Capítulo 1 - :: editorial VERBO DIVINO · que el bosque exhalaba algo intranquilizador,...

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9 Cuando la editorial decidió trasladar la redacción a aquel bloque de oficinas y me asignó un pequeño despacho con vistas a la plaza Mayor, pensé que nunca me cansaría de contemplar aquel bello rincón de la ciudad. Me equivo- caba. Día tras día y año tras año, desde hacía diecinueve, había visto ese mismo paisaje cambiar y permanecer igual. Al principio simplemente me acostumbré a verlo, luego empezó a hastiarme, especialmente los días de lluvia como aquél... Con el paso del tiempo, el hermoso conjunto ar- quitectónico que se veía desde mi ventana se había ido ti- ñendo de monotonía, y mi vida había acabado por formar con él un todo perfecto. Aparentemente, era un hombre con suerte: tenía un tra- bajo que a mí me parecía bueno y que no estaba mal re- munerado; vivía en una bonita casa con jardín en una zona residencial de la periferia; estaba casado con una mujer a la que amaba y que me amaba, Lidia, y con la que había teni- do un hijo, Luis... Parecía que todo era como debía ser; no deseaba cambiar nada, pero... faltaba algo que no acababa de aparecer. Ese día todo habían sido prisas en el trabajo –«Héctor, esto», «Héctor, lo otro»–, llamadas urgentes a composición Capítulo 1

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Cuando la editorial decidió trasladar la redacción aaquel bloque de oficinas y me asignó un pequeño despachocon vistas a la plaza Mayor, pensé que nunca me cansaríade contemplar aquel bello rincón de la ciudad. Me equivo-caba. Día tras día y año tras año, desde hacía diecinueve,había visto ese mismo paisaje cambiar y permanecer igual.Al principio simplemente me acostumbré a verlo, luegoempezó a hastiarme, especialmente los días de lluvia comoaquél... Con el paso del tiempo, el hermoso conjunto ar-quitectónico que se veía desde mi ventana se había ido ti-ñendo de monotonía, y mi vida había acabado por formarcon él un todo perfecto.

Aparentemente, era un hombre con suerte: tenía un tra-bajo que a mí me parecía bueno y que no estaba mal re-munerado; vivía en una bonita casa con jardín en una zonaresidencial de la periferia; estaba casado con una mujer a laque amaba y que me amaba, Lidia, y con la que había teni-do un hijo, Luis... Parecía que todo era como debía ser; nodeseaba cambiar nada, pero... faltaba algo que no acababade aparecer.

Ese día todo habían sido prisas en el trabajo –«Héctor,esto», «Héctor, lo otro»–, llamadas urgentes a composición

Capítulo 1

por unos cambios de última hora en un libro que ya salíatarde; conversaciones con varios traductores para conseguiruna buena versión española de un par de libros... La cosaestaba cada vez peor: los buenos traductores, o estaban ocu-pados y no podían comprometerse a cumplir los estrechosplazos que la dura competencia entre editoriales acortabacada vez más, o no aceptaban las tarifas que la empresa ofre-cía. Sólo quedaban los otros, los que aún no habían de-mostrado nada. Y a veces la cosa no salía bien, y yo teníaque invertir muchas horas corrigiendo errores. Por otrolado, la irrupción de las nuevas tecnologías y de unas reglasmás duras en el ámbito empresarial había hecho cambiarmucho el trabajo, y a mí me había pillado un poco a con-trapié. Aunque no parecía haber razón para ello, en el fon-do me sentía inseguro. A mi edad, con casi cincuenta añosy más de veinte en la empresa, empezaba a tener la sensa-ción de que querían sustituirme por alguien más joven, másal día en cuestiones tecnológicas.

Compartí mi inquietud con Antonio, el cura de mi pa-rroquia, que era buen amigo mío. Me aconsejó afrontar lasituación con realismo y confianza. Me hizo gracia que unsacerdote me recomendara realismo. ¿Adónde iríamos a pa-rar si todos los curas aconsejaran a sus amigos y feligresesrealismo? ¿Acaso se podía ser realista en este mundo y man-tener la fe?

Yo estaba implicado en la parroquia con un compromi-so serio, pero a veces tenía la impresión de estar represen-tando un papel. Prefería, sin embargo, no hurgar buscandocausas. No quería verme en el aire, sin nada firme en lo queapoyarme. No podía evitar sentirme, pese a todo, como enla superficie de mí mismo, como si viviera en el tejado demi casa, en lugar de dentro. Había estudiado y sabía mu-chas cosas acerca de Dios y la Biblia; pero mi vida, mi tra-bajo, mis problemas, eran otra cosa...

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Lidia no podía ayudarme mucho en este punto. Nosqueríamos, pero nuestra comunicación no era precisamen-te buena. Ella tenía sus propios problemas y tampoco mecontaba mucho acerca de ellos, ni del modo en que vivía lasdificultades que afrontábamos en pareja... ¿Adónde habíanido a parar aquellas ilusiones, aquellas largas horas de con-fidencias y complicidad en torno a un café en un bar cual-quiera del casco viejo? A veces parecía que lo único que to-davía compartíamos eran los ratos de televisión pasados ensilencio...

La insatisfacción con la que abandoné el trabajo aquellatarde era ya habitual, ni siquiera me llamaba la atención. Aveces, a ella se sumaba un sentimiento de fracaso, y enton-ces soñaba vagamente con empezar de nuevo; pero siempreacababa sacudiendo la cabeza como quien espanta un malpensamiento.

Había dejado de llover. Entré en la cafetería del centrode negocios. El cortado en su punto, como a mí me gusta,lo ponía todo en su sitio, al menos por un rato. Era un mo-mento que normalizaba las cosas y me daba paz. Y es queno sólo era el trabajo. Continuamente andaba tenso, conuna opresión en el estómago. No podía respirar hondo sinhacer un gran esfuerzo, y tenía la sensibilidad a flor de piel.En casa con Lidia lo mismo que ante lo que veía por la ca-lle, en la televisión o en la prensa. Di un sorbo al cortado.Ojeé por encima el periódico mientras oía como rumor defondo un programa de televisión en el que se contaban lasatrocidades cometidas con numerosas mujeres en CiudadJuárez, en México. Presté atención. Otra vez el nudo en elestómago. Aquellas muertes horrendas de mujeres violadasy torturadas por placer me paralizaban. ¿Cómo podía Diospermitir esas cosas? Me acordé de los cursos de Biblia quehabía hecho, de las reuniones de la parroquia, de lo que de-cía Antonio, el cura, en las misas. Y me pareció que nada de

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eso podía quitarme el nudo del estómago. Todo me parecióhueco, como de cartón piedra, al lado de esa terrible reali-dad. El cortado se quedó a medias. Salí a la calle y montéen el coche.

La niebla empezaba a bajar. El tráfico era denso a esashoras. Tardé casi veinte minutos en cruzar el río y salir ha-cia la circunvalación. Lo único que veía ya eran las luces delos dos o tres coches que iban por delante de mí. Pude in-corporarme a la ronda sin problemas. Aceleré, pero la si-tuación no permitía correr mucho. Dejé que el coche de de-lante se alejara un poco, aunque sin perderlo de vista.

Iba tenso. A mi crispación habitual se unía el día agota-dor que había tenido. Y luego la niebla... Se me ocurriópensar que mi vida era un poco como eso, un viaje de no-che en medio de la niebla. Con la diferencia de que mi co-che sabía adónde se encaminaba y cómo llegar a casa.

De repente oí un estruendo, y las luces del coche de de-lante empezaron a dar bandazos, acercándose rápidamente.Pisé el freno a fondo. Conseguí evitar el choque por muypoco. Me quedé clavado en el volante, con la mirada fija enlas luces de emergencia que el otro conductor había encen-dido. Tardé medio segundo en darme cuenta del peligro quecorría, y me apresuré a encender las mías. Iba ya a salir delvehículo cuando noté una tremenda sacudida acompañadade gran estrépito. Durante unos segundos me vi sumido enuna oscuridad llena de colores brillantes. Luego abrí los ojosy me di cuenta de que había pasado lo que temía: el cocheque venía detrás no había podido frenar a tiempo. En me-dio de la niebla se oían quejidos, gritos de alarma, voces degente pidiendo ayuda a través de los móviles.

–¿Cómo se encuentra?

Me pareció que la pregunta llegaba amortiguada por unagran distancia. Me volví a la ventanilla. Distinguí apenas un

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bulto que se movía y seguía hablándome sobre un fondo deluces de faros y niebla.

–Bien, estoy bien –balbuceé.

Comenzaron a llegar ambulancias y coches de policía.No sé cuánto tiempo estuve ahí, viendo moverse luces y si-luetas en medio de una niebla cuya densidad cambiabaconstantemente. Sentí de pronto la imperiosa necesidad deregresar a casa, de volver a ver a mi mujer y a mi hijo. Le dia la llave de contacto, y el coche arrancó. Giré el volante ala izquierda y salí poco a poco al carril izquierdo. Empecé acircular despacio por él. La niebla se iba abriendo ante mí.Llegué hasta donde se veían destellar las luces de las ambu-lancias. Me eché al arcén, pero no me detuve. Nadie pare-ció fijarse en mí ni me dijo nada.

La niebla se espesaba cada vez más. Afortunadamente,no me encontré con ningún coche por el camino. Despa-cio, continuamente sumergido en una nube densa, conse-guí llegar hasta mi urbanización. Entré casi a tientas en elgaraje comunitario y aparqué. Salí del vehículo tambaleán-dome. Me apoyé en la pared y empecé a caminar despaciohacia el ascensor. No me tropecé con nadie.

Lidia y Luis no estaban en casa. Pensé que era raro. Nose me ocurría dónde podían andar a esas horas. Les llamé almóvil, pero estaba desconectado. Sentía un dolor cada vezmás intenso en la cabeza, el cuello y la espalda. Decidí to-marme un analgésico y meterme en la cama. Seguro que aldespertar me encontraría como nuevo. Me acosté y casi in-mediatamente me quedé dormido.

Mecido en la oscuridad suave y cálida del sueño, que seespesaba lentamente en torno a mí, sentí durante un mo-mento que flotaba. Luego empecé a caer, cada vez más de-prisa, en medio de una noche impenetrable. No tenía mie-

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do. Percibía la caída como si le sucediera a otro, como siel del sueño no fuera yo. De repente me vi sumergido en elagua sin saber cómo. No había notado el choque, si es quese había producido. Braceé y salí a la superficie. El agua eradulce y estaba en calma, casi como un espejo. Delante demí, a poca distancia, la luna iluminaba débilmente una ori-lla densamente arbolada. Nadé unos metros y enseguidahice pie. Ya en tierra firme, descansé un momento y miré ami alrededor. El agua lamía la ribera dulcemente, sin ruido.Los árboles me rodeaban y se extendían hasta donde alcan-zaba a ver. No distinguía a qué especie pertenecían. Sentíque el bosque exhalaba algo intranquilizador, inquietante.Me pareció, sin embargo, que no podía quedarme dondeestaba. Volver al agua no tenía sentido, de manera que meadentré en la vegetación. Me sorprendió comprobar quebajo las copas de los árboles la oscuridad no era absoluta.Los troncos emitían una débil luminosidad fosforescenteque permitía caminar sin demasiada dificultad. Esa luz ex-traña hacía aún más inquietante el lugar. Por doquier se oía

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«Delante de mí, a poca distancia, la luna iluminaba débilmente una ori-lla densamente arbolada».

un rumor de agua que cambiaba de continuo. Ese susurroconstante hacía más profundo el silencio que reinaba en elbosque. El terreno ascendía suavemente. Pensé que si llega-ba a una altura donde no hubiera árboles, tal vez pudieraver dónde me encontraba.

De repente caí de bruces. Tal vez fueran las hojas secasque cubrían el suelo, alguna rama rota o una raíz superfi-cial. No lo sé. Sentí con intensidad el olor a materia vege-tal en descomposición, la humedad del suelo, el tacto blan-do y rugoso de la tierra sobre la que estaba tendido. Allevantarme me apoyé en el árbol que tenía al lado. Un es-calofrío me recorrió la espalda. La pálida luz fosforescentedel tronco se apoderó de mi mano, me subió por el brazo yse extendió por todo mi cuerpo.

Me vi en una calle llena de gente. Los rostros, las vesti-mentas, los letreros, las voces que oía me indicaban que es-taba en un país árabe. Soldados de aspecto occidental pa-trullaban por la calle, y había policías del país vigilandodesde sus vehículos. Vi entre la multitud a un niño que co-rría hacia mí. Tendría unos diez años. Me llamó la atenciónsu mirada fija y febril, la expresión nada infantil de su ros-tro. Me aparté para dejarle pasar y vi cómo unos metrosmás allá se abalanzaba sobre un coche de la policía y todoestallaba en pedazos. El horror de la escena posterior mehizo palidecer. Sentí miedo, angustia, ganas de vomitar ypena, todo a la vez. Grité mi espanto.

De nuevo me vi en el bosque, junto al árbol en el queme había apoyado. No entendía qué había pasado. Me mirélas manos, los brazos: ya no estaban fosforescentes.

Me alejé del lugar pensando únicamente en huir. Apretéel paso, ladera arriba. Un nuevo resbalón me hizo caer. Megolpeé el hombro contra otro árbol. La fosforescencia vol-vió a apoderarse de mi cuerpo.

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Me vi trasladado a una calle mal iluminada que recorda-ba perfectamente. Sentí un nudo en el estómago. Vi venira un muchacho. Lo reconocí de inmediato: era yo mismo,hacía muchos años. De una zona en penumbra salió un chi-co más grande, que dejó apoyados contra la pared a otroscuatro. Yo sabía lo que iba a pasar... El desconocido empe-zó a golpear al Héctor joven, que se veía incapaz de defen-derse. Por mi rostro de espectador adulto rodó una lágrimade rabia y de impotencia.

Volví a encontrarme solo en el bosque. Tuve la clara con-ciencia de que debía salir de allí sin tocar ninguno de aquellosárboles. Me apresuré ladera arriba. Rumor de agua, silencio.Fosforescencia, oscuridad. Parecía que un poco más adelanteno se veía la luminosidad de los troncos. Tal vez estuviera sa-liendo ya del bosque. «¡Ánimo, ya falta poco!», me dije. Peroresbalé otra vez y al caer di con un pie contra otro árbol...

Esta vez el lugar al que me vi trasladado parecía una pla-ya paradisíaca. Sol, palmeras, mar azul turquesa, y tambiénmuchos turistas y hoteles en primera línea de playa. Era cu-rioso, la gente había puesto sus toallas y tumbonas muy le-jos del agua. Miré mar adentro y, de repente, comprendí.Allá en la distancia, ocupando el horizonte entero y acer-cándose a gran velocidad, vi el tsunami. Algunos bañistassalieron corriendo. Otros no parecían tener conciencia delpeligro. La ola inmensa crecía y crecía a medida que se acer-caba. Al llegar a la costa se alzó en toda su altura y segun-dos después se precipitó sobre tierra firme con fuerza in-contenible. Yo oía el rugido del mar entreverado con losgritos de hombres, mujeres y niños que eran arrastrados porlas aguas. Sentí el terror y la agonía de los que se ahogaban.La angustia de los que huían sin saber dónde estaban sus se-res queridos. Destrucción y muerte por doquier...

Cuando me di cuenta de que estaba tumbado boca arri-ba en el bosque, apenas me atreví a moverme. Me sentía

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muy mal. Quería huir, escapar como fuera de ese lugar in-fernal. Me fui dando la vuelta con cuidado hasta quedarboca abajo. Miré adelante. Apenas una docena de árbolesme separaban de lo que parecía ser una pared rocosa. «¡Tie-nes que conseguirlo, Héctor!», me repetía. «¡Vamos! ¡Sal deaquí!». El minuto que me costó recorrer con gran prudenciaaquella corta distancia me pareció un siglo. Sentado final-mente con la espalda apoyada en un peñasco, contemplé elbosque que acababa de atravesar. El lívido resplandor se ex-tendía ante mis ojos con su horrísono silencio, subrayadopor el tenue rumor del agua. Me daba escalofríos recordarlo que había vivido, imaginar lo que ese bosque podía ocul-tar aún. Volví a sentir deseos de salir huyendo. Miré a mialrededor. Nada veía más allá de las copas tenebrosas que seelevaban frente a mí. A mi espalda, hasta donde alcanzabaa ver, se alzaba una irregular pared de roca de considerablealtura. Su parte superior brillaba blanca a la luz de la luna.Intentar escalarla con tan poca luz era suicida. Pero el afánde huir se iba haciendo más y más vehemente en mi inte-rior. Sí, escalaría la pared... Ya me disponía a intentarlocuando llegó hasta mis oídos una dulce melodía. Parecíaproceder de un punto cercano de la pared. Avancé en esadirección con cautela. La música me infundía confianza yme invitaba a descansar. Detrás de una gran roca que pare-cía haberse desprendido de la pared se abrió ante mis ojosla boca de una cueva. La melodía salía de allí. Me atreví adar dos pasos en su interior. Repentinamente, el cansancioy la tensión acumulados se dejaron sentir. Los párpados mepesaban. No podía seguir. Me entraron deseos de sentarmeahí mismo a descansar escuchando esa música maravillosa.Caí rendido sobre el suelo de la cueva. Al cabo de un rato,la luna iluminó la pared que tenía justo delante. Me pare-ció que había signos grabados en ella. Me acerqué a mirar.Tuve la íntima convicción de que aquella inscripción teníauna importancia vital para mí. Me esforcé en leerla, pero

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inútilmente. La luz de la luna era demasiado débil. De re-pente, embargado por la angustia y la desesperación, rom-pí a llorar. La música calló.

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