Antecedentes Históricos

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Página | 1 ANTECEDENTES HISTÓRICOS DE LA FORMACIÓN HUMANA 1 De la antigüedad hasta la Ilustración Desde la antigüedad, la formación humana ha estado presente en las civilizaciones a través de la enseñanza de lo axiológico, como factor fundamental para el desarrollo del ser humano en su condición biopsicosocial, la cual reúne y caracteriza sus dimensiones física, corporal, emocional, afectiva, intelectual, ética, moral, cultural, política, entre otras (García, 1987). Como muestra de ello, las primeras comunidades de hombres establecieron a través de una “pedagogía moral” (Vilanou y Colleldemont, 2000), la enseñanza de un orden de valores, todos ellos acorde a la estructura política, económica, religiosa, social del momento. Por ejemplo, en la Época Antigua, las tradiciones orientales inicialmente promulgaron a través del mito, la existencia de unas fuerzas cósmicas que debían defender la preservación de un orden universal, para que el individuo comprendiera que la buena conducta, el honor, la humildad, la generosidad, la dignidad del trabajo, la sinceridad, la moderación y la justicia, serían la contribución humana para que dicho orden no se alterara (Moreu, 2000). Posteriormente, la aparición de culturas que basadas en conceptos religiosos, cuya práctica se efectuaba según el grupo étnico de procedencia, instauraron una estructura social que concibió como fin sagrado, que el hombre debía comportarse en armonía con el deseo del Creador a partir de valores como la prudencia, la temperancia, la castidad, la veracidad, la caridad, la diligencia, la virtud, la mesura, la justicia, la austeridad, el servicio, la fe, la paciencia, la obediencia y la rectitud (Collelldemont, 2000). En lo que concierne a la Época Clásica, con el establecimiento de una educación (paideia) jalonada por la presencia continuada de 1 El presente documento fue tomado de Madrid, J. M., y Cano, J. G. (2012). Proyecto de vida, Cátedra virtual Minuto de Dios y Liderazgo en valores: una medición de su impacto durante el 2008 y el 2011 en la Corporación Universitaria Minuto de Dios sede Bello. Bello: Editorial UNIMINUTO.

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Documento que de manera breve se aproxima al contexto histórico de la formación humana en la educación colombiana.

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ANTECEDENTES HISTÓRICOS DE LA FORMACIÓN HUMANA1

De la antigüedad hasta la Ilustración

Desde la antigüedad, la formación humana ha estado presente en las civilizaciones a través de la enseñanza de lo axiológico, como factor fundamental para el desarrollo del ser humano en su condición biopsicosocial, la cual reúne y caracteriza sus dimensiones física, corporal, emocional, afectiva, intelectual, ética, moral, cultural, política, entre otras (García, 1987). Como muestra de ello, las primeras comunidades de hombres establecieron a través de una “pedagogía moral” (Vilanou y Colleldemont, 2000), la enseñanza de un orden de valores, todos ellos acorde a la estructura política, económica, religiosa, social del momento.

Por ejemplo, en la Época Antigua, las tradiciones orientales inicialmente promulgaron a través del mito, la existencia de unas fuerzas cósmicas que debían defender la preservación de un orden universal, para que el individuo comprendiera que la buena conducta, el honor, la humildad, la generosidad, la dignidad del trabajo, la sinceridad, la moderación y la justicia, serían la contribución humana para que dicho orden no se alterara (Moreu, 2000). Posteriormente, la aparición de culturas que basadas en conceptos religiosos, cuya práctica se efectuaba según el grupo étnico de procedencia, instauraron una estructura social que concibió como fin sagrado, que el hombre debía comportarse en armonía con el deseo del Creador a partir de valores como la prudencia, la temperancia, la castidad, la veracidad, la caridad, la diligencia, la virtud, la mesura, la justicia, la austeridad, el servicio, la fe, la paciencia, la obediencia y la rectitud (Collelldemont, 2000).

En lo que concierne a la Época Clásica, con el establecimiento de una educación (paideia) jalonada por la presencia continuada de unos modelos de formación, que desde la dimensión antropoplástica, esto es, la aspiración a la forma, a una imagen, a una idea de hombre como expresión del proceso de su autoformación y de los pueblos, que asumen conscientemente un sistema educativo (Niño, 2006; Jaeger, 2001), se buscó configurar armónicamente la vida humana, de acuerdo con unos ideales normativos que contemplaron las diferentes dimensiones (física, moral e intelectual) del ser humano (Vilanou, 2000).

Por eso valores como el honor, la moral, el espíritu de sacrificio, el amor a la gloria, el ideal agonístico de la vida, el temor a los dioses, el desprecio a la muerte, la exaltación de la amistad, además de promocionar la virtud, entendida a modo de excelencia física-corporal (estética), instauraron en el mundo de los hombres, un orden en el que la justicia ocupó un lugar principal y que por consiguiente, sustenta la importancia que se le otorgó al afán de superación a partir del amor a la gloria y la fama, que subyace en toda esa mentalidad atlética que sintetiza perfectamente el espíritu y que exigía una serie de actitudes, entre ellas, serenidad ante la derrota, obediencia a las reglas de juego y a la autoridad de los árbitros, magnanimidad con el 1 El presente documento fue tomado de Madrid, J. M., y Cano, J. G. (2012). Proyecto de vida, Cátedra virtual Minuto de Dios y Liderazgo en valores: una medición de su impacto durante el 2008 y el 2011 en la Corporación Universitaria Minuto de Dios sede Bello. Bello: Editorial UNIMINUTO.

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perdedor, constancia en el entrenamiento y el respeto a los entrenadores (Vilanou, 2000).

Sin embargo, la educación moral que en el sentir de los griegos incluyó a un tiempo la formación cívica, la convirtió dentro de ese marco en una pieza esencial pero no aislada del complejo rompecabezas de la formación humana, en la cual los componentes físico, intelectual, estético, ético y político, debían interpenetrarse mutuamente (Laspalas, 2000), para que “la supremacía de la naturaleza, atribuida a la espontaneidad del individuo sobre cualquier tipo de norma moral o política, que es un puro artificio de la cultura” (Laspalas, 2000, p. 65), lograra que dicha formación fuera entendida como un servicio para la socialización, esto es, con ésta se buscaba la adaptación del individuo a la vida social. Y por consiguiente,

a partir del momento en que logra descubrirse y aceptar su dignidad personal, reconociéndose como ser dotado de una naturaleza común a la del resto de los hombres, y destinado a llevar una vida digna de su modo de ser y coherente con él, su existencia debía ser orientada hacia la búsqueda de valores morales universales, sin que eso lo alejara de su compromiso con ellos. (Laspalas, 2000, p. 70)

Por eso este proceso formativo, más allá de apartarse de la transmisión de saberes y técnicas, ya que lo que efectivamente educa al ser humano no son los sermones o las clases de ética, sino la reflexión sobre su propia y peculiar experiencia moral, le dio un papel preponderante al educador, puesto que su labor, además de trascender la enseñanza de una doctrina cerrada y de propender por la exhortación y el cuidado del alma, tenía que dirigirse por la convicción de acompañar a cada uno de sus discípulos en la vida cotidiana, de tal forma que sus orientaciones los instara a comprender la relación entre lo que aprendían con su propia formación, para que así pudieran comprender el sentido de llevar armoniosamente una vida pública, amparada bajo las leyes y costumbres vigentes, que correspondían dar cuenta de una concepción de la justicia como muestra de un peculiar sentido moral (Laspalas, 2000).

Esto conllevó a que cada discípulo debía desarrollar la sensibilidad para captar valores como la verdad, el bien y la belleza, si se tiene en cuenta que éstos dependían del modo de ser, puesto que al reformar el carácter y luego el juicio estético y el moral, se consideraba que no sólo se alcanzaría la plenitud humana, el conocimiento que fundamenta la razón y el sentido del vivir, sino que se llegaría a obtener la excelencia de armonizar hasta el grado máximo las virtudes intelectuales con las morales, todo ello con el fin de darle un explícito sentido y significado al mundo que lo circundaba y por consiguiente, a su propia vida (Román, 2000).

Ahora bien, en lo que respecta a la formación humana que se ofreció a partir del surgimiento del Cristianismo y que fue entendido como “un mensaje teocéntrico, que comportaba una nueva ética y un peculiar estilo de vida” (Delgado, 2000, p. 119), particularmente basado en las enseñanzas de Jesús de Nazaret, quien al proclamar su escala de valores en el sermón de las bienaventuranzas, no sólo declaró como principios la misericordia con el hambriento, la benevolencia con el pecador, la limpieza

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de corazón, la mansedumbre, el servicio, el trabajo por la justicia, sino que reveló el fundamento que sustentaría su orden axiológico: el amor a todos, incluso a los enemigos (Delgado, 2000).

Revelación que comenzó a hacerse manifiesta en la manera como sus adeptos valoraron a los niños y las mujeres, si se tiene en cuenta que en dicha época era constante que los primeros fueran víctimas de infanticidio, de severos castigos, abandono a su suerte en el campo o vendidos como esclavos y las segundas, debido a las creencias que tenían los judíos, éstas eran tratadas injustamente, principalmente en situaciones donde fueron repudiadas por sus maridos a través de documentos públicos, que declaraban su desamparo económico, familiar y social, ya que no correspondían a los caprichos de sus consortes (Delgado, 2000).

Sin embargo, con la aparición de la Didakhé o La instrucción del Señor a los gentiles, por medio de los doce Apóstoles, en la cual se compilan preceptos relacionados con la moral, la organización de las comunidades y las ordenanzas que rigen las funciones litúrgicas de todos aquellos convertidos al Señor, sus fundamentos se basaron en virtudes y costumbres que correspondían diferenciar a los cristianos de las demás personas y que al cumplirlas a cabalidad, el reconocimiento de ser siervo del Todopoderoso, los exhortaba a prepararse para alcanzar el Cielo, siempre y cuando pudieran asumir una postura frente a un mundo regido por dos caminos: el primero, el de la vida, que se distingue fehacientemente por amar a Dios como único creador de los hombres, amar al prójimo como a él mismo y por creer que todo aquello que no quiera que se le haga, tampoco lo hará con otro y el de la muerte, que es ante todo un sendero malo y regido de maldición, adulterio, codicia, fornicaciones, robos, idolatrías, magias, hechicerías, rapiñas, falsos testimonios, hipocresías, doblez de corazón, engaño, soberbia, maldad, arrogancia, avaricia, deshonestidad en el hablar, celos, temeridad, altanería, jactancia (Trevijano, 1994).

Empero la lectura de ciertos autores grecolatinos en las comunidades de siervos, aparte de restarle importancia a los principios de la Didakhé, hicieron que algunos padres de la Iglesia, entre ellos San Justino, quien tras haber asegurado que el cristianismo no se había presentado como una nueva filosofía, ni como una cultura, sino como una fe, un modo de pensar y de vivir que a todos sorprende, pues su conducta los señala como distintos, pero de carne y hueso como el resto de los hombres (Delgado, 2000); San Agustín, cuyo afán por cristianizar la cultura no cristiana, debido a que tales influencias se fundamentaban en una literatura inmoral, sensual, maestra de errores, vanidosa y despreocupada de la ética, dado que extraviaba a los fieles del progreso del alma y la perfección espiritual (Delgado, 2000).

Y San Basilio, cuya tesis sustentaba que un verdadero seguidor de Cristo, en especial los más jóvenes, no debe servir al cuerpo, sino dominarlo y refrenar sus deseos y adormecer los desórdenes que por su causa sobrevienen al alma, introdujeron una serie de reformas y amonestaciones relacionadas con la manera de cómo educar a los niños, puesto que las obras de tales autores no cesaban de insultar, escarnecer y relatar escenas de amores lujuriosos y embriagados, que fijan la felicidad en una mesa perfectamente surtida de canciones disolutas, porque la fe cristiana exige una vida de

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virtud, moralmente elocuente con los designios de la Iglesia y de un comportamiento coherente que se sustenta en la salvación eterna y no en los placeres corporales, dado que éstos obligan a los sumergidos en la sensualidad a vivir como las bestias, encorvadas para servir al vientre y a sus apetitos (Delgado, 2000). De ahí que la educación en valores se constituyera a partir del ejemplo y la palabra de buenos maestros y padres, puesto que si se carecía de ellos, nada bueno podría esperarse de las futuras generaciones de servidores del Señor.

Por otro lado, con la caída del Imperio Romano en el 476, se inicia el comienzo de la Edad Media y con ésta un particular modelo educativo, si se tiene en cuenta que durante sus primeros años, la invasión de los pueblos bárbaros significó para los invadidos la desaparición de las escuelas y bibliotecas. Situación que instó a que personajes como San Isidoro de Sevilla (556-636), se esforzara en sintetizar en cada una de sus obras los conocimientos básicos de la pedagogía, gramática, retórica, geografía, historia, derecho, economía, agricultura, ciencias naturales, sistemas políticos y demás disciplinas del saber y a las cuales no las eximió de los fundamentos filosóficos del cristianismo, que al estar sustentados en el principio que todo buen cristiano será quien conozca y practique con fidelidad el mensaje de Cristo, mediante una instrucción que permita superar la jactancia, la soberbia y la ira y esto se adquiere a partir del estudio y la oración, de manera que se forme en la persona la prudencia, la magnanimidad, la continencia, la justicia, la fortaleza, la templanza y la humildad, como virtudes que la diferenciará en cualquier lugar y de los demás (Delgado, 2000).

Escenario que contribuyó a que la Iglesia promoviera bajo la supervisión de obispos, la instauración de escuelas que impartieran una educación cristiana para que los individuos, lograran pertenecer a la Ciudad de Dios a partir de una formación espiritual, fraternal y de amor al prójimo (Abbagnano y Visalberghi, 1964). De esta manera se pretendió

contribuir al mejoramiento de la formación intelectual de los sacerdotes y de los escolares pobres que componían el coro, ya que quienes aceptaban el llamado del Señor, además de requerirles castidad, obediencia, pobreza, inocencia en las costumbres y esplendor en las letras, evitar los espectáculos públicos, dedicarse a los negocios y andar libremente por las plazas y los paseos sociales, debían ser maestros y modelos que a través de la lectura y el estudio, la disciplina y la benevolencia, el servicio y la sencillez, el trabajo y la vida espiritual, enseñarían a otros que la ciencia sólo se justifica por su dimensión ética y religiosa y que el camino de la fe y la santidad estaría presente en todas las cosas y en ninguna reprensible. (Abbagnano y Visalberghi, 1964, pp.140-141)

Fue así que la formación humana se constituyó en un modelo educativo que al ser mediatizado por la Iglesia como representante de Dios en la tierra y en compañía de la familia como garante de la transmisión y preservación de la fe, ya que los padres al igual que los sacerdotes debían ser pastores de sus rebaños como lo fue Jesucristo, tenían la tarea de moldear el cuerpo y el alma, es decir, forjar un estilo de vida donde el pensamiento estuviera acorde a los principios cristianos y el comportamiento fuera el

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claro reflejo de los mismos. Por esta razón lo axiológico centró su significado en la religiosidad, esto es,

cada connotación de la realidad se haría bajo una educación que infundiera que cualquier interpretación y significado se realizaría a la luz de las Santas Escrituras y en consecuencia, cada hombre debía ser como lo es el Señor: temeroso del Todopoderoso, piadoso, caritativo, humilde, manso, obediente, pobre, sabio, honesto, trabajador, servicial. (Carderera, 1884, p. 145)

Ahora bien, en lo que respecta a la formación humana durante la época del Renacimiento, el interés por ubicar al hombre en el centro de la educación, no sólo rompió con la concepción teocéntrica que explicaba la razón del universo a partir de la religión, sino que comenzaba a estudiar la esencia, corporalidad y el papel del ser humano con métodos inductivos que se fijaron en su anatomía, su psiquis, su temperamento y en las relaciones que establecía con el entorno y su espíritu (Delgado, 2000). Contexto que concibió la individualidad de cada persona como valor fundamental y punto de partida para que se educara en el respeto a la diferencia, la igualdad, evitando así que cualquier tipo de coacción física y moral, con base a las características que cada cual poseyera, “porque algunos nacieron para las ciencias exactas, otros para la teología, la retórica y la poética y ciertos para la milicia, no podían impedir que el individuo también se formara en la prudencia y el saber” (Delgado, 2000, p. 148), de tal forma que los dirigentes de la república pudieran “colocar a cada uno en el lugar y en la profesión para los que mejor dotados estuviesen y, por tanto, fueran más útiles al bien común” (Garin, 1987, p. 183).

De esta manera la educación se erigió desde una perspectiva antropológica y la formación humana se consolidó como un constante proceso de reflexión donde el hombre se forjara a sí mismo; concepción que le designa un nuevo rol, esto es, se requería que fuera más activo y contemplativo, asimismo descubridor, investigador, un curioso y estudioso de la historia, de las costumbres de los pueblos recién descubiertos y de los países exóticos, de la urbanización de las ciudades y un viajero que no sólo se permitiera medir las aguas, subir al cielo, contar sus movimientos, sino que apreciara el significado de retirarse en sí mismo, huyendo del tráfago diario, para volver a él con un nuevo ímpetu, ya que el constante trato con los hombres, de no dedicarse tiempo para trascenderse, podría hacer de éste un individuo más avaro, ambicioso, sensual, cruel e inhumano (Delgado, 2000). Situación que condujo a que esta formación adquiriera un valor fundamental para la vida de los hombres, puesto que se pensó en una

educación para todos y que a la vez no excluyera a los menos dotados intelectualmente, puesto que la carencia de la misma, ocasionaría que los sujetos actuaran peor que los brutos, es decir, que se dejaran llevar por pasiones más que bestiales, que procedieran como un animal enseñoreado por la ambición, la codicia, la ira, el lujo y la sexualidad desenfrenada. (Delgado, 2000, p. 151)

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Fue a partir de estos preceptos que la Modernidad, al complementarlos con los fundamentos filosóficos de la tradición clásica y con las nociones pedagógicas de las épocas antiguas,

dio inicio a una serie de reformas educativas, que al abarcar todos los aspectos de la vida, de manera que la justicia social, la organización de la educación y la significación del conocimiento científico, pudieran no sólo compilar y transmitir la esencia de todos los saberes, sino que formara un ser humano que al no olvidarse del compromiso que tenía consigo mismo de ayudar a sus semejantes, lograra generar la consolidación de un orden social que suprimiera las diferencias entre los ciudadanos. (Miguel, 2000, p. 157)

Ideal que ubicaba a la formación humana en el eje transversal de la educación, ya que aparte de concebir que la aritmética, el álgebra o la geografía eran conocimientos necesarios para al avance intelectual de los hombres, ninguna persona podría alcanzar su pleno desarrollo si ésta no era formada bajo una educación moral que fomentara la igualdad, la solidaridad y el respeto (Miguel, 2000).

No obstante, los posteriores acontecimientos que determinaron el trasfondo educativo e histórico entre los siglos XVI y XVII, y que se caracterizaron por una crisis generalizada de los modelos culturales, los cuales problematizaron los valores del hombre europeo ocasionados por el impacto social de los descubrimientos americanos, más allá de revaluar los principios religiosos y políticos que rigieron la sociedad, significativamente proliferaron un tipo de pensamiento libertino y escéptico que se encargó de robustecer los aportes ofrecidos por el Renacimiento y el cual instauró un nuevo orden axiológico (Turró, 2000). Hecho que a partir de la

reforma de los curricula docentes habituales, instituyó un modelo educativo donde su principal fin debía apuntar a la revocación del entendimiento vulgar de las cosas, esto es, comprender la realidad según la jerarquía de las disciplinas: primero la física y luego la moral, de manera que se preparara la inteligencia para que los sujetos emitieran verdaderos juicios sobre todo aquello que se les presentara. (Turró, 2000, p. 163).

Es en este sentido que surgió la iniciativa de arraigar una formación que cultivara en el individuo una cierta decepción por todo lo vano y fútil que acontecía en la vida cotidiana, ya que se creyó que por medio de este modelo formativo, se lograría una sociedad donde los hombres alcanzarían con mayor facilidad una naturaleza humana perfecta y por lo tanto, obtendrían el máximo nivel de amarse, puesto que al lograrlo, se comprendería que es el único dueño de su voluntad y de llevar a cabo las cosas que su juicio determinara fueran importantes para su ser (Turró, 2000). Y por lo visto, se consideró que sin una formación de esta índole, la cual rompiera con los tradicionales recitales de fórmulas o datos, y que a su vez permitiera educar al individuo para que lograra su autodesarrollo y así disponer de su voluntad, no “podía esperarse de los hombres un comportamiento social, ni político, ni mucho menos trazar el camino para que la sociedad alcanzara plenamente su madurez” (Collelldemont, 2000, p. 176).

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Ideal que conllevó a que los precursores de la Ilustración pensaran en un tipo de educación, que en primera instancia formara individuos capaces de someter sus impulsos a la razón, de manera que aseguraran el bien común, pues este sería el único aval para una convivencia pacífica y que al sustentarse en la virtud y la tolerancia, se constituiría en una escala de valores que propendieran por la igualdad y el libre ejercicio de la individualidad (Turró, 2000). Y en segunda, al establecer un orden axiológico, donde el hombre fuera el dueño absoluto de sí mismo a partir de un trabajo que lo moldeara interiormente, esto es, que cultivara su alma, de hacerse a sí mismo, se rompería con la concepción religiosa que explicaba la función social de la ciencia y la naturaleza humana y lo cual conllevaría a la constitución de una serie de movimientos que más tarde promovieron la aparición de acontecimientos como el Enciclopedismo, la Revolución Francesa, entre otros, los mismos que más tarde sirvieron de inspiración para la conformación de las repúblicas americanas, y que determinarían el tipo de formación humana que se instauraría en las nacientes estructuras sociales (Varela, 1988).

La formación humana en el contexto educativo colombiano

De acuerdo con lo dicho anteriormente, no cabe duda que la formación humana ha estado presente en cada uno de los períodos que han constituido la historia de la humanidad y que para el caso colombiano, similarmente ésta se ha instituido de acuerdo a las condiciones económicas, políticas y religiosas del momento. Por ejemplo, en el periodo de La Colonia (1550-1820), se impuso un modelo educativo que a través de la ideología tomística (Ortega, 1985), procuró formar al individuo para que respetara la Iglesia Católica y el Estado Monárquico, quienes a través de las leyes divinas y las establecidas por el rey, serían las entidades que infundirían que sólo a través de la obediencia, la sumisión, la austeridad y la resignación, se podría alcanzar el reconocimiento de ser hombre, siempre y cuando no se renunciara a esa condición de súbdito que lo obligaba a obedecer y a dirigir su conducta por medio de la ética y la moral, la teología, la religión y la historia sagrada (Botero, 2004).

En cambio en La República (1820-1840), dicha concepción sufre una significativa modificación, ya que los planteamientos filosóficos de la Ilustración, contribuyeron a que su modelo educativo se sustentara sobre el racionalismo, el cual comenzó a explicar el sentido que tiene la razón, ya que ésta permitiría el dominio sobre la naturaleza y los hombres (Quiceno, 2003). Repercusión que dio lugar a la confrontación del teocentrismo infundado en la Colonia con las ideas de libertad, democracia, soberanía, pacto social, principios que al ser retomados por la Revolución Francesa, sirvieron de telón de fondo para el surgimiento de diversos movimientos independentistas contra la corona española, los cuales propiciaron la aparición de las repúblicas que hoy componen el continente americano (Botero, 2004).

Ahora bien, en la época de La Modernidad (1840-1920), aunque inicialmente la sociedad de ese momento pretendió romper con las viejas estructuras de la República y para ello, se requería de un modelo educativo acorde a los intereses políticos y

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económicos de un país que con la Constitución de 1886, apostó por la construcción de un nuevo orden, de nuevos patrones culturales y por una idiosincrasia moral que diera forma a ese hombre que requería la sociedad del momento, los intereses de la clase dirigente de turno, echaron por el suelo todas estas aspiraciones y proyectos, ya que al interponer una serie de obstáculos que impidieron un cambio de estructuras, lograron que se recobraran las viejas costumbres coloniales, utilizando la educación para mantener un alto índice de analfabetismo (Londoño y Mendoza, 2001). Esto conllevó a que el Gobierno, al creer en la experiencia y sabiduría de la Iglesia Católica, le otorgó el direccionamiento de la educación del país, cuya consecuencia fue la instauración de un sistema que legitimó la supremacía de las normas eclesiásticas, las cuales declararon que el nuevo hombre sólo podía alcanzar su madurez y su perfección a través de las mismas y por lo tanto, todo individuo debía cambiar la explicación racional de su naturaleza humana, por los preceptos y comprensiones de las Leyes Divinas (Quiceno, 2003).

De este modo la formación axiológica se sustentó sobre la cotidiana memorización y aplicación de libros, dogmas y conocimientos católicos, “siendo de mayor renombre la Guía de las escuelas cristianas y el Catecismo del padre Gaspar Astete” (Restrepo, 1911, p. 85); textos que fueron abordados bajo el método Lancasteriano y el cual enmarcó un modelo de educación moral, de costumbres religiosas, obediencia al Estado, respeto a la autoridad, civismo, patriotismo, libertad y justicia, puntualidad, compostura, el manejo de los gestos, el acato a los mayores (Botero, 2004); todo ello gracias a la concepción doctrinal de la Iglesia, donde lo fundamental y esencial, era que a través de este sistema el hombre podría alcanzar la salvación de su alma, en tanto sometiera el cuerpo a la obediencia, de manera que se apaciguaran sus sentidos, funciones y opiniones y las acomodara a la cosmovisión católica, lo cual produjo un ser subyugado por la norma y dispuesto a cumplir el reglamento cristiano y no a su conciencia, a su racionalidad, a su experiencia (Quiceno, 2003).

Sin embargo, en el periodo conocido como La Reforma a la Modernidad (1920-1960), la coyuntura política, económica y social de la época, permitió que la educación, al igual que la cultura y la gobernanza, comenzaran a ser vistas de otra manera, puesto que es en ese contexto donde se institucionaliza las ciencias humanas como discurso y como ciencia experimental, puesto que aspiraba romper con el modelo instruccional del siglo XIX (Botero, 2003). Es a partir de este instante donde

se inicia la reflexión sobre la necesidad de instaurar un modelo educacional que transformara al propio hombre, y no las causas externas e internas que lo condicionaban, arrojando como resultado la introducción de otras áreas del conocimiento, entre ellas el pensamiento especulativo, los modelos lógicos, la gramática y el interés por la interioridad, la esencia del ser humano y las facultades del alma, las cuales fueron vistas desde una concepción ética filosófica y no exclusivamente desde la moral religiosa. (Botero, 2003, p. 38)

Fue así que comenzó a explicarse el comportamiento humano y el sentido de sus elucubraciones, argumentos, expresiones lingüísticas y por supuesto sus elaboraciones conceptuales, culturales e idiosincráticas de su ser y del Otro, de su territorio, de sus

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normas y de sus transcursos a partir de la biología, la economía, la literatura, la filosofía, la psicología, la ética, el derecho, la religión (Botero, 2003).

En resumidas cuentas, se había reflexionado de un modo distinto la pertinencia de un currículo que abordara el significado del hombre, la razón de sus pensamientos, sus emociones y acciones dentro de unas condiciones históricas que también determinaban sus formas de proceder, en el sentido que se aceptó la idea que la educación debía tener un estrecho vínculo entre el sujeto y las cosas que lo circundaban, puesto que además de sus

facultades espirituales, morales, es también un ser constituido por un cuerpo físico y biológico, intelecto y razón, es esencia y alma, y que todo eso debía integrarse en un modelo educativo que pudiera entregarle a la sociedad un ciudadano, un ser productivo, una persona con la suficiente capacidad para sostener esa relación entre el cerebro, el corazón y las manos. (Quiceno, 2003, p. 162)

Empero la aparición de planes y programas que establecieron el capital monopólico de las potencias vencedoras en la Segunda Guerra Mundial, las cuales desencadenaron la distribución del mundo, el desarrollo del imperialismo y la industria, las guerras de dominación, entre otros, al propugnar los principios de una sociedad capitalista que difundió el individualismo y la búsqueda del progreso económico, contribuyó a que esta propuesta educativa se viera confrontada por un sector de la élite que se resistía a renunciar a las viejas estructuras y por lo tanto, era necesario defender una tradición educativa sustentada en el dogma católico (Botero, 2004). En otras palabras,

lo que en algún momento se manifestó como el ideal de formar un buen ciudadano, dado que éste debía representar una fuerza que ayudara a levantar el espíritu de la sociedad, pues importaba prepararlo física, intelectual, moral y técnicamente para hacer eficaz su rendimiento y formar un hombre recto y útil, como fin primordial de todo intento educativo, terminó siendo eximido por un ideal de educación que regresaba al papel transmisionista del saber, atiborrado de conocimientos técnicos y carente de disciplinas espirituales. (Nieto, 1979, p. 189)

Hecho que le permitió al sistema educativo retomar y fortalecer aún más la mentalidad religiosa premoderna, pero esta vez acompañada de ciertos requerimientos que respondieran a la modernización económica, asumiendo procesos instrumentales que permitieran calificar y adaptar la fuerza de trabajo a los nuevos esquemas productivos y por ende, a los intereses del capital sin renunciar a los principios de la moral cristiana (Botero, 2004). Sumado a ello, se define que dicho escenario sentó las bases para finiquitar un proyecto integral de formación humana, puesto que dejó las puertas abiertas a un contexto que debido a los próximos cambios políticos y económicos, instauraría un modelo educativo y social, que además de no tener una formación axiológica coherente con la características del sujeto y de su entorno, comenzaría a legitimar la burocratización de la vida, la enajenación de la persona y en

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consecuencia, el surgimiento de un hombre acrítico, ahistórico y apolítico de su propio ser y de la realidad circundante.

Ahora bien, en el contexto del Modelo de la Tecnología Educativa (1960-1994),

el fin de reconstruir las ciudades después de la Segunda Guerra Mundial a través del Plan Marshall, se convirtió en un proyecto que trazó una serie de políticas que para el caso de América Latina, representaron significativos cambios, siendo la educación el principal frente de transformaciones donde se comenzaría a privilegiar la instrucción para lo productivo a partir de lo tecnológico y lo científico, enmarcándola dentro de un conjunto de programas que harían de ésta, un sistema que respondiera satisfactoriamente a los requerimientos estipulados por organismos financieros internacionales, tales como el Banco Mundial (BM), el Fondo Monetario Internacional (FMI), la UNESCO y la CEPAL. (Botero, 2004, p. 42)

De esta manera dichas entidades comenzaron a sugerirle al Gobierno Nacional, que era pertinente desarrollar un planeamiento estratégico que concibiera la educación como una totalidad orgánica, la cual debía comprender y articular todos los procesos y niveles de la enseñanza, hasta el punto de perfeccionar su sistema y no solamente la revisión y el reajuste de uno o varios de sus aspectos parciales, sino por el contrario, constituir un sistema que hilvanara los diferentes factores, cualitativos, cuantitativos, administrativos y financieros, que pudiesen darle a la educación otro tipo de direccionamiento, donde la administración y organización de la enseñanza pudieran prever los posibles obstáculos que regularmente se presentan durante su transcurso, como una medida eficaz que diseñara con anticipación sus viables alternativas de solución (Betancourt, 1959).

Fue así que se fomentó la idea de incrementar los índices de cobertura y escolarización de la educación para contrarrestar las cifras por deserción o repitencia, ya que tal modelo permitiría potencializar las capacidades intelectuales y a partir de éstas, convertir al estudiante en un agente participativo en el desarrollo social, cultural y económico del país, de tal modo que fuera ese elemento dinámico dentro del proceso de desarrollo que se necesitaba (Martínez, Noguera y Castro, 2003). Lo que explica que postulados como el capital humano (Schultz, 1968), al introducir el desarrollo como un nuevo objetivo a alcanzar por las naciones, poco a poco estableció ciertos lineamientos donde la formación tenía que pensarse desde una perspectiva administrativa, capaz de responder a los requerimientos del sistema productivo y en consecuencia, debía ayudar a sostener el equilibrio entre lo económico y lo social, logrando que la noción de nivel de vida se entendiera a partir de parámetros exclusivamente económicos, en el sentido que sólo a través de la preparación profesional, se puede acceder al consumo y posesión de bienes y servicios, todo ello como sinónimo del progreso (Botero, 2004).

Por eso comienza a concebirse la educación, “antes que un problema político y cultural, en un problema eminentemente técnico donde su propósito tendría que estar orientado por una función formativa de capacitación, calificación e instrucción para el trabajo” (Martínez, Noguera y Castro, 2003, p. 102). Y para lograrlo, se hizo necesario

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establecer una alternativa didáctica, metodológica y pedagógica que basada en el conductismo (Watson, 1925), instara al control de los hábitos y pensamientos del ser humano, acomodándolos a las exigencias de una ideología que concibió el espíritu, la naturaleza de la persona, la convivencia, el significado de las relaciones, entre otros, como valores innecesarios para el modo de producción capitalista (Botero, 2004); proceso que al apoyarse en los medios masivos de comunicación, si se tiene en cuenta que a partir de los años 60 y 70, se comienza a transmitir la televisión educativa con programas conductuales como Plaza Sésamo, se dio inicio a la organización e implementación de nuevos sistemas escolares de instrucción programada, particularmente diseñados por tecnólogos que podrían ser aplicados por cualquier clase de docente (Botero, 2004).

Situación que no sólo contribuyó a que se diera una “pérdida de la capacidad crítica, un deterioro de la autonomía intelectual del educador, en tanto contuvo la generación de procesos innovadores, que permitieran desarrollar estrategias pedagógicas acordes con las capacidades de aprendizaje de los estudiantes” (Botero, 2004, p. 45), sino que además, se establecieron políticas que determinaron el tipo de educación que necesitaba el país y por consiguiente, se comenzó a estructurar un sistema educativo apoyado en las nuevas tecnologías, de manera que el estudiante lograra desarrollar el conjunto de competencias que demandaba el modo de producción, lo que conllevó a la implementación de currículos para la capacitación técnica, donde la formación humana, en el mejor de los casos, quedó simplificada a un número de asignaturas optativas, puesto que las exigencias del sistema productivo, propiciaron el imaginario que ésta no ayudaba a mejorar el desempeño laboral (Botero, 2004).

A esto se le agrega la aparición de discursos que posibilitaron las conductas permisivas del alumno, entre ellos,

los implementados por las campañas publicitarias quienes al mostrar que el bienestar social está relacionado con el lujo y el confort, lograron que la institución educativa se convirtiera en un espacio cálido, acolchado para los educandos, a los que se les presenta una realidad que no es la suya y luego les hacen creer que es posible acceder a un mundo lleno de felicidad, porque la preparación técnica que están recibiendo, les ayudará a alcanzarla. (Merani, 1980, p. 20)

En otras palabras, lo que en épocas pasadas sirvió de soporte axiológico y disciplinar para preparar al alumno en su rol social, en este período la labor del educador tenía que entenderse más como el acompañante, el divertido y entretenido facilitador o asesor, y no como el orientador provisto del compromiso, la vocación y la autoridad para asumir la responsabilidad de formar sujetos, que independientemente de su prospecta elección profesional, serían quienes construirían el futuro de la sociedad (Botero, 2004). Al final de cuentas, se estaba dando inicio a la instauración de un modelo educativo que al prevalecer lo técnico sobre la formación de la persona, en efecto se conformaría una escala de valores que preponderaba el tener sobre el ser.

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Fundamento que de acuerdo con los fenómenos económicos y políticos ocurridos a partir de los años 90, sirvió de telón de fondo para que el sistema educativo colombiano tuviera una serie de modificaciones, particularmente relacionadas con el tipo de formación que se debía comenzar a ofrecer de cara al nuevo milenio. Por esta razón la expedición de la Ley General de Educación en 1994, además de sentar un precedente en la historia educativa del país, dado que no sólo pretende regular el sistema educativo, sino que establece la necesidad de “formar personas íntegras, autónomas, capaces de generar conocimiento e igualmente asumir con responsabilidad y autonomía sus derechos y deberes” (Ministerio de Educación Nacional [MEN], 1994, Art. 5), se considera que a partir de dicho momento se inicia un nuevo periodo, el cual será denominado Modelo Educativo de la Ciencia y la Tecnología, puesto que esta normatividad propone la consolidación de un sistema educativo caracterizado por el desarrollo y fomento de la investigación, la adquisición y generación de los conocimientos científicos, técnicos, humanísticos, históricos, sociales, geográficos y estéticos más avanzados, todo ello mediante la apropiación de hábitos intelectuales adecuados para el desarrollo del saber y el fortalecimiento de la capacidad crítica, reflexiva y analítica, como motor que propende el avance científico y tecnológico nacional, orientado con prioridad al mejoramiento cultural y de la calidad de la vida de la población, a la participación en la búsqueda de alternativas de solución a los problemas y al progreso social y económico del país (MEN, 1994).

De esta forma dicha Ley se convierte en el instrumento central que ratifica la pertinencia de acoplar el sistema educativo a las exigencias de la época, puesto que el proceso de apertura económica que afrontó el país como mecanismo de inserción al mercado mundial y por ende a la globalización, requería modernizar el sector educativo, de manera que éste pudiera garantizar una población altamente competente, autónoma, eficiente y capaz de manejar grandes volúmenes de información para la producción de conocimiento en pro del desarrollo de la ciencia y la tecnología, en tanto se comienza a reconceptualizar profundamente todo el quehacer educativo, dado que al redefinir el rol del docente como un productor de conocimiento, en el sentido de manejar eficientemente la información y teorizarla, asimismo debe estar preparado para despertar en el estudiante el interés y la actitud de crear su propia producción intelectual (León, 2004).

Concepción que en cierto sentido explica que algunas disciplinas, entre ellas la informática, la electrónica, las telecomunicaciones, la robótica, la ingeniería, empiezan a ser vistas como las únicas que pueden generar innovación y valor agregado al conocimiento y desde allí, contribuir al progreso y el desarrollo del país (Blandón, 2010; Oppenheimer, 2010). Y aunque desde este punto de vista esta situación corrobora la continuidad de una instrucción técnica, entendida como una preparación de recurso humano que extrae valores de las oportunidades educativas y que a su vez puedan ser cambiables, canjeables y demostrables en el mercado laboral (Martínez, 2005), asimismo esta Ley, más allá de la intención de acomodar el sistema educativo a las condiciones del periodo, particularmente ratifica la necesidad de constituir un sistema educativo que forme “técnicos, tecnólogos y profesionales cuya razón y acción se pongan al servicio del capital, de la empresa y de la racionalidad instrumental” (Léon, 2004, p. 350).

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No obstante, es preciso resaltar que dicha reglamentación, al pretender reorganizar el sistema educativo de acuerdo a las características del contexto socioeconómico del momento, intención que claramente modificó el sentido de la educación, ya que la designa como un servicio, lo que implica en términos de eficiencia, determinar ciertos alcances del currículo, definir las funciones de su administración y establecer los roles, derechos, características y beneficios de los educandos y educadores (Álvarez, 2003; León, 2004; Rodríguez, 2002), lo cierto del caso es que la concibe como un proceso de formación permanente, personal, cultural y social que se fundamenta en una concepción integral de la persona, de su dignidad, de sus derechos y de sus deberes, puesto que debe cumplir una función social acorde con las necesidades e intereses de las personas, la familia y la sociedad, la formación humana es contemplada como una exigencia que dentro del Plan de Áreas Obligatorias y Fundamentales, específicamente para la educación básica y media, debe completar la preparación técnica, particularmente fortaleciendo las competencias que ayudan a optimizar el desempeño productivo del individuo (Romero, 2002).

Consideración que vigorizó la lógica de la “homologación de las costumbres, la proliferación del individualismo, el robustecimiento de la sociedad consumista, la propagación del afán por el lucro” (Romero, 2002, p. 45), entre otros. Escenario que con la aparición de la política El Salto Educativo (1994), aparte de presentar la educación como el eje fundamental del desarrollo económico, político y social del país, en pocas palabras, le concedió el valor intrínseco que tiene una sociedad más educada, esto es, por medio de ésta es que se apropia, se crea y se difunde el progreso científico y tecnológico, e igualmente se construye y transmite una ética de convivencia y equidad, que es sustento del desarrollo integral de una nación, puesto que debe contribuir al propósito nacional de formar un nuevo ciudadano más productivo en lo económico, más solidario en lo social, más participativo y tolerante en lo político, más respetuoso de los derechos humanos y por tanto, más pacífico en sus relaciones con sus semejantes (Departamento Nacional de Planeación [DNP], 1994).

Esto devela que la formación humana, al otorgarle a la educación un papel fundamental para el desarrollo económico del país, empezó a ser legitimada como un conjunto de “materias de relleno”, en el sentido que no son lo suficientemente importantes o no contribuyen al potenciamiento de las competencias técnicas que requiere el escenario económico (Cossio, Naranjo, Castro y Cabañas, 2011; Botero, 2004). Y al recordar que la formación humana comenzó a perder su importancia a partir de La Reforma a la Modernidad, en el actual periodo, así en el papel se le defina como un escenario educativo que contribuye a la consolidación de “seres autónomos, con capacidad crítica, reflexiva y analítica” (Léon, 2004, p. 343), dicho valor quedó relegado por el interés de instaurar una educación que debe preparar eficientemente para

competir en la economía del conocimiento del siglo XXI, ya que sin poblaciones con altos niveles de educación, la región no podrá competir en la nueva era de la economía del conocimiento, donde los productos de alta tecnología —desde programas de software hasta patentes de industria farmacéutica— se cotizan mucho más en los mercados mundiales que las

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materias primas, o las manufacturas con poco valor agregado y cuya receta para crecer y reducir la pobreza ya no será solamente abrir nuevos mercados sino inventar nuevos productos y eso sólo se logra con una mejor calidad educativa. (Oppenheimer, 2010, p. 16)

Perspectiva que con las posteriores publicaciones del Informe de la Misión de Sabios (1995), el lanzamiento del Plan Decenal de Educación (1996-2005 y 2006-2016) y la Ley 1286 de 2009, conocida como la Ley de Ciencia y Tecnología, no sólo se reafirma la intención de seguir consolidando un sistema educativo que fomente actividades científicas y tecnológicas, así como culturales y socioeconómicas, en el sentido que permita una reorientación del imaginario colectivo para la generación de nuevos valores, comportamientos, actitudes cognitivas y prácticas organizacionales adaptadas al mundo moderno, sino que además, se constituye en una alternativa educativa en pro de la ciencia y el desarrollo tecnológico, encaminada a la atención de procesos de cobertura, acceso, infraestructura y programas de capacitación técnica para el progreso de la sociedad, de manera que fueran los motores en la producción de conocimiento, en tanto permitan alcanzar el bienestar, reducir las desigualdades sociales y se logre la proyección de las naciones (DNP, 1994; Gutiérrez y Orozco, 2007).

En este orden de ideas, aunque es evidente que los avances científicos y tecnológicos en el ámbito mundial representan una nueva etapa del neoliberalismo, donde la transnacionalización de las grandes empresas, el ingreso de importantes monopolios al país y los condicionamientos que implantan los capitales internacionales, han venido estableciendo ciertas exigencias a las economías en vía de desarrollo, las cuales se ven obligadas a reestructurar todos los sectores productivos bajo unas reglas de juego que determinan el camino a seguir, en el caso de la educación, al convertirla en un servicio en términos de costo-beneficio, no sólo la obliga a adecuar todos sus procesos administrativos con base a criterios de gradualidad, sostenibilidad, selectividad e integralidad (Landerretche, 1998), sino que dicha situación la insta a redefinir los programas curriculares bajo un enfoque por competencias para la formación profesional, ya que es “imperante romper con la tradición, la cultura, el carácter y la idiosincrasia premoderna que impiden superar el subdesarrollo” (Ahumada, 1996, p. 38).

En consecuencia, dicho escenario, al constituir otro tipo de relaciones sociales, claramente ha venido estableciendo un modelo de formación humana más enfocada hacia el fortalecimiento de un homo economicus (Alcoberro, s. f.), de forma que se constituya un “individuo que se conciba como un ser planetario-humano, capaz de establecer nuevas formas de convivir, pero basadas en términos productivos” (López, 2002, párr. 3). Esto ha propiciado un cierto énfasis por “los logros individuales en pos de un nombre y por ende del reconocimiento público, y lo cual ha conllevado a formar un sujeto individualista, egoísta, arrogante, ambicioso, inequitativo” (Mojica, 1997, p. 76), gracias a un orden axiológico estrechamente vinculado con los procesos de producción, es decir, relacionados con la eficiencia, eficacia, competitividad, productividad, emprendimiento, innovación, globalidad, creatividad, inteligencia,

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sagacidad, ímpetu, vanguardismo y demás preceptos que compone el lenguaje administrativo actual (Botero, 2004).

Instancia que corrobora la intención de validar la formación humana como una simple oferta de contenidos accesorios en los planes y programas curriculares, ya que la evidente necesidad de generar valor agregado a todas las actividades de la vida cotidiana, no sólo ha reconfigurado ese tradicional conjunto de valores que determinaban las formas de relacionarse consigo mismo y con el Otro, sino que además, ha fortalecido el imaginario que no es necesario ofrecerle a la persona una educación que le ayude a formar su carácter y su personalidad, le permita el desarrollo del pensamiento crítico y autocrítico, le propicie el fortalecimiento de la intelectualidad, de manera que pueda definir su propio proyecto de vida y la realización de su propio ser (Botero, 2004; León, 2004; Jaramillo, 2002). Y aunque algunos estudiosos del tema (Bauman, 2004; Duque, 2000; Hansen, 2001; Jaim, 1999; Parra, 1996; Toffler, 2006; Zapata, 1994) vengan haciendo un llamado de atención sobre la necesidad de recuperar aquel orden axiológico que en algún momento caracterizó la sociedad, gracias a unos patrones educativos que inculcaron la necesidad de formar seres humanos a partir de lo holístico, no puede desconocerse que infortunadamente para las necesidades del actual entorno económico, es irrelevante una formación humana que inste al autoreconocimiento del ser y su desarrollo personal, puesto que se requiere de una educación que motive la obtención del dinero y el éxito como sinónimos del progreso.

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