente de que la revelación de la

traición de Tariq destrozaría a David. Sentiría que había fracasado en lapromesa que le había hecho a su padre en el lecho de muerte. En elobjetivo que vertebraba su vida. Pero... ella no podía avisarlo sintraicionarse a sí misma.

Se le encogió el corazón. Seguir fingiendo y quedarse en Shendisignificaba engañar al hombre al que había llegado a amar. No podía hacereso. Pero tenía que hacerlo. Para probar la inocencia de David, paraprotegerlo de un traidor, un enemigo instalado en su propia casa. Su propiohermano. Miró el teléfono. ¿Qué acababa de hacer?

Se sentía como si su alma estuviera desgarrada entre dos lealtades. Seapartó el pelo de la cara con una mano temblorosa. David la odiaría cuandodescubriera lo que había hecho. Al intentar ayudarlo, estaría matandocualquier esperanza de un futuro juntos. ¿A quién quería engañar? No habíaesperanza alguna de futuro. Una vez que descubriera su verdaderaidentidad, David nunca creería que su amnesia había sido real. Pensaría quelo había engañado, a él y a Kamilah, desde el principio. ¿Y qué diferencia

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representaba en ese sentido su misión? Ninguna. Aparte del hechofundamental de que ella podría salvarlo de su hermanastro.

Aspiró profundamente, con la sensación de que los pulmones le iban aestallar. Pero justo en aquel instante percibió una presencia. Alguien laestaba observando a su espalda. Estremecida, se volvió muy lentamente.Allí estaba, su figura recortada en el umbral, con un brillo de furia en susojos azules.

-¡David! ¿Cuánto tiempo llevas allí?-¿Con quién estabas hablando?Jayde desvió por un momento la mirada hacia el teléfono. ¿Cuánto

habría escuchado de su conversación?-Te he hecho una pregunta: ¿con quién estabas hablando?-Yo... he llamado a la embajada.-¡Mentira! -entró en el despacho, cerrando de un portazo y girando

enseguida la llave-. ¿Quién diablos eres tú?Tuvo que esforzarse por dominar el pánico. Se recordó que estaba

entrenada para ese tipo de cosas. Pero no podía engañarse. Nada la habíapreparado para la situación en que se encontraba en esos momentos.

La agarró de la muñeca, fulminándola con la mirada:-¿Quién estaba al teléfono? ¿Qué estabas diciendo de Falal?Más allá de su expresión feroz, podía leer un inmenso dolor en sus ojos.

Un dolor del que ella era culpable. Y no podía mentirle. Simplemente nopodía. Sabía en lo más profundo de su corazón que era inocente. Y si suhermano estaba conspirando contra él, se merecía saberlo.

Suspiró. Diciéndoselo, correría un riesgo colosal. Un riesgo que podríacostar vidas, si su intuición no era correcta. Y eso ciertamente le costaría sutrabajo, lo hiciera bien o no. Pero en aquel instante nada podía importarlemenos. Antes de conocer a David, su trabajo había sido su vida, sus colegashabían sido su familia, y el sentido del deber hacia su país lo único que lahabía mantenido viva.

Pero ese hombre se le había infiltrado en el alma en un momento dedebilidad, y la había cambiado para siempre. Le había devuelto la partedesaparecida, mutilada de su alma. ¿Engaño o verdad? El dilema pendíasobre su cabeza como una espada de Damocles. Se le secó la garganta.

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Seguía apretándole la muñeca. A la espera de su respuesta. A que serompiera el hilo y la espada cayera sobre ella.

Tariq esperó hasta que estuvo absolutamente seguro de que habíacolgado, antes de hacerlo a su vez con infinito cuidado. Le temblaba lamano. Estaba sudando. Se había descubierto. La perspectiva era muchopeor de lo que había imaginado. Tenía que pensar rápido. Y actuar sindilación.

La rabia asolaba su corazón como una tormenta desatada. Había sidotraicionado por la mujer en la que tan desesperadamente había queridocreer. Una mujer que le había hecho soñar de nuevo con un futuro defelicidad. Era un imbécil. Debería haber hecho caso a Tariq, en lugar de caeren una trampa tan vieja como el tiempo. Después de lo poco que habíaescuchado, pocas dudas tenía de que se trataba de una espía. La preguntaera ahora mucho más sencilla: ¿para quién estaba trabajando?

Lo miraba fijamente, con una expresión cargada de inocencia. Pero esavez sabía que esa mirada era falsa.

-¿Quién estaba al teléfono?-David, yo... yo... yo no soy la persona de ese pasaporte. No... no estoy

casada.Una marea de alivio lo barrió por dentro. No estaba casada. Pero la

sensación desapareció enseguida. La atrajo hacia sí, brusco. Y mientras lohacía, aspiró su aroma. A pesar de sí mismo, se excitó automáticamente.Estaba tan cerca que casi podía sentir su aliento en los labios. Un peligrosocóctel de adrenalina, cólera y feroz deseo empezó a correr por sus venas.Una oscura y primaria voz le susurraba que le estaba diciendo la verdad.Que no pertenecía a ningún otro hombre.

-¿Quién diablos eres entonces?-David, tienes que comprender una cosa: la única razón por la que voy

a decírtelo es porque creo en ti. Tienes que ser consciente de ello.La desesperación de su tono y la inseguridad de su voz lo estaban

poniendo aún más nervioso.-¿De qué estás hablando?

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-Lo que voy a decirte no puede por ningún motivo salir de estahabitación. ¿Me lo prometes? ¿Puedo confiar en ti, David?

-¿Confiar? -resopló, indignado-. ¿Quién eres tú para hablar deconfianza?

-Mi verdadero nombre es Jayde Aston. Trabajo para el gobiernobritánico.

Una punzada de ira, sumada a otra de violento e inesperado dolor, leatravesó el pecho.

-¿Y qué diablos quieres de mí, Jayde Aston? ¿Ya has conseguido lo queviniste a buscar? ¿Fui lo suficientemente bueno en la cama? ¿Le agradaráeso al gobierno británico?

-No lo hagas, David...-¿Que no haga qué? ¿Fingir que no me he enamorado de una espía?

¿Fingir que no me he dejado perder por esos mentirosos y pecaminosos ojostuyos ¡Eres una espía! -exclamó con asco, y la apuntó con un dedo,amenazador-. ¡Dime a lo que has venido y luego sal de una maldita vez demi isla!

Lo miró consternada, estupefacta, dolida... Hasta que finalmente alzó labarbilla, suspirando.

-Voy a ser sincera contigo, David. Te debo eso al menos.-Tenlo por seguro.-Si eres culpable, me matarás por lo que voy a decirte -se irguió,

cuadrando los hombros-. Esa será la medida de mi confianza en ti, David.Estoy preparada para decirte la verdad. Estoy preparada para decirte lo queestoy haciendo aquí porque... porque yo sólo creo... -se le quebró la voz-...yo creo en ti. Con todo mi corazón. Y si me equivoco, no me importa. No meimporta morir -una violenta emoción ardía en sus ojos-. Porque... no tengoabsolutamente nada a lo que quiera volver. Ya no.

Se había quedado paralizado de asombro. ¿Él, matarla a ella? ¿Se habíavuelto loca? Vaciló, más confuso que furioso. Pero al momento se repuso,apretando los dientes. Probablemente se trataba de otro truco, de otramentira.

-¿Si soy culpable de qué?-Trabajo para el MI-6, el servicio secreto británico... Mi compañero y yo

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recibimos la misión de instalar un sistema de vigilancia en tu isla...-¿Por qué? -la interrumpió-. ¿Por qué yo?-Hace dos meses, la Agencia de Seguridad Nacional de Estados Unidos

interceptó un embarque de mineral de uranio entre Libia y Corea. Era unavariante del uranio tan rara como escasa, David. Del mismo tipo de quesaltó a la prensa dos años atrás, el utilizado para tecnología nuclear punta.

David sintió una opresión en el pecho. Sabía de qué tipo de uranioestaba hablando. Sólo había unas pocas minas en todo el mundo. El poseíados.

-Procedía de tus minas, David. Falal lo embarcó para Corea a cambio dearmamento nuclear y equipos de maquinaria sofisticada. Lo quedescubrieron los estadounidenses fue una mínima porción de lo que estásaliendo de tus minas. El resto va directamente a Falal, que enriquece eluranio y utiliza el equipamiento coreano para elaborar armas nucleares paraLibia. Falal, David, trabaja en la sombra para el gobierno libio.

El corazón le dio un vuelco. No dijo nada. Se sentía enfermo. Aquello nopodía ser cierto.

-Los estadounidenses también descubrieron que embarquesclandestinos de las minas Rashid se vendían en el mercado negro, y que losbeneficios servían para financiar a Falal. Debido a que tu empresa esbritánica y tú también, la inteligencia estadounidense alertó al MI-6. Las dosagencias están colaborando entre sí. De puertas afuera, Libia haabandonado su programa de armamento nuclear. Pero ahora disponemosde pruebas que demuestran que Falal lo está manteniendo de manerasecreta. Y tus minas están sirviendo a ese fin.

-No puede ser cierto -masculló David, pálido.-Lo es.-No. Si lo fuera, me habría enterado. O... se habría enterado Tariq.

Todo eso no habría podido hacerse sin que al menos uno de nosotros lohubiera sabido.

-Exacto -repuso Jayde, lanzándole una elocuente mirada.-¿Estás insinuando que mi hermano está al tanto de todo esto?-Sí.-¡No! -descargó un puñetazo en el escritorio-. ¡Es una mentira!

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-David, a Tariq lo vieron en una base de Falal del sur de Libia, hace dosdías -vaciló-. Los estadounidenses consiguieron infiltrar a un agente enaquella base. Ese agente tiene pruebas de que Tariq pertenece á Falal, asícomo de que Falal está financiando a los rebeldes azaríes... los rebeldescontra los que tú has estado luchando.

David estaba más que consternado. Se le nubló la vista y la cabezaempezó a darle vueltas.

-¿Me estás diciendo que mi hermano no sólo es un traidor a su familia,sino a su país? ¿Y que yo no estoy luchando contra un pequeño grupo dedisidentes azaríes... sino contra la propia Libia? -empezó a caminar de unlado a otro de la habitación, furioso. Hasta que de repente se detuvo,pasándose las manos por el pelo-. ¿Por qué habría de creerte? ¡Eres unamentirosa!

-Porque me preocupa lo que pueda sucederte. A ti y a Kamilah.-¡Mentira!-David, tienes que confiar en mí.-¿Yo confiar en ti? -estalló, airado-. Fingiste un accidente para

introducirte en mi hogar, simulaste una amnesia, te metiste en la vida demi hija para llegar hasta mí. Tú... te acostaste conmigo. Eres una mentirosade la peor especie, y ahora, después de acusar a mi hermano... ¿te atrevesa pedirme que confíe en ti?

Jayde dio un paso hacia él, con un brillo de desesperada urgencia en losojos.

-El accidente, David, la amnesia... todo eso fue real.Se plantó en dos zancadas ante la puerta, giró la llave y la abrió de par

en par.-¡Sal! ¡Sal de mi isla! ¡Sal de mi vida!Jayde sabía que había ido demasiado lejos. Pero se quedó donde

estaba. Tenía que insistir. Tenía que asegurarse de que la información quele había facilitado no trascendiera.

-Yo puedo ayudarte, David.La miraba rabioso, con sus ojos desbordando ira y frustración en

oleadas.

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-¡Márchate! -gritó, señalando la puerta.Jayde se dirigió lentamente hacia la puerta. Su cerebro trabajaba a

toda velocidad en busca de una solución, una salida. Pero justo en aquelinstante un terrible chillido resonó en los pasillos. Y otro. Y otro más. Seestaban acercando. Ambos se quedaron paralizados. Escucharon pasos.Alguien corriendo, tambaleándose. Jadeando. Fayha apareció en la esquinay se dejó caer contra la pared. Estaba pálida como un fantasma, la miradadesorbitada. Se le había caído el velo, dejando al descubierto su cabello.Tenía el vestido desgarrado, manchado de tierra. Abrió la boca para deciralgo, pero de su garganta no salió más que un áspero gemido. Leflaquearon las rodillas y empezó a resbalar por la pared. David se apresuróa atenderla:

-¡Fayha! ¿Qué te pasa?-Que Alá me perdone... que Alá me perdone...-Tranquilízate, Fayha. Dime qué es lo que ha ocurrido.-Ella... ella... ella se ha ido.-¿Quién, Fayha? ¿Quién se ha ido? -Kamilah.-¿Qué?-El... él se la ha llevado.-¿Quién se la ha llevado? -tronó.-El señor Tariq... él... él se la ha llevado en el helicóptero.David no se movió. El tiempo pareció espesarse, alargarse

interminablemente. A continuación giró la cabeza, muy lentamente, y sumirada se encontró con la de Jayde.

En sus ojos pudo leer la brutal verdad de la traición de su hermanopenetrando lentamente en su cerebro. Su expresión comenzó atransformarse. Fayha le tendió entonces un papel arrugado.

-El... me entregó una nota.La agarró. Levantándose, se apresuró a leerla. Y se quedó blanco como

la cera.

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Capítulo 12David leyó la nota por segunda vez. El impacto no fue menor. Estaba

escrita en árabe. Su hija había sido secuestrada. Por su propio hermano. Sucerebro se negaba a asimilar el hecho. No tenía sentido. Tuvo que leerla denuevo:

Si quieres volver a ver a Kamilah viva, tendrás que hacer todo lo que tediga. Espera que te llame a la medianoche. Sigue mis órdenes hasta elúltimo detalle.

¡No era posible! ¿Cómo podía su hermano hacerle eso a Kamilah?Incluso aunque fuera cierto lo que le había dicho Jayde Aston... ¿cómo podíapasársele por la cabeza hacer daño a Kamilah, su sobrina, la hija de Aisha?Tariq sabía muy bien lo vulnerable que era su hija, lo mucho que habíasufrido desde la muerte de su madre. Eso podría destrozarla. ¿Cómo podíautilizarla de aquella manera? ¿Por qué? ¿Qué era lo que quería conseguir?

Intentó tragarse el nudo de angustia que le subía por la garganta. Cerrólos puños, apretando la mandíbula. La vista se le nublaba. No había estadoallí, a su lado. Se había dejado distraer por una mujer. Una vez más lehabía fallado a su hija. La rabia empezó a hervirle en las venas. Eraconsciente de que estaba temblando. Y de que se encontrabapeligrosamente cerca de perder el control. Pero no podía permitírselo. Seobligó a dominarse. Aspiró profundo. Tenía que pensar rápido, y claro.Necesitaba encauzar su furia, enfriarla. Y moverse con la rapidez del rayo.

Primero debía ponerse en contacto con su compañía de seguros enLondres. Con Sudderby's tenía un contrato multimillonario contra secuestrosy peticiones de rescate. Ellos llamarían inmediatamente a Gio Moriati, elmediador profesional, uno de los mejores del mundo. Y tenía que convocartambién a Jacques Sauvage a su isla, inmediatamente. Sauvage reuniría ungrupo táctico y el equipamiento tecnológico necesario para rastrear lallamada de Tariq. Si se movía con la suficiente rapidez, estarían preparadospara la medianoche, cuando recibieran la llamada. Si las negociacionesfracasaban, el grupo de Sauvage se aprestaría a rescatar a su hija. Y él losacompañaría.

Aspiró profundo de nuevo y soltó el aire lentamente. Ignorando a Jayde,tomó cariñosamente a Fayha del brazo, la hizo entrar en su despacho y la

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sentó en una silla.-Cuéntame lo que ha ocurrido, paso a paso.El ama de llaves aún temblaba incontrolable.-El señor Ta-Tariq estaba al teléfono en el salón. Yo... yo vine a ver qué

limpieza se necesitaba hacer y... y lo vi allí.-¿Lo oíste hablar por teléfono?-No. Sólo estaba escuchando. Luego colgó el teléfono y... y me vio.

Tenía una mirada muy extraña. Me preguntó dónde estaba Kamilah. Yo lecontesté que en la cocina, ayudando con la cena -sollozó-. Le gusta hacereso, es una niña tan buena... Yo le dije dónde podía encontrarla. Yo...

David la tomó de la mano:-Fayha, no es culpa tuya. Necesito que me lo cuentes todo con la mayor

claridad. ¿Qué sucedió a continuación?-Lo seguí -se enjugó las lágrimas-. No sabía por qué quería ver a

Kamilah -de repente soltó otro sollozo-. Él... él se la llevó al helicóptero, yyo... no pude detenerlo a tiempo. Lo intenté. Era demasiado fuerte. Me tiróal suelo. Yo... no tuve tiempo de conseguir ayuda.

-Gracias, Fayha. Hiciste lo que pudiste. Ve a arreglarte un poco. Haréque venga el doctor Watson.

Acto seguido se volvió hacia la extranjera a la que había llegado aconocer tan íntimamente. Tenía los ojos muy abiertos. La noticia delsecuestro de Kamilah la había dejado blanca como la cera. Pero lo que ellapudiera sentir ya no lo afectaba. Sus sentimientos ya nunca más volverían aafectarlo. No quería volver a verla. Sin embargo, en aquellos momentos lanecesitaba a su lado. Necesitaba de cualquier aliado cuya ayuda fueracapaz de recabar. Porque estaba dispuesto a todo con tal de recuperar aKamilah sana y salva.

-Tariq debió de escucharte mientras hablabas por teléfono -la fulminócon la mirada.

-Lo sé. Tengo que telefonear. Si Tariq me escuchó, eso quiere decir queel agente estadounidense en Libia se halla en peligro -explicó con voz débil-. Si lo descubren, lo matarán.

Se quedó mirando fijamente su hermoso rostro, con aquel brillo dedolor y arrepentimiento en los ojos. Su expresión estuvo a punto de

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conmoverlo, pero se recuperó de inmediato. Aquella mujer había hechomucho más que traicionarlo. Debido a sus actos, el mayor tesoro de su vidale había sido arrebatado. Nunca podría perdonarla por eso. Tenía quecanalizar toda su ira para convertirla en un puro y helado sentimiento deodio. Era la única manera de seguir funcionando.

-Quiero toda la información que tu gente haya reunido sobre Tariq -leespetó con voz fría-. Y quiero conocer cualquier dato que tengas sobre Falaly sus conexiones con los rebeldes de Azar. Tan pronto como tengas lainformación, se la transmitirás a la Force du Sable, a la que convocaré en elgran salón. La necesitaremos antes de medianoche. Utiliza mi teléfono.

Jayde no dijo nada. Había perdido. Ya no se atrevía a desafiarlo. Eracomo si hubiera muerto la parte más combativa de su alma. NuevamenteDavid experimentó un impulso de compasión, de pena, pero lo sofocóbrutalmente. Cabizbaja, se sentó al escritorio para llamar por teléfono.

La culpa pesaba insoportablemente sobre sus hombros. Al permitirseabrirse emocionalmente a David, al enamorarse de él, le había otorgado elpoder necesario para afectarla, incluso destruirla. Era, de hecho, la únicagrieta de la armadura con que se había protegido ante el mundo. Y alintentar ayudarlo, al mostrarse sincera con él y consigo misma... habíaterminado poniendo en peligro a su hija.

Lo había hecho por las razones adecuadas. No habría podidocomportarse de otra manera. Y lo había estropeado todo. No había premioni recompensa para la verdad. No había justicia en el mundo. Así era lavida: cruel. Todo lo contrario que un cuento de hadas.

Quería con locura a Kamilah. Quizá porque la comprendíaperfectamente. Ahora sabía por qué. Porque ella había pasado por lomismo. Como ella, sabía lo que era perder a un ser querido en el mar. Sabíahasta qué punto podía eso aniquilar a una persona en vida y destruir almismo tiempo su familia. Y ella que le había prometido a Kamilah un finalfeliz, el clásico final feliz de los cuentos de hadas...

De pronto apretó los dientes, decidida. Lo haría. Haría lo que fuera contal de regalarle ese final feliz a Kamilah, o moriría en el intento. Descolgó elteléfono y marcó el número de Lancaster por segunda vez en aquel día.

Comprendió, nada más terminar de decirle a su jefe lo que había hecho,que se había quedado sin trabajo. Lo había perdido todo. Primero, su

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memoria. Después, su corazón. Luego, al hombre que se lo había robado.Finalmente, Kamilah había desaparecido. Pero no se rendiría sin combatir.No permitiría que Kamilah y su padre se hundieran de nuevo. Todo aquelloera culpa suya. Y estaba decidida a hacer lo que fuera para corregirlo.

Cuando Jayde se dirigía al gran salón, eran las once de la noche y laluna asomaba en el cielo.

Había logrado recuperarse y en aquel momento estaba absolutamenteconcentrada en la tarea que tenía por delante.

Lancaster había reconocido la necesidad de mantenerla en activo... porahora. Tanto O'Reilly como él le habían entregado la información y elmaterial que les había pedido por la tarde. Se lo habían enviado todo porhelicóptero y los dos se encontraban a la espera en Jartum, en caso de quenecesitara su asistencia. Lancaster también le había asegurado que elagente estadounidense se hallaba sano y salvo en Azar. Había abandonadoLibia con un grupo de rebeldes, con el falso pretexto de hacerse cargo de unnuevo embarque de uranio. Lo descubrirían de un momento a otro. Pero almenos estaba vivo.

Caminaba por el pasillo del palacio vestida con unos pantalones decamuflaje, una camiseta verde olivo y botas militares. Se había recogido enpelo en una apretada trenza que le colgaba a la espalda. Sabía que aquéllasería su última misión para el MI-6, la organización que había venido a sercomo su familia durante la mayor parte de su vida adulta. Y estaba decididaa cumplirla lo mejor posible.

Empujó las dobles puertas, entró en el gran salón... y se quedóimpresionada. La inmensa habitación había sido convertida en cuestión dehoras en un estado mayor. Había mapas colgados en las paredes ydesplegados sobre una larga mesa. Equipamiento electrónico, monitoresinformáticos y una maraña de cables ocupaban la otra. El teléfono estabaconectado a micrófonos, altavoces y ordenadores.

David estaba hablando con los tres hombres instalados al otro extremode la primera mesa. Uno de ellos era un coloso de raza negra: cráneoafeitado, tez brillante como el ébano y la complexión física de un viejogladiador. Sus dos compañeros eran blancos, muy bronceados, igualmentefornidos. Uno era moreno y el otro rubio.

Todos se volvieron para mirarla mientras se acercaba. David apretó los

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labios. Ni siquiera se molestó en presentarla. Los saludó con un movimientode cabeza, dejando su maletín sobre la mesa.

-Soy la agente Jayde Aston, del MI-6.El hombre moreno se levantó, enorme, clavando en ella sus ojos gris

plata con expresión concentrada, calculadora. Jayde reconoció al instanteaquel rostro. No tuvo duda alguna. Unos rasgos como tallados a golpe dehacha, con una cicatriz desde el ojo hasta la base de la mandíbulacuadrada. Era la cara del hombre que había cambiado la mirada de losgobernantes de mundo sobre las fuerzas mercenarias y los ejércitos depago. El legendario Jacques Sauvage, jefe de la famosa Force su Sable,artífice de la primera operación militar privada de la historia sancionada porlas Naciones Unidas.

-Jacques Sauvage -se presentó, estrechándole la mano-. Estos sonDecember... -señaló al coloso de raza negra-... y Gio Moriati, el hombre deK&R contratado por Sudderby's, de Londres.

Los saludó a los dos. Sabía que K&R estaba especializada en secuestrosy rescates, y que por tanto Moriati sería el encargado de efectuar lasnegociaciones con Tariq. Pero sospechaba, muy a su pesar, que no iba atener un gran éxito. Tariq no buscaba dinero, sino destruir el alma de suhermano. Y un país entero.

Durante todo el tiempo había sentido la mirada de David fija en ella.Nada más volverse hacia él, se ruborizó bajo su intenso escrutinio pero senegó a bajar los ojos. Seguía mirándola con dureza, frialdad, desprecio.Como los demás, iba vestido con un traje militar de faena. Los trescomponían un formidable equipo. Y ella iba a demostrarles que era tanbuena como ellos.

Sacó una silla y se sentó. Disponía de menos de una hora parainformarles de todo lo relacionado con Tariq, Falal, los rebeldes azaríes y eltráfico de uranio. Lo hizo tranquila y metódicamente, intentando leer entodo momento la expresión de David. No tuvo suerte. Parecía un jugador depóquer. Nada de lo que dijo sobre su hermano pareció afectarlo. Unobservador imparcial habría deducido que era un completo desconocidopara él.

Faltaban pocos minutos para la medianoche cuando ya tenían ultimadoslos preliminares de la operación. Daban por supuesto que Tariq retendría aKamilah en una base de Falal en la frontera libia. Se trataba de una antigua

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fortaleza francesa en el desierto del Sahara, limitada por una crestamontañosa al norte. Rastrearían la llamada de Tariq con un sistema deseguimiento por satélite. Necesitarían que se prolongara al menos treintasegundos para efectuar la localización.

Escucharían sus demandas y Gio intentaría conseguir una prueba de queKamilah seguía con vida mientras fingía negociar de buena fe. Alargaríantodo lo posible las negociaciones con el fin de ganar tiempo. Sauvage y unpequeño equipo de paracaidistas atacaría desde el norte.

-No esperará que ataquemos desde territorio libio -explicó Sauvage-.Esperará que entremos por el sur, desde Azar. Saldremos de aquí, en eldesierto egipcio, al lado de la frontera -señaló un punto en el mapa-.Volaremos de noche, muy bajo, para eludir los radares. Y caeremos aquímismo -señaló otro punto- detrás de las montañas, justo al norte de lafortaleza. Nos acercaremos siguiendo esta dirección, al amparo de las rocas.

Mientras lo escuchaba, Jayde intentó identificar su acento. Era unaextraña mezcla de francés y norteamericano. No conocía sus orígenes. Niella ni nadie. Únicamente se sabía que procedía de la Legión Extranjerafrancesa. Era un hombre sin pasado.

-Una vez que tengamos a la niña -continuó-, pediremos que nos recojanen este punto, al sur de la fortaleza. Atravesaremos la frontera azarí yvolaremos hacia Al Abéche, donde se encuentra esta pequeña base -señalóun remoto lugar en el desierto.

Jayde estudió el mapa. Al Abéche no era más que un nombre aislado encientos y cientos de kilómetros de desierto. Sauvage levantó la miradahacia David.

-Tú nos esperarás en Al Abéche.-Yo os acompañaré.-No. Comprendo lo que sientes, David, tienes que dejarme hacer mi

trabajo. Kamilah te necesitará cuando lleguemos a Al Abéche. Tú temantendrás en contacto constante con Gio, que nos esperará aquí, enShendi. Tariq tiene que creer que en ningún momento te has movido deaquí. Ça va?

Jayde pudo ver el movimiento de la nuez de David, tragándose el nudode la garganta. Pero la expresión de sus ojos se mantenía impasible.

-Entendido -respondió con tono rotundo, pragmático.

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Jayde, sin embargo, sabía que por dentro estaba destrozado. Aquello laconmovió.

-Bien -dijo Sauvage-. De momento, todo esto está en el aire mientrasno sepamos exactamente cuáles son las exigencias de Tariq y el lugarexacto donde se encuentra.

David miró su reloj, y Jayde el suyo. Sólo faltaba un minuto para lamedianoche. El aire parecía espesarse. El tiempo se alargabainterminablemente. Un ominoso silencio se cernió sobre el salón mientrasesperaban a que sonara el teléfono.

De repente se abrió la puerta. Jayde dio un respingo, sobresaltada.Pero sólo era Farouk, con el té. Soltó un profundo suspiro mientras elsirviente dejaba la bandeja en un extremo de la mesa. Hasta entonces nose había dado cuenta de lo muy tensa que estaba.

Sonó el teléfono. Durante un segundo, todo el mundo se quedóparalizado. December, el encargado del seguimiento de la llamada, seinstaló rápidamente ante su ordenador. Al momento alzó tres dedos, señalde que estaba preparado.

David asintió con la cabeza, esperó hasta la tercera llamada y descolgó.-Rashid.-Tengo a Kamilah.Al oír aquello, se tensó visiblemente. Cerró los puños hasta que los

nudillos se le pusieron blancos. A Jayde se le encogió el corazón: se habíaquedado sin aliento. Sauvage observaba. December tecleaba en elordenador.

-Si quieres verla viva, haz lo que voy a decirte -la áspera voz de Tariqresonó potente en los altavoces, arrancando un eco a la alta bóveda.

Sauvage le indicó por señas a David que lo entretuviera. Tenía queseguir hablando.

-Déjame que hable con ella, Tariq.-No. Harás lo que yo te diga. Hasta entonces, no tendrás ningún

contacto con ella.Jayde podía ver los músculos en tensión del cuello de David, de sus

hombros, de sus brazos. Estaba haciendo un esfuerzo sobrehumano pordominarse.

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-¿Qué es lo que quieres, Tariq? ¿Por qué estás haciendo todo esto?-Sabes perfectamente lo que quiero -se echó a reír-. Mis objetivos no

han cambiado. Queremos lo que es nuestro. Los pozos de petróleo, lasminas, Azar, el desierto.

-¿Nosotros?-Los que tenemos la sangre pura.Sauvage seguía indicándole que le hiciera hablar. David asintió. Se

aclaró la garganta.-¿Te refieres a Falal?-Me refiero a la gente del desierto. El pueblo que mi padre y tú

vendisteis al enemigo.David volvió a cerrar los puños de rabia. Jayde sabía que aquella

contención debía de estar matándolo por dentro.-Yo no he vendido a nadie. Tus palabras suenan a propaganda de Falal,

Tariq. Eres un ingenuo. Una marioneta. Un simple instrumento del gobiernolibio para apoderarse de la riqueza de Azar. Una riqueza que sólo pertenecea mi pueblo.

Tariq soltó entonces un juramento en árabe. Sauvage alzó una mano,indicándole a David que no lo hiciera enfadar más.

-¿Qué sentido tiene secuestrar a Kamilah? Ella es inocente. No tiene porqué verse metida en esto. Eso la destrozará, y lo sabes.

Tariq se echó a reír.-Eso te destrozará a ti.En aquel instante Jayde supo sin ninguna duda que Tariq no tenía

intención de devolver a Kamilah viva. Tenían que actuar rápido. Cadasegundo contaba. Miró a Sauvage, y después a Gio. En sus ojos pudo verque habían llegado a la misma conclusión.

-¡Tú no le harías ningún daño a Kamilah! Me niego a creerlo. Nodespués de lo que sufrió con la muerte de su madre.

Tariq soltó una carcajada que resonó en toda la sala.-Yo maté a Aisha. Y Kamilah y tú estabais destinados a morir con ella.Jayde se quedó sin aliento. Vio que David se quedaba mortalmente

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pálido. Se agarró al respaldo de una silla para no caer fulminado al suelo.Todas las miradas estaban fijas en él. La tensión de la habitación se podíacortar con un cuchillo. Pero David no dijo nada. No echó por la borda suautocontrol. Simplemente esperó a que su hermano continuara.

A Jayde se le desgarraba el corazón al verlo. Se levantó, rodeó la mesay le tocó un brazo. Él se apresuró a retirarlo.

-Tenía que parecer un accidente. Con la muerte de toda tu familia, yohabría debido heredar el control de Rashid Internacional y recuperar aquelloque me negó mi propio padre. Sólo que tú te escapaste. Y reestructuraste laempresa, cambiaste el testamento para asegurarte de que tus planesrespecto a Azar se ejecutaran aun después de tu muerte. Matarte dejó deser una opción, hermano. Así que descubrí una nueva manera.

David seguía agarrado al respaldo de la silla mientras asimilaba lainmensidad de la traición de su hermano. Tariq jamás había dejado deodiarlo. Ni por un instante. Había asesinado a Aisha. Le había infligido aKamilah un dolor irreparable. Y estaba dispuesto a cometer otro crimen.

-¿Qué tengo que hacer para recuperar a mi hija?-Dispones exactamente una semana para retirar la Force du Sable al

completo de Azar. Si dejas un solo soldado en el país, Kamilah seráejecutada.

Todo el mundo se miró entre sí. Retirar la Force su Sable en aquellosmomentos equivaldría a consentir un golpe de estado. Los rebeldesavanzarían y Azar terminaría cayendo en manos de Falal. Eso significaría suanexión por Libia, y la comunidad internacional se vería incapaz de evitarlo.Las consecuencias de aquella jugada se dejarían sentir no sólo en África,sino en todo el mundo.

December alzó entonces un puño en señal de victoria. Habíaconseguido localizar la llamada de Tariq. Sauvage clavó un alfiler en elmapa para señalar el lugar. Tenían razón. Estaba en la antigua fortalezafrancesa.

-Quiero el país, David. Si no, mataré a tu hija. Tú eliges.-¡No tengo por qué elegir! ¡Quiero que me devuelvas a mi hija!-Pues negocia conmigo. Para mañana por la noche, tus tropas tendrán

que abandonar Li'shal. Al día siguiente sacarás las de Benghusi.

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Un brillo de furia asomó a sus ojos.-Transmítele tus demandas a Gio Moriati. Él será mi representante

negociador. A partir de aquí, su voz será la mía. Y que Alá salve tu alma,hermano... ¡porque pienso enviarte al infierno! -y abandonó la sala como unciclón.

Jayde encontró a David en la playa, donde había ordenado encender ungran fuego para velar por Kamilah. Era la misma donde ella se habíabañado. Y donde la propia Kamilah había velado a su madre, esperando aque surgiera la sirena del mar.

David se hallaba en aquel momento justo en el lugar donde se habíaapostado su hija, contemplando las oscuras aguas, esforzándosedesesperadamente por comunicarse con ella. Jayde casi podía sentir sufuerza mental proyectándose hacia el mar, atravesando el océano y lasarenas del desierto, donde Kamilah lo estaba esperando. Y supo que elmayor desafío de su vida no era otro que la espera. Era un hombre deacción. Y aquella espera lo estaba matando por dentro.

No la oyó acercarse. El crepitar de la gran fogata ahogaba hasta elmurmullo del mar.

-¿David?Dio un respingo y se giró en redondo. Nada más mirarla, se volvió

nuevamente cara al mar. Pero en aquel brevísimo instante, Jayde vislumbróen sus ojos, a la luz de las llamas, un sentimiento de puro odio. Aquello ledesgarró el corazón.

-Te acompañaré a Al Abéche -dijo ella.-No -no movió un músculo. Ni la miró.-Tengo que hacerlo.-No quiero que vayas allí.-Puedo ayudarte.-No.-David, mírame, escúchame: yo puedo ayudar a Kamilah cuando la

rescaten. Sé tan bien como tú lo frágil que es. Y tú sabes tan bien cómo yode qué impresionante manera se ha abierto a mí, lo mucho que necesitabaque yo la hiciera hablar. Quién sabe lo que habrá pensado, el efecto que le

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habrá provocado este último trauma. Ella me necesitará a su lado, David -vaciló por un instante-. Nos necesitará a los dos con ella juntos. Vernoscomo una unidad la fortalecerá. Después de eso, te juro que saldré de tuvida. Ya nunca más tendrás que verme la cara.

Se volvió para mirarla. Jayde tragó saliva. La intensidad de su expresiónla puso nerviosa. Pero también entrevió algo más: una grieta en suarmadura. Una duda.

-¿Por qué habría de necesitar vernos juntos?-Porque vernos juntos forma parte de su fantasía. Yo sé cómo funciona

su mente.-¿Cómo diablos habrías de saberlo?-Porque yo pasé por eso mismo, David. Yo viví lo mismo que vivió

Kamilah. Tenía la misma edad que ella cuando sucedió.Algo cambió en sus ojos. Pero no dijo nada.-Yo perdí a mi hermana y a mi padre en el mar, David. Sé lo que una

vivencia así puede hacerle a un niño, a una familia.Se la quedó mirando fijamente, con el reflejo de las llamas bailando en

sus rasgos. Jayde comprendió que su revelación había disparado unaespecie de resorte en su interior. Pero seguía demasiado furioso con ellapara preguntarle por su experiencia. De modo que continuó insistiendo:

-La fantasía de Kamilah es ver a la sirena y al príncipe viviendo un finalfeliz, David. No el final que ha leído mil veces en el cuento original deAndersen, donde la sirena termina sacrificándose. Ella tiene el sueño devernos a los dos juntos.

-Eso es absurdo. Y nunca sucederá.-No lo dudo. Pero vernos juntos a los dos le dará la dosis justa de

esperanza que le permitirá resistir los primeros días de su secuestro.Necesita estabilidad, David.

-¡Maldita seas! Tú eres la única que le ha llenado la cabeza con esasestúpidas fantasías. Debí haber puesto punto final a eso en su momento.

-No -le sostuvo la mirada-. No fui yo quien le metió esa fantasía en lacabeza. Ya la tenía. Yo simplemente hice posible que la exteriorizara.

-¡No, tú la estimulaste, le diste alas! Viniste aquí como una maldición

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surgida del mar. Todo esto es culpa tuya.La frustración la espoleó. Cerró los puños a los costados, clavándose las

uñas en las palmas.-Esto no es culpa mía. Es culpa de Tariq. Me niego a cargar con la

responsabilidad de sus actos. Sí, al principio me sentí responsable, pero noahora. Es verdad que mis acciones han tenido desastrosas consecuencias.Pero si descolgué ese teléfono e hice la llamada fue porque no podíamentirte, David. Lo descolgué porque te quería, maldita sea...

Vio que David se estremecía de asombro, abriendo mucho los ojos. Enellos podía leer una cruda pregunta.

-Es verdad. Te quiero, a ti y a Kamilah. Como quiero y me importa todolo que es bueno, sincero y verdadero en este mundo. Yo perdí la cabeza yme enamoré de ti, David. Y por Dios que lo lamento. Porque mira a dóndenos ha conducido eso. Pero si hemos llegado hasta aquí ha sidoprecisamente porque fui incapaz de mentirte deliberadamente. Y te juro pormi vida que mi amnesia fue real. Te juro que jamás quise hacerte el menordaño, ni a ti ni a tu hija. Cuando recuperé la memoria, cuando me di cuentade lo que estaba sucediendo, descolgué ese maldito teléfono de tudespacho para decirle a mi jefe que ni quería ni podía terminar el trabajo,cumplir la misión que me habían encomendado.

Su expresión se transformó. Y Jayde comprendió que lo estabaconsiguiendo. Estaba penetrando en su armadura.

-Te guste o no, voy a acompañarte a Al Abéche. Voy a hacer todo loque esté en mi poder para salvar a Kamilah.

-Jayde...-Ya no me queda nada más por lo que vivir, David -se le quebró la voz-.

Lo he perdido todo desde que fui a parar a esta maldita isla tuya. No mearrebates también eso.

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Capítulo 13Tensó la mandíbula, conteniendo la emoción. Las llamas anaranjadas

soltaban chispas en la noche oscura. El corazón le martilleaba en el pecho.La miraba fijamente. ¿Qué había querido decir con eso de que ya no lequedaba nada por lo que vivir? ¿Se trataría acaso de otra mentira?

No lo parecía, a juzgar por la angustia que veía en sus ojos. Pero porotro lado era una agente bien entrenada... Su trabajo consistíaprecisamente en fingir sentimientos, infiltrarse en la vida de la gente... y ensus almas. Cerró los puños, tenso, al ver que daba un paso hacia él. Noconfiaba en sí mismo teniéndola tan cerca. No confiaba en la emoción quehabía empezado a hervirle en la sangre.

-Tienes que creerme, David. La amnesia fue real.¿Podría ser cierto? A él, desde luego, se lo había parecido. Watson, sin

embargo, le había dicho que podía ser fingida. Pero también habíaespeculado con la posibilidad de un trastorno disociativo de la personalidadal objeto de defenderse de algún trauma. Y cuando empezaron a volver losrecuerdos, la había visto sufrir. ¿Estaría sufriendo también en aquelmomento? ¿Era dolor lo que estaba viendo brillar en sus ojos?

Experimentó una punzada de culpa. En el fondo de su alma suspirabapor tocarla, por consolarla, por reconfortarla. Pero no podía romper lamuralla que había erigido en torno a su corazón. No podía preguntarle porsu pasado, por su padre y su hermana fallecidos en el mar. No quería sabermás, sentir más. Quería cerrarse en banda a ella. Quería odiarla. Así que ledio la espalda.

-David, por favor, no me odies por esto. El único error que he cometidoha sido enamorarme de ti. Lo lamento profundamente. Es el mayor errorque he cometido en toda mi vida adulta. Pero tienes que comprenderlo,todo lo que ha sucedido durante las últimas horas está directamenterelacionado con aquel único y fatal error. Y si lo miras de esa manera,también tendrás que reconocer tu parte de culpa -soltó un temblorososuspiro-. Porque también es culpa tuya, David. Tú me hiciste imposible no...no amarte.

David se quedó sin aliento. Apretó los dientes. El pulso le atronaba lassienes. Pero aún se negaba a mirarla. ¿Había hablado de amor?

Ella tenía razón. Todo había sido un terrible error, del cual él era tan

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culpable como ella. El error había sido no resistir el inmenso poder deatracción que había reverberado entre los dos.

Se volvió hacia Jayde, muy lentamente. Y se le formó un nudo en lagarganta. Porque aquel poder persistía, todavía seguía presente. Sólo teníaque mirar aquellos ojos esmeralda para sentir su calor abrasándole el alma.En aquel preciso instante no fue ya capaz de convocar el odio que tandesesperadamente ansiaba proyectar sobre ella. En su lugar sólo había unabrumador impulso por tocarla, por abrazarla. Quería compartir con ella lossentimientos que lo asolaban, la ira y la angustia provocadas por la traiciónde su hermano, el puro terror a perder a su hija.

Todos aquellos sentimientos lo habían machacado, triturado en vida.Pero a ella le había sucedido lo mismo. Y tenía razón: Kamilah lanecesitaría. Pensara lo que pensara él al respecto, su hija había forjado unvínculo muy especial con aquella mujer.

-Iré a Al Abéche, David, tanto si te gusta como si no -insistió Jayde-.Estaré preparada con las primeras luces del alba.

-¿Qué le sucedió... a tu familia? -quería saberlo. Necesitaba saberlo.Se estremeció ligeramente, a pesar del calor de la noche.-Cuando yo tenía seis años... sufrí un accidente de barco en las costas

de Cornualles. Vi a mi hermana... a mi hermana gemela...-¿Gemela?-Sí, éramos gemelas idénticas. Se llamaba Amber... Vi cómo el mar se

la tragaba a ella y a mi padre -había un brillo de emoción en sus ojos, perola voz no le temblaba-. Mi padre me salvó a mí primero. Luego fue en buscade Amber, pero... nunca consiguió rescatarla. Y se hundió con ella. Mimadre no estaba con nosotros aquel día, pero la noticia la destrozó. Sesuicidó dos años después. Fue entonces cuando... cuando sufrí mi primerepisodio de amnesia. Tenía ocho años. Perdí dos años enteros de mi vida.Todo se me borró de la cabeza. Hasta me olvidé de quién era.

David sintió una punzada de compasión. Sabía por experiencia propia loque era ver a un ser amado hundiéndose irremisiblemente en el mar.

-¿Fue por eso por lo que sentiste esa conexión tan especial conKamilah?

-Sí. Incluso amnésica, una parte de mi alma debió de percibir la

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semejanza de nuestras respectivas experiencias. Yo... yo no quería veros alos dos destrozados por aquel trauma, David, yo... -desvió rápidamente lamirada, en un intento por disimular la lágrima que se le había escapado-.Creo que al intentar ayudaros, de manera inconsciente debía de estarintentando reconciliarme con mi propio pasado. Yo... yo sólo queríaarreglarlo todo y... -enjugándose furiosa el rastro de lágrimas que brillabaen sus mejillas, soltó una nerviosa carcajada-. No suelo llorar, ¿sabes? Estoes una excepción.

Suspiraba por abrazarla. Vio que se frotaba la nariz y aspirabaprofundamente, recobrando las fuerzas.

-Es por eso por lo que voy a ir a Al Abéche, David. Tengo que intentararreglar esto.

La observó en medio del silencio punteado por el crepitar de la fogata.A pesar de lo que había hecho, no podía evitar admirar su fuerza, sudeterminación.

-No será fácil -pronunció al fin.-Podré aguantarlo.-El desierto del Sahara no respeta a los hombres... ni a las mujeres -le

advirtió.-He dicho que lo aguantaré.-Volaremos a Tabara, la capital. Pero desde allí tendremos que viajar

tres días y tres noches en dromedario, para no levantar sospechas. Entrarpor aire o en todoterreno en Al Abéche despertaría las sospechas de Falal ode los rebeldes.

-Lo sé.-¿Has montado alguna vez en un dromedario?-Sí. Hablo árabe. He trabajado en Argelia y en Egipto.-Es verdad -le espetó-. ¿Cómo he podido olvidarlo? Eres una agente

bien entrenada.-Exacto. Por eso mismo me necesitas a tu lado -girando sobre sus

talones, echó a andar por la arena, hacia el castillo-. Estaré lista al alba -afirmó antes de desaparecer en la oscuridad.

David suspiró y se volvió para seguir contemplando el mar. Al día

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siguiente cruzaría aquel océano para sumergirse en el calor abrasador deldesierto, bajo un cielo implacable. A solas con Jayde. Con ningún lugardonde esconderse el uno del otro.

Jayde preparó su mochila con fría determinación. Eran casi las tres de lamañana, pero el sueño la eludía. Necesitaba no parar de moverse. Revisócuidadosamente el material que Lancaster le había enviado. Una brújulamilitar, un cuchillo, prismáticos, dispositivos de visión nocturna, bengalas,un teléfono vía satélite y dinero en efectivo. Y, sobre todo, un sofisticadoarmamento que incluía explosivos y materiales plásticos. Lancaster habíaincluido también dardos envenenados que podían dejar paralizada a lavíctima durante horas y un pequeño lanzagranadas susceptible de acoplar asu rifle. El lanzagranadas disponía de munición letal y otras de diverso tipo,como gas, humo, señales luminosas y revolucionarios proyectiles de cargaelectromagnética.

Estudió las granadas electromagnéticas. Sólo se utilizaban enoperaciones especialmente delicadas, de alto secreto. Sabía que lasgrandes bombas de aquella clase eran capaces de destruir las redeseléctricas de una gran ciudad con la intensa onda expansiva generada por laexplosión. En lugar de limitarse a interrumpir el fluido eléctrico, una bombaelectromagnética quemaba por sobrecarga cualquier tipo de aparatoconectado al mismo. Esa versión en miniatura podía bloquear el sistema decomunicaciones y de seguridad de la fortaleza de Falal. Una tarea que, porcierto, no le correspondía a ella: eso era trabajo de Sauvage. Pero legustaba estar preparada para una eventualidad semejante.

-Gracias, Lancaster -susurró mientras guardaba cuidadosamente elresto de su equipo. Miró su reloj. En unas pocas horas estarían en camino.

Rezó para que Tariq no le hubiera hecho ningún daño a Kamilah. Senegaba a contemplar esa posibilidad. La rescatarían sana y salva. Comopara convencerse aún más de ello, decidió prepararle un paquete de ropa.Una vez que la rescataran, seguro que le gustaría ponerse algo familiar ycómodo procedente de su hogar.

Se dirigió por el pasillo hacia la habitación de Kamilah. Abrió la puerta,y en el instante en que vio su cama desarreglada, una punzada de dolor ledesgarró el corazón. ¿Dónde estaría durmiendo Kamilah aquella noche?¿Habría alguien con ella, a su lado, para consolarla mientras lloraba?

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Dejó sobre la cama la pequeña mochila que había llevado de suhabitación y empezó a abrir cajones y armarios. Escogió una muda de ropay la guardó bien doblada, con metódica precisión. De repente descubrió elosito de peluche sobre la almohada. Tras una ligera vacilación, lo guardótambién. Ya se disponía a cerrar la cremallera cuando lo vio, también sobrela cama, entre las sábanas. Un libro encuadernado en cuero. La sirenita.Acarició las letras grabadas en oro. Esa vez sí que no pudo reprimir laemoción y soltó un sollozo.

-Sé fuerte, cariño -susurró, apretando el libro contra su pecho-. Terescataremos. Ya lo verás.

Se enjugó las lágrimas. Ültimamente estaba adquiriendo la desastrosacostumbre de llorar. Tenía la sospecha de que no iba a poder renunciar tanfácilmente a aquella novedosa faceta de su personalidad. Ya se volvía parabuscar una tela con que envolver el libro... cuando se quedó helada.

Estaba en el umbral. Observándola. Parecía un espectro, con unainescrutable expresión en sus rasgos.

-¿David?Bajó la vista al libro que sostenía contra el pecho y la miró de nuevo a

los ojos. Justo en aquel instante, una extraña conexión reverberó entre elloscomo una descarga eléctrica. Sí, estaban vinculados, enlazados. Unidos porun único deseo: salvar a la niña.

-Yo... sólo estaba recogiendo algunas cosas para Kamilah.Desvió la mirada hacia la pequeña mochila que descansaba sobre la

cama. Jayde pudo ver cómo se le cerraba la garganta, con su nuez subiendoy bajando convulsivamente. Asintió con la cabeza y giró sobre sus talones.

Lo siguiente que oyó fue el leve ruido de la puerta y el resonar de susbotas en el pasillo. Soltó un tembloroso suspiro. A través de la ventana,asomaban las primeras luces del alba. Tenían que marcharse.

El calor se espesaba como la melaza sobre la polvorienta capital deTabara, y el aire reverberaba como un espejismo alrededor de sus antiguosedificios. Había arena por todas partes, moviéndose de continuo, impulsadapor el viento. Llevaba unas pocas horas allí y Jayde ya se había resignado ala arena. Fina como la sal, estaba en su ropa, en su pelo, en sus pestañas,bajo sus uñas. Casi podía mascarla. Y el calor ralentizaba sus movimientos,

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entorpeciéndolos segundo a segundo.David la había dejado en una pequeña casa de adobe en las afueras de

la ciudad, donde pastaban las cabras y jugaban los niños envueltos enharapos. Se había ido al bullicioso mercado para comprar dromedarios ygrano.

La tarea de Jayde consistía en guardar cuidadosamente las vituallasque habían adquirido nada más llegar a Tabara, y tenerlo todo listo paracargarlo en los dromedarios. Tras cerrar el último saco de arroz, pescadoseco y dátiles, lo sacó todo fuera de la choza para esperar a David.Viajarían de noche, para escapar del calor. El día siguiente sería el másduro, ya que continuarían viaje a pleno día, deteniéndose únicamente paraalimentar y dar de beber a las bestias.

Debían pasar desapercibidos para no alertar a los espías rebeldes.Jayde iba vestida a la usanza beduina, con una fina túnica larga hasta lostobillos que le cubría los brazos. Debajo llevaba unos pantalones de lino.Calzaba unas viejas chanclas y se ocultaba el cabello con un turbante.

El sol ya se hundía en el horizonte, pero David seguía sin aparecer.Empezó a inquietarse. Tras las últimas casas de tierra, el Sahara seextendía como un ondulante océano de tonos ocre y crema hasta donde seperdía la vista. Se sentía como si estuviera en los últimos confines de lacivilización, a punto de dar un paso en una nueva realidad.

La región que tenían que atravesar, rumbo a Al Abéche, en la fronteralibia, era la más árida y hostil de todo el Sahara. Una región en la que lahumedad era inexistente y las dunas alcanzaban decenas de metros dealtura. Le costaba aceptar que tardarían tres días en alcanzar su destino,dada la urgencia de su situación. Pero tal y como había afirmado Sauvage,las exigencias de Tariq les habían regalado un tiempo precioso. «Sólotenemos una oportunidad y tenemos que aprovecharla». Viajar a Al Abéchede otra manera habría alertado a los espías rebeldes de la zona. Tenían queintentarlo. O eso o quedarse en Shendi y esperar de brazos cruzados. Algo alo que no estaban en absoluto dispuestos.

Y mientras David y ella atravesaban el desierto, Sawyer reuniría a suequipo en Egipto y Gio mantendría abiertas las líneas de comunicación conTariq. De repente oyó un ruido a su derecha y se volvió rápidamente. EraDavid. Suspiró aliviada. Se dirigía hacia ella, con una larga vara en la mano,tirando de tres dromedarios. Dos eran de un blanco lechoso, y el tercero

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rojo. Ya estaban ensillados y cargados con grano y dos recipientes de pielllamados guerbas, para el agua.

-¿Cómo es que has tardado tanto?-Había escasez de dromedarios en el mercado. Creo que estos tres

aguantarán el viaje.Sonrió mientras se acercaba, con sus blancos dientes contrastando con

su tez bronceada. Jayde sintió una absurda punzada de deseo. No lo habíavisto sonreír desde que hicieron el amor en su yate. Iba vestido como unbeduino, al igual que ella, sólo que con su jambiya encajada en el cinturón.Pese a lo rústico de su vestimenta, tenía una apariencia majestuosa, real.Parecía el jeque, el auténtico líder tribal que era. Un personaje con un pieen el viejo mundo y otro en el nuevo. Si había alguien capaz de tender unpuente entre ambos, era él. En aquel instante comprendió a la perfección elideal que lo animaba. Lo cual no hizo sino intensificar lo que ya sentía porél.

Pero procuró desechar inmediatamente aquel sentimiento. No podíapermitirse sentir nada. Porque una vez que rescataran a Kamilah, padre ehija se alejarían de ella. Todo habría terminado. Lo sabía perfectamente.David la odiaba por su traición. La culpaba de su tragedia. Y si habíaaceptado llevarla consigo en aquel viaje había sido únicamente por el biende su pequeña.

Pese a todo, no podía dejar de mirarlo. Estaba cautivada por suenigmática presencia, por la fluidez y elegancia con que se movía por lasarenas del Sahara, por el contraste de sus ojos azules en su rostro atezado.

-¿Qué estás mirando?-A ti.Por toda respuesta, le tendió las riendas del dromedario rojo.-¿Seguro que podrás manejarlo?-Seguro.David la observaba, preparado para ayudarla. Jayde permitió que el

animal la olisqueara antes de empuñar las riendas y obligarlo hábilmente aarrodillarse.

Arqueó una ceja, impresionado. Aquella mujer era fantástica. Parecíauna auténtica nativa. Pero su admiración se desinfló al instante. No tenía

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nada de qué extrañarse: aquello no era más que una consecuencia deladiestramiento que había recibido. La habían entrenado precisamente paraeso. Para hacerse pasar por una nativa y poder espiar más fácilmente.Gracias a esas habilidades suyas, había sido seleccionada por un gobiernocon el fin de traicionarlo.

Tensó la mandíbula mientras la veía cargar su pesada mochila en ellomo del animal, asegurándola meticulosamente a la silla.

-¿Qué llevas ahí?-No gran cosa.-Cárgalo en el otro camello, el de las provisiones.-No. Necesito llevarlo encima.-¿Por qué?-Es mi mochila personal -se volvió para lanzarle una extraña mirada.David frunció el ceño al ver la segunda mochila, mucho más pequeña,

que se disponía a atar al dromedario. Sintió una opresión en el pecho. Era laque contenía las pertenencias de Kamilah. Estiró la mano automáticamente:

-Yo la llevaré.-Claro -cedió Jayde tras una breve vacilación, y se la tendió.Sus manos se rozaron en el instante en que agarraba la mochila. La

descarga eléctrica provocada por aquel simple contacto los dejóparalizados. Sus miradas se encontraron. Ninguno necesitó expresar lo quele pasó por la cabeza. Aquella pequeña mochila simbolizaba la razón por laque en aquel momento se encontraban los dos en el desierto. Y la magnitudde los sentimientos que seguían pesando sobre ellos.

Continuaron cargando el resto de las cosas en silencio. Cuando terminó,Jayde subió ágilmente al lomo del animal, apretando los talones a losflancos. Luego tiró de las riendas, chasqueó la lengua y el dromedario seincorporó obediente. Muy a su pesar, David volvió a experimentar unapunzada de admiración. Aquella mujer sabía lo que se hacía. No iba a tenerque preocuparse mucho por ella. Mejor: así podría concentrarse únicamenteen su objetivo.

Finalmente abandonaron las afueras de Tabara para adentrarse en lasdunas, rumbo a un pequeño wadi, una oscura laguna rodeada de palmeras.Allí darían de beber a los animales y se pondrían en marcha tan pronto

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como el sol se ocultara en el horizonte.Varios niños los acompañaron a la carrera hasta que llegaron al wadi.

Sus rostros atezados abarcaban todas las gamas, desde el chocolate oscuroal café claro. Los colores del África. En sus ojos, David vio los de Kamilah. Yen su risa, la de su hija.

Se le hizo un nudo en el estómago mientras empuñaba las riendas confuerza. Alzó el rostro hacia el lejano horizonte. Y, para sus adentros, elevóuna breve, plegaria. Rezó para que las divinidades del desierto salvaran asu pequeña de la ciega ira de su hermanastro.

Para cuando el cielo se tiñó de un violeta aterciopelado, losdromedarios ya habían terminado de beber. Partieron. David dejó que Jaydeabriera la marcha. Él la cerraba, tras el dromedario que cargaba con elgrano y las vituallas. Guardar las distancias se había convertido en unanecesidad ineludible después de aquel fugaz pero inquietante roce de susmanos.

El aire aún se adensaba de calor, pero el viento les refrescaba el rostro.Se sumergieron en el ondulante e hipnótico ritmo de los dromedarios,viajando en un absoluto silencio. La bóveda del cielo se extendía inmensasobre sus cabezas, punteada de estrellas. Poco a poco David comenzó aexperimentar la familiar y maravillosa sensación para la que carecía depalabras. La razón principal por la que el Sahara había gobernado su vida,aún en la distancia. Allí, en aquel inmenso paisaje, era agudamenteconsciente de la fragilidad de la humanidad. Sólo allí conseguía adquirir unaadecuada perspectiva del mundo, quizá semejante a la de los viajeros delespacio cuando contemplaban el brillante planeta azul.

El desierto, en suma, le ayudaba a poner su propia vida en perspectiva.Donde el tiempo se espesaba, eterno, y todo parecía posible. Inclusorescatar a su hija.

Concentrado en el sensual contoneo de Jayde, no pudo evitarpreguntarse si ella sentiría lo mismo. ¿En qué estaría pensando mientrasnavegaban por aquel océano de arena? Aquella mujer le había arrebatadoel corazón de múltiples maneras. Suscitaba reacciones en su cuerpo quejamás había creído posibles. Lo desafiaba y estimulaba a la vez. Y, hundidoen aquellas reflexiones, se sorprendió ansiando que las cosas hubieran sidodiferentes. Ansiando que hubiera existido desde el principio una posibilidad

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para su relación. Un futuro juntos. Que ella hubiera podido ser realmente suSahar, un regalo del mar para Kamilah y para él mismo.

Sacudió la cabeza. Estaba empezando a acusar los efectos de la fatiga.Llevaban toda la noche viajando. A su derecha asomaban las primeras lucesdel alba, anunciando la inminente llegada del sol. Volvió a adormilarse conel hipnótico ritmo del dromedario. Y casi instantáneamente su mente volvióa divagar. Y sorprendió de nuevo ansiando...

No. Se esforzó por volver a la realidad. Era un estúpido. Jayde era unaagente contratada por un gobierno extranjero. Cuando terminara su misión,se concentraría en la siguiente. Se infiltraría en otro mundo con la mismafacilidad con que lo había hecho en el suyo. Y quizá también en el corazónde otro hombre. En su futuro, no había lugar ni para Kamilah ni para él.

De repente, por sorpresa, las palabras que le había escuchadoresonaron en su cabeza: «Tú me haces imposible no... no amarte». Se lecerró la garganta. Sí, quizá se había enamorado de él. Pero ése tambiénhabía sido el mayor error de su vida. Ella misma lo había reconocido. Sintióun amargo sabor en la boca. Eso había sido entonces, cuando ella eraSahar. Pero estaban en el presente. Ahora no era Sahar, sino Jayde.

A pesar de ello, algo seguía devorándolo por dentro, algo que no podíaeludir. La necesidad de conocerla volvió a quemarle las entrañas mientras elcielo se teñía de naranja y la arena comenzaba a brillar. Espoleó a sudromedario hasta colocarse a su altura.

-¿Jayde?Ladeó la cabeza y sus miradas se encontraron. A David le dio un vuelco

el corazón. Nunca le había parecido tan hermosa como en aquel momento,vestida a la usanza de los beduinos. A la luz del amanecer, sus ojosesmeralda destacaban maravillosamente contra su cutis bronceado. A pesarde su evidente cansancio, tenía un aire orgulloso. Real. El de una princesadel desierto.

-¿Qué pasa? -le preguntó.Nada más mirarla a los ojos, se había olvidado de lo que quería decirle.-Yo... eh... allí, en Shendi, me dijiste que tu amnesia era verdadera.-Es cierto, David.-Jayde, ¿cuando empezaste a recuperar la memoria exactamente?

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-¿Por qué?El sol explotó de pronto en el horizonte y las arenas comenzaron a

arder.-Necesito saberlo. ¿Empezaste a recordar antes... antes de que

estuviéramos juntos en el yate? -«antes de que hiciéramos el amor», habíaestado a punto de decirle.

La mirada que le lanzó lo dejó estremecido.-David, una vez me dijiste que aborrecías la mentira. No voy a mentirte.

Todo lo que voy a decirte es la pura verdad -estudió su rostro.No dijo nada, sino que esperó a que continuara.-Empecé a recordar primero fragmentos sueltos. No sabía lo que me

pasaba y pensé que podía estar imaginándome cosas. Eso me asustaba.Luego, cuando me enseñaste tu despacho y vi el mapa de Azar con todosaquellos alfileres, me vino una imagen y supe interpretarlos. Después, en lacena... cuando vi el rostro de Tariq, entonces todo retornó de pronto. Mevinieron los recuerdos de golpe y me quedé totalmente confundida.Necesitaba... ordenarlo todo en mi mente.

La miraba furioso. Así que había recordado antes. Tensó la mandíbula.Lo había recordado antes de que él se reuniera con ella en el embarcadero.Espoleó su dromedario.

-David...La ignoró. Había recordado su identidad antes de hacer el amor con él.-¡David! ¡David, para! ¡Escúchame!Se detuvo al fin, volviéndose lentamente para mirarla.-Lo que yo sentía por ti era verdad, maldita sea. Eso no era ninguna

mentira. ¡Lo que compartimos no fue ninguna mentira! -le brillaban los ojos-. Tú me devolviste la vida. ¿Es que no te das cuenta? Antes de conocerte,yo no tenía nada, no era nada. ¡Tú me hiciste vivir de nuevo! Y yo no tepedí que lo hicieras. Yo no te pedí que me hicieras sentir otra vez -unaviolenta emoción coloreaba sus rasgos mientras la arena comenzaba aarder bajo el sol-. Y ahora... ahora que ya he sabido lo que es... lo que esamar... lo he perdido todo -añadió con voz quebrada-. Todo. Todo loimportante. Te he perdido a ti. A Kamilah. Mi trabajo. No pienses ni por unmomento que he podido disfrutar algo con este proceso. Porque yo no pedí

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esto. Yo no te pedí que te metieras debajo de mi piel cuando estaba con laguardia baja...

David sintió una opresión en el pecho.-Jayde...-Olvídalo -alzó una mano-. No digas nada. Tenemos un trabajo que

hacer y esa es la única razón por la que estoy aquí. Tú lo sabes y yotambién. Así que sigamos adelante.

-Jayde, yo... lo siento -era verdad. Lo sentía por ella, por él, por su hija.Por lo que le había sucedido a su hermano. Por su promesa incumplidahacia su padre-. Lo siento -repitió-. Por todo. Cuánto me habría gustado quelas cosas hubieran sido diferentes...

Jayde lo miraba fijamente. Entonces algo opacó su expresión.Apretando los labios, espoleó a su vez a su dromedario.

David se quedó atrás. Se sentía mal. Estremecido, inseguro. Yenamorado.

Sí, no podía evitarlo. Estaba enamorado de aquella mujer increíble. Yhabía un desierto de distancia entre ellos.

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Capitulo 14El sol se encogió en un abrasador disco blanco cuando alcanzó el cenit,

llevándose el color del paisaje y bañando la arena con su luz cegadora. Lasdunas se elevaban como gigantescas olas perdiéndose en el infinito.

A Jayde le costaba ya respirar, y podía ver que su dromedario estabasufriendo. Habían desmontado para que las bestias pudieran descansar. Leardían los pies y la arena le laceraba la piel. Las guerbas estaban casivacías. Sabía que nadie podría sobrevivir más de un día sin una mínimahidratación.

-¿A cuánto está el siguiente? -gritó a David para hacerse oír por encimadel viento.

-Debería haber uno tras esa cresta. Allí podremos repostar si es que nose ha secado.

«Estupendo», pensó irónica, mientras coronaban penosamente la dunay ascendían la siguiente, con la engañosa sensación de que la distantecresta se mantenía siempre a la misma distancia, esquiva. Teníadestrozados los músculos de las pantorrillas. Le dolía la espalda y se lehabía hinchado la lengua. Sentía el paladar tenso como un cuero de tambor.Estaba empezando a ver puntos negros y brillantes en su campo de visión.Los mareos también habían comenzado. Estaba delirando levemente,víctima del sol.

Se tambaleó en la fina arena y cayó al suelo, enterrando las manos. Sele quemaron las palmas. David se apresuró a ayudarla.

-Toma -descolgó la guerba y se la tendió-. Bebe.-No -negó con la cabeza-. ¿Y si el wadi no está tras la siguiente cresta?-Lo estará. Anda, bebe.Se humedeció apenas los labios, consciente del peligro de agotar sus

reservas. Nada estaba garantizado en aquel inclemente paisaje. Tal vez nohubiera agua tras la siguiente cresta. Sabía que David se lo habíaasegurado únicamente para tranquilizarla.

-Gracias -le devolvió el recipiente de piel-. Creo que estoy delirando.Estoy viendo cosas raras.

-Son los jinns, los espíritus diabólicos del desierto -le dijo, ayudándola alevantarse-. Espérame aquí, con los camellos. Subiré a lo alto de aquella

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duna a ver si desde allí puedo divisar el wadi.Lo observó ascender por la colosal montaña de arena hasta que su

imagen reverberó en el calor abrasador, haciéndola dudar de que fuera real.Quizá solamente se tratara de un fantasma, un espejismo, una bromapesada de su imaginación. Parpadeó deslumbrada, intentando distinguirlo.¿Y si se había perdido? Sola, moriría. No tenía ni la menor idea de dóndeestaba. El pánico le atenazó el corazón, alborotándole la sangre. Y echó acorrer como una loca duna arriba, abandonando los camellos.

-¡David! -chilló mientras trepaba por la arena, resbalando-. ¡David! -todo parecía arder a su alrededor. El mundo entero estaba incendiado. ¡Ibaa morir!

Se derrumbó en la arena, gritando. De repente sintió unos brazosenvolviéndola, alzándola en vilo. Poco a poco pudo enfocar la mirada.

-Tranquila, Jayde, tranquila...Lo miró. Tenía el rostro más atezado y los ojos más claros. Parecía un

dios. Lo agarró de la túnica, desesperada.-No me dejes, David.Algo cambió en su mirada. Le acarició una mejilla.-No pasa nada, Jayde. Es sólo el susurro de los jinns.-No me abandones. Nunca.-No te preocupes. Nunca te abandonaré. Estamos en esto juntos, todo

el camino. El wadi está justo detrás de la cresta. Vamos, en marcha. Antesde que perdamos a los dromedarios con nuestro equipo.

Bajándola al suelo, la ayudó a bajar lentamente la duna. Jayde tomóconciencia de lo muy vulnerable que era sin él. Y de lo que podría haberocurrido si los camellos se hubieran alejado debido a su descuido y a suataque de pánico.

Corría apenas un hilo de agua por el cauce seco. Estaba turbia y olíamal. Pero era agua. Y aquel momento significaba vida. David la utilizó parapreparar un zríg, una mezcla de agua, leche en polvo y azúcar. Se sentaronbajo un saliente rocoso a beber una buena cantidad.

Jayde podía sentir cómo su cuerpo y su mente comenzaban arecuperarse. Apuró su ración y le devolvió el cuenco a David. Lo contemplóadmirada mientras lo tomaba con sus dedos largos y morenos para

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llevárselo a los labios. Había algo tan básico e intenso en aquel hombre...Tan sincero y honesto...

Quizá fueran los jinns. El efecto del desierto. Porque se sentía como siallí no tuviera nada que esconder, como si no fuera necesario velar,disimular los sentimientos, las emociones.

-Lo siento, David. Pude haber perdido los dromedarios. Fue uncomportamiento absolutamente irresponsable.

Le sostuvo la mirada. Y de repente sonrió.-Ya te dije que fueron los jinns.-Supongo que sí -asintió con la cabeza-. ¿A ti no te atacan?-Todo el tiempo -se terminó su zrij-. Descansaremos aquí unos minutos.

¿Por qué no te tumbas e intentas cerrar los ojos?La perspectiva le resultó abrumadoramente tentadora. Necesitaba

desesperadamente descansar, pero no se lo había dicho para no retrasar lamarcha. Así que intentó acomodarse en la estrecha sombra que corría a lolargo de todo el saliente. Se tumbó sobre una vieja manta, envolviéndose lacabeza con el turbante. Pero intentar esconderse del calor y de la blancuracegadora del sol se reveló una tarea inútil. Aun así, se quedó adormilada, acaballo del delirio y del sueño.

Y en su sueño se estaba ahogando en el mar. Las olas se la tragaban.Pero podía ver la costa, la playa, el castillo encaramado a la cresta rocosa.Podía ver al jeque David Ben Omar Ben Zafir Rashid, un indómito guerrerogalopando por las dunas en su corcel blanco, recortada su silueta contra eldisco del sol, proyectando una sombra amenazadora. Tenía un brazolevantado, blandiendo su jambiya mientras un aterrador grito de batallasurgía de su garganta. Cabalgaba de duna en duna, hacia el mar, hacia ella.

Sintió una punzada de pánico. Se hundía irremisiblemente en el mar, lasal le abrasaba la garganta, la nariz. David frenó su montura y descendiópor la duna, metiéndose en el agua. Desmontó en marcha y la rescató,levantándola en vilo, desnuda.

Ella se aferraba a su camisa, fija la mirada en sus ojos azules, bajo elturbante. Y él le sonrió, con su sonrisa blanca contrastando con su tezmorena. Luego soñó que cabalgaba con él, en su semental. Desnuda.Salvaje. Libre. Riendo. Había sobrevivido. No había muerto. Sintió el dulceimpulso del deseo en la sangre, reverberándole en el cuerpo. Por primera

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vez desde que podía recordar, tomó conciencia de que estabaauténticamente viva.

Abrió los ojos. El corazón le latía acelerado. A través de la gasa delturbante que le cubría el rostro, pudo ver que el sol se había desplazado enel cielo. La atenazó el pánico. Había dormido demasiado. Perderíandemasiado tiempo. Se incorporó, sobresaltada. David no estaba a su lado.

El pánico fue creciendo mientras, cegada por el sol, intentaba enfocar lavista. Entonces lo vio.

Una inefable sensación de alivio la anegó por dentro. No se habíamarchado. Se había alejado buscando la magra sombra de otra roca. Deespaldas a ella, tenía la cabeza inclinada hacia delante, como si se hubieradormido.

Se levantó para reunirse con él. Los músculos de las piernas le dolíaninsoportablemente a cada paso. David alzó la mirada al oírla acercarse.Había una extraña, inescrutable expresión en sus ojos. No, no había estadodurmiendo, sino leyendo un libro. Un libro encuadernado en piel. La sirenita.

Se sentó a su lado, en silencio. David cerró el libro y acarició la cubiertacon sus dedos fuertes y morenos. Tenía los ojos húmedos de emoción.

-Nunca lo había leído.Jayde asintió con cabeza. No sabía qué decir.-En todo este tiempo nunca me molesté en leer su cuento favorito.

¿Cómo pude hacer una cosa así?-David, no seas tan duro contigo mismo...-Gracias, Jayde -pronunció con tono grave, solemne-. Gracias por haber

ayudado a Kamilah como yo... como yo nunca pude o supe ayudarla. No medaba cuenta. No sabía cómo. Esto es lo que debí haber hecho en todo estetiempo. Leerle cuentos. Cuentos de finales felices. Estimular sus fantasíasinfantiles. Debí haber jugado con ella, permitirle que fuese lo que era: unaniña. Debí haberle asegurado que era lícito y necesario divertirse... y no uninsulto a la memoria de su madre.

-Tú necesitabas decirte eso a ti mismo, David -le cubrió una mano conla suya-. Y para eso hacía falta tiempo. No te culpes por ello.

-Tiempo era precisamente lo que teníamos -suspiró, alzando la miradaal cielo-. Y lo que ahora nos falta. La rescataremos, Jayde -susurró,

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convencido-. Y dejaremos que sea una niña. No volveré a fallarle. Jamás.A Jayde se le encogió el estómago. Había empleado la primera persona

del plural. Pero sabía que ella no formaba parte de la ecuación. No una vezque liberaran a Kamilah. No había lugar para ella en sus vidas. Eso ya se lohabía dejado suficientemente claro.

-Tú nunca le has fallado, David.-Sí que le fallé, al no poder salvar a su madre. Ella me culpa por ello.

Me considera responsable de su muerte.-No, ella no te culpa, David -le aseguró en voz baja-. Jamás te ha

culpado de eso.Un brillo asomó a sus ojos.-¿Cómo lo sabes?-Porque ella me lo dijo. Me contó lo que pasó aquel día, lo que vio con

sus propios ojos. Me habló de la desesperación con que te esforzaste porsalvarla. Y de lo muy orgullosa que estaba de ti.

-¿Ella te dijo eso? -inquirió, emocionado.-Sí, David. Me lo dijo.Soltó un profundo y tembloroso suspiro. Y se volvió para mirarla.-Gracias -murmuró, traspasándola con los ojos-. Gracias, Jayde.De repente tensó la mandíbula y su mirada se tornó fría y decidida. Se

levantó.-Vamos -le tendió la mano-. Vamos a darle a mi pequeña ese final feliz

que se merece. El que tú le prometiste.Jayde aceptó su mano, volviendo a sentir aquella mágica y familiar

conexión entre ellos. Y una firmeza, una seguridad que no había sentidoantes.

Sin muestra alguna de fatiga, se acercó a los dromedarios que habíadejado atados al pie del oscuro riachuelo.

-Si seguimos avanzando durante la noche, para mañana por la tardeestaremos en Al Abéche.

Hicieron una parada más antes de la puesta del sol y continuaron

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caminando de noche. La luna era una diminuta rodaja plateada. La única luzque los guiaba era la de las innumerables estrellas.

Cuanto más subían hacia el norte, más seco era el desierto, más hostilel paisaje, más negra la noche. En algunas zonas las dunas de arena dabanpaso a resaltes rocosos, con los bordes afilados como cuchillos. Jayde sabíaque una vez que alcanzaran Al Abéche, no estarían a más de treintakilómetros de la frontera libia. La fortaleza de Falal se hallaba a unos quincemás. Allí contactarían con Gio Moriati y esperarían a que Sauvage y suequipo les entregaran a Kamilah. Luego saldrían todos de allí enhelicóptero. El doctor Watson los estaría esperando para atender a la niñaen Shendi, si todo salía conforme al plan previsto.

Montada en su dromedario, seguía librando un desigual combate contrael sueño para cuando el sol asomó en el horizonte. Casi al momento, losenvolvió una ola tan insoportable de calor que llegó a pensar que nollegaría viva al mediodía.

Incluso el viento se había detenido, volviendo el aire denso, gelatinoso.La sensación consumía sus energías, retrasando la marcha de los animales.Comenzó a sentirse tensa e inquieta a la vez que aturdida. Y a delirar.Intentó sobreponerse. Pero cada vez que posaba la mirada en unafloramiento rocoso, creía ver monstruos acechando. Ya no distinguía elnorte del sur. La hostil vastedad de aquel paisaje la llenó de pánico. Procuródecirse que sólo era una nueva broma de los jinns...

Pero esa vez podía ver que David también estaba inquieto. No apartabala vista de la derecha, como esperando a ver algo.

Entonces descubrió lo que estaba buscando, lo que debía de haberestado percibiendo todo el tiempo. Un coágulo de ominosas nubes rojizashabía empezado a hervir en el horizonte. Contuvo el aliento al ver cómo seagitaba ante sus ojos, en una colosal garra negra de viento y arena. Ycontempló horrorizada cómo se acercaba por momentos, a toda velocidad...directamente hacia ellos. Sintió una punzada de pánico. No tenían ningúnlugar donde esconderse.

David actuó con rapidez. La bajó del dromedario y le puso las riendasen la mano. Mientras el muro de arena seguía avanzando, gritó parahacerse oír por encima del rugido del viento:

-¡No sueltes en ningún momento las riendas, pase lo que pase!¡Cúbrete toda la cabeza con el turbante! ¡Camina inclinada hacia delante,

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contra el viento!Pero no podía moverse, paralizada por la visión del oscuro remolino que

se acercaba por segundos. David se apresuró a asegurar bien los animales.-Debería haber un zoadi ahí delante -gritó-. Nos refugiaremos en él si

podemos encontrarlo con la tormenta.El rugido la alcanzó en el preciso instante en que el cielo quedó a

oscuras. Era un sonido tan espantoso que parecía brotar de las mismasentrañas de la tierra, llenándola de horror. A continuación la arena comenzóa azotarle el rostro, ahogándola, metiéndosele por la nariz, la garganta, lospulmones. El viento le cortaba la piel como un millón de agujas. No podíaver nada. Se tambaleaba a ciegas, agarrada a las riendas como a una tablade salvación.

David abría la marcha en lo oscuro, tirando de la caravana. Jayde tuvola sensación de que el viento y la arena le llenaban la cabeza de vocessusurrantes, gemidos sin sentido, gritos y chillidos en mil lenguas extrañas.Perdió la noción del tiempo. Se movía como una autómata aturdida, paso apaso. Ya no sentía el dolor. De repente sintió las manos de Davidsosteniéndola, guiándola, obligándola a refugiarse tras una roca,protegiéndola del viento con su cuerpo.

Extendió una manta sobre sus cabezas y la estrechó contra sí.Permanecieron durante una eternidad abrazados, respirando cada uno elaliento del otro. Hasta que de repente, con la misma celeridad con quehabía empezado, todo terminó.

Un silencio fantasmal inundaba el desierto. David apartó la manta,medio enterrada. Jayde tosió y escupió mientras se quitaba la arena de losojos. Luego alzó la mirada hacia él. Lo habían conseguido. Estaban vivos.Contó los dromedarios: no faltaba ninguno. Y detrás de los animales, pudover agua. Una brillante lámina de agua en el antiguo lecho del río.

Un sollozo convulsionó su cuerpo. Se sentía como si se hubieradesnudado de todo lo superfluo en medio de aquella tormenta, como siacabara de mirar a la muerte cara a cara. Comenzó a llorar. Y a reír. Loca,histéricamente.

David la tomó de los hombros, acercándola hacia sí y abrazándola confuerza. Y Jayde pudo sentir toda su fuerza vital fluyendo a través de susmanos, de sus brazos, de todo su cuerpo. Una fuerza que se transmitió al

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suyo, traspasándolo, anegándolo.Rió y sollozó con el rostro enterrado en su cuello hasta que no le

quedaron más fuerzas, desaparecidos los últimos restos de tensión. Sóloentonces se apartó para mirarlo. Y volvió a echarse a reír.

-Oh, Dios mío, no me digas que tengo la misma cara que tú...David sonrió. Y empezó a reír también, gozoso, emocionado.

Tomándola de la mano, echó a correr hacia el wadi. Se desnudaron a todaprisa, dejaron la ropa sobre la blanca arena y se lanzaron al agua, queenvolvió sus cuerpos agotados con su delicioso frescor.

Jayde se sumergió para lavarse la arena del cabello.-Esto es el cielo. Tiene que ser el paraíso. Me he muerto y ahora estoy

en el cielo.Una extraña mirada asomó a los ojos de David. La intensidad que veía

en ellos la dejó muda. A continuación, para su sorpresa, la atrajo hacia sí yla besó apasionadamente en los labios. Ella le devolvió el beso con idénticoardor.

Jayde se apartó, sin aliento. Y en su mirada volvió a ver aquel deseobásico, primordial. Era como si los vientos del desierto les hubierandesnudado de toda apariencia de civilización. Lo cual no pudo menos deasustarla.

-Creo que... deberíamos continuar el camino -susurró.-Sí -un músculo latió en su mandíbula-. Los dromedarios tienen que

beber. Y comer -pronunció con voz ronca.-Sí.Se miraron en silencio.-Vamos. Si no alimentamos a las pobres bestias, no serán capaces de

llevarnos a Al Abéche.Aquellas tareas eran tan sencillas como fundamentales para la

supervivencia en el desierto. Envuelta en su kikoi, con el cabello secándoseal sol, ayudó a David a dar de beber a los dromedarios. Luego se sentósobre una manta a la sombra de una palmera, mientras él procedía aextender una lona sobre la arena. Llevaba el kikoi atado a la cintura, con elpoderoso torso al descubierto. No podía apartar los ojos del dibujo de susmúsculos bajo su piel brillante, viendo cómo vertía tres montones de grano

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sobre la lona. Los dromedarios no tardaron en acercarse. Finalmente sereunió con ella y le quitó el kikoi para sacudirle la arena. Jayde continuósentada, tan desnuda como el día que nació.

La recorrió con la mirada, abrazándola de deseo. Por sorpresa, extendióuna mano y deslizó su callosa palma por un seno. El pezón se endurecióinstantáneamente.

-Tienes los senos más bonitos del mundo -susurró, mirándola a los ojos.El dulce, acariciador tono de su voz le inflamó la sangre. Luego le

acarició una pierna con deliciosa lentitud, acercándose poco a poco a la carainterior del muslo. Jayde se quedó sin aliento e instintivamente se relajó,abriendo las piernas. Comenzó a arder por dentro mientras sus dedosexploraban su sexo, buscando sus húmedos pliegues. Se inclinó entonceshacia ella y la besó en los labios al tiempo que introducía un dedo en suinterior.

La oyó gemir mientras se mecía rítmicamente contra su dedo. David lodeslizó aún más profundamente, acariciándola a la vez que exploraba suboca con la lengua. El movimiento de su mano la estaba enloqueciendo dedeseo. Colocó una pierna entre sus muslos, obligándola con la rodilla aabrirlos aún más, y al hacerlo, el kikoi se le soltó de la cintura. Estabaterriblemente excitado. Jayde gimió de nuevo, arqueándose hacia él.

Ya no pudo esperar ni un segundo más. La tumbó sobre la manta y sehundió en su delicioso calor. Sus gemidos estuvieron a punto dedesquiciarlo. Desnudos bajo la inmensa bóveda del cielo, sus cuerpos sefundieron en un violento arrebato que no sabía de pudores. David dejó detener conciencia del pasado y del futuro: ya no existió más que aquelpresente.

Jamás había llegado a conocer tan bien a ninguna mujer como ella.Podía leer en su alma como en un libro. Era Adán en el desierto unido a suEva en la noche de los tiempos. El orgasmo le arrancó un grito, sintiéndolaestremecerse bajo su cuerpo. Y en aquel instante supo, sin ninguna duda,que era la mujer de su vida. Ahíto, pleno, se tendió a su lado sobre lamanta. En el silencio que siguió, permanecieron contemplando el cielonaranja y violeta a través de la fronda seca de la palmera. Buscó su mano yse la apretó. Ella le devolvió el apretón en silenciosa respuesta.

Ansiaba retenerla a su lado para siempre. Pero no podía permitirsepensar en el futuro hasta que no hubiera rescatado a su hija. Hasta

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entonces no podía ofrecerle nada al mundo, ni a nadie.Jayde se sentó y le acarició tiernamente los labios, sonriendo. Una

sonrisa que le brotaba de los ojos verde esmeralda. Acababa de abrir laboca para decirle algo cuando un sonido los devolvió a la realidad. Era elteléfono vía satélite: estaba sonando dentro de una de las mochilas.Intercambiaron una sorprendida mirada. Sólo podía significar una cosa.

David se envolvió de nuevo en su kikoi mientras se apresuraba acontestarlo.

-Rashid.-Soy Moriati, David. Malas noticias.-¿Qué pasa? -tronó, tenso. Fue vagamente consciente de que Jayde

también se había levantada y recogía su kikoi para reunirse con él.-Sauvage y su equipo han sido capturados en Egipto.-¿Qué? ¿Cómo ha sido?-Las autoridades egipcias estaban alertadas. Fue Farouk, David. Trabaja

para Tariq. Fue él quien se lo dijo.-¿Ha confesado?-Sí. Informó a Tariq y a Falal de nuestros planes para atacar la fortaleza

desde el norte, utilizando Egipto como plataforma. A continuación Falal sepuso en contacto con las autoridades egipcias. Sauvage y su equipo estánahora mismo encarcelados. Tardarán semanas en salir.

-Reuniremos otro equipo.Moriati se quedó en silencio al otro lado de la línea.-Moriati, ¿qué pasa? ¿Acaso me estás ocultando algo?-Tariq ha perdido la paciencia. Exige que todas las tropas de la Force du

Sable estén fuera de Azar para mañana por la noche. En caso contrario,matará a Kamilah.

-Convéncelo de que no lo haga.-David... no se puede negociar con ese hombre.-¡Al menos gana algo de tiempo, maldita sea!-No puedo. Ha cortado toda comunicación. Se ha acabado, David. No

tenemos más remedio que darle lo que quiere. Y... -se interrumpió por un

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momento-... tengo que ser brutalmente sincero contigo. Incluso aunque lohagamos, no estoy seguro de que se atenga al trato y nos devuelva aKamilah.

A David se le cerró la garganta. Se estaba ahogando. El corazón lemartilleaba en el pecho.

-¡Dale lo que quiere! Saca todas las tropas de Azar. Mientras tanto, yomismo iré para allá. Voy a rescatar a mi hija.

-Te matarán.-Me da igual. Si mi hija muere, yo moriré también -cortó la

comunicación. Le temblaban las piernas.-¿Qué pasa, David? -inquirió, aunque ya lo había adivinado.-Sauvage y su equipo han sido capturados en Egipto. Farouk informó a

Tariq, y Falal alertó a su vez a las autoridades egipcias. Ahora Tariq nos haimpuesto como plazo mañana por la noche para la retirada de las tropas. Yoacabo de dar la orden de retirada, pero aun así no tengo la seguridad deque me devuelva a mi hija. Así que pienso rescatarla.

Jayde estudió su rostro, sus ojos. Conocía esa expresión.-Te matarán, David.-La matará si no hago algo para evitarlo.Sabía que tenía razón. Lo había sabido todo el tiempo. Era la única

solución que les quedaba. La negociación estaba descartada.-Te acompaño.-Ni hablar.-Yo estoy en esto contigo, David. Puedo ayudarte. Me necesitas. He

recibido entrenamiento para operaciones de este tipo. Tú no.-No puedo consentirlo, Jayde. No puedo pedirte que arriesgues tu vida

de esa manera.-No, no puedes. Pero yo me lo estoy pidiendo a mí misma. Y no pienso

dejarte solo -lo tomó de los hombros-. Lucharemos, David. Los dos juntos.-¿Te das cuenta de lo que estás haciendo, Jayde? -le preguntó

emocionado.-Sí.

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Acunándole el rostro entre las manos, la besó en los labios. Y laestrechó contra su pecho.

-Nunca he estado más decidida a algo en toda mi vida -añadió ella-.Dame ese teléfono. ¿Cuál es el número de Moriati?

David se lo dijo y la observó mientras lo marcaba.-Gio, necesito conocer hasta el último detalle del fuerte en el que se

encuentra Tariq, los datos de que disponemos gracias a las imágenes porsatélite -ordenó con tono firme, práctico, mientras se agachaba pararecoger una piedra del suelo, con la punta afilada-. Quiero saber sudistribución, el lugar donde supones que está reteniendo a Kamilah, elnúmero de guardias, sus defensas...

Y, mientras escuchaba, se puso a dibujar en la arena. David reconocióla planta del fuerte. Vio que marcaba con unas equis los guardias ysoldados. Aquel era su trabajo. Así era como se ganaba la vida. Por esomismo la había odiado. Y aquel momento no podía menos de admirarla yrespetarla por ello.

Por fin cortó la comunicación y alzó los ojos hacia él.-Mira -señaló el mapa que había trazado en la arena-. Aquí es donde

Gio supone que Tariq tiene a Kamilah. Las imágenes por satélite handescubierto una pequeña figura casi inmóvil en esta habitación del sótano.Esto... -señaló una equis-... probablemente sea un guardia. Sólo hay unoapostado en la puerta. Hay un número sorprendentemente pequeño desoldados en la fortaleza. Según Moriati, están plenamente confiados tras elfracaso de nuestra operación, y ya deben de haber movilizado tropas paraocupar las posiciones de la Force su Sable.

-Entonces tenemos una posibilidad -repuso David, esperanzado.-Quizá -le sonrió-. Pero sólo si tú sigues mis órdenes.-Yo nunca he recibido órdenes de ninguna mujer...Jayde se incorporó y lo besó en los labios:-La primera vez es la más dura, Rashid, pero ya te irás acostumbrando.

Porque no pienso perderte de vista por una buena temporada.Y se giró en redondo para empezar a cargar nuevamente el equipo en

los dromedarios, bajo su incrédula y asombrada mirada. Acababa desembrarle una promesa en el corazón. Se embebió de sus palabras,

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repitiéndolas mentalmente. «Porque no pienso perderte de vista por unabuena temporada...»

-¿Qué pasa? ¿Vas a ayudarme o no? Si nos movemos rápido, podremosllegar a Al Abéche para la caída del sol. Luego descansaremos un poco yhacia la medianoche nos acercaremos a la fortaleza. Por suerte, habrá lunanueva -dijo mientras cargaba una alforja en su camello rojo.

A pesar de la gravedad de la situación, David no pudo reprimir unasonrisa.

-Sí -murmuró. Él también estaba decidido a no perderla de vista. No laabandonaría. Jamás. Y menos después de todo lo que habían pasadojuntos. Y de todo lo que les quedaba.

Con un renovado fuego corriendo por sus venas, se aprestó a ayudarla.Y empezó a pensar, a planear. Conocía a gente en El Abéche. Gente leal, deconfianza, que los ayudaría a luchar contra Falal. Pero tenían que darseprisa. El tiempo se les estaba acabando.

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Capítulo 15La noche sin luna los amparaba. Con once voluntarios procedentes de El

Abéche, dromedarios de refresco y una buena provisión de armamento,además del sofisticado equipo que Jayde había llevado consigo, atravesaronel desierto de la frontera libia poco después de las doce.

Todos iban vestidos de negro. Jayde había pedido prestado un chador auna mujer del pueblo. El plan consistía en envolver a Kamilah en él yhacerse pasar por una pareja de beduinos, si acaso llegaban a tropezarsecon los rebeldes en su huida. David y ella, con Kamilah, se separarían delgrupo. Los demás se dedicarían a distraer las escasas fuerzas de lafortaleza. Todos se reunirían de nuevo en El Abéche. Si todo salía conformea lo previsto...

Ya eran casi las tres de la madrugada. No disponían de mucho tiempohasta que asomaran las primeras luces del alba. Jayde y David se hallabantumbados en la cálida arena de una duna, con la fortaleza a la vista. Losvoluntarios del pueblo, todos ellos guerrilleros con experiencia que habíantrabajado con el equipo de Sauvage, se dirigían en aquel momento hacia elextremo norte del fuerte, armados con granadas, metralletas y explosivos.

David sacó sus binoculares de visión nocturna para estudiar la fortaleza.Jayde, mientras tanto, acopló el lanzagranadas en su rifle e insertó unacarga electromagnética. Miró su reloj.

-Dos minutos -susurró.Cada segundo se les hizo eterno mientras esperaban a que sus hombres

hicieran detonar los explosivos en el barranco de la cara norte. Allí era pordonde los hombres de Sauvage tenían que haber atacado, según el planque Farouk le había facilitado a Tariq.

Tariq pensaría inmediatamente que David había reunido un nuevoequipo, en previsión de lo cual había concentrado precisamente sus fuerzasen aquella zona, las pocas que no había movilizado todavía sobre Azar. Loque no esperaría era que Jayde y él penetraran desde el sur.

Jayde tenía intención de disparar sus granadas electromagnéticas sobreel recinto tan pronto como diera comienzo la maniobra de distracción. Losproyectiles bloquearían todos los circuitos eléctricos de vigilancia. David yella entrarían con sus equipos de visión nocturna y neutralizarían a los doscentinelas de la entrada sur. Luego, moviéndose rápidamente, localizarían

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la sala donde teóricamente se encontraba retenida Kamilah. Una vez allítendrían que vérselas con un único guardia, según la información de Moriati.

La primera explosión rompió el silencio del desierto. Seguida de otra, yde una tercera. Oyeron un fragor de gritos y tiroteos mientras los pocossoldados de Falal comenzaban a disparar a ciegas.

-¡Ahora! -susurró, disparando su lanzagranadas.Hasta allí llegó al acre olor a quemado: la red eléctrica acababa de ser

destruida. Colocó una nueva carga y disparó de nuevo. La fortaleza quedórepentinamente a oscuras.

Corrieron como sigilosos fantasmas por la duna, orientándose gracias asus equipos de visión nocturna. Divisaron a los dos guardias de la puerta:ambos estaban pendientes de la escaramuza del otro lado de la fortaleza.Los sorprendieron por detrás, clavándoles en el cuello los dardos químicosde Jayde. Cayeron como fardos al suelo.

Hacia el norte continuaba el tiroteo. Escucharon una nueva explosión.David y Jayde tomaron el corredor que se abría a su derecha y se pegaron auna esquina. David se asomó cautelosamente al otro lado: allí delantehabía una pesada puerta de madera, sin vigilancia. Se le encogió elcorazón. Supuestamente, detrás de aquella puerta, estaba su hija.

Después de indicarle a Jayde que el campo estaba despejado, echarona correr hacia la puerta. Estaba cerrada con llave. David forcejeó con lacerradura, pero ella le indicó que se hiciera a un lado. Concentrada, sacódos sustancias plásticas de su mochila y se dedicó a amasarlas. Era unexplosivo. Pegó la mezcla a la cerradura y ambos se apresuraron aprotegerse detrás de una pared.

Se produjo una explosión sorda, ahogada. David empujó la puerta. Y enuna esquina, sobre un montón de mantas viejas, distinguió la silueta grisverdosa de Kamilah. El corazón le martilleaba en el pecho. Ella no podíaverlos. Tenía los ojos muy abiertos y estaba aterrada.

-¡Kamilah! -susurró-. Soy yo.Jayde montó guardia en la puerta mientras David se apresuraba a

abrazar a su hija.-¿Papá? -inquirió en un hilo de voz.La emoción reventó en su pecho. Estaba viva. Y hablaba. Empezaron a

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temblarle las manos.-¡Oh, Dios mío, Kamilah! ¿Estás bien? ¿Te han hecho daño?-Tengo mucho miedo, papá. No puedo verte. Está muy oscuro.-Ya ha pasado todo, cariño... -la estrechó contra su pecho-. Vamos a

llevarte a casa.-Sabía que vendrías, papá. Lo sabía...-Claro, corazón, claro... -pero de repente escuchó un grito ahogado a su

espada, seguido del ruido sordo de un cuerpo cayendo al suelo. Se giró enredondo, con la niña agarrada a él.

Se le paralizó el corazón. Jayde yacía desmadejada en el suelo, sobreuna mancha negra. Sangre. Tariq estaba al lado, blandiendo un rifle conuna bayoneta. ¡La había apuñalado!

La luz de una linterna cortó la oscuridad. David esbozó una mueca dedolor, deslumbrado, y se arrancó el equipo de visión nocturna. Con sucerebro trabajando a toda velocidad, bajó lentamente a Kamilah al suelo.

-Escóndete detrás de mí, rápido -le susurró a su hija-. Luego corre a laesquina y tápate con las mantas -mientras hablaba, cerró la mano derechasobre la empuñadura de su jambiya. La rabia le hervía en la sangre. Unapunzada de pánico le traspasó el alma. ¿Qué le había hecho Tariq a Jayde?

Tariq lo amenazó con la bayoneta de su rifle, apuntando al corazón,mientras empuñaba la linterna con la otra mano. Lo estaba deslumbrando.Parpadeando, David miró consternado la hoja manchada de sangre.

-Tariq, deja en paz a Kamilah. Deja que Jayde y ella se vayan.Su hermano movió el cuerpo inerte de Jayde con un pie.-Ella no va a irse a ninguna parte. Y tú tampoco -empezó a acercarse

hacia él.Cada músculo de David se tensó hasta adquirir la dureza del acero.

Mientras hablaba, desenfundó lentamente su jambiya.-Hablemos, Tariq. Resolvamos esto. Por la memoria de nuestro padre.-¿Mi padre? ¿El hombre que tomó a una inglesa por esposa y engendró

un jeque impuro? - continuaba acercándose.David rechinó los dientes mientras alzaba su daga, dispuesto a

defenderse.

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-Deja que se marche mi hija, Tariq. Te lo advierto.Por el rabillo del ojo, pudo ver que Jayde se movía ligeramente. Estaba

viva. El corazón le martilleaba en el pecho. De repente vio que se llevabauna mano lentamente a la cabeza. Se levantó el aparato de visión nocturnaque todavía llevaba enganchado. Estaba más que viva. Se estabapreparando para hacer algo. Le hizo una seña para que alejara a Tariq deKamilah.

Un renovado fuego de esperanza empezó a correr por sus venas. Poco apoco se fue desplazando hacia una esquina de la celda, lejos de Kamilah. Yde Jayde. Tariq siguió sus movimientos con la linterna, el dedo preparadoen el gatillo.

La mano de Jayde palpó el suelo de piedra hasta cerrarse sobre uncanto suelto. Con la rapidez del rayo, se incorporó sobre un codo y lo arrojócontra Tariq. Su puntería era magnífica. La piedra impactó directamente ensu cráneo.

Un gruñido escapó de la garganta de Tariq. Se giró en redondo,apuntándola con su rifle, pero David lo golpeó por detrás. Hizo fuego al airemientras se tambaleaba pesadamente, instantes antes de soltar el arma yla linterna.

Se volvió hacia David, en esa ocasión con las manos desnudas. Lasangre le corría por un lado de la cabeza. Desenfundó su daga y la blandiófrente a él. La celda se hallaba casi a oscuras, apenas iluminada por elresplandor de la linterna.

Por el rabillo del ojo, David vio a Jayde arrastrándose hacia donde sehabía escondido Kamilah, dispuesta a protegerla. Los ojos de Tariq brillabande furia. Empezó a acercarse lentamente, haciendo fintas con su daga.

-No te muevas, Tariq. No me obligues a hacer esto. Suelta la daga.-Nunca. Aunque logres vencerme, nunca conseguirás atravesar la

frontera. He alertado a las tropas libias. Mientras hablamos, hay unacolumna dirigiéndose hacia aquí.

David se estremeció. Tariq seguía acercándose... hasta que se abalanzórápidamente sobre él. David se lanzó hacia atrás, esquivando la hoja. Elcorazón le atronaba en el pecho. Pudo ver a Jayde escabulléndosesigilosamente con Kamilah hacia la puerta y escapando a toda prisa. Suspiróaliviado.

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Tariq lo atacó de nuevo, aprovechándose de su distracción. Pero Davidfue más rápido, esquivando la hoja por segunda vez.

Al tercer ataque, volvió a apartarse. Pero en esa ocasión no con lasuficiente rapidez, ya que Tariq lo hirió en un brazo. Sintió el calor de supropia sangre corriéndole por la piel. Pero casi al mismo tiempo lanzó unafinta con su jambiya, la jambiya de su propio padre, clavándola en el cuerpode su hermano.

Tariq se encontraba ahora acorralado en una esquina, pero todavía seatrevió a lanzar un ataque final. David se hizo a un lado mientras suhermano se tambaleaba hacia adelante, como consecuencia de su propioimpulso. Y resbaló en el suelo justo en el instante en que su hermano,perdido el equilibrio, caía de bruces sobre él... con tan mala suerte que seclavó la daga. Un gruñido escapó de su garganta cuando la hoja se hundióen su pecho.

Tariq lo miraba con los ojos desorbitados de asombro. David rodó a unlado y lo tendió en el suelo, de espaldas. La jambiya estaba enterrada en supecho hasta la empuñadura. Su hermano continuaba mirándolo como si nocomprendiera lo que acababa de suceder. Un hilo de sangre escapaba poruna comisura de sus labios.

-Por Dios, Tariq, ¿qué has hecho?Se ahogaba mientras intentaba hablar:-Yo... yo voy a morir por mi pueblo. Muero... muero tranquilo. Pero tú...

no escaparás -y dejó caer la cabeza, con la mirada muerta.David se quedó mirando la jambiya de su padre. El símbolo de su

promesa fallida. Y las lágrimas empezaron a rodar furiosas por sus mejillas.-¿Por qué, Tariq? ¿Por qué? -el dolor era insoportable. Se inclinó sobre

su hermano, besó su rostro y murmuró una silenciosa plegaria por lasalvación de su alma. Y por la suya propia. Le cerró los ojos.

Entonces se acordó de las tropas libias, de camino hacia allí. No podíaperder tiempo. Y echó a correr como un rayo, en busca de Jayde y de suhija.

Las encontró en las dunas, con los dromedarios. Jayde ya la habíaenvuelto en el chador y se había montado con ella en el regazo.

-¿Cómo está?

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-Bien... teniendo en cuenta las circunstancias.-¿Y tu herida?-Superficial. Erró el golpe con la oscuridad, no me ha tocado ningún

órgano vital. Tuve suerte -le miró el brazo-. Estás sangrando, David.-No es nada -montó en su dromedario-. El ejército libio nos pisa los

talones. Tenemos que apresurarnos. Seguiremos dirección sudeste, paraentrar en Al Abéche dando un rodeo. Nos buscarán por el sudoeste, elcamino más directo. ¿Se han retirado ya los nuestros?

Jayde asintió con la cabeza y espoleó a su dromedario. La ruta sudestelos obligaba a atravesar el desierto más duro y árido, y contaban con muypoca agua. Pero no tenían otra elección.

Marcharon durante lo que quedaba de noche. Y aminoraron el ritmocuando el sol asomaba en el horizonte.

-Debemos de estar ya en la frontera -dijo David-. ¿Estás bien, Kamilah?Su hija seguía arrebujada bajo el chador de Jayde. Asintió bajo los

pliegues, con los ojos muy abiertos. Necesitaba urgentemente atenciónmédica.

-¿Crees que se atreverán a cruzarla?-No tengo la menor duda, Tenemos que seguir adelante -sacó de la silla

su teléfono vía satélite. Moriati contestó a la segunda llamada-. Tenemos aKamilah. Estamos en Azar, rumbo a Al Abéche por el este.

Gio se quedó callado por unos instantes.-No sé cómo lo habéis conseguido. Enhorabuena.-Paraliza la retirada de la Force su Sable. Que se preparen para el

intento de golpe de estado.-Hecho.-Necesitamos un helicóptero en Al Abéche lo antes posible. Y que

Watson esté preparado en Shendi. Tenemos que seguir adelante. El ejércitolibio anda detrás de nosotros.

-Dios mío, ¿se atreverán a cruzar la frontera?-No estoy seguro, pero tampoco pienso arriesgarme. Con un poco de

suerte estaremos en Al Abéche a la caída del sol.

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El sol había alcanzado su cenit. A Jayde le quemaba la garganta. Podíaver que David también estaba sufriendo. Habían dado a Kamilah el pocaagua que les quedaba. Los dromedarios estaban agotados. Seguíanmarchando en silencio, por la ardiente arena. Según los cálculos de David,sólo faltaban unos pocos kilómetros. Llevaban un ritmo impresionante. Y loestaban acusando.

De repente algo llamó la atención de David. Frenó su dromedario,escrutando el horizonte hacia el norte. Una leve columna de polvoanaranjado destacaba contra el cielo azul.

-¿Qué es eso? -inquirió Jayde, con el corazón encogido.-¡Camiones! ¡Rápido!Pusieron los dromedarios al galope. Pero la polvareda se acercaba a

toda velocidad en dirección oeste, cortándoles el camino hacia Al Abéche. Y,por primera vez en su vida, Jayde se rindió. Estaba exhausta. Había perdidomucha sangre. Le dolía la herida. Tenía una sed terrible.

Bajó la mirada a la niña que iba sentada frente a ella. No, no podíaabandonarla. Tenía que cumplir la promesa que le había hecho. Un finalfeliz. Apretando los dientes, se esforzó por espolear a su montura. Losperseguidores se estaban acercando. Podían distinguir ya la negra fila devehículos como enormes hormigas arrastrándose por la arena. Varios jeepsy un camión.

No podrían escapar. Estaban cerrando su única posibilidad deescapatoria. Si les obligaban a volver al desierto, no tardarían en perecer.La caravana terminó de cortarles el paso y enfiló hacia ellos desde el sur.Estaban perdidos.

Frenaron los dromedarios. Estaban sin aliento. David se volvió paramirar a Jayde. Y ella adivinó lo que estaba pensando. Ambos habíanprevisto lo que estaba a punto de suceder.

Pero cuando Jayde se disponía a decir algo, escucharon el rotor de unhelicóptero. Se estaba acercando. Levantó la mirada al cielo.

Dos helicópteros negros se materializaron de pronto sobre el desierto.Pasaron por encima de ellos... para lanzarse directamente contra lacaravana. Oyeron varias explosiones y poco después el convoy al completocomenzaba a arder. Se alzó una gran columna de humo negro.

Jayde miró a David, confusa.

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-¿Qué ha sido?-La Force su Sable. Los hombres de Sauvage -soltó un profundo suspiro

y sonrió-. Bueno, creo que lo hemos conseguido.

Una semana después, el doctor Watson dio el alta a Kamilah,satisfecho. Había evolucionado excepcionalmente bien. Y en gran medidahabía sido gracias a la impresión que le había producido que David y Jaydeaparecieran juntos para rescatarla, restaurando su confianza en el mundo.

David acarició el sedoso cabello de su hija. Ella le sonrió con la mirada.-¿Seguro que no quieres que te lea otro cuento?-Papá, me has leído casi todos mis cuentos. Ahora me tengo que

comprar otros nuevos.La besó en la frente.-Es por todo el tiempo perdido. Sólo uno más, ¿de acuerdo? Anda... -

empezó a hacerle cosquillas.Kamilah soltó un gritito, riéndose.-¿La sirenita quizá? ¿Y si te leo ése? De repente se puso seria, casi

solemne.-No. Ese ya no lo necesito.-¿Ah, no?-No. No me gusta cómo termina -sonrió-. Prefiero los de finales felices.Un brillo de emoción asomó a los ojos de David.-Sí, corazón, es verdad. Buenas noches.-¿Papá?-¿Sí, cariño?-¿Se quedará?Se quedó en silencio durante un rato.-Eso espero. Te avisaré por la mañana.David se dirigió hacia la terraza. La luna se estaba levantando y el mar

estaba en calma. Jayde se hallaba frente a la barandilla, con su blancovestido ondeando al viento. Deslizó los brazos por su cintura, y juntos

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contemplaron un horizonte tan claro y vasto como el futuro que se extendíaante ellos.

-Jayde...-¿Qué ocurre, David?Tenía los ojos tan grandes y tan verdes... Quería levantarse cada

mañana y admirar aquellos ojos durante el resto de su vida. Queríaahogarse en ellos para siempre.

-Jayde, si te pidiera que te quedaras... ¿aceptarías?Lo miró en silencio. David tenía el corazón en un puño. Era lo que más

ansiaba en el mundo. La quería a su lado para siempre.-David... -suspiró-... allá fuera, en el desierto, dije algunas cosas. Y tú

dijiste que eran los jinns...La miraba expectante, con un nudo en el estómago.-Pero no eran los jinns -continuó-. Era yo. Era yo hablándote con el

corazón, renunciando a cada defensa que había levantado para protegerme.En aquellas dunas te supliqué que nunca me dejaras. También te dije queno pensaba perderte de vista. Si tú... me dejas, claro.

Con los ojos llenos de lágrimas, le acunó el rostro entre las manos y labesó en los labios. De pronto se detuvo.

-¿Qué hay del MI-6?-Tengo un nuevo empleo -sonrió, traviesa.-¿Cuál?-Ahora trabajo para Sauvage.-No entiendo.-Quiere que me encargue de la inteligencia norteafricana, en el equipo

que está formando. El negocio está creciendo. Dice que puedo realizar lamayor parte de mi trabajo desde aquí, siempre y cuando esté dispuesta areunirme de cuando en cuando con los clientes en Londres, y acudir algunavez a la base de Sao Diogo.

La cara que puso David no tenía precio. Lo había dejado sin habla. Loamaba con locura. Aquel hombre que la había convertido en su únicadebilidad le había devuelto la vida. Le había despertado el alma.

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-¿Sauvage y tú llevabais mucho tiempo confabulados?-Una dama tiene que tener sus secretos, ¿no te parece? -repuso, riendo.-Maldita sea, te amo... Fuiste para mí como un regalo del mar. Cásate

conmigo, Jayde. Hazme feliz para siempre.-¿Quieres decir que Kamilah tendrá por fin su final feliz?-Desde luego. Ella ha recuperado la voz y la felicidad... Yo tengo a la

sirena...-Y yo al príncipe -las lágrimas le anegaban los ojos-. Sí, David. Me

casaré contigo.Y, por primera vez en su vida, Jayde Aston se convenció de que los

cuentos de hadas podían hacerse realidad.

Fin