El Comité 1973 número 14. Roma

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Revista de difusión, crítica y creación literaria.

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1973

el Comité 1973

Director generalMarco Antonio Meneses Monroy

Director EditorialIsrael J. González S.

Difusión y mediosAlmendra Vergara

imagen y Diseño gráficoIsrael Campos Nava

Consejo colaborador

Agustín CadenaRodrigo Círigo

Guadalupe Flores Liera

Comité colaborador de este número

Alejandro BadilloAgustín CadenaRodrigo Círigo

Guadalupe Flores LieraIsrael J. González S.

Meneses MonroySomer

ContraportadaIsrael Campos

Publicación BimestralAño 3. Núm.14. 2014.

Noviembre - Diciembre

INDICE

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INDICE

Editorial

Relato El tesoro del sirioAgustín Cadena MinificciónSísifoAlejandro Badillo

Poesía Tres poemas de Meneses Monroy

PortafolioSomer

Dossier Poesía La esposa de Pilato Carol Ann Duffy Versión de Rodrigo Círigo

Dos poemas sobre Roma de Francisco de Quevedo

Relato Zakharías Papandoníou Nota y traducción del griego: Guadalupe Flores Liera

Ensayo Algunas observaciones sobre los placeres en Roma Israel J. González S.

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La noche cuando rifaron los preciosos calzones de Gloria Trevi, en una bo-dega de la Vía Apia, se mantenía ingente en la memoria del torvo Damón. Ahora que empezaba a amanecer, y a casi 20 días del hecho, él recordaba haber estado allí, junto con otros jóvenes de la casa de Arvad, celebrando y sintiéndose igual de intoxicado que cuando olía de cerca a las cortesanas de Corinto o a las esclavas africanas que recién descendían de las embar-caciones romanas.

La luz grisácea del alba se filtraba por las burdas cortinas que cubrían la úni-ca ventana del dormitorio. Todo se encontraba aún en silencio, pero pronto empezaría a oírse el ruido de la gente que se preparaba para la jornada. Damón se dio vuelta en su camastro; hubiera querido volver a dormir, pero ya no podía y además pronto llegarían a despertarlo. Frente a él un grupo de sombras se revelaba apenas en la oscuridad, como una masa sin forma. Eran los siete jóvenes de la casa de Arvad. En ningún momento del día, pen-

EL TESORO DEL SIRIO

Agustín Cadena

só Damón, apestaban tanto como en la noche, cuando se concentraban para dormir en aquel agujero. Damón prefería el olor de los centuriones, el de las tabernas de marineros de Ostia o el de los trapos que usaban las rameras en sus mens-truaciones, que el de los hijos de Arvad.

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Arvad era un hebreo viejo y tonto que había visto crucificar a su dios, hacía muchos años, en la ciudad que Flavio Tito acababa de destruir. Luego vino a Roma siguiendo a los cristianos, se quedó aquí y tuvo hijos y murió en la cárcel en tiempos de Vitelio. Ni siquiera tuvo la satisfacción de ser mártir, como otros, que abandonaron la vida levantando al cielo unos ojos llenos de estúpida dicha. Sus hijos también eran cristianos, pero más por vene-ración al padre muerto, pensaba Damón, que porque fuesen verdaderos creyentes. Ellos les habían dado asilo a él y a su madre cuando llegaron fugitivos de Chipre. El menor de los siete, Elisha, era de la edad de Damón y lo consideraba su hermano, aunque éste lo envidiaba y al mismo tiempo, secretamente, lo despreciaba. Ahí dormía ahora, en el extremo de la ha-bitación, soltando esos pedos inmundos que no parecían molestar a nadie pero que habían obligado a Damón a dormir junto a la ventana. Pronto despertarían. Despertaría primero la mujer de Caleb —tan plena, tan hem-bra—, y luego ella se encargaría de levantar a los demás. Damón odiaba a los hebreos y, si seguía viviendo con ellos, era porque es-peraba poder hacerles daño algún día. Él era sirio pero se avergonzaba de su pueblo; por eso se había cambiado el nombre: para hacerse pasar por helénico, cosa que se le hacía muy elegante, y hablaba con acento griego. No había querido denunciar a los hebreos porque su madre también vivía ahí y era cristiana. Pero ahora estaba muerta. Un soldado le había dado un empujón en el mercado y al caer se golpeó en las sienes; ya estaba vieja. Así que ahora nada lo detenía. Podía denunciar a todos y quedarse con la mujer de Caleb, a quien deseaba con urgencia. Sólo quedaba un asunto pendiente: a Damón le irritaba el cristianismo, le irritaba la convicción con que los cristianos hablaban de su maestro. Desafiando todos los peligros, se reunían en bodegas y catacumbas y allí, con la mayor arrogancia del mundo, afirmaban que su dios era padre no sólo para los hebreos sino para todos los hombres, incluyendo romanos, griegos, egipcios, sirios; incluyendo hasta a los gladiadores, quienes debían matar para pasar vivos de un día a otro. Todo esto le irritaba y al mismo tiempo le producía temor. No compren-día que su madre hubiera llegado a decir que deseaba ser liberada de su cuerpo y reunirse con el maestro. No comprendía que la fe de los cristianos no tuviera grietas. Ninguna otra religión era así y tal vez por eso hasta los ro-manos parecían tenerles miedo. Por eso quería corromperlos, por lo menos a alguno: para demostrarles que no eran mejores que él ni que los sacer-dotes rapados del templo de Isis, a quien hasta los centuriones veneraban.

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Con ese propósito había cultivado la amistad del joven Elisha. Como él no pensaba más que en las mujeres —y eso que todas sus experiencias habían sido con las prostitutas sirias de Ostia— estaba seguro de que la misma pasión perdería a cualquier hombre. Un día llegó a la casa can-tando: “No me dolieron los golpes tanto como la soledad...” Y poco a poco fue haciendo que el virginal Elisha se interesara en el culto de Glo-ria Trevi. Ya se habían adherido a él jóvenes de todas las nacionalidades, desde los hijos de los patricios hasta los pequeños leprosos que vivían en las afueras. La imagen de la semidiosa estaba en todas partes: en las lujosas tiendas de la Vía Sacra, en las termas, en las prisiones construidas debajo del Capitolio. Un gladiador galo se había encomendado a ella antes de morir en el circo. Era la primera vez que Roma conocía una re-ligión de jóvenes. Y Elisha poco a poco se fue dejando seducir. No fue al principio la hermosura de Gloria Trevi lo que lo impresionó, sino el hecho de sentirse parte de multitudes desaforadas. Nunca se hubiera imagi-nado el viejo Arvad que el menor de sus hijos se hallaría en el Coliseo —aquel espléndido circo que Tito había inaugurado en tiempos de Vespa-siano y que Arvad ya no había alcanzado a ver— cantando a coro con otros 80 mil jóvenes de todas las razas: “Voy a platicar lo que me pasa en la cama cuando ya es de noche y yo me acuesto sin nada...”

Hacía casi veinte noches se había celebrado la rifa, en una gigantesca bodega de la Vía Apia. Echó las suertes un sacerdote de la semidio-sa, un eunuco africano nativo de alguna ciudad hacía mucho tiempo destruida por Roma, que hablaba con voz de mono. Gloria Trevi, por supuesto, no estuvo presente; a ella sólo era posible verla desde lejos: en el circo, en su palanquín dorado cuando desfilaba por las calles o en las imágenes. O en los sueños. Elisha seguramente, pensó Damón lleno de satisfacción, soñaba con ella. Al caer la noche iba a las cofradías de los cristianos, oraba con ellos, hablaba de su maestro. Pero al regresar iba callado; en la casa comía su pan en silencio y luego se iba a dormir, a soñar —de eso estaba seguro Damón— con la joven divinidad del pelo suelto.

La rifa se la había ganado Damón: los sagrados calzones, diminutos y fragantes. Toda la chusma volteó a mirarlo con envidia cuando subió a recoger su premio. Y cuando bajó con él, Elisha tenía los ojos húmedos y en los labios se le había entiesado una sonrisa de tristeza. Los calzones brillaban con luz tornasolada, líquidos y celestes como la seda imperial. Y olían exquisitamente y desde lejos, igual que las maderas finas y las pieles de Asia.

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Pese a las reiteradas súplicas de Elisha, a sus ofrecimientos de conseguir el dinero necesario para pagarle una ramera corintia, Damón no lo dejó ni siquiera olerlos, ni siquiera rozarlos con sus dedos. Era parte de su plan exa-cerbar al muchacho. Así que los atesoró en una pequeña vejiga de carnero que llevaba consigo, y desde entonces dormía con ellos todas las noches. Pensaba que el día en que la mujer de Caleb fuera suya, la obligaría a po-nérselos. Sí —se dijo con los ojos enturbiados por el deseo—, la obligaría a re-cibirlo en su cama con ellos puestos, y luego se daría el lujo de arrancárselos con los dientes, de hacerlos pedazos como si se tratara de un nuevo himen, una membrana imperial mucho más suntuosa de lo que Caleb hubiera me-recido disfrutar.

Damón salió de la casa hacia la hora octava, rumbo al mercado. Pensaba en la mujer de Caleb. Ya no podía esperar: su miembro manaba todo el tiempo de urgencia por la mujer. Iría al mercado, que era donde más fácil resultaba hablar con un centurión. Los soldados de allí eran brutales y co-rruptos: se les compraba con unos cuantos ases y no respetaban nada, sólo les importaba emborracharse y violar mujeres. Les diría que estaba dispuesto a conducirlos hasta una madriguera de cristianos, si a cambio lo dejaban quedarse con la concubina de uno de ellos. Había pensado que esperaría un poco más, hasta que Elisha perdiera completamente la fe y traicionara a sus hermanos o los corrompiera. Damón habría sido feliz de verlo totalmente enajenado por el culto de Gloria Trevi, sin esperar más vida eterna que la que su adoración por ella pudiera darle. Pero ya no podía esperar: deseaba ver su premio ciñendo las obesas nalgas de la mujer de Caleb.

Pasó ensimismado los últimos talleres del barrio de los carpinteros. Adelante estaba el mercado. De pronto le salió al paso un anciano de aliento pútrido, que lo detuvo y le hizo una pregunta que no comprendió. Damón iba a dar-le un golpe y a seguir su camino, cuando oyó a sus espaldas una voz ansiosa y familiar: “¿Ven ustedes? No entiende el griego. No es helénico, como dice, sino sirio. Su madre era una cristiana que se escapó de la cárcel de Chipre”.

Tomado por sorpresa, Damón no pudo responder. Uno de los soldados le quitó la vejiga de carnero donde llevaba oculto su tesoro y la arrojó a un charco de inmundicias para que Elisha la recogiera. Se lo llevaron a rastras a través del mercado sin creerle nada, como a un perro. Todavía oyó cómo Elisha se alejaba cantando, como de burla: “Tengo unos zapatos viejos...”

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Alejandro Badillo

No todo el que muere se convierte en fantasma. Los que vemos en los callejones, en los desvanes, en las casas viejas, son los muertos que sufrieron insomnio. Ahora los vemos deambular, en busca del sueño eterno, ocultos tras las sábanas que no pudieron aprovechar en vida.

Sísifo

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A la muerte de un pájaroYace tu cuerpo inerme en el césped,es sin piedad quemado por la misma luz que antes doraba tus alas.Pero no haya lamento. Tu ser sublimelibre del cuerpo, vuela más alto.

Meneses Monroy

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Deseo

No deseo otra músicaque tu voz cotidianaal amanecer,como en aquel verano.

DeseoDeseoDeseo

Meneses Monroy

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SusurroTe susurro al odio que hace tiempo fueel trinado sublimede los pájarossobre la jacaranda,antes de la infamia del beso sin sabor.

Meneses Monroy

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Sin título Estilógrafos

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Sin título Estilógrafo y vinil mate dorado

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GOLIATH Estilógrafo y acrílico blanco

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Sin títuloEstilógrafo y tinta china

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Sin título Estilógrafo, vinil mate dorado y pluma

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Sin título Estilógrafo, vinil mate dorado y pluma

caligráfica 21 x 28

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ATADURAS Estilógrafo, acuarela líquida y pluma caligráfica

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LINCEEstilógrafo y acuarela líquida

29 x 32 Un homenaje a la majestuosidad y

personalidad de los felinos.2014

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CAMINO HACIA LA MUERTEEstilógrafo

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CAROL ANN DUFFY

LA ESPOSA DE PILATOVERSIÓN DE RODRIGO CÍRIGO

Primero, sus manos de mujer. Más suaves que las mías, con uñas aperladas como conchas de Galilea.Manos indolentes. Manos campesinas que chasqueaba cuando quería uvas.Su tacto pálido, apolillado, hacía que me encogiera. Poncio.

Anhelaba Roma, mi hogar, a alguien más. Cuando el Nazarenoentró a Jerusalén, mi sirvienta y yo nos asustamos,luego nos aburrimos, nos disfrazamos, y nos unimos a la muchedumbre frenética.Me tropecé, me sostuve de la brida de un asno, alcé la mirada

y él estaba ahí. ¿Su rostro? Feo. Talentoso. Me miró. Quiero decir me miró. Dios mío.Tenía unos ojos para morirse. Y entonces se fue;sus rústicos hombres le abrían un camino hacia las rejas.

La noche antes de su juicio, soñé con él.Sus manos morenas me tocaban. Me dolía. Sangraba. Vi que cada una de sus palmas tenía atravesadoun clavo. Me desperté sudando, sexual, aterrorizada.

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Déjenlo en paz. Envié una nota de aviso, luego me vestí.Cuando llegué, el Nazareno estaba coronado de espinas. La gente clamaba por Barrabás. Pilatos me vio, bajó la mirada, se arremangó con cuidado

y lentamente lavó sus manos inútiles, perfumadas.Sujetaron al profeta y se lo llevaron a rastras, hasta el Lugar de la Calavera. Mi sirvienta sabe lo que pasó después.¿Era Dios? Por su puesto que no. Pero Pilato lo creía.

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Buscas en Roma a Roma ¡oh, peregrino!Y en Roma misma a Roma no la hallas:Cadáver son las que ostentó murallas,Y tumba de sí propio el Aventino.

Yace donde reinaba el Palatino;Y, limadas del tiempo las medallas,Más se muestran destrozo a las batallasDe las edades que blasón latino.

Sólo el Tibre quedó, cuya corriente,Si ciudad la regó, ya sepultura,La llora con funesto son doliente.

¡Oh Roma! En tu grandeza, en tu hermosura,Huyó lo que era firme, y solamenteLo fugitivo permanece y dura.

A ROMA SEPULTADA EN SUS RUINAS Francisco de Quevedo

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DESTERRADO SCIPIÓN A UNA RÚSTICA CASERÍA SUYA, RECUERDA CONSIGO LA GLORIA DE SUS HECHOS Y DE SU POSTERIDAD

Faltar pudo a Scipión Roma opulenta, Mas a Roma Scipión faltar no pudo; Sea Blasón de su envidia, que mi escudo, Que del Mundo triunfó, cede a su afrenta. Si el mérito Africano la amedrenta, De hazañas y laureles me desnudo; Muera en destierro en este baño rudo, Y Roma de mi ultraje esté contenta. Que no escarmiente alguno en mí quisiera, Viendo la ofensa que me da por pago, Porque no falte quien servirla quiera. Nadie llore mi ruina ni mi estrago, Pues será a mi Ceniza cuando muera, Epitafio Aníbal, Urna Cartago.

Francisco de Quevedo

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DeseoNota y traducción del griego: Guadalupe Flores Liera

Zakharías Papandoníou nació en Karpenision, Grecia, en 1877 y mu-rió en Atenas en 1940. Su pasión por el arte lo llevó a abandonar los estudios de Medicina para dedicarse a la pintura y la escritura. Su amor por las artes plásticas lo canalizó sobre todo a la crítica y a la enseñanza, llegó a ser profesor en la escuela de Bellas Artes y direc-tor de la Pinacoteca Nacional. En cuanto a la escritura, básicamente el periodismo fue la forma en que canalizó sus inquietudes. Colaboró con casi todas las publicaciones de su tiempo como crítico de arte, redactor, cronista, corresponsal, también escribió poesía, ensayo, teatro, obras para niños y relato. Es considerado uno de los pilares de la lengua popular o demótica griega, su estilo es vivo, dinámico, penetrante, agudo, entretenido y brillante. Fue miembro de la Junta de Enseñanza y académico de la lengua. En 1923 recibió el Premio Nacional de Letras. El siguiente relato de viaje pertenece a su libro Ταξίδια [Viajes], edit. Hestia, Atenas, 1982.

Peregrinación colectiva

Los trenes en Italia me parecieron limpios y ordenados. Salen a tiem-po. ¿Quién no recuerda la agudísima voz del conductor: “¡Pronti!”, que dejaba a los trenes clavados en su sitio? Al oír el “pronti” los que partían podían prolongar los abrazos por un cuarto más de hora to-davía y los demorados comer en el restaurante de la estación masti-cando sus bocados, veinticuatro veces según el sistema de Fletcher. Ahora que no estamos nunca pronti el tren sale de inmediato.

En las estaciones predominan el silencio y la tranquilidad, como si el italiano se hubiera vuelto alumno de Pitágoras o inglés esplenético. Los choques de los baúles, los gritos de los porteadores y los variopin-tos ruidos del transporte, que arrullaron a la humanidad, se marcha-ron de Italia. Volverán a encontrarlos en la Bolsa o en la música de jazz. Pero ya no en una estación de Italia.

ZAKHARÍAS PAPANDONÍOU

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Sólo tenemos una queja cuando llegamos a Roma en tren. Lo siguiente no va dirigido al Estado, sino al Creador, que creó la tierra de Italia monótona a lo largo de todo el trayecto de diez horas, exageradamente suave y feliz. La vimos intensamente verde por el trigo y el trébol, llena de árboles fruta-les alineados y arreglados en pequeñas colinas sembradas, todas iguales, donde se levantan delgados álamos esbeltos, como en los retablos religio-sos de los primitivos. ¡Ni un sólo árbol rudo! ¡Diez horas de plantación útil! ¡El mismo paisaje por diez horas! La felicidad en demasía es una cosa monó-tona. Finalmente, ¿cómo olvidarnos también de quien observa desde la ventana del vagón, el turista? Esta tarjeta postal recién impresa y brillante, a la que sólo le faltan la firma y los besos del provinciano, nos produjo tan-to cansancio desde Brindisi hasta Roma con su repetición, que llegamos a sentir nostalgia por Grecia, rocosa y agrícolamente atrasada, sin embargo país destinado a que el viajero nunca tenga sueño, dotado de lo superfluo, lleno de admirables fruslerías. Buscamos su roca, sus troncos retorcidos, sus follajes sin fruto, la dicha estética de su pastoreo de cabras y de su aridez, toda esta riqueza ─por supuesto, desde el punto de vista de la riqueza tu-rística─. ¿Si los europeos aprendieran a ver el paisaje griego como la obra de arte que es, no acabaría nuestra aridez atrayendo tanto dinero como el de una verde tarjeta postal cargada de frutos como ésta de Italia hoy? Esperemos que pronto los extranjeros aprenderán a ver. Por desgracia, la generación de los espectadores no ha nacido todavía. Existen solamente los que se desplazan. Pero volvamos a Italia. Encontré a Roma festejando la Pascua de la mejor manera: realizando cobros. Millares de católicos de todo el mundo vinieron a ver San Pedro y multitudes de ateos también ellos vinieron a ver San Pedro. Entre éstos incluiremos a la multitud de italianos que vinieron a ver Roma, ya que no la conocían.

Una de las obras principales de Mussolini fue legalizar la entrada de los ca-misas negras a la capital, creando una corriente interna de turismo. Con la circulación intensa que atrajo el turismo interno, la unión de Italia se lleva a cabo día tras día, si es que patriotismo es el conocimiento de lo bello y de lo grande. ¿Qué italianos eran éstos que en treinta años no habían des-filado bajo Miguel Ángel? El espectáculo que veo ahora al llegar a Roma es el siguiente: Ejércitos que avanzan continuamente en dirección a San Pedro. Ejércitos de italianos de la provincia, ejércitos de estudiantes, de mujeres, de curas, sobre todo de curas, de pequeños alumnos del Colegio Rizareio del catolicismo, compañías y pelotones de sotanas negras, azules, rojas, moradas; compañías de negadores de la vida terrenal que, cuando avanzan con paso rítmico, parece que no perciben nada de la sociedad palpitante a derecha e izquierda, sino que avanzan hacia la meta, hacia la cúpula, impacientes por encontrarse en la eterna morada del catolicis-mo, su morada, de extenuar sus rodillas sobre las lozas y de alargar incluso

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con su beso el broncíneo pie de San Pedro. Siempre tendrán lugar en el mundo cosas ininteligibles y una de las más inexplicables será cómo, en la sociedad que tanto procuramos hacer fuerte, feliz y, finalmente, perdurable, la iglesia católica organiza esta inmensa expedición de la continencia. Todo un ejército de célibes parte para corregir a una so-ciedad que no comprenderá nunca, puesto que ésta se basa en las leyes de la naturaleza. ¡Qué cosas tan paradójicas! Recuerdo que Ja-cinthe Loison, el cura que abandonó al Papa y se casó, dijo: “Para ser un cura de verdad hay que ser un hombre entero.”

Sólo que, de la misma manera, los extranjeros avanzan ellos también, aunque no en filas, pero sí todos militarizadamente. Las agencias los enviaron en grupos. Parten y regresan a determinada hora. Tienen un guía, el intérprete. Los guías elevan ante el grupo un bastón, una señal, un pañuelo, para conducirlo sin tener bajas. Y hace falta esfuerzo, por lo que se ve, para que el grupo regrese, sin haber olvidado a ninguna oveja en el camino o por los laberintos del Vaticano. Porque el Vatica-no conoce el arte de mantener a los hombres... Los pasillos intermina-bles, la uniformidad de la arquitectura, las semejanzas que engañan, las escaleras que cansan, las salas que invitan, las obras maestras que pasman, las razones morales y físicas al mismo tiempo, convierten en difícil la orientación. Los extranjeros se quedan perplejos de golpe en la entrada. La salida es un enigma. La inscripción uscita (salida) no le sirve de nada al hombre aturdido. Los grupos se cuentan en la entrada, sólo que mientras tanto chocan con otros grupos, se confunden, y los guías, que carecen de la habilidad de los pastores ─de forma que distingan de inmediato a los corderos revueltos─, pasan por un mal momento. Una humanidad hervía en el recinto del Vaticano los días de Pascua. No había visto jamás la visita a las obras maestras de forma tan multi-tudinaria. Tres ciceroni comenzaron a explicar al mismo tiempo en tres idiomas a Rafael. Entonces pensé que la frase de Ibsen “El solo es el más fuerte”, contiene una verdad por lo menos frente a los monumentos. En aquellos grupos todos arrastran a todos, todos ven con los ojos de los demás y, por lo general, piensan con la insensatez del guía. Cada uno de los cicerones lanza sus explicaciones como si fueran ráfagas de ametralladora y el grupo se marcha rápido, para ceder el paso al siguiente grupo, que empuja, ya que todas estas personas, que viajan por agencia, sometidos por tanto a las limitaciones fatales de un viaje medido, tienen que contentarse con lanzar una mirada a los monu-mentos,

“[...] Cual expreso veloz,Cual hora de fijeza en mujeriles pechos.”

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“¡Dichosos quienes no pertenecen a los demás!”, se piensa. Las obras maes-tras no soportan ni grupos, ni parientes, ni amigos. Sin embargo, lo difícil que es hallarse en ese lugar preferencial entre las obras de arte lo comprendí por el enojo de un francés de mediana edad a mi lado. Parecía muy amante del arte, no llevaba guía Baedecker y estudiaba las obras con gran atención. Sólo que su mujer, que había adoptado la forma y el aspecto de una carga, lo seguía a pie juntillas y se dedicaba a formularle preguntas y a pedirle explicaciones, cosa que enfureció al volcán dormido del amante del arte al grado en que se vio obligado a gritarle enfrente de todos: “Hace treinta años que veo cine a tu lado, ¿no me vas a permitir ver a Rafael yo solo?” Habrán notado que las cuen-tas pendientes entre cónyuges se arreglan de pronto a partir de un hecho fortui-to, en una fiesta o ante las obras maestras. Por fortuna, la riña que presenciamos, sin querer, no tuvo sino una consecuencia pacífica en el pequeño restaurante Gillio, donde los cónyuges comieron en silencio algunos platillos y se prepararon para el recorrido vespertino. A la salida intercambiaron dos palabras monosilá-bicas, verdaderas balas de pistolas de duelo.

Son las dos después del mediodía. El caracol ─la famosa y ornamentadísima escalera de caracol de bronce de los museos del Vaticano─, descarga su mu-chedumbre en Roma. Los grupos reclaman rápido a sus corderos extraviados. Rápidas firmas son anotadas en las tarjetas por los demorados. Nadie sabe lo que sucede en los cerebros de estas multitudes, cómo las innumerables y las variadísimas impresiones de estatuas, pinturas, edificios, libros, salas, terrazas, jar-dines, de Historia y de Arte, se agolpan entre ellas, nadie puede sentir el caos que forman en este momento en el visitante el conocimiento, el cansancio, la sorpresa, la admiración, los himeneos de séquitos medievales o de la antigüe-dad, del cristianismo y del paganismo. Vértigo. ¿O llegó acaso el descanso? No, la distancia desde la salida del Museo hasta la Plaza de San Pedro es todavía grande. Para abreviarla, llamo un auto.

“¿A dónde quiere que lo lleve?”, me pregunta el conductor. “A la Plaza de San Pedro.” Había soñado, no sé por qué, que le íbamos a dar juntos la vuelta a Roma. Al escuchar que el recorrido sería tan breve se encendió como el fuego y comenzó con una cadena de insultos, que no se detuvo sino cuando llegamos.

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Confieso que escuché esta tormenta de blasfemias como si fuera un trozo de música. Los maravillosos acentos, las terminaciones arrastradas, el staccato ─por poco hago un crítica como la del especialista en ópera Giaouris, pero ¿qué no dijimos que se trata de una melodía?─. Los santos que escuché arrastrados por la corriente de su ira, siempre necesarios, siempre presentes todas las veces que el carretonero italiano escapa de sí, lo espeso, lo abundante, lo al alcance de la mano, lo ininterrumpido de su fraseología, el sonido, ¡ah!, el auténtico sonido italiano, me hicieron pasar unos cuantos momentos de felicidad. Había visto al italiano silencioso en las estaciones, or-denado en el servicio, estricto, norteño. ¡E hizo falta este bell canto para descubrirlo! Hizo falta un poco de cólera para que volviera a ser meridional!

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Algunas observaciones sobre Los Placeres en

RomaLo que menos quisiera aquí es fomentar la idea de haber escrito una crítica superficial, incluso aquélla de haber hecho una crítica. Tam-poco es sólo un comentario. Estoy convencido que las posibilidades de una lectura están supeditas al número de preguntas planteadas por un hipotético lector. Tales preguntas dan un indicio no sólo de la recepción de una obra escrita, también lo son de una actitud bas-tante clara frente a tal texto. Tomando estos elementos en cuen-ta, me pareció necesario abordar un estudio como Los Placeres en Roma, no únicamente a partir de él, sino de sus elementos culturales más evidentemente contemporáneos a nuestra época. Y sin embar-go, es necesario señalar por qué se afirma que hay un alto grado de cercanía entre nuestro mundo y la Roma de la antigüedad, pues dicha asunción, es una petición de principio demasiado exigente.

A este respecto, y para explicar la noción de cercanía menciona-da, me pareció útil el ensayo “¿Qué es el texto?” de Paul Ricoeur. Él menciona ahí, que una de las finalidades de la lectura es el recono-cimiento. ¿A qué se refiere el autor francés cuando menciona esto?, dice: Entiendo aquí por apropiación el hecho de que la interpreta-ción de un texto desemboca en la interpretación de sí de un sujeto que, a partir de ese momento, se comprende mejor, de otra manera o, sencillamente, comienza a comprenderse.

Israel J. González S.

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A esta comprensión simultánea de sujeto y texto, el autor la nombra re-flexión concreta. La comprensión de sí, es consecuencia de compren-der los signos culturales en los que uno mismo se documenta y se forma. Ricouer subraya que sin la mediación de tales signos, no hay posibilidad de reflexión. Al mismo tiempo, que no habría explicación sin la compren-sión de uno mismo como parte de dicho proceso. Estos elementos son los componentes de lo que él llama: una reflexión hermenéutica o, herme-néutica reflexiva, que no es otra cosa que la constitución de uno mismo y del sentido al ocurrir de forma simultánea.

En consecuencia, lo que el lector hace en su ejercicio es una actuali-zación, en primera instancia, discursiva. Es decir, primero el texto tiene sentido, para que poco después adquiera significado. De manera sucin-ta, la tesis de Ricouer es la siguiente: la tarea al interpretar un texto no consiste en saber qué es lo que trató de decir el autor, sino qué es lo que dice el texto. Esto se puede elaborar un poco más simple, la interpreta-ción se lleva a cabo mediante el lenguaje en lugar de realizarse sobre el mismo. Este hecho tiene como consecuencia que el texto es una estruc-tura fija, mientras que la parte dinámica del acto de lectura la plantea el sujeto. Esto pareciera bastante sencillo, sin embargo la importancia de esta idea, es por un lado, considerar un determinado grupo de lectores a lo largo del tiempo, al cual, se le puede significar como Tradición; y por otro, la relación hecha por el lector entre texto y tradición.

Una obra como Los Placeres en Roma de Jean-Nöel Robert, es un ejem-plo de reconocimiento o, de lo que establece Ricouer como reflexión hermenéutica, de la interminable comprensión de una cultura, de una cultura escrita y de uno mismo. Comprender una obra de tal naturale-za, no depende únicamente de encontrar su sentido, sino también su significado, no exclusivamente en el plano individual, sino colectivo. La peculiaridad de la obra, no estriba en su estructura, sino en el objeto que trata de explicarnos y, sobre todo, desde su perspectiva y sus medios y los del lector.

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¿Cuál es objeto o tema que aborda Robert en su obra? De entrada la cultura latina. En específico, el placer. Si bien es cierto que el título enuncia placeres, se entiende que habla del placer en general, ex-presado en distintas prácticas o situaciones de la vida en Roma. El pri-mer problema que plantea el texto es si el placer fue entendido en la antigüedad romana de igual forma a como lo hace el lector actual. Sí y no. Sí en tanto se piensa en gozo, festividad, esparcimiento, y hasta satisfacción. No en cuanto a las formas de conseguirlo y practicarlo. Sin embargo, como veremos más adelante, en muchos de los do-cumentos literarios citados por el autor, la humanidad reacciona de forma más o menos uniforme a determinadas situaciones.

De ninguna manera este hecho es desconocido. Tampoco es motivo para abandonar el estudio de las mujeres y los hombres del pasado; tan parecidos a nosotros. Al menos esa es la imagen que nos deja Ro-bert. El libro está dividido en ocho capítulos, una introducción y una conclusión. En la introducción se cuenta brevemente la historia de Eros y Psique, que narra Apuleyo en El Asno de Oro, que en palabras del autor francés no es otra cosa que la celebración de la vida feliz; eso sí, destacando el componente divino de la historia.

Si bien es cierto que esa narración de tono idílico, tiene un germen potencial de corrupción, personificado en la hija de ambos, la que responde al nombre de Voluptas, no deja de llamar la atención, que tal impresión sea dada precisamente a partir de la noción de la des-mesura. En tal historia, por muy molesto que pueda parecer su men-saje implícito, señala que el placer tiene consecuencias inesperadas, incluso que puede tenerlas desastrosas. En cierto sentido, no nos de-bería sorprender que en El Asno de Oro –que es la obra de la que se toma dicha narración-, tal mensaje esté presente. Pero también el siguiente; que a pesar de los errores cometidos, si se quiere, sus conse-cuencias pueden corregirse.

Es comprensible pensar que la vida consiste en esos cambios de fortu-na, que debido a un estado de cosas lleno de incertidumbre, de zo-zobra, la actitud imperante sea la de vivir de la mejor manera, como lo fue en periodo de fines de la República. La sensación que nos va quedando al leer el libro del Sr. Robert, es que vivir, no sólo en la Roma del Imperio, es difícil, e inexorablemente breve. Tal modo de concebir la vida, ocasionó una evolución de las costumbres e incluso de las in-clinaciones religiosas de los romanos. Un ejemplo muy claro es el pro-ceso evolutivo-simbólico, de la madre de Eros; Venus, que también

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fue protectora de Eneas. Pero como el propio autor menciona la presencia cultica fue tardía y al inicio sólo se remitió al aspecto de madre de Eneas. Más tarde la necesidad de ponerse bajo la protección de la Venus del monte Erix, durante el período de las Guerras Púnicas (264-241 y 218-201 a. c.), fue el punto de quiebre y, que le marcó espiritualmente a Roma una meta distinta; sobre todo porque las sacerdotisas de la diosa practicaban la prostitución sagrada. Un rito altamente escandaloso para una sociedad que en un principio, su rígida moral, fue uno de los elementos que ayuda-ron a su consolidación dominante en el mundo antiguo.

Otro de los aspectos que llaman la atención en esta obra historiográfica de los placeres, es la intención por destacar que la transformación de re-pública a imperio, no fue exclusiva de la política, sino que iba a la par con un cambio de costumbres. Mencioné rápidamente que alrededor del siglo dos antes de nuestra era, en la última etapa de la república romana, la manera de concebir la vida, comenzó a tener un fuerte matiz oriental, es decir, se fue haciendo más refinado. En todos los ámbitos de la vida común y corriente. Este refinamiento se ha entendido también como una actitud ajena de los primeros tiempos romanos. El Sr, Robert lo señala así: La vida es un banquete cuya copa se apura.

Lo cual alude a lo siguiente; la brevedad de la vida. Mientras nos esté per-mitido, lo principal es disfrutar de este mundo. ¿Qué pensamiento no es más contemporáneo que ese? Porque en ese pensamiento habita la incer-tidumbre no sólo del mañana, también la certeza de la inexorable muerte. No es raro que en una actitud tan desencantada, el mensaje de esperanza trascendente cristiano, haya prendido de forma ten vehemente.

La manera en que concebían y vivían el placer los romanos, casi exclusi-vamente sensible, no nos es ajena. Afirmación respaldada desde la idea de decadencia que se le achacó a la Roma imperial. Por otro lado, desde el siglo XIX, el hombre occidental, también proclamó la decadencia de su cultura. Durante el siglo pasado, e incluso ahora, hay intentos por destruirla. Y no sólo desde los conflictos armados, sino desde la ambivalencia que hay siempre en toda sociedad que se concibe como libre. Es esa situación casi esquizofrénica, la que aún causa demasiados conflictos a los individuos. No hay peor situación que la de creer ser libre sin serlo. Acaso así se sintió el ciudadano romano, cuando sus opciones se redujeron a los juegos del circo, al juego de la seducción en los baños y el abandono al sexo desen-frenado, a las festividades religiosas, al disfrute de la comida y, en algunas ocasiones, a hacer la guerra.

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En el libro del Sr. Robert no deja de haber una sobria pero melancólica mirada al pasado y quizás comprensiva hacia el final del siglo XX. Hoy después de unas cuan-tas décadas de haberse editado Los placeres en Roma, no deja de actualizarse un presente, que a pesar de todo, sigue estando tan humanamente romano, como entonces.

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