168059780 08 Avenburg Carnaval en Iruya
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Departamento de CULTURA Y ARTE
Teorías de la Cultura Material Didáctico
Autores: Avenburg, Karen. 2010. “Comidas
y copleadas. Reflexiones en torno al carnaval iruyano (Salta-Argentina)”. En Cruz, Enrique (comp.), Carnavales, fiestas y ferias en el mundo andino de la Argentina. Pp. 17- 42. Salta: Purmamarka Ediciones
Carrera Gestión Cultural Docentes Laura Ferreño – Ana Lucía Olmos Alvarez – Karen Avenburg
1
Comidas y copleadas. Reflexiones en torno al carnaval iruyano (Salta-Argentina)1
Karen Avenburg
Licenciada en Ciencias Antropológicas (FFyL, UBA). Becaria de Conicet para el Doctorado
en Antropología (FFyL, UBA). [email protected]
Introducción
El carnaval es una fiesta que se remonta a cultos agrícolas de la antigüedad,
vinculados desde la Edad Media con los días que preceden a la cuaresma (Cortazar 1949,
Bajtín 1994). Con la conquista de América en el Siglo XV, el carnaval se introdujo en el
continente combinándose con celebraciones prehispánicas. En la zona del Noroeste
Argentino, esta festividad de origen europeo se articuló con prácticas locales relacionadas con
el ciclo ritual agrícola (Merlino y Rabey 1983), destinadas a homenajear, agradecer y pedir a
la Pachamama. Estas prácticas obedecían y obedecen a un ideario de acción sobre la
naturaleza en el que los ciclos agropecuario y ritual van de la mano. Con variantes locales, en
toda esta región se advierten fuertes similitudes en los festejos del carnaval, dando cuenta de
una matriz cultural común (Cámara de Landa 2006).
En el pueblo de Iruya el carnaval, realizado en el mes de febrero –la fecha varía en
función de la Pascua en el calendario gregoriano-, es una de las muchas celebraciones que
tienen lugar todos los años. Combina diferentes actividades, que se dividen entre el carnaval
grande –de sábado a miércoles- y el chico –sábado y domingo. En el primero, las actividades
consisten, fundamentalmente, en la sacada del carnaval, la yerra y señalada de animales, los
almuerzos y las copleadas; en el segundo, se realiza un baile popular, sale a coplear la
comparsa y se entierra el carnaval. Diversos actores sociales explican que se asocia con la
diversión, y con el acto de compartir –trabajo, comida, bebida, música-, tanto con la
comunidad como con la Pachamama, asumida como un elemento vital de intercambio que se
sintetiza en la idea de que ésta constituye “nuestra madre, que es la Tierra, que nos da de
comer” (Luciana)2
1 Una versión preliminar de este trabajo fue presentada en las V Jornadas Nacionales Homenaje a Guillermo Magrassi “Conocimiento científico y comunidad. De la Puna al Atlántico”. Mar del Plata (Argentina), 5 al 7 de junio de 2008. Agradezco a los coordinadores y participantes de la mesa “Fiestas. El carnaval de la puna argentina al Atlántico” por sus comentarios, y a Ana Spivak L’Hoste por sus siempre generosas y estimulantes lecturas críticas. Estoy en deuda también con todos los iruyanos que me reciben con tanta calidez y hospitalidad, así como con aquellos que pacientemente responden a mis constantes preguntas, discuten y reflexionan conmigo.
.
2 Los nombres de mis interlocutores son ficticios.
2
En este trabajo me propongo reflexionar en torno a dos de las actividades que se llevan
a cabo en el carnaval iruyano: los almuerzos y las rondas de coplas. La hipótesis central
sugiere que en esta fiesta los actores dan sentido a la experiencia del mundo occidental,
tejiendo interpretaciones del pasado –pre y post colombino- y del presente, articuladas con
deseos en torno al porvenir.
Iruya
En tanto gran parte del análisis discurre sobre la relación entre las prácticas abordadas
y las interpretaciones de las experiencias atravesadas por la “comunidad”, es necesario trazar
un breve recorrido histórico-social de la región. El pueblo de Iruya es la cabecera del
Departamento homónimo ubicado en la provincia de Salta (Argentina). De acuerdo con los
estudios realizados por Carlos Reboratti (1998) sobre el territorio de la Alta Cuenca del Río
Bermejo (ACRB), esta zona habría estado ocupada en tiempos prehispánicos por los ocloyas3.
En el S. XV fue incorporada al Kollasuyu -una de las cuatro regiones del Tawantinsuyu-,
factor que generó cambios profundos en la población, tales como la relocalización de grupos,
nuevas relaciones interétnicas (Sanchez y Sica 1990), etc. A partir de la conquista europea en
el S. XVI, la dominación española se organizó en torno a las encomiendas y las mercedes de
tierras4, reorganizando y relocalizando poblaciones. De allí se fueron formando las grandes
fincas o haciendas, basadas en un principio en el trabajo servil de los encomendados a cambio
del derecho a usar las tierras. En el período poscolonial, las grandes fincas pasaron de tener
una economía destinada al mercado altoperuano, a ser unidades rentísticas5
3 Generalmente se hacen referencias a este grupo, aunque el actual Noroeste argentino fue una región multiétnica y la ACRB estaba habitada por diferentes grupos –ocloyas, churumatas, paypayas, osas, chiriguanos, mataguayos-; si a esto sumamos las fuertes modificaciones introducidas en el período incaico y las desnaturalizaciones generadas por los españoles, se entiende la dificultad para saber con seguridad quiénes habrían habitado esta región específica con anterioridad. Respecto a los ocloyas, se sabe que poseían una fuerte relación con los omaguacas -que habitaban al otro lado de la Sierra de Zenta-, pero está todavía en discusión tanto la afiliación étnica de los ocloyas y las relaciones interétnicas preincaicas, como si los mismos fueron trasladados como mitmaqkuna del Incanato o si el asentamiento incaico fue posterior (Lorandi 1984, Reboratti 1998, Sanchez y Sica 1990, Zanolli 2005).
. Según Jorge
Morina (1997), todavía hasta las primeras décadas del S. XIX los pobladores de la región
mantuvieron la base económica prehispánica. La misma consistía en actividades agrícolas y
ganaderas de subsistencia a través de un sistema de producción comunitario que propiciaba el
4 La merced de tierras era la cesión de un territorio por parte de la corona a un español, para su “puesta en valor”; la encomienda, la cesión de los derechos de trabajo sobre un grupo de indígenas para catequizarlos, debiendo los encomenderos armarse para defender a la corona cuando fuera necesario. No obstante, en la práctica implicó casi exclusivamente una herramienta de control del trabajo y extracción de renta mediante el tributo. 5 Entre 1811 y 1813, el gobierno nacional abolió los tributos, por lo que comenzó a extraerse la renta mediante el pago por el derecho al uso de la tierra –para agricultura y pastoreo-, transformando de esta manera a los campesinos en arrendatarios.
3
autoabastecimiento del sistema. No obstante, la asimetría de la relación entre campesinos y
terratenientes limitaba la autonomía de las comunidades, a lo que se sumaba una creciente
fragmentación interna.
La profundización de dichos quiebres tuvo lugar en la primera mitad del S. XX con la
incorporación de esta zona al sistema de los ingenios azucareros. Mediante una amplia red de
influencias, se implantó la circulación monetaria vía la introducción de nuevas mercaderías y
la necesidad del trabajo en la zafra. Esta necesidad fue producida por las deudas surgidas ante
la compra de mercadería y por la coerción directa: las familias podían ser desalojadas si no
aportaban trabajadores para los ingenios. Pese a que la población retornaba todos los años a
sus hogares para realizar sus trabajos agrícolas, no podía ya, por estar en la zafra, completar el
sistema de producción. Como un círculo vicioso, esto incrementaba la pérdida de autonomía
económica comunitaria, tornando vital el trabajo en la zafra. Junto con el sistema de
subsistencia se resquebrajó también la organización comunitaria: “El trabajo en el ingenio ha
contribuido para que poco a poco se vayan perdiendo incluso las tradiciones comunitarias
campesinas, como era el trabajo de minga (la vuelta de mano o trabajo recíproco)” (Reboratti
1998: 182). Pese a las relativas mejoras en los salarios y condiciones de trabajo a raíz del
Estatuto del Peón y a las movilizaciones de la población indígena en la década del ’40 –
asociado todo ello a la figura de Perón-, se consolida una articulación subordinada del
campesinado a la agricultura capitalista y al complejo agroindustrial (Morina 1997).
En ese escenario, afirma Reboratti (1998), el sistema de subsistencia y la organización
comunitaria de la región se fueron desestructurando en su relación desigual con la “sociedad
central”. Esto ocurrió en el marco de una estructura agraria compuesta por dos subsistemas de
relaciones sociales: aquellas propias de la producción precapitalista de la zona y el vínculo de
un sistema agrario previo con las relaciones de producción capitalistas (Morina 1997). De
todas maneras, los reclamos de la población indígena marcaron hitos que sentaron
precedentes y fueron revalorizados en las demandas resurgidas desde fines de los años ’80
(Weinberg 2004). A su vez, estas demandas tomaron nuevo cariz en el marco de la reforma
constitucional de 1994 -a partir de la cual se concretan algunas expropiaciones de fincas que
pasaron a ser tierras comunitarias6
En la actualidad la población, que presenta una creciente auto-adscripción a grupos
indígenas, se identifica fundamentalmente como Kolla. Este referente de identificación no
-, y del otorgamiento de subsidios nacionales e
internacionales a las comunidades indígenas.
6 Ver Cladera (2008), Hocsman (2000) y Weinberg (2004) para los casos de las comunidades Kollas de Finca Potrero y Finca Santiago (Departamento de Iruya).
4
supone una identidad estática que viene “desde siempre”. Las identidades étnicas implican
procesos dinámicos: se sabe que la presencia Inca en la región generó cambios, a los que se
sumaron las posteriores modificaciones y consolidación de identidades en el marco de las
encomiendas bajo el dominio español (Zanolli 2005). Sin duda la adscripción al grupo kolla
se relaciona con la incorporación de la población local al Kollasuyu. Pero también se vincula
con las diferentes interacciones con el estado nacional, tanto desde las categorizaciones
hegemónicas estigmatizantes que han legitimado su carácter subordinado, como desde su
revalorización en el contexto de las luchas por la recuperación de tierras y otros derechos en
términos de pueblos originarios. Así, estas identidades se vinculan a la relación con la tierra, a
modos específicos de organizar el trabajo en ella y, por ende, a un sistema comunitario que si
bien en parte prevalece -resignificado desde la actualidad-, fue parcialmente minado en su
articulación con la sociedad envolvente.
El carnaval iruyano
Según explican diversos actores sociales, el carnaval es una fiesta que “Viene de años
y años” (Helena). Es un momento en el que se comparte la comida, la bebida y el trabajo. Está
asociado a la diversión y a la figura de la Pachamama: “generalmente nosotros relacionamos a
la Pachamama con todo, y le damos de comer para el carnaval para que ella nos proteja, y
sabe que es una fiesta alegre para nosotros y para ella también” (Luciana). Esta asociación
con la Pachamama, la comida y la alegría, permite constatar el carácter ritualizado de este
momento central del ciclo agrario. De acuerdo con Rodolfo Merlino y Mario Rabey (1978),
las ceremonias que se realizan en esta época cierran el ciclo agrario-ritual. El mismo
comienza con los cultos propiciatorios destinados a la Pachamama en el mes de agosto,
cuando la naturaleza alcanza un estado límite por el rigor climático, y por el agotamiento de
pastos y reservas alimenticias7. Entre febrero y marzo, época de cosechas, nacimiento de
animales y reverdecimiento de las zonas cercanas de pastoreo, culmina dicho ciclo con
rituales propiciatorios en los que se festeja y agradece la abundancia y la reproducción. En
esta época también se yerra y señala al ganado que se encuentra en los lugares de pastaje
cercanos, antes de ser trasladado al valle, que “es más pastoso”8
7 Ver Avenburg y Talellis (2008) para una descripción del Día de la Pachamama en Iruya.
. Acorde a una práctica
ganadera de tipo trashumante que “se manifiesta como un movimiento periódico entre tierras
ubicadas a distintas alturas, a partir de la necesidad de pasturas y agua” (Hocsman 2000: 2),
los animales volverán al cerro cercano en diciembre cuando, ya en temporada de lluvias,
8 Sic por “con más pastos” (Luciana).
5
estará en condiciones de alimentarlos. Algunos iruyanos destacan que este vínculo entre el
ciclo ritual y el agropecuario proviene de tiempos prehispánicos, ya que el carnaval “para
nosotros ancestralmente sería el Qapaj Raymi, que sería el festejo de las primeras cosechas”
(Martín).
A veces se asocia al carnaval con el diablo, dado que “ya uno sabe por cuentos de los
abuelos (que es en el tiempo de carnaval) cuando dios le da soltura al diablo” (Luciana). Si
bien en muchas ocasiones se refieren al diablo cristiano, otras aclaran que no es como aquel,
sino que es el Pujllay, “el diablo del carnaval lo llaman, o sea que es alguien alegre, así. No
así como el diablo del mal, que llamamos nosotros” (Luciana). Puede advertirse aquí la trama
que unifica en la festividad del carnaval a las creencias y rituales locales con otras propias del
cristianismo.
El carnaval de Iruya comienza el sábado anterior a las fechas oficiales de esta
celebración -lunes y martes de carnaval- con una serie de actividades que se suceden hasta el
domingo de la semana siguiente. La secuencia en la que participé en el año 2007, que se repite
cada año con algunas posibles variaciones, transcurrió de la siguiente manera:
El sábado invita una familia a sus corrales donde, tras un abundante almuerzo, se
señala o yerra a la hacienda y, ocasionalmente, se capa algún toro9
9 La yerra consiste en marcar a los animales con hierro caliente. En la señalada se hacen tajos en las orejitas y por lo general se las adorna con lana. En diferentes cantidades y variedad, de acuerdo con la familia que invite a sus corrales, suele haber vacas, burros, llamas, ovejas, caballos y toros. Algunos toros son “capados" –castrados-, para que solo procreen aquellos que tienen “lindo cuerpo, o linda parada, como decimos nosotros, la estampa, la figura” (Luciana).
. Allí comienza la copleada
-o cajeada- que luego se traslada a la casa de algún integrante de la familia a donde se canta
hasta el amanecer. El domingo tiene lugar la “sacada del carnaval” en un hogar que cambia
cada tres años. Esta actividad, a diferencia de la anterior que es financiada mayormente por la
familia, se realiza “en colaboración” es decir, la comisión organizadora del evento recauda
dinero para la comida y bebida, y se distribuyen las tareas. Se almuerza, se canta y baila, y allí
se “saca” el carnaval. El desentierro o sacada del carnaval consiste en hacer un pozo -la
“bocatierra”- y darle de comer y beber a la Pachamama agradeciéndole por lo que brindó, y
pidiéndole por la por la multiplicación de la hacienda, el bienestar de los dueños de casa y el
resto de la comunidad, y el buen desarrollo del carnaval. Al atardecer se dirigen a la casa de
otra familia a continuar la “cantada” y, a la madrugada, al hogar de otra persona. Algunas de
las familias o personas individuales –siempre con ayuda de otros- suelen invitar todos los
años, de manera tal que se sabe de antemano –y se pauta explícitamente antes del carnaval-
6
que determinados días se va a una u otra casa. Los días subsiguientes continúan las comidas y
copleadas hasta el miércoles de cenizas, cuando culmina el “carnaval grande” con una nueva
copleada tras la misa10. Los días posteriores hay una suerte de “impasse” hasta el sábado a la
noche, exceptuando a los niños que juegan en la calle tirándose “bombuchas” entre sí y a
algunos transeúntes. El sábado comienza el “carnaval chico”, con un baile popular11 por la
noche en el que se presentan los “disfrazados”12 y se baila hasta el amanecer. El domingo por
la tarde estos últimos, seguidos por una multitud, van por la calle, casa por casa, tocando la
puerta y entrando a cantar allí donde los invitan a beber -cerveza, vino, vino con gaseosa,
gaseosa, chicha-, coplas con caja. A lo largo de todo el recorrido la gente –principalmente
niños, jóvenes, adultos y en menor medida gente mayor- juega tirándose entre sí, a la
comparsa y a los que pasan, “bombuchas”, serpentinas, pintura, harina, “nieve” de carnaval,
talco y agua. La recorrida por el pueblo desemboca en un espacio al aire libre junto a una
quebrada, en donde se realiza el entierro del carnaval: tras rezar una oración, se echa vino y
gaseosa, se tira parte de los disfraces y se sacuden las serpentinas y el talco13
Sin detenernos en las complejidades de las diferentes actividades -que ameritarían otro
trabajo-, me centraré específicamente en los almuerzos y las rondas de coplas. Veremos que
ambas instancias se entremezclan y asocian con los excesos, la liberación y el compartir. Esto
se puede ver en la opinión de Luciana, quien explica que el sentimiento que despierta el
festejo del carnaval es “Alegría y... como que se sueltan más, se liberan más; como que... en
el resto del año como que cada uno está en sus cosas y en los días de carnaval comparten, se
ríen, conversan, cantan, y todo eso, ¿ve? Como que se abren un poquito más hacia el resto de
la comunidad”.
. Según explica
Rodrigo, “Es como que... agradecés y bueno, si Dios permite que para el año se vuelva a dar,
es como que le entregás toda tu ropa, o sea que ya comienza otra vida, entonces dejás todo”.
Finalmente, se baja del entierro del carnaval y, cantando coplas, el grupo se dirige a una
cantada a la casa de quien invite ese día. Culmina entonces esta fiesta hasta el año siguiente.
10 Si bien ahora van a la misa y “el curita las echa las cenizas ahora”, antes “en las casas que convidaban, echaban cenizas. Cenizas del fuego, que ellos separaban ya bonita la ceniza, lo echaban ya en la cabeza en forma de cruz” (Luciana). Esta apreciación da cuenta, justamente, de esas variaciones posibles en la actuación del festejo. 11 En los llamados bailes populares predomina la cumbia, generalmente tocada en vivo. Los bailes exceden los propósitos de este trabajo, lo que no quita la importancia que actualmente revisten estas expresiones musicales en las fiestas locales y en los procesos identitarios (Avenburg 2008). Para un análisis del baile popular en el carnaval iruyano, ver Avenburg (2009). 12 Grupo de gente que confecciona sus disfraces para esta ocasión, disfraces que al día siguiente serán “enterrados” o guardados hasta el próximo año. 13 Algunas personas dicen que se entierra al diablo, pero otras no. Esto se vincula con las diferencias entre quienes se refieren al carnaval como el momento en que se suelta el diablo, y quienes no lo hacen.
7
El “banquete”
Los almuerzos en los que una familia invita a la comunidad a sus casas o corrales
ocupan un lugar destacado en esta fiesta. Se realizan frecuentemente antes o después de la
yerra y señalada en los corrales o para la sacada del carnaval. Allí se come carne, papas,
queso, ensalada, mote, pan y sopa, entre otras cosas, y se acompaña con vino, gaseosa –por
separado o mezclados-, soda, cerveza, etc. El acto de compartir la comida está fuertemente
asociado al trabajo: como me dijo una de mis interlocutoras, “cada uno comparte lo de la
hacienda, y ahí comparte un asado entre todos, también comparte el que te ayuden a pialar a
los animales, a agarrarlos para contarles las orejas, señalarlos y así”. En estos almuerzos lo
que se comparte es el fruto del trabajo, hecho que no carece de peso en las fiestas populares.
Salvando las distancias espaciales y de contexto histórico, es significativo el énfasis que hace
Mijail Bajtín (1994), en su análisis sobre la cultura popular en la Edad Media y el
Renacimiento, del papel del banquete en las fiestas populares. El acto de comer deriva del
trabajo; siendo ambas actividades colectivas, si tomamos la interpretación del autor, el acto de
comer implica un modo de relacionarse con el mundo en un encuentro en el que, mediante la
absorción de alimentos, el hombre triunfa por sobre aquél, ya que lo “engulle” en vez de ser
“engullido”. En efecto, en las comidas del carnaval iruyano se pone el foco en el acto de
compartir alimentos obtenidos gracias al trabajo conjunto; volvemos nuevamente a la
consideración de la naturaleza como parte del ciclo vital del hombre, vivida en forma concreta
en el plano material, corporal, y que se expresa en un ritual indisociable del ciclo agrícola.
Por otro lado, se puede considerar la manera en que los concurrentes se alimentan -nos
alimentamos- con esa comida producto del trabajo: por lo general se come con las manos,
cada uno se sirve de fuentes comunes y se comparten vasos -especialmente cuando, en las
copleadas y yerreadas, alguien va convidando alguna bebida, sirviéndola en un mismo
recipiente a una persona tras otra. Como “actriz social” proveniente de otro contexto
sociocultural me ha llamado la atención este tipo de comportamiento –que en cierta medida
incorporo al participar de variados eventos en Iruya-, diferente tanto al que impera en mi
medio como al que se observa en comedores y casas particulares en la cotidianeidad iruyana.
En su estudio sociogenético sobre el comportamiento social desde el medioevo hasta la Edad
Contemporánea, Norbert Elias (1993) historiza la idea de “civilización” y demuestra cómo el
comportamiento corporal, entre otras cosas, es producto de un proceso histórico específico. Esta
perspectiva me permitió desnaturalizar mis propios modos y reflexionar acerca de ciertas
diferencias que encontraba en estos eventos.
8
Las reglas en la Edad Media, afirma Elias, no limitan tanto los afectos y emociones,
los modales son más libres y los controles más suaves que en tiempos posteriores. Las formas
de comportamiento en la mesa se han ido modificando en un movimiento lento y, aquellas a
las que estamos acostumbrados en muchas regiones del mundo occidental actual, no son
“naturales”. La reorganización de las relaciones humanas en el proceso de constitución de un
Estado absoluto tiene una influencia directa en el cambio en las costumbres que resulta en
nuestra forma “civilizada” de comportamiento y sensibilidad, y en las transformaciones de la
estructura psíquica. El aumento de la presión de la competencia social, explica Elias, ha ido
provocando, a lo largo de la historia occidental, una progresiva diferenciación de funciones
sociales y una ampliación de la cadena de interdependencias. De allí que cada vez más
individuos dependan de los demás, por lo que se hace necesario que su comportamiento se
organice más rígidamente para que sus acciones cumplan su función social. Lo que antes, en
nuestra sociedad, producía placer, ahora produce muchas veces desagrado; por ser
manifestaciones impulsivas socialmente indeseadas, son ahora reprimidas. Esto no implica
únicamente una regulación consciente, sino que las pautas de control se inculcan desde
pequeños y se van consolidando junto con un aparato de autocontrol automático que intenta
evitar las infracciones a través de “una barrera de miedos”.
Dentro de su exhaustiva descripción de pautas de comportamiento en el período
abordado, Elias analiza el desarrollo en la técnica del comer y la explica a partir del nivel de las
relaciones humanas y de la configuración de las emociones. Según afirma el autor, “las
personas que acostumbraban a comer como lo hacen los hombres medievales, es decir, que
cogen la carne con los dedos de una bandeja común, que beben vino de una misma copa y
sopa del mismo tazón o del mismo plato, (...) tenían unas relaciones comunes distintas de las
que tenemos nosotros; y no solamente porque tuvieran una conciencia clara y precisa de ello,
sino porque, evidentemente, su vida emocional tenía una estructura y un carácter distintos de
la nuestra. (...) Lo que faltaba en aquel mundo cortés o, en todo caso, no tenía la fortaleza
suficiente, era ese muro que hoy parece levantarse, para contener y para separar, entre los
cuerpos de las gentes (1993: 115).
La sociedad a la que refiere Elias es aquella que fue incorporando en forma
subordinada a la población americana desde el siglo XVI. Con variaciones regionales e
históricas, muchos de sus modos de percepción y acción se fueron tornando hegemónicos en
las sociedades que se iban constituyendo –entendiendo que la hegemonía es dinámica, ya que
necesita ser modificada y defendida por ser continuamente limitada y desafiada (Williams
1980). No obstante, esos modos de comportamiento que se ven en la cotidianeidad iruyana
9
difieren de algunas prácticas en relación con la comida presentes en rituales como el carnaval
y otras celebraciones14
También es sugerente el ideal de abundancia y universalidad que percibe Bajtín en
estas fiestas. La abundancia remitiría a una utopía del mundo material como fuente
inagotable; la universalidad implicaría ideas y modos de contacto opuestos a los oficiales, en
tanto contienen a todas las personas y las cosas por igual. El pueblo –no “el ser biológico
aislado ni el egoísta individuo burgués” (1994: 24)- porta un principio material y corporal que
implica la unión de lo cósmico, lo social y lo corporal; de ahí su carácter universal, en tanto se
opone a todo aislamiento de algún sector del mundo como conjunto. El desentierro del
carnaval, por ejemplo, consiste en darle de comer a la Pachamama -la Madre Tierra-,
respetada y venerada en una multiplicidad de eventos cotidianos y extra-cotidianos. Además,
cuando se yerra y señala a los animales, se les dan bebidas u hojas de coca. Esto ocurre en los
corrales, cuando se convidan bebidas tanto a los que observan como a los que se encargan de
atrapar y marcar al ganado. Y antes de beber, siempre se tira un poco al piso para convidarle a
-por ejemplo el día de las almas o de la Pachamama. En éstas, se
rompen ciertas barreras entre la gente y con los alimentos que suelen imperar en nuestra
sociedad. El consumo de carnes es relevante en este sentido. El autor relata como en la clase
alta medieval, llegaba a la mesa el animal muerto entero o a grandes pedazos y allí se lo
despedazaba. Dice el autor: “desde aquel grado de desarrollo en la sensibilidad en el que la
visión del animal muerto sobre la mesa y su despedazamiento se experimentaban como algo
alegre y, en todo caso, no como algo desagradable, la evolución ha conducido a otro grado de
desarrollo de la sensibilidad en el que se trata de evitar, en la medida de lo posible, toda
relación entre un plato de carne y el recuerdo de un animal muerto” (1993: 163). Elias
sostiene también que, a lo largo del proceso civilizatorio, los sujetos buscan reprimir los
caracteres animales que reconocen en sí mismos y en sus alimentos. Este progresivo
apartamiento del carácter alegre del despedazar a un animal, que se va relegando a los
“bastidores de la vida social”, se aleja cada vez más de triunfo del hombre sobre el mundo, de
la vida sobre la muerte, que Bajtín encontraba en las fiestas populares –nótese que son las
clases populares de la misma sociedad que se fue “civilizando”. A semejanza de ellas, se
percibe también este triunfo en el carnaval iruyano, con la evidencia del animal muerto que
gracias al trabajo se torna alimento; esto se expresa y se vive –se toca, se ve y se saborea-, por
ejemplo, en la cabeza de vaca que se saca del horno de barro y se come en carnaval.
14 No estoy pretendiendo igualar los modos medievales a los iruyanos. Mi intención es poner en foco ciertas implicancias de las pautas de comportamiento “civilizado” en cuanto a modos de relación y percepción del mundo que difieren de aquellos hallados en esta fiesta.
10
la Pachamama. Vemos entonces que, a diferencia del proceso que relata Elias, aquí se
incluyen diferentes entidades como parte del mismo mundo. Se puede entrever, entonces, en
el plano de la práctica, ciertos modos de relacionarse concebir el mundo que difieren de
aquellos propios del proceso “civilizatorio” y, acorde a la cosmología andina, unifican
diferentes “mundos”. Veremos en seguida que estas diferencias aparecen también en el plano
de las representaciones.
Las copleadas
Las coplas han sido abordadas desde la musicología dentro de la familia genérica
denominada baguala (Vega 1965, Aretz 1952, Cámara de Landa 2001) como parte del
cancionero tritónico del NOA. La misma se caracteriza usualmente por el uso de tres sonidos
que coinciden con la tríada mayor y de estructuras literarias de origen español. Dentro de esta
categorización general, Cámara de Landa (2001) define a las coplas como aquellas
expresiones que utilizan cuartetas octosilábicas sin estribillo. Estas expresiones musicales son
consideradas por los iruyanos una parte fundamental de la cultura local, de los modos
tradicionales de divertirse que vienen de “la era antigua” y, por ende, se vinculan con la
propia identidad (Avenburg 2008). Entre quienes le atribuyen un origen precolombino, hay
algunos que señalan que las melodías “ancestrales” se habrían modificado al articularse con la
música española15
Las copleadas cumplen un rol importante en el carnaval. La gente se reúne a cantar
coplas siempre acompañada por la caja y, muchas veces, también por el erkencho –aerófono
formado por un cuerno en el que se introduce una lengüeta batiente- y/o la anata -un aerófono
con canal de insuflación y seis agujeros (Ruiz, Pérez Bugallo y Goyena 1993). Son los
instrumentos que se utilizan en esta época, evidenciando el fuerte vínculo entre tiempo
estacional y ritual, como explica Martín: “Tenemos que tocar, cantar el tiempo del carnaval y
. Estas perspectivas coinciden con la de los musicólogos recién citados;
Cámara de Landa, por ejemplo, observa que “La supervivencia actual en esta área andina de
ejemplares de canto trifónico sin texto, basados en formas abiertas y asimétricas de tipo
improvisatorio, así como la existencia de aerófonos de soplo naturales, alimentan la teoría de
un origen americano prehispánico del mismo” (2001: 26). En cambio, afirma el autor, la
poesía de estas expresiones sí presenta estructuras procedentes de la poesía española.
15 Esto es lo que explica Martín: “en realidad no son canciones, ¿no? Son melodías ancestrales que vienen desde la época precolombina, donde uno no... nuestros abuelos no lo conocían como canciones, sino como melodías que están ligadas a la Pachamama, de instrumentos como ligados a la Pachamama. (...) [Las melodías] tienen un principio y no tienen un final (...), la diferencia es que ahora están como de repente buscando la forma, o cuando llegó la colonización, encontraron la forma de (...) ponerle un principio y un final a través de la famosa copla”. A esto se suma, afirma Martín, el cambio del idioma quechua por el castellano.
11
tocar el erkencho y la anata. Que esos instrumentos, dentro de nuestra cultura, significan la
invocación de la lluvia. (...) Entonces eso tiene que ver con esa filosofía de vida que llevamos
acá; así bien concreta, ¿no?”.
Las coplas se cantan en ronda, muchas veces tomados de la mano, entonadas en
conjunto y siguiendo la letra que alguien inicia; la misma ya es conocida o, en caso contrario,
tras escucharla se la continúa, dado que se repiten sus dos estrofas. Al hablar de las copleadas
en carnaval, se afirma que se olvidan los problemas, la rutina del hogar e incluso se pierde
noción del tiempo: “te olvidás de todo. Al dar la vuelta, cantar coplas... Yo por ejemplo, para
mí el tiempo pasa en segundos, se me hace que estuve dos minutos pero estuve tres horas”
(Helena). La misma interlocutora afirmaba que estas copleadas se vinculan con el acto de
compartir: “es compartir entre todos, hasta los que no se hablan, en carnaval se hablan (...) Es
algo como que nos une. La bandera nos significa, la bandera del carnaval, alegría, energía,
para uno mismo; y hay gente ponele que está enferma, en su casa, caída, está mal, y capaz que
no puede tomar bebidas, pero sale al carnaval, canta, y se olvida del problema. Al menos
bueno, se olvida por un rato, o por esa noche, del problema, de la enfermedad” (Helena).
En las copleadas los sujetos se unen en espacios que, sea cual sea su función ordinaria
–sala, corral, etc.-, conforman lugares en los que una variedad de individualidades se
entremezclan y confunden en el cantar, beber, bailar y comer –en el caso de los almuerzos.
Asimismo, en las rondas se pierde parcialmente la noción del tiempo, cantando y bebiendo a
lo largo de la tarde y la noche hasta el agotamiento. Podemos pensar que los actores, cansados
y embriagados, bailando y cantando en conjunto, en círculo y de la mano, se distancian
momentáneamente de las experiencias de segmentación y ordenación jerarquizada y
jerarquizante del tiempo, las actividades, el espacio y los cuerpos que, como demuestra
Michel Foucault (2002), se van imponiendo en la sociedad occidental moderna y, por lo tanto,
en las sociedades periféricas, articuladas en términos de subalternidad. De acuerdo con este
autor, las disciplinas son “métodos que permiten el control minucioso de las operaciones del
cuerpo, que garantizan la sujeción constante de sus fuerzas y le imponen una relación de
docilidad-utilidad” (2002: 141), fabricando así “cuerpos dóciles”. Ellas apuntan a aumentar la
capacidad del cuerpo, al tiempo que transforman la potencia resultante en relaciones de
sujeción. La disciplina distribuye a los individuos en el espacio; regulariza, controla y
capitaliza las actividades y el tiempo; y apunta a maximizar la articulación de sus piezas como
segmentos combinados en un aparato compuesto, orquestado por un sistema de mando
preciso.
12
Es posible especular que la inserción que la población ha tenido en la sociedad
“central”, no es ajena a la introducción de patrones disciplinares mediante la incorporación en
mercados de trabajo del complejo agroindustrial, la articulación entre el sistema agrario
previo y las relaciones de producción capitalistas, la escolarización, la participación en
instituciones policiales y militares, la interacción con otros agentes y modos de vida a través
de migraciones, etc. Claro está que no pretendo crear una imagen idealizada de igualdad
plena; sólo pretendo marcar su diferencia con la organización disciplinar descripta por el
autor. De hecho se pueden encontrar distinciones en las yerras, marcadas y copleadas; por
ejemplo los dueños de casa y otras figuras cercanas acceden a espacios de los que los
invitados se mantienen afuera. Tampoco se olvidan totalmente las diferencias de roles
sociales –especialmente en lo que hace a las divisiones de género, cuestión que merecería
todo un trabajo aparte. Es decir, las diferencias no se suprimen a nivel práctico ni simbólico;
pero lo que sí ocurre es que se refuerza una dinámica de homogeneidad, una vivencia de
cercanía que recuerda a la idea de communitas, entendida como modo de relación basado en
el contacto directo entre los actores sociales, y en el que las distinciones jerárquicas de la
estructura social se tornan difusas (Turner 1988)16
A la jerarquización, segmentación y ordenación disciplinar analizada por Foucault
parecen oponerse ciertas características de las copleadas. Los actores sociales se confunden
entre otros, moviéndose en un espacio con límites diferentes a los ordinarios y perdiendo la
noción del tiempo. Se apartan también del control cotidiano, ya que como observa Luciana,
“te desatás cantando”. Frente al autocontrol requerido por la “civilización” para el “buen
cumplimiento” del rol social de cada cual, el carnaval “es una fiesta más que nada de
desenfreno” (Román). Encontramos nuevamente la abundancia, esta vez en relación con las
. Como sostiene Cámara de Landa, “en el
canto colectivo el ritmo actúa como poderoso elemento cohesionador y arrastra a los
participantes hacia un sentimiento de participación colectiva” (2001: 27). Esta dinámica, a su
vez, tiene efectos en los actores, actualizando mediante la performance modos de relación
fuertemente asociados –en el imaginario y en la “puesta en escena”- con los modos de
organización comunitaria que describí más arriba. Esta idea se sustenta en la concepción de
las performances como prácticas vinculadas con experiencias actuales y pasadas atravesadas
por la comunidad (Turner 1982) que, al mismo tiempo, contribuyen a moldear esas
experiencias y crear otras nuevas.
16 Esta articulación entre distinciones sociales y fusión en un “nosotros esencial” recuerda a la crítica de Rubens Alves da Silva (2005), quien señala que en el mismo acto performativo aparece tanto de la experiencia de communitas como de divergencias internas.
13
bebidas. En las copleadas se bebe copiosamente vino, gaseosa, cerveza, chicha, licor,
“yerbeao”, etc. El estar “machado” –es decir, borracho-, también incide en el auto-control;
esto tanto en lo que hace al manejo corporal –aunque se puede continuar bailando y cantando-
como en cuanto a la expresión de las emociones. Las coplas “dan alegría”, como me
explicaban hace unos años Leandro y Mateo. Sobre estos estados emocionales me comentaba
Helena: “Ahí en el carnaval pasa de todo, quizá lloran de contentos, de alegres, porque se
encontró con un amigo, o se encontró con no sé quién, o quizá puede ser que tenga
problemas; en fin... O te acordás de tu problema que te ha pasado años anteriores... (...) Estás
tan sensible que no querés que te digan nada, sólo tenés que cantar, bailar. A mí me pasaban
antes esas cosas, cuando por ejemplo estoy tan sensible, era un rato de contento, otro rato de
sentirte mal porque te han pasado cosas, y bueno”.
El proceso de “transculturización”
Hasta aquí he destacado algunos puntos de distancia que creo encontrar entre ciertas
prácticas que tienen lugar en el carnaval y usos vinculados a desarrollos específicos de la
sociedad dominante. Si consideramos los discursos de los iruyanos, es posible advertir que las
coplas y las comidas –entre otras cosas-, son asociadas por diversos actores con maneras de
percepción y acción propias de la cultura local y diferentes a las de “este mundo ‘moderno’
entre comillas, ¿no?” (Martín). Sobre la música, por ejemplo, dice Martín: “El que vive en el
cerro, el que vive en el pueblo... que inventa su copla, baja, la tira al pueblo... si la copla es
linda el pueblo la va a cantar y si no queda ahí, muere con el autor. (...) Nosotros acá no
manejamos el criterio de ‘yo escucho una copla, voy la grabo para mí’, no. Yo voy, canto mi
copla y ya está. En cambio en la ciudad vos vas, grabás, tirás una copla, qué linda copla, la
registran rápidamente, o ‘es mía’ o ‘recopilación de tal’. (...) Porque de repente allá [en el
cerro] la gente no se pone desde un punto de vista analítico, registro de propiedad privada, no,
simplemente viene, lo hace, lo canta, lo deja al pueblo, nada más. (...) Esos derechos son
distintos a nivel desde aquí, desde nuestra cultura, en cambio en Occidente, en la cultura
occidental no, ellos registran todo. Y ese es el canto, la música que nosotros tenemos acá, que
de pronto, lo tenemos que mantener por una cuestión cultural, el día que muera eso, el día que
un paisano no cante sus coplas, y no va a haber pueblo, eso seguro”. Esta perspectiva sobre el
carácter comunitario del acto de coplear se puede ver también en las palabras de Román,
quien asevera que “más que nada tiene que ver con lo social, con el momento de esa reunión,
y de compartir todo”, ya que “para reforzar esos lazos sociales se hace esto”.
14
Rodrigo, por su parte destaca estas diferencias al contraponer el trabajo compartido y
el individualismo actual; él observa que “antes había más solidaridad. Cuando decían
‘hagamos la fiesta’, ‘bueno, organicemos’; uno ponía un poco de papa, un poco de carne, otro
traía leña; así era. Y ahora no, ahora lo dejan solo. El otro [quien no busca la solidaridad
comunitaria], cuando va a ver al político, consigue todo”17
También podemos advertir esta idea de contraste en el modo de concebir y operar
sobre el ciclo agropecuario: “En febrero, nosotros sembramos; ahora estamos en octubre ya
noviembre, ¿no? Bueno noviembre, diciembre, enero, febrero, empezamos a tener las
primeras papas que nos da nuestra Pachamama. Entonces para el carnaval ya hay mucho pasto
y empieza a aparecer el queso, digamos es una cuestión cíclica desde la naturaleza, no es que
nosotros inventamos y decimos ‘agarramos la cabra y le damos pichicata para que tenga
leche’ y en pleno septiembre o agosto estamos haciendo queso porque, bueno, pichicateamos
la cabra” (Martín).
. Esta oposición entre el reunirse y
ayudar, y el pedir individual a los políticos, es postulada también por uno de los párrocos
locales, quien pone el acento en el papel de la política económica estatal: “el carnaval tiene,
como todas las fiestas de acá, que es el compartir, la unidad, el tema de que se juntan, ¿no?, y
están vivenciando, expresando su cultura. Es algo profundamente arraigado en ellos. Y como
propio de la cultura el compartir, algo que se va perdiendo por tantas cositas como son las
políticas sociales y muchas cosas, existenciales, pero que subsiste en el sustrato del pueblo”.
Como me explicaba Román, el reunirse, organizar el trabajo, el “torna-vuelta” –“yo te presto
y después vos me volvés a devolver”-, “Es la organización que teníamos antes”.
Vemos que en la oposición planteada aparecen imágenes en torno al vínculo con la
naturaleza, y al juntarse y compartir, presentes en las comidas y las copleadas, asociadas a la
cultura local, a grupos prehispánicos, y contrapuestas a la idea de mundo occidental. En mi
opinión, estas perspectivas implican maneras de interpretar y vivir la experiencia de la
desestructuración del sistema comunitario en su articulación con la “sociedad central”, a la
que hace referencia Reboratti. Martín es muy claro al respecto, declarando a menudo que su
17 Esta crítica a ciertas características del mundo moderno no implica que los actores lo rechacen en su conjunto. Este hombre, por ejemplo, lleva adelante la radio local e incluye una variedad musical que va del folklore a la cumbia, música “bolichera”, rock, etc. Los elementos propios de la sociedad dominante y aquellos vinculados a las llamadas tradiciones locales no pueden ser diseccionados de forma tajante en cuanto, en desigualdad de condiciones, lo particular y lo general son mutuamente formativos y confluyen en los mismos actores.
15
cultura ha sido avasallada por la colonización y refieriéndose a muchos de los cambios
ocurridos en términos de “transculturización”18
.
Entre la resistencia y refuerzo de la hegemonía.
He señalado que muchos de los modos de relación presentes en el carnaval remiten a
imágenes en torno a lazos comunitarios diferentes a los del “mundo moderno”. Muchos de
ellos son percibidos como preexistentes y socavados por la relación con agentes e
instituciones de la sociedad dominante. Bajtín encontraba que las fiestas populares medievales
y renacentistas se alejaban de los moldes oficiales. Las imágenes del banquete, por ejemplo,
poseían un ideal de universalidad y abundancia que se vinculaba al trabajo del hombre en
sociedad, lejos de “la satisfacción y de la saciedad concretas de un individuo egoísta” (1994:
271). Este ideal implicaba una liberación transitoria de las relaciones jerárquicas. Sin olvidar
las diferencias existentes19
En mi opinión, el acto de compartir música, bebida, trabajo y comida, actualizan
imágenes en torno un tipo de relación entre los hombres en la que el trabajo conjunto es
indispensable, siendo central el juntarse, ayudarse, convidar y festejar. Se constituye la
percepción de un mundo que no se agota en individuos aislados sino que éstos se reconocen
interdependientes. Además, se actualizan idearios de acción sobre la naturaleza en los que ésta
, es sugerente revisitar algunas de las reflexiones de Bajtín para el
caso del carnaval iruyano. El autor sostiene que las fiestas populares “Ofrecían una visión del
mundo, del hombre y de las relaciones humanas totalmente diferente, deliberadamente no-
oficial” (1994: 11). Esta idea de que en las fiestas aparecen “visiones del mundo” diferentes a
las oficiales, recuerda a las contraposiciones recién señaladas entre los imaginarios acerca de
la cultura local y la sociedad envolvente. Así, podemos aventurar que se expresa una utopía
de cercanía, ayuda mutua, desdibujamiento de las jerarquías, abundancia y autosubsistencia –
cercana al “ideal andino de autosuficiencia” que, de acuerdo con Merlino y Rabey (1978), es
en esta zona parcialmente diferente al modelo planteado por John Murra. Esta utopía está
asociada a imágenes en torno a modos de vida pre-colombinos y en oposición a aquellas
vinculadas a su incorporación en el mundo colonial y nacional.
18 Hablando justamente a las coplas, afirmaba en una ocasión que “la transculturización es grande, pero se sigue manteniendo, la comunidad sigue manteniendo como era antes de la (...) llegada de los conquistadores, ¿no?” (Martín). 19 No es mi deseo obviar las claras distancias sociales, históricas, culturales, así como la particularidad de las prácticas carnavalescas y de la estética que Bajtín denomina “realismo grotesco” -diferentes a la que hallamos en el caso iruyano. Las fiestas populares abordadas por el autor –analizadas en especial desde la obra de Rabelais-, tienen lugar en procesos específicos que imposibilitan la igualación de los carnavales. Hecha esta salvedad, y teniendo en cuenta que hay puntos de encuentro entre los diferentes carnavales, creo que sus análisis permiten repensar algunas cuestiones.
16
se registra como parte esencial del ciclo vital y se vislumbra una idea de universalidad, en el
sentido de incluir a todo y a todos. Estos idearios se expresan en el compartir bebida y hojas
de coca con los animales en las marcadas y señaladas; y se recrean especialmente en el lugar
que ocupa la Pachamama, a quien se agradece, pide, y ofrece comida y bebida. En el ciclo
ritual agropecuario, como vimos, los ritos propiciatorios destinados a aplacarla y conseguir su
favor son centrales. Esto se acompaña con el festejo mediante el canto y el baile conjunto,
implicando todo ello maneras específicas –e idealizadas en el imaginario- de relacionarse con
los demás, con la naturaleza, con la Pachamama. En tanto estas prácticas son asociadas con
pautas de la cultura local que están “desde siempre” y se confrontan con las del mundo
moderno, se construyen, recrean y viven interpretaciones del pasado pre-colombino, colonial
y nacional. Al mismo tiempo, estas recreaciones no son ajenas a los procesos de lucha y
reivindicación de las poblaciones indígenas. Me refiero con esto a que siempre se interpretan
las experiencias del pasado –experiencias concretas, reales- desde un presente específico
(Briones 1994). Es posible que, no muchos años atrás, ese vínculo con el pasado apareciera
mucho más en las prácticas corporales que en el plano verbal.
Si entendemos al carnaval como performance, es decir, como “un acto de
retrospección creativa en la que se adscribe ‘significado’ a los eventos y partes de la
experiencia” (Turner 1982: 18), podemos hipotetizar que expresa un modo de vivir la
experiencia de la cultura local y de su incorporación y relación –desigual- con la sociedad
circundante, ponderando a la primera y cuestionando valores y relaciones sociales de la
segunda. Esta expresión no es estática; en la misma acción y mediante la reflexividad propia
de las performances, se da sentido a dichas experiencias, en el contexto de los procesos
actuales de reafirmación y revalorización de la identidad étnica. Además, como observa
Bajtín, el carnaval, más que una forma artística de espectáculo, era “una forma concreta de la
vida misma” (1994: 13), la cual, por lo tanto, antes que representada sobre un escenario, era
vivida a lo largo del mismo. Así, en la “puesta en escena” de las prácticas mencionadas, los
sentidos que se construyen, también se viven, se encarnan; podemos entonces aventurar que la
misma experiencia del carnaval recrea y genera modos de percepción y comportamiento.
Porque su misma realización produce y transmite algunas de las maneras de percibir y operar
sobre el mundo antedichas, así como posicionamientos ante el modo de organización de la
sociedad nacional.
Si tenemos en cuenta el carácter performativo de las prácticas sociales, podemos
especular sobre el papel que algunas de ellas –entre las que se cuentan las celebraciones-
17
cumplen en los procesos de cuestionamiento y cambio, así como de reafirmación y
legitimación. No podemos negar, sostiene Jean Comaroff (1985), el lugar y valor de los
proyectos creativos humanos que se encarnan en movimientos periféricos; los oprimidos
muchas veces se ven forzados a expresar su protesta en dominios marginados del ejercicio
“real” de poder. Esto es similar a lo que observa Martín, quien pondera el rol del canto en este
sentido. En sus propios términos, “Eso acá se usaba, ¿no? El expresarse a través de las
melodías. Entonces cuando llega la colonización, digamos nuestra cultura, nuestra familia,
nuestros abuelos lo que hacen para defenderse, y al ser cortados, digamos prohibidos, que no
hagan su música, que no hablen en el idioma, que no crean en su Pachamama y les han
intentado cambiar las creencias, lo que hacen dicen ‘bueno, está bien, no podemos, pero
cantemos’. ¿No?”. En el marco de procesos que coartan otros canales de acción, determinadas
expresiones permitirían manifestarse: “No somos como somos, pero sí lo vamos a ser a través
de esto” (Martín).
Pero como sostiene Comaroff, no hay una simple dicotomía entre resistencia y
sumisión, o entre pensamiento y acción. El carnaval no posee un sentido único; en él se llevan
adelante prácticas que implican tanto refuerzo y reproducción, como tensión y
transformación, posibilitando así tanto la consolidación hegemónica como la resistencia.
Como vimos, en él se aprehenden maneras de percibir, relacionarse y comportarse que
cuestionan las de la sociedad envolvente. Sin embargo, en el mismo contexto del carnaval
aparecen distinciones sociales –quiénes pueden invitar a los almuerzos, quiénes tienen
animales para marcar, la división del trabajo en términos de género, etc. Además, como
afirma Roberto Da Matta (2002), el carnaval implica tanto communitas como estructura. Tras
este tiempo en el que se encuentran muchos momentos de communitas, se vuelve a la vida
cotidiana, con sus modos de relación, sus valores, etc. Nos podemos preguntar si esta
articulación entre ritual y vida cotidiana refuerza el orden o lo desestabiliza; probablemente
haga ambas cosas: al tiempo que se da “un aire” para luego retornar a la estructura, se abren
sus márgenes, se la pone en cuestión y se la desnaturaliza.
El lugar del catolicismo es interesante en este sentido: hay aquí numerosos elementos
de la religión católica que, como es sabido, ha tenido un papel central en la dominación
española. Pero estos elementos han sido fuertemente resignificados en su articulación con
creencias locales y, en cierta medida, “las manifestaciones del culto católico popular se han
acomodado a las necesidades del ciclo ritual indígena” (Merlino y Rabey 1993: 153). La
presencia de esta religión es destacada por numerosos actores sociales. Por ejemplo, Luciana
enfatiza que “siempre está presente Dios y la Virgen nuestra, que es la del Rosario”. Además,
18
como explica Román, “el carnaval estaría dentro de una parte de lo que es religión, ¿no?”,
porque “Hay una fecha, los 40 días de que Jesús está en el desierto, y las tentaciones que
recibe, todo eso; eso está en la Biblia. Bueno, eso es una parte del carnaval”. En el plano de la
práctica se ve también esta articulación: antes de la copleada con la que finaliza el carnaval
grande, se celebra el miércoles de cenizas en la iglesia, y los curas locales –que avalan esta
fiesta-, los catequistas y ocasionalmente otras personas guían el rezo y hacen la bendición en
diferentes momentos, por ejemplo antes de la “sacada” y finalizando el entierro del carnaval.
Por otra parte, aparece la imagen del diablo como contraparte de Dios: aquél “se
suelta, totalmente. Por eso nosotros estamos adorando al diablo” (Helena). Mari, una mujer
evangélica, me explicaba esta relación: “Carna-val, ¿no es cierto?, viene de Val. Había un rey
que era Val y a él le gustaba hacer todas estas cosas que la gente hoy está haciendo. (...) a este
rey le gustaban todas las cosas malas, que a Dios no le agradaban; y entonces le llamaban Val.
Entonces de ahí viene carnaval”. Con el diablo suelto, la gente se divierte y se libera, pero
también es peligroso y el entierro simboliza sacarse todo eso de encima. Si bien la imagen del
diablo no es tan fuerte en el carnaval iruyano como en otras regiones, su figura es muy
significativa y polivalente: por un lado, se suelta un ser que se contrapone a Dios, lo que
podría implicar un momento de liberación. Por otro lado, el carácter riesgoso de esta figura
contribuye a reforzar la moral cristiana; sería una suerte de liberación transitoria que legitima
la creencia y el poder de Dios. Lleva consigo la idea de limpiarse de aquello ante lo que uno
se liberó tan sólo por un tiempo determinado. De entierra al carnaval, porque si no, “Te dicen
que te lleva el diablo; ‘este año te vas a morir y te va a llevar el diablo’, te dicen siempre así”
(Luciana). Se vuelve así a la moral imperante, dejando atrás al carnaval y comenzando la
cuaresma –de hecho en ese momento se empiezan a cambiar las coplas de carnaval por las de
pascua.
Y finalmente, hay que destacar las disidencias sobre lo que se dice acerca del diablo
del carnaval en iruya: hay quienes hablan en los términos recién expuestos; están los que
dicen que, a diferencia de otras regiones, aquí no se desentierra y entierra al diablo –es decir,
que no es una figura central de esta fiesta-, sino que se saca y entierra al carnaval; y están
aquellos que refieren –como en otras regiones del área andina-, al Pujllay, como señalara al
describir el carnaval iruyano. Este diablo del carnaval posee significados y asociaciones que
lo alejan de la imagen que posee en el cristianismo. Así, al resignificar al diablo desde el
Pujllai, se relativiza la “maldad” que le atribuye la Iglesia. Podemos aventurar entonces que la
misma figura del diablo-Pujllai implica esta ambigüedad entre cuestionamiento y legitimación
del statu quo.
19
Consideraciones finales
Me he centrado en algunas de las prácticas que se llevan a cabo en el carnaval de
Iruya, en tanto modos de percibir, actuar e interpretar experiencias que, en parte, se
contraponen a formas y valores hegemónicos. A través de actos tales como el compartir la
comida, las ofrendas a la Pachamama, la marcada y señalada de animales y las rondas de
coplas, los actores recrean modos de relacionarse entre los hombres, con la naturaleza y con la
Pachamama, en el marco de un ciclo agrícola indisociable del ritual. Estas prácticas remiten a
imaginarios que ponderan lazos comunitarios prehispánicos y cuestionan modalidades de la
sociedad mayor en la que se desenvuelven.
Frente a la progresiva fragmentación y desestructuración del sistema de producción
comunitario que, según vimos, fue sufriendo la población local, el carnaval consagra el
juntarse, compartir, trabajar colectivamente. Se opone también a los nuevos sistemas de
jerarquías en los que las poblaciones indígenas se fueron insertando de forma subordinada.
Esto no quiere decir que todas las prácticas que se llevan a cabo en el carnaval fueran en el
pasado tal como son en la actualidad; las prácticas son siempre dinámicas, hay continuidades
y discontinuidades. Pero sí se puede ver la recreación, por medio de determinados modos de
hacer, de pautas sociales asociadas a tiempos previos a su inserción en la estructura colonial y
estatal. El pasado se constituye desde un presente socialmente situado (Briones 1994) y esto
no ocurre tan solo en el plano del discurso verbal, sino también en el del quehacer corporal,
musical, etc.
Las manifestaciones observadas en el carnaval permiten considerar la interacción entre
la cultura local y la sociedad envolvente. Ellas no son entidades claramente delimitadas: las
prácticas y representaciones hegemónicas son y han sido incorporadas por los actores sociales
en su articulación –en desigualdad de poder- con agentes e instituciones de la sociedad
dominante. Dichas prácticas y representaciones son muchas veces reforzadas pero, al mismo
tiempo, confrontadas a través de acciones concretas, algunas más evidentes, otras implícitas.
En el carnaval encontramos prácticas que, por sus efectos performativos, permiten expresar,
interpretar y también generar modos de percepción y acción en los que se conjugan e
interdeterminan pautas de la sociedad envolvente, esquemas de la comunidad local –actual y
pasada- y, también, proyecciones a futuro.
Por otra parte, además de asociarse a modos de relación, percepción y acción
preexistentes en esta región, muchas de las imágenes del carnaval refieren al plano de lo
deseable, de lo ideal. Es decir que ellas no sólo se aluden a sistemas que han sido
20
parcialmente reprimidos en su desigual contacto con los hegemónicos. Ellas también expresan
–como posiblemente lo hayan hecho en el pasado- deseos, utopías. De esta manera, se
transmiten, generan y recrean maneras de interpretar y hacer; en ellas confluyen y se
modifican esquemas del pasado –modalidades concretas, reales-, lecturas de ese pasado desde
un presente específico –que incide en dichos esquemas-, experiencias actuales, y deseos y
proyecciones en torno al provenir –que son inseparables de las interpretaciones del presente y
el pasado. En este interjuego se constituyen modelos mediante los cuales se percibe y actúa en
el mundo, dentro de los márgenes de lo posible y, posiblemente, ensanchando esos márgenes.
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