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TIERRADE

CANELA

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TIERRADE

CANELA

Traducción: Martín R-Courel Ginzo

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Algunos de los nombres de los personajes que aparecen en el libro se han cambiado en aras de proteger la privacidad de las personas y su anonimato.

Título original: The Good Daughter© Jasmin Darznik, 2011Publicado por Grand Central Publishing, una división de Hachette book Group, Inc.Traducción publicada bajo licencia de Sandra Dijkstra Literary Agency y Sandra Bruna Agencia Literaria, S.L.

© Editorial Viceversa, S.L.U., 2011 Àngel Guimerà, 19, 3º 2ª. 08017 Barcelona (España)© de la traducción Martín R-Courel Ginzo, 2011

Primera edición en castellano: junio 2011

Todos los derechos reservados. Bajo las sanciones establecidas en las leyes, queda rigurosamente prohibida, sin autorización escrita de los titulares del copyright, la reproducción total o parcial de esta obra por cualquier medio o procedimiento, sea electrónico, mecánico, por fotocopia, por grabación u otros, así como la distribu-ción de ejemplares mediante alquiler o préstamo públicos.

ISBN: 978-84-92819-68-3Depósito legal: B-20825-2011Impreso y encuadernado en Rotocayfo (Impresia Ibérica)Printed in Spain – Impreso en España

www.editorialviceversa.com

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A mi madre y a mi abuela

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Prólogo . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 9

La avenida Moniriyeh . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 15

Aroos (la novia) . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 47

El sueño del opio . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 74

En casa de Sohrab . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 111

El exilio . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 132

El callejón de Zahirodolleh . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 150

Damad farangi (el novio extranjero) . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 169

El Trono del Pavo Real . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 191

La revolución . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 247

La Buena Hija . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 282

Agradecimientos . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 311

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omo todas las fotografías que nos acompañaron cuando abandonamos Irán, ésta era fl exible y gruesa como el cue-ro. Tenía los bordes destrozados y un largo pliegue blanco

atravesaba la imagen. Aparentemente, era una fotografía vieja como cualquier otra, pero era distinta a las demás.

La chica que aparecía en ella era mi madre, Lili, y aunque no podía tener más de catorce años, alguien le había perfi lado los ojos con kohl y pintado los labios con un carmín tan oscuro que parecía negro. Llevaba un vestido de satén, tirante en el torso y ceñido en la cintura, y sobre los hombros, torpemente encogidos, le caía un velo nupcial. El hombre que estaba a su lado no era mi padre. Yo nunca lo había visto. Acompañaba su esmoquin con un sombrero fedora gris, y su mano derecha, de dedos sorpren-dentemente elegantes, rodeaba la cintura de mi madre.

Una novia, me percaté con un sobresalto; mi madre había sido una vez la novia de aquel extraño.

Casi tan increíble como esta revelación era la expresión del rostro de mi madre en la foto. Con la mirada clavada en la dis-tancia y el labio inferior componiendo un puchero, cabía pensar que en la siguiente foto saldría llorando. Jamás habría imagina-do a mi orgullosa madre iraní con aquella expresión.

Me senté, perpleja, sujetando la foto entre el pulgar y el índi-ce, incapaz de apartar la mirada. Estaba en la casa de mi madre,

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a la que jamás habría imaginado regresar. Era casi de noche, cinco semanas después del funeral de mi padre; estaba ayudan-do a mi madre a revisar las cosas de él, y la fotografía se había caído de entre un montón de cartas cuya escritura persa mis ojos ya no podían seguir. Una fotografía escondida, olvidada y ahora encontrada.

Probablemente los iraníes se encogerían de hombros ante un descubrimiento así, elevarían los ojos al cielo y apelarían al qes-mat, o destino, una palabra que había oído a menudo en los días que siguieron a la muerte de mi padre. El qesmat, dijo mi madre, me había traído de nuevo a California. Hacía casi un año que no la veía cuando me llamó para decirme que mi padre estaba en el hospital y que tenía que ir a casa… ya. Salí de mi piso en la costa Este sin siquiera hacer una maleta. Murió antes de que mi avión aterrizara en San Francisco, pero regresaba a la casa de mis padres sin estar preparada todavía para las lágrimas.

Mi madre y yo sufrimos nuestro desconsuelo distanciadas, cada una a su manera. Las amigas de Lili la rodeaban, llorando con ella, reconfortándola y acompañándola en los rezos un día tras otro. Yo me encerré en mí misma. No lloré. Tres días des-pués del funeral, llevé a mi madre en coche al aeropuerto y jun-tas contemplamos el féretro lleno de lazos negros con el cadáver de mi padre cuando era subido al avión que lo transportaría a través del océano hasta Alemania, la patria a la que había re-nunciado cuando se trasladó a Irán en los años sesenta del siglo pasado para casarse con mi madre. Aquella mañana de diciem-bre, el cielo, casi sin nubes, era de un azul excepcional. «Qesmat», susurró mi madre cuando el avión trazó un arco y desapareció de la vista, y entonces, al oír eso, por fi n lloré.

Hubo un tiempo en que habíamos conformado nuestro pro-pio mundo, mi madre Lili y yo, una pareja constante e íntima más allá de la cual no me era dado imaginar nada, y menos que nada, a mí misma. Entonces vinimos a Norteamérica y empecé a convertirme en una chica norteamericana. Fue entonces cuando mi madre empezó a hablarme de la Buena Hija. La Buena Hija vivía en Irán. Ella no replicaba… como había aprendido a hacer yo en este kharab shodeh, en este lugar corrompido. En realidad, ella generalmente no hablaba mucho. La Buena Hija escuchaba.

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Atendía —siempre— a lo que se le decía sobre los modales y el recato. Ella no se iba por ahí a jugar sola en la calle. La Buena Hija se sentaba al lado de su madre y se embebía de sus palabras. Cuando un hombre la miraba, bajaba los ojos de inmediato. Y era muy, muy bonita, con una cara dulce y una melena larga y suelta, exactamente igual que las de las doncellas de las minia-turas persas.

Con los años la Buena Hija se convirtió en una pulla diri-gida a mi persona, en una advertencia, un presagio. Cuando le hablaba a mi madre de modo poco recatado, cuando me po-nía una falda demasiado corta o dejaba que los chicos ligaran conmigo, ya no era la verdadera hija de mi madre, su Buena Hija.

—Si te vuelves como las chicas de aquí —decía mi madre—, regresaré a Irán para vivir con mi Buena Hija.

Yo sabía que la Buena Hija no era más que un cuento que ella se había inventado para asustarme y convertirme a mí tam-bién en una buena hija. Contar tales historias era la forma que tenía mi madre de mantenerme cerca y de que siguiera siendo buena. Pero yo no quería tener nada que ver con la Buena Hija del mundo iraní de mi madre. Cuanto menos me pareciera a ella, tanto mejor para mí. Cuando encontré la fotografía de mi madre vestida de joven novia, ya me había ido de casa, como hacen las chicas de este país y jamás harían las verdaderas hijas iraníes.

Sin embargo, después de la muerte de mi padre permanecí cuarenta días en la casa paterna, sonriendo y asintiendo con la cabeza como la Buena Hija de los cuentos de mi madre, mientras sus amigas venían de visita por las tardes, envueltas en sus velos ribeteados de encaje y con los ojos esmeradamente maquillados. «¿Y qué va a hacer ahora?», cuchicheaban entre sí, y durante cuarenta días les serví el té y las observé en silencio, mientras ellas a su vez observaban a mi madre en busca de alguna pista.

Concluidos los ritos fúnebres y desaparecidas las visitas, cuando encontré la fotografía, la casa estaba por fi n vacía. Las bandejas de dátiles, pasteles y frutas habían sido retiradas, y los envases de cartón continuaban esparcidos por los suelos de todas las habitaciones. Estuve hasta bien entrada la tarde recogiendo ropa, facturas, cartas y los álbumes de fotos encuadernados en

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piel de mi madre. En uno de los dormitorios de invitados encon-tré los libros de Rilke, Kant y Khayyam de mi padre, y también el Corán con adornos dorados, el rosario y el chal de oración de mi abuela Kobra. En el armario empotrado de mi antiguo dormitorio encontré las muñecas gitanas que mi abuela había cosido para mí en Irán hacía años y un libro de dibujos persas pintarrajeado con mis garabatos infantiles.

Mi madre y yo estábamos solas en la casa donde ella ya no podía permitirse seguir viviendo, y cuando la fotografía se desli-zó de entre un puñado de cartas, ella se encontraba arriba, dur-miendo, con un frasco de Valium abierto encima de la mesilla.

Llevé la fotografía al salón y me senté en el suelo con las pier-nas cruzadas durante mucho tiempo, mirando fi jamente la gran fotografía de estudio en blanco y negro de mis padres el día de su boda. Teherán, 1962. Ella, con el pelo negro como el azabache y unos ojos de Cleopatra, haciendo de Elizabeth Taylor para el Richard Burton rubio y algo avergonzado de mi padre. Crecí con esa foto y escuchando historias sobre la boda de mis padres, que a ella le encantaba relatar. Todos los ojos, me había conta-do, la seguían el día que se casó con su damad farangi, su novio europeo. Como prueba de lo que había sido ella, de lo que había sido nuestro país en otro tiempo, colgó aquel retrato en todos los hogares que tuvimos en Norteamérica: la casa adosada de Terra Linda, la de cinco dormitorios en las colinas de Tiburón, la villa de Richardson Bay. Durante muchos años, si alguien me hubiera pedido que le hablara de Irán, habría señalado aquella fotogra-fía de mis padres, como si todas las historias empezaran allí y en aquel momento.

Ahora había encontrado una fotografía que había sobrevivi-do a la revolución, a la guerra, al exilio y también a algo más: a la voluntad de mi madre de olvidar el pasado. Aunque aún no podía imaginar las historias que aquella foto escondía, la metí entre las páginas de un libro y me la llevé a cuatro mil ochocien-tos kilómetros de distancia.

Seis meses más tarde estaba de nuevo en California, sentada en el nuevo anejo para la tercera edad que mi madre había con-seguido montarse en su villa de estilo español. Por entonces el resto de la casa estaba alquilada, y ella vivía en dos pequeñas

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habitaciones abarrotadas con todo lo que había salvado tras la muerte de mi padre. Había renunciado al entretenimiento que le proporcionaban sus amigas, argumentando que aquello estaba demasiado lleno de cosas para servir un té en condiciones; por tanto, ¿qué sentido tenía invitar a nadie a casa?

Para entonces, yo había mirado la fotografía tantas veces que podía dibujar todos sus detalles de memoria. ¿Quién, me preguntaba una y otra vez, era el hombre que estaba a su lado? ¿Qué había sido de él? ¿Y por qué mi madre jamás me había hablado de aquel matrimonio?

Durante mucho tiempo su tristeza, y la mía, por la muerte de mi padre, había hecho imposible que le formulara esas pregun-tas. Habían pasado seis meses, y todavía no sabía cómo empezar. Pero la fotografía permanecía grabada en mi mente. Tenía que saber la verdad, no importaba lo doloroso que me resultara pre-guntar, o a mi madre responder a mis preguntas.

Carraspeé. —Mamá —dije al fi n, y le tendí la fotografía. Le echó un vistazo y luego me miró a los ojos, intentando

descifrar qué era lo que yo entendía, si es que entendía algo, y lo que ella aún podía evitar que yo supiera. Sacudió la cabeza y siguió bebiendo su té.

—No —murmuró fi nalmente, desviando la mirada—. Esto no tiene nada que ver contigo en absoluto. —Dejó la taza, me arrancó la foto de la mano y salió de la habitación.

No volví a mencionar la fotografía. Los siguientes días, en los que ambas nos mantuvimos alejadas la una de la otra, se hicie-ron eternos, así que me sentí agradecida de regresar a la costa Este. No volvimos a hablar durante algunas semanas, pero unos días antes de que empezara el nuevo trimestre de la universidad, me llamó y me acusó de hurgar en sus cosas. Le había robado la fotografía, dijo, y no había nada más que hablar al respecto.

Entonces empezó a mandarme las cintas. La primera llegó en primavera, pocas semanas después del No Rooz, el Año Nue-vo iraní. Al fi nal serían diez. Aquel año, mi madre Lili, sentada a solas en su casa de California, le contó para mí la historia de su vida a una grabadora de casetes. Las cintas llegaban siempre rotuladas en persa, y apenas discerní mucho más que mi nombre cuando abrí el sobre y me encontré con la primera. Mientras re-

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corría con las yemas de los dedos la inscripción de mi madre, me acordé de que no tenía un reproductor de casetes. A la mañana siguiente fui a comprar uno, y con él la historia de mi madre empezó a discurrir entre nosotras como una vida secreta.