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1 BENEDICTO XVI ES NECESARIO APRENDER A REZAR (1º Catequesis) CIUDAD DEL VATICANO, miércoles 4 de mayo de 2011 (ZENIT.org ).- Ofrecemos a continuación la catequesis que el Papa Benedicto XVI ofreció hoy durante la Audiencia General, celebrada en la Plaza de San Pedro. * * * * * Queridos hermanos y hermanas, hoy quisiera iniciar una nueva serie de catequesis. Tras las catequesis sobre los Padres de la Iglesia, sobre los grandes teólogos de la Edad Media, sobre las grandes mujeres, quisiera elegir ahora un tema muy importante para todos nosotros: es el tema de la oración, de manera específica la cristiana, es decir, la oración que nos enseñó Jesús y que sigue enseñándonos la Iglesia. Es en Jesús, de hecho, donde el hombre se capacita para acercarse a Dios, con la profundidad y la intimidad de la relación de paternidad y de filiación. Junto a los primeros discípulos, con humilde confianza nos dirigimos ahora al Maestro y Le pedimos: “Señor, enséñanos a orar” (Lc 11,1). En las próximas catequesis, acercándonos a la Sagrada Escritura, a la gran tradición de los Padres de la Iglesia, a los Maestros de espiritualidad, a la Liturgia, queremos aprender a vivir aún más intensamente nuestra relación con el Señor, casi una “Escuela de Oración”. Sabemos bien que, de hecho, la oración no se da por descontado: es necesario aprender a rezar, casi adquiriendo de nuevo este arte; incluso los que están muy avanzados en la vida espiritual sienten siempre la necesidad de entrar en la escuela de Jesús para aprender a rezar con autenticidad.

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BENEDICTO XVI ES NECESARIO APRENDER A REZAR (1º Catequesis)

CIUDAD DEL VATICANO, miércoles 4 de mayo de 2011 (ZENIT.org).- Ofrecemos a continuación la catequesis que el Papa Benedicto XVI ofreció hoy durante la Audiencia General, celebrada en la Plaza de San Pedro.

* * * * *

Queridos hermanos y hermanas,

hoy quisiera iniciar una nueva serie de catequesis. Tras las catequesis sobre los Padres de la Iglesia, sobre los grandes teólogos de la Edad Media, sobre las grandes mujeres, quisiera elegir ahora un tema muy importante para todos nosotros: es el tema de la oración, de manera específica la cristiana, es decir, la oración que nos enseñó Jesús y que sigue enseñándonos la Iglesia. Es en Jesús, de hecho, donde el hombre se capacita para acercarse a Dios, con la profundidad y la intimidad de la relación de paternidad y de filiación.

Junto a los primeros discípulos, con humilde confianza nos dirigimos ahora al Maestro y Le pedimos: “Señor, enséñanos a orar” (Lc 11,1).

En las próximas catequesis, acercándonos a la Sagrada Escritura, a la gran tradición de los Padres de la Iglesia, a los Maestros de espiritualidad, a la Liturgia, queremos aprender a vivir aún más intensamente nuestra relación con el Señor, casi una “Escuela de Oración”.

Sabemos bien que, de hecho, la oración no se da por descontado: es necesario aprender a rezar, casi adquiriendo de nuevo este arte; incluso los que están muy avanzados en la vida espiritual sienten siempre la necesidad de entrar en la escuela de Jesús para aprender a rezar con autenticidad.

Recibimos la primera lección del Señor a través de Su ejemplo. Los Evangelios nos describen a Jesús en diálogo íntimo y constante con el Padre: es una comunión profunda de Aquel que ha venido al mundo, no para hacer su voluntad, sino la del Padre que lo ha enviado para la salvación del hombre.

En esta primera catequesis, como introducción, querría proponer algunos ejemplos de oración presentes en las culturas antiguas, para revelar cómo, prácticamente siempre y en todas partes se han dirigido a Dios.

En el antiguo Egipto, por ejemplo, un hombre ciego, pidiendo a la divinidad que se le restituyese la vista, demuestra algo universalmente humano, como la pura y simple oración de petición de quien se encuentra en el sufrimiento. Este hombre reza: “Mi corazón desea verte... Tú que me has hecho ver las tinieblas, crea la luz para mí. ¡Que yo

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te vea! Inclina hacia mí tu rostro amado” (…) (A. Barucq – F. Daumas, Hymnes et prières de l’Egypte ancienne, Paris 1980, trad. it. en Preghiere dell’umanità, Brescia 1993, p. 30).

En las religiones de Mesopotamia dominaba un sentido de culpa arcano y paralizador, no falto de la esperanza de la redención y liberación por parte de Dios.

Podemos apreciar así, esta súplica de parte de un creyente de aquellos antiguos cultos: “Oh Dios que eres indulgente incluso con las culpas más graves, absuelve mi pecado... Mira Señor a tu siervo agotado, y sopla tu brisa sobre él: sin demora perdónale. Levanta tu severo castigo. Disueltos estos lazos, permite que yo vuelva a respirar; rompe mis cadenas, libérame de mis ataduras” (M.-J. Seux, Hymnes et prières aux Dieux de Babylone et d’Assyrie, Paris 1976, trad. it. in Preghiere dell’umanità, op. cit., p. 37).

Son expresiones que demuestran como el hombre, en su búsqueda de Dios, ha intuido, aunque confusamente, su culpa por una parte y también aspectos de misericordia y de bondad divinas.

Dentro de la religión pagana de la Antigua Grecia, se asiste a una evolución muy

significativa: las oraciones, aunque continúan invocando la ayuda divina para obtener el

favor celestial en todas las circunstancias de la vida cotidiana y para conseguir beneficios

materiales, se dirigen progresivamente a peticiones más desinteresadas, que consienten

al hombre creyente, profundizar en su relación con Dios y mejorar.

Por ejemplo, el gran filósofo Platón relata una oración de su maestro Sócrates, considerado justamente uno de los fundadores del pensamiento occidental. Oraba así

Sócrates: “Haced que yo sea hermoso por dentro. Que yo considere rico a quien es sabio,

y que posea de dinero sólo cuanto pueda tomar y llevar el sabio. No pido más” (Obras I.

Fedro 279c, trad. it. P. Pucci, Bari 1966). Querría ser sobre todo hermoso por dentro y

sabio, no rico en dinero.

En aquellas obras maestras de la literatura de todos los tiempos que son las tragedias griegas, todavía hoy, después de veinticinco siglos, leídas, meditadas y representadas, contiene oraciones que expresan el deseo de conocer a Dios y de adorar su majestad.

Una de estas recita así: “Sostén de la tierra, que sobre la tierra tienes tu sede, seas quien seas, es difícil saberlo, Zeus, sea tu ley por naturaleza o por pensamiento de los mortales, a ti me dirijo: ya que tu, procediendo por caminos silenciosos, guías las vicisitudes humanas según justicia" (Eurípides, Troiane, 884-886, trad. it. G. Mancini, en Preghiere dell’umanità, op. Cit., p. 54).

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Dios siguen siendo un poco nebuloso y sin embargo el hombre conoce a este Dios desconocido y reza a aquel que guía los caminos de la tierra.

También los romanos, que constituyeron aquel gran imperio en el que nació y se difundió, en gran parte, el Cristianismo de los orígenes, la oración, aunque se asociaba a una concepción utilitaria y fundamentalmente ligada a la petición de la protección divina sobre la comunidad civil, se abre a veces, a invocaciones admirables por el fervor de la piedad personal, que se transforma en alabanza y agradecimiento.

De esto es testigo un autor de la África romana del siglo II después de Cristo, Apuleyo. En sus escritos manifiesta la insatisfacción de sus contemporáneos hacia la religión tradicional y el deseo de una relación más auténtica con Dios.

En su obra maestra, titulada Las metamorfosis, un creyente se dirige a una divinidad femenina con estas palabras: "Tu sí que eres santa, tu eres en todo tiempo salvadora de la especie humana, tu, en tu generosidad, ofrecer siempre auxilio a los mortales, tu ofreces a los miserables en aprietos el dulce afecto que puede tener una madre. Ni día ni noche ni momento alguno, por breve que sea, pasa sin que tú lo colmes de tus beneficios" (Apuleyo de Madaura, Metamorfosis IX, 25, trad. it. C. Annaratone, en Preghiere dell’umanità, op. cit., p. 79).

En el mismo periodo, el emperador Marco Aurelio -que también era un filósofo que pensaba en la condición humana- afirma la necesidad de rezar para establecer una cooperación fructífera entre acción divina y acción humana.

Escribe en sus Recuerdos: “¿Quién te ha dicho que los dioses no nos ayuden también en lo que depende de nosotros? Comienza a rezarles y verás” (Dictionnaire de Spiritualitè XII/2, col. 2213).

Este consejo del emperador filósofo fue, efectivamente, puesto en práctica por innumerables generaciones de hombres antes de Cristo, demostrando que la vida humana sin la oración, que abre nuestra existencia al misterio de Dios, se queda sin sentido y privada de referencias.

En toda oración, de hecho, se expresa siempre la verdad de la criatura humana, que experimenta por una parte debilidad e indigencia, y por esto, pide ayuda al Cielo, y por la otra está dotada de una dignidad extraordinaria, porque se prepara a acoger la Revelación divina, se descubre capaz de entrar en comunión con Dios.

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Queridos amigos, en estos ejemplos de oración de las distintas épocas y civilizaciones, surge la conciencia del ser humano de su condición de criatura y de su dependencia de Otro, que es superior a él y fuente de todo bien.

El hombre de todos los tiempos reza porque no puede hacer otra cosa que preguntarse cuál es el sentido de su existencia, que permanece oscuro y descorazonador, si no se pone en relación con el misterio de Dios y de su diseño sobre el mundo.

La vida humana es una mezcla del bien y del mal, de sufrimiento inmerecido y de la alegría y belleza, que espontánea e irresistiblemente nos empuja a pedir a Dios la luz y la fuerza interior que nos socorra en la tierra y se abra a una esperanza que va más allá de los confines de la muerte.

Las religiones paganas siguen siendo una invocación que desde la tierra espera una palabra del Cielo. Uno de los últimos grandes filósofos paganos, que vivió ya en plena época cristiana, Proclo de Costantinopla, da voz a esta espera, diciendo: “Incognoscible, nadie te contiene. Todo lo que pensamos te pertenece. Son tuyos nuestros males y nuestros bienes, de ti cada hálito nuestro depende, oh Inefable, que nuestras almas sienten presente, elevándote un himno de silencio" (Hymni, ed. E. Vogt, Wiesbaden 1957, en Preghiere dell’umanità, op. cit., p. 61).

En los ejemplos de oración de las distintas culturas, que hemos considerado, podemos ver un testimonio de la dimensión religiosa y del deseo de Dios inscrito en el corazón de todo hombre, que se realiza completamente y llega a su plena expresión en el Antiguo y Nuevo Testamento.

La Revelación, de hecho, purifica y lleva a su plenitud el original anhelo del hombre de Dios, ofreciéndole, en la oración, la posibilidad de una relación más profunda con el Padre celeste.

En el inicio de nuestro camino en la Escuela de Oración, queremos ahora pedir al Señor que ilumine nuestra mente y nuestro corazón, para que la relación con Él en la oración sea siempre más intensa, con un afecto constante. Y de nuevo Le decimos: “Señor, enséñanos a orar” (Lc 11,1). ¡Gracias!

[En español dijo]

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Saludo cordialmente a los peregrinos de lengua española, en particular a los formadores y alumnos del Seminario Menor de la Asunción de Santiago de Compostela y a los demás grupos provenientes de España, México y otros países latinoamericanos.

Os invito a que experimentando el anhelo de Dios que está en el interior del hombre, pidáis al Señor que ilumine vuestros corazones para que vuestra relación con Él en la oración sea cada vez más intensa. Muchas gracias.

[En italiano dijo]

Deseo dirigirme finalmente, como es habitual, a los jóvenes, a los enfermos y a los recién casados. Ha comenzado desde hace poco el mes de mayo, que en muchas partes del mundo, el pueblo cristiano dedica a la Virgen.

Queridos jóvenes, entren todos los días en la escuela de María Santísima para aprender de Ella a cumplir la voluntad de Dios.

Contemplando a la Madre de Cristo crucificado, vosotros, queridos enfermos, sepan acoger el valor salvífico de todo sufrimiento vivido junto a Jesús.

Y ustedes, queridos recién casados, invoquen su protección materna, para que en su familia reine siempre el clima de la casa de Nazaret.

[Traducción del original italiano por Carmen Álvarez

©Libreria Editrice Vaticana]

Benedicto XVI: Oración y sentido religioso (2º catequesis)

Hoy en la Audiencia General

CIUDAD DEL VATICANO, miércoles 11 de mayo de 2011 (ZENIT.org).- A continuación ofrecemos el discurso que el Papa Benedicto XVI dirigió a los peregrinos y fieles provenientes de Italia y de todo el mundo, en la Audiencia General que se ha celebrado esta mañana en la Plaza de San Pedro

* * * * *

Queridos hermanos y hermanas,

hoy quisiera continuar reflexionando sobre cómo la oración y el sentido religioso forman parte del hombre a lo largo de toda su historia.

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Vivimos en una época en la que son evidentes los signos del secularismo. Parece que Dios haya desaparecido del horizonte de muchas personas o que se haya convertido en una realidad ante la cual se permanece indiferente.

Vemos, sin embargo, al mismo tiempo, muchos signos que nos indican un despertar del sentido religioso, un redescubrimiento de la importancia de Dios para la vida del hombre, una exigencia de espiritualidad, de superar una visión puramente horizontal, material, de la vida humana.

Analizando la historia reciente, ha fracasado la previsión de quien, en la época de la Ilustración, anunciaba la desaparición de las religiones y exaltaba la razón absoluta, separada de la fe, una razón que habría ahuyentado las tinieblas de los dogmas religiosos y que habría disuelto “el mundo de lo sagrado”, restituyendo al hombre su libertad, su dignidad y su autonomía de Dios. La experiencia del siglo pasado, con las dos trágicas Guerras Mundiales pusieron en crisis aquel progreso que la razón autónoma, el hombre sin Dios, parecía poder garantizar.

El Catecismo de la Iglesia Católica afirma: “Por la creación Dios llama a todo ser desde la nada a la existencia ... Incluso después de haber perdido, por su pecado, su semejanza con Dios, el hombre sigue siendo imagen de su Creador. Conserva el deseo de Aquel que le llama a la existencia. Todas las religiones dan testimonio de esta búsqueda esencial de los hombres” (nº 2566).

Podríamos decir – como mostré en la catequesis anterior – que no ha habido ninguna gran civilización, desde los tiempos más antiguos hasta nuestros días, que no haya sido religiosa.

El hombre es religioso por naturaleza, es homo religiosus como es homo sapiens y homo faber: “el deseo de Dios – afirma también el Catecismo – está inscrito en el corazón del hombre, porque el hombre ha sido creado por Dios y para Dios” (nº27). La imagen del Creador está impresa en su ser y siente la necesidad de encontrar una luz para dar respuesta a las preguntas que tienen que ver con el sentido profundo de la realidad; respuesta que no puede encontrar en sí mismo, en el progreso, en la ciencia empírica.

El homo religiosus no emerge sólo del mundo antiguo, sino que atraviesa toda la historia de la humanidad. Para este fin, el rico terreno de la experiencia humana ha visto surgir diversas formas de religiosidad, en el tentativo de responder al deseo de plenitud y de felicidad, a la necesidad de salvación, a la búsqueda de sentido. El hombre “digital” así como el de las cavernas, busca en la experiencia religiosa las vías para superar su finitud y para asegurar su precaria aventura terrena.

Por lo demás, la vida sin un horizonte trascendente no tendría un sentido completo, y la felicidad a la que tendemos, se proyecta hacia un futuro, hacia un mañana que se tiene que cumplir todavía.

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El Concilio Vaticano II, en la Declaración Nostra aetate, lo subrayó sintéticamente. Dice: “Los hombres esperan de las diversas religiones la respuesta a los enigmas recónditos de la condición humana, que hoy como ayer, conmueven íntimamente su corazón: ¿Qué es el hombre, cuál es el sentido y el fin de nuestra vida, el bien y el pecado, el origen y el fin del dolor, el camino para conseguir la verdadera felicidad, la muerte, el juicio, la sanción después de la muerte? ¿Cuál es, finalmente, aquel último e inefable misterio que envuelve nuestra existencia, del cual procedemos y hacia donde nos dirigimos?” (nº1).

El hombre sabe que no puede responder por sí mismo a su propia necesidad fundamental de entender. Aunque sea iluso y crea todavía que es autosuficiente, tiene la experiencia de que no se basta a sí mismo. Necesita abrirse al otro, a algo o a alguien, que pueda darle lo que le falta, debe salir de sí mismo hacia Él que puede colmar la amplitud y la profundidad de su deseo.

El hombre lleva dentro de sí una sed del infinito, una nostalgia de la eternidad, una búsqueda de la belleza, un deseo de amor, una necesidad de luz y de verdad, que lo empujan hacia el Absoluto; el hombre lleva dentro el deseo de Dios. Y el hombre sabe, de algún modo, que puede dirigirse a Dios, que puede rezarle.

Santo Tomás de Aquino, uno de los más grandes teólogos de la historia, define la oración como la “expresión del deseo que el hombre tiene de Dios”. Esta atracción hacia Dios, que Dios mismo ha puesto en el hombre, es el alma de la oración, que se reviste de muchas formas y modalidades según la historia, el tiempo, el momento, la gracia y finalmente el pecado de cada uno de los que rezan. La historia del hombre ha conocido, en efecto, variadas formas de oración, porque él ha desarrollado diversas modalidades de apertura hacia lo Alto y hacia el Más Allá, tanto que podemos reconocer la oración como una experiencia presente en toda religión y cultura.

De hecho, queridos hermanos y hermanas, como vimos el pasado miércoles, la oración no está vinculada a un contexto particular, sino que se encuentra inscrita en el corazón de toda persona y de toda civilización.

Naturalmente, cuando hablamos de la oración como experiencia del hombre en cuanto a tal, del homo orans, es necesario tener presente que esta es una actitud interior, antes que una serie de prácticas y fórmulas, un modo de estar frente a Dios, antes que de realizar actos de culto o pronunciar palabras.

La oración tiene su centro y fundamenta sus raíces en lo más profundo de la persona; por esto no es fácilmente descifrable y, por el mismo motivo, puede estar sujeta a malentendidos y mistificaciones. También en este sentido podemos entender la expresión: rezar es difícil.

De hecho, la oración es el lugar por excelencia de la gratuidad, de la tensión hacia lo Invisible, lo Inesperado y lo Inefable.

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Por esto, la experiencia de la oración es un desafío para todos, una “gracia” que invocar, un don de Aquel al que nos dirigimos.

En la oración, en todas las épocas de la historia, el hombre se considera a sí mismo y a su situación frente a Dios, a partir de Dios y respecto a Dios, y experimenta ser criatura necesitada de ayuda, incapaz de procurarse por sí mismo el cumplimiento de la propia existencia y de la propia esperanza.

El filósofo Ludwig Wittgenstein recordaba que “rezar significa sentir que el sentido del mundo está fuera del mundo”.

En la dinámica de esta relación con quien da el sentido a la existencia, con Dios, la oración tiene una de sus típicas expresiones en el gesto de ponerse de rodillas. Es un gesto que lleva en sí mismo una radical ambivalencia: de hecho, puedo ser obligado a ponerme de rodillas -condición de indigencia y de esclavitud- o puedo arrodillarme espontáneamente, confesando mi límite y, por tanto, mi necesidad de Otro. A él le confieso que soy débil, necesitado, “pecador”.

En la experiencia de la oración, la criatura humana expresa toda su conciencia de sí misma, todo lo que consigue captar de su existencia y, a la vez, se dirige, toda ella, al Ser frente al cual está, orienta su alma a aquel Misterio del que espera el cumplimiento de sus deseos más profundos y la ayuda para superar la indigencia de la propia vida. En este mirar a Otro, en este dirigirse “más allá” está la esencia de la oración, como experiencia de una realidad que supera lo sensible y lo contingente.

Sin embargo, sólo en el Dios que se revela encuentra su plena realización la búsqueda del hombre. La oración que es la apertura y elevación del corazón a Dios, se convierte en una relación personal con Él.

Y aunque el hombre se olvide de su Creador, el Dios vivo y verdadero no deja de llamar al hombre al misterioso encuentro de la oración. Como afirma el Catecismo: “Esta iniciativa de amor del Dios fiel es siempre lo primero en la oración, la actitud del hombre es siempre una respuesta. A medida que Dios se revela, y revela al hombre a sí mismo, la oración aparece como un llamamiento recíproco, un hondo acontecimiento de Alianza. A través de palabras y de actos, tiene lugar un trance que compromete el corazón humano. Este se revela a través de toda la historia de la salvación” (nº2567).

Queridos hermanos y hermanas, aprendamos a estar más tiempo delante de Dios, al Dios que se ha revelado en Jesucristo, aprendamos a reconocer en el silencio, en la intimidad de nosotros mismos, su voz que nos llama y nos reconduce a la profundidad de nuestra existencia, a la fuente de la vida, al manantial de la salvación, para hacernos ir más allá de los límites de nuestra vida y abrirnos a la medida de Dios, a la relación con Él que es Infinito Amor.

¡Gracias!

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[En español dijo]

Saludo cordialmente a los peregrinos de lengua española, en particular a los jóvenes de Guatapé, Colombia, así como a los grupos provenientes de España, México, Panamá, Argentina y otros países latinoamericanos. Os invito a que entrando en el silencio de vuestro interior aprendáis a reconocer la voz que os llama y os conduce a lo más intimo de vuestro ser, para abriros a Dios, que es Amor Infinito. Muchas gracias.

[En italiano dijo]

Me dirijo, finalmente, a los jóvenes, a los enfermos y a los recién casados, exhortando a todos a intensificar la práctica piadosa del Santo Rosario, especialmente en este mes de mayo dedicado a la Madre de Dios. Os invito a vosotros, queridos jóvenes, a valorar esta tradicional oración mariana, que ayuda a comprender mejor y a asimilar los momentos centrales de la salvación realizada por Cristo.

Os exhorto a vosotros, queridos enfermos, a dirigiros con confianza a la Virgen María mediante este pío ejercicio, confiándole a Ella todas vuestras necesidades. Os exhorto a vosotros, queridos recién casados, a hacer del rezo del Rosario en familia, un momento de crecimiento espiritual bajo la mirada de la Virgen María.

[Traducción del original italiano por Carmen Álvarez

© Copyright 2011 - Libreria Editrice Vaticana]

Benedicto XVI La oración según el Patriarca Abraham (3º catequesis)

Hoy en la Audiencia General

CIUDAD DEL VATICANO, miércoles 18 de mayo de 2011 (ZENIT.org).- A continuación ofrecemos la catequesis que el Papa Benedicto XVI ha dirigido a los peregrinos y fieles provenientes de Italia y de todo el mundo, recibiéndolos en audiencia en la Plaza de San Pedro. Dicha catequesis forma parte del ya iniciado ciclo sobre la oración.

* * * * *

Queridos hermanos y hermanas, en las dos últimas catequesis hemos reflexionado sobre la oración como fenómeno universal, que -incluso de distintas formas- está presente en las culturas de todas las épocas.

Hoy, sin embargo, querría comenzar un recorrido bíblico sobre este tema, que nos conducirá a profundizar en el diálogo de alianza entre Dios y el hombre, que anima la historia de salvación, hasta su culmen, la palabra definitiva que es Jesucristo.

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Este camino nos hará detenernos en algunos textos importantes y figuras paradigmáticas del Antiguo y Nuevo Testamento.

Será Abraham, el gran Patriarca, padre de todos los creyentes (cfr Rm 4,11-12.16-17), el que nos ofrece el primer ejemplo de oración, en el episodio de intercesión por la ciudad de Sodoma y Gomorra.

Y quisiera invitarlos a aprovechar el recorrido que haremos en las próximas catequesis para aprender a conocer mejor la Biblia, que espero que tengan en sus casas, y, durante la semana, deténganse a leerla y meditarla en la oración, para conocer la maravillosa historia de la relación entre Dios y el hombre, entre el Dios que se comunica con nosotros y el hombre que responde, que reza.

El primer texto sobre el que vamos a reflexionar, se encuentra en el capítulo 18 del Libro del Génesis; se cuenta que la maldad de los habitantes de Sodoma y Gomorra estaba llegando a su cima, tanto que era necesaria una intervención de Dios para realizar un gran acto de justicia y frenar el mal destruyendo aquellas ciudades.

Aquí interviene Abraham con su oración de intercesión. Dios decide revelarle lo que le va a suceder y le hace conocer la gravedad del mal y sus terribles consecuencias, porque Abraham es su elegido, elegido para construir un gran pueblo y hacer que todo el mundo alcance la bendición divina. La suya es una misión de salvación, que debe responder al pecado que ha invadido la realidad del hombre; a través de él, el Señor quiere llevar a la humanidad a la fe, a la obediencia, a la justicia.

Y entonces, este amigo de Dios se abre a la realidad y a las necesidades del mundo, reza por los que están a punto de ser castigados y pide que sean salvados.

Abraham afronta enseguida el problema en toda su gravedad, y dice al Señor: “Entonces Abraham se le acercó y le dijo: « ¿Así que vas a exterminar al justo junto con el culpable? Tal vez haya en la ciudad cincuenta justos. ¿Y tú vas a arrasar ese lugar, en vez de perdonarlo por amor a los cincuenta justos que hay en él? ¡Lejos de ti hacer semejante cosa! ¡Matar al justo juntamente con el culpable, haciendo que los dos corran la misma suerte! ¡Lejos de ti! ¿Acaso el Juez de toda la tierra no va a hacer justicia?” (vv. 23-25).

Con estas palabras, con gran valentía, Abraham plantea a Dios la necesidad de evitar la justicia sumaria: si la ciudad es culpable, es justo condenar el crimen e infligir la pena, pero -afirma el gran Patriarca- sería injusto castigar de modo indiscriminado a todos los habitantes. Si en la ciudad hay inocentes, estos no pueden ser tratados como culpables. Dios, que es un juez justo, no puede actuar así, dice Abraham, justamente, a Dios.

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Si leemos, más atentamente el texto, nos damos cuenta de que la petición de Abraham es todavía más seria y profunda, porque no se limita a pedir la salvación para los inocentes.

Abraham pide el perdón para toda la ciudad y lo hace apelando a la justicia de Dios; dice, de hecho, al Señor: “Y tú vas a arrasar ese lugar, en vez de perdonarlo por amor a los cincuenta justos que hay en él?” (v. 24b).

De esta manera pone en juego una nueva idea de justicia: no la que se limita a castigar a los culpables, como hacen los hombres, sino una justicia distinta, divina, que busca el bien y lo crea a través del perdón que transforma al pecador, lo convierte y lo salva.

Con su oración, por tanto, Abraham no invoca una justicia meramente retributiva, sino una intervención de salvación que, teniendo en cuenta a los inocentes, libera de la culpa también a los impíos, perdonándoles.

El pensamiento de Abraham, que parece casi paradójico, se podría resumir así: obviamente no se pueden tratar a los inocentes como a los culpables, esto sería injusto, es necesario, sin embargo, tratar a los culpables como a los inocentes, realizando un acto de justicia “superior”, ofreciéndoles una posibilidad de salvación, porque si los malhechores aceptan el perdón de Dios y confiesan su culpa, dejándose salvar, no continuarán haciendo el mal, se convertirán estos, también, en justos, sin necesitar nunca más ser castigados.

Es esta la petición de justicia que Abraham expresa en su intercesión, una petición que se basa en la certeza de que el Señor es misericordioso. Abraham no pide a Dios una cosa contraria a su esencia, llama a la puerta del corazón de Dios conociendo su verdadera voluntad.

Ya que Sodoma es una gran ciudad, cincuenta justos parecen poca cosa, pero la justicia de Dios y su perdón ¿no son quizás la manifestación de la fuerza del bien, aunque sí parece más pequeño y más débil que el mal?

La destrucción de Sodoma debía frenar el mal presente en la ciudad, pero Abraham sabe que Dios tiene otros modos y medios para poner freno a la difusión del mal. Es el perdón el que interrumpe la espiral de pecado, y Abraham, en su diálogo con Dios, apela exactamente a esto.

Y cuando el Señor acepta perdonar a la ciudad si encuentra cincuenta justos, su oración de intercesión comienza a descender hacia los abismos de la misericordia divina. Abraham -como recordamos- hace disminuir progresivamente el número de los inocentes necesarios para la salvación: si no son cincuenta, podrían ser cuarenta y cinco, y así hacia abajo, hasta llegar a diez, continuando con su súplica, que se hace audaz en las insistencia: “Quizá no sean más de cuarenta..treinta... veinte... diez” (cfr vv. 29, 30, 31,

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32), y según es más pequeño el número, más grande se revela y se manifiesta la misericordia de Dios, que escucha con paciencia la oración, la acoge y repite después de cada súplica: “perdonaré... no la destruiré... no lo haré” (cfr vv. 26.28.29.30.31.32).

Así, por la intercesión de Abraham, Sodoma podrá ser salvada, si en ella se encuentran tan sólo diez inocentes. Esta es la potencia de la oración. Porque a través de la intercesión, la oración a Dios por la salvación de los demás, se manifiesta y se expresa el deseo de salvación que Dios tiene siempre hacia el hombre pecador.

El mal, de hecho, no puede ser aceptado, debe ser señalado y destruido a través del castigo: la destrucción de Sodoma tenía esta intención. Pero el Señor no quiere la muerte del malvado, sino que se convierta y que viva (cfr Ez 18,23; 33,11); su deseo es perdonar siempre, salvar, dar la vida, transformar el mal en bien.

Si bien, precisamente es este deseo divino el que, en la oración se convierte en el deseo del hombre y se expresa a través de las palabras de intercesión.

Con su súplica, Abraham está prestando su propia voz, pero también su propio corazón, a la voluntad divina: el deseo de Dios es misericordia, amor y voluntad de salvación, y este deseo de Dios ha encontrado en Abraham y en su oración la posibilidad de manifestarse en modo concreto en la historia de los hombres, para estar presente donde hay necesidad de gracia.

Con la voz de su oración, Abraham está dando voz al deseo de Dios, que no es el de destruir, sino el de salvar a Sodoma, dar vida al pecador convertido.

Y esto es lo que el Señor quiere, y su diálogo con Abraham es una prolongada e inequívoca manifestación de su amor misericordioso. La necesidad de encontrar hombres justos en la ciudad se vuelve cada vez más, en menos exigente y al final sólo bastan diez para salvar a la totalidad de la población.

Por qué motivo Abraham se detuvo en diez, no lo dice el texto. Quizás es un número que indica un núcleo comunitario mínimo (todavía hoy, diez personas, constituyen el quorum necesario para la oración pública hebrea). De todas maneras, se trata de un número exiguo, una pequeña parcela del bien para salvar a un gran mal. Pero ni siquiera diez justos se encontraban en Sodoma y Gomorra, y las ciudades fueron destruidas.

Una destrucción paradójicamente necesaria por la oración de intercesión de Abraham. Porque precisamente esa oración ha revelado la voluntad salvífica de Dios: el Señor estaba dispuesto a perdonar, deseaba hacerlo, pero las ciudades estaban encerradas en un mal total y paralizante, sin tener unos pocos inocentes desde donde comenzar a transformar el mal en bien.

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Porque es este el camino de salvación que también Abraham pedía: ser salvados no quiere decir simplemente escapar del castigo, sino ser liberados del mal que nos habita. No es el castigo el que debe ser eliminado, sino el pecado, ese rechazo a Dios y del amor que lleva en sí el castigo.

Dirá el profeta Jeremías al pueblo rebelde: “¡Que tu propia maldad te corrija y tus apostasías te sirvan de escarmiento! Reconoce, entonces, y mira qué cosa tan mala y amarga es abandonar al Señor, tu Dios” (Jer 2,19). Es de esta tristeza y amargura de donde el Señor quiere salvar al hombre liberándolo del pecado.

Pero es necesaria una transformación desde el interior, una pizca de bien, un comienzo desde donde partir para cambiar el mal en bien, el odio en amor, la venganza en perdón. Por esto los justos tenían que estar dentro de la ciudad, y Abraham continuamente repite: “Quizás allí se encuentren...” “Allí”: es dentro de la realidad enferma donde tiene que estar ese germen de bien que puede resanar y devolver la vida.

Y una palabra dirigida también a nosotros: que en nuestras ciudades haya un germen de bien, que hagamos lo necesario para que no sean sólo diez justos, para conseguir realmente, hacer vivir y sobrevivir a nuestras ciudades y para salvarlas de esta amargura interior que es la ausencia de Dios.

Y en la realidad enferma de Sodoma y Gomorra aquel germen de bien no estaba.

Pero la misericordia de Dios en la historia de su pueblo se amplía más tarde. Si para salvar Sodoma eran necesarios diez justos, el profeta Jeremías dirá, en nombre del Omnipotente, que basta sólo un justo para salvar Jerusalén: “Recorran las calles de Jerusalén, miren e infórmense bien; busquen por sus plazas a ver si encuentran un hombre, si hay alguien que practique el derecho, que busque la verdad y yo perdonaré a la ciudad” (Jer 5,1).

El número ha bajado aún más, la bondad de Dios se muestra aún más grande. -y ni siquiera esto basta, la sobreabundante misericordia de Dios no encuentra la respuesta del bien que busca, y Jerusalén cae bajo asedio de los enemigos.

Será necesario que Dios se convierta en ese justo. Y este es el misterio de la Encarnación: para garantizar un justo, Él mismo se hace hombre.

El justo estará siempre porque es Él: es necesario que Dios mismo se convierta en ese justo. El infinito y sorprendente amor divino será manifestado en su plenitud cuando el Hijo de Dios se hace hombre, el Justo definitivo, el perfecto Inocente, que llevará la salvación al mundo entero muriendo en la cruz, perdonando e intercediendo por quienes “no saben lo que hacen” (Lc 23,34).

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Entonces la oración de todo hombre encontrará su respuesta, entonces todas nuestras intercesiones serán plenamente escuchadas.

Queridos hermanos y hermanas, la súplica de Abraham, nuestro padre en la fe, nos enseñe a abrir cada vez más, el corazón a la misericordia sobreabundante de Dios, para que en la oración cotidiana sepamos desear la salvación de la humanidad y pedirla con perseverancia y con confianza al Señor que es grande en el amor. Gracias.

[En español dijo:]

Saludo cordialmente a los peregrinos de lengua española, en particular a los grupos provenientes de España, Colombia, Venezuela, Chile, Argentina, México y otros países latinoamericanos. Invito a todos a conocer cada vez más la Biblia, a leerla y meditarla en la oración para profundizar así en la maravillosa historia de Dios con el hombre, y abrir el corazón a la sobreabundante misericordia divina. Muchas gracias.

[En italiano dijo]

Saludo finalmente a los jóvenes, a los enfermos y a los recién casados. Queridos jóvenes, espero que sepan reconocer en medio de tantas otras voces del este mundo, la de Cristo, que continua invitando al corazón de quien sabe escuchar. Sean generosos en seguirlo, no teman en poner todas vuestras energías y vuestro entusiasmo al servicio del Evangelio. Y ustedes, queridos enfermos, abran el corazón con confianza; Él no los dejará sin la luz consoladora de su presencia. Finalmente a ustedes, queridos recién casados, espero que vuestras familias respondan a la vocación de ser transparentes al amor de Dios. Gracias.

[Traducción del original italiano por Carmen Álvarez ©Libreria Editrice Vaticana]

Benedicto XVI: la Noche del Yaboq (4º Catequesis)

Hoy en la Audiencia General

CIUDAD DEL VATICANO, miércoles 25 de mayo de 2011 (ZENIT.org).- Ofrecemos a continuación la catequesis que el Papa pronunció hoy durante la audiencia general celebrada en la Plaza de San Pedro con peregrinos procedentes de todo el mundo.

* * * * *

Queridos hermanos y hermanas,

hoy quisiera detenerme con vosotros en un texto del Libro del Génesis que narra un episodio un poco especial de la historia del Patriarca Jacob. Es un fragmento de difícil interpretación, pero importante en nuestra vida de fe y de oración; se trata del relato de la lucha con Dios en el vado de Yaboq, del que hemos escuchado un trozo.

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Como recordaréis, Jacob le había quitado a su gemelo Esaú la primogenitura, a cambio de un plato de lentejas y después recibió con engaños la bendición de su padre Isaac, que en ese momento era muy anciano, aprovechándose de su ceguera. Huido de la ira de Esaú, se refugió en casa de un pariente, Labán; se había casado, se había enriquecido y volvía a su tierra natal, dispuesto a enfrentar a su hermano, después de haber tomado algunas prudentes medidas. Pero cuando todo está preparado para este encuentro, después de haber hecho que los que estaban con él, atravesasen el vado del torrente que delimitaba el territorio de Esaú, Jacob se queda solo, y es agredido por un desconocido con el que lucha toda la noche. Esta lucha cuerpo a cuerpo -que encontramos en el capítulo 32 del Libro del Génesis- se convierte para él en una singular experiencia de Dios.

La noche es es momento favorable para actuar a escondidas, el tiempo oportuno, por tanto, para Jacob, de entrar en el territorio del hermano sin ser visto y quizás con la ilusión de tomar por sorpresa a Esaú. Sin embargo es él el sorprendido por un ataque imprevisto, para el que no estaba preparado. Había usado su astucia para intentar evitarse una situación peligrosa, pensaba tener todo bajo control, y sin embargo, se encuentra ahora teniendo que afrontar una lucha misteriosa que lo sorprende en soledad y sin darle la oportunidad de organizar una defensa adecuada. Indefenso, en la noche, el Patriarca Jacob lucha contra alguien. El texto no especifica la identidad del agresor; usa un término hebreo que indica “un hombre” de manera genérica, “uno, alguien”; se trata de una definición vaga, indeterminada, que quiere mantener al asaltante en el misterio. Está oscuro, Jacob no consigue distinguir a su contrincante, y también para nosotros, permanece en el misterio; alguien se enfrenta al Patriarca, y este es el único dato seguro que nos da el narrador. Sólo al final, cuando la lucha ya ha terminado y ese “alguien” ha desaparecido, sólo entonces Jacob lo nombrará y podrá decir que ha luchado contra Dios.

El episodio se desarrolla en la oscuridad y es difícil percibir no sólo la identidad del asaltante de Jacob, sino también como se ha desarrollado la lucha. Leyendo el texto, resulta difícil establecer quien de los dos contrincantes lleva las de ganar; los verbos se usan a menudo sin sujeto explícito, y las acciones suceden casi de forma contradictoria, así que cuando parece que uno de los dos va a prevalecer, la acción sucesiva desmiente enseguida esto y presenta al otro como vencedor. Al inicio, de hecho, Jacob parece ser el más fuerte, y el adversario – dice el texto – “no conseguía vencerlo” (v.26); y finalmente golpea a Jacob en el fémur, provocándole una dislocación. Se podría pensar que Jacob sucumbe, sin embargo, es el otro el que le pide que le deje ir; pero el Patriarca se niega, imponiendo una condición: “No te soltaré si antes no me bendices” (v.27). El que con engaños le había quitado a su hermano la bendición del primogénito, ahora la pretende de un desconocido, de quien quizás empieza a percibir las connotaciones divinas, sin poderlo reconocer verdaderamente.

El rival, que parece estar retenido y por tanto vencido por Jacob, en lugar de ceder a la petición del Patriarca, le pregunta su nombre: “¿Cómo te llamas?”. El patriarca le responde: “Jacob” (v.28). Aquí la lucha da un giro importante. Conocer el nombre de alguien, implica una especie de poder sobre la persona, porque el nombre, en la

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mentalidad bíblica, contiene la realidad más profunda del individuo, desvela el secreto y el destino. Conocer el nombre de alguien quiere decir conocer la verdad sobre el otro y esto permite poderlo dominar. Cuando, por tanto, por petición del desconocido, Jacob revela su nombre, se está poniendo en las manos de su adversario, es una forma de entrega, de consigna total de sí mismo al otro.

Pero en este gesto de rendición, también Jacob resulta vencedor, paradójicamente, porque recibe un nombre nuevo, junto al reconocimiento de victoria por parte de su adversario, que le dice: “En adelante no te llamarás Jacob, sino Israel, porque has luchado con Dios y con los hombres, y has vencido” (v.29). “Jacob” era un nombre que recordaba el origen problemático del Patriarca; en hebreo, de hecho, recuerda al término “talón”, y manda al lector al momento del nacimiento de Jacob, cuando saliendo del seno materno, agarraba el talón de su hermano gemelo (Gn 25, 26), casi presagiando el daño que realiza a su hermano en la edad adulta, pero el nombre de Jacob recuerda también al verbo “engañar, suplantar”. Y ahora, en la lucha, el Patriarca revela a su oponente, en un gesto de rendición y donación, su propia realidad de quien engaña, quien suplanta; pero el otro, que es Dios, transforma esta realidad negativa en positiva: Jacob el defraudador se convierte en Israel, se le da un nombre nuevo que le marca una nueva identidad. Pero también aquí, el relato mantiene su duplicidad, porque el significado más probable de Israel es “Dios fuerte, Dios vence”.

Por tanto, Jacob ha prevalecido, ha vencido – es el mismo adversario quien los afirma – pero su nueva identidad, recibida del mismo contrincante, afirma y testimonia la victoria de Dios. Y cuando Jacob pide a su vez el nombre de su oponente, este no quiere decírselo, pero se le revela en un gesto inequívoco, dándole su bendición. Esta bendición que el Patriarca le había pedido al principio de la lucha se le concede ahora. Y no es una bendición obtenida mediante engaño, sino que es gratuitamente concedida por Dios, que Jacob puede recibir porque está solo, sin protección, sin astucias ni engaños, se entrega indefenso, acepta la rendición y confiesa la verdad sobre sí mismo. Por esto, al final de la lucha, recibida la bendición, el Patriarca puede finalmente reconocer al otro, al Dios de la bendición: “He visto a Dios cara a cara, y he salido con vida” (v.31), ahora puede atravesar el vado, llevando un nombre nuevo pero “vencido” por Dios y marcado para siempre, cojeando por la herida recibida.

Las explicaciones que la exégesis bíblica da con respecto a este fragmento son muchas; en particular los estudiosos reconocen aquí intentos y componentes literario de varios tipos, como también referencias a algún cuento popular. Pero cuando estos elementos son asumidos por los autores sagrados y englobados en el relato bíblico, cambian de significado y el texto se abre a dimensiones más amplias. El episodio de la lucha en el Yaboq se muestra al creyente como texto paradigmático en el que el pueblo de Israel habla de su propio origen y delinea los trazos de una relación especial entre Dios y el hombre. Por esto, como se afirma también en el Catecismo de la Iglesia Católica, “la tradición espiritual de la Iglesia ha visto en este relato el símbolo de la oración como combate de la fe y la victoria de la perseverancia” (nº 2573). El texto bíblico nos habla de la larga noche de la búsqueda de Dios, de la lucha para conocer el nombre y ver su

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rostro; es la noche de la oración que con tenacidad y perseverancia pide a Dios la bendición y un nombre nuevo, una nueva realidad fruto de conversión y de perdón.

La noche de Jacob en el vado de Yaboq se convierte así, para el creyente, en un punto de referencia para entender la relación con Dios que en la oración encuentra su máxima expresión. La oración exige confianza, cercanía, casi un cuerpo a cuerpo simbólico no con un Dios adversario y enemigo, sino con un Señor que bendice y que permanece siempre misterioso, que aparece inalcanzable.

Por esto el autor sacro utiliza el símbolo de la lucha, que implica fuerza de ánimo, perseverancia, tenacidad en el alcanzar lo que se desea. Y si el objeto del deseo es la relación con Dios, su bendición y su amor, entonces la lucha sólo puede culminar en el don de sí mismo a Dios, en el reconocimiento de la propia debilidad, que vence cuando consigue abandonarse en las manos misericordiosas de Dios.

Queridos hermanos y hermanas, toda nuestra vida es como esta larga noche de lucha y de oración, de consumar en el deseo y en la petición de una bendición a Dios que no puede ser arrancada o conseguida sólo con nuestras fuerzas, sino que debe ser recibida con humildad de Él, como don gratuito que permite, finalmente, reconocer el rostro de Dios. Y cuando esto sucede, toda nuestra realidad cambia, recibimos un nombre nuevo y la bendición de Dios. Pero aún más: Jacob que recibe un nombre nuevo, se convierte en Israel, también da al lugar un nombre nuevo, donde ha luchado con Dios, le ha rezado, lo renombra Penuel, que significa “Rostro de Dios”. Con este nombre reconoce que el lugar está lleno de la presencia del Señor, santifica esa tierra dándole la impronta de aquel misterioso encuentro con Dios. Aquel que se deja bendecir por Dios, se abandona a Él, se deja transformar por Él, hace bendito el mundo. Que el Señor nos ayude a combatir la buena batalla de la fe (cfr 1Tm 6,12; 2Tm 4,7) y a pedir, en nuestra oración, su bendición, para que nos renueve en la espera de ver su Rostro. ¡Gracias!

[En español dijo]

Saludo cordialmente a los peregrinos de lengua española, en particular al grupo del Movimiento Scout católico, acompañado por el Señor Obispo de Solsona, así como a los demás grupos provenientes de España, México, Guatemala, Ecuador, Venezuela, Colombia, Argentina y otros países latinoamericanos. Que el Señor nos ayude a combatir el buen combate de la fe. Muchas gracias.

[Traducción del original italiano por Carmen Álvarez

©Libreria Editrice Vaticana]

5º Catequesis sobre la oración: Moisés

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Benedicto XVI: “El perdón es renovación y transformación”

Hoy en la Audiencia General

CIUDAD DEL VATICANO; miércoles 1 de junio de 2011 (ZENIT.org).- A continuación ofrecemos el discurso que el Santo Padre Benedicto XVI ha dirigido a los fieles congregados en la Plaza de San Pedro, durante la Audiencia General, continuando con el ciclo de catequesis sobre la oración.

* * * * *

Queridos hermanos y hermanas,

leyendo el Antiguo Testamento, una figura destaca entre otras: la de Moisés, como hombre de oración.

Moisés, el gran profeta y guía en el tiempo del Éxodo, ejerció su función de mediador entre Dios e Israel, haciéndose portador, hacia el pueblo, de las palabras y mandatos divinos, conduciéndolo hacia la libertad de la Tierra Prometida, enseñando a los israelitas a vivir en la obediencia y en la confianza hacia Dios, durante la larga estancia en el desierto, pero también, sobre todo, rezando.

Reza por el Faraón cuando Dios, con las plagas, intentaba convertir el corazón de los egipcios (cfr Ex 8–10); pide al Señor la curación de la hermana María, enferma de lepra (cfr Nm 12,9-13), intercede por el pueblo que se había rebelado, aterrorizado por el informe de los exploradores (cfr Nm 14,1-19), reza cuando el fuego estaba devorando el campamento (cfr Nm 11,1-2) y cuando serpientes venenosas estaban haciendo una masacre (cfr Nm 21,4-9); se dirige al Señor y reacciona protestando cuando el peso de su misión se hizo demasiado pesado (cfr Nm 11,10-15); ve a Dios y habla con Él “cara a cara, como uno habla con su amigo” (cfr Ex 24,9-17; 33,7-23; 34,1-10.28-35).

También cuando el pueblo, en el Sinaí, pide a Aarón hacer un novillo de oro, Moisés reza, explicando de modo emblemático su propia función de intercesor. El episodio está narrado en el capítulo 32 del Libro del Éxodo y tiene un relato paralelo en el Deuteronomio en el capítulo 9.

Es en este episodio donde quisiera detenerme en la catequesis de hoy, en particular en la oración de Moisés que encontramos en la narración del Éxodo. El pueblo se encontraba a los pies del Monte Sinaí, mientras Moisés, en la cima del monte, esperaba el don de las Tablas de la Ley, ayunando durante cuarenta días y cuarenta noches (cfr Ex 24,18; Dt 9,9).

El número cuarenta tiene un valor simbólico y significa la totalidad de la experiencia, mientras que con el ayuno se indica que la vida viene de Dios, es Él el que la sostiene.

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El hecho de comer, de hecho, implica la asunción del alimento que nos sostiene; por esto ayunar, renunciando a la comida, adquiere, en este caso, un significado religioso: es un modo de indicar que no sólo de pan vive el hombre, sino de toda palabra que sale de la boca del Señor (cfr Dt 8,3).

Ayunando, Moisés, indica que espera el don de la Ley divina como fuente de vida: esta desvela la voluntad de Dios y nutre el corazón del hombre, haciéndole entrar en una Alianza con el Altísimo, que es fuente de vida, es la vida misma.

Pero, mientras el Señor, sobre el monte, da a Moisés la Ley, a los pies del mismo el pueblo la desobedece.

Incapaces de resistir en la espera y la ausencia del mediador, los israelitas piden a Aarón: Fabrícanos un Dios que vaya al frente de nosotros, porque no sabemos qué le ha pasado a Moisés, ese hombre que nos hizo salir de Egipto” (Ex 32,1).

Cansado de un camino con un Dios invisible, ahora que Moisés, el mediador, ha desaparecido, el pueblo pide una presencia tangible, palpable, del Señor, y encuentra en el becerro de metal fundido hecho por Aarón, un dios que se hace accesible, manipulable, al alcance del hombre.

Esta es una tentación constante en el camino de la fe: eludir el misterio divino construyendo un dios comprensible, que corresponda a los propios esquemas, a los propios proyectos. Todo lo que sucede en el Sinaí muestra toda la necedad y vanidad ilusoria de esta pretensión porque, como afirma irónicamente el Salmo 106, “así cambiaron su Gloria por la imagen de un toro que come pasto” (Sal 106,20).

Por esto el Señor reacciona y ordena a Moisés que descienda del monte, revelándole lo que el pueblo está haciendo y terminando con estas palabras: “Por eso, déjame obrar: mi ira arderá contra ellos y los exterminaré. De ti, en cambio, suscitaré una gran nación” (Ex 32,10).

Como con Abraham con respecto a Sodoma y Gomorra, también ahora Dios desvela a Moisés lo que pretende hacer, como si no quisiese actuar sin su consentimiento (cfr Am 3,7). Dice: “mi ira arderá contra ellos”.

En realidad, este “mi ira arderá contra ellos” lo dice para que Moisés intervenga y le pida que no lo haga, revelando así que el deseo de Dios es siempre de salvación.

Como para las dos ciudades en tiempos de Abraham, el castigo y la destrucción, con los que se expresa la ira de Dios como rechazo del mal, indican la gravedad del pecado cometido; al mismo tiempo, la petición del intercesor pretende manifestar la voluntad de perdón del Señor.

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Esta es la salvación de Dios, que implica misericordia, pero que siempre denuncia la verdad del pecado, del mal que existe, así el pecador, reconociendo y rechazando el propio mal, pueda dejarse perdonar y transformar por Dios.

La oración de intercesión hace operativa de esta manera, dentro de la realidad corrupta del hombre pecador, la misericordia divina, que encuentra su voz en la súplica del que reza y se hace presente a través de él donde hay necesidad de salvación.

La súplica de Moisés se centra en la fidelidad y la gracia del Señor. Este se refiere primero a la historia de redención que Dios ha comenzado con la salida de Israel, para después recordar la antigua promesa hecha a los Padres. El Señor ha logrado la salvación liberando a su pueblo de la esclavitud egipcia; ¿por qué entonces -pregunta Moisés-“tendrán que decir los Egipcios: 'El los sacó con la perversa intención de hacerlos morir en las montañas y exterminarlos de la superficie de la tierra?'” (Ex 32,12).

La obra de salvación que se ha comenzado debe ser completada; si Dios hiciese perecer a su pueblo, esto podría ser interpretado como el signo de una incapacidad divina de llevar a cumplimiento el proyecto de salvación. Dios no puede permitir esto: Él es el Señor bueno que salva, el garante de la vida, es el Dios de misericordia y de perdón, de liberación del pecado que mata.

Y así Moisés apela a Dios, a la vida interior de Dios contra la sentencia exterior. Pero entonces, argumenta Moisés con el Señor, si sus elegidos perecen, aunque si son culpables. Él podría parecer como incapaz de vencer al pecado. Y esto no se puede aceptar.

Moisés ha tenido una experiencia concreta del Dios de salvación, y ha sido enviado como mediador de la liberación divina y reza con su oración, se hace intérprete de una doble inquietud, preocupado por la suerte de su pueblo, pero además está también preocupado por el honor que se debe al Señor, por la verdad de su nombre.

El intercesor quiere, de hecho, que el pueblo de Israel se salve, porque es el rebaño que se le ha confiado, pero también para que en esa salvación se manifieste la verdadera realidad de Dios.

Amor por los hermanos pero también por Dios que se complementan en la oración de intercesión, son inseparables.

Moisés, el intercesor, es el hombre dividido entre dos amores, que en la oración se unen en un único deseo de bien.

Después, Moisés apela a la fidelidad de Dios, haciéndole recordar sus promesas: “Acuérdate de Abraham, de Isaac y de Jacob, tus servidores, a quienes juraste por ti mismo diciendo: 'Yo multiplicaré su descendencia como las estrellas del cielo, y les daré toda esta tierra de la que hablé, para que la tengan siempre como herencia'” (Ex 32,13).

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Moisés hace memoria de la historia fundadora de los orígenes, de los Padres del pueblo y de su elección, totalmente gratuita, en la que sólo Dios había tenido la iniciativa. No por sus méritos, ellos recibieron la promesa, sino por la libre elección de Dios y de su amor” (cfr Dt 10,15). Y ahora, Moisés pide que el Señor continúe fiel a su historia de elección y de salvación perdonando a su pueblo.

La intercesión no excusa el pecado de su gente, no enumera presuntos méritos ni del pueblo ni suyos, pero si apela a la gratuidad de Dios: un Dios libre, totalmente amor, que no cesa de buscar al que se aleja, que permanece siempre fiel a sí mismo y que ofrece al pecador la posibilidad de volver a Él y convertirse, con el perdón, en justo y capaz de ser fiel.

Moisés pide a Dios que se muestre más fuerte que el pecado y que la muerte, y con su oración provoca esta revelación divina.

Mediador de vida, el intercesor se solidariza con el pueblo; deseoso sólo de la salvación que Dios mismo desea, él renuncia a la perspectiva de convertirse en un nuevo pueblo agradecido al Señor.

La frase que Dios le había dirigido, “de ti, en cambio, suscitaré una gran nación”, no es, ni siquiera, tomada en consideración por el “amigo” de Dios, que sin embargo está preparado para asumir, no sólo, la culpa de su gente, también todas sus consecuencias.

Cuando, después de la destrucción del becerro de oro, vuelva al monte de nuevo, a pedirle la salvación de Israel, dirá al Señor: “¡Si tú quisieras perdonarlo, a pesar de esto...! Y si no, bórrame por favor del Libro que tú has escrito” (v.32).

Con la oración, deseando el deseo de Dios, el intercesor entra cada vez más profundamente en el conocimiento del Señor y de su misericordia y se hace capaz de un amor que llega hasta el don total de sí mismo.

En Moisés, que está en la cima del monte cara a cara con Dios y que se hace intercesor por su pueblo, se ofrece a sí mismo - “bórrame” -, los Padres de la Iglesia han visto una prefiguración de Cristo, que en la alta cima de la cruz realmente está delante de Dios, no sólo como amigo sino como Hijo.

Y no sólo se ofrece - “bórrame” -, sino que con su corazón traspasado se hace “borrar”, se convierte, como dice el mismo san Pablo, en pecado, lleva consigo nuestros pecados para salvarnos a nosotros: su intercesión no es sólo solidaridad, sino que se identifica con nosotros: nos lleva a todos en su cuerpo. Y así toda la existencia de hombre y de Hijo es el grito al corazón de Dios, es perdón, pero un perdón que transforma y renueva.

Creo que debemos meditar esta realidad. Cristo está delante del rostro de Dios y reza por mí. Su oración en la Cruz es contemporánea a todos los hombres, contemporánea a

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mí: Él reza por mí, ha sufrido y sufre por mí, se ha identificado conmigo tomando nuestro cuerpo y el alma humana.

Y nos invita a entrar en su identidad, haciéndonos un cuerpo, un espíritu con Él, porque desde la alta cima de la Cruz, Él no ha traído nuevas leyes, tablas de piedra, sino que se ha traído a sí mismo, su cuerpo y su sangre, como nueva alianza.

Así nos hace consanguíneos a Él, un cuerpo con Él, identificado con Él. Nos invita a entrar en esta identificación, a estar unidos a Él en nuestro deseo de ser un cuerpo, un espíritu con Él.

Oremos al Señor para que esta identificación nos transforme, nos renueve, porque el perdón es renovación y transformación.

Querría terminar esta catequesis con las palabras del apóstol Pablo a los cristianos de Roma: “¿Quién podrá acusar a los elegidos de Dios? Dios es el que justifica. ¿Quién se atreverá a condenarlos? ¿Será acaso Jesucristo, el que murió, más aún, el que resucitó, y está a la derecha de Dios e intercede por nosotros? ¿Quién podrá entonces separarnos del amor de Cristo? [...] ni la muerte ni la vida, ni los ángeles ni los principados [...] ni ninguna otra criatura podrá separarnos jamás del amor de Dios, manifestado en Cristo Jesús, nuestro Señor” (Rm 8,33-35.38.39)

[En español dijo]

Saludo cordialmente a los peregrinos de lengua española, en particular a los de la parroquia de San Juan Evangelista, de Madrid, así como a los demás grupos provenientes de España, Argentina, Ecuador, México y otros países latinoamericanos.

Que el Señor nos ayude a comprender en la oración su designio gratuito de salvación, que ha llegado a su culminación en el don de su Hijo, Jesucristo, para que siguiendo su ejemplo demos la vida por los demás, sin esperar nada a cambio.

Muchas gracias.

6º CATEQUESIS SOBRE LA ORACIÓN

Benedicto XVI: La oración de Elías y el fuego de Dios

CIUDAD DEL VATICANO, miércoles 15 de junio de 2011 (ZENIT.org).- Ofrecemos a continuación la catequesis que el Papa Benedicto XVI pronunció hoy durante la audiencia general celebrada en la Plaza de San Pedro.

* * * * *

Queridos hermanos y hermanas,

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en la historia religiosa del antiguo Israel, tuvieron gran relevancia los profetas con sus enseñanzas y su predicación.

Entre ellos surge la figura de Elías, suscitado por Dios para llevar al pueblo a la conversión. Su nombre significa “el Señor es mi Dios” y de acuerdo con este nombre se desarrolla toda su vida, consagrada totalmente a provocar en el pueblo el reconocimiento del Señor como único Dios.

De Elías el Eclesiástico dice ”Después surgió como un fuego el profeta Elías, su palabra quemaba como una antorcha” (Eclo 48,1). Con esta llama Israel vuelve a encontrar su camino hacia Dios.

En su ministerio, Elías reza: invoca al Señor para que devuelva a la vida al hijo de una viuda que le había hospedado (cfr 1Re 17,17-24), grita a Dios su cansancio y su angustia mientras huye por el desierto, buscado a muerte por la reina Jezabel (cfr 1Re 19,1-4), pero se sobre todo en el monte Carmelo donde se muestra todo su poder de intercesor, cuando ante todo Israel, reza al Señor para que se manifieste y convierta el corazón del pueblo. Es el episodio narrado en el capítulo 18 del Primer Libro de los Reyes, en el que hoy nos detendremos.

Nos encontramos en el reino del Norte, en el siglo IX antes de Cristo, en tiempos del rey Ajab, en un momento en el que Israel se había creado una situación de abierto sincretismo.

Junto al Señor, el pueblo adoraba a Baal, el ídolo tranquilizador del que se creía que venía el don de la lluvia, y al que por ello se atribuía el poder de dar fertilidad a los campos y vida a los hombres y a las bestias. Aún pretendiendo seguir al Señor, Dios invisible y misterioso, el pueblo buscaba seguridad también en un dios comprensible y previsible, del que creía poder obtener fecundidad y prosperidad a cambio de sacrificios.

Israel estaba cediendo a la seducción de la idolatría, la continua tentación del creyente, figurándose poder “servir a dos señores” (cfr Mt 6,24; Lc 16,13), y de facilitar los caminos inescrutables de la fe en el Omnipotente poniendo su confianza también en un dios impotente hecho por hombres.

Precisamente para desenmascarar la necedad engañosa de esta actitud, Elías hace reunir al pueblo de Israel en el monte Carmelo y le pone ante la necesidad de hacer una elección: “Si el Señor es Dios, seguidle; si es Baal, seguidle a él”(1Re 18, 21).

Y el profeta, portador del amor de Dios, no deja sola a su gente ante esta elección, sino

que la ayuda indicando el signo que revelará la verdad: tanto él como los profetas de Baal

prepararán un sacrificio y rezarán, y el verdadero Dios se manifestará respondiendo con

el fuego que consumirá la ofrenda.

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Comienza así la confrontación entre el profeta Elías y los seguidores de Baal, que en

realidad es entre el Señor de Israel, Dios de salvación y de vida, y el ídolo mudo y sin consistencia, que no puede hacer nada, ni para bien ni para mal (cfr Jr 10,5).

Y comienza también la confrontación entre dos formas completamente distintas de dirigirse a Dios y de rezar.

Los profetas de Baal, de hecho, gritan, se agitan, bailan, saltan, entran en un estado de

exaltación llegando a hacerse incisiones en el cuerpo, “con espadas y lanzas, hasta estar

cubiertos de sangre”(1Re 18,28). Hacen recurso a sí mismos para interpelar a su dios, confiando en sus propias capacidades para provocar su respuesta.

Se revela así la realidad engañosa del ídolo: éste está pensado por el hombre como

algo de lo que se puede disponer, que se puede gestionar con las propias fuerzas, al que

se puede acceder a partir de sí mismos y de la propia fuerza vital.

La adoración del ídolo, en lugar de abrir el corazón humano a la Alteridad, a una

relación liberadora que permita salir del espacio estrecho del propio egoísmo para

acceder a dimensiones de amor y de don mutuo, encierra a la persona en el círculo

exclusivo y desesperante de la búsqueda de sí misma. Y el engaño es tal que, adorando

al ídolo, el hombre se ve obligado a acciones extremas, en el tentativo ilusorio de

someterlo a su propia voluntad.

Por ello los profetas de Baal llegan hasta hacerse daño, a infligirse heridas en el cuerpo,

en un gesto dramáticamente irónico: para obtener una respuesta, un signo de vida de su

dios, se cubren de sangre, recubriéndose simbólicamente de muerte.

Muy distinta es la actitud de oración de Elías. Él pide al pueblo que se acerque, implicándolo así en su acción y en su súplica.

El objetivo del desafío dirigido por él a los profetas de Baal era el de volver a llevar a Dios

al pueblo que se había extraviado siguiendo a los ídolos; por eso quiere que Israel se una a él, convirtiéndose en partícipe y protagonista de su oración y de cuanto está sucediendo. Después el profeta erige un altar, utilizando, como recita el texto, “doce piedras, conforme al número de los hijos de Jacob, a quien el Señor había dirigido su

palabra, diciéndole: Te llamarás Israel” (v. 31). Esas piedras representan a todo Israel y

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son la memoria tangible de la historia de elección, de predilección y de salvación de que

el pueblo ha sido objeto.

El gesto litúrgico de Elías tiene una repercusión decisiva; el altar es el lugar sagrado

que indica la presencia del Señor, pero esas piedras que lo componen representan al

pueblo, que ahora, por mediación del profeta, está puesto simbólicamente ante Dios, se

convierte en "altar", lugar de ofrenda y de sacrificio.

Pero es necesario que el símbolo se convierta en realidad, que Israel reconozca al

verdadero Dios y vuelva a encontrar su propia identidad de pueblo del Señor. Por ello

Elías pide a Dios que se manifieste, y esas doce piedras que debían recordar a Israel

su verdad sirven también para recordar al Señor su fidelidad, a la que el profeta apela en

la oración.

Las palabras de su invocación son densas en significado y en fe: “¡Señor, Dios de Abraham, de Isaac y de Israel! Que hoy se sepa que tú eres Dios en Israel, que yo soy tu servidor y que por orden tuya hice todas estas cosas. Respóndeme, Señor, respóndeme, para que este pueblo reconozca que tú, Señor, eres Dios, y que eres tú el que les ha cambiado el corazón” (vv. 36-37; cfr Gen 32, 36-37).

Elías se dirige al Señor llamándole Dios de los Padres, haciendo así memoria implícita

de las promesas divinas y de la historia de elección y de alianza que unió

indisolublemente al Señor y a su pueblo.

La implicación de Dios en la historia de los hombres es tal, que su Nombre está ya

inseparablemente unido al de los Patriarcas, y el profeta pronuncia ese Nombre santo

para que Dios recuerde y se muestre fiel, pero también para que Israel se sienta llamado

por su nombre y vuelva a encontrar su fidelidad.

El título divino pronunciado por Elías parece de hecho un poco sorprendente. En

lugar de usar la fórmula habitual, “Dios de Abraham, de Isaac y de Jacob”, utiliza un

apelativo menos común: “Dios de Abraham, de Isaac y de Israel”.

La sustitución del nombre “Jacob” con “Israel” evoca la lucha de Jacob en el vado del

Yaboq, con el cambio de nombre al que el narrador hace una referencia explícita (cfr Gen

32,31) y del que hablé en una de las catequesis pasadas.

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Esta sustitución adquiere un significado más dentro de la invocación de Elías. El

profeta está rezando por el pueblo del reino del Norte, que se llamaba precisamente

Israel, distinto de Judá, que indicaba el reino del Sur. Y ahora, este pueblo, que parece

haber olvidado su propio origen y su propia relación privilegiada con el Señor, se siente

llamar por su nombre mientras se pronuncia el Nombre de Dios, Dios del Patriarca y Dios

del pueblo: “Señor, Dios […] de Israel, que se sepa hoy que tu eres Dios en Israel”.

El pueblo por el que reza Elías es puesto ante su propia verdad, y el profeta pide que

también la verdad del Señor se manifieste y que Él intervenga para convertir a Israel,

apartándolo del engaño de la idolatría y llevándolo así a la salvación.

Su petición es que el pueblo finalmente sepa, conozca en plenitud quien es

verdaderamente su Dios, y haga la elección decisiva de seguirle sólo a Él, el verdadero

Dios. Porque sólo así Dios es reconocido por lo que es, Absoluto y Trascendente, sin la

posibilidad de ponerle junto a otros dioses, que le negarían como absoluto,

relativizándole. Esta es la fe que hace de Israel el pueblo de Dios; es la fe proclamada en

el bien conocido texto del Shema ‘Israel: “ Escucha, Israel: el Señor, nuestro Dios, es el

único Señor. Amarás al Señor, tu Dios, con todo tu corazón, con toda tu alma y con todas

tus fuerzas (Dt 6,4-5).

Al absoluto de Dios, el creyente debe responder con un amor absoluto, total, que comprometa toda su vida, sus fuerzas, su corazón. Y es precisamente para el corazón

de su pueblo que el profeta con su oración está implorando conversión: “que este pueblo

reconozca que tú, Señor, eres Dios, y que eres tú el que les ha cambiado el corazón”

(1Re 18,37).

Elías, con su intercesión, pide a Dios lo que Dios mismo desea hacer, manifestarse

en toda su misericordia, fiel a su propia realidad de Señor de la vida que perdona,

convierte, transforma.

Y esto es lo que sucede: “cayó el fuego del Señor: Abrasó el holocausto, la leña, las

piedras y la tierra, y secó el agua de la zanja. Al ver esto, todo el pueblo cayó con el rostro

en tierra y dijo: '¡El Señor es Dios! ¡El Señor es Dios!'” (vv. 38-39).

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El fuego este elemento a la vez necesario y terrible, ligado a las manifestaciones divinas

de la zarza ardiente y del Sinaí, ahora sirve para mostrar el amor de Dios que responde a la oración y se revela a su pueblo.

Baal, el dios mudo e impotente, no había respondido a las invocaciones de sus profetas;

el Señor en cambio responde, y de forma irrevocable, no sólo quemando el holocausto,

sino incluso secando toda el agua que había sido derramada en torno al altar. Israel ya no

puede tener dudas; la misericordia divina ha salido al encuentro de su debilidad, de sus

dudas, de su falta de fe. Ahora, Baal, el ídolo vano, está vencido, y el pueblo, que parecía

perdido, ha encontrado el camino de la verdad y se ha reencontrado a sí mismo.

Queridos hermanos y hermanas, ¿qué nos dice a nosotros esta historia del pasado? ¿Cuál es el presente de esta historia?

Ante todo está en cuestión la prioridad del primer mandamiento; adorar sólo a Dios. Donde Dios desaparece, el hombre cae en la esclavitud de idolatrías, como han

mostrado, en nuestro tiempo, los regímenes totalitarios, y como muestran también

diversas formas de nihilismo, que hacen al hombre dependiente de ídolos, de idolatrías; le

esclavizan.

Segundo, el objetivo primario de la oración es la conversión: el fuego de Dios que

transforma nuestro corazón y nos hace capaces de ver a Dios, y así, de vivir según Dios y

de vivir para el otro.

Y el tercer punto. Los Padres nos dicen que también esta historia de un profeta es profética, si – dicen – es sombra del futuro, del futuro Cristo; es un paso en el camino hacia Cristo. Y nos dicen que aquí vemos el verdadero fuego de Dios: el amor

que guía al Señor hasta la cruz, hasta el don total de sí.

La verdadera adoración de Dios, entonces, es darse a sí mismo a Dios y a los hombres, la verdadera adoración es el amor. Y la verdadera adoración de Dios no destruye, sino que renueva, transforma.

Ciertamente, el fuego de Dios, el fuego del amor quema, transforma, purifica, pero precisamente así no destruye, sino que crea la verdad de nuestro ser, recrea

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nuestro corazón. Y así realmente vivos por la gracia del fuego del Espíritu Santo, del

amor de Dios, somos adoradores en espíritu y en verdad. Gracias.